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GENEALOGÍA DEL OJO

POSTMODERNO
24 febrero 2017

Individuo, sentidos y perspectiva

La interiorización de la subjetividad en la conciencia es un largo proceso


cultural. Con San Agustín tenemos el primer testigo sorprendido de la lectura
silenciosa por parte de San Ambrosio, una práctica íntima desconocida en ese
tiempo y que revela la aportación de la cultura escrita al nacimiento del
individuo moderno.

Sin embargo, hasta el siglo XII no existía el concepto de individuo, que se


construyó poco a poco: la perspectiva fue un elemento de esa construcción.
Como dijo Marshall McLuhan, «no sabemos quien descubrió el agua, pero
seguro no fue el pez» y, dado que hoy somos sujetos que se mueven en el
mundo con un punto de vista conforme a esa invención cultural que es la
perspectiva, no la sentimos como un artificio sino como algo natural. Sin
embargo no es así.

La época del Renacimiento fue la madre de la modernidad en muchos


aspectos. En la postmodernidad, una de sus herencias se ha consolidado
como eje de la estructura mental contemporánea, que domina la manera de
pensar del hombre: es la supremacía absoluta y un poco despótica de la vista
sobre los otros sentidos.

Hoy la imagen se ha asentado en nuestra cultura como medio hegemónico de


comunicación. La cultura literaria deja el paso libre a la cultura iconográfica
porque la lectura de las imágenes es más propia a las nuevas generaciones de
la lectura de las palabras.

La invención de Gutenberg ha sido el instrumento que en el curso del tiempo


ha transformado la lectura en una práctica común. Es curioso que haya sido
también uno de los caballos de Troya que el ojo ha utilizado para, primero
sobrepasar el oído en la clasificación del sentido más noble y poderoso, y
luego desconocer la palabra escrita como preferida de su harén en favor de la
imagen.

El historiador francés Jacques Revel ha definido al siglo XVI como «un siglo
que se ha interrogado apasionadamente sobre la naturaleza y el significado de
los lenguajes no verbales y, en particular, de las expresiones corporales».
Uno de los textos más importantes al respecto es Il libro del Cortegiano
(1528) de Baltazar Castiglione, donde encontramos una gramática de los
buenos modales que relaciona la necesidad nobiliaria de distinguirse de las
masas con el aprendizaje de una nueva forma de utilizar los gestos y los
sentidos.

Describiendo las costumbres del pueblo, el libro nos dice que «la mayoría de
las veces la multitud, aunque no lo conozca perfectamente, percibe por
instinto natural un cierto olor del bien y del mal y, sin saber dar otra razón, el
uno gusta y ama y el otro rechaza y odia». Aquí el gusto y el olfato son
considerados como sentidos del pueblo que expresan su experiencia sensorial
instintiva. Es el indicio de un cambio decisivo hacia la denigración de los
sentidos de la proximidad, que conlleva la definitiva afirmación de la
superioridad de la vista y el oído –sentidos de la distancia que no involucran
directamente al cuerpo– y la instauración del ojo como órgano absoluto del
conocimiento.

Es cierto que la vista como sentido más distinguido tiene una larga historia
que se remonta hasta los tiempos de la Grecia antigua, pero la primera
tecnología que dio forma al ojo moderno es un legado del Renacimiento: la
perspectiva. Con ella el tiempo se entrelazó con el espacio en la mirada,
porque la profundidad del campo prospectivo alude a un recorrido temporal
que la mirada atraviesa junto con el espacio.

Para nosotros, este tipo de mirada es natural. Asociamos automáticamente el


tamaño de los objetos representados con la distancia que tienen respecto al
punto de vista. Sin embargo, la mirada lineal de la perspectiva era
desconocida para el ojo medieval que, nos lo dice Maurice Merleau-Ponty,
tenía un campo visual esférico y no estaba enjaulado en un código
matemático de lectura.

El mundo geometrizado por la perspectiva, transportado a un mapa


bidimensional, torna los cuerpos en figuras, y así la mirada como
instrumento de conocimiento queda aislada e independiente de los otros
sentidos. Además, el marco prospectivo nos define como individuos que
«espían» la realidad desde un punto de vista subjetivo, ubicado fuera de la
escena. Por eso, si Descartes fue el padre del pensamiento descorporeizado y
de la identidad definida por la actividad de la mente, Filippo Brunelleschi y
Leon Battista Alberti fueron los fundadores de la distancia entre el ojo de la
mente y el cuerpo del mundo, distancia que fue la necesaria premisa al cogito
ergo sum del filósofo francés.

