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La virgen de Pinochet

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Durante la década de 1980, un muchacho vio aparecer a la Virgen en un cerro de


Valparaíso, en Chile. Muchos creyeron en las celestiales visiones. Otros acusaron al
muchacho de ser un instrumento de distracción usado por la Policía secreta de ese país.
Ésta es la película de esos años contada por alguien que vivió al pie de aquel cerro.

Una crónica de Álvaro Bisama | No. 56

La película del Apocalipsis empieza en pleno invierno y en la región de Valparaíso, en


Chile. Empieza en la dictadura, en 1983. Un 12 de junio. Ese día, cuatro adolescentes
escapados de un centro de rehabilitación fuman marihuana o aspiran pegamento sobre unos
cerros perdidos de Villa Alemana, en un sector llamado Peñablanca. Están al borde del
mundo y de sí mismos. Uno se llama Miguel Ángel Poblete. Posteriormente dirá que no
fumó nada, que no aspiró nada, que sólo acompañaba a sus amigos en esas lejanías.

Miguel Ángel Poblete es pobre, flaco y tiene una voz aflautada y neutra y, a primera vista,
no parece que pueda ser un elegido del cielo.

Pero lo es.

Y la película empieza aquí, en el momento en que la Virgen María se aparece sobre el cerro
El Membrillar, en una loma llena de maleza y espinos y mira a Poblete y lo proclama su
profeta, hablándole al oído o quemándole la vista y la cabeza con su luz.

–Soy el Inmaculado Corazón de la Encarnación del Hijo de Dios –le dice. 

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La película sigue con el color de un paisaje: el verde seco de un pueblo chico. Villa
Alemana no era mucho por esos años. En la primera mitad de los ochenta, aún era una
frontera borrosa entre el extraño paisaje urbano de Valparaíso –que quedaba a unos
infinitos veinticinco kilómetros– y el mundo rural que empezaba en Limache. Todo, a más
o menos unas dos horas en bus de Santiago. La década anterior había tenido algo de
prestigio en la extraña subcultura hippie chilena; había quien se dirigía allí a comprar y
fumar marihuana en medio de los ruidos de una banda llamada LSD; amén de cierta fama
medio Thomas Mann, gracias a unas cuantas residencias para enfermos del pulmón (una de
las más importantes quedaba al lado de El Membrillar).

En ese pueblo, la mayor parte de las calles eran de tierra y, aparte de un cine y una pista de
patinaje, no había demasiado que hacer. Había un par de night clubs medio decadentes
visitados ocasionalmente por vedettes, un shopping bonsai en forma de caracol mínimo, un
par de colegios particulares con algo de prestigio, una estación de trenes de adobe. Ahí, se
alternaban las villas miserias con los potreros, los autos con los caballos, las viejas
mansiones de los inmigrantes italianos que la fundaron con las poblaciones de ladrillo
barato de los recién llegados; la fastuosidad de la arquitectura del cine Pompeya con el
patetismo de los programas dobles que proyectaba; la sensación de que en medio del aire
frío del otoño se podía oler la bosta de caballos y sentir el sabor seco de la tierra, mientras
flotaban los restos del aroma de los eucaliptos que alguna vez habían servido para curar los
males respiratorios de pacientes que habían dejado el pueblo hacía años.

No era un mal lugar para crecer, hay que decirlo.

Sigue con una cinta bíblica llena de milagros. Una cinta que recuerda las catacumbas de las
películas que daban en Semana Santa: cristianos reunidos en secreto, esperando no ser
devorados por los leones o las llamas iniciadas por algún emperador pirómano.

Miguel Ángel Poblete, el vidente, había crecido como un ejemplo perfecto de cómo el
sistema de protección a los menores no los protegía en realidad de nada. Su madre lo había
abandonado. Tenía fama de mitómano y pasó de casa de acogida en casa de acogida hasta
terminar en un centro llamado Carlos Van Buren, en Villa Alemana. Poblete solía escaparse
de esos lugares.

Hasta que se le apareció la Virgen y él se lo contó a alguien y esa persona se lo contó a


otras hasta que todo llegó a oídos del sacerdote Luis Fernández de la parroquia el Sol, en
Quilpué, una localidad vecina. El cura se interesó en el asunto y acogió al chico. No era un
caso tan extraño. La Virgen María se aparece, cada cierto tiempo, en lugares
insospechados. Si había sido posible en Fátima, Lourdes y Garabandal, por qué no en Villa
Alemana, en medio de esos parajes donde no pasaba nunca nada.

