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Al otro lado del río, unas luces desesperadas parecían llamarlo en la penumbra del atardecer.
Poco a poco, habían ido encendiéndose sobre la ladera como pequeñas heridas hasta
desmoronarse en la ribera espumosa.
A través de la ventana mugrienta, en penumbras hurgaba en la negrura del monte para ver si
aún lo seguían, pero solo podía escuchar el rumor de las hojas y en un segundo plano, el
insistente movimiento del río.
Deslizó la espalda sobre la pared de troncos y con un suspiro se frotó la pierna golpeada. Se
palpó con cuidado el muslo, la pantorrilla, tratando de buscar algún hueso roto, pero no, no
tenía nada quebrado, solamente magullones dolorosos y, en algunas partes, restos de sangre
seca. El cansancio le estaba ganando la batalla.
Se levantó con dificultad. Limpió con la manga el vidrio un poco más. Abajo, a la izquierda,
donde el río hacía una curva, pudo ver el agua sucia rizada de olas acuñadas por el viento.
En el firmamento empezaban a esbozarse las primeras estrellas.
Los párpados le pesaban.
Apenas había empezado a amanecer cuando comenzó su día de locos. Tomó unos mates
mirando fijamente el cuadro sobre la pared. Había leído el título sobre el marco: "Mujer de la
vida y su proxeneta". Pero él sabía que era un fraude. Debajo de aquella pintura pésima,
estaba la solución del enigma, el trofeo que tanto había buscado.
Por eso había subido la cuesta con su camioneta destartalada y potente, con la policía
mordiéndole los talones y los balazos silbando a su alrededor. Si eran policías –pensó-.
Todo su día había sido un feroz revoltijo de recuerdos y vivencias que el vértigo apenas le
permitía discernir pero valió la pena –se dijo- . Debajo de la pintura estaba dibujada la clave.
Y ahora, solo era necesario esperar.
Y descansar.
Y desvanecerse en el aire para siempre.