Вы находитесь на странице: 1из 106

Norma, acción, discurso

César González Ochoa


Índice

I. Sobre la norma en general


1. Introducción 3
2. Sobre la acción 9
3. Una clasificación de las normas 15
4. La sociología y la norma 22

II. Norma y acción


1. Concepción de Max Weber 30
2. Intervención del lenguaje 41
3. La regla en Wittgenstein 48
4. El lenguaje como acción 55

III. Acción comunicativa, validez, discurso


1. Las acciones y el lenguaje 62
2. El discurso 70
3. Hacia una ética discursiva 77
4. Breves conclusiones 97

IV. Bibliografía 102

I. Sobre la norma en general

1. Introducción
El punto de llegada de las siguientes reflexiones es la noción de discurso y sus relaciones con
la ética, en especial con la concepción de esta disciplina conocida como ética discursiva o
ética del discurso. Las otras nociones que se discuten, norma y acción, aunque muy
importantes en sí mismas, en este caso desempeñan un papel más bien operativo, puesto que
son pensadas en función de la producción del mencionado punto de llegada, el discurso. A
pesar de a un hipotético lector pueda parecer que el núcleo de estas páginas es la norma,
incluso que estamos hablando principalmente de la acción, debido al espacio que se dedica a
ambas, es necesario mantener en mente que el objetivo ultimo de su tratamiento es
proporcionar algunos elementos para la comprensión de la noción de ética discursiva.

Otra consideración previa acerca de los objetivos es mostrar (ante la imposibilidad de una
demostración cabal por obvias razones de competencia) que las tres nociones que aparecen
desde el título general de este trabajo, junto con la ética discursiva, son cruciales para la
delimitación del dominio de las ciencias sociales y/o las ciencias humanas. En las siguientes
paginas procederemos a discutir primero la norma y la de acción, que por su estrecha relación
no se muestran una primero y después la otra, sino muchas veces mezcladas aunque sin perder
su diferencia específica. De manera un poco más definida trataremos de la tercera, el discurso,
para relacionarla posteriormente con la ética discursiva. Para comenzar, vamos a introducir la
noción de norma de norma de manera preliminar para pasar de inmediato a la de acción y a
plantear algunas de sus relaciones.

Reflexionar acerca de la noción “norma”, no quiere decir, por lo general, hacerlo sobre la
norma en abstracto, considerada en toda su amplitud; más bien el objeto de tal reflexión es un
conjunto de casos concretos, tales como por ejemplo algún tipo de norma moral o ética, o
alguna norma del derecho o una ley; sin embargo, cuando en esa reflexión se toman en
consideración otros términos que pertenecen al mismo campo semántico de la norma (por
ejemplo regla, mandato, prescripción o ley), se advierte que éste tiene un radio de acción
mucho más amplio de lo que parece a primera vista, puesto que se extiende tanto al lenguaje
ordinario como a las ciencias sociales en general (la sociología, la etnología, la filosofía moral,
la lingüística, etc.). De hecho, el uso mismo de la noción de norma parece ser una constante en
estas disciplinas; es más, podría decirse que la presencia de la norma es una condición para la
existencia misma de las ciencias humanas y también de las sociales.
Una breve revisión de la literatura de los últimos años orientada hacia el estudio de este tema
muestra la gran variedad de tipos, que incluyen, entre otras, las normas primarias y las
secundarias, así como las normas cualificatorias; también se habla de las normas entendidas
como reglas, rubro donde aparecen las reglas constitutivas y las regulativas, las reglas que
imponen deberes, las reglas que confieren poderes, las reglas permisivas, las reglas técnicas,
las reglas anankástico-constitutivas, las reglas nómico-constitutivas, las prescripciones, etc.;
éstas son sólo algunas de las entidades que integran el universo normativo. A veces se habla
de distintos tipos de normas; otras, más bien de sentidos diferentes del término. De algunos de
estos tipos o de los diferentes sentidos de norma se dice que son reductibles entre sí; de otros
se dice lo contrario; unos se consideran normas en un sentido central; otros, a veces, sólo de
una manera periférica. Escoger alguno de estos tipos y dejar fuera otros, plantear un enfoque
sobre el fenómeno como el correcto o como el verdadero, buscar lo específico de la norma, lo
que la convierte en norma, todo ello es entrar en un universo complejo que hace necesaria la
discusión del dominio entero; una discusión a la cual, en última instancia, subyace el problema
de lo normativo y de las fronteras de este dominio.

En esta literatura sobre el tema se hace muchas veces la distinción entre lenguaje descriptivo y
lenguaje prescriptivo, y entonces el fenómeno normativo se confina al interior de este último y
se convierte en un mero uso del lenguaje directivo, con lo cual se reduce su área de acción y
sus consecuencias. Pero también otros autores se oponen a la reducción del campo de lo
normativo en general al lenguaje prescriptivo, entre los cuales está G. H. von Wright, quien
intenta en su conocido libro Norm and action una clasificación de las normas, que se revisará
brevemente en páginas posteriores, clasificación que reposa en la idea de que el fenómeno
normativo va más allá de los limites del lenguaje prescriptivo.

Robert Alexy, estudioso de las normas y las reglas desde la perspectiva del derecho, señala
que habría que hacer, en primer lugar, una distinción entre la norma y la expresión que la
nombra, es decir el enunciado normativo, y considera que aquélla es el significado de ese
enunciado normativo; en sus propias palabras: “El hecho de que la misma norma pueda ser
expresada por medio de diferentes enunciados normativos pone de manifiesto que haya que
distinguir entre enunciado normativo y norma”. (Alexy 2007, 34)

Sin embargo, el hecho de referirse al enunciado, a la expresión verbal, en este caso no parece
que sea lo fundamental, puesto que no parece haber problema alguno en reconocer que un
enunciado es la expresión de una norma si contiene términos que expresan explícitamente una
prescripción o una prohibición, pero la experiencia cotidiana muestra que las normas se
pueden expresar sin necesidad de recurrir a enunciados verbales, como lo vemos
cotidianamente en el caso de los signos del tráfico; de allí se puede decir que el concepto de
norma es primario respecto del concepto de enunciado normativo.

Un acercamiento a la norma desde una perspectiva de la lengua, que sería aquel que se
concentra exclusivamente en el enunciado normativo, no puede llegar a lo fundamental de esa
noción pues, como lo establece Alf Ross, desde el punto de vista de las ciencias sociales, una
norma no se define simplemente ni como un fenómeno lingüístico ni como un hecho social; y,
aunque es un término que se utiliza ampliamente en muchos campos del saber, tales como la
teoría legal, la sociología, la lingüística, la filosofía moral y la lógica, entre otros, no hay un
acuerdo común acerca de su sentido; en todos ellos se utiliza extensamente pero nunca llega a
definirse con precisión. (A. Ross 1968, 78) No parece haber duda de que la norma es una
noción estrechamente relacionada con las ciencias sociales y humanas, razón por la cual, antes
de comenzar a revisar los dominios del campo semántico configurado alrededor de esa noción
tan elusiva, vamos a tomar como punto de inicio una breve revisión de lo que caracteriza a las
ciencias humanas y sociales, es decir, a su especificidad, lo cual lleva a considerarlas en su
relación con el otro gran grupo, las ciencias de la naturaleza.

Es ya un lugar común decir que, en un principio, el problema del conocimiento era cómo el
sujeto conoce al objeto, es decir, cómo el ser humano conoce al mundo. Los intentos de
responder esta pregunta dieron origen a las ciencias físicas y naturales, las cuales, como
sabemos, se consolidan con Newton y Galileo. Pero en el siglo XIX surge la necesidad de
conocer al sujeto mismo y el problema del conocimiento pasa a ser cómo el sujeto se conoce a
sí mismo, lo cual da como resultado lo que ahora llamamos ciencias sociales o humanas; entre
todas configuran un grupo de disciplinas que tienen en común un hecho fundamental: se
ocupan todas ellas del mundo hecho por el hombre, o del aspecto del mundo que lleva la
huella de la actividad humana. Todas estas disciplinas son cuerpos de conocimientos que
discuten las acciones humanas y sus consecuencias; y con esta característica se introduce otra
noción clave, la de acción, que servirá como hilo conductor en buena parte de este trabajo y
que será explorado y desarrollado desde varios puntos de vista más adelante.
Un criterio para distinguir las ciencias humanas de las naturales es el papel que desempeña el
sentido común en ambos grupos de disciplinas; sin pretender una definición exhaustiva de esta
huidiza noción, podríamos decir que lo que llamamos sentido común es ese conocimiento,
amplio pero desorganizado, asistemático y con frecuencia inarticulado e inefable que usamos
en la vida cotidiana. Para las ciencias de la naturaleza, las que también se conocen sin mucha
precisión como ciencias exactas, el sentido común no es un problema ya que éstas se definen a
sí mismas en función de los límites con las demás ciencias naturales, tan sistemáticas como
ellas; como no comparten con el sentido común terreno alguno, no tienen por qué trazar
límites con respecto a él. Pero si el sentido común no tiene nada qué decir acerca de las
cuestiones de la física, la química o la biología, en las ciencias humanas es diferente ya que
toda la experiencia que proporciona la materia prima para estas disciplinas es la de la gente en
la vida común de todos los días; es una experiencia que, antes de ser objeto de estudio del
científico social, ha sido vivida por alguien. En otras palabras, todo aquello de lo que hablan
las ciencias humanas, ya estuvo en nuestra vida puesto que vivir en sociedad, vivir junto con
los demás, requiere una gran cantidad de sentido común.

Otro aspecto importante en esa distinción entre las ciencias naturales y las humanas es que, en
las primeras, los fenómenos observados están a la espera de que el científico les asigne
significado, pero las acciones realizadas por los hombres –y, como se verá más adelante, la
acción es precisamente el objeto de estudio de las segundas– sólo tienen significados
asignados por los propios actores; allí, todos los términos, conceptos y palabras que se utilizan
están fuertemente cargado por los significados dados por el sentido común. Por eso las
ciencias humanas están tan cercanas a éste y de allí que sea necesario delimitarlas puesto que
mantienen un diálogo íntimo y permanente con el sentido común.

La puesta en discusión de las ciencias humanas conduce a la pregunta por su especificidad, es


decir, a la necesidad de determinar en qué se distinguen éstas de las otras ciencias, las
naturales. La relación entre los dos grupos de ciencias ha sido abordada por varios filósofos
desde finales del siglo XIX, entre otros Dilthey; para él, el estudio de los asuntos humanos, es
decir, aquello a lo que se dedican las ciencias humanas, tiene por objetivo la comprensión del
mundo social, a diferencia de las ciencias naturales, que se encargan de la explicación de los
hechos de la naturaleza. Una primera aproximación indica que la explicación de los hechos del
mundo natural, que es causal, no es suficiente para entender la vida humana: las ciencias
naturales, dice Dilthey, explican las cosas desde afuera por medio de teorías que descansan en
la observación empírica, pero las acciones humanas no pueden explicarse desde allí sino que
tendrían que entenderse desde la experiencia subjetiva, es decir, desde dentro: entender el
significado de una acción necesariamente requiere interpretarla desde la experiencia subjetiva
del agente. Este autor no usa la expresión “ciencias humanas”, sino que se refiere mas bien a
las ciencias del espíritu, las cuales abarcan tanto las humanidades como las ciencias sociales e
incluyen desde disciplinas como la filología, los estudios literarios, la religión y la psicología,
hasta la ciencia política y la economía. El material de estas ciencias, dice, “lo constituye la
realidad histórico-social en la medida que se ha observado en la conciencia los hombres como
noticia histórica, en la medida que se ha hecho accesible a la ciencia como conocimiento de la
sociedad actual”.(Dilthey 1949, 33)

Dentro de las ciencias humanas, Dilthey se refiere específicamente a la historia pues que su
finalidad es criticar las posiciones del historicismo, en especial la tesis de que existe un marco
general que explica todos los hechos históricos. Si se pudieran dar explicaciones universales
para la historia de la misma manera en que se dan para la naturaleza, se debería reconocer que
éstas sólo serían posibles para contenidos parciales de la realidad. Si las ciencias naturales han
sido tan exitosas en descubrir las leyes causales de la naturaleza es porque han podido
abstraerlas a partir de una visión total del mundo exterior. Las ciencias humanas tienen que
tratar con las redes del mundo histórico y con los hechos reales de los seres humanos; así, las
explicaciones que son adecuadas para el mundo histórico tendrán como requisito un análisis
de los múltiples contenidos parciales que son pertinentes en un contexto particular. Las
ciencias humanas o del espíritu tratan con lo que Dilthey llama, por un lado, “sistemas
culturales” y “organizaciones externas de la sociedad, por el otro.” Los sistemas culturales,
que son culturales en el sentido más amplio del término e incluyen todos los aspectos de la
vida social, son asociaciones de individuos reunidos voluntariamente para ciertos propósitos
que sólo pueden lograr por medio de la cooperación. Esos sistemas pueden ser políticos,
económicos, artísticos, científicos o religiosos y no limitados por intereses locales nacionales.
Las organizaciones externas de la sociedad, por el contrario, son aquellas estructuras
institucionales como la familia y el estado en las que se nace, y se caracterizan porque en ellas
hay “causas duraderas que limitan las voluntades de muchos en un todo único” dentro del cual
pueden establecerse las relaciones de poder, dependencia y propiedad. (Dilthey 1949, 84) De
allí que las leyes que se descubran en las ciencias humanas (es decir, las normas y/o las reglas)
se aplicarán no a la historia en general, sino sólo a sistemas culturales u organizaciones
sociales específicos; es decir, las reglas y/o normas no pueden ser universales como las leyes
que aparecen en las ciencias naturales. Es posible llegar a descubrir leyes del crecimiento
económico, del progreso científico o del desarrollo literario, pero no a leyes históricas
generales que abarquen el progreso humano. Esta idea, ampliada a las ciencias humanas en
general, será central en los desarrollos acerca de la norma.