Pero esa vez sí pasaron cosas. La Virgen no paraba de transmitirle mensajes al chico. Los
que estaban cerca podían formular preguntas. María respondía con sabiduría. Escuchaba.
Era un fantasma detrás de la voz de Poblete, una presencia del más allá que modulaba el
acento proletario de ese muchacho abandonado, que lo hacía alzar y quebrar su voz algo
nasal, volviéndola neutra e incomprensible, rompiéndola por medio de éxtasis y sollozos y
la posibilidad –ésa que anhelaban los acólitos– de que detrás de los párpados o de los ojos

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abiertos del chico estuviera ella, la madre de Jesús. Así comenzó todo. La fe no sólo mueve
montañas. También mueve cerros, pueblos pequeños o países latinoamericanos cuyas
dictaduras parecen destinadas a durar mil años.

Esos primeros días, el obispado de Valparaíso creó una comisión y encargó un primer
informe. El vidente quedó en manos del padre Fernández. Según quienes lo conocieron en
esa época, Miguel Ángel Poblete era tímido y reservado. Parecía un chico normal. En la
parroquia le dieron apoyo espiritual y material. Lo sometieron a confesión, lo protegieron.
Lo cuidaron como nadie había hecho antes. En esos días, Poblete escribió un diario y luego
ese diario fue quemado y escrito de nuevo. De cuando en cuando, la Virgen avisaba sus
apariciones. Ésa sería una de sus principales gracias: la Virgen de Villa Alemana manejaba
su agenda con una eficacia insospechada. Los fieles siempre sabían cuándo y dónde iba a
aparecer.

Al cabo de unos meses, los fieles se contaban por miles. Algunos de ellos veían, entre
gritos y rezos extáticos, al sol salir de su eje, mientras escuchaban los mensajes de la
Virgen que pedía que exaltaran su figura, que no tuvieran miedo de abrazar la fe, que serían
recompensados con ciento cincuenta metros de paraíso que ella les iba a dar ahí mismo en
el cerro El Membrillar.

Era un espectáculo extraño. Extremo. De modo invisible, la Virgen de Villa Alemana


planeaba sobre aquella loma que era puro eriazo en los momentos en que la Iglesia chilena
estaba más preocupada de salvarle literalmente el pellejo a sus fieles que de prometerles el
cielo. En un tiempo en que la Vicaría de la Solidaridad estaba constituyendo la memoria
viva de los horrores de las violaciones a los derechos humanos de la dictadura de Pinochet,
la María que se le aparecía a Miguel Ángel Poblete parecía venir desde otro planeta. La
Dama Blanca de la Paz (como se le llamaría) estaba lista para ser adorada fuera del tiempo
y de la historia, más allá o más acá de la dolorosa realidad chilena.

Desde su cerro, la madre de Jesús se declararía anticomunista y hablaría obsesivamente en


sus mensajes de una posible invasión soviética. «Rusia, rezad el Rosario por Rusia. Una
hora. Por la conversión de Rusia. Rusia está esparciendo sus errores por todo el mundo»,
diría.

Por supuesto, habría quienes verían la mano del CNI (la policía secreta de Chile) y del
gobierno de Pinochet. No sería raro: las apariciones de la Virgen serían una conspiración de
los aparatos de seguridad del régimen. Usando una base aérea de la Armada en Quilpué
como pista de despegue, aviones llenarían las nubes de gases o productos químicos que
provocarían, mediante efectos ópticos, alucinaciones en las masas. Puede ser. Puede que
no, también. Consultado por el periódico The Clinic sobre su eventual responsabilidad en
estos eventos de Villa Alemana, Francisco Javier Cuadra, el vocero predilecto del dictador
en esos años, señalaría que no, que era posible achacarle a él la operación mediática
relacionada con el paso –incierto, fugaz, invisible, medio zombi– del cometa Halley
(definida con orgullo, por él mismo, como un ejercicio de «comunicación estratégica») pero
que no, él no había tenido nada que ver con el asunto de Villa Alemana.

