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Rodolfo II, el emperador de los alquimistas

A finales del siglo XVI un controvertido y multifacético personaje heredaba


la corona del Sacro Imperio Romano Germánico: Rodolfo II de
Habsburgo. Conocido como “el emperador de los alquimistas” y “el rey
de las sombras”, convirtió su corte en un centro heterodoxo del saber de la
época, en un bastión de ocultistas, profetas, científicos y nigromantes
mirados con recelo desde el Vaticano.

Enseguida hablaré de un personaje extraño donde los haya, introvertido y


extravagante que, sin embargo, convertiría la misteriosa ciudad de Praga en
un hervidero de cultura, haciendo de la vieja Bohemia un lugar tan
atractivo como lúgubre. Adentrémonos en el estrecho Callejón de los
Alquimistas, donde según la leyenda el legendario Fausto invocó a
Mefistófeles y el metal impuro fue transmutado en oro y plata, mientras
asalariados al servicio de la Corona buscaban la Piedra Filosofal y el elixir
de la eterna juventud para un monarca que, lejos de su deber de gobernar,
vivió en un sueño perpetuo…
Rodolfo II de Habsburgo, hijo de Maximiliano II y de María de Austria y
Portugal –hija del emperador Carlos V-, nació en Viena un 18 de julio de
1552, según los astrólogos del momento, bajo una nefasta conjunción de las
estrellas. Sus primeros meses de vida no fueron lo placenteros que cabría
esperar. Su hermano Fernando, el primogénito y heredero, había fallecido
tres semanas antes de nacer éste. De esta forma, el destino entregaba a
Rodolfo el privilegio –en su caso más bien la tremenda carga- de poder
reinar.
Los primeros momentos de su vida se desenvolvieron entre un riguroso luto
y unos fastuosos funerales que dejarían una imborrable y traumática huella
en su memoria. Sus progenitores tendrían numerosos enfrentamientos por
cuestiones de religión, pues Maximiliano, a pesar de que se iba a convertir
en Rey de Romanos, se inclinaba hacia el protestantismo, mientras que en
el extremo opuesto se hallaba su esposa, María, devota y poco amante de
las fiestas y el jolgorio germano, cuya corte, de fuerte contraste con la
española, odiaba profundamente.
En este ambiente conflictivo y confuso pasó sus primeros años el joven
Rodolfo, ya introvertido y extraño. A pesar de las dificultades, el
archiduque recibió la educación de corte humanista: aprendió latín, lenguas
vivas, esgrima, música, danza y además era un excelente jinete.
Con el fin de alejarle de las tentativas luteranas, el monarca Felipe II
reclamó a su sobrino desde España para continuar con su educación.
Rodolfo, de doce años, fue enviado junto a su hermano menor, Ernesto, a la
corte madrileña. Les acompañaba su preceptor, Adam de Dietrichstein. Tras
seis meses de duro viaje, Rodolfo –cuya comitiva desembarcó en
Barcelona- se hallaba ante un mundo nuevo, totalmente extraño para él,
pero que indudablemente casaba con su carácter introvertido y casi místico.
En la corte española, la religión estaba presente en cada momento de la
vida cotidiana. Todo el ambiente olía a santidad, una santidad que
impresionaría sobremanera a Rodolfo, al igual que lo harían los siempre
acechantes hombres de la Santa Inquisición.
El Rey Prudente llevaría a su joven sobrino a presenciar un auto de fe en la
ciudad de Toledo. Aquella terrible ceremonia de ajusticiamiento atemorizó
al archiduque. Jamás levantaría una pira para quemar a los herejes cuando
fuera soberano. Por el contrario, acogería a muchos de ellos perseguidos
por la Inquisición –el mismo teólogo Giordano Bruno visitaría su corte un
par de años antes de ser quemado vivo en Campo Dei Fiore, en Roma-.
No obstante, y a pesar de no gustar de presenciar ajusticiamientos, años
después Rodolfo enviaría a algunos de sus consejeros al pie de los cadalsos
en busca de raíces de mandrágora. La muerte se había vuelto ya algo
común en su vida. Pronto vendrían los coqueteos con la magia negra …
A pesar de ser azote del protestantismo, Felipe II fue un rey cultivado y
curioso que sintió, como otros soberanos e incluso pontífices del
Renacimiento, una poderosa atracción hacia las ciencias herméticas, entre
ellas la alquimia. Es casi seguro que el joven Rodolfo, que un día se
convertiría en el protector de los adeptos a la Gran Obra, se impregnase de
la heterodoxia latente en el “cristianísimo” monasterio de El Escorial, el
nuevo “Templo de Salomón” de Felipe II, cuya extensa biblioteca, cobijaba
importantes volúmenes prohibidos por la ortodoxia: libros de astrología,
alquimia, magia negra, paganismo …
Tras su larga estancia en la España gobernada con mano de hierro por su
tío, Rodolfo nunca volvería a ser el mismo y partiría hacia su patria
convertido en alguien muy diferente.