Los trabajos de Dilthey van a complementarse unos más tarde con la incorporación de la
noción de acción. De hecho, las ciencias humanas tuvieron el objetivo desde su inicio,
especialmente en el caso de la sociología, de explicar las acciones de los hombres; y ello fue
compartido por los fundadores de esta disciplina, Durkheim y Weber, especialmente el
segundo, que revisaremos más adelante.

2. Sobre la acción
Desde que Aristóteles situó la acción como objeto del conocimiento práctico o moral y la
definió como el uso activo de la razón dirigida a lograr el bien del hombre, la filosofía
escasamente volvió a tratar este tema de manera sistemática. A partir de Weber la sociología
comenzó a interesarse por esa noción hasta llegar a ser uno de sus conceptos centrales, aunque
la filosofía política desde el siglo XVII ya había planteado la relación entre la acción humana y
la estructura de la sociedad, del Estado y de la economía, y con ello estableció las premisas de
una teoría de la acción social. La relativa falta de interés de los filósofos en la acción humana
se explica por el hecho de que, desde los griegos hasta Kant, no se ponía en cuestión la acción
o cualquier otro rasgo humano, puesto que en esos sistemas filosóficos el hombre era parte
indisoluble del todo según un orden preestablecido donde cada uno ocupa el lugar que le
corresponde. Sólo después de las transformaciones de la modernidad vuelve a aparecer la
preocupación por la acción, sobre todo en relación con la producción de bienes y la
transformación del mundo físico y social. Ha sido necesario esperar hasta la filosofía analítica
para que la filosofía vuelva a interesarse por la noción de acción. Aunque nuestro propósito es
llegar a esta noción tal como Weber la postula, antes vamos a describir brevemente la
concepción de uno de estos filósofos analíticos y ver posteriormente de manera breve el
enfoque de Hannah Arendt.

Según Richard Bernstein, sólo hasta inicios de los años sesenta aparece algún indicio del
problema de la acción en la filosofía analítica, y esto es en el libro Norma y acción, de G. H.
von Wright, quien parte del supuesto de que el concepto de acción es lógicamente anterior al
de norma ya que el primero se relaciona con la cuestión del contenido de la segunda (es decir,
de aquello que se dice que está prohibido o que es obligatorio o que está permitido), y ese
contenido es una acción. (von Wright 1963, cap. iii) La lógica de la acción es principalmente
una lógica de los actos que realiza cambios entre estados de cosas. La acción no es
simplemente un tipo de acontecimiento.

Para distinguir entre acción y acontecimiento von Wright recurre a la noción de agente:
mientras que no existe acción sin un agente que la provoque, los acontecimientos ocurren con
independencia del mismo. Los agentes pueden ser naturales o sobrenaturales, personales o
impersonales, individuales o colectivos. A cada acto le corresponde un cambio o un
acontecimiento en el mundo, y esa correspondencia es un enlace intrínseco o lógico. Por
resultado de un acto se entiende ya sea el cambio que corresponde a este acto o el estado final.
Cuando el mundo cambia en un cierto aspecto puede ocurrir que también se transforme en otro
aspecto, en virtud de necesidad causal o natural; en este caso, dice el autor que la segunda
transformación es una consecuencia de la primera.

La definición de la noción de acción no está completa, sino que, si se piensa en términos de


estados de cosas y acontecimientos, la descripción debe indicar tres estados: primero, aquel en
el que se encuentra el mundo cuando se inicia la acción (estado inicial); el estado en el que se
encuentra el mundo cuando la acción ha sido completada (estado final); y el estado en el que
se encontraría el mundo si el agente no hubiera intervenido. El segundo estado es el resultado
de la acción y el primero y el tercero constituyen juntos la oportunidad de actuar. El estado
final es lo que el autor llama resultado de la acción, pero este resultado de la acción es también
el cambio que tiene lugar con ella.

G. H. von Wright distingue entre acto y actividad. Así como los actos están relacionados con
los acontecimientos, las actividades se relacionan con los procesos. Los acontecimientos
ocurren mientras que los procesos avanzan. Los actos son resultado de la ocurrencia de
acontecimientos en tanto que las actividades mantienen activos los procesos. La actividad no
está relacionada internamente con los cambios y los estados de cosas de la misma manera en
que los actos se relacionan con los resultados. Sin embargo, puede estar externa o causalmente
relacionada con los cambios y estados que son consecuencia de realizar esa actividad. Además
de la distinción entre acto y actividad está aquella que distingue entre actuar y hacer; hacer
algo es realizar un acto, comprometerse en una actividad, y lo que el autor llama el resultado
de un acto es aquello que cualquier agente que realiza (exitosamente) este acto en una cierta
ocasión ha hecho en esa ocasión.

Vamos a dejar para el siguiente apartado la revisión de la norma de acuerdo con los
argumentos de von Wright y traer ahora a la discusión las propuestas de Hannah Arendt,
autora que aquí se estudia solamente por sus propuestas acerca de la noción de acción en
relación con la vida social (lo político). De acuerdo con Arendt, la acción es una de las
categorías fundamentales de la condición humana y constituye la mayor realización de lo que
ella llama vita activa.1 Usa esta expresión, vita activa, para diferenciarla del otro tipo de vida,
la vita contemplativa; ambas en conjunto representan una visión de cómo se debe vivir la vida:
la primera era originalmente igual a las acciones políticas del ciudadano libre en la antigua
polis griega; al desaparecer este sistema de gobierno, el significado de la vida política se
degradó al concepto de vida social. Esto es evidente en la distorsión de la definición
aristotélica de hombre como “animal político” que se tradujo como animal social en la Edad
Media ya que en el vocabulario griego el término “social” no tenía equivalente. De igual
manera, la filosofía comenzó a verse a sí misma como vida contemplativa cuya finalidad era
experimentar lo eterno por encima de la esfera política. Con la introducción del término vita
activa, Arendt ofrece una alternativa: alcanzar lo mismo, pero a través de una forma específica
de vida política que es diferente de la vida social que todo ser humano vive.

La vita activa comprende tres actividades humanas, que son las fundamentales de nuestro ser
en el mundo: trabajo, obra y acción.2 El trabajo es la actividad que está ligada a la condición

1 Hannah Arendt, The human condition. Cuando habla de “condición humana”, la autora no se refiere a lo
que tradicionalmente se entiende como naturaleza humana pues, con base los escritos de San Agustín, dice que
no es posible definirla: se podría especificar quién es el hombre pero no qué es, pues ésta es una pregunta que
sólo un dios podría responder. Por ello, los intentos de los filósofos de definir la naturaleza humana “acaban casi
siempre en la construcción de una deidad, es decir, del dios de los filósofos”.
2 Los términos originales usados por la autora son labor, work y action, que corresponden
respectivamente a trabajo, obra y acción. Sin embargo, el traductor de la edición española usa una terminología
que se presta a confusión al traducir labor por labor y work por trabajo.]
humana de la vida y está constituido por todas las actividades humanas cuyo propósito
principal es permitir la supervivencia del hombre (comer, dormir, beber). Estas actividades
pertenecen a la esfera privada, y, en tanto que el ser humano se esfuerza laboriosamente en
realizarlas, no es un ser libre. El trabajo es “el proceso biológico del cuerpo humano” y, por
tanto, la condición humana del trabajo es la vida misma; el trabajo asegura no solamente la
supervivencia individual, sino también como especie. Esta actividad, obra del cuerpo, es la
que hace del hombre un animal laborans.

En el segundo tipo, la obra, está todo lo que “proporciona un ‘artificial’ mundo de las cosas,
claramente distintas de todas las circunstancias naturales”. Es el mundo de los productos
humanos lo que hace del hombre un homo faber, un productor de cosas. La condición humana
de esta actividad es a lo que ella llama “mundanidad”: al ser la obra un producto artificial
fabricado por el ser humano, es lo que “concede una medida de permanencia y durabilidad a la
futilidad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano”.

La tercera actividad, la acción, comienza cuando el ser humano desarrolla la capacidad que lo
distingue, la más humana de todas, la habilidad de ser libre, lo cual sólo se consigue en la
esfera pública, donde se puede ser libre, pero sólo después de haber resuelto el problema de la
supervivencia tanto individual como la del grupo. La acción corresponde a la condición de la
pluralidad y es la única de las tres actividades entre los seres humanos que ocurre sin
necesidad de la mediación de las cosas. En tanto que todos los aspectos de la condición
humana están de una u otra manera manera relacionadas con la política, la pluralidad es de
manera específica la condición de toda vida política; como dice Arendt, la pluralidad es la
condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por
tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá. (Arendt 1998, 7 y 8) A
partir de esta relación de pluralidad propia de la condición humana se llega a la noción de
acción, que es lo que permite a los hombres vincularse entre sí.

Cada una de estas actividades es autónoma en el sentido de que tiene sus propios principios
distintivos y se juzga por diferentes criterios: el trabajo, por su habilidad para mantener la vida
humana, para atender nuestras necesidades biológicas de consumo y reproducción; la obra, por
su habilidad para construir y mantener un mundo adecuado para el uso humano; y la acción
por su habilidad para revelar la identidad del agente, para afirmar la realidad del mundo y
actualizar nuestra capacidad de libertad. De allí que el hombre, en tanto que animal laborans,
vive sometido a las necesidades de la vida; en tanto que homo faber trabaja con las manos, es
un productor; pero como hombre de acción depende de sus semejantes. Es la acción la que
crea las condiciones para la historia, puesto que es ella la que tiene un compromiso con la
preservación del cuerpo político.

Aunque las tres actividades son igualmente necesarias para completar la vida humana en el
sentido de que cada una contribuye a su manera a realizar las capacidades humanas, la acción
es lo propio del ser humano, lo que lo distingue de los animales (los cuales se asemejan al
humano porque necesitan trabajar para mantenerse y reproducirse) y de los dioses (con
quienes compartimos, aunque de manera intermitente, la actividad de la contemplación). En
este aspecto, el trabajo y la obra, aunque significativas en sí mismas, son la contrapartida de la
acción pues ayudan a diferenciar y a resaltar el lugar de ésta en el orden de la vita activa.

Los rasgos centrales de la acción son la libertad y la pluralidad. Sin embargo, por libertad la
autora no entiende la habilidad de escoger entre posibles alternativas, como dice la tradición
liberal, sino como la capacidad de todo ser humano para iniciar algo nuevo, para hacer lo no
esperado. Ahora bien, si actuar es tomar la iniciativa, introducir lo nuevo e inesperado en el
mundo, ello no es algo que pueda hacerse de manera aislada, sin la presencia de los otros, de
una pluralidad de actores que, cada uno desde su punto de vista, pueden juzgar eso que se
inicia con la introducción de la novedad. La acción necesita de la presencia de los otros de la
misma manera que el artista necesita de su audiencia; sin la presencia y el reconocimiento del
otro, la acción deja de ser una actividad significativa. De esa manera, darse a conocer a través
de hechos y palabras y producir consenso, sólo se puede hacer en un contexto definido por la
pluralidad. La acción, dice Arendt, “a diferencia de la fabricación, nunca es posible en
aislamiento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad de actuar”. (Arendt 1998,
188)

Por ello, el concepto que ella utiliza para englobar las actividades de trabajo, obra y acción, es
el de vita activa (de hecho, ella misma traduce con ese título su libro al alemán). Esta
expresión está asociada a la tradición del pensamiento político que se remonta a Sócrates y
que está en relación con el modo de vida político (el bios politikos) aristotélico y con la vita
actuosa de san Agustín, es decir, a la vida consagrada a los asuntos de la ciudad, a los asuntos
políticos; aunque parezca obvio, no debe olvidarse que el término “política” se refiere a la vida
en la polis. El modo de vida político se refiere la acción en el dominio de los asuntos humanos,
por lo cual dentro de él no caben las otras dos actividades, el trabajo y la obra. El privilegio de
la política proviene del hecho de que la polis era una forma libremente elegida; de allí que la
acción no pudiera pensarse fuera de la sociedad, fuera del contacto con los demás. Ni el
trabajo ni la obra requieren la presencia de los otros; “sólo la acción es prerrogativa exclusiva
del hombre [...] y depende por entero de la presencia de los demás”. (Arendt 1998, 22-23) Si el
concepto de lo político se refiere a su relación con la polis es porque, en el mundo griego, el
hombre está capacitado para organizarse políticamente, y esta capacidad se opone a la de
asociarse de manera natural y que tiene como núcleo la familia y el hogar. Con la polis, el
hombre logró pertenecer a dos órdenes de existencia, a la vida privada y al modo de vida
político, lo que establece una distinción muy notoria entre idion y koinon, entre lo propio de
cada uno y lo que es común al grupo.