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Pero eso sería después. En los primeros meses, el culto a Miguel Ángel Poblete y a la
Virgen se propagaría a tal punto que en diciembre de aquel 1983, la Iglesia le prohibirá al
padre Fernández mantener al chico en su parroquia. Ese veto marcará el tono de la
oficialidad de la curia con las personas relacionadas con el milagro: no reconocería
oficialmente jamás el fenómeno y, por el contrario, pondría las trabas más serias a su
credibilidad

A partir de ahí, Poblete comenzará a vivir intermitentemente con diversas familias que
estaban felices de tener al vidente en su casa. Por cierto, éste es el momento en que la
película de Miguel Ángel Poblete se sale de cuadro, se desborda al modo de una cinta John
Waters a filmar con el presupuesto de Spielberg, o algo así.

La película sigue con una cámara en movimiento, arriba de un furgón, en 1984. Yo tenía
nueve años, vivía en Villa Alemana y cursaba quinto básico. Todos las mañanas nos iba a
dejar al colegio un furgón Suzuki blanco contratado ad hoc, manejado por una señora que
se enorgullecía de llevar a un montón de chicos a varios colegios de la zona. Esa mujer fue
la primera persona a la que escuché hablar de la Virgen de Villa Alemana: mientras
manejaba, nos hablaba de los milagros, llenándonos la cabeza de cháchara apocalíptica que
mezclaba a Fátima, los comunistas y ocasionalmente, a los ovnis y el fin del mundo. Se
persignaba cuando tocaba esos temas. Hablaba sola. Deliraba. Nos refería los milagros que
Miguel Ángel Poblete, el niño vidente, estaba realizando. Lo decía todo mirando
concentrada el camino: aquel plano cuadriculado de una ciudad cuya modernidad alcanzaba
apenas para un par de cuadras. El resto eran pavimentos quebrados, fango, hoyos en la ruta.

Al que se sentaba como copiloto ella le pedía que abriera la guantera y sacara un álbum de
fotos. Ella decía que María estaba ahí, en esas fotos. Que las observáramos y buscáramos
dentro su santidad, tomándolas con cuidado, como si fueran una reliquia frágil y nos
maravillásemos ante Su presencia.

Esas fotos serían un adelanto de las polaroids que, sacadas a lo largo de los años, vendrían a
componer el imaginario de la Virgen de Villa Alemana. Imágenes de un pueblo incendiado
por llamas sagradas, se trataría de un corpus de imágenes sagradas o paganas. ¿Qué se veía
ahí? Las nubes que forman la cara de María. Unas monjas que caminaban sobre el santuario
y, a su lado, una silueta blanca las acompañaba flotando ingrávida. Luces y rayos cayendo
del cielo: extrañas manchas que pueden ser siluetas de unos ovnis. Un cerro rebosante de
gente que se extiende como el mar hacia el horizonte. El cielo azul, la multitud como un
hormiguero de colores donde ningún pedazo de tierra queda a la vista. Procesiones
interminables. Hostias suspendidas en el aire. Altares rodeados de luces. La piel de un
hombre llena de sangre que recibe la unción de una entidad invisible. Multitudes
arrodilladas esperando el fin o la salvación de todas las cosas. Nubes uniéndose en el aire
para formar imágenes sagradas que duran tan sólo un segundo. Por supuesto, esas
fotografías están ahora en los cajones de los acólitos como algo de lo que no quieren
acordarse. Imágenes marcadas por una fuerza superior a la mano que empuña la cámara en
esos segundos precisos donde todo se decide enfrente, intentando captar los rayos de luces
que inundan por completo el aire.

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Pero eso sería en el futuro. En ese presente donde aquella mujer manejaba yo escucharía,
para recordar:

–Está ahí. Miren con atención esa nube. Ésa no es la luz de una nube, es otra cosa, es el
carro celeste de la Virgen.

Sigue con los encargados de efectos especiales que lograron otros cuatro años pletóricos de
milagros y fuegos fatuos de diverso tono. Ahí, el culto se consolidó como un boom
impensado. Había que creer en algo y Villa Alemana era una excusa perfecta para practicar
la fe o una versión a la moda del turismo religioso. La Iglesia, por su lado, mandó a una
segunda comisión integrada por profesores de la Universidad Católica de Valparaíso, que
consideró todo, de nuevo, como un fraude.