El regreso a Viena

Siete años después de desembarcar en Barcelona Rodolfo y su hermano


regresarán a Viena. A Maximiliano, exhausto por los problemas en los que
estaba inmerso el Imperio, sus hijos le parecerán dos extraños, auténticos
extranjeros. Rodolfo, ya hecho un hombre, vestía completamente de negro,
como su austero tío. Era altivo, casi nunca sonreía y detestaba las bromas
hasta el punto de llegar a expulsar a los bufones de la corte. Maximiliano
odiaba el cambio experimentado por su vástago, en quien había puesto
todas sus esperanzas sucesorias. Maximiliano, enfermo y presionado por
los problemas imperiales y profundamente preocupado por que la corona
imperial siguiera en manos de la familia, presionaría a la Liga católica para
que su hijo fuese nombrado primero rey de Hungría, el 26 de octubre de
1572, y después rey de Bohemia –camino resuelto para convertirse en Rey
de Romanos- el 7 de septiembre de 1575.
Rodolfo fue coronado con todos los honores siguiendo un cuidado ritual
simbólico en la catedral de San Guido, en Praga, con la corona de San
Venceslao. Éste la ceñiría durante treinta y seis años y sus restos acabarán
reposando precisamente en el mismo santuario checo, en a diferencia del
resto de sus antepasados, sepultados en Viena.
Pero Rodolfo no era todavía emperador. Su padre, apremiado por la muerte,
intentará acelerar el proceso. Mientras tanto, el joven soberano se entregará
a las licenciosas “mujeres imperiales”, prostitutas de las altas esferas, que
le contagiarán la sífilis, una enfermedad que unida a la endogamia será fatal
para su salud mental, y que él intentará curar años después, sin éxito, a base
de ungüentos de mercurio, evocación de sus prácticas alquimistas.
Ante sus últimos momentos de vida, Maximiliano optará por morir como
un buen protestante, fiel a la religión que verdaderamente profesó y que sin
embargo hubo de ocultar ante Roma, rechazando los sagrados sacramentos.
Una curandera de nombre Magdalena Streicher administró al enfermo un
elixir milagroso. Durante cierto tiempo se produjo una mejoría indiscutible,
pero duraría poco. Después, ante el lecho de muerte, se convocó al
astrólogo Tadeo Hájek, que buscó la salud de Maximiliano en la conjunción
de los astros. Sin embargo, la alquimia y la astrología fracasarían y,
renegando del Dios católico, el emperador dejaba este mundo.
A partir de entonces, Rodolfo habría de enfrentarse sólo a los conflictos
religiosos, al avance imparable de los turcos hacia Europa Central y a las
constantes conspiraciones cortesanas contra su persona, muchas de ellas
instigadas por su sibilino hermano Matías con la intención de derrocarle,
receloso de aceptar la última voluntad de su progenitor, que entregaba todas
sus posesiones y bienes al heredero.

