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DEL ANTIFAZ
Para todas las generaciones que han sufrido una guerra y luchado calladamente por un secreto.
Para Jesús, que hizo su propia guerra y para mis padres que la vivieron desde niños.
INTRODUCCIÓN:
TRASFONDO HISTÓRICO
En 1936 las tropas conservadoras dirigidas por el general Francisco Franco iniciaron una revuelta contra
el gobierno republicano que había sido elegido de manera democrática. La revolución desencadenaría la
Guerra Civil Española en la que los terratenientes, apoyados por la Iglesia y los grupos monárquicos, se
enfrentaron a los grupos de izquierda (socialistas y republicanos) del Gobierno. Durante los años 1936-
1939 España se convirtió en un campo de batalla en el que murió medio millón de personas, incluyendo
civiles, mujeres y niños. Franco obtuvo el apoyo económico y militar de Hitler y Mussolini, mientras que
la Unión Soviética ayudó al Gobierno democrático. España sirvió como campo de prácticas a la
Alemania Nazi para la II Guerra Mundial y su aviación destruyó la ciudad de Guernica; era la primera
El conflicto armado terminó con la victoria de Franco y sus aliados que se autodenominaban
“nacionalistas” e inició un gobierno dictatorial que duraría casi 30 años, de 1939 a 1975. La primera
medida que se llevó a cabo fue la eliminación de todos los grupos opuestos a sus ideas. Miles de
personas serían fusiladas y encarceladas mientras que filas enormes de republicanos intentaban huir del
terror franquista a Francia y a Portugal cruzando a pie la frontera o bien ocultándose en las montañas y
en
sus casas con la esperanza de que el aislamiento político internacional obligara a Franco a desistir de su
estrategia. Sin embargo, el aislamiento internacional solo serviría para que la población civil sufriera
arriesgando su vida.
Durante los años 40 y 50 la censura impuesta por el gobierno de Franco impediría el desarrollo cultural.
La propaganda enseñaría a las nuevas generaciones a odiar a los republicanos y pensar que España era
la
En medio de esta España represiva, algunos republicanos lograron sobrevivir ocultando su identidad e
ideología y luchando contra el gobierno absolutista de Franco con las pocas herramientas que poseían.
Los hechos de esta novela se desarrollan en Extremadura, región fronteriza con Portugal, que sufrió uno
de los episodios más sangrientos de la Guerra Civil: el fusilamiento de la Plaza de Toros de Badajoz
donde fueron asesinados entre tres mil y cuatro mil republicanos. La historia alterna la acción entre dos
fechas principales: 1936, al inicio de la guerra y veinte años después, en 1954, cuando unos chicos
descubren un secreto inesperado: dos historias paralelas que narran las luchas por los ideales de dos
PRIMERA PARTE:
Todo héroe guarda un secreto. Cuando se desenmascara no queda más que un pobre hombre golpeado
por
la vida.
1954
La puerta de la tienda de cómics chirrió al empujarla. Dentro se sentía un vaho caliente y malsano como
el aliento de un monstruo gigante. Manuel oyó el gemido de la perra y la imaginó sentada a los pies de
su
–Calla, Raquel, calla, que mientras más vieja eres, más cascarrabias te vuelves.
El señor Braulio terminó de abrir la puerta hasta que se encajó en el suelo, hinchada por la humedad y
Al entrar sintió la bofetada del olor agrio de la tienda. Era una mezcla de olor a rancio y meados de gato.
–Pasa, hijo, pasa. ¿Qué vienes buscando hoy? –El viejo andaba encorvado por la joroba que le torcía la
espalda y que le obligaba a mirar hacia arriba para ver a la gente. Se frotaba continuamente las manos
como una mosca ante un festín de excrementos.
–Vengo a cambiar algunos cómics. Los últimos que me llevé ya los he leído –respondió tímidamente.
Las paredes estaban repletas de estanterías llenas de cómics ordenados por héroe y año. Había
anaqueles
Antifaz… En las esquinas, las arañas habían tejido sus telas y esperaban pacientemente la llegada de
alguna mosca o mariposa de luz que les sirviera de almuerzo. El aire olía a humedad y papel viejo. Al
fondo de la pieza, sobre una mesa mohosa se amontonaban los cómics recién llegados sin ningún orden,
unos encima de otros, boca arriba, boca abajo, doblados, derramándose de la mesa. Todos aquellos que
habían sido cambiados esa misma semana y esperaban tranquilamente a ser anaquelados. Manuel se
dirigió directamente a la mesa con cuidado de no molestar a la perra que gruñía dentro de la habitación
contigua. Rebuscó entre los montones de fascículos los recién llegados de El Guerrero del Antifaz. Los
–No le hagas caso, muchacho, esa perra no hace más que gruñir, pero no muerde. Ya sabes, perro
Manuel comenzó a ordenar los cómics separando los de El Guerrero del Antifaz y colocándolos aparte.
–Así que hoy tenemos el honor de que nos visite el gran Guerrero del Antifaz –comentó, entre
carraspeos
–Vienes todas las semanas. ¿No has leído ya todos los capítulos?
–No, señor Braulio. Es verdad que he leído gran parte, pero aún me quedan muchos por leer. Es tan
apasionante. Algún día me gustaría llegar a ser tan grande y tan importante como él.
–Claro, claro, chavalín, pero para eso tienes que crecer y ponerte tan fuerte como él. Je, je, je. Déjame
ver tus músculos. –El señor Braulio se acercó y le apretó el brazo. Manuel sintió el olor ácido del viejo y
no pudo evitar apartarse de golpe. El viejo perdió el equilibrio y se apoyó sobre la mesa de los cómics
haciendo que se cayeran algunos y provocando un gran ruido. La perra salió de la habitación de al lado
–Quieta, quieta, Raquel. El muchacho es un amigo. No fue nada. Tranquilízate. –Manuel se había pegado
a la pared evitando los dientes amenazantes de la perra.
–No te asustes, je, je, je, no te asustes, chaval. Raquel es solo una perra inofensiva y tú eres un aprendiz
de Guerrero del Antifaz. ¿No es así? –El viejo lo miraba desde abajo y en su mirada había un reflejo que
Manuel seleccionó apresuradamente dos cómics que no había leído aún e hizo ademán de salir sin dejar
de mirar a la perra. Tenía el presentimiento de que alguien lo espiaba desde detrás de la cortina
grasienta. Tal vez la vieja se entretenía en mirarlo desde detrás de su escondite. Había miles de historias
–Creo que me llevaré estos dos –dijo tendiendo un par de monedas y sacando de su bolso otros dos
–Muy bien, muy bien, muchacho. ¿Cómo es tu nombre? Nunca logro recordarlo.
–Ah, sí, claro, je, je, je, Manuel Guerrero, como el Guerrero del Antifaz. Vuelve pronto Manuel
El viento frío del otoño le limpió la ropa y la piel de los olores añejos de la tienda. Bufó sintiéndose
liberado mientras dentro se oía a la perra ladrando y arañando la puerta. En la acera de enfrente,
apoyado
–Tuerto, la próxima vez te toca a ti entrar. Esta vez la perra casi me ataca y ese viejo… me pone nervioso
su risita extraña.
El Tuerto, en realidad, no era tuerto ni le faltaba ningún ojo. Los tenía los dos, pero uno lo tenía caído
por
un accidente; la culpa la tuvo el padre aunque él siempre decía que la culpa la tuvo la guerra.
–La guerra tuvo la culpa de todos los males de aquellos tiempos –sentenciaba con resentimiento El
Tuerto que estaba harto de oírselo a su padre. Y de alguna forma, eso era cierto. Después de tres años
de
guerra civil y de pillaje la gente no tenía qué comer. Se morían de hambre por las calles. –Mi padre dice
que la gente se peleaba por una cáscara de naranja o de banana o de lo que fuera –explicaba El Tuerto
siempre que le preguntaban por qué tenía el ojo caído–. Así que había que buscarse la vida como fuera,
en la calle, en el campo, donde fuera. Y mi padre siempre fue bueno en la caza y en pesca, así que
furtiveaba. Se metía en la finca del conde cuando nadie lo veía y siempre traía algo a casa: un conejo,
una
perdiz, cuando menos algún pez que freír con patatas. En mi casa no nos moríamos de hambre, no.
Algunos días lo acompañaba El Tuerto, que entonces no le llamaban El Tuerto, sino Benito. A Benito le
gustaba ir de caza y de pesca con el padre. Saltar la cerca de Palacio Quemado, la finca del conde de
Osilos y andar arrastrándose al pasar frente a la casa de don Marceliano, el administrador, para que ni
los perros los sintiesen. Era un poco estar en la guerra, huyendo del enemigo, engañándolo. Había que
buscar el viento y ponerse frente a él para que los mastines no los olieran; arrastrarse despacio, como
culebras, para que no los oyeran entre los trigales y después estar siempre al acecho de los guardias
porque si venían, entonces sí que había que dejarlo todo y correr lo más rápidamente posible para evitar
los disparos con escopetas de cartuchos de sal. Si te daban estabas apañado rascándote varios días.
Aquella mañana madrugaron más que nunca. Antes de la salida del sol ya estaban allí Benito y su padre
administrador y padre de Marcelino, corrieron por los trigales sin que nadie los viera y al salir el sol ya
habían pescado dos percasoles de buen tamaño. En la confianza que da la buena suerte no se dieron
cuenta de que estaban siendo vigilados. Alguien avisó a los guardias y cuando se vinieron a dar cuenta
los tenían encima. Uno de los guardias gritó: “Alto ahí, ¿quién va?” y disparó al aire. El padre de Benito
tiró de la caña asustado, sin darse cuenta de que su hijo estaba muy cerca. Benito sintió el anzuelo
clavársele en el párpado, muy cerca del ojo y el tirón fuerte y persistente de la caña de pescar; como si
fuese uno más de los peces que pescaron en el día. Se libraron de una buena. Los guardias no fueron
capaces de atraparlos, pero Benito perdería para siempre el párpado que se le quedó caído. A partir de
–Si no hubiera sido por la guerra y el hambre, mi padre no habría tenido que ir a pescar a la finca del
–Tú sabes bien que yo nunca podré entrar en esa tienda. Es superior a mis fuerzas, Guerrero. Prefiero no
–Bueno, venga, pero vamos al parque que deben ya de estar allí los otros.
–Te lo dije, el árbol está cargado de pájaros. –Manuel y El Tuerto están parados frente a un viejo olmo.
Se necesitarían al menos cuatro personas cogidas de las manos para rodear el tronco centenario. A
partir
de cierta altura tiene unos clavos hendidos cada cierta distancia, hasta la primera rama que se extiende
horizontal, como si quisiera meterse por la ventana de la casa contigua. Arriba, entre las ramas más
altas,
Una soga serpenteó entre las ramas y vino a caer entre los dos muchachos. Manuel se escupió las
manos y
tiró con fuerza de la cuerda para asegurarse que estaba bien agarrada. El tacto era áspero. Saltó y fue
apoyándose con los pies en los nudos hasta llegar a las primeras ramas desde donde podía subir
ayudándose por los clavos que ribeteaban el tronco. Le hizo una señal a El Tuerto para indicarle que era
su turno y miró alrededor. Estaba el grupo completo: apoyado en una rama frente a él Carasucia le
sonreía mostrando un diente partido. Junto a él, Andrea se colgaba de una rama y lo saludaba boca
abajo;
el pelo cortado casi como un chico. Asomando la cabeza por el ventanuco de la casa adyacente,
Marcelino lo miraba desafiante sujetando un cigarrillo en la mano mientras hacía círculos con el humo.
–Ya era hora ¿no? Llevamos toda la mañana esperando –cortó a modo de saludo Marcelino–¿Dónde os
habíais metido? ¿En la clase de don José con los otros chupatintas? –Los demás rieron el chiste a coro.
Manuel abrió su bolso como respuesta. Todos se acercaron a ver el contenido del bolso del recién
llegado; las últimas aventuras de su héroe favorito. El Tuerto se les unió también apretado entre las
ramas
del gran árbol para no caerse ni perderse una palabra del cómic.
–Mejor vamos adentro, no vaya a ser que Andrea se emocione y empiece a dar patadas y nos tire del
árbol –comentó Manuel sonriendo. Por respuesta, la chica hizo una pirueta y de un salto cayó sobre el
Los chicos habían descubierto siguiendo a un gato que trepando a una de las ramas altas del árbol se
podía acceder al interior del palacio a través de una ventana rota. Poco a poco habían limpiado el piso
superior y acomodado algunos muebles en torno a la gran chimenea familiar que les servía de
calefacción
en las gélidas noches de invierno. Fuera del salón, un gran corredor cerrado con ventanales rodeaba,
como un claustro monacal, el patio central cubierto de yedra y maleza, y al que nunca habían logrado
bajar; una puerta sólida de nogal y, sobre todo, el miedo se lo habían impedido. Uno tras otro, todos los
Dentro del viejo caserón al que se accedía a través de la ventana había todo un mundo de espacios
misteriosos, secretos ocultos y plantas descuidadas que habían ganado acceso a las habitaciones;
animales que correteaban a su gusto sin que nadie impusiera ningún tipo de ley. Le llamaban “la cueva”
pero, lejos de ser una caverna era, en realidad, un palacio donde el grupo discutía las acciones que iban
a
llevar a cabo: saltarse a los pajares a robar huevos, molestar a los guardias del parque, hacer todo tipo
de maldades a los chupatintas y sabelotodos de la clase de don José; aquellos que creían saberlo todo,
que siempre alzaban la mano cuando el maestro preguntaba, que no les dejaban tiempo para pensar la
respuesta y, en definitiva, eran los responsables de que sus notas no subieran de un triste “insuficiente”.
El edificio era un viejo palacio de piedra de dos pisos que ocupaba la esquina de la calle General Mola
con la del Pocito, la que bajaba hacia la escuela. Tenía un portalón de madera recia tachonado de clavos
y coronado por un enorme escudo heráldico con las armas de la familia Gutiérrez de Ledesma,
marqueses
de Aguilar: en el pecho de una enorme águila, dos dragones se escupían fuego, uno frente al otro, bajo
una corona flanqueada de torres. En el lateral izquierdo, un mural en azulejos blancos y azules
representaba la imagen de Hermes Trismegisto, el tres veces grande, el mago por antonomasia,
ilustrado
con largas barbas y casulla alzada, una bola del mundo en la mano derecha y un libro en la izquierda
representando el conocimiento que llega al mundo; sobre su cabeza, un pentagrama, la estrella de cinco
puntas, símbolo del bien y del mal, de la sabiduría y la magia. A los pies del mago se lee el principio del
mentalismo, “El todo es mente”. A ambos lados de la puerta sendos ventanales dejaban entrever por
sus
maderas rotas un mundo vegetal asilvestrado y húmedo que, como una enorme serpiente verde, iba
abriéndose paso desde el patio central, escalando los muros, tapando ventanas y ocupando estancias y
corredores.
El caserón había sido sede de una familia ilustre venida a menos en extrañas circunstancias. Al parecer,
su último dueño, el decimosexto marqués de Aguilar llevó una vida solitaria entre los muros del palacio,
acompañado únicamente por una vieja sirvienta que había trabajado para sus padres desde muy joven y
que dedicaba los últimos años de su vida a mantener el palacio y al “señorito” en condiciones humanas.
El señorito, por su parte, pasaba el día metido en la biblioteca rodeado de libros y de gatos buscando
sabe Dios qué extrañas quimeras heredadas de sus antepasados, algunos de los cuales, según contaba la
leyenda, habían sido acusados de brujería y condenados a muerte en la hoguera en el famoso Auto de
Fe
de Logroño de 1610. A partir de esa fecha, sus descendientes intentaron limpiar su imagen huyendo a
tierras lejanas donde nadie los conociera, pero nunca pudieron evitar ese aspecto esquivo y taciturno y
ese olor a azufre que desprendían sus ropas. Era bien conocido que el marqués poseía la colección más
completa sobre nigromancia de toda Europa. La colección incluía una gran variedad de textos antiguos
sobre el arte de la brujería. Así, podían encontrarse libros grimorios con las fórmulas y los medios
necesarios para realizar la evocación del demonio como el Liber Vaccae, atribuido al propio Platón o el
Clavicula Salomonis, atribuido al rey Salomón. También cuentan que estaba, el Enchiridion del Papa
León, esa compilación de oraciones contra todo tipo de adversidades, enfermedades y peligros que,
según cuenta la tradición, habría sido realizada por el propio papa León XIII en el siglo IX para cuidar
de todos los males al emperador Carlomagno. Los anaqueles de la biblioteca del palacio de los Aguilar
también escondían entre sus libros tratados de magia natural como el De occulta philosophia, del más
grande mago del Renacimiento, Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, que incluye numerosos
encantamientos, venenos y sahumerios, ungüentos y filtros de magia natural que la familia Aguilar debió
de usar en sus conjuros con el objetivo de beneficiarse de ellos. También había libros de secretos, como
el Magia naturalis, de Giambattista della Porta que revelaba los secretos de la naturaleza a quienes
supieran leerlos; librillos con conjuros para desenojar a galanes, como aquel muy conocido que debía
La sangre te voto.
El corazón te parto.
La boca te tapo
o aquellos otros para quitar el sueño o para el mal de ojo. Asimismo, había entre los anaqueles libros de
Alquimia como el Theatrum Chemicum que recoge, entre otras, la fórmula para crear la piedra filosofal,
esa sustancia capaz de transmutar cualquier metal en oro; libros de suertes como el Triompho di
Fortuna
o el Alquiteb de suertes con los que podrían forzar la suerte a su favor. Pero también había libros más
relacionados con la ciencia que con la nigromancia; libros de Fisonomía tales como La Metoposcopia
que trata sobre la adivinación de las cosas pasadas, presentes y futuras mediante la observación de las
líneas de la frente. Además, libros de pronósticos y lunarios como el Ramillete de astros de Torres
Villarroel o el Lunario y Pronóstico general de Juan de Casanova que permitían predecir los sucesos
según el aspecto del cielo en el instante en que se producía la consulta. Y, por supuesto, tratados
demonológicos como el Fortalitium fidei o el Disquisitiorum Magicarum que explicaban las diferentes
formas de alabar y presentar ofrendas al diablo. La biblioteca había acumulado todo el saber demoníaco
conocido desde la Edad Media y se decía que mediante una puerta oculta se accedía a los sótanos
donde
cuentan que el último de los Aguilar llevaba a cabo sus experimentos y conjuros que profería sobre
niños
robados que la fiel criada le traía de los hospicios cercanos o de aquellos que escapaban de sus casas.
Dicen los más viejos que el marqués convertía a los niños en gatos que le habían de servir durante toda
su vida.
Un día, la criada trajo consigo a una niña de piel tan blanca y brillante que parecía emanar luz de su
interior y con unos ojos de un verde tan intenso que se dirían de cristal. Era tan única y tan hermosa que
mismo hechizado por los hermosos ojos verdes de la criatura, así que decidió criarla y respetarla hasta
que se hiciera una mujer con la que se desposaría y criaría su prole de hechiceros que continuarían una
tradición mantenida durante generaciones. La niña creció entre gatos y hechizos, cada día más hermosa
e
inteligente y fue aprendiendo el oficio de tinieblas hasta convertirse en una mujer bella y malvada que
hipnotizaba a sus víctimas con el brillo de sus ojos como esmeraldas. El día señalado para las nupcias,
ultimaba los detalles en el sótano e invocaba los poderes de Lucifer para conseguir su ayuda y su
venganza. Dicen los que vivieron en aquella época que el día se oscureció de repente y una terrible
tormenta se desató sobre la ciudad y los campos de alrededor. Uno de los rayos entró por la ventana de
la
biblioteca provocando un incendio en los libros y anaqueles que carbonizó al marqués y a su ayudante y
propagando el fuego al resto del palacio. Solo los gatos que huyeron por los tejados pudieron salvarse y
quedar como testigos mudos de la tragedia. Nunca más se supo del marqués ni de la criada, ni de la
hermosa muchacha raptada. El tiempo y la lluvia se encargarían de borrar toda señal de vida en aquel
palacio. Sin embargo, en las noches de tormenta los vecinos decían escuchar llorar a niños entre los
maullidos de los gatos y una gata blanca de ojos verde esmeralda se deja oír maullando a la noche
iluminada por los rayos. Durante muchos años, nadie se atrevió a poner un pie en aquella casa
encantada
e, incluso, clavaron tablones en el portón para impedir que cualquier inadvertido entrase en ella por
Fue Marcelino quien encontró la ventana lo suficientemente entreabierta como para poder escurrir su
cuerpo a través de ella y tener acceso a la casa. Hace más de un año que el grupo se reúne en ella y
nunca
han tenido el menor contratiempo; eso sí, por si acaso, nunca bajan al piso inferior ni a la biblioteca ni
los sótanos. Un ejército de gatos los acompaña, pero son gatos felices, inofensivos a los que les gusta
jugar con las pelusas acumuladas bajo los muebles y tumbarse a tomar el sol en el corredor y los tejados
los días luminosos de primavera. Los chicos nunca han sentido una mirada o un gesto amenazante por
parte de los felinos; al menos hasta ahora.
El grupo pasó a la habitación de lectura: un amplio corredor acristalado que daba al patio de la casa.
Ellos mismos habían arreglado los cristales rotos aprovechando las salidas a casas limítrofes que habían
sido tan “generosas” de permitirles tomar sus cristales prestados. Después, un poco de masilla para
pegarlos y listo. La habitación estaba amueblada con viejos muebles desfondados de diferentes estilos y
colores que habían ido acumulando a lo largo del tiempo y arreglando como podían. Hasta había un
viejo
piano de teclas desdentadas que los dueños de la casa habían despreciado. De su caja de resonancia
asomaba la cabeza Mefisto, una gata blanca, de espesa cola y ojos verdes brillantes que gruñía en vez de
–¿Qué capítulo has traído hoy? –preguntó Marcelino desde su sillón Art Decó a cuadros, estirando las
–Es el primer capítulo. Es difícil de conseguir; no lo había visto antes en la tienda del viejo. Fue una
suerte que fuera hoy a cambiar cómics. De haber ido otro día tal vez no lo habría conseguido nunca.
Manuel toma el cómic y mira detenidamente la portada. En ella, aparecen cinco viñetas en las que un
guerrero enmascarado se enfrenta a diferentes peligros. En una, lucha a brazo partido contra tres
soldados
musulmanes; escuda la retaguardia contra un árbol y blande una espada larga y fina contra los
musulmanes que lo acosan. En otra, montado en un hermoso corcel negro, ataca con su espada a un
árabe
que se le opone con lanza de torneo. En la tercera, tres leones se le enfrentan en el interior de lo que
parece ser una mazmorra de piedra sin salida. Las tres imágenes restantes son retratos de personajes; a
la
izquierda su enemigo mortal, Alí Khan, con turbante y cimitarra ligeramente curvada, el puño de una
daga
sobresale del cinto. A la derecha, el retrato de su gran amor, Ana María, contrasta con el resto de las
imágenes en su estatismo, como un remanso de paz al que volver después de una batalla; el pelo negro,
la
piel clara, el semblante pacífico. Finalmente, en el centro superior se encuadra el retrato de El Guerrero
del Antifaz, vestido de rojo; en su pecho resalta una gran cruz amarilla. Complementan su indumentaria
una capa azul oscura que contrasta con los colores vivos del vestido, gorro de metal y cota de malla
cubriéndole el cuello. Ocultando su rostro, el emblemático antifaz negro que le da nombre. El carácter
valeroso y noble resalta en su perfil afilado. Llama la atención de Manuel el precio de la revista, abajo a
la derecha, 75 céntimos. A él solo le costó 25 y otro cómic a cambio, pero está seguro de que hay niños
que pueden comprarlo nuevo por 75 céntimos y por una peseta y que se pueden dar el lujo de
guardarlos
y no tener que cambiarlos porque sus padres les pueden comprar cuantos cómics quieran. Eso le hace
hervir la sangre.
En las primeras páginas el Guerrero cuenta su historia. Su madre, la condesa de Roca, fue raptada por el
malvado reyezuelo musulmán Ali Khan estando embarazada de él. Al nacer, le hacen creer que es hijo
del
árabe y lucha contra los reinos cristianos de Castilla hasta que, a la edad de veinte años, su madre le
revela la verdad por lo que el reyezuelo la asesina. El Guerrero intenta vengarse, pero deja herido a Alí
y huye. Agobiado por el remordimiento, decide ocultar su identidad con un disfraz y dedicar su vida a
Mientras Manuel lee, se instala un profundo silencio alrededor. Los chicos recrean la acción en su
mente:
el frío viento castellano hiere el rostro del Guerrero que, impertérrito, mantiene las bridas de su caballo
negro camino adelante. Detrás de su antifaz, sus ojos muestran el dolor por la muerte de la madre, la ira
y
el ansia de venganza y la enorme rabia por haber luchado durante años contra los reinos cristianos,
contra
los suyos; engañado por un desalmado al que consideró durante años su padre. La tensión espesa el
ambiente en el corredor y el Tuerto no puede soportar la rigidez, así que sale sigilosamente y se asoma a
la ventana que da al parque, desde donde vigilan el paso de don José y de los muchachos a la salida de
clase.
–Qué extraño, darse cuenta de que ya no eres lo que siempre has creído ser –comentó pensativamente
Andrea–. De repente, te levantas una mañana y te das cuenta de que todo tu mundo está al revés, que
aquello en lo que habías creído era falso y que aquellos en los que tenías fe y pensabas que eran tu
familia, en realidad no son más que un hatajo de traidores mentirosos. Pobre Guerrero, debió de
sentirse
–Sí –contestó Marcelino–, es como si el Carasucia, después de verse toda la vida en el espejo con esa
cara picada de viruela, de repente una mañana ve el reflejo de un hombre guapo. Se puede morir del
–Claro, o como si alguien te dice a ti que eres inteligente, so imbécil –se defendió Carasucia.
Marcelino saltó como uno de los muelles rotos de su sillón Art Decó y se lanzó sobre Carasucia
tirándolo al suelo y revolcándolo por el polvo del piso. Los demás les hicieron corro y apoyaban a uno u
–Dale, Cara, demuéstrale a ese bravucón quien es el verdadero Guerrero del Antifaz –gritaban algunos.
–Fuerte, Marcelino, hazle que se trague sus sucias palabras de árabe traidor –coreaban otros.
–Eh, ya vale. Dejad de pelear, que están pasando don José y los muchachos de la escuela. Venid, a ver
Se agolparon en la ventana para ver pasar al grupo de estudiantes que salían de la escuela corriendo
para
llegar a sus casas, coger volando un bocadillo de Nocilla y salir pitando de nuevo a la calle a jugar antes
de que se hiciera de noche. Algunos arrastraban una cartera pesada donde guardaban la Enciclopedia y
alguna libreta vieja y un lápiz. Otros llevaban los libros debajo del brazo y algunos los llevaban atados
con un cinturón deshilachado. El griterío hacía que la gente se parara y comentara al respecto. Entre
ellos
pasaba la figura espigada de don José, el maestro, conduciendo una bicicleta grande y pesada que
–Mira quien va por ahí montado en la chaila, parece un pajarraco sobre un alambre –Don José era una
figura insólita en el pueblo; largo y delgado paseaba su figura estirada enfundado en una capa de aguas
que le daba un aspecto de ave zancuda destartalada. Al frente de la bicicleta, en una canasta, se
agolpaban los libros que necesitaba para intentar inculcar en los chicos el amor por la lectura (con poco
–Ese es uno de los antiguos comunistas que, cuando llegaron los nacionales, se perdió en el monte y
luego apareció con la camisa azul como si hubiera sido toda la vida nacional. Habría que pasarlo por la
piedra como a todos los traidores rojos –añadió Marcelino tirando la colilla del cigarrillo en dirección
del maestro. –Algún día mandaré una carta al mismísimo Franco con una lista de los traidores que se
esconden en este pueblo haciéndose pasar por camaradas y que tienen todavía escondida la bandera
–Eh, mirad quien pasa ahora –anunció Carasucia con medio cuerpo fuera de la ventana y silbando
ruidosamente–. ¡Si es Adrianita! Pero qué buena está, madre mía, si parece una aparición.
Todos los chicos se asomaron a admirar el paso menudo y ligero de la chica que cruzaba el parque;
llevaba el pelo recogido en una cola levantada sobre la nuca que le daba un aspecto etéreo y liviano que
aumentaba la sensación de caminar por encima del suelo, casi levitando. El uniforme de la escuela:
camisa blanca bajo un jersey azul marino y una falda escocesa azul y verde que se movía al compás de
sus movimientos le prestaba un aire distinguido. Llevaba un paquete de libros en los brazos y la mirada
pegada al suelo, evitando siempre cruzarla con alguien. Su caminar era elegante y felino. Manuel sintió
un galope intenso en el pecho y un calor infundado que le impedía hablar. Siempre que la veía pasar le
ocurría lo mismo y se acordaba de la escena en que una bruja le dice al Guerrero del Antifaz que
conocerá a la mujer de su vida tan pronto la tenga delante. Si eso fuera verdad –pensaba– él ya sabía
quién sería su compañera de por vida. La niña entró en una casa de paredes desconchadas pegada al
palacio.
Marcelino resopló indignado. –Parece mentira, se os van los ojos detrás de la primera roja que se os
cruza en la calle. ¿Se os olvida cómo acabó su padre? Antes de fijaros en una chica deberíais averiguar
–¿Es verdad que su padre fue uno de los fusilados en la plaza de toros de Badajoz? –preguntó con
ansiedad el Tuerto.
–Sí –respondió ásperamente Marcelino–, fue uno de los muchos republicanos que pensaron que podían
escapar de Franco simplemente cruzando la frontera y yéndose a Portugal. Je, je, lo que no sabían era
que
allí los esperaban los guardiñas de Salazar, que era amigo íntimo de Franco y conforme iban cruzando
iban cayendo en las manos de los portugueses y eran enviados de vuelta a España. Claro, como ya no
cabían más prisioneros en la cárcel los tuvieron que meter en la plaza de toros que es donde
únicamente
había sitio. Allí estuvieron meses esperando a que les tocara el turno para que los fusilaran: bajo el sol y
la lluvia, sin comida y cama ni nada, como animales en el matadero. Más les hubiera valido pegarse un
–Se lo merecían, por traidores a la patria y por no aceptar las órdenes de Franco que es el mejor caudillo
que ha tenido España desde los Reyes Católicos –entonó marcialmente Marcelino–. Muchos murieron
de
hambre y de enfermedades que se propagaron entre ellos. Llegó un momento en que ya no cabían más
y no
sabían qué hacer con ellos, así que una mañana los limpiaron a todos. Desde las gradas de la plaza,
docenas de soldados les dispararon hasta que no quedó ni uno vivo. Mi padre dice que les tomó una
semana sacar todos los cuerpos de los rojos fusilados y que el reguero de sangre se puede entrever
–¿Y tu padre por qué lo sabe? ¿Acaso estuvo él allí? –preguntó Manuel.
–Mi padre lo sabe todo de la Guerra Civil. ¿No ves que él es “camisa vieja” y pertenece a los comités de
falangistas? Además su posición de administrador del conde le permite codearse con gente importante y
–¿Le permite dar de codazos al conde también? –preguntó maliciosamente Manuel–. Porque con lo
bestia
que es el conde, eso es lo único que se merecería. Mira que dar dinero para que maten a las pobres
–El conde es un hombre recto y defensor de la patria –defendió apasionadamente Marcelino –Es que, a
veces, hay que ser estricto para limpiar de alimañas el bosque porque, de lo contrario, se comen a todos
–Sí, hay que limpiar el campo de alimañas y España de comunistas. Es lo mismo –añadió animado
Carasucia–. Mi padre dice que los comunistas son ateos y queman iglesias y matan curas. Se necesita ser
–Serán algunos curas, porque yo me sé de uno que da unas bofetadas en clase… ¿eh Tuerto? – añadió
Manuel.
–Ya lo creo –respondió exagerando el Tuerto–. Coge carrerilla desde atrás y te mete unos bofetones que
te tuercen la cara.
–Eso es distinto –defendió Marcelino–. Don Jesús tiene que velar por que aprendamos el catecismo y ya
–Pues si fuera por eso, yo me sabría ya el catecismo de memoria porque mira que he recibido bofetones
de don Jesús; de todas las formas y colores –dijo con sorna el Tuerto.
–Pero la pobre chica no tiene culpa de nada; ella no eligió nacer en una familia de comunistas –la
defendió Andrea– y ahora vive sola con su madre en esa casucha de al lado y la gente la evita como si
tuviera la peste.
–Es que hay que saber elegir a las compañías. Dime con quien andas y te diré quien eres –sentenció
Marcelino–. Si vives con un comunista es que probablemente también lo eres y si eres comunista eres
un
–Pero qué bruto eres Marcelino –se defendió Andrea–. No todos los comunistas van a ser iguales, ¿no?
Los habrá crueles y los habrá buenos, que de todo hay en la viña del Señor. Además mi madre me contó
que su padre era maestro y que iba de pueblo en pueblo enseñando a los niños pobres que no tenían
–Pues vete tú a saber qué es lo que les enseñaba. Probablemente a matar curas y quemar iglesias –
contraatacó Marcelino.
–Pues la madre trabaja limpiando en la casa de don José, el maestro, que fue el único que le quiso dar
trabajo, que si no se mueren de hambre –añadió el Tuerto–. Hasta se tuvieron que mudar de la casa en
la
que vivían e irse a esa casucha destartalada porque no podían pagar la otra. Debe de ser triste, pasar de
ser la esposa de un maestro que, aunque no tengan mucho dinero están bien considerados, a ser una
limpiadora de suelos mal mirada, y todo por culpa de sus ideas políticas que yo no entiendo qué tiene
que
–Si es que no os enteráis aunque os lo digan mil veces. SON A–SE–SI–NOS, SON A–TE–OS, SON RE–
VO–LU–CIO–NA–RIOS –enfatizó el hijo del administrador–; lo dice mi padre, lo dice el señor conde, lo
dice el cura don Jesús, lo dice hasta Franco. ¿Quién más lo tiene que decir para que lo entendáis?
¿Tendrá que bajar la virgen de Guadalupe a explicaros lo mala que es esa gente para que os lo creáis?
Bien lo dice mi padre: “No hay peor bruto que el que no quiere aprender”.
Del grupo de muchachos salió un bufido general contra Marcelino acompañado de improperios que
Don Marceliano, el padre de Marcelino, fue uno de los pocos que se salvaron del incendio provocado en
la cárcel en agosto del 36. Por la cabeza de Marcelino pasaban las imágenes truculentas de la historia
que su padre le había contado con lujo de detalles, sufriéndolas en carne viva. Debió de ser al inicio de
la guerra, a mediados de julio del 36. Los republicanos habían metido en la cárcel a unos cuarenta
terratenientes y pobres gentes relacionados con ellos, según decían, para evitar que apoyaran al ejército
de Franco que se acercaba inexorable desde Sevilla, pero don Marceliano, el padre de Marcelino había
visto como los extorsionaban para obligarles a firmar vales de dinero del banco, no solo había envidia y
odio, también había intereses personales. La cárcel del pueblo era pequeña, suficiente para los cuatro
borrachos que a veces se enfrascaban en peleas entre ellos y tiraban navajazos a ciegas, así que los
señoritos –como los llamaban “los rojos”– tuvieron que apiñarse unos contra otros en el patio, en un
espacio mínimo y allí los dejaron durante un mes apenas sin comida ni agua. Los “señoritos” se
preguntaban qué harían con ellos. No estaban muy lejos todavía las escenas aparecidas en los periódicos
en las que hordas de rojos habían quemado iglesias y conventos, y asesinado curas y violado monjas.
Pero eso ocurría en las grandes ciudades; en Madrid, en Barcelona, hasta en Badajoz, pero esto es un
pueblo –pensaban– aquí nos conocemos todos; el que vigila en las noches es el Botello, el hijo del
guarda de Valdorite. Son cuatro niñatos que quieren llamar la atención, pero no se atreverán a ir más
allá.
Marcelino recreaba la acción con precisión, como si hubiera sido él quien la vivió. La noche del 6 de
agosto la luna brillaba espléndida tras los muros, con la torre de la iglesia esbelta y majestuosa al fondo,
el silencio plagado de grillos, los susurros de los guardias y el olor a tabaco mezclado con el sudor de
los compañeros. Alguno gimoteaba en la oscuridad, otros se habían hecho sus necesidades encima, tal
vez de miedo, tal vez porque no tenían donde hacerlo. Fue el revuelo repentino lo que los alertó, las
voces en grito, el miedo colectivo. Al parecer se acercaban las tropas de Franco desde el sur. Habían
llegado a Los Santos; era cuestión de días o quién sabe si de horas que llegaran y los liberasen. La
alegría iluminó la angosta prisión. Algunos lloraban de alegría, otros gritaban que por fin llegaba la
justicia y la libertad, que era la hora de dar a los rojos su merecido. Daban patadas a las puertas. Los
más juiciosos pedían tranquilidad, silencio, evitar las provocaciones. Entonces todo ocurrió de repente,
sin darles tiempo a tomar conciencia de lo que ocurría. Abrieron el portón de golpe y empezaron a dar
órdenes contradictorias, a voces: que salieran todos del patio, que no se moviera ni dios, que se
levantaran, todos al suelo y enseguida los golpes, en la cabeza, en las caderas, donde fuera. Parecían
buscar entre los caídos a alguien conocido. Escogieron de entre todos los prisioneros a los tres que más
se habían quejado del trato y habían jurado que se haría justicia cuando llegara el nuevo gobierno.
Algunos pensaron que había llegado el momento de la liberación, los miraban con envidia, con
esperanza; pero, por el contrario, los levantaron entre dos y los apoyaron en la pared, los brazos
extendidos y antes de que pudieran saber qué era exactamente lo que ocurría pasaron una soga por una
viga y colgaron a uno de ellos. Marcelino recuerda las palabras del padre con una precisión tal que le
hace sentir como si hubiese estado presente; los ojos sorprendidos ante la magnitud del hecho, los pies
temblando en busca de apoyo y el horror pintado en los rostros de todos. Alguien gritó “venga, dadles a
los señoritos lo que quieren, que cuando llegue el generalito se entere de lo que somos capaces.
Ahorcadlos a todos”. Ahorcaron a dos y a otro lo crucificaron; con lo que pudieron, un par de clavos
oxidados y un trozo de hierro viejo, entre risas y olor a aguardiente rancio. Después salieron y pasaron
unos minutos en absoluto silencio. Nadie se atrevía ni tan siquiera a suspirar. Una lechuza gritó en la
torre del campanario rompiendo el sonido monótono del arrastrar de algo pesado sobre el corredor,
alrededor del patio y enseguida las carreras de los carceleros, un cuchicheo amenazador; la calma antes
de la tormenta. Entonces sintieron una lluvia extraña que les calaba las ropas y la piel; una lluvia con
olor
tóxico que no acertaban a distinguir, pero que les horrorizaba. No se dieron cuenta de que se trataba de
gasolina casi hasta que llegaron las llamas. Marcelino recuerda perfectamente –a través del olfato de su
padre– el olor a carne quemada, los gritos de dolor, el humo negro que le asfixiaba. Milagrosamente,
unos cuantos lograron salvarse escondidos en una cocinilla con techo de zinc que les libró de la gasolina
y la muerte. Nunca permitirían que sus hijos olvidaran el horror sufrido ni que perdonaran a quienes lo
habían perpetrado.
Con la conversación no se habían dado cuenta de que el sol había empezado a descender disminuyendo
la
luz en la casa; el cielo se había cargado de nubes gordas, oscuras y bajas que aprisionaban el horizonte;
una bandada de cuervos rajó el cielo gris llenando de graznidos la estancia. Había que abandonar el
refugio. A pesar de que se sentían cómodos y confiados en el caserón, el aspecto del edificio cambiaba
drásticamente en la noche. Las sombras dibujaban extrañas formas difíciles de interpretar, los muebles
parecían cambiar de lugar y se oían extraños ruidos provenientes del piso bajo que asustaban a los
gatos.