Gracias a la pluralidad por medio de la cual cada uno de nosotros es capaz de actuar y de
hablar es que podemos relacionarnos con los otros de una manera única y distintiva y, con
ello, contribuimos al establecimiento de una compleja e impredecible red de acciones. Es esta
red lo que configura el conjunto de los asuntos humanos, el espacio donde nos relacionamos
los unos con los otros por la mediación de las cosas y del lenguaje; de allí que se pueda
establecer una relación con un concepto que más adelante usaremos ampliamente, el de
interacción comunicativa: la acción implica el habla porque por medio de ésta se puede
articular el significado de nuestras acciones y coordinar la acción de una pluralidad de agentes,
pero, al mismo tiempo, el hablar implica el actuar, no sólo porque el habla es una forma de
acción sino porque con frecuencia la acción es el medio por el que verificamos la sinceridad
del hablante. Por tanto, así como el actuar sin el hablar corre el riesgo de no tener sentido y no
poder coordinar las acciones de los otros, así el hablar sin el actuar carece de los medios para
confirmar la veracidad de quien habla.

Sólo las acciones se “consideraron políticas y aptas para constituir lo que Aristóteles llamó
bios politikos, es decir, la acción (praxis) y el discurso (lexis)”. (Arendt 1998, 24-25)3 El

3 No usaremos aquí el término “discurso” como lo usa la autora, de manera equivalente a “hablar”, pues
hacia el final de este escrito aparecerá ese termino con otro sentido. Por ello, en lugar de acción y discurso, como
lo usa Arendt, vamos simplemente a dejar en su lugar la pareja de nociones actuar y hablar.
hablar, de la misma manera que el actuar, necesita de la presencia de los otros así como la
fabricación requiere de la presencia de la naturaleza de donde obtiene su materia y de un
mundo para colocar el producto acabado. Actuar y hablar en sociedad, junto con los otros, es
requisito previo de toda forma de organización política; tanto para actuar como para hablar se
requiere la pluralidad que es la “condición sine qua non para ese espacio de aparición que es la
esfera pública”. (Arendt 1998, 220) Una vida sin acción y sin expresión verbal no es ya una
vida humana, “está literalmente muerta para el mundo” porque a través de estas actividades
los seres humanos muestran quiénes son, revelan de manera activa su identidad única y
personal. Una conclusión de los puntos de vista de Arendt es que la acción y el hablar son la
condición de la vida en sociedad. En otras palabras, desde aquí aparece ya involucrada la
cuestión del sentido, que será uno de los criterios centrales en las posturas de Weber, como se
mostrará en páginas posteriores.

3. La clasificación de von Wright


Vamos a retomar en este lugar la descripción de von Wright; cuando éste habla de la noción
de norma, más específicamente de uno de sus tipos, las llamadas prescripciones, el autor
señala que ésta se forma de seis partes: carácter, contenido, condición de aplicación, autoridad,
sujeto(s), y ocasión. Hay dos más de diferente orden: promulgación y sanción. Las tres
primeras partes constituyen el núcleo de la prescripción, que es la estructura lógica que
comparten con toda norma. (von Wright 1963, cap. v) El carácter de una norma depende de si
ésta establece que algo pueda o deba hacerse; es decir, si la norma es obligatoria o permisiva,
si es una orden o un permiso o una prohibición. En pocas palabras, el contenido de una norma
es aquello que puede o debe (o no debe) hacerse; es la cosa prescrita (ordenada, permitida o
prohibida). Desde el punto de vista del contenido, las normas pueden dividirse en aquellas que
conciernen a la acción y las que conciernen a la actividad. La condición que debe ser
satisfecha si hay una oportunidad de hacer la cosa que es el contenido de una norma dada se
llama condición de aplicación. La autoridad es el agente de la norma o la prescripción: el que
ordena, permite o prohíbe a ciertos sujetos hacer ciertas cosas en ciertas ocasiones.
Finalmente, el sujeto (o sujetos) es el o los agentes a quien se dirige o da la orden. El sujeto es
ordenado, permitido o prohibido por la autoridad para hacer o evitar ciertas cosas.

La diferencia entre descripción y prescripción puede ser una herramienta útil para distinguir
las normas de lo que no es norma. Sabemos que las leyes naturales no pueden ser prescriptivas
sino descriptivas, y que, por tanto, no son normas. Alguien puede pensar que el atributo
prescriptivo da la pista para caracterizar las normas, pero identificar normativo con
prescriptivo más bien parece una restricción; además, prescriptivo es un término demasiado
vago para ser útil. Hay cosas a las que llamaríamos normas pero que no son prescriptivas
(aunque tampoco descriptivas).

En su discusión de las variedades de normas, von Wright ve primero la noción de ley como un
tipo de norma, y postula que se usa por lo menos con tres sentidos diferentes, que se
representan con, primero, las leyes del estado; segundo, las leyes de la naturaleza y, tercero,
las de la lógica y las matemáticas. En su discusión, encuentra afinidades (sobre todo
históricas) entre las leyes naturales y las de la lógica, pero a pesar de ello, se trata de leyes
diferentes: las leyes de la naturaleza son descriptivas, “describen regularidades que el hombre
descubre; son verdaderas o falsas. La naturaleza no obedece a las leyes, excepto
metafóricamente; si hay discrepancia entre la descripción y el curso real de la naturaleza, es la
descripción, y no la naturaleza, la que tiene que corregirse”. Por su parte, las leyes del estado
establecen y fijas regulaciones a la conducta de los individuos miembros de ese estado; son,
por tanto, prescriptivas, tienen el propósito de influir en su comportamiento. Si esos individuos
desobedecen las leyes, existe una instancia del estado que intenta corregir ese
comportamiento. Las leyes del estado no tienen valor de verdad.

Dentro del campo de la lógica o de las matemáticas se pueden encontrar proposiciones que son
leyes; von Wright da como ejemplo la ley del tercero excluido o la ley de la contradicción; a
partir de allí surge la pregunta si éstas son descriptivas o prescriptivas. Se habla de las leyes de
la lógica como leyes del pensamiento, por lo que podría pensarse que esas leyes describen la
manera como pensamos o que prescriben cómo debemos pensar; sin embargo, por su
naturaleza a priori, las leyes de la lógica parecen más bien prescriptivas, pero su modo de
prescribir es muy diferente del modo como lo hacen las leyes del estado, pues si éstas tratan de
que los individuos de comporten de una determinada manera, las primeras no intentan hacer
pensar de una manera correcta, sino que más bien funcionan como una referencia para juzgar
si tales individuos piensan correctamente o no. Sin embargo, caracterizar las reglas de la
lógica como la prescripción de cómo pensar de un modo correcto puede sugerir que lo
fundamental es la función descriptiva que establece los principios del pensamiento correcto y
no la función prescriptiva. Por tanto, considerar las leyes de la lógica como prescriptivas es en
realidad pensarlas como descriptivas, aunque lo que describen no es cómo pensamos sino
cómo constituimos las entidades lógicas.

Estas leyes se pueden comparar con las reglas de los juegos, pues jugar un juego es, como
pensar o calcular, una actividad. Las reglas de un juego determinan cuáles jugadas son
permitidas y cuáles no lo son; de un modo similar, las reglas de la lógica determinan cuáles
inferencias y afirmaciones son posibles (correctas, legítimas, permitidas). Una persona que no
hace las inferencias de acuerdo con las reglas de la lógica, lo hace incorrectamente o no hace
realmente inferencias. Esta visión más bien platónica asume que las leyes de la lógica y de las
matemáticas se asemejan a las leyes de la naturaleza porque ambas tienen valor de verdad,
pero son diferentes porque las primeras son necesariamente verdaderas mientras que las
segundas son también verdadera, pero sólo de manera contingente. Quien viola las reglas de
un juego sólo atenta contra las reglas, que son producidas por los individuos y pueden alterarse
por convención, pero quien viola las reglas lógicas atenta contra la verdad, y ésta no es
convencional.

En síntesis, se ha hablado sobre lo difícil que es determinar si las reglas de la lógica son
descriptivas o prescriptivas; se pueden considerar como descriptivas pero no de la misma
manera que lo son las leyes naturales; o se pueden considerar como prescriptivas en un sentido
también diferente de las leyes del estado. Por ello, la comparación entre las leyes de la lógica y
las de los juegos sugiere una nueva caracterización de esas leyes: no describen ni prescriben
pero determinan algo. Este hecho lleva a von Wright a postular un primer tipo de norma a la
cual reserva el nombre de regla. La actividad de jugar se realiza de acuerdo con patrones, que
son las jugadas permitidas, las cuales están determinadas por las reglas; es decir, las reglas
determinan el juego y la actividad de jugarlo. Otro tipo de regla similar a las de los juegos es
el de la gramática de una lengua (morfología y sintaxis): las formas correctas de hablar una
lengua corresponden a las jugadas correcta de un juego; la actividad de hablar una lengua
corresponde a la actividad de jugar un juego. Quien no habla de acuerdo con las reglas de
gramática habla incorrectamente o simplemente no habla esa lengua particular. La similitud
entre los juegos y la gramática aquí se detiene pues las reglas de gramática son mucho más
flexibles y con mayor capacidad de cambio que las reglas de un juego. Las reglas lógicas o
matemáticas son en algunos aspectos más parecidas a las reglas de un juego que a las reglas
gramaticales.

Un segundo tipo de normas está formado por las prescripciones o regulaciones, y una de sus
variedades son las leyes del estado. Las prescripciones pueden caracterizarse por algunos
rasgos: en primer lugar, están dadas desde un cierto lugar, fluyen de, o tienen origen en, la
voluntad de aquel que da la norma, de la autoridad de ésta; en segundo, se dirigen a algún
agente o sujeto de la norma. La autoridad quiere que el sujeto adopte una cierta conducta;
establecer la norma es manifestar la voluntad de la autoridad para hacer que el sujeto se
comporte de una cierta manera, y para ello, la autoridad tiene que promulgar la norma.
Finalmente, para hacer efectiva su voluntad, se asocia con una sanción, amenaza o castigo. En
todos estos aspectos este segundo tipo de norma, la prescripción, difiere del primer tipo, de la
regla. En términos generales, las prescripciones son órdenes o permisos dados por quien
asume la posición de autoridad a quien asume la posición de sujeto.

Las costumbres constituyen un grupo de normas que no llega a configurar un tipo como los
otros dos, ya que en algunos aspectos funcionan como las reglas y en otros funcionan como las
prescripciones. Si los hábitos, que siempre son adquiridos, son regularidades en el
comportamiento, son una disposición o tendencia individual para hacer cosas similares en
ocasiones similares, las costumbres pueden verse como hábitos sociales puesto que son
patrones de comportamiento de una comunidad, adquiridos por esa comunidad a lo largo de su
historia, y, más que adquiridos individualmente, son impuestos a sus miembros. Las
costumbres influyen en la conducta, ejercen una presión normativa sobre los miembros
individuales de la comunidad, y esto se refleja en las medidas de castigo con las que la
comunidad reacciona frente a la conducta transgresora de sus miembros. Las costumbres
difieren de las prescripciones en que no son dadas por alguna autoridad a los sujetos. Si puede
hablarse de autoridad detrás de las costumbres sería la de la comunidad misma, junto con sus
antecesores. Otra diferencia es que las costumbres no requieren ser promulgadas por medios
simbólicos; son como prescripciones implícitas. Las costumbres determinan las maneras de
vivir que son características de una comunidad. Quien no vive de acuerdo con ellas no
constituye una transgresión del mismo tipo que la que realiza quien rompe la ley, por lo que no
se hace acreedor a un castigo, pero sí se sitúa al margen de la comunidad, es decir, se
convierte en extranjero.

Un tercer tipo de normas, además de las reglas y las prescripciones, es el de las directivas o
normas técnicas, en las cuales se utilizan ciertos medios para obtener un cierto fin; estas
normas presuponen fines de la acción humana y la relación necesaria de los actos con estos
fines. La formulación normal de una norma técnica es por medio de una frase condicional, en
cuyo antecedente está la mención de la cosa deseada y en el consecuente aparece lo que se
debe o se tiene qué hacer.

Además de esos tres grupos de normas, von Wright señala otros grupos menores, entre los
cuales está el ya mencionado de las costumbres, los principios morales y las reglas ideales. Su
característica es mostrar afinidades con uno o más de los grupos mayores. Como ya se
estableció, las costumbres se asemejan a las reglas en que determinan, o más bien, casi definen
ciertos patrones de conducta, y a las prescripciones en que ejercen una presión normativa
sobre los miembros de una comunidad para conformarse a esos patrones. Las reglas ideales
tienen una posición entre las normas técnicas y las reglas que determinan un patrón.