Un gran imperio en sus manos

Nuestro protagonista fue elegido emperador el Sacro Imperio Romano


Germánico el 27 de octubre de 1576. Apremiado por los problemas que
acechaban al territorio y temeroso de una posible traición, se hizo
consagrar precipitadamente el día uno de noviembre, Día de los Difuntos,
sin tener en cuenta el mal augurio que muchos achacaban a la inapropiada
fecha, pues todos los actos relevantes eran entonces regidos por los astros.
Rodolfo II era ya era emperador del Sacro Imperio, sueño que anhelaría
cualquier mortal, y sin embargo, no se sentía emperador. El historiador galo
Philippe Erlanger apunta que: “su mente, sus ambiciones, se encaminaban
hacia el arte, el misticismo, el descubrimiento de lo desconocido”. Ser
intermediario en las disputas religiosas, luchar, dominar a sus súbditos y
controlar a sus enemigos… en definitiva, gobernar, le espantaba. Prefería,
costumbre probablemente adquirida en España, reunir reliquias y objetos
misteriosos.
Reacio a contraer matrimonio a raíz de un vaticinio realizado por el
astrónomo y a la sazón adivino Tycho Brahe, según el cual uno de sus
legítimos descendientes lo asesinaría, Rodolfo tomó como concubina a la
hermosa pero nunca regia Catarina da Strada, hija del que sería proveedor
oficial de antigüedades del misterioso emperador, Jacopo da Strada.
Con Katarina el emperador tendría cinco hijos, deformes y extraños, el
mayor de los cuales, Julio César, más conocido como don Giulio, un
verdadero sádico, complicaría aún más las cosas al soberano. Pero antes de
que los problemas familiares y los entresijos del imperio minaran por
completo su salud, se entregó a las prácticas alquímicas, la magia, la
astrología y la casi patológica búsqueda de objetos de arte y piezas de
extraña utilidad. No en vano, le gustaba que le llamaran “el emperador de
las sombras”, aunque pasaría a la Historia con el sobrenombre de “el
emperador de los alquimistas”.