No hizo falta tan siquiera decirlo; como si se hubieran puesto de acuerdo, uno tras otros, todos los
chavales se dispusieron a salir del edificio a través de la ventana rota. El último en salir siempre era
Manuel. Siempre miraba alrededor asegurándose de que todo estaba en orden, pero esta vez había algo
extraño en la casa: una presencia invisible que parecía observarlos desde el anonimato de la oscuridad;
en el fondo de la habitación brillaban los ojos verdes encendidos de Mefisto, la gata. Cerró la
contraventana con fuerza y bajó el árbol lo más rápido que pudo. Al final del parque sus amigos corrían
perdiéndose en la oscuridad.
La escuela había sido en otro tiempo un convento de monjas de clausura y, pese a las reformas que se
habían llevado a cabo para convertirlo en un centro educativo, aún permeaba ese olor a incienso y a
clausura que mantienen los edificios religiosos durante siglos; tal vez eran los muros anchos, carentes de
adornos, de un blanco cegador y aséptico, tal vez la altura de las bóvedas, inalcanzables y que
provocaban un eco amenazante en la voz de don Gregorio, siempre profunda y autoritaria, que
rebotaba
Aún conservaba la antigua capilla donde cada viernes sin falta los muchachos recibían misa y bendición
para cubrir los pecados que, sin duda, habrían de cometer durante el fin de semana. Pero, aparte de la
capilla, todo hubo que ser cambiado; el refectorio se convirtió en sala de reuniones de profesores y
comedor provisional durante los meses que recibieron las remesas de leche americana con que el
gobierno de Estados Unidos, en su inmensa generosidad, combatía el hambre en los países que habían
sufrido la Segunda Guerra Mundial. Y aunque España no había participado de este conflicto, su guerra
civil la había postrado en una miseria similar a la de los países vecinos y a veinte años de distancia, si
bien la gente no se moría de hambre, la alimentación era todavía muy deficitaria así que el plan Marshall
y su leche en polvo fue implantada obligatoriamente para todos los niños. Cada día, a media mañana los
niños hacían fila en el pasillo junto al comedor y veían como la señora Inés mezclaba en un barreño de
cobre los polvos blancos con agua y se convertía en la pócima milagrosa. Poco después recibían en su
taza de metal un cuarto de litro de leche espumosa y agria que habría de cambiar la raza hispana,
pequeñita y enclenque en una raza grande, fuerte y poderosa como la del país americano que tanto
admiraban los chicos en las películas de vaqueros de los domingos por la tarde: John Wayne, Gary
Cooper, Robert Mitchum, ¡qué hombres tan grandes y qué buenos actores! Sí, muy grandes y muy
fuertes,
pero aquella leche no había quién se la bebiera así que tan pronto los chicos salían al patio iban regando
las plantas con el líquido blanco y espumoso. Debía de ser por eso que las plantas estaban tan grandes y
Las antiguas celdas de las monjas habían sido convertidas en salones de clase: altos, blancos y vacíos, y
habían colocado una tarima con la mesa del maestro –una mesa grande y vasta de roble desde donde
ostentaba su autoridad don Gregorio– tras la cual se recortaban como únicos adornos una foto
enmarcada
del Generalísimo Franco y un crucifijo. Ocupando el espacio central se agolpaban de quince a veinte
pupitres dobles tras los que se refugiaban los alumnos de dos en dos.
Todos los días, antes de entrar en la escuela los niños formaban en el patio como díscolos soldaditos de
plomo y cantaban el “Cara al Sol”, el himno falangista, alzaban el brazo en saludo fascista al
Generalísimo Francisco Franco y a José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!, el gesto marcial, impasible
el ademán.
Y no te vuelvo a ver
Todos los días, hiciera frío o calor, lloviera o nevara; así mantenían la esencia del espíritu espartano que
forjaba el acero de las nuevas juventudes. Generaciones libres de las influencias perversas que habían
ocasionado la guerra entre hermanos en España y entre vecinos en Europa: el socialismo, el comunismo,
el anarquismo, a los que habría que añadir a los masones y judíos; muchachos fuertes, forjados en el
plantas con la leche americana. Un grupo huele el contenido de la taza bajo la mirada inquisidora de dos
maestros mientras apuestan a que no son capaces de bebérselo, otros hacen un agujero en el suelo para
jugar a las canicas y en la pared de enfrente juegan Marcelino y Benito Carasucia con otros muchachos a
las latillas. De repente la mirada de Manuel se queda fija en un punto en el lado opuesto del patio de
recreo.
–Al dar la vuelta a la cabeza, Carasucia vio un grupo de chicas entre las que se encontraba Adriana. –Ya
veo el fantasma que te atormenta a ti. El fantasma de los ojos verdes, ¿eh? –Manuel no salía de su
mutismo. Las chicas hacían corro y jugueteaban con la mirada murmurando sobre los diferentes chicos
del recreo. Una de ellas miró a escondidas a Manuel y se puso a cuchichear con otra señalando a
Adriana
–añadió Carasucia con sarcasmo–. La última vez que una chica habló de mí fue para preguntar si mis
–Quizá… no te digo que no… pero esas miradas y esas risas no me parecen de burla.
–¿Qué sabrás tú? –se escudó Manuel–. Ahora resulta que eres un experto en miradas de mujer.
–Lo que tú digas, Manuel, pero yo estoy seguro de que a Adrianita le gustas tú. Si siempre te mira con
ojos de lagartija.
–¿Tú crees?
A decir verdad no era la primera vez que Manuel descubría a Adriana mirándole fijamente. En una
ocasión, estando sentado en el parque sintió una mirada clavarse en su espalda; era como una presencia
de algo inmaterial y, a la vez, corpóreo. Cuando se volvió a mirar vio un celaje huir de la ventana de su
casa. Estaba seguro de que alguien le espiaba y quería pensar que había sido ella. Siempre había querido
dirigirle la conversación, hablarle algo, saludarla siquiera, pero solo de pensar en acercársele le
temblaban las rodillas, sudaba frío y no le salía la voz, así que sabía bien que no lo haría nunca. Sin
embargo, estaba seguro de que no le era indiferente a ella y varias veces había sentido su mirada
insinuándole que se acercara, que le hablara. ¿Qué habría hecho el Guerrero del Antifaz en su situación?
Probablemente no tendría tanto problema en acercarse a su amada Ana María porque alguna aventura
se
lo habría facilitado: la habría salvado de las garras del malvado Ali Kan o habría evitado que mataran a
su padre, con lo que se ganaría fácilmente la aprobación y el agradecimiento eterno de su amada. Eso es
lo que él necesitaba, una hazaña que lo convirtiera en héroe ante los ojos de Adriana; en su Guerrero del
Antifaz.
Todos los muchachos habían salido ya al patio y había un revuelo de gritos, carreras y peleas que
levantaban el polvo del patio. Las chicas se agrupaban en el fondo, cerca de la puerta de entrada a los
salones de muchachas. Los maestros, por su parte, se reunían en uno o dos grupos fumando y
comentando
los sucesos del día; un par de monjas hablaba en voz baja en una esquina.
Entonces, el Carasucia le llamó la atención sobre algo que sucedía en el grupo de muchachas de Adriana.
pasaban de uno a otro haciendo que la chica lo persiguiera y ocasionando la burla general del grupo. Al
Le llamaban Bull Dog y el apodo le quedaba pequeño. Tenía la cabeza ancha y cuadrada con la
mandíbula inferior hacia delante de forma que cuando enseñaba la poderosa dentadura para mostrar
agresividad exhibía un aspecto terrorífico, muy acorde con el sobrenombre con que lo conocían. Tenía
las orejas grandes y desabrochadas y la nariz ancha y tosca, ablandada a fuerza de golpes en peleas
callejeras. Era repetidor de sexto curso por tercera o cuarta vez –habían perdido ya la cuenta– y su
pasión era viajar en el camión de su padre repartiendo cajas de frutas por los pueblos de los
alrededores.
Por qué seguía en la escuela era un misterio para todos. Según contaban, su padre estaba empeñado en
que el bebé llegara a abogado o médico para que no se deslomara subiendo y bajando cajas de frutas
como le había ocurrido a él, pero el chaval tenía otras metas y tener que estar encerrado entre las
cuatro
paredes de la escuela sin poder salir lo frustraba y aireaba su fracaso molestando al resto de
estudiantes.
A su alrededor revoloteaba siempre un grupito de malandrines que aspiraban a ser tan duros y
respetados
como su líder.
A Manuel la sangre le nubló la vista. Sin pensarlo dos veces se encaminó a grandes pasos hacia el grupo
devolvió a su dueña. Adriana le pagó con una mirada de asombro que no supo si interpretar como
admiración, agradecimiento o simple sorpresa. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensar porque un
tremendo golpe lo tiró al suelo y sintió el sabor metálico de la sangre en su boca. Cuando pudo
reaccionar vio al Bull Dog frente a él, enorme y congestionado, la mandíbula inferior amenazante y los
puños crispados a la espera de que se levantara para terminar de destrozarlo. Si hubiera tenido unos
minutos para pensar, si el sentido común le hubiera advertido, si se hubiera fijado bien en quién se le
enfrentaba habría pedido perdón y se había marchado con el rabo entre las piernas como un perro
asustado, pero no tuvo tiempo de nada. Solamente sentía el sabor de la sangre en la boca, el polvo
aturdiendo sus sentidos, el coro de muchachos que se había formado a su alrededor y que los azuzaba
como a gallos de pelea; la sangre acabó por nublarle la vista y antes de que se diera cuenta se había
lanzado con toda su fuerza contra el estómago de su contrincante y lo había derribado y ahora estaba en
lo
alto de su corpachón golpeando sin parar y sin fijarse donde pegaba. A su vez, recibía golpes por todo su
La pelea no duró más que unos minutos, los necesarios para que los maestros se dieran cuenta y
corrieran
a separar a los aprendices de boxeador. Los agarraron entre varios y los desunieron; el Bull Dog daba
tirones de sus presas y gritaba que lo soltaran, que iba a matar a ese desgraciado. Hicieron falta cuatro
maestros para sujetarlo; en cambio a Manuel lo agarraba –más para mantenerlo en pie que para
separarlo– un solo maestro. Poco a poco se fueron tranquilizando los ánimos y el timbre del recreo hizo
regresar a todos los estudiantes a su aula. A Manuel lo llevaron al botiquín para curarle las heridas.
Todavía no tenía muy claro qué es lo que había ocurrido, pero a pesar de los golpes recibidos y de las
amenazas y palizas que le esperaban por parte de su nuevo enemigo, sentía una extraña alegría que le
abría el pecho y le coronaba con una especie de aura que solo los verdaderos héroes logran llevar en sus
mejores aventuras. Claro que al director no le parecería igual y enfrentarse a él le resultaba más terrible
La oficina de don Jorge, el director del Centro, estaba localizada en el segundo piso del antiguo
convento. Tenía un ventanal sobre el patio desde el que controlaba todas las acciones de los niños y los
maestros durante el recreo. El director lo recibió sentado en su sillón y con los ojos le indicó que se
sentara en la silla frente a él, a este lado de la sólida mesa donde tenía, pulcramente ordenados, varios
libros, carpetas con papeles, una foto de marco con su familia –la señora sentada en una silla, él detrás
en
actitud de prócer y una barahúnda de muchachos de todas las edades y alturas que se arremolinaban a
su
alrededor– y una banderita de España con su mástil miniatura. Lo miró fijamente a los ojos mientras
chupaba su consabido caramelo de eucaliptus, los dedos cruzados sujetando la barbilla. Al cabo de un
Manuel no supo qué contestar, así que permaneció en silencio, eludiendo la mirada inquisitorial del
director. Al cabo de otro minuto interminable, don Jorge se levantó de su sillón y paseó por la oficina
llegándose hasta la ventana y dando la espalda al muchacho. Fuera el cielo estaba nublado y caía una
–Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó flemático el director–. Manuel es tu nombre, ¿verdad?
–Sí.
–Sí, ¿qué?
–Sí, señor.
–Cuando yo tenía tu edad, Manuel –continuó mascando palabra por palabra el director como si recordar
le costara un trabajo enorme–, también jugábamos a ser héroes –dejó un espacio de tiempo para dar
tiempo al muchacho a que se lo imaginase, pero Manuel no pudo más que imaginar a un anciano en
pantalones cortos–. Nos gustaba pensar que podíamos cambiar el mundo, hacer que los malvados
pagaran
por sus culpas y rescatar a las niñas guapas aterrorizadas por sus desmanes. –Manuel enrojeció
súbitamente.
Don Jorge continuaba caminando a las espaldas de Manuel, taconeando pausadamente sobre el suelo
de
parqué. Manuel solo podía ver la silla vacía del director y los consabidos retratos de Franco y José
Antonio en torno a una cruz deshabitada. Tenía una voz aflautada, como de canario encerrado que
desdecía su autoridad y lo imaginaba paseando a sus espaldas, las manos cruzadas atrás, el bigotito
recto
fascista, recortado a lo galán de Hollywood y el pelo grasiento peinado al agua cubriendo apenas su
–Claro, eran otros tiempo y la sociedad necesitaba héroes… toda España estaba inundada de esos
libertinos comunistas que pretendían hundir el país. No trabajaban, se metían en las casas y robaban sin
que nadie pudiera hacer nada… a veces se les veía borrachos en la misma iglesia. ¿Has visto algo así
–No.
–No, ¿qué?
–NO, SEÑOOOOOR –gritó de forma sorprendente para su voz atildada a la vez que dejaba caer los
–continuó don Jorge atusándose el bigotito como si nada hubiera ocurrido– fue ese señor que está ahí
mirándote desde la pared –dijo apuntando marcialmente a la foto del Generalísimo que sonreía
paternalmente desde su marco–. El único que supo ser un héroe de verdad y librarnos de toda esa
Manuel lo oía sin saber adónde quería llegar. Le habían puesto en el botiquín un emplaste en el ojo y el
dolor en toda la cara no le dejaba atender al director. Solo quería poder salir e irse a casa a descansar,
pero el director seguía dando vueltas y cotorreando con su voz de barítono frustrado.
–Pero ahora… ahora es otra cosa –se paró en seco alzando el dedo índice–, ahora en España hay paz y
hay trabajo para todo el que quiere trabajar. Los ladrones y criminales de las hordas rojas están a buen
recaudo entre rejas y el país pasa por una época de bonanza y desarrollo como no se recuerda en siglos.
Ya no hay necesidad de héroes, muchacho… porque ese gran héroe, fíjate bien, muchacho, ese gran
héroe
que ves ahí –Franco se sonreía desde las alturas– vela por la paz y la seguridad de todos los españoles.
Pero los jóvenes son inconformes y buscan problemas donde no los hay ¿verdad? Hay que llamar la
atención para que las niñas nos miren. Sea como sea, interrumpiendo la paz de Franco, peleándose con
un
compañero a puños y patadas en medio del recreo de un pacífico colegio de niños y niñas, como gallos
de
pelea, rompiéndose las narices –don Jorge había ido subiendo el tono de voz conforme enunciaba los
desastres–, destrozándose la ropa que vuestros padres compran con el sudor de sus frentes. Hay que ser
héroes aunque para ello tengamos que hacer de villano ¿no es cierto, Manuel? Te crees muy hombre
porque te peleas con ese mastín con piernas ¿verdad? Pero te voy a decir una cosa: la sangre que no se
vierte en beneficio de la comunidad es sangre perdida y por ese derroche mereces un castigo.
El silencio se adueñó de la oficina y Manuel esperó con ansiedad el castigo que se le iba a imponer.
–Por la autoridad que me confiere mi cargo y poniendo por jueces y testigos a los presentes: el
Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, don José Antonio Primo de Rivera y al mismísimo
Jesucristo en lo alto de su cruz, declaro que por los hechos cometidos por Manuel Guerrero contra la
seguridad cívica de este colegio y como medida preventiva contra futuras acciones de mayor altura, y
teniendo en cuenta los agravantes de premeditación, alevosía y derramamiento gratuito de sangre, este
juzgado determina que el imputado debe recibir diez palmetazos a mano abierta. No obstante, teniendo
en
cuenta el atenuante de que se trata de la primera ocasión en que el imputado actúa de forma tan
irracional,
este magistrado decide reducir el castigo a la mitad. Así pues, se le penará con el castigo de cinco
palmetazos a mano abierta. Además, como fórmula pedagógica para evitar posibles desmanes, el
acusado
deberá permanecer dentro de los predios del salón durante la hora de recreo a partir de mañana y
durante
una semana meditando sobre sus acciones vandálicas. De esta forma llegará al conocimiento de las
leyes
que rigen la armonía de nuestra sociedad. –Y a modo de colofón golpeó la mesa con el sujetapapeles
–¡Visto para sentencia! ¡Que pase el verdugo! –El mismo don Jorge se retiró unos pasos y cambió el
modo de andar. Ante el asombro de Manuel, el director venía con paso lento y cuerpo erguido cargando
–Por favor, extienda su brazo y exponga su mano –pidió don Jorge con aspecto compungido. Manuel
hizo
lo que se le pedía.
El verdugo don Jorge alzó la palmeta y la dejó caer con fuerza sobre la mano de Manuel que resintió el
golpe apretando los dientes. Don Jorge lo miró esperando ver la cara de sufrimiento, pero al ver la
resistencia del chico alzó de nuevo la palmeta y golpeó con más fuerza. Así tres, cuatro y cinco veces.
Manuel hacía fuerzas para contener las lágrimas y sentía la mano roja y tumefacta. En la cara del
verdugo
se dibujaba una pequeña sonrisa. Don Jorge se mantuvo en silencio esperando ver los resultados de su
castigo, pero al ver que Manuel no tenía expresión en su cara, lo despachó. Manuel se levantó
–Sí.
–Sí, ¿qué?
–SÍ, SEÑOOOOOR.
Manuel cerró la puerta con un portazo y se alejó escuchando a don Jorge echar espumarajos contra esta
juventud que no aprende nunca, que no tiene educación, que todo les ha venido dado, mientras ellos
6-PRIMER ENCUENTRO
Cuando Manuel cruzó el portón de hierro forjado que cerraba el colegio era casi de noche. Don Ramiro,
el portero, paró de tararear una copla flamenca y lanzó un agudo silbido al ver la cara del muchacho:
“estos muchachos…” Desde lo alto de la calle se veía, al final del pueblo, la era vacía y parda y detrás,
a lo lejos, la silueta azulada de la sierra de Monsalud con las pequeñas luces amarillas que empezaban a
encenderse en Feria. Unos nubarrones gordos y plomizos amenazaban el ambiente. Se había levantado
un
aire cargado de aromas de tierra húmeda y balanceaba las escasas luces que malalumbraban la calle; de
cuando en cuando, espejeaba sobre el cielo la luz escueta de un relámpago. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco,
seis… La tormenta no tardaría en llegar. Manuel se soplaba la mano y buscaba en su cabeza una excusa
con la que justificar la pelea y evitar así el castigo adicional en su casa. No creía poder aguantar una
tercera golpiza.
Caminaba cabizbajo dándole vueltas al asunto cuando en la esquina de la calle Becerros vio la silueta de
una persona apoyada en el guardacantón. Cuando se fue acercando a ella pudo comprobar que se
trataba
de una chica.
–Perdona. Qué pregunta tan tonta. Claro que estás mal. Después de esa pelea… ¿el director también te
castigó?
Manuel extendió su mano y Adriana la cogió suavemente, como guardando un pichón de paloma en sus
manos. Manuel no se atrevió a mirarle a los ojos. Ella le masajeó dulcemente los dedos que recobraron
–¿Te duele? –le preguntó mirándole a los ojos mientras guardaba la mano entre las suyas.
–En realidad actué como un bruto armando ese alboroto en el patio. Ahora los maestros probablemente
nos quiten libertad de reunirnos en el recreo.
–Lo sé –respondió ella sin soltar su mano–, pero a veces hay que actuar de forma animal contra los que
A Manuel le parecía todo bien mientras ella le sujetase tan dulcemente la mano. Le agradecía al matón
del Bull Dog que le hubiera golpeado y a don Jorge que casi le destrozara la mano con tal de sentirla
entre las de Adriana. No estaba muy seguro de estar despierto. La cabeza le daba vueltas y tenía una
–Si quieres, te puedo acompañar parte del camino, hasta mi casa –le ofreció ella.
–No te preocupes, estoy bien –y rectificando inmediatamente–; aunque si quieres te acompañaré yo, no
vaya a ser que esos matones estén por ahí intentando molestarte de nuevo.
Fueron caminando uno al lado del otro despacito, en parte porque la doble paliza había derrotado a
Manuel y ahora empezaba a sentir el cansancio y en parte porque ninguno de los dos tenía prisa por
llegar
entre las paredes de la estrecha calle. Varios goterones presagiaron la inminencia de la tormenta.
El portón de la casa donde decidieron guarecerse de la lluvia era un amplio zaguán de un edificio de
comunidad con piso de piedra y bóveda cruzada, con un friso de azulejos decorados con motivos
geométricos y una pila a mitad de camino a la puerta. Frente a ella había un banco de piedra donde se
sentaron. Tras un minuto de silencio buscando un tema de conversación, finalmente Adriana comentó:
–Te he visto entrar en ocasiones en la tienda de cómics del señor Braulio. ¿Coleccionas alguno en
particular?
–Sí, claro –respondió él, asombrado de que Adriana conociera la tienda y de que se hubiera fijado en los
lugares que visitaba–, me gustan mucho las aventuras de El Guerrero del Antifaz. Tengo muchos
capítulos. Me extraña que conozcas esa tienda. No me parece el lugar más apropiado para una chica.
–Te sorprenderían muchas cosas de esta chica –contestó ella con un hilo de picardía en sus ojos–, pero
sí, voy a menudo a visitar al señor Braulio y me presta los fascículos nuevos que van llegando, así que
–Leo todo lo que el señor Braulio me pasa, El Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín y
El Guerrero del Antifaz también, pero el que más me gusta, al igual que a ti es, sin duda, El Guerrero del
Antifaz. Me encanta su historia porque es un poco la historia de mi familia; ya sabes, una historia de
engaños y falsas imágenes. En mi familia también hubo un héroe que quería cambiar el mundo y fue
malinterpretado, perseguido y hecho desaparecer. Cuando leo El Guerrero… me identifico mucho con
sus
personajes ¿sabes?
Manuel no entendía nada de lo que Adriana le quería decir, pero recordaba la conversación con
Marcelino y lo que le había contado sobre su padre, que era comunista y había sido fusilado con otros
cientos en la plaza de toros de Badajoz. Mejor que hacer algún comentario equivocado y meter la pata,
–He oído algo, pero no estoy muy seguro. Pero, no te preocupes, no tienes que darme explicaciones
sobre
La noche se había dejado caer como las alas de un murciélago gigante y un manto de oscuridad se había
adueñado del pueblo. El viento fuera aullaba como un lobo hambriento y las ráfagas de lluvia hacían
tambalearse a las farolas colgadas de cables en la calle. Dentro del zaguán la luz llegaba intermitente,
pero se sentía confortable y seguro. La cercanía de los cuerpos de los muchachos permitía que no
sintieran frío. Manuel pensó que en otra situación tal vez tendría miedo, pero al lado de Adriana se
–No te preocupes –continuó ella–, por alguna razón siento que puedo abrirme a ti, que no eres como la
mayoría de la gente que juzga sin conocer la realidad. Eso le ha hecho mucho daño a mi familia. Nos han
Manuel no podía dejar de mirar sus ojos; estaba como hechizado por su mirada. Eso y el tremendo
cansancio que se le había caído encima le impedían hacerse una idea justa de la situación de la familia
de
Adriana. Las ideas se le cruzaban en la mente. Por una parte, estaban todas las historias que la gente
contaba sobre los republicanos, los comunistas, los socialistas; todos esos grupos que habían quemado
iglesias, matado curas, robado sin parar y que habían iniciado la guerra civil que había hundido en la
miseria a España, pero cuando miraba a Adriana no veía en ella a la hija de un asesino ni de un sacrílego,
sino a una muchacha dulce y educada con sentimientos amorosos. ¿Sería cierto que su padre había sido
fusilado injustamente? ¿Y si los republicanos no eran, en realidad, tan malos como los pintaban? ¿Y si,
como el Guerrero del Antifaz, habían estado luchando contra los buenos por error, por estar
engañados?
–Mi padre nunca persiguió ideales políticos. Simplemente era maestro, pero no un maestro como don
Jorge o don Gregorio, de los de “la letra con sangre entra”. A él le gustaba lo que hacía y su mayor
alegría era estar rodeado de niños con los que jugaba mientras les enseñaba.
–¿De verdad? ¿Es eso posible? No me hago la idea de jugar con don Jorge, ¿qué quieres que te diga? –
–Él trabajaba para un sistema llamado Patronato de Misiones Pedagógicas que pretendía llevar la
educación a los pueblos más apartados y humildes de España. ¿Has oído hablar de eso alguna vez?
–Eran un grupo apasionante. Iban en camionetas hasta los pueblos y allí, limpiaban las escuelas,
agrupaban a los estudiantes y maestros y hacían actividades divertidas como pasar películas para todo el
pueblo, leer romances y poemas populares. Les interesaba, sobre todo, desarrollar la propia cultura de
los pueblos así que siempre había ayudantes que seleccionaban los temas de discusión entre los
intereses
de la región. Eso fue antes de la guerra, durante la República. Mi padre se enlistó y estuvo por varios
pueblos de la región formando grupos de teatro callejero, creando bibliotecas en los pueblitos y
–Qué divertido –comentó Manuel que, poco a poco iba olvidando el dolor y se imaginaba al padre de
Adriana como un joven de barba y pelo largo–. ¿Fue en esas misiones que conoció a tu madre?
–Sí –Adriana tomó un aire ensoñador al imaginar el encuentro entre sus padres. La imagen que tenía, a
su
vez, era la que había heredado de su madre cuando le contaba cómo era la vida en aquellos tiempos.
“No
teníamos dinero, pero teníamos libertad y la libertad, Adrianita, vale más que todo el dinero del
mundo”,
recordaba a su madre contarle. En todo caso eran mejores tiempos que los actuales; ahora no tenían ni
dinero ni libertad.
7-OCTAVIO Y ÁNGELA
1932
–Mi madre vivía en un pueblito pequeño de la provincia de Cáceres, Navas del Madroño –continuó
–A decir verdad, nunca he salido de aquí, así que conozco muy poco de otros lugares –se avergonzó
Manuel.
–Mi madre me contó que una mañana llegaron unas camionetas cargadas de gente y ocuparon la plaza
del
pueblo. De la parte de atrás sacaron un montón de trastos que fueron colocando bajo las arquerías de la
plaza. Otros llevaban cajas con libros, libretas, lápices a un salón que se habilitó y al que luego
fachada del Ayuntamiento colgaron una sábana enorme y enfrente una cámara de cine con la que
proyectarían en la noche una película de Charlot, El chico. Con el grupo venían también jóvenes subidos
en grandes zancos y otros con máscaras enormes y disfrazados de reyes y príncipes, de animales y
monstruos, y recorrían las calles del pueblo con altavoces para llamar la atención de la gente y
anunciando la película de la noche. Lo único que los vecinos tenían que traer era su propia silla si no
querían ver la película sentados en el suelo. Mi padre entonces llevaba una barba cerrada y montaraz y
mi madre dice que tenía una mirada pícara con la que engatusaba a las muchachas. –Manuel había
acertado en su idea sobre el padre de Adriana, al menos parcialmente–. Al pasar junto a la casa de mi
madre, como ella y sus hermanas habían salido a ver el desfile, él la cogió de la mano y se arrodilló
exclamando: –“¡Oh, bella doncella si fueseis tan gentil de recibir a este vil lacayo, mi corazón volvería a
latir, que muerto está desde que quedó deslumbrado por tanta belleza!” Y bajó la cabeza cogiéndose
con
la otra mano el corazón como si se le hubiese parado. Las hermanas de mi madre lo miraban entre
risueñas y envidiosas. Mi madre quedó petrificada y lo miraba con unos ojos enormes que querían
salirse
de sus cuencas, así que él se levantó y, siempre cogido a su mano, le dio una vuelta sobre sí misma y
guiñándole un ojo le susurró: “Espero verte en la película”. Mi abuela, que estaba asomada a la ventana
viendo lo que ocurría, obligó a las niñas a entrar en la casa más rápido que deprisa. ¿Qué era eso de
estar
bailando con el primer titiritero que se le cruzara en la calle? ¡Que ni soñaran con ir a la plaza en la
noche! Pero al final, tanto y tanto insistieron, y gracias a la intercesión de mi abuelo, fueron todas en
grupo a ver la película, aunque, en realidad lo que querían ver era al joven de los ojos pícaros y la barba
–La gente se había arremolinado frente a la fachada del Ayuntamiento y elegían el lugar más cercano
posible a la improvisada pantalla de cine. Los niños corrían entre las sillas, las muchachas se habían
colocado sus mejores ropas e intentaban impresionar al joven que les había robado el corazón. Habían
instalado varios puestos de chucherías y en el aire se respiraba un perfume a churros y castañas asadas.
Los mozos se habían colocado en una esquina de la plaza y apuntaban y sonreían a las muchachas.
Varios
perros olían entre los puestos intentando encontrar algo que llevarse a la boca. Entonces mi padre se
subió a los escalones del Ayuntamiento y procuró la atención de todos. Tenía una voz profunda y
armoniosa (no es pasión de hija) y la gente comenzó a guardar silencio para oír lo que el joven quería
decir.
–“Queridos vecinos de Navas del Madroño” –Adriana ponía gesto serio y ahuecaba la voz intentando
imitar a su padre según su madre le había contado tantas veces–. “Es un honor dirigirme a ustedes en
esta
noche feliz para presentar esta actividad cinematográfica del Patronato de Misiones Pedagógicas. Antes
que nada quiero que sepan que no hemos venido a pedirles nada ni a venderles nada. Muy al contrario,
lo
que pretendemos es traer ante ustedes una serie de actividades culturales que, por el pequeño tamaño
de
su población siempre quedan relegadas a las ciudades y nunca llegan a los pueblos. El propósito de estas
Misiones es, precisamente, hacer llegar la cultura a todos los españoles, independientemente de donde
vivan, en una ciudad o un pueblo pequeño y sin importar si tienen dinero o no. La República quiere la
igualdad para todos los españoles y eso es lo que hemos venido a hacer”. Te puedes imaginar que mi
madre no hacía más que mirar a mi padre y lo encontraba tan hermoso subido en los escalones, con su
barba y sus ojos brillantes, que lo creía un héroe venido de otras tierras para liberarla de la mediocridad
de su pueblo. No prestó atención en toda la película y cuando terminó volvió a casa suspirando y con la
–Pero ¿cómo, no pudieron hablar? ¿Cómo se hicieron novios entonces? –preguntó ansioso Manuel.
–Espera, no seas desesperado, hombre –le recriminó Adriana–. Mi padre tenía todo bien planeado.
Como
sabía que no era bien visto por mi abuela, no intentó acercarse a ella, pero después fue hasta su casa y
cuando se apagaron las luces se fijó en cuál era la habitación de los padres y tiró piedritas a la ventana
opuesta con la esperanza de que fuera la de mi madre o, al menos, la de una de sus hermanas. Así fue,
mi
tía Margarita se asomó y lo vio haciendo señas para que abriese la ventana. Se armó un revuelo entre
las
hermanas que casi despierta a mis abuelos, pero, finalmente mi madre se asomó a la ventana.
–“Estás loco”, le dijo. “Si mis padres se despiertan te matan y a mí me meten en un convento.”
“No puedo. Mis padres cierran la puerta con llave y solo ellos pueden abrir.”
“Pues salta desde la ventana. Yo te recojo.” Mi madre se moría de la risa de las ocurrencias de mi padre
pero, en el fondo, hubiera saltado en sus brazos aunque corriera peligro de romperse la cabeza en el
intento.
“No puedo, de veras. Márchate que se van a despertar mis padres.” Entonces mi padre que, como
puedes
ver, no se daba por vencido fácilmente le dijo: “Pues si no bajas tú, subo yo. ¿Qué me dices?”
–Mi madre no sabía dónde esconderse cuando vio a mi padre trepar por la reja de la ventana del piso
inferior y encaramarse hasta su balcón. Un vaho de calor le subió a la cara cuando se vio tan cerca de él.
Mi madre dice que olía a perfume de pino y que traía el misterio de los montes en sus ojos verdes, pero,
si te digo la verdad, creo que exageraba. Debía de oler a jara y tomillo, al orégano de los montes por
–Estuvieron hablando de esta manera curiosa varias horas en las que se pusieron al día de todo lo que
habían hecho en el pasado y lo que pretendían hacer con sus vidas. Cuando se marchó, mi padre besó
furtivamente los labios a mi madre que volvió a encenderse de vergüenza y le prometió que al día
–Mi padre tenía mucho trabajo al día siguiente. Nada menos que la propia María Zambrano, una de las
mayores filósofas que ha tenido España, llegaba al pueblo montada en una furgoneta que traía la
biblioteca ambulante y que habría de quedarse en el pueblo. Mi madre dice que venían cubiertos de
polvo del camino y que, al bajarse del vehículo, doña María miró los tejados de la plaza y exclamó:
“Qué chimeneas tan hermosas. Los inviernos aquí deben de ser muy bellos y olorosos a leña de encina.”
La condujeron hacia el edificio que habría de albergar los libros que traían y estuvieron toda la mañana
bajando cajones con libros, organizando la biblioteca y anotando sus fondos. Cuando terminaron era ya
el
atardecer. En la plaza se oía el bullicio de la gente y el ruido seco y detonante de las tracas. Un denso
humo proveniente de los fuegos artificiales envolvía la plaza y la cubría de olores a pólvora.
–Habían montado un escenario para la banda que habría de tocar más tarde y toda la plaza estaba
adornada con farolitos de colores y banderas tricolor republicanas. Al poco tiempo, comenzó la banda a
tocar pasodobles. Al principio solo bailaban los niños y algunas mujeres con otras mujeres porque a los
hombres les daba vergüenza, pero conforme el vino fue haciendo su efecto liberador, algunas parejas se
unieron al grupo y al rato los jóvenes buscaban pareja para bailar. Mi madre esperaba pacientemente
junto a su madre y hermanas la aparición del galán que habría de pedirles un baile. Se había vestido con
sus mejores galas y se había maquillado con unos colores que realzaban la belleza de sus ojos. Un
vestido ligero de gasa rosa le ceñía el talle y se abría en una falda amplia hasta las rodillas que permitía
entrever sus piernas bien torneadas. Varios muchachos pululaban como moscas sin atreverse a sacar a
bailar a las chicas que, desde la altura de su belleza los miraban con desdén desalentando sus impulsos.
–Mi padre, por su parte, se había colocado una chaqueta que usaba para las recepciones oficiales y,
aunque bastante arrugada, le daba un aspecto distinguido. Se había afeitado la barba y recortado el
cabello y puesto gomina con lo que estaba irreconocible. Apoyado en la esquina del escenario miraba a
mi madre sin ser reconocido. Aprovechando el descuido de mi abuela que fue a buscar a su marido un
momento, apareció de entre las sombras y se colocó ante los ojos atónitos de mi madre.
cabeza, y aceptó la mano de mi padre que la llevó entre los grupos de parejas hasta el centro de la plaza.
A partir de ese momento, mi madre dice que entró en un torbellino de luces, olores y sensaciones que la
emborracharon y la perdieron en los ojos de mi padre. Dieron vueltas y vueltas al ritmo de los
pasodobles, las luces giraban en torno a ellos y todas las estrellas parecían haberse asomado a la noche
para ver una pareja tan linda. El brazo diestro de mi padre guiaba a la dama sin dejar de mirarla a los
ojos. Fue el momento más feliz de la vida de mi madre, pero mi abuela tenía planes muy distintos para
ella, así que tan pronto pudo, la sacó del baile y se la llevó a casa rodeada por sus hermanas quienes
iban
quejándose del poco tiempo que habían disfrutado de la fiesta y de ni tan siquiera haber bailado una
vez.
–“No voy a consentir que mi hija acabe con uno de esos revolucionarios rojos de pelo largo que van a
acabar con nuestro pueblo”, rezongaba mi abuela Margarita mientras mi padre veía a la mujer de sus
–Mi padre volvió varias veces al balcón de mi madre, pero nunca consiguió verla. Mi abuela había
puesto un férreo cerco a la dignidad de su hija y vigilaba continuamente a la damita, pero no hay
puertas
que puedan contra el amor. Un día, ayudado por mis tías, logró colarse en la habitación de mi madre y
convencerla de que se escapara con él. Mi madre lloró mucho y lo pensó detenidamente, pero
finalmente
decidió que era su vida y su felicidad la que se jugaba, estaba tan enamorada de mi padre que aceptó
huir
con él.
–Las Misiones abandonaron el pueblo un mes después de su llegada. Ese día, el pueblo les dedicó un
festejo e hicieron chocolate con churros para todos. En la tarde, las furgonetas salieron dejando un
rastro
de polvo. Todo el pueblo salió a despedirles y los niños corrieron detrás de las camionetas gritándoles
adiós y los perros ladrando y siguiendo el escándalo. A la salida del pueblo, una furgoneta paró y esperó
que llegara la noche escondida en lo más profundo de la alameda. Al llegar la noche, un hombre
desandaba el camino hasta el pueblo y se acercaba, aprovechando la oscuridad, hasta un balcón del cual
se descolgaba una joven con una maleta atada con una correa. Mi abuela nunca les perdonó la traición,
–Tu madre debe de ser muy valiente y muy fuerte para atreverse a dejar a su familia por un hombre –
comentó Manuel.
–Es cierto. Y tú, Manuel ¿serías capaz de hacer algo así por alguien a quien amas? –preguntó Adriana
Nunca se lo había planteado, de hecho era la primera vez que sentía algo tan profundo y que le hacía
actuar como un idiota. No podía hablar, actuaba como un payaso. Debía de ser amor, sí. Debía de ser
que
estaba enamorado, pero ¿hasta cuándo iba a actuar así? De esa forma Adriana nunca se enamoraría de
él.
Necesitaba actuar como un hombre, no como un idiota si quería conquistar el amor de Adriana. Se
aclaró
la voz en un intento de parecer seguro y varonil, pero no acertó a soltar más que un vergonzoso gallo
porque sintió la mano de Adriana que tomaba la suya y sus pupilas verdes esmeralda clavándose en sus
ojos como si pretendiera hipnotizarlo. Balbuceó algo ininteligible. Ella parecía decirle que no tenía que
preocuparse, que se dejara llevar. Una fuerza superior le impedía pestañear. Nunca supo cuántos
minutos
pasaron en esa posición. En algún momento intentó separarse, pero no pudo; estaba literalmente
pegado a
ella por las manos. Las percibía suaves, pero firmes. Sentía el aliento de Adriana en su boca; olía el
perfume de su piel. Se apoderó de él una necesidad desconocida de acariciar su cabello. Alargó la mano
y no pudo creer que estaba tocando su pelo, sintiendo la suavidad de sus cabellos. Ella se dejaba hacer
sin apartarle la mirada: su cabello era suave como la seda. Rozó su cara con la mano, la sintió fría y
tensa. Ella lo siguió mirando muy fijamente. Pudo sentir su palpitar. Se acercaron un poco más; sus
labios
estaban a punto de tocarse, podía oler su aliento. En ese momento sintieron una voz en la puerta.
–Adriana, ¿estás ahí? Te estaba buscando. Con la nochecita como está, me preocupa que estés en la
calle,
hija.