Aunque el tema de las normas o principios o reglas morales no es central en von Wright, en
algún momento se pregunta dónde situarlas; su respuesta es que habría que analizar varios
ejemplos, como el controvertido de las promesas que deben mantenerse. Si se comparan con
las reglas de un juego, es decir, si las normas morales determinan una práctica, una primera
aproximación indica que, vistas como totalidades, las normas morales no son como reglas de
juegos, pero algunas normas morales tienen ese aspecto: la obligación de mantener una
promesa es un rasgo lógico de la institución de hacer y aceptar promesas. Compara también
las normas morales con las costumbres de una sociedad, lo cual puede apoyarse por la
etimología pues el término “moral” deriva de la palabra que significa costumbre. Por tanto,
algunas ideas morales pueden verse sobre el fondo de las costumbres o tradiciones de una
comunidad, pero las promesas, la obligación de mantenerlas, no pueden pensarse desde esta
perspectiva. Si se piensan las normas morales como prescripciones, se tendría que determinar
quién prescribe a quién; es decir, situar quién da o emite la ley moral. Un contrato es una
especie de promesa; la obligación legal hacia la persona con quien contrata es una obligación
para mantener esa promesa. Las normas legales que instituyen esas obligaciones son
prescripciones: de alguien hacia alguien, aunque su autoridad no sea una persona física. Pero
la norma moral que dice que las promesa debe mantenerse no puede identificarse con las
prescripciones legales que la sostienen. Las leyes del estado tienen con frecuencia un
contenido moral o conciernen a asuntos morales. Y lo mismo es verdad para las prescripciones
dadas por los padres para la conducta de los hijos. Las prescripciones tienen un papel muy
importante en la vida moral de un individuo, y esto no es un accidente sino la característica
lógica de la moralidad. Pero las normas morales no se pueden reducir a prescripciones.

Algunos ven las normas morales como órdenes de entidades sobrenaturales, lo que equivale a
verlas como prescripciones, aunque de un tipo particular, por la naturaleza de la autoridad. La
contrapartida a este punto de vista es la visión teleológica, según la cual las normas morales
serían una especie de normas técnicas para alcanzar ciertos fines; lo que no está claro es si el
fin es la felicidad del individuo o el bienestar de la comunidad. El utilitarismo sería una
variante de esta lógica; allí el fin, relativo a qué conductas son moralmente obligatorias o
permitidas no puede ser especificado sin consideraciones abstractas acerca del bien y del mal.

Por todas esas dificultades sobre la concepción de las normas morales, se ha sugerido que son
normas sui generis, conceptualmente autónomas, y que son normas válidas pero no
prescripciones de conducta de acuerdo con la voluntad de una autoridad moral o con la
obtención de ciertos fines. A está posición, von Wright la identifica como deontológica. Este
grupo, el de los principios o reglas o normas morales parece ser especialmente importante y
vamos a dedicarle varias páginas en capítulos posteriores, pero antes de esto vamos a
examinar también someramente otras maneras de entender y clasificar las normas.

En un reciente libro, los científicos sociales Brennan, Eriksson, Goodin y Southwood plantean
que la ubicuidad de las normas hace ambigua su denominación y, para intentar reducirla,
habría que dejar fuera del campo de estudio ciertos usos o ciertos sentidos. (Brennan et al.
2013, 1) En primer lugar estaría el uso puramente estadístico que indica lo habitual; un
ejemplo sería el enunciado “la norma en este país es que cada pareja tenga tres hijos”: no hay
allí ningún contenido normativo que establezca que las que tengan menos o más o ninguno son
peores o tengan alguna deficiencia o estén equivocados o sean culpables; lo único que ese
enunciado indica es una generalización estadística. Otro sentido de norma que los autores no
consideran es aquel que se refiere a una regla válida objetivamente (es decir, a un principio
normativo) pero que puede ser aceptado o no. Aquí se incluirían las normas morales ya que
éstas son más o menos facultativas pues son principios normativos que pueden ser aceptados
por individuos o comunidades particulares, pero pueden no ser aceptados. Esto hace que los
autores no consideren éstas como normas en sentido fuerte.

Hablan, pues de tres tipos de normas: primero, las normas formales, cuyo ejemplo más claro
es el de las normas legales. Las morales, que forman el segundo grupo, se distinguen de las
legales, no son creadas ni mantenidas por un estado coercitivo. El tercero, que es el tipo que
les interesa, es el de las normas sociales. Aunque reconocen que su definición es un poco
confusa ya que todas son sociales en el sentido es que están ligadas a grupos o a comunidades
particulares, este tercer tipo, el de las normas sociales, asume que son sociales en un sentido
más profundo ya que tienen “un aspecto convencional que no se puede eliminar”. (Brennan et
al. 2013, 6)

Norma social, entendida como un tipo particular de norma, es un concepto muy usado en la
literatura de los últimos años. Cristina Bicchieri la define no como

las reglas formales prescriptivas diseñadas, impuestas y reforzadas por una autoridad exógena por
medio de la administración de incentivos selectivos”; [las normas sociales] más bien son las
informales que emergen a través de la interacción descentralizada de agentes dentro de una
colectividad y que no se diseñan ni se imponen por una autoridad. (Bicchieri 2006, x)
Según la autora, en el dominio de las ciencias sociales, las normas se consideran como
factores exógenos, como los factores que restringen el comportamiento, por lo cual se presta
mucha atención a las condiciones bajo las cuales son obedecidas. Las normas sociales, como
las convenciones y las normas descriptivas, pueden —continúa la autora— desarrollarse
espontáneamente a partir de las interacciones de los individuos, que no las planean ni las
diseñan. Las tres constituyen constructos sociales que tienen vida simplemente porque un
grupo suficientemente amplio cree que existen y actúan de acuerdo con ellas. Además, como
estas normas son elementos centrales en la producción del orden o de la coordinación social, la
investigación se enfoca en las funciones que realizan y en la eficacia con que la cumplen. La
visión de la filosofía, dice Bicchieri, es opuesta ya que allí se ven normas y convenciones
como el producto endógeno de las interacciones individuales.

Hay muchas otras maneras de introducir orden en el amplio campo de las normas, muchas
maneras de clasificarlas. Robert Alexy, por ejemplo, distingue entre principios y reglas, que
para el son tipos de normas “porque ambos establecen lo que es debido” y pueden formularse
“con la ayuda de las expresiones deónticas básicas del mandato, el permiso y la prohibición”.
(Alexy 2007, 64-5) Según su punto de vista, entre los varios criterios que existen para
distinguirlos, el más usado es el de generalidad: los principios son normas de más alto grado,
las reglas de grado menor. Más importante es que los principios son “normas que ordenan que
algo sea realizado en la mayor medida posible, dentro de las posibilidades jurídicas y reales
existentes”, es decir, que pueden cumplirse en grados diferentes, mientras que las reglas sólo
pueden ser cumplidas o no: “Si una regla es válida, entonces debe hacer exactamente lo que
ella exige, ni más ni menos”. (Alexy 2007, 68) Por tanto, la diferencia entre principios y reglas
es cualitativa. Para nosotros, lo importante de esta posición es que las normas sólo pueden ser
reglas o principios. Lo que nos parece que hace falta en todos estos intentos de clasificar las
normas es un criterio que guíe esas clasificaciones pues de otra manera las clasificaciones se
pueden multiplicar al infinito. Vamos a dejar de buscar maneras de clasificar para intentar otro
camino para la concepción de las normas, y, dentro de ellas, de las normas morales. Para ello
retomaremos la discusión de la acción según Weber y su continuación en la obra de Habermas.

4. La norma desde la sociología


En el momento fundador de las ciencias sociales o las humanas no se hablaba de éstas en
plural puesto que la única que se reconocía era la sociología, cuyo principal objetivo era
demostrar que era posible un estudio de la actividad humana con métodos precisos y objetivos
similares a los de las ciencias de la naturaleza, y que podía obtener conocimientos dotados de
la misma objetividad y exactitud. La primera regla de lo que Durkheim llamaba el método
sociológico era “considerar los hechos sociales como cosas”; es decir, que se les debía dar un
estatus ontológico independiente de nuestra conciencia.4 Este autor, considerado como uno de
los padres fundadores de las ciencias humanas, adoptó el modelo de ciencia caracterizado por
la objetividad, donde el objeto de estudio estaba separado del sujeto, como si fuera algo
exterior que sólo podía someterse a la mirada del investigador, y su descripción solamente era
posible por medio de un lenguaje neutro. La diferencia para él estaba en que veía los hechos

4 El mismo Durkheim matiza esta afirmación puesto que, un sueño, por ejemplo, es un elemento de la
experiencia subjetiva y no se puede decir que es sin más una cosa, pero puede ser tratado como tal si se considera
como un fenómeno independiente de nuestra relación inmediata e interés subjetivo, si dejamos de lado nuestra
opinión personal y lo vemos en términos objetivos. (Durkheim 2001, 53)
sociales regidos por normas en lugar de leyes, aunque pensaba las normas como causas
materiales y eficientes de la regularidad de la conducta humana y de la conducta social. Según
dice Durkheim, “debemos considerar los fenómenos sociales en sí mismos, desprendidos de
los sujetos conscientes que se los representan; es preciso estudiarlos desde fuera como cosas
externas, porque así se nos presentan”. Y más adelante se lee:

[…] en las ciencias naturales la regla exige que se aparten los datos sensibles que pueden ser
demasiado personales en el observador, para retener exclusivamente los que presentan un grado
suficiente de objetividad. [...] El sociólogo debe tomar las mismas precauciones: los caracteres
exteriores en función de los cuales define el objeto de sus investigaciones deben ser lo más
objetivos posibles. (Durkheim 2001, 87)
Las normas, que Durkheim sólo se refería a ellas como regularidades sociales, debían verse
como la base del orden social; y como pensaba que la sociología sólo podía explicar ese orden
por referencia a dichas regularidades, toda explicación sería en términos de la sociedad por
entero y no de la acción individual, porque, según él, todas las ideas y categorías del
pensamiento se originan de la conciencia colectiva, que es social, y todos los hechos sociales
son representaciones de esa conciencia colectiva. Uno de los puntos culminantes en el
tratamiento sociológico de la norma está en los escritos de Talcott Parsons (especialmente en
The social system, 1951), heredero en muchos sentidos de la obra de Durkheim. Según
Parsons, la acción humana se entiende dentro de un marco utilitario como instrumentalmente
orientada y con máxima utilidad. El orden y la estabilidad son esencialmente fenómenos
sociales derivados, realizados por sistemas de valores comunes, que son el cemento de la
sociedad. Los valores comunes de una sociedad toman cuerpo en normas; cuando esas normas
se configuran, garantizan el funcionamiento ordenado y la reproducción del sistema social.
Las normas son exógenas en ese marco, por lo que allí no se exploran cuestiones tales como la
manera en que se produce un sistema común de valores o los modos en que se pueden
cambiar; lo importante es más bien cómo se deben seguir las normas, y la teoría de Parsons
sostiene que las personas se adhieren voluntariamente a este sistema compartido de valores
porque es introyectado para formar un elemento constitutivo de la personalidad.

Para él, una norma es “una descripción verbal de un curso concreto de acción, considerado
como deseable, combinado con un mandato para hacer ciertas acciones futuras conforme este
curso”. Las normas juegan un papel crucial en la elección individual (de hecho, una acción
individual es siempre una elección entre varias alternativas) puesto que, al conformar las
necesidades y preferencias individuales, sirven como criterio para la selección de tales
alternativas. Esos criterios son compartidos por una comunidad dada y encierran un sistema de
valores comunes. Las personas pueden escoger lo que prefieren, pero lo que prefieren a su vez
conforma las expectativas sociales. Las normas influyen en el comportamiento porque, a
través de un proceso de socialización que comienza en la infancia, son parte de los motivos de
la acción: la conformidad a las normas vigentes es una disposición estable adquirida que es
independiente de las consecuencias de la conformación. Tales disposiciones se forman por
interacciones a largo plazo con los otros, usualmente la familia; a través de la socialización
repetida, los individuos llegan a aprender e internalizar los valores comunes encerrados en
esas normas. La internalización se concibe como el proceso por el cual las personas
desarrollan una necesidad o motivo psicológico para conformarse con el conjunto de normas
compartidas. Cuando las normas se internalizan, se entiende como bueno o apropiado el
comportamiento que las respeta, y las personas sienten culpa o vergüenza cuando se
comportan de manera desviada. Si la internalización es exitosa, las sanciones externas no
desempeñan papel alguno en conseguir la conformidad, y como los individuos son motivados
a tal conformación, las creencias y acciones normativas son consistentes.

Aunque el análisis de los sistemas sociales de Parsons comienza con una teoría de la acción
individual, ve a los actores sociales como que actúan de acuerdo con los papeles que, por
internalización y socialización, definen sus identidades y comportamientos. El fin de la acción
individual es alcanzar la satisfacción máxima, que se define en términos de la búsqueda de
aprobación y el rechazo de lo contrario. Al hacer del sistema común de valores algo previo
que restringe al actor social, se resuelve el potencial conflicto entre los deseos individuales y
las metas colectivas. El precio de esta solución es que desaparece el actor individual como
unidad básica de análisis. En tanto que los individuos son portadores de un rol, las entidades
sociales son las que actúan, las cuales están separadas de las acciones individuales que las
crearon. Ésta es una base de la crítica contra la teoría del actor socializado.

