La psicología cultural del desarrollo humano.

Una propuesta emergente

La psicología cultural del desarrollo

humano. Una propuesta emergente
Moisés Esteban Guitart
Departament de Psicologia, Universitat de Girona, España

Resumen
El trabajo que se expone pretende delimitar las coordenadas teóricas de la psicología
cultural del desarrollo humano. Para ello se postulan tres principios de la psicología cultural,
se discuten cinco universales del desarrollo humano y se ilustra el carácter cultural de la
socialización familiar, la vinculación afectiva y el término “adolescencia”.
En este documento se entiende por psicología cultural del desarrollo humano el estudio
del ciclo vital o cambio psicológico de las personas como resultado de la participación en
prácticas socioculturales que moldean el curso de la acción humana. Entendiendo que las
prácticas socioculturales son instrumentos materiales y simbólicos acumulados a través del
tiempo, transmitidos mediante procesos sociales, que suministran recursos para el desarrollo
de la mente.

Palabras clave: Psicología cultural, desarrollo humano, prácticas socioculturales,

instrumentos culturales

The cultural psychology of human

development. An emerging proposal

Abstract
The purpose of this theoretical paper is to analyze the cultural psychology of human
development. It is suggested three principles of cultural psychology, five human development
universals, and the role of cultural artifacts or tools in socialization, attachment and
adolescence. By cultural psychology of human development I mean the study of development
across the life span in relation to people develop as participants in sociocultural practices
and circumstances of their communities. I argue that sociocultural practices consists of
material and symbolic tools that accumulate through time, are passed on through social
processes, and provide resources for the developing mind.

Key words: Cultural Psychology, Human Development, Sociocultural Practices, Cultural

Tools

Email: moises.esteban@udg.edu

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Psicología y Ciencia Social
Introducción
A lo largo de la década de los 90 del siglo XX se publicaron
una serie de libros que certificaron la emergencia de una
manera de ver y hacer psicología (Bruner, 1990; Cole, 1996;
Ratner, 1997; Shweder, 1991; Wertsch, 1991). A pesar
de que los orígenes más o menos contemporáneos de la
psicología cultural pueden remontarse a la “psicología de los
pueblos” de Wundt (Cole, 1996; Esteban y Ratner, en prensa),
no es hasta el intercambio de siglo que esta disciplina se ha
consolidado. Buena muestra de ello son los tres Handbooks
recientemente aparecidos y que agrupan buena parte de
los científicos sociales que trabajan bajo esta perspectiva
(Daniels, Cole & Wertsch, 2007; Kitayama & Cohen, 2007;
Valsiner & Rosa, 2007). También en la década de los 90
del siglo pasado aparecieron cinco importantes trabajos
que aplicaron la psicología cultural al ámbito de estudio
del desarrollo humano (Rogoff, 1990; Shweder, Goodnow,
Hatano,
LeVine, Markus, & Miller, 1998; Tomasello, 1999; Valsiner,
1996). Trabajos que demostraron la posibilidad de una
psicología cultural del desarrollo humano.
El propósito de este artículo es presentar algunas bases
teóricas que fundamentan esta disciplina de conocimiento.
Aquí entendemos por “psicología cultural del desarrollo
humano” el estudio del ciclo vital bajo la premisa de que
mente y cultura se constituyen mutuamente. Es decir, que no
es posible comprender los procesos de cambio psicológico
de las personas al margen de las circunstancias históricas,
sociales y culturales que les dan forma y contenido. Barbara
Rogoff (1990, p. 12) lo expresa con las siguientes palabras:
“El desarrollo cognitivo de los niños es un aprendizaje: tiene
lugar a través de la participación guiada en la actividad
social con compañeros que apoyan y estimulan su comprensión
y su destreza para utilizar los instrumentos de la cultura”.
Ello supone reemplazar el modelo imperante sesgadamente
racionalista de la psicología cognitiva según el cual la mente
humana es algo universal, uniforme, con sus propias leyes y
sus propios mecanismos. Siguiendo a Piaget (1990), algo que
se desarrolla a merced de fuerzas internas de asimilación
y acomodación para restablecer la equilibración de las
estructuras intelectuales. Contrariamente, la sospecha de la
psicología cultural es que no hay expectativas, pensamientos,
creencias religiosas o enfermedades mentales “naturales”,
independientes de las determinaciones histórico-culturales; de
la misma manera que no hay lenguas o cerebros “naturales”
porque tanto el acento como la estructura cerebral responden
a la presión del nicho ecológico bajo el cual los individuos nos
desarrollamos.