–Ah, sí, claro. Mamá, este es Manuel Guerrero, el compañero de clase del que te hablé.
–Buenas noches, señora –saludó Manuel levantándose–. Estábamos viendo unos fascículos de El
Guerrero del Antifaz, pero ya hemos terminado. Ya me iba para casa yo también.
La madre de Adriana lo miró dulcemente desde el vacío de unos ojos cansados de llorar.
–Qué va. Al parecer tenéis muchas cosas en común –dijo la madre mirándolos a los dos.
Antes de doblar la esquina volvió la cabeza para ver a Adriana por última vez, pero no vio más que el
reflejo de unos ojos verdes, como el de los gatos. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral y le
erizó la piel.
SEGUNDA PARTE:
OCTAVIO SILVA
1-OCTAVIO SILVA
Octavio y su compañero encontraron sitio para sentarse en un camerino del vagón de cola. Un anciano
les
saludó al entrar. Llevaba a una niña acostada en el asiento y la cabeza apoyada en sus piernas. Al otro
lado, una talega parecía guardar los restos de lo que había sido la cena de la pareja. El camerino olía a
tortilla de patatas y a sardinas rancias. Octavio se sentó enfrente del viejo e hizo una señal a su
compañero Victoriano para que hiciera lo mismo. El traqueteo del tren los adormiló, pero sabían que no
se podían dormir; les iba la vida en ello. Entrecierran los ojos, pero se mantienen alerta. El viejo les
vigila, se pregunta de qué lado estarán estos dos. Octavio también se lo pregunta del viejo. El campo se
abre al otro lado de la ventanilla bajo la luz de la luna, clara y fría. Las dehesas pasan rápidas en
diferentes tonos de gris. De cuando en cuando atraviesan la luz mortecina de alguna estación rural, las
luces dormidas de alguna aldea donde el tren baja de velocidad, pero no para. Se está caliente y cómodo
en el tren. A pesar de ello no pueden dormir. Les dijeron que saltaran después de la estación de Valencia
de Alcántara, la última parada antes de llegar a la frontera de Portugal; una media hora después de la
salida del tren. Les advirtieron que saltaran lo más lejos posible para evitar la atracción de la fuerza del
tren y ser arrollados. Les indicaron una taberna en un edificio religioso, un viejo convento en ruinas y
convertido en casa de huéspedes y taberna, siguiendo siempre el rastro de la luna, hacia el oeste, hacia
Portugal, “no os podéis perder” recuerdan la voz del contacto. Les dijeron que llamaran cuatro veces:
tres toques seguidos, una espera y un cuarto golpe. Les dieron el santo y seña. Si lo olvidaban estaban
perdidos. No hay segunda opción, les advirtieron. Allí un camarada les conduciría por caminos ocultos
hasta la frontera con Portugal. Debían evitar ser vistos por los guardiñas, la guardia rural portuguesa
que,
de atraparlos, les entregaría a las fuerzas del general Yagüe, las fuerzas del general Franco o, lo que es lo
mismo, les entregarían en los brazos de la muerte. Una vez en Portugal debían seguir caminando y
procurar llegar hasta el primer pueblo portugués, Marvão, donde podrían contactar a otros camaradas
que
les llevarían hasta Lisboa y, de aquí, a Francia o a México adonde fuese el primer barco que saliera. No
conocían los nombres de las personas que les habrían de ayudar, ni conocían los de los que les dieron las
directrices. Saber era demasiado peligroso. Si algo salía mal, lo mejor era quitarse la vida –es una salida
mucho más cómoda que la muerte por tortura. También les dieron dos pistolas por si las cosas salían
mal.
Cada una de ellas estaba cargada con seis balas. Podían usar cinco contra el enemigo, la sexta debían
El tren disminuye la velocidad al acercarse a una estación despoblada. Bajo las luces mortecinas se
divisa el brillo charolado de los gorros de dos guardias civiles. Octavio avisa con el codo a Victoriano y
le hace una leve señal con los ojos para que esté atento. El viejo lo ve, pero se hace el dormido. El tren
detiene completamente su marcha y resopla cansado por la marcha y los años. Los guardias civiles,
envueltos en capas verdes, se montan en el tren y el jefe de estación da con un silbido la señal de
partida.
Bufa el viejo tren intentando retomar velocidad y llena la estación de un humo negro denso. El
maquinista
saluda al jefe de estación con la mano y emite dos silbidos de humo blanco. Los compañeros fingen
dormir, pero sus corazones laten por el nerviosismo. Después de unos minutos, Octavio invita a su
compañero a salir al pasillo con el pretexto de fumar un cigarrillo. El otro obedece. El viejo finge
El pasillo es estrecho y huele a humedad y carbonilla de la chimenea del tren. Alguien ha dejado una
ventanilla abierta y el frío se mete en el pasillo lamiendo las paredes. Victoriano lo cierra y ambos
Encienden un cigarrillo y tapan el brillo de la lumbre con la mano. Se miran nerviosos. Deben saltar ya,
antes de que los guardias civiles lleguen a su vagón y pidan los papeles. Abren la puerta del vagón. El
viento frío les corta la cara. Los rieles de la vía reverberan a la luz de la luna y se alejan en la noche.
Dudan sobre qué hacer. Si saltan ahora caerán muy lejos del convento y les tomará más tiempo del que
tienen encontrarlo, pero si no saltan ya la guardia civil llegará a su vagón pidiendo identificación y será
demasiado tarde. Se miran dubitativos, el humo oculta sus rostros en una niebla densa. Se abre una
puerta
al final del pasillo y sienten el paso acelerado de dos bultos informes envueltos en capas verdes.
Hay un segundo de indecisión y Octavio se precipita al campo. Victoriano espera un segundo y se tira del
tren también. En la caída cree ver al viejo pegado a la ventana. Después oyen unos disparos y nada más.
La velocidad les hace rodar por el campo y les llena el cuerpo de contusiones.
Hay luna llena y los contornos muestran realidades grises a medio iluminar. Los dos hombres
permanecen
un tiempo en silencio tumbados junto a la cuneta del tren recobrando el aliento y revisando
mentalmente
las contusiones recibidas. Si el dolor es soportable, no es peligroso. El pasto está seco. Huele a establo,
a boñiga de vaca y a oveja. Tras unos minutos, Octavio se levanta y busca a su compañero. Victoriano se
agarra con fuerza la pierna y su cara está congestionada intentando aguantar el dolor sin gritar. Octavio
se
sienta a su lado.
Victoriano no habla, pero las lágrimas en su cara expresan todo el dolor y la imposibilidad de caminar.
Se quita el zapato y el calcetín y el tobillo aparece morado e hinchado. Tal vez esté roto. El dolor es
insoportable.
Octavio saca un viejo reloj de su bolsillo. Deben seguir si quieren llegar al convento a tiempo, pero
Victoriano no parece poder caminar. Decide esperar un momento hasta que el dolor se reduzca.
A unos metros se distingue una construcción en piedra. En realidad es una piedra gigante colocada
encima de otras dos rocas megalíticas que le sirven de soporte. Es un dolmen, un túmulo funerario
prehistórico. Octavio lo mira curioso. ¿Quién lo habrá construido? ¿Hace cuánto tiempo? ¿Miles de
años? Se pregunta si en esa época también los hombres se mataban por ideas o solamente por
conseguir
terrenos para cazar y sembrar. Pasan los minutos. Ha perdido la noción del tiempo. Deben continuar,
pero
su amigo se queja del tobillo. No cree poder caminar. –Vamos, tienes que caminar. Tenemos que llegar a
la taberna. No podemos quedarnos aquí. Hay militares en los alrededores. Esos guardias civiles avisarán
en el cuartelillo tan pronto lleguen a la próxima estación. Nos encontrarán. Tenemos que continuar. –
Pero
Victoriano intenta levantarse y el dolor es superior a él. Finalmente, Octavio le ayuda a levantarse y pasa
el brazo del herido por encima de su hombro y tira de él. El otro va cojeando. En cada piedra se siente el
dolor, cada paso en falso es un cuchillo que se le clava en el tobillo y asciende en carne viva hacia
arriba, hacia la rodilla. Busca el pasto sin piedra, pero es difícil hallarlo. Pasan frente al dolmen. Cinco
mil años de historia miran pasar a un hombre herido arrastrado por otro. Cinco mil años cansados miran
una historia que se repite cíclicamente: odio entre hermanos, guerras, sangre, sufrimiento y
destrucción;
estas tierras han sufrido demasiado derramamiento de sangre. No importa cuantos años pasen, es
siempre
igual; personas contra personas. Solo las piedras perviven. La inmensa boca abierta del dolmen ve a la
singular pareja alejarse lentamente entre quejidos apagados, a la luz incierta de la luna. Cada cinco
minutos paran y Victoriano se recuesta en una encina y repite que no puede seguir, que el dolor es
demasiado fuerte, ruega a su compañero que lo abandone y continúe solo. –Así nos cogerán a ambos.
Vete
tú. Al menos se salvará uno de nosotros–. Pero el compañero se niega a abandonarlo. –Llegamos juntos
y
juntos nos iremos. Haz un esfuerzo más que ya se ve el edificio–. Pero el edificio no es más que una
sombra dudosa entre los árboles, una luz insegura en medio de la noche y el dolor es tan intenso que es
preferible quedarse al abrigo de un alcornoque centenario. Los grillos pueblan de sonidos la noche, se
oyen algunas ranas. Es mejor quedarse aquí y esperarlos. Cargar la pistola. Esperar a que estén bien
cerca y entonces disparar cinco veces. Intentar llevarse a cinco con él. Disparar rápida y certeramente
antes de que lo vean, antes de que puedan darse cuenta de su presencia y puedan herirle. Evitar, ante
todo,
que lo hieran, que inutilicen su brazo y su mano para poder dispararse la última bala en la boca, hacia
arriba, hacia el centro de la cabeza. Pero Octavio no lo escucha. Lo ha agarrado nuevamente por el brazo
y lo arrastra desoyendo sus súplicas de que lo deje atrás, sus amenazas, sus insultos. –Ya queda poco.
Allí nos espera un guía que nos llevará a través de los montes hasta Portugal y allí estaremos a salvo. No
te preocupes, todo va a ir bien. Ya verás–. Pero el camino se hace interminable. Los últimos metros son
el siglo XIX. Una parte de él ha sido habilitado como bar y han arreglado algunas habitaciones como
dormitorios para posibles pasajeros hacia Portugal. Después de cerciorarse de que no hay enemigos,
Octavio golpea la puerta cuatro veces, como le indicaron que lo hiciera: tres veces seguidas, un espacio
y una cuarta vez. Se oye ruido de pasos cautelosos y de cerrojos que se abren. Un hombre de tez curtida
y
barba hirsuta de una semana asoma la cabeza por el ventanuco encima de la puerta.
–A las buenas noches. ¿Qué se les ofrece? –El hombre habla con cautela, inspecciona los alrededores,
los mira de arriba abajo intentando descubrir algún signo que denote peligro, traición; una trampa
oculta
Octavio dice la consigna y la cara del otro parece relajarse. Abre otro cerrojo y ayuda a cargar al herido.
La entrada del convento es una cueva lóbrega y húmeda que promete una salida al final, pero el pasillo
es
un desfiladero estrecho por el que no caben los tres hombres así que el mesonero acaba cargando a
Victoriano.
–Os esperábamos desde hace tiempo. Llegáis tarde –reclama arisco el tabernero. Tiene unos ojos azules
deslavados que parecen brillar en la oscuridad en medio de la cara renegrida por el sol y el trabajo en el
campo. Una cicatriz le cruza la mejilla izquierda de parte a parte y le da un aspecto facineroso.
–Tuvimos que saltar antes de tiempo. Entró en el tren una pareja de guardias civiles. Casi nos cogen –se
justificó Octavio.
–Si la guardia civil os está persiguiendo habrá que salir cuanto antes. Probablemente estén dando la
señal
de alerta en la frontera y habrán enviado una patrulla al monte a buscaros. No me gusta nada –la cicatriz
partido.
Victoriano miraba a su cargador de hito en hito. El dolor y el esfuerzo le habían hecho perder el sentido
–Habíamos pensado esperar aquí unos días, hasta que se restableciera –añadió Octavio.
–¿Unos días dices? Debes de estar loco si crees que podéis quedaros aquí más de unas horas. Esto es un
nido de fascistas. La zona es continuamente batida por la guardia civil. Es zona de paso, ya sabéis. Al
amanecer enviarán una patrulla hasta aquí y revisarán el convento de cabo a rabo. Tenéis que
marcharos
inmediatamente. Cruzar la frontera antes de que empiece a clarear y llegar a Marvão al amanecer. De lo
contrario, ponéis en riesgo no solo vuestras vidas, sino también la mía y la de los camaradas que nos
ayudan.
Victoriano caminaba en silencio arrastrado por el hombretón. Cruzaron un pequeño claustro de piedra
encalado cubierto de aspidistras y costillas. Un rumor de agua indicaba la presencia de una fuente.
Entraron en la cocina, en cuyo fondo un hombre calentaba una olla en el fogón. Olía a leña de encina y a
guiso generoso. El olor les aguzó el apetito y les recordó que hacía dos días que no probaban bocado.
–Venga, sentaos ahí, cerca del fuego que os calentéis mientras coméis algo. Tenéis cara de perro
hambriento.
Un minuto después disfrutaban de un guiso de garbanzos con tocino y una hogaza de pan de leña que
les
–Bebed, que el vino es bueno para calentar el cuerpo y rebajar las penas –les ofreció amablemente el
posadero colocando en la mesa una jarra de barro y vasos–. Por cierto, me llaman El Zarco. Ya sabéis…
por los ojos. Ese de la cocina es Vidalito.
El aludido les saludó desde el fogón con una media sonrisa desdentada. Reunía brasas en torno a una
vieja cafetera.
–Café, lo que se dice café, no hay por aquí, pero la achicoria tostada hace las veces y calienta el
frontera.
–No es buena –sentenció soplando la taza humeante–, no es nada buena. Después de que las tropas
nacionalistas arrasaran el sur de la región hay muchos republicanos que intentan escapar huyendo a
Portugal. Otros se han tirado al monte y esperan que el Gobierno republicano restablezca la situación,
como si el Gobierno pudiera hacer algo a estas alturas, pero el grueso del ejército se ha puesto a las
órdenes de Franco y de Yagüe; solo una pequeña parte se mantiene fiel al Gobierno de la República, así
–Sin armas ni organización, enfrentarse a las tropas de Franco es un suicidio –razonó Octavio.
–Puede ser –continuó El Zarco–, pero es lo único que hay. Inglaterra, Francia y Estados Unidos han
firmado un acuerdo de no beligerancia con Alemania e Italia por el cual se comprometen a no entrar en
la
guerra ni enviar tropas ni armamento, pero parece que Franco ha conseguido que Hitler le envíe aviones
y municiones. ¡Canallas!
–¡Qué Dios nos coja confesados! –intervino Victoriano aliviado con el vino y la comida. –Si Franco o
ese carnicero de Yagüe nos coge nos van a destrozar. De donde venimos están fusilando a todos los que
han tenido algo que ver con la República, independientemente de su afiliación política o de que hayan
luchado en el frente. Si no eres franquista no mereces vivir. Hay pueblos donde han matado a la mitad
de
la población. Fusilados sin juicio previo, en la pared del cementerio. Primero les obligan a cavar una
fosa y allí mismo los entierran después de darles un tiro en la cabeza. No tienen misericordia de nadie.
–Así estamos –continuó desanimado El Zarco–. La gente huye a donde puede, hacia el norte, hacia el
monte, hacia Portugal… hacia donde sea. Lo importante es no caer en manos de esos criminales. Ellos lo
saben y están poniendo patrullas de la guardia civil en la frontera para agarrarlos como conejos. Por eso
tenemos que ponernos en marcha ya mismo. No hay tiempo que perder. Si habéis terminado de
comer… –
Los otros lo imitaron, pero Victoriano permaneció sentado con la cabeza gacha.
–Venga, Vito, vámonos, ya has oído, no hay tiempo que perder, hombre –Octavio lo agarró por el brazo
haciendo una pequeña presión para levantarlo, pero Victoriano se desasió con brusquedad.
–¡Qué no, maldita sea! ¡Qué no puedo andar! ¿No ves que estoy cojo?, ¿que tengo el maldito tobillo
partido? Lo único que haría sería serviros de lastre y al final nos cogerían a todos. Me quedo aquí. Algún
El Zarco miró con gravedad a Octavio y luego a Vidalito. Este se encogió de hombros negándose a
opinar.
–Hay una bóveda que corre encima de lo que eran las celdas de los monjes –dijo El Zarco frotándose las
mejillas. La barba de una semana raspaba como lija–. Se puede entrar a través de un hueco semioculto
en
una de las celdas. Puedes esconderte ahí durante unos días, pero luego tendrás que marcharte. Es
–Lo que sea. En unos días el tobillo estará mejor y podré intentar el salto a Portugal. Me reuniré contigo
allí y luego nos largamos a Francia o a América –los ojos de Victoriano brillaban–. ¿Tú te imaginas la de
cosas que podemos hacer nosotros en las Américas? –soltó una sonora carcajada.
–Si eso es lo que quieres hacer, está bien, pero debes ser muy cuidadoso. La guardia civil probablemente
venga hoy mismo y buscarán por todas partes –le advirtió El Zarco.
Vidalito le tanteó el tobillo. Victoriano se mordía el puño para evitar gritar de dolor. Toda el área del
–El hueso parece que está bien. No se notan fisuras; probablemente se le rompió algún ligamento, nada
Le aplicó manteca de cerdo para reducir la inflamación y le colocó dos tablas a ambos lados del tobillo
–Suéltate la venda cada dos horas o te cogerá gangrena y entonces sí que estás apañado –le recomendó
el techo. Lo ayudaron a subir y le acomodaron un viejo colchón. Vidal le alcanzó una talega con algo de
–Raciónalo, que es todo lo que vas a tener en estos días –le recomendó.
–No os preocupéis por mí. Ya veréis que en unos días estoy con vosotros bailando un fado.
Octavio lo miró con una sonrisa triste. Era consciente de que probablemente esa sería la última vez que
3-PALACIO QUEMADO
1954
El Tuerto llegó corriendo con un manojo de paja seca en las manos y gritando a todos que se acercaran.
Colocó la paja en el suelo en círculo asegurándose de que todas las partes quedaran completamente
cubiertas y no hubiera que lo cortaran. La ahuecó un poco con esmero y cuando estuvo lista se
incorporó
sobre sus rodillas y miró el efecto. Perfecto. Los demás chicos miraban con expectación y silencio los
acontecimientos sentados en el suelo. Andrea encendió una cerilla haciendo pantalla con su mano para
que el viento no la apagara. Fue tocando brevemente las puntas de la paja hasta lograr que el círculo
quedara en llamas. Entonces Marcelino abrió con cuidado una bolsa y depositó su contenido dentro del
círculo. El alacrán cayó un poco desconcertado, pero rápidamente tensó sus patas como si se tratara de
sogas que lo amarraran al suelo y levantó la cola con su bolsa envenenada en posición amenazante.
Intentó huir hacia un lado pero sintió el calor. Retrocedió entonces para volver a sentir el fuego en sus
patas traseras. A partir de ese momento todo ocurrió muy rápido. El arácnido hizo varios intentos
fallidos
por salir del círculo y al ver que no tenía escapatoria se clavó el aguijón envenenado entre las escamas
del cuello. Inmediatamente dejó de correr y, tras una serie de espasmos, quedó inerte, la pinza relajada
y
Los muchachos permanecían en un silencio religioso. La imagen del animal infligiéndose a sí mismo la
muerte les sobrecogía de horror y, a la vez, les fascinaba. Era el juego de la muerte, presente en cada
–¿Cómo puedes decir que la muerte es hermosa? –se alarmó Andrea–. Eres un bestia.
–La muerte en sí no es hermosa ni fea –añadió Marcelino –La muerte es muerte y ya, pero la manera de
morir sí puede ser hermosa y el coraje del alacrán para quitarse la vida cuando está acorralado sin tan
–No tiene nada de valiente. Es simplemente que se siente acosado e instintivamente se clava el aguijón.
Suicidarse no tiene nada de heroico, sino más bien de cobarde que no se atreve a enfrentarse a su
–Habría que ver como actuabas tú si te vieses acorralada y sin escapatoria, sabiendo que te habrían de
torturar y aplicar una muerte mucho más terrible y lenta que un simple disparo. Habría que verte con
una
–No sé qué es lo que haría en una situación extrema y sin tiempo para pensar –contestó la chica –pero
lo
que puedo decirte es que me parece más inteligente disparar contra tus enemigos que contra ti mismo.
Si,
al fin y al cabo, te van a matar, mejor por lo menos llevarte a algunos enemigos contigo, ¿no?
El cuerpo del alacrán aparecía ahora flácido y blancuzco. Las llamas que lo habían aterrorizado hasta la
muerte estaban apagadas y dejaban un círculo de luto en torno a la víctima. Los muchachos lo miraban
todavía fascinados por los hechos. Tal vez por ello no se dieron cuenta de que la tarde se iba yendo
entre
los chopos de la ribera y los pájaros regresaban a sus nidos preparándose para combatir el frío de la
noche.
Recogieron sus bicicletas y pedalearon carretera arriba huyendo de la oscuridad que les perseguía con
Las luces del pueblo estaban ya encendidas cuando cruzaron la vía del tren. Un viento frío barría las
calles de papeles y colillas. Los muchachos se despidieron y cada uno se fue a su casa con un
sentimiento
oscuro. Al pasar frente a la ermita de Santiago, Manuel vio algo familiar que le hizo detenerse y mirar
vomitar. Se le había caído la gorra al suelo y frente a él había un charco nauseabundo. Era su padre. A
pesar de que el médico le había prohibido terminantemente beber y de que su madre le impedía salir de
casa solo, siempre que podía se escapaba a la tasca y bebía hasta perder el control.
Manuel apoyó la bicicleta en la pared donde, entre desconchados, se anunciaban vinos y licores y le
puso
–¡Ah, Manuel, hijo, eres tú! Solo estaba bebiendo un par de chatos con los amigos –se justificó el padre–
.
Ha debido de ser algo que me cayó mal en la comida. Tu madre intenta envenenarme, ya sabes.
–Por eso vengo aquí a beber. Para vomitar el matarratas con el que tu madre me quiere matar para
librarse de mí. Pero está apañada si piensa que me voy a morir –dijo entre carcajadas y atragantándose
–Padre ¿por qué no deja usted de beber? ¿No se da cuenta de que eso es lo que lo va a matar? –
preguntó
Manuel sabiendo que no tendría respuesta. Hacía años que tanto su madre como él intentaban
disuadirlo
¿Cuándo se había convertido en un alcohólico? Desde que tenía uso de conciencia recordaba a su padre
ausente de la casa, regresando a altas horas de la noche borracho y batallando contra sí mismo. Pero su
madre le contaba que solía ser un hombre alegre y trabajador antes de caer en el vicio. ¿Qué ocurrió en
aquellos años oscuros de la guerra para que su padre cambiara drásticamente de temperamento y se
dejara sumir en el vicio del alcohol? ¿Qué terribles hechos presenció o llevó a cabo para que cambiara
su carácter de forma radical? Su madre solo le había insinuado que algo ocurrió con el señor Braulio, el
dueño de la tienda de cómics, que le hizo cambiar y convertirse en un ser amargado que se refugia en la
bebida y cuya única esperanza es beber tanto como para perder la conciencia. Algo horrible debió
suceder y la única manera de averiguarlo parecía ser preguntando al despreciable dueño de la tienda de
cómics.
La perspectiva de hablar con él ya le producía náuseas, pero no tenía opciones. Al día siguiente iría a la
La noche se había vuelto helada y el viento se escapaba por las esquinas. Padre e hijo se alejaban calle
arriba abrazados y dando trompicones. El padre balbuceaba historias de la guerra que nadie entendía.
1936
El Zarco tiró de la puerta con fuerza para que quedara encajada y el eco cubrió de silencio el convento.
Dos vueltas de llave aseguraron el portón. Los tres hombres salieron al campo y a la noche. Los
alcornoques, descorchados, mostraban sus cuerpos desnudos y rojos. Había luna y el paisaje se poblaba
Debían seguir el camino portugués; una vieja senda abierta hacía siglos en una de las innumerables
guerras entre España y Portugal que permitía a las familias que habían quedado divididas en dos países
cruzar la frontera sin que los vieran los guardias. También era frecuentado por los contrabandistas, esos
aventureros que comerciaban productos sin pagar los altos impuestos que cargaban en la frontera y que
harían imposible su adquisición por parte de la mayoría de las familias, especialmente en épocas de
carestía como la actual. Café portugués, tabaco americano, toallas, sábanas… productos agotados en la
España de la guerra y que, gracias al contrabando, podían seguir disfrutando a un precio asequible.
El camino serpenteaba paralelo a la ribera hasta pasar cerca de El Pino, el último pueblo antes de cruzar
la frontera. Debían ser especialmente cuidadosos en esta zona pues era posible que hubiera apostada
una
sentía el croar cercano de las ranas. La imagen de Ángela, su esposa, se cruzó por la cabeza de Octavio,
en un paraje similar si bien en una situación mucho más feliz que la actual. Ángela estaba tumbada
encima
palabras de amor. Qué tiempos tan lejanos y, sin embargo, tan cercanos. Recordar momentos felices no
ayudaba en esos momentos. Debía estar con los cinco sentidos pendientes. Toda precaución era poca.
Un
ruido sospechoso, una rama que se partía, podía ser la señal de alerta a los guardias apostados.
Para evitar posibles encuentros no deseados, abandonaron el camino portugués y se dirigieron campo a
traviesa hacia los montes que separaban a los dos países. Caminaban en silencio, El Zarco al frente,
olfateando el monte como un sabueso experimentado, buscando el camino más seguro y cubriendo la
retaguardia, Vidalito, asegurándose de no dejar señales de su paso. A veces, El Zarco se paraba en seco y
les hacía señas a los otros de que parasen. Su mirada de águila esculcaba el paisaje en busca de signos
que le permitiesen vislumbrar la presencia del enemigo. Vidal y Octavio miraban alrededor con el dedo
en el gatillo de sus armas y listos para disparar a cualquier objeto que se moviera cerca. Pero la noche
parecía estar en calma. Tal vez los guardias habían decidido irse a dormir y olvidarse de la partida de
republicanos.
A mitad de la subida hicieron un alto en un chozo de pastores abandonado para descansar. La noche
estaba tan limpia y tan fresca que parecía que se pudieran alcanzar las estrellas con la mano.
Echaron un cigarro asegurándose de cubrir la brasa con la mano para que no ser vistos en la distancia.
Octavio miró el hermoso espectáculo que se abría frente a ellos. Una serie de montes se agolpaba, uno
tras otro en diferentes tonos de gris y en lo alto de uno de ellos se intuían las luces amarillentas de
Marvão, su destino. Octavio se preguntaba qué hacía diferente a un monte de otro, un campo de otro, si
todo era monte y todo era campo. ¿Por qué una línea inexistente dividía dos comunidades y las hacía
diferentes si, en el fondo, todos eran humanos a pesar de hablar lenguas diferentes? –La misma yerba
crece a este lado y al otro de la raya –pensaba mirando el horizonte–. Los mismos anhelos, las mismas
pasiones, las mismas preocupaciones tienen los hombres de uno y otro lado de esa línea imaginaria que
divide a los países y, sin embargo, en estos momentos, estar al otro lado de la raya equivalía a estar
La imagen de Ángela volvió, pero ahora cargada de preocupaciones por haberla dejado embarazada al
cuidado de sus padres. ¿Cómo se sentiría? ¿La estarían cuidando bien? ¿Tendría un embarazo
incómodo?
Si lo que crecía en su vientre era un niño, lo llamarían Octavio, como él; de lo contrario, le pondrían por
reflejos metálicos. Había que bajar al valle y cruzar el río por el puente. Al otro lado esperaba Portugal.
La esperanza de estar finalmente a salvo parecía ponerles alas en los pies. Bajaron corriendo, dando
trompicones entre los peñascales, ansiosos de estar al otro lado del puente. Finalmente lo habían
logrado,
era cuestión de unos cuantos metros, de cruzar la línea de agua que separaba dos mundos; atravesar el
puente y besar la línea imaginaria que les protegía de los desmanes del ejército de Franco. Pero
resultaba
demasiado fácil, la noche estaba demasiado tranquila, demasiado libre de peligros para que un sabueso
como El Zarco pudiera fiarse. Había algo extraño en el ambiente, un cierto olor a podrido, a emboscada
encubierta. Vidalito se había adelantado y corría peñascos abajo compitiendo por ser el primero en
llegar
a Portugal. No se dio cuenta de que El Zarco se había parado en seco y olisqueaba el aire en busca de un
olor que le confirmase sus sospechas. La señal llegó demasiado tarde. Junto al grito de advertencia del
líder llegó el cañonazo de un disparo y la chispa de fuego que salía desde el medio del puente.
De un empujón El Zarco derribó a Octavio. En la caída fue a dar entre unas rocas tras las que se protegió.
El olor a tomillo del monte le inundó las fosas nasales. Permanecía inmóvil, sintiendo en las sienes el
latir del corazón como el trote desenfrenado de un caballo. El Zarco estaba cerca de él, boca arriba,
preparando el rifle, cargándolo. Le hizo señal a Octavio para que se preparara también. Había llegado el
momento que tanto temía, el momento de la batalla, el momento en que tendría que matar o morir; era
una
simple cuestión de probabilidades. Le habían enseñado a disparar, a mantener el arma firme, la culata
del
rifle pegada al hombro para evitar el retroceso, el cuerpo del enemigo en el centro de la mirilla. Disparar
y protegerse, atacar y defenderse. Era una estrategia simple, pura matemática. Si te proteges y hieres al
enemigo, vives, de lo contrario, mueres. Le habían hecho disparar contra un muñeco al que había
destrozado llenando de paja los alrededores. Tenía buena puntería, le había dicho el sargento a cargo.
No
tenía problemas con ese aspecto, pero algo muy diferente era disparar contra una persona, agredir a un
hombre al que no conocía de nada y que no le había hecho ningún daño. Eso era algo para lo que no lo
habían preparado; nunca le habían dado clases de sangre fría y ahora dudaba de poder disparar contra
Abajo, el cuerpo de Vidalito permanecía inmóvil, a unos pasos solamente del puente de piedra que le
habría dado la libertad. No sabían si estaba muerto o solamente herido, si merecía la pena intentar
rescatarlo. Los guardias civiles se habían escondido al otro lado del puente, tras las defensas y
aguardaban pacientemente a que los otros bajaran a ayudar a su compañero para dispararles.
El Zarco se había hecho un mapa de la situación. Era imposible retroceder, en la subida eran fácil presa
para los disparos. Habría que arrastrarse entre los peñascales evitando los disparos de los guardias y
buscar el refugio del río. Vidalito estaba perdido. Si no lo habían matado le pegarían un tiro tan pronto
se
moviera. No merecía la pena arriesgar la vida para comprobar que estaba muerto o lo estaría tan pronto
como lo rematasen los guardias de un disparo en la cabeza. Había que salvarse. Cruzar el río a nado y
esconderse entre los juncos evitando ser vistos. Así era la guerra. No había tiempo para
–Cúbreme. Tan pronto me tire al suelo, yo te cubro y corres hacia mí –la voz de El Zarco le llegaba
lejana, tras el galopar de la sangre en las sienes y le hacía creer que no era más que un juego de niños.
Ahora corrían disparando balas de plástico contra los malos de la película y cuando llegaran al río
habrían ganado el juego. Todos se quitaban los disfraces y se iban a sus casas donde sus madres les
El Zarco se levantó de un salto y corrió en dirección al río disparando hacia el puente. Octavio disparó
también en la dirección donde habían visto el fogonazo. Unos segundos después saltaba y corría lo más
rápido que podía hacia donde lo esperaba su compañero que seguía disparando. Se refugió tras una
roca
justo antes de oír el silbido de un proyectil muy cerca de su cabeza. Los guardias disparaban ahora a
discreción y habían avanzado sus posiciones peligrosamente. Intentaban cercarlos entre dos fuegos.
–Hay que intentar una salida desesperada. Ellos son más y si nos quedamos aquí nos atraparán como a
–Tenemos que separarnos para dividirlos. De esa forma tal vez pueda escapar alguno de los dos. Yo
continuaré paralelo al valle. Tú ve directo al río e intenta cruzarlo. Si lo consigues, no me esperes, sigue
corriendo paralelo a él. Nos encontraremos al pie del monte, en un molino de aceite. ¡Salud, camarada!
–
golpeándose la cabeza con el puño, al estilo republicano, partió rodeado de balas del enemigo.
Octavio no tuvo tiempo para pensar. Las directrices de su compañero se repetían en su mente. Correr
hasta el río, intentar cruzarlo. Correr hasta el río, intentar cruzarlo. Sin pensarlo dos veces saltó de su
escondite y corrió con todas sus fuerzas en dirección al río que fluía abajo mansamente, ajeno a la
tragedia que se fraguaba en sus riberas. No escuchó los disparos que silbaban cerca de él, ni los gritos de
advertencia de los enemigos, tampoco vio hacia dónde corría su compañero ni si era abatido por los
disparos. Solamente tenía en su cabeza la imagen del río y los cañaverales donde pretendía esconderse.
Cayó al agua sin pensar que estaba congelada, sin prever que el fondo era pedregoso. No fue hasta que
pasaron varios minutos de inmovilidad que empezó a sentir el frío del agua en todo su cuerpo y un dolor
agudo en la espalda sobre la que había caído. Permaneció inmutable a pesar del dolor y del frío, con
todo
el cuerpo sumergido en las aguas poco profundas del cañaveral, apenas con la boca al descubierto para
poder respirar. No sabía cuánto tiempo debía permanecer así, temía que si se quedaba en esa posición
mucho tiempo se le congelaría la sangre, perdería el conocimiento; tal vez, incluso se convirtiera en un
y entonces oía a lo lejos a los guardias disparando y gritando, buscándole y acechando a El Zarco.
No sabía cuánto tiempo había permanecido en el agua, tal vez minutos, parecían horas: el tiempo se
había
congelado con él en el agua. Cuando sacó la cabeza ya no escuchaba nada. Todo era paz de nuevo. A su
alrededor, las ranas habían reanudado su concierto nocturno. Los guardias debían de haberse ido tras El
Zarco, tal vez lo buscaban en el monte, tal vez se cansaron de buscar y lo dieron por muerto. Parecía el
momento idóneo para continuar la marcha. Arrancó un puñado de juncos y colocándoselo sobre la
cabeza, se dejó llevar por la corriente río abajo como si fuese una rama que el agua arrastra. Nadó hacia
la otra orilla y unos minutos después salía del agua en tierras portuguesas y corría agazapado para
esconderse en el monte que se abría al final del valle. Las ropas empapadas le pesaban increíblemente,
debía quitárselas si no quería atrapar una pulmonía. Esperó a llegar a un lugar más seguro, tras el muro
Estaba sacando el fusil para deshacerse de la ropa mojada cuando, al dar la vuelta al muro se encontró
frente a frente al enemigo. Probablemente solo fueron unos segundos de indecisión, pero a Octavio le
parecieron años. Era un muchacho de unos 18 años, más joven que él. Tenía el miedo pintado en los
ojos
a pesar del aspecto imponente que le daba el chaquetón verde oliva y el rifle con el que le apuntaba. Los
dos se miraron a los ojos con desesperación. Los dos se apuntaban indecisos, sin saber qué hacer, sin
decidirse entre disparar y abatir al enemigo o usar el sentido común y retroceder y dejar que huyera,
que
viviera ese joven al que no conocía de nada, por el que no sentía el más mínimo odio, ese joven en el
que
Nunca sabría quién disparó primero. Tan solo fue una cuestión de suerte. Oyó un estruendo e
intuitivamente tiró del gatillo. Cayó en el suelo sin saber si estaba muerto, si su enemigo vendría a
rematarlo o había caído, como él, herido. Sentía una mordida profunda en el brazo. Se miró y entrevió
una mancha oscura, casi negra, en el hombro. Intentó levantarse, pero el dolor se lo impedía. Frente a
él,
apoyado contra el muro yacía el enemigo. Parecía un niño durmiendo, pero una mancha de sangre le
cubría la cara anunciando la muerte. Sintió lástima por él y, a la vez, agradecimiento al azar que le
Con la punta de la bayoneta cortó la manga y miró la herida. Afortunadamente parecía superficial, pero
no paraba de sangrar. Con los restos de la manga rota y una rama se hizo un torniquete como le habían
enseñado en las milicias preparatorias para esta guerra sin sentido. La sangre disminuyó su flujo y el
dolor fue remitiendo hasta permitirle ponerse de pie y reiniciar la marcha. El camino hasta Marvão iba a
ser largo y doloroso, más valía empezar cuanto antes. La guardia civil había roto las reglas y se había
internado en territorio portugués, con lo que no era impensable encontrarse con otra partida de
guardias.
Pensó en El Zarco. ¿Habría logrado cruzar la frontera? ¿Lo volvería a ver? A su mente volvió la cara de
horror del Guardia al que había matado. A pesar de lo horrible del hecho, se sorprendió sin
remordimientos, como si matar a un muchacho fuese algo natural y cotidiano. Empezaba a sentir que le
habían anestesiado la conciencia, como cuando se le dormía el brazo por dormir encima de él y no podía
sentirlo. Sabía que lo tenía, pero no podía sentirlo. Igual que su conciencia.
DEL ANTIFAZ
escucharon los ladridos rabiosos de Raquel. El señor Braulio asomó su corpachón jorobado a través de
la cortina que hacía las veces de puerta de la habitación contigua seguido de cerca de la perra que no
–Ya, Raquelilla, ya ¿no ves que molestas a nuestro amigo? Je, je, je...
La perra miró a su dueño interpretando sus palabras y regresó a la habitación refunfuñando y con el
rabo
alzado.
–Buenos días, señor Braulio. Venía a buscar un fascículo de El Guerrero del Antifaz. ¿Llegó algo nuevo?
–Bueno, pero si tenemos aquí nada menos que al señor Guerrero, je, je, je. Pasa, pasa, chaval, que te
Manuel permaneció en suspenso ante la bienvenida despro-porcionada y vio al señor Braulio regresar a
Manuel no supo cómo reaccionar e intentó responder al saludo de la muchacha, pero no consiguió más
–Ya te dije que el señor Braulio es tan amable de permitirme leer los cómics antes de ponerlos en
alquiler.
El señor Braulio, mirándolo desde abajo, puso ante Manuel un fascículo con la portada en colores
La mirada agradecida y enamorada de la joven contrastaba con el rostro audaz y decidido del héroe.
unos días.
La cercanía de Adriana sonriéndole con los ojos perturbaba a Manuel. Llevaba una blusa rosa pegada
que le marcaba las formas y el pelo recogido en dos trenzas, como una niña. La unión de la apariencia
–Este fascículo lo acaba de devolver nuestra lectora crítica, je, je, je, aquí, la señorita Adriana y ha dado
su visto bueno para la puesta en alquiler, je, je, je, así que, si lo deseas, puedes ser el primero en
conocer
el desarrollo de las intrigas del famoso caballero –el señor Braulio le miraba con una chispa de ironía,
Se limitó a coger la revista y mirar su portada sin saber qué decir. No podía apartar de su mente la
conversación que tuvo en el zaguán de la casa hacía unos días con Adriana, su mirada clavada en él, el
brillo de sus ojos, el aroma de su aliento y el tacto de su cabello. Parecía como si todo hubiera sido un
sueño, como si nada hubiera ocurrido en realidad y todo fuera producto de la fiebre y el cansancio de
aquel día. Pero, por otra parte, era tan real, estuvo tan cerca de ella que podría recordar el calor de su
cuerpo, la proximidad de sus labios. ¿Qué habría ocurrido si la madre de Adriana no hubiera aparecido
justo en aquel momento? ¿Se habría atrevido él a corresponderle? La sola posibilidad de rozar sus labios
le erizaba la piel y le ponía los pelos de punta. Cuando finalmente separó la vista del cómic, Adriana le
–Manuel, ¿me escuchas, muchacho? –le instaba el señor Braulio con insistencia–. ¿Estás bien? Pareces
ido.