No se puede negar que existen normas que nuestra sociedad ha internalizado al punto que casi
no hay variación en el comportamiento inducido por normas. Tales normas son prescriptivas
y, como tales, no se correlacionan con el comportamiento observable. Las normas son
internalizadas a tal punto que su existencia se puede verificar sólo cuando la norma se viola; la
conformidad a tal norma es claramente incondicional. En este sentido, esas normas parecen
coincidir con las normas morales en tanto que entendamos éstas como imperativos
incondicionales. Las normas sociales son, a diferencia de éstas, condicionales, y su
cumplimiento depende de tener la clase correcta de expectativas en la situación apropiada.

Ese procedimiento sociológico propuesto por Durkheim se ejemplifica en la obra de Mauss,


especialmente en el Ensayo sobre el don, en donde el autor analiza un grupo de hechos
considerados como sociológicos que son las formas que adopta el don en varias sociedades.
En este trabajo, Mauss justifica la institución del don al señalar su naturaleza obligatoria y
señala un conjunto de normas que la determinan y la explican. Sin embargo, sólo en apariencia
la obra de Mauss se apega a las propuestas de Durkheim ya que en su análisis descubre un
principio nuevo que le permite salir de los límites del funcionalismo de aquél; este principio es
el de reciprocidad. Como sabemos, Mauss muestra que, en las sociedades que él estudia, el
intercambio se presenta no tanto como transacciones sino como donaciones recíprocas;
muestra también que esa forma de intercambio no sólo tiene un carácter económico, sino que
se trata de lo que él llama un hecho social total, es decir, un hecho dotado de significación a la
vez social y religiosa, mágica y económica, utilitaria y sentimental, jurídica y moral. En
resumen, Mauss muestra que la reciprocidad es una norma central en las sociedades que
estudia, la cual, por su elevada integración funcional asume una significación social total.

La reciprocidad tiene en Mauss implicaciones no sólo normativas sino también estructurales


ya que una norma recíproca asegura que un sistema el funcionamiento de un sistema de
comunicación, como es el del regalo. En el caso de las sociedades de las islas Trobriand, que
son las que él analiza, personas de diferentes sociedades pueden mantener un sistema que
garantiza una amplia comunicación entre las islas que no funciona solamente por las normas
que las gobiernan en tanto que tales, sino por la estructura misma del sistema como un sistema
de relaciones lógicas, cuya propia necesidad determina las normas, y no a la inversa. La norma
de reciprocidad establece que se debe respetar el sistema de equivalencias.

Durkheim entendía la noción la conciencia colectiva como la totalidad de los hechos sociales,
la cual es el equivalente a lo que Lévi-Strauss considera como la cultura; para él esa
conciencia está contenida en un sistema de representaciones colectivas inscritas en la mente
del individuo desde su nacimiento, por medio de la socialización, las cuales servían de base
para su comportamiento normal (es decir, su comportamiento regido por las normas). A
diferencia de éste, que explica la sociedad en términos de la sociedad misma, Mauss propone
un enfoque que dice que la sociedad es lo que es, un instrumento de la colectividad, porque es
un medio de intercambio; en otras palabras, porque existe comunicación. Sólo le faltó decir
cuál es el medio, que es un sistema arbitrario de diferencias estructuralmente determinado; es
decir, un lenguaje. Y ésa será la tarea que Lévi-Strauss se propone cumplir. Para ello parte del
hecho de que en ninguna sociedad se encuentran comportamientos que no estén regulados, que
no estén regidos por normas. De aquí una primera conclusión: lo que establece la diferencia
entre un proceso cultural y otro natural es la presencia de la norma: presencia en el primero,
ausencia en el segundo.5 La naturaleza, según Lévi-Strauss, es todo lo que es común a todos
los hombres, lo que es parte de su dotación hereditaria, lo que todos los seres humanos
manifestamos con independencia de la sociedad a la que pertenecemos. La cultura, por el
contrario, es lo que no es común a todos, lo que debe ser aprendido, lo que depende de la vida
social y de sus normas colectivas. Lo cultural es lo contingente y lo arbitrario; lo natural es lo
necesario y lo absoluto. Esto no significa que en la naturaleza no existan leyes, pero son leyes
de un orden distinto, el de la herencia biológica, mientras que en la cultura las normas
pertenecen a la tradición externa. Dice enseguida:

En todas partes donde se presente la regla, sabemos con certeza que estamos en el estadio de la
cultura. Simétricamente, es fácil reconocer en lo universal el criterio de la naturaleza, puesto que lo
constante en todos los hombres escapa necesariamente al dominio de las costumbres, de las técnicas
y de las instituciones por las que los grupos se distinguen y oponen.
Todavía en esa época pesaba demasiado la influencia de Durkheim al pensar que la disciplina
encargada de estudiar las normas sociales es la sociología. Por tanto, si la cultura se define por
lo particular y lo relativo puesto que es el ámbito de lo regulado, de lo regido por normas, y
toda regla constituye un fenómeno social, “proviene del universo de las reglas, de la cultura, y
en consecuencia atañe a la sociología, cuyo objeto es el estudio de la cultura”. (Lévi-Strauss
1988, 58)

Durkheim había señalado que los hechos sociales sólo pueden explicarse por hechos sociales
previos y éstos, a su vez, por otros hechos sociales anteriores hasta llegar a un hecho que ya no
es social. Lo que Lévi-Strauss se propone en Las estructuras elementales del parentesco, desde
el inicio, es encontrar el hecho social anterior a todos, ese hecho que es al mismo tiempo

5 “[…] la ausencia de reglas parece aportar el criterio más seguro para establecer la distinción entre un
proceso cultural y uno natural”. (Lévi-Strauss 1988, 41).
social y presocial. Desde el punto de vista de Durkheim, esto sería una imposibilidad ya que lo
que caracteriza a lo social es ser irreductible a lo individual o a lo natural, y lo que aquél
quiere encontrar es algo social natural, cuya existencia sólo sería posible si ese hecho social
fuera universal, que estuviera presente en todas las sociedades; es decir, un hecho que fuera
arbitrario, que manifestara simultáneamente el rasgo esencial de la cultura, y que fuera
necesario, que tuviera la marca de la naturaleza.

El hombre tiene la característica de haber accedido al dominio de la cultura, es decir, de haber


pasado de un dominio de leyes universales a otro de leyes o de reglas particulares. Para dar el
salto que lo convirtió en ser social, Lévi-Strauss busca otro tipo de fenómeno, aquel que tenga
los atributos de lo natural, pero también de lo cultural; se trata de

[…] un fenómeno que presenta al mismo tiempo el carácter distintivo de los hechos de la naturaleza
y el carácter distintivo –teóricamente contradictorio con el precedente– de los hechos de la cultura.
[…] universalidad de las tendencias y de los instintos, y el carácter coercitivo de las leyes y las
instituciones. (Lévi-Strauss 1988, 43).
La contradicción estaría en el hecho de tener presente simultáneamente lo universal y lo
regulado; ser una norma social, y por tanto, particular, al mismo tiempo que natural, es decir,
universal; en otras palabras, de ser social y presocial al mismo tiempo. Esa regla que posee los
atributos de dos órdenes excluyentes (ser una regla social que al mismo tiempo es universal) la
encuentra en el campo de la sexualidad y es la de prohibición del incesto. El comportamiento
sexual es variable culturalmente hablando, pero allí se observa una prohibición que está
presente en todas las sociedades, pero sólo en esas agrupaciones humanas. Aunque instintiva,
la vida sexual está regulada en lo que toca a la elección de copartícipe sexual: en una sociedad
determinada puede estar prohibida la relación sexual con personas de cierto grado de
parentesco, en otra sociedad esta misma relación puede estar permitida y en una tercera puede
ser obligatoria, es decir, puede estar prescrita. Se trata de una regla y, por tanto es variable,
pero está presente en toda comunidad; es social pero es universal. Es, pues, una regla

que en la sociedad abarca lo que le es más extraña pero al mismo tiempo, regla social que retiene en
la naturaleza aquello que es susceptible de superarla, la prohibición del incesto se encuentra, a la
vez, en el umbral de la cultura, en la cultura y, en cierto sentido […] es la cultura misma. (Lévi-
Strauss 1988, 45)
Es una regla natural pero que es condición de lo cultural. Es universal para todos los seres
humanos pero es sólo de ellos; manifiesta el rasgo esencial de la cultura, es decir, lo arbitrario,
pero tiene la marca de lo natural, es decir, es necesaria. En toda sociedad se prohíbe tomar
como esposas a ciertas mujeres al mismo tiempo que se prescriben otras; por tanto, al
obligarse a no elegir entre las mujeres cercanas, se tiene que optar por mujeres de otros
grupos, las cuales están libres pues ellas también están prohibidas para los hombres de esos
mismos grupos. Esto permite el intercambio, da lugar a transacciones y alianzas que instauran
una comunicación cuyo instrumento son las mujeres o, más que éstas, su atributo de la
fertilidad. Con ello se crean las condiciones para el contrato social, es decir, los vínculos
sociales sobre bases recíprocas y equitativas, que son elementos clave de la sociedad. Por
tanto, los fenómenos de alianza, consanguinidad y filiación son también manifestaciones de la
capacidad simbólica, y son posibles gracias a la existencia de un sistema simbólico, el de
parentesco.

En resumen, si fuera posible encontrar en todos los seres humanos y en todas las sociedades
un principio universal y causa única de la cultura, ese principio tendría que ser natural, y es
allí donde está la aparente contradicción, pero Lévi-Strauss ve allí mismo la clave de la
solución. El hecho social natural que encuentra está en el campo del comportamiento sexual:
la prohibición del incesto. Esta regla de evitar el incesto es universal, está en todas las
sociedades humanas, aunque no de la misma manera. Lo variable de la regla entre una
sociedad y otra atestigua su base arbitraria, contingente y cultural, y la relación entre esa regla
y la sexualidad proporciona la base natural de la que procede la sociedad. Los hombres
permanecieron en el nivel de lo natural en tanto no tuvieron prohibiciones de este género. Pero
cuando comenzó a existir se convirtió en una necesidad lógica. Que el individuo renuncie a
sus derechos sexuales sobre las mujeres de su propia familia, crea de inmediato condiciones
favorables para el surgimiento de un contrato social ya que la solución al problema de obtener
esposa está en el intercambio de hermanas con otros individuos en igual situación. Al
convertirse en parientes, se dan las condiciones para la comunicación y el intercambio sobre
bases equitativas y recíprocas. Es aquí donde se pone de manifiesto influencia de Mauss sobre
Lévi-Strauss: en el uso de la noción de reciprocidad, que se ve como un principio estructural,
como una norma subyacente a la red de parentesco cuyas derivaciones y corolarios lógicos
determinan los comportamientos.6 Lo que Mauss muestra en su Ensayo sobre el don con
respecto a la circulación de los bienes es que en todas partes se encuentra, de modo implícito o

6 “La prohibición del incesto –dice Lévi-Strauss– es una regla de reciprocidad ya que renuncio a mi hija o
a mi hermana con la condición de que mi vecino también renuncie a las suyas”. (p. 102) En el capítulo V de este
mismo libro el autor discute el citado ensayo de Mauss.
explícito, el doble supuesto de que

[…] los regalos recíprocos constituyen un modo, normal o privilegiado según el grupo de
transmisión de los bienes, o de ciertos bienes, y estos regalos no se ofrecen, de modo principal o en
todo caso esencial, con el fin de recoger un beneficio o una ventaja de naturaleza económica. (Lévi-
Strauss 1988, 102)
Pero hablar del origen de los hechos culturales a partir de la prohibición del incesto no explica
por qué se mantiene vigente. Lévi-Strauss recurre para esta explicación al totemismo; si
estableció que se puede considerar a los sistemas de parentesco en términos de comunicación,
también piensa el totemismo como un lenguaje, como otro sistema de comunicación. La
función del sistema de parentesco es crear vínculos entre los grupos humanos, mientras que la
del totemismo es representar, tanto para los nativos como para el exterior, la estructura de su
propia sociedad y la naturaleza de su identidad social.

Pero Lévi-Strauss no se limita al estudio de los sistemas de parentesco y el totemismo, sino


que también se ha dedicado a analizar otros sistemas sociales, entre ellos y el de los mitos. El
totemismo es un sistema complementario al de parentesco ya que si éste tiene como función
crear vínculos entre grupos y entre individuos, la función del sistema totémico es representar,
tanto para los miembros del grupo como hacia el exterior, una identidad de grupo. El sistema
de los mitos, por su parte es también parte de lo simbólico; el mito no tiene propósitos morales
o pedagógicos o utilitarios sino que constituye una manera de ordenar la realidad, de darle una
estructura; a través del sistema de mitos de una sociedad se expresa la imagen del mundo de
esa sociedad, la imagen del otro y de sí misma; a través del mito se manifiesta tanto la realidad
natural como la social, se expresan las relaciones entre los varios aspectos de la vida social y
las normas de la cultura en general.
II. Norma y acción
1. Concepción de Max Weber
En un primer momento había exigencias para que las ciencias humanas siguieran las pautas de
las ciencias naturales, es decir, que fueran exactas, útiles y eficaces. El objeto de estudio de
estas últimas, que es la naturaleza, se entendía como algo carente de voluntad y propósito, de
modo que podía subordinarse a la voluntad y propósito de quienes la explotaban para
satisfacer necesidades. El lenguaje de las ciencias naturales, además, al estar purificado de
todo término acerca de propósitos y significados, se pensaba como un lenguaje objetivo, en el
cual sus objetos están impulsados por fuerzas externas, despojadas de toda intención.

