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ra definir el concepto de consumo: no son sino una con-
dición previa.
El consumo no es ni una práctica material, ni una
fenomenología, de la “abundancia”, no se define ni por
el alimento que se digiere, ni por la ropa que se viste, ni
por el automóvil de que uno se vale, ni por la sustancia
oral y visual de las imágenes y de los mensajes, sino por
la organización de todo esto en sustancia significante; es
la totalidad virtual de todos los objetos y mensajes cons-
tituidos desde ahora en un discurso más o menos cohe-
rente. En cuanto que tiene un sentido, el consumo es
una actividad de manipulación sistemática de signos.
El objeto–símbolo tradicional (las herramientas, los
muebles, la casa misma), mediador de la relación real,
o de una situación vivida, que lleva claramente impresa
en su sustancia y en su forma la dinámica consciente o
inconsciente de esta relación, que por lo tanto no es arbi-
trario, este objeto ligado, impregnado, cargado de con-
notaciones, pero viviente siempre por su relación de in-
terioridad, de transitividad hacia el hecho o el gesto hu-
mano (colectivo pero individual), ese objeto no es con-
sumido. Para volverse objeto de consumo es preciso que
el objeto se vuelva signo, es decir, exterior, de alguna
manera, a una relación que no hace más que significar.
Por consiguiente, arbitrario y no coherente con esta re-
lación concreta, pero que cobra su coherencia, y por
tanto su sentido, en una relación abstracta y sistemática
con todos los demás objetos–signo. Entonces se “persona-
liza”, forma parte de la serie, etc., es consumido, nunca
en su materialidad, sino en su diferencia.
Esta conversión del objeto hacia un status sistemático
de signos implica una modificación simultánea de la re-
lación humana, que se convierte en relación de consumo,
es decir, que tiende a consumirse en la doble acepción
del término: a “consumarse” y a “aniquilarse” a través
de los objetos que se convierten en la mediación obli-
gada y, muy rápidamente, en el signo sustitutivo, en el
pretexto.
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Vemos que lo que es consumido nunca son los obje-
tos sino la relación misma (significada y ausente, in-
cluida y excluida a la vez); es la idea de la relación la
que se consume en la serie de objetos que la exhibe.
La relación ya no es vivida: se abstrae y se aniquila
en un objeto–signo en el que se consume.
Este status de la relación objeto está orquestado, en
todos los niveles, por el orden de producción. Toda la
publicidad sugiere que la relación viviente, contradicto-
ria, no debe perturbar el orden “racional” de la produc-
ción, que se debe consumir como todos los demás. Tiene
que “personalizarse” para integrarse. Tocamos aquí, en
su culminación, la lógica formal de la mercancía anali-
zada por Marx: tal y como las necesidades, los senti-
mientos, la cultura, el saber, todas las fuerzas propias
del hombre están integradas como mercancía en el orden
de producción, se materializan en fuerzas productivas
para ser vendidas; hoy en día, todos los deseos, los pro-
yectos, las exigencias, todas las pasiones y todas las re-
laciones se abstraen (o se materializan) en signos y en
objetos para ser comprados y consumidos. La pareja, por
ejemplo; su finalidad objetiva se convierte en el consumo
de objetos, entre otros, de los objetos que antaño fueron
simbólicos de la relación.1
Si leemos el comienzo de la novela de Georges Pérec,
titulada Les choses (Lettres Nouvelles, 1956): “El ojo
se deslizaría primero sobre la maqueta gris de un largo
corredor, alto y estrecho. Los muros serían alacenas de
madera clara, cuyos herrajes de cobre brillarían. Tres
grabados conducirían a una colgadura de cobre, retenida
por grandes anillos de madera veteada, y que un simple
gesto bastaría para hacer que se deslizasen. Después
habría una sala de estar, de unos siete metros de largo
por tres de ancho. A la izquierda, en una suerte de al-
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coba, un gran diván de cuero negro gastado estaría
flanqueado por dos libreros de madera de cerezo silvestre
pálido, en los que los libros se amontonarían de cualquier
manera. Encima del diván un portulano ocuparía todo
el ancho del entrepaño. Más allá de una mesita baja,
al pie de un tapiz de oración de seda, clavado el muro
con tres clavos de cobre de gruesas cabezas, y que haría
juego con la colgadura de cuero, otro diván, perpen-
dicular al primero, recubierto de terciopelo castaño claro,
conduciría a un mueblecito alto con patas, laqueado de
rojo oscuro y dotado de tres estantes que sostendrían
chucherías: ágatas y huevos de piedra, cajitas de rapé,
bomboneras, ceniceros de jade, etc. Más allá... cofreci-
tos y discos, al lado de un fonógrafo cerrado del que no
se verían más que cuatro botones de acero damasquina-
dos...” (p. 12), es evidente que aquí, nada, salvo la
especie de nostalgia densa y blanda de este “interior”,
tiene valor simbólico. Basta comparar esta descripción,
con una descripción de Balzac, para ver que ninguna
relación humana está inscrita aquí en las cosas. Todo es
signo y signo puro. Nada tiene presencia, ni historia, y
todo, por el contrario, es rico en referencias: oriental,
escocesa, norteamericana primitiva, etc. Todos estos ob-
jetos no tienen más que singularidad : son abstractos en
.