En la primera parte del documento y, siguiendo con trabajos
anteriores (Esteban, 2008a; 2010), voy a proponer tres
principios que, bajo mi punto de vista, gran parte de los
psicólogos culturales contemporáneos se atreverían a
defender. Aún siendo consciente de que la psicología cultural
no es un coro unísono (Ratner, 1999). Estos principios son: 1) la
Volumen 12, Núms. 1 y 2, 2010
consideración de la cultura en tanto tercera fuerza, es decir,
organizadora y moldeadora de la relación e interacción
entre los organismos y sus entornos (ello nos remitirá al
modelo ecológico de Bronfenbrenner); 2) la vivencia como
unidad de análisis de la psicología (retomando una vieja y
quizá olvidada cuestión que propuso Vygotsky en relación
a su psicología del desarrollo humano) y, finalmente, 3) la
plasticidad del cerebro y la orgánica biológica. Es decir,
la fundamentación biológica de la psicología cultural. En la
segunda parte voy a discutir cinco universales subyacentes
al desarrollo humano y que permiten delimitar la frontera
entre nuestra especie y otras especies animales no humanas
(Esteban, 2010): 1) la intencionalidad compartida y
la comprensión social; 2) la apropiación de artefactos
culturales; 3) La vinculación afectiva y social; 4) El andamiaje
sociocultural y 5) la narratividad de la acción humana.
Finalmente ilustraré el carácter culturalmente mediado de
la ontogénesis humana. Aun partiendo de ciertos rasgos que
parecen ser comunes a las personas en distintas culturas, los
universales funcionales del desarrollo humano que no las leyes
de una supuesta mente universal, revisaré la materialización
de la idea que desarrollo y cultura van de la mano: modelos
culturales y estrategias de socialización, heterogeneidad
de la vinculación afectiva y social y ejemplificación de la
periodicidad cultural del desarrollo humano en el estadio
conocido occidentalmente como “adolescencia”.
Los tres principios de la psicología cultural
Probablemente fue Urie Bronfenbrenner (1979), con el
permiso de Vygotsky y otros históricos de la psicología del
siglo XX, el primer psicólogo que plantea seriamente una
psicología del desarrollo bajo una perspectiva ecológica o
cultural. Al menos ofreció, cosa que Vygotsky no hizo, una
cartografía del contexto o ambiente que le sirvió para
distinguir entre el microsistema (el entorno más inmediato
y en el que participamos activamente), el mesosistema (la
relación entre dos o más microsistemas), el exosistema
(entornos que no participamos directamente pero que
afectan al meso y al micro) y el macrosistema o condiciones
económicas, ideológicas, axiológicas de una determinada
unidad cultural (país, nación, territorio). Si bien es verdad
que para Bronfenbrenner el desarrollo se produce como
resultado de la interacción permanente, progresivamente
más compleja, entre un organismo y los objetos, personas y
símbolos de su derredor –lo que llamó “procesos proximales”
(Bronfenbrenner, 2005); también es verdad que estos
procesos que se realizan en microsistemas (una lectura de un
cuento en la escuela o el juego simbólico entre dos hermanos
en casa) están culturalmente diseñados. Es decir, están bajo el
influjo del macrosistema.
Esta me parece la aportación más valiosa de dicho autor
ya que aporta algo novedoso a la clásica ecuación de Kurt
Lewin según la cual la conducta humana es el resultado (es
función) de la interacción entre el organismo y el medio.
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La psicología cultural del desarrollo humano. Una propuesta emergente
Lo que Bronfenbrenner nos viene a decir, recientemente
reivindicado por la psicología macro cultural de Ratner (en
prensa), es que hay una tercera fuerza, llamémoslo cultura,
que moldea a la vez el organismo y el entorno, de modo que
acaba organizando la conducta o el desarrollo humano.
Las instituciones sociales, los artefactos y los conceptos
culturales (Ratner, 2006) –el macrosistema de Bronfenbrenner-
son las piezas que acaban moldeando el diseño o la
arquitectura de los entornos (no es lo mismo una escuela
americana que una europea, o un restaurante italiano que un
restaurante japonés), así como de los organismos (tampoco
tienen el mismo cerebro un japonés, por ejemplo, que un
americano, o un músico profesional que un aprendiz del
ajedrez). La actividad situada, pero culturalmente diseñada,
es el escenario o geografía psicológica y vital (Esteban,
2010) a través de la cual el desarrollo humano se produce,
toma forma y contenido.
De modo que la globalización, el cristianismo, el judaísmo, el
capitalismo americano, el comunismo chino o la sociedad de
consumo son macro factores culturales que construyen ciertas
psicologías: ciertas identidades, motivaciones, pensamientos,
enfermedades (Esteban, en revisión; Ratner, 2006). Mientras
que un contexto educativo intercultural puede fomentar
el respeto y la convivencia entre grupos tradicionalmente
enfrentados, así como la identidad étnica y social de los
participantes (Esteban, 2009a; 2009c; Esteban, Bastiani y
Vila, 2009; Esteban y Bastiani, 2010; Esteban y Vila, 2010;
Esteban y Bastiani, en prensa), los problemas económicos que
asolaron los Estados Unidos durante la Gran Depresión de los
años 30 supuso el aumento de la irritabilidad, el nerviosismo
y los cambios de humor de las padres estudiados y las madres
estudiadas, lo que hizo aumentar la tendencia a disciplinar
a los niños y niñas de forma autoritaria e inconsistente.