Como se dijo en páginas anteriores, Durkheim plantea las ciencias sociales como similares a
las naturales; de manera opuesta, Max Weber rechaza la idea de que la sociología tenga que
adoptar los rasgos de esas otras ciencias, las de la naturaleza; y ese rechazo parte de pensar
que la realidad humana es diferente de la realidad natural, y que esa diferencia reside en el
hecho de que los actores humanos cargan sus acciones de significados, por lo cual necesitan
no tanto ser explicadas sino comprendidas; comprender una acción humana, entonces,
significa entenderla, captar el significado que el actor le confiere. Weber sostiene que la
investigación de los actos humanos debe apuntar hacia la comprensión, y que la sociología
puede ser objetiva; con ello quiere decir que la sociología puede alcanzar el conocimiento
objetivo de la realidad humana subjetiva. En resumen, que una mente racional puede
reconocerse en otra mente racional y que, en la medida en que los actos estudiados son
racionales (calculados y orientados hacia un propósito), pueden ser racionalmente entendidos,
es decir, explicados por medio de postular un significado y no una causa. En el camino hacia
el concepto de norma, vamos a desarrollar a continuación el concepto de acción desde la
perspectiva de Weber.

La búsqueda de objetividad en las ciencias humanas consiste, desde el punto de vista de


Durkheim, en separar tanto como se pueda al sujeto del objeto investigado; la explicación de
dicho objeto, por tanto, sería el resultado de la búsqueda de leyes, las cuales debían ser
generales. Desde esta perspectiva y por lo general, explicar algo consiste en buscar un hecho o
un acontecimiento que precede a lo que intenta explicar; en otras palabras, la explicación
consiste en representar el hecho que se quiere explicar como una proposición que se deduce de
otra proposición más general, es decir, de una ley. Pero Weber se da cuenta que cuando esto
mismo se quiere aplicar a la conducta humana, ese tipo de explicación no toma en cuenta el
hecho que se trata de un acto realizado por una persona, y que ésta pudo elegir esa manera de
actuar entre otras posibles. Se comprende la acción después de que sucedió y se interpreta
como resultado de ciertas reglas que siguieron los actores para hacer lo que hicieron, sin
pensar que esas reglas podrían producir más de un comportamiento; en todos los casos
siempre se podría haber hecho otra cosa. Las acciones humanas podrían ser diferentes incluso
si las circunstancias de la acción y los motivos siguieran siendo los mismos. Por esa razón,
hablar de circunstancias externas o de leyes generales en el caso de las acciones humanas no
es satisfactorio como sí lo es en el caso de los hechos de la naturaleza. En las acciones
humanas, el actor es alguien que toma decisiones y la acción es el resultado de una decisión.

Es cierto que hay muchas conductas humanas en las que no es posible tomar decisiones, como
sería el caso de las acciones irreflexivas, que no consideran las posibilidades alternativas.
Ejemplos de esta conducta son los actos habituales, en los que no se piensa en el propósito, o
las acciones afectivas, sometidas a la influencia de emociones que anulan el razonamiento y
suspenden todo cálculo de propósitos y consecuencias. En ese caso se trata de acciones
irracionales, aunque el uso de este término no implica una evaluación de la utilidad del acto,
sino que simplemente se entiende que no es consecuencia de una toma de decisión. En
conclusión, la búsqueda de objetividad en las ciencias humanas consiste, desde la perspectiva
de Durkheim, en separar al sujeto del objeto investigado, y la explicación consiste
simplemente en la búsqueda de leyes generales; en la de Weber, por otra parte, son centrales
las nociones de comprensión, toma de decisiones e interpretación.

Por acción Weber entiende “una conducta humana (bien consista en un hacer externo o
interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos de la acción enlacen a
ella un sentido subjetivo”. Llama “conducta” a cualquier tipo de acción humana “que tome
posición frente a un cierto objeto, encontrando en él su término de referencia; de tal modo se
identifica con la acción humana en cuanto condicionada por una situación objetiva”. (Weber
1974, 5) Pero añade también que, desde el punto de vista de la sociología, la conducta
pertinente no es la acción humana sino la acción social, es decir, “una especie particular de
acción que se refiere a la acción de otros individuos”. (Rossi 2001, 29). La sociología, según
Weber, es la ciencia que estudia las acciones; por medio de ella se “pretende entender,
interpretándola, la acción social para de esa manera explicarla causalmente en su desarrollo y
efectos”. Y la acción social es aquella en la que el sentido expresado por su sujeto “está
referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo”. (Weber 1974, 5) La
continuación de las propuestas de Weber requiere examinar de manera breve un concepto
básico, el de racionalidad, que a continuación se presenta.7

Todas las nociones relacionadas con la razón (tales como racional, racionalidad, etc.), que
configuran un campo semántico más o menos bien definido, están, todas ellas, muy cargadas
de sentido común; de allí que casi todos tengamos una idea razonablemente clara de cómo
entenderlas, aunque no siempre de la manera adecuada; por ejemplo, comúnmente se califica
de racional a una persona que piensa las cosas antes de actuar, que recurre a la lógica antes
que a la intuición o a los sentimientos; y aunque esto no sea incorrecto, sí es parcial.

Los investigadores agrupados en torno a la escuela de Frankfurt hicieron aportes importantes


al estudio de la racionalidad y la consideraron como una característica de los sistemas sociales
actuales. Marcuse, para mencionar sólo uno de ellos, relaciona la búsqueda del bienestar con
la razón y dice que las necesidades de una sociedad se convierten en necesidades y
aspiraciones individuales; por tanto, que su satisfacción promueve el bienestar general ya que
“la totalidad parece tener el aspecto de la razón”.(Marcuse 1972, 8). Eso es más o menos lo
mismo que decir que lo racional en una sociedad consiste en la búsqueda de satisfacción de las
necesidades; sin embargo, él mismo dice que las sociedades de nuestra modernidad son más

7 Anthony Giddens, en la introducción a la segunda edición de su libro The new rules of sociological
method, señala que ni el individuo ni la sociedad pueden ser un punto de partida adecuado para la reflexión
teórica, aunque ello no quiere decir que que niegue que existen sistemas y formas de colectividad, con
propiedades estructurales definidas, ni que esas propiedades estén de algún modo “contenidas” en las acciones de
cada individuo situado. “El 'individuo' –dice– tiene existencia corpórea, y por eso el concepto pareciera no
problemático. Pero el individuo no es un cuerpo, e incluso la noción de cuerpo se vuelve compleja en relación
con el propio ser que actúa. Hablar de un individuo no es hablar sólo de un “sujeto”, sino también de un agente;
por eso nunca podremos evitar la idea de acción (Talcott Parsons insistió siempre en esto). Además –y es
decisivo– la acción no es una mera cualidad del individuo, sino que al propio tiempo es la tela de la organización
social o de la vida colectiva. (Giddens 2007, 5)
bien irracionales ya que su carácter compulsivo hacia la productividad destruye el libre
desarrollo de las necesidades y facultades humanas, puesto que en estas sociedades el aparato
productivo tiende a hacerse totalitario ya que determina no sólo las aptitudes, actitudes y
ocupaciones socialmente necesarias, sino también las individuales. Las sociedades de la
modernidad se caracterizan por el hecho de que la tecnología asume un papel hegemónico
pues,

en el medio tecnológico, la cultura, la política y la economía se unen en un sistema omnipresente


que devora o rechaza todas las alternativas. La productividad y el crecimiento potencial de este
sistema estabiliza la sociedad y contiene el progreso técnico dentro de los marcos de la dominación.
La razón tecnológica se ha hecho razón política. (Marcuse 1972, 11).
Según Marcuse, las sociedades avanzadas parecen ser la únicas capacitadas para satisfacer las
necesidades de todos sus integrantes pero, por la manera como están organizadas, no permiten
al pensamiento una función crítica; por ello mismo exigen la aceptación de sus principios y
reducen toda disidencia a la búsqueda de acciones en apariencia alternativas aunque en
realidad están cuidadosamente previstas y, por ello, insertas en los marcos del statu quo. De
allí que, en lugar de dirigir sus objetivos hacia la satisfacción de las necesidades de los
miembros de la sociedad, el aparato productivo, en general la razón tecnológica como él la
llama, imponga sus imperativos económicos y políticos no ya sólo sobre el tiempo de trabajo
de los individuos sino también y sobre todo sobre el tiempo de ocio y de consumo. De allí su
afirmación de que, más allá del nivel biológico, las necesidades humanas, tanto en intensidad
como en carácter, están condicionadas puesto que

la posibilidad de hacer o dejar de hacer, de disfrutar o destruir, de poseer o rechazar algo, se conciba
o no como una necesidad, ésta depende de si puede o no ser vista como deseable y necesaria para
las instituciones e intereses preponderantes en la sociedad. (Marcuse 1972, 14)
Weber toma otro camino para enfocar la idea de lo racional y es un camino que considera, aun
cuando sea de un modo incipiente, la cuestión del significado; para ello asuma como punto de
partida la noción de comunidad. Una comunidad es para él un conjunto de personas que se
caracterizan por concordar, por un lado, respecto de algo sobre lo cual tal vez otras personas
no están de acuerdo, y, por otro, en la autoridad concedida al acuerdo por encima de cualquier
cosa. La idea compartida que sustenta todas las demás es que el conjunto en cuestión es
realmente una comunidad;8 que las opiniones y actitudes son o deberían ser compartidas y, si

8 “Llamamos comunidad a una relación social cuando y en la medida en que la actitud en la acción social
[...] se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes en constituir un todo”. (Weber
alguna de ellas difiere, siempre es posible llegar a un acuerdo; esta disposición para llegar a
acuerdos es una actitud básica y natural de todos los miembros de la comunidad. El grupo
formado es siempre de una comunidad de significados y el sentido de pertenencia es más
fuerte y seguro porque no se elige, porque no se hace nada para crearlo o no se puede hacer
nada para destruirlo.

Weber usa también el concepto de “actuar en comunidad” para mencionar el hecho cuando “la
acción humana se refiere de manera subjetivamente provista de sentido a la conducta de otros
hombres”. (Weber 2001, 189). Para que exista comunidad lo importante es el consenso y no es
necesario que los participantes de ésta se conozcan; la única base de ese actuar por consenso,
puesto que, es la validez unívoca, en cada caso distinta, del consenso, y no una constelación de
intereses internos o externos que provoque alguna otra cosa y cuya existencia pueda estar
condicionada por estados interiores y fines de los individuos, por lo demás muy heterogéneos,
entre sí.

Esta unión racional de fines que es una comunidad se basa en “un pacto expreso en cuanto a
medios, fines y ordenamientos” y es algo que perdura aunque sus participantes cambien
continuamente. La comunidad es, pues, el resultado de este actuar que se caracteriza por el
hecho de que, “a partir de la presencia de ciertas circunstancias objetivas en una persona, se
espera de ésta, y se lo espera por cierto en promedio con derecho que participe en el actuar en
comunidad y, en particular, que actúe en vista de los ordenamientos”. (Weber 2001, 208 y
213). Finalmente, dice en otro lugar que la comunidad sólo existe

cuando sobre la base de este sentimiento [de la situación común y de sus consecuencias] la acción
está recíprocamente referida –no bastando la acción de todos y cada uno de ellos frente a la misma
circunstancia– y en la medida en que esta referencia traduce el sentimiento de formar un todo.
(Weber 1974, 34.]
Además de estas agrupaciones que son las comunidades, reconoce otras, a las que llama
organizaciones o corporaciones; éstas se distinguen de los anteriores en el hecho de que sus
integrantes se reúnen sólo para la realización de tareas definidas; como sus propósitos son
limitados, también son limitadas las pretensiones de influir sobre el tiempo, la atención y la
disciplina de sus miembros. Estos grupos son creados deliberadamente y, en ellos, el papel de
la tradición en la comunidad se sustituye por el propósito de la tarea, en función del cual se

1974, 33). 
establece la disciplina y el compromiso de sus integrantes. En estos grupos de objetivos que
son las organizaciones, los individuos no participan como personas completas sino que sólo
desempeñan roles; como son grupos especializados por las tareas que realizan, también lo son
sus integrantes según su contribución a la tarea. El papel de cada uno es distinto del que
desempeñan los otros miembros del grupo, así como de los otros papeles que pueda
desempeñar cada individuo en otras organizaciones. Una organización, pues, se compone de
roles o papeles y no de personas. Los individuos son integrantes de una comunidad como
personas totales, pero en las organizaciones no cuentan como totalidades sino sólo por su
destreza para una función particular o su disposición para realizarla; es decir, son
intercambiables. Se espera que todo miembro de una organización se dedique íntegramente a
desempeñar su papel, que se identifique con él, pero también que se distinga, que no confunda
los derechos y deberes de ese papel con los de otra actividad o lugar.