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viduos de la pareja. Jerome y Sylvie no existen como pa-
reja: su única realidad es “Jerome y Sylvie”, pura com-
plicidad que se trasluce en el sistema de objetos que la
señala. Tampoco decimos que los objetos sustituyan
mecánicamente a la relación ausente y llenen un vacío,
no: describen este vacío, el lugar de la relación, en un
movimiento que es, a la vez, una manera de no vivirla,
de designarla siempre (salvo en el caso de regresión
total) a una posibilidad de vivir. La relación no se des-
liza en la posibilidad absoluta de los objetos, se articula
sobre los objetos como sobre otros tantos puntos mate-
riales de una cadena de significación; simplemente, esta
configuración significativa de los objetos es, las más de
las veces, pobre, esquemática, cerrada, no queda más
que la idea de una relación que no ha de vivirse. Diván
de cuero, electrófono, chucherías, ceniceros de jade: es
la idea de la relación la que destaca en estos objetos,
“se consume” en ellos, y, por consiguiente, se aniquila
como relación vivida.
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De igual manera, los objetos de consumo constituyen
un léxico idealista de signos en el que se indica, en una
materialidad huidiza, el proyecto mismo del vivir. Esto
puede leerse también en Pérec (p. 15). “Parecería a ve-
ces que una vida entera podría deslizarse armoniosamen-
te entre estas paredes cubiertas de libros, entre estos
objetos tan perfectamente domesticados que se hubiese
terminado por creer que habían sido creados desde tiem-
po inmemorial para su uso particular únicamente. Pero
no se sentirían encadenados: algunos días andarían a la
aventura. Ningún proyecto les resultaría imposible.” Pe-
ro, precisamente, esto está en condicional, y el libro lo
desmiente: ya no hay proyecto, no hay más que objetos.
O más bien el proyecto no ha desaparecido: se contenta
con su realización como signo en el objeto. El objeto de
consumo es de tal manera, muy precisamente, aquello
en lo cual el proyecto se “resigna”.
Esto explica que EL CONSUMO NO TENGA LÍMITES .
Si fuese aquello que uno cree ingenuamente que es: una
absorción, una devoración, se tendría que llegar a una
saturación. Si fuese relativo al orden de las necesidades,
se habría de llegar a una satisfacción. Ahora bien, sabe-
mos que no hay tal: se desea consumir cada vez más.
Esta compulsión de consumo no se debe a alguna fata-
lidad psicológica (el que ha bebido beberá, etc.), ni a
un simple constreñimiento de prestigio. Si el consumo
parece ser incontenible, es precisamente porque es una
práctica idealista total que no tiene nada que ver (más
allá de un determinado umbral) con la satisfacción de
necesidades, ni con el principio de realidad. Es porque
está dinamitada por el proyecto perpetuamente decep-
cionado y sobreentendido en el objeto. El proyecto in-
mediatizado en el signo transfiere su dinámica existen-
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cial a la posesión sistemática e indefinida de objetos-
signo de consumo. Ésta, entonces, sólo puede rebasarse,
o reiterarse continuamente para seguir siendo lo que es:
una razón de vivir. El proyecto mismo de vivir, frag-
mentado, decepcionado, significado, se reanuda y se ani-
quila en los objetos sucesivos. “Moderar”, el consumo
o pretender establecer una red de necesidades capaz de
normalizarlo es propio de un moralismo ingenuo o ab-
surdo.
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