Comportamientos que predijeron rabietas y negativismo en
niños pequeños y malhumor, preocupación, tristeza, inhibición
y bajas expectativas educativas en los adolescentes (Elder,
1974). En definitiva y, siguiendo con este primer principio de
la psicología cultural del desarrollo humano, la conducta de
las personas es un producto cultural. Entendiendo por “cultura”
ciertas formas explícitas e implícitas de vida compartida,
acumuladas y transmitidas a través del andamiaje social,
encarnadas en patrones de actividad, instituciones, conceptos
y artefactos culturales, que permiten proyectar, ordenar y
guiar el curso de la actividad humana (Esteban, 2010).
Por formas de vida explícitas se quiere decir ciertos
artefactos (como un libro, un ordenador, una bandera) e
instituciones educativas, sociales, políticas. Mientras que por
formas de vida implícitas se entiende conceptos, normas,
reglas tácitas que regulan nuestra actividad y que subyacen
a un determinado grupo humano. Por ejemplo, dar dos besos
en España cuando se conoce a alguien o alzar la mano en
un restaurante cuando queremos la cuenta. En este sentido,
la misión de la psicología cultural del desarrollo humano es
esclarecer la mutua constitución entre el cambio psicológico y
la cultura (formas explícitas e implícitas de vida compartida)
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a través del análisis de los recursos semióticos de una
comunidad: sus artefactos, discursos, narrativas, instituciones,
conceptos, expectativas e ideas. Dicho con otras palabras,
se trata de averiguar la dinámica cultural o “geografía
psicológica” (Esteban, 2010) subyacente que explica el
origen, la función y las características de un determinado
fenómeno psicológico.
El segundo principio alude a la unidad de análisis de la
disciplina en cuestión, es decir, de la psicología cultural del
desarrollo humano. Una unidad de análisis es aquello que
representa e incluye las fuerzas y características de lo que uno
o una quiere estudiar. En nuestro caso, se trata de buscar una
unidad de análisis que contemple el organismo (el desarrollo
humano) en su mediación cultural. “Podemos señalar así mismo
la unidad para el estudio de la personalidad y el medio. En
psicología y psicopatología esa unidad se llama vivencia. La
vivencia del niño es aquella simple unidad sobre la cual es
difícil decir si representa la influencia del medio sobre el niño
o una peculiaridad del propio niño. La vivencia constituye
la unidad de la personalidad y del entorno tal como figura
en el desarrollo (…) la verdadera unidad dinámica de
la conciencia, unidad plena que constituye la base de la
conciencia es la vivencia” (Vygotski, 1996, p. 383).
La “vivencia” o modo de “experimentar algo”, “interpretar”,
“dar sentido y significado” es el resultado de las características
del organismo en desarrollo (sus conocimientos previos, sus
experiencias sociales, sus rasgos de personalidad) y las
características del entorno (las instituciones, artefactos,
conceptos). En este sentido, el desarrollo humano se concibe
como un cambio perdurable en el modo en que una persona
interpreta, percibe, experimenta su ambiente y se relaciona
con él (Bronfenbrenner, 1979). Por ejemplo, no actuará de la
misma manera un niño de 7 meses, de 2 años o de 15 frente
a unos mismos objetos: una televisión, una pelota y un papel
con un lápiz. En función de la concepción, culturalmente y
evolutivamente coloreada, que tenga la persona en desarrollo,
realizará una u otra acción: encenderá la televisión, jugará
a pelota o hará un dibujo. Por lo tanto, el psicólogo cultural
interesado en estudiar el desarrollo humano intenta captar
los “actos de significado” (Bruner, 1990), la experiencia o
vivencia que uno tiene sobre algo. En este sentido la vivencia,
que incluye aspectos conceptuales, afectivos, perceptivos,
supone una “tensión irreductible” (Wertsch, 1998) entre el
organismo, por un lado, y los instrumentos culturales que
utiliza (el lenguaje, por ejemplo), por otro. Dicho con otras
palabras, no es posible separar la acción humana de la
cultura, por ello la acción siempre está mediada (Wertsch,
1991) y la vivencia, por lo tanto, también. La experiencia
humana, según esta perspectiva, se basa en la actuación
en el medio con el propósito de adaptarse a él, así como
comprenderlo e incluso modificarlo. Ello se realiza con la
ayuda de los demás (personas competentes en las formas
explícitas e implícitas de vida compartida) y las “prótesis”
culturales –como lo llamaba Bruner- encarnadas en escenarios
culturales, históricos e institucionales (Esteban, 2009b). Estos
Psicología y Ciencia Social
artefactos mediadores como el lenguaje, una determinada
imagen religiosa o una fotografía familiar dan forma a la
acción de manera esencial. En términos de Shweder (2003)
cabe considerar la existencia de mundos intencionales (una
familia, una religión, una comunidad) que existen y se
mantienen debido a la existencia de personas intencionales
cuyos deseos, expectativas, creencias están conformados y
conformadas por y dirigidos a aquéllos.