Jerarquías de los sentidos

La mirada es un sujeto histórico que se transforma con el tiempo. Robert


Mandrou argumenta que en la época moderna «la jerarquía de los sentidos
no era como la actual porque el ojo, que hoy domina, se encontraba en tercer
lugar, después del oído y del tacto». El historiador francés concluye que «por
lo menos hasta el siglo XVIII, el tacto fue el sentido principal, que controlaba
y confirmaba lo que la vista podía sólo percibir; convalidaba la percepción y
daba solidez a las impresiones ofrecidas por los otros sentidos, que no daban
la misma seguridad».

Antes de Mandrou, Lucien Febvre, confrontando al hombre de hoy con el del


siglo XVI, afirmaba que «nosotros somos hombres de invernadero; ellos, de
intemperie […] hombres al aire libre que veían, olían, husmeaban,
escuchaban, palpaban y aspiraban la naturaleza con todos los sentidos».

El tema es abierto y difícil. Es cierto que la Edad Media prestaba una atención
especial al oído y al tacto, y también que cíclicamente la historia ha producido
reacciones violentas en contra de la fuerza de las imágenes (piénsese en el
episodio bíblico del becerro de oro, en el movimiento iconoclasta de León III
en el imperio bizantino del siglo VIII, en la polémica de San Bernardo contra
el exceso de imágenes en los monasterios cluniacenses del siglo XIII, en la
Reforma protestante). Sin embargo, desde Platón y Aristóteles, la vista
siempre ha provocado el entusiasmo de gran parte de los pensadores –tanto
filósofos como religiosos o científicos– y las imágenes han desempeñado un
papel fundamental en la difusión de la información.
Quizá sea exagerado decir que en la edad moderna el tacto fue el sentido
privilegiado; quizá sea cierto que la vista siempre ha sido el pilar de la
interacción del hombre con el mundo, pero Marx nos pone en guardia contra
las generalizaciones fáciles cuando nos dice que «la formación de los cinco
sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días.».

Hoy, si decimos «ver», pensamos en un acto independiente de los otros


sentidos. No era así en el siglo XVI, cuando los sentidos se encontraban
mucho más entrelazados y el hombre todavía no había puesto su necesidad de
conocimiento únicamente en las informaciones que le otorga la vista.
Nosotros hemos olvidado completamente, por ejemplo, el origen etimológico
común de «saber» y «saborear»; no reconocemos en la expresión «tener
buen gusto» una relación de la elegancia con el paladear la comida.

Ivan Illich ha demostrado en su estudio inspirador En el viñedo del texto.


Etología de la lectura que el mismo acto de leer fue hasta el siglo XII una
actividad física que involucraba –no sólo simbólicamente– también al oído y
al gusto. Podemos concluir que si la vista siempre ha dominado la percepción,
el concepto de visión ha cambiado mucho, y con él nuestra manera de mirar.

Poderío y armas de la mirada

Así las cosas, hay que preguntarse qué tipo de visión tenemos hoy, dado que
miramos siempre menos con los ojos y siempre más a través de las
tecnologías ópticas que se interponen entre nosotros y el mundo. La herencia
de la cultura griega, la lectura, la perspectiva, las metáforas religiosas de la
luz, las grandes arquitecturas mentales para el arte de la memoria, la
necesidad de homenajes públicos y palmarios que tienen las clases altas y
poderosas, son todos elementos que colaboraron a la entronización de la vista
en la cultura occidental como el sentido más noble.

Pero hay otro y quizá más profundo motivo para la hegemonía del ojo. En una
cultura que ha hecho de la dominación de la naturaleza uno de los ejes de su
sobrevivencia; en una cultura que se caracteriza por su agresividad hacia el
mundo, la vista es el sentido más adecuado porque, según Hans Blumenberg,
«el ojo puede buscar, el oído puede sólo esperar. Mirar posiciona las cosas, la
audición está posicionada».

El pensamiento feminista ha analizado muy en detalle el carácter


prevaricador y violento de la mirada. Lo resume muy bien Luce Irigaray:
«Más que cualquier otro sentido, el ojo objetualiza y domina. Define una
distancia y la mantiene». Hasta el lenguaje común nos ofrece una prueba de
esta peculiaridad: no se «hace» una foto, más bien se «toma» una foto, y en
inglés –idioma que refleja un pragmatismo sin formalidades– la cámara
shoot, o sea dispara.