Miguel Ángel Poblete y los suyos insistieron. En marzo de 1984, en un retiro en el campo,
el vidente no sólo hizo que una hostia bajara del cielo traída por el arcángel San Miguel
sino que también multiplicó más hostias en una iglesia, además de caer en danzas extáticas.
Por supuesto, a esas alturas ya estaba establecido el icono o logo del movimiento: el
ICTUS, aquel pez dorado que identificaba a los primeros cristianos, estaba siendo pegado
en la puerta de las casas de los acólitos.

Todo había explotado. El año anterior, en secreto, la Virgen había dado a conocer el Tercer
Secreto de Fátima ante un pequeño y selecto grupo de fieles que juró guardar el secreto. La
predicción, de tono catastrófico, incluía más amenazas sobre el presente y futuro de Rusia,
el cambio climático, la pérdida de fe en los ritos eclesiásticos, el abandono de la fe de
Cristo en la Tierra, la ascensión de un Papa «inocuo» y la destrucción de Europa.

No era un mal avance para lo que vendría después: de 1984 hasta 1988 Poblete presentó en
el cerro una batería de incontables prodigios. Repartió pétalos que se transformarían en
lágrimas de la Virgen. Entregó a los fieles cabellos que aseguró que eran de ella y del niño
Jesús. Tuvo innumerables episodios extáticos donde cantó, bailó, le pidió a la gente que lo
siguiera, que mirara el sol, que se reclinara en el suelo, que esperaran el fin del mundo
confiados en que Cristo los iba a salvar. Hizo aparecer una caja dorada con hostias. Hizo
que las rosas contenidas en un recipiente se transformaran en una sandalia de Jesús. Hizo
aparecer a la Virgen varias veces al día, sin importar el frío o la lluvia o el calor. Interpretó,
en el camino hacia la cumbre del cerro, el Vía Crucis completo de Cristo. Pidió que lo
amarraran en una cruz y luego murió y resucitó. Pidió que acuñaran medallas. Hizo caer
hostias del cielo. Cerca suyo, las vírgenes de madera o yeso lloraban lágrimas y sangre.
Levantó a un hombre de ciento veinte kilos. Estampó varias veces un paño con la imagen
de Cristo al modo del Santo Sudario de Turín. Cantó en arameo. Hizo aparecer una hostia
teñida de sangre. Descubrió que el Anticristo está del lado de la masonería y el comunismo.
Aseguró que en Rusia explotaría una bomba subterránea. Denostó a la Iglesia, a la que trató
de agonizante. Hizo aparecer más hostias. Reveló que al Papa lo querían matar sus obispos
y que debía escapar de Roma. Sufrió estigmas: laceraciones en las manos y en la cabeza;
heridas que imitaban a las de Jesucristo con la corona de espinas. Dijo que Chile no había
recibido bien a la Virgen. Amonestó a un locutor de radio que no rezaba el rosario. Sugirió
que el terremoto que asoló Chile en marzo de 1985 venía del cielo y debía ser entendido
como una prueba de fe: una demostración del poder de Dios sobre aquella Iglesia chilena

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que aún no creía que en la aparición de la Virgen, que no había escuchado sus santos
consejos. Cayó al suelo derribado por el peso de una cruz invisible. Hizo llover rayos de
colores desde el cielo. Hizo brotar agua de la tierra. Anunció la Segunda Venida de Cristo.
Hizo leer una carta donde se decía que la Bestia habitaba en el Vaticano y que Satán se
acercaba a Roma. Dijo que en Francia se detonaría una bomba. Le gritó a un obispo
ortodoxo que visitaba el cerro. Anunció un terremoto y un maremoto para el 12 de
diciembre de 1985 pero luego se desdijo: las oraciones de los fieles lo habían impedido.
Relató detalles inéditos e íntimos de la Última Cena. Mostró una herida en el costado del
abdomen. Bendijo enfermos. Se hizo acompañar por un grupo de niños –otros posibles
videntes– en las apariciones. Recibió visitas ilustres y no tanto. Algunas: las esposas de los
miembros de la Junta de Gobierno; un rumoreado aunque nunca confirmado viaje flash de
Don Francisco. Soportó el asedio de la prensa: un par de reportajes de «Informe Especial»
(el programa estrella del canal del gobierno) y el arribo de un tal Francisco Sánchez
Ventura, escritor español, famoso por haber sugerido el decisivo apoyo divino en la victoria
del bando franquista en la Guerra Civil. Viajó a Estados Unidos para conocer a otros
videntes. Viajó al Perú. Anunció una guerra entre Argentina y Chile. Avisó la inminencia
de una prueba decisiva.