La corte del saber prohibido

Antes de emprender su labor como mecenas de artistas y protector de


magos, Rodolfo II decidió tomar la polémica decisión de trasladar la capital
del imperio, tradicionalmente Viena, a la misteriosa y exótica Praga. Esta
resolución no gustó nada en la primera de las ciudades y años después
pasaría una terrible factura al emperador.
En Praga, Rodolfo se sentía plenamente cómodo. El bullicio y la frenética
vida cortesana de Viena que tanto odiaba –con los años desarrollaría un
odio casi patológico al ruido- desaparecían allí, entre las paredes del
castillo conocido como Hradschin, la residencia de los reyes de Bohemia
que, erigido sobre la cima de una colina, estaba completamente aislado del
mundanal ruido. Allí encontró el monarca la tranquilidad que necesitaba
para entregarse por completo a sus quehaceres mágicos y experimentos
alquímicos…
Además de una gran pasión por la pintura, convirtiéndose en un gran
coleccionista, en su corte florecieron las artes y las ciencias. Rodolfo reunió
a algunos de los más grandes pintores de entonces. Además del célebre
pintor de cámara Giuseppe Arcimboldo, que realizó el extravagante retrato
de su mecenas a partir de frutas y vegetales, conocido como Vertunno,
Jacqueline Dauxois cuenta que había treinta y nueve pintores y escultores
de diversas nacionalidades trabajando para él al mismo tiempo. Además,
dio forma a uno de los más imponentes Gabinetes de las Maravillas de
todos los tiempos, un antecedente de los modernos museos de curiosidades
–ver recuadro-.
Rodolfo se refugiaba entre sus inmensas colecciones atónito, magnificente,
completamente solo, olvidando la labor de gobernar un imperio que
comenzaba a desmembrarse inexorablemente. Su madre, la piadosa María,
le recriminaba que pasaba demasiado tiempo recluido, cual un loco, en sus
salas del tesoro, y le insistía constantemente en la idea del matrimonio y en
la importancia de la descendencia para mantener la esperanza de la
sucesión imperial. Rodolfo, sin embargo, siempre encontraba excusas, y
aunque llegó a estar convencido en más de una ocasión de la idea de
contraer matrimonio, jamás se casó. Los asuntos mundanos no le
interesaban lo más mínimo…
Al igual que Felipe II, Rodolfo buscó en la alquimia –antecedente directo
de la química moderna-, convertir los metales innobles en oro y plata para
cubrir las cada vez más crecientes deudas del imperio y obtener un elixir
que sirviese para calmar los achaques del delicado soberano. El emperador
quería aprender por sí mismo el arte de transmutar los metales –visitaba
muchas veces los laboratorios para tal menester– y por ello se rodeó de un
gran número de auténticos alquimistas, sopladores y también charlatanes
que pretendían enriquecerse a costa de la pasión secreta del soberano.
El doctor Tadeus o Tadeás Hájek, matemático, astrónomo, botánico e
iniciado en la ciencia hermética, que tratara a su padre en el lecho de
muerte, gozaba de la total confianza del monarca que fue el encargado de
recibir a los que decían ser alquimistas y desenmascarar a los impostores.
En muchas ocasiones Hájek descubrirá a estafadores, los cuales recibían un
castigo ejemplar, pero otras veces la picardía de los allegados al castillo era
tal que ocupaban un puesto de alquimista en las destilerías reales. El
matemático inspeccionaba los instrumentos de trabajo de los solicitantes, e
incluso el carbón de los hornos. A veces descubría crisoles y copelas
trucadas, dobles fondos de arcilla que contenían polvo de oro y de plata,
espátulas ahuecadas llenas de dicho polvo y cerradas con cera…
Durante su reinado se produjo el máximo esplendor del arte alquímico en
Chequia. No sólo el castillo de Praga fue un centro de reunión de iniciados
y sopladores, los aristócratas checos Guillermo de Rozmberk y Jan Zbynek
Zajíc de Hazmburk, en sus respectivas propiedades, alentaron y
promovieron la práctica alquímica.
En la corte trabajaron también importantes alquimistas como Martín
Ruland, entre cuyas obras destacan el tratado Lapididis Philosophici Vera
Conficiendi Ratio (1606), sobre la búsqueda de la piedra filosofal y la
compilación Alchemiae sive Dictionarium Alchemistrarum (1612),
considerada una verdadera enciclopedia del saber alquímico de la época.
También los judíos de Praga gozaron con Rodolfo de una “edad de oro”
exenta de las persecuciones religiosas a las que siempre se vieron
expuestos, y el emperador también tenía alquimistas hebreos entre sus
súbditos. El más importante de ellos fue el converso Mardochaeus de Delle.
Aunque los más destacados, quienes ya gozaban de renombre antes de
formar parte del círculo rudolfino fueron Michael Maier –o Michel Mayer-
y Michael Sedivoj. Maier era miembro de la recién formada cofradía de los
Rosacruces y un destacado paracelsista y alquimista. Llegó a ser conde
palatino y secretario privado del emperador y dejó escrito un
importantísimo texto sobre la Alquimia y la iniciación en el Arte Sagrado,
conocido como Atalanta Fugiens. Por su parte, el polaco Michael Sedijov,
más conocido como Sendivogius, publicó entre 1604 y 1614 numerosos
trabajos sobre la alquimia.
Pero entre grandes iniciados y adeptos de la Gran Obra también se
mezclaron charlatanes y embaucadores de diversa índole. Es el caso del
mago inglés Edward Kelley –ver recuadro-, que se aprovechó del
pensamiento mágico del emperador para obtener riquezas de forma
sencilla.

Magia y astronomía

Algunos eruditos de renombre que sentarían los pilares de la ciencia y la


astronomía modernas también tuvieron un lugar en la corte y gozaron del
favor imperial, a pesar de que entonces, no se podía hablar de astronomía y
ciencia como las conocemos hoy en día, pues los astros no habían perdido
el carácter sagrado que les reconocían los primeros cristianos, y a la
promulgación de leyes físicas se unía la superstición, la providencia y la
concepción aristotélica del universo.
Uno de los más conocidos astrónomos que encontró en la figura de Rodolfo
a un mecenas fue Tycho Brahe. Durante años dicho personaje estuvo al
servicio de Federico de Dinamarca, quien construyó para él el observatorio
de Uranienborg, uno de los más célebres de la época; pero a la muerte del
soberano sus trabajos fueron cuestionados, se congelaron sus ingresos y
Brahe huyó ante la amenaza de ser investigado por la Inquisición. Cuando
llegó a Praga, en 1599, dicen los cronistas que era un vanidoso
insoportable, pero fue uno de los más brillantes astrónomos
pretelescópicos.
Gracias a sus conocimientos y al afán de mecenazgo de Rodolfo, consiguió
pronto convertirse en astrólogo y matemático imperial, obteniendo grandes
riquezas y un observatorio. Pero sin duda lo que más llamó la atención del
emperador fue la capacidad profética de Tycho.
Nadie dudaba entonces en la corte de que el astrónomo predecía el futuro y
era capaz de penetrar en los misterios celestes, al igual que de curar las
enfermedades. De hecho, un elixir que llevaba el nombre del matemático y
que supuestamente tiene virtudes terapéuticas se vendía por aquel entonces
en toda Praga y sus alrededores. Brahe preparó a su vez un brebaje para
Rodolfo que contenía melaza, oro potable y tintura de coral, y el emperador
atribuyó al bebedizo durante toda su vida facultades milagrosas.
El soberano bohemio se guió siempre por las predicciones del astrólogo,
sin embargo, éstas fueron normalmente de signo funesto. Brahe predijo que
Rodolfo moriría poco después que su león, la mascota imperial, y que sería
asesinado por un hombre de la Iglesia, lo que provocó un auténtico delirio
en el soberano, que siempre se creyó perseguido, y provocará también
consecuencias diplomáticas nefastas, cuando expulsó a los capuchinos de
Praga, al creer que tramaban un complot para asesinarlo.
Más relevante aún para la ciencia del futuro que la presencia de Brahe en la
corte imperial sería la llegada de Johannes Kepler, quien trabajaría mano a
mano con el primero. Kepler, siguiendo la obra de Copérnico De
revolutionibus orbium caelestum libri VI, estaba convencido de que su
sistema doctrinal era correcto. Afirmaba que la Tierra giraba alrededor del
Sol y que no era el centro del universo, corriendo el peligro de ser quemado
por hereje.
Nueve años después de la muerte de Brahe –que nunca aceptó los
postulados de su pupilo, aún sabiendo que eran correctos, debido a sus
convicciones religiosas–, Kepler, ya convertido en astrónomo y matemático
imperial, publicó Astronomia Nova, enunciando las dos primeras leyes que
permitirían más tarde a Newton enunciar el principio de atracción
universal.

El ocaso de un imperio

Aquella tolerancia con personajes sospechosos de herejía o que rozaban la


heterodoxia, unido a las concesiones que Rodolfo II daba a los protestantes
–a pesar de considerarse siempre un buen católico–, provocó que la Santa
Sede interviniera en el asunto y que se convirtiera en persona “non grata”
en los círculos papales, planeando sobre su persona las sospechas de que
coqueteaba con la magia negra.
Los nuncios enviados por la Santa Sede, que el emperador se negaba a
recibir en audiencia, pronto informaron al pontífice de que Rodolfo II
estaba endemoniado. Las gentes del pueblo comenzaron a creer también
que había sido hechizado; casi nadie dudaba ya de que Su Majestad estaba
poseído, pues daba cobijo en su castillo a astrólogos, espiritistas, videntes,
magos, nigromantes, alquimistas… e incluso concedió una audiencia
secreta –quizá fueran más, aunque no tenemos evidencias documentales– a
Yehuda Löw, el gran rabino famoso en Praga por ser el artífice, según la
leyenda, de la mítica criatura conocida como el Golem, un ser con vida
propia fabricado a partir de materia inanimada célebre en los relatos del
misticismo judío.
Nadie supo de qué hablaron pero es bastante probable, casi seguro, que el
tema versaría sobre algo relacionado con las ciencias ocultas. No es
descabellado pensar, como señalan algunas fuentes, que además el rabino
iniciara al emperador en la cábala hebrea.
Rodolfo consiguió burlar en varias ocasiones la vigilancia de la Santa Sede
pero a medida que se acercaba al ocaso de su reinado eran demasiados los
problemas que se cernían sobre él: el imperio turco, que no dejaba de
avanzar y conquistar tierras; la cuestión religiosa, con el eterno
enfrentamiento entre católicos y protestantes; la situación caótica de
Polonia y Transilvania… además de las numerosas y retorcidas
conspiraciones de su hermano Matías con la intención de derrocarle.
Rodolfo II ya no aguanta más, cada vez estaba más trastornado, ya no
recibía a los embajadores extranjeros, no gobernaba… Tenía plena
convicción de que todos sus agentes y súbditos conspiraban contra él para
matarle. En una ocasión intentó acuchillar a uno de ellos, de nombre
Rumpf, que logró salvarse por los pelos. Inmediatamente después de la
agresión, rompió un cristal de la estancia en la que se encontraba y con uno
de los pedazos intentó seccionarse la garganta, aunque sus sirvientes se lo
impidieron. En una sociedad de fuertes valores religiosos, ya nadie dudaba
de que estaba endemoniado.
Asimismo, su hijo ilegítimo, Julio César, completamente enajenado,
acostumbraba a maltratar a los animales hasta la muerte y atacaba sin
piedad a los criados. Era casi inevitable que acabara cometiendo un crimen.
Avisado por los sirvientes de las tropelías de su hijo, Rodolfo decidió
enviar a Julio César al castillo de los Rozmberk, un lugar extraordinario de
Bohemia del Sur donde su señor, Guillermo, también reunió a una gran
multitud de artistas y de alquimistas.
Muy cerca de la fortaleza se encontraban los baños del cirujano-barbero
Pichler, cuya hija, Marketa Pichlerova, una hermosa joven, despertó la
pasión del depravado Julio César. Éste consiguió embaucarla y llevarla a
sus dependencias. En una ataque de furia, le arrancó los vestidos, la violó y
la atacó con un cuchillo, con el que le causó múltiples heridas, para después
arrojarla por una de las ventanas del edificio.
Milagrosamente, la joven salvó su vida y, gravemente herida, huyó del
castillo y se dirigió a la barbería para pedir ayuda a su padre. Obstinado a la
vez que loco, Julio César no cedió ante la negativa del barbero a entregarle
de nuevo a su hija; prendió a Pichler y le condenó a muerte, pena que
ejecutaría a no ser que Marketa volviese a su lado. No le quedó más
remedio a la desdichada joven, que hubo de regresar al castillo.
Una vez allí, Julio César no tardó en vengarse de lo que consideraba una
afrenta: apuñaló a la muchacha en el vientre, le sacó los ojos, le arrancó las
orejas y los dientes y la despedazó, tras aplastarle el cráneo a patadas. El
asesino, cubierto de sangre y excrementos, lloraba y besaba los pedazos
para después aferrarse a los barrotes de la ventana aullando como un
animal salvaje. El adjetivo dantesco se queda corto para imaginar tamaña
escena. Los sirvientes, aterrorizados, avisaron después al emperador. A
pesar de ser su hijo, don Giulio fue sentenciado a cadena perpetua.
Encerrado en prisión, murió sólo y loco a los 24 años.
Rodolfo II ya no podía más. Derrotado y sin fuerzas para afrontar las
conspiraciones y las luchas por el poder, además de su propio infierno
personal, se vino abajo. Ya no recibía a nadie, sufría de alucinaciones,
ataques de pánico y trastornos de tipo obsesivo compulsivo. Convencido de
que existía una conspiración para acabar con su vida, llegó un día en el que
comía solo en su habitación –cuyas ventanas hizo cubrir con cortinas
completamente negras para no ser visto desde el exterior–. Se hizo servir
siempre por el mismo mayordomo, la misma comida, en el mismo plato y
en el mismo rincón.
Al no ocuparse de los asuntos de Estado, la administración central del
Imperio quedó paralizada por completo. Como anteriormente hizo su padre
Maximiliano, jamás volvió a recibir a un sacerdote y cogió un auténtico
pánico a Dios y a los sacramentos; una de los principales “pruebas”, según
los nuncios papales, que demostraban que el emperador estaba
endemoniado, es que blasfemaba en numerosas ocasiones y palidecía ante
la presencia de la cruz…

La traición y la muerte

En esta lamentable situación, alimentada por la superchería de los que le


rodeaban, pasó el emperador de los alquimistas y mecenas de los sabios sus
últimos años de vida. Su hermano Matías, que se aliaba con católicos o
protestantes según soplara el viento, logró finalmente su objetivo: movilizó
un gran ejército que se situó a la mismas puertas de Praga y consiguió que
Rodolfo renunciara a los tronos de Hungría, Bohemia y Moravia. El 11 de
noviembre de 1611, Matías le obligó a que firmase su abdicación.
Rodolfo II de Habsburgo, desolado y triste, estaba cada vez más enfermo;
sufría de terribles dolores y sus piernas se hincharon tanto que no pudo
quitarse las botas durante dos días. Cuando los médicos de cámara
decidieron rajárselas la gangrena ya había hecho acto de presencia. Sin
embargo, siguiendo con su habitual e intransigente comportamiento, se
negó a que le vendaran las heridas y rechazó los remedios de los médicos.
Sólo ingería un elixir preparado por el alquimista Sethon, compuesto de
ámbar y bezoar. Sin embargo, ningún elixir pudo burlar al destino y
Rodolfo II moría, destronado y abandonado por todos, el 20 de enero de
1612, a las siete de la mañana, poco después que su león y sus dos águilas
imperiales negras, como había profetizado años atrás Tycho Brahe.
Por su parte, Matías, viejo y enfermo, reinó poco tiempo y no pudo frenar
las cada vez más fuertes disputas entre católicos y protestantes. Parecía
temer a su difunto hermano, cuya presencia fantasmal dicen que sentía
vagar por las estancias del castillo de Praga. Una maldición parecía
vengarse de su soberbia y ambición. Murió tan abandonado como Rodolfo,
menos querido aún por el pueblo, que recordaba con añoranza al emperador
mago como “el buen señor”.

ANEXOS:

El gabinete de las maravillas

El afán coleccionista de Rodolfo II se vio plasmado en la creación del


conocido como “Gabinete de las Artes y de las Maravillas”, una especie de
antecedente de los museos modernos que de los siglos XVI al XVIII formó
parte de la colección privada de reyes, nobles y eruditos. En unas salas
creadas específicamente en el Hradschin, Rodolfo reunió cientos de vitrinas
y armarios rebosantes de objetos de todo tipo. Nunca sabremos realmente
cuántos formaron parte de su colección privada, pues tras la muerte del
emperador muchos fueron desperdigados y el castillo sufrió numerosos
saqueos.
No hace muchos años se descubrió el inventario realizado por el
miniaturista Daniel Fröschl a principios del siglo XVII, que ha arrojado
algo de luz sobre el contenido del “Gabinete maravilloso”. La lista es
interminable y fascinante, pues sus embajadores y mercenarios le traían
curiosidades de todo el mundo: medallas, amuletos, esculturas, péndulos,
armas, medallas, piedras preciosas (amatistas, ágatas…) y un largo etcétera
entre los que se encontraban piezas a las que Rodolfo atribuía un poder
mágico, sobrenatural: manuscritos extraños como el Voynich; el famoso
salero de Benvenuto Cellini, la mismísima vara o báculo de Moisés, junto a
un poco de lodo del valle del Hebrón, donde según la Biblia Dios modeló a
Adán… Dos clavos del arca de Noé, bezoares (la secreción gástrica de un
animal a la que se atribuían en la época poderosos efectos terapeúticos); un
cocodrilo embalsamado, cálices fabricados con cuernos de rinoceronte que
servían para contener veneno, figuras egipcias, anteojos, corales…
Además, coleccionaba numerosas reliquias como su tío Felipe II y mostró
un gusto morboso por lo horrendo y lo extravagante. Rodolfo poseía en su
Gabinete monstruos bicéfalos y raíces de mandrágora.
Retorcido y extravagante, el emperador sería también coleccionista de
enanos. Los médicos de todo el reino buscaban para él los niños que
naciesen con esta enfermedad y, según el autor experto en el Voynich
Marcelo dos Santos, ordenó a sus oficiales que reuniesen por todo el
imperio gigantes suficientes para formar un regimiento de ejército.
Kelley, Dee y el Manuscrito Voynich