–Sí, claro, don Braulio, estaba ensimismado en la imagen de la portada, pero le estaba escuchando, por
–Digo, Manuel, que si te apetece tomar una zarzaparrilla con nosotros. Estábamos hablando,
–Sí, claro, ¿cómo no?, don Braulio, digo… sí, señor, muchas gracias.
El señor Braulio sujetó la cortina permitiendo que pasara Adriana y Manuel al interior de la habitación.
Por primera vez se dio cuenta de que, al andar, el señor Braulio alzaba una cadera más que la otra y, al
dejar caer la pierna izquierda sonaba un ruido sordo, como de madera, sobre el piso.
–Pasa, Manuel, je, je, je, pasa. No te preocupes por Raquel. Es una perra latosa, pero muy noble, nunca
mordería a un amigo, je, je, je, ¿verdad, Raquelilla? Pronto se hará amiga tuya y no se despegará de ti.
Es
como todas las mujeres, je, je, je, primero juegan a odiarte y después no son capaces de separarse de ti,
–Sí, claro, don Braulio –contestó sin prestar atención a las palabras del anciano, pero al ver la cara
contrariada de Adriana se corrigió–, digo, imagino que sí. En realidad, no sé. –Su cara quedó terciada en
La señora Gertrudis, su esposa, sentada en la mesa camilla, refunfuñó unas palabras ininteligibles ante
las
–Era broma, querida, ya sabes que me gusta bromear, pero no lo digo de forma insultante.
Raquel, la perra, observaba la escena desde el refugio seguro del enorme regazo de doña Gertrudis.
Se sentaron todos en torno al brasero de la mesa camilla. Manuel podía sentir el hocico de la perra
olisqueando sus botas. Miró a su alrededor buscando una excusa para preguntar al señor Braulio sobre
su
padre y vio todas las caras ocultas tras los vasos de zarzaparrilla y mirándoles fijamente. Se diría que
todos esperaban a que él dijera algo. El aire se cargó de interrogantes. Finalmente, se lanzó a hablar sin
–¿A Alberto Guerrero? –contestó don Braulio extrañado por la pregunta–. Déjame ver. A tu padre lo
conozco desde… hmmmm… desde toda la vida, claro, je, je, je. El recuerdo más antiguo que tengo de tu
padre es la salida de la escuela. Ambos íbamos a la escuela de los Padres Jesuitas y ambos vivíamos en
la misma calle así que no teníamos más posibilidad que encontrarnos todos los días a la salida y a la
entrada de la escuela. Sin embargo, por alguna extraña circunstancia que ya he olvidado, tu padre y yo
nos odiábamos y aprovechábamos los encuentros diarios para pelearnos. Tanto peleamos y tanto nos
odiamos que terminamos por hacernos amigos inseparables aunque expresábamos nuestra amistad de
una
llaman ser original? En mis tiempos les llamaban ser brutos. Mira que los hombres son raros hasta para
relacionarse. ¿No sería más civilizado hacerse amigos hablando de fútbol, por ejemplo?
–No puedo negarlo –continuó el señor Braulio–, teníamos una amistad un tanto extraña, pero la verdad
es
que a partir de entonces nos hicimos grandes amigos e íbamos a todos sitios juntos. El maestro siempre
pedía voluntarios para buscar leña para la calefacción que había colocado en la clase y siempre éramos
nosotros los que salíamos a buscarla ya hiciera frío o lloviera. Agarrábamos el carrito y corríamos calle
abajo hasta la tahona de Frasco a cargarlo de leña. Nos encantaba el oficio y nos encantaba librarnos de
la clase. Después de la escuela seguimos siendo amigos e hicimos la guerra juntos, en Cerro Muriano,
allí sí que hacía frío. Creíamos que nos íbamos a congelar –bromeó el señor Braulio.
La sonrisa del tendero se congeló y su mirada pareció perderse entre recuerdos tristes. El silencio anegó
la habitación.
Adriana dio un sorbo largo de su bebida y su excusó –bueno, yo los voy a dejar que ustedes tienen cosas
Manuel la atajó. –No, no te vayas, Adriana. Tú me contaste sobre tu padre así que es justo que conozcas
sobre el mío.
Adriana quedó suspendida y finalmente volvió a su asiento. El señor Braulio retomó la palabra.
–¿Estás seguro de que quieres hablar de ese tema, Manuel? Algunas cosas no te van a gustar.
–Don Braulio, desde que tengo uso de razón he visto a mi padre llegar borracho a casa, destruir su vida y
la de mi madre, y nadie ha sabido decirme por qué. Mi madre siempre me contesta que son cosas de
mayores, que ya entenderé cuando sea adulto, pero la verdad es que quisiera saber qué puede ser tan
terrible para hacer que un hombre decida destruir su vida y la de sus familiares.
Don Braulio miró a su alrededor y pudo ver dos pares de ojos interrogativos; hasta la perra Raquel
–No, Manuel. Entonces tu padre no bebía. Era un joven saludable y lleno de ilusiones que quería
cambiar
un mundo injusto por otro en el que no hubiera ricos y pobres. A veces asistíamos a las reuniones que
organizaba el Partido Comunista en el antiguo cine Espronceda. Allí se hablaba de repartir la tierra de
los ricos entre los pobres, de hacer la educación obligatoria, de comedores públicos para que todo el
campo… en fin, de socializar el país. A tu padre se le iluminaban los ojos al pensar que algo así pudiera
llevarse a cabo. Con el tiempo llegó a formar parte de la directiva y dio algunas charlas en los pueblos
vecinos. El partido era su vida. Llegaba de trabajar en el campo, se cambiaba de ropa y se iba al Comité.
A veces regresaba a medianoche con el alma inflamada y le contaba a tu madre los proyectos que tenían
para llevar la cultura a todos los pueblos, para levantar la conciencia de los pobres y animarlos a que se
alzaran contra los ricos y acabaran con un sistema social medieval e injusto. Cuando se declaró la
Segunda República en 1931, tu padre fue uno de los primeros en echarse a la calle haciendo ondear la
bandera republicana y con el puño alzado. Creía que había llegado finalmente el momento de cambiar a
la sociedad, pero luego… ya sabes, vino el golpe de estado de los nacionales y la guerra. En esta zona
fue muy cruel. Un día llegaron varios camiones dirigidos por un grupo de falangistas acompañados de
militares armados obligando a todos los jóvenes a alistarse en el ejército de Franco. Llegaban a la puerta
de las casas y preguntaban por los jóvenes. Si no salían entraban en la casa empujando a sus dueños y
buscaban por todos sitios hasta encontrarlos. Entonces los sacaban por las buenas o por las malas, a
empujones, amenazándolos con sus pistolas de meterles un tiro en la patilla en ese mismo momento si
no
los acompañaban. Los subían en las traseras del camión y se los llevaban. Los vestían de soldados y los
enviaban al frente a matar comunistas y republicanos. Ese día llegaron a mi casa y a la casa de tu padre.
Doña Gertrudis se removió nerviosa en el sillón –Creía que el peor día de tu vida fue cuando el cura nos
El señor Braulio se aclaró la garganta. –Tienes razón, mi amor, ese fue el día más horrible de mi vida.
–¿Ajá? Antes de mí, tú no tenías vida, corazón, a lo más que aspirabas era a tener un proyecto de vida.
–Lo que tú digas, corazoncito de porcelana china, pero déjame terminar de contar esta historia que,
imagino, nuestros invitados no deben de estar muy interesados en nuestros requiebros amorosos
–apuntó don Braulio con una mirada condescendiente.
–Pues no saben lo que se pierden. La vida sin estos momentos de relajamiento puede llegar a ser tan
Don Braulio retomó el aire de preocupación que había adoptado antes de la interrupción de su esposa y
continuó su historia.
–Mi madre, que andaba sobre aviso, dijo que yo no estaba, que había salido a trabajar y no volvería
hasta la noche, pero los militares no le creyeron. La quitaron de en medio de un empujón y entraron en
la
casa como si fuera suya. De un culatazo tiraron a mi padre al suelo y buscaron en todas las habitaciones.
A mí me sacaron a empujones entre dos y amenazándome con un fusil en la espalda me dijeron que por
el
poder que le confería la pistola con la que me apuntaba en la sien, tenían el honor de ascenderme a
soldado raso de la muy justa y muy noble revolución nacionalista que el general Franco había iniciado y
–Aquella gente no se andaba con chiquitas, así que lo mejor era callar y seguirles el juego, no fueran a
pegarme un tiro allí mismo delante de mis padres. Cuando me subieron al camión vi un grupo de
muchachos en la misma posición que yo. Algunos eran más jóvenes; había uno que no debía de pasar de
los quince años, iba llorando y el miedo le crispaba la cara. Allí estaba también tu padre –dijo mirando a
Manuel–, al parecer se había resistido porque tenía un ojo amoratado y el pómulo hinchado y
sangrante.
Estuvimos varias horas en el camión hasta llegar a Badajoz donde nos llevaron al cuartel y nos obligaron
a bajar.
Al día siguiente nos dieron unos uniformes y un fusil y nos sacaron al patio a aprender a hacer
instrucción. Recuerdo que llovía a mares y estábamos empapados de agua, pero aun así estuvimos
formando durante toda la mañana. Tu padre debía de estar pensando lo mismo que yo, ¿cómo salir de
aquel nido de buitres? El cuartel tenía muros enormes coronados por alambre espinoso y había
vigilantes
en cada esquina y cada garita armados con rifles y dispuestos a disparar al mínimo intento de fuga. Así
estuvimos una semana. A veces hablábamos en el silencio de la noche, hacíamos planes imposibles para
huir de allí, túneles interminables construidos con cucharas y tenedores, camuflajes invisibles que nos
permitieran salir en la noche sin ser vistos, incluso salir disparando a todo el que viéramos por medio
aunque supusiera morir en el intento. Sabíamos que era imposible salir de allí, pero, por otra parte, ¿no
era mejor morir de forma heroica en vez de disparando a nuestros compañeros en el frente? La otra
opción era dispararnos en el pie. Habíamos oído que algunos italianos que trajo Franco lo hacían para
eludir el frente. El disparo los inutilizaba y los regresaban a sus casas después de una estancia en el
hospital. Era una posibilidad: mejor cojo de por vida que muerto o matando a nuestros compañeros. Sin
embargo, aunque era la opción más lógica, no resulta fácil dispararse uno mismo.
Finalmente, una mañana soleada de otoño nos montaron a todos en camiones y nos llevaron hasta
Córdoba. En el frente de Cerro Muriano la guerra se había alargado más de lo esperado y se necesitaban
soldados de repuesto. Decidimos tomar una decisión desesperada, nos dispararíamos en el pie el uno al
Aquella noche fuimos a las letrinas los dos. No había nadie. Nos colocamos el uno frente al otro con el
pie izquierdo adelantado. Los nervios nos hacían sudar a pesar del frío exterior. Un olor nauseabundo a
letrinas sucias nos entorpecía el pensamiento. Hicimos la cuenta hasta tres y tiramos del gatillo con
todas
nuestras fuerzas. El trueno de los disparos alertó a la compañía que se movilizó como si hubiera un
ataque sorpresa. De una patada rompieron la puerta de las letrinas y entre el humo y el olor a pólvora
nos
encontraron a ambos en el suelo, encogidos por el dolor en medio de un charco de sangre. Los días
siguientes fueron días de sufrimiento y humillación. Diariamente, el doctor que nos curaba nos
recordaba
nuestra falta de valor y las penas que se imponían por automutilación. A mí me tuvieron que cortar el
pie
a la altura del tobillo. Tu padre no tuvo tanta suerte. Mi disparo solo le alcanzó un dedo del pie que tras
ser removido y curado le permitía caminar perfectamente, así que a las dos semanas fue dado de alta y
enviado al frente con los otros compañeros donde lo continuaron humillando por cobarde.
El silencio se adueñó de la habitación. Manuel escuchaba mudo sin atreverse a interrumpir al señor
Braulio. Ahora entendía las razones de su padre. Los meses que pasó en el frente debieron de ser
terribles para él. Aislado de sus familiares y amigos, humillado por cobarde y obligado a combatir contra
aquellos que tenían los mismos ideales que él se debió de sentir un traidor por partida doble: entre sus
compañeros de batalla por intentar huir del frente y entre sus compañeros de ideal por combatir contra
ellos.
–El frente de Cerro Muriano –continuó el señor Braulio tras un trago largo de la bebida– fue muy duro.
Ambos ejércitos se enfrentaron con valor. Tu padre tuvo que luchar junto a los falangistas, los moros y
los requetés al mando del general Varela. Durante cuatro días estuvieron disparándose mutuamente,
bajo
una lluvia de obuses, metralleta continua e incluso asaltos cuerpo a cuerpo. Los nacionales ganaron la
batalla y hubo miles de muertos, principalmente del bando republicano. En las noches el cielo se
inflamaba con las explosiones y se teñía del color de la sangre; para poder soportar la tensión, los
mandos repartían aguardiente entre los soldados. El licor les quemaba la garganta y los sentimientos.
No
estoy seguro, pero quizá fue en ese momento que tu padre aprendió a olvidar con la ayuda del alcohol.
A mí me llevaron al hospital de Córdoba donde estuve varias semanas, hasta que cicatrizó la herida.
normales eso equivalía a la pena de muerte por deserción. Todavía no estoy muy seguro de qué fue lo
que
les hizo apiadarse de aquel pobre inútil que yo era y otorgarme la cadena perpetua; tal vez mi cara de
resignación, de que todo me diera igual, de que no merecía la pena ni tan siquiera el gasto de munición
que suponía pegarme un tiro en la cabeza. Tal vez, la suerte que siempre me ha acompañado y que hizo
que aquel día el cuerpo de generales que me juzgó fuera especialmente humanitario. No lo sé, pero
cuando me llevaron encadenado de brazos y piernas al penal del Puerto de Santa María me sentía un
hombre afortunado, pasaría el resto de mi vida encerrado, pero, al menos, seguía vivo. Qué paradojas
tiene la vida ¿verdad? Fuimos obligados a combatir contra nuestros compañeros y por negarnos a ello
fuimos castigados. ¿A quién traicionamos? Yo había traicionado al ejército de Franco por negarme a
combatir y por ello me encarcelaban de por vida. Tu padre traicionaba a los suyos (si es que ser obligado
bajo punta de pistola es traicionar) y por ello lo premiaban aunque eso le costase la salud.
–El Gobierno de Franco premió a los supervivientes de la batalla con una Medalla al Mérito y una
pensión vitalicia a aquellos que, como tu padre, habían quedado desquiciados o inútiles. No sé qué haría
tu padre con la medalla, imagino que la tiró hace tiempo a la basura, pero uno nunca sabe, a veces la
gente se aferra a lo que le hace daño con un extraño y morboso placer. En cuanto a la pensión, estoy
seguro de que la dilapida en la taberna de El Rata. Es una lástima. La guerra nos hirió a todos sin
–Sí, tuve suerte, una vez más. Me acogí al indulto de 1945 en el que Franco dispensaba en
conmemoración a la victoria de las tropas aliadas, aunque en realidad no era más que una manera de
aliviar la masificación de las cárceles. Me había portado bien en la cárcel, nunca fui de los que armaban
jaleo, no me peleé con nadie, hice todo lo que me pedían y, sobre todo, mantuve la mente en blanco
durante todos esos años. Al final decidieron que no merecía la pena mantenerme en prisión, comiendo y
haciéndole gasto al Estado y era mayor castigo soltarme y que me buscara la vida por mi cuenta.
Después
de tantos años en la cárcel no sabía moverme en libertad. Al principio me daba cargo de conciencia
quedarme en la cama sin hacer nada; en la cárcel nos tenían un horario estricto para todo: para
levantarnos, para desayunar, para trabajar… cualquier negativa era castigada con golpes y estancias en
la
celda de aislamiento, así que ahora que podía hacer lo que quisiera no sabía cómo comportarme, dónde
ir, cómo hablar a la gente. Me costó mucho trabajo mirar a la gente a los ojos, pero bueno, con el
tiempo
–Claro, claro, casi normal. Todavía me despierto a veces en la noche pensando que estoy en la cárcel,
que no saldré nunca de allí, pero al volverme y ver a mi querida y oronda esposa, la abrazo hasta donde
me llegan los brazos y pienso que soy la persona más afortunada del mundo.
–¿Qué quieres decir con eso de “hasta donde te llegan los brazos”? No me gustan las implicaciones de
tus comentarios.
–Pues eso, mi amor, que quisiera tener los brazos más largos para abrazarte más. Je, je, je.
–Bueno, esa es la historia de tu padre; esa es la razón por la que se emborracha diariamente, por la que
pierde el sentido con el alcohol. En realidad está huyendo de sí mismo, de su pasado que le persigue
como un fantasma recordándole continuamente que abandonó a los suyos y que disparó a aquellos con
los
que compartía ideas y esperanzas. No es fácil traicionar a un amigo o a un familiar, pero traicionarse a sí
traición.
–Yo pienso igual que tú, Adrianita –respondió el señor Braulio– y cualquier persona con sentido común
pensaría igual, pero cuando nos vemos obligados a llevar a cabo acciones tan terribles, el mundo entero
se vuelve contra nosotros y dejamos de pensar de manera lógica. El sentido de culpa se apodera de
nosotros y nos domina. No hay mucho que se pueda hacer. Solo intentar borrarse de sí mismo, ser un
muerto en vida.
Todas las miradas se posaron sobre Manuel que permanecía en silencio. Nadie se atrevía a interrumpir
su pensamiento. Sobre su mente pasaban atropelladamente las imágenes que se había creado durante
la
conversación: su padre con el puño en alto animando a los obreros, conversando animadamente con
otros
compañeros, casi sentía el metal de su voz, el brillo de sus ojos, la fe en su semblante; pero también su
padre oculto en su casa y obligado a salir a empujones, a subir al camión: la desesperanza, el odio y
luego el cuartel, el viaje a Córdoba y el frente de Cerro Muriano, disparando contra el aire para evitar
herir a algún compañero, su rostro demudado, sin vida tras la ofensiva y la muerte de tantos
republicanos.
El regreso a casa y el abandono de sí mismo. Su mirada bajó como intentando buscar una respuesta en
los
Adriana le tomó dulcemente la mano. –No dejes que eso te hunda. Tal vez algún día se dé cuenta de que
El sonido de la campanilla de la puerta les sacó de sus pensamientos. Don Braulio salió a ver quién era,
pero regresó poco después.
–Qué raro. No había nadie. En fin, tal vez haya sido el aire… Solo espero que nadie haya escuchado esta
conversación.
Nada más entrar en la cueva, Manuel sintió que Adriana había estado allí anteriormente. Había algo en
su
proceder que resultaba familiar en la muchacha; no sabía si era el ambiente enfermizo, los olores a
profundidad húmeda o, simplemente, el ambiente de deterioro y decrepitud que exhalaban los muebles
y
las paredes mohosas. Manuel la veía mirar a su alrededor como si estuviese reconociendo a un familiar
lejano del que no se sabe desde hace años y ahora vuelve cubierto de canas y arrugas. La manera en que
tocaba el brazo del sillón, casi acariciándolo, la forma en que se acercaba a las cortinas con una mirada
de infinita ternura extrañaba a Manuel que no acababa de entender la relación de la muchacha con la
vieja
casa del marqués. No estaba muy seguro de si había hecho bien en invitarla a conocer el caserón, pero
la
última vez que se vieron él le mencionó de pasada donde se reunía con sus amigos y ella insistió tanto
en
conocer el lugar que no pudo negarse. Le extrañó tanto su interés como la manera ágil y decidida con
que
subió las ramas del viejo olmo y se coló por el hueco abierto de la ventana, con movimientos felinos.
Sobre el sofá, extendida con placer sibarita, la gata blanca recibe los últimos rayos de un sol tibio de
octubre. Manuel vio a Adriana acercar su cara a la de la gata y casi lamerla. La gata, normalmente arisca,
–Es increíble, normalmente sale corriendo tan pronto nos siente entrar por la ventana. Debes de tener
–Sí, en mi anterior vida fui gata –contestó ella bufándole y amenazándole con arañarle–. Es tan
hermosa,
Manuel retrocedió ante la mirada juguetona de Adriana. Aquella soledad en el edificio con ella le
–El piso de arriba no hay problema, pero el piso bajo está prohibido. Ocurrieron cosas horribles hace
–¿De veras? Uuuhhhh, qué miedo –bromeó Adriana sin dejar de tirar de Manuel–. No me digas que tú
eres de los bobos que se creen los cuentos de brujas y hechicerías que las viejas del pueblo inventaron
–No son cuentos de viejas –rezongó Manuel con falsa molestia–. Es una verdad absoluta.
–¿Una verdad absoluta? Mi padre siempre decía que tras toda verdad absoluta se esconde una mentira
magistral.
–Pero a veces se oyen pasos en el piso inferior, como si alguien moviera muebles en las piezas del
sótano.
–La cosa se está poniendo muy interesante. Bajemos. Mira, la gatita parece querer guiarnos.
Efectivamente, la gata se había bajado del sillón y se había apostado junto a la escalera de mármol que
–Estás loca si piensas que voy a bajar al piso bajo y seguir a esa gata endemoniada. Mejor volvamos al
cuarto de reuniones.
–Ya están ahí los fantasmas –rio con falsa alarma Adriana–. ¿Y ahora qué hacemos?
–Boba, no son fantasmas, deben de ser los muchachos que llegaron. Déjame ver.
No eran los muchachos. Cuando Manuel llegó al final del cuarto de reuniones la ventana estaba cerrada.
Al parecer una ráfaga de viento la había atrancado; el cuarto estaba oscuro y silencioso. Se acercó
palpando los muebles y la abrió; todavía quedaba un poco de luz del atardecer, lo mejor sería salir del
caserón antes de que oscureciera; permanecer en el edificio cuando llega la noche podía ser terrorífico.
Regresó al pasillo buscando a Adriana para marcharse, pero ella no estaba allí. Instintivamente miró
hacia la escalera de bajada y no vio a la gata, un escalofrío le recorrió el cuerpo.
–¡Adriana! Adriana, ¿dónde estás? Tenemos que irnos, se está haciendo tarde, deja de jugar; es
peligroso.
¡Adriana!
Del fondo de la escalera subía un aire frío y húmedo con alientos vegetales. Todo estaba oscuro y
tenebroso.
–¡Adriana! ¿Estás ahí abajo? Por favor, contéstame. Tenemos que salir de aquí.
Pero por respuesta solo se escuchó un maullido lastimero y lejano, como distorsionado, como
proveniente de un pozo, con eco. Manuel tragó saliva. Estaba seguro de que la gata no estaba sola.
Maldecía la hora en que se le ocurrió invitar a Adriana a subir a la cueva. ¿Por qué las mujeres no
podían seguir instrucciones? La idea de bajar a la boca del infierno le aterraba, pero no podía dejar a la
muchacha sola allá abajo, con aquella amenaza. No se trataba solo de su orgullo varonil que quedaría
por
los suelos si daba la vuelta; era algo en su interior que le llevaba a rescatarla del peligro. Pensó en el
Guerrero del Antifaz. ¿Qué habría hecho él en su situación? Eso le dio ánimos para bajar el primer
escalón.
–Espero no tener que arrepentirme. La última vez que seguí el instinto de El Guerrero no me fue muy
Del pozo oscuro que era el final de la escalera llegaban ahora, en ráfagas, las palabras de Adriana.
Oír su voz le tranquilizó por una parte, pero por otra le recordó su obligación de bajar.
–Aquí. Abajo. Baja las escaleras. –La voz parecía llegar desde muy lejos, atravesando paredes y zonas
de viento cruzado. Manuel dudó. Frente a él, la escalera de mármol bajaba en caracol hacia el piso
principal. Sabía que no debía bajar, que en ese piso se encontraba el centro de la leyenda, el hogar
nunca
profanado de los brujos. No veía el final de la escalera. Estaba oscuro y ennegrecido por el hollín
Ahora la voz se escucha desde todos los sitios y desde ninguno: está al final de las escaleras y arriba, en
bajando y siente el pasamanos helado, el mármol parece reblandecerse y acoplarse a su mano como
7-OS MACUTEIROS
1936
–Você não sabe beber bom café em Espanha –le dijo João Salgueiro a Octavio mientras ponía ante él
una
minúscula taza de líquido negro humeante–. Para beber um bom café deve vir para Portugal. Português
é
Octavio asintió mientras se llevaba a los labios el líquido ardiente. Era denso como la brea. Tenía razón
el lusitano; el café era excelente. Aromático y espeso, con el cuidado tostado torrefacto portugués.
–Realmente exquisito. Hace años que no pruebo un café tan bueno. En España, desde que empezó la
guerra no se bebe más que achicoria tostada, desabrida y amargosa. Nada que ver con este néctar de
dioses.
Tenían motivos para disfrutar de tan buen café; el comercio ilícito entre España y Portugal venía de
siglos, y el principal producto de contrabando era el café. Cuadrillas enteras vivían de ello. Los
llamaban “macuteiros” a este lado de la raya, en el lado español eran “mochileros” y había pueblos que
se habían formado a uno y otro lado de la raya en torno al comercio ilegal y altamente rentable de
diferentes productos. Surgían como un par de cabañas a ambos lados del río, a veces con el mismo
nombre en español y portugués: El Marco y O Marco, junto al arroyo Abrilongo que hace las veces de
frontera y que permanece seco gran parte del año. Poco a poco se iban uniendo familias y acababan
convirtiéndose en pueblos. Ese era el caso de localidades españolas como Los Gallegos y la Pitaranha o
la Fontañera, en Portugal. Se trata de un espacio no delimitado, la Raya es la frontera, pero los que viven
aquí no ven líneas divisorias, cruzan el arroyo con un par de tablones y ya están en el pueblo de al lado,
que las autoridades llaman el país de al lado. Hablan portugués cuando compran en O Marco y venden
El portugués apuntó a un grupo de bultos en un lateral y sin quitarse el cigarro de la boca masculló, –
Nossos sacos? Nossa vida e nossa família. Café, farina, produtos das colônias… –y apuntando al frente–
lençóis, toalhas, tecidos… tudo o que é vendido. Veja este cigarro? –dijo despegándose el cigarrillo de
la boca– Isso é ouro. Cigarros finos; cigarros finos americanos para os senhores da capital. Eles
El almacén estaba en los sótanos de una casa de familia, oculto a los ojos de los transeúntes a pesar de
que todo el mundo conocía que João Salgueiro vivía del estraperlo. Por lo escondido del lugar era
también lugar perfecto para ocultar republicanos huidos. João hacía comercio ilegal, pero eso no quería
decir que no fuera humanitario. Cualquier cosa que pudiera hacer contra el gobierno dictatorial de
Salazar y por los hermanos republicanos españoles lo haría de corazón –afirmaba el portugués
Octavio había llegado hasta Marvão siguiendo las viejas cañadas y los caminos de los contrabandistas y
había entrado en el pueblo poco antes del amanecer. Estaba seguro de que la gente de las primeras
casas
lo habían visto; había notado abrirse y cerrarse las cortinas y las contraventanas a su paso, pero nadie
había salido a averiguar quién era, qué hacía, qué buscaba. No era asunto de nadie y a nadie importaban
necesitaban otra.
Siguió las indicaciones que le había dado El Zarco. Rodear el pueblo dando la espalda al castillo y
seguir las huertas que adornan el arroyo hasta una casa de dos pisos pintada en blanco y azul cobalto.
Un
Cuando llamó a la puerta (tres golpes seguidos, una espera, otro golpe) se escuchó en el interior un
revuelo de mercancías movidas y al tiempo apareció la cara cortada y el cigarrillo apagado de João
Durante todo el día no hizo otra cosa que descansar, comer y beber café mientras esperaba que
El Zarco llegó esa misma tarde al almacén. Lo traía Zacarías, un compañero que debía haberles ayudado
a llegar a Marvão si no hubiera sido por la emboscada que sufrieron. Traía un brazo colgando de un
cabestrillo que él mismo se había fabricado con trozos de su camisa. En la huida se había enfrentado a
–Nada serio –aseguraba y su cara metálica se contraía del dolor– un arañazo nada más, pero más valía
Lo acostaron en un camastro que le habían habilitado para la ocasión y los pies se le salían por debajo.
Tenía fiebre y continuamente se removía nervioso en la cama. Sudaba y hablaba en sueños; parecía
estar
reviviendo el combate y repetía el nombre de Vidalito. El compañero que lo trajo le ponía cataplasmas
–El Zarco es uno de los nuestros –se lamentaba–. En los veinte años que llevo con el estraperlo no he
conocido compañero más fiel y más entregado a su gente. Preferiría dejarse matar antes de entregar a
uno
El silencio se hizo denso dentro del almacén. El sorbido del café parecía aumentado y en el fondo, los
–Provavelmente você tem muitas coisas para esclarecer que não estamos interessados, então deixe–os
falar sozinho. Se você precisar de alguma coisa, nós estamos lá –y apuntó con el mentón sin afeitar hacia
Octavio miraba a Zacarías sin entender qué quería decir. El otro le lanzaba miradas con flechas desde el
–Zacarías, si tienes algo que decirme, dímelo ya, pero no aguanto esa mirada de acusación.
–¿Victoriano? ¿Sabes algo de él? Debía de llegar en estos días. Lo estamos esperamos para ir hasta
–Al parecer tu amigo no aguantaba muy bien la presión de los Guardias Civiles. Ya sabes… se fue de la
lengua.
–Octavio miraba el fondo de la taza vacía como si en ella pudiese encontrar la respuesta de la traición–.
–Pues ya lo creo que nos delató. ¿Cómo, si no, explicas que la guardia civil apareciera tan
oportunamente
en el puente? Alguien tuvo que irse de la lengua y fue tu amigo, de eso estoy seguro. De todas maneras,
olvídate de él. En El Pino me contaron que la cuadrilla entró en el convento esa misma noche.
Rompieron
la puerta a patadas y entraron a fuego abierto disparando por todos lados esperando encontrar
resistencia.
Tu amigo, el Victoriano, esperó escondido pensando que no lo iban a encontrar y, en cierto modo, fue
así.
Sabían que estaba allí pero estaba bien escondido así que encendieron una fogata con pasto húmedo y
aventaron el humo en las celdas, en la iglesia, en todas las habitaciones que no estaban completamente
derruidas y luego esperaron escuchar la tos que delatara el escondite del huido. Lo cazaron en su
madriguera; como a un conejo. Según cuentan cuando ya no pudo aguantar más salió del hueco a
trompicones tosiendo y disparando a diestro y siniestro, creo que incluso se llevó a un Guardia por
delante, pero el muy idiota olvidó guardarse la última bala. Cuando se cansó de disparar y gritar
entraron
–Las normas son muy claras –continuó Zacarías mirando fijamente a Octavio–, la última bala hay que
reservarla para sí mismo. Es un acto de piedad con uno mismo y de lealtad hacia los compañeros. Si no
saben cumplir reglas, mejor se quedan en sus casas esperando que los vayan a buscar. Al menos así nos
delatado. Le constaba que habría aguantado cualquier tipo de presión sin hablar, pero lo imaginaba
siendo torturado por la guardia civil. Había escuchado historias tan horribles que se le erizaba la piel
solo de pensar lo que le podían haber hecho a su amigo. Decían que les sacaban las uñas con un alicate
o
les arrancaban los dientes uno a uno hasta que delataban lo que buscaban. A veces les cortaban dedos a
sangre fría, con cuchillos poco afilados para alargar el sufrimiento. Decían que tenían métodos de una
efectividad endiablada. Las víctimas solían morir de dolor en el interrogatorio por lo que siempre estaba
presente un médico que se aseguraba de mantener a los torturados conscientes hasta que delataran.
Solo
–Sé que es duro perder a un amigo así –la voz de Zacarías había perdido la saña–, pero ya ves lo que
La mirada de Octavio se enturbió. El golpe le había hecho darse de cara con la realidad.
–Así es, partiremos tan pronto El Zarco se recupere. En dos días, tres como máximo. No estaremos
La escalera llegaba hasta el piso bajo donde las enredaderas habían forzado las contraventanas y
extendían sus brazos como gruesas serpientes verdes a lo largo del corredor. Las hojas parecían mirar al
intruso con cara de estupor. ¿Quién se atrevía a entrar en sus dominios después de tantos años? Tras las
ventanas forzadas, todo un universo vegetal se agolpaba tamizando la luz que llegaba del exterior.
Manuel
pisaba cuidadosamente, intentando localizar señales de peligro; una loseta que cruje, un hilo tirante que
cruza el pasillo, una sombra sospechosa… en su imaginación giran mil posibles peligros acechándole.
Una fosa que se abre y lo engulle para transportarlo a saber Dios qué celda de la que nunca podrá salir,
un resorte oculto que, al pisar inadvertido un hilo, dispara cien flechas envenenadas que lo atraviesan
sin
misericordia; la carga de una enorme piedra colgada arteramente por el marqués hace años a la espera
de
un niño ingenuo al que robarle el espíritu. Sentía las miradas ocultas de los espíritus de los niños, del
llegada de un incauto que renovara el exorcismo y los devolviera a la vida a cambio de su sangre fresca e
inocente. ¿Dónde se habría metido Adriana? Tal vez se haya despeñado en una de las muchas trampas
que
parecía atesorar el palacio. ¿Por qué había bajado tan alegremente cuando todo el pueblo sabe de los
peligros del lugar? Pero a ella no parecía preocuparle lo más mínimo; se mostraba como si el lugar le
fuese familiar, como si no tuviese nada que temer. Era tan extraña. Desde que la vio por primera vez le
fascinó su individualismo: iba siempre sola, no temía a nada ni a nadie, se las bastaba ella misma. Por
otra parte, había algo en su mirada, verde y profunda, que parecía hipnotizarle, que le atraía y, a la vez,
le
producía un temor oculto y extraño. Y ahora, esa manera de bajar a los cuartos prohibidos, esa facilidad
de recorrer los pasillos y corredores cerrados durante años sin el más mínimo temor. No quería
establecer conexiones, pero todo parecía indicar una relación extraña entre Adriana y el lugar prohibido.
¿No sería Adriana…? El cuestionamiento le erizó la piel. Sentía un aire frío subir desde el fondo de las
escaleras, como si le susurrase que bajara, un aire con olor a cuarto cerrado y a meados de gatos. Estaba
aterrado. No se atrevía a dar un paso. No podía continuar, pero, desde luego, tampoco podía volver. ¿Y
si
Adriana estaba en peligro? ¿Cómo la iba a abandonar? ¿Y si era él el que estaba en riesgo y Adriana le
acechaba como una gata esperando a que estuviera lo suficientemente cerca como para saltar sobre él?
La escasa luz que se cuela entre la maleza le permite ver la decoración del corredor inferior. A lo largo
del pasillo, una serie de retratos de niños se alinean como observando al intruso, como asomados desde
el otro mundo al balcón del marco del cuadro. Tienen una mirada apacible, como si se hubieran
resignado desde hace años a su nueva condición de imágenes estáticas y la visita del intruso les
reservase
una novedad ignota. ¿Quiénes eran los niños? ¿Quién los había retratado y colocado sus fotos a lo largo
del pasillo? ¿Dónde se encontrarían ahora? ¿Serían adultos, olvidados de su pasado terrible? ¿O
yacerían
en el fondo oscuro de un pozo de sangre del palacio? ¿Serían, como rezaba la leyenda, los espíritus de
los gatos que poblaban la casa? Un golpe seco en el sótano seguido de un maullido lo sacó de su
ensimismamiento.
Creyó ver un celaje pasar rápidamente frente a él y ocultarse en el fondo de las escaleras. Abajo, en lo
que parecía ser el rellano de un piso inferior, dos pares de ojos verdes brillaban mirándolo fijamente.
Manuel tragó saliva. Sabía que debía bajar a pesar de que no encontraba ninguna razón lógica para
hacerlo. Los escalones resonaban al paso del muchacho, el pasamanos se sentía frío y húmedo como la
piel viscosa de un anfibio. La escalera estaba oscura; apenas podía ver los escalones y se dejó llevar por
el brillo cristalino de los ojos del gato. Cuando llegó al piso bajo los ojos desaparecieron como tragados
Los escalones acababan allí, pero eso era imposible. Todas las escaleras conducen a un lugar. Manuel
intentó reponerse y pensar lúcidamente a pesar de que su mayor impulso era echar a correr escaleras
–Debe de haber un cuarto por aquí. Tiene que haber una puerta oculta, pues, de lo contrario, no tendría
Palpó las paredes y buscó a tientas una puerta, pero no halló nada; tan solo el tacto uniforme de las
paredes cubiertas de madera. Entonces pensó que si el gato había huido por algún lugar, probablemente
era por la parte más baja, así que se agachó y fue siguiendo la línea del zócalo a lo largo del muro.
¡Ajá! ¡Ahí estaba! Tal como lo había supuesto, había un hueco abierto en la pared por donde,
probablemente, huyeron los gatos. Buscó una ranura que indicase la presencia de una puerta oculta y,
para
su sorpresa, la halló encima del hueco. Presionó con los pulgares intentando abrir un hueco entre la
supuesta puerta y el bastidor y al empujar con el hombro cedió dejando ver un cuchillo de luz
proveniente
del interior.
Lo que vio le dejó pasmado. Tras la puerta secreta se abría un enorme salón alfombrado y alumbrado
por
dos grandes lámparas de cristal que sujetaban decenas de velas que alguien había encendido para el
momento. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que atesoraban cientos de libros, desde el suelo
hasta el techo. Entre las estanterías colgaban, como guardianes en el tiempo, cabezas disecadas de
animales salvajes: lobos de miradas feroces, osos de mandíbulas aterradoras, jabalís, zorros, jinetas,
linces… parecían mirarle advirtiéndole del peligro que corría si no huía inmediatamente.
Un crujido a su espalda le sobresaltó y le obligó a volverse con rapidez; era Mefisto, la gata blanca de
ojos verdes que le había conducido hasta ese lugar. Tenía una expresión pacífica y se limitaba a lamerse
el lomo con fruición. Así que esta era la biblioteca del marqués de Aguilar, los libros prohibidos de
magia y hechicería que se suponía habían ardido en el incendio que destruyó la mitad de la casa. Al
parecer no hubo tal incendio o mediante algún conjuro desconocido el fuego respetó la biblioteca y los
libros. Recordó las palabras de Adriana: “No creas todo lo que dice la gente. Detrás de cada verdad
absoluta hay una mentira magistral”. Ahora tenían perfecto sentido sus palabras. ¿Y aquellas cabezas de
animales disecadas? ¿Serían los restos de los niños transformados en fieras y, posteriormente,
sacrificados y embalsamados como decía la tradición? ¿O no serían más que otra mentira magistral de la
–Buenas noches, joven. Finalmente se decide a visitarnos. Le esperábamos desde hace tiempo.
La voz, profunda y misteriosa, provenía del fondo de la biblioteca, tras unos muebles cubiertos de
Dio unos pasos retrocediendo y sintió el lomo peludo de la gata frotarse contra su pantalón.
–Demasiadas preguntas a la vez, señor Guerrero –contestó la voz con suficiencia–. Tal vez debería sería
más apropiado que fuese usted quien las contestase. Dígame ¿qué hace usted aquí y qué le ha hecho a
Adriana?