La película fue larguísima. Del 12 de junio de 1983 al 12 junio de 1988. Cinco años
exactos. Cuatrocientas ochenta apariciones registradas.

El último día, ese 12 de junio del 88, la Virgen se despidió. Sus apariciones habían
empezado a menguar. El cerro El Membrillar se llamaba ahora Monte Carmelo. El
fenómeno había significado un ascenso económico del pueblo: además de un comercio
incipiente relacionado con el merchandising religioso de estampitas, pósters, escapularios,
medallas y souvenirs de todo tipo; muchas personas arrendaban sus casas como
hospederías, prestaban su baño por unos pocos pesos a los feligreses, lucraban con los miles
de fieles que venían al pueblo cada vez que se anunciaba una aparición mariana.

Tal vez ése era el verdadero milagro o, más bien, el único comprobable: el de un montón de
familias populares que aumentaron sus ingresos haciendo un negocio donde no lo había. En
años donde las cifras de desempleo eran escandalosas y la línea de la pobreza era más
aterradora que Satán, no era un hecho menor. Además, ese éxito había significado una
mejora en las condiciones del santuario. Cuando todo terminó, arriba del cerro no sólo
había una capilla sino que, también, en la empinada subida, se había instalado una animita
donde los fieles pusieron las placas por los favores concedidos, además de mojones que
llevaban pintadas las estaciones del Vía Crucis. Arriba, no sólo estaba la gruta donde
alguna vez brotó agua sino que también una capilla blanca con el Ave María en varios
idiomas y un pequeño jardín de rosas donde se decía que la Virgen había posado sus pies.

Vista desde esa cima, a fines de la década de 1980, Villa Alemana se extendía desde el
norte hacia el sur como una ciudad plana rodeada de pequeñas lomas. Cuando la Virgen le
habló por primera vez a Miguel Ángel Poblete esas lomas estaban, como el cerro,
despobladas. Ahora, a lo lejos, se podía ver cómo en las flamantes poblaciones (algunas
transplantadas desde barrios bravos de Santiago) se prendían al atardecer las luces de las
casas. Algunas de esas luces eran, tal vez, los reflejos de los peces dorados que los
villalemaninos habían pegado en sus puertas.

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Sigue con un cambio de sexo y el corte de pelo del diablo y algo parecido a una cinta de
John Waters. En 1988 acabó todo. Miguel Ángel Poblete se volvió Ángeles. El diario La
Cuarta lo fotografió como mujer en una imagen donde aparecía vestido(a) a la moda de
aquel entonces: una chica morena y regordeta de rasgos redondeados que delataban las
facciones y la silueta de un cuerpo esculpido con hormonas. Esa chica llevaba el pelo como
melena y poseía una voz que era y no era la misma que se había escuchado por los parlantes
del cerro los años anteriores; una voz femenina que reemplazaba con un dejo de estridencia
aquel murmullo venido de otro mundo que los fieles conocían de memoria.

Fue un escándalo. El fin de la Virgen de Villa Alemana, un cierre tan extraño como
inexplicable. Andrógino. Estúpido. El milagro quedaría desacreditado como farsa, una
conspiración provinciana que había atraído a las pobres masas ignorantes de aquella
década, desesperadas por una revelación que las sacara del horror y del tedio.

Por supuesto, la explicaciones fueron muchas, demasiadas.

Que Miguel Ángel Poblete siempre había sido mujer.

Que Miguel Ángel Poblete era hermafrodita.

Que Miguel Ángel Poblete era un travesti.

Que Miguel Ángel Poblete era un transexual.

Que Miguel Ángel Poblete había nacido varón pero el poder de Nuestra Señora lo había
cambiado.

Que Satán había entrado al baile para echarlo a perder todo.

Por supuesto, había una pregunta de fondo: ¿En qué momento el chico había sido tentado
por el Maligno? La respuesta era imposible de precisar. Desde ese momento, las cosas se
volverían aún más raras: Ángeles presentaría a su novio, convirtiéndose en un personaje
aún más enigmático de lo que había sido alguna vez, si es que eso es posible.