Finalmente el último principio, que no es más que un corolario
de los dos primeros, sostiene que la orgánica biológica no
es posible sin la orgánica, geografía o arquitectura cultural.
Dicho con otras palabras, que no es que el “gen de la
inteligencia”, la “neurona del lenguaje” o el “neurotransmisor
de la depresión” actúen de “dentro hacia fuera”, sino que
es la cultura que moldea, en función del uso, las conexiones
neuronales y con ellas permita el desarrollo del cerebro
humano. En neurociencia este principio se llama “plasticidad
neuronal”. Es decir: la capacidad de modificar las conexiones
neuronales, las estructuras anatómicas y la activación de las
zonas cerebrales en función de la experiencia (Huttenlocker,
2002). Dicho con otras palabras, la programación genética
no es suficiente para producir un desarrollo cerebral normal
(el caso de los “niños salvajes” –criaturas abandonados o
criadas por animales en lugar de personas- es buena muestra
de ello). Se requiere de la estimulación ambiental, y es a
partir y a través de esta estimulación que el cerebro y la
arquitectura orgánica toma una forma u otra. Hoy sabemos,
por ejemplo, que los japoneses procesan sonidos y música
en el hemisferio izquierdo, mientras que los occidentales lo
hacen en el hemisferio derecho.
Ello es debido al impacto que tiene el lenguaje en la
orgánica cerebral. Dicho con lenguaje informático, un
cerebro “formateado” con “1s y 0s” de la lengua japonesa
es distinto a un cerebro “formateado” en inglés. Tadanobu
Tsunoda, el inventor de una máquina que lleva su nombre y
que permite determinar en qué sitio del cerebro se procesan
los sonidos, concluye que el cerebro de un japonés es único
e irrepetible (Tsunoda, 1985), conclusión que se puede
extrapolar a un cerebro de una persona de otra cultura.
No obstante, japoneses que son criados en Estados Unidos
llegan a procesar los sonidos en el hemisferio derecho. En
este sentido, sabemos que durante los diez primeros meses
de vida, los japoneses pueden detectar la diferencia entre la
R y la L, a pesar de que en el idioma japonés esta diferencia
no existe. En cambio, neonatos japoneses educados en los
Estados Unidos aprenden, sin dificultad, dicha diferenciación.
Los cinco universales del desarrollo humano
Afirmar el matrimonio entre mente y cultura tampoco conlleva
suponer que un americano o un japonés estén condenados
a no entenderse. No en vano, ellos forman parte de una
misma especie. Por lo tanto, se supone que ellos comparten
ciertos rasgos o características. Precisamente Rogoff
(2003) ha insistido en rastrear regularidades culturales en
distintas comunidades. Parece que todos los grupos humanos
desarrollamos vínculos afectivos, nos organizamos en base
Volumen 12, Núms. 1 y 2, 2010
a la especialización de roles comunitarios y familiares y
participamos en actividades comunitarias con personas
competentes en el uso de artefactos valorados por una
determinada comunidad de referencia. Dando oportunidad
a las criaturas para incorporarse a las formas explícitas e
implícitas de vida compartida (ya sea aprendiendo a leer
y escribir en la escuela o aprendiendo a tejer vestidos
con la madre o hermana mayor); manteniendo relaciones
jerárquicas y horizontales y, ofreciendo estrategias para
la supervivencia, todas las comunidades parecen formar
parte de un mismo tronco común. Aunque los roles sean
distintos, todos y todas ejercemos roles, aunque las relaciones
interpersonales, los procesos de socialización o el desarrollo
cognitivo estén culturalmente dictados, todas las personas se
someten a dichos procesos. Incluso parece ser que todas las
culturas marcan transiciones a lo largo de la vida, aunque
estas puedan ser disímiles entre distintos grupos humanos.
En definitiva, que la psicología cultural del desarrollo
humano supone la existencia de una serie de universales o
aspectos compartidos por todas las personas más allá de las
idiosincrasias culturales.
Más concretamente, podemos postular la existencia de
cinco principios o cinco universales del desarrollo humano
(Esteban, 2010). Evidentemente se trata de una elección
arbitraria que deja fuera propuestas como las de Bruner
(2003) y Greenfield (2009b), quiénes consideran que toda
cultura conlleva cierta tensión entre la libertad individual, la
persona, y la pertenencia al colectivo, el grupo. La libertad
-independencia- y el individualismo, por un lado, frente a
la pertenencia -interdependencia- y colectivismo, por otro.