Weber identifica en la proliferación de las organizaciones en la sociedad de su tiempo una


señal de la creciente racionalización de la vida social. En uno de sus escritos más conocido,9
hace un recuento de varios fenómenos culturales que son propios del Occidente moderno. En
primer lugar, el desarrollo de las ciencias que, aunque han existido en todas las civilizaciones,
nunca han tenido la coherencia y sistematización conceptual de la época moderna. Lo mismo
ocurre en el campo de las artes, como la música, por ejemplo: sólo en Occidente ha existido la
música armónica racional (uso del contrapunto y la armonía, entre otros recursos), la
composición musical armónicamente interpretada en forma racional y no según las distancias,
la orquesta con su organización, el sistema de notación, las formas actuales (como la forma
sonata, por ejemplo) y la gran cantidad de instrumentos. En lo que toca a la arquitectura, la
bóveda se usó en otras culturas pero no de manera racional, como se hizo a partir del gótico,
como principio constructivo y como fundamento de un estilo. También los medios de
representación como la pintura y el dibujo que cuentan con la perspectiva, una forma de
racionalización que data del Renacimiento. Por otro lado, la institución universitaria, aunque
nacida en la Edad Media, es algo propio de la civilización actual por el cultivo sistematizado y
racional de las especialidades científicas y por la formación académica de especialistas.

Otro elemento fundamental del Estado moderno y de la economía, resultado del creciente

9 Introducción a Ensayos sobre sociología de la religión, publicado como libro con el título La ética
protestante y el espíritu del capitalismo.
proceso de racionalización, es el funcionario especializado: nunca antes estuvimos condenado,
como ahora, “a encasillar toda nuestra existencia, todos los supuestos básicos de orden
político, técnico y económico de nuestras vidas, en los estrechos moldes de una organización
de funcionarios”. También es el caso de las asociaciones políticas; sólo en el Occidente
moderno ha existido la organización de estas asociaciones, el “estado estamental”; sólo en este
tiempo y lugar se ha creado un parlamento con representantes elegidos; es también la única
civilización que ha creado un Estado como organización política, con una constitución y un
derecho racionalmente articulado, y con una administración de funcionarios especializados
guiada por reglas racionales, que son las leyes.

El capitalismo ha tenido en Occidente una importancia, tipos, formas y direcciones que no han
existido de esa manera en otro lugar; allí, dos elementos fundamentales han sido la
organización racional del trabajo y la organización racional de la empresa, donde la segunda
sólo es posible gracias a la separación de la economía doméstica de la empresa, por un lado, y
por la existencia de una contabilidad racional, por otro. El capitalismo ha estado determinado
por los avances de la técnica; su racionalidad está condicionada por la capacidad de cálculo de
los factores y, por tanto, de las ciencias con base matemática, pero lo racional también está en
el desarrollo del derecho y de la administración.(Weber 1998, I, 11-24.]

En resumen, el carácter racional de la cultura occidental, siempre según Weber, está indicado,
en primer lugar, por la ciencia moderna, que da forma matemática al saber teórico y lo somete
a prueba por medio de experimentos controlados; después, por la creciente especialización del
saber con la organización universitaria; por el auge de la literatura destinada al mercado y el
cultivo del arte institucionalizado; por la música armónica; en pintura, por el uso de la
perspectiva lineal y los principios constructivos de la arquitectura. Por la sistematización de la
teoría del derecho y de sus instituciones, así como del comercio regulado por el derecho
privado que dispone de un sistema de contabilidad y de organización del trabajo, que usa el
conocimiento científico para aumentar la eficiencia productiva y para su propia organización
interna. También, por la moderna administración estatal con su organización de funcionarios,
y a final de cuentas por la ética económica capitalista que origina un modo racional de vida.

El proceso de racionalización se manifiesta en cuatro esferas que coinciden en el tiempo y que


se refuerzan mutuamente: 1) la taylorización y organización del trabajo en la empresa
capitalista y la concentración de empresas en grandes conglomerados; 2) el desarrollo de la
legislación social, que produce un aumento en la burocracia administrativa encargada de la
regulación estatal de los problemas sociales; 3) el desarrollo de la intervención del estado en la
economía mediante la nacionalización de los sectores clave; y 4) el desarrollo de los partidos
de masas, con su burocratización interna como medio de asegurar su organización y éxito. En
conjunto, ello ocasiona una ampliación de las estructuras burocráticas en la industria, pero
sobre todo un cambio importante en la organización del trabajo dentro de la fábrica: el trabajo
en cadena, la organización y división del trabajo, así como la medición de tiempos y
movimientos.

Este proceso de racionalización está también presente en el ámbito de la cultura: una cultura
racional supone la separación y diferenciación de tres esferas de valor: la primera es la de la
ciencia y la técnica, la segunda es la del arte, y la tercera es la del derecho y la moral, cada una
con su propia lógica interna. El desarrollo de la ciencia y la técnica viene junto con la
racionalización de las explicaciones generales del universo y el desencantamiento de las
visiones de mundo. El arte se constituye en una esfera propia y autónoma, y la ética sufre un
doble proceso de diferenciación: por un lado, separación del moral y del derecho frente a la
religión, y, por el otro, de la moral y del derecho entre sí. Esto da lugar al desarrollo del
derecho formal y a éticas basadas en principios generales. Así, con este proceso se
institucionaliza la acción racional tanto en la organización de la vida de los individuos, como
la acción económica que posibilita el desarrollo de la empresa capitalista y la acción
administrativa que hace posible la constitución del estado moderno. Y de aquí, el desarrollo de
visiones racionales del mundo, la racionalización de las imágenes del universo.

Este proceso de aumento en la racionalidad es concebido como un proceso creciente de


disciplinarización, lo cual se aprecia tanto en la industria como en la administración y en el
aparato militar, que funcionan las tres como gigantescas máquinas: la máquina administrativa,
la máquina del trabajo en la industria, y la máquina de la guerra. En ellas, el individuo no es
sino un engranaje más en ese ejército de trabajadores de la administración pública o al de
empleados acoplados a las máquinas o a las mesas en las oficinas de las empresas, o de
individuos convertidos en soldados.

En ese proceso de racionalización de la producción desempeñaron un papel fundamental el


taylorismo y el fordismo. Como es sabido, se llama taylorismo al sistema de producción cuyo
objetivo es maximizar el rendimiento industrial que tiene como antecedente algunas ideas de
Adam Smith, quien había hablado de las ventajas para el incremento de la productividad
obtenidas con la división del trabajo.10 Taylor, a principios del siglo XX, retomó esa idea y
estudió detalladamente los procesos industriales para dividirlos en operaciones simples que
pudieran sincronizarse y organizarse con precisión. Al ponerse en práctica este sistema se
apreció un gran impacto en la organización de la producción y de la tecnología industrial; sin
embargo, aunque su intención era mejorar la eficacia industrial, por sí solo el taylorismo no
podía lograr la transformación para llegar a la producción masiva. Una producción en masa
requiere mercados de masas, hecho del cual Henry Ford fue uno de los primeros en darse
cuenta. Por ello, a la ampliación de los principios de organización científica de Taylor para
llegar al sistema de producción masiva que está vinculado con los mercados de masas se
acostumbra llamar fordismo. Ford concibió su primera fábrica de automóviles en 1908 con el
fin de fabricar un único producto, el modelo T, hecho que permitió el uso de herramienta y
maquinaria especializadas, ideadas para trabajar de forma rápida, precisa y simple. Una de sus
innovaciones fue la construcción de una cadena de montaje móvil, que, según se dice, se
inspiró en los mataderos de Chicago, en los que los animales eran desmontados pieza por
pieza en una cadena móvil. Cada uno de los trabajadores de la cadena de montaje de Ford
tenía una tarea específica en el ensamble de cada pieza que pasaba por la cadena de montaje.
En 1929, cuando se terminó la producción del modelo T, se habían fabricado unos quince
millones de automóviles.

Volvamos a la relación entre acción y racionalidad. En términos generales, se considera como


racional toda aseveración que está fundamentada; lo mismo se dice de una actividad que llega
a su término de una manera eficaz; en los dos casos, se dice que están respaldadas por la razón
o que se basan en razones. Weber no aplica tanto el atributo de racional a los sujetos sino a las
acciones. Una acción es racional cuando, de entre las diversas maneras posibles de actuar, el
actor elige la que le parece más adecuada para lograr los fines que se propone; los medios para

10 Según Adam Smith, en una fábrica de alfileres, un solo trabajador podía hacer unos veinte alfileres al
día, pero al dividir la tarea en operaciones simples, diez trabajadores con tareas especializadas podrían producir,
colaborando unos con otros, 48 000 alfileres al día. Es decir, la tasa de producción por trabajador aumenta de 20 a
4 800 alfileres, de manera que cada uno de los obreros especializados puede producir 240 veces más que si
trabajara solo. (Giddens 1991, 399-400).
lograrla se seleccionan de acuerdo con lo exigido por los fines. También se da el caso en que
el actor dispone de ciertos medios que pueden ser usados para diferentes propósitos, y
selecciona el que considera de más valor (el más atractivo o deseable, o el que está vinculado
con la mayor necesidad). En ambos casos se miden los medios por los fines y su verdadera o
supuesta correspondencia mutua se considera como el criterio último en la elección entre la
decisión correcta y la errónea. La acción racional, dice Weber, es voluntaria si el actor ha
elegido libremente y no ha sido empujado por hábitos que no controla o por ciegas pasiones.

A diferencia de otras acciones, como la acción tradicional basada en hábitos y costumbres, y


de la afectiva, la acción racional se define como aquella en la que el fin que se quiere alcanzar
está claramente formulado y en la que los actores concentran sus pensamientos y sus esfuerzos
en seleccionar los medios que parecen ser más eficaces y económicos. La organización (la
burocracia, como también la llama Weber) es la suprema adaptación a las exigencias de la
acción racional; es, de hecho, el método más adecuado para perseguir fines. La característica
más importante de la racionalidad, según el autor, es que está orientada hacia fines;

actúa racionalmente orientado hacia fines, quien orienta su acción por el fin, medios y
consecuencias implicados en ella y para lo cual sopesa racionalmente los medios con los fines, los
fines con las consecuencias implicadas y los diferentes fines posibles entre sí; en todo caso, pues,
quien no actúa ni afectivamente (emotivamente, en particular) ni con arreglo a la tradición. (Weber
1974, 21).
Lo que caracteriza las acciones es que están sometidas a reglas (o normas), a diferencia de los
simples comportamientos, que no lo están. Es cierto que muchos comportamientos se repiten
regularmente, lo que haría pensar que siguen una regla; sin embargo, esas regularidades sólo
pueden ser observadas y descritas, pues un comportamiento sólo puede ocurrir o no; las
acciones, por el contrario, requieren explicarse, tienen que ser entendidas, por lo cual es
necesario saber cuáles son las reglas de las que son producto. Las reglas subyacentes a una
acción se pueden aceptar o rechazar, pero una regularidad de comportamiento sólo se puede
afirmar o negar. Es posible aceptar, impugnar o violar una regla, pero no se puede hacer esto
con la ocurrencia de un comportamiento o su repetición regular. Por tanto, percibir una acción
supone la comprensión de una regla, y su interpretación se realiza con base en esa
comprensión. Para que una regla exista debe ser reconocida como la misma por al menos dos
sujetos, con igual significado para ambos; dice Habermas (1987, 18) que

La identidad de una regla en la pluralidad de sus realizaciones no descansa en invariancias


observables, sino en la intersubjetividad de su validez [...] Una regla tiene que ser válida
intersubjetivamente al menos para dos sujetos si un sujeto es capaz de seguirla —esto es, la misma
regla.
Como existen diferentes tipos de reglas, habrá también diferentes clases de acciones. Max
Weber, sin embargo, sólo habló de una de esas clases: la de las acciones orientadas hacia fines
o acciones orientadas hacia el éxito. Como un grupo de estas acciones orientadas hacia fines
están aquellas acciones que usan las reglas que expresan un saber sobre las leyes de la
naturaleza: un obrero o un artesano conoce las reglas para trabajar con determinados
materiales o usar determinados procedimientos, que son reglas técnicas; la acción basada en
teles reglas se denomina acción instrumental, y se reduce a la manipulación de objetos
orientada a lograr un determinado fin. Las acciones instrumentales “exigen intervenciones que
en última instancia pueden reducirse a la manipulación de cuerpos en movimiento, orientada a
la consecución de un fin”. (Habermas, Acciones, operaciones, movimientos corporales, 235-
6.] El saber implícito de las reglas técnicas se expresa de manera explícita como tecnología, la
cual se compone de imperativos que prescriben cómo organizar los medios de una forma
racional para conseguir el fin deseado.