1936
El fado es la música del alma portuguesa, una música dulce y amarga a la vez. Representa la “saudade”,
ese concepto de imposible traducción que tan bien refleja la esencia portuguesa: música nacida en los
marineros y prostitutas. Esa música agridulce que Octavio repetía ahora en su cabeza en un intento
inconsciente de eludir la realidad, de seguir los caminos que le habían llevado a aquellas tierras
La música repiqueteaba en su cabeza como en la bóveda de una catedral vacía, una de esas catedrales
imponentes y majestuosas a las que las hordas anarquistas habían expoliado de todas sus riquezas y
quemado todas sus imágenes: una de esas catedrales vacías como lo estaba ahora su cabeza y donde las
notas reptan hermosas y libres por los muros vacíos, penetran en las capillas desnudas y rebotan en las
El fado se repite en su cabeza a pesar de los bandazos que el camión iba dando al pasar por las calles
mal adoquinadas de la ciudad; calles abiertas por las bombas recién caídas que embarraban el camión
haciéndolo invisible en el barrizal de lodo y sangre en que se había convertido Badajoz desde la llegada
de las tropas franquistas. Casas medio caídas, en dudoso equilibrio, fachadas picadas por los disparos,
calles socavadas por obuses gigantescos; gentes miserables siguiendo a los grupos de soldados italianos
y moros que ayudaron a Franco a tomar la ciudad, para mendigarles un trozo de pan; perros
esqueléticos
husmeando entre los cascotes de edificios tuberculosos disputando a los mendigos los restos de una
comida.
Pero Octavio no ve nada, solo escucha los acordes armoniosos de ese fado nostálgico que le habla de
amores perdidos, como el suyo; de guerras perdidas, como la suya y la voz de la cantante que le arrulla y
le deja semiinconsciente en esa duermevela feliz y descuidada, en ese olvido de sí mismo que le permite
sobrevivir.
La música le lleva de lado a lado de la carretera, le transporta a tierras portuguesas, a aquel almacén de
productos de contrabando en que supo que Victoriano les había traicionado por falta de previsión, por
no
guardar la última bala, el almacén donde supo que su compañero no regresaría y que había sido
Danzaba el fado en oleadas de recuerdos que lo alejaban del presente: la quietud de la tarde hablando
con los portugueses, los ronquidos tranquilos de un Zarco casi recuperado, casi listo para emprender la
siguiente etapa, el camino hacia Lisboa y el mar y la libertad vestida de barco que cruza océanos y le
lleva a tierras americanas, a México donde el presidente Lázaro Cárdenas organiza la acogida de miles
de españoles huidos de la guerra y la masacre franquista. ¿En qué momento se rompió la calma? ¿En
qué
pensaron que se habrían caído los sacos de los estantes altos produciendo el ruido, pero enseguida se
disparando a João y su familia que salieron para ver qué ocurría. No les dieron tiempo a nada; los
encañonaron con sus rifles y los sacaron a empellones a la calle sin dar explicaciones, sin pedir
documentación. Parece que ya sabían quién se escondía en el almacén, que no era un almacén ilegal
más
de los muchos que había en la ciudad. ¿Alguien los habría delatado? Era poco probable que entraran en
el almacén simplemente porque contenía material de contrabando; eso era lo más común en Marvão, la
ciudad vivía de ello y nunca se habían tomado la molestia de perseguirlo, era parte de la economía de la
ciudad. Pero entonces, ¿por qué habían entrado en el de João Salgueiro? ¿Por qué habían disparado
contra unos macuteiros inofensivos? Alguien les habría delatado, pero, ¿quién? Los únicos que podían
saber de su existencia eran las gentes de los barrios marginales por los que tuvieron que pasar a la
llegada de la ciudad, pero ¿qué ganaban ellos delatándolos? Una duda pasó por la mente de Octavio ¿y
si, en realidad Victoriano no les hubiese delatado en un principio? ¿Y si él hubiese aguantado hasta el
final y por eso mismo lo asesinaron? ¿Podría haber alguien más interesado en que nunca llegaran a su
destino y les estaba traicionando repetidamente? Demasiadas preguntas sin respuesta.
Los sacaron atados sin importarles que El Zarco estuviera aún herido y en la puerta esperaba una
camioneta al que los subieron y enfilaron la carretera a la frontera, desandando el camino que tanto
Recordaba el intenso olor a gasóleo y humo que se metía en la camioneta con la parte trasera abierta, al
igual que en este momento. Intentó en aquel momento (igual que lo intentaba ahora) inhalar la máxima
cantidad de humo en un intento de perder el sentido, de anestesiar su voluntad. Sería tan fácil, pero era
tan poco probable. Había perdido él también la última bala. ¿Cuál sería su destino ahora? ¿Le darían
tormento a él también como a Victoriano? ¿Para qué? Él no sabía nada importante, no había ninguna
información relevante que extraerle. ¿Para qué torturarlo entonces? ¿Por el puro placer de verlo sufrir?
¿Para cobrarse los trabajos que les había costado cazarlo? ¿Para vengar la muerte del muchacho en el
vado del río? ¿Tal vez para sentirse superiores como se siente superior el niño que aplasta con placer
La sola idea de ser torturado le revolvía las tripas. Sintió un sudor frío y unas arcadas que le subían
garganta arriba e intentó llegar al final del camión para vomitar fuera, pero uno de los guardiñas lo
retuvo
tirando de la soga con que estaba amarrado haciéndolo caer de rodillas y vomitar dentro del camión.
–Porco comunista, vamos rachar com que você aprenda a respeitar o que não é seu!
Llegaron a la frontera al mediodía. Junto a un edificio de tejas esmaltadas con un cartel en azulejos que
anunciaba “Espanha” esperaba un grupo de guardias civiles apoyados en un furgón verde oliva; el sol se
reflejaba en los tricornios charolados y hería la vista de los presos. El cambio de vehículos se hizo de
manera rápida y eficiente. El oficial portugués le dio al español unos papeles para que firmara y rieron
algún chiste en portugués que no llegó a escuchar. Junto a los presos le entregaron unos paquetes de
café y
tejidos a lo que los españoles correspondieron con un sobre, probablemente con dinero.
La entrada en España desde Portugal fue deprimente. Por alguna razón el país vecino es más verde que
España, más poblado de árboles y al entrar en la aridez española, Octavio sintió una opresión como si,
llegada de las tropas franquistas a la ciudad, de lo dura que había sido la contienda y la saña con que se
había llevado a cabo la represión. Uno de los guardias les miraba y se burlaba de sus rostros de horror.
Al parecer, los primeros días habían sido los legionarios y las tropas moras las que se habían encargado
de fusilar a cientos de republicanos en la plaza de toros. Los sacaban de veinte en veinte y los fusilaban
–A los que se quejaban después de fusilados, los moros los degollaban allí mismo, sin compasión. Esos
Después los cargaban en un furgón y los llevaban a un despoblado donde habían abierto una fosa y los
echaban todos juntos. Entonces les rociaban gasolina y los quemaban. El olor a carne quemada
impregnaba la ciudad. Así varias veces durante la noche. En un día podían matar unos doscientos presos.
–Hace falta limpiar de morralla la ciudad –vociferaba el guardia mirándolos y riéndose de la cara de
La furgoneta paró junto a la puerta trasera de la plaza de toros. Mientras preparaban el papeleo, podían
escuchar el jaleo de la calle tras el ronroneo del motor de gasóleo. La calle era un remolino de gente que
iba y venía: soldados con paso decidido que iban a cumplir alguna tarea, legionarios con porte chuleta,
moros que revisaban entre los cuerpos tirados en la calle buscando relojes, medallas, cualquier objeto
de
valor, italianos vestidos con uniforme bien planchado; mujeres llorando a la puerta de la plaza cargando
niños sucios y llenos de moscas. Parecía como si el día del Juicio Final hubiera, por fin, llegado.
Los sacaron a tirones de la soga con que los llevaban amarrados y al caer al suelo llegó a entrever la
herida de El Zarco, abierta de nuevo y negra con clara señal de que se había infectado. Lo sintió por él
mucho más que por sí mismo, al fin y al cabo sabía que ambos iban a morir esa misma noche o la
siguiente, pero, al menos, él no sentía el dolor que debía estar sufriendo su compañero.
A empujones, les hicieron entrar por la puerta de los toriles y los condujeron hasta los bajos de las
gradas donde se agolpaban cientos de personas en condiciones infrahumanas. El olor era insoportable:
era una mezcla de orines con excrementos, sudor rancio y carne podrida, difícil de expresar. Recordó
aquella mañana clara en Navas del Madroño, su mano cogiendo a escondidas la mano de Ángela y
escuchando absortos a María Zambrano declamando los versos de Dante a la entrada del infierno en su
Divina Comedia.
Jamás pensó que esos versos serían un presagio del terror que tendría que vivir.
TERCERA PARTE:
EL SECRETO DE
Una luz tenue se perfilaba desde las ventanas más altas y, al cruzar los vitrales, se derramaba como una
lluvia vaporosa sobre la biblioteca creando un ambiente místico y misterioso. Los libros parecían cobrar
vida y aquel olor a azufre que había creído sentir a su entrada en la pieza se convertía ahora en un olor
dulzón a incienso y sándalo. La voz metálica resonó de nuevo en la bóveda decorada de la biblioteca.
–Acérquese, señor Guerrero, no tenga miedo. No vamos a hacerle daño, por favor.
Cuando escuchó la palabra ‘vamos’ se dio cuenta de que había otras personas en la sala. Adelantó
cautelosamente un paso e intentó ver por encima de los muebles ensabanados quién estaba en el fondo
de
la pieza. Había una chimenea al fondo a cuyo alrededor se recortaba las siluetas de varias personas,
entre
las que parecía haber una mujer. ¿El marqués y la criada, tal vez? ¿Y quién era la tercera persona?;
¿alguna víctima?; ¿el mismo diablo en persona? Manuel no se sentía muy seguro. Aunque la curiosidad
le
animaba a seguir caminando hacia la chimenea, sus pies se habían negado a caminar y permanecía
–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen en este lugar? –preguntó más por ganar algo de tiempo que por
saber,
–Acérquese, arrímese al fuego y descúbralo por usted mismo. No tema, el calor del fuego le animará, je,
je, je.
¿Dónde había escuchado él esa risa anteriormente? Le era tan familiar y, sin embargo así, fuera de su
contexto natural, le parecía tan extraña. Poco a poco fue acercándose hasta quedar escudado por un
sillón
desde donde podía ver la tétrica escena. Miró con detenimiento. Las tres personas lo miraban con
curiosidad. Creyó ver… le pareció que era… pero, ¿cómo podía ser?
–Pues claro que sí, muchacho. ¿A quién más conoces con una joroba como esta? Je, je, je. Acércate,
chaval.
A pesar de distinguir claramente a don Braulio, Manuel seguía indeciso sobre si debía acercarse a la
chimenea o alejarse corriendo. Dio un par de pasos más y distinguió la sonrisa clara y fresca de Adriana
y, junto a ella, el rostro austero y afilado de don José, el maestro. ¿Serían diablos disfrazados para
atraerlo y llevárselo a los infiernos? ¿Qué podían hacer el vendedor de cómics y el maestro allí abajo en
–Manuel, no seas tonto, claro que somos nosotros, deja de pensar cosas raras. No somos fantasmas ni
biblioteca. Ven, siéntate aquí a mi lado. No querrás que hablemos a voces, ¿verdad?
Finalmente, Manuel se acercó y después de comprobar que, efectivamente, eran personas conocidas y
no
demonios tomó asiento en el sofá donde se acomodaba Adriana. Ella le tomó de la mano y le besó en la
mejilla.
–Estoy muy orgullosa de ti. Eres muy valiente. No esperábamos menos de ti –y dirigiéndose a los otros
contertulios –ya les dije que Manuel era la persona que necesitamos. Él es nuestro Guerrero del Antifaz.
Manuel, por su parte, no sabía cómo actuar. Estaba completamente confundido, pero el calor de las
–Buenas noches, Manuel, imagino que mi presencia aquí te confunde –le saludó el maestro tendiéndole
la
mano.
–Buenas noches, don José –le contestó estrechando su mano –su presencia y la del señor Braulio. Todo
es
–Es una historia larga, señor Guerrero –dijo buscando la mejor forma de explicarse–. Pero antes de
contársela nos gustaría que se sintiese cómodo y confiara en nosotros. Por favor, créanos, no somos
demonios ni malhechores ni esta casa está encantada aunque, si le soy sincero, nos ha servido muy bien
el
que la gente la crea embrujada para poder actuar desde el anonimato. No mucha gente podría aceptar
–¿No son evidentes? –exclamó don Braulio extendiendo su brazo. Mira a tu alrededor.
Manuel miró en torno a sí buscando algún objeto que le pareciera ilícito, anormal o, cuando menos,
extraño, pero no pudo ver más que las paredes atestadas de libros en las estanterías que llegaban hasta
el
–¡Libros! Por supuesto. Nuestras operaciones tienen que ver con los libros que ves a tu alrededor. No
hay
mucho más, a decir verdad, en esta habitación. Libros, cientos de libros buscados, conseguidos y
almacenados pacientemente por nuestro querido compañero don José y un servidor. Esta biblioteca que
ves a tu alrededor es el fruto del trabajo de mucha gente a lo largo de veinte años.
Como se quedara mirando fijamente la cara de Manuel y este no mostrase gesto de entender ni de
–¡Levántate, muchacho y saluda! ¡La historia está pasando ante tus ojos!
Manuel se levantó sin estar muy seguro de lo que hacía y levantó el brazo con la palma abierta en
saludo
–No, muchacho, aquí no hace falta el saludo franquista. Saluda como a un amigo, con la mano en el
Manuel no sabía cómo actuar. Se sentía burlado aunque sabía que lo hacían sin maldad.
–Pero… estos libros son la colección de brujería del marqués de Aguilar… son libros demoníacos… son
–Libros prohibidos, sí, pero no endemoniados. Mira, ven conmigo –se acercaron a una estantería y don
Braulio le indicó un libro–. Toma este volumen, muchacho. ¿Qué dice el lomo?
Manuel lo tomó con cuidado y leyó el título: La Sagrada Biblia. Nácar Colunga. 1944. Biblioteca de
Autores Cristianos.
–Ah, La Sagrada Biblia, edición de Nácar Colunga –recitó don Braulio–. Hermoso texto; el primero de
la Colección de Autores Cristianos con autorización eclesiástica y declarada de interés nacional por el
Generalísimo Francisco Franco ¿Ves ahora que no se trata de libros diabólicos, sino libros piadosos y
Había algo en la mirada y la sonrisa irónica de don Braulio que le decía que no creyera todo lo que oía.
–¿Qué pasa muchacho? ¿No me crees? ¿Sigues pensando que es un libro diabólico? –continuó don
Braulio.
–No lo sé, don Braulio, usted parece querer decirme otra cosa, ¿no es así?
Don Braulio levantó el tomo con suficiencia y sopló el libro levantando una nube de polvo.
–Muy perspicaz, señor Guerrero, muy perspicaz. Aprende usted rápido. ¿Sería tan amable de abrir el
–Del sentimiento trágico de la vida. Miguel de Unamuno. Madrid: Espasa–Calpe, 1938. Pero… pero…
No pudo terminar la oración porque las cabezas de los tres asistentes afirmaban lo que acababa de
comprobar: el contenido no se correspondía con la portada. Tras unos segundos de silencio don José
continuó.
–Este libro, al igual que todos los que te rodean en esta biblioteca son libros que la censura del régimen
franquista ha prohibido por diferentes razones, aunque, generalmente no ha sido porque sean libros de
hechicería, como podrías pensar. A veces son prohibidos porque su contenido es demasiado crudo; es el
caso de las obras del realismo y naturalismo como este volumen de Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo
Bazán, oculto bajo el Discurso a las juventudes de España de don Ramiro de Ledesma, o La barraca
del maestro Blasco Ibáñez, ese gran descriptor de las miserias de la gente pobre del Levante español que
se esconde bajo el Madrid de corte a checa de Agustín de Foxá, una novela tan escasa de calidad como
sobrada de estupideces. Todo libro que documente la pobreza, la ignorancia, el estancamiento
económico
o la injusticia social que padecemos está prohibido por el sistema; en la España de Franco no caben las
miserias y en vez de eliminarlas, simplemente se esconden. ¿Has visto alguna vez mayor hipocresía?
También prohíben la mayoría de los libros del grupo del 98 y del 27; Unamuno, Pío Baroja, Valle-Inclán,
el gran Federico García Lorca, los modernistas, vanguardistas y experimentalistas por considerar que sus
criterios estéticos van contra la moral católica; demasiado adelantados para su época, imagino, je, je, je.
Y, por supuesto, está completamente vedada cualquier crítica al gobierno, la policía o el ejército. Y no
digo nada de mostrar simpatía por la República o sus líderes ni de defender la visión de los perdedores
de la guerra. Imagínate si está todo censurado que ni siquiera se puede hablar de ‘guerra civil’ sino de
‘Nuestro glorioso alzamiento nacional’ o ‘Nuestra gloriosa cruzada’. Hatajo de animales… Ni qué decir
–Incluso, está prohibido mostrar a la mujer satisfecha en cualquier papel que no sea el de fiel esposa y
Manuel no salía de su asombro. No entendía muy bien los razonamientos de Adriana ni estaba seguro
de
poder creer lo que le explicaba. Hasta ahora todo era tan sencillo; los buenos eran buenos y querían el
bien de los demás y los malos debían ser eliminados para evitar que nos hagan daño. Recreaba la
imagen
paternal de Franco, los discursos sobre el crecimiento de la nueva España del alcalde, las promesas de
paz, de bienestar, las comparaciones con los otros países donde el comunismo, los judíos y los masones
habían convertido la libertad en libertinaje y salir a la calle era exponerse a ser asaltado y las mujeres
violadas. La paz de España, ¿era mentira? ¿No éramos realmente la despensa espiritual de Europa?; ¿la
reserva de trigo de Europa? ¿Podría ser todo eso cierto? ¿Había vivido todos estos años en la inopia
pensando que las autoridades solo querían su bien cuando, en realidad, lo que hacían era ocultar la
–Pues ¿de qué se va a poder escribir? De las bondades del régimen, de lo bueno que es Franco con sus
súbditos, de todo lo que tenemos que agradecerle por dejarnos vivir –contestó don José malhumorado–
.
Todo lo que sea alabar el Régimen y la Iglesia es bienvenido. Tan pronto hay un mínimo de pensamiento
hasta llegaron a censurar el Quijote por el episodio en el que el cura hace una quema de libros. ¡Es que
son asnos de dos patas! Si es que Goya se inspiró en estos animales para pintar sus aguafuertes.
Manuel miraba las estanterías llenas de libros prohibidos. Tanto pensamiento reunido en una sola
sus dueños. Ahora entendía el interés en mantener el mito del marqués comeniños; nadie se atrevería a
entrar en ese edificio y si alguien llegara a la biblioteca no vería más que una colección de libros
piadosos y ensalzadores del sistema de Franco. Los lomos de los libros presentaban una imagen
aceptada
por los censores mientras que el contenido era otro muy diferente.
El señor Braulio le tomó del hombro y le mostró algunos de los volúmenes que se exhibían en la
biblioteca. Pudo leer en los lomos Camino de perfección de Santa Teresa de Jesús, el Cantar de los
cantares de San Juan de la Cruz, la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal
Díaz del Castillo, y otros títulos en italiano y alemán que no fue capaz ni tan siquiera de pronunciar.
–Toma –le invitó don Braulio–, llévate este volumen y léelo y después nos dices si hay algo en él digno
de ser prohibido; algo indecente, amoral o, simplemente, feo. Pero ten mucho cuidado, si alguien llegara
a descubrir su contenido, estaríamos todos perdidos. Todos… incluyéndote a ti. Ahora estamos todos en
el mismo barco.
Manuel miró a Adriana y después leyó el título del libro que le habían prestado. Decía La perfecta
casada de Fray Luis de León. Miró sin comprender a don Braulio y después a Adriana de nuevo.
No te preocupes, chaval –dijo entre risas don Braulio–, no pretendemos comprometerte. No al menos
en
–Miguel Hernández es uno de mis poetas favoritos. Yo seleccioné la obra porque sé que te va a
¿Quién los encuaderna con el nombre falso? ¿Por qué arriesgan sus vidas por salvarlos?
–De nuevo demasiadas preguntas, jovencito. Todo a su tiempo. Esta es una empresa que lleva mucho
tiempo en marcha y hay mucha gente involucrada en ella. Gente que ni tan siquiera podrías pensar que
están apoyándonos y cuyos nombres es mejor que no conozcas pues te comprometería demasiado,
pero
debes saber que estos libros están en peligro de desaparecer y tal vez sean los únicos ejemplares que
–Así que es una especie de museo de libros desaparecidos –comentó asombrado Manuel.
–Imagino que puedes llamarlo así. La labor de limpieza del sistema ha quemado tantos libros en estos
últimos veinte años que no sería de extrañar que muchos hayan desaparecido para siempre.
–Para el sistema no basta con eliminar a la gente con ideas diferentes, es necesario también descartar
sus
ideas –añadió Adriana–. La limpieza ideológica no puede dejar rastro de ideas diferentes. Sería muy
peligroso para el poder. Si logran eliminar a la gente y sus ideas es como si nunca hubiesen existido.
–Exactamente –indicó don José acariciando el lomo de los libros como si fuese un legado precioso–.
simplemente por disentir. Esa es nuestra deuda con todos esos compañeros desaparecidos en defensa
de
la libertad.
–Pero si los libros fueron quemados y eliminados ¿de dónde salieron esas copias? –preguntó Manuel.
Digamos que tenemos un buen amigo que nos consigue los originales en Madrid. Generalmente vienen
del
extranjero; París sobre todo. Allí los compañeros republicanos están muy activos e intentan introducir
todo aquello que pueda hacer que los que estamos en esta olla de grillos, que es la España de Franco,
nos
demos cuenta de las libertades que nos ha robado el Régimen. Llegan ocultos, embalados en pequeñas
cantidades en medio de obras piadosas. Así cruzan la frontera sin que la policía sospeche lo más mínimo,
se introducen en el país y llegan a los grandes empresarios de Madrid y Barcelona que se encargan de
–¿Espionaje? –contestó don José alzando la mirada hacia el techo–. No, no es estrictamente espionaje
porque la información no sale, sino que entra. Creo que el término apropiado sería “antiespionaje”, ya
que el proceso es el contrario. Querido amigo, Braulio. ¿Qué piensa usted? ¿Cree usted que su labor se
Don Braulio sopesó las palabras de su compañero y alzó la ceja izquierda al tiempo que se llevaba la
mano al mentón –Interesante concepto, estimado colega. Imagino que se podría llamar así y dado que
no
existen leyes que penalicen semejante actividad estamos dentro de la ley, si eso le preocupa, señor
Guerrero.
–No les hagas caso –contestó ella–. Se pasan el día diciendo disparates. Nuestro centro de distribución
está en Badajoz. Una vez al mes, el señor Braulio viaja hasta allí y trae una pila de cómics rellena, como
le gusta llamarla a él. En su interior se esconden varios volúmenes prohibidos. Tiene que andar con
–¡Y de mi vida! –rezongó don Braulio–. No creo que desde la cárcel pudiera hacer mucho. Je, je, je. Ya
pasé una temporadita en el penal del Puerto de Santa María y, sinceramente, no me gustaría volver.
Nada
–¡Ah! Aquello fue una odisea. Pero estoy seguro de que a nuestro amigo no le interesan esas historias
aburridas. ¿No es así, señor Guerrero? La mirada pícara de don Braulio parecía pedirle a Manuel que le
–¡Oh! No, señor Braulio. Por favor, cuente lo que le ocurrió en esa ocasión.
–Está bien, está bien, muchacho, si insistes no tendré más remedio que contarla. –Adriana y don José se
miraron cómicamente.
La Plaza Alta de Badajoz es un cuquero de vendedores ambulantes. Subir por la calle Menacho un
época árabe y los vendedores han colocado sus toldos para reducir el calor que desde las nueve de la
Las calles adyacentes a la plaza se han llenado de mercanchifles que venden todo tipo de mercancías,
especias, borregos, burros, gallinas, pollos… todo tipo de animal con el que se pueda tratar. En un
ensanche de la calle un gitano de anchas patillas recorta a una mula y le hace un diseño en las ancas; los
niños lo miran con delectación. Más arriba alguien vocea su mercancía: cacharros de barro de
Salvatierra, calderos de cobre de Guadalupe, artesas, barreños para la matanza, tripas para los lomos.
Un
loro verde y viejo repite las voces de su dueño como si estuviera contratado “tripas, señora, señora,
tripas, tripas”. Un guarnicionero saca su mercancía a la calle que se inunda del olor agrio de la piel
tratada. En una esquina un ciego apunta con un puntero a una cartelera y cuenta por enésima vez el
En la provincia de Huelva
y era casado
se preció de ella
Un grupo de jovencitas miran embelesadas los dibujos de la hermosa molinera y el apuesto Corregidor
La visitaba, la regalaba
El señor Braulio, con unos cuantos años menos que ahora y la espalda menos inclinada hacia el suelo,
esquiva diligente las boñigas de cabra y la fruta podrida, camino de la plaza, pero los niños le saltan al
frente, le tocan la joroba, niño vete a tocarle a tu padre otra cosa ¿quieres? Los niños corren calle arriba,
es siempre lo mismo. ¿A quién se le ocurriría decir que tocar la espalda de un jorobado promete diez
Cuando llega a la plaza el vocerío aumenta, la densidad de población es agobiante y los malos olores se
han multiplicado con la presencia de los vendedores de pescado, de carne… las moscas lo inundan todo,
los pescados, abiertos en canal le miran pasar desde la opacidad de sus ojos vacíos, las cabezas de
carneros le sacan la lengua, los tenderos le hieren el oído, los hortelanos le ofrecen una ramita de menta
Cruza tan rápidamente como su impedimento físico y el gentío se lo permiten. En una esquina, un cartel
anuncia “carne de puerco”. Pasa junto a él y sale por el arco de la esquina. Toma la calle de La Juana,
pasa la pescadería de La Sorda y la casa de comidas de la Señá Florencia y a media altura de la calle,
entra en una tienda que anuncia “Textos sagrados. Venta al por mayor y al detal”. En su interior un
espacio enorme se abre rodeado de estanterías con libros. En el mostrador un hombre le dirige un
saludo
discreto. ¿El señor Moya se encuentra? Por respuesta, el tendero le hace una indicación hacia el piso
alto.
Las escaleras de madera crujen bajo su peso anunciando la llegada del jorobado.
La oficina del señor Moya es un alboroto de papeles y libros. El señor Moya luce ancho bigote de puntas
alzadas y gafas cortas para leer. Desde el refugio de su sólida mesa de roble tallado le ofrece a don
–Usted sabe cómo son estas cosas, señor Zeballos. No le digo nada que usted no conozca. Cruzar la
frontera con este material es cada vez más difícil, la policía está cada vez más pendiente, los sobornos
no
parecen ser suficientes nunca y el peligro es cada vez más acechante. Usted sabe que yo hago todo lo
que
puedo por ayudar, que este negocio no me produce beneficios, pero, sinceramente, los últimos tiempos
he
–En estas circunstancias me veo obligado a subir el precio de la mercancía. Entiéndame, al menos para
cubrir gastos.
–Pero, señor Moya, usted sabe que nosotros contamos con fondos reducidos, provenientes de la
–Si yo le entiendo perfectamente, señor Zeballos, pero hágase cargo de mi situación, yo también tengo
–Pues eso –sentenció el señor Moya atusándose los bigotes a modo de conclusión.
–Mire usted, señor Moya, yo traigo en este sobre cuatrocientos reales y le pido que los acepte como
pago
de la mercancía en esta ocasión. Yo moveré mis hilos con los contribuyentes de la causa para intentar
El señor Moya se meció en su sillón con las manos cruzadas como si estuviera consultándolo con alguien
–Por favor, señor Moya. Le aseguro que la próxima vez podré conseguir más fondos.
–Está bien, señor Zeballos, no se hable más. Todo sea por la causa. Lo único que espero es que mi
–Por supuesto, señor Moya, por supuesto. Es usted muy amable. Las futuras generaciones de este país
se
lo agradecerán.
Si la subida a la Plaza Alta le supuso al señor Braulio una odisea, la bajada fue una tarea imposible. Al
agobio que suponían las multitudes de vendedores, compradores, churumbeles mocosos y animales de
toda ralea que se agolpaban y no permitían el paso, se añadía ahora ir tirando de un fardo de cómics en
cuyo interior se escondían hábilmente sendos volúmenes decapitados de Felipe Trigo, Rafael Alberti y
Antonio Machado. La chepa del señor Braulio, cargada a modo de acémila oscilaba con el continuo
cruzarse de paisanos; el suelo, alfombrado de heces del ganado en venta y lavado con el agua de limpiar
pescado, era un amasijo resbaladizo de inmundicias y el portador ilegal llevaba especial cuidado en no
Al cruzar un callejón un grupo de soldados irrumpió llevándose por delante todo lo que salía a su paso,
incluido el bueno de don Braulio que dio a parar con toda su carga en el suelo que, de repente, se vio
desamarrado y suelto y al alcance de cuanto indeseable quisiera tomar un ejemplar gratuito. Los
churumbeles, al ver las portadas en color de los cómics, se abalanzaron sobre ellos disputándose tan
preciado botín. Don Braulio se arrastraba por los adoquines sin sentir los golpes que los soldados, a su
paso, le propinaban. Su único deseo era recoger el máximo número de cómics posible y, especialmente,
los tres volúmenes prohibidos que, de llegar a manos de las autoridades, pondrían en peligro su vida y
las de sus compañeros y proveedores. Pero el montón de papeles era ya un comedero de gallinas donde
De repente, el cabo que iba a la cabeza del pelotón, apiadado por la triste figura del jorobado
intentando
El grupo de soldados taconeó sobre los adoquines y don Braulio vio truncada su esperanza de pasar
desapercibido. Los chiquillos huyeron calle abajo portando tantos cómics como les cabían en las manos.
–¡Ordenanza! ¡Qué recojan esos papeles y se los devuelvan a este desventurado señor!
Los soldados se apresuraron a recoger cuanto cómic, página suelta o material impreso tapizaba el suelo
y
–No se preocupe, mi capitán, no son más que cuentos de niños, ya los recojo yo. Sigan ustedes, por
favor,
–¡El honor de mi escuadra se basa en la generosidad hacia el caído! –replicó marcialmente el oficial
mientras tiraba secamente de la mano de don Braulio.
El pobre jorobado buscaba con los ojos el paradero de los libros censurados a fin de ocultarlos ante los
ojos del militar. Un rayo de fatalidad cayó sobre él cuando vio acercarse a uno de los militares con el
–Veo que usted, además de gustar de lecturas infantiles lee poesía, señor –comentó hojeando el
volumen
prohibido–. Rafael Alberti ¿eh? –devolviéndole el libro y mirándolo fijo a los ojos–. ¿Gusta usted de la
Braulio no sabía dónde meterse. Temía inculparse si aceptaba su lectura, pero mentir descaradamente
al
oficial podía llevarle directamente a los sótanos de la Dirección General de Seguridad donde lo
–Ah ¿no? ¿No estaban con los cómics que se le cayeron? ¿Señor?
–Sí, sí, claro. Lo que quiero decir es que son para otra persona. Yo… ¿cómo le diría? Es que… es que
El cabo lo miró de arriba abajo como si hubiera descubierto un insecto y dudara entre pisarlo o regalarle
la vida.
–Está bien, pues recoja usted su encargo y guárdelo bien no vaya a ser que otra estampida de zagales le
Don Braulio vio la puerta de la libertad franca y bajó la calle sin volver la vista atrás.
Después de este episodio siempre baja a Badajoz acompañado de un par de muchachos que le cargan la
–Así es que ya ves, muchacho –culminó don Braulio–, que este oficio parece sencillo, pero no lo es en
absoluto. Uno tiene que ingeniárselas para poder mantener el tipo. Nuestra vida es así, un continuo
riesgo; es una vida sedentaria, pero aventurera. Nos jugamos la vida a diario, pero los hay que están en
–Sí, al menos gozamos de esta libertad raquítica y racionada que nos provee el sistema –añadió
amargamente don José–, pero otros no pueden ni tan siquiera disfrutar de eso. ¿No es cierto, Adriana?
Adriana entristeció súbitamente y su mirada se quedó perdida entre dos volúmenes disfrazados.
–¿Ocurre algo? –preguntó Manuel ante el silencio denso que se había formado en la biblioteca. ¿Hay
algo
Los tres amigos se miraron preguntándose si podían confiar en Manuel. La gata blanca frotó su lomo
3-QUE DE NOCHE LO
MATARON AL CABALLERO
1936
El general Yagüe se sujeta con suficiencia los calzones y descansa las pesadas manos en los tirantes
verdes y rojos. Tiene unas manos finas y largas, dedos huesudos y uñas cuidadas. Nadie diría que son
manos de carnicero y, sin embargo, ya el sobrenombre ha traspasado las murallas de la ciudad vieja de
Badajoz. En Madrid y en Barcelona se le conoce por “El Carnicero de Badajoz”. La represión sobre el
Cuentan que juró no dejar ni un republicano en la ciudad, así que durante semanas los cadáveres de los
fusilados son sacados de la plaza de toros y llevados a las fosas comunitarias que se han abierto junto al
cementerio viejo. Otras veces los llevan vivos y los acaban allí. Es más cómodo y más rápido –comenta
con media sonrisa el general mientras limpia con los faldones de la camisa los cristales de sus quevedos.
Tiene una amplia frente y el pelo blanco restirado con gomina que contrasta con sus cejas negras y bien
marcadas que le dan un aspecto intelectual. Sobre su ancho pecho brillan varias estrellas que hablan de
su valor en el campo de batalla y su coraje y decisión ante el enemigo. Le lleva cabeza y media al
Generalísimo, por eso piensa que el cargo de su amigo Paco Franco le queda grande. A veces fantasea
con ser el elegido por Dios para gobernar a este pueblo ingrato de españoles, pero nunca será
El general Yagüe revisa los pasillos de los toriles mientras mordisquea un muslo de pollo. Se chupetea
sus finos dedos mientras observa el enorme número de republicanos que se ha acumulado en los
pasillos.
Apenas caben más. Ya no sabe qué hacer con ellos; por muchos que liquide diariamente llegan más de
los
que fusila. Parecen reproducirse como conejos estos malditos republicanos. El ambiente es enfermizo,
los presos se amontonan contra las paredes como animales. Algunos se quejan de heridas infectadas
que
les supuran una pus amarillenta de forma constante, a otros ya se les ha agangrenado y no las sienten.
En
un rincón, un preso de barba de una semana tose constantemente y mira la sangre que expulsan sus
pulmones.
El general Yagüe, desde lo alto de sus botas militares considera dejar a los enfermos en los pasillos
durante un tiempo para que contagien sus enfermedades a los otros presos y sea más fácil y rápida la
limpieza, pero luego lo reconsidera y rechaza la idea porque pueden contagiar a los soldados y
convertirse en una epidemia para la ciudad. Hay que seguir limpiando, lenta pero inexorablemente.
Con la punta de una vara de olivo golpea suavemente la cabeza del enfermo. Inmediatamente dos
soldados de caqui sujetan al preso y lo sacan arrastrando hasta la arena de la plaza. El sol de agosto le
lame las heridas y le seca la saliva de las toses. Por un momento, el preso siente la suave caricia del sol
en su cuerpo como una bendición, pero al poco tiempo el sol le agobia y le remacha la cabeza
haciéndole
perder la vista.
El general Yagüe sigue, implacable, abriéndose camino entre los presos y llevando a cabo su labor
rutinaria de limpieza, seleccionando a aquellos que más necesitan librarse de sus penas, tocando con su
varita a los elegidos que sollozan sabiendo lo que les espera allá afuera. Cuando llega a la altura de
–¡Veinticinco, mi general!
–Vaya, carro lleno, te libraste por poquito pelúo. No te preocupes, serás el primero mañana.
El general da la vuelta haciendo silbar la vara de olivo con gesto de torero que remata la faena y regresa
oscuro, como la muerte, a través de los pasillos. A su paso, los presos exhalan un suspiro de alivio. Han
En los toriles de la plaza de toros de Badajoz la noche cae más temprano que afuera, la luz es más opaca
y está como infectada, enfermiza. Los quejidos de los enfermos se sienten más cercanos, algunos
sollozan
en silencio, otros rezan. Octavio piensa. Sigue dándole vueltas a la idea de quién pudo delatarlos en la
casa de Siqueiros, regresa en su mente hasta su compañero Victoriano, apresado en el cerco del
convento
de San Pedro, torturado hasta verse obligado a delatar a sus amigos y sigue sin creerlo. Después mira a
Tampoco entiende por qué no se lo llevaron ya, si la política del carnicero parece que es sacar primero a
los enfermos. Sin embargo, al primero de ellos que se llevaron fue a Zacarías que era el más saludable
de todos. Apenas lo dejaron entrar; llegaron un par de legionarios acompañando a un cabo, lo señalaron
y
se lo llevaron sin mediar palabra. Ni tan siquiera opuso resistencia. ¿Para qué? No haría más que alargar
lo inevitable. Mejor dejarse llevar, hacer como que no importa, que no se abandona un lugar querido,
unos seres amados, que nada merece la pena, que es mejor dejarse llevar y acabar con esta locura de
una
A veces, en la noche se llevan a algún preso. Desaparece por los pasillos y más tarde se oyen los gritos,
los ruegos, los golpes; a veces, un disparo termina el interrogatorio, otras lo regresan maltrecho para
que
se acabe de morir en los toriles y los demás aprendan que no merece la pena oponer resistencia.
Después
de varios días la conciencia de estar vivo cambia; ya no es una suerte estar vivo, sino una desgracia. Los
presos anhelan ser el elegido por la varita mágica del general Yagüe que les libere de tanto pesar. Es
Los presos elegidos salen al ruedo como toros mansos, sin ganas de lucha, listos para terminar esta
fiesta
taurina, cuyo fin, todos conocen. No hay sorpresas, no habrá torero muerto ni toro indultado.
Aquella noche, Octavio había logrado conciliar el sueño a pesar del miedo y de los gritos de dolor de los
heridos. Soñaba que estaba con Ángela en el pueblito cacereño. Habían huido de su madre y se habían
refugiado en una huerta, junto a un pozo. La hierba aromatizaba el ambiente. Había pájaros cantando y
carne muerta. Los legionarios pasan golpeando con sus botas de cuero a los presos para identificar a los
que han muerto en la noche. De cuando en cuando, señalan un bulto inmóvil y dos moros lo cargan en
una
carretilla y lo sacan fuera. Los demás lo miran con envidia. Después salen y el día vuelve a oscurecerse
El general regresa al anochecer, después de su cena. Llega hurgándose los dientes con un palillo y se
contonea mirando risueño a los presos, su varita cargada sobre el hombro. Mira a los presos y elige al
azar quién debe morir. Tú –señala–, y la varita golpea dulcemente la cabeza de un preso. Dos legionarios
lo levantan, le arrancan la camisa a tirones y le miran el hombro. No hay duda, tiene la señal morada de
haber disparado un fusil; el retroceso de la escopeta denuncia a los que han disparado contra los
Llega a la altura de Octavio, se cuadra ante él y lo reconoce del día anterior. Le levanta la cara con la
–Buenas noches, pelúo, ya ves que soy hombre de palabra. Te dije que volvería por ti y aquí me tienes.
–Tú, apestoso, levántate que te vamos a dar un paseíto por la ciudad. Otros tres ataviados en azul como
el
primero le ríen la gracia. Lo levantan a empellones y le arrancan la camisa. El hombro guarda todavía la
señal del culatazo en retroceso de su enfrentamiento con los Guardias Civiles. La cara de asombro del
joven al que disparó pasó brevemente por sus ojos. Recordó la máxima: “Quien a hierro mata…”
–¡Asesino! –gritó el primer legionario golpeándole el pecho con la rodilla–.Vas a pagar ahora tus
crímenes. ¡En marcha! Saliendo miró hacia atrás y vio que llevaban a El Zarco a rastras, tal vez había
perdido ya el conocimiento. La noche estaba clara y perfumada; era una noche de agosto y pensó que le
habría gustado morir ahogado en aquel pozo de su sueño abrazado a su esposa, pero la realidad brutal
no
Junto a él, El Zarco y otros presos se apretaban en la caja del camión, camino del cementerio. Nadie
hablaba, nadie se quejaba. Solo el traqueteo del camión dando bandazos por las calles empedradas y el
Uno de los presos con claras señales de haber sido torturado le hizo una señal levantando la cabeza.
–Ese que venía contigo, el de la boina cruzada. Estaba allí cuando me torturaron. Es un traidor.
No pudo continuar. Uno de los soldados le golpeó en la cara con la culata del fusil. –Silencio, pedazo de
carroña.
Octavio se quedó petrificado. ¿Sería posible que fuera el propio Zacarías quien los delató? ¿Por qué no?
Eso explicaba el interés que tenía en culpar a Victoriano de haberles delatado. Por eso lo habían sacado
inmediatamente a su llegada. Maldito fuera el traidor. Sentía un profundo malestar por haber dudado
de la
entereza y la lealtad de su amigo. Quisiera poder decírselo a El Zarco, prevenirle de las falsas amistades,
pero ya no merecía la pena. No hay nada que prevenir a quien no tiene ni tan siquiera el futuro de un
día.
El camión paró frente a un edificio en tinieblas e inmediatamente los soldados que les vigilaban saltaron
fuera y abrieron la compuerta trasera. Una luz raquítica alumbraba el cartel que proclamaba
“Cementerio
católico”.
–Abajo, rojos de mierda, ahora viene lo bueno –gritó uno de los soldados mientras tiraba de la soga con
Los presos bajaron apelotonados, atropellándose unos con otros. El Zarco apenas se sostiene y Octavio
lo sujeta para que no caiga al suelo. Lo carga pasándole el brazo por encima de su hombro, pero es un
Les hacen pararse frente a una pared agujereada por los disparos. No cabe duda, este es el lugar en que
fusilan a los republicanos para limpiar la nueva España de bazofia comunista. Octavio se pega a la pared
y con la mano que le queda libre, la acaricia; siente la textura áspera y rugosa de la cal sobre la
superficie de adobe, recorre la profundidad del hueco de una bala, reconstruye su historia. En ese
mismo
lugar un trozo de plomo salió disparado de un rifle de algún soldado y atravesó el cuerpo frágil de un
preso republicano como él mismo. La bala desgarró limpiamente algún órgano vital y provocó una
hemorragia interna que manchó de sangre la pared, justo donde él se apoya ahora.
El hecho le hace pensar en alguien con el que ahora se hermana en la sangre, a pesar de no conocerlo.
Arranca un trozo de la pared y empuña el trozo de barro y paja sintiendo su textura en la piel, tierra de
mi
tierra, útero cálido al que pronto regresaré para formar parte de ti nuevamente, como éramos antes de
nacer –piensa.
Octavio intenta eliminar la realidad circundante y perderse en sus pensamientos, pero no puede evitar
escuchar la voz sibilante de un cura que les ruega encarecidamente que pidan perdón por sus pecados,
que confiesen sus crímenes ahora que todavía tienen tiempo para, de esa forma, ser perdonados por el
Creador. De lo contrario, morirán, no solo en esta vida, sino también en la otra, en la vida eterna.
Escucha sus rezos en latín, pero intenta borrarlos de su mente. Frente a él se ha empezado a formar
torpemente el pelotón de fusilamiento y cargan sus armas. Algunos son muchachos asustados y eso le
trae
de nuevo la cara de asombro del guardia al que mató. El que está al mando del pelotón saca un papel
del
bolsillo y recita algo de manera apresurada; algo que les declara culpables de sedición, de crímenes de
guerra, de atentar contra Dios, contra la patria y contra el orden establecido y los sentencia a ser
fusilados sumariamente.
–¡Apunten!
–¡Fuego!
No sintió dolor como esperaba; la muerte llegó suave y silenciosa. Tan solo un empujón que le derribó y
le hizo caer a un pozo profundo rodeado de otros cuerpos; la sangre nublándole la vista, el trozo de
barro
aún en la mano y la imagen de Ángela sonriéndole, asegurándole que todo estaba bien, que no ocurría
nada…
La biblioteca estaba limpia, demasiado limpia. Los lomos de los libros no tenían polvo como sería de
esperar en un edificio escasamente visitado y el suelo de madera parecía haber sido abrillantado la
mañana anterior. Manuel miraba fijamente a sus interlocutores y se preguntaba cuánto más le faltaba
por
saber. ¿Quién estaba encargado de limpiar la biblioteca y quitar el polvo de los libros? ¿Por dónde
entraba? Probablemente por una puerta secreta pues, de lo contrario, les habrían visto en alguna
ocasión
en que entraran. Además, no se imaginaba al pobre de don Braulio escalando el árbol y deslizando su
joroba para hacerla pasar por la estrecha ventana. No, debía de haber una puerta oculta. La puerta
principal estaba clausurada con tablones y era impensable que pudieran entrar por ahí, especialmente a
la
Por otra parte, eso aclaraba los ruidos que sentían al atardecer en el escondite y que pensaban ser
ruidos
de fantasmas; los ruidos terribles que asociaban a las prácticas demoníacas del marqués y que les hacían
huir de la casa al atardecer en realidad no eran más que ruidos propios de la limpieza de la biblioteca.
Los tres compañeros se miraban preguntándose qué pasaba por la mente del muchacho.
–Todos estos libros. Hay un orden estricto por orden alfabético de autor falso…
–Efectivamente –contestó don José orgulloso– y además tiene una relación con el verdadero libro que
guarda. Por ejemplo, bajo el texto del general de la legión Millán Astray se esconde un libro de don
Miguel de Unamuno, como recordatorio de la disputa que tuvieron y que le valió a don Miguel que le
solo el libro que esconde cada título falso sino, además, recordar la historia de los verdaderos autores y
–No exactamente. Fue un episodio muy divertido, pero con repercusiones trágicas.
–Pero, todo este trabajo de la biblioteca es enorme. ¿Quién se encarga de hacer todo esto? ¿Quién
limpia
–Por el polvo de los libros de una biblioteca se puede medir la cultura de un pueblo, dijo alguien que no
recuerdo ahora quién era –apostilló don Braulio–. Ya ves que en este pueblo somos muy cultos. Bueno,
no exactamente en todo el pueblo, pero, al menos en este apartado del pueblo. Je, je, je.
–¿Cómo pueden hacer todo ese trabajo? ¿Cuándo lo hacen? ¿Por dónde entran que ni los muchachos ni
yo
los hemos visto nunca? ¿Y quiénes son esos niños que aparecen retratados en el pasillo?
–Señor Guerrero, usted es la primera persona que entra en esta biblioteca, aparte de nosotros, en
veinte
años y tenga la seguridad de que ello no ha ocurrido por casualidad. Desde hace tiempo le venimos
siguiendo el rastro. Aquí el compañero don José Zamorano, su maestro, le ha reconocido como una
persona justa y honrada, madura a pesar de su corta edad y la compañera Adriana le ha seleccionado
como un compañero valiente y defensor de los débiles. Yo mismo le conozco y puedo hablar de su
respeto hacia los demás y su afán de aventuras, por ello le hemos traído hasta nuestro lugar secreto y le
hemos permitido que conozca nuestro secreto: la biblioteca no es solo una colección de libros, es,
además la memoria histórica de muchas personas que han sido asesinadas por defender su forma de
pensar. Es nuestra vida, pero también es la memoria viva de muchos amigos, familiares y compañeros
que no pueden estar hoy con nosotros. Espero que se haga cargo de la importancia de mantener este
nosotros, sino la memoria de todas estas personas y el legado que entregaron a sus descendientes en
forma de libros.
Manuel miraba a su alrededor sin dar crédito a sus oídos. ¿Cómo había llegado a este lugar? ¿En qué
berenjenal se había metido sin quererlo? Pero, de nuevo, el Guerrero del Antifaz le hablaba desde muy
lejos y le susurraba al oído lo afortunado que era por formar parte de la historia, por poder aportar al
–Señor Guerrero –continuó don Braulio poniéndole la mano sobre el hombro con gesto solemne–, ¿de
verdad quiere usted saber nuestro secreto? ¿Piensa usted que es merecedor de tal honor y de que
podrá
mantenerlo oculto aunque le presionen para que lo revele? Además quiero advertirle que si le hacemos
partícipe de nuestro secreto, se convierte usted automáticamente en cómplice nuestro y, por lo tanto,
Manuel observó la mano del señor Braulio posada sobre su hombro y miró a Adriana. Cada vez entendía
menos el asunto, pero se sentía valiente y lleno de confianza. Algo en su interior le decía que debía
seguir
y confiar en esas personas que les parecían justas y honestas, aunque no tuviese muy claro que sus
–Manuel –continuó ahora Adriana–, nos gustaría que lo pensaras detenidamente, porque es un paso
importante en tu vida. El compromiso con nuestro grupo puede marcar toda tu vida, para bien o para
mal,
pero quiero que sepas que yo tengo confianza en ti y sé que harás lo que consideres justo. Pero también
quiero advertirte: si te unes a nosotros no podrás revelar nada de lo que ocurre aquí dentro bajo ningún
concepto. Ni tan siquiera bajo tortura. Piénsalo bien y haz lo que creas mejor.
Los tres amigos se retiraron a una esquina de la biblioteca y dejaron solo a Manuel para que considerara
la oferta sin sentirse presionado. Manuel no sabía qué hacer. Miraba a su alrededor, a los libros, a ese
imperio intelectual construido con el trabajo diario y oculto de esos hombres de apariencia raquítica y
que, sin embargo, habían sabido burlar a los militares del Gobierno. La empresa le parecía tan titánica y
los medios tan escasos que no pudo evitar sentir admiración por ellos.
–Ahora mismo no estoy seguro de nada –contestó con voz dudosa–, pero creo que es lo único
importante
que habré hecho en mi vida y, si no lo acepto, me sentiré un cobarde y un ruin por el resto de mis días.
No
quiero dejar pasar por delante de mí el curso de la historia sin hacer nada, así que prefiero correr el
Adriana lo abrazó amorosamente y le susurró al oído: “Estaba segura de que te decidirías por ayudarnos
Los dos hombres se apartaron y regresaron al poco cargados con una gran bandera republicana (roja,
amarilla y violeta), un libro, varias bandas tricolor con los colores de la misma bandera y unos birretes.
Mientras tanto, Adriana retiraba las sábanas que protegían los muebles y organizaba una especie de sala
de reuniones presidida por el retrato de don Félix Gordón Ordaz, Presidente de la República Española en
el exilio.
Los tres se colocaron mutuamente la banda y el birrete y se alinearon frente a él en posición oficial.
Aclarándose la garganta, don Braulio se dispuso a comenzar la ceremonia de iniciación del nuevo
miembro.
Para ello, pidió a Manuel que se situara frente a la bandera y al Presidente de la República y contestara a
las preguntas que se le iban a formular. Don José tomó el volumen de La Constitución de 1931
disfrazado
–En el día de hoy, 27 de octubre de 1954 nos disponemos a aceptar a un nuevo miembro en nuestra
Hermandad bajo los auspicios de nuestra Constitución democrática y con el firme propósito de defender
al débil y hacer que brille la Justicia y la Verdad en todo momento. Para ello, el iniciante pronunciará su
nombre y condición y contestará a las preguntas de rigor. ¿El iniciante está listo para ello?
–Mi ¿qué?
Adriana tuvo que taparse la boca para no reírse y los otros dos se miraron con desaprobación.
–Estudiante es suficiente, señor iniciante. El iniciante ¿declara tener la firme intención de pertenecer a
–Sí, ¿qué?
–¡Sí, señor!
–¿El señor iniciante jura defender la Constitución española de 1931, la bandera republicana y el sistema
democrático de España?
Manuel no estaba muy seguro de defender dicha constitución, cuya existencia acababa de conocer, pero
–Sí, juro.
–¿El iniciante afirma no tener relaciones ideológicas con el sistema autoritario, dictatorial y esclavista
Manuel dudó y preguntó en tono bajo –¿Estudiar en el colegio General Franco cuenta como tener
relaciones?
–¿El iniciante jura defender la cofradía y no delatar bajo ninguna condición su existencia ni a sus
–Sí, juro.
–En ese caso, por el poder que me otorgan mis votos y mi cargo de oficial mayor de la Cofradía
tus cofrades serán tus hermanos y velarás por su seguridad y protección, tanto como ellos lo harán por
ti.
Así sea.
–Toma este volumen de nuestra Constitución. Léelo y protégelo porque es la razón por la que tus padres
y
embriagadora, como si, de repente, entrara en conexión con todos aquellos que habían sufrido por
proteger ese montón de páginas, todos los que habían luchado y muerto por defender las ideas que
contenía el volumen.
–Gracias.
Finalmente, don José hizo una señal a Adriana y esta le colocó la banda en el pecho y le besó en la
mejilla.
–Felicidades, aunque siempre has sido uno de los nuestros, ahora lo eres oficialmente.
–Espero que al menos ahora pueda descifrar todas las dudas que tengo en torno a la Cofradía.
–Manuel, sé que podemos confiar en ti; lo hemos hecho siempre y ahora que eres un miembro del
grupo,
confiamos aún más en ti, pero que sepas que es de vital importancia que lo que vas a ver ahora no salga
de este salón. La vida de muchas personas está en juego. Quiero que seas consciente de ello y nunca lo
olvides.
–Claro, pero ¿qué puede ser tan importante que ponga en juego la vida de tantas personas y que
ocultáis
A su espalda sintió unos pasos sordos. Asustado se dio vuelta y vio la figura de un señor de pelo blanco y
–¿Quién es usted?
El señor de pelo blanco y largas barbas miraba a Manuel con sus ojillos miopes, parapetado tras unos
lentes gruesos que le daban un aspecto de roedor cegato. Su mirada era bondadosa, aunque un
pequeño tic
en la boca permitía suponer su nerviosismo y su falta de confianza. Usaba una camisa blanca gastada y
unos viejos pantalones de pana remendados en las rodillas. Calzaba unas sandalias de esparto atadas al
tobillo. Era bajo y delgado, enclenque, aunque su pecho mostraba haber sido fuerte en otro tiempo.
–¿Tu padre? –preguntó clavando su mirada en Adriana–. Pensé que tu padre había muerto hace años.
¿Cómo es posible…?
–No te preocupes, Manuel, no eres el único que piensa que mi padre está muerto desde hace veinte
años.
De hecho, nos hemos esforzado en hacer pensar así a todo el pueblo–. Adriana no dejaba de abrazar a
su
padre.
–Pero todo el mundo cree que tu padre murió en la plaza de toros de Badajoz, fusilado con muchos
otros.
Tú misma me contaste…
–Lo sé, yo te conté que mi padre había muerto aquel día, pero, entiéndeme, no podía hacer otra cosa.
No
podía contarte la historia de mi padre sin conocerte en profundidad y, sobre todo, sin que hicieras el
voto
de lealtad que acabas de hacer. Habría supuesto un riesgo para su vida. Perdóname por haberte
mentido,
–¿Tampoco es cierto que lo fusilaron en Badajoz? ¿Todo lo de “El Carnicero de Badajoz” es falso
también?
–Eso no es falso, muchacho –terció Octavio–, es cierto que tuve que sufrir la persecución y malos tratos
del general Yagüe, justamente llamado “El Carnicero de Badajoz”, así como también es cierto que fui
fusilado aquel día. Lo único que mi hija te ocultó es que, en realidad, no morí aquella noche. De alguna
forma milagrosa logré sobrevivir al general y a su pelotón de fusilamiento. Pero, ¿por qué no nos
Adriana se dirigió a una estantería en un rincón y, empujando un lateral, movió una puerta oculta con
–¿Adónde lleva esa puerta? Todo aquí parece ser falso y oculto.
–contestó don Braulio.– Nadie quiere mentir porque sí, pero si esa es la única manera de escapar de la
persecución y la muerte, no hay más remedio que hacerlo.
Adriana regresó con una bandeja portando una cafetera, leche y varias tazas y acompañada de una
señora
Adriana sirvió café en las tazas y Octavio la cubrió con sus manos introduciendo prácticamente su nariz
en ella y absorbiendo todo el aroma que desprendía. –Este café me trae tantos recuerdos de épocas
pretéritas –murmuró nostálgico–, mi estancia en Portugal, aquellos compañeros con los que viví una
etapa de mi vida, las aventuras que vivimos juntos y la desaparición de muchos de ellos, cazados y
fusilados por los fascistas. Cada vez que bebo café es como si me sumergiera en aquellos tiempos. ¿Has
Ante la negativa de Manuel, prosiguió sin soltar el café de ambas manos. –Es un país hermoso; muy
aferrado a sus costumbres y muy orgulloso de sus tradiciones. Es un país volcado hacia sí mismo. Es una
lástima que sufra una dictadura como nosotros. De un tiempo a esta parte, el mundo parece haberse
vuelto
loco.
Manuel lo miraba sin comprender muy bien sus palabras, pero le gustaba su forma de hablar pausada,
como saboreando las palabras, así como saboreaba su café. Afuera, la noche había cubierto las calles
con su manto de sombras y solo de tarde en tarde se escuchaba a lo lejos el ladrido de un perro
solitario.
Hubo un silencio. Todos esperaban con expectación a que Octavio comenzara su relato.
–Apuesto a que tampoco has estado nunca frente a un pelotón de fusilamiento. –Los ojos de Manuel se
–Se siente miedo, muchacho, mucho miedo. Uno intenta ocultarlo pensando que nada merece la pena,
que
es un segundo y no duele, pero la trascendencia del momento supera cualquier expectativa. Sabes que
vas
a morir y que no hay vuelta atrás, piensas en todas las cosas que te quedan por hacer y que ya nunca
verás
terminadas, las personas a las que dejas atrás y que, probablemente no sepan en que, en esos precisos
momentos, estás muriendo. Piensas mucho en esos breves instantes. O tal vez el pensamiento es
posterior;
tal vez después, con el tiempo crees que has pensado mucho en esos breves instantes y,
probablemente, el
miedo te impida pensar en nada. El miedo te paraliza, te hace perder conciencia de lo que ocurre. Si no
fuera por el miedo, uno moriría antes de que la bala entrara en el cuerpo. ¿Alguna vez has sentido un
–Hay quien dice que el miedo es hermoso, que te hace ver la realidad de las cosas, pero yo creo que el
miedo solamente te elimina cualquier vestigio de razonamiento. En un fusilamiento todo el mundo tiene
miedo, no solo los que van a morir. Los soldados que van a disparar también tienen miedo. Uno lo ve en
sus ojos, saben que van a matar a personas a las que no conocen y cuya culpabilidad no es segura.
Probablemente van a matar a personas inocentes, pero no pueden hacer nada por evitarlo. Si no
disparan,
alguien les disparará a ellos y siempre es preferible matar que morir. Disparan sin mirar, les dan miedo
los ojos desquiciados de las víctimas, ven su angustia, su súplica. Muchas veces disparan hacia arriba o
hacia el suelo para evitar herir a alguien y limpiarse la conciencia de haber asesinado a sangre fría a un
inocente. Eso salvó mi vida. La bala que iba destinada a traspasarme el corazón voló muy baja y solo
acertó a herirme en la pierna; esta pierna que, como puedes ver, me hace cojear.
–Pero aunque la bala no te destroce el pecho, la conmoción es tan fuerte, la ansiedad de recibir el golpe
es tan dura que te tira hacia atrás y te hace perder el sentido. Así que los que fuimos fusilados caímos en
un foso abierto al frente nuestro, mezclados en la sangre y el dolor. Al día siguiente, ese foso había de
ser
tapado ocultando para siempre el crimen. Yo perdí el conocimiento, pero lo recuperé horas después, en
mitad de la noche. Si morir fusilado es una experiencia terrible, despertar rodeado de muertos es aún
peor; sobre todo si esos cuerpos muertos son los de tus compañeros y amigos. No entiendes por qué tú
sigues vivo y tus compañeros no. Intentas despertarlos, pero están muertos; muertos para siempre, así
que
das gracias a Dios por haberte permitido sobrevivir e intentas salir del barrizal mezclado con sangre en
el que te hundes.
La lluvia había empezado a caer lenta poco después de la medianoche sobre el cementerio de Badajoz,
primero tímidamente y después con cierta urgencia de lavar los restos de sangre. un perro pasó
apresurado buscando un lugar donde refugiarse y se topó con el hoyo abierto y los cuerpos vertidos de
cualquier manera en el fondo. Los enterradores habían decidido dejar la labor de cubrir la fosa para el
siguiente día; a primera hora, antes de que se acumulara el trabajo. Algo se movió allá abajo, entre el
barro y los cuerpos revueltos; algo reptaba como una lombriz en el fango, intentando liberarse de la
presa
que le imponían los otros cuerpos pesados. El perro alzó las orejas con asombro y prosiguió su camino
bajo la lluvia.
El cuerpo embarrado logró separarse y buscó, entre los otros, el de su amigo. No era tarea fácil, el barro
cubría los rostros con una pátina homogénea que impedía distinguir los rasgos. Cuando creyó
finalmente
encontrarlo palmeó su cara y susurró un nombre en su oído. Después intentó encontrar el pulso en su
cuello, pero no sirvió de nada: el Zarco estaba muerto, igual que los demás. Todos estaban muertos y
aun
así no estaba muy seguro de seguir con vida ni de cuán grave sería su herida. Sentía un dolor profundo
en
la pierna izquierda mordiéndole como un perro rabioso que no suelta presa, pero, aparte de eso, se
encontraba con vida, que era lo importante. Cerró los ojos de su amigo y lo colocó en una posición más
digna con la que presentarse en el otro mundo; cruzó sus brazos sobre el pecho e hizo la señal de la cruz
Octavio salió de la fosa arrastrándose en el barro y tirando de la pierna destrozada por la bala. Llovía y
hacía frío. Las ropas se le pegaban al cuerpo como una segunda piel. Miró a su alrededor y no vio a
nadie; solo un perro famélico, tan decrépito y mojado como él mismo. Decidió una dirección al azar y
apoyándose en un palo comenzó a caminar lo más rápidamente posible en un intento de estar muy lejos
de
La lluvia aunque hacía que su marcha fuera lenta camuflaba sus pasos y propiciaba que no hubiera nadie
en la calle con lo que podría alejarse sin levantar sospechas. Cruzó las calles estrechas de la ciudad,
atravesó las grandes avenidas empedradas siempre buscando el lado más oscuro, siempre vigilando que
nadie lo viera. De vez en cuando se refugiaba en un portal oscuro y descansaba, pero al sentarse le
volvían las imágenes del pelotón apuntándole, el terror reflejado en los ojos de los soldados, la mirada
opaca de El Zarco y el dolor en la pierna le aumentaba, así que volvía a levantarse y proseguía su marcha
No recordaba en qué momento salió de la ciudad. Las afueras eran un aglomerado de casuchas
construidas con materiales de derribo; chapas viejas, maderas podridas, telas rotas en medio de un
paisaje lunar de montones de ripios y escombros. Eran las casas de los gitanos; las afueras, el territorio
prohibido para los no-gitanos. Después salió, finalmente a campo abierto. Los caminos estaban
encharcados pero, al menos no encontraría a nadie a esas horas de la noche y menos con ese tiempo.
Mucho tiempo después, ya en la seguridad de un refugio, recordaría haber cruzado zonas de trigales
carbonizados, barbechos abandonados y empapados en agua y, finalmente, la dehesa. Saltó una cerca
de
piedra y caminó sin rumbo entre encinas y alcornoques crucificados que le protegían escasamente de la
lluvia. A lo lejos creyó ver una edificación, un chozo de pastor. Se dirigió hacia él con la esperanza de
que estuviera abandonado, pero con la precaución de quien se sabe perseguido a muerte. No había
mastines que le ladraran ni aprisco que guardara ovejas, pero aun así escudriñó por entre las piedras
antes de decidirse a empujar la puerta de madera. Estaba vacío. Del interior emanaba un olor a hogar y
a
paja seca que le reconfortó. El chozo consistía en un círculo de piedras unidas con barro sobre el que iba
montada una estructura de madera unida en el centro y cubierta, a su vez, de paja que impedía entrar a
la
lluvia. A tientas encontró un camastro de madera con un colchón de paja donde se tumbó sin
preocuparse
de que su dueño pudiera volver en cualquier momento. Todo le daba igual, solo quería dormir; dormir y
no despertar nunca.
Le despertó la luz que entraba por la puerta. No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero juraría
que
había dejado la puerta trancada con una piedra. Alguien debía de haberla abierto. Se asustó e intentó
levantarse, pero sintió la dentellada del dolor en la pierna que le hizo casi perder el sentido. Ahora lo
recordaba todo: el fusilamiento, la mirada hueca de su amigo, la huida y el refugio del chozo. Estaba
empapado, no estaba seguro de que se debiera a la lluvia del día anterior o a la fiebre. Se tocó la frente
y,
efectivamente, ardía. Se miró la pierna por primera vez y recordó la de El Zarco. La hemorragia había
parado, pero se veía negra y tumefacta. Necesitaba medicinas, necesitaba reposo, necesitaba comer
bien
para recuperarse, pero estaba solo y debía huir de ese lugar, continuar caminando a no sabía bien
dónde,
pero debía continuar andando; de lo contrario, lo atraparían y esta vez no escaparía. Sintió que se le
estaba yendo la cabeza poco a poco mientras entre nubes creía ver a alguien que entraba en la choza y
le
Cuando recuperó el sentido –habría jurado que solo pasaron unos instantes– oyó un ladrido en el
exterior
y rezó porque el perro no estuviera acompañado, que hubiera sido él quien empujó la puerta del chozo.
Había alguien. ¿Qué hacer? No podía huir y enfrentarse a alguien sería absurdo en sus condiciones.
La puerta del chozo se ensombreció con la entrada de un hombre. Desde la distancia le llegó el olor a
cabras y leche agria. No había duda, era un pastor, aunque no sabía si eso era bueno o malo.
El perro, un mastín leonado viejo al que habían cortado las orejas y que lucía un collar de púas se le
–¿Quién es usted? –contestó Octavio intentando retroceder y sin posibilidad de seguir fingiéndose
dormido.
–Tranquilícese. No le conviene moverse mucho en su estado. ¿Qué quién soy yo? Me parece que
debería
ser usted quien se identificara primero. Al fin y al cabo está usted durmiendo en mi cama y mi chozo, y
por deferencia sería un detalle que me contara cómo llegó hasta aquí; sobre todo en esas condiciones.
No
Octavio miró hacia el final de su pierna y, para su sorpresa, la encontró vendada. Intentó moverla, pero
el
dolor le hizo desistir de su empeño. Sentía como si le clavaran agujas dentro de la piel.
–Discúlpeme, mi nombre es Augusto –mintió Octavio acordándose del emperador romano, Octavio
Augusto, con el que le gustaba compararse cuando niño–. ¿Fue usted quien me vendó la pierna? Juraría
–¿Unos minutos? No lo creo, amigo. Lleva usted durmiendo varios días. Pensábamos que no regresaría
nunca. La de la venda fue mi hija. Se da buena maña con esas cosas. Si se la hubiera vendado yo, estoy
seguro de que a estas alturas tendría la pierna agangrenada. No tengo ni idea de cómo hacer esos
trabajos. Lo mío es pastorear. Me llamo Hilario Triguero, y este viejo amigo –dijo señalando al mastín–
–¿Esto? Eh, sí. Cazando. Estaba de cacería y, de alguna manera, se me disparó la escopeta y me herí la
pierna.
–Ya –respondió con falsa aceptación Hilario–. Y debió de venir arrastrándose porque tenía usted barro
hasta en las orejas. ¿Es usted amigo del señor marqués? Lo deben de estar buscando desesperados. Si
usted quiere podemos dar aviso en el cortijo. De allí le traerán un doctor que le cure esa pierna. La
–No, no, gracias. No hace falta que avisen a nadie. Además… no soy amigo del marqués.
–Ya me parecía –contestó Hilario–. Y ¿qué hacía usted solo en el monte? No me diga usted que…
Octavio sintió que su pulso se aceleraba e intentó buscar una justificación para su huida. No podía
decirle al pastor que era republicano y había sido fusilado, que había logrado huir y que le imploraba su
–No se preocupe. No diré nada. Todos, alguna vez nos hemos visto obligados a ser furtivos. Por la bala
que tenía incrustada en la pierna debe de ser usted cazador de piezas grandes ¿no?
–Sí, efectivamente, –contestó aliviado–. Ciervos. Cazo ciervos, pero aquel cornudo me cazó a mí.
–Ya lo creo que lo cazó. Si se descuida, a estas horas estaría haciendo crecer malvas por esos montes.
–Pues créalo porque es verdad. Ya pensábamos que se había despedido de este mundo y estábamos por
–Como le dije, no sabíamos a quién avisar, así que mi hija se encargó de curarle, pero, si usted lo desea,
podemos dar aviso en el pueblo para que lo vengan a buscar, aunque como están los caminos de barro y
con la pierna en esas condiciones, veo difícil que pueda salir de aquí en un tiempo.
–No, está bien, gracias. En realidad no soy de la zona y, como usted dice, es mejor esperar a que los
caminos sean transitables. Si a usted no le importa me quedaré unos días hasta que mi pierna se
reponga.
–Por nosotros no hay problema. Aquí hay poco de comer, queso de cabra y carne de borrego cuando los
lobos bajan y matan a alguno, pero donde comen dos, comen tres. Estamos acostumbrados a las visitas
inesperadas. Aquí se puede usted quedar el tiempo que crea necesario, amigo.
Octavio se recostó en el camastro y se quedó pensando en la de veces que tiene un hombre que mentir
y
que huir, incluso cuando lo único que busca es ser feliz y querer que los demás también lo sean.
La noche había caído en la biblioteca y, con ella, habían regresado los fantasmas del palacio del marqués
de Aguilar. Un candelabro alumbraba ahora la tertulia y a su luz titubeante saltaban ante la imaginación
de Manuel ocultando sus caras ensangrentadas entre las filas de libros y los muebles ensabanados.
–La vida en un chozo de pastores es muy interesante, aunque pueda parecer aburrida –prosiguió
Octavio
su relato–. Es cierto que uno pasa mucho tiempo solo sin más quehacer que pensar, pero eso ayuda a
Pasé con los pastores dos meses. Durante todo ese tiempo, Isabel, la hija de Hilario, me curó la herida y,
al día de hoy, puedo decir que gracias a ella no perdí la pierna. También me ayudó a cicatrizar las
heridas que la guerra me había infligido en el alma y, de alguna manera, aprendí a olvidar los hechos
terribles que había vivido y a perdonar a aquellos que tanto daño me habían hecho. Isabel era una
muchacha bonita y desenvuelta que conocía las propiedades de las hierbas del monte. Recogía romero
en
primavera y lograba sacarle el aceite que guardaba en tarros de cristal para los males de los pies.
Buscaba tagarninas, orégano, tomillo, cantueso, los secaba y almacenaba de forma que siempre tenía
una
buena colección de medicamentos listos para cualquiera que los necesitara. Ella y su padre pasaban
temporadas en los chozos cuando el tiempo no permitía volver al pueblo o las tareas del ganado les
obligaban a permanecer. Todos los días, al atardecer, sacaba sus ungüentos y cambiaba la venda de mi
pierna; me lavaba la herida y colocaba sobre ella hierbas nuevas que ayudaban a curarla y secarla.
Primero lo hacía dentro del chozo, cuando todavía no podía moverme, pero, poco a poco, fui cogiendo
un
poco de fuerza y me pude desplazar hasta el pozo donde era más sencillo lavar la herida. Allí pasaba
muchas horas, el atardecer era especialmente agradable; después de todo un día tórrido, el agua
levantaba los aromas de la hierbabuena y el toronjil. Si uno se quedaba quieto, las ranas comenzaban a
croar su concierto acuático y alguna culebra pasaba su cuerpo oscilante sobre la superficie de la charca.
A esa hora regresaba Hilario de los montes arriando a las ovejas y revolucionando el valle con sus
balidos y los ladridos de los perros. El aire se cargaba del olor empalagoso que desprenden las cabras
en celo. Isabel se acicalaba entonces en el pozo y viendo esa escena bucólica me olvidaba de los ojos de
cera de El Zarco, de la crueldad del general Yagüe y del pobre Victoriano que después de ser torturado
hasta la muerte fue acusado de traidor. Era como si no hubiera habido nunca una guerra en España.
A menudo me preguntaba si Isabel tendría un novio en el pueblo, lo cual era muy extraño pues nunca
hablaba de él ni veía que la visitara, pero cuando le preguntaba al respecto siempre lo negaba y se
sonrojaba. Yo lo achacaba a su naturaleza tímida y esquiva. Una noche averigüé la verdadera razón de su
mutismo.
Aquella noche fue especialmente calurosa. Sudaba en el camastro de paja y escuchaba a las ovejas balar
nerviosas, así que me asomé para comprobar que estaba todo en calma. A veces los lobos bajan y, sin
previo aviso, matan a varias ovejas antes de que el pastor pueda hacer algo por evitarlo. Me extrañó la
ausencia de Bartolo, el viejo mastín ovejero, pero todo parecía estar en orden. Decidí pasear hasta el
pozo para refrescarme un poco. Al acercarme pude observar que sobre el brocal había dos personas
abrazadas. Sin duda se trataba de Isabel, pero ¿quién era su acompañante? Reconozco que en ese
momento pudo más la curiosidad que mi cautela y decidí esconderme tras un árbol para saber quién era
el compañero de Isabel. Pensé que se trataría de un pastor de una majada cercana o un campesino del
pueblo vecino, pero para mi sorpresa, observé que junto al pozo reposaba un fusil. El miedo se volvió a
apoderar de mí. De repente regresaron todos los fantasmas que creía ya olvidados. ¿Sería un militar el
novio de Isabel? En ese caso mi vida corría peligro, ¿y si Isabel le había contado de mí? ¿Y si esperaban
a que me recuperara para entregarme? Debía huir entonces. Lo antes posible para evitar que me
capturaran, pero mi pierna no estaba aún curada del todo y corría peligro de abrirse de nuevo e
infectarse. No tuve tiempo para decidir; un chasquido junto a mi cabeza me anunció que no estaba solo.
Dos hombres de aspecto desarreglado y barba montaraz me apuntaban con un rifle. A una señal de uno
de
–Merino, este estaba aquí escondido detrás de un árbol espiándote. ¿Qué te parece?, ¿le limpio el
polvo?
El tal Merino era un tipo alto de rasgos afilados con el cabello montado sobre la cabeza y recortado a
navaja en los laterales lo cual hacía que sus orejas se vieran más grandes de lo que ya las tenía. Se
–Dejadlo, él no tiene nada que ver con la Guardia Civil. Es el furtivo del que te hablé, Merino. Está
–Así que tú eres el amigo del señor marqués ¿eh? –dijo Merino acercando su nariz afilada a mi cara
En ese punto no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, quiénes eran estos personajes ni qué temían
de
mí. Evidentemente no eran amigos de los Civiles ni del marqués, lo cual actuaba en mi favor, o al menos,
eso creía.
Resultaron ser maquis. Maquis. Era la primera vez que oía esa palabra. Honorio Merino o, como era más
conocido, el Comandante Merino había sufrido la guerra en su pueblo, Villarta de los Montes. Para
evitar
ser ajusticiado huyó con otros compañeros al monte y allí organizaron una guerrilla que se movía de
manera rápida y efectiva atacando puntualmente los cuarteles de guardia civil de los pueblos de los
alrededores: después huían de nuevo aprovechando su conocimiento de los montes. De cuando en
cuando
bajaban a los pueblos para ver a sus mujeres o abastecerse de comida, especialmente en los duros
meses
de invierno en que la caza escaseaba en el monte. Eran una especie de Robin Hood modernos, obligados
Les conté mi historia y la creyeron mejor que la del cazador furtivo. Isabel me contó que nunca habían
creído esa historia, pero que pensaron que no podía ser peligroso. Nadie, con esa cara de espanto en los
ojos puede ser peligroso, se reía Isabel contándolo después frente al fuego.
–¿Qué piensas hacer ahora? Si alguien te reconoce, puedes estar seguro de que te volverán a fusilar y
–Lo sé –respondió Octavio con la mirada perdida en las llamas. Pero no sé nada de mi familia. Tal vez
los hayan apresado, tal vez estén muertos, debo averiguarlo. Si siguen con vida deben de estar
Necesitan mi ayuda. Pero no tengo idea de dónde puedan estar ni por dónde comenzar.
–Si quieres puedes formar parte de nuestra guerrilla; la comida no es muy buena y la paga inexistente,
pero compensa ver la cara de sufrimiento de esa gentuza cuando volamos un cuartel. Al menos mientras
encuentras a tu familia.
Ciertamente no tenía nada que perder. Necesitaba hacer algo. La vida en el chozo era cómoda, pero
necesitaba hacer algo de actividad. No podía pasarme el resto de mis días viviendo de Hilario y de
Isabel. Por otra parte, tampoco me atraía mucho dedicar mi vida al pastoreo; una temporada estaba
bien,
pero no toda la vida, así que acepté con una condición: los ayudaría en todo lo que pudiera, pero no me
enfrentaría a nadie. Ya era suficiente cargar con el recuerdo de una muerte, además matar, en todas sus
acepciones, estaba en contra de mis principios. Que lo hubiera hecho una vez no quería decir que
estuviera dispuesto a seguir haciéndolo. A cambio pedía que me ayudaran a encontrar a mi familia.
Mi estancia con los maquis fue menos dura de lo que pensaba. Me enseñaron los caminos abiertos por
jabalíes y ciervos en el monte y las grutas y cavernas que podía usar como escondite. Mi pierna se curó
gruta cada poco tiempo para evitar ser cazados por los Civiles. A veces preparábamos un ataque a un
cuartel. Yo participaba en esos casos solamente en la organización, pero no bajaba. Solo en una ocasión
se cruzaron los Guardias con nosotros. Fue poco después de volar un cuartel. El ejército llegó para
apoyarlos y dieron una batida por el monte intentando encontrarnos. Desde bien temprano los vimos
salir. El viento hacía subir el humo y nos asfixiaba, así que teníamos que seguir subiendo para huir. Nos
refugiamos en una cueva que habíamos preparado para tal posibilidad. Los Guardias pasaron por
delante
de ella sin darse cuenta de nada y nosotros respiramos aliviados ante su consternación. Quienes no
tuvieron tanta suerte fue la familia de Isabel. Burlados por la cacería infructuosa, los Guardias decidieron
pagar su frustración con ellos. Asumiendo que nos daban apoyo, los interrogaron y amenazaron con
matarlos, pero en vista de que no nos delataban, mataron todos los corderos e hicieron un festín a su
costa. El pobre Bartolo que les mostró sus colmillos gastados, pagó su valentía con un tiro en la cabeza
que lo dejó muerto ante sus dueños. Merino juró vengarse de aquellos cobardes.