Se trata de ideales sociales que generan distintos guiones
culturales influyendo la trayectoria del desarrollo individual
de las personas (Keller, 2007).
1) El primer principio que se postula es el de la “intencionalidad
compartida”, la hipótesis de Tomasello según la cual como
especie tenemos una motivación específica para compartir,
con otros seres humanos, estados psicológicos y formas
exclusivas de conocimiento y evolución cultural. Aspecto que
posibilita participar en actividades de colaboración, con
intenciones y objetivos compartidos.
Parece que nuestra especie está inclinada a compartir la
atención y el interés con otras personas por el simple hecho
de hacerlo. Por ejemplo, cuando un niño enseña un balón
a su madre puede no buscar nada a cambio, simplemente
compartir cierta información o cierto estado psicológico
(su vivencia del mundo). Esta capacidad psicológica de
compartir intenciones, objetivos, expectativas no parece estar
al alcance de otras especies de primates no humanos como
los chimpancés, que colaboran y comparten con el objetivo
último de garantizar la supervivencia de la especie, es decir,
bajo cierta orientación individualista en conseguir saciar
alguna necesidad vital (comer, alimentarse, reproducirse,
limpiarse, etc.) (Hermann, Call, Hernández-Lloreda, Hare,
& Tomasello, 2007). Ello hace que frente a un determinado
aprendizaje social las personas se pongan en el punto de
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La psicología cultural del desarrollo humano. Una propuesta emergente
vista del enseñante, mientras que los primates simplemente
reproduzcan estrategias ya asimiladas (Tomasello, 1999).
Esta sería la explicación de la enorme riqueza y transformación,
acumulada generación tras generación, de los instrumentos o
artefactos culturales, auténticas células del pensamiento y la
vida en sociedad (Cole, 1996). Los códigos éticos y morales,
el matrimonio, los libros, la educación artística solamente son
posibles si uno o una es capaz de atender conjuntamente,
compartir la experiencia y ponerse en el punto de vista del
otro u otra.
2) Precisamente la propensión humana a compartir propósitos,
expectativas, conocimientos explica el segundo universal: el
uso de artefactos culturales. Mientras que chimpancés son
hábiles a la hora de resolver problemas físicos o conseguir
objetos deseados con la ayuda de instrumentos (un palo para
conseguir comida); los hombres y las mujeres construyen y
modifican artefactos, que evolucionan con el tiempo y que
se transmiten gracias al “andamiaje social” (tercer principio
que analizaremos a continuación). Los artefactos culturales,
a diferencia de los instrumentos que utilizan los chimpancés,
son artilugios a la vez ideales (simbólicos, conceptuales) y
físicos (materiales) que permiten regular, orientar y proyectar
la conducta humana.
Un despertador nos levanta por la mañana, un ordenador
expande nuestra memoria, un semáforo nos indica cuando
cruzar, una cruz en la pared nos representa una determinada
ideología. En definitiva, el desarrollo humano es el producto
de la creación y utilización (interiorización, apropiación)
de artefactos culturales (lenguaje, oral y escrito, notación
matemática, alfabetización digital, etc.) que regulan nuestra
psique y nuestra conducta (Vygotsky, 1979). De modo que a
diferente dieta cultural o consumo de artefactos simbólicos,
diferente será el desarrollo de las personas. No se construye
la identidad de la misma manera en un contexto rural que en
un contexto urbano (Esteban y Vila, 2010), ni tienen los mismos
efectos psicológicos los libros en relación a las televisiones
o las videoconsolas. No obstante, todos ellos son artefactos
culturales que organizan nuestro desarrollo, promoviendo
la construcción de ciertas psicologías. Hoy sabemos, por
ejemplo, que la socialización digital (Internet, video consolas,
televisión) promueve sofisticadas habilidades viso-espaciales
como la representación icónica y la visualización espacial
(Greenfield, 2009a).
3) Pero para dominar estos artefactos culturales necesitamos
que otro agente social, competente en su uso, nos enseñe su
funcionamiento. Es la clásica noción de “zona de desarrollo
próximo” de Vygotski (1979) o la metáfora del andamiaje
propuesta, inicialmente, por Wood, Bruner y Ross (1976).
Para nosotros es la dinámica y el mecanismo básico de la
educación y del desarrollo humano y podemos bautizarlo
como “andamiaje sociocultural”. Se entiende por “andamiaje
sociocultural” la participación en actividades significativas (ya
sean formales o informales) en las que los aprendices, gracias
a la ayuda de los “expertos” o personas ya socializadas y
culturizadas, aprenden los rudimentos culturales (instituciones,
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artefactos, conceptos), de la comunidad. Según Quinn (2005)
cabe destacar cuatro características universales implicadas
en la crianza infantil que contribuyen a que los retoños se
conviertan en adultos valorados culturalmente. A pesar de la
diferencia de los modelos culturales de crianza, todos ellos se
basan en lecciones más o menos constantes, que se conectan
con el estado emocional de los niños y niñas, valorando su
respuesta en tanto aceptable o no aceptable según el molde
normativo sociocultural. Unas criaturas que padecen estar
predispuestas emocionalmente a aprender. Este diseño, según
la autora universal, asegura que el niño o niña se muestre
receptivo o receptiva a las lecciones, convirtiéndose en
enseñanzas alrededor de lo que implica y en qué consiste ser
adulto en una determinada comunidad de referencia.
4) Muchos de estos aprendizajes se dan, en primera instancia,
en el ámbito familiar. Según el principio de la “vinculación
afectiva y social” establecemos lazos de cura, unión, protección
y cooperación que nos aportan seguridad, autoestima,
facilitando la exploración del medio y el desarrollo psíquico.
Bowlby (1988) lo llamó “apego” o “vínculo afectivo” y lo
estudió en relación a la crianza y la unión que se establece
entre un hijo, hija y una persona adulta (el cuidador, la
cuidadora o ambos). En otras especies se han encontrado
indicios del apego (la “impronta” lo llamaba Lorenz (1965)),
pero quizá en la especie humana es donde se desarrolla
más a lo largo del tiempo dada la enorme fragilidad y
vulnerabilidad de las personas al nacer. Hecho que nos hace
extremadamente dependientes de los otros y otras.
5) Finalmente, antropólogos, lingüistas, sociólogos y psicólogos
parecen estar de acuerdo en que todas las sociedades
humanas, por más remotas que sean, disponen de artilugios
narrativos. Es decir, ciertas historias, mitos, relatos, cuentos,
discursos que permiten interpretar, explicar y predecir
la experiencia humana. Según Bruner (2008) constituye
un modo humano de pensamiento que permite imaginar y
construir “mundos posibles” (simbólicos) para canonizar lo
imprevisible, es decir, explicar aquello que “viola” las pautas
tácitas de explicación cultural. Cuando se quebranta “lo
dado por supuesto”, “lo esperable”, construimos historias y
relatos que mitigan el estado de confusión y perplejidad.
Relatos religiosos, discursos científicos sobre el nacimiento del
mundo y el funcionamiento de las personas, narraciones que
explican la enfermedad parecen estar implícitos en todas
las comunidades del planeta. Lo que popularmente se llama
“folklore”, “psicología del sentido común” o “cultura popular”
(Bruner, 1990). Este último principio lo podemos llamar la
“narratividad de la actividad humana” o la “narración de
historias como modo humano de comprensión”.
Los cinco principios o universales descritos parecen estar
subyacentes a todo pueblo, ciudad, comunidad. Por lo tanto,
son los recursos de los que dispone la especie humana para
crear y transmitir su herencia cultural. En este sentido, la
ontogénesis, el desarrollo o el ciclo vital de las personas
es marcadamente cultural ya que los cinco universales
destacan, por encima de todo, el carácter marcadamente
Psicología y Ciencia Social
social de nuestra especie. Para finalizar esta presentación
de la psicología cultural del desarrollo humano vamos a ver
algunos ejemplos ilustrativos.
El carácter cultural de la ontogénesis humana
Heidi Keller (2007) y sus colaboradores han llevado a cabo
una serie de estudios con el objetivo de demostrar como la
dinámica cultural –modelos culturales- afecta las estrategias
de socialización y, consecuentemente, el desarrollo de niños
y niñas de entre 0 a 3 años. La conclusión es que familias
occidentales urbanas, de clase media y con estudios formales
difieren, en sus estrategias de socialización (modelo cultural
individualista), en relación a familias tradicionales rurales,
de economía de subsistencia, con poca educación formal
(modelo cultural colectivista). Ejemplos de las primeras serían
padres/madres de Berlín (Alemania), de Los Ángeles (Estados
Unidos) o de Atenas (Grecia). Mientras que madres/padres
de las segundas serían personas adultas de la tribu Nso de
Camerún (África) o familias Rajput de Gujarat (la India).
Mientras que el patrón de socialización prototípico
individualista (Berlín, Los Ángeles, Atenas) se basa en el
contacto cara-a-cara entre la persona adulta y la criatura,
así como la estimulación con objetos (“hacer mover un
sonajero”, por ejemplo) y un estilo discursivo que enfatiza
los sentimientos, necesidades, deseos, emociones y estados
mentales de las criaturas; el estilo prototípico colectivista
de familias Nso y Rajput se basa en el contacto corporal,
la estimulación del cuerpo a través de masajes y un estilo
discursivo apenas elaborado, esquelético, descriptivo, lleno
de significados morales y obligaciones comunales. A modo
de ejemplo, familias Nso y Rajput no pueden entender que
criaturas de menos de 3 años duerman solas, en camas
separadas. Piensan que es un modo de maltrato ya que en
sus pueblos y, según sus tradiciones (su cultura), es impensable
que la madre abandone por la noche a su criatura. Los Nso,
por ejemplo, piensan que los niños y niñas son sagrados
ya que son “regalos de los dioses” (“woon-ah nyuy”). Las
criaturas son reencarnaciones de ancestros y se deben cuidar
para que contribuyan a la comunidad y vivan en sociedad.