Años después, un reportaje del programa «Contacto», de Canal 13, revelaría que en un
informe de una casa de acogida fechado en 1980, se afirmaba que el chico presentaba
tendencias homosexuales. Años después, algunos miembros de sectas esotéricas o
milenaristas dirían que no había nada raro: aquella naturaleza andrógina estaba íntimamente
ligada a la naturaleza angélica de su misión, el peso de una responsabilidad que lo había
superado; rompiendo, de paso, en fragmentos, su personalidad.

Pero aquel final transexual lucía exagerado. Era lo suficientemente vulgar como para dudar
no sólo de una conspiración mística sino también de una máquina política. Nadie podía
haber escrito, de buenas a primeras, un guión tan pero tan malo.

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Aún así, el asunto dio una vuelta más: para algunos acólitos el mismo vidente travestido era
en realidad la «gran prueba» que la Virgen les había anunciado alguna vez. Una prueba
insoportable que los dejaba con un agujero helado en el lugar donde alguna vez tuvieron la
fe.

Por supuesto, Poblete quedó vetado de volver al cerro y los fieles, de cientos de miles,
pasaron a centenas o decenas. Volvieron a las catacumbas, a ser un puñado de elegidos que
creía que la Virgen María sí había venido, soportando con ese último y doloroso
predicamento la fe que habían depositado en ella.

Sigue con una década de extrañas películas para la televisión. La década de 1990 supuso
años complejos para la vida chilena. Mientras en el orden político los gobiernos de la
Concertación manejaban una frágil transición a la democracia, en el universo paralelo de
Villa Alemana seguían pasando cosas.

Porque quedaba gente que seguía subiendo al cerro. La mayor parte, señoras y señores
piadosos que peregrinaban cada sábado. Vestidas con aquel riguroso velo blanco que la
Virgen había pedido como uniforme, ellas –sin importar el frío o el sol abrasador de la
provincia– continuaban interpretando las estaciones marcadas de ese mismo vía crucis que
Miguel Ángel Poblete había representado y padecido varias veces en años pasados. Siluetas
casi silenciosas que ascendían la loma, estos fieles confiaban en el recuerdo de esos cinco
años donde la presencia de María se había manifestado cerca de ellos. Esos pocos fieles
lograron hacer de tripas corazón, soportando la ignominia pública y separando la vergüenza
provocada por el escándalo. De hecho, era posible pensar que la caída de Poblete, tentado
por Satanás, calzaba como una pieza más de un complejo plan celestial sólo comprendido
por unos pocos.

Por otro lado, respecto a ese plan, ya habían surgido múltiples interpretaciones que
desbordaban lo local. Eso porque Villa Alemana había sido también un imán poderoso para
improvisados doctores en pseudociencias, parapsicólogos, cazadores de ovnis y paranoicos
de toda laya. Para la mayoría de ellos, los sucesos de Villa Alemana venían a confirmar, en
su contradictoria realidad, algo que sabían o esperaban saber desde siempre: el Apocalipsis
estaba ad portas.

Las historias contadas desde ese otro lado también suponían alguna clase de fe, más
heterodoxa pero igual de fanática. Lectores libres del misterio, en sus explicaciones era
posible unir un milenarismo de tintes heréticos con los efectos especiales de los que hacía
gala el vidente. Especie de enigma esperando ser resuelto, los sucesos de Villa Alemana
atraían a gente como el abogado, experto en ovnis, Boris Campos, y el
escritor/teólogo/ufólogo/vocero de un ángel, Iván Carrasco.

En la interpretación del primero, la Virgen María había aparecido para anunciar una única
cosa: el fin del mundo, programado para el año 2012 (fecha sacada del calendario maya y
que los «X-files» sugerían como el momento en que los extraterrestres invadirían por fin la
Tierra). Salido de los lugares más esotéricos de la tradición ovni, Campos, un abogado con
oficina en el centro de Santiago, había llegado a esas conclusiones tras una lectura acuciosa
y científica de la Biblia. Yendo y viniendo de provincia, logró encuadrar los hechos

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paranormales acaecidos en el Monte Carmelo como una clara señal sobre el fin de la
humanidad donde la Virgen traía las malas noticias. Campos publicó un libro, Apocalipsis
de María. Ovnis, ángeles y divinidad, el que, gracias al desempeño mediático de sus hijas –
las gemelas Denisse y Daniela, ambas modelos; la segunda novia por esos años del
futbolista Iván Zamorano– consiguió cierta visibilidad pública. Fue entrevistado en un
programa prime time, y se convirtió en número fijo de un sinnúmero de conferencias
itinerantes donde se explayaba sobre la vida en otros planetas.