La situación psicológica detrás de esas palabras es el resultado del


alejamiento de la realidad, que es sí un símbolo de dominio y superioridad
(como nos enseña el poder cuando se deja ver solamente desde lejos), mas
con la consecuente falta de contacto con el mundo.

Con la imagen como simulacro de la realidad, tomamos posesión de un


mundo que, por no ser próximo, separa nuestras sensaciones físicas de las
emociones íntimas. Visto en una pantalla, el mundo es aséptico y esta
situación nos ha llevado a la exclusión de la experiencia física como forma del
conocimiento y a un empobrecimiento de las relaciones corporales.

La imagen emocionante y el tiempo aniquilado

En la vida ordinaria ya no conseguimos sensaciones que cumplan con


nuestras expectativas y una de las mercancías que, en el futuro, tendrá más
demanda serán ellas: las sensaciones. Hoy este «producto» es todavía
clandestino como las drogas o vanguardista como la realidad virtual, pero ya
está apareciendo en los anaqueles para las masas en diferentes formas, entre
ellas el cine.

Mucha gente, al comentar una película, dice: «No, la película no es nada


extraordinaria, pero los efectos especiales son increíbles», o «vamos a verla,
ya sé que es una tontería, pero el 3D vale el boleto». Todo indica que el nuevo
sentido y la nueva esencia del cine son las emociones provocadas no por la
historia narrada en la película sino por el shock tecnológico ofrecido.

En este sentido, entre una película de acción y una película porno hay muy
poca diferencia: en ambas situaciones se aceptan como un mero pretexto y
una necesidad soportable los momentos narrativos, pues todo tiende hacia la
expectativa del clímax, del efecto o de la imagen explícita. Si el cine va en esta
dirección, la película porno ha sido, desde el punto de vista estructural, una
vanguardia visual que nos obliga a reconsiderar la relación entre tiempo e
imagen.

Es opinión común que la instantaneidad de la fotografía fue rebasada por el


cine, que conjunta temporalidad y visión. Sin embargo eso ha sido posible
hasta hoy porque el cine ha representado la expresión visual de una cultura
literaria, destinada a desaparecer para ceder su espacio a una cultura
iconográfica.

La cultura literaria es una cultura visual, pero no iconográfica. El icono es una


imagen que no refleja la luz, más bien tiene una luz propia que permite a
quien lo contemple ingresar a una dimensión trascendental. Además el icono
no es una imagen que se descifre temporalmente, sino a través de una
«iluminación».

Esta fuerza de la comunicación iconográfica es probablemente el motivo por


el cual las imágenes hoy no se juntan al lenguaje, más bien lo sustituyen y se
proponen como el escenario del nuevo lenguaje masivo. Se trata de un
cambio notable para el cual no estamos preparados; un cambio que se puede
parangonar con el ocurrido en la Grecia antigua, cuando la filosofía y la
escritura provocaron el paso del mito al logos, sustituyendo la conciencia
mítica de la poesía homérica con la conciencia racional del pensamiento
filosófico. Ahora, con la cultura iconográfica, quizá nos estemos acercando
otra vez a una forma de conocimiento emocional y participativo.
Al entrar a esta nueva cultura, el cine se descubre de haber sido una narración
construida con imágenes, una traducción visual de las expresiones literarias.
En la película Más allá de las nubes (1995) de Michelangelo Antonioni y Wim
Wenders, un personaje declara resignado que «hoy sólo los ojos están de
moda» y tiene toda la razón porque el tiempo narrativo es sobrepasado por la
fuerza metatemporal de la imagen icónica.

Los legendarios y pausados movimientos de cámara en las películas del


cineasta ruso Andréi Tarkovskij son, para el tiempo que se toman, una
imagen literaria. Hoy ya no es posible un minuto de cámara fija sobre unas
gotas que caen, porque el ambiente del lenguaje iconográfico es la
instantaneidad que provoca la abolición del tiempo literario visual.

No es fácil aclarar si es el culto a la velocidad a producir imágenes sin tiempo


o si, al contrario, es la cultura iconográfica a proponer la velocidad como
principal contexto psíquico contemporáneo. El resultado, de todos modos, es
una experiencia sensorial que se inclina a prescindir de la duración y el
desarrollo de la percepción para confiarse a un mundo sin tiempo. Allí la
realidad sobresaliente se concentra en el estallar repentino de un hecho –
sorpresivo y codiciado al mismo tiempo– que provoca una intensa emoción.