Las acciones instrumentales, como toda acción, están basadas en reglas o normas que son
siempre aprendidas. La aplicación de tales reglas exige una actitud objetivante ante el mundo,
donde el sujeto adopta frente a los objetos una relación unilateral, exclusivamente orientada a
conseguir el fin propuesto. Una acción instrumental es una acción orientada a fines, en la cual,
además de observar reglas técnicas, se evalúa su eficacia en la intervención de un estado
físico.

A pesar de haber planteado la necesidad de combinar la observación externa del


comportamiento con la comprensión del significado interno o subjetivo de la acción (es decir,
al postular el sentido como concepto central), Weber habló de un solo tipo de acción, la acción
orientada a fines (también llamada orientada hacia el éxito). Según él, la comprensión se
obtiene por medio de la interpretación del comportamiento dentro de un contexto de
propósitos, valores, necesidades y deseos. Dice también que una acción es significativa (y por
tanto inteligible) si se puede relacionar con un contexto adecuado de medios y fines; es decir,
si se puede entender desde una razón, de allí que no signifique si sólo se puede explicar como
respuesta a un estímulo externo.
Como se puede concluir, Weber introduce el concepto de significado como elemento básico en
su teoría de la acción y por medio de él distingue las acciones de los meros comportamientos
observables (un comportamiento es una acción en tanto que el actor le añada un significado
subjetivo). Pero Weber todavía no ha conseguido dar el paso hacia una teoría del significado
puesto que está dentro de lo que ahora se conoce como filosofías de la conciencia; de hecho,
como señala Habermas, Weber

no explica el “significado” en conexión con el modelo del habla; no lo relaciona con el medio
lingüístico para una posible comprensión sino con las creencias e intenciones de un sujeto actuante
tomado en principio de manera aislada. [...] Lo que cuenta como fundamental no es la relación
interpersonal entre al menos dos sujetos hablantes y actuantes —una relación que remite la
comprensión a través del lenguaje— sino a la actividad orientada hacia un fin de un sujeto actuante
solitario. (Habermas 1984, v. I, 279).
Para dar ese paso hacia las teorías del significado es necesario tomar en consideración el
cambio en la filosofía denominado giro lingüístico, que describiremos a continuación.

2. Intervención del lenguaje

Desde el lugar donde está situado, Weber sólo puede pensar la cuestión del sentido en relación
con las ciencias del lenguaje por referencia a intenciones y creencias de un sujeto aislado; es
decir, no considera que el significado pueda ser producto de una relación interpersonal de al
menos dos sujetos, sino como la actividad de un sujeto solitario orientada hacia un fin; en
síntesis, asume que el individuo razona sólo desde su propio punto de vista, lo cual reduce a
los seres humanos a ser simples portadores presociales de necesidades y deseos; y no sólo
como todavía no sociales, sino incluso como previos a su carácter de individuo; de allí la
consecuencia de que no pueda ver los significados como públicos y compartidos. Para que
esto ocurra hace falta tomar en consideración el cambio en la filosofía y las ciencias humanas
que se conoce como el giro lingüístico. Este cambio, que también hace posible una nueva
concepción del conocimiento y una posibilidad de examinar la cuestión de la identidad desde
otros ángulos, ocurrió a principios del siglo xx, aunque comenzó a gestarse en todos los
ámbitos desde el siglo anterior, y allí tuvo un papel singular la nueva ciencia de la lengua.
Desde Descartes hasta principios del siglo xx, varias corrientes filosóficas habían puesto la
cuestión del sujeto en el centro de sus preocupaciones. Varios estudiosos contemporáneos, al
hablar de esas corrientes, las engloban con el nombre de “filosofías de la conciencia”, y ven
que su característica es considerar como central el problema de cómo un sujeto aislado puede
adquirir conocimiento de objetos y personas que están fuera de su mente. Esta pregunta ha
estado presente en todas esas filosofías y se basa en el dualismo conceptual postulado por
Descartes entre sujeto y objeto (en otros términos, entre mente y materia).

Sin la intención de profundizar en este problema, se puede sintetizar la visión cartesiana en


tres tesis: a) distinción entre cuerpo y mente (dualismo), lo que plantea una existencia
lógicamente independiente de sus partes, cuerpo y mente; b) cada sujeto tiene un conocimiento
inmediato e infalible sobre sus propios estados de conciencia por medio de la introspección; y
c) los contenidos mentales del sujeto, en tanto que experiencia interna a la cual sólo el sujeto
en cuestión tiene acceso, son el fundamento de conocimiento objetivo.11  Según la primera, se
afirma la existencia de dos sustancias, material y mental, cada una de ellas con características
propias y excluyentes. Con ello se introduce un problema complejo: el del dualismo
mente/cuerpo. Cada sujeto vive dos historias paralelas: una vida física, la del cuerpo, que
transcurre en el espacio y en el tiempo, y otra mental, que ocurre sólo en el tiempo. El
problema del dualismo plantea una dificultad mayor, que es dar cuenta de la conexión entre
ambas existencias, que permita hablar de la mutua dependencia –si es que hay– entre ambas
sustancias. La segunda tesis lleva a plantear que hay una especie de “mirada interna” de cada
uno sus propios pensamientos o contenidos mentales; por tanto, esos contenidos de la mente
son transparentes para cada uno, se pueden conocer directamente. Al mismo tiempo, ese
ámbito privado de lo mental es inaccesible a cualquier otro sujeto. El modelo mental
cartesiano es egocéntrico, lo que plantea el problema de las otras mentes. La dualidad
mente/cuerpo, y la dificultad de establecer una relación entre ambos conduce a que el
conocimiento de lo que ocurre en una persona distinta a mí resulta un misterio. Incluso en una
sola persona, hay una desvinculación conceptual entre lo que ocurre en el cuerpo y lo que
ocurre en la mente. Con respecto a la tercera tesis, el conocimiento de los contenidos mentales
es el fundamento de un conocimiento objetivo y ello porque, como hay un acceso directo e
inmediato a esos contenidos, siempre se conoce mejor la mente que el cuerpo.12 Una

11 El tema del dualismo cartesiano aparece en la sexta de sus Meditaciones metafísicas.


12 Dice Descartes: “...del hecho mismo de que yo sé que existo, y de que advierto de que ninguna otra cosa
en absoluto atañe a mi naturaleza o a mi esencia, excepto el ser una cosa que piensa, concluyo con certeza que mi
existencia radica únicamente en ser una cosa que piensa”. (Meditaciones metafísicas, p. 46)
consecuencia es la idea de que los términos para nombrar nuestra vida mental son
incomunicables (pues la base de la comunicación es que los conceptos en uso sean inteligibles
para los interlocutores); por tanto, allí se ubicaría el argumento del lenguaje privado, que
Wittgenstein critica más tarde.

La visión cartesiana de la que aquí se habla es la más acabada idea de una epistemología
tradicional en la cual ocupa un lugar fundamental la idea de que podemos enfrentarnos al
problema del conocimiento y sólo a partir de allí determinar lo que es posible decir
legítimamente acerca de las cosas. Con esta postura epistemológica se asume que se puede
llegar al fondo del conocimiento sin tomar en cuenta nuestra “nunca completamente
formulable comprensión de la experiencia y de la vida humana” (Taylor 1997, 11-12) En ella,
el conocimiento se concibe como algo que presupone la recepción pasiva de las impresiones
del mundo exterior. Por tanto, que el conocimiento es dependiente de una cierta relación entre
esos componentes del mundo exterior y “ciertos estados internos, causados en nosotros por esa
realidad externa”. (22)

Pensar de esa manera al sujeto, pensar así la relación sujeto-objeto con respecto al
conocimiento, conduce a posiciones erróneas ya que excluye formas de razón, acción y
experiencia dialógicas. Al menos desde inicios del siglo XIX se cuestionó el razonamiento
cartesiano y de sus seguidores por reflejar la actitud de un observador aislado. Según Hegel,
una visión coherente del conocimiento requiere otro método de razonar en el que sujeto y
objeto, comprensión teórica y vida práctica, se muestren como parte de una totalidad concreta
simple. El mismo filosofo adelanta la idea de la intersubjetividad comunicativa, que identifica
el hablar como la expresión más original de la conciencia; el acto social de nombrar y
clasificar cosas hace posible por la repetición la identificación conceptual de particulares antes
de cualquier división entre sujeto y objeto: todo se percibe siempre como elemento de un tipo
que lo engloba de acuerdo con reglas convencionales de clasificación. Hegel vio que la
estructura fundamental de la vida social es el mutuo reconocimiento que involucra dos o más
personas. Otras formas de reconocimiento mutuo (derechos individuales en el nivel de la
sociedad civil y las leyes en el nivel del estado) expanden el alcance del reconocimiento
mutuo hasta incluir relaciones universales.13 Después, Husserl renovó esta crítica por otro

13 Para la crítica de Hegel a las concepciones mentalistas, cfr. Habermas, Verdad y justificación. Ensayos
camino, el de la introspección de la experiencia: la actitud teórica del razonamiento analítico
congela y objetiva el mundo en cosas estáticas con propiedades discretas y opuestas a la
conciencia, con lo cual las abstrae de la experiencia del mundo como un fenómeno
significativo de una conciencia unificada que fluye en el tiempo. Por varias vías se concluyó
que el conocimiento no puede ser sino producto de la socialización; una persona se convierte
en independiente y autónoma con una identidad estable sólo por el hecho de que se refleja ella
misma a través de los ojos del otro. La relación sujeto-objeto supuesta en la dialéctica de la
ilustración se deriva de una relación más básica de intersubjetividad en la cual los
interlocutores afirman su humanidad mutua. En síntesis, apelar al concepto de persona es una
visión presocial ya que sólo en una red de reconocimiento recíproco puede una persona
desarrollar y reproducir en cada caso su propia identidad. Incluso el núcleo más íntimo de la
persona está internamente vinculado y enlazado con la amplia periferia de una densa y
ramificada red de relaciones comunicativas. Aquí están en germen algunos elementos que
llevarán hasta una visión dialógica, al planteamiento de la interacción, concepto fundamental
de la postura que aquí se sostiene.

Esta visión dialógica se opone al punto de vista monológico que domina la tradición
epistemológica cartesiana que ha modelado nuestro sentido del yo según la cual cada uno se
considera como una mente pensante responsable, dotada de un juicio autónomo. Esta tradición
cartesiana considera al agente humano básicamente como sujeto de representaciones tanto del
mundo exterior como de “fines deseados o temidos”; es éste el sujeto monológico, que está
“en contacto con un mundo ‘exterior’, que incluye otros agentes. Los objetos con que se
relaciona, él y los otros, su cuerpo y el de los demás, pero este contacto es a través de
representaciones que tiene en su ‘interior’. (Taylor 1997, 225) Es decir, el sujeto monológico
es un mero espacio interno y los demás pueden estar contenidos en él, incluso pueden ser
responsables de algunas de esas representaciones, pero el “yo”, el espacio interior en sí
mismo, puede ser definido de modo independiente de los demás.

En esta concepción cartesiana cabe incluso considerar que el agente coordine sus acciones con
las de los demás, pero esa coordinación no puede dar cuenta de la manera en que una gran
cantidad de acciones requieren no de un agente individual sino de un agente integrado, porque

filosóficos, pp. 101 y ss.]


las acciones son dialógicas, se realizan por agentes integrados, no individuales, “lo cual
significa que, para los que están implicados en ella, la identidad de esta acción en tanto que
acción dialógica, depende esencialmente del hecho de que la posición de agente sea
compartida. Estas acciones son constituidas como tales por una comprensión común a quienes
componen el agente común”. (229)

El conocimiento del otro, de los seres humanos en general y de la diversidad de las culturas,
requiere, pues, una concepción dialógica, la superación de esa epistemología cartesiana puesto
que no es posible entender la vida humana solamente en términos de sujetos individuales que
“forman representaciones acerca de los demás y responden unos a otros”; una parte
considerable de la vida humana, de las acciones humanas en general, sólo es posible “en la
medida en que el agente se entiende y se constituye como una parte integrante de un
‘nosotros’. (230) De esa manera, nuestra comprensión del yo, de la sociedad y del mundo se
realiza, en su mayor parte, a través de acciones dialógicas. El lenguaje mismo establece
espacios de acción común, lo que significa que “nuestra identidad nunca está definida
simplemente en términos de nuestras propiedades individuales. Nos sitúa también en algún
espacio social”. (Taylor 1997, 230)

En la filosofía del siglo veinte se asiste a un cambio que deja a un lado la experiencia
psicológica y se vuelve hacia el lenguaje como el lugar adecuado para investigar el
conocimiento. Con ello, los problemas de lo que existe, de lo que puede ser conocido y de
cómo se puede conocer, ahora se pueden entender como problemas del significado, de aquello
a lo que nos referimos y cómo nos referimos a ello. Este cambio es lo que se conoce como el
giro lingüístico, que, en términos generales se manifiesta como un alejamiento de las filosofías
de la conciencia, centradas en el sujeto,14 que no ven que la vida humana tiene una naturaleza
fundamentalmente intersubjetiva, ni el papel de las habilidades comunicativas para crear y
sustentar la vida social, ya que para esas filosofías el problema central es cómo un sