Вы находитесь на странице: 1из 159

EL SECRETO DE EL GUERRERO

DEL ANTIFAZ

Francisco García-Moreno Barco

Para todas las generaciones que han sufrido una guerra y luchado calladamente por un secreto.

Para Jesús, que hizo su propia guerra y para mis padres que la vivieron desde niños.

Para Lissa y Nana que siguen en la batalla.

INTRODUCCIÓN:

TRASFONDO HISTÓRICO

En 1936 las tropas conservadoras dirigidas por el general Francisco Franco iniciaron una revuelta contra

el gobierno republicano que había sido elegido de manera democrática. La revolución desencadenaría la

Guerra Civil Española en la que los terratenientes, apoyados por la Iglesia y los grupos monárquicos, se

enfrentaron a los grupos de izquierda (socialistas y republicanos) del Gobierno. Durante los años 1936-

1939 España se convirtió en un campo de batalla en el que murió medio millón de personas, incluyendo

civiles, mujeres y niños. Franco obtuvo el apoyo económico y militar de Hitler y Mussolini, mientras que

la Unión Soviética ayudó al Gobierno democrático. España sirvió como campo de prácticas a la

Alemania Nazi para la II Guerra Mundial y su aviación destruyó la ciudad de Guernica; era la primera

vez en la historia que la aviación atacaba a la población civil.

El conflicto armado terminó con la victoria de Franco y sus aliados que se autodenominaban

“nacionalistas” e inició un gobierno dictatorial que duraría casi 30 años, de 1939 a 1975. La primera

medida que se llevó a cabo fue la eliminación de todos los grupos opuestos a sus ideas. Miles de

personas serían fusiladas y encarceladas mientras que filas enormes de republicanos intentaban huir del

terror franquista a Francia y a Portugal cruzando a pie la frontera o bien ocultándose en las montañas y
en

sus casas con la esperanza de que el aislamiento político internacional obligara a Franco a desistir de su

estrategia. Sin embargo, el aislamiento internacional solo serviría para que la población civil sufriera

hambre y la carestía de productos, y otros más arriesgados intentaran comerciarlo ilegalmente

arriesgando su vida.

Durante los años 40 y 50 la censura impuesta por el gobierno de Franco impediría el desarrollo cultural.
La propaganda enseñaría a las nuevas generaciones a odiar a los republicanos y pensar que España era
la

despensa agrícola y espiritual de Europa.

En medio de esta España represiva, algunos republicanos lograron sobrevivir ocultando su identidad e

ideología y luchando contra el gobierno absolutista de Franco con las pocas herramientas que poseían.

Los hechos de esta novela se desarrollan en Extremadura, región fronteriza con Portugal, que sufrió uno

de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil: el fusilamiento de la Plaza de Toros de Badajoz

donde fueron asesinados entre tres mil y cuatro mil republicanos. La historia alterna la acción entre dos

fechas principales: 1936, al inicio de la guerra y veinte años después, en 1954, cuando unos chicos

descubren un secreto inesperado: dos historias paralelas que narran las luchas por los ideales de dos

generaciones marcadas por una guerra fratricida.

PRIMERA PARTE:

EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

Todo héroe guarda un secreto. Cuando se desenmascara no queda más que un pobre hombre golpeado
por

la vida.

Braulio Zevallos, Vendedor de cómics

1-LA TIENDA DE CÓMICS

1954

La puerta de la tienda de cómics chirrió al empujarla. Dentro se sentía un vaho caliente y malsano como

el aliento de un monstruo gigante. Manuel oyó el gemido de la perra y la imaginó sentada a los pies de
su

dueña, junto a la camilla, al calor del brasero de picón.

Desde dentro se oyó una voz arratonada.

–Calla, Raquel, calla, que mientras más vieja eres, más cascarrabias te vuelves.

El señor Braulio terminó de abrir la puerta hasta que se encajó en el suelo, hinchada por la humedad y

dejó un espacio para que pasara el muchacho.

Al entrar sintió la bofetada del olor agrio de la tienda. Era una mezcla de olor a rancio y meados de gato.

–Pasa, hijo, pasa. ¿Qué vienes buscando hoy? –El viejo andaba encorvado por la joroba que le torcía la

espalda y que le obligaba a mirar hacia arriba para ver a la gente. Se frotaba continuamente las manos
como una mosca ante un festín de excrementos.

–Vengo a cambiar algunos cómics. Los últimos que me llevé ya los he leído –respondió tímidamente.

–Claro. ¿Cómo no? Pasa, pasa y busca lo que quieras.

Las paredes estaban repletas de estanterías llenas de cómics ordenados por héroe y año. Había
anaqueles

completos de El Capitán Trueno, de El Jabato, de Roberto Alcázar y Pedrín, de El Guerrero del

Antifaz… En las esquinas, las arañas habían tejido sus telas y esperaban pacientemente la llegada de

alguna mosca o mariposa de luz que les sirviera de almuerzo. El aire olía a humedad y papel viejo. Al

fondo de la pieza, sobre una mesa mohosa se amontonaban los cómics recién llegados sin ningún orden,

unos encima de otros, boca arriba, boca abajo, doblados, derramándose de la mesa. Todos aquellos que

habían sido cambiados esa misma semana y esperaban tranquilamente a ser anaquelados. Manuel se

dirigió directamente a la mesa con cuidado de no molestar a la perra que gruñía dentro de la habitación

contigua. Rebuscó entre los montones de fascículos los recién llegados de El Guerrero del Antifaz. Los

gruñidos de la perra subieron de tono.

–No le hagas caso, muchacho, esa perra no hace más que gruñir, pero no muerde. Ya sabes, perro

ladrador… –pero no pudo terminar la oración porque un ataque de tos le interrumpió.

Manuel comenzó a ordenar los cómics separando los de El Guerrero del Antifaz y colocándolos aparte.

–Así que hoy tenemos el honor de que nos visite el gran Guerrero del Antifaz –comentó, entre
carraspeos

de garganta, el viejo sin dejar de frotarse las manos.

–Vienes todas las semanas. ¿No has leído ya todos los capítulos?

–No, señor Braulio. Es verdad que he leído gran parte, pero aún me quedan muchos por leer. Es tan

apasionante. Algún día me gustaría llegar a ser tan grande y tan importante como él.

–Claro, claro, chavalín, pero para eso tienes que crecer y ponerte tan fuerte como él. Je, je, je. Déjame

ver tus músculos. –El señor Braulio se acercó y le apretó el brazo. Manuel sintió el olor ácido del viejo y

no pudo evitar apartarse de golpe. El viejo perdió el equilibrio y se apoyó sobre la mesa de los cómics

haciendo que se cayeran algunos y provocando un gran ruido. La perra salió de la habitación de al lado

ladrando y enseñando los dientes al muchacho.

–Quieta, quieta, Raquel. El muchacho es un amigo. No fue nada. Tranquilízate. –Manuel se había pegado
a la pared evitando los dientes amenazantes de la perra.

–No te asustes, je, je, je, no te asustes, chaval. Raquel es solo una perra inofensiva y tú eres un aprendiz

de Guerrero del Antifaz. ¿No es así? –El viejo lo miraba desde abajo y en su mirada había un reflejo que

Manuel no supo interpretar; un dejo de ironía, una burla escondida.

Manuel seleccionó apresuradamente dos cómics que no había leído aún e hizo ademán de salir sin dejar

de mirar a la perra. Tenía el presentimiento de que alguien lo espiaba desde detrás de la cortina

grasienta. Tal vez la vieja se entretenía en mirarlo desde detrás de su escondite. Había miles de historias

en torno a la extraña pareja, y ninguna era buena.

–Creo que me llevaré estos dos –dijo tendiendo un par de monedas y sacando de su bolso otros dos

cómics que llevaba para cambiar.

–Muy bien, muy bien, muchacho. ¿Cómo es tu nombre? Nunca logro recordarlo.

–Manuel, señor, Manuel Guerrero –contestó al borde de la puerta.

–Ah, sí, claro, je, je, je, Manuel Guerrero, como el Guerrero del Antifaz. Vuelve pronto Manuel

Guerrero. Hay un montón de aventuras esperándote aquí dentro ¿sabes?

Manuel tiró de la puerta para desencajarla y salir de la tienda.

–Sí, señor Braulio, buenas tardes.

El viento frío del otoño le limpió la ropa y la piel de los olores añejos de la tienda. Bufó sintiéndose

liberado mientras dentro se oía a la perra ladrando y arañando la puerta. En la acera de enfrente,
apoyado

contra el salvacantón de la esquina lo esperaba El Tuerto.

–Tuerto, la próxima vez te toca a ti entrar. Esta vez la perra casi me ataca y ese viejo… me pone nervioso

su risita extraña.

El Tuerto, en realidad, no era tuerto ni le faltaba ningún ojo. Los tenía los dos, pero uno lo tenía caído
por

un accidente; la culpa la tuvo el padre aunque él siempre decía que la culpa la tuvo la guerra.

–La guerra tuvo la culpa de todos los males de aquellos tiempos –sentenciaba con resentimiento El

Tuerto que estaba harto de oírselo a su padre. Y de alguna forma, eso era cierto. Después de tres años
de

guerra civil y de pillaje la gente no tenía qué comer. Se morían de hambre por las calles. –Mi padre dice

que la gente se peleaba por una cáscara de naranja o de banana o de lo que fuera –explicaba El Tuerto
siempre que le preguntaban por qué tenía el ojo caído–. Así que había que buscarse la vida como fuera,

en la calle, en el campo, donde fuera. Y mi padre siempre fue bueno en la caza y en pesca, así que

furtiveaba. Se metía en la finca del conde cuando nadie lo veía y siempre traía algo a casa: un conejo,
una

perdiz, cuando menos algún pez que freír con patatas. En mi casa no nos moríamos de hambre, no.

Algunos días lo acompañaba El Tuerto, que entonces no le llamaban El Tuerto, sino Benito. A Benito le

gustaba ir de caza y de pesca con el padre. Saltar la cerca de Palacio Quemado, la finca del conde de

Osilos y andar arrastrándose al pasar frente a la casa de don Marceliano, el administrador, para que ni

los perros los sintiesen. Era un poco estar en la guerra, huyendo del enemigo, engañándolo. Había que

buscar el viento y ponerse frente a él para que los mastines no los olieran; arrastrarse despacio, como

culebras, para que no los oyeran entre los trigales y después estar siempre al acecho de los guardias

porque si venían, entonces sí que había que dejarlo todo y correr lo más rápidamente posible para evitar

los disparos con escopetas de cartuchos de sal. Si te daban estabas apañado rascándote varios días.

Aquella mañana madrugaron más que nunca. Antes de la salida del sol ya estaban allí Benito y su padre

saltando la cerca de Palacio Quemado. Se arrastraron frente a la casa de don Marceliano, el

administrador y padre de Marcelino, corrieron por los trigales sin que nadie los viera y al salir el sol ya

habían pescado dos percasoles de buen tamaño. En la confianza que da la buena suerte no se dieron

cuenta de que estaban siendo vigilados. Alguien avisó a los guardias y cuando se vinieron a dar cuenta

los tenían encima. Uno de los guardias gritó: “Alto ahí, ¿quién va?” y disparó al aire. El padre de Benito

tiró de la caña asustado, sin darse cuenta de que su hijo estaba muy cerca. Benito sintió el anzuelo

clavársele en el párpado, muy cerca del ojo y el tirón fuerte y persistente de la caña de pescar; como si

fuese uno más de los peces que pescaron en el día. Se libraron de una buena. Los guardias no fueron

capaces de atraparlos, pero Benito perdería para siempre el párpado que se le quedó caído. A partir de

entonces le llamaron El Tuerto y ya nadie se acordó de su nombre.

–Si no hubiera sido por la guerra y el hambre, mi padre no habría tenido que ir a pescar a la finca del

conde y yo seguiría teniendo mi párpado en su sitio –concluía resignado El Tuerto.

El Tuerto se acerca a Manuel y mira los cómics que ha conseguido.

–Tú sabes bien que yo nunca podré entrar en esa tienda. Es superior a mis fuerzas, Guerrero. Prefiero no

leer más cómics, ese olor me produce náuseas.


–Sí, claro, a mí el olor me encanta –respondió irónicamente–, y el viejo ni te digo.

–Venga, si todos sabemos que la vieja te hace ojitos –bromeó El Tuerto.

–Tuerto, con eso no se juega, que te quedas sin cómic hoy.

–Bueno, venga, pero vamos al parque que deben ya de estar allí los otros.

2-EL MARQUESADO DE AGUILAR

–Te lo dije, el árbol está cargado de pájaros. –Manuel y El Tuerto están parados frente a un viejo olmo.

Se necesitarían al menos cuatro personas cogidas de las manos para rodear el tronco centenario. A
partir

de cierta altura tiene unos clavos hendidos cada cierta distancia, hasta la primera rama que se extiende

horizontal, como si quisiera meterse por la ventana de la casa contigua. Arriba, entre las ramas más
altas,

se entrevén los pies de varios niños.

–¡Ehhhh! ¡Tiradnos la cuerda, que estamos aquí!

Entre las ramas hay un revuelo de grandes pájaros discutiendo.

–Pero si son Guerrero y El Tuerto. ¡Tiradles la cuerda, que traen cómics!

Una soga serpenteó entre las ramas y vino a caer entre los dos muchachos. Manuel se escupió las
manos y

tiró con fuerza de la cuerda para asegurarse que estaba bien agarrada. El tacto era áspero. Saltó y fue

apoyándose con los pies en los nudos hasta llegar a las primeras ramas desde donde podía subir

ayudándose por los clavos que ribeteaban el tronco. Le hizo una señal a El Tuerto para indicarle que era

su turno y miró alrededor. Estaba el grupo completo: apoyado en una rama frente a él Carasucia le

sonreía mostrando un diente partido. Junto a él, Andrea se colgaba de una rama y lo saludaba boca
abajo;

el pelo cortado casi como un chico. Asomando la cabeza por el ventanuco de la casa adyacente,

Marcelino lo miraba desafiante sujetando un cigarrillo en la mano mientras hacía círculos con el humo.

–Ya era hora ¿no? Llevamos toda la mañana esperando –cortó a modo de saludo Marcelino–¿Dónde os

habíais metido? ¿En la clase de don José con los otros chupatintas? –Los demás rieron el chiste a coro.

Manuel abrió su bolso como respuesta. Todos se acercaron a ver el contenido del bolso del recién

llegado; las últimas aventuras de su héroe favorito. El Tuerto se les unió también apretado entre las
ramas
del gran árbol para no caerse ni perderse una palabra del cómic.

–Mejor vamos adentro, no vaya a ser que Andrea se emocione y empiece a dar patadas y nos tire del

árbol –comentó Manuel sonriendo. Por respuesta, la chica hizo una pirueta y de un salto cayó sobre el

balcón de la casa y entró por la ventana donde Marcelino le hacía espacio.

Los chicos habían descubierto siguiendo a un gato que trepando a una de las ramas altas del árbol se

podía acceder al interior del palacio a través de una ventana rota. Poco a poco habían limpiado el piso

superior y acomodado algunos muebles en torno a la gran chimenea familiar que les servía de
calefacción

en las gélidas noches de invierno. Fuera del salón, un gran corredor cerrado con ventanales rodeaba,

como un claustro monacal, el patio central cubierto de yedra y maleza, y al que nunca habían logrado

bajar; una puerta sólida de nogal y, sobre todo, el miedo se lo habían impedido. Uno tras otro, todos los

chicos saltaron desde la rama al balcón y, desde allí, se introdujeron en su interior.

Dentro del viejo caserón al que se accedía a través de la ventana había todo un mundo de espacios

misteriosos, secretos ocultos y plantas descuidadas que habían ganado acceso a las habitaciones;

animales que correteaban a su gusto sin que nadie impusiera ningún tipo de ley. Le llamaban “la cueva”

pero, lejos de ser una caverna era, en realidad, un palacio donde el grupo discutía las acciones que iban
a

llevar a cabo: saltarse a los pajares a robar huevos, molestar a los guardias del parque, hacer todo tipo

de maldades a los chupatintas y sabelotodos de la clase de don José; aquellos que creían saberlo todo,

que siempre alzaban la mano cuando el maestro preguntaba, que no les dejaban tiempo para pensar la

respuesta y, en definitiva, eran los responsables de que sus notas no subieran de un triste “insuficiente”.

El edificio era un viejo palacio de piedra de dos pisos que ocupaba la esquina de la calle General Mola

con la del Pocito, la que bajaba hacia la escuela. Tenía un portalón de madera recia tachonado de clavos

y coronado por un enorme escudo heráldico con las armas de la familia Gutiérrez de Ledesma,
marqueses

de Aguilar: en el pecho de una enorme águila, dos dragones se escupían fuego, uno frente al otro, bajo

una corona flanqueada de torres. En el lateral izquierdo, un mural en azulejos blancos y azules

representaba la imagen de Hermes Trismegisto, el tres veces grande, el mago por antonomasia,
ilustrado

con largas barbas y casulla alzada, una bola del mundo en la mano derecha y un libro en la izquierda
representando el conocimiento que llega al mundo; sobre su cabeza, un pentagrama, la estrella de cinco

puntas, símbolo del bien y del mal, de la sabiduría y la magia. A los pies del mago se lee el principio del

mentalismo, “El todo es mente”. A ambos lados de la puerta sendos ventanales dejaban entrever por
sus

maderas rotas un mundo vegetal asilvestrado y húmedo que, como una enorme serpiente verde, iba

abriéndose paso desde el patio central, escalando los muros, tapando ventanas y ocupando estancias y

corredores.

El caserón había sido sede de una familia ilustre venida a menos en extrañas circunstancias. Al parecer,

su último dueño, el decimosexto marqués de Aguilar llevó una vida solitaria entre los muros del palacio,

acompañado únicamente por una vieja sirvienta que había trabajado para sus padres desde muy joven y

que dedicaba los últimos años de su vida a mantener el palacio y al “señorito” en condiciones humanas.

El señorito, por su parte, pasaba el día metido en la biblioteca rodeado de libros y de gatos buscando

sabe Dios qué extrañas quimeras heredadas de sus antepasados, algunos de los cuales, según contaba la

leyenda, habían sido acusados de brujería y condenados a muerte en la hoguera en el famoso Auto de
Fe

de Logroño de 1610. A partir de esa fecha, sus descendientes intentaron limpiar su imagen huyendo a

tierras lejanas donde nadie los conociera, pero nunca pudieron evitar ese aspecto esquivo y taciturno y

ese olor a azufre que desprendían sus ropas. Era bien conocido que el marqués poseía la colección más

completa sobre nigromancia de toda Europa. La colección incluía una gran variedad de textos antiguos

sobre el arte de la brujería. Así, podían encontrarse libros grimorios con las fórmulas y los medios

necesarios para realizar la evocación del demonio como el Liber Vaccae, atribuido al propio Platón o el

Clavicula Salomonis, atribuido al rey Salomón. También cuentan que estaba, el Enchiridion del Papa

León, esa compilación de oraciones contra todo tipo de adversidades, enfermedades y peligros que,

según cuenta la tradición, habría sido realizada por el propio papa León XIII en el siglo IX para cuidar

de todos los males al emperador Carlomagno. Los anaqueles de la biblioteca del palacio de los Aguilar

también escondían entre sus libros tratados de magia natural como el De occulta philosophia, del más

grande mago del Renacimiento, Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, que incluye numerosos

encantamientos, venenos y sahumerios, ungüentos y filtros de magia natural que la familia Aguilar debió

de usar en sus conjuros con el objetivo de beneficiarse de ellos. También había libros de secretos, como
el Magia naturalis, de Giambattista della Porta que revelaba los secretos de la naturaleza a quienes

supieran leerlos; librillos con conjuros para desenojar a galanes, como aquel muy conocido que debía

pronunciarse tapándose los ojos cuando se veía llegar al hombre furioso:

Con dos te miro,

Con tres, te ligo y ato

La sangre te voto.

El corazón te parto.

Con las pavías de tu madre

La boca te tapo

¡Hale asno, sobre ti cabalgo!

o aquellos otros para quitar el sueño o para el mal de ojo. Asimismo, había entre los anaqueles libros de

Alquimia como el Theatrum Chemicum que recoge, entre otras, la fórmula para crear la piedra filosofal,

esa sustancia capaz de transmutar cualquier metal en oro; libros de suertes como el Triompho di
Fortuna

o el Alquiteb de suertes con los que podrían forzar la suerte a su favor. Pero también había libros más

relacionados con la ciencia que con la nigromancia; libros de Fisonomía tales como La Metoposcopia

que trata sobre la adivinación de las cosas pasadas, presentes y futuras mediante la observación de las

líneas de la frente. Además, libros de pronósticos y lunarios como el Ramillete de astros de Torres

Villarroel o el Lunario y Pronóstico general de Juan de Casanova que permitían predecir los sucesos

según el aspecto del cielo en el instante en que se producía la consulta. Y, por supuesto, tratados

demonológicos como el Fortalitium fidei o el Disquisitiorum Magicarum que explicaban las diferentes

formas de alabar y presentar ofrendas al diablo. La biblioteca había acumulado todo el saber demoníaco

conocido desde la Edad Media y se decía que mediante una puerta oculta se accedía a los sótanos
donde

cuentan que el último de los Aguilar llevaba a cabo sus experimentos y conjuros que profería sobre
niños

robados que la fiel criada le traía de los hospicios cercanos o de aquellos que escapaban de sus casas.

Dicen los más viejos que el marqués convertía a los niños en gatos que le habían de servir durante toda

su vida.

Un día, la criada trajo consigo a una niña de piel tan blanca y brillante que parecía emanar luz de su
interior y con unos ojos de un verde tan intenso que se dirían de cristal. Era tan única y tan hermosa que

el marqués se enamoró perdidamente de ella y no se atrevió a embrujarla. Por el contrario, quedó él

mismo hechizado por los hermosos ojos verdes de la criatura, así que decidió criarla y respetarla hasta

que se hiciera una mujer con la que se desposaría y criaría su prole de hechiceros que continuarían una

tradición mantenida durante generaciones. La niña creció entre gatos y hechizos, cada día más hermosa
e

inteligente y fue aprendiendo el oficio de tinieblas hasta convertirse en una mujer bella y malvada que

hipnotizaba a sus víctimas con el brillo de sus ojos como esmeraldas. El día señalado para las nupcias,

mientras el marqués y la empleada esperaban en la biblioteca la llegada majestuosa de la novia, ella

ultimaba los detalles en el sótano e invocaba los poderes de Lucifer para conseguir su ayuda y su

venganza. Dicen los que vivieron en aquella época que el día se oscureció de repente y una terrible

tormenta se desató sobre la ciudad y los campos de alrededor. Uno de los rayos entró por la ventana de
la

biblioteca provocando un incendio en los libros y anaqueles que carbonizó al marqués y a su ayudante y

propagando el fuego al resto del palacio. Solo los gatos que huyeron por los tejados pudieron salvarse y

quedar como testigos mudos de la tragedia. Nunca más se supo del marqués ni de la criada, ni de la

hermosa muchacha raptada. El tiempo y la lluvia se encargarían de borrar toda señal de vida en aquel

palacio. Sin embargo, en las noches de tormenta los vecinos decían escuchar llorar a niños entre los

maullidos de los gatos y una gata blanca de ojos verde esmeralda se deja oír maullando a la noche

iluminada por los rayos. Durante muchos años, nadie se atrevió a poner un pie en aquella casa
encantada

e, incluso, clavaron tablones en el portón para impedir que cualquier inadvertido entrase en ella por

descuido y sufriese las consecuencias de los hechizos.

Fue Marcelino quien encontró la ventana lo suficientemente entreabierta como para poder escurrir su

cuerpo a través de ella y tener acceso a la casa. Hace más de un año que el grupo se reúne en ella y
nunca

han tenido el menor contratiempo; eso sí, por si acaso, nunca bajan al piso inferior ni a la biblioteca ni

los sótanos. Un ejército de gatos los acompaña, pero son gatos felices, inofensivos a los que les gusta

jugar con las pelusas acumuladas bajo los muebles y tumbarse a tomar el sol en el corredor y los tejados

los días luminosos de primavera. Los chicos nunca han sentido una mirada o un gesto amenazante por
parte de los felinos; al menos hasta ahora.

3-EL GUERRERO ENGAÑADO

El grupo pasó a la habitación de lectura: un amplio corredor acristalado que daba al patio de la casa.

Ellos mismos habían arreglado los cristales rotos aprovechando las salidas a casas limítrofes que habían

sido tan “generosas” de permitirles tomar sus cristales prestados. Después, un poco de masilla para

pegarlos y listo. La habitación estaba amueblada con viejos muebles desfondados de diferentes estilos y

colores que habían ido acumulando a lo largo del tiempo y arreglando como podían. Hasta había un
viejo

piano de teclas desdentadas que los dueños de la casa habían despreciado. De su caja de resonancia

asomaba la cabeza Mefisto, una gata blanca, de espesa cola y ojos verdes brillantes que gruñía en vez de

maullar y que había convertido el piano en su hogar.

–¿Qué capítulo has traído hoy? –preguntó Marcelino desde su sillón Art Decó a cuadros, estirando las

piernas y poniendo los pies sobre el brazo del sillón de Andrea.

–Es el primer capítulo. Es difícil de conseguir; no lo había visto antes en la tienda del viejo. Fue una

suerte que fuera hoy a cambiar cómics. De haber ido otro día tal vez no lo habría conseguido nunca.

–Bueno, empieza a leer, que se nos va la tarde –reclamó ansioso Carasucia.

Manuel toma el cómic y mira detenidamente la portada. En ella, aparecen cinco viñetas en las que un

guerrero enmascarado se enfrenta a diferentes peligros. En una, lucha a brazo partido contra tres
soldados

musulmanes; escuda la retaguardia contra un árbol y blande una espada larga y fina contra los

musulmanes que lo acosan. En otra, montado en un hermoso corcel negro, ataca con su espada a un
árabe

que se le opone con lanza de torneo. En la tercera, tres leones se le enfrentan en el interior de lo que

parece ser una mazmorra de piedra sin salida. Las tres imágenes restantes son retratos de personajes; a
la

izquierda su enemigo mortal, Alí Khan, con turbante y cimitarra ligeramente curvada, el puño de una
daga

sobresale del cinto. A la derecha, el retrato de su gran amor, Ana María, contrasta con el resto de las

imágenes en su estatismo, como un remanso de paz al que volver después de una batalla; el pelo negro,
la

piel clara, el semblante pacífico. Finalmente, en el centro superior se encuadra el retrato de El Guerrero
del Antifaz, vestido de rojo; en su pecho resalta una gran cruz amarilla. Complementan su indumentaria

una capa azul oscura que contrasta con los colores vivos del vestido, gorro de metal y cota de malla

cubriéndole el cuello. Ocultando su rostro, el emblemático antifaz negro que le da nombre. El carácter

valeroso y noble resalta en su perfil afilado. Llama la atención de Manuel el precio de la revista, abajo a

la derecha, 75 céntimos. A él solo le costó 25 y otro cómic a cambio, pero está seguro de que hay niños

que pueden comprarlo nuevo por 75 céntimos y por una peseta y que se pueden dar el lujo de
guardarlos

y no tener que cambiarlos porque sus padres les pueden comprar cuantos cómics quieran. Eso le hace

hervir la sangre.

En las primeras páginas el Guerrero cuenta su historia. Su madre, la condesa de Roca, fue raptada por el

malvado reyezuelo musulmán Ali Khan estando embarazada de él. Al nacer, le hacen creer que es hijo
del

árabe y lucha contra los reinos cristianos de Castilla hasta que, a la edad de veinte años, su madre le

revela la verdad por lo que el reyezuelo la asesina. El Guerrero intenta vengarse, pero deja herido a Alí

y huye. Agobiado por el remordimiento, decide ocultar su identidad con un disfraz y dedicar su vida a

combatir el Islam desde las filas cristianas.

Mientras Manuel lee, se instala un profundo silencio alrededor. Los chicos recrean la acción en su
mente:

el frío viento castellano hiere el rostro del Guerrero que, impertérrito, mantiene las bridas de su caballo

negro camino adelante. Detrás de su antifaz, sus ojos muestran el dolor por la muerte de la madre, la ira
y

el ansia de venganza y la enorme rabia por haber luchado durante años contra los reinos cristianos,
contra

los suyos; engañado por un desalmado al que consideró durante años su padre. La tensión espesa el

ambiente en el corredor y el Tuerto no puede soportar la rigidez, así que sale sigilosamente y se asoma a

la ventana que da al parque, desde donde vigilan el paso de don José y de los muchachos a la salida de

clase.

–Qué extraño, darse cuenta de que ya no eres lo que siempre has creído ser –comentó pensativamente

Andrea–. De repente, te levantas una mañana y te das cuenta de que todo tu mundo está al revés, que

aquello en lo que habías creído era falso y que aquellos en los que tenías fe y pensabas que eran tu
familia, en realidad no son más que un hatajo de traidores mentirosos. Pobre Guerrero, debió de
sentirse

fatal ¿no os parece?

–Sí –contestó Marcelino–, es como si el Carasucia, después de verse toda la vida en el espejo con esa

cara picada de viruela, de repente una mañana ve el reflejo de un hombre guapo. Se puede morir del

susto. Todos rieron el chiste menos el aludido.

–Claro, o como si alguien te dice a ti que eres inteligente, so imbécil –se defendió Carasucia.

Marcelino saltó como uno de los muelles rotos de su sillón Art Decó y se lanzó sobre Carasucia

tirándolo al suelo y revolcándolo por el polvo del piso. Los demás les hicieron corro y apoyaban a uno u

otro según sus preferencias.

–Dale, Cara, demuéstrale a ese bravucón quien es el verdadero Guerrero del Antifaz –gritaban algunos.

–Fuerte, Marcelino, hazle que se trague sus sucias palabras de árabe traidor –coreaban otros.

El Tuerto apareció de golpe poniendo fin a la lucha.

–Eh, ya vale. Dejad de pelear, que están pasando don José y los muchachos de la escuela. Venid, a ver

quién fue hoy a la escuela.

Se agolparon en la ventana para ver pasar al grupo de estudiantes que salían de la escuela corriendo
para

llegar a sus casas, coger volando un bocadillo de Nocilla y salir pitando de nuevo a la calle a jugar antes

de que se hiciera de noche. Algunos arrastraban una cartera pesada donde guardaban la Enciclopedia y

alguna libreta vieja y un lápiz. Otros llevaban los libros debajo del brazo y algunos los llevaban atados

con un cinturón deshilachado. El griterío hacía que la gente se parara y comentara al respecto. Entre
ellos

pasaba la figura espigada de don José, el maestro, conduciendo una bicicleta grande y pesada que

chirriaba a cada pedaleada.

–Mira quien va por ahí montado en la chaila, parece un pajarraco sobre un alambre –Don José era una

figura insólita en el pueblo; largo y delgado paseaba su figura estirada enfundado en una capa de aguas

que le daba un aspecto de ave zancuda destartalada. Al frente de la bicicleta, en una canasta, se

agolpaban los libros que necesitaba para intentar inculcar en los chicos el amor por la lectura (con poco

éxito, habría que aclarar).

–Ese es uno de los antiguos comunistas que, cuando llegaron los nacionales, se perdió en el monte y
luego apareció con la camisa azul como si hubiera sido toda la vida nacional. Habría que pasarlo por la

piedra como a todos los traidores rojos –añadió Marcelino tirando la colilla del cigarrillo en dirección

del maestro. –Algún día mandaré una carta al mismísimo Franco con una lista de los traidores que se

esconden en este pueblo haciéndose pasar por camaradas y que tienen todavía escondida la bandera

comunista en el armario de su casa.

–Eh, mirad quien pasa ahora –anunció Carasucia con medio cuerpo fuera de la ventana y silbando

ruidosamente–. ¡Si es Adrianita! Pero qué buena está, madre mía, si parece una aparición.

Todos los chicos se asomaron a admirar el paso menudo y ligero de la chica que cruzaba el parque;

llevaba el pelo recogido en una cola levantada sobre la nuca que le daba un aspecto etéreo y liviano que

aumentaba la sensación de caminar por encima del suelo, casi levitando. El uniforme de la escuela:

camisa blanca bajo un jersey azul marino y una falda escocesa azul y verde que se movía al compás de

sus movimientos le prestaba un aire distinguido. Llevaba un paquete de libros en los brazos y la mirada

pegada al suelo, evitando siempre cruzarla con alguien. Su caminar era elegante y felino. Manuel sintió

un galope intenso en el pecho y un calor infundado que le impedía hablar. Siempre que la veía pasar le

ocurría lo mismo y se acordaba de la escena en que una bruja le dice al Guerrero del Antifaz que

conocerá a la mujer de su vida tan pronto la tenga delante. Si eso fuera verdad –pensaba– él ya sabía

quién sería su compañera de por vida. La niña entró en una casa de paredes desconchadas pegada al

palacio.

Marcelino resopló indignado. –Parece mentira, se os van los ojos detrás de la primera roja que se os

cruza en la calle. ¿Se os olvida cómo acabó su padre? Antes de fijaros en una chica deberíais averiguar

de qué familia es.

–¿Es verdad que su padre fue uno de los fusilados en la plaza de toros de Badajoz? –preguntó con

ansiedad el Tuerto.

–Sí –respondió ásperamente Marcelino–, fue uno de los muchos republicanos que pensaron que podían

escapar de Franco simplemente cruzando la frontera y yéndose a Portugal. Je, je, lo que no sabían era
que

allí los esperaban los guardiñas de Salazar, que era amigo íntimo de Franco y conforme iban cruzando

iban cayendo en las manos de los portugueses y eran enviados de vuelta a España. Claro, como ya no
cabían más prisioneros en la cárcel los tuvieron que meter en la plaza de toros que es donde
únicamente

había sitio. Allí estuvieron meses esperando a que les tocara el turno para que los fusilaran: bajo el sol y

la lluvia, sin comida y cama ni nada, como animales en el matadero. Más les hubiera valido pegarse un

tiro antes de que los cogieran.

–Pobrecillos –comentó compadecida Andrea–, no sabían lo que les esperaba.

–Se lo merecían, por traidores a la patria y por no aceptar las órdenes de Franco que es el mejor caudillo

que ha tenido España desde los Reyes Católicos –entonó marcialmente Marcelino–. Muchos murieron
de

hambre y de enfermedades que se propagaron entre ellos. Llegó un momento en que ya no cabían más
y no

sabían qué hacer con ellos, así que una mañana los limpiaron a todos. Desde las gradas de la plaza,

docenas de soldados les dispararon hasta que no quedó ni uno vivo. Mi padre dice que les tomó una

semana sacar todos los cuerpos de los rojos fusilados y que el reguero de sangre se puede entrever

todavía a la salida de la puerta. Fusilaron a miles.

–¿Y tu padre por qué lo sabe? ¿Acaso estuvo él allí? –preguntó Manuel.

–Mi padre lo sabe todo de la Guerra Civil. ¿No ves que él es “camisa vieja” y pertenece a los comités de

falangistas? Además su posición de administrador del conde le permite codearse con gente importante y

se entera de todas esas historias.

–¿Le permite dar de codazos al conde también? –preguntó maliciosamente Manuel–. Porque con lo
bestia

que es el conde, eso es lo único que se merecería. Mira que dar dinero para que maten a las pobres

águilas y zorros. Ya hay que ser animal…

–El conde es un hombre recto y defensor de la patria –defendió apasionadamente Marcelino –Es que, a

veces, hay que ser estricto para limpiar de alimañas el bosque porque, de lo contrario, se comen a todos

los conejos y perdices y acaban con la caza… y eso no le conviene al conde.

–Sí, hay que limpiar el campo de alimañas y España de comunistas. Es lo mismo –añadió animado

Carasucia–. Mi padre dice que los comunistas son ateos y queman iglesias y matan curas. Se necesita ser

inhumano para matar a los curas, que no se meten con nadie.

–Serán algunos curas, porque yo me sé de uno que da unas bofetadas en clase… ¿eh Tuerto? – añadió
Manuel.

–Ya lo creo –respondió exagerando el Tuerto–. Coge carrerilla desde atrás y te mete unos bofetones que

te tuercen la cara.

–Eso es distinto –defendió Marcelino–. Don Jesús tiene que velar por que aprendamos el catecismo y ya

se sabe que la letra con sangre entra.

–Pues si fuera por eso, yo me sabría ya el catecismo de memoria porque mira que he recibido bofetones

de don Jesús; de todas las formas y colores –dijo con sorna el Tuerto.

–Pero la pobre chica no tiene culpa de nada; ella no eligió nacer en una familia de comunistas –la

defendió Andrea– y ahora vive sola con su madre en esa casucha de al lado y la gente la evita como si

tuviera la peste.

–Es que hay que saber elegir a las compañías. Dime con quien andas y te diré quien eres –sentenció

Marcelino–. Si vives con un comunista es que probablemente también lo eres y si eres comunista eres
un

asesino ateo. No hay más que decir.

–Pero qué bruto eres Marcelino –se defendió Andrea–. No todos los comunistas van a ser iguales, ¿no?

Los habrá crueles y los habrá buenos, que de todo hay en la viña del Señor. Además mi madre me contó

que su padre era maestro y que iba de pueblo en pueblo enseñando a los niños pobres que no tenían

dinero para ir a la escuela. Eso también vale, me parece a mí.

–Pues vete tú a saber qué es lo que les enseñaba. Probablemente a matar curas y quemar iglesias –

contraatacó Marcelino.

–Pues la madre trabaja limpiando en la casa de don José, el maestro, que fue el único que le quiso dar

trabajo, que si no se mueren de hambre –añadió el Tuerto–. Hasta se tuvieron que mudar de la casa en
la

que vivían e irse a esa casucha destartalada porque no podían pagar la otra. Debe de ser triste, pasar de

ser la esposa de un maestro que, aunque no tengan mucho dinero están bien considerados, a ser una

limpiadora de suelos mal mirada, y todo por culpa de sus ideas políticas que yo no entiendo qué tiene
que

ver lo que uno piensa con que lo consideren un criminal.

–Si es que no os enteráis aunque os lo digan mil veces. SON A–SE–SI–NOS, SON A–TE–OS, SON RE–

VO–LU–CIO–NA–RIOS –enfatizó el hijo del administrador–; lo dice mi padre, lo dice el señor conde, lo
dice el cura don Jesús, lo dice hasta Franco. ¿Quién más lo tiene que decir para que lo entendáis?

¿Tendrá que bajar la virgen de Guadalupe a explicaros lo mala que es esa gente para que os lo creáis?

Bien lo dice mi padre: “No hay peor bruto que el que no quiere aprender”.

Del grupo de muchachos salió un bufido general contra Marcelino acompañado de improperios que

cayeron sobre él como una ducha de agua fría.

Don Marceliano, el padre de Marcelino, fue uno de los pocos que se salvaron del incendio provocado en

la cárcel en agosto del 36. Por la cabeza de Marcelino pasaban las imágenes truculentas de la historia

que su padre le había contado con lujo de detalles, sufriéndolas en carne viva. Debió de ser al inicio de

la guerra, a mediados de julio del 36. Los republicanos habían metido en la cárcel a unos cuarenta

terratenientes y pobres gentes relacionados con ellos, según decían, para evitar que apoyaran al ejército

de Franco que se acercaba inexorable desde Sevilla, pero don Marceliano, el padre de Marcelino había

visto como los extorsionaban para obligarles a firmar vales de dinero del banco, no solo había envidia y

odio, también había intereses personales. La cárcel del pueblo era pequeña, suficiente para los cuatro

borrachos que a veces se enfrascaban en peleas entre ellos y tiraban navajazos a ciegas, así que los

señoritos –como los llamaban “los rojos”– tuvieron que apiñarse unos contra otros en el patio, en un

espacio mínimo y allí los dejaron durante un mes apenas sin comida ni agua. Los “señoritos” se

preguntaban qué harían con ellos. No estaban muy lejos todavía las escenas aparecidas en los periódicos

en las que hordas de rojos habían quemado iglesias y conventos, y asesinado curas y violado monjas.

Pero eso ocurría en las grandes ciudades; en Madrid, en Barcelona, hasta en Badajoz, pero esto es un

pueblo –pensaban– aquí nos conocemos todos; el que vigila en las noches es el Botello, el hijo del

guarda de Valdorite. Son cuatro niñatos que quieren llamar la atención, pero no se atreverán a ir más
allá.

En unos días se cansan y nos sueltan.

Marcelino recreaba la acción con precisión, como si hubiera sido él quien la vivió. La noche del 6 de

agosto la luna brillaba espléndida tras los muros, con la torre de la iglesia esbelta y majestuosa al fondo,

el silencio plagado de grillos, los susurros de los guardias y el olor a tabaco mezclado con el sudor de

los compañeros. Alguno gimoteaba en la oscuridad, otros se habían hecho sus necesidades encima, tal

vez de miedo, tal vez porque no tenían donde hacerlo. Fue el revuelo repentino lo que los alertó, las

voces en grito, el miedo colectivo. Al parecer se acercaban las tropas de Franco desde el sur. Habían
llegado a Los Santos; era cuestión de días o quién sabe si de horas que llegaran y los liberasen. La

alegría iluminó la angosta prisión. Algunos lloraban de alegría, otros gritaban que por fin llegaba la

justicia y la libertad, que era la hora de dar a los rojos su merecido. Daban patadas a las puertas. Los

más juiciosos pedían tranquilidad, silencio, evitar las provocaciones. Entonces todo ocurrió de repente,

sin darles tiempo a tomar conciencia de lo que ocurría. Abrieron el portón de golpe y empezaron a dar

órdenes contradictorias, a voces: que salieran todos del patio, que no se moviera ni dios, que se

levantaran, todos al suelo y enseguida los golpes, en la cabeza, en las caderas, donde fuera. Parecían

buscar entre los caídos a alguien conocido. Escogieron de entre todos los prisioneros a los tres que más

se habían quejado del trato y habían jurado que se haría justicia cuando llegara el nuevo gobierno.

Algunos pensaron que había llegado el momento de la liberación, los miraban con envidia, con

esperanza; pero, por el contrario, los levantaron entre dos y los apoyaron en la pared, los brazos

extendidos y antes de que pudieran saber qué era exactamente lo que ocurría pasaron una soga por una

viga y colgaron a uno de ellos. Marcelino recuerda las palabras del padre con una precisión tal que le

hace sentir como si hubiese estado presente; los ojos sorprendidos ante la magnitud del hecho, los pies

temblando en busca de apoyo y el horror pintado en los rostros de todos. Alguien gritó “venga, dadles a

los señoritos lo que quieren, que cuando llegue el generalito se entere de lo que somos capaces.

Ahorcadlos a todos”. Ahorcaron a dos y a otro lo crucificaron; con lo que pudieron, un par de clavos

oxidados y un trozo de hierro viejo, entre risas y olor a aguardiente rancio. Después salieron y pasaron

unos minutos en absoluto silencio. Nadie se atrevía ni tan siquiera a suspirar. Una lechuza gritó en la

torre del campanario rompiendo el sonido monótono del arrastrar de algo pesado sobre el corredor,

alrededor del patio y enseguida las carreras de los carceleros, un cuchicheo amenazador; la calma antes

de la tormenta. Entonces sintieron una lluvia extraña que les calaba las ropas y la piel; una lluvia con
olor

tóxico que no acertaban a distinguir, pero que les horrorizaba. No se dieron cuenta de que se trataba de

gasolina casi hasta que llegaron las llamas. Marcelino recuerda perfectamente –a través del olfato de su

padre– el olor a carne quemada, los gritos de dolor, el humo negro que le asfixiaba. Milagrosamente,

unos cuantos lograron salvarse escondidos en una cocinilla con techo de zinc que les libró de la gasolina

y la muerte. Nunca permitirían que sus hijos olvidaran el horror sufrido ni que perdonaran a quienes lo

habían perpetrado.
Con la conversación no se habían dado cuenta de que el sol había empezado a descender disminuyendo
la

luz en la casa; el cielo se había cargado de nubes gordas, oscuras y bajas que aprisionaban el horizonte;

una bandada de cuervos rajó el cielo gris llenando de graznidos la estancia. Había que abandonar el

refugio. A pesar de que se sentían cómodos y confiados en el caserón, el aspecto del edificio cambiaba

drásticamente en la noche. Las sombras dibujaban extrañas formas difíciles de interpretar, los muebles

parecían cambiar de lugar y se oían extraños ruidos provenientes del piso bajo que asustaban a los
gatos.

No hizo falta tan siquiera decirlo; como si se hubieran puesto de acuerdo, uno tras otros, todos los

chavales se dispusieron a salir del edificio a través de la ventana rota. El último en salir siempre era

Manuel. Siempre miraba alrededor asegurándose de que todo estaba en orden, pero esta vez había algo

extraño en la casa: una presencia invisible que parecía observarlos desde el anonimato de la oscuridad;

en el fondo de la habitación brillaban los ojos verdes encendidos de Mefisto, la gata. Cerró la

contraventana con fuerza y bajó el árbol lo más rápido que pudo. Al final del parque sus amigos corrían

perdiéndose en la oscuridad.

4-LA ESCUELA GENERAL FRANCO

La escuela había sido en otro tiempo un convento de monjas de clausura y, pese a las reformas que se

habían llevado a cabo para convertirlo en un centro educativo, aún permeaba ese olor a incienso y a

clausura que mantienen los edificios religiosos durante siglos; tal vez eran los muros anchos, carentes de

adornos, de un blanco cegador y aséptico, tal vez la altura de las bóvedas, inalcanzables y que

provocaban un eco amenazante en la voz de don Gregorio, siempre profunda y autoritaria, que
rebotaba

de esquina en esquina y llegaba magnificada a los oídos de los alumnos.

Aún conservaba la antigua capilla donde cada viernes sin falta los muchachos recibían misa y bendición

para cubrir los pecados que, sin duda, habrían de cometer durante el fin de semana. Pero, aparte de la

capilla, todo hubo que ser cambiado; el refectorio se convirtió en sala de reuniones de profesores y

comedor provisional durante los meses que recibieron las remesas de leche americana con que el

gobierno de Estados Unidos, en su inmensa generosidad, combatía el hambre en los países que habían

sufrido la Segunda Guerra Mundial. Y aunque España no había participado de este conflicto, su guerra

civil la había postrado en una miseria similar a la de los países vecinos y a veinte años de distancia, si
bien la gente no se moría de hambre, la alimentación era todavía muy deficitaria así que el plan Marshall

y su leche en polvo fue implantada obligatoriamente para todos los niños. Cada día, a media mañana los

niños hacían fila en el pasillo junto al comedor y veían como la señora Inés mezclaba en un barreño de

cobre los polvos blancos con agua y se convertía en la pócima milagrosa. Poco después recibían en su

taza de metal un cuarto de litro de leche espumosa y agria que habría de cambiar la raza hispana,

pequeñita y enclenque en una raza grande, fuerte y poderosa como la del país americano que tanto

admiraban los chicos en las películas de vaqueros de los domingos por la tarde: John Wayne, Gary

Cooper, Robert Mitchum, ¡qué hombres tan grandes y qué buenos actores! Sí, muy grandes y muy
fuertes,

pero aquella leche no había quién se la bebiera así que tan pronto los chicos salían al patio iban regando

las plantas con el líquido blanco y espumoso. Debía de ser por eso que las plantas estaban tan grandes y

los muchachos tan pequeños.

Las antiguas celdas de las monjas habían sido convertidas en salones de clase: altos, blancos y vacíos, y

habían colocado una tarima con la mesa del maestro –una mesa grande y vasta de roble desde donde

ostentaba su autoridad don Gregorio– tras la cual se recortaban como únicos adornos una foto
enmarcada

del Generalísimo Franco y un crucifijo. Ocupando el espacio central se agolpaban de quince a veinte

pupitres dobles tras los que se refugiaban los alumnos de dos en dos.

Todos los días, antes de entrar en la escuela los niños formaban en el patio como díscolos soldaditos de

plomo y cantaban el “Cara al Sol”, el himno falangista, alzaban el brazo en saludo fascista al

Generalísimo Francisco Franco y a José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!, el gesto marcial, impasible

el ademán.

Me hallará la muerte si me llega

Y no te vuelvo a ver

Todos los días, hiciera frío o calor, lloviera o nevara; así mantenían la esencia del espíritu espartano que

forjaba el acero de las nuevas juventudes. Generaciones libres de las influencias perversas que habían

ocasionado la guerra entre hermanos en España y entre vecinos en Europa: el socialismo, el comunismo,

el anarquismo, a los que habría que añadir a los masones y judíos; muchachos fuertes, forjados en el

espíritu religioso y castrense de Franco y la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.


Después de hacer la fila y recibir el blanco elixir, Manuel sale junto a El Tuerto al patio y riegan las

plantas con la leche americana. Un grupo huele el contenido de la taza bajo la mirada inquisidora de dos

maestros mientras apuestan a que no son capaces de bebérselo, otros hacen un agujero en el suelo para

jugar a las canicas y en la pared de enfrente juegan Marcelino y Benito Carasucia con otros muchachos a

las latillas. De repente la mirada de Manuel se queda fija en un punto en el lado opuesto del patio de

recreo.

–¿Qué te pasa, chico? Parece que hubieses visto un fantasma.

–Al dar la vuelta a la cabeza, Carasucia vio un grupo de chicas entre las que se encontraba Adriana. –Ya

veo el fantasma que te atormenta a ti. El fantasma de los ojos verdes, ¿eh? –Manuel no salía de su

mutismo. Las chicas hacían corro y jugueteaban con la mirada murmurando sobre los diferentes chicos

del recreo. Una de ellas miró a escondidas a Manuel y se puso a cuchichear con otra señalando a
Adriana

mientras reían con complicidad. Manuel no pudo evitar sonrojarse.

–Parece que hablan de ti ¿no?

–Pues… no sé, no creo…

–Pues están mirando hacia aquí… y no creo que hablen de mí

–añadió Carasucia con sarcasmo–. La última vez que una chica habló de mí fue para preguntar si mis

pecas eran naturales o era que no me lavaba desde hacía meses.

–Quizá se están burlando de tus pecas de nuevo, ¿no?–se defendió Manuel.

–Quizá… no te digo que no… pero esas miradas y esas risas no me parecen de burla.

–¿Qué sabrás tú? –se escudó Manuel–. Ahora resulta que eres un experto en miradas de mujer.

–Lo que tú digas, Manuel, pero yo estoy seguro de que a Adrianita le gustas tú. Si siempre te mira con

ojos de lagartija.

–¿Tú crees?

A decir verdad no era la primera vez que Manuel descubría a Adriana mirándole fijamente. En una

ocasión, estando sentado en el parque sintió una mirada clavarse en su espalda; era como una presencia

de algo inmaterial y, a la vez, corpóreo. Cuando se volvió a mirar vio un celaje huir de la ventana de su

casa. Estaba seguro de que alguien le espiaba y quería pensar que había sido ella. Siempre había querido

dirigirle la conversación, hablarle algo, saludarla siquiera, pero solo de pensar en acercársele le
temblaban las rodillas, sudaba frío y no le salía la voz, así que sabía bien que no lo haría nunca. Sin

embargo, estaba seguro de que no le era indiferente a ella y varias veces había sentido su mirada

insinuándole que se acercara, que le hablara. ¿Qué habría hecho el Guerrero del Antifaz en su situación?

Probablemente no tendría tanto problema en acercarse a su amada Ana María porque alguna aventura
se

lo habría facilitado: la habría salvado de las garras del malvado Ali Kan o habría evitado que mataran a

su padre, con lo que se ganaría fácilmente la aprobación y el agradecimiento eterno de su amada. Eso es

lo que él necesitaba, una hazaña que lo convirtiera en héroe ante los ojos de Adriana; en su Guerrero del

Antifaz.

Todos los muchachos habían salido ya al patio y había un revuelo de gritos, carreras y peleas que

levantaban el polvo del patio. Las chicas se agrupaban en el fondo, cerca de la puerta de entrada a los

salones de muchachas. Los maestros, por su parte, se reunían en uno o dos grupos fumando y
comentando

los sucesos del día; un par de monjas hablaba en voz baja en una esquina.

Entonces, el Carasucia le llamó la atención sobre algo que sucedía en el grupo de muchachas de Adriana.

–Pero, ¿qué demonios hacen esos imbéciles?

Un grupo de muchachotes se habían formado en torno a Adriana y le habían robado su carpeta y se la

pasaban de uno a otro haciendo que la chica lo persiguiera y ocasionando la burla general del grupo. Al

frente de los muchachos estaba el Bull Dog, no podía ser otro.

Le llamaban Bull Dog y el apodo le quedaba pequeño. Tenía la cabeza ancha y cuadrada con la

mandíbula inferior hacia delante de forma que cuando enseñaba la poderosa dentadura para mostrar

agresividad exhibía un aspecto terrorífico, muy acorde con el sobrenombre con que lo conocían. Tenía

las orejas grandes y desabrochadas y la nariz ancha y tosca, ablandada a fuerza de golpes en peleas

callejeras. Era repetidor de sexto curso por tercera o cuarta vez –habían perdido ya la cuenta– y su

pasión era viajar en el camión de su padre repartiendo cajas de frutas por los pueblos de los
alrededores.

Por qué seguía en la escuela era un misterio para todos. Según contaban, su padre estaba empeñado en

que el bebé llegara a abogado o médico para que no se deslomara subiendo y bajando cajas de frutas

como le había ocurrido a él, pero el chaval tenía otras metas y tener que estar encerrado entre las
cuatro
paredes de la escuela sin poder salir lo frustraba y aireaba su fracaso molestando al resto de
estudiantes.

A su alrededor revoloteaba siempre un grupito de malandrines que aspiraban a ser tan duros y
respetados

como su líder.

A Manuel la sangre le nubló la vista. Sin pensarlo dos veces se encaminó a grandes pasos hacia el grupo

de gamberros y, empujando al primero que se puso en su camino, cogió el cartapacio al vuelo y lo

devolvió a su dueña. Adriana le pagó con una mirada de asombro que no supo si interpretar como

admiración, agradecimiento o simple sorpresa. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensar porque un

tremendo golpe lo tiró al suelo y sintió el sabor metálico de la sangre en su boca. Cuando pudo

reaccionar vio al Bull Dog frente a él, enorme y congestionado, la mandíbula inferior amenazante y los

puños crispados a la espera de que se levantara para terminar de destrozarlo. Si hubiera tenido unos

minutos para pensar, si el sentido común le hubiera advertido, si se hubiera fijado bien en quién se le

enfrentaba habría pedido perdón y se había marchado con el rabo entre las piernas como un perro

asustado, pero no tuvo tiempo de nada. Solamente sentía el sabor de la sangre en la boca, el polvo

aturdiendo sus sentidos, el coro de muchachos que se había formado a su alrededor y que los azuzaba

como a gallos de pelea; la sangre acabó por nublarle la vista y antes de que se diera cuenta se había

lanzado con toda su fuerza contra el estómago de su contrincante y lo había derribado y ahora estaba en
lo

alto de su corpachón golpeando sin parar y sin fijarse donde pegaba. A su vez, recibía golpes por todo su

cuerpo, pero la rabia le impedía sentir dolor alguno.

La pelea no duró más que unos minutos, los necesarios para que los maestros se dieran cuenta y
corrieran

a separar a los aprendices de boxeador. Los agarraron entre varios y los desunieron; el Bull Dog daba

tirones de sus presas y gritaba que lo soltaran, que iba a matar a ese desgraciado. Hicieron falta cuatro

maestros para sujetarlo; en cambio a Manuel lo agarraba –más para mantenerlo en pie que para

separarlo– un solo maestro. Poco a poco se fueron tranquilizando los ánimos y el timbre del recreo hizo

regresar a todos los estudiantes a su aula. A Manuel lo llevaron al botiquín para curarle las heridas.

Todavía no tenía muy claro qué es lo que había ocurrido, pero a pesar de los golpes recibidos y de las

amenazas y palizas que le esperaban por parte de su nuevo enemigo, sentía una extraña alegría que le
abría el pecho y le coronaba con una especie de aura que solo los verdaderos héroes logran llevar en sus

mejores aventuras. Claro que al director no le parecería igual y enfrentarse a él le resultaba más terrible

que pelear contra el Bull Dog.

5-LA OFICINA DE DON JORGE

La oficina de don Jorge, el director del Centro, estaba localizada en el segundo piso del antiguo

convento. Tenía un ventanal sobre el patio desde el que controlaba todas las acciones de los niños y los

maestros durante el recreo. El director lo recibió sentado en su sillón y con los ojos le indicó que se

sentara en la silla frente a él, a este lado de la sólida mesa donde tenía, pulcramente ordenados, varios

libros, carpetas con papeles, una foto de marco con su familia –la señora sentada en una silla, él detrás
en

actitud de prócer y una barahúnda de muchachos de todas las edades y alturas que se arremolinaban a
su

alrededor– y una banderita de España con su mástil miniatura. Lo miró fijamente a los ojos mientras

chupaba su consabido caramelo de eucaliptus, los dedos cruzados sujetando la barbilla. Al cabo de un

minuto de inspección se decidió a hablar.

–Eres muy valiente tú, ¿no?

Manuel no supo qué contestar, así que permaneció en silencio, eludiendo la mirada inquisitorial del

director. Al cabo de otro minuto interminable, don Jorge se levantó de su sillón y paseó por la oficina

llegándose hasta la ventana y dando la espalda al muchacho. Fuera el cielo estaba nublado y caía una

lluvia boba que convertía el paisaje en una acuarela de tonos grises.

–Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó flemático el director–. Manuel es tu nombre, ¿verdad?

–Sí.

–Sí, ¿qué?

–Que sí, que ese es mi nombre, Manuel.

–Sí, señor –alzó la voz don Jorge.

–Sí, señor.

–Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó mascando palabra por palabra el director como si recordar

le costara un trabajo enorme–, también jugábamos a ser héroes –dejó un espacio de tiempo para dar

tiempo al muchacho a que se lo imaginase, pero Manuel no pudo más que imaginar a un anciano en
pantalones cortos–. Nos gustaba pensar que podíamos cambiar el mundo, hacer que los malvados
pagaran

por sus culpas y rescatar a las niñas guapas aterrorizadas por sus desmanes. –Manuel enrojeció

súbitamente.

Don Jorge continuaba caminando a las espaldas de Manuel, taconeando pausadamente sobre el suelo
de

parqué. Manuel solo podía ver la silla vacía del director y los consabidos retratos de Franco y José

Antonio en torno a una cruz deshabitada. Tenía una voz aflautada, como de canario encerrado que

desdecía su autoridad y lo imaginaba paseando a sus espaldas, las manos cruzadas atrás, el bigotito
recto

fascista, recortado a lo galán de Hollywood y el pelo grasiento peinado al agua cubriendo apenas su

calva brillante; los hombros de la chaqueta nevados de caspa.

–Claro, eran otros tiempo y la sociedad necesitaba héroes… toda España estaba inundada de esos

libertinos comunistas que pretendían hundir el país. No trabajaban, se metían en las casas y robaban sin

que nadie pudiera hacer nada… a veces se les veía borrachos en la misma iglesia. ¿Has visto algo así

hoy en día, Manuel?

–No.

–No, ¿qué?

–Que nunca lo he visto.

–NO, SEÑOOOOOR –gritó de forma sorprendente para su voz atildada a la vez que dejaba caer los

puños sobre la mesa y le miraba fijamente a un palmo de su nariz.

–Sí, señor, digo, no… señor.

–El único que supo ponerse a la altura de las circunstancias

–continuó don Jorge atusándose el bigotito como si nada hubiera ocurrido– fue ese señor que está ahí

mirándote desde la pared –dijo apuntando marcialmente a la foto del Generalísimo que sonreía

paternalmente desde su marco–. El único que supo ser un héroe de verdad y librarnos de toda esa

moooorrrraaaallaaa y esa gentuza.

Manuel lo oía sin saber adónde quería llegar. Le habían puesto en el botiquín un emplaste en el ojo y el

dolor en toda la cara no le dejaba atender al director. Solo quería poder salir e irse a casa a descansar,

pero el director seguía dando vueltas y cotorreando con su voz de barítono frustrado.
–Pero ahora… ahora es otra cosa –se paró en seco alzando el dedo índice–, ahora en España hay paz y

hay trabajo para todo el que quiere trabajar. Los ladrones y criminales de las hordas rojas están a buen

recaudo entre rejas y el país pasa por una época de bonanza y desarrollo como no se recuerda en siglos.

Ya no hay necesidad de héroes, muchacho… porque ese gran héroe, fíjate bien, muchacho, ese gran
héroe

que ves ahí –Franco se sonreía desde las alturas– vela por la paz y la seguridad de todos los españoles.

Pero los jóvenes son inconformes y buscan problemas donde no los hay ¿verdad? Hay que llamar la

atención para que las niñas nos miren. Sea como sea, interrumpiendo la paz de Franco, peleándose con
un

compañero a puños y patadas en medio del recreo de un pacífico colegio de niños y niñas, como gallos
de

pelea, rompiéndose las narices –don Jorge había ido subiendo el tono de voz conforme enunciaba los

desastres–, destrozándose la ropa que vuestros padres compran con el sudor de sus frentes. Hay que ser

héroes aunque para ello tengamos que hacer de villano ¿no es cierto, Manuel? Te crees muy hombre

porque te peleas con ese mastín con piernas ¿verdad? Pero te voy a decir una cosa: la sangre que no se

vierte en beneficio de la comunidad es sangre perdida y por ese derroche mereces un castigo.

El silencio se adueñó de la oficina y Manuel esperó con ansiedad el castigo que se le iba a imponer.

–Por la autoridad que me confiere mi cargo y poniendo por jueces y testigos a los presentes: el

Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, don José Antonio Primo de Rivera y al mismísimo

Jesucristo en lo alto de su cruz, declaro que por los hechos cometidos por Manuel Guerrero contra la

seguridad cívica de este colegio y como medida preventiva contra futuras acciones de mayor altura, y

teniendo en cuenta los agravantes de premeditación, alevosía y derramamiento gratuito de sangre, este

juzgado determina que el imputado debe recibir diez palmetazos a mano abierta. No obstante, teniendo
en

cuenta el atenuante de que se trata de la primera ocasión en que el imputado actúa de forma tan
irracional,

este magistrado decide reducir el castigo a la mitad. Así pues, se le penará con el castigo de cinco

palmetazos a mano abierta. Además, como fórmula pedagógica para evitar posibles desmanes, el
acusado

deberá permanecer dentro de los predios del salón durante la hora de recreo a partir de mañana y
durante
una semana meditando sobre sus acciones vandálicas. De esta forma llegará al conocimiento de las
leyes

que rigen la armonía de nuestra sociedad. –Y a modo de colofón golpeó la mesa con el sujetapapeles

donde hacía equilibrio una cruz con cristo famélico.

–¡Visto para sentencia! ¡Que pase el verdugo! –El mismo don Jorge se retiró unos pasos y cambió el

modo de andar. Ante el asombro de Manuel, el director venía con paso lento y cuerpo erguido cargando

una regla con ademán de portar un hacha.

–Por favor, extienda su brazo y exponga su mano –pidió don Jorge con aspecto compungido. Manuel
hizo

lo que se le pedía.

El verdugo don Jorge alzó la palmeta y la dejó caer con fuerza sobre la mano de Manuel que resintió el

golpe apretando los dientes. Don Jorge lo miró esperando ver la cara de sufrimiento, pero al ver la

resistencia del chico alzó de nuevo la palmeta y golpeó con más fuerza. Así tres, cuatro y cinco veces.

Manuel hacía fuerzas para contener las lágrimas y sentía la mano roja y tumefacta. En la cara del
verdugo

se dibujaba una pequeña sonrisa. Don Jorge se mantuvo en silencio esperando ver los resultados de su

castigo, pero al ver que Manuel no tenía expresión en su cara, lo despachó. Manuel se levantó

pesadamente de la silla y enfiló hacia la puerta con la cabeza gacha.

–Y cierra la puerta al salir.

–Sí.

–Sí, ¿qué?

–Que sí, que la cierro al salir.

–SÍ, SEÑOOOOOR.

Manuel cerró la puerta con un portazo y se alejó escuchando a don Jorge echar espumarajos contra esta

juventud que no aprende nunca, que no tiene educación, que todo les ha venido dado, mientras ellos

tuvieron que luchar por un mendrugo de pan y por…

6-PRIMER ENCUENTRO

Cuando Manuel cruzó el portón de hierro forjado que cerraba el colegio era casi de noche. Don Ramiro,

el portero, paró de tararear una copla flamenca y lanzó un agudo silbido al ver la cara del muchacho:

“estos muchachos…” Desde lo alto de la calle se veía, al final del pueblo, la era vacía y parda y detrás,
a lo lejos, la silueta azulada de la sierra de Monsalud con las pequeñas luces amarillas que empezaban a

encenderse en Feria. Unos nubarrones gordos y plomizos amenazaban el ambiente. Se había levantado
un

aire cargado de aromas de tierra húmeda y balanceaba las escasas luces que malalumbraban la calle; de

cuando en cuando, espejeaba sobre el cielo la luz escueta de un relámpago. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco,

seis… La tormenta no tardaría en llegar. Manuel se soplaba la mano y buscaba en su cabeza una excusa

con la que justificar la pelea y evitar así el castigo adicional en su casa. No creía poder aguantar una

tercera golpiza.

Caminaba cabizbajo dándole vueltas al asunto cuando en la esquina de la calle Becerros vio la silueta de

una persona apoyada en el guardacantón. Cuando se fue acercando a ella pudo comprobar que se
trataba

de una chica.

–Hola Manuel, ¿cómo estás?

La sorpresa le cortó el habla y no pudo más que balbucir un b…bi…bien, gracias.

–Perdona. Qué pregunta tan tonta. Claro que estás mal. Después de esa pelea… ¿el director también te

castigó?

–Bueno… un poco –dijo mostrando su mano todavía roja e hinchada.

Los ojos de Adriana se abrieron en una expresión de horror.

–¡Qué bruto, cómo te ha dejado la mano! Déjame ver.

Manuel extendió su mano y Adriana la cogió suavemente, como guardando un pichón de paloma en sus

manos. Manuel no se atrevió a mirarle a los ojos. Ella le masajeó dulcemente los dedos que recobraron

tímidamente su color rosado.

–¿Te duele? –le preguntó mirándole a los ojos mientras guardaba la mano entre las suyas.

–Un poco –mintió él sintiendo los pinchazos en la palma.

–Vine a agradecerte por tu ayuda.

–No te preocupes, no fue nada.

–Claro que sí, fuiste muy valiente al enfrentarte a ese animal.

Manuel sintió que enrojecía súbitamente e intentó quitarle importancia al hecho.

–En realidad actué como un bruto armando ese alboroto en el patio. Ahora los maestros probablemente
nos quiten libertad de reunirnos en el recreo.

–Lo sé –respondió ella sin soltar su mano–, pero a veces hay que actuar de forma animal contra los que

no entienden razones. ¿No te parece?

A Manuel le parecía todo bien mientras ella le sujetase tan dulcemente la mano. Le agradecía al matón

del Bull Dog que le hubiera golpeado y a don Jorge que casi le destrozara la mano con tal de sentirla

entre las de Adriana. No estaba muy seguro de estar despierto. La cabeza le daba vueltas y tenía una

extraña sensación contradictoria de dolor y de placer simultáneo.

–Si quieres, te puedo acompañar parte del camino, hasta mi casa –le ofreció ella.

–No te preocupes, estoy bien –y rectificando inmediatamente–; aunque si quieres te acompañaré yo, no

vaya a ser que esos matones estén por ahí intentando molestarte de nuevo.

Fueron caminando uno al lado del otro despacito, en parte porque la doble paliza había derrotado a

Manuel y ahora empezaba a sentir el cansancio y en parte porque ninguno de los dos tenía prisa por
llegar

a la casa de Adriana y separarse. Un relámpago inundó la calle de luz e inmediatamente el trueno


retumbó

entre las paredes de la estrecha calle. Varios goterones presagiaron la inminencia de la tormenta.

–Ven, vamos a refugiarnos en el portón de esa casa.

El portón de la casa donde decidieron guarecerse de la lluvia era un amplio zaguán de un edificio de

comunidad con piso de piedra y bóveda cruzada, con un friso de azulejos decorados con motivos

geométricos y una pila a mitad de camino a la puerta. Frente a ella había un banco de piedra donde se

sentaron. Tras un minuto de silencio buscando un tema de conversación, finalmente Adriana comentó:

–Te he visto entrar en ocasiones en la tienda de cómics del señor Braulio. ¿Coleccionas alguno en

particular?

–Sí, claro –respondió él, asombrado de que Adriana conociera la tienda y de que se hubiera fijado en los

lugares que visitaba–, me gustan mucho las aventuras de El Guerrero del Antifaz. Tengo muchos

capítulos. Me extraña que conozcas esa tienda. No me parece el lugar más apropiado para una chica.

–Te sorprenderían muchas cosas de esta chica –contestó ella con un hilo de picardía en sus ojos–, pero

sí, voy a menudo a visitar al señor Braulio y me presta los fascículos nuevos que van llegando, así que

soy la primera en leerlos y los leo gratis, ¿qué te parece?


–¡Que tienes una suerte enorme! A mí algunas semanas me cuesta conseguir los cincuenta céntimos y
me

tengo que aguantar sin leer. ¿Cuál es tu favorito?

–Leo todo lo que el señor Braulio me pasa, El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín y

El Guerrero del Antifaz también, pero el que más me gusta, al igual que a ti es, sin duda, El Guerrero del

Antifaz. Me encanta su historia porque es un poco la historia de mi familia; ya sabes, una historia de

engaños y falsas imágenes. En mi familia también hubo un héroe que quería cambiar el mundo y fue

malinterpretado, perseguido y hecho desaparecer. Cuando leo El Guerrero… me identifico mucho con
sus

personajes ¿sabes?

Manuel no entendía nada de lo que Adriana le quería decir, pero recordaba la conversación con

Marcelino y lo que le había contado sobre su padre, que era comunista y había sido fusilado con otros

cientos en la plaza de toros de Badajoz. Mejor que hacer algún comentario equivocado y meter la pata,

decidió dejarla hablar.

–Tú sabes que a mi padre lo mataron por ser republicano ¿verdad?

–prosiguió ella ante el gesto de ignorancia de Manuel.

–He oído algo, pero no estoy muy seguro. Pero, no te preocupes, no tienes que darme explicaciones
sobre

tu familia. Yo no soy quien para juzgar a nadie.

La noche se había dejado caer como las alas de un murciélago gigante y un manto de oscuridad se había

adueñado del pueblo. El viento fuera aullaba como un lobo hambriento y las ráfagas de lluvia hacían

tambalearse a las farolas colgadas de cables en la calle. Dentro del zaguán la luz llegaba intermitente,

pero se sentía confortable y seguro. La cercanía de los cuerpos de los muchachos permitía que no

sintieran frío. Manuel pensó que en otra situación tal vez tendría miedo, pero al lado de Adriana se

desvanecía y una especie de tranquilidad suprimía cualquier atisbo de temor.

–No te preocupes –continuó ella–, por alguna razón siento que puedo abrirme a ti, que no eres como la

mayoría de la gente que juzga sin conocer la realidad. Eso le ha hecho mucho daño a mi familia. Nos han

cerrado todas las puertas sin intentar entendernos.

Manuel no podía dejar de mirar sus ojos; estaba como hechizado por su mirada. Eso y el tremendo
cansancio que se le había caído encima le impedían hacerse una idea justa de la situación de la familia
de

Adriana. Las ideas se le cruzaban en la mente. Por una parte, estaban todas las historias que la gente

contaba sobre los republicanos, los comunistas, los socialistas; todos esos grupos que habían quemado

iglesias, matado curas, robado sin parar y que habían iniciado la guerra civil que había hundido en la

miseria a España, pero cuando miraba a Adriana no veía en ella a la hija de un asesino ni de un sacrílego,

sino a una muchacha dulce y educada con sentimientos amorosos. ¿Sería cierto que su padre había sido

fusilado injustamente? ¿Y si los republicanos no eran, en realidad, tan malos como los pintaban? ¿Y si,

como el Guerrero del Antifaz, habían estado luchando contra los buenos por error, por estar
engañados?

–Mi padre nunca persiguió ideales políticos. Simplemente era maestro, pero no un maestro como don

Jorge o don Gregorio, de los de “la letra con sangre entra”. A él le gustaba lo que hacía y su mayor

alegría era estar rodeado de niños con los que jugaba mientras les enseñaba.

–¿De verdad? ¿Es eso posible? No me hago la idea de jugar con don Jorge, ¿qué quieres que te diga? –

comentó incrédulo Manuel.

–Él trabajaba para un sistema llamado Patronato de Misiones Pedagógicas que pretendía llevar la

educación a los pueblos más apartados y humildes de España. ¿Has oído hablar de eso alguna vez?

Manuel negó con la cabeza.

–Eran un grupo apasionante. Iban en camionetas hasta los pueblos y allí, limpiaban las escuelas,

agrupaban a los estudiantes y maestros y hacían actividades divertidas como pasar películas para todo el

pueblo, leer romances y poemas populares. Les interesaba, sobre todo, desarrollar la propia cultura de

los pueblos así que siempre había ayudantes que seleccionaban los temas de discusión entre los
intereses

de la región. Eso fue antes de la guerra, durante la República. Mi padre se enlistó y estuvo por varios

pueblos de la región formando grupos de teatro callejero, creando bibliotecas en los pueblitos y

organizando festivales de cine.

–Qué divertido –comentó Manuel que, poco a poco iba olvidando el dolor y se imaginaba al padre de

Adriana como un joven de barba y pelo largo–. ¿Fue en esas misiones que conoció a tu madre?

–Sí –Adriana tomó un aire ensoñador al imaginar el encuentro entre sus padres. La imagen que tenía, a
su
vez, era la que había heredado de su madre cuando le contaba cómo era la vida en aquellos tiempos.
“No

teníamos dinero, pero teníamos libertad y la libertad, Adrianita, vale más que todo el dinero del
mundo”,

recordaba a su madre contarle. En todo caso eran mejores tiempos que los actuales; ahora no tenían ni

dinero ni libertad.

7-OCTAVIO Y ÁNGELA

1932

–Mi madre vivía en un pueblito pequeño de la provincia de Cáceres, Navas del Madroño –continuó

Adriana. –Estoy segura de que nunca has oído hablar de él.

–A decir verdad, nunca he salido de aquí, así que conozco muy poco de otros lugares –se avergonzó

Manuel.

–Mi madre me contó que una mañana llegaron unas camionetas cargadas de gente y ocuparon la plaza
del

pueblo. De la parte de atrás sacaron un montón de trastos que fueron colocando bajo las arquerías de la

plaza. Otros llevaban cajas con libros, libretas, lápices a un salón que se habilitó y al que luego

bautizaría el concejal de cultura con el rimbombante nombre de “Sala de lectura y erudición”. En la

fachada del Ayuntamiento colgaron una sábana enorme y enfrente una cámara de cine con la que

proyectarían en la noche una película de Charlot, El chico. Con el grupo venían también jóvenes subidos

en grandes zancos y otros con máscaras enormes y disfrazados de reyes y príncipes, de animales y

monstruos, y recorrían las calles del pueblo con altavoces para llamar la atención de la gente y

anunciando la película de la noche. Lo único que los vecinos tenían que traer era su propia silla si no

querían ver la película sentados en el suelo. Mi padre entonces llevaba una barba cerrada y montaraz y

mi madre dice que tenía una mirada pícara con la que engatusaba a las muchachas. –Manuel había

acertado en su idea sobre el padre de Adriana, al menos parcialmente–. Al pasar junto a la casa de mi

madre, como ella y sus hermanas habían salido a ver el desfile, él la cogió de la mano y se arrodilló

exclamando: –“¡Oh, bella doncella si fueseis tan gentil de recibir a este vil lacayo, mi corazón volvería a

latir, que muerto está desde que quedó deslumbrado por tanta belleza!” Y bajó la cabeza cogiéndose
con

la otra mano el corazón como si se le hubiese parado. Las hermanas de mi madre lo miraban entre
risueñas y envidiosas. Mi madre quedó petrificada y lo miraba con unos ojos enormes que querían
salirse

de sus cuencas, así que él se levantó y, siempre cogido a su mano, le dio una vuelta sobre sí misma y

guiñándole un ojo le susurró: “Espero verte en la película”. Mi abuela, que estaba asomada a la ventana

viendo lo que ocurría, obligó a las niñas a entrar en la casa más rápido que deprisa. ¿Qué era eso de
estar

bailando con el primer titiritero que se le cruzara en la calle? ¡Que ni soñaran con ir a la plaza en la

noche! Pero al final, tanto y tanto insistieron, y gracias a la intercesión de mi abuelo, fueron todas en

grupo a ver la película, aunque, en realidad lo que querían ver era al joven de los ojos pícaros y la barba

larga que luego sería mi padre.

–La gente se había arremolinado frente a la fachada del Ayuntamiento y elegían el lugar más cercano

posible a la improvisada pantalla de cine. Los niños corrían entre las sillas, las muchachas se habían

colocado sus mejores ropas e intentaban impresionar al joven que les había robado el corazón. Habían

instalado varios puestos de chucherías y en el aire se respiraba un perfume a churros y castañas asadas.

Los mozos se habían colocado en una esquina de la plaza y apuntaban y sonreían a las muchachas.
Varios

perros olían entre los puestos intentando encontrar algo que llevarse a la boca. Entonces mi padre se

subió a los escalones del Ayuntamiento y procuró la atención de todos. Tenía una voz profunda y

armoniosa (no es pasión de hija) y la gente comenzó a guardar silencio para oír lo que el joven quería

decir.

–“Queridos vecinos de Navas del Madroño” –Adriana ponía gesto serio y ahuecaba la voz intentando

imitar a su padre según su madre le había contado tantas veces–. “Es un honor dirigirme a ustedes en
esta

noche feliz para presentar esta actividad cinematográfica del Patronato de Misiones Pedagógicas. Antes

que nada quiero que sepan que no hemos venido a pedirles nada ni a venderles nada. Muy al contrario,
lo

que pretendemos es traer ante ustedes una serie de actividades culturales que, por el pequeño tamaño
de

su población siempre quedan relegadas a las ciudades y nunca llegan a los pueblos. El propósito de estas

Misiones es, precisamente, hacer llegar la cultura a todos los españoles, independientemente de donde

vivan, en una ciudad o un pueblo pequeño y sin importar si tienen dinero o no. La República quiere la
igualdad para todos los españoles y eso es lo que hemos venido a hacer”. Te puedes imaginar que mi

madre no hacía más que mirar a mi padre y lo encontraba tan hermoso subido en los escalones, con su

barba y sus ojos brillantes, que lo creía un héroe venido de otras tierras para liberarla de la mediocridad

de su pueblo. No prestó atención en toda la película y cuando terminó volvió a casa suspirando y con la

sensación de que el corazón se le había escapado.

–Pero ¿cómo, no pudieron hablar? ¿Cómo se hicieron novios entonces? –preguntó ansioso Manuel.

–Espera, no seas desesperado, hombre –le recriminó Adriana–. Mi padre tenía todo bien planeado.
Como

sabía que no era bien visto por mi abuela, no intentó acercarse a ella, pero después fue hasta su casa y

cuando se apagaron las luces se fijó en cuál era la habitación de los padres y tiró piedritas a la ventana

opuesta con la esperanza de que fuera la de mi madre o, al menos, la de una de sus hermanas. Así fue,
mi

tía Margarita se asomó y lo vio haciendo señas para que abriese la ventana. Se armó un revuelo entre
las

hermanas que casi despierta a mis abuelos, pero, finalmente mi madre se asomó a la ventana.

–“Estás loco”, le dijo. “Si mis padres se despiertan te matan y a mí me meten en un convento.”

“Baja. Necesito hablar contigo.”

“No puedo. Mis padres cierran la puerta con llave y solo ellos pueden abrir.”

“Pues salta desde la ventana. Yo te recojo.” Mi madre se moría de la risa de las ocurrencias de mi padre

pero, en el fondo, hubiera saltado en sus brazos aunque corriera peligro de romperse la cabeza en el

intento.

“No puedo, de veras. Márchate que se van a despertar mis padres.” Entonces mi padre que, como
puedes

ver, no se daba por vencido fácilmente le dijo: “Pues si no bajas tú, subo yo. ¿Qué me dices?”

–Mi madre no sabía dónde esconderse cuando vio a mi padre trepar por la reja de la ventana del piso

inferior y encaramarse hasta su balcón. Un vaho de calor le subió a la cara cuando se vio tan cerca de él.

Mi madre dice que olía a perfume de pino y que traía el misterio de los montes en sus ojos verdes, pero,

si te digo la verdad, creo que exageraba. Debía de oler a jara y tomillo, al orégano de los montes por

donde llevaban semanas viajando. A ella le brillaban los ojos.

–Estuvieron hablando de esta manera curiosa varias horas en las que se pusieron al día de todo lo que
habían hecho en el pasado y lo que pretendían hacer con sus vidas. Cuando se marchó, mi padre besó

furtivamente los labios a mi madre que volvió a encenderse de vergüenza y le prometió que al día

siguiente iría al baile que habían organizado las Misiones.

–Mi padre tenía mucho trabajo al día siguiente. Nada menos que la propia María Zambrano, una de las

mayores filósofas que ha tenido España, llegaba al pueblo montada en una furgoneta que traía la

biblioteca ambulante y que habría de quedarse en el pueblo. Mi madre dice que venían cubiertos de

polvo del camino y que, al bajarse del vehículo, doña María miró los tejados de la plaza y exclamó:

“Qué chimeneas tan hermosas. Los inviernos aquí deben de ser muy bellos y olorosos a leña de encina.”

La condujeron hacia el edificio que habría de albergar los libros que traían y estuvieron toda la mañana

bajando cajones con libros, organizando la biblioteca y anotando sus fondos. Cuando terminaron era ya
el

atardecer. En la plaza se oía el bullicio de la gente y el ruido seco y detonante de las tracas. Un denso

humo proveniente de los fuegos artificiales envolvía la plaza y la cubría de olores a pólvora.

–Habían montado un escenario para la banda que habría de tocar más tarde y toda la plaza estaba

adornada con farolitos de colores y banderas tricolor republicanas. Al poco tiempo, comenzó la banda a

tocar pasodobles. Al principio solo bailaban los niños y algunas mujeres con otras mujeres porque a los

hombres les daba vergüenza, pero conforme el vino fue haciendo su efecto liberador, algunas parejas se

unieron al grupo y al rato los jóvenes buscaban pareja para bailar. Mi madre esperaba pacientemente

junto a su madre y hermanas la aparición del galán que habría de pedirles un baile. Se había vestido con

sus mejores galas y se había maquillado con unos colores que realzaban la belleza de sus ojos. Un

vestido ligero de gasa rosa le ceñía el talle y se abría en una falda amplia hasta las rodillas que permitía

entrever sus piernas bien torneadas. Varios muchachos pululaban como moscas sin atreverse a sacar a

bailar a las chicas que, desde la altura de su belleza los miraban con desdén desalentando sus impulsos.

–Mi padre, por su parte, se había colocado una chaqueta que usaba para las recepciones oficiales y,

aunque bastante arrugada, le daba un aspecto distinguido. Se había afeitado la barba y recortado el

cabello y puesto gomina con lo que estaba irreconocible. Apoyado en la esquina del escenario miraba a

mi madre sin ser reconocido. Aprovechando el descuido de mi abuela que fue a buscar a su marido un

momento, apareció de entre las sombras y se colocó ante los ojos atónitos de mi madre.

–“Su Altísima Dignidad, ¿me honraría concediéndome este baile?”


–Tras un momento de asombro e indecisión, miró a sus hermanas que reían divertidas y afirmaban con
la

cabeza, y aceptó la mano de mi padre que la llevó entre los grupos de parejas hasta el centro de la plaza.

A partir de ese momento, mi madre dice que entró en un torbellino de luces, olores y sensaciones que la

emborracharon y la perdieron en los ojos de mi padre. Dieron vueltas y vueltas al ritmo de los

pasodobles, las luces giraban en torno a ellos y todas las estrellas parecían haberse asomado a la noche

para ver una pareja tan linda. El brazo diestro de mi padre guiaba a la dama sin dejar de mirarla a los

ojos. Fue el momento más feliz de la vida de mi madre, pero mi abuela tenía planes muy distintos para

ella, así que tan pronto pudo, la sacó del baile y se la llevó a casa rodeada por sus hermanas quienes
iban

quejándose del poco tiempo que habían disfrutado de la fiesta y de ni tan siquiera haber bailado una
vez.

–“No voy a consentir que mi hija acabe con uno de esos revolucionarios rojos de pelo largo que van a

acabar con nuestro pueblo”, rezongaba mi abuela Margarita mientras mi padre veía a la mujer de sus

sueños alejarse de la plaza.

–Y ¿cómo pudieron terminar juntos finalmente? –preguntó Manuel.

–Mi padre volvió varias veces al balcón de mi madre, pero nunca consiguió verla. Mi abuela había

puesto un férreo cerco a la dignidad de su hija y vigilaba continuamente a la damita, pero no hay
puertas

que puedan contra el amor. Un día, ayudado por mis tías, logró colarse en la habitación de mi madre y

convencerla de que se escapara con él. Mi madre lloró mucho y lo pensó detenidamente, pero
finalmente

decidió que era su vida y su felicidad la que se jugaba, estaba tan enamorada de mi padre que aceptó
huir

con él.

–Las Misiones abandonaron el pueblo un mes después de su llegada. Ese día, el pueblo les dedicó un

festejo e hicieron chocolate con churros para todos. En la tarde, las furgonetas salieron dejando un
rastro

de polvo. Todo el pueblo salió a despedirles y los niños corrieron detrás de las camionetas gritándoles

adiós y los perros ladrando y siguiendo el escándalo. A la salida del pueblo, una furgoneta paró y esperó

que llegara la noche escondida en lo más profundo de la alameda. Al llegar la noche, un hombre
desandaba el camino hasta el pueblo y se acercaba, aprovechando la oscuridad, hasta un balcón del cual

se descolgaba una joven con una maleta atada con una correa. Mi abuela nunca les perdonó la traición,

pero mi madre no se arrepintió. Desde entonces nunca se separaron.

–Tu madre debe de ser muy valiente y muy fuerte para atreverse a dejar a su familia por un hombre –

comentó Manuel.

–Es cierto. Y tú, Manuel ¿serías capaz de hacer algo así por alguien a quien amas? –preguntó Adriana

clavando sus ojos en los de Manuel. Él sintió ruborizarse de nuevo.

Nunca se lo había planteado, de hecho era la primera vez que sentía algo tan profundo y que le hacía

actuar como un idiota. No podía hablar, actuaba como un payaso. Debía de ser amor, sí. Debía de ser
que

estaba enamorado, pero ¿hasta cuándo iba a actuar así? De esa forma Adriana nunca se enamoraría de
él.

Necesitaba actuar como un hombre, no como un idiota si quería conquistar el amor de Adriana. Se
aclaró

la voz en un intento de parecer seguro y varonil, pero no acertó a soltar más que un vergonzoso gallo

porque sintió la mano de Adriana que tomaba la suya y sus pupilas verdes esmeralda clavándose en sus

ojos como si pretendiera hipnotizarlo. Balbuceó algo ininteligible. Ella parecía decirle que no tenía que

preocuparse, que se dejara llevar. Una fuerza superior le impedía pestañear. Nunca supo cuántos
minutos

pasaron en esa posición. En algún momento intentó separarse, pero no pudo; estaba literalmente
pegado a

ella por las manos. Las percibía suaves, pero firmes. Sentía el aliento de Adriana en su boca; olía el

perfume de su piel. Se apoderó de él una necesidad desconocida de acariciar su cabello. Alargó la mano

y no pudo creer que estaba tocando su pelo, sintiendo la suavidad de sus cabellos. Ella se dejaba hacer

sin apartarle la mirada: su cabello era suave como la seda. Rozó su cara con la mano, la sintió fría y

tensa. Ella lo siguió mirando muy fijamente. Pudo sentir su palpitar. Se acercaron un poco más; sus
labios

estaban a punto de tocarse, podía oler su aliento. En ese momento sintieron una voz en la puerta.

–Adriana, ¿estás ahí? Te estaba buscando. Con la nochecita como está, me preocupa que estés en la
calle,

hija.
–Ah, sí, claro. Mamá, este es Manuel Guerrero, el compañero de clase del que te hablé.

–Buenas noches, señora –saludó Manuel levantándose–. Estábamos viendo unos fascículos de El

Guerrero del Antifaz, pero ya hemos terminado. Ya me iba para casa yo también.

La madre de Adriana lo miró dulcemente desde el vacío de unos ojos cansados de llorar.

–Adrianita me ha hablado mucho de ti –comentó con una sonrisa suave.

–¿De veras? Espero que no haya sido todo malo.

–Qué va. Al parecer tenéis muchas cosas en común –dijo la madre mirándolos a los dos.

Antes de doblar la esquina volvió la cabeza para ver a Adriana por última vez, pero no vio más que el

reflejo de unos ojos verdes, como el de los gatos. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y le

erizó la piel.

SEGUNDA PARTE:

OCTAVIO SILVA

1-OCTAVIO SILVA

LA RAYA DE PORTUGAL, 1936

Octavio y su compañero encontraron sitio para sentarse en un camerino del vagón de cola. Un anciano
les

saludó al entrar. Llevaba a una niña acostada en el asiento y la cabeza apoyada en sus piernas. Al otro

lado, una talega parecía guardar los restos de lo que había sido la cena de la pareja. El camerino olía a

tortilla de patatas y a sardinas rancias. Octavio se sentó enfrente del viejo e hizo una señal a su

compañero Victoriano para que hiciera lo mismo. El traqueteo del tren los adormiló, pero sabían que no

se podían dormir; les iba la vida en ello. Entrecierran los ojos, pero se mantienen alerta. El viejo les

vigila, se pregunta de qué lado estarán estos dos. Octavio también se lo pregunta del viejo. El campo se

abre al otro lado de la ventanilla bajo la luz de la luna, clara y fría. Las dehesas pasan rápidas en

diferentes tonos de gris. De cuando en cuando atraviesan la luz mortecina de alguna estación rural, las

luces dormidas de alguna aldea donde el tren baja de velocidad, pero no para. Se está caliente y cómodo

en el tren. A pesar de ello no pueden dormir. Les dijeron que saltaran después de la estación de Valencia

de Alcántara, la última parada antes de llegar a la frontera de Portugal; una media hora después de la

salida del tren. Les advirtieron que saltaran lo más lejos posible para evitar la atracción de la fuerza del

tren y ser arrollados. Les indicaron una taberna en un edificio religioso, un viejo convento en ruinas y
convertido en casa de huéspedes y taberna, siguiendo siempre el rastro de la luna, hacia el oeste, hacia

Portugal, “no os podéis perder” recuerdan la voz del contacto. Les dijeron que llamaran cuatro veces:

tres toques seguidos, una espera y un cuarto golpe. Les dieron el santo y seña. Si lo olvidaban estaban

perdidos. No hay segunda opción, les advirtieron. Allí un camarada les conduciría por caminos ocultos

hasta la frontera con Portugal. Debían evitar ser vistos por los guardiñas, la guardia rural portuguesa
que,

de atraparlos, les entregaría a las fuerzas del general Yagüe, las fuerzas del general Franco o, lo que es lo

mismo, les entregarían en los brazos de la muerte. Una vez en Portugal debían seguir caminando y

procurar llegar hasta el primer pueblo portugués, Marvão, donde podrían contactar a otros camaradas
que

les llevarían hasta Lisboa y, de aquí, a Francia o a México adonde fuese el primer barco que saliera. No

conocían los nombres de las personas que les habrían de ayudar, ni conocían los de los que les dieron las

directrices. Saber era demasiado peligroso. Si algo salía mal, lo mejor era quitarse la vida –es una salida

mucho más cómoda que la muerte por tortura. También les dieron dos pistolas por si las cosas salían
mal.

Cada una de ellas estaba cargada con seis balas. Podían usar cinco contra el enemigo, la sexta debían

guardarla para volarse la cabeza en caso de que los cogieran.

El tren disminuye la velocidad al acercarse a una estación despoblada. Bajo las luces mortecinas se

divisa el brillo charolado de los gorros de dos guardias civiles. Octavio avisa con el codo a Victoriano y

le hace una leve señal con los ojos para que esté atento. El viejo lo ve, pero se hace el dormido. El tren

detiene completamente su marcha y resopla cansado por la marcha y los años. Los guardias civiles,

envueltos en capas verdes, se montan en el tren y el jefe de estación da con un silbido la señal de
partida.

Bufa el viejo tren intentando retomar velocidad y llena la estación de un humo negro denso. El
maquinista

saluda al jefe de estación con la mano y emite dos silbidos de humo blanco. Los compañeros fingen

dormir, pero sus corazones laten por el nerviosismo. Después de unos minutos, Octavio invita a su

compañero a salir al pasillo con el pretexto de fumar un cigarrillo. El otro obedece. El viejo finge

dormir, pero los sigue atentamente con la mirada.

El pasillo es estrecho y huele a humedad y carbonilla de la chimenea del tren. Alguien ha dejado una
ventanilla abierta y el frío se mete en el pasillo lamiendo las paredes. Victoriano lo cierra y ambos

caminan hacia los baños, en la parte posterior del vagón.

Encienden un cigarrillo y tapan el brillo de la lumbre con la mano. Se miran nerviosos. Deben saltar ya,

antes de que los guardias civiles lleguen a su vagón y pidan los papeles. Abren la puerta del vagón. El

viento frío les corta la cara. Los rieles de la vía reverberan a la luz de la luna y se alejan en la noche.

Dudan sobre qué hacer. Si saltan ahora caerán muy lejos del convento y les tomará más tiempo del que

tienen encontrarlo, pero si no saltan ya la guardia civil llegará a su vagón pidiendo identificación y será

demasiado tarde. Se miran dubitativos, el humo oculta sus rostros en una niebla densa. Se abre una
puerta

al final del pasillo y sienten el paso acelerado de dos bultos informes envueltos en capas verdes.

–¡Alto ahí! –gritan desde el pasillo–. ¡No se muevan o disparo!

Hay un segundo de indecisión y Octavio se precipita al campo. Victoriano espera un segundo y se tira del

tren también. En la caída cree ver al viejo pegado a la ventana. Después oyen unos disparos y nada más.

La velocidad les hace rodar por el campo y les llena el cuerpo de contusiones.

2-EL CONVENTO DE SAN PEDRO

Hay luna llena y los contornos muestran realidades grises a medio iluminar. Los dos hombres
permanecen

un tiempo en silencio tumbados junto a la cuneta del tren recobrando el aliento y revisando
mentalmente

las contusiones recibidas. Si el dolor es soportable, no es peligroso. El pasto está seco. Huele a establo,

a boñiga de vaca y a oveja. Tras unos minutos, Octavio se levanta y busca a su compañero. Victoriano se

agarra con fuerza la pierna y su cara está congestionada intentando aguantar el dolor sin gritar. Octavio
se

sienta a su lado.

–¿Duele mucho? ¿Crees que puedas caminar?

Victoriano no habla, pero las lágrimas en su cara expresan todo el dolor y la imposibilidad de caminar.

Se quita el zapato y el calcetín y el tobillo aparece morado e hinchado. Tal vez esté roto. El dolor es

insoportable.

Octavio saca un viejo reloj de su bolsillo. Deben seguir si quieren llegar al convento a tiempo, pero

Victoriano no parece poder caminar. Decide esperar un momento hasta que el dolor se reduzca.
A unos metros se distingue una construcción en piedra. En realidad es una piedra gigante colocada

encima de otras dos rocas megalíticas que le sirven de soporte. Es un dolmen, un túmulo funerario

prehistórico. Octavio lo mira curioso. ¿Quién lo habrá construido? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Miles de

años? Se pregunta si en esa época también los hombres se mataban por ideas o solamente por
conseguir

terrenos para cazar y sembrar. Pasan los minutos. Ha perdido la noción del tiempo. Deben continuar,
pero

su amigo se queja del tobillo. No cree poder caminar. –Vamos, tienes que caminar. Tenemos que llegar a

la taberna. No podemos quedarnos aquí. Hay militares en los alrededores. Esos guardias civiles avisarán

en el cuartelillo tan pronto lleguen a la próxima estación. Nos encontrarán. Tenemos que continuar. –
Pero

Victoriano intenta levantarse y el dolor es superior a él. Finalmente, Octavio le ayuda a levantarse y pasa

el brazo del herido por encima de su hombro y tira de él. El otro va cojeando. En cada piedra se siente el

dolor, cada paso en falso es un cuchillo que se le clava en el tobillo y asciende en carne viva hacia

arriba, hacia la rodilla. Busca el pasto sin piedra, pero es difícil hallarlo. Pasan frente al dolmen. Cinco

mil años de historia miran pasar a un hombre herido arrastrado por otro. Cinco mil años cansados miran

una historia que se repite cíclicamente: odio entre hermanos, guerras, sangre, sufrimiento y
destrucción;

estas tierras han sufrido demasiado derramamiento de sangre. No importa cuantos años pasen, es
siempre

igual; personas contra personas. Solo las piedras perviven. La inmensa boca abierta del dolmen ve a la

singular pareja alejarse lentamente entre quejidos apagados, a la luz incierta de la luna. Cada cinco

minutos paran y Victoriano se recuesta en una encina y repite que no puede seguir, que el dolor es

demasiado fuerte, ruega a su compañero que lo abandone y continúe solo. –Así nos cogerán a ambos.
Vete

tú. Al menos se salvará uno de nosotros–. Pero el compañero se niega a abandonarlo. –Llegamos juntos
y

juntos nos iremos. Haz un esfuerzo más que ya se ve el edificio–. Pero el edificio no es más que una

sombra dudosa entre los árboles, una luz insegura en medio de la noche y el dolor es tan intenso que es

preferible quedarse al abrigo de un alcornoque centenario. Los grillos pueblan de sonidos la noche, se

oyen algunas ranas. Es mejor quedarse aquí y esperarlos. Cargar la pistola. Esperar a que estén bien
cerca y entonces disparar cinco veces. Intentar llevarse a cinco con él. Disparar rápida y certeramente

antes de que lo vean, antes de que puedan darse cuenta de su presencia y puedan herirle. Evitar, ante
todo,

que lo hieran, que inutilicen su brazo y su mano para poder dispararse la última bala en la boca, hacia

arriba, hacia el centro de la cabeza. Pero Octavio no lo escucha. Lo ha agarrado nuevamente por el brazo

y lo arrastra desoyendo sus súplicas de que lo deje atrás, sus amenazas, sus insultos. –Ya queda poco.

Allí nos espera un guía que nos llevará a través de los montes hasta Portugal y allí estaremos a salvo. No

te preocupes, todo va a ir bien. Ya verás–. Pero el camino se hace interminable. Los últimos metros son

una queja continua, un dolor abierto de llaga ensangrentada.

El edificio es un antiguo convento desmantelado desde la época de la Desamortización de Mendizábal,


en

el siglo XIX. Una parte de él ha sido habilitado como bar y han arreglado algunas habitaciones como

dormitorios para posibles pasajeros hacia Portugal. Después de cerciorarse de que no hay enemigos,

Octavio golpea la puerta cuatro veces, como le indicaron que lo hiciera: tres veces seguidas, un espacio

y una cuarta vez. Se oye ruido de pasos cautelosos y de cerrojos que se abren. Un hombre de tez curtida
y

barba hirsuta de una semana asoma la cabeza por el ventanuco encima de la puerta.

–A las buenas noches. ¿Qué se les ofrece? –El hombre habla con cautela, inspecciona los alrededores,

los mira de arriba abajo intentando descubrir algún signo que denote peligro, traición; una trampa
oculta

para atraparlo en un error.

Octavio dice la consigna y la cara del otro parece relajarse. Abre otro cerrojo y ayuda a cargar al herido.

La entrada del convento es una cueva lóbrega y húmeda que promete una salida al final, pero el pasillo
es

un desfiladero estrecho por el que no caben los tres hombres así que el mesonero acaba cargando a

Victoriano.

–Os esperábamos desde hace tiempo. Llegáis tarde –reclama arisco el tabernero. Tiene unos ojos azules

deslavados que parecen brillar en la oscuridad en medio de la cara renegrida por el sol y el trabajo en el

campo. Una cicatriz le cruza la mejilla izquierda de parte a parte y le da un aspecto facineroso.

–Tuvimos que saltar antes de tiempo. Entró en el tren una pareja de guardias civiles. Casi nos cogen –se
justificó Octavio.

El de la cicatriz paró en seco y clavó su mirada acuosa en Octavio.

–Si la guardia civil os está persiguiendo habrá que salir cuanto antes. Probablemente estén dando la
señal

de alerta en la frontera y habrán enviado una patrulla al monte a buscaros. No me gusta nada –la cicatriz

le temblaba en mitad de la cara.

–Pero mi compañero no está en condiciones de caminar. Tiene un tobillo lastimado, probablemente

partido.

Victoriano miraba a su cargador de hito en hito. El dolor y el esfuerzo le habían hecho perder el sentido

de la realidad y se enteraba solo de la mitad de la conversación.

–Habíamos pensado esperar aquí unos días, hasta que se restableciera –añadió Octavio.

–¿Unos días dices? Debes de estar loco si crees que podéis quedaros aquí más de unas horas. Esto es un

nido de fascistas. La zona es continuamente batida por la guardia civil. Es zona de paso, ya sabéis. Al

amanecer enviarán una patrulla hasta aquí y revisarán el convento de cabo a rabo. Tenéis que
marcharos

inmediatamente. Cruzar la frontera antes de que empiece a clarear y llegar a Marvão al amanecer. De lo

contrario, ponéis en riesgo no solo vuestras vidas, sino también la mía y la de los camaradas que nos

ayudan.

Victoriano caminaba en silencio arrastrado por el hombretón. Cruzaron un pequeño claustro de piedra

encalado cubierto de aspidistras y costillas. Un rumor de agua indicaba la presencia de una fuente.

Entraron en la cocina, en cuyo fondo un hombre calentaba una olla en el fogón. Olía a leña de encina y a

guiso generoso. El olor les aguzó el apetito y les recordó que hacía dos días que no probaban bocado.

–Venga, sentaos ahí, cerca del fuego que os calentéis mientras coméis algo. Tenéis cara de perro

hambriento.

Ambos agradecieron la generosidad del anfitrión con una sonrisa.

Un minuto después disfrutaban de un guiso de garbanzos con tocino y una hogaza de pan de leña que
les

supo a gloria bendita.

–Bebed, que el vino es bueno para calentar el cuerpo y rebajar las penas –les ofreció amablemente el

posadero colocando en la mesa una jarra de barro y vasos–. Por cierto, me llaman El Zarco. Ya sabéis…
por los ojos. Ese de la cocina es Vidalito.

El aludido les saludó desde el fogón con una media sonrisa desdentada. Reunía brasas en torno a una

vieja cafetera.

–Café, lo que se dice café, no hay por aquí, pero la achicoria tostada hace las veces y calienta el

estómago –indicó Vidalito siempre medio sonriendo.

Después de la comida, sintiéndose restablecidos, Octavio preguntó al El Zarco por la situación en la

frontera.

–No es buena –sentenció soplando la taza humeante–, no es nada buena. Después de que las tropas

nacionalistas arrasaran el sur de la región hay muchos republicanos que intentan escapar huyendo a

Portugal. Otros se han tirado al monte y esperan que el Gobierno republicano restablezca la situación,

como si el Gobierno pudiera hacer algo a estas alturas, pero el grueso del ejército se ha puesto a las

órdenes de Franco y de Yagüe; solo una pequeña parte se mantiene fiel al Gobierno de la República, así

que es el pueblo el que se está enfrentando a los nacionales.

–Sin armas ni organización, enfrentarse a las tropas de Franco es un suicidio –razonó Octavio.

–Puede ser –continuó El Zarco–, pero es lo único que hay. Inglaterra, Francia y Estados Unidos han

firmado un acuerdo de no beligerancia con Alemania e Italia por el cual se comprometen a no entrar en
la

guerra ni enviar tropas ni armamento, pero parece que Franco ha conseguido que Hitler le envíe aviones

y municiones. ¡Canallas!

–¡Qué Dios nos coja confesados! –intervino Victoriano aliviado con el vino y la comida. –Si Franco o

ese carnicero de Yagüe nos coge nos van a destrozar. De donde venimos están fusilando a todos los que

han tenido algo que ver con la República, independientemente de su afiliación política o de que hayan

luchado en el frente. Si no eres franquista no mereces vivir. Hay pueblos donde han matado a la mitad
de

la población. Fusilados sin juicio previo, en la pared del cementerio. Primero les obligan a cavar una

fosa y allí mismo los entierran después de darles un tiro en la cabeza. No tienen misericordia de nadie.

–Así estamos –continuó desanimado El Zarco–. La gente huye a donde puede, hacia el norte, hacia el

monte, hacia Portugal… hacia donde sea. Lo importante es no caer en manos de esos criminales. Ellos lo

saben y están poniendo patrullas de la guardia civil en la frontera para agarrarlos como conejos. Por eso
tenemos que ponernos en marcha ya mismo. No hay tiempo que perder. Si habéis terminado de
comer… –

y se puso en pie recogiendo los platos y vasos.

Los otros lo imitaron, pero Victoriano permaneció sentado con la cabeza gacha.

–Venga, Vito, vámonos, ya has oído, no hay tiempo que perder, hombre –Octavio lo agarró por el brazo

haciendo una pequeña presión para levantarlo, pero Victoriano se desasió con brusquedad.

–¡Qué no, maldita sea! ¡Qué no puedo andar! ¿No ves que estoy cojo?, ¿que tengo el maldito tobillo

partido? Lo único que haría sería serviros de lastre y al final nos cogerían a todos. Me quedo aquí. Algún

agujero habrá donde pueda esconderme, ¿no?

El Zarco miró con gravedad a Octavio y luego a Vidalito. Este se encogió de hombros negándose a

opinar.

–Hay una bóveda que corre encima de lo que eran las celdas de los monjes –dijo El Zarco frotándose las

mejillas. La barba de una semana raspaba como lija–. Se puede entrar a través de un hueco semioculto
en

una de las celdas. Puedes esconderte ahí durante unos días, pero luego tendrás que marcharte. Es

demasiado peligroso para todos. Si alguien te viera estaríamos todos perdidos.

–Lo que sea. En unos días el tobillo estará mejor y podré intentar el salto a Portugal. Me reuniré contigo

allí y luego nos largamos a Francia o a América –los ojos de Victoriano brillaban–. ¿Tú te imaginas la de

cosas que podemos hacer nosotros en las Américas? –soltó una sonora carcajada.

–Si eso es lo que quieres hacer, está bien, pero debes ser muy cuidadoso. La guardia civil probablemente

venga hoy mismo y buscarán por todas partes –le advirtió El Zarco.

Vidalito le tanteó el tobillo. Victoriano se mordía el puño para evitar gritar de dolor. Toda el área del

tobillo estaba negra e hinchada.

–El hueso parece que está bien. No se notan fisuras; probablemente se le rompió algún ligamento, nada

que no cure el reposo.

Le aplicó manteca de cerdo para reducir la inflamación y le colocó dos tablas a ambos lados del tobillo

apretadas con un trozo de tela.

–Suéltate la venda cada dos horas o te cogerá gangrena y entonces sí que estás apañado –le recomendó

Vidal de medio lado–. Procura moverte lo menos posible.


Lo acompañaron hasta la celda donde varios muebles amontonados ocultaban la abertura de un hueco
en

el techo. Lo ayudaron a subir y le acomodaron un viejo colchón. Vidal le alcanzó una talega con algo de

comida y una garrafa de agua.

–Raciónalo, que es todo lo que vas a tener en estos días –le recomendó.

–No os preocupéis por mí. Ya veréis que en unos días estoy con vosotros bailando un fado.

Octavio lo miró con una sonrisa triste. Era consciente de que probablemente esa sería la última vez que

lo viera. Los amigos se abrazaron y se desearon suerte. Ambos la iban a necesitar.

3-PALACIO QUEMADO

1954

El Tuerto llegó corriendo con un manojo de paja seca en las manos y gritando a todos que se acercaran.

Colocó la paja en el suelo en círculo asegurándose de que todas las partes quedaran completamente

cubiertas y no hubiera que lo cortaran. La ahuecó un poco con esmero y cuando estuvo lista se
incorporó

sobre sus rodillas y miró el efecto. Perfecto. Los demás chicos miraban con expectación y silencio los

acontecimientos sentados en el suelo. Andrea encendió una cerilla haciendo pantalla con su mano para

que el viento no la apagara. Fue tocando brevemente las puntas de la paja hasta lograr que el círculo

quedara en llamas. Entonces Marcelino abrió con cuidado una bolsa y depositó su contenido dentro del

círculo. El alacrán cayó un poco desconcertado, pero rápidamente tensó sus patas como si se tratara de

sogas que lo amarraran al suelo y levantó la cola con su bolsa envenenada en posición amenazante.

Intentó huir hacia un lado pero sintió el calor. Retrocedió entonces para volver a sentir el fuego en sus

patas traseras. A partir de ese momento todo ocurrió muy rápido. El arácnido hizo varios intentos
fallidos

por salir del círculo y al ver que no tenía escapatoria se clavó el aguijón envenenado entre las escamas

del cuello. Inmediatamente dejó de correr y, tras una serie de espasmos, quedó inerte, la pinza relajada
y

todavía clavada en el cuello.

Los muchachos permanecían en un silencio religioso. La imagen del animal infligiéndose a sí mismo la

muerte les sobrecogía de horror y, a la vez, les fascinaba. Era el juego de la muerte, presente en cada

momento de la vida como la doble cara de una moneda.


Marcelino rompió el silencio. –Cuando se da cuenta de que no puede escapar se suicida. Prefiere la

muerte de una manera rápida a morir achicharrado por el fuego.

–Es terrible –añadió Andrea.

–Es hermoso –corrigió Marcelino.

–¿Cómo puedes decir que la muerte es hermosa? –se alarmó Andrea–. Eres un bestia.

–La muerte en sí no es hermosa ni fea –añadió Marcelino –La muerte es muerte y ya, pero la manera de

morir sí puede ser hermosa y el coraje del alacrán para quitarse la vida cuando está acorralado sin tan

siquiera planteárselo es hermosa. Hermosa y valiente.

–No tiene nada de valiente. Es simplemente que se siente acosado e instintivamente se clava el aguijón.

Suicidarse no tiene nada de heroico, sino más bien de cobarde que no se atreve a enfrentarse a su

enemigo –estalló Andrea.

–Habría que ver como actuabas tú si te vieses acorralada y sin escapatoria, sabiendo que te habrían de

torturar y aplicar una muerte mucho más terrible y lenta que un simple disparo. Habría que verte con
una

pistola, si te pegabas un tiro o esperabas a que te atraparan –atacó Marcelino.

–No sé qué es lo que haría en una situación extrema y sin tiempo para pensar –contestó la chica –pero
lo

que puedo decirte es que me parece más inteligente disparar contra tus enemigos que contra ti mismo.
Si,

al fin y al cabo, te van a matar, mejor por lo menos llevarte a algunos enemigos contigo, ¿no?

El cuerpo del alacrán aparecía ahora flácido y blancuzco. Las llamas que lo habían aterrorizado hasta la

muerte estaban apagadas y dejaban un círculo de luto en torno a la víctima. Los muchachos lo miraban

todavía fascinados por los hechos. Tal vez por ello no se dieron cuenta de que la tarde se iba yendo
entre

los chopos de la ribera y los pájaros regresaban a sus nidos preparándose para combatir el frío de la

noche.

Recogieron sus bicicletas y pedalearon carretera arriba huyendo de la oscuridad que les perseguía con

recuerdos tétricos de héroes suicidas.

Las luces del pueblo estaban ya encendidas cuando cruzaron la vía del tren. Un viento frío barría las
calles de papeles y colillas. Los muchachos se despidieron y cada uno se fue a su casa con un
sentimiento

oscuro. Al pasar frente a la ermita de Santiago, Manuel vio algo familiar que le hizo detenerse y mirar

cuidadosamente. Apoyado en la esquina de la tasca de El Rata un hombre se doblaba en posición de

vomitar. Se le había caído la gorra al suelo y frente a él había un charco nauseabundo. Era su padre. A

pesar de que el médico le había prohibido terminantemente beber y de que su madre le impedía salir de

casa solo, siempre que podía se escapaba a la tasca y bebía hasta perder el control.

Manuel apoyó la bicicleta en la pared donde, entre desconchados, se anunciaban vinos y licores y le
puso

la mano en el hombro a su padre.

–Padre. ¿Otra vez volvió usted a beber? Si el médico le tiene prohibido…

–¡Ah, Manuel, hijo, eres tú! Solo estaba bebiendo un par de chatos con los amigos –se justificó el padre–
.

Ha debido de ser algo que me cayó mal en la comida. Tu madre intenta envenenarme, ya sabes.

–Padre ¿cómo puede decir eso?

–Por eso vengo aquí a beber. Para vomitar el matarratas con el que tu madre me quiere matar para

librarse de mí. Pero está apañada si piensa que me voy a morir –dijo entre carcajadas y atragantándose

con su propio vómito–. Le va a costar trabajo deshacerse de mí.

–Padre ¿por qué no deja usted de beber? ¿No se da cuenta de que eso es lo que lo va a matar? –
preguntó

Manuel sabiendo que no tendría respuesta. Hacía años que tanto su madre como él intentaban
disuadirlo

de que dejara de beber, pero él seguía emborrachándose como un suicida.

¿Cuándo se había convertido en un alcohólico? Desde que tenía uso de conciencia recordaba a su padre

ausente de la casa, regresando a altas horas de la noche borracho y batallando contra sí mismo. Pero su

madre le contaba que solía ser un hombre alegre y trabajador antes de caer en el vicio. ¿Qué ocurrió en

aquellos años oscuros de la guerra para que su padre cambiara drásticamente de temperamento y se

dejara sumir en el vicio del alcohol? ¿Qué terribles hechos presenció o llevó a cabo para que cambiara

su carácter de forma radical? Su madre solo le había insinuado que algo ocurrió con el señor Braulio, el

dueño de la tienda de cómics, que le hizo cambiar y convertirse en un ser amargado que se refugia en la
bebida y cuya única esperanza es beber tanto como para perder la conciencia. Algo horrible debió

suceder y la única manera de averiguarlo parecía ser preguntando al despreciable dueño de la tienda de

cómics.

La perspectiva de hablar con él ya le producía náuseas, pero no tenía opciones. Al día siguiente iría a la

tienda y, con la excusa de cambiar un fascículo, le preguntaría veladamente por su padre.

La noche se había vuelto helada y el viento se escapaba por las esquinas. Padre e hijo se alejaban calle

arriba abrazados y dando trompicones. El padre balbuceaba historias de la guerra que nadie entendía.

4-LA RAYA DE PORTUGAL

1936

El Zarco tiró de la puerta con fuerza para que quedara encajada y el eco cubrió de silencio el convento.

Dos vueltas de llave aseguraron el portón. Los tres hombres salieron al campo y a la noche. Los

alcornoques, descorchados, mostraban sus cuerpos desnudos y rojos. Había luna y el paisaje se poblaba

de figuras fantasmales que se les cruzaban en el descampado.

Debían seguir el camino portugués; una vieja senda abierta hacía siglos en una de las innumerables

guerras entre España y Portugal que permitía a las familias que habían quedado divididas en dos países

cruzar la frontera sin que los vieran los guardias. También era frecuentado por los contrabandistas, esos

aventureros que comerciaban productos sin pagar los altos impuestos que cargaban en la frontera y que

harían imposible su adquisición por parte de la mayoría de las familias, especialmente en épocas de

carestía como la actual. Café portugués, tabaco americano, toallas, sábanas… productos agotados en la

España de la guerra y que, gracias al contrabando, podían seguir disfrutando a un precio asequible.

El camino serpenteaba paralelo a la ribera hasta pasar cerca de El Pino, el último pueblo antes de cruzar

la frontera. Debían ser especialmente cuidadosos en esta zona pues era posible que hubiera apostada
una

partida de guardias esperando su llegada. La ribera levantaba aromas de hierbabuena y toronjil y se

sentía el croar cercano de las ranas. La imagen de Ángela, su esposa, se cruzó por la cabeza de Octavio,

en un paraje similar si bien en una situación mucho más feliz que la actual. Ángela estaba tumbada
encima

de él en la proximidad de un estanque en la noche. Sus ojos le sonreían y sus labios le susurraban

palabras de amor. Qué tiempos tan lejanos y, sin embargo, tan cercanos. Recordar momentos felices no
ayudaba en esos momentos. Debía estar con los cinco sentidos pendientes. Toda precaución era poca.
Un

ruido sospechoso, una rama que se partía, podía ser la señal de alerta a los guardias apostados.

Para evitar posibles encuentros no deseados, abandonaron el camino portugués y se dirigieron campo a

traviesa hacia los montes que separaban a los dos países. Caminaban en silencio, El Zarco al frente,

olfateando el monte como un sabueso experimentado, buscando el camino más seguro y cubriendo la

retaguardia, Vidalito, asegurándose de no dejar señales de su paso. A veces, El Zarco se paraba en seco y

les hacía señas a los otros de que parasen. Su mirada de águila esculcaba el paisaje en busca de signos

que le permitiesen vislumbrar la presencia del enemigo. Vidal y Octavio miraban alrededor con el dedo

en el gatillo de sus armas y listos para disparar a cualquier objeto que se moviera cerca. Pero la noche

parecía estar en calma. Tal vez los guardias habían decidido irse a dormir y olvidarse de la partida de

republicanos.

A mitad de la subida hicieron un alto en un chozo de pastores abandonado para descansar. La noche

estaba tan limpia y tan fresca que parecía que se pudieran alcanzar las estrellas con la mano.

Echaron un cigarro asegurándose de cubrir la brasa con la mano para que no ser vistos en la distancia.

Octavio miró el hermoso espectáculo que se abría frente a ellos. Una serie de montes se agolpaba, uno

tras otro en diferentes tonos de gris y en lo alto de uno de ellos se intuían las luces amarillentas de

Marvão, su destino. Octavio se preguntaba qué hacía diferente a un monte de otro, un campo de otro, si

todo era monte y todo era campo. ¿Por qué una línea inexistente dividía dos comunidades y las hacía

diferentes si, en el fondo, todos eran humanos a pesar de hablar lenguas diferentes? –La misma yerba

crece a este lado y al otro de la raya –pensaba mirando el horizonte–. Los mismos anhelos, las mismas

pasiones, las mismas preocupaciones tienen los hombres de uno y otro lado de esa línea imaginaria que

divide a los países y, sin embargo, en estos momentos, estar al otro lado de la raya equivalía a estar

salvado y a este lado, era estar al asecho de la muerte.

La imagen de Ángela volvió, pero ahora cargada de preocupaciones por haberla dejado embarazada al

cuidado de sus padres. ¿Cómo se sentiría? ¿La estarían cuidando bien? ¿Tendría un embarazo
incómodo?

Si lo que crecía en su vientre era un niño, lo llamarían Octavio, como él; de lo contrario, le pondrían por

nombre Adriana, como la abuela materna a la que ella tanto quiso.


El campo se escarpaba creando un cañón con el río al fondo. La luna se reflejaba en el agua creando

reflejos metálicos. Había que bajar al valle y cruzar el río por el puente. Al otro lado esperaba Portugal.

La esperanza de estar finalmente a salvo parecía ponerles alas en los pies. Bajaron corriendo, dando

trompicones entre los peñascales, ansiosos de estar al otro lado del puente. Finalmente lo habían
logrado,

era cuestión de unos cuantos metros, de cruzar la línea de agua que separaba dos mundos; atravesar el

puente y besar la línea imaginaria que les protegía de los desmanes del ejército de Franco. Pero
resultaba

demasiado fácil, la noche estaba demasiado tranquila, demasiado libre de peligros para que un sabueso

como El Zarco pudiera fiarse. Había algo extraño en el ambiente, un cierto olor a podrido, a emboscada

encubierta. Vidalito se había adelantado y corría peñascos abajo compitiendo por ser el primero en
llegar

a Portugal. No se dio cuenta de que El Zarco se había parado en seco y olisqueaba el aire en busca de un

olor que le confirmase sus sospechas. La señal llegó demasiado tarde. Junto al grito de advertencia del

líder llegó el cañonazo de un disparo y la chispa de fuego que salía desde el medio del puente.

–¡Atrás, atrás! ¡Es una trampa! ¡Al suelo!

De un empujón El Zarco derribó a Octavio. En la caída fue a dar entre unas rocas tras las que se protegió.

El olor a tomillo del monte le inundó las fosas nasales. Permanecía inmóvil, sintiendo en las sienes el

latir del corazón como el trote desenfrenado de un caballo. El Zarco estaba cerca de él, boca arriba,

preparando el rifle, cargándolo. Le hizo señal a Octavio para que se preparara también. Había llegado el

momento que tanto temía, el momento de la batalla, el momento en que tendría que matar o morir; era
una

simple cuestión de probabilidades. Le habían enseñado a disparar, a mantener el arma firme, la culata
del

rifle pegada al hombro para evitar el retroceso, el cuerpo del enemigo en el centro de la mirilla. Disparar

y protegerse, atacar y defenderse. Era una estrategia simple, pura matemática. Si te proteges y hieres al

enemigo, vives, de lo contrario, mueres. Le habían hecho disparar contra un muñeco al que había

destrozado llenando de paja los alrededores. Tenía buena puntería, le había dicho el sargento a cargo.
No

tenía problemas con ese aspecto, pero algo muy diferente era disparar contra una persona, agredir a un

hombre al que no conocía de nada y que no le había hecho ningún daño. Eso era algo para lo que no lo
habían preparado; nunca le habían dado clases de sangre fría y ahora dudaba de poder disparar contra

alguien, aunque le fuera la vida en ello.

Abajo, el cuerpo de Vidalito permanecía inmóvil, a unos pasos solamente del puente de piedra que le

habría dado la libertad. No sabían si estaba muerto o solamente herido, si merecía la pena intentar

rescatarlo. Los guardias civiles se habían escondido al otro lado del puente, tras las defensas y

aguardaban pacientemente a que los otros bajaran a ayudar a su compañero para dispararles.

El Zarco se había hecho un mapa de la situación. Era imposible retroceder, en la subida eran fácil presa

para los disparos. Habría que arrastrarse entre los peñascales evitando los disparos de los guardias y

buscar el refugio del río. Vidalito estaba perdido. Si no lo habían matado le pegarían un tiro tan pronto
se

moviera. No merecía la pena arriesgar la vida para comprobar que estaba muerto o lo estaría tan pronto

como lo rematasen los guardias de un disparo en la cabeza. Había que salvarse. Cruzar el río a nado y

esconderse entre los juncos evitando ser vistos. Así era la guerra. No había tiempo para

sentimentalismos. Matar o morir. No existe una opción intermedia.

–Cúbreme. Tan pronto me tire al suelo, yo te cubro y corres hacia mí –la voz de El Zarco le llegaba

lejana, tras el galopar de la sangre en las sienes y le hacía creer que no era más que un juego de niños.

Ahora corrían disparando balas de plástico contra los malos de la película y cuando llegaran al río

habrían ganado el juego. Todos se quitaban los disfraces y se iban a sus casas donde sus madres les

esperaban con una tostada de aceite y azúcar.

El Zarco se levantó de un salto y corrió en dirección al río disparando hacia el puente. Octavio disparó

también en la dirección donde habían visto el fogonazo. Unos segundos después saltaba y corría lo más

rápido que podía hacia donde lo esperaba su compañero que seguía disparando. Se refugió tras una
roca

justo antes de oír el silbido de un proyectil muy cerca de su cabeza. Los guardias disparaban ahora a

discreción y habían avanzado sus posiciones peligrosamente. Intentaban cercarlos entre dos fuegos.

–Hay que intentar una salida desesperada. Ellos son más y si nos quedamos aquí nos atraparán como a

conejos –El Zarco hablaba entrecortadamente por la carrera.

–¿Qué propones, Zarco?

–Tenemos que separarnos para dividirlos. De esa forma tal vez pueda escapar alguno de los dos. Yo
continuaré paralelo al valle. Tú ve directo al río e intenta cruzarlo. Si lo consigues, no me esperes, sigue

corriendo paralelo a él. Nos encontraremos al pie del monte, en un molino de aceite. ¡Salud, camarada!

golpeándose la cabeza con el puño, al estilo republicano, partió rodeado de balas del enemigo.

Octavio no tuvo tiempo para pensar. Las directrices de su compañero se repetían en su mente. Correr

hasta el río, intentar cruzarlo. Correr hasta el río, intentar cruzarlo. Sin pensarlo dos veces saltó de su

escondite y corrió con todas sus fuerzas en dirección al río que fluía abajo mansamente, ajeno a la

tragedia que se fraguaba en sus riberas. No escuchó los disparos que silbaban cerca de él, ni los gritos de

advertencia de los enemigos, tampoco vio hacia dónde corría su compañero ni si era abatido por los

disparos. Solamente tenía en su cabeza la imagen del río y los cañaverales donde pretendía esconderse.

Lo demás, sencillamente, no existía.

Cayó al agua sin pensar que estaba congelada, sin prever que el fondo era pedregoso. No fue hasta que

pasaron varios minutos de inmovilidad que empezó a sentir el frío del agua en todo su cuerpo y un dolor

agudo en la espalda sobre la que había caído. Permaneció inmutable a pesar del dolor y del frío, con
todo

el cuerpo sumergido en las aguas poco profundas del cañaveral, apenas con la boca al descubierto para

poder respirar. No sabía cuánto tiempo debía permanecer así, temía que si se quedaba en esa posición

mucho tiempo se le congelaría la sangre, perdería el conocimiento; tal vez, incluso se convirtiera en un

anfibio, le crecieran aletas, branquias y escamas. De cuando en cuando sacaba cuidadosamente la


cabeza

y entonces oía a lo lejos a los guardias disparando y gritando, buscándole y acechando a El Zarco.

No sabía cuánto tiempo había permanecido en el agua, tal vez minutos, parecían horas: el tiempo se
había

congelado con él en el agua. Cuando sacó la cabeza ya no escuchaba nada. Todo era paz de nuevo. A su

alrededor, las ranas habían reanudado su concierto nocturno. Los guardias debían de haberse ido tras El

Zarco, tal vez lo buscaban en el monte, tal vez se cansaron de buscar y lo dieron por muerto. Parecía el

momento idóneo para continuar la marcha. Arrancó un puñado de juncos y colocándoselo sobre la

cabeza, se dejó llevar por la corriente río abajo como si fuese una rama que el agua arrastra. Nadó hacia

la otra orilla y unos minutos después salía del agua en tierras portuguesas y corría agazapado para

esconderse en el monte que se abría al final del valle. Las ropas empapadas le pesaban increíblemente,
debía quitárselas si no quería atrapar una pulmonía. Esperó a llegar a un lugar más seguro, tras el muro

derribado que se veía entre las jaras.

Estaba sacando el fusil para deshacerse de la ropa mojada cuando, al dar la vuelta al muro se encontró

frente a frente al enemigo. Probablemente solo fueron unos segundos de indecisión, pero a Octavio le

parecieron años. Era un muchacho de unos 18 años, más joven que él. Tenía el miedo pintado en los
ojos

a pesar del aspecto imponente que le daba el chaquetón verde oliva y el rifle con el que le apuntaba. Los

dos se miraron a los ojos con desesperación. Los dos se apuntaban indecisos, sin saber qué hacer, sin

decidirse entre disparar y abatir al enemigo o usar el sentido común y retroceder y dejar que huyera,
que

viviera ese joven al que no conocía de nada, por el que no sentía el más mínimo odio, ese joven en el
que

se veía reflejado con su mismo miedo y su misma indecisión.

Nunca sabría quién disparó primero. Tan solo fue una cuestión de suerte. Oyó un estruendo e

intuitivamente tiró del gatillo. Cayó en el suelo sin saber si estaba muerto, si su enemigo vendría a

rematarlo o había caído, como él, herido. Sentía una mordida profunda en el brazo. Se miró y entrevió

una mancha oscura, casi negra, en el hombro. Intentó levantarse, pero el dolor se lo impedía. Frente a
él,

apoyado contra el muro yacía el enemigo. Parecía un niño durmiendo, pero una mancha de sangre le

cubría la cara anunciando la muerte. Sintió lástima por él y, a la vez, agradecimiento al azar que le

permitía, por esta vez, continuar vivo.

Con la punta de la bayoneta cortó la manga y miró la herida. Afortunadamente parecía superficial, pero

no paraba de sangrar. Con los restos de la manga rota y una rama se hizo un torniquete como le habían

enseñado en las milicias preparatorias para esta guerra sin sentido. La sangre disminuyó su flujo y el

dolor fue remitiendo hasta permitirle ponerse de pie y reiniciar la marcha. El camino hasta Marvão iba a

ser largo y doloroso, más valía empezar cuanto antes. La guardia civil había roto las reglas y se había

internado en territorio portugués, con lo que no era impensable encontrarse con otra partida de
guardias.

Pensó en El Zarco. ¿Habría logrado cruzar la frontera? ¿Lo volvería a ver? A su mente volvió la cara de

horror del Guardia al que había matado. A pesar de lo horrible del hecho, se sorprendió sin
remordimientos, como si matar a un muchacho fuese algo natural y cotidiano. Empezaba a sentir que le

habían anestesiado la conciencia, como cuando se le dormía el brazo por dormir encima de él y no podía

sentirlo. Sabía que lo tenía, pero no podía sentirlo. Igual que su conciencia.

5-EL PADRE DE EL GUERRERO

DEL ANTIFAZ

La campanilla de la tienda de cómics tintineó anunciando la entrada de Manuel e inmediatamente se

escucharon los ladridos rabiosos de Raquel. El señor Braulio asomó su corpachón jorobado a través de

la cortina que hacía las veces de puerta de la habitación contigua seguido de cerca de la perra que no

paraba de ladrar y enseñar los dientes en actitud amenazante.

–Ya, Raquelilla, ya ¿no ves que molestas a nuestro amigo? Je, je, je...

La perra miró a su dueño interpretando sus palabras y regresó a la habitación refunfuñando y con el
rabo

alzado.

–Buenos días, señor Braulio. Venía a buscar un fascículo de El Guerrero del Antifaz. ¿Llegó algo nuevo?

–Bueno, pero si tenemos aquí nada menos que al señor Guerrero, je, je, je. Pasa, pasa, chaval, que te

tengo una sorpresa que te va a gustar.

Manuel permaneció en suspenso ante la bienvenida despro-porcionada y vio al señor Braulio regresar a

la habitación lateral, salir cargando con una revista y seguido de Adriana.

–Hola, Manuel, ¿cómo estás?

Manuel no supo cómo reaccionar e intentó responder al saludo de la muchacha, pero no consiguió más

que balbucear algo parecido a un bien, bien... ¿qué haces tú aquí?

–Ya te dije que el señor Braulio es tan amable de permitirme leer los cómics antes de ponerlos en

alquiler.

El señor Braulio, mirándolo desde abajo, puso ante Manuel un fascículo con la portada en colores

brillantes en la que se veía a El Guerrero salvando a su prometida de un grupo numeroso de


musulmanes.

La mirada agradecida y enamorada de la joven contrastaba con el rostro audaz y decidido del héroe.

Manuel la observó un momento, miró la sonrisa de Adriana y enrojeció súbitamente.

–Veo que ya os conocéis, así que me ahorraré las presentaciones.


–Sí –respondió Adriana sin dejar de mirar a Manuel–, tuvimos una conversación muy interesante hace

unos días.

La cercanía de Adriana sonriéndole con los ojos perturbaba a Manuel. Llevaba una blusa rosa pegada

que le marcaba las formas y el pelo recogido en dos trenzas, como una niña. La unión de la apariencia

sensual junto al aspecto infantil trastornaba especialmente al joven.

–Este fascículo lo acaba de devolver nuestra lectora crítica, je, je, je, aquí, la señorita Adriana y ha dado

su visto bueno para la puesta en alquiler, je, je, je, así que, si lo deseas, puedes ser el primero en
conocer

el desarrollo de las intrigas del famoso caballero –el señor Braulio le miraba con una chispa de ironía,

como si mantuviese una complicidad con Adriana.

Se limitó a coger la revista y mirar su portada sin saber qué decir. No podía apartar de su mente la

conversación que tuvo en el zaguán de la casa hacía unos días con Adriana, su mirada clavada en él, el

brillo de sus ojos, el aroma de su aliento y el tacto de su cabello. Parecía como si todo hubiera sido un

sueño, como si nada hubiera ocurrido en realidad y todo fuera producto de la fiebre y el cansancio de

aquel día. Pero, por otra parte, era tan real, estuvo tan cerca de ella que podría recordar el calor de su

cuerpo, la proximidad de sus labios. ¿Qué habría ocurrido si la madre de Adriana no hubiera aparecido

justo en aquel momento? ¿Se habría atrevido él a corresponderle? La sola posibilidad de rozar sus labios

le erizaba la piel y le ponía los pelos de punta. Cuando finalmente separó la vista del cómic, Adriana le

miraba fijamente con una sonrisa pícara.

–Manuel, ¿me escuchas, muchacho? –le instaba el señor Braulio con insistencia–. ¿Estás bien? Pareces

ido.

–Sí, claro, don Braulio, estaba ensimismado en la imagen de la portada, pero le estaba escuchando, por

supuesto… ¿Qué… qué me decía?

Adriana se tapó la boca para ocultar la risa.

–Digo, Manuel, que si te apetece tomar una zarzaparrilla con nosotros. Estábamos hablando,

precisamente, del valor de El Guerrero del Antifaz. ¿Qué dices, muchacho?

–Sí, claro, ¿cómo no?, don Braulio, digo… sí, señor, muchas gracias.

El señor Braulio sujetó la cortina permitiendo que pasara Adriana y Manuel al interior de la habitación.

Por primera vez se dio cuenta de que, al andar, el señor Braulio alzaba una cadera más que la otra y, al
dejar caer la pierna izquierda sonaba un ruido sordo, como de madera, sobre el piso.

–Pasa, Manuel, je, je, je, pasa. No te preocupes por Raquel. Es una perra latosa, pero muy noble, nunca

mordería a un amigo, je, je, je, ¿verdad, Raquelilla? Pronto se hará amiga tuya y no se despegará de ti.
Es

como todas las mujeres, je, je, je, primero juegan a odiarte y después no son capaces de separarse de ti,

¿no te parece, muchacho?

–Sí, claro, don Braulio –contestó sin prestar atención a las palabras del anciano, pero al ver la cara

contrariada de Adriana se corrigió–, digo, imagino que sí. En realidad, no sé. –Su cara quedó terciada en

una mueca estúpida.

La señora Gertrudis, su esposa, sentada en la mesa camilla, refunfuñó unas palabras ininteligibles ante
las

cuales se disculpó el señor Braulio.

–Era broma, querida, ya sabes que me gusta bromear, pero no lo digo de forma insultante.

Raquel, la perra, observaba la escena desde el refugio seguro del enorme regazo de doña Gertrudis.

Se sentaron todos en torno al brasero de la mesa camilla. Manuel podía sentir el hocico de la perra

olisqueando sus botas. Miró a su alrededor buscando una excusa para preguntar al señor Braulio sobre
su

padre y vio todas las caras ocultas tras los vasos de zarzaparrilla y mirándoles fijamente. Se diría que

todos esperaban a que él dijera algo. El aire se cargó de interrogantes. Finalmente, se lanzó a hablar sin

tener muy claro hacia dónde dirigirse.

–Señor Braulio, esto… usted es amigo de mi padre. ¿Desde cuándo lo conoce?

–¿A Alberto Guerrero? –contestó don Braulio extrañado por la pregunta–. Déjame ver. A tu padre lo

conozco desde… hmmmm… desde toda la vida, claro, je, je, je. El recuerdo más antiguo que tengo de tu

padre es la salida de la escuela. Ambos íbamos a la escuela de los Padres Jesuitas y ambos vivíamos en

la misma calle así que no teníamos más posibilidad que encontrarnos todos los días a la salida y a la

entrada de la escuela. Sin embargo, por alguna extraña circunstancia que ya he olvidado, tu padre y yo

nos odiábamos y aprovechábamos los encuentros diarios para pelearnos. Tanto peleamos y tanto nos

odiamos que terminamos por hacernos amigos inseparables aunque expresábamos nuestra amistad de
una

manera… ¿cómo diría?; digamos que de una forma un tanto original.


La señora Gertrudis abrió enormemente los ojos y se dirigió a Adriana –¿Original, dijo? ¿Ahora a eso le

llaman ser original? En mis tiempos les llamaban ser brutos. Mira que los hombres son raros hasta para

relacionarse. ¿No sería más civilizado hacerse amigos hablando de fútbol, por ejemplo?

Adriana dejó escapar una sonrisa de complicidad.

–No puedo negarlo –continuó el señor Braulio–, teníamos una amistad un tanto extraña, pero la verdad
es

que a partir de entonces nos hicimos grandes amigos e íbamos a todos sitios juntos. El maestro siempre

pedía voluntarios para buscar leña para la calefacción que había colocado en la clase y siempre éramos

nosotros los que salíamos a buscarla ya hiciera frío o lloviera. Agarrábamos el carrito y corríamos calle

abajo hasta la tahona de Frasco a cargarlo de leña. Nos encantaba el oficio y nos encantaba librarnos de

la clase. Después de la escuela seguimos siendo amigos e hicimos la guerra juntos, en Cerro Muriano,

allí sí que hacía frío. Creíamos que nos íbamos a congelar –bromeó el señor Braulio.

–¿Entonces ya bebía tanto? –le cortó Manuel.

La sonrisa del tendero se congeló y su mirada pareció perderse entre recuerdos tristes. El silencio anegó

la habitación.

Adriana dio un sorbo largo de su bebida y su excusó –bueno, yo los voy a dejar que ustedes tienen cosas

confidenciales que contarse. Muchas gracias por la bebida.

Manuel la atajó. –No, no te vayas, Adriana. Tú me contaste sobre tu padre así que es justo que conozcas

sobre el mío.

Adriana quedó suspendida y finalmente volvió a su asiento. El señor Braulio retomó la palabra.

–¿Estás seguro de que quieres hablar de ese tema, Manuel? Algunas cosas no te van a gustar.

–Don Braulio, desde que tengo uso de razón he visto a mi padre llegar borracho a casa, destruir su vida y

la de mi madre, y nadie ha sabido decirme por qué. Mi madre siempre me contesta que son cosas de

mayores, que ya entenderé cuando sea adulto, pero la verdad es que quisiera saber qué puede ser tan

terrible para hacer que un hombre decida destruir su vida y la de sus familiares.

Don Braulio miró a su alrededor y pudo ver dos pares de ojos interrogativos; hasta la perra Raquel

parecía expectante a lo que tenía que decir.

–No, Manuel. Entonces tu padre no bebía. Era un joven saludable y lleno de ilusiones que quería
cambiar
un mundo injusto por otro en el que no hubiera ricos y pobres. A veces asistíamos a las reuniones que

organizaba el Partido Comunista en el antiguo cine Espronceda. Allí se hablaba de repartir la tierra de

los ricos entre los pobres, de hacer la educación obligatoria, de comedores públicos para que todo el

mundo pudiera comer, independientemente de sus posibilidades económicas, de corporativizar el

campo… en fin, de socializar el país. A tu padre se le iluminaban los ojos al pensar que algo así pudiera

llevarse a cabo. Con el tiempo llegó a formar parte de la directiva y dio algunas charlas en los pueblos

vecinos. El partido era su vida. Llegaba de trabajar en el campo, se cambiaba de ropa y se iba al Comité.

A veces regresaba a medianoche con el alma inflamada y le contaba a tu madre los proyectos que tenían

para llevar la cultura a todos los pueblos, para levantar la conciencia de los pobres y animarlos a que se

alzaran contra los ricos y acabaran con un sistema social medieval e injusto. Cuando se declaró la

Segunda República en 1931, tu padre fue uno de los primeros en echarse a la calle haciendo ondear la

bandera republicana y con el puño alzado. Creía que había llegado finalmente el momento de cambiar a

la sociedad, pero luego… ya sabes, vino el golpe de estado de los nacionales y la guerra. En esta zona

fue muy cruel. Un día llegaron varios camiones dirigidos por un grupo de falangistas acompañados de

militares armados obligando a todos los jóvenes a alistarse en el ejército de Franco. Llegaban a la puerta

de las casas y preguntaban por los jóvenes. Si no salían entraban en la casa empujando a sus dueños y

buscaban por todos sitios hasta encontrarlos. Entonces los sacaban por las buenas o por las malas, a

empujones, amenazándolos con sus pistolas de meterles un tiro en la patilla en ese mismo momento si
no

los acompañaban. Los subían en las traseras del camión y se los llevaban. Los vestían de soldados y los

enviaban al frente a matar comunistas y republicanos. Ese día llegaron a mi casa y a la casa de tu padre.

Fue el día más horrible de mi vida.

Doña Gertrudis se removió nerviosa en el sillón –Creía que el peor día de tu vida fue cuando el cura nos

casó. Al menos eso es lo que vas contando por ahí, cariñito.

El señor Braulio se aclaró la garganta. –Tienes razón, mi amor, ese fue el día más horrible de mi vida.

Ahora me refería a mi vida antes de ti.

–¿Ajá? Antes de mí, tú no tenías vida, corazón, a lo más que aspirabas era a tener un proyecto de vida.

–Lo que tú digas, corazoncito de porcelana china, pero déjame terminar de contar esta historia que,

imagino, nuestros invitados no deben de estar muy interesados en nuestros requiebros amorosos
–apuntó don Braulio con una mirada condescendiente.

–Pues no saben lo que se pierden. La vida sin estos momentos de relajamiento puede llegar a ser tan

aburrida –concedió ella dando por concluida la disquisición.

Don Braulio retomó el aire de preocupación que había adoptado antes de la interrupción de su esposa y

continuó su historia.

–Mi madre, que andaba sobre aviso, dijo que yo no estaba, que había salido a trabajar y no volvería

hasta la noche, pero los militares no le creyeron. La quitaron de en medio de un empujón y entraron en
la

casa como si fuera suya. De un culatazo tiraron a mi padre al suelo y buscaron en todas las habitaciones.

A mí me sacaron a empujones entre dos y amenazándome con un fusil en la espalda me dijeron que por
el

poder que le confería la pistola con la que me apuntaba en la sien, tenían el honor de ascenderme a

soldado raso de la muy justa y muy noble revolución nacionalista que el general Franco había iniciado y

que habría de devolver a España a sus tiempos de gloria imperial.

–Menuda honra –comentó Adriana indignada.

–Aquella gente no se andaba con chiquitas, así que lo mejor era callar y seguirles el juego, no fueran a

pegarme un tiro allí mismo delante de mis padres. Cuando me subieron al camión vi un grupo de

muchachos en la misma posición que yo. Algunos eran más jóvenes; había uno que no debía de pasar de

los quince años, iba llorando y el miedo le crispaba la cara. Allí estaba también tu padre –dijo mirando a

Manuel–, al parecer se había resistido porque tenía un ojo amoratado y el pómulo hinchado y
sangrante.

Nos miramos a modo de saludo y seguimos sin hablar.

Estuvimos varias horas en el camión hasta llegar a Badajoz donde nos llevaron al cuartel y nos obligaron

a bajar.

Al día siguiente nos dieron unos uniformes y un fusil y nos sacaron al patio a aprender a hacer

instrucción. Recuerdo que llovía a mares y estábamos empapados de agua, pero aun así estuvimos

formando durante toda la mañana. Tu padre debía de estar pensando lo mismo que yo, ¿cómo salir de

aquel nido de buitres? El cuartel tenía muros enormes coronados por alambre espinoso y había
vigilantes

en cada esquina y cada garita armados con rifles y dispuestos a disparar al mínimo intento de fuga. Así
estuvimos una semana. A veces hablábamos en el silencio de la noche, hacíamos planes imposibles para

huir de allí, túneles interminables construidos con cucharas y tenedores, camuflajes invisibles que nos

permitieran salir en la noche sin ser vistos, incluso salir disparando a todo el que viéramos por medio

aunque supusiera morir en el intento. Sabíamos que era imposible salir de allí, pero, por otra parte, ¿no

era mejor morir de forma heroica en vez de disparando a nuestros compañeros en el frente? La otra

opción era dispararnos en el pie. Habíamos oído que algunos italianos que trajo Franco lo hacían para

eludir el frente. El disparo los inutilizaba y los regresaban a sus casas después de una estancia en el

hospital. Era una posibilidad: mejor cojo de por vida que muerto o matando a nuestros compañeros. Sin

embargo, aunque era la opción más lógica, no resulta fácil dispararse uno mismo.

Finalmente, una mañana soleada de otoño nos montaron a todos en camiones y nos llevaron hasta

Córdoba. En el frente de Cerro Muriano la guerra se había alargado más de lo esperado y se necesitaban

soldados de repuesto. Decidimos tomar una decisión desesperada, nos dispararíamos en el pie el uno al

otro, así sería más fácil.

Aquella noche fuimos a las letrinas los dos. No había nadie. Nos colocamos el uno frente al otro con el

pie izquierdo adelantado. Los nervios nos hacían sudar a pesar del frío exterior. Un olor nauseabundo a

letrinas sucias nos entorpecía el pensamiento. Hicimos la cuenta hasta tres y tiramos del gatillo con
todas

nuestras fuerzas. El trueno de los disparos alertó a la compañía que se movilizó como si hubiera un

ataque sorpresa. De una patada rompieron la puerta de las letrinas y entre el humo y el olor a pólvora
nos

encontraron a ambos en el suelo, encogidos por el dolor en medio de un charco de sangre. Los días

siguientes fueron días de sufrimiento y humillación. Diariamente, el doctor que nos curaba nos
recordaba

nuestra falta de valor y las penas que se imponían por automutilación. A mí me tuvieron que cortar el
pie

a la altura del tobillo. Tu padre no tuvo tanta suerte. Mi disparo solo le alcanzó un dedo del pie que tras

ser removido y curado le permitía caminar perfectamente, así que a las dos semanas fue dado de alta y

enviado al frente con los otros compañeros donde lo continuaron humillando por cobarde.

El silencio se adueñó de la habitación. Manuel escuchaba mudo sin atreverse a interrumpir al señor

Braulio. Ahora entendía las razones de su padre. Los meses que pasó en el frente debieron de ser
terribles para él. Aislado de sus familiares y amigos, humillado por cobarde y obligado a combatir contra

aquellos que tenían los mismos ideales que él se debió de sentir un traidor por partida doble: entre sus

compañeros de batalla por intentar huir del frente y entre sus compañeros de ideal por combatir contra

ellos.

–El frente de Cerro Muriano –continuó el señor Braulio tras un trago largo de la bebida– fue muy duro.

Ambos ejércitos se enfrentaron con valor. Tu padre tuvo que luchar junto a los falangistas, los moros y

los requetés al mando del general Varela. Durante cuatro días estuvieron disparándose mutuamente,
bajo

una lluvia de obuses, metralleta continua e incluso asaltos cuerpo a cuerpo. Los nacionales ganaron la

batalla y hubo miles de muertos, principalmente del bando republicano. En las noches el cielo se

inflamaba con las explosiones y se teñía del color de la sangre; para poder soportar la tensión, los

mandos repartían aguardiente entre los soldados. El licor les quemaba la garganta y los sentimientos.
No

estoy seguro, pero quizá fue en ese momento que tu padre aprendió a olvidar con la ayuda del alcohol.

A mí me llevaron al hospital de Córdoba donde estuve varias semanas, hasta que cicatrizó la herida.

Después me declararon inútil para el combate y me hicieron Consejo de Guerra. En circunstancias

normales eso equivalía a la pena de muerte por deserción. Todavía no estoy muy seguro de qué fue lo
que

les hizo apiadarse de aquel pobre inútil que yo era y otorgarme la cadena perpetua; tal vez mi cara de

resignación, de que todo me diera igual, de que no merecía la pena ni tan siquiera el gasto de munición

que suponía pegarme un tiro en la cabeza. Tal vez, la suerte que siempre me ha acompañado y que hizo

que aquel día el cuerpo de generales que me juzgó fuera especialmente humanitario. No lo sé, pero

cuando me llevaron encadenado de brazos y piernas al penal del Puerto de Santa María me sentía un

hombre afortunado, pasaría el resto de mi vida encerrado, pero, al menos, seguía vivo. Qué paradojas

tiene la vida ¿verdad? Fuimos obligados a combatir contra nuestros compañeros y por negarnos a ello

fuimos castigados. ¿A quién traicionamos? Yo había traicionado al ejército de Franco por negarme a

combatir y por ello me encarcelaban de por vida. Tu padre traicionaba a los suyos (si es que ser obligado

bajo punta de pistola es traicionar) y por ello lo premiaban aunque eso le costase la salud.

–¿Premio? ¿Qué tipo de premio le dieron a mi padre? –reaccionó Manuel.

–El Gobierno de Franco premió a los supervivientes de la batalla con una Medalla al Mérito y una
pensión vitalicia a aquellos que, como tu padre, habían quedado desquiciados o inútiles. No sé qué haría

tu padre con la medalla, imagino que la tiró hace tiempo a la basura, pero uno nunca sabe, a veces la

gente se aferra a lo que le hace daño con un extraño y morboso placer. En cuanto a la pensión, estoy

seguro de que la dilapida en la taberna de El Rata. Es una lástima. La guerra nos hirió a todos sin

distinción. En mayor o menor medida, pero a todos nos clavó su aguijón.

–Pero usted logró salir de la cárcel –comentó Manuel.

–Sí, tuve suerte, una vez más. Me acogí al indulto de 1945 en el que Franco dispensaba en

conmemoración a la victoria de las tropas aliadas, aunque en realidad no era más que una manera de

aliviar la masificación de las cárceles. Me había portado bien en la cárcel, nunca fui de los que armaban

jaleo, no me peleé con nadie, hice todo lo que me pedían y, sobre todo, mantuve la mente en blanco

durante todos esos años. Al final decidieron que no merecía la pena mantenerme en prisión, comiendo y

haciéndole gasto al Estado y era mayor castigo soltarme y que me buscara la vida por mi cuenta.
Después

de tantos años en la cárcel no sabía moverme en libertad. Al principio me daba cargo de conciencia

quedarme en la cama sin hacer nada; en la cárcel nos tenían un horario estricto para todo: para

levantarnos, para desayunar, para trabajar… cualquier negativa era castigada con golpes y estancias en
la

celda de aislamiento, así que ahora que podía hacer lo que quisiera no sabía cómo comportarme, dónde

ir, cómo hablar a la gente. Me costó mucho trabajo mirar a la gente a los ojos, pero bueno, con el
tiempo

y la ayuda de mi queridísima esposa logré ser una persona normal.

–Al menos, casi normal –apostilló amorosamente su esposa.

–Claro, claro, casi normal. Todavía me despierto a veces en la noche pensando que estoy en la cárcel,

que no saldré nunca de allí, pero al volverme y ver a mi querida y oronda esposa, la abrazo hasta donde

me llegan los brazos y pienso que soy la persona más afortunada del mundo.

–¿Qué quieres decir con eso de “hasta donde te llegan los brazos”? No me gustan las implicaciones de

tus comentarios.

–Pues eso, mi amor, que quisiera tener los brazos más largos para abrazarte más. Je, je, je.

–Jmmm, no sé por qué, no te creo –añadió doña Gertrudis.

–Bueno, esa es la historia de tu padre; esa es la razón por la que se emborracha diariamente, por la que
pierde el sentido con el alcohol. En realidad está huyendo de sí mismo, de su pasado que le persigue

como un fantasma recordándole continuamente que abandonó a los suyos y que disparó a aquellos con
los

que compartía ideas y esperanzas. No es fácil traicionar a un amigo o a un familiar, pero traicionarse a sí

mismo es lo peor que se puede hacer.

–Pero a él lo obligaron. Lo habrían matado si no lo hubiera hecho –intercedió Adriana–. Eso no es

traición.

–Yo pienso igual que tú, Adrianita –respondió el señor Braulio– y cualquier persona con sentido común

pensaría igual, pero cuando nos vemos obligados a llevar a cabo acciones tan terribles, el mundo entero

se vuelve contra nosotros y dejamos de pensar de manera lógica. El sentido de culpa se apodera de

nosotros y nos domina. No hay mucho que se pueda hacer. Solo intentar borrarse de sí mismo, ser un

muerto en vida.

Todas las miradas se posaron sobre Manuel que permanecía en silencio. Nadie se atrevía a interrumpir

su pensamiento. Sobre su mente pasaban atropelladamente las imágenes que se había creado durante
la

conversación: su padre con el puño en alto animando a los obreros, conversando animadamente con
otros

compañeros, casi sentía el metal de su voz, el brillo de sus ojos, la fe en su semblante; pero también su

padre oculto en su casa y obligado a salir a empujones, a subir al camión: la desesperanza, el odio y

luego el cuartel, el viaje a Córdoba y el frente de Cerro Muriano, disparando contra el aire para evitar

herir a algún compañero, su rostro demudado, sin vida tras la ofensiva y la muerte de tantos
republicanos.

El regreso a casa y el abandono de sí mismo. Su mirada bajó como intentando buscar una respuesta en
los

pliegues de la mesa camilla.

Adriana le tomó dulcemente la mano. –No dejes que eso te hunda. Tal vez algún día se dé cuenta de que

él no tuvo la culpa de tantos desmanes y vuelva a ser una persona normal.

Manuel, agradecido, la miró a los ojos. Sus ojos estaban aguados.

–Ojalá así sea. Él no se merece una vida tan terrible.

El sonido de la campanilla de la puerta les sacó de sus pensamientos. Don Braulio salió a ver quién era,
pero regresó poco después.

–Qué raro. No había nadie. En fin, tal vez haya sido el aire… Solo espero que nadie haya escuchado esta

conversación.

6-LA BOCA DEL INFIERNO

Nada más entrar en la cueva, Manuel sintió que Adriana había estado allí anteriormente. Había algo en
su

proceder que resultaba familiar en la muchacha; no sabía si era el ambiente enfermizo, los olores a

profundidad húmeda o, simplemente, el ambiente de deterioro y decrepitud que exhalaban los muebles
y

las paredes mohosas. Manuel la veía mirar a su alrededor como si estuviese reconociendo a un familiar

lejano del que no se sabe desde hace años y ahora vuelve cubierto de canas y arrugas. La manera en que

tocaba el brazo del sillón, casi acariciándolo, la forma en que se acercaba a las cortinas con una mirada

de infinita ternura extrañaba a Manuel que no acababa de entender la relación de la muchacha con la
vieja

casa del marqués. No estaba muy seguro de si había hecho bien en invitarla a conocer el caserón, pero
la

última vez que se vieron él le mencionó de pasada donde se reunía con sus amigos y ella insistió tanto
en

conocer el lugar que no pudo negarse. Le extrañó tanto su interés como la manera ágil y decidida con
que

subió las ramas del viejo olmo y se coló por el hueco abierto de la ventana, con movimientos felinos.

Sobre el sofá, extendida con placer sibarita, la gata blanca recibe los últimos rayos de un sol tibio de

octubre. Manuel vio a Adriana acercar su cara a la de la gata y casi lamerla. La gata, normalmente arisca,

se dejaba querer por la extraña rozando su hocico contra la cara de la muchacha.

–Es increíble, normalmente sale corriendo tan pronto nos siente entrar por la ventana. Debes de tener

algo de gata tú para que se deje acariciar –rio Manuel.

–Sí, en mi anterior vida fui gata –contestó ella bufándole y amenazándole con arañarle–. Es tan
hermosa,

y esos ojos parecen hipnotizar. ¿Cómo se llama?

–Andrea le puso Mefisto. Ella piensa que tiene algo de demoníaco.


–¿Demoníaco? –reflexionó ella sin dejar de mirar a los ojos a la gata–. No sé… tal vez algo demoníaco y

algo angelical, como todas las mujeres, ¿no te parece?

Manuel retrocedió ante la mirada juguetona de Adriana. Aquella soledad en el edificio con ella le

parecía turbadora. Ella le cogió de la mano.

–Ven –le invitó alegremente–, vamos a explorar la casa.

Manuel se dejó hacer advirtiéndole.

–El piso de arriba no hay problema, pero el piso bajo está prohibido. Ocurrieron cosas horribles hace

años. No tienes idea de lo que…

–¿De veras? Uuuhhhh, qué miedo –bromeó Adriana sin dejar de tirar de Manuel–. No me digas que tú

eres de los bobos que se creen los cuentos de brujas y hechicerías que las viejas del pueblo inventaron

para matar el aburrimiento.

–No son cuentos de viejas –rezongó Manuel con falsa molestia–. Es una verdad absoluta.

–¿Una verdad absoluta? Mi padre siempre decía que tras toda verdad absoluta se esconde una mentira

magistral.

–Pero a veces se oyen pasos en el piso inferior, como si alguien moviera muebles en las piezas del

sótano.

–La cosa se está poniendo muy interesante. Bajemos. Mira, la gatita parece querer guiarnos.

Efectivamente, la gata se había bajado del sillón y se había apostado junto a la escalera de mármol que

bajaba a los pisos inferiores como invitándolos a bajar.

–Estás loca si piensas que voy a bajar al piso bajo y seguir a esa gata endemoniada. Mejor volvamos al

cuarto de reuniones.

En ese momento se escuchó un portazo seco en el cuarto contiguo.

–Ya están ahí los fantasmas –rio con falsa alarma Adriana–. ¿Y ahora qué hacemos?

–Boba, no son fantasmas, deben de ser los muchachos que llegaron. Déjame ver.

No eran los muchachos. Cuando Manuel llegó al final del cuarto de reuniones la ventana estaba cerrada.

Al parecer una ráfaga de viento la había atrancado; el cuarto estaba oscuro y silencioso. Se acercó

palpando los muebles y la abrió; todavía quedaba un poco de luz del atardecer, lo mejor sería salir del

caserón antes de que oscureciera; permanecer en el edificio cuando llega la noche podía ser terrorífico.

Regresó al pasillo buscando a Adriana para marcharse, pero ella no estaba allí. Instintivamente miró
hacia la escalera de bajada y no vio a la gata, un escalofrío le recorrió el cuerpo.

–¡Adriana! Adriana, ¿dónde estás? Tenemos que irnos, se está haciendo tarde, deja de jugar; es
peligroso.

¡Adriana!

Del fondo de la escalera subía un aire frío y húmedo con alientos vegetales. Todo estaba oscuro y

tenebroso.

–¡Adriana! ¿Estás ahí abajo? Por favor, contéstame. Tenemos que salir de aquí.

Pero por respuesta solo se escuchó un maullido lastimero y lejano, como distorsionado, como

proveniente de un pozo, con eco. Manuel tragó saliva. Estaba seguro de que la gata no estaba sola.

Maldecía la hora en que se le ocurrió invitar a Adriana a subir a la cueva. ¿Por qué las mujeres no

podían seguir instrucciones? La idea de bajar a la boca del infierno le aterraba, pero no podía dejar a la

muchacha sola allá abajo, con aquella amenaza. No se trataba solo de su orgullo varonil que quedaría
por

los suelos si daba la vuelta; era algo en su interior que le llevaba a rescatarla del peligro. Pensó en el

Guerrero del Antifaz. ¿Qué habría hecho él en su situación? Eso le dio ánimos para bajar el primer

escalón.

–Espero no tener que arrepentirme. La última vez que seguí el instinto de El Guerrero no me fue muy

bien, la verdad –se dijo recordando la paliza de Bull Dog.

Del pozo oscuro que era el final de la escalera llegaban ahora, en ráfagas, las palabras de Adriana.

–Manuel, baja, estoy aquí.

Oír su voz le tranquilizó por una parte, pero por otra le recordó su obligación de bajar.

–No puedo ubicarte. ¿Dónde estás exactamente?

–Aquí. Abajo. Baja las escaleras. –La voz parecía llegar desde muy lejos, atravesando paredes y zonas

de viento cruzado. Manuel dudó. Frente a él, la escalera de mármol bajaba en caracol hacia el piso

principal. Sabía que no debía bajar, que en ese piso se encontraba el centro de la leyenda, el hogar
nunca

profanado de los brujos. No veía el final de la escalera. Estaba oscuro y ennegrecido por el hollín

acumulado en décadas de abandono.

La voz de Adriana se escuchaba cada vez más lejana; casi en un susurro.

–Ven, Manuel. Estoy aquí.


Manuel descendió lentamente las escaleras, inspeccionando cada escalón, cada centímetro del hueco.

Ahora la voz se escucha desde todos los sitios y desde ninguno: está al final de las escaleras y arriba, en

el inicio; el eco la distorsiona y produce reverberaciones. El maullido de la gata la acompaña. Sigue

bajando y siente el pasamanos helado, el mármol parece reblandecerse y acoplarse a su mano como

aprisionándola. En el piso bajo no hay luz, todo está oscuro.

7-OS MACUTEIROS

1936

–Você não sabe beber bom café em Espanha –le dijo João Salgueiro a Octavio mientras ponía ante él
una

minúscula taza de líquido negro humeante–. Para beber um bom café deve vir para Portugal. Português
é

o melhor café do mundo.

Octavio asintió mientras se llevaba a los labios el líquido ardiente. Era denso como la brea. Tenía razón

el lusitano; el café era excelente. Aromático y espeso, con el cuidado tostado torrefacto portugués.

–Realmente exquisito. Hace años que no pruebo un café tan bueno. En España, desde que empezó la

guerra no se bebe más que achicoria tostada, desabrida y amargosa. Nada que ver con este néctar de

dioses.

Tenían motivos para disfrutar de tan buen café; el comercio ilícito entre España y Portugal venía de

siglos, y el principal producto de contrabando era el café. Cuadrillas enteras vivían de ello. Los

llamaban “macuteiros” a este lado de la raya, en el lado español eran “mochileros” y había pueblos que

se habían formado a uno y otro lado de la raya en torno al comercio ilegal y altamente rentable de

diferentes productos. Surgían como un par de cabañas a ambos lados del río, a veces con el mismo

nombre en español y portugués: El Marco y O Marco, junto al arroyo Abrilongo que hace las veces de

frontera y que permanece seco gran parte del año. Poco a poco se iban uniendo familias y acababan

convirtiéndose en pueblos. Ese era el caso de localidades españolas como Los Gallegos y la Pitaranha o

la Fontañera, en Portugal. Se trata de un espacio no delimitado, la Raya es la frontera, pero los que viven

aquí no ven líneas divisorias, cruzan el arroyo con un par de tablones y ya están en el pueblo de al lado,

que las autoridades llaman el país de al lado. Hablan portugués cuando compran en O Marco y venden

sus productos en perfecto español en Cáceres, en Arroyo de la Luz, en Torreorgaz o Torremocha


después
de caminar con la carga tres noches por caminos, comiendo pan y tocino y temiendo encontrarse a los

Guardinhas en este lado de la Raya y a la guardia civil al otro lado.

Octavio miró a su alrededor. El almacén estaba repleto de sacos.

–¿Qué guardáis en esos sacos?

El portugués apuntó a un grupo de bultos en un lateral y sin quitarse el cigarro de la boca masculló, –

Nossos sacos? Nossa vida e nossa família. Café, farina, produtos das colônias… –y apuntando al frente–

lençóis, toalhas, tecidos… tudo o que é vendido. Veja este cigarro? –dijo despegándose el cigarrillo de

la boca– Isso é ouro. Cigarros finos; cigarros finos americanos para os senhores da capital. Eles

compram pelo preço pedido.

El almacén estaba en los sótanos de una casa de familia, oculto a los ojos de los transeúntes a pesar de

que todo el mundo conocía que João Salgueiro vivía del estraperlo. Por lo escondido del lugar era

también lugar perfecto para ocultar republicanos huidos. João hacía comercio ilegal, pero eso no quería

decir que no fuera humanitario. Cualquier cosa que pudiera hacer contra el gobierno dictatorial de

Salazar y por los hermanos republicanos españoles lo haría de corazón –afirmaba el portugués

escupiendo por el lado para reafirmar sus palabras.

Octavio había llegado hasta Marvão siguiendo las viejas cañadas y los caminos de los contrabandistas y

había entrado en el pueblo poco antes del amanecer. Estaba seguro de que la gente de las primeras
casas

lo habían visto; había notado abrirse y cerrarse las cortinas y las contraventanas a su paso, pero nadie

había salido a averiguar quién era, qué hacía, qué buscaba. No era asunto de nadie y a nadie importaban

los asuntos de contrabandistas y de soldados de guerras ajenas. Ya tenían su propia guerra, no

necesitaban otra.

Siguió las indicaciones que le había dado El Zarco. Rodear el pueblo dando la espalda al castillo y

seguir las huertas que adornan el arroyo hasta una casa de dos pisos pintada en blanco y azul cobalto.
Un

azulejo de la Virgen de Fátima identificaba la vivienda.

Cuando llamó a la puerta (tres golpes seguidos, una espera, otro golpe) se escuchó en el interior un

revuelo de mercancías movidas y al tiempo apareció la cara cortada y el cigarrillo apagado de João

Salgueiro en un ventanuco estrecho.


–Que procura?

–Me envía El Zarco.

Durante todo el día no hizo otra cosa que descansar, comer y beber café mientras esperaba que

aparecieran El Zarco y Victoriano.

El Zarco llegó esa misma tarde al almacén. Lo traía Zacarías, un compañero que debía haberles ayudado

a llegar a Marvão si no hubiera sido por la emboscada que sufrieron. Traía un brazo colgando de un

cabestrillo que él mismo se había fabricado con trozos de su camisa. En la huida se había enfrentado a

los Guardias Civiles que le habían herido en el brazo.

–Nada serio –aseguraba y su cara metálica se contraía del dolor– un arañazo nada más, pero más valía

prevenir que lamentar.

Lo acostaron en un camastro que le habían habilitado para la ocasión y los pies se le salían por debajo.

Tenía fiebre y continuamente se removía nervioso en la cama. Sudaba y hablaba en sueños; parecía
estar

reviviendo el combate y repetía el nombre de Vidalito. El compañero que lo trajo le ponía cataplasmas

en la frente cada media hora.

–El Zarco es uno de los nuestros –se lamentaba–. En los veinte años que llevo con el estraperlo no he

conocido compañero más fiel y más entregado a su gente. Preferiría dejarse matar antes de entregar a
uno

de los suyos. No puedo decir lo mismo de otros compañeros.

El silencio se hizo denso dentro del almacén. El sorbido del café parecía aumentado y en el fondo, los

gemidos de El Zarco parecían acusar a los presentes.

João y su familia se hicieron a un lado.

–Provavelmente você tem muitas coisas para esclarecer que não estamos interessados, então deixe–os

falar sozinho. Se você precisar de alguma coisa, nós estamos lá –y apuntó con el mentón sin afeitar hacia

una puerta en el lateral del almacén.

Octavio miraba a Zacarías sin entender qué quería decir. El otro le lanzaba miradas con flechas desde el

escudo de la taza de café.

–Zacarías, si tienes algo que decirme, dímelo ya, pero no aguanto esa mirada de acusación.

Zacarías lo miró de nuevo, se aseguró de que El Zarco dormía y se dirigió a Octavio.


–Ese amigo tuyo… el que se quedó en el convento.

–¿Victoriano? ¿Sabes algo de él? Debía de llegar en estos días. Lo estamos esperamos para ir hasta

Lisboa y escapar en barco. Pero qué sabes tú de él.

Zacarías lo dejaba hablar. En su mirada se mezclaba el odio y el sarcasmo.

–Al parecer tu amigo no aguantaba muy bien la presión de los Guardias Civiles. Ya sabes… se fue de la

lengua.

–Pero… eso es imposible. Victoriano nunca nos habría delatado.

–Octavio miraba el fondo de la taza vacía como si en ella pudiese encontrar la respuesta de la traición–.

–Pues ya lo creo que nos delató. ¿Cómo, si no, explicas que la guardia civil apareciera tan
oportunamente

en el puente? Alguien tuvo que irse de la lengua y fue tu amigo, de eso estoy seguro. De todas maneras,

olvídate de él. En El Pino me contaron que la cuadrilla entró en el convento esa misma noche.
Rompieron

la puerta a patadas y entraron a fuego abierto disparando por todos lados esperando encontrar
resistencia.

Tu amigo, el Victoriano, esperó escondido pensando que no lo iban a encontrar y, en cierto modo, fue
así.

Sabían que estaba allí pero estaba bien escondido así que encendieron una fogata con pasto húmedo y

aventaron el humo en las celdas, en la iglesia, en todas las habitaciones que no estaban completamente

derruidas y luego esperaron escuchar la tos que delatara el escondite del huido. Lo cazaron en su

madriguera; como a un conejo. Según cuentan cuando ya no pudo aguantar más salió del hueco a

trompicones tosiendo y disparando a diestro y siniestro, creo que incluso se llevó a un Guardia por

delante, pero el muy idiota olvidó guardarse la última bala. Cuando se cansó de disparar y gritar
entraron

los civiles y lo sacaron a culatazos. Tenía la cara desfigurada y bañada en sangre.

En el fondo de la habitación se dejaba oír la tos seca de El Zarco.

–Las normas son muy claras –continuó Zacarías mirando fijamente a Octavio–, la última bala hay que

reservarla para sí mismo. Es un acto de piedad con uno mismo y de lealtad hacia los compañeros. Si no

saben cumplir reglas, mejor se quedan en sus casas esperando que los vayan a buscar. Al menos así nos

dejan hacer la guerra a los que sabemos de qué va la cosa.


Octavio eludía la mirada inquisitiva de su interlocutor. No podía creer que Victoriano los hubiese

delatado. Le constaba que habría aguantado cualquier tipo de presión sin hablar, pero lo imaginaba

siendo torturado por la guardia civil. Había escuchado historias tan horribles que se le erizaba la piel

solo de pensar lo que le podían haber hecho a su amigo. Decían que les sacaban las uñas con un alicate
o

les arrancaban los dientes uno a uno hasta que delataban lo que buscaban. A veces les cortaban dedos a

sangre fría, con cuchillos poco afilados para alargar el sufrimiento. Decían que tenían métodos de una

efectividad endiablada. Las víctimas solían morir de dolor en el interrogatorio por lo que siempre estaba

presente un médico que se aseguraba de mantener a los torturados conscientes hasta que delataran.
Solo

de pensar en el pobre Victoriano se le aguaban los ojos.

–Sé que es duro perder a un amigo así –la voz de Zacarías había perdido la saña–, pero ya ves lo que

pasó con Vidal y no quiero que le pase a El Zarco lo mismo.

La mirada de Octavio se enturbió. El golpe le había hecho darse de cara con la realidad.

–Así que ya no hay que esperar por nadie, ¿no es así?

–Así es, partiremos tan pronto El Zarco se recupere. En dos días, tres como máximo. No estaremos

seguros hasta que veamos la costa portuguesa alejarse.

8-EL TEMPLO DE LOS SACRIFICIOS

La escalera llegaba hasta el piso bajo donde las enredaderas habían forzado las contraventanas y

extendían sus brazos como gruesas serpientes verdes a lo largo del corredor. Las hojas parecían mirar al

intruso con cara de estupor. ¿Quién se atrevía a entrar en sus dominios después de tantos años? Tras las

ventanas forzadas, todo un universo vegetal se agolpaba tamizando la luz que llegaba del exterior.
Manuel

pisaba cuidadosamente, intentando localizar señales de peligro; una loseta que cruje, un hilo tirante que

cruza el pasillo, una sombra sospechosa… en su imaginación giran mil posibles peligros acechándole.

Una fosa que se abre y lo engulle para transportarlo a saber Dios qué celda de la que nunca podrá salir,

un resorte oculto que, al pisar inadvertido un hilo, dispara cien flechas envenenadas que lo atraviesan
sin

misericordia; la carga de una enorme piedra colgada arteramente por el marqués hace años a la espera
de
un niño ingenuo al que robarle el espíritu. Sentía las miradas ocultas de los espíritus de los niños, del

marqués y de su criada atrayéndolo hacia el templo de los sacrificios, esperando pacientemente la

llegada de un incauto que renovara el exorcismo y los devolviera a la vida a cambio de su sangre fresca e

inocente. ¿Dónde se habría metido Adriana? Tal vez se haya despeñado en una de las muchas trampas
que

parecía atesorar el palacio. ¿Por qué había bajado tan alegremente cuando todo el pueblo sabe de los

peligros del lugar? Pero a ella no parecía preocuparle lo más mínimo; se mostraba como si el lugar le

fuese familiar, como si no tuviese nada que temer. Era tan extraña. Desde que la vio por primera vez le

fascinó su individualismo: iba siempre sola, no temía a nada ni a nadie, se las bastaba ella misma. Por

otra parte, había algo en su mirada, verde y profunda, que parecía hipnotizarle, que le atraía y, a la vez,
le

producía un temor oculto y extraño. Y ahora, esa manera de bajar a los cuartos prohibidos, esa facilidad

de recorrer los pasillos y corredores cerrados durante años sin el más mínimo temor. No quería

establecer conexiones, pero todo parecía indicar una relación extraña entre Adriana y el lugar prohibido.

¿No sería Adriana…? El cuestionamiento le erizó la piel. Sentía un aire frío subir desde el fondo de las

escaleras, como si le susurrase que bajara, un aire con olor a cuarto cerrado y a meados de gatos. Estaba

aterrado. No se atrevía a dar un paso. No podía continuar, pero, desde luego, tampoco podía volver. ¿Y
si

Adriana estaba en peligro? ¿Cómo la iba a abandonar? ¿Y si era él el que estaba en riesgo y Adriana le

acechaba como una gata esperando a que estuviera lo suficientemente cerca como para saltar sobre él?

La escasa luz que se cuela entre la maleza le permite ver la decoración del corredor inferior. A lo largo

del pasillo, una serie de retratos de niños se alinean como observando al intruso, como asomados desde

el otro mundo al balcón del marco del cuadro. Tienen una mirada apacible, como si se hubieran

resignado desde hace años a su nueva condición de imágenes estáticas y la visita del intruso les
reservase

una novedad ignota. ¿Quiénes eran los niños? ¿Quién los había retratado y colocado sus fotos a lo largo

del pasillo? ¿Dónde se encontrarían ahora? ¿Serían adultos, olvidados de su pasado terrible? ¿O
yacerían

en el fondo oscuro de un pozo de sangre del palacio? ¿Serían, como rezaba la leyenda, los espíritus de

los gatos que poblaban la casa? Un golpe seco en el sótano seguido de un maullido lo sacó de su
ensimismamiento.

–¿Adriana? ¿Eres tú? ¿Estás ahí?

De nuevo el silencio cruzó como un espíritu a lo largo de los pasillos.

Creyó ver un celaje pasar rápidamente frente a él y ocultarse en el fondo de las escaleras. Abajo, en lo

que parecía ser el rellano de un piso inferior, dos pares de ojos verdes brillaban mirándolo fijamente.

Manuel tragó saliva. Sabía que debía bajar a pesar de que no encontraba ninguna razón lógica para

hacerlo. Los escalones resonaban al paso del muchacho, el pasamanos se sentía frío y húmedo como la

piel viscosa de un anfibio. La escalera estaba oscura; apenas podía ver los escalones y se dejó llevar por

el brillo cristalino de los ojos del gato. Cuando llegó al piso bajo los ojos desaparecieron como tragados

por las paredes.

Los escalones acababan allí, pero eso era imposible. Todas las escaleras conducen a un lugar. Manuel

intentó reponerse y pensar lúcidamente a pesar de que su mayor impulso era echar a correr escaleras

arriba y olvidarse de todo.

–Debe de haber un cuarto por aquí. Tiene que haber una puerta oculta, pues, de lo contrario, no tendría

razón de tener una escalera.

Palpó las paredes y buscó a tientas una puerta, pero no halló nada; tan solo el tacto uniforme de las

paredes cubiertas de madera. Entonces pensó que si el gato había huido por algún lugar, probablemente

era por la parte más baja, así que se agachó y fue siguiendo la línea del zócalo a lo largo del muro.

¡Ajá! ¡Ahí estaba! Tal como lo había supuesto, había un hueco abierto en la pared por donde,

probablemente, huyeron los gatos. Buscó una ranura que indicase la presencia de una puerta oculta y,
para

su sorpresa, la halló encima del hueco. Presionó con los pulgares intentando abrir un hueco entre la

supuesta puerta y el bastidor y al empujar con el hombro cedió dejando ver un cuchillo de luz
proveniente

del interior.

Lo que vio le dejó pasmado. Tras la puerta secreta se abría un enorme salón alfombrado y alumbrado
por

dos grandes lámparas de cristal que sujetaban decenas de velas que alguien había encendido para el

momento. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que atesoraban cientos de libros, desde el suelo

hasta el techo. Entre las estanterías colgaban, como guardianes en el tiempo, cabezas disecadas de
animales salvajes: lobos de miradas feroces, osos de mandíbulas aterradoras, jabalís, zorros, jinetas,

linces… parecían mirarle advirtiéndole del peligro que corría si no huía inmediatamente.

Un crujido a su espalda le sobresaltó y le obligó a volverse con rapidez; era Mefisto, la gata blanca de

ojos verdes que le había conducido hasta ese lugar. Tenía una expresión pacífica y se limitaba a lamerse

el lomo con fruición. Así que esta era la biblioteca del marqués de Aguilar, los libros prohibidos de

magia y hechicería que se suponía habían ardido en el incendio que destruyó la mitad de la casa. Al

parecer no hubo tal incendio o mediante algún conjuro desconocido el fuego respetó la biblioteca y los

libros. Recordó las palabras de Adriana: “No creas todo lo que dice la gente. Detrás de cada verdad

absoluta hay una mentira magistral”. Ahora tenían perfecto sentido sus palabras. ¿Y aquellas cabezas de

animales disecadas? ¿Serían los restos de los niños transformados en fieras y, posteriormente,

sacrificados y embalsamados como decía la tradición? ¿O no serían más que otra mentira magistral de la

gente aburrida? Una voz lo sacó de su ensimismamiento.

–Buenas noches, joven. Finalmente se decide a visitarnos. Le esperábamos desde hace tiempo.

La voz, profunda y misteriosa, provenía del fondo de la biblioteca, tras unos muebles cubiertos de

sábanas. Su tono metálico le resultó familiar.

–¿Quién… quién es usted? –acertó a preguntar.

–¿Qué hace aquí? ¿Qué le ha hecho a Adriana?

Dio unos pasos retrocediendo y sintió el lomo peludo de la gata frotarse contra su pantalón.

–Demasiadas preguntas a la vez, señor Guerrero –contestó la voz con suficiencia–. Tal vez debería sería

más apropiado que fuese usted quien las contestase. Dígame ¿qué hace usted aquí y qué le ha hecho a

Adriana?

9-LA PLAZA DE TOROS DE BADAJOZ

1936

El fado es la música del alma portuguesa, una música dulce y amarga a la vez. Representa la “saudade”,

ese concepto de imposible traducción que tan bien refleja la esencia portuguesa: música nacida en los

arrabales lisboetas de la Alfama en medio de vendedores de pescado, de bohemios, de artistas, de

marineros y prostitutas. Esa música agridulce que Octavio repetía ahora en su cabeza en un intento

inconsciente de eludir la realidad, de seguir los caminos que le habían llevado a aquellas tierras

portuguesas en busca de la libertad anhelada.


O Fado nasceu um dia,

quando o vento mal bulia

e o céu o mar prolongava,

na amurada dum veleiro,

no peito dum marinheiro

que, estando triste, cantava,

que, estando triste, cantava.

La música repiqueteaba en su cabeza como en la bóveda de una catedral vacía, una de esas catedrales

imponentes y majestuosas a las que las hordas anarquistas habían expoliado de todas sus riquezas y

quemado todas sus imágenes: una de esas catedrales vacías como lo estaba ahora su cabeza y donde las

notas reptan hermosas y libres por los muros vacíos, penetran en las capillas desnudas y rebotan en las

bases y los capiteles de ángeles horrorizados y de vírgenes violadas.

El fado se repite en su cabeza a pesar de los bandazos que el camión iba dando al pasar por las calles

mal adoquinadas de la ciudad; calles abiertas por las bombas recién caídas que embarraban el camión

haciéndolo invisible en el barrizal de lodo y sangre en que se había convertido Badajoz desde la llegada

de las tropas franquistas. Casas medio caídas, en dudoso equilibrio, fachadas picadas por los disparos,

calles socavadas por obuses gigantescos; gentes miserables siguiendo a los grupos de soldados italianos

y moros que ayudaron a Franco a tomar la ciudad, para mendigarles un trozo de pan; perros
esqueléticos

husmeando entre los cascotes de edificios tuberculosos disputando a los mendigos los restos de una

comida.

Pero Octavio no ve nada, solo escucha los acordes armoniosos de ese fado nostálgico que le habla de

amores perdidos, como el suyo; de guerras perdidas, como la suya y la voz de la cantante que le arrulla y

le deja semiinconsciente en esa duermevela feliz y descuidada, en ese olvido de sí mismo que le permite

sobrevivir.

Mãe, adeus. Adeus, María.

Guarda bem no teu sentido

que aqui te faço uma jura:

que ou te levo à sacristia,


ou foi Deus que foi servido

dar–me no mar sepultura.

La música le lleva de lado a lado de la carretera, le transporta a tierras portuguesas, a aquel almacén de

productos de contrabando en que supo que Victoriano les había traicionado por falta de previsión, por
no

guardar la última bala, el almacén donde supo que su compañero no regresaría y que había sido

cruelmente torturado y salvajemente asesinado a pesar de haber delatado a sus amigos.

Danzaba el fado en oleadas de recuerdos que lo alejaban del presente: la quietud de la tarde hablando

con los portugueses, los ronquidos tranquilos de un Zarco casi recuperado, casi listo para emprender la

siguiente etapa, el camino hacia Lisboa y el mar y la libertad vestida de barco que cruza océanos y le

lleva a tierras americanas, a México donde el presidente Lázaro Cárdenas organiza la acogida de miles

de españoles huidos de la guerra y la masacre franquista. ¿En qué momento se rompió la calma? ¿En
qué

preciso segundo cambió completamente su destino en forma de estruendo ensordecedor? Primero

pensaron que se habrían caído los sacos de los estantes altos produciendo el ruido, pero enseguida se

dieron cuenta de la terrible realidad.

Un grupo de Guardias de la República, de Guardinhas, había entrado destrozando la puerta principal y

disparando a João y su familia que salieron para ver qué ocurría. No les dieron tiempo a nada; los

encañonaron con sus rifles y los sacaron a empellones a la calle sin dar explicaciones, sin pedir

documentación. Parece que ya sabían quién se escondía en el almacén, que no era un almacén ilegal
más

de los muchos que había en la ciudad. ¿Alguien los habría delatado? Era poco probable que entraran en

el almacén simplemente porque contenía material de contrabando; eso era lo más común en Marvão, la

ciudad vivía de ello y nunca se habían tomado la molestia de perseguirlo, era parte de la economía de la

ciudad. Pero entonces, ¿por qué habían entrado en el de João Salgueiro? ¿Por qué habían disparado

contra unos macuteiros inofensivos? Alguien les habría delatado, pero, ¿quién? Los únicos que podían

saber de su existencia eran las gentes de los barrios marginales por los que tuvieron que pasar a la

llegada de la ciudad, pero ¿qué ganaban ellos delatándolos? Una duda pasó por la mente de Octavio ¿y

si, en realidad Victoriano no les hubiese delatado en un principio? ¿Y si él hubiese aguantado hasta el

final y por eso mismo lo asesinaron? ¿Podría haber alguien más interesado en que nunca llegaran a su
destino y les estaba traicionando repetidamente? Demasiadas preguntas sin respuesta.

Los sacaron atados sin importarles que El Zarco estuviera aún herido y en la puerta esperaba una

camioneta al que los subieron y enfilaron la carretera a la frontera, desandando el camino que tanto

trabajo les había tomado hacer.

Recordaba el intenso olor a gasóleo y humo que se metía en la camioneta con la parte trasera abierta, al

igual que en este momento. Intentó en aquel momento (igual que lo intentaba ahora) inhalar la máxima

cantidad de humo en un intento de perder el sentido, de anestesiar su voluntad. Sería tan fácil, pero era

tan poco probable. Había perdido él también la última bala. ¿Cuál sería su destino ahora? ¿Le darían

tormento a él también como a Victoriano? ¿Para qué? Él no sabía nada importante, no había ninguna

información relevante que extraerle. ¿Para qué torturarlo entonces? ¿Por el puro placer de verlo sufrir?

¿Para cobrarse los trabajos que les había costado cazarlo? ¿Para vengar la muerte del muchacho en el

vado del río? ¿Tal vez para sentirse superiores como se siente superior el niño que aplasta con placer

morboso el escarabajo cuyo único pecado es alimentarse de excrementos?

La sola idea de ser torturado le revolvía las tripas. Sintió un sudor frío y unas arcadas que le subían

garganta arriba e intentó llegar al final del camión para vomitar fuera, pero uno de los guardiñas lo
retuvo

tirando de la soga con que estaba amarrado haciéndolo caer de rodillas y vomitar dentro del camión.

Todavía creía escuchar los gritos de asco de los soldados.

–Porco comunista, vamos rachar com que você aprenda a respeitar o que não é seu!

Llegaron a la frontera al mediodía. Junto a un edificio de tejas esmaltadas con un cartel en azulejos que

anunciaba “Espanha” esperaba un grupo de guardias civiles apoyados en un furgón verde oliva; el sol se

reflejaba en los tricornios charolados y hería la vista de los presos. El cambio de vehículos se hizo de

manera rápida y eficiente. El oficial portugués le dio al español unos papeles para que firmara y rieron

algún chiste en portugués que no llegó a escuchar. Junto a los presos le entregaron unos paquetes de
café y

tejidos a lo que los españoles correspondieron con un sobre, probablemente con dinero.

La entrada en España desde Portugal fue deprimente. Por alguna razón el país vecino es más verde que

España, más poblado de árboles y al entrar en la aridez española, Octavio sintió una opresión como si,

junto a la libertad, le hubieran absorbido el agua del cuerpo.


La llegada a Badajoz fue peor de lo que esperaba. Por el camino, los soldados iban hablando de la

llegada de las tropas franquistas a la ciudad, de lo dura que había sido la contienda y la saña con que se

había llevado a cabo la represión. Uno de los guardias les miraba y se burlaba de sus rostros de horror.

Al parecer, los primeros días habían sido los legionarios y las tropas moras las que se habían encargado

de fusilar a cientos de republicanos en la plaza de toros. Los sacaban de veinte en veinte y los fusilaban

allí mismo, en el ruedo, como a los toros en la fiesta.

–A los que se quejaban después de fusilados, los moros los degollaban allí mismo, sin compasión. Esos

moros parece que disfrutan el baño de sangre.

Después los cargaban en un furgón y los llevaban a un despoblado donde habían abierto una fosa y los

echaban todos juntos. Entonces les rociaban gasolina y los quemaban. El olor a carne quemada

impregnaba la ciudad. Así varias veces durante la noche. En un día podían matar unos doscientos presos.

–Hace falta limpiar de morralla la ciudad –vociferaba el guardia mirándolos y riéndose de la cara de

pánico de los reos.

La furgoneta paró junto a la puerta trasera de la plaza de toros. Mientras preparaban el papeleo, podían

escuchar el jaleo de la calle tras el ronroneo del motor de gasóleo. La calle era un remolino de gente que

iba y venía: soldados con paso decidido que iban a cumplir alguna tarea, legionarios con porte chuleta,

moros que revisaban entre los cuerpos tirados en la calle buscando relojes, medallas, cualquier objeto
de

valor, italianos vestidos con uniforme bien planchado; mujeres llorando a la puerta de la plaza cargando

niños sucios y llenos de moscas. Parecía como si el día del Juicio Final hubiera, por fin, llegado.

Los sacaron a tirones de la soga con que los llevaban amarrados y al caer al suelo llegó a entrever la

herida de El Zarco, abierta de nuevo y negra con clara señal de que se había infectado. Lo sintió por él

mucho más que por sí mismo, al fin y al cabo sabía que ambos iban a morir esa misma noche o la

siguiente, pero, al menos, él no sentía el dolor que debía estar sufriendo su compañero.

A empujones, les hicieron entrar por la puerta de los toriles y los condujeron hasta los bajos de las

gradas donde se agolpaban cientos de personas en condiciones infrahumanas. El olor era insoportable:

era una mezcla de orines con excrementos, sudor rancio y carne podrida, difícil de expresar. Recordó

aquella mañana clara en Navas del Madroño, su mano cogiendo a escondidas la mano de Ángela y

escuchando absortos a María Zambrano declamando los versos de Dante a la entrada del infierno en su
Divina Comedia.

“Oh vosotros los que entráis aquí, abandonad toda esperanza.”

Jamás pensó que esos versos serían un presagio del terror que tendría que vivir.

TERCERA PARTE:

EL SECRETO DE

EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

1-LA BIBLIOTECA DE LOS LIBROS DESAPARECIDOS

Una luz tenue se perfilaba desde las ventanas más altas y, al cruzar los vitrales, se derramaba como una

lluvia vaporosa sobre la biblioteca creando un ambiente místico y misterioso. Los libros parecían cobrar

vida y aquel olor a azufre que había creído sentir a su entrada en la pieza se convertía ahora en un olor

dulzón a incienso y sándalo. La voz metálica resonó de nuevo en la bóveda decorada de la biblioteca.

–Acérquese, señor Guerrero, no tenga miedo. No vamos a hacerle daño, por favor.

Cuando escuchó la palabra ‘vamos’ se dio cuenta de que había otras personas en la sala. Adelantó

cautelosamente un paso e intentó ver por encima de los muebles ensabanados quién estaba en el fondo
de

la pieza. Había una chimenea al fondo a cuyo alrededor se recortaba las siluetas de varias personas,
entre

las que parecía haber una mujer. ¿El marqués y la criada, tal vez? ¿Y quién era la tercera persona?;

¿alguna víctima?; ¿el mismo diablo en persona? Manuel no se sentía muy seguro. Aunque la curiosidad
le

animaba a seguir caminando hacia la chimenea, sus pies se habían negado a caminar y permanecía

estático, como esperando que sucediese algo que determinara su acción.

–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen en este lugar? –preguntó más por ganar algo de tiempo que por
saber,

pues estaba seguro de que no iba a recibir ninguna respuesta.

–Acérquese, arrímese al fuego y descúbralo por usted mismo. No tema, el calor del fuego le animará, je,

je, je.

¿Dónde había escuchado él esa risa anteriormente? Le era tan familiar y, sin embargo así, fuera de su

contexto natural, le parecía tan extraña. Poco a poco fue acercándose hasta quedar escudado por un
sillón
desde donde podía ver la tétrica escena. Miró con detenimiento. Las tres personas lo miraban con

curiosidad. Creyó ver… le pareció que era… pero, ¿cómo podía ser?

–¡Señor Braulio!; ¿es usted?

–Pues claro que sí, muchacho. ¿A quién más conoces con una joroba como esta? Je, je, je. Acércate,

chaval.

A pesar de distinguir claramente a don Braulio, Manuel seguía indeciso sobre si debía acercarse a la

chimenea o alejarse corriendo. Dio un par de pasos más y distinguió la sonrisa clara y fresca de Adriana

y, junto a ella, el rostro austero y afilado de don José, el maestro. ¿Serían diablos disfrazados para

atraerlo y llevárselo a los infiernos? ¿Qué podían hacer el vendedor de cómics y el maestro allí abajo en

esa biblioteca embrujada?

La voz de Adriana le persuadió de confiar en ellos.

–Manuel, no seas tonto, claro que somos nosotros, deja de pensar cosas raras. No somos fantasmas ni

demonios. Somos nosotros y, si te acercas, te explicaremos la razón de nuestra estancia en esta

biblioteca. Ven, siéntate aquí a mi lado. No querrás que hablemos a voces, ¿verdad?

Finalmente, Manuel se acercó y después de comprobar que, efectivamente, eran personas conocidas y
no

demonios tomó asiento en el sofá donde se acomodaba Adriana. Ella le tomó de la mano y le besó en la

mejilla.

–Estoy muy orgullosa de ti. Eres muy valiente. No esperábamos menos de ti –y dirigiéndose a los otros

contertulios –ya les dije que Manuel era la persona que necesitamos. Él es nuestro Guerrero del Antifaz.

Manuel, por su parte, no sabía cómo actuar. Estaba completamente confundido, pero el calor de las

manos de Adriana le había devuelto el alma al cuerpo y se sentía completamente feliz.

–Buenas noches, Manuel, imagino que mi presencia aquí te confunde –le saludó el maestro tendiéndole
la

mano.

–Buenas noches, don José –le contestó estrechando su mano –su presencia y la del señor Braulio. Todo
es

tan extraño. ¿Qué hacen ustedes aquí?

Don Braulio se levantó y paseó junto a la chimenea.

–Es una historia larga, señor Guerrero –dijo buscando la mejor forma de explicarse–. Pero antes de
contársela nos gustaría que se sintiese cómodo y confiara en nosotros. Por favor, créanos, no somos

demonios ni malhechores ni esta casa está encantada aunque, si le soy sincero, nos ha servido muy bien
el

que la gente la crea embrujada para poder actuar desde el anonimato. No mucha gente podría aceptar

nuestras operaciones si fueran conocidas.

–¿Sus operaciones? ¿Qué operaciones llevan ustedes a cabo en este lugar?

–¿No son evidentes? –exclamó don Braulio extendiendo su brazo. Mira a tu alrededor.

Manuel miró en torno a sí buscando algún objeto que le pareciera ilícito, anormal o, cuando menos,

extraño, pero no pudo ver más que las paredes atestadas de libros en las estanterías que llegaban hasta
el

techo. Ante la cara de ignorancia del muchacho, don Braulio explicó.

–¡Libros! Por supuesto. Nuestras operaciones tienen que ver con los libros que ves a tu alrededor. No
hay

mucho más, a decir verdad, en esta habitación. Libros, cientos de libros buscados, conseguidos y

almacenados pacientemente por nuestro querido compañero don José y un servidor. Esta biblioteca que

ves a tu alrededor es el fruto del trabajo de mucha gente a lo largo de veinte años.

Como se quedara mirando fijamente la cara de Manuel y este no mostrase gesto de entender ni de

sorprenderse, sino de seguir en la inopia, le ordenó.

–¡Levántate, muchacho y saluda! ¡La historia está pasando ante tus ojos!

Manuel se levantó sin estar muy seguro de lo que hacía y levantó el brazo con la palma abierta en
saludo

fascista. Los demás se rieron de él.

–No, muchacho, aquí no hace falta el saludo franquista. Saluda como a un amigo, con la mano en el

corazón, no con el brazo en alto.

Manuel no sabía cómo actuar. Se sentía burlado aunque sabía que lo hacían sin maldad.

–Pero… estos libros son la colección de brujería del marqués de Aguilar… son libros demoníacos… son

libros prohibidos –indicó Manuel.

–Libros prohibidos, sí, pero no endemoniados. Mira, ven conmigo –se acercaron a una estantería y don

Braulio le indicó un libro–. Toma este volumen, muchacho. ¿Qué dice el lomo?

Manuel lo tomó con cuidado y leyó el título: La Sagrada Biblia. Nácar Colunga. 1944. Biblioteca de
Autores Cristianos.

–Ah, La Sagrada Biblia, edición de Nácar Colunga –recitó don Braulio–. Hermoso texto; el primero de

la Colección de Autores Cristianos con autorización eclesiástica y declarada de interés nacional por el

Generalísimo Francisco Franco ¿Ves ahora que no se trata de libros diabólicos, sino libros piadosos y

censurados por el Régimen?

Había algo en la mirada y la sonrisa irónica de don Braulio que le decía que no creyera todo lo que oía.

Este libro tenía algo raro.

–¿Qué pasa muchacho? ¿No me crees? ¿Sigues pensando que es un libro diabólico? –continuó don

Braulio.

–No lo sé, don Braulio, usted parece querer decirme otra cosa, ¿no es así?

Don Braulio levantó el tomo con suficiencia y sopló el libro levantando una nube de polvo.

–Muy perspicaz, señor Guerrero, muy perspicaz. Aprende usted rápido. ¿Sería tan amable de abrir el

libro y comprobar su contenido?

Manuel abrió cuidadosamente el volumen y leyó en sus primeras páginas.

–Del sentimiento trágico de la vida. Miguel de Unamuno. Madrid: Espasa–Calpe, 1938. Pero… pero…

este libro no es…

No pudo terminar la oración porque las cabezas de los tres asistentes afirmaban lo que acababa de

comprobar: el contenido no se correspondía con la portada. Tras unos segundos de silencio don José

continuó.

–Te preguntarás por qué no se corresponden.

Manuel afirmó con la cabeza.

–Este libro, al igual que todos los que te rodean en esta biblioteca son libros que la censura del régimen

franquista ha prohibido por diferentes razones, aunque, generalmente no ha sido porque sean libros de

hechicería, como podrías pensar. A veces son prohibidos porque su contenido es demasiado crudo; es el

caso de las obras del realismo y naturalismo como este volumen de Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo

Bazán, oculto bajo el Discurso a las juventudes de España de don Ramiro de Ledesma, o La barraca

del maestro Blasco Ibáñez, ese gran descriptor de las miserias de la gente pobre del Levante español que

se esconde bajo el Madrid de corte a checa de Agustín de Foxá, una novela tan escasa de calidad como
sobrada de estupideces. Todo libro que documente la pobreza, la ignorancia, el estancamiento
económico

o la injusticia social que padecemos está prohibido por el sistema; en la España de Franco no caben las

miserias y en vez de eliminarlas, simplemente se esconden. ¿Has visto alguna vez mayor hipocresía?

También prohíben la mayoría de los libros del grupo del 98 y del 27; Unamuno, Pío Baroja, Valle-Inclán,

el gran Federico García Lorca, los modernistas, vanguardistas y experimentalistas por considerar que sus

criterios estéticos van contra la moral católica; demasiado adelantados para su época, imagino, je, je, je.

Y, por supuesto, está completamente vedada cualquier crítica al gobierno, la policía o el ejército. Y no

digo nada de mostrar simpatía por la República o sus líderes ni de defender la visión de los perdedores

de la guerra. Imagínate si está todo censurado que ni siquiera se puede hablar de ‘guerra civil’ sino de

‘Nuestro glorioso alzamiento nacional’ o ‘Nuestra gloriosa cruzada’. Hatajo de animales… Ni qué decir

tiene que es anatema justificar el divorcio o el adulterio, hablar de prostitución, de sexualidad…

–Incluso, está prohibido mostrar a la mujer satisfecha en cualquier papel que no sea el de fiel esposa y

madre entregada. Es el colmo

–añadió Adriana con los brazos en jarra.

Manuel no salía de su asombro. No entendía muy bien los razonamientos de Adriana ni estaba seguro
de

poder creer lo que le explicaba. Hasta ahora todo era tan sencillo; los buenos eran buenos y querían el

bien de los demás y los malos debían ser eliminados para evitar que nos hagan daño. Recreaba la
imagen

paternal de Franco, los discursos sobre el crecimiento de la nueva España del alcalde, las promesas de

paz, de bienestar, las comparaciones con los otros países donde el comunismo, los judíos y los masones

habían convertido la libertad en libertinaje y salir a la calle era exponerse a ser asaltado y las mujeres

violadas. La paz de España, ¿era mentira? ¿No éramos realmente la despensa espiritual de Europa?; ¿la

reserva de trigo de Europa? ¿Podría ser todo eso cierto? ¿Había vivido todos estos años en la inopia

pensando que las autoridades solo querían su bien cuando, en realidad, lo que hacían era ocultar la

realidad triste de una España decadente en beneficio propio?

–Pero entonces, ¿de qué se puede escribir?

–Pues ¿de qué se va a poder escribir? De las bondades del régimen, de lo bueno que es Franco con sus
súbditos, de todo lo que tenemos que agradecerle por dejarnos vivir –contestó don José malhumorado–
.

Todo lo que sea alabar el Régimen y la Iglesia es bienvenido. Tan pronto hay un mínimo de pensamiento

divergente se prohíbe y el autor queda fichado como sospechoso de conspiración. Es vergonzoso. Si

hasta llegaron a censurar el Quijote por el episodio en el que el cura hace una quema de libros. ¡Es que

son asnos de dos patas! Si es que Goya se inspiró en estos animales para pintar sus aguafuertes.

Manuel miraba las estanterías llenas de libros prohibidos. Tanto pensamiento reunido en una sola

habitación. Si se enterara alguien en el pueblo, no tardarían en quemar la biblioteca y apresar y fusilar a

sus dueños. Ahora entendía el interés en mantener el mito del marqués comeniños; nadie se atrevería a

entrar en ese edificio y si alguien llegara a la biblioteca no vería más que una colección de libros

piadosos y ensalzadores del sistema de Franco. Los lomos de los libros presentaban una imagen
aceptada

por los censores mientras que el contenido era otro muy diferente.

El señor Braulio le tomó del hombro y le mostró algunos de los volúmenes que se exhibían en la

biblioteca. Pudo leer en los lomos Camino de perfección de Santa Teresa de Jesús, el Cantar de los

cantares de San Juan de la Cruz, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal

Díaz del Castillo, y otros títulos en italiano y alemán que no fue capaz ni tan siquiera de pronunciar.

–Toma –le invitó don Braulio–, llévate este volumen y léelo y después nos dices si hay algo en él digno

de ser prohibido; algo indecente, amoral o, simplemente, feo. Pero ten mucho cuidado, si alguien llegara

a descubrir su contenido, estaríamos todos perdidos. Todos… incluyéndote a ti. Ahora estamos todos en

el mismo barco.

Manuel miró a Adriana y después leyó el título del libro que le habían prestado. Decía La perfecta

casada de Fray Luis de León. Miró sin comprender a don Braulio y después a Adriana de nuevo.

No te preocupes, chaval –dijo entre risas don Braulio–, no pretendemos comprometerte. No al menos
en

ese sentido. Lee su interior.

Manuel abrió cuidadosamente el volumen y leyó en su interior. Poemas de Miguel Hernández.

–Miguel Hernández es uno de mis poetas favoritos. Yo seleccioné la obra porque sé que te va a

emocionar –aclaró Adriana con los ojos brillantes.

Manuel guardó el libro en su regazo y volvió a mirar en torno a sí.


–Conseguir una biblioteca como esta debe de ser un trabajo enorme. ¿Cómo consiguen estos libros?

¿Quién los encuaderna con el nombre falso? ¿Por qué arriesgan sus vidas por salvarlos?

–De nuevo demasiadas preguntas, jovencito. Todo a su tiempo. Esta es una empresa que lleva mucho

tiempo en marcha y hay mucha gente involucrada en ella. Gente que ni tan siquiera podrías pensar que

están apoyándonos y cuyos nombres es mejor que no conozcas pues te comprometería demasiado,
pero

debes saber que estos libros están en peligro de desaparecer y tal vez sean los únicos ejemplares que

queden de muchos de ellos.

–Así que es una especie de museo de libros desaparecidos –comentó asombrado Manuel.

–Imagino que puedes llamarlo así. La labor de limpieza del sistema ha quemado tantos libros en estos

últimos veinte años que no sería de extrañar que muchos hayan desaparecido para siempre.

–Para el sistema no basta con eliminar a la gente con ideas diferentes, es necesario también descartar
sus

ideas –añadió Adriana–. La limpieza ideológica no puede dejar rastro de ideas diferentes. Sería muy

peligroso para el poder. Si logran eliminar a la gente y sus ideas es como si nunca hubiesen existido.

–Exactamente –indicó don José acariciando el lomo de los libros como si fuese un legado precioso–.

Mantener la biblioteca es mantener la memoria de miles de personas perseguidas, torturadas y


asesinadas

simplemente por disentir. Esa es nuestra deuda con todos esos compañeros desaparecidos en defensa
de

la libertad.

–Pero si los libros fueron quemados y eliminados ¿de dónde salieron esas copias? –preguntó Manuel.

Digamos que tenemos un buen amigo que nos consigue los originales en Madrid. Generalmente vienen
del

extranjero; París sobre todo. Allí los compañeros republicanos están muy activos e intentan introducir

todo aquello que pueda hacer que los que estamos en esta olla de grillos, que es la España de Franco,
nos

demos cuenta de las libertades que nos ha robado el Régimen. Llegan ocultos, embalados en pequeñas

cantidades en medio de obras piadosas. Así cruzan la frontera sin que la policía sospeche lo más mínimo,

se introducen en el país y llegan a los grandes empresarios de Madrid y Barcelona que se encargan de

distribuirlos silenciosamente entre los diferentes grupos de resistencia.


–Pero eso es algo así como espionaje, ¿no? –preguntó Manuel que cada vez estaba más asustado, pero,
a

la vez más interesado en el asunto.

–¿Espionaje? –contestó don José alzando la mirada hacia el techo–. No, no es estrictamente espionaje

porque la información no sale, sino que entra. Creo que el término apropiado sería “antiespionaje”, ya

que el proceso es el contrario. Querido amigo, Braulio. ¿Qué piensa usted? ¿Cree usted que su labor se

podría incluir bajo este término?

Don Braulio sopesó las palabras de su compañero y alzó la ceja izquierda al tiempo que se llevaba la

mano al mentón –Interesante concepto, estimado colega. Imagino que se podría llamar así y dado que
no

existen leyes que penalicen semejante actividad estamos dentro de la ley, si eso le preocupa, señor

Guerrero.

Manuel se encogió de hombros y buscó ayuda en la mirada de Adriana.

–No les hagas caso –contestó ella–. Se pasan el día diciendo disparates. Nuestro centro de distribución

está en Badajoz. Una vez al mes, el señor Braulio viaja hasta allí y trae una pila de cómics rellena, como

le gusta llamarla a él. En su interior se esconden varios volúmenes prohibidos. Tiene que andar con

mucho cuidado. Imagínate que lo descubrieran, supondría el fin de nuestra empresa.

–¡Y de mi vida! –rezongó don Braulio–. No creo que desde la cárcel pudiera hacer mucho. Je, je, je. Ya

pasé una temporadita en el penal del Puerto de Santa María y, sinceramente, no me gustaría volver.
Nada

personal… la humedad… la falta de intimidad… pequeños detalles ¿sabes?

–Cuéntale cuando estuvieron a punto de atraparte, Braulio.

–¡Ah! Aquello fue una odisea. Pero estoy seguro de que a nuestro amigo no le interesan esas historias

aburridas. ¿No es así, señor Guerrero? La mirada pícara de don Braulio parecía pedirle a Manuel que le

rogara que se la contase. Él le siguió el juego.

–¡Oh! No, señor Braulio. Por favor, cuente lo que le ocurrió en esa ocasión.

–Está bien, está bien, muchacho, si insistes no tendré más remedio que contarla. –Adriana y don José se

miraron cómicamente.

2-DONDE EL SEÑOR BRAULIO ZEVALLOS CUENTA LOS

TRABAJOS QUE HUBO DE SUPERAR PARA PODER PASAR


UNOS LIBROS PROHIBIDOS

La Plaza Alta de Badajoz es un cuquero de vendedores ambulantes. Subir por la calle Menacho un

viernes en la mañana es una odisea. La zona ha conservado la estructura de calles laberínticas de la

época árabe y los vendedores han colocado sus toldos para reducir el calor que desde las nueve de la

mañana les amenaza a ellos y a su clientela.

Las calles adyacentes a la plaza se han llenado de mercanchifles que venden todo tipo de mercancías,

especias, borregos, burros, gallinas, pollos… todo tipo de animal con el que se pueda tratar. En un

ensanche de la calle un gitano de anchas patillas recorta a una mula y le hace un diseño en las ancas; los

niños lo miran con delectación. Más arriba alguien vocea su mercancía: cacharros de barro de

Salvatierra, calderos de cobre de Guadalupe, artesas, barreños para la matanza, tripas para los lomos.
Un

loro verde y viejo repite las voces de su dueño como si estuviera contratado “tripas, señora, señora,

tripas, tripas”. Un guarnicionero saca su mercancía a la calle que se inunda del olor agrio de la piel

tratada. En una esquina un ciego apunta con un puntero a una cartelera y cuenta por enésima vez el

romance de “El molinero y la corregidora”

En la provincia de Huelva

había un molinero honrado

que ganaba su sustento

con un molino alquilado

y era casado

con una moza

tan guapa y bella

que el Corregidor madre

se preció de ella

Un grupo de jovencitas miran embelesadas los dibujos de la hermosa molinera y el apuesto Corregidor

que paseaba en su brioso corcel.

La visitaba, la regalaba

hasta que un día

le pidió los favores que pretendía


El escándalo pinta de rojo las mejillas de las jovencitas y de sonrisas pícaras las de los muchachotes.

El señor Braulio, con unos cuantos años menos que ahora y la espalda menos inclinada hacia el suelo,

esquiva diligente las boñigas de cabra y la fruta podrida, camino de la plaza, pero los niños le saltan al

frente, le tocan la joroba, niño vete a tocarle a tu padre otra cosa ¿quieres? Los niños corren calle arriba,

es siempre lo mismo. ¿A quién se le ocurriría decir que tocar la espalda de un jorobado promete diez

años de buena suerte? El señor Braulio va murmurando maldiciones calle arriba.

Cuando llega a la plaza el vocerío aumenta, la densidad de población es agobiante y los malos olores se

han multiplicado con la presencia de los vendedores de pescado, de carne… las moscas lo inundan todo,

los pescados, abiertos en canal le miran pasar desde la opacidad de sus ojos vacíos, las cabezas de

carneros le sacan la lengua, los tenderos le hieren el oído, los hortelanos le ofrecen una ramita de menta

para soportar la peste.

Cruza tan rápidamente como su impedimento físico y el gentío se lo permiten. En una esquina, un cartel

anuncia “carne de puerco”. Pasa junto a él y sale por el arco de la esquina. Toma la calle de La Juana,

pasa la pescadería de La Sorda y la casa de comidas de la Señá Florencia y a media altura de la calle,

entra en una tienda que anuncia “Textos sagrados. Venta al por mayor y al detal”. En su interior un

espacio enorme se abre rodeado de estanterías con libros. En el mostrador un hombre le dirige un
saludo

discreto. ¿El señor Moya se encuentra? Por respuesta, el tendero le hace una indicación hacia el piso

alto.

Las escaleras de madera crujen bajo su peso anunciando la llegada del jorobado.

–¿Da usted su permiso?

–Señor Zeballos. Pase, por favor, le estaba esperando.

La oficina del señor Moya es un alboroto de papeles y libros. El señor Moya luce ancho bigote de puntas

alzadas y gafas cortas para leer. Desde el refugio de su sólida mesa de roble tallado le ofrece a don

Braulio asiento frente a él.

–¿Llegó lo que esperábamos?

–Sí, llegó, claro, sin embargo…

–¿Ocurrió algún inconveniente, señor Moya?

–Usted sabe cómo son estas cosas, señor Zeballos. No le digo nada que usted no conozca. Cruzar la
frontera con este material es cada vez más difícil, la policía está cada vez más pendiente, los sobornos
no

parecen ser suficientes nunca y el peligro es cada vez más acechante. Usted sabe que yo hago todo lo
que

puedo por ayudar, que este negocio no me produce beneficios, pero, sinceramente, los últimos tiempos
he

tenido que poner dinero de mi bolsillo.

–Me hago cargo, señor Moya. Me hago cargo.

–En estas circunstancias me veo obligado a subir el precio de la mercancía. Entiéndame, al menos para

cubrir gastos.

–Pero, señor Moya, usted sabe que nosotros contamos con fondos reducidos, provenientes de la

generosidad de nuestros donantes y que es casi imposible aumentar nuestro presupuesto.

–Si yo le entiendo perfectamente, señor Zeballos, pero hágase cargo de mi situación, yo también tengo

una familia que mantener y si algún día interceptaran un cargamento…

–¡Dios no lo quiera, Dios no lo quiera! –interrumpió el señor Braulio haciéndose cruces.

–Pues eso –sentenció el señor Moya atusándose los bigotes a modo de conclusión.

–Mire usted, señor Moya, yo traigo en este sobre cuatrocientos reales y le pido que los acepte como
pago

de la mercancía en esta ocasión. Yo moveré mis hilos con los contribuyentes de la causa para intentar

conseguir más fondos en futuras ocasiones.

El señor Moya se meció en su sillón con las manos cruzadas como si estuviera consultándolo con alguien

del más allá.

–Por favor, señor Moya. Le aseguro que la próxima vez podré conseguir más fondos.

Finalmente, descruzó las manos y golpeó la mesa mostrando su solidez.

–Está bien, señor Zeballos, no se hable más. Todo sea por la causa. Lo único que espero es que mi

familia no tenga que pagar mis debilidades.

–Por supuesto, señor Moya, por supuesto. Es usted muy amable. Las futuras generaciones de este país
se

lo agradecerán.

Si la subida a la Plaza Alta le supuso al señor Braulio una odisea, la bajada fue una tarea imposible. Al
agobio que suponían las multitudes de vendedores, compradores, churumbeles mocosos y animales de

toda ralea que se agolpaban y no permitían el paso, se añadía ahora ir tirando de un fardo de cómics en

cuyo interior se escondían hábilmente sendos volúmenes decapitados de Felipe Trigo, Rafael Alberti y

Antonio Machado. La chepa del señor Braulio, cargada a modo de acémila oscilaba con el continuo

cruzarse de paisanos; el suelo, alfombrado de heces del ganado en venta y lavado con el agua de limpiar

pescado, era un amasijo resbaladizo de inmundicias y el portador ilegal llevaba especial cuidado en no

dejar caer su preciada carga.

Al cruzar un callejón un grupo de soldados irrumpió llevándose por delante todo lo que salía a su paso,

incluido el bueno de don Braulio que dio a parar con toda su carga en el suelo que, de repente, se vio

desamarrado y suelto y al alcance de cuanto indeseable quisiera tomar un ejemplar gratuito. Los

churumbeles, al ver las portadas en color de los cómics, se abalanzaron sobre ellos disputándose tan

preciado botín. Don Braulio se arrastraba por los adoquines sin sentir los golpes que los soldados, a su

paso, le propinaban. Su único deseo era recoger el máximo número de cómics posible y, especialmente,

los tres volúmenes prohibidos que, de llegar a manos de las autoridades, pondrían en peligro su vida y

las de sus compañeros y proveedores. Pero el montón de papeles era ya un comedero de gallinas donde

los churumbeles hacían su agosto.

De repente, el cabo que iba a la cabeza del pelotón, apiadado por la triste figura del jorobado
intentando

recoger sus papeles, ordenó detenerse inmediatamente.

–¡Compañíaaaaa. Alto. Arrrrrr!

El grupo de soldados taconeó sobre los adoquines y don Braulio vio truncada su esperanza de pasar

desapercibido. Los chiquillos huyeron calle abajo portando tantos cómics como les cabían en las manos.

–¡Ordenanza! ¡Qué recojan esos papeles y se los devuelvan a este desventurado señor!

Los soldados se apresuraron a recoger cuanto cómic, página suelta o material impreso tapizaba el suelo
y

el cabo, en persona, se aprestó a ayudar al jorobado.

–No se preocupe, mi capitán, no son más que cuentos de niños, ya los recojo yo. Sigan ustedes, por
favor,

sigan ustedes, que no quisiera retenerlos.

–¡El honor de mi escuadra se basa en la generosidad hacia el caído! –replicó marcialmente el oficial
mientras tiraba secamente de la mano de don Braulio.

El pobre jorobado buscaba con los ojos el paradero de los libros censurados a fin de ocultarlos ante los

ojos del militar. Un rayo de fatalidad cayó sobre él cuando vio acercarse a uno de los militares con el

volumen de Alberti en la mano y entregárselo a su oficial.

–Veo que usted, además de gustar de lecturas infantiles lee poesía, señor –comentó hojeando el
volumen

prohibido–. Rafael Alberti ¿eh? –devolviéndole el libro y mirándolo fijo a los ojos–. ¿Gusta usted de la

poesía italiana, señor?

Braulio no sabía dónde meterse. Temía inculparse si aceptaba su lectura, pero mentir descaradamente
al

oficial podía llevarle directamente a los sótanos de la Dirección General de Seguridad donde lo

torturarían hasta sacarle los nombres de sus compañeros .

–Esto… yo… bueno. En realidad no son míos, señor.

–Ah ¿no? ¿No estaban con los cómics que se le cayeron? ¿Señor?

–Sí, sí, claro. Lo que quiero decir es que son para otra persona. Yo… ¿cómo le diría? Es que… es que

soy analfabeto, señor. No sé leer.

El cabo lo miró de arriba abajo como si hubiera descubierto un insecto y dudara entre pisarlo o regalarle

la vida.

–Está bien, pues recoja usted su encargo y guárdelo bien no vaya a ser que otra estampida de zagales le

acabe de arrebatar lo que le queda.

–Sí, claro, por supuesto. Ya me voy. Muchísimas gracias, Vuecencia.

Don Braulio vio la puerta de la libertad franca y bajó la calle sin volver la vista atrás.

Después de este episodio siempre baja a Badajoz acompañado de un par de muchachos que le cargan la

mercancía para evitar sucesos trágicos.

–Así es que ya ves, muchacho –culminó don Braulio–, que este oficio parece sencillo, pero no lo es en

absoluto. Uno tiene que ingeniárselas para poder mantener el tipo. Nuestra vida es así, un continuo

riesgo; es una vida sedentaria, pero aventurera. Nos jugamos la vida a diario, pero los hay que están en

peores circunstancias que nosotros. Al menos nosotros disfrutamos de libertad.

–Sí, al menos gozamos de esta libertad raquítica y racionada que nos provee el sistema –añadió
amargamente don José–, pero otros no pueden ni tan siquiera disfrutar de eso. ¿No es cierto, Adriana?

Adriana entristeció súbitamente y su mirada se quedó perdida entre dos volúmenes disfrazados.

–¿Ocurre algo? –preguntó Manuel ante el silencio denso que se había formado en la biblioteca. ¿Hay
algo

más que debería conocer? ¿Alguna otra sorpresa?

Los tres amigos se miraron preguntándose si podían confiar en Manuel. La gata blanca frotó su lomo

contra las piernas del muchacho con un ronroneo feliz.

3-QUE DE NOCHE LO

MATARON AL CABALLERO

1936

El general Yagüe se sujeta con suficiencia los calzones y descansa las pesadas manos en los tirantes

verdes y rojos. Tiene unas manos finas y largas, dedos huesudos y uñas cuidadas. Nadie diría que son

manos de carnicero y, sin embargo, ya el sobrenombre ha traspasado las murallas de la ciudad vieja de

Badajoz. En Madrid y en Barcelona se le conoce por “El Carnicero de Badajoz”. La represión sobre el

ejército y el pueblo republicano han sido modélicas.

Cuentan que juró no dejar ni un republicano en la ciudad, así que durante semanas los cadáveres de los

fusilados son sacados de la plaza de toros y llevados a las fosas comunitarias que se han abierto junto al

cementerio viejo. Otras veces los llevan vivos y los acaban allí. Es más cómodo y más rápido –comenta

con media sonrisa el general mientras limpia con los faldones de la camisa los cristales de sus quevedos.

Tiene una amplia frente y el pelo blanco restirado con gomina que contrasta con sus cejas negras y bien

marcadas que le dan un aspecto intelectual. Sobre su ancho pecho brillan varias estrellas que hablan de

su valor en el campo de batalla y su coraje y decisión ante el enemigo. Le lleva cabeza y media al

Generalísimo, por eso piensa que el cargo de su amigo Paco Franco le queda grande. A veces fantasea

con ser el elegido por Dios para gobernar a este pueblo ingrato de españoles, pero nunca será

Generalísimo; se quedará simplemente en “Carnicero de Badajoz”.

El general Yagüe revisa los pasillos de los toriles mientras mordisquea un muslo de pollo. Se chupetea

sus finos dedos mientras observa el enorme número de republicanos que se ha acumulado en los
pasillos.

Apenas caben más. Ya no sabe qué hacer con ellos; por muchos que liquide diariamente llegan más de
los
que fusila. Parecen reproducirse como conejos estos malditos republicanos. El ambiente es enfermizo,

los presos se amontonan contra las paredes como animales. Algunos se quejan de heridas infectadas
que

les supuran una pus amarillenta de forma constante, a otros ya se les ha agangrenado y no las sienten.
En

un rincón, un preso de barba de una semana tose constantemente y mira la sangre que expulsan sus

pulmones.

El general Yagüe, desde lo alto de sus botas militares considera dejar a los enfermos en los pasillos

durante un tiempo para que contagien sus enfermedades a los otros presos y sea más fácil y rápida la

limpieza, pero luego lo reconsidera y rechaza la idea porque pueden contagiar a los soldados y

convertirse en una epidemia para la ciudad. Hay que seguir limpiando, lenta pero inexorablemente.

Con la punta de una vara de olivo golpea suavemente la cabeza del enfermo. Inmediatamente dos

soldados de caqui sujetan al preso y lo sacan arrastrando hasta la arena de la plaza. El sol de agosto le

lame las heridas y le seca la saliva de las toses. Por un momento, el preso siente la suave caricia del sol

en su cuerpo como una bendición, pero al poco tiempo el sol le agobia y le remacha la cabeza
haciéndole

perder la vista.

El general Yagüe sigue, implacable, abriéndose camino entre los presos y llevando a cabo su labor

rutinaria de limpieza, seleccionando a aquellos que más necesitan librarse de sus penas, tocando con su

varita a los elegidos que sollozan sabiendo lo que les espera allá afuera. Cuando llega a la altura de

Octavio duda. Lo mira desafiante a los ojos y pregunta a los soldados.

–¿Cuántos van hasta ahora?

Una voz del exterior le contesta después de unos segundos.

–¡Veinticinco, mi general!

–Vaya, carro lleno, te libraste por poquito pelúo. No te preocupes, serás el primero mañana.

El general da la vuelta haciendo silbar la vara de olivo con gesto de torero que remata la faena y regresa

oscuro, como la muerte, a través de los pasillos. A su paso, los presos exhalan un suspiro de alivio. Han

logrado sobrevivir un día más.

En los toriles de la plaza de toros de Badajoz la noche cae más temprano que afuera, la luz es más opaca
y está como infectada, enfermiza. Los quejidos de los enfermos se sienten más cercanos, algunos
sollozan

en silencio, otros rezan. Octavio piensa. Sigue dándole vueltas a la idea de quién pudo delatarlos en la

casa de Siqueiros, regresa en su mente hasta su compañero Victoriano, apresado en el cerco del
convento

de San Pedro, torturado hasta verse obligado a delatar a sus amigos y sigue sin creerlo. Después mira a

El Zarco tendido a su lado, sudando y delirando mientras la herida se sigue oscureciendo.

Tampoco entiende por qué no se lo llevaron ya, si la política del carnicero parece que es sacar primero a

los enfermos. Sin embargo, al primero de ellos que se llevaron fue a Zacarías que era el más saludable

de todos. Apenas lo dejaron entrar; llegaron un par de legionarios acompañando a un cabo, lo señalaron
y

se lo llevaron sin mediar palabra. Ni tan siquiera opuso resistencia. ¿Para qué? No haría más que alargar

lo inevitable. Mejor dejarse llevar, hacer como que no importa, que no se abandona un lugar querido,

unos seres amados, que nada merece la pena, que es mejor dejarse llevar y acabar con esta locura de
una

vez por todas.

A veces, en la noche se llevan a algún preso. Desaparece por los pasillos y más tarde se oyen los gritos,

los ruegos, los golpes; a veces, un disparo termina el interrogatorio, otras lo regresan maltrecho para
que

se acabe de morir en los toriles y los demás aprendan que no merece la pena oponer resistencia.
Después

de varios días la conciencia de estar vivo cambia; ya no es una suerte estar vivo, sino una desgracia. Los

presos anhelan ser el elegido por la varita mágica del general Yagüe que les libere de tanto pesar. Es

preferible morir a estar en estas condiciones tan lejanas a lo que es la vida.

Los presos elegidos salen al ruedo como toros mansos, sin ganas de lucha, listos para terminar esta
fiesta

taurina, cuyo fin, todos conocen. No hay sorpresas, no habrá torero muerto ni toro indultado.

Aquella noche, Octavio había logrado conciliar el sueño a pesar del miedo y de los gritos de dolor de los

heridos. Soñaba que estaba con Ángela en el pueblito cacereño. Habían huido de su madre y se habían

refugiado en una huerta, junto a un pozo. La hierba aromatizaba el ambiente. Había pájaros cantando y

abejas zumbando. Octavio acariciaba la cara de Ángela y ella le miraba enamorada.


La mañana regresa sin gallos ni prisas. Nada ha cambiado. El mismo hedor a excrementos humanos y

carne muerta. Los legionarios pasan golpeando con sus botas de cuero a los presos para identificar a los

que han muerto en la noche. De cuando en cuando, señalan un bulto inmóvil y dos moros lo cargan en
una

carretilla y lo sacan fuera. Los demás lo miran con envidia. Después salen y el día vuelve a oscurecerse

tras el golpe de la puerta y los cerrojos.

El general regresa al anochecer, después de su cena. Llega hurgándose los dientes con un palillo y se

contonea mirando risueño a los presos, su varita cargada sobre el hombro. Mira a los presos y elige al

azar quién debe morir. Tú –señala–, y la varita golpea dulcemente la cabeza de un preso. Dos legionarios

lo levantan, le arrancan la camisa a tirones y le miran el hombro. No hay duda, tiene la señal morada de

haber disparado un fusil; el retroceso de la escopeta denuncia a los que han disparado contra los

soldados del general. No es necesario un juicio; es, evidentemente, un criminal.

–Llévense a esta basura –masculla el general desde detrás del palillo.

Llega a la altura de Octavio, se cuadra ante él y lo reconoce del día anterior. Le levanta la cara con la

varita. Octavio nuevamente le devuelve la mirada desafiante.

–Buenas noches, pelúo, ya ves que soy hombre de palabra. Te dije que volvería por ti y aquí me tienes.

Octavio le mantiene la mirada, pero no responde.

El general Yagüe sacude levemente la cabeza en señal de que lo saquen.

–Tú, apestoso, levántate que te vamos a dar un paseíto por la ciudad. Otros tres ataviados en azul como
el

primero le ríen la gracia. Lo levantan a empellones y le arrancan la camisa. El hombro guarda todavía la

señal del culatazo en retroceso de su enfrentamiento con los Guardias Civiles. La cara de asombro del

joven al que disparó pasó brevemente por sus ojos. Recordó la máxima: “Quien a hierro mata…”

–¡Asesino! –gritó el primer legionario golpeándole el pecho con la rodilla–.Vas a pagar ahora tus

crímenes. ¡En marcha! Saliendo miró hacia atrás y vio que llevaban a El Zarco a rastras, tal vez había

perdido ya el conocimiento. La noche estaba clara y perfumada; era una noche de agosto y pensó que le

habría gustado morir ahogado en aquel pozo de su sueño abrazado a su esposa, pero la realidad brutal
no

permitía espacio para el sentimentalismo.

Junto a él, El Zarco y otros presos se apretaban en la caja del camión, camino del cementerio. Nadie
hablaba, nadie se quejaba. Solo el traqueteo del camión dando bandazos por las calles empedradas y el

olor del gasóleo les mantenía apegados a la realidad.

Uno de los presos con claras señales de haber sido torturado le hizo una señal levantando la cabeza.

–Ese que venía contigo, el de la boina cruzada. Estaba allí cuando me torturaron. Es un traidor.

No pudo continuar. Uno de los soldados le golpeó en la cara con la culata del fusil. –Silencio, pedazo de

carroña.

Octavio se quedó petrificado. ¿Sería posible que fuera el propio Zacarías quien los delató? ¿Por qué no?

Eso explicaba el interés que tenía en culpar a Victoriano de haberles delatado. Por eso lo habían sacado

inmediatamente a su llegada. Maldito fuera el traidor. Sentía un profundo malestar por haber dudado
de la

entereza y la lealtad de su amigo. Quisiera poder decírselo a El Zarco, prevenirle de las falsas amistades,

pero ya no merecía la pena. No hay nada que prevenir a quien no tiene ni tan siquiera el futuro de un
día.

Calló y apretó los dientes.

El camión paró frente a un edificio en tinieblas e inmediatamente los soldados que les vigilaban saltaron

fuera y abrieron la compuerta trasera. Una luz raquítica alumbraba el cartel que proclamaba
“Cementerio

católico”.

–Abajo, rojos de mierda, ahora viene lo bueno –gritó uno de los soldados mientras tiraba de la soga con

que iban atados.

Los presos bajaron apelotonados, atropellándose unos con otros. El Zarco apenas se sostiene y Octavio

lo sujeta para que no caiga al suelo. Lo carga pasándole el brazo por encima de su hombro, pero es un

hombre grande y pesado, Octavio apenas puede cargarlo.

Les hacen pararse frente a una pared agujereada por los disparos. No cabe duda, este es el lugar en que

fusilan a los republicanos para limpiar la nueva España de bazofia comunista. Octavio se pega a la pared

y con la mano que le queda libre, la acaricia; siente la textura áspera y rugosa de la cal sobre la

superficie de adobe, recorre la profundidad del hueco de una bala, reconstruye su historia. En ese
mismo

lugar un trozo de plomo salió disparado de un rifle de algún soldado y atravesó el cuerpo frágil de un

preso republicano como él mismo. La bala desgarró limpiamente algún órgano vital y provocó una
hemorragia interna que manchó de sangre la pared, justo donde él se apoya ahora.

El hecho le hace pensar en alguien con el que ahora se hermana en la sangre, a pesar de no conocerlo.

Arranca un trozo de la pared y empuña el trozo de barro y paja sintiendo su textura en la piel, tierra de
mi

tierra, útero cálido al que pronto regresaré para formar parte de ti nuevamente, como éramos antes de

nacer –piensa.

Octavio intenta eliminar la realidad circundante y perderse en sus pensamientos, pero no puede evitar

escuchar la voz sibilante de un cura que les ruega encarecidamente que pidan perdón por sus pecados,

que confiesen sus crímenes ahora que todavía tienen tiempo para, de esa forma, ser perdonados por el

Creador. De lo contrario, morirán, no solo en esta vida, sino también en la otra, en la vida eterna.

Escucha sus rezos en latín, pero intenta borrarlos de su mente. Frente a él se ha empezado a formar

torpemente el pelotón de fusilamiento y cargan sus armas. Algunos son muchachos asustados y eso le
trae

de nuevo la cara de asombro del guardia al que mató. El que está al mando del pelotón saca un papel
del

bolsillo y recita algo de manera apresurada; algo que les declara culpables de sedición, de crímenes de

guerra, de atentar contra Dios, contra la patria y contra el orden establecido y los sentencia a ser

fusilados sumariamente.

Después se echa a un lado y grita:

–¡Soldados, presenten ARRRRR!

–¡Apunten!

–¡Fuego!

No sintió dolor como esperaba; la muerte llegó suave y silenciosa. Tan solo un empujón que le derribó y

le hizo caer a un pozo profundo rodeado de otros cuerpos; la sangre nublándole la vista, el trozo de
barro

aún en la mano y la imagen de Ángela sonriéndole, asegurándole que todo estaba bien, que no ocurría

nada…

4-EL REGRESO DE EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

La biblioteca estaba limpia, demasiado limpia. Los lomos de los libros no tenían polvo como sería de

esperar en un edificio escasamente visitado y el suelo de madera parecía haber sido abrillantado la
mañana anterior. Manuel miraba fijamente a sus interlocutores y se preguntaba cuánto más le faltaba
por

saber. ¿Quién estaba encargado de limpiar la biblioteca y quitar el polvo de los libros? ¿Por dónde

entraba? Probablemente por una puerta secreta pues, de lo contrario, les habrían visto en alguna
ocasión

en que entraran. Además, no se imaginaba al pobre de don Braulio escalando el árbol y deslizando su

joroba para hacerla pasar por la estrecha ventana. No, debía de haber una puerta oculta. La puerta

principal estaba clausurada con tablones y era impensable que pudieran entrar por ahí, especialmente a
la

luz del día.

Por otra parte, eso aclaraba los ruidos que sentían al atardecer en el escondite y que pensaban ser
ruidos

de fantasmas; los ruidos terribles que asociaban a las prácticas demoníacas del marqués y que les hacían

huir de la casa al atardecer en realidad no eran más que ruidos propios de la limpieza de la biblioteca.

Los tres compañeros se miraban preguntándose qué pasaba por la mente del muchacho.

–¿Qué estás pensando Manuel? –se atrevió a preguntar finalmente Adriana.

–Todos estos libros. Hay un orden estricto por orden alfabético de autor falso…

–Efectivamente –contestó don José orgulloso– y además tiene una relación con el verdadero libro que

guarda. Por ejemplo, bajo el texto del general de la legión Millán Astray se esconde un libro de don

Miguel de Unamuno, como recordatorio de la disputa que tuvieron y que le valió a don Miguel que le

eliminaran su cátedra en la Universidad de Salamanca y le encerraran en su casa. Así podemos saber no

solo el libro que esconde cada título falso sino, además, recordar la historia de los verdaderos autores y

su relación con la otra historia, la de los que ganaron la guerra.

–¿Un general expulsó a un catedrático de la Universidad de Salamanca? No entiendo.

–No exactamente. Fue un episodio muy divertido, pero con repercusiones trágicas.

Recuérdame que te la cuente otro día.

–Pero, todo este trabajo de la biblioteca es enorme. ¿Quién se encarga de hacer todo esto? ¿Quién
limpia

los anaqueles, abrillanta el piso, quién quita el polvo de los libros?

–Por el polvo de los libros de una biblioteca se puede medir la cultura de un pueblo, dijo alguien que no
recuerdo ahora quién era –apostilló don Braulio–. Ya ves que en este pueblo somos muy cultos. Bueno,

no exactamente en todo el pueblo, pero, al menos en este apartado del pueblo. Je, je, je.

–¿Cómo pueden hacer todo ese trabajo? ¿Cuándo lo hacen? ¿Por dónde entran que ni los muchachos ni
yo

los hemos visto nunca? ¿Y quiénes son esos niños que aparecen retratados en el pasillo?

De nuevo el silencio se apoderó de la habitación y los amigos se miraron preguntándose si debían

responder a las preguntas de Manuel.

El señor Braulio se llevó la mano al mentón y habló en tono solemne.

–Señor Guerrero, usted es la primera persona que entra en esta biblioteca, aparte de nosotros, en
veinte

años y tenga la seguridad de que ello no ha ocurrido por casualidad. Desde hace tiempo le venimos

siguiendo el rastro. Aquí el compañero don José Zamorano, su maestro, le ha reconocido como una

persona justa y honrada, madura a pesar de su corta edad y la compañera Adriana le ha seleccionado

como un compañero valiente y defensor de los débiles. Yo mismo le conozco y puedo hablar de su

respeto hacia los demás y su afán de aventuras, por ello le hemos traído hasta nuestro lugar secreto y le

hemos permitido que conozca nuestro secreto: la biblioteca no es solo una colección de libros, es,

además la memoria histórica de muchas personas que han sido asesinadas por defender su forma de

pensar. Es nuestra vida, pero también es la memoria viva de muchos amigos, familiares y compañeros

que no pueden estar hoy con nosotros. Espero que se haga cargo de la importancia de mantener este

secreto. Si se divulgara la noticia de la existencia de esta biblioteca estaríamos perdidos no solo

nosotros, sino la memoria de todas estas personas y el legado que entregaron a sus descendientes en

forma de libros.

Manuel miraba a su alrededor sin dar crédito a sus oídos. ¿Cómo había llegado a este lugar? ¿En qué

berenjenal se había metido sin quererlo? Pero, de nuevo, el Guerrero del Antifaz le hablaba desde muy

lejos y le susurraba al oído lo afortunado que era por formar parte de la historia, por poder aportar al

restablecimiento de la justicia social y la defensa de los desamparados.

–Señor Guerrero –continuó don Braulio poniéndole la mano sobre el hombro con gesto solemne–, ¿de

verdad quiere usted saber nuestro secreto? ¿Piensa usted que es merecedor de tal honor y de que
podrá

mantenerlo oculto aunque le presionen para que lo revele? Además quiero advertirle que si le hacemos
partícipe de nuestro secreto, se convierte usted automáticamente en cómplice nuestro y, por lo tanto,

podría ser declarado en rebelión por un jurado.

Manuel observó la mano del señor Braulio posada sobre su hombro y miró a Adriana. Cada vez entendía

menos el asunto, pero se sentía valiente y lleno de confianza. Algo en su interior le decía que debía
seguir

y confiar en esas personas que les parecían justas y honestas, aunque no tuviese muy claro que sus

acciones también lo fueran.

–Manuel –continuó ahora Adriana–, nos gustaría que lo pensaras detenidamente, porque es un paso

importante en tu vida. El compromiso con nuestro grupo puede marcar toda tu vida, para bien o para
mal,

pero quiero que sepas que yo tengo confianza en ti y sé que harás lo que consideres justo. Pero también

quiero advertirte: si te unes a nosotros no podrás revelar nada de lo que ocurre aquí dentro bajo ningún

concepto. Ni tan siquiera bajo tortura. Piénsalo bien y haz lo que creas mejor.

Los tres amigos se retiraron a una esquina de la biblioteca y dejaron solo a Manuel para que considerara

la oferta sin sentirse presionado. Manuel no sabía qué hacer. Miraba a su alrededor, a los libros, a ese

imperio intelectual construido con el trabajo diario y oculto de esos hombres de apariencia raquítica y

que, sin embargo, habían sabido burlar a los militares del Gobierno. La empresa le parecía tan titánica y

los medios tan escasos que no pudo evitar sentir admiración por ellos.

–Me gustaría formar parte de esta empresa –dijo finalmente.

Los tres dieron vuelta al oír las palabras de Manuel.

–¿Estás seguro? ¿No te arrepentirás después?

–Ahora mismo no estoy seguro de nada –contestó con voz dudosa–, pero creo que es lo único
importante

que habré hecho en mi vida y, si no lo acepto, me sentiré un cobarde y un ruin por el resto de mis días.
No

quiero dejar pasar por delante de mí el curso de la historia sin hacer nada, así que prefiero correr el

riesgo de equivocarme, a estar seguro de hacer algo incorrecto.

Adriana lo abrazó amorosamente y le susurró al oído: “Estaba segura de que te decidirías por ayudarnos

y creo que no me equivoqué.”

El señor Braulio y don José también se unieron a él y le felicitaron por su decisión.


–Sabíamos que podríamos contar con usted, señor Guerrero.

Los dos hombres se apartaron y regresaron al poco cargados con una gran bandera republicana (roja,

amarilla y violeta), un libro, varias bandas tricolor con los colores de la misma bandera y unos birretes.

Mientras tanto, Adriana retiraba las sábanas que protegían los muebles y organizaba una especie de sala

de reuniones presidida por el retrato de don Félix Gordón Ordaz, Presidente de la República Española en

el exilio.

Los tres se colocaron mutuamente la banda y el birrete y se alinearon frente a él en posición oficial.

Aclarándose la garganta, don Braulio se dispuso a comenzar la ceremonia de iniciación del nuevo

miembro.

Para ello, pidió a Manuel que se situara frente a la bandera y al Presidente de la República y contestara a

las preguntas que se le iban a formular. Don José tomó el volumen de La Constitución de 1931
disfrazado

de la Ley Orgánica de Franco y poniéndolo frente al muchacho inició la ceremonia.

–En el día de hoy, 27 de octubre de 1954 nos disponemos a aceptar a un nuevo miembro en nuestra

Hermandad bajo los auspicios de nuestra Constitución democrática y con el firme propósito de defender

al débil y hacer que brille la Justicia y la Verdad en todo momento. Para ello, el iniciante pronunciará su

nombre y condición y contestará a las preguntas de rigor. ¿El iniciante está listo para ello?

Manuel miró tímidamente y afirmó con la cabeza.

–Que el iniciante declare su nombre y condición.

Manuel buscó ayuda y contestó en voz baja “Manuel”.

–¿Manuel qué? Conteste con voz firme y segura, por favor.

–¡Manuel Guerrero! –casi gritó esta vez.

–Iniciante Guerrero, ¿cuál es su condición?

–Mi ¿qué?

Adriana le susurró: “tu oficio, ¿a qué te dedicas?”

–¡De condición estudiante en la escuela General Franco, señor!

Adriana tuvo que taparse la boca para no reírse y los otros dos se miraron con desaprobación.

–Estudiante es suficiente, señor iniciante. El iniciante ¿declara tener la firme intención de pertenecer a

nuestra justa cofradía?


–Sí.

–Sí, ¿qué?

–¡Sí, señor!

–Sí, señor, no –le advirtió Adriana–Sí, declaro.

–Sí, declaro –respondió Manuel cada vez más confundido.

–¿El señor iniciante jura defender la Constitución española de 1931, la bandera republicana y el sistema

democrático de España?

Manuel no estaba muy seguro de defender dicha constitución, cuya existencia acababa de conocer, pero

prosiguió con los juramentos.

–Sí, juro.

–¿El iniciante afirma no tener relaciones ideológicas con el sistema autoritario, dictatorial y esclavista

del general Francisco Franco?

Manuel dudó y preguntó en tono bajo –¿Estudiar en el colegio General Franco cuenta como tener

relaciones?

–No –respondió don José.

–Entonces sí, afirmo.

–¿El iniciante jura defender la cofradía y no delatar bajo ninguna condición su existencia ni a sus

miembros así sea presionado, amenazado o torturado?

Manuel tragó saliva y, tras pensarlo unos segundos, declaró:

–Sí, juro.

–En ese caso, por el poder que me otorgan mis votos y mi cargo de oficial mayor de la Cofradía

antifranquista “Viriato”, yo te nombro miembro oficial de nuestra hermandad. A partir de este


momento

tus cofrades serán tus hermanos y velarás por su seguridad y protección, tanto como ellos lo harán por
ti.

Así sea.

Don José puso el volumen de la Constitución en el pecho de Manuel.

–Toma este volumen de nuestra Constitución. Léelo y protégelo porque es la razón por la que tus padres
y

amigos lucharon y dieron la vida.


Manuel tomó en sus manos el volumen y al tocar la piel de sus pastas sintió una sensación cálida y

embriagadora, como si, de repente, entrara en conexión con todos aquellos que habían sufrido por

proteger ese montón de páginas, todos los que habían luchado y muerto por defender las ideas que

contenía el volumen.

–Gracias.

Finalmente, don José hizo una señal a Adriana y esta le colocó la banda en el pecho y le besó en la

mejilla.

–Felicidades, aunque siempre has sido uno de los nuestros, ahora lo eres oficialmente.

–Espero que al menos ahora pueda descifrar todas las dudas que tengo en torno a la Cofradía.

Se sentaron en la sala improvisada y Adriana, tomándole las manos, le dijo:

–Manuel, sé que podemos confiar en ti; lo hemos hecho siempre y ahora que eres un miembro del
grupo,

confiamos aún más en ti, pero que sepas que es de vital importancia que lo que vas a ver ahora no salga

de este salón. La vida de muchas personas está en juego. Quiero que seas consciente de ello y nunca lo

olvides.

–Claro, pero ¿qué puede ser tan importante que ponga en juego la vida de tantas personas y que
ocultáis

con tanto celo?

A su espalda sintió unos pasos sordos. Asustado se dio vuelta y vio la figura de un señor de pelo blanco y

larga barba que le miraba con gesto bondadoso.

–Hola, Manuel –dijo abriendo las manos–. Bienvenido a la Cofradía.

Manuel miró alternativamente al hombre y a sus compañeros que sonreían.

–¿Quién es usted?

Adriana se acercó al hombre y lo abrazó.

–Manuel, te presento a Octavio Silva, mi padre.

5-LAS RAZONES DEL FUGITIVO

El señor de pelo blanco y largas barbas miraba a Manuel con sus ojillos miopes, parapetado tras unos

lentes gruesos que le daban un aspecto de roedor cegato. Su mirada era bondadosa, aunque un
pequeño tic

en la boca permitía suponer su nerviosismo y su falta de confianza. Usaba una camisa blanca gastada y
unos viejos pantalones de pana remendados en las rodillas. Calzaba unas sandalias de esparto atadas al

tobillo. Era bajo y delgado, enclenque, aunque su pecho mostraba haber sido fuerte en otro tiempo.

–¿Tu padre? –preguntó clavando su mirada en Adriana–. Pensé que tu padre había muerto hace años.

¿Cómo es posible…?

–No te preocupes, Manuel, no eres el único que piensa que mi padre está muerto desde hace veinte
años.

De hecho, nos hemos esforzado en hacer pensar así a todo el pueblo–. Adriana no dejaba de abrazar a
su

padre.

–Pero todo el mundo cree que tu padre murió en la plaza de toros de Badajoz, fusilado con muchos
otros.

Tú misma me contaste…

–Lo sé, yo te conté que mi padre había muerto aquel día, pero, entiéndeme, no podía hacer otra cosa.
No

podía contarte la historia de mi padre sin conocerte en profundidad y, sobre todo, sin que hicieras el
voto

de lealtad que acabas de hacer. Habría supuesto un riesgo para su vida. Perdóname por haberte
mentido,

pero no tenía otra opción.

–¿Tampoco es cierto que lo fusilaron en Badajoz? ¿Todo lo de “El Carnicero de Badajoz” es falso

también?

–Eso no es falso, muchacho –terció Octavio–, es cierto que tuve que sufrir la persecución y malos tratos

del general Yagüe, justamente llamado “El Carnicero de Badajoz”, así como también es cierto que fui

fusilado aquel día. Lo único que mi hija te ocultó es que, en realidad, no morí aquella noche. De alguna

forma milagrosa logré sobrevivir al general y a su pelotón de fusilamiento. Pero, ¿por qué no nos

sentamos y tomamos un café mientras te contamos la historia?

Adriana se dirigió a una estantería en un rincón y, empujando un lateral, movió una puerta oculta con

espacio suficiente para deslizar su cuerpo.

–¿Adónde lleva esa puerta? Todo aquí parece ser falso y oculto.

–A veces es necesario ocultarse para poder sobrevivir, Manuel

–contestó don Braulio.– Nadie quiere mentir porque sí, pero si esa es la única manera de escapar de la
persecución y la muerte, no hay más remedio que hacerlo.

–Todo a su tiempo, chaval –añadió Octavio–, vamos a explicarte todo, no te preocupes.

Adriana regresó con una bandeja portando una cafetera, leche y varias tazas y acompañada de una
señora

vestida de luto en cuyos ojos tristes reconoció a la madre de Adriana.

–Manuel Guerrero –nombró a modo de saludo–, me alegro de volver a verte.

–Buenas noches, señora.

Adriana sirvió café en las tazas y Octavio la cubrió con sus manos introduciendo prácticamente su nariz

en ella y absorbiendo todo el aroma que desprendía. –Este café me trae tantos recuerdos de épocas

pretéritas –murmuró nostálgico–, mi estancia en Portugal, aquellos compañeros con los que viví una

etapa de mi vida, las aventuras que vivimos juntos y la desaparición de muchos de ellos, cazados y

fusilados por los fascistas. Cada vez que bebo café es como si me sumergiera en aquellos tiempos. ¿Has

estado alguna vez en Portugal, muchacho?

Ante la negativa de Manuel, prosiguió sin soltar el café de ambas manos. –Es un país hermoso; muy

aferrado a sus costumbres y muy orgulloso de sus tradiciones. Es un país volcado hacia sí mismo. Es una

lástima que sufra una dictadura como nosotros. De un tiempo a esta parte, el mundo parece haberse
vuelto

loco.

Manuel lo miraba sin comprender muy bien sus palabras, pero le gustaba su forma de hablar pausada,

como saboreando las palabras, así como saboreaba su café. Afuera, la noche había cubierto las calles

con su manto de sombras y solo de tarde en tarde se escuchaba a lo lejos el ladrido de un perro
solitario.

Hubo un silencio. Todos esperaban con expectación a que Octavio comenzara su relato.

–Apuesto a que tampoco has estado nunca frente a un pelotón de fusilamiento. –Los ojos de Manuel se

abrieron con la sorpresa y Ángela miró con reprobación a su marido.

–Se siente miedo, muchacho, mucho miedo. Uno intenta ocultarlo pensando que nada merece la pena,
que

es un segundo y no duele, pero la trascendencia del momento supera cualquier expectativa. Sabes que
vas

a morir y que no hay vuelta atrás, piensas en todas las cosas que te quedan por hacer y que ya nunca
verás
terminadas, las personas a las que dejas atrás y que, probablemente no sepan en que, en esos precisos

momentos, estás muriendo. Piensas mucho en esos breves instantes. O tal vez el pensamiento es
posterior;

tal vez después, con el tiempo crees que has pensado mucho en esos breves instantes y,
probablemente, el

miedo te impida pensar en nada. El miedo te paraliza, te hace perder conciencia de lo que ocurre. Si no

fuera por el miedo, uno moriría antes de que la bala entrara en el cuerpo. ¿Alguna vez has sentido un

miedo tan poderoso que te paraliza, Manuel?

Manuel pensó durante un instante, y negó con la cabeza.

–Hay quien dice que el miedo es hermoso, que te hace ver la realidad de las cosas, pero yo creo que el

miedo solamente te elimina cualquier vestigio de razonamiento. En un fusilamiento todo el mundo tiene

miedo, no solo los que van a morir. Los soldados que van a disparar también tienen miedo. Uno lo ve en

sus ojos, saben que van a matar a personas a las que no conocen y cuya culpabilidad no es segura.

Probablemente van a matar a personas inocentes, pero no pueden hacer nada por evitarlo. Si no
disparan,

alguien les disparará a ellos y siempre es preferible matar que morir. Disparan sin mirar, les dan miedo

los ojos desquiciados de las víctimas, ven su angustia, su súplica. Muchas veces disparan hacia arriba o

hacia el suelo para evitar herir a alguien y limpiarse la conciencia de haber asesinado a sangre fría a un

inocente. Eso salvó mi vida. La bala que iba destinada a traspasarme el corazón voló muy baja y solo

acertó a herirme en la pierna; esta pierna que, como puedes ver, me hace cojear.

–Pero aunque la bala no te destroce el pecho, la conmoción es tan fuerte, la ansiedad de recibir el golpe

es tan dura que te tira hacia atrás y te hace perder el sentido. Así que los que fuimos fusilados caímos en

un foso abierto al frente nuestro, mezclados en la sangre y el dolor. Al día siguiente, ese foso había de
ser

tapado ocultando para siempre el crimen. Yo perdí el conocimiento, pero lo recuperé horas después, en

mitad de la noche. Si morir fusilado es una experiencia terrible, despertar rodeado de muertos es aún

peor; sobre todo si esos cuerpos muertos son los de tus compañeros y amigos. No entiendes por qué tú

sigues vivo y tus compañeros no. Intentas despertarlos, pero están muertos; muertos para siempre, así
que

das gracias a Dios por haberte permitido sobrevivir e intentas salir del barrizal mezclado con sangre en
el que te hundes.

6-EL TIEMPO SIN HORIZONTES

La lluvia había empezado a caer lenta poco después de la medianoche sobre el cementerio de Badajoz,

primero tímidamente y después con cierta urgencia de lavar los restos de sangre. un perro pasó

apresurado buscando un lugar donde refugiarse y se topó con el hoyo abierto y los cuerpos vertidos de

cualquier manera en el fondo. Los enterradores habían decidido dejar la labor de cubrir la fosa para el

siguiente día; a primera hora, antes de que se acumulara el trabajo. Algo se movió allá abajo, entre el

barro y los cuerpos revueltos; algo reptaba como una lombriz en el fango, intentando liberarse de la
presa

que le imponían los otros cuerpos pesados. El perro alzó las orejas con asombro y prosiguió su camino

bajo la lluvia.

El cuerpo embarrado logró separarse y buscó, entre los otros, el de su amigo. No era tarea fácil, el barro

cubría los rostros con una pátina homogénea que impedía distinguir los rasgos. Cuando creyó
finalmente

encontrarlo palmeó su cara y susurró un nombre en su oído. Después intentó encontrar el pulso en su

cuello, pero no sirvió de nada: el Zarco estaba muerto, igual que los demás. Todos estaban muertos y
aun

así no estaba muy seguro de seguir con vida ni de cuán grave sería su herida. Sentía un dolor profundo
en

la pierna izquierda mordiéndole como un perro rabioso que no suelta presa, pero, aparte de eso, se

encontraba con vida, que era lo importante. Cerró los ojos de su amigo y lo colocó en una posición más

digna con la que presentarse en el otro mundo; cruzó sus brazos sobre el pecho e hizo la señal de la cruz

sobre su rostro a modo de despedida.

Octavio salió de la fosa arrastrándose en el barro y tirando de la pierna destrozada por la bala. Llovía y

hacía frío. Las ropas se le pegaban al cuerpo como una segunda piel. Miró a su alrededor y no vio a

nadie; solo un perro famélico, tan decrépito y mojado como él mismo. Decidió una dirección al azar y

apoyándose en un palo comenzó a caminar lo más rápidamente posible en un intento de estar muy lejos
de

la ciudad cuando regresaran el día y los soldados.

La lluvia aunque hacía que su marcha fuera lenta camuflaba sus pasos y propiciaba que no hubiera nadie
en la calle con lo que podría alejarse sin levantar sospechas. Cruzó las calles estrechas de la ciudad,

atravesó las grandes avenidas empedradas siempre buscando el lado más oscuro, siempre vigilando que

nadie lo viera. De vez en cuando se refugiaba en un portal oscuro y descansaba, pero al sentarse le

volvían las imágenes del pelotón apuntándole, el terror reflejado en los ojos de los soldados, la mirada

opaca de El Zarco y el dolor en la pierna le aumentaba, así que volvía a levantarse y proseguía su marcha

por las calles vacías de un Badajoz fantasmal y desbaratado.

No recordaba en qué momento salió de la ciudad. Las afueras eran un aglomerado de casuchas

construidas con materiales de derribo; chapas viejas, maderas podridas, telas rotas en medio de un

paisaje lunar de montones de ripios y escombros. Eran las casas de los gitanos; las afueras, el territorio

prohibido para los no-gitanos. Después salió, finalmente a campo abierto. Los caminos estaban

encharcados pero, al menos no encontraría a nadie a esas horas de la noche y menos con ese tiempo.

Mucho tiempo después, ya en la seguridad de un refugio, recordaría haber cruzado zonas de trigales

carbonizados, barbechos abandonados y empapados en agua y, finalmente, la dehesa. Saltó una cerca
de

piedra y caminó sin rumbo entre encinas y alcornoques crucificados que le protegían escasamente de la

lluvia. A lo lejos creyó ver una edificación, un chozo de pastor. Se dirigió hacia él con la esperanza de

que estuviera abandonado, pero con la precaución de quien se sabe perseguido a muerte. No había

mastines que le ladraran ni aprisco que guardara ovejas, pero aun así escudriñó por entre las piedras

antes de decidirse a empujar la puerta de madera. Estaba vacío. Del interior emanaba un olor a hogar y
a

paja seca que le reconfortó. El chozo consistía en un círculo de piedras unidas con barro sobre el que iba

montada una estructura de madera unida en el centro y cubierta, a su vez, de paja que impedía entrar a
la

lluvia. A tientas encontró un camastro de madera con un colchón de paja donde se tumbó sin
preocuparse

de que su dueño pudiera volver en cualquier momento. Todo le daba igual, solo quería dormir; dormir y

no despertar nunca.

Le despertó la luz que entraba por la puerta. No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero juraría
que

había dejado la puerta trancada con una piedra. Alguien debía de haberla abierto. Se asustó e intentó
levantarse, pero sintió la dentellada del dolor en la pierna que le hizo casi perder el sentido. Ahora lo

recordaba todo: el fusilamiento, la mirada hueca de su amigo, la huida y el refugio del chozo. Estaba

empapado, no estaba seguro de que se debiera a la lluvia del día anterior o a la fiebre. Se tocó la frente
y,

efectivamente, ardía. Se miró la pierna por primera vez y recordó la de El Zarco. La hemorragia había

parado, pero se veía negra y tumefacta. Necesitaba medicinas, necesitaba reposo, necesitaba comer
bien

para recuperarse, pero estaba solo y debía huir de ese lugar, continuar caminando a no sabía bien
dónde,

pero debía continuar andando; de lo contrario, lo atraparían y esta vez no escaparía. Sintió que se le

estaba yendo la cabeza poco a poco mientras entre nubes creía ver a alguien que entraba en la choza y
le

susurraba algo que no logró entender. Enseguida perdió el conocimiento.

Cuando recuperó el sentido –habría jurado que solo pasaron unos instantes– oyó un ladrido en el
exterior

y rezó porque el perro no estuviera acompañado, que hubiera sido él quien empujó la puerta del chozo.

En el hueco de la entrada se proyectó una sombra.

–Tranquilo, Bartolo, quieto ahí –oyó en el exterior.

Había alguien. ¿Qué hacer? No podía huir y enfrentarse a alguien sería absurdo en sus condiciones.

Esperó a que los acontecimientos le dictaran cómo debía proceder.

La puerta del chozo se ensombreció con la entrada de un hombre. Desde la distancia le llegó el olor a

cabras y leche agria. No había duda, era un pastor, aunque no sabía si eso era bueno o malo.

–Buenos días, amigo, ya iba siendo hora de que diera en sí.

El perro, un mastín leonado viejo al que habían cortado las orejas y que lucía un collar de púas se le

acercó y olió sus vestiduras.

–¿Quién es usted? –contestó Octavio intentando retroceder y sin posibilidad de seguir fingiéndose

dormido.

–Tranquilícese. No le conviene moverse mucho en su estado. ¿Qué quién soy yo? Me parece que
debería

ser usted quien se identificara primero. Al fin y al cabo está usted durmiendo en mi cama y mi chozo, y
por deferencia sería un detalle que me contara cómo llegó hasta aquí; sobre todo en esas condiciones.
No

sé si se ha dado cuenta, pero tiene usted una pierna destrozada.

Octavio miró hacia el final de su pierna y, para su sorpresa, la encontró vendada. Intentó moverla, pero
el

dolor le hizo desistir de su empeño. Sentía como si le clavaran agujas dentro de la piel.

–Discúlpeme, mi nombre es Augusto –mintió Octavio acordándose del emperador romano, Octavio

Augusto, con el que le gustaba compararse cuando niño–. ¿Fue usted quien me vendó la pierna? Juraría

que no tenía venda hace unos minutos.

–¿Unos minutos? No lo creo, amigo. Lleva usted durmiendo varios días. Pensábamos que no regresaría

nunca. La de la venda fue mi hija. Se da buena maña con esas cosas. Si se la hubiera vendado yo, estoy

seguro de que a estas alturas tendría la pierna agangrenada. No tengo ni idea de cómo hacer esos

trabajos. Lo mío es pastorear. Me llamo Hilario Triguero, y este viejo amigo –dijo señalando al mastín–

es Bartolo. Dígame, ¿cómo se hizo esa herida?

Octavio intentó buscar rápidamente una respuesta.

–¿Esto? Eh, sí. Cazando. Estaba de cacería y, de alguna manera, se me disparó la escopeta y me herí la

pierna.

–Ya –respondió con falsa aceptación Hilario–. Y debió de venir arrastrándose porque tenía usted barro

hasta en las orejas. ¿Es usted amigo del señor marqués? Lo deben de estar buscando desesperados. Si

usted quiere podemos dar aviso en el cortijo. De allí le traerán un doctor que le cure esa pierna. La

verdad es que no se ve nada bien.

–No, no, gracias. No hace falta que avisen a nadie. Además… no soy amigo del marqués.

–Ya me parecía –contestó Hilario–. Y ¿qué hacía usted solo en el monte? No me diga usted que…

Octavio sintió que su pulso se aceleraba e intentó buscar una justificación para su huida. No podía

decirle al pastor que era republicano y había sido fusilado, que había logrado huir y que le imploraba su

ayuda. Era demasiado arriesgado. El pastor le sonrió con complicidad.

–No se preocupe. No diré nada. Todos, alguna vez nos hemos visto obligados a ser furtivos. Por la bala

que tenía incrustada en la pierna debe de ser usted cazador de piezas grandes ¿no?

–Sí, efectivamente, –contestó aliviado–. Ciervos. Cazo ciervos, pero aquel cornudo me cazó a mí.
–Ya lo creo que lo cazó. Si se descuida, a estas horas estaría haciendo crecer malvas por esos montes.

–¿Varios días dormido? ¡No lo puedo creer...!

–Pues créalo porque es verdad. Ya pensábamos que se había despedido de este mundo y estábamos por

echarlo de almuerzo a los cerdos –bromeó socarronamente el pastor.

–¿Alguien más sabe sobre mi existencia aquí?

–Como le dije, no sabíamos a quién avisar, así que mi hija se encargó de curarle, pero, si usted lo desea,

podemos dar aviso en el pueblo para que lo vengan a buscar, aunque como están los caminos de barro y

con la pierna en esas condiciones, veo difícil que pueda salir de aquí en un tiempo.

–No, está bien, gracias. En realidad no soy de la zona y, como usted dice, es mejor esperar a que los

caminos sean transitables. Si a usted no le importa me quedaré unos días hasta que mi pierna se
reponga.

–Por nosotros no hay problema. Aquí hay poco de comer, queso de cabra y carne de borrego cuando los

lobos bajan y matan a alguno, pero donde comen dos, comen tres. Estamos acostumbrados a las visitas

inesperadas. Aquí se puede usted quedar el tiempo que crea necesario, amigo.

Octavio se recostó en el camastro y se quedó pensando en la de veces que tiene un hombre que mentir
y

que huir, incluso cuando lo único que busca es ser feliz y querer que los demás también lo sean.

7-LA NOCHE ENTRE LOBOS

La noche había caído en la biblioteca y, con ella, habían regresado los fantasmas del palacio del marqués

de Aguilar. Un candelabro alumbraba ahora la tertulia y a su luz titubeante saltaban ante la imaginación

de Manuel ocultando sus caras ensangrentadas entre las filas de libros y los muebles ensabanados.

–La vida en un chozo de pastores es muy interesante, aunque pueda parecer aburrida –prosiguió
Octavio

su relato–. Es cierto que uno pasa mucho tiempo solo sin más quehacer que pensar, pero eso ayuda a

conocerse uno mismo y a entender el valor de la vida.

Pasé con los pastores dos meses. Durante todo ese tiempo, Isabel, la hija de Hilario, me curó la herida y,

al día de hoy, puedo decir que gracias a ella no perdí la pierna. También me ayudó a cicatrizar las

heridas que la guerra me había infligido en el alma y, de alguna manera, aprendí a olvidar los hechos

terribles que había vivido y a perdonar a aquellos que tanto daño me habían hecho. Isabel era una
muchacha bonita y desenvuelta que conocía las propiedades de las hierbas del monte. Recogía romero
en

primavera y lograba sacarle el aceite que guardaba en tarros de cristal para los males de los pies.

Buscaba tagarninas, orégano, tomillo, cantueso, los secaba y almacenaba de forma que siempre tenía
una

buena colección de medicamentos listos para cualquiera que los necesitara. Ella y su padre pasaban

temporadas en los chozos cuando el tiempo no permitía volver al pueblo o las tareas del ganado les

obligaban a permanecer. Todos los días, al atardecer, sacaba sus ungüentos y cambiaba la venda de mi

pierna; me lavaba la herida y colocaba sobre ella hierbas nuevas que ayudaban a curarla y secarla.

Primero lo hacía dentro del chozo, cuando todavía no podía moverme, pero, poco a poco, fui cogiendo
un

poco de fuerza y me pude desplazar hasta el pozo donde era más sencillo lavar la herida. Allí pasaba

muchas horas, el atardecer era especialmente agradable; después de todo un día tórrido, el agua

levantaba los aromas de la hierbabuena y el toronjil. Si uno se quedaba quieto, las ranas comenzaban a

croar su concierto acuático y alguna culebra pasaba su cuerpo oscilante sobre la superficie de la charca.

A esa hora regresaba Hilario de los montes arriando a las ovejas y revolucionando el valle con sus

balidos y los ladridos de los perros. El aire se cargaba del olor empalagoso que desprenden las cabras

en celo. Isabel se acicalaba entonces en el pozo y viendo esa escena bucólica me olvidaba de los ojos de

cera de El Zarco, de la crueldad del general Yagüe y del pobre Victoriano que después de ser torturado

hasta la muerte fue acusado de traidor. Era como si no hubiera habido nunca una guerra en España.

A menudo me preguntaba si Isabel tendría un novio en el pueblo, lo cual era muy extraño pues nunca

hablaba de él ni veía que la visitara, pero cuando le preguntaba al respecto siempre lo negaba y se

sonrojaba. Yo lo achacaba a su naturaleza tímida y esquiva. Una noche averigüé la verdadera razón de su

mutismo.

Aquella noche fue especialmente calurosa. Sudaba en el camastro de paja y escuchaba a las ovejas balar

nerviosas, así que me asomé para comprobar que estaba todo en calma. A veces los lobos bajan y, sin

previo aviso, matan a varias ovejas antes de que el pastor pueda hacer algo por evitarlo. Me extrañó la

ausencia de Bartolo, el viejo mastín ovejero, pero todo parecía estar en orden. Decidí pasear hasta el

pozo para refrescarme un poco. Al acercarme pude observar que sobre el brocal había dos personas

abrazadas. Sin duda se trataba de Isabel, pero ¿quién era su acompañante? Reconozco que en ese
momento pudo más la curiosidad que mi cautela y decidí esconderme tras un árbol para saber quién era

el compañero de Isabel. Pensé que se trataría de un pastor de una majada cercana o un campesino del

pueblo vecino, pero para mi sorpresa, observé que junto al pozo reposaba un fusil. El miedo se volvió a

apoderar de mí. De repente regresaron todos los fantasmas que creía ya olvidados. ¿Sería un militar el

novio de Isabel? En ese caso mi vida corría peligro, ¿y si Isabel le había contado de mí? ¿Y si esperaban

a que me recuperara para entregarme? Debía huir entonces. Lo antes posible para evitar que me

capturaran, pero mi pierna no estaba aún curada del todo y corría peligro de abrirse de nuevo e

infectarse. No tuve tiempo para decidir; un chasquido junto a mi cabeza me anunció que no estaba solo.

–Despacio amigo. Si intentas algo, mañana desayuno tortilla de sesos.

Dos hombres de aspecto desarreglado y barba montaraz me apuntaban con un rifle. A una señal de uno
de

ellos se acercaron Isabel y su compañero.

–Merino, este estaba aquí escondido detrás de un árbol espiándote. ¿Qué te parece?, ¿le limpio el
polvo?

El tal Merino era un tipo alto de rasgos afilados con el cabello montado sobre la cabeza y recortado a

navaja en los laterales lo cual hacía que sus orejas se vieran más grandes de lo que ya las tenía. Se

acercó lentamente limpiando un cuchillo de monte en las perneras. Isabel intercedió.

–Dejadlo, él no tiene nada que ver con la Guardia Civil. Es el furtivo del que te hablé, Merino. Está

herido y tan pronto se cure se irá de aquí.

–Así que tú eres el amigo del señor marqués ¿eh? –dijo Merino acercando su nariz afilada a mi cara

como si intentase ver mis intenciones escritas en la piel.

En ese punto no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, quiénes eran estos personajes ni qué temían
de

mí. Evidentemente no eran amigos de los Civiles ni del marqués, lo cual actuaba en mi favor, o al menos,

eso creía.

Resultaron ser maquis. Maquis. Era la primera vez que oía esa palabra. Honorio Merino o, como era más

conocido, el Comandante Merino había sufrido la guerra en su pueblo, Villarta de los Montes. Para
evitar

ser ajusticiado huyó con otros compañeros al monte y allí organizaron una guerrilla que se movía de

manera rápida y efectiva atacando puntualmente los cuarteles de guardia civil de los pueblos de los
alrededores: después huían de nuevo aprovechando su conocimiento de los montes. De cuando en
cuando

bajaban a los pueblos para ver a sus mujeres o abastecerse de comida, especialmente en los duros
meses

de invierno en que la caza escaseaba en el monte. Eran una especie de Robin Hood modernos, obligados

a vivir en el bosque y llevando a cabo una guerra individual y desesperada.

Les conté mi historia y la creyeron mejor que la del cazador furtivo. Isabel me contó que nunca habían

creído esa historia, pero que pensaron que no podía ser peligroso. Nadie, con esa cara de espanto en los

ojos puede ser peligroso, se reía Isabel contándolo después frente al fuego.

–¿Qué piensas hacer ahora? Si alguien te reconoce, puedes estar seguro de que te volverán a fusilar y

ahora se asegurarán de rematarte antes de enterrarte.

–Lo sé –respondió Octavio con la mirada perdida en las llamas. Pero no sé nada de mi familia. Tal vez

los hayan apresado, tal vez estén muertos, debo averiguarlo. Si siguen con vida deben de estar

pasándolas negras, al racionamiento de comida se añade el hecho de ser la esposa de un republicano.

Necesitan mi ayuda. Pero no tengo idea de dónde puedan estar ni por dónde comenzar.

–Si quieres puedes formar parte de nuestra guerrilla; la comida no es muy buena y la paga inexistente,

pero compensa ver la cara de sufrimiento de esa gentuza cuando volamos un cuartel. Al menos mientras

encuentras a tu familia.

Ciertamente no tenía nada que perder. Necesitaba hacer algo. La vida en el chozo era cómoda, pero

necesitaba hacer algo de actividad. No podía pasarme el resto de mis días viviendo de Hilario y de

Isabel. Por otra parte, tampoco me atraía mucho dedicar mi vida al pastoreo; una temporada estaba
bien,

pero no toda la vida, así que acepté con una condición: los ayudaría en todo lo que pudiera, pero no me

enfrentaría a nadie. Ya era suficiente cargar con el recuerdo de una muerte, además matar, en todas sus

acepciones, estaba en contra de mis principios. Que lo hubiera hecho una vez no quería decir que

estuviera dispuesto a seguir haciéndolo. A cambio pedía que me ayudaran a encontrar a mi familia.

Mi estancia con los maquis fue menos dura de lo que pensaba. Me enseñaron los caminos abiertos por

jabalíes y ciervos en el monte y las grutas y cavernas que podía usar como escondite. Mi pierna se curó

completamente y mis músculos volvieron a endurecerse. Nos movíamos continuamente, cambiando de

gruta cada poco tiempo para evitar ser cazados por los Civiles. A veces preparábamos un ataque a un
cuartel. Yo participaba en esos casos solamente en la organización, pero no bajaba. Solo en una ocasión

se cruzaron los Guardias con nosotros. Fue poco después de volar un cuartel. El ejército llegó para

apoyarlos y dieron una batida por el monte intentando encontrarnos. Desde bien temprano los vimos

desplazando el contingente humano a lo largo de toda la montaña y quemando el matorral para


hacernos

salir. El viento hacía subir el humo y nos asfixiaba, así que teníamos que seguir subiendo para huir. Nos

refugiamos en una cueva que habíamos preparado para tal posibilidad. Los Guardias pasaron por
delante

de ella sin darse cuenta de nada y nosotros respiramos aliviados ante su consternación. Quienes no

tuvieron tanta suerte fue la familia de Isabel. Burlados por la cacería infructuosa, los Guardias decidieron

pagar su frustración con ellos. Asumiendo que nos daban apoyo, los interrogaron y amenazaron con

matarlos, pero en vista de que no nos delataban, mataron todos los corderos e hicieron un festín a su

costa. El pobre Bartolo que les mostró sus colmillos gastados, pagó su valentía con un tiro en la cabeza

que lo dejó muerto ante sus dueños. Merino juró vengarse de aquellos cobardes.

A los pocos días bajamos del monte buscando comida. La majada estaba destruida. Los Guardias habían

quemado todos los chozos antes de irse y habían amenazado a Hilario con dispararles si volvían por los

chozos. Ante la amenaza, los pastores habían huido al pueblo dejándolos a su suerte sin comida ni

refugio. Las opciones eran pocas, si querían sobrevivir deberían internarse en el pueblo para conseguir

carne y comida, de lo contrario, perecerían, especialmente ahora que el invierno se iba acercando y el

frío hacía disminuir la caza. Pero internarse en el pueblo era arriesgarse a ser presa de una emboscada y

de morir en un enfrentamiento. No había muchas opciones. Merino pasaba los días sentado en el brocal

del pozo donde, no hacía mucho, había gozado de la compañía de Isabel. Por su mirada oscura pasaba
un

río de aguas revueltas, si alguno había tocado a Isabel, juraba por lo más preciado, le arrancaría el alma.

Dios sabe que lo haría aunque fuese lo último que hiciera.

8-LA SOLEDAD DEL TOPO

El topo es un extraño animal que vive bajo tierra alimentándose de gusanos, lombrices y todo tipo de

pequeños insectos a los que localiza con su fino olfato. A consecuencia de la completa oscuridad en la

que se desenvuelve, ha perdido la vista. Apenas sale a la superficie y, cuando lo hace, tiene un
movimiento lento y torpe; la luz del sol le hiere sus ojos ciegos y se siente muy vulnerable en un
ambiente

que no es el suyo. Se suelen encontrar los cadáveres de estos mamíferos en mitad de la carretera,

aplastados por los automóviles cuyas luces no le avisaron a tiempo. Para compensar su escasa vista, ha

desarrollado el sentido del olfato de manera prodigiosa hasta el punto de poder oler una presa bajo
tierra

a decenas de metros de distancia. Su hocico, afilado y rosado, mueve incesantemente unos pelillos que
le

advierten de posibles depredadores y le alertan de la existencia cercana de una víctima.

¿Qué hizo a este mamífero, otrora habitante diurno del bosque convertirse en una alimaña de la

oscuridad? ¿En qué momento de la evolución sus ojos perdieron la capacidad visual y la cambiaron por

un olfato prodigioso?

El topo es un ser obligado a la soledad y al aislamiento social. Es un condenado a prisión perpetua; es un

enterrado en vida. Por ello se le desprecia y persigue. Por asco y odio se le elimina.

Era la primera vez que Manuel escuchaba esa palabra aplicada a una persona. El padre de Adriana era
un

topo… un topo.

–Un topo es un hombre que se esconde para no ser visto, es un oculto de por vida –respondió Octavio

ante su gesto de desconocimiento. Yo llevo oculto veinte años para no ser fusilado de nuevo; llevo
veinte

años viviendo en un agujero, como un topo.

–Mi padre tuvo que ocultarse para no ser ajusticiado de nuevo

–prosiguió Adriana–. En principio iban a ser solamente unas semanas, tal vez meses, algo temporal

mientras se acababa la guerra. Todos pensaban que la situación se restablecería en poco tiempo;
después

de todo, no era la primera vez que el ejército daba un golpe de estado y siempre había ganado el
sentido

común. Una vez se acabase la guerra, se restablecerían los juicios y cada uno tendría que pagar por sus

acciones. Él sabía que había matado a una persona y tendría que pagar por ello. De hecho, estaba

dispuesto a confesar y a cumplir con la condena que se le impusiera: unos años en prisión, trabajo

comunitario... No importaba, estaba dispuesto a pagar por sus errores, pero había que esperar a que la
guerra terminara, a que el odio se remansara y se reinstaurara el gobierno de la República. Con lo que

nadie contaba era con las intenciones del general Franco y sus ansias por exterminar a cualquiera con

ideas republicanas. Lo que iban a ser unas cuantas semanas se convirtió en meses y los meses se

convirtieron en años y así llevamos ya veinte años, esperando a que Franco otorgue una amnistía que

permita a todos los que están ocultos volver a ser personas normales.

–¿Y usted lleva oculto todos esos años en esta casa?

–En esta casa no; ya me habría gustado –contestó el padre de Adriana–. Esto es un palacio y yo estoy

acostumbrado a los chiqueros. En un principio pasaba el día oculto en un armario y salía por la noche,

con todas las luces apagadas y en absoluto silencio para que ningún vecino me escuchara. Si alguien

hubiera sospechado, me podría costar la vida; delatar al vecino se convirtió en aquellos días en el

deporte favorito de media España, así que debía ser extremadamente cuidadoso. Con el tiempo fuimos

comprendiendo que las cosas no iban a cambiar, al menos en un buen tiempo, así que empezamos a
hacer

mejoras a mi estancia.

Aprovechamos el hueco del techo para abrir una trampilla por donde pasar estrechamente y disponer
de

un poco más de comodidad, si bien el calor en los meses de verano era asfixiante, pero cualquier cosa

antes de arriesgar la vida. En el techo había un pequeño ventanuco que me permitía ver el vecindario
por

encima de los tejados y mantener un mínimo contacto con la realidad: veía llover en otoño y los tejados

cubrirse de escarcha en invierno. También veía regresar la primavera cada año y eso me hacía revivir un

poco, echar brotes nuevos, como decía Ángela; sentirme parte de ese universo de afuera que se me

negaba.

–¿Nunca intentó huir? ¿Marcharse a otro lugar?

–¿Huir? Sí, claro, todos los días hacía planes de salir de ese agujero y escapar a otro país donde pudiera

dejar de vivir como un animal, pero ¿a dónde podría ir? Salir de la casa era ya una odisea indescriptible,

cuánto más huir del país. Las estaciones de tren estaban llenas de policías, los caminos vedados por

guardias y las fronteras cerradas a cal y canto. Necesitaría papeles, un pasaporte, una identidad falsa

para cruzar la frontera y eso no es tan fácil de conseguir. Muchos lo intentaron y la mayoría acabó frente
a
un pelotón de fusilamiento pagando por su osadía. Créeme, muchacho, cuando te enfrentas a un
pelotón y

ves la muerte cara a cara puedes aguantar cualquier situación con tal de no volver a pasar por esa

experiencia. No sabes lo duro que es, muchacho… no sabes lo duro que es.

La voz de don Octavio se debilitaba, su mirada cegata se perdía entre recuerdos miserables y regresaba

entre nubes intentando buscar una salida a toda una vida perdida entre cuatro paredes.

–Algunos se acogieron a la amnistía de 1945 pensando que era el final de sus sufrimientos, pero cuando

se entregaron fueron fusilados o encarcelados, en el mejor de los casos, encarcelados.

Afortunadamente, un día descubrí algo que cambiaría mi situación. Si miraba por el ventanuco hacia

abajo, con un espejo. Por el ventanuco, si miraba hacia abajo con un espejo, podía ver lo que parecía ser

un tramo de calle adoquinada. Que yo supiera, no había calles en esa parte y me lo confirmaba el hecho

de que nunca pasara nadie. Estuve meses observando cuidadosamente hasta darme cuenta de que se

trataba de un trozo de calle que había sido aislado entre las casas y aprovechado por el viejo caserón de

enfrente. En la soledad del encierro uno puede diseñar estructuras inverosímiles para mejorar un
mínimo

la calidad de vida así que, con la ayuda de mi querida esposa logré abrir un agujero en la pared que

comunicaba con la calle clausurada. Después tendimos un toldo lo cual nos permitió desmontar la
puerta

del caserón discretamente e introducirnos en él.

La entrada accedía a las cocinas aunque en aquel momento era difícil de saber ya que la maleza ocultaba

toda la pieza. Pasamos días enteros quitando enredaderas y zarzales, y eliminando hormigueros.
Tomaba

mucho tiempo desembarazarse de tanta maleza sin hacer ruido, pero, como puedes imaginar, tiempo es
lo

que me sobraba entonces. Pasaba la noche acondicionando la pieza y en las mañanas volvía a mi

escondite a descansar después de asegurarme de haber trancado convenientemente el portón de la


cocina.

Después le contaba a Rosarito lo que había visto y todo el mundo fantasmal que mi imaginación había

creado. Corría ya entonces el mito del marqués de Aguilar y su biblioteca maldita así que solo era

cuestión de inflar la leyenda para evitar que cualquier persona entrase en el edificio y descubriera mi
escondite. Fueron años malos no solo para mí. Mi querida esposa salía diariamente a buscar trabajo en
lo

que fuera para alimentarnos a la pequeña Adriana y a mí. Limpiaba casas a cambio de las sobras de

comida de la familia, de un pan o de un puñado de garbanzos picados de gusanos.

–Pero, al menos, lo pasaba bien regando el miedo entre el servicio de los caserones de las familias

pudientes –intervino Ángela–. Aquellas pobres sirvientas volvían a sus casas con el miedo metido en las

entrañas y, con tal de no pasar cerca de la casa de los Aguilar, darían un rodeo. Hasta la pobre Adriana le

tenía miedo sin saber que su padre era el único fantasma.

–Y ¿la biblioteca del marqués? ¿También era un mito? ¿No existían tales libros de encantamientos? –

preguntó Manuel.

–Oh, sí –los ojillos de Octavio se iluminaron–la biblioteca existía. Claro que existía; de hecho es esta

misma donde has sido instaurado miembro de nuestra honrosa fraternidad, pero como el resto del

edificio, estaba tomada por las hierbas y ratones. Me tomó meses limpiar y desbrozar la pieza.

–¿Y los libros? ¿Vio los libros malditos?

–Los pocos libros que se habían librado del fuego y que no fueron robados o vandalizados por, sabe

Dios, quién o cuándo, servían de nidos a las ratas y de comida a las cucarachas así que no creo que

sirvieran ni tan siquiera para un mal hechizo. Cuando terminé de limpiarla le pedí a Ángela que me

consiguiera algo de barniz o aceite para madera y pinté y restauré las estanterías. Abrillanté los suelos y

arreglé puertas y maderas de modo que terminé oculto en una biblioteca que ya la querrían para ellos

duques y marqueses. Fue entonces que concebí la idea de convertir la pieza en un museo de obras en

peligro de desaparición, en un mausoleo del conocimiento divergente, pero en mi situación era


imposible

acceder a los libros, tanto por mi reclusión como por razones económicas.

–Y aquí es donde entra mi pequeña Adrianita –añadió Ángela–, que salió tan lista como su madre y

mucho más que su pobre padre.

Adriana lanzó a su madre una mirada reprobatoria y sus mejillas se encendieron.

–En realidad ya no era tan pequeña y había crecido oyendo historias de libros prohibidos y de escritores

malditos, tanto en casa como en algunas indirectas que don José nos lanzaba en la clase de Literatura,
así

que era simplemente cuestión de atar cabos y unir puentes.


Don José asentía hundido en el sofá. –Todavía recuerdo a aquella pequeña que me cuestionaba con sus

ojillos brillantes sobre Antonio Machado y Federico García Lorca, autores prohibidos de los que ningún

maestro se atrevería a hablar. Mientras los demás chiquillos se entretenían rompiéndose el lomo en el

recreo o jugándose la merienda a los bolos, Adriana permanecía en la clase conmigo y me pedía que le

recitase “La tierra de Alvar González” o algún poema de Alberti o que le contase quién era La

Pasionaria. Yo no sabía qué hacer, si bien es verdad que conocía de memoria esos poemas y me

encantaba recitarlos para ella, por otra parte temía que lo pudiera contar a sus padres y se corriera la
voz

de que el maestro era comunista y enseñaba a sus alumnos la doctrina prohibida. Con el paso del
tiempo

me di cuenta de que era fiable y comencé a memorizar poemas para recitárselos a ella y para
convertirme

en una especie de biblioteca viviente de textos prohibidos, por si desaparecían poder volverlos a

escribir. Incluso pensé en la posibilidad de crear un batallón de memoristas, encargados de memorizar


un

libro y mantenerlo vivo hasta que la situación en España cambiara y se pudieran volver a imprimir. Claro

que no conocía a mucha gente que estuviera dispuesta a memorizar un libro; de hecho, si descontamos
a

mi buen amigo Braulio, no existía nadie que lo hiciera.

–Y entonces se le ocurrió al señor Braulio la idea de la biblioteca prohibida ¿no es así? –adivinó

Manuel.

–Efectivamente, muchacho, je, je, je. Tu fama de inteligente está bien merecida.

Manuel miraba a su alrededor y paseaba la vista entre los anaqueles brillantes, cuidados hasta el

absurdo, con todos aquellos libros ordenados escrupulosamente bajo un sistema de nombre y
apariencias

falsas que demostraba no solo la inteligencia y la imaginación de aquellos tres hombres sino, sobre todo,

la pasión y el enorme respeto que le infundían aquellos textos y aquellos autores, muchos de los cuales

yacían bajo tierra o sufrían el exilio en tierras americanas o, en el mejor de los casos, habían

permanecido en España sumidos en el más absoluto olvido como medida preventiva para no ser

represaliados.

–Los libros son el alma de un pueblo –filosofó don Braulio–, si desaparecen las letras de un pueblo,
desaparece su esencia y es fácil de manipular. Por eso nos dimos a la tarea de reunir cuanto libro

prohibido pudiésemos conseguir. No se trata de una tarea personal, es una deuda con la patria. Lo que

hoy cuesta sacrificio y esfuerzo mañana será la base de la recuperación de la memoria de España, así
que

cualquier trabajo por mantener y aumentar esta colección de libros está más que justificada.

–Pero estos libros deben de ser carísimos, especialmente si están prohibidos. No pensé que tuvieran

ustedes tanto dinero y que estén dispuestos a invertirlo en algo que puede llevarles al paredón –se

asombró el muchacho.

–Oh, no, no, no. Nada de eso. Estás muy equivocado, Manuel, ni tenemos dinero ni somos nosotros

quienes pagamos los libros, aunque, si lo tuviéramos, no dudaríamos en usarlo en tan honroso proyecto.

Pero no, no somos nosotros quienes pagamos los libros. Te asombraría saber la cantidad de personas

interesadas en mantener esta biblioteca. Gente de todas las clases sociales y culturales, ricos y pobres,

jóvenes y ancianos, incluso gente asociada al régimen franquista que considera un crimen la eliminación

de los libros de los republicanos. Hay todo un sistema de enlaces que nos permite recaudar fondos de
las

diferentes personas interesadas sin que ninguna de ellas sepa de las demás. Cada una aporta lo que
puede

y considera adecuado y con esos fondos compramos los libros y los preparamos.

–¿Ustedes mismos camuflan los libros?

–Efectivamente. Esa es la tarea de Adriana. Tiene unas manos angelicales para repujar el cuero de las

cubiertas y cubrir la portada original con la nueva. Podría ganarse la vida con ello. Y, sin embargo, lo

único que puede ganarse es la cárcel durante años si nos llegan a descubrir. Es muy valiente nuestra

Adriana.

Todos la miraron con cara de cariño a lo que ella rezongó:

–Si vais a seguir echándome flores, decídemelo para buscar un florero, ¿vale?

–No te molestes, sabes que admiramos mucho tu valor y tu empuje –continuó su madre–, en gran parte
el

alma de este proyecto eres tú pues ni tan siquiera podríamos haber empezado de no haber sido por tu

valor para buscar la cooperación de don Braulio y don José.

–En la parte de atrás de la biblioteca había un pequeño cuarto que acomodamos para poder trabajar las
cubiertas de los libros –señaló Adriana cambiando el tono de la conversación–. Allí fuimos poniendo la

maquinaria y fui aprendiendo lentamente el oficio de encuadernadora. Si quieres te lo puedo enseñar.

–Sí, me encantaría ver cómo trabajas las cubiertas –contestó Manuel.

Ambos se encaminaron hacia la puerta trasera de la biblioteca y los tres amigos permanecieron en

silencio mirándolos fijamente. Adriana se volvió con falsa molestia.

–Sé lo que estáis pensando. Dejad ya de molestar.

–Pero de qué hablas, hija, si ni siquiera os estábamos mirando

–respondió Ángela–. Anda, ve a enseñarle tus máquinas a Manuel y déjate de tonterías.

Estaban a punto de salir por la puerta cuando Manuel escuchó un ruido sordo en el pasillo.

–¿Has oído? Escuché como pasos fuera. ¿Alguien más sabe de este escondite?

–Aparte de ti, nadie. A no ser que tus amigos hayan vuelto a sus aposentos reales –bromeó Adriana.

–No, no era arriba, era un ruido de pasos aquí fuera, en el pasillo. ¿De verdad no has oído nada?

–Olvídalo, debe de ser tu imaginación o los gatos que están jugando en el corredor. ¿No será que el

miedo te hace oír ruidos? Ven, verás qué interesante.

Manuel se dejó llevar de la mano de Adriana hacia el taller, pero no pudo evitar seguir dándole vueltas

al ruido que había escuchado en el corredor. El ruido era innegablemente de pasos y si no habían sido
los

fantasmas ni los gatos ¿quién andaba husmeando en el palacio?

La noche se había cerrado y una lluvia mansa había empezado a caer sobre las plantas del patio interior

que rezumaba en la oscuridad el aliento de una selva confinada. Al otro lado de los cristales, esquivando

las luces del exterior, una sombra se pegaba sigilosa a la pared del corredor.

9-EL FURTIVO

1936

A veces, el azar te ofrece sorpresas inesperadas que te cambian la vida. Cuando estás buscando el botón

encuentras el ojal y resulta que el ojal era justo lo que tanto tiempo llevabas intentando encontrar y que

había estado todo el tiempo ahí, esperando que lo buscaras.

Desde que desaparecieron Hilario e Isabel de la majada, el grupo del comandante Merino andaba

cabizbajo y de mal humor. Pasaban los días en el monte intentando encontrar alguna pieza para comer,

pero la caza escaseaba en esa época. Los lazos que construían en las salidas de los pedregales para
atrapar conejos aparecían vacíos o rapiñados por algún zorro y los escasos ciervos y jabalíes que

quedaban en el monte parecían haber buscado refugio en otros montes, pues cada vez se divisaban
menos.

Necesitaban bajar al pueblo para conseguir alimentos y ropa: el invierno se acercaba con pasos

agigantados y las noches se iban volviendo frías y húmedas. Sin embargo, sabían que tenían que ser

especialmente cuidadosos, la Guardia debía de estar esperándolos y tendrían a Hilario y a Isabel bajo

continua vigilancia para atraparlos tan pronto intentaran ponerse en contacto con ellos. Los conocían

bien, sabían quiénes eran y tenían a sus familias amenazadas. Los conocían a todos, excepto a Octavio

que, por su condición de prófugo, podía pasar inadvertido en los alrededores. Debía ser él quien bajara,

por lo tanto. No había otra opción. A pesar del terror que le producía la posibilidad de cruzarse con los

Guardias debía aceptar la encomienda. Se lo debía a los pastores que le habían salvado la vida. No

podía negarse.

Aquella noche se reunieron alrededor de una fogata en el interior de uno de los chozos. Rumiaron los

últimos trozos de tasajo y compartieron el vino agrio que les quedaba. Le dieron las instrucciones a

Octavio de lo que debía hacer. Saldría esa misma noche, no había tiempo que perder. Lo acompañarían

hasta la línea del bosque para evitar posibles encuentros desagradables o la posible pérdida en el

laberinto de caminos abiertos por los jabalíes. Al llegar a los campos de trigales debería continuar en

solitario; un amplio camino de tierra le conduciría, rodeando los montes, hasta las afueras del pueblo.

Debía procurar no ser visto y, si lo era, actuar con naturalidad. Se haría pasar por tratante de ganado y

buscaría la casa de Hilario. Cuando la hallase, tendría que hablar en clave; nunca se sabe cuándo hay

espías o vecinos malintencionados escuchando tras las puertas. Le ofrecería comprarle tres ovejas,

Hilario entendería. Al día siguiente saldría bien de mañana y volvería por el mismo camino asegurándose

de que nadie le siguiera. Si era sorprendido, debía enfilar el camino hacia Mérida, alejándolos de los

maquis e intentándolo de nuevo una vez estuviera seguro de que nadie lo seguía. También le debía dejar

dos cartas, una para Hilario y otra para Isabel. Aunque las cartas estaban escritas en lenguaje cifrado, si

se veía amenazado de ser apresado, debía deshacerse de ellas.

–Si la guardia civil descubre el engaño, intentarán sacarte información –añadió Merino–, te preguntarán

por nuestro escondite, intentarán obligarte a que les lleves hasta nosotros. Te torturarán, lo sabes

¿verdad?
Octavio perdió la mirada entre las llamas y recuperó todos los horrores que pensaba haber olvidado.

–Lo sé. No os preocupéis. Ya he pasado por eso. No hablaré.

–Confiamos en ti, furtivo –Merino puso una mano enorme en el hombro de Octavio–. Todo saldrá bien,
ya

verás.

Hicieron el camino en silencio hasta la salida del bosque. Delante de ellos se abría el enorme llano con

los restos de la paja cortada al final del verano. El sol había quemado los rastrojos y la lluvia había

abierto cicatrices en la tierra dándole un aspecto triste, de mendigo sin afeitar. Octavio abrazó a sus

compañeros y enfiló por un camino ancho y minado de charcos. No sabía si los volvería a ver.

El pueblo se arrellanaba a la sombra de un castillo desvencijado que en otro tiempo sirviera de baluarte

contra los árabes. Había pertenecido a la ilustre familia de los Figueroa, duques de Feria y era solo uno

de los muchos que se alineaban a lo largo de la sierra de Monsalud (Nogales, Salvatierra, Salvaleón,

Feria, Burguillos…) creando un cerco difícil de cruzar, ya que desde lo alto de la torre del homenaje de

un castillo podía divisarse el siguiente, cualquier intento de acercarse a uno de los castillos era

interceptado y comunicado inmediatamente de castillo en castillo de manera que en poco tiempo se


podía

formar un ejército poderoso que rechazase el intento de conquista de los invasores. En esa capacidad de

comunicación rápida se fundamentaba el éxito del sistema defensivo castellano. Desde un otero,
Octavio

veía algunas luces todavía encendidas y se preguntaba si una de ellas correspondería a la casa de Hilario

e Isabel.

Entró en el pueblo por una ancha cañada que comunicaba con las primeras casas del pueblo,

generalmente pajares y establos desde donde algún mastín le amenazaba. Siguiendo las indicaciones de

Merino llegó al inicio de una calle empedrada que serpenteaba hacia la iglesia. Una casa encalada con

una imagen del Cristo del Gran Poder en chapa sobre su puerta le indicaba que era la residencia que

buscaba. Se paró frente a la puerta e intentó escuchar algo que le confirmase lo que estaba buscando,

pero no oyó nada. Llamó a la puerta golpeando con los nudillos; primero suavemente y después un poco

más fuerte. Del interior le llegó la voz de una mujer.

–Ya va. Un momento.

Octavio miró a su alrededor asegurándose de que nadie lo había visto y esperó a que abriesen.
Una mujer joven con cara de sorpresa le abrió la contrapuerta. Era Isabel.

–Soy el tratante de ganado. Vengo a buscar las ovejas –mintió Octavio intentando que el tono de voz no
le

delatara.

–Pase usted –Isabel le abrió la puerta y lo dejó pasar como si se tratara de un desconocido–. Mi padre

está dentro.

La casa era pequeña, pero confortable. El pasillo, de tierra batida, se alargaba hasta lo que parecía ser

una salida al patio. Isabel lo condujo hasta una pieza al fondo a la izquierda donde se encontraba Hilario

sentado junto al fogón.

–Padre, tiene visita.

Hilario se levantó sin saber qué decir. Octavio lo cortó.

–Buenas noches. Soy el tratante de ganado. Vengo por lo que hablamos.

Hilario lo invitó a sentarse junto a él y pidió a Isabel que trajera un plato con guiso caliente que Octavio

agradeció en el alma. Mientras, hablaba casi en un susurro con el pastor.

–Merino me mandó venir a buscar comida y ropa. Me dio unas cartas para ti y para Isabel.

A Isabel se le iluminó la mirada y se acercó diligente a recoger el papel que Octavio le ofrecía. Se sentó

junto al fuego y leyó detenidamente. Los ojos se le inflamaron mientras leía. Hilario le contó lo sucedido

con los Guardias.

–Tienes que tener mucho cuidado, los Guardias nos vigilan día y noche. Esperan que Merino venga para

cazarlo y darle muerte. ¿Estás seguro de que no te siguió nadie?

Octavio afirmó con la cabeza. –Nadie me vio. Estoy seguro.

–Aquel día llegaron y destruyeron todo –recordó Hilario–. Se llevaron las ovejas y las cabras y mataron

al pobre Bartolo. Estaban como locos. Querían saber el refugio de Merino a como diese lugar. Pensaban

que nosotros lo conoceríamos. Me golpearon con la mano, luego con el puño y, cuando se cansaron, me

golpearon con la culata del fusil. Como vieron que no hablaba, amenazaron con ultrajar a Isabel.

Afortunadamente yo no sabía dónde se escondía Merino, pues de lo contrario, creo que habría
terminado

por delatarlo para evitar que le hicieran daño a la pobre Isabelita.

–Malditos desgraciados –Octavio apretaba las mandíbulas reprimiendo el odio.


–Finalmente se dieron cuenta de que no sabíamos nada y nos dejaron, pero antes de irse se llevaron
todo

el ganado y prendieron fuego a los chozos. Tuvimos que volvernos al pueblo. No había nada que

pudiéramos hacer allí. Ahora sabemos que estamos vigilados, pero, al menos, sobrevivimos. No nos

queda mucha comida, pero os daremos algo.

–Cualquier cosa que nos deis será agradecida.

–Lo sabemos. Dile a Merino que lleve cuidado. Tiene al ejército detrás y se rumorea que piensan dar una

batida grande próximamente.

–La cosa está cada vez más difícil, pero nos las arreglaremos. Ahora tengo que irme. No quisiera

poneros en peligro.

–Mejor espera a que sea más tarde y no haya nadie en las calles. Si te vieran salir de la casa levantarías

sospechas.

–Padre, ¿no va a contarle lo de Antón? –intervino Isabel.

–Ah, es cierto, se me olvidaba. Esto te interesa especialmente a ti, furtivo. Es con relación a tu familia.

Octavio alzó la cabeza como accionada por un resorte. –Mi familia ¿es que sabéis algo de ella?

–Bueno, no es nada seguro, pero pensamos que pueda ayudarte –continuó Isabel–. Antonia es una
buena

amiga, una camarada, ¿sabes? Su marido fue abatido en el frente y a ella la apresaron y estuvo un
tiempo

encerrada. Allí conoció a otras mujeres que sufrieron la misma suerte que ella y, al parecer, conoció a

una mujer llamada Ángela que tiene mucho parecido con tu esposa, según me la describiste, y con la

situación que tuvo que padecer.

–¿Habría alguna forma de que yo pudiera hablar con esta mujer?

–No sé, no lo creo, es muy peligroso. Recuerda que salió hace poco de presidio y su marido fue

combatiente republicano. Es vigilada continuamente por los Guardias. Además, nos contó todo lo que

sabía. Al parecer, salió por las mismas fechas que ella y le contó que tenía pensado refugiarse en un

pueblo cercano, en la casa de unos tíos que la acogerían. Sus padres no quisieron saber de ella por andar

con un republicano. Según decía, se avergonzaban de ella. Si la información fuera cierta, tal vez

podríamos conseguir más noticias: dónde vive, la calle, la casa y ayudarte a encontrarla.

Octavio revivió en unos instantes las angustias de Ángela ante la negativa de sus padres de relacionarse
con un republicano. Nunca pensó que pudieran llegar hasta el punto de renegar de ella, de negarle el

apoyo a una hija ante una situación tan desesperada como la que atravesaba su mujer. Para él no era
más

que una diferencia de pensamiento, pero esa diferencia se traducía en una interpretación de la vida y de

las relaciones humanas y en unos episodios repudiables llevados a cabo por el odio y el deseo de

venganza de algunos republicanos. Recordaba a Ángela llorando mientras le explicaba las razones de sus

padres. “No se trataba solamente de que tuviera unas ideas políticas diferentes,” alegaban ellos. “Se
trata

de que es un republicano, Ángela, uno de esos parásitos que defienden el reparto de tierras para vivir a

costa de los demás, que pretenden quitarnos lo que es nuestro por derecho y donde hemos vivido toda

nuestra vida. Recuerda lo que le hicieron a tus tíos: llegaron al cortijo en la noche, los sacaron de la

cama sin más explicaciones que los empujones y gritando que ahora esas tierras pertenecían al pueblo y

ellos no tenían derecho a vivir allí. Les obligaron a servirles la comida que tenían guardada en la

despensa para los tiempos malos que se avecinaban… en su propia mesa, Ángela, como si fuesen

criados. Comieron y bebieron hasta emborracharse y cuando ya no pudieron más tuvieron la


desfachatez

de ultrajar a tu prima. ¿Es eso lo que quieres para tu familia? ¿Cómo vas a criar a tus hijos con un
hombre

que defiende quemar las iglesias y matar a los curas? Tienes que abrir los ojos, Ángela, tienes que ver el

monstruo con el que te quieres casar.” Octavio recordaba la expresión de angustia de Ángela explicando

las razones de sus padres.

Los padres de Ángela nunca entendieron que defender ideas republicanas no significaba estar de
acuerdo

completamente con la Reforma ni, mucho menos, ser ateo y matar curas. Dentro de los republicanos
había

muy diferentes posturas, pero solo se conocían las más radicales. ¿Por qué no podían ver sus padres que

con lo que él estaba de acuerdo era con un reparto equitativo de los bienes de producción y que los

obreros pudieran disfrutar del fruto de su trabajo sin ser explotados por el patrón? Es fácil de entender

para cualquiera que no sea patrón, pero los padres de Ángela eran terratenientes, así que no lo

entenderían nunca; de hecho, no les interesaba entenderlo. Pero qué podía importar ahora eso. Lo

importante era que estaba cerca y podía reunirse con ella. Octavio durmió esa noche pensando en su
mujer y creyó sentir algunas sensaciones que había perdido hacía tiempo: la emoción placentera de vivir

una vida normal con su esposa, trabajando para poder llevar comida a su casa.

Esa madrugada lo despertó el chirrido de la puerta al abrirse. Entre penumbras entrevió a Hilario e

Isabel alumbrados por una palmatoria. Venían acompañados de un hombre y a pesar de que la luz era
muy

tenue, el uniforme verde aceituna y el brillo del tricornio en la mano le indicaron que se trataba de un

guardia civil.

10-EL GUARDIA CIVIL Y EL FURTIVO

La primera intención de Octavio fue la de huir. Se sentía traicionado por los pastores. Aquel guardia civil

probablemente había sido avisado y entraba a apresarlo; la casa estaría rodeada y estarían esperando a

que intentara huir para abatirlo a tiros y justificar su muerte en el intento de escapar. El terror lo había

paralizado. Miraba la ropa oscura y bien planchada del Guardia que contrastaba con los harapos de los

pastores. Isabel lo tranquilizó.

–No te asustes, Octavio. Gabriel es un amigo. Él sabe de tu familia y puede ayudarte a encontrarla.

Los ojos de Octavio no parpadeaban. No daba crédito a sus oídos y todavía parecía debatirse entre creer

a Isabel y huir saltando por la ventana.

–Mucho gusto –Gabriel le tendió una mano ancha y noble.

–Gabriel es hermano de la amiga que te comentamos. La que estuvo en presidio con Ángela –añadió

Isabel.

–Mi hermana es vigilada continuamente. Sería una locura tanto para ella como para usted que llegara a

esta casa. Los militares la vigilan día y noche, pero yo puedo moverme con libertad, de mí no desconfían

y ella me contó todo sobre su esposa.

La actitud de Octavio se fue relajando al pensar en la posibilidad de ver a su querida Ángela. El hombre

del uniforme se sentó en un taburete al lado de la cama de Octavio.

–Mi hermana sufrió mucho en presidio. La encerraron injustamente, solamente por estar casada con un

republicano, pero ella no hizo nada; ella no entiende nada de republicanos y nacionales, solo de cuidar a

sus hijos, cocinar y limpiar la casa. Yo soy nacional, como puede imaginar por este uniforme, pero hay

cosas que son injustas vengan de donde vengan y encerrar a mujeres simplemente por estar casadas
con
republicanos, no me parece que habla bien de nadie.

–Ella ¿conoció a mi esposa? –la voz de Octavio temblaba.

–Ella compartió celda con una mujer llamada Ángela, de un pueblo de Cáceres, hija de un hacendado

franquista que apoyó con dineros e influencia la causa nacionalista. Pensamos que muy bien podría

tratarse de su esposa. Ella le contó a mi hermana que su esposo era maestro en las Misiones
Pedagógicas.

–¿Sabe si tenía una hija llamada Adriana?

–Tenía una hija, sí, pero no sabría decirle el nombre. Me parece que las posibilidades de que sea su

esposa son muy altas, pero siempre hay un margen de riesgo. Puede que no se trate de ella. Eso tendrá

que averiguarlo usted. Yo cumplo con decirle lo que me contó mi hermana.

–Por supuesto –añadió Octavio–, y se lo agradezco enormemente –Octavio se había puesto de pie y

apoyaba una mano en el hombro del Guardia–. Entiendo el riesgo que corre al venir aquí a hablar

conmigo y el enorme favor que me hace de manera desinteresada.

–Bien –cortó el Guardia–. La mujer de la que hablo vive en un pueblo cercano a este, a unas doce leguas.

Su padre intercedió para que la sacaran de prisión, pero no aceptó refugiarla en su casa; la
desheredaron

y rechazaron. Encontró refugio para ella y su hija en la casa de unos parientes. De esto hace meses, no

sabemos si todavía seguirá allí.

Octavio partió esa misma noche. Le dieron un talego con comida que se terció sobre el pecho y salió a

buen paso hacia el monte. Quería terminar su trabajo y emprender la marcha en busca de su esposa e
hija.

El cielo era una lámina de cobre en el occidente cuando dejó las últimas casas del pueblo y se adentró
en

el camino enfangado. El bronce monótono de las campanas de la iglesia le despidió. Se iba con una

esperanza que le devolvía el valor y la razón de existir; con suerte pronto estaría con sus seres queridos
y

nunca más se separarían.

11-EL TALLER DE ENCUADERNACIÓN

El cuarto donde Adriana preparaba las cubiertas de los libros había sido en tiempos más felices la
cocina del caserón y todavía sus paredes parecían rezumar aromas de comidas servidas en grandes

banquetes hacía años. Manuel paseaba la vista y creía ver las estanterías repletas con la vajilla de

porcelana, las presas de cacería colgando de ganchos junto al gran fogón donde se cocinaba un plato

espeso y condimentado sobre las trébedes, recibiendo el fuego de una hoguera de encina. Aquí y allá

liebres colgando de las patas, perdices de colores brillantes esperando a ser desplumadas, incluso algún

ciervo o jabalí a medio desollar esperaba con mirada triste a ser fileteado. El gran fogón ocupaba

todavía todo el fondo de la pieza y bajo su campana podían reunirse varias personas mientras
cocinaban.

Las mesas con el tope de mármol que entonces sirvieran para cortar verduras y deshuesar las presas

estaban ahora ocupadas por diferentes tipos de pieles y telas destinadas a cubrir y enmascarar los libros

ocultos.

Adriana miraba con detenimiento a Manuel mientras este desplegaba su imaginación sobre el cuarto.

–Ya veo que te gusta mi taller –Adriana sacó de su ensimismamiento a Manuel.

–Es fabuloso. Toda esta casa parece un cuento de castillos medievales. La biblioteca, esta cocina

convertida en taller de encuadernación... parece un mundo tan lejano y sin embargo está justo ahí, al
lado

de tu casa y de la mía, escondida en su riqueza monumental y ajena a la miseria que la rodea. ¿No te

parece increíble?

–Sí, es increíble –respondió burlonamente Adriana acercándose a Manuel y cogiéndole por las manos–,

pero no hemos venido aquí a admirar la opulencia de la cocina, ¿verdad?

–Es verdad –despertó Manuel sintiendo que el pulso se le aceleraba y el corazón le daba un vuelco–,

vinimos a ver tu trabajo. Explícame cómo lo haces, por favor… ¿estas son las pieles que usas en las

cubiertas?

Adriana acercó su cara a la de Manuel y se quedó fijamente mirando sus ojos. Podía sentir la respiración

acelerada del muchacho, pero eso no la hizo retroceder. Al contrario, acercó sus labios a los de él y

esperó a que él actuase. Manuel no sabía qué hacer. Nunca había estado en una situación similar ni
había

besado a ninguna chica. A pesar de su deseo de besarla, le producía pánico no saber hacerlo bien y

quedar como un tonto. Lentamente se acercó y rozó con sus labios los de Adriana. Los sintió dulces y

suaves, creyó marearse con el aroma de su cabello y el roce de su piel. Se separaron y se miraron
brevemente a los ojos. En ese segundo, que le pareció infinito, se vio reflejado en los ojos de la chica, se

vio con ella y en ella, no durante un segundo o un año, sino durante toda su vida; dejándose reflejar
como

en un sueño. Dejó que su mano reposara en la cintura y bajo el traje sencillo de Adriana pudo sentir su

piel tersa y suave. La atrajo dulcemente hacia él y volvió a besarla; esta vez con un poco más de presión,

sintiendo sus labios, atreviéndose apenas a pellizcar con los dientes la pulpa de sus labios, tocando

apenas la punta de su lengua. Si este era el premio que recibía por las heridas de la batalla, ahora

entendía que el Guerrero del Antifaz estuviera en continuas batallas. Por un momento pensó en las

escenas finales del cómic, pero enseguida se olvidó para disfrutar del momento. Se oían ruidos fuera,

pero nada importaba en aquel momento; solo los labios de Adriana.

Cuando se separaron, Manuel sentía que conocía a Adriana de toda la vida, como si siempre hubieran

estado juntos, como si nada nuevo hubiera ocurrido en esa noche. Se sentaron sobre una de las mesas
de

mármol.

–Así que esto es lo que hace a los hombres buscar a sus mujeres por medio mundo y no descansar hasta

encontrarlas, ¿eh? –comentó Manuel.

–Efectivamente, esto es. Y lo que hace que una mujer espere a su hombre durante media vida –contestó

Adriana apoyándose en su hombro.

–Esto es lo que llevó a tu padre a buscar a tu madre en este pueblo perdido. ¿La encontró con facilidad?

–Nada ha sido fácil para mis padres. Cuando se despidió de Hilario e Isabel, mi padre regresó hasta la

majada dando vueltas por el monte y asegurándose de que nadie le seguía. Tuvo que esperar un día en
el

chozo mientras los hombres del comandante Merino comprobaban que no había ninguna trampa. Les

entregó la comida y las cartas y al día siguiente se encaminó hacia el lugar que le habían indicado. No

estaba muy lejos; a un par de jornadas de camino, pero en su corazón sentía que le separaba un abismo.

Cuando regresaron al salón, los demás los estaban esperando. Se habían ordenado como si estuviesen

posando para una fotografía, uno de esos daguerrotipos antiguos que reproducían imágenes en color
sepia

lo cual ayudaba a envejecer a sus modelos. Sentados en un chiffonnier, Octavio y Ángela estaban

cogidos de manos y esperando atentos el imaginario fogonazo. A sus espaldas, don José y el señor
Braulio apoyaban sus manos en el respaldo del mueble y miraban a los recién llegados con austeridad.

Octavio se detuvo a observar la imagen.

–¿Qué ocurre? ¿Estamos esperando la llegada de alguien importante? ¿Hay alguna otra sorpresa que
me

depare esta noche prodigiosa?

Adriana tomó asiento al lado de la pareja y cruzó las manos en ademán de pose fotográfica. Don José le

ofreció con un gesto el asiento frente a ellos. Dudó un segundo y obedeció. No sabía si iba a ser juzgado

o premiado. Miró a su alrededor en busca del fotógrafo con la cabeza hundida en un trapo negro y

dispuesto a perpetuar el momento histórico. No había tal fotógrafo.

–Querido Manuel –comenzó don José cortésmente–, a pesar de que para ti nuestro encuentro parezca

fortuito y empieces a conocernos, queremos que sepas que nada en el proceso que culmina en esta
noche

ha sido dejado al azar y que, por lo tanto, nosotros te conocemos desde hace mucho tiempo y sabemos
tus

virtudes y debilidades.

Por las palabras del maestro, Manuel se inclinó a pensar que estaba siendo juzgado.

–Es por eso que te hemos traído hasta aquí y te hemos abierto nuestro corazón y tratado como uno de

nosotros.

–Y yo les agradezco enormemente su confianza depositada en mí –respondió un titubeante Manuel.

–También es por tus cualidades que hemos pensado en ti para llevar a cabo un proyecto de enorme

importancia y que solamente tú podrías llevar a buen puerto.

–¿Yo? ¿Un proyecto importante? ¿De qué se trata?

–Como bien sabes –continuó ahora la voz arratonada de don Braulio–, nuestras facultades físicas están
un

poco… ¿cómo diría?... deterioradas; eso es. Somos viejos, cojos, débiles… el tiempo y el sedentarismo

nos han postrado en una situación poco favorable físicamente por lo que, a pesar de ser plenamente

funcionales para llevar a cabo aventuras intelectuales, no lo somos tanto para las físicas.

–Creo que deberíamos cortar los rodeos y explicarle a nuestro amigo lo que necesitamos de él –cortó

Octavio.

–Sí, por favor, porque estoy completamente perdido.


Se miraron unos a otros y al final las miradas se posaron sobre Adriana, que tomó la palabra.

–Mi padre lleva casi veinte años encerrado en esta mazmorra. Aunque sea un palacio, la falta de libertad

deprime a cualquiera y no deja de ser una prisión. Tal vez una prisión de lujo, pero prisión al fin y al

cabo. Por otra parte, no podemos descartar la posibilidad de que los vecinos se entere y lo denuncien a

las autoridades. Si llegasen a hacer un registro sería el final de la biblioteca y, en el peor de los casos, de

la escasa libertad de mi padre. Por ello, hace tiempo que venimos considerando la posibilidad de sacarlo

de aquí.

–Pero eso es muy peligroso. Ustedes mismos han confesado que las carreteras están repletas de policías

que lo detendrían y meterían en prisión.

–Por supuesto es una empresa arriesgada, eso no lo dudamos

–añadió Octavio mirando a su esposa– pero creemos que el riesgo merece la pena si la recompensa es la

libertad. Lo hemos sopesado muchas veces, hemos contemplado las diferentes posibilidades y estamos

seguros de que es la mejor opción. No podemos seguir esperando una amnistía que nunca llegará o que

solo sirve para sacar topos de sus cuevas y fusilarlos como ocurrió en el 45.

–Todo eso me parece muy bien –dijo Manuel–, pero ¿qué puedo hacer yo al respecto?

–Existe un núcleo de resistencia con el que mantenemos contacto esporádico –explicó Octavio–. Son

unos cuantos maquis que sobrevivieron a la represión de aquellos años y viven disfrazados de personas

normales: tenderos, panaderos, peones agrícolas… con identificación falsa y vidas ocultas en la

monotonía, en pueblos anónimos, esperando tiempos mejores en los que poder organizar la resistencia
y

acabar con el dictador. Ellos pueden conseguir pasaportes e identificaciones falsas que me permitan
salir

del país, pero haría falta reunirse con ellos, encontrarse en un lugar seguro y perdido donde no llegue

nadie ni puedan sospechar y así, hacernos con esos documentos. Es la parte más complicada; después

puedo viajar a Portugal o Francia y, de allí, saltar a Puerto Rico donde hay un grupo importante de

exiliados españoles que me recibirían como a un compañero. Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas,

incluso María Zambrano, la filósofa con quien colaboré en las Misiones Pedagógicas. Según me cuentan,

el rector de la Universidad de Puerto Rico, Jaime Benítez está colaborando con el Gobierno en el exilio

contratando profesionales para su institución. Sería volver a vivir de verdad, tener libertad, respirar el
aire libre, poder decir a la gente mi nombre sin temor a ser acusado, perseguido, juzgado, condenado.
No

sabes lo que eso significa para mí.

La habitación se cargó con un silencio tupido.

–¿Y ustedes han pensado que yo…?

–Eres la persona idónea, Manuel –añadió Adriana–. Eres valiente y fuerte; ágil e inteligente. Además, no

irías solo. Yo te acompañaría.

La oferta no pareció animar mucho al muchacho, incluso con el aliciente de la compañía. El no sentía esa

confianza que sus amigos le atribuían y no conocía nada del complejo mundo de maquis, topos, rebeldes

y toda esa jerigonza que venía a conocer en ese momento. Tomó aire pesadamente.

–Pues… sinceramente, no sé qué decirles.

Todos se miraron con aire consternado sin hablar. La carcoma aprovechó el silencio para hacerse notar

con más fuerza.

CUARTA PARTE:

EL ÚLTIMO COMBATE DE

EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

1-EL CAMINO

Oculto tras la ventana, Manuel podía ver un camión cargándose de cajas de fruta bajo la luz mortecina
de

una farola. Un hombre con un tonel por barriga subía las cajas mientras los brazos musculosos de otro,

que no alcanzaba a ver claramente, las recogía y las apilaba unas encima de otras, todas bien ordenadas

bajo el toldo de lona que cubría la fruta de la lluvia. En su trabajo silencioso, ordenado, se aseguraban
de

dejar un estrecho pasillo para poder salir y ¿cómo no? para permitir la entrada de los chicos que irían

escondidos entre la mercancía en un hueco dejado para tal menester. Comenzaba a llover.

Cuando hubieron terminado regresaron a la cabina y encendieron el motor que ronroneaba despidiendo

una leve nube de humo blanco por el tubo de escape. Esperaron durante unos minutos hasta que
sintieron

que alguien saltaba en el interior y se escondía entre las cajas. El conductor acomodó su enorme barriga

bajo el volante e introdujo con esfuerzo una velocidad. El camión dio un saltito, como si le hubieran
hecho cosquillas en las bielas e inició una marcha lenta trastabillando sobre los adoquines. En la parte
de

atrás, el olor dulzón de la fruta madura se mezclaba con el olor acre del gasóleo. Los ojos de Manuel

buscaron en la oscuridad la presencia esquiva de Adriana.

–Buenos días, Guerrero. ¿Listo para la próxima aventura?

–bromeó Adriana desde detrás de las cajas de fruta.

–Buenos días. ¿Tengo otra opción?

–Me temo que ya es demasiado tarde para otras opciones. Este trasto viejo no parece que tenga marcha

atrás.

El hueco que ocupaba Adriana parecía haber sido hecho pensando en el laberinto de Creta. Daba varias

vueltas y al final estaba ella. Manuel se acercó y se sentó a su lado. El perfume de su pelo se unió ahora

al concierto de olores, pero sirvió para tranquilizarlo un poco.

–¿No tuviste problemas en casa para salir a estas horas?

–preguntó Adriana aunque ya imaginaba la respuesta.

–No. En casa nadie se entera de cuando entro o salgo.

–Lo siento.

–Oh, no te preocupes. A veces es bueno no tener a alguien que se preocupe por dónde estás ni adónde

vas. ¿Puedo saber ahora adónde vamos? –preguntó limpiando un melocotón y llevándoselo a la boca.

–Por supuesto. Ahora puedo decírtelo ya que estás metido en este asunto hasta el tuétano; tendrás que

perdonar nuestra cautela. No podíamos revelártelo por tu propia seguridad. Si alguien se hubiera

enterado, podrías correr la misma suerte de mi padre.

–Empiezo a acostumbrarme a la clandestinidad. Acabará por gustarme, ya verás.

–Tal vez al principio –rio Adriana mirándolo a los ojos–, pero te aseguro que después de un tiempo la

soledad se vuelve monótona y deprimente. Pues bien, nos dirigimos a un antiguo hospital de
tuberculosos.

–Bonito lugar.

–Se llama “Las Pollatas”. Es un lugar abandonado y bastante lúgubre en lo alto de un monte. Es el lugar

perfecto para curarse de una enfermedad de los pulmones: el aire es puro, no hay distracciones ni

posibilidades de contaminar a nadie. También es perfecto para pasar inadvertido. Nadie va a ese lugar.
Al igual que el caserón de los Aguilar, está plagado de fantasmas; en este caso los fantasmas de los

enfermos muertos de tisis.

–Muy interesante –ironizó Manuel–. ¿Has estado allí alguna vez?

–No, no he ido nunca. A menos que sea absolutamente imprescindible, no frecuento ese tipo de lugares,

pero tengo memorizado el plano del edificio, así que estoy segura de que no nos perderemos en el

laberinto de pasillos y habitaciones del lugar.

–Estos dos gorilas al menos nos protegerán si sale algún fantasma con malas intenciones –comentó

apuntando a la cabina del camión.

–Ni lo sueñes. Esos dos no saben nada de nada. Su función es llevarnos hasta el portalón de la finca y

largarse. Ni tan siquiera nos acompañarán hasta la puerta del hospital.

–Ahora sí que se pone la cosa interesante.

–El edificio fue adquirido junto con la finca por un terrateniente del lugar cuando cayó en desuso y

anexionó la finca a la suya sin tan siquiera preocuparse por limpiar el caserón. Tapió las puertas y

ventanas y dejó encerrados muebles, recuerdos, fantasmas y virus. Hoy solamente se acercan al hospital

las ovejas y algún que otro mastín buscando la sombra de sus muros.

–Y, si están tapiadas todas las puertas y ventanas, ¿cómo tendremos acceso nosotros?

–Nuestros contactos deben abrir un paso en una ventana de la torre del ala este, el resto, como te dije,
es

un laberinto de pasillos y salas que llevo en mi mente tatuado. No te preocupes por eso. Una vez los

encontremos es cuestión de minutos. Ellos nos entregarán una bolsa con los documentos y saldremos
por

el mismo lugar que entramos. Volvemos a la carretera donde nos dejará el camión y andamos un par de

kilómetros por un camino paralelo hasta llegar al punto donde debe de estar el camión esperándonos.
Los

contactos esperarán una hora para salir del hospital evitando así levantar sospechas y para servirnos de

guardaespaldas en caso de que ocurriese cualquier eventualidad. Como puedes ver, está todo bajo

control.

–Al menos en teoría. Esperemos que todo salga como está previsto y mañana estemos celebrando el
éxito

de la operación y el inicio de la libertad de Octavio.


–Hombre de poca fe –se burló ella–. Llevamos años preparando esta operación. Danos, al menos, el

beneficio de la duda. Ya verás que todo sale bien. Ven aquí, abrázame y disfruta el viaje.

Después de todo –pensó Manuel– la aventura le permitía estar cerca de Adriana y eso valía la pena los

riesgos que debía pasar. Pensó en el Guerrero del Antifaz y los riesgos que enfrentaba continuamente

para ganarse el amor de Ana María. Al parecer así era la vida: el que algo quiere, algo le cuesta.

El camión cogió cierta velocidad y el ruido del motor reveló que habían salido del pueblo y se

adentraban en una carretera comarcal. Por entre las rendijas veían alejarse entre la lluvia las pocas luces

amarillentas del pueblo. La aventura no había hecho más que empezar.

2-LOS NIÑOS DE LA GUERRA

El continuo saltar del camión tenía cierto aliciente para nuestros héroes que sentían como sus cuerpos
se

acercaban más con cada hoyo que no lograba esquivar. Se estaba cómodo en aquel trasto después de

todo: era cálido y el olor de la fruta le daba un aire de selva tropical a lo cual se añadía el encanto del

aroma del cabello de Adriana y la suavidad de sus manos. Muy parecido al Paraíso terrenal, con
manzana

incluida. Manuel no tenía ningunas ganas de llegar. Sin embargo, en medio de tanta felicidad se sintió,
de

alguna manera, culpable por tenerlo todo mientras tantos compatriotas sufrían de hambre y abandono.

Pasaron por su mente, como fantasmas, los retratos colgados en el pasillo del caserón de los Aguilar.

¿Quiénes eran esos niños conservados en imágenes como insectos en formol que adornaban la galería

inferior del caserón? Si al principio había pensado que serían las víctimas del marqués, ahora que se

había develado el misterio del hechicero fraudulento no sabía qué suerte, –la imaginaba terrible–,
podían

haber tenido los niños. Adriana lo sacó de sus pensamientos.

–Estás muy pensativo. No es bueno pensar demasiado antes de entrar en acción. El pensamiento nos
resta

capacidad de reacción y, en estos momentos, actuar es lo que más necesitamos.

–Pensaba en los retratos de la galería –respondió como ausente–. Todos esos niños ¿quiénes son?
Parece

un recuerdo macabro de alguna carnicería. ¿Sabes quién los puso allí?

–Ah, los retratos. Les llamaban los niños de la guerra. Cuando estalló la Guerra Civil, para evitar el
sufrimiento y la muerte de miles de niños inocentes, el Gobierno de la República firmó una serie de

acuerdos con diferentes países que la apoyaban para recibir temporalmente a todos esos niños y

mantenerlos seguros hasta que terminara el conflicto. Después regresarían y se reunirían con sus
padres,

al menos con aquellos que hubieran sobrevivido a las matanzas de Franco. Conforme las tropas

franquistas se iban acercando a las ciudades, se fletaba un tren cargado de niños con destino a
diferentes

lugares de Europa y América. Muchos acabaron en Rusia, otros en Bélgica o Alemania y muchos otros

cruzaron el océano y terminaron en Méjico o en Cuba.

–Qué destino tan terrible tener que separarse de sus padres sin saber si los volverían a ver.

–Todo en esta guerra fue terrible, pero cuando el horror se ceba en los niños, la crueldad es aun más

espantosa. La cuestión es que se marcharon llorando, arrancados de los brazos de sus padres que les

prometían ir a buscarlos tan pronto se garantizara la paz, pero lo terrible es que la situación no se

estabilizó nunca y aún hoy día, veinte años después los niños siguen viviendo en el extranjero,

acomodados en mayor o menor medida a la nueva vida que les tocó vivir.

–Pobres chavales.

–En realidad ya dejaron de ser chavales. Algunos se fueron con seis o siete años y hoy tienen 26 o 27.

Han vivido toda su vida en otro país esperando la llegada de sus padres que nunca se dio. A veces,

algunos padres reciben cartas de ellos en las que cuentan sus infortunios. Algunos les acusan de traición

por faltar a su palabra, pero la mayoría ya se olvidó de sus padres. Tuvieron que hacerlo para poder

sobrevivir.

–¿Ninguno pudo regresar a España?

–Que nosotros sepamos, no. Los contactos con la España de Franco se cortaron tan pronto terminó la

guerra y después ya no había dinero para hacerlos regresar y, en muchos casos, no se conocía el
paradero

de los padres. Poco a poco se fueron olvidando de los niños de la guerra. En Rusia el gobierno los

destinó a las estepas heladas de Siberia para poblar esa zona desierta. En Méjico les llaman “Los niños

de Morelia” porque estuvieron destinados en esa ciudad. El gobierno de Lázaro Cárdenas los acogió con

bandas de música y construyeron una ciudad para ellos con escuelas y talleres donde podían aprender

diferentes oficios con los que ganarse la vida cuando salieran a la vida real, pero, como en los otros
casos, el dinero se acabó y los gobiernos que le sucedieron se olvidaron del asunto.

Cuando las tropas se acercaron a Cáceres, el gobierno municipal fletó un tren. Mi padre estuvo allí el día

de la salida. A los niños se les hacía un retrato para poder reconocerlo cuando regresaran al final de la

guerra. Por eso los niños aparecen retratados con esa seriedad de adultos tan ajena a los niños de su

edad. En algunos casos era imposible que dejaran de llorar para tomarles la foto y aparecen
desfigurados

por el llanto, imposibles de reconocer. De todas maneras, como sabes, no hicieron falta los retratos

porque nunca regresaron. Ya sabes que mi padre está obsesionado con homenajear a todos los que
sufren

así que se le ocurrió la idea de cubrir las paredes de la galería con los retratos de los niños de la guerra

que salieron aquel día entre llantos y promesas y no regresaron nunca.

–¿Sabes? Hay algo que no acabo de entender y es ese conocimiento que tenéis de todo lo que ocurre

dentro y fuera de España ¿Cómo podéis tener toda esa información? Parece que tuvieseis contactos en

todo el mundo.

–De alguna manera, todos los exiliados estamos en contacto, a pesar de los medios de represión del

gobierno franquista. Hay compañeros que arriesgan sus vidas para confeccionar un periódico que hacen

llegar a todos los interesados y donde nos ponen al corriente de lo que le ocurre a los hermanos

republicanos dentro y fuera de España. De hecho, las fotos nos las hicieron llegar ellos, pues las iban a

quemar para evitar posibles represalias sobre los padres. Mi padre pidió que se las dieran para construir

ese altar a la memoria de los niños. Por eso te decía que, aunque parezca que estamos solos, estamos

todos juntos y esa fuerza nos ha de servir para sacar algún día al tirano de España.

–Ojalá así sea. ¿Es a través de esos republicanos que tu padre piensa salir del país e instalarse fuera?

–Sí. Como te comentó mi padre, piensa salir a Portugal o a Francia y, desde allí, viajar en barco a Puerto

Rico. Allí el grupo de exiliados que se encargan de recibir y dar acogida a los huidos del régimen de

Franco les ayudan en tanto se independizan económicamente. Mi padre podría dar clases en algún

colegio, recuerda que él es maestro.

–Y ¿vosotras?, ¿tu madre y tú?, ¿qué pensáis hacer? –la voz de Manuel se debilitó momentáneamente
al

pensar en la posibilidad de no volver a ver a Adriana.

–Nosotras esperaremos un tiempo hasta que mi padre se instale y consiga un lugar adecuado para los
tres… pero hasta eso falta todavía mucho tiempo –Adriana reposó su cabeza en el pecho de Manuel.

Podía sentir el corazón acelerado de su compañero.

–Quizá puedas venir a visitarnos algún día –añadió ella esperanzada.

–Claro… tal vez –Manuel nunca había considerado vivir en ningún otro lugar que no fuera su pueblo y

mucho menos fuera de España, pero lamentaba la posibilidad de perder a Adriana por la que, a pesar de

llevar poco tiempo con ella, sentía un profundo sentimiento de amistad y de la que, aunque le costaba

reconocerlo, se sentía enamorado.

El camión comenzó a detenerse y por los saltos sintieron que salía de la carretera para adentrarse por
un

camino. Al poco tiempo el camión paró y se mantuvo ronroneando. Habían llegado a su destino. Afuera

la lluvia había cesado, pero el camino aparecía encharcado y le daba a la noche un aspecto tétrico y

desapacible. A pesar de ello, los muchachos se cerraron los impermeables, se calaron la gorra y saltaron

fuera. En pocos minutos la noche se los tragó como si fuera la boca de un lobo.

3-EL SANATORIO DE LAS POLLATAS

El barro del camino se pegaba a los zapatos de los muchachos dificultándoles la marcha. Tras unos

minutos llegaron a la reja que impedía la entrada a la finca del hospital. Un enorme cerrojo la traspasaba

de parte a parte y bajo las letras forjadas en hierro con el nombre de la institución aparecía un letrero

atado con alambres:

Prohibido el paso

Camino particular

La luna se abrió paso trabajosamente entre las nubes y dejó ver, a lo lejos, montado sobre un otero el

corpachón descascarado del hospital de tuberculosos. Manuel miró a Adriana buscando indicaciones.

Ella le señaló una dirección y ella fue en la opuesta intentando encontrar un paso abierto en la cerca. Lo

encontraron a unos metros, junto a una carrasca. Alguien parecía haber aprovechado el tronco leñoso y

arrugado del árbol para alcanzar la parte alta y la habían reducido de manera que no resultaba muy
difícil

subir a lo alto y, desde allí, saltar al otro lado.

–Parece que alguien se nos adelantó –susurró Adriana guiñando un ojo.

El camino aparecía ribeteado de retamas y monte bajo. Olía a campo fresco y a lo lejos, se oía el balido
lastimero de un cordero buscando a su madre y el tintineo pesado de los cencerros. Probablemente
habría

mastines, así que debían andar con cuidado para no despertarlos. Manuel sabía que los lobos, para
evitar

que los mastines los huelan, caminan en contra del viento, así que decidió seguir esta técnica. Dieron
una

vuelta para ponerse frente al viento y subieron monte arriba buscando el edificio. Todavía tuvieron que

dar un rodeo al llegar a las cercanías del hospital para evitar pasar cerca del aprisco donde se guardaban

las ovejas, pero tras un recodo se toparon de golpe con la silueta siniestra del hospital.

El edificio parecía más una estructura defensiva que un hospital. Tenía al frente un torreón coronado
por

almenas y torres de vigilancia como si estuvieran esperando el ataque de algún enemigo invisible. Al

frente, dos palmeras daban un toque de color a la monotonía gris del edificio. Al acercarse sintieron un

ruido en lo alto: era una cigüeña que había hecho su nido en lo alto de una de las garitas y montaba

guardia desde arriba. Junto a la garita, una gárgola en forma de ave de piedra les amedrentaba con las

alas abiertas y el pico amenazador. La luna se acabó de ocultar tras unas nubes.

–¿Estás segura de que quieres entrar aquí?

–Vamos, no te dejes impresionar por las apariencias, es un edificio abandonado, nada más.

La puerta estaba cerrada a cal y canto como era de esperar.

–Busquemos una ventana abierta o rota por donde podamos entrar. Tú ve por allí y yo iré por este lado,
el

primero que encuentre algo abierto llama al otro con un sonido de búho. ¿De acuerdo?

–¿De búho? Sí, claro –contestó Manuel mirando a su alrededor.

Vio a Adriana alejarse y perderse en la oscuridad y se enfrentó a la mole con aspecto resignado.

La primera ventana a la que se acercó estaba cerrada. Empujó intentando forzarla, pero era imposible.

Juntó sus manos y pegó la cara al cristal intentando ver en su interior. Lo que vio no lo tranquilizó
mucho.

Una enorme sala se entreveía gracias a la luz que llegaba desde lo alto de una escalera. Había camas de

metal por todos lados. Algunas acumulaban varios colchones viejos y desbaratados y podía olerse desde

el exterior el hedor de la medicina vieja y la podredumbre de la pieza. Creyó ver algo al final del salón,

un celaje rápido, una figura cubierta con sábana que hubiera atravesado el extremo izquierdo. La sangre
se le congeló, pero no pudo dejar de mirar a través del cristal intentando descifrar si había sido su

imaginación que le jugaba una mala pasada. Se armó de coraje pensando que no es cobarde aquel que

tiene miedo, sino el que no se atreve a superarlo.

De repente sintió una mano en su hombro y no pudo evitar saltar hacia atrás, tropezar en unas piedras y

caer sentado en el suelo tapándose la boca para evitar proferir un grito.

–¡Adriana! casi me matas del susto.

–Llevo media hora haciendo el búho y tú lo único que haces es mirar por la ventana sin escucharme.
¿Qué

crees que hacemos aquí?, ¿mirar el baile de los fantasmas? –la expresión de Adriana se había vuelto
seca

y acabó de enmudecer a Manuel.

–Encontré una ventana abierta en la capilla. Por allí podremos entrar. Date prisa, no tenemos toda la

noche –y enfiló con decisión hacia la otra punta del sanatorio dejando atrás a Manuel todavía afectado

por el enorme susto.

La capilla era una pequeña iglesia dentro del sanatorio que probablemente ofreció sus servicios a la

comunidad enferma y sirvió para despedir a aquellos que no superaron la enfermedad. Todavía

permanecían los bancos en fila mirando hacia un pequeño altar desde el cual los miraba curioso un
cristo

al que le faltaba una mano. Entraron apoyándose en una gran piedra y gateando hasta colarse por la

ventana. El suelo estaba lleno de polvo e inmundicias de palomas. Adriana sacó de su macuto un
carburo

y lo encendió. Los fantasmas parecieron esconderse de la luz tras los confesionarios. Cruzaron la capilla

y salieron a un pasillo ancho y despoblado. Al final, se divisaba la luz procedente de una escalera. Se

acercaron a ella y subieron los escalones de mármol hasta el segundo piso. Allí el aire se espesaba y las

ventanas cerradas agobiaban el ambiente. Encontraron otra escalera, esta de caracol y metálica, muy

estrecha. Subió Adriana primero con la luz y pegado a ella, sin dejar de mirar hacia atrás, Manuel. Una

vez en el tercer piso apagaron el carburo y se sentaron en el suelo a esperar acontecimientos.

–¿Crees que se presenten? –Manuel había tomado la mano de Adriana y le hablaba muy despacio al
oído.

–Claro, tienen que venir. Nunca han fallado, pero vendrán cuando estén seguros de que nadie nos ha
seguido y consideren la situación fiable.

No supieron cuánto tiempo estuvieron allí sentados a oscuras. A veces creían oír pasos junto a ellos y

esperaban atemorizados a que alguien se presentara, otras escuchaban risas apagadas en el piso bajo y

temían que subieran fantasmas. En una ocasión, Manuel vio un enfermo pasar con una sábana blanca

frente a él, tosiendo y escupiendo sangre, pero probablemente fue que se quedó dormido y lo soñó. Ya
no

estaba seguro de nada, excepto de que quería salir de ese edificio lo antes posible.

Debieron de pasar horas pues se quedaron dormidos por el cansancio y el temor, acurrucados uno junto
al

otro. Les despertó la voz profunda y seca de un hombretón que les alumbraba con un carburo.

–¿Eh, vosotros. Os manda el topo?

Eran tres hombres enormes armados con fusiles que miraban constantemente a los alrededores.

–¿No han podido encontrar gente más apropiada? –sonrió el del medio que llevaba una chaqueta verde

llena de bolsillos y barba de una semana.

–Sí –respondió Adriana sacando valor– yo soy su hija, Adriana, y este es Manuel.

–Muy bien, Adriana y Manuel. Yo soy el comandante Merino y estos dos son mis hombres de confianza.

–El comandante Merino, usted era el jefe de los maquis que ayudó a mi padre a encontrarnos a mi
madre

y a mí.

–Efectivamente, y tu padre nos ayudó a salir de un atolladero, así es que favor con favor se paga. Aquí

traemos los papeles.

Merino sacó una cartera de cuero con la documentación de Octavio de su zurrón.

–Esta es la nueva identificación de tu padre, ahora se llamará Juan Diosdado Méndez y será agricultor.

Aquí está el pasaporte para que pueda salir del país. Que no baje la guardia. No estará seguro hasta que

no llegue a la frontera francesa, a Hendaya. Una vez allí, lo esperará alguien del Comité y le ayudará a

embarcar. Cuando esté asentado en América empezaremos el papeleo para que tu madre y tú podáis

reuniros con él, pero no os aseguro que se pueda hacer en menos de un año. En este documento están

descritos todos los pasos que debe seguir y la contraseña que debe usar cuando llegue a la frontera.

¿Alguna pregunta?

La imagen grave y austera del comandante, unida a su aura de héroe de la guerra impresionó a los
muchachos que no se atrevían a abrir sus bocas. El comandante los miró con gesto brusco.

–¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? –gruñó pasándose la mano por la barba espinosa.

–No, nada, comandante, es simplemente que…

–¿Qué ocurre ahora?

–Nada, solo que me gustaría saber qué ocurrió en aquella ocasión, ya sabe, el pastor y su hija, de la que

usted estaba enamorado…

–Jmm, ya veo que tu padre te contó más de lo que debía.

–No, en realidad, yo…

–No te preocupes, él sabe a quién puede contarle estas historias –el comandante se sentó junto a los

muchachos y sacó una tabaquera del bolsillo interior de su chaqueta. Lio un cigarrillo y lo encendió

aspirando con intensidad. Expulsó largamente el humo y se concedió unos segundos para ordenar los

recuerdos.

–No hay historias felices en una guerra –empezó–. El que la ha vivido acaba marcado por el dolor y

dedica su vida a la venganza. Mi caso no fue una excepción. Como sabes, los guardias destruyeron la

majada de Hilario y los obligaron a huir al pueblo. Yo bajaba a veces a ver a Isabel y me refugiaba en su

casa. Empezó a convertirse en una costumbre. El pueblo lo sabía y los guardias también, pero había una

especie de acuerdo tácito, ellos no se metían en mi vida y nosotros los dejábamos en paz. Durante un

tiempo todo fue bien, pero un día quisieron darnos un escarmiento y amenazaron a Hilario con
encarcelar

a su hija si seguía protegiendo rebeldes. Era algo que no estaba dispuesto a aguantar así es que nosotros

les devolvimos la amenaza. El día siguiente amaneció el pueblo sorprendido por el dibujo que habíamos

puesto en la puerta del cuartel en el que se veía al teniente Bermúdez colgado de un pie como un
pelele.

Era una broma, todo el pueblo la rio, pero el aludido no lo soportó. Ese mismo día mandó apresar a

Hilario y a Isabel y esa misma noche atacamos el cuartel con la intención de acabar con el teniente

Bermúdez y liberar a nuestros amigos. Lo que en principio parecía sencillo se complicó por la llegada de

refuerzos. En fin, en la reyerta logramos acabar con el teniente, pero a un precio enorme pues gran
parte

de mis hombres murieron también. Los que sobrevivimos tuvimos que huir al monte de nuevo y nos

siguieron durante semanas para acabar con nosotros. Pero eso no fue lo peor. A Hilario y a Isabel los
encarcelaron por conspiración y apoyo al enemigo. Pasaron años en presidio. Finalmente supimos que
los

habían ajusticiado a ambos. Desde entonces la muerte no me asusta. Hay cosas mucho peores que
morir.

En todo caso, juré dar mi vida combatiendo al dictador y desde entonces no he hecho otra cosa. Hace ya

de eso más de quince años.

El comandante dio una última calada a su cigarrillo y lo tiró pasillo adelante. La brasa fue rebotando y

soltando pequeñas ascuas hasta perderse. Los fantasmas huían aterrorizados por su luz.

Se despidieron con un fuerte apretón de manos. En la mirada del comandante había rabia, pero también

nobleza y bondad.

–Salid primero vosotros y nosotros os cubriremos en caso de que hubiera cualquier situación
inesperada.

Si necesitáis cualquier cosa, ya sabéis a quién tenéis que acudir –les dijo finalmente alzando el brazo con

el puño cerrado.

–¡Salud, camaradas!

–¡Salud!

4-LA MEMORIA DEL AGUA

Una corriente de aire frío subía escaleras arriba como la sábana de un espíritu lleno de malos augurios.

Bajaron pisando los peldaños metálicos como si estuvieran al borde de un abismo y temieran que
alguien

les empujara. Cuando llegaron abajo buscaron la ventana por la que habían entrado, pero no
encontraron

la luz que debía provenir de ella.

–Estoy segura de que fue por aquí que entramos –Adriana miraba en todas direcciones como buscando

una respuesta a su interrogante.

–Pero nadie ha entrado después de nosotros y dudo mucho que el comandante la haya cerrado. ¿No
nos

habremos equivocado de ala?

–Algo extraño ocurre aquí. No sé qué es, pero no me gusta. Volvamos.

Adriana tomó la mano de Manuel y corrió pasillo adelante buscando la escalera de metal donde
esperaban los combatientes. Entonces los oyeron. Sonaba como un cabalgar de caballos en la oscuridad;

eran las botas con herrajes de los militares. Debían de ser muchos porque el ruido se volvió de pronto

atronador. Uno de ellos gritaba.

–¡Alto o disparo! ¡Deteneos ahora mismo!

Pero ignoraron las órdenes y siguieron corriendo. Cuando llegaron a la escalera, en vez de subir, Manuel

tiró del brazo de Adriana y la hizo seguirle. En las escaleras metálicas se oían bajar a los hombres del

comandante Merino.

Se colaron por una puerta abierta y entraron en una gran sala con techos enormes. La luna dejaba posar
su

manto de luz por las vidrieras. Estaban en la capilla. Se refugiaron en el interior de un confesionario

esperando no ser vistos. Fuera se escuchaban voces magnificadas por la bóveda y disparos como
truenos.

Los muchachos permanecieron agazapados en silencio. Manuel sentía en su brazo el corazón galopante
de

Adriana. La abrazó y se convirtieron en un amasijo de miedo. Se preguntaba quién podía haberles

traicionado, quién podía saber de sus planes y preparar una emboscada para atraparles. ¿Era a ellos a

quienes querían atrapar o era una trampa para reducir finalmente a los rebeldes? Por su cabeza iban

desfilando, uno a uno, todos los personajes que había conocido en los últimos días y que podían estar

vinculados con la traición: don José, el señor Braulio, el propio Octavio… pero no tenía sentido culpar a

quienes estaban más interesados en que el proyecto tuviera éxito… a menos que uno de ellos fuera un

traidor, un infiltrado desde hace años que pasa información a las autoridades a cambio de la impunidad:

el señor Braulio, por ejemplo, tenía razones para colaborar con el enemigo, ¿cómo, si no, había logrado

escapar de la guerra y no ser fusilado por ello? Tal vez llegó a un acuerdo con las autoridades de pasar

información cuando se lo pidieran a cambio de vivir tranquilamente. O el propio don José, del que todo

el mundo sabía que tenía ideales republicanos y, sin embargo, ejercía su labor de maestro sin sufrir

represalias. Incluso podrían haber sido los conductores del camión que, tras dejarlos, corrieron a avisar

a la guardia civil de que algo extraño se tramaba en el sanatorio. En todo caso, eso ya importaba poco.
La

realidad es que estaban atrapados y era solo cuestión de tiempo que los encontraran y los apresaran.

Adriana lo miraba con ojos asustados preguntándose, como él, qué harían.
Fuera los disparos habían dejado de sonar y se escuchaban carreras y cuerpos arrastrados; órdenes y

conversaciones en voz alta. ¿Qué habría sido del comandante y sus hombres? ¿Los habrían matado?

¿Habría acabado el comandante su lucha contra el franquismo en ese edificio? ¿Los habrían apresado?

El sonido del herraje de las botas militares acercándose lo sacó de sus pensamientos. Una voz autoritaria

ordenaba revisar todo el edificio. Entonces escucharon una voz conocida a sus espaldas apremiándolos.

–Rápido, por aquí. Seguidme.

No tuvieron tiempo de reconocer a su salvador. Simplemente corrieron tras él y se metieron en la

sacristía siguiéndolo. Allí se bajó una caperuza que llevaba para ocultar su rostro y pudieron

identificarlo.

–¡Marcelino! ¡Qué demonios haces tú aquí! ¿Cómo…?

–No hay tiempo para explicaciones. Ya os contaré luego. Ahora seguidme en silencio.

En la capilla se escuchaba a los soldados tirando muebles y removiendo bancos.

Tras una cortina apareció una puerta que conducía a un pasillo estrecho y lóbrego que cruzaron

corriendo. Al final, una puerta de hierro les tapaba la salida. Marcelino la empujó y esta cedió; al

parecer había pensado en todo. Salieron y volvió a echar el cerrojo poniendo un candado.

La luna había logrado deshacerse de las nubes y brillaba tímidamente sobre el campo dormido.
Corrieron

hacia el sur, buscando el resguardo del río que fluía a lo lejos. Las voces del edificio se escuchaban cada

vez más lejanas. En la ribera se alzaba un vaho de humedad y el olor de las adelfas lo inundaba todo.

Siguieron una senda hasta llegar a un edificio medio derruido al que accedieron retirando unas zarzas
que

tapaban la puerta.

Se trataba de un viejo molino de trigo abandonado, pero que conservaba la habitación central y el
sistema

de moler. Se sentaron en el banco que hacía las veces de camastro y recuperaron el aliento. Apenas se

veían las caras, pero los ojos de Adriana y Manuel estaban fijos en los de Marcelino.

–Así que fuiste tú quien dio el aviso a la guardia civil –rompió el silencio Manuel.

Una voz altanera le respondió desde la oscuridad.

–Sí, fui yo, lo reconozco y no penséis que me arrepiento. Hice lo que debía hacer.

–Pero ¿cómo supiste de nuestra trama? ¿Alguien te avisó?


–preguntó indignada Adriana.

–Yo lo vi todo. Vosotros pensáis que lo sabéis todo, que lo controláis todo y podéis burlar a las

autoridades y por eso os odia la gente. Pero nosotros somos como hormigas, hurgamos el pan día a día,

poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, y con el tiempo logramos lo que queremos.

–Déjate de historias de hormigas –le gritó Manuel– y dinos cómo te pudiste enterar de nuestra trama.

–Os seguí en el palacio. Sois muy poco precavidos y vais dejando puertas abiertas. Es fácil seguiros y

conocer todos vuestros planes.

Entonces recordó Manuel los ruidos en el piso alto cuando estaban en la biblioteca que achacaron a los

gatos o al viento y los sonidos extraños y el celaje que creyó ver en la biblioteca y que atribuyó a los

fantasmas. Él era el fantasma, Marcelino, el eterno enemigo de los republicanos, el que quisiera acabar

con todos los socialistas, comunistas y anarquistas. Por supuesto, tenía que ser él.

–Cuando supe de vuestros planes le conté a mi padre parte de lo que pensabais hacer y dónde os ibais a

encontrar y así fue que pudieron preparar el plan para atrapar a los rebeldes. Os estaban esperando

cuando llegasteis. Los conductores del camión que os trajo aquí ya fueron atrapados. Solo era cuestión
de

esperar a que llegaran los maquis, hicieran entrega de los papeles para atacar.

Manuel sentía una ira a punto de explotar y no pudo evitar gritarle.

–¡Eres un maldito entrometido! Esto no es asunto tuyo.

Adriana lo calmó.

–Tranquilízate, Manuel, no es momento de pelear, sino de intentar sacar algo en claro de esta situación

caótica. Además, podrían oírnos y sería peor. Hay algo que no acabo de entender. ¿Por qué nos
ayudaste?

¿Por qué nos salvaste la vida? Hubiera sido mucho más sencillo dejar que nos atraparan a todos y acabar

con todos nosotros de una vez por todas.

La ira de Marcelino se convirtió en humildad y bajó la mirada. Reflexionó unos segundos.

–Porque vosotros sois mis amigos.

La actitud de Manuel y Adriana cambió drásticamente hacia la incredulidad.

–Durante toda mi vida, me han enseñado a odiar a los comunistas, pero también a ayudar a mis amigos.

Por eso no dije vuestros nombres ni el lugar donde se oculta vuestro padre. Podéis seguir con vuestro
plan, pero los rebeldes son combatientes que han matado a muchos de los nuestros y no puedo permitir

que sigan libres matando guardias cada vez que se les antoje. ¿Entendéis ahora? Se trata de una
cuestión

de humanidad y de seguridad.

Manuel y Adriana se miraron atónitos. Al menos no se había perdido todo. Adriana apretó, aliviada, el

sobre con los papeles de su padre. Podrían seguir con su plan de huida.

Marcelino se puso en pie de un salto.

–Tengo que marcharme ahora. Si me echan en falta comenzarán a rastrear los alrededores y podrían

encontraros. Permaneced aquí esta noche hasta que todo vuelva a la normalidad y entonces regresad

procurando no ser vistos.

Los otros dos muchachos se pusieron, asimismo, en pie. No sabían si golpear a Marcelino o abrazarlo

por haberles salvado la vida.

–No espero que me comprendáis porque nuestras familias nos han educado de forma muy diferente –el

gesto de Marcelino era manso, pero firme– pero me gustaría que no me odiarais y que, en la medida de
lo

posible, me siguierais considerando un amigo.

Los tres permanecieron en silencio mirándose sin saber cómo actuar. Finalmente, Adriana dio un paso al

frente y lo abrazó.

–Está bien, Marcelino. Hiciste lo que creías que debías hacer. Eres un hombre de principios y eso es muy

importante, aunque tengas los principios equivocados. Gracias por ayudarnos.

Por un momento, los dos muchachos se quedaron mirándose sin saber qué decir. Finalmente se
abrazaron

también y se despidieron.

Lo vieron por un ventanuco correr monte arriba buscando el sanatorio donde había cometido su
fechoría

y su heroicidad. A veces el héroe y el traidor son difíciles de distinguir, pensaba Manuel. Dentro, la

humedad empezaba a calarles los huesos. Buscaron un rincón seco y permanecieron allí el resto de la

noche, abrazados, ella refugiada en el hueco que hacían sus piernas y sus brazos, dándose calor. La luna

entraba por la ventana prometiéndoles un nuevo día cargado de esperanzas.

5-EPÍLOGO EN FORMA DE CARTA


El sol de otoño entraba dorado por el ventanal y recorría lentamente los anaqueles cargados de libros,

los iluminaba y los besaba cálidamente, recogía sus historias y sus secretos y reía con las bromas de sus

autores. Sobre un sillón rojo de terciopelo, Mefisto, la gata blanca de ojos verdes miraba a Manuel

sentado frente a ella. Llevaba varios minutos mirando el sobre blanco flanqueado por banderas

multicolores que le había entregado el señor Braulio. Le veía desmenuzar la imagen del sello en el

margen superior derecho. En tonos rojizos se podía ver una muralla de piedra que se elevaba sobre el

mar y sobre la que se levantaban varios edificios rodeados de palmeras. Encima de la imagen se leía US

POSTAGE, a sus pies la leyenda LA FORTALEZA, PUERTO RICO y el valor, 3¢. Sobre la imagen

habían estampado el matasellos con la fecha de salida de la carta: 15 de octubre de 1955. Manuel se

llevó la carta, todavía cerrada, al pecho y pensó en todas las cosas que le habían ocurrido en tan poco

tiempo. Recordó aquella noche abrazado a Adriana en un viejo molino y como juraron volverse a

encontrar en un tiempo prudencial, todos los planes que hicieron para cuando estuvieran en aquella isla

caribeña que aparecía en el mapa pequeña y alargada y donde podrían ser libres sin la opresión de la

dictadura. Recordó el proceso rápido y eficiente para sacar a su padre de su escondite, oculto en una

camioneta; la emoción que sintió Octavio al salir tras veinte años a la calle, mirándolo todo con ojos

nuevos, como si lo hubieran trasladado a un mundo diferente, ajeno a su paso por la vida, su figura

semioculta tras los telones de la camioneta mientras se alejaba sin dejar de mirar a su familia y a él, a

quien ya consideraba parte de los suyos. Se recordó trabajando con Adriana en la biblioteca,

aprendiendo los nombres ocultos de los libros disfrazados, limpiando anaqueles y ayudándola en la

encuadernación de nuevos tomos, siempre rodeados de gatos, siempre acompañados por los retratos
de

los niños de la guerra. No pudo contener una lágrima cuando recordó la partida de Adriana y su madre

para reunirse con Octavio en Puerto Rico, tan feliz por volver a encontrar a su padre y tan triste por la

separación de Manuel. Todavía sentía el dolor en el pecho producido por el broche del bolso al

abrazarla para despedirse: tan doloroso y a la vez tan dulce.

Mefisto lo miraba sin entender nada pero sentía que Manuel necesitaba de su apoyo, así que saltó de su

sillón y se vino a encaramar sobre las piernas del muchacho.

–Mefisto ¿tú también quieres leer la carta de Adriana? ¿La echas de menos tanto como yo?
En el frente del sobre aparecía su nombre escrito en caligrafía: Manuel Guerrero. Golpeó suavemente
un

lado de la carta y rasgó con cuidado el lateral opuesto. Era una carta larga, escrita con la misma

caligrafía que aparecía en el sobre. La abrió y leyó en voz baja.

San Juan de Puerto Rico, 12 de octubre de 1955

Querido Manuel:

Espero que al recibo de esta te encuentres bien y tu familia goce de salud. Nosotros estamos todos bien,
a

Dios gracias.

Han pasado tantas cosas en mi vida en en este tiempo que me parece un mundo desde que nos
despedimos

y sin embargo, no fue hace más que unos meses.

El viaje que hicimos mi madre y yo en barco no fue tan terrible como lo imaginamos. Después de varios

días en alta mar el vaivén del barco acaba metiéndose en tu cuerpo y llega un momento en que ya ni se

siente. Cuando bajas a tierra firme tienes la sensación de que todo se mueve, de que hay un continuo

terremoto, pero es una misma que echa de menos el movimiento del barco.

Puerto Rico es muy hermoso. El campo está verde durante todo el año y la gente tiene un acento
cantarín

graciosísimo. Estoy segura de que te va a gustar muchísimo. Son muy amables y sonríen todo el tiempo.

Al contrario de lo que pensábamos, la población es muy similar a la española. Hay gente muy variada,

probablemente más que allá pues se nota mucho la convivencia durante años con los estadounidenses y
la

pervivencia de la población africana e indígena durante tantos siglos. Así puedes ver en las calles gente

de piel muy clara y ojos azules junto a otra de piel más oscura y brillantes ojos negros; aquí les llaman

trigueños.

Llegamos en medio de la estación lluviosa. Aquí dura seis meses, desde junio a noviembre. Es una

estación viva, llena de actividad continua y de una energía apabullante. Llueve casi a diario; con un

torrente de agua y rayos. El esquema es muy similar todos los días. Amanece claro y caluroso. A lo largo

de la mañana se va acumulando la humedad del día y se van formando espesas nubes grises. Hacia el

mediodía comienzan a sentirse los primeros signos de actividad: se levanta un aire fresco y húmedo y se
empiezan a oír los primeros truenos. La tormenta se está formando. Al cabo de una o dos horas el cielo
se

ha cubierto completamente de unos nubarrones espesos y oscuros que opacan la luz del día. Comienzan
a

caer unos goterones gruesos y, casi inmediatamente, cae el torrente de agua con una agresividad
animal.

Se cimbrean los árboles ante el aire movido por la lluvia, los pocos pájaros que no hallaron cobijo

vuelan inútilmente contra el aire y terminan escondiéndose en cualquier rincón: la naturaleza respira

humedad. En pocos minutos se llenan las quebradas y los ríos se cubren de un agua espesa y marrón
que

arrastra todo a su paso. Al cabo de una hora se abre el cielo de nuevo y deja ver un hermoso arco iris
que

presagia el fin de la tormenta… al menos hasta mañana. La atmósfera queda nítida, fresca y
rejuvenecida;

se forman contrastes en los diferentes niveles de los árboles que antes no habíamos observado, las

plantas emanan un olor a bosque intenso y profundo. ¡Me gustaría tanto que pudieras disfrutar
conmigo de

esos momentos!

A nuestra llegada a San Juan mi padre nos esperaba a pie de escalinata. No puedes imaginar la emoción

que nos produjo abrazarlo de nuevo, sentirlo en libertad y poder pasear con él por las calles del Viejo

San Juan sin que se sintiera acusado o amenazado.

A la salida de la aduana nos esperaba un taxi. La ciudad se veía muy activa. Sus calles estaban atestadas

de gente paseando o mirando cristaleras de las tiendas, grandes cristaleras con vestidos de moda y

nombres en español e inglés. Los coches son enormes y pesados y los puertorriqueños parecen pasearse

en ellos todo el día y saludan desde las ventanillas a las gentes que conocen y a las que quieren conocer.

Parecen dar vueltas y vueltas a la ciudad porque las calles siempre están llenas de coches. Las casas son

de colores pastel y cuelgan todo tipo de plantas de sus balcones. Además, las calles están engalanadas

con líneas de luces y adornos de colores que añaden más color al ambiente. Cuando bajamos del coche,

la gente nos miraba al pasar extrañada probablemente por nuestras ropas, demasiado austeras y cálidas

para este clima o tal vez por el asombro que mostraban nuestras caras al ver un ambiente tan diferente
y
colorido. Resulta tan extraño ver que la gente te sonríe continuamente en la calle, te saluda sin temor,
sin

tener que esconder una historia prohibida.

Aunque no lo creas, mi padre se ve mucho más joven y ha recuperado su vitalidad. Vivimos en una casa

pequeña cerca de la Universidad donde da clases de literatura española. Imagínate lo que supone para
él

poder dedicarse a hablar de todos aquellos libros que cuidó y estudió durante años de encierro, esos

libros que ahora tú cuidas para que las siguientes generaciones puedan conocer la riqueza de nuestra

literatura sin que nadie las censure o elimine.

Yo tomo clases y tengo un pequeño trabajo en la biblioteca ordenando todo el material que nuestro
gran

poeta Juan Ramón Jiménez regaló a la Universidad. Estamos felices y libres. Lo único que echo de menos

es hablar contigo y sentir tu compañía junto a mí.

Tengo una gran noticia que darte. Mi padre dice que el régimen de Franco se ha relajado por la solicitud

de España de formar parte de las Naciones Unidas. Eso quiere decir que será mucho más fácil burlar las

barreras y salir del país. De hecho, se han formado varios comités que están trabajando para fletar un

barco y recoger una partida importante de españoles que todavía andan escondidos en toperas como

estuvo mi padre. ¿Qué te parece si te unes a ese grupo y te vienes a América? Por nuestra parte

estaríamos encantados de recibirte como uno más de la familia; como de hecho lo eres desde hace
tiempo

y ocupas un espacio muy importante en mi corazón. Podrías seguir estudiando aquí y ayudarme en la

organización de la biblioteca. Sé que no será fácil para ti dejar a tus seres queridos, pero aquí tienes un

gran porvenir, a una persona que te quiere y una familia que te considera parte de ella.

Si, como espero, te decides a venir, se comunicará contigo un enlace para darte las directrices que debes

seguir para salir del país.

Espero con ansiedad el momento en que pueda recogerte en el puerto y vivas con nosotros aquí, en

libertad, en Puerto Rico.

Te mando un abrazo muy fuerte a la espera de poder estar contigo.

Te quiere,

Adriana.
El ruido de unos libros caídos a su espalda lo sacó de su concentración. Miró hacia atrás y vio a

Marcelino agachado con una sonrisa de disculpa. Ahora él y los otros muchachos le ayudaban algunas

tardes en el trabajo de encuadernación y, a pesar de la variedad de sus ideas políticas, entendían la

importancia del proyecto iniciado por Octavio y se esforzaban en mantener viva la memoria de tantos

escritores españoles acallados por el régimen franquista.

Manuel regresó a la carta y la acercó a su rostro. Un leve aroma a perfume emanaba de las hojas. Las

besó y dejó que su imaginación volara lejos, atravesara el Atlántico y desembarcara en un puerto cálido
y

efervescente donde entrevería, entre el fragor de la gente, la sonrisa ancha de Adriana.

EPub

EL SECRETO DE EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

INTRODUCCIÓN: TRASFONDO HISTÓRICO

PRIMERA PARTE:EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

1-LA TIENDA DE CÓMICS1954

2-EL MARQUESADO DE AGUILAR

3-EL GUERRERO ENGAÑADO

4-LA ESCUELA GENERAL FRANCO

5-LA OFICINA DE DON JORGE

6-PRIMER ENCUENTRO

7-OCTAVIO Y ÁNGELA1932

SEGUNDA PARTE:OCTAVIO SILVA

1-OCTAVIO SILVALA RAYA DE PORTUGAL, 1936

2-EL CONVENTO DE SAN PEDRO

3-PALACIO QUEMADO1954

4-LA RAYA DE PORTUGAL1936

5-EL PADRE DE EL GUERRERODEL ANTIFAZ

6-LA BOCA DEL INFIERNO

7-OS MACUTEIROS1936

8-EL TEMPLO DE LOS SACRIFICIOS


9-LA PLAZA DE TOROS DE BADAJOZ1936

TERCERA PARTE:EL SECRETO DE EL GUERRERO DEL

ANTIFAZ

1-LA BIBLIOTECA DE LOS LIBROS DESAPARECIDOS

2-DONDE EL SEÑOR BRAULIO ZEVALLOS CUENTA LOS

TRABAJOS QUE HUBO DE SUPERAR PARA PODER PASAR

UNOS LIBROS PROHIBIDOS

3-QUE DE NOCHE LO MATARON AL CABALLERO 1936

4-EL REGRESO DE EL GUERRERO DEL ANTIFAZ

5-LAS RAZONES DEL FUGITIVO

6-EL TIEMPO SIN HORIZONTES

7-LA NOCHE ENTRE LOBOS

8-LA SOLEDAD DEL TOPO

9-EL FURTIVO1936

10-EL GUARDIA CIVIL Y EL FURTIVO

11-EL TALLER DE ENCUADERNACIÓN

CUARTA PARTE:EL ÚLTIMO COMBATE DE EL GUERRERO

DEL ANTIFAZ

1-EL CAMINO

2-LOS NIÑOS DE LA GUERRA

3-EL SANATORIO DE LAS POLLATAS

4-LA MEMORIA DEL AGUA

5-EPÍLOGO EN FORMA DE CARTA

CRÉDITOS

CRÉDITOS

Francisco García-Moreno Barco

(Almendralejo, España, 1961)es catedrático del Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto

Universitario de Mayagüez, donde lleva dictando cursos de Redacción durante los últimos quince años y,

actualmente, funge como director del Centro de Redacción en Español de esta institución. Ha publicado
poesía y narrativa corta en diferentes revistas de Puerto Rico y Estados Unidos y algunos de sus trabajos

han merecido honores como el primer premio de Plagio Creativo de España 2006 y el accésit al Premio

de Relato Corto del Ateneo Puertorriqueño 2007. Tiene otros libros publicados: El mercader de libros

(2010) y La artesanía del cuento (2009).

El Secreto de El Guerrero del Antifaz

Francisco García-Moreno Barco

Segunda edición, 2015

Copyright © 2014 Francisco García-Moreno Barco

Copyright © 2014 de esta edición: Calamar

El Guerrero del Antifaz © 2015 Artists Rights Society (ARS), New York / VEGAP, Madrid

Calamar

PO Box 9974

San Juan, PR 00908-0974

www.ink-calamar.com

Diseño, diagramación e ilustración de portada:

José Hernández Díaz

Hecho en Puerto Rico

ISBN: 978-0-9856407-8-1__

Вам также может понравиться