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POSTMODERNO
24 febrero 2017
El historiador francés Jacques Revel ha definido al siglo XVI como «un siglo
que se ha interrogado apasionadamente sobre la naturaleza y el significado de
los lenguajes no verbales y, en particular, de las expresiones corporales».
Uno de los textos más importantes al respecto es Il libro del Cortegiano
(1528) de Baltazar Castiglione, donde encontramos una gramática de los
buenos modales que relaciona la necesidad nobiliaria de distinguirse de las
masas con el aprendizaje de una nueva forma de utilizar los gestos y los
sentidos.
Describiendo las costumbres del pueblo, el libro nos dice que «la mayoría de
las veces la multitud, aunque no lo conozca perfectamente, percibe por
instinto natural un cierto olor del bien y del mal y, sin saber dar otra razón, el
uno gusta y ama y el otro rechaza y odia». Aquí el gusto y el olfato son
considerados como sentidos del pueblo que expresan su experiencia sensorial
instintiva. Es el indicio de un cambio decisivo hacia la denigración de los
sentidos de la proximidad, que conlleva la definitiva afirmación de la
superioridad de la vista y el oído –sentidos de la distancia que no involucran
directamente al cuerpo– y la instauración del ojo como órgano absoluto del
conocimiento.
Es cierto que la vista como sentido más distinguido tiene una larga historia
que se remonta hasta los tiempos de la Grecia antigua, pero la primera
tecnología que dio forma al ojo moderno es un legado del Renacimiento: la
perspectiva. Con ella el tiempo se entrelazó con el espacio en la mirada,
porque la profundidad del campo prospectivo alude a un recorrido temporal
que la mirada atraviesa junto con el espacio.
El tema es abierto y difícil. Es cierto que la Edad Media prestaba una atención
especial al oído y al tacto, y también que cíclicamente la historia ha producido
reacciones violentas en contra de la fuerza de las imágenes (piénsese en el
episodio bíblico del becerro de oro, en el movimiento iconoclasta de León III
en el imperio bizantino del siglo VIII, en la polémica de San Bernardo contra
el exceso de imágenes en los monasterios cluniacenses del siglo XIII, en la
Reforma protestante). Sin embargo, desde Platón y Aristóteles, la vista
siempre ha provocado el entusiasmo de gran parte de los pensadores –tanto
filósofos como religiosos o científicos– y las imágenes han desempeñado un
papel fundamental en la difusión de la información.
Quizá sea exagerado decir que en la edad moderna el tacto fue el sentido
privilegiado; quizá sea cierto que la vista siempre ha sido el pilar de la
interacción del hombre con el mundo, pero Marx nos pone en guardia contra
las generalizaciones fáciles cuando nos dice que «la formación de los cinco
sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días.».
Así las cosas, hay que preguntarse qué tipo de visión tenemos hoy, dado que
miramos siempre menos con los ojos y siempre más a través de las
tecnologías ópticas que se interponen entre nosotros y el mundo. La herencia
de la cultura griega, la lectura, la perspectiva, las metáforas religiosas de la
luz, las grandes arquitecturas mentales para el arte de la memoria, la
necesidad de homenajes públicos y palmarios que tienen las clases altas y
poderosas, son todos elementos que colaboraron a la entronización de la vista
en la cultura occidental como el sentido más noble.
Pero hay otro y quizá más profundo motivo para la hegemonía del ojo. En una
cultura que ha hecho de la dominación de la naturaleza uno de los ejes de su
sobrevivencia; en una cultura que se caracteriza por su agresividad hacia el
mundo, la vista es el sentido más adecuado porque, según Hans Blumenberg,
«el ojo puede buscar, el oído puede sólo esperar. Mirar posiciona las cosas, la
audición está posicionada».
En este sentido, entre una película de acción y una película porno hay muy
poca diferencia: en ambas situaciones se aceptan como un mero pretexto y
una necesidad soportable los momentos narrativos, pues todo tiende hacia la
expectativa del clímax, del efecto o de la imagen explícita. Si el cine va en esta
dirección, la película porno ha sido, desde el punto de vista estructural, una
vanguardia visual que nos obliga a reconsiderar la relación entre tiempo e
imagen.
Paul Virilio nos dice que hemos pasado «del tiempo extensivo de la historia al
tiempo intensivo de una instantaneidad sin historia, permitido por las
tecnologías. Las tecnologías automóviles, audiovisuales e informáticas van
todas en dirección de la misma restricción, de la misma contracción de su
tiempo».
Iconos invasivos
Decir que estamos entrando en una cultura iconográfica no quiere decir que
haya sido la postmodernidad a descubrir la visión como sentido privilegiado
sino que solamente ahora, gracias a las tecnologías más avanzadas, tenemos
los instrumentos para transformar esta predilección teórica en el fundamento
práctico y habitual de nuestra experiencia, llevando a su cumbre la tendencia
oculocéntrica que cruza toda la historia occidental.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué fue lo que permitió que el
sentido más noble se convirtiera en un dictador que gobierna la realidad
vivida por el hombre? Para contestar esas preguntas hay que seguir el
trayecto de la comunicación. Hasta la invención del telégrafo, la
comunicación estaba unida al transporte, no existía mensaje sin mensajero y
el mensaje tenía un «cuerpo».
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