Iván Carrasco, por su lado, iba más allá de las tesis de Campos. Carrasco era un escritor de
novelas de tema obrero que, impresionado por el fenómeno, había cambiado sus afanes
literarios. En su explicación, el fin del mundo también se produciría el 2012, pero ese
Apocalipsis sería producto de una invasión extraterrestre. Los ovnis, señalaba Carrasco,
eran en realidad ángeles viajando en carruajes espaciales dirigidos por Ashtar Sheran,
también llamado San Miguel Arcángel. Por supuesto, también habían demonios: naves
negras que vendrían a llevarse a los pecadores a un planeta cárcel llamado Hercóbulus
donde, transmutados en lagartos con cabeza, pies y manos humanas, harían penitencia por
sus pecados.

Carrasco era vocero de un tal Danilo Presley, otro vidente/médium, esta vez no de la
Virgen sino del mentado Ashtar Sheran/San Miguel, al que le había formulado a lo largo de
los años más de veinte mil preguntas. Esas respuestas componían obviamente otro corpus
de verdades extrañas que se relacionaba con un culto formado por un tal Eugenio de
Siracusa en Europa en la década de 1960 y que ahora comandaba Giorgo Bongiovanni, un
estigmatizado. El grupo había tenido hasta una guerrilla mediática a fines de los noventa
cuando el Comandante Clomro (un sujeto vestido con pasamontañas que asoló la internet y
la televisión argentina con sus revelaciones sobre su condición de médium de una
inteligencia alienígena) desafió a Ashtar Sheran a un encuentro en la cima del cerro
Uritorco, cerca de Córdoba, donde alguna vez escuadras nazis secretas habían buscado el
Santo Grial.

Pero eso sucedía allende los Andes. En Chile Presley y Carrasco habían ido a ver a Jorge
Medina (en ese momento arzobispo de Valparaíso; mano derecha de toda la vida de
Ratzinger, el futuro Benedicto XVI) para decirle que él (Medina) era la reencarnación del
soldado que le clavó la lanza a Cristo en la cruz; que el jugo de hormigas era capaz de curar
el sida; que Cristo era un mutante celestial; que en el cerro de Villa Alemana, Miguel Ángel
Poblete no era el único vidente porque la Virgen era más que astuta: otros chicos había sido
también preparados para tal función.

Así finalizó la década. En 1999, el mundo no se acabó. Ni tampoco el 2000. Por esos años,
el futuro cardenal Medina estuvo de acuerdo con que un sacerdote subiera a dar misa al
cerro el primer sábado de cada mes: a pesar de todo, Monte Carmelo había terminado
siendo un lugar para la oración.

Sigue con Miguel Ángel Poblete convertido en una sombra. Poblete apareció y desapareció
en la década de los noventa. La Virgen nunca lo abandonó. Según él, siguió viéndola con
frecuencia. A esas alturas de muchacha no le quedaba nada. Ya era una señora gorda de
pelo teñido. En algún momento, se cambió el nombre de nuevo. Pidió que se la llamara

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Karole Romanov, en homenaje a la extinta casa rusa. También se mudó a Maipú confiada
en el olvido colectivo, en la posibilidad de empezar de nuevo, de tener una flamante vida de
ama de casa perdida en el suburbio.

Es imposible saber si funcionó. En cierto modo, la década de 1990 supuso demasiadas


clases de olvidos: políticos, culturales, sociales. En ese manto de tupidos silencios Miguel
Ángel Poblete se coló como uno más de los temas que era necesario saltarse. A lo más, se
volvió como un icono pop dado de baja, que aparecía intermitentemente en una novela de
Marco Antonio de la Parra, en una crónica de Pedro Lemebel, en un libro inubicable y
terminal de Enrique Lihn. Pero daba lo mismo. En los noventa, la noticia de la Virgen era
agua pasada y Villa Alemana se hacía más noticia por sus bandas de rock que por esos
milagros de los que nadie se quería acordar.