Paul Virilio nos dice que hemos pasado «del tiempo extensivo de la historia al
tiempo intensivo de una instantaneidad sin historia, permitido por las
tecnologías. Las tecnologías automóviles, audiovisuales e informáticas van
todas en dirección de la misma restricción, de la misma contracción de su
tiempo».

La cultura de la velocidad promueve imágenes sin tiempo, mientras que la


cultura de la imagen propone la velocidad absoluta como ambiente. Sólo las
imágenes nos pueden dar la percepción de una «historia instantánea»,
porque todos los sentidos, con excepción de la vista, se mueven y viven en la
diacronía.

Además, la imagen mediatizada propone la fascinación como sustituto de la


complejidad, y no porque una imagen no pueda ser compleja sino porque su
complejidad se descifra o se ignora en la instantaneidad. «Las imágenes –nos
indica Elias Canetti– son redes, lo que aparece en ellas es lo que queda de la
pesca».

En este mundo visual, la linealidad y la diacronía del libro –a coherencia


derivada del contexto, la continuidad, la complejidad como espacio de la
interpretación– desaparecen, y para una cultura fincada desde hace
quinientos años en esos mecanismos, es difícil interpretar y vivir la falta de
coherencia, de continuidad y de contexto, porque también nuestra forma de
pensar es una resultante histórica y cultural.

Bien lo explica el psicólogo Robert Romanyshyn: «Los instrumentos


culturales son metáforas y también medios para la experiencia,
epistemologías encarnadas, herramientas que no sólo nos informan sino que
también definen cómo somos informados».

Iconos invasivos

Decir que estamos entrando en una cultura iconográfica no quiere decir que
haya sido la postmodernidad a descubrir la visión como sentido privilegiado
sino que solamente ahora, gracias a las tecnologías más avanzadas, tenemos
los instrumentos para transformar esta predilección teórica en el fundamento
práctico y habitual de nuestra experiencia, llevando a su cumbre la tendencia
oculocéntrica que cruza toda la historia occidental.

Un ejemplo paradigmático es la ecografía que, según la historiadora alemana


Barbara Duden, ha expropiado a la mujer su poder sobre la procreación y su
relación táctil con el feto para confiar al ojo técnico de la medicina científica
el control del embarazo. Resulta claro que el espacio organizado por la vista
es hoy la estructura psíquica con la cual el ser humano describe el mundo e
interactúa con él.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Qué fue lo que permitió que el
sentido más noble se convirtiera en un dictador que gobierna la realidad
vivida por el hombre? Para contestar esas preguntas hay que seguir el
trayecto de la comunicación. Hasta la invención del telégrafo, la
comunicación estaba unida al transporte, no existía mensaje sin mensajero y
el mensaje tenía un «cuerpo».

El telégrafo, escribe el sociólogo Neil Postman, «eliminó el espacio como


inevitable obstáculo al movimiento de la información, y por primera vez la
transportación y la comunicación se deslindaron la una de la otra». Los
medios de comunicación han tratado de descorporar a la información
transformándola en un código descifrado por los instrumentos técnicos que
nos entregan el mensaje.

En otras palabras, si hasta el principio del siglo XX las nuevas invenciones


transportaban físicamente personas y cosas, hoy los vehículos audiovisuales
transportan los actos y la información sin necesidad de un hardware físico.
Con estas transformaciones, la «revolución gráfica» (D. Boorstin) permitió a
las masas un acceso continuo a los iconos y a los símbolos de nuestra cultura.
Inició así un proceso de globalización del lenguaje iconográfico que el
historiador jesuita Michel de Certeau ha definido «un canceroso crecimiento
de lo visual», donde el valor de cualquier cosa «se mide por su habilidad para
mostrar o para ser mostrada, transmutando así a la comunicación en un viaje
visual».

Hoy, los usuarios de Facebook suben millones de fotos al día y solamente en


esa red social hay billones de fotos archivadas. Es imposible imaginar cómo
sería el carnaval de imágenes si Cristo, Mahoma o Buda hubieran vivido en la
época de la reproducción fotográfica que hace de la visibilidad el elemento de
comprobación de la verdad.

«La iconoclastia moderna –indicó Jean Baudrillard– ya no consiste en


romper las imágenes sino en fabricar imágenes, un exceso de imágenes en las
que no hay nada que ver». Pues no está de más recordar este fragmento de
Heráclito: «Malos testigos son los ojos y los oídos para los hombres que
tienen almas de bárbaros».

(Publicado en La Jornada Semanal)

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