A los pocos días bajamos del monte buscando comida. La majada estaba destruida. Los Guardias habían
quemado todos los chozos antes de irse y habían amenazado a Hilario con dispararles si volvían por los
chozos. Ante la amenaza, los pastores habían huido al pueblo dejándolos a su suerte sin comida ni
refugio. Las opciones eran pocas, si querían sobrevivir deberían internarse en el pueblo para conseguir
carne y comida, de lo contrario, perecerían, especialmente ahora que el invierno se iba acercando y el
frío hacía disminuir la caza. Pero internarse en el pueblo era arriesgarse a ser presa de una emboscada y
de morir en un enfrentamiento. No había muchas opciones. Merino pasaba los días sentado en el brocal
del pozo donde, no hacía mucho, había gozado de la compañía de Isabel. Por su mirada oscura pasaba
un
río de aguas revueltas, si alguno había tocado a Isabel, juraba por lo más preciado, le arrancaría el alma.
El topo es un extraño animal que vive bajo tierra alimentándose de gusanos, lombrices y todo tipo de
pequeños insectos a los que localiza con su fino olfato. A consecuencia de la completa oscuridad en la
que se desenvuelve, ha perdido la vista. Apenas sale a la superficie y, cuando lo hace, tiene un
movimiento lento y torpe; la luz del sol le hiere sus ojos ciegos y se siente muy vulnerable en un
ambiente
que no es el suyo. Se suelen encontrar los cadáveres de estos mamíferos en mitad de la carretera,
aplastados por los automóviles cuyas luces no le avisaron a tiempo. Para compensar su escasa vista, ha
desarrollado el sentido del olfato de manera prodigiosa hasta el punto de poder oler una presa bajo
tierra
a decenas de metros de distancia. Su hocico, afilado y rosado, mueve incesantemente unos pelillos que
le
¿Qué hizo a este mamífero, otrora habitante diurno del bosque convertirse en una alimaña de la
oscuridad? ¿En qué momento de la evolución sus ojos perdieron la capacidad visual y la cambiaron por
un olfato prodigioso?
enterrado en vida. Por ello se le desprecia y persigue. Por asco y odio se le elimina.
Era la primera vez que Manuel escuchaba esa palabra aplicada a una persona. El padre de Adriana era
un
topo… un topo.
–Un topo es un hombre que se esconde para no ser visto, es un oculto de por vida –respondió Octavio
ante su gesto de desconocimiento. Yo llevo oculto veinte años para no ser fusilado de nuevo; llevo
veinte
–prosiguió Adriana–. En principio iban a ser solamente unas semanas, tal vez meses, algo temporal
mientras se acababa la guerra. Todos pensaban que la situación se restablecería en poco tiempo;
después
de todo, no era la primera vez que el ejército daba un golpe de estado y siempre había ganado el
sentido
común. Una vez se acabase la guerra, se restablecerían los juicios y cada uno tendría que pagar por sus
acciones. Él sabía que había matado a una persona y tendría que pagar por ello. De hecho, estaba
dispuesto a confesar y a cumplir con la condena que se le impusiera: unos años en prisión, trabajo
comunitario... No importaba, estaba dispuesto a pagar por sus errores, pero había que esperar a que la
guerra terminara, a que el odio se remansara y se reinstaurara el gobierno de la República. Con lo que
nadie contaba era con las intenciones del general Franco y sus ansias por exterminar a cualquiera con
ideas republicanas. Lo que iban a ser unas cuantas semanas se convirtió en meses y los meses se
convirtieron en años y así llevamos ya veinte años, esperando a que Franco otorgue una amnistía que
permita a todos los que están ocultos volver a ser personas normales.
–En esta casa no; ya me habría gustado –contestó el padre de Adriana–. Esto es un palacio y yo estoy
acostumbrado a los chiqueros. En un principio pasaba el día oculto en un armario y salía por la noche,
con todas las luces apagadas y en absoluto silencio para que ningún vecino me escuchara. Si alguien
hubiera sospechado, me podría costar la vida; delatar al vecino se convirtió en aquellos días en el
deporte favorito de media España, así que debía ser extremadamente cuidadoso. Con el tiempo fuimos
comprendiendo que las cosas no iban a cambiar, al menos en un buen tiempo, así que empezamos a
hacer
mejoras a mi estancia.
Aprovechamos el hueco del techo para abrir una trampilla por donde pasar estrechamente y disponer
de
un poco más de comodidad, si bien el calor en los meses de verano era asfixiante, pero cualquier cosa
antes de arriesgar la vida. En el techo había un pequeño ventanuco que me permitía ver el vecindario
por
encima de los tejados y mantener un mínimo contacto con la realidad: veía llover en otoño y los tejados
cubrirse de escarcha en invierno. También veía regresar la primavera cada año y eso me hacía revivir un
poco, echar brotes nuevos, como decía Ángela; sentirme parte de ese universo de afuera que se me
negaba.
–¿Huir? Sí, claro, todos los días hacía planes de salir de ese agujero y escapar a otro país donde pudiera
dejar de vivir como un animal, pero ¿a dónde podría ir? Salir de la casa era ya una odisea indescriptible,
cuánto más huir del país. Las estaciones de tren estaban llenas de policías, los caminos vedados por
guardias y las fronteras cerradas a cal y canto. Necesitaría papeles, un pasaporte, una identidad falsa
para cruzar la frontera y eso no es tan fácil de conseguir. Muchos lo intentaron y la mayoría acabó frente
a
un pelotón de fusilamiento pagando por su osadía. Créeme, muchacho, cuando te enfrentas a un
pelotón y
ves la muerte cara a cara puedes aguantar cualquier situación con tal de no volver a pasar por esa
experiencia. No sabes lo duro que es, muchacho… no sabes lo duro que es.
La voz de don Octavio se debilitaba, su mirada cegata se perdía entre recuerdos miserables y regresaba
entre nubes intentando buscar una salida a toda una vida perdida entre cuatro paredes.
–Algunos se acogieron a la amnistía de 1945 pensando que era el final de sus sufrimientos, pero cuando
Afortunadamente, un día descubrí algo que cambiaría mi situación. Si miraba por el ventanuco hacia
abajo, con un espejo. Por el ventanuco, si miraba hacia abajo con un espejo, podía ver lo que parecía ser
un tramo de calle adoquinada. Que yo supiera, no había calles en esa parte y me lo confirmaba el hecho
de que nunca pasara nadie. Estuve meses observando cuidadosamente hasta darme cuenta de que se
trataba de un trozo de calle que había sido aislado entre las casas y aprovechado por el viejo caserón de
enfrente. En la soledad del encierro uno puede diseñar estructuras inverosímiles para mejorar un
mínimo
la calidad de vida así que, con la ayuda de mi querida esposa logré abrir un agujero en la pared que
comunicaba con la calle clausurada. Después tendimos un toldo lo cual nos permitió desmontar la
puerta
La entrada accedía a las cocinas aunque en aquel momento era difícil de saber ya que la maleza ocultaba
toda la pieza. Pasamos días enteros quitando enredaderas y zarzales, y eliminando hormigueros.
Tomaba
mucho tiempo desembarazarse de tanta maleza sin hacer ruido, pero, como puedes imaginar, tiempo es
lo
que me sobraba entonces. Pasaba la noche acondicionando la pieza y en las mañanas volvía a mi
Después le contaba a Rosarito lo que había visto y todo el mundo fantasmal que mi imaginación había
creado. Corría ya entonces el mito del marqués de Aguilar y su biblioteca maldita así que solo era
cuestión de inflar la leyenda para evitar que cualquier persona entrase en el edificio y descubriera mi
escondite. Fueron años malos no solo para mí. Mi querida esposa salía diariamente a buscar trabajo en
lo
que fuera para alimentarnos a la pequeña Adriana y a mí. Limpiaba casas a cambio de las sobras de
–Pero, al menos, lo pasaba bien regando el miedo entre el servicio de los caserones de las familias
pudientes –intervino Ángela–. Aquellas pobres sirvientas volvían a sus casas con el miedo metido en las
entrañas y, con tal de no pasar cerca de la casa de los Aguilar, darían un rodeo. Hasta la pobre Adriana le
–Y ¿la biblioteca del marqués? ¿También era un mito? ¿No existían tales libros de encantamientos? –
preguntó Manuel.
–Oh, sí –los ojillos de Octavio se iluminaron–la biblioteca existía. Claro que existía; de hecho es esta
misma donde has sido instaurado miembro de nuestra honrosa fraternidad, pero como el resto del
edificio, estaba tomada por las hierbas y ratones. Me tomó meses limpiar y desbrozar la pieza.
–Los pocos libros que se habían librado del fuego y que no fueron robados o vandalizados por, sabe
Dios, quién o cuándo, servían de nidos a las ratas y de comida a las cucarachas así que no creo que
sirvieran ni tan siquiera para un mal hechizo. Cuando terminé de limpiarla le pedí a Ángela que me
consiguiera algo de barniz o aceite para madera y pinté y restauré las estanterías. Abrillanté los suelos y
arreglé puertas y maderas de modo que terminé oculto en una biblioteca que ya la querrían para ellos
duques y marqueses. Fue entonces que concebí la idea de convertir la pieza en un museo de obras en
acceder a los libros, tanto por mi reclusión como por razones económicas.
–Y aquí es donde entra mi pequeña Adrianita –añadió Ángela–, que salió tan lista como su madre y
–En realidad ya no era tan pequeña y había crecido oyendo historias de libros prohibidos y de escritores
malditos, tanto en casa como en algunas indirectas que don José nos lanzaba en la clase de Literatura,
así
ojillos brillantes sobre Antonio Machado y Federico García Lorca, autores prohibidos de los que ningún
maestro se atrevería a hablar. Mientras los demás chiquillos se entretenían rompiéndose el lomo en el
recreo o jugándose la merienda a los bolos, Adriana permanecía en la clase conmigo y me pedía que le
recitase “La tierra de Alvar González” o algún poema de Alberti o que le contase quién era La
Pasionaria. Yo no sabía qué hacer, si bien es verdad que conocía de memoria esos poemas y me
encantaba recitarlos para ella, por otra parte temía que lo pudiera contar a sus padres y se corriera la
voz
de que el maestro era comunista y enseñaba a sus alumnos la doctrina prohibida. Con el paso del
tiempo
me di cuenta de que era fiable y comencé a memorizar poemas para recitárselos a ella y para
convertirme
en una especie de biblioteca viviente de textos prohibidos, por si desaparecían poder volverlos a
libro y mantenerlo vivo hasta que la situación en España cambiara y se pudieran volver a imprimir. Claro
que no conocía a mucha gente que estuviera dispuesta a memorizar un libro; de hecho, si descontamos
a
–Y entonces se le ocurrió al señor Braulio la idea de la biblioteca prohibida ¿no es así? –adivinó
Manuel.
–Efectivamente, muchacho, je, je, je. Tu fama de inteligente está bien merecida.
Manuel miraba a su alrededor y paseaba la vista entre los anaqueles brillantes, cuidados hasta el
absurdo, con todos aquellos libros ordenados escrupulosamente bajo un sistema de nombre y
apariencias
falsas que demostraba no solo la inteligencia y la imaginación de aquellos tres hombres sino, sobre todo,
la pasión y el enorme respeto que le infundían aquellos textos y aquellos autores, muchos de los cuales
yacían bajo tierra o sufrían el exilio en tierras americanas o, en el mejor de los casos, habían
permanecido en España sumidos en el más absoluto olvido como medida preventiva para no ser
represaliados.
–Los libros son el alma de un pueblo –filosofó don Braulio–, si desaparecen las letras de un pueblo,
desaparece su esencia y es fácil de manipular. Por eso nos dimos a la tarea de reunir cuanto libro
prohibido pudiésemos conseguir. No se trata de una tarea personal, es una deuda con la patria. Lo que
hoy cuesta sacrificio y esfuerzo mañana será la base de la recuperación de la memoria de España, así
que
cualquier trabajo por mantener y aumentar esta colección de libros está más que justificada.
–Pero estos libros deben de ser carísimos, especialmente si están prohibidos. No pensé que tuvieran
ustedes tanto dinero y que estén dispuestos a invertirlo en algo que puede llevarles al paredón –se
asombró el muchacho.
–Oh, no, no, no. Nada de eso. Estás muy equivocado, Manuel, ni tenemos dinero ni somos nosotros
quienes pagamos los libros, aunque, si lo tuviéramos, no dudaríamos en usarlo en tan honroso proyecto.
Pero no, no somos nosotros quienes pagamos los libros. Te asombraría saber la cantidad de personas
interesadas en mantener esta biblioteca. Gente de todas las clases sociales y culturales, ricos y pobres,
jóvenes y ancianos, incluso gente asociada al régimen franquista que considera un crimen la eliminación
de los libros de los republicanos. Hay todo un sistema de enlaces que nos permite recaudar fondos de
las
diferentes personas interesadas sin que ninguna de ellas sepa de las demás. Cada una aporta lo que
puede
y considera adecuado y con esos fondos compramos los libros y los preparamos.
–Efectivamente. Esa es la tarea de Adriana. Tiene unas manos angelicales para repujar el cuero de las
cubiertas y cubrir la portada original con la nueva. Podría ganarse la vida con ello. Y, sin embargo, lo
único que puede ganarse es la cárcel durante años si nos llegan a descubrir. Es muy valiente nuestra
Adriana.
–Si vais a seguir echándome flores, decídemelo para buscar un florero, ¿vale?
–No te molestes, sabes que admiramos mucho tu valor y tu empuje –continuó su madre–, en gran parte
el
alma de este proyecto eres tú pues ni tan siquiera podríamos haber empezado de no haber sido por tu
–En la parte de atrás de la biblioteca había un pequeño cuarto que acomodamos para poder trabajar las
cubiertas de los libros –señaló Adriana cambiando el tono de la conversación–. Allí fuimos poniendo la
Ambos se encaminaron hacia la puerta trasera de la biblioteca y los tres amigos permanecieron en
Estaban a punto de salir por la puerta cuando Manuel escuchó un ruido sordo en el pasillo.
–¿Has oído? Escuché como pasos fuera. ¿Alguien más sabe de este escondite?
–Aparte de ti, nadie. A no ser que tus amigos hayan vuelto a sus aposentos reales –bromeó Adriana.
–No, no era arriba, era un ruido de pasos aquí fuera, en el pasillo. ¿De verdad no has oído nada?
–Olvídalo, debe de ser tu imaginación o los gatos que están jugando en el corredor. ¿No será que el
Manuel se dejó llevar de la mano de Adriana hacia el taller, pero no pudo evitar seguir dándole vueltas
al ruido que había escuchado en el corredor. El ruido era innegablemente de pasos y si no habían sido
los
La noche se había cerrado y una lluvia mansa había empezado a caer sobre las plantas del patio interior
que rezumaba en la oscuridad el aliento de una selva confinada. Al otro lado de los cristales, esquivando
las luces del exterior, una sombra se pegaba sigilosa a la pared del corredor.
9-EL FURTIVO
1936
A veces, el azar te ofrece sorpresas inesperadas que te cambian la vida. Cuando estás buscando el botón
encuentras el ojal y resulta que el ojal era justo lo que tanto tiempo llevabas intentando encontrar y que
Desde que desaparecieron Hilario e Isabel de la majada, el grupo del comandante Merino andaba
cabizbajo y de mal humor. Pasaban los días en el monte intentando encontrar alguna pieza para comer,
pero la caza escaseaba en esa época. Los lazos que construían en las salidas de los pedregales para
atrapar conejos aparecían vacíos o rapiñados por algún zorro y los escasos ciervos y jabalíes que
quedaban en el monte parecían haber buscado refugio en otros montes, pues cada vez se divisaban
menos.
Necesitaban bajar al pueblo para conseguir alimentos y ropa: el invierno se acercaba con pasos
agigantados y las noches se iban volviendo frías y húmedas. Sin embargo, sabían que tenían que ser
especialmente cuidadosos, la Guardia debía de estar esperándolos y tendrían a Hilario y a Isabel bajo
continua vigilancia para atraparlos tan pronto intentaran ponerse en contacto con ellos. Los conocían
bien, sabían quiénes eran y tenían a sus familias amenazadas. Los conocían a todos, excepto a Octavio
que, por su condición de prófugo, podía pasar inadvertido en los alrededores. Debía ser él quien bajara,
por lo tanto. No había otra opción. A pesar del terror que le producía la posibilidad de cruzarse con los
Guardias debía aceptar la encomienda. Se lo debía a los pastores que le habían salvado la vida. No
podía negarse.
Aquella noche se reunieron alrededor de una fogata en el interior de uno de los chozos. Rumiaron los
últimos trozos de tasajo y compartieron el vino agrio que les quedaba. Le dieron las instrucciones a
Octavio de lo que debía hacer. Saldría esa misma noche, no había tiempo que perder. Lo acompañarían
hasta la línea del bosque para evitar posibles encuentros desagradables o la posible pérdida en el
laberinto de caminos abiertos por los jabalíes. Al llegar a los campos de trigales debería continuar en
solitario; un amplio camino de tierra le conduciría, rodeando los montes, hasta las afueras del pueblo.
Debía procurar no ser visto y, si lo era, actuar con naturalidad. Se haría pasar por tratante de ganado y
buscaría la casa de Hilario. Cuando la hallase, tendría que hablar en clave; nunca se sabe cuándo hay
espías o vecinos malintencionados escuchando tras las puertas. Le ofrecería comprarle tres ovejas,
Hilario entendería. Al día siguiente saldría bien de mañana y volvería por el mismo camino asegurándose
de que nadie le siguiera. Si era sorprendido, debía enfilar el camino hacia Mérida, alejándolos de los
maquis e intentándolo de nuevo una vez estuviera seguro de que nadie lo seguía. También le debía dejar
dos cartas, una para Hilario y otra para Isabel. Aunque las cartas estaban escritas en lenguaje cifrado, si
–Si la guardia civil descubre el engaño, intentarán sacarte información –añadió Merino–, te preguntarán
por nuestro escondite, intentarán obligarte a que les lleves hasta nosotros. Te torturarán, lo sabes
¿verdad?
Octavio perdió la mirada entre las llamas y recuperó todos los horrores que pensaba haber olvidado.
–Confiamos en ti, furtivo –Merino puso una mano enorme en el hombro de Octavio–. Todo saldrá bien,
ya
verás.
Hicieron el camino en silencio hasta la salida del bosque. Delante de ellos se abría el enorme llano con
los restos de la paja cortada al final del verano. El sol había quemado los rastrojos y la lluvia había
abierto cicatrices en la tierra dándole un aspecto triste, de mendigo sin afeitar. Octavio abrazó a sus
compañeros y enfiló por un camino ancho y minado de charcos. No sabía si los volvería a ver.
El pueblo se arrellanaba a la sombra de un castillo desvencijado que en otro tiempo sirviera de baluarte
contra los árabes. Había pertenecido a la ilustre familia de los Figueroa, duques de Feria y era solo uno
de los muchos que se alineaban a lo largo de la sierra de Monsalud (Nogales, Salvatierra, Salvaleón,
Feria, Burguillos…) creando un cerco difícil de cruzar, ya que desde lo alto de la torre del homenaje de
un castillo podía divisarse el siguiente, cualquier intento de acercarse a uno de los castillos era
formar un ejército poderoso que rechazase el intento de conquista de los invasores. En esa capacidad de
comunicación rápida se fundamentaba el éxito del sistema defensivo castellano. Desde un otero,
Octavio
veía algunas luces todavía encendidas y se preguntaba si una de ellas correspondería a la casa de Hilario
e Isabel.
Entró en el pueblo por una ancha cañada que comunicaba con las primeras casas del pueblo,
generalmente pajares y establos desde donde algún mastín le amenazaba. Siguiendo las indicaciones de
Merino llegó al inicio de una calle empedrada que serpenteaba hacia la iglesia. Una casa encalada con
una imagen del Cristo del Gran Poder en chapa sobre su puerta le indicaba que era la residencia que
buscaba. Se paró frente a la puerta e intentó escuchar algo que le confirmase lo que estaba buscando,
pero no oyó nada. Llamó a la puerta golpeando con los nudillos; primero suavemente y después un poco
Octavio miró a su alrededor asegurándose de que nadie lo había visto y esperó a que abriesen.
Una mujer joven con cara de sorpresa le abrió la contrapuerta. Era Isabel.
–Soy el tratante de ganado. Vengo a buscar las ovejas –mintió Octavio intentando que el tono de voz no
le
delatara.
–Pase usted –Isabel le abrió la puerta y lo dejó pasar como si se tratara de un desconocido–. Mi padre
está dentro.
La casa era pequeña, pero confortable. El pasillo, de tierra batida, se alargaba hasta lo que parecía ser
una salida al patio. Isabel lo condujo hasta una pieza al fondo a la izquierda donde se encontraba Hilario
Hilario lo invitó a sentarse junto a él y pidió a Isabel que trajera un plato con guiso caliente que Octavio
–Merino me mandó venir a buscar comida y ropa. Me dio unas cartas para ti y para Isabel.
A Isabel se le iluminó la mirada y se acercó diligente a recoger el papel que Octavio le ofrecía. Se sentó
junto al fuego y leyó detenidamente. Los ojos se le inflamaron mientras leía. Hilario le contó lo sucedido
–Tienes que tener mucho cuidado, los Guardias nos vigilan día y noche. Esperan que Merino venga para
–Aquel día llegaron y destruyeron todo –recordó Hilario–. Se llevaron las ovejas y las cabras y mataron
al pobre Bartolo. Estaban como locos. Querían saber el refugio de Merino a como diese lugar. Pensaban
que nosotros lo conoceríamos. Me golpearon con la mano, luego con el puño y, cuando se cansaron, me
golpearon con la culata del fusil. Como vieron que no hablaba, amenazaron con ultrajar a Isabel.
Afortunadamente yo no sabía dónde se escondía Merino, pues de lo contrario, creo que habría
terminado
el ganado y prendieron fuego a los chozos. Tuvimos que volvernos al pueblo. No había nada que
pudiéramos hacer allí. Ahora sabemos que estamos vigilados, pero, al menos, sobrevivimos. No nos
–Lo sabemos. Dile a Merino que lleve cuidado. Tiene al ejército detrás y se rumorea que piensan dar una
–La cosa está cada vez más difícil, pero nos las arreglaremos. Ahora tengo que irme. No quisiera
poneros en peligro.
–Mejor espera a que sea más tarde y no haya nadie en las calles. Si te vieran salir de la casa levantarías
sospechas.
–Ah, es cierto, se me olvidaba. Esto te interesa especialmente a ti, furtivo. Es con relación a tu familia.
Octavio alzó la cabeza como accionada por un resorte. –Mi familia ¿es que sabéis algo de ella?
–Bueno, no es nada seguro, pero pensamos que pueda ayudarte –continuó Isabel–. Antonia es una
buena
amiga, una camarada, ¿sabes? Su marido fue abatido en el frente y a ella la apresaron y estuvo un
tiempo
encerrada. Allí conoció a otras mujeres que sufrieron la misma suerte que ella y, al parecer, conoció a
una mujer llamada Ángela que tiene mucho parecido con tu esposa, según me la describiste, y con la
–No sé, no lo creo, es muy peligroso. Recuerda que salió hace poco de presidio y su marido fue
combatiente republicano. Es vigilada continuamente por los Guardias. Además, nos contó todo lo que
sabía. Al parecer, salió por las mismas fechas que ella y le contó que tenía pensado refugiarse en un
pueblo cercano, en la casa de unos tíos que la acogerían. Sus padres no quisieron saber de ella por andar
con un republicano. Según decía, se avergonzaban de ella. Si la información fuera cierta, tal vez
podríamos conseguir más noticias: dónde vive, la calle, la casa y ayudarte a encontrarla.
Octavio revivió en unos instantes las angustias de Ángela ante la negativa de sus padres de relacionarse
con un republicano. Nunca pensó que pudieran llegar hasta el punto de renegar de ella, de negarle el
apoyo a una hija ante una situación tan desesperada como la que atravesaba su mujer. Para él no era
más
que una diferencia de pensamiento, pero esa diferencia se traducía en una interpretación de la vida y de
las relaciones humanas y en unos episodios repudiables llevados a cabo por el odio y el deseo de
venganza de algunos republicanos. Recordaba a Ángela llorando mientras le explicaba las razones de sus
padres. “No se trataba solamente de que tuviera unas ideas políticas diferentes,” alegaban ellos. “Se
trata
de que es un republicano, Ángela, uno de esos parásitos que defienden el reparto de tierras para vivir a
costa de los demás, que pretenden quitarnos lo que es nuestro por derecho y donde hemos vivido toda
nuestra vida. Recuerda lo que le hicieron a tus tíos: llegaron al cortijo en la noche, los sacaron de la
cama sin más explicaciones que los empujones y gritando que ahora esas tierras pertenecían al pueblo y
ellos no tenían derecho a vivir allí. Les obligaron a servirles la comida que tenían guardada en la
despensa para los tiempos malos que se avecinaban… en su propia mesa, Ángela, como si fuesen
de ultrajar a tu prima. ¿Es eso lo que quieres para tu familia? ¿Cómo vas a criar a tus hijos con un
hombre
que defiende quemar las iglesias y matar a los curas? Tienes que abrir los ojos, Ángela, tienes que ver el
monstruo con el que te quieres casar.” Octavio recordaba la expresión de angustia de Ángela explicando
Los padres de Ángela nunca entendieron que defender ideas republicanas no significaba estar de
acuerdo
completamente con la Reforma ni, mucho menos, ser ateo y matar curas. Dentro de los republicanos
había
muy diferentes posturas, pero solo se conocían las más radicales. ¿Por qué no podían ver sus padres que
con lo que él estaba de acuerdo era con un reparto equitativo de los bienes de producción y que los
obreros pudieran disfrutar del fruto de su trabajo sin ser explotados por el patrón? Es fácil de entender
para cualquiera que no sea patrón, pero los padres de Ángela eran terratenientes, así que no lo
entenderían nunca; de hecho, no les interesaba entenderlo. Pero qué podía importar ahora eso. Lo
importante era que estaba cerca y podía reunirse con ella. Octavio durmió esa noche pensando en su
mujer y creyó sentir algunas sensaciones que había perdido hacía tiempo: la emoción placentera de vivir
una vida normal con su esposa, trabajando para poder llevar comida a su casa.
Esa madrugada lo despertó el chirrido de la puerta al abrirse. Entre penumbras entrevió a Hilario e
Isabel alumbrados por una palmatoria. Venían acompañados de un hombre y a pesar de que la luz era
muy
tenue, el uniforme verde aceituna y el brillo del tricornio en la mano le indicaron que se trataba de un
guardia civil.
La primera intención de Octavio fue la de huir. Se sentía traicionado por los pastores. Aquel guardia civil
probablemente había sido avisado y entraba a apresarlo; la casa estaría rodeada y estarían esperando a
que intentara huir para abatirlo a tiros y justificar su muerte en el intento de escapar. El terror lo había
paralizado. Miraba la ropa oscura y bien planchada del Guardia que contrastaba con los harapos de los
–No te asustes, Octavio. Gabriel es un amigo. Él sabe de tu familia y puede ayudarte a encontrarla.
Los ojos de Octavio no parpadeaban. No daba crédito a sus oídos y todavía parecía debatirse entre creer
–Gabriel es hermano de la amiga que te comentamos. La que estuvo en presidio con Ángela –añadió
Isabel.
–Mi hermana es vigilada continuamente. Sería una locura tanto para ella como para usted que llegara a
esta casa. Los militares la vigilan día y noche, pero yo puedo moverme con libertad, de mí no desconfían
La actitud de Octavio se fue relajando al pensar en la posibilidad de ver a su querida Ángela. El hombre
–Mi hermana sufrió mucho en presidio. La encerraron injustamente, solamente por estar casada con un
republicano, pero ella no hizo nada; ella no entiende nada de republicanos y nacionales, solo de cuidar a
sus hijos, cocinar y limpiar la casa. Yo soy nacional, como puede imaginar por este uniforme, pero hay
cosas que son injustas vengan de donde vengan y encerrar a mujeres simplemente por estar casadas
con
republicanos, no me parece que habla bien de nadie.
–Ella compartió celda con una mujer llamada Ángela, de un pueblo de Cáceres, hija de un hacendado
franquista que apoyó con dineros e influencia la causa nacionalista. Pensamos que muy bien podría
tratarse de su esposa. Ella le contó a mi hermana que su esposo era maestro en las Misiones
Pedagógicas.
–Tenía una hija, sí, pero no sabría decirle el nombre. Me parece que las posibilidades de que sea su
esposa son muy altas, pero siempre hay un margen de riesgo. Puede que no se trate de ella. Eso tendrá
–Por supuesto –añadió Octavio–, y se lo agradezco enormemente –Octavio se había puesto de pie y
apoyaba una mano en el hombro del Guardia–. Entiendo el riesgo que corre al venir aquí a hablar
–Bien –cortó el Guardia–. La mujer de la que hablo vive en un pueblo cercano a este, a unas doce leguas.
Su padre intercedió para que la sacaran de prisión, pero no aceptó refugiarla en su casa; la
desheredaron
y rechazaron. Encontró refugio para ella y su hija en la casa de unos parientes. De esto hace meses, no
Octavio partió esa misma noche. Le dieron un talego con comida que se terció sobre el pecho y salió a
buen paso hacia el monte. Quería terminar su trabajo y emprender la marcha en busca de su esposa e
hija.
El cielo era una lámina de cobre en el occidente cuando dejó las últimas casas del pueblo y se adentró
en
el camino enfangado. El bronce monótono de las campanas de la iglesia le despidió. Se iba con una
esperanza que le devolvía el valor y la razón de existir; con suerte pronto estaría con sus seres queridos
y
El cuarto donde Adriana preparaba las cubiertas de los libros había sido en tiempos más felices la
cocina del caserón y todavía sus paredes parecían rezumar aromas de comidas servidas en grandes
banquetes hacía años. Manuel paseaba la vista y creía ver las estanterías repletas con la vajilla de
porcelana, las presas de cacería colgando de ganchos junto al gran fogón donde se cocinaba un plato
espeso y condimentado sobre las trébedes, recibiendo el fuego de una hoguera de encina. Aquí y allá
liebres colgando de las patas, perdices de colores brillantes esperando a ser desplumadas, incluso algún
ciervo o jabalí a medio desollar esperaba con mirada triste a ser fileteado. El gran fogón ocupaba
todavía todo el fondo de la pieza y bajo su campana podían reunirse varias personas mientras
cocinaban.
Las mesas con el tope de mármol que entonces sirvieran para cortar verduras y deshuesar las presas
estaban ahora ocupadas por diferentes tipos de pieles y telas destinadas a cubrir y enmascarar los libros
ocultos.
Adriana miraba con detenimiento a Manuel mientras este desplegaba su imaginación sobre el cuarto.
–Es fabuloso. Toda esta casa parece un cuento de castillos medievales. La biblioteca, esta cocina
convertida en taller de encuadernación... parece un mundo tan lejano y sin embargo está justo ahí, al
lado
de tu casa y de la mía, escondida en su riqueza monumental y ajena a la miseria que la rodea. ¿No te
parece increíble?
–Sí, es increíble –respondió burlonamente Adriana acercándose a Manuel y cogiéndole por las manos–,
–Es verdad –despertó Manuel sintiendo que el pulso se le aceleraba y el corazón le daba un vuelco–,
vinimos a ver tu trabajo. Explícame cómo lo haces, por favor… ¿estas son las pieles que usas en las
cubiertas?
Adriana acercó su cara a la de Manuel y se quedó fijamente mirando sus ojos. Podía sentir la respiración
acelerada del muchacho, pero eso no la hizo retroceder. Al contrario, acercó sus labios a los de él y
esperó a que él actuase. Manuel no sabía qué hacer. Nunca había estado en una situación similar ni
había
besado a ninguna chica. A pesar de su deseo de besarla, le producía pánico no saber hacerlo bien y
quedar como un tonto. Lentamente se acercó y rozó con sus labios los de Adriana. Los sintió dulces y
suaves, creyó marearse con el aroma de su cabello y el roce de su piel. Se separaron y se miraron
brevemente a los ojos. En ese segundo, que le pareció infinito, se vio reflejado en los ojos de la chica, se
vio con ella y en ella, no durante un segundo o un año, sino durante toda su vida; dejándose reflejar
como
en un sueño. Dejó que su mano reposara en la cintura y bajo el traje sencillo de Adriana pudo sentir su
piel tersa y suave. La atrajo dulcemente hacia él y volvió a besarla; esta vez con un poco más de presión,
sintiendo sus labios, atreviéndose apenas a pellizcar con los dientes la pulpa de sus labios, tocando
apenas la punta de su lengua. Si este era el premio que recibía por las heridas de la batalla, ahora
entendía que el Guerrero del Antifaz estuviera en continuas batallas. Por un momento pensó en las
escenas finales del cómic, pero enseguida se olvidó para disfrutar del momento. Se oían ruidos fuera,
Cuando se separaron, Manuel sentía que conocía a Adriana de toda la vida, como si siempre hubieran
estado juntos, como si nada nuevo hubiera ocurrido en esa noche. Se sentaron sobre una de las mesas
de
mármol.
–Así que esto es lo que hace a los hombres buscar a sus mujeres por medio mundo y no descansar hasta
–Efectivamente, esto es. Y lo que hace que una mujer espere a su hombre durante media vida –contestó
–Esto es lo que llevó a tu padre a buscar a tu madre en este pueblo perdido. ¿La encontró con facilidad?
–Nada ha sido fácil para mis padres. Cuando se despidió de Hilario e Isabel, mi padre regresó hasta la
majada dando vueltas por el monte y asegurándose de que nadie le seguía. Tuvo que esperar un día en
el
chozo mientras los hombres del comandante Merino comprobaban que no había ninguna trampa. Les
entregó la comida y las cartas y al día siguiente se encaminó hacia el lugar que le habían indicado. No
estaba muy lejos; a un par de jornadas de camino, pero en su corazón sentía que le separaba un abismo.
Cuando regresaron al salón, los demás los estaban esperando. Se habían ordenado como si estuviesen
posando para una fotografía, uno de esos daguerrotipos antiguos que reproducían imágenes en color
sepia
lo cual ayudaba a envejecer a sus modelos. Sentados en un chiffonnier, Octavio y Ángela estaban
cogidos de manos y esperando atentos el imaginario fogonazo. A sus espaldas, don José y el señor
Braulio apoyaban sus manos en el respaldo del mueble y miraban a los recién llegados con austeridad.
–¿Qué ocurre? ¿Estamos esperando la llegada de alguien importante? ¿Hay alguna otra sorpresa que
me
Adriana tomó asiento al lado de la pareja y cruzó las manos en ademán de pose fotográfica. Don José le
ofreció con un gesto el asiento frente a ellos. Dudó un segundo y obedeció. No sabía si iba a ser juzgado
o premiado. Miró a su alrededor en busca del fotógrafo con la cabeza hundida en un trapo negro y
–Querido Manuel –comenzó don José cortésmente–, a pesar de que para ti nuestro encuentro parezca
fortuito y empieces a conocernos, queremos que sepas que nada en el proceso que culmina en esta
noche
ha sido dejado al azar y que, por lo tanto, nosotros te conocemos desde hace mucho tiempo y sabemos
tus
virtudes y debilidades.
Por las palabras del maestro, Manuel se inclinó a pensar que estaba siendo juzgado.
–Es por eso que te hemos traído hasta aquí y te hemos abierto nuestro corazón y tratado como uno de
nosotros.
–También es por tus cualidades que hemos pensado en ti para llevar a cabo un proyecto de enorme
–Como bien sabes –continuó ahora la voz arratonada de don Braulio–, nuestras facultades físicas están
un
poco… ¿cómo diría?... deterioradas; eso es. Somos viejos, cojos, débiles… el tiempo y el sedentarismo
nos han postrado en una situación poco favorable físicamente por lo que, a pesar de ser plenamente
funcionales para llevar a cabo aventuras intelectuales, no lo somos tanto para las físicas.
–Creo que deberíamos cortar los rodeos y explicarle a nuestro amigo lo que necesitamos de él –cortó
Octavio.
–Mi padre lleva casi veinte años encerrado en esta mazmorra. Aunque sea un palacio, la falta de libertad
deprime a cualquiera y no deja de ser una prisión. Tal vez una prisión de lujo, pero prisión al fin y al
cabo. Por otra parte, no podemos descartar la posibilidad de que los vecinos se entere y lo denuncien a
las autoridades. Si llegasen a hacer un registro sería el final de la biblioteca y, en el peor de los casos, de
la escasa libertad de mi padre. Por ello, hace tiempo que venimos considerando la posibilidad de sacarlo
de aquí.
–Pero eso es muy peligroso. Ustedes mismos han confesado que las carreteras están repletas de policías
–añadió Octavio mirando a su esposa– pero creemos que el riesgo merece la pena si la recompensa es la
libertad. Lo hemos sopesado muchas veces, hemos contemplado las diferentes posibilidades y estamos
seguros de que es la mejor opción. No podemos seguir esperando una amnistía que nunca llegará o que
solo sirve para sacar topos de sus cuevas y fusilarlos como ocurrió en el 45.
–Todo eso me parece muy bien –dijo Manuel–, pero ¿qué puedo hacer yo al respecto?
–Existe un núcleo de resistencia con el que mantenemos contacto esporádico –explicó Octavio–. Son
unos cuantos maquis que sobrevivieron a la represión de aquellos años y viven disfrazados de personas
normales: tenderos, panaderos, peones agrícolas… con identificación falsa y vidas ocultas en la
monotonía, en pueblos anónimos, esperando tiempos mejores en los que poder organizar la resistencia
y
acabar con el dictador. Ellos pueden conseguir pasaportes e identificaciones falsas que me permitan
salir
del país, pero haría falta reunirse con ellos, encontrarse en un lugar seguro y perdido donde no llegue
nadie ni puedan sospechar y así, hacernos con esos documentos. Es la parte más complicada; después
puedo viajar a Portugal o Francia y, de allí, saltar a Puerto Rico donde hay un grupo importante de
exiliados españoles que me recibirían como a un compañero. Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas,
incluso María Zambrano, la filósofa con quien colaboré en las Misiones Pedagógicas. Según me cuentan,
el rector de la Universidad de Puerto Rico, Jaime Benítez está colaborando con el Gobierno en el exilio
contratando profesionales para su institución. Sería volver a vivir de verdad, tener libertad, respirar el
aire libre, poder decir a la gente mi nombre sin temor a ser acusado, perseguido, juzgado, condenado.
No
–Eres la persona idónea, Manuel –añadió Adriana–. Eres valiente y fuerte; ágil e inteligente. Además, no
La oferta no pareció animar mucho al muchacho, incluso con el aliciente de la compañía. El no sentía esa
confianza que sus amigos le atribuían y no conocía nada del complejo mundo de maquis, topos, rebeldes
y toda esa jerigonza que venía a conocer en ese momento. Tomó aire pesadamente.
Todos se miraron con aire consternado sin hablar. La carcoma aprovechó el silencio para hacerse notar
CUARTA PARTE:
EL ÚLTIMO COMBATE DE
1-EL CAMINO
Oculto tras la ventana, Manuel podía ver un camión cargándose de cajas de fruta bajo la luz mortecina
de
una farola. Un hombre con un tonel por barriga subía las cajas mientras los brazos musculosos de otro,
que no alcanzaba a ver claramente, las recogía y las apilaba unas encima de otras, todas bien ordenadas
bajo el toldo de lona que cubría la fruta de la lluvia. En su trabajo silencioso, ordenado, se aseguraban
de
dejar un estrecho pasillo para poder salir y ¿cómo no? para permitir la entrada de los chicos que irían
escondidos entre la mercancía en un hueco dejado para tal menester. Comenzaba a llover.
Cuando hubieron terminado regresaron a la cabina y encendieron el motor que ronroneaba despidiendo
una leve nube de humo blanco por el tubo de escape. Esperaron durante unos minutos hasta que
sintieron
que alguien saltaba en el interior y se escondía entre las cajas. El conductor acomodó su enorme barriga
bajo el volante e introdujo con esfuerzo una velocidad. El camión dio un saltito, como si le hubieran
hecho cosquillas en las bielas e inició una marcha lenta trastabillando sobre los adoquines. En la parte
de
atrás, el olor dulzón de la fruta madura se mezclaba con el olor acre del gasóleo. Los ojos de Manuel
–Me temo que ya es demasiado tarde para otras opciones. Este trasto viejo no parece que tenga marcha
atrás.