Familias occidentales, por otro lado, intentan que sus hijos e
hijas duerman solas, con una cama aparte, ya que se trata
de preparar a las personas para que sean autónomas,
independientes y puedan desarrollarse. Debajo estas
prácticas subyacen modelos, expectativas, ideas o conceptos
culturales distintos. Para la mayor parte de las familias de
países occidentales, hay la norma implícita de que lo bueno
para las criaturas es dormir solas, en habitaciones privadas,
para acostumbrarlas a ser autónomas. En cambio en familias
orientales como la sociedad India, los niños y niñas duermen
en la misma cama de los padres, a veces abuelos/as, hasta
los años escolares. Así, creen, es un modo de proteger la
vulnerabilidad de los retoños, anular cualquier posibilidad
de incesto, conservar la castidad femenina y respetar la
jerarquía de la comunidad.
Volumen 12, Núms. 1 y 2, 2010
Los americanos o europeos, por su lado, prefieren respetar
la norma implícita de la “pareja sagrada”, en el sentido
de disponer de intimidad y privacidad para los adultos,
así como fomentar la autonomía en sus hijos/as (aprender
progresivamente a ser autosuficiente y espabilarse sin la
ayuda de otros/otras). Lo interesante de los distintos patrones
de socialización es que permiten construir distintas personas:
más propensas a la autonomía, la resolución de pruebas que
evalúan teoría de la mente e identificación ante el espejo,
en el caso de culturas individualistas, y más propenso a la
obediencia, la norma social y la vida en comunidad en el
caso de culturas colectivistas (Keller, 2007).
El vínculo afectivo, del que antes hemos hablado, también
permite ilustrar el carácter cultural del desarrollo humano. Los
estudios clásicos de Mary Ainsworth postularon la existencia
de tres tipos de vínculos afectivos: el seguro, el ansioso-
ambivalente y el ansioso-rehuyente. La autora diseñó un
experimento, llamada “prueba de la situación extraña”, en
la que se observaba la reacción de una criatura cuando su
madre le dejaba con un desconocido para, posteriormente,
regresar. Cuando los niños y niñas lloraban frente el
abandono de la madre, tranquilizándose en su regreso,
entonces se hablaba de vínculo afectivo seguro. Si la reacción
de la criatura ante la separación era una angustia intensa,
mezclando comportamientos de apego con expresiones de
protesta, enojo y resistencia cuando la madre regresaba,
entonces se catalogaba como vínculo ansioso-ambivalente.
Finalmente, cuando la conducta de los bebés era de poca
angustia ante la separación, incluso tendiendo a evitar
la madre en su encuentro, entonces se hablaba de vínculo
afectivo inseguro-rehuyente. Un 65% de los casos mostraban
un vínculo seguro, un 25% vínculo inseguro o ansioso-rehuyente
y el 10% restante mostraban el perfil ansioso-ambivalente. Se
concluyó que el vínculo afectivo seguro era aquel que evalúa
una buena relación entre el cuidador y el niño o niña ya
que éstos se sentían lo suficientemente seguros para explorar
libremente durante los episodios antes de la separación,
mostrando angustia cuando la madre se iba y reaccionando
con entusiasmo en su regreso (Ainsworth, Blehar, Waters y
Wall, 1978). Sin embargo, estos estudios fueron realizados
con muestras americanas, ello contamina los resultados ya que
fácilmente hay un sesgo cultural. Precisamente realizando la
misma situación con familias de otras culturas se observan
patrones distintos.
En familias alemanas, por ejemplo, predomina la tipología de
vínculo afectivo rehuyente, mientras que en comunas agrícolas
israelíes (kibutz) el estilo predominante es el ansioso-
ambivalente. Ello puede explicarse en base a factores
culturales. Mientras que los alemanes valoran la frialdad del
niño al estar sin la madre, lo que mostraría independencia, los
niños y niñas criados en kibutz (en Israel) pasaban, a partir
de los 3 meses, los días y noches en ambientes comunales con
niños y niñas de su edad, exceptuando tres horas que comían
con sus padres (Heine, 2008). Estas distintas prácticas y
valores culturales fomentan distintas tipologías de vinculación
25
La psicología cultural del desarrollo humano. Una propuesta emergente
afectiva y social, lo que ilustra de nuevo la importancia de la
cultura como moldeadora del desarrollo humano. Anotamos
un último ejemplo ilustrativo.