Edward Kelley fue un alquimista inglés conocido principalmente por sus


viajes junto al ocultista John Dee y por actuar para éste como médium en
sus sesiones espiritistas en el marco de sus trabajos enoquianos. Kelley
estuvo encerrado en varias ocasiones por farsante y llegaron a cortarle las
dos orejas como pena por falsificación, por lo que se dejó el pelo largo y
siempre lucía un gorro que le tapaba gran parte de la cabeza.
Dee llegó junto a Kelley a Praga en agosto de 1584, huyendo de las
posibles represalias del rey de Polonia Esteban Bathory, cuya sucesión
habían jugado a anunciar proféticamente. La presencia de Dee, protestante
declarado, en Bohemia, despertó controversias entre los católicos, e incluso
el Papa se alarmó por la deplorable fama del mago, sospechoso de practicar
la nigromancia y de haber firmado un pacto con el diablo.
Rodolfo, protector de heterodoxos, ocultó a Dee en el castillo de Trebon,
lugar donde éste prosiguió con sus misteriosas investigaciones. Cuenta la
tradición que tanto Dee como Kelley consiguieron venderle por una ingente
cantidad de dinero el archifamoso Manuscrito Voynich que, a pesar de no
haber sido todavía descifrado ni siquiera por los mejores expertos en
criptografía de la NASA, algunos autores apuntan a que pudo ser una
brillante falsificación de Dee, un hombre sin duda adelantado a su época.
Sin embargo, el mago inglés, acosado por distintos frentes, acabó
marchándose de Praga a su país natal, Inglaterra. Kelley por el contrario, se
quedó a servir al emperador, obteniendo de él grandes riquezas, haciendo
creer al soberano que había logrado la tan ansiada transmutación de los
metales, un oro que traería la bonanza económica de nuevo al imperio.
Kelley se convirtió en consejero imperial y en 1588 fue nombrado
caballero de Bohemia. Gracias a ello, poseyó tierras y aldeas y desposó a
una rica heredera. Adquirió además una serie de casas en Praga, incluso
aquella que según la leyenda había ocupado el legendario Fausto, la
Faustum Dum. A partir proliferaron las leyendas: algunos vieron al
nigromante sobrevolando Europa a la grupa de Mefistófeles, convertido en
un caballero alado.
Pero kelley, agasajado por sus riquezas y su poder político, bajó la guardia.
Llegó un momento en el que dejó de persuadir al emperador con falso oro e
incluso llegó a matar a un cortesano de origen noble, Jiri Hunkler, durante
un duelo, lance prohibido en la corte bajo pena de muerte. El charlatán
colmó así la paciencia del monarca y fue arrestado. Pasó en la cárcel dos
años y medio, tras los cuales intentó escaparse deslizando una cuerda por la
torre de Chuderka, donde se hallaba encerrado, con tan mala suerte que esta
se rompió y éste se fracturó gravemente una pierna. La gangrena se
apoderó de la misma y un cirujano hubo de extirpársela, sustituyéndola por
una de madera.
Por aquél entonces Kelley había caído en desgracia en la corte, y aunque en
un último intento desesperado por salvar el pellejo escribió un tratado
alquímico para el emperador, titulado De lapide philosophorum,
permaneció en prisión hasta que un veneno fulminante preparado por su
esposa acabó con su vida en 1597.

Texto publicado originalmente en la revista ENIGMAS en 2007.


Todos los derechos reservados.

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