Aún así, Miguel Ángel Poblete persistía a ratos en su exposición mediática. Dijo estar
embarazada. Apareció como vocal de mesa en un local de votación para hombres. Noticia
freak en la cobertura de uno de tantos procesos eleccionarios, era posible ver a Poblete en
un liceo público, sentado con las piernas cruzadas, sin decir nada. La imagen era tan
extraña como extemporánea: a los espectadores ese rostro les parecía conocido de alguna
parte. Héroe o villano anacrónico de su propia religión abortada, Karole Romanov era con
suerte un escombro más de una década olvidable

Por supuesto, no termina nada ahí. Luego del 2000, Miguel Ángel Poblete aparecería un
par de veces más en la prensa: diría que había sido utilizado por la Policía secreta y, en el
2002, un reportaje del programa «Contacto» de Canal 13 lo sindicaría como el líder de –
¿cómo no?– una secta milenarista.

Ese grupo, de casi trescientos miembros, funcionaría de modo secreto en diversas casas del
pueblo. Los asistentes –en su mayoría señoras– llevarían el infaltable velo blanco en la
cabeza y estarían dispuestos a escuchar las revelaciones de la boca del vidente que, en
realidad, nunca había sido abandonado del todo por María.

Son inquietantes esas grabaciones. Hay un dejo opresivo en ellas. Algo de miedo. Harto de
pena. Ahí, una Karole Romanov harto más gorda hace lo que sabe hacer desde hace tanto
tiempo: cae en éxtasis, habla en lenguas, convence a todos de que está en contacto con el
más allá. Por supuesto, todo luce como una farsa anacrónica, como material para una broma
de You Tube. De hecho, puede que el diablo también esté ahí; en la vulgaridad de esas
escenas que son las últimas imágenes del naufragio antes de que el cast of characters de la
película del fin del mundo aparezca en la pantalla.

En esa cinta, las catacumbas han sido convertidas en un living iluminado con velas baratas;
un milagro de poca monta que parece, a lo lejos, el epílogo deslavado de una cinta donde,
hay que decirlo, el Apocalipsis no llega.

La película termina, tal vez, con una fantasmagoría. A veces, he vuelto a pasear de noche
por la ciudad y he pensado en el destino de aquellos peces dorados que la Dama Blanca de
la Paz encargó pegar en las puertas de las casas, como símbolo de protección; en esos
ICTUS.

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En mi casa nadie jamás pegó el pez dorado que protegía la mayor parte de los hogares del
lugar. Pienso, por cierto, en ese pez dorado, ahora que escribo esto: en cómo esa imagen se
repetía en las puertas, se multiplicaba en los jardines, en cómo cubría la ciudad como un
virus santo, una bendición que protegía la vida de los habitantes que, confiados, esperaban
que los salvara de horrores como el terremoto de 1985.

Da lo mismo, estos últimos años, caminando de noche, atravesando el Puente Negro o


subido en algún colectivo cruzando la ciudad de norte a sur, a través de poblaciones donde
las calles de tierra se alternan con el cemento, he intentado buscar en los pórticos aquel
pececito sagrado.

Lo raro –¿o lo normal?– es que no he visto casi ninguno de esos peces. Desterrados la
mayoría después del escándalo de 1989, su destino me parece extraño e indeterminado: en
la mayoría de las puertas donde alguna vez estuvieron clavados, la pintura o el barniz han
cubierto la marca de su ausencia tal y como se borra un recuerdo doloroso, un pecado de
juventud, un estigma en la piel vergonzante.

Por supuesto, las escasas veces en que he visto un ICTUS en alguna puerta he sonreído.
Objetos extraños de una época que no queremos comprender, aquellos peces dorados sólo
sirven para remarcar la condición de comedia de lo que alguna vez consideramos un drama,
la fugacidad evanescente de lo que en cierto momento sonó como una certeza iluminadora.

Puede que ése sea, tal vez, el último milagro que le quede –que le quedó– a la Virgen de
mi pueblo. Un milagro que es como una revelación quebrada. María, el vidente, el cielo en
llamas son las últimas ruinas de un lugar que alguna vez se soñó como santo. El secreto del
misterio colectivo fue al final tan aterrador como vulgar y su único poder es, por ahora,
remitir a una era llena de monstruos y maravillas.

Por supuesto, el mundo sigue acabándose siempre, todos los días y para todos nosotros,
creyentes o no.

Es aquí, con esa luz blanca y muda de un proyector que no lanza ninguna imagen, donde la
película, por fin, se acaba.

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