En culturas occidentales (euro-americanas) se ha constatado
que alrededor de los 2 y 3 años las criaturas pasan por
un estadio llamado “negativismo” en el que muestran
conductas no complacientes o desafiantes, las llamadas
popularmente “rabietas”. Insignes psicólogos evolutivos como
Wallon (1979) hablan de una crisis de la personalidad, en
la que la criatura se opone a todo. No obstante, niños y
niñas de dos, tres años en otras culturas no parecen sufrir
ninguna crisis de personalidad. Especialmente en sociedades
donde las criaturas pasan la mayor parte de su tiempo a
la espalda de sus madres, como los pigmeos Aka de África
o indígenas de Zinacantan y otras regiones de Chiapas, no
se observa ningún indicio de oposición, rebelión o negación.
En Zinacantan, alrededor de los dos años, los niños y niñas
cambian su estatus: pasan de ser el bebé de la madre a
miembro del grupo de niños y niñas, pero ello no supone un
aumento de la negatividad (Rogoff, 2003).
Lo mismo sucede con la adolescencia, cinematográficamente
bautizada en occidente como un período de “Rebeldía sin
causa”. En los Estados Unidos o Europa se asocia este tramo
evolutivo a cierto conflicto debido al cambio hormonal
que supone la pubertad. Margaret Mead (1928), hace ya
muchos años, ya atestiguó la adolescencia en Samoa como
un paso de transición entre la infancia a la adultez, sin
implicar por ello un aumento de conductas antisociales. De
hecho, las conductas rebeldes, desafiantes y desobedientes
asociadas a la adolescencia no se han encontrado en todas
las sociedades estudiadas hasta el momento (Heine, 2008).
Es más, podríamos pensar que ni tan siquiera la adolescencia
existe como tal, bajo la definición occidental que se ha
comercializado. Y una muestra de ello es que, precisamente
en Occidente (Estados Unidos y Europa), está apareciendo un
nuevo estadio o período en el desarrollo humano, se trata de
la “adultez emergente”. Arnett (2007) propuso este concepto,
muy en boga en psicología, con el objetivo de captar el
impacto de los cambios socioestructurales que viven los y las
jóvenes en sociedades postindustriales.
Es un período que comprende aproximadamente de los 18
a los 25-30 años de edad y presenta cinco características:
es la edad de las exploraciones de la identidad (la persona
explora varias posibilidades de amor y trabajo: con quién
quiere uno vivir o estar, qué quiere hacer y cómo lo quiere
hacer); la edad de la inestabilidad (cambiar de trabajo, de
pareja, de piso); la edad de centrarse en uno/a mismo/a
(buscando la comprensión personal necesaria para la vida
adulta); la edad de sentirse en medio (ya no se es adolescente
pero tampoco plenamente adulto) y, finalmente, la edad de
las posibilidades en relación al futuro (la construcción del
proyecto vital cuando son posibles muchos futuros distintos).
Para Arnett (2007) la “adultez emergente” es un fenómeno
reciente y está vinculado a las transformaciones culturales
que viven sociedades occidentales como, por ejemplo, la
26
flexibilidad y precariedad laboral (el llamado “trabajo
temporal”), la fragilidad económica (los “mileuristas”),
retardando el matrimonio (alrededor de los 30), la edad en
tener hijos/as (alrededor de los 30) y en crear una familia
propia, emancipándose del hogar paternal/maternal.
De nuevo, se trata de procesos culturales que organizan y
diseñan la vida mental, en general, y el desarrollo humano,
en particular.
La necesidad de una psicología cultural del desarrollo
humano. A modo de conclusión provisional
Los ejemplos empíricos descritos y, las bases o principios
teóricos presentados, permiten aventurar la necesidad de
elaborar una psicología del desarrollo humano que ponga
la cultura en el centro de su análisis. En un mundo marcado
por los procesos de globalización económica y pluralización
de las formas explícitas e implícitas de vida compartida
(Esteban, 2008b) se precisa de enfoques o paradigmas
teóricos que se tomen en serio la compleja dinámica cultural:
instituciones sociales, artefactos históricamente acumulados y
conceptos culturales (Esteban y Ratner, en prensa). Los cambios
demográficos que están experimentando las sociedades
contemporáneas provocan que cada vez más se vean
procedencias culturales dispares en las escuelas, institutos
y progresivamente universidades, lo que puede suponer
una mayor concienciación sobre las diferencias lingüísticas,
nacionales, étnicas entre las personas (Esteban, Vila y Bastiani,
2010). Ello puede desafiar, que no romper necesariamente,
la cohesión social de muchas comunidades pero puede
también enriquecer la comprensión de la realidad humana y
neutralizar el etnocentrismo de la psicología tradicional.
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