El hueco que ocupaba Adriana parecía haber sido hecho pensando en el laberinto de Creta. Daba varias
vueltas y al final estaba ella. Manuel se acercó y se sentó a su lado. El perfume de su pelo se unió ahora
–Lo siento.
–Oh, no te preocupes. A veces es bueno no tener a alguien que se preocupe por dónde estás ni adónde
vas. ¿Puedo saber ahora adónde vamos? –preguntó limpiando un melocotón y llevándoselo a la boca.
–Por supuesto. Ahora puedo decírtelo ya que estás metido en este asunto hasta el tuétano; tendrás que
perdonar nuestra cautela. No podíamos revelártelo por tu propia seguridad. Si alguien se hubiera
–Tal vez al principio –rio Adriana mirándolo a los ojos–, pero te aseguro que después de un tiempo la
soledad se vuelve monótona y deprimente. Pues bien, nos dirigimos a un antiguo hospital de
tuberculosos.
–Bonito lugar.
–Se llama “Las Pollatas”. Es un lugar abandonado y bastante lúgubre en lo alto de un monte. Es el lugar
perfecto para curarse de una enfermedad de los pulmones: el aire es puro, no hay distracciones ni
posibilidades de contaminar a nadie. También es perfecto para pasar inadvertido. Nadie va a ese lugar.
Al igual que el caserón de los Aguilar, está plagado de fantasmas; en este caso los fantasmas de los
–No, no he ido nunca. A menos que sea absolutamente imprescindible, no frecuento ese tipo de lugares,
pero tengo memorizado el plano del edificio, así que estoy segura de que no nos perderemos en el
–Estos dos gorilas al menos nos protegerán si sale algún fantasma con malas intenciones –comentó
–Ni lo sueñes. Esos dos no saben nada de nada. Su función es llevarnos hasta el portalón de la finca y
–El edificio fue adquirido junto con la finca por un terrateniente del lugar cuando cayó en desuso y
anexionó la finca a la suya sin tan siquiera preocuparse por limpiar el caserón. Tapió las puertas y
ventanas y dejó encerrados muebles, recuerdos, fantasmas y virus. Hoy solamente se acercan al hospital
las ovejas y algún que otro mastín buscando la sombra de sus muros.
–Y, si están tapiadas todas las puertas y ventanas, ¿cómo tendremos acceso nosotros?
–Nuestros contactos deben abrir un paso en una ventana de la torre del ala este, el resto, como te dije,
es
un laberinto de pasillos y salas que llevo en mi mente tatuado. No te preocupes por eso. Una vez los
encontremos es cuestión de minutos. Ellos nos entregarán una bolsa con los documentos y saldremos
por
el mismo lugar que entramos. Volvemos a la carretera donde nos dejará el camión y andamos un par de
kilómetros por un camino paralelo hasta llegar al punto donde debe de estar el camión esperándonos.
Los
contactos esperarán una hora para salir del hospital evitando así levantar sospechas y para servirnos de
guardaespaldas en caso de que ocurriese cualquier eventualidad. Como puedes ver, está todo bajo
control.
–Al menos en teoría. Esperemos que todo salga como está previsto y mañana estemos celebrando el
éxito
beneficio de la duda. Ya verás que todo sale bien. Ven aquí, abrázame y disfruta el viaje.
Después de todo –pensó Manuel– la aventura le permitía estar cerca de Adriana y eso valía la pena los
riesgos que debía pasar. Pensó en el Guerrero del Antifaz y los riesgos que enfrentaba continuamente
para ganarse el amor de Ana María. Al parecer así era la vida: el que algo quiere, algo le cuesta.
El camión cogió cierta velocidad y el ruido del motor reveló que habían salido del pueblo y se
adentraban en una carretera comarcal. Por entre las rendijas veían alejarse entre la lluvia las pocas luces
El continuo saltar del camión tenía cierto aliciente para nuestros héroes que sentían como sus cuerpos
se
acercaban más con cada hoyo que no lograba esquivar. Se estaba cómodo en aquel trasto después de
todo: era cálido y el olor de la fruta le daba un aire de selva tropical a lo cual se añadía el encanto del
aroma del cabello de Adriana y la suavidad de sus manos. Muy parecido al Paraíso terrenal, con
manzana
incluida. Manuel no tenía ningunas ganas de llegar. Sin embargo, en medio de tanta felicidad se sintió,
de
alguna manera, culpable por tenerlo todo mientras tantos compatriotas sufrían de hambre y abandono.
Pasaron por su mente, como fantasmas, los retratos colgados en el pasillo del caserón de los Aguilar.
¿Quiénes eran esos niños conservados en imágenes como insectos en formol que adornaban la galería
inferior del caserón? Si al principio había pensado que serían las víctimas del marqués, ahora que se
había develado el misterio del hechicero fraudulento no sabía qué suerte, –la imaginaba terrible–,
podían
–Estás muy pensativo. No es bueno pensar demasiado antes de entrar en acción. El pensamiento nos
resta
–Pensaba en los retratos de la galería –respondió como ausente–. Todos esos niños ¿quiénes son?
Parece
–Ah, los retratos. Les llamaban los niños de la guerra. Cuando estalló la Guerra Civil, para evitar el
sufrimiento y la muerte de miles de niños inocentes, el Gobierno de la República firmó una serie de
acuerdos con diferentes países que la apoyaban para recibir temporalmente a todos esos niños y
mantenerlos seguros hasta que terminara el conflicto. Después regresarían y se reunirían con sus
padres,
al menos con aquellos que hubieran sobrevivido a las matanzas de Franco. Conforme las tropas
franquistas se iban acercando a las ciudades, se fletaba un tren cargado de niños con destino a
diferentes
lugares de Europa y América. Muchos acabaron en Rusia, otros en Bélgica o Alemania y muchos otros
–Qué destino tan terrible tener que separarse de sus padres sin saber si los volverían a ver.
–Todo en esta guerra fue terrible, pero cuando el horror se ceba en los niños, la crueldad es aun más
espantosa. La cuestión es que se marcharon llorando, arrancados de los brazos de sus padres que les
prometían ir a buscarlos tan pronto se garantizara la paz, pero lo terrible es que la situación no se
estabilizó nunca y aún hoy día, veinte años después los niños siguen viviendo en el extranjero,
acomodados en mayor o menor medida a la nueva vida que les tocó vivir.
–Pobres chavales.
–En realidad ya dejaron de ser chavales. Algunos se fueron con seis o siete años y hoy tienen 26 o 27.
Han vivido toda su vida en otro país esperando la llegada de sus padres que nunca se dio. A veces,
algunos padres reciben cartas de ellos en las que cuentan sus infortunios. Algunos les acusan de traición
por faltar a su palabra, pero la mayoría ya se olvidó de sus padres. Tuvieron que hacerlo para poder
sobrevivir.
–Que nosotros sepamos, no. Los contactos con la España de Franco se cortaron tan pronto terminó la
guerra y después ya no había dinero para hacerlos regresar y, en muchos casos, no se conocía el
paradero
de los padres. Poco a poco se fueron olvidando de los niños de la guerra. En Rusia el gobierno los
destinó a las estepas heladas de Siberia para poblar esa zona desierta. En Méjico les llaman “Los niños
de Morelia” porque estuvieron destinados en esa ciudad. El gobierno de Lázaro Cárdenas los acogió con
bandas de música y construyeron una ciudad para ellos con escuelas y talleres donde podían aprender
diferentes oficios con los que ganarse la vida cuando salieran a la vida real, pero, como en los otros
casos, el dinero se acabó y los gobiernos que le sucedieron se olvidaron del asunto.
Cuando las tropas se acercaron a Cáceres, el gobierno municipal fletó un tren. Mi padre estuvo allí el día
de la salida. A los niños se les hacía un retrato para poder reconocerlo cuando regresaran al final de la
guerra. Por eso los niños aparecen retratados con esa seriedad de adultos tan ajena a los niños de su
edad. En algunos casos era imposible que dejaran de llorar para tomarles la foto y aparecen
desfigurados
por el llanto, imposibles de reconocer. De todas maneras, como sabes, no hicieron falta los retratos
porque nunca regresaron. Ya sabes que mi padre está obsesionado con homenajear a todos los que
sufren
así que se le ocurrió la idea de cubrir las paredes de la galería con los retratos de los niños de la guerra
–¿Sabes? Hay algo que no acabo de entender y es ese conocimiento que tenéis de todo lo que ocurre
dentro y fuera de España ¿Cómo podéis tener toda esa información? Parece que tuvieseis contactos en
todo el mundo.
–De alguna manera, todos los exiliados estamos en contacto, a pesar de los medios de represión del
gobierno franquista. Hay compañeros que arriesgan sus vidas para confeccionar un periódico que hacen
llegar a todos los interesados y donde nos ponen al corriente de lo que le ocurre a los hermanos
republicanos dentro y fuera de España. De hecho, las fotos nos las hicieron llegar ellos, pues las iban a
quemar para evitar posibles represalias sobre los padres. Mi padre pidió que se las dieran para construir
ese altar a la memoria de los niños. Por eso te decía que, aunque parezca que estamos solos, estamos
todos juntos y esa fuerza nos ha de servir para sacar algún día al tirano de España.
–Ojalá así sea. ¿Es a través de esos republicanos que tu padre piensa salir del país e instalarse fuera?
–Sí. Como te comentó mi padre, piensa salir a Portugal o a Francia y, desde allí, viajar en barco a Puerto
Rico. Allí el grupo de exiliados que se encargan de recibir y dar acogida a los huidos del régimen de
Franco les ayudan en tanto se independizan económicamente. Mi padre podría dar clases en algún
–Y ¿vosotras?, ¿tu madre y tú?, ¿qué pensáis hacer? –la voz de Manuel se debilitó momentáneamente
al
–Nosotras esperaremos un tiempo hasta que mi padre se instale y consiga un lugar adecuado para los
tres… pero hasta eso falta todavía mucho tiempo –Adriana reposó su cabeza en el pecho de Manuel.
–Claro… tal vez –Manuel nunca había considerado vivir en ningún otro lugar que no fuera su pueblo y
mucho menos fuera de España, pero lamentaba la posibilidad de perder a Adriana por la que, a pesar de
llevar poco tiempo con ella, sentía un profundo sentimiento de amistad y de la que, aunque le costaba
El camión comenzó a detenerse y por los saltos sintieron que salía de la carretera para adentrarse por
un
camino. Al poco tiempo el camión paró y se mantuvo ronroneando. Habían llegado a su destino. Afuera
la lluvia había cesado, pero el camino aparecía encharcado y le daba a la noche un aspecto tétrico y
desapacible. A pesar de ello, los muchachos se cerraron los impermeables, se calaron la gorra y saltaron
fuera. En pocos minutos la noche se los tragó como si fuera la boca de un lobo.
El barro del camino se pegaba a los zapatos de los muchachos dificultándoles la marcha. Tras unos
minutos llegaron a la reja que impedía la entrada a la finca del hospital. Un enorme cerrojo la traspasaba
de parte a parte y bajo las letras forjadas en hierro con el nombre de la institución aparecía un letrero
Prohibido el paso
Camino particular
La luna se abrió paso trabajosamente entre las nubes y dejó ver, a lo lejos, montado sobre un otero el
corpachón descascarado del hospital de tuberculosos. Manuel miró a Adriana buscando indicaciones.
Ella le señaló una dirección y ella fue en la opuesta intentando encontrar un paso abierto en la cerca. Lo
encontraron a unos metros, junto a una carrasca. Alguien parecía haber aprovechado el tronco leñoso y
arrugado del árbol para alcanzar la parte alta y la habían reducido de manera que no resultaba muy
difícil
El camino aparecía ribeteado de retamas y monte bajo. Olía a campo fresco y a lo lejos, se oía el balido
lastimero de un cordero buscando a su madre y el tintineo pesado de los cencerros. Probablemente
habría
mastines, así que debían andar con cuidado para no despertarlos. Manuel sabía que los lobos, para
evitar
que los mastines los huelan, caminan en contra del viento, así que decidió seguir esta técnica. Dieron
una
vuelta para ponerse frente al viento y subieron monte arriba buscando el edificio. Todavía tuvieron que
dar un rodeo al llegar a las cercanías del hospital para evitar pasar cerca del aprisco donde se guardaban
las ovejas, pero tras un recodo se toparon de golpe con la silueta siniestra del hospital.
El edificio parecía más una estructura defensiva que un hospital. Tenía al frente un torreón coronado
por
almenas y torres de vigilancia como si estuvieran esperando el ataque de algún enemigo invisible. Al
frente, dos palmeras daban un toque de color a la monotonía gris del edificio. Al acercarse sintieron un
ruido en lo alto: era una cigüeña que había hecho su nido en lo alto de una de las garitas y montaba
guardia desde arriba. Junto a la garita, una gárgola en forma de ave de piedra les amedrentaba con las
alas abiertas y el pico amenazador. La luna se acabó de ocultar tras unas nubes.
–Vamos, no te dejes impresionar por las apariencias, es un edificio abandonado, nada más.
–Busquemos una ventana abierta o rota por donde podamos entrar. Tú ve por allí y yo iré por este lado,
el
primero que encuentre algo abierto llama al otro con un sonido de búho. ¿De acuerdo?
Vio a Adriana alejarse y perderse en la oscuridad y se enfrentó a la mole con aspecto resignado.
La primera ventana a la que se acercó estaba cerrada. Empujó intentando forzarla, pero era imposible.
Juntó sus manos y pegó la cara al cristal intentando ver en su interior. Lo que vio no lo tranquilizó
mucho.
Una enorme sala se entreveía gracias a la luz que llegaba desde lo alto de una escalera. Había camas de
metal por todos lados. Algunas acumulaban varios colchones viejos y desbaratados y podía olerse desde
el exterior el hedor de la medicina vieja y la podredumbre de la pieza. Creyó ver algo al final del salón,
un celaje rápido, una figura cubierta con sábana que hubiera atravesado el extremo izquierdo. La sangre
se le congeló, pero no pudo dejar de mirar a través del cristal intentando descifrar si había sido su
imaginación que le jugaba una mala pasada. Se armó de coraje pensando que no es cobarde aquel que
De repente sintió una mano en su hombro y no pudo evitar saltar hacia atrás, tropezar en unas piedras y
–Llevo media hora haciendo el búho y tú lo único que haces es mirar por la ventana sin escucharme.
¿Qué
crees que hacemos aquí?, ¿mirar el baile de los fantasmas? –la expresión de Adriana se había vuelto
seca
–Encontré una ventana abierta en la capilla. Por allí podremos entrar. Date prisa, no tenemos toda la
noche –y enfiló con decisión hacia la otra punta del sanatorio dejando atrás a Manuel todavía afectado
La capilla era una pequeña iglesia dentro del sanatorio que probablemente ofreció sus servicios a la
comunidad enferma y sirvió para despedir a aquellos que no superaron la enfermedad. Todavía
permanecían los bancos en fila mirando hacia un pequeño altar desde el cual los miraba curioso un
cristo
al que le faltaba una mano. Entraron apoyándose en una gran piedra y gateando hasta colarse por la
ventana. El suelo estaba lleno de polvo e inmundicias de palomas. Adriana sacó de su macuto un
carburo
y lo encendió. Los fantasmas parecieron esconderse de la luz tras los confesionarios. Cruzaron la capilla
y salieron a un pasillo ancho y despoblado. Al final, se divisaba la luz procedente de una escalera. Se
acercaron a ella y subieron los escalones de mármol hasta el segundo piso. Allí el aire se espesaba y las
ventanas cerradas agobiaban el ambiente. Encontraron otra escalera, esta de caracol y metálica, muy
estrecha. Subió Adriana primero con la luz y pegado a ella, sin dejar de mirar hacia atrás, Manuel. Una
–¿Crees que se presenten? –Manuel había tomado la mano de Adriana y le hablaba muy despacio al
oído.
–Claro, tienen que venir. Nunca han fallado, pero vendrán cuando estén seguros de que nadie nos ha
seguido y consideren la situación fiable.
No supieron cuánto tiempo estuvieron allí sentados a oscuras. A veces creían oír pasos junto a ellos y
esperaban atemorizados a que alguien se presentara, otras escuchaban risas apagadas en el piso bajo y
temían que subieran fantasmas. En una ocasión, Manuel vio un enfermo pasar con una sábana blanca
frente a él, tosiendo y escupiendo sangre, pero probablemente fue que se quedó dormido y lo soñó. Ya
no
estaba seguro de nada, excepto de que quería salir de ese edificio lo antes posible.
Debieron de pasar horas pues se quedaron dormidos por el cansancio y el temor, acurrucados uno junto
al
otro. Les despertó la voz profunda y seca de un hombretón que les alumbraba con un carburo.
Eran tres hombres enormes armados con fusiles que miraban constantemente a los alrededores.
–¿No han podido encontrar gente más apropiada? –sonrió el del medio que llevaba una chaqueta verde
–Sí –respondió Adriana sacando valor– yo soy su hija, Adriana, y este es Manuel.
–Muy bien, Adriana y Manuel. Yo soy el comandante Merino y estos dos son mis hombres de confianza.
–El comandante Merino, usted era el jefe de los maquis que ayudó a mi padre a encontrarnos a mi
madre
y a mí.
–Efectivamente, y tu padre nos ayudó a salir de un atolladero, así es que favor con favor se paga. Aquí
–Esta es la nueva identificación de tu padre, ahora se llamará Juan Diosdado Méndez y será agricultor.
Aquí está el pasaporte para que pueda salir del país. Que no baje la guardia. No estará seguro hasta que
no llegue a la frontera francesa, a Hendaya. Una vez allí, lo esperará alguien del Comité y le ayudará a
embarcar. Cuando esté asentado en América empezaremos el papeleo para que tu madre y tú podáis
reuniros con él, pero no os aseguro que se pueda hacer en menos de un año. En este documento están
descritos todos los pasos que debe seguir y la contraseña que debe usar cuando llegue a la frontera.
¿Alguna pregunta?
La imagen grave y austera del comandante, unida a su aura de héroe de la guerra impresionó a los
muchachos que no se atrevían a abrir sus bocas. El comandante los miró con gesto brusco.
–¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? –gruñó pasándose la mano por la barba espinosa.
–Nada, solo que me gustaría saber qué ocurrió en aquella ocasión, ya sabe, el pastor y su hija, de la que
–No te preocupes, él sabe a quién puede contarle estas historias –el comandante se sentó junto a los
muchachos y sacó una tabaquera del bolsillo interior de su chaqueta. Lio un cigarrillo y lo encendió
aspirando con intensidad. Expulsó largamente el humo y se concedió unos segundos para ordenar los
recuerdos.
–No hay historias felices en una guerra –empezó–. El que la ha vivido acaba marcado por el dolor y
dedica su vida a la venganza. Mi caso no fue una excepción. Como sabes, los guardias destruyeron la
majada de Hilario y los obligaron a huir al pueblo. Yo bajaba a veces a ver a Isabel y me refugiaba en su
casa. Empezó a convertirse en una costumbre. El pueblo lo sabía y los guardias también, pero había una
especie de acuerdo tácito, ellos no se metían en mi vida y nosotros los dejábamos en paz. Durante un
tiempo todo fue bien, pero un día quisieron darnos un escarmiento y amenazaron a Hilario con
encarcelar
a su hija si seguía protegiendo rebeldes. Era algo que no estaba dispuesto a aguantar así es que nosotros
les devolvimos la amenaza. El día siguiente amaneció el pueblo sorprendido por el dibujo que habíamos
puesto en la puerta del cuartel en el que se veía al teniente Bermúdez colgado de un pie como un
pelele.
Era una broma, todo el pueblo la rio, pero el aludido no lo soportó. Ese mismo día mandó apresar a
Hilario y a Isabel y esa misma noche atacamos el cuartel con la intención de acabar con el teniente
Bermúdez y liberar a nuestros amigos. Lo que en principio parecía sencillo se complicó por la llegada de
refuerzos. En fin, en la reyerta logramos acabar con el teniente, pero a un precio enorme pues gran
parte
de mis hombres murieron también. Los que sobrevivimos tuvimos que huir al monte de nuevo y nos
siguieron durante semanas para acabar con nosotros. Pero eso no fue lo peor. A Hilario y a Isabel los
encarcelaron por conspiración y apoyo al enemigo. Pasaron años en presidio. Finalmente supimos que
los
habían ajusticiado a ambos. Desde entonces la muerte no me asusta. Hay cosas mucho peores que
morir.
En todo caso, juré dar mi vida combatiendo al dictador y desde entonces no he hecho otra cosa. Hace ya
El comandante dio una última calada a su cigarrillo y lo tiró pasillo adelante. La brasa fue rebotando y
soltando pequeñas ascuas hasta perderse. Los fantasmas huían aterrorizados por su luz.
Se despidieron con un fuerte apretón de manos. En la mirada del comandante había rabia, pero también
nobleza y bondad.
–Salid primero vosotros y nosotros os cubriremos en caso de que hubiera cualquier situación
inesperada.
Si necesitáis cualquier cosa, ya sabéis a quién tenéis que acudir –les dijo finalmente alzando el brazo con
el puño cerrado.
–¡Salud, camaradas!
–¡Salud!
Una corriente de aire frío subía escaleras arriba como la sábana de un espíritu lleno de malos augurios.
Bajaron pisando los peldaños metálicos como si estuvieran al borde de un abismo y temieran que
alguien
les empujara. Cuando llegaron abajo buscaron la ventana por la que habían entrado, pero no
encontraron
–Estoy segura de que fue por aquí que entramos –Adriana miraba en todas direcciones como buscando
–Pero nadie ha entrado después de nosotros y dudo mucho que el comandante la haya cerrado. ¿No
nos
Adriana tomó la mano de Manuel y corrió pasillo adelante buscando la escalera de metal donde
esperaban los combatientes. Entonces los oyeron. Sonaba como un cabalgar de caballos en la oscuridad;
eran las botas con herrajes de los militares. Debían de ser muchos porque el ruido se volvió de pronto
Pero ignoraron las órdenes y siguieron corriendo. Cuando llegaron a la escalera, en vez de subir, Manuel
tiró del brazo de Adriana y la hizo seguirle. En las escaleras metálicas se oían bajar a los hombres del
comandante Merino.
Se colaron por una puerta abierta y entraron en una gran sala con techos enormes. La luna dejaba posar
su
manto de luz por las vidrieras. Estaban en la capilla. Se refugiaron en el interior de un confesionario
esperando no ser vistos. Fuera se escuchaban voces magnificadas por la bóveda y disparos como
truenos.
Los muchachos permanecieron agazapados en silencio. Manuel sentía en su brazo el corazón galopante
de
traicionado, quién podía saber de sus planes y preparar una emboscada para atraparles. ¿Era a ellos a
quienes querían atrapar o era una trampa para reducir finalmente a los rebeldes? Por su cabeza iban
desfilando, uno a uno, todos los personajes que había conocido en los últimos días y que podían estar
vinculados con la traición: don José, el señor Braulio, el propio Octavio… pero no tenía sentido culpar a
quienes estaban más interesados en que el proyecto tuviera éxito… a menos que uno de ellos fuera un
traidor, un infiltrado desde hace años que pasa información a las autoridades a cambio de la impunidad:
el señor Braulio, por ejemplo, tenía razones para colaborar con el enemigo, ¿cómo, si no, había logrado
escapar de la guerra y no ser fusilado por ello? Tal vez llegó a un acuerdo con las autoridades de pasar
información cuando se lo pidieran a cambio de vivir tranquilamente. O el propio don José, del que todo
el mundo sabía que tenía ideales republicanos y, sin embargo, ejercía su labor de maestro sin sufrir
represalias. Incluso podrían haber sido los conductores del camión que, tras dejarlos, corrieron a avisar
a la guardia civil de que algo extraño se tramaba en el sanatorio. En todo caso, eso ya importaba poco.
La
realidad es que estaban atrapados y era solo cuestión de tiempo que los encontraran y los apresaran.
Adriana lo miraba con ojos asustados preguntándose, como él, qué harían.
Fuera los disparos habían dejado de sonar y se escuchaban carreras y cuerpos arrastrados; órdenes y
conversaciones en voz alta. ¿Qué habría sido del comandante y sus hombres? ¿Los habrían matado?
¿Habría acabado el comandante su lucha contra el franquismo en ese edificio? ¿Los habrían apresado?
El sonido del herraje de las botas militares acercándose lo sacó de sus pensamientos. Una voz autoritaria
ordenaba revisar todo el edificio. Entonces escucharon una voz conocida a sus espaldas apremiándolos.
sacristía siguiéndolo. Allí se bajó una caperuza que llevaba para ocultar su rostro y pudieron
identificarlo.
–No hay tiempo para explicaciones. Ya os contaré luego. Ahora seguidme en silencio.
Tras una cortina apareció una puerta que conducía a un pasillo estrecho y lóbrego que cruzaron
corriendo. Al final, una puerta de hierro les tapaba la salida. Marcelino la empujó y esta cedió; al
parecer había pensado en todo. Salieron y volvió a echar el cerrojo poniendo un candado.
La luna había logrado deshacerse de las nubes y brillaba tímidamente sobre el campo dormido.
Corrieron
hacia el sur, buscando el resguardo del río que fluía a lo lejos. Las voces del edificio se escuchaban cada
vez más lejanas. En la ribera se alzaba un vaho de humedad y el olor de las adelfas lo inundaba todo.
Siguieron una senda hasta llegar a un edificio medio derruido al que accedieron retirando unas zarzas
que
tapaban la puerta.
Se trataba de un viejo molino de trigo abandonado, pero que conservaba la habitación central y el
sistema
de moler. Se sentaron en el banco que hacía las veces de camastro y recuperaron el aliento. Apenas se
veían las caras, pero los ojos de Adriana y Manuel estaban fijos en los de Marcelino.
–Así que fuiste tú quien dio el aviso a la guardia civil –rompió el silencio Manuel.
–Sí, fui yo, lo reconozco y no penséis que me arrepiento. Hice lo que debía hacer.
–Yo lo vi todo. Vosotros pensáis que lo sabéis todo, que lo controláis todo y podéis burlar a las
autoridades y por eso os odia la gente. Pero nosotros somos como hormigas, hurgamos el pan día a día,
poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, y con el tiempo logramos lo que queremos.
–Déjate de historias de hormigas –le gritó Manuel– y dinos cómo te pudiste enterar de nuestra trama.
–Os seguí en el palacio. Sois muy poco precavidos y vais dejando puertas abiertas. Es fácil seguiros y
Entonces recordó Manuel los ruidos en el piso alto cuando estaban en la biblioteca que achacaron a los
gatos o al viento y los sonidos extraños y el celaje que creyó ver en la biblioteca y que atribuyó a los
fantasmas. Él era el fantasma, Marcelino, el eterno enemigo de los republicanos, el que quisiera acabar
con todos los socialistas, comunistas y anarquistas. Por supuesto, tenía que ser él.
–Cuando supe de vuestros planes le conté a mi padre parte de lo que pensabais hacer y dónde os ibais a
encontrar y así fue que pudieron preparar el plan para atrapar a los rebeldes. Os estaban esperando
cuando llegasteis. Los conductores del camión que os trajo aquí ya fueron atrapados. Solo era cuestión
de
esperar a que llegaran los maquis, hicieran entrega de los papeles para atacar.
Adriana lo calmó.
–Tranquilízate, Manuel, no es momento de pelear, sino de intentar sacar algo en claro de esta situación
caótica. Además, podrían oírnos y sería peor. Hay algo que no acabo de entender. ¿Por qué nos
ayudaste?
¿Por qué nos salvaste la vida? Hubiera sido mucho más sencillo dejar que nos atraparan a todos y acabar
–Durante toda mi vida, me han enseñado a odiar a los comunistas, pero también a ayudar a mis amigos.
Por eso no dije vuestros nombres ni el lugar donde se oculta vuestro padre. Podéis seguir con vuestro
plan, pero los rebeldes son combatientes que han matado a muchos de los nuestros y no puedo permitir
que sigan libres matando guardias cada vez que se les antoje. ¿Entendéis ahora? Se trata de una
cuestión
de humanidad y de seguridad.
Manuel y Adriana se miraron atónitos. Al menos no se había perdido todo. Adriana apretó, aliviada, el
sobre con los papeles de su padre. Podrían seguir con su plan de huida.
–Tengo que marcharme ahora. Si me echan en falta comenzarán a rastrear los alrededores y podrían
encontraros. Permaneced aquí esta noche hasta que todo vuelva a la normalidad y entonces regresad
Los otros dos muchachos se pusieron, asimismo, en pie. No sabían si golpear a Marcelino o abrazarlo
–No espero que me comprendáis porque nuestras familias nos han educado de forma muy diferente –el
gesto de Marcelino era manso, pero firme– pero me gustaría que no me odiarais y que, en la medida de
lo
Los tres permanecieron en silencio mirándose sin saber cómo actuar. Finalmente, Adriana dio un paso al
frente y lo abrazó.
–Está bien, Marcelino. Hiciste lo que creías que debías hacer. Eres un hombre de principios y eso es muy
Por un momento, los dos muchachos se quedaron mirándose sin saber qué decir. Finalmente se
abrazaron
también y se despidieron.
Lo vieron por un ventanuco correr monte arriba buscando el sanatorio donde había cometido su
fechoría
y su heroicidad. A veces el héroe y el traidor son difíciles de distinguir, pensaba Manuel. Dentro, la
humedad empezaba a calarles los huesos. Buscaron un rincón seco y permanecieron allí el resto de la
noche, abrazados, ella refugiada en el hueco que hacían sus piernas y sus brazos, dándose calor. La luna
los iluminaba y los besaba cálidamente, recogía sus historias y sus secretos y reía con las bromas de sus
autores. Sobre un sillón rojo de terciopelo, Mefisto, la gata blanca de ojos verdes miraba a Manuel
sentado frente a ella. Llevaba varios minutos mirando el sobre blanco flanqueado por banderas
multicolores que le había entregado el señor Braulio. Le veía desmenuzar la imagen del sello en el
margen superior derecho. En tonos rojizos se podía ver una muralla de piedra que se elevaba sobre el
mar y sobre la que se levantaban varios edificios rodeados de palmeras. Encima de la imagen se leía US
POSTAGE, a sus pies la leyenda LA FORTALEZA, PUERTO RICO y el valor, 3¢. Sobre la imagen
habían estampado el matasellos con la fecha de salida de la carta: 15 de octubre de 1955. Manuel se
llevó la carta, todavía cerrada, al pecho y pensó en todas las cosas que le habían ocurrido en tan poco
tiempo. Recordó aquella noche abrazado a Adriana en un viejo molino y como juraron volverse a
encontrar en un tiempo prudencial, todos los planes que hicieron para cuando estuvieran en aquella isla
caribeña que aparecía en el mapa pequeña y alargada y donde podrían ser libres sin la opresión de la
dictadura. Recordó el proceso rápido y eficiente para sacar a su padre de su escondite, oculto en una
camioneta; la emoción que sintió Octavio al salir tras veinte años a la calle, mirándolo todo con ojos
nuevos, como si lo hubieran trasladado a un mundo diferente, ajeno a su paso por la vida, su figura
semioculta tras los telones de la camioneta mientras se alejaba sin dejar de mirar a su familia y a él, a
quien ya consideraba parte de los suyos. Se recordó trabajando con Adriana en la biblioteca,
aprendiendo los nombres ocultos de los libros disfrazados, limpiando anaqueles y ayudándola en la
encuadernación de nuevos tomos, siempre rodeados de gatos, siempre acompañados por los retratos
de
los niños de la guerra. No pudo contener una lágrima cuando recordó la partida de Adriana y su madre
para reunirse con Octavio en Puerto Rico, tan feliz por volver a encontrar a su padre y tan triste por la
separación de Manuel. Todavía sentía el dolor en el pecho producido por el broche del bolso al
Mefisto lo miraba sin entender nada pero sentía que Manuel necesitaba de su apoyo, así que saltó de su
–Mefisto ¿tú también quieres leer la carta de Adriana? ¿La echas de menos tanto como yo?
En el frente del sobre aparecía su nombre escrito en caligrafía: Manuel Guerrero. Golpeó suavemente
un
lado de la carta y rasgó con cuidado el lateral opuesto. Era una carta larga, escrita con la misma
Querido Manuel:
Espero que al recibo de esta te encuentres bien y tu familia goce de salud. Nosotros estamos todos bien,
a
Dios gracias.
Han pasado tantas cosas en mi vida en en este tiempo que me parece un mundo desde que nos
despedimos
El viaje que hicimos mi madre y yo en barco no fue tan terrible como lo imaginamos. Después de varios
días en alta mar el vaivén del barco acaba metiéndose en tu cuerpo y llega un momento en que ya ni se
siente. Cuando bajas a tierra firme tienes la sensación de que todo se mueve, de que hay un continuo
terremoto, pero es una misma que echa de menos el movimiento del barco.
Puerto Rico es muy hermoso. El campo está verde durante todo el año y la gente tiene un acento
cantarín
graciosísimo. Estoy segura de que te va a gustar muchísimo. Son muy amables y sonríen todo el tiempo.
Al contrario de lo que pensábamos, la población es muy similar a la española. Hay gente muy variada,
probablemente más que allá pues se nota mucho la convivencia durante años con los estadounidenses y
la
pervivencia de la población africana e indígena durante tantos siglos. Así puedes ver en las calles gente
de piel muy clara y ojos azules junto a otra de piel más oscura y brillantes ojos negros; aquí les llaman
trigueños.
Llegamos en medio de la estación lluviosa. Aquí dura seis meses, desde junio a noviembre. Es una
estación viva, llena de actividad continua y de una energía apabullante. Llueve casi a diario; con un
torrente de agua y rayos. El esquema es muy similar todos los días. Amanece claro y caluroso. A lo largo
de la mañana se va acumulando la humedad del día y se van formando espesas nubes grises. Hacia el
mediodía comienzan a sentirse los primeros signos de actividad: se levanta un aire fresco y húmedo y se
empiezan a oír los primeros truenos. La tormenta se está formando. Al cabo de una o dos horas el cielo
se
ha cubierto completamente de unos nubarrones espesos y oscuros que opacan la luz del día. Comienzan
a
caer unos goterones gruesos y, casi inmediatamente, cae el torrente de agua con una agresividad
animal.
Se cimbrean los árboles ante el aire movido por la lluvia, los pocos pájaros que no hallaron cobijo
vuelan inútilmente contra el aire y terminan escondiéndose en cualquier rincón: la naturaleza respira
humedad. En pocos minutos se llenan las quebradas y los ríos se cubren de un agua espesa y marrón
que
arrastra todo a su paso. Al cabo de una hora se abre el cielo de nuevo y deja ver un hermoso arco iris
que
presagia el fin de la tormenta… al menos hasta mañana. La atmósfera queda nítida, fresca y
rejuvenecida;
se forman contrastes en los diferentes niveles de los árboles que antes no habíamos observado, las
plantas emanan un olor a bosque intenso y profundo. ¡Me gustaría tanto que pudieras disfrutar
conmigo de
esos momentos!
A nuestra llegada a San Juan mi padre nos esperaba a pie de escalinata. No puedes imaginar la emoción
que nos produjo abrazarlo de nuevo, sentirlo en libertad y poder pasear con él por las calles del Viejo
A la salida de la aduana nos esperaba un taxi. La ciudad se veía muy activa. Sus calles estaban atestadas
de gente paseando o mirando cristaleras de las tiendas, grandes cristaleras con vestidos de moda y
nombres en español e inglés. Los coches son enormes y pesados y los puertorriqueños parecen pasearse
en ellos todo el día y saludan desde las ventanillas a las gentes que conocen y a las que quieren conocer.
Parecen dar vueltas y vueltas a la ciudad porque las calles siempre están llenas de coches. Las casas son
de colores pastel y cuelgan todo tipo de plantas de sus balcones. Además, las calles están engalanadas
con líneas de luces y adornos de colores que añaden más color al ambiente. Cuando bajamos del coche,
la gente nos miraba al pasar extrañada probablemente por nuestras ropas, demasiado austeras y cálidas
para este clima o tal vez por el asombro que mostraban nuestras caras al ver un ambiente tan diferente
y
colorido. Resulta tan extraño ver que la gente te sonríe continuamente en la calle, te saluda sin temor,
sin
Aunque no lo creas, mi padre se ve mucho más joven y ha recuperado su vitalidad. Vivimos en una casa
pequeña cerca de la Universidad donde da clases de literatura española. Imagínate lo que supone para
él
poder dedicarse a hablar de todos aquellos libros que cuidó y estudió durante años de encierro, esos
libros que ahora tú cuidas para que las siguientes generaciones puedan conocer la riqueza de nuestra
Yo tomo clases y tengo un pequeño trabajo en la biblioteca ordenando todo el material que nuestro
gran
poeta Juan Ramón Jiménez regaló a la Universidad. Estamos felices y libres. Lo único que echo de menos
Tengo una gran noticia que darte. Mi padre dice que el régimen de Franco se ha relajado por la solicitud
de España de formar parte de las Naciones Unidas. Eso quiere decir que será mucho más fácil burlar las
barreras y salir del país. De hecho, se han formado varios comités que están trabajando para fletar un
barco y recoger una partida importante de españoles que todavía andan escondidos en toperas como
estuvo mi padre. ¿Qué te parece si te unes a ese grupo y te vienes a América? Por nuestra parte
estaríamos encantados de recibirte como uno más de la familia; como de hecho lo eres desde hace
tiempo
y ocupas un espacio muy importante en mi corazón. Podrías seguir estudiando aquí y ayudarme en la
organización de la biblioteca. Sé que no será fácil para ti dejar a tus seres queridos, pero aquí tienes un
gran porvenir, a una persona que te quiere y una familia que te considera parte de ella.
Si, como espero, te decides a venir, se comunicará contigo un enlace para darte las directrices que debes
Espero con ansiedad el momento en que pueda recogerte en el puerto y vivas con nosotros aquí, en
Te quiere,
Adriana.
El ruido de unos libros caídos a su espalda lo sacó de su concentración. Miró hacia atrás y vio a
Marcelino agachado con una sonrisa de disculpa. Ahora él y los otros muchachos le ayudaban algunas
importancia del proyecto iniciado por Octavio y se esforzaban en mantener viva la memoria de tantos
Manuel regresó a la carta y la acercó a su rostro. Un leve aroma a perfume emanaba de las hojas. Las
besó y dejó que su imaginación volara lejos, atravesara el Atlántico y desembarcara en un puerto cálido
y
EPub
6-PRIMER ENCUENTRO
7-OCTAVIO Y ÁNGELA1932
3-PALACIO QUEMADO1954
7-OS MACUTEIROS1936
ANTIFAZ
9-EL FURTIVO1936
DEL ANTIFAZ
1-EL CAMINO
CRÉDITOS
CRÉDITOS
(Almendralejo, España, 1961)es catedrático del Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto
Universitario de Mayagüez, donde lleva dictando cursos de Redacción durante los últimos quince años y,
actualmente, funge como director del Centro de Redacción en Español de esta institución. Ha publicado
poesía y narrativa corta en diferentes revistas de Puerto Rico y Estados Unidos y algunos de sus trabajos
han merecido honores como el primer premio de Plagio Creativo de España 2006 y el accésit al Premio
de Relato Corto del Ateneo Puertorriqueño 2007. Tiene otros libros publicados: El mercader de libros
El Guerrero del Antifaz © 2015 Artists Rights Society (ARS), New York / VEGAP, Madrid
Calamar
PO Box 9974
www.ink-calamar.com
ISBN: 978-0-9856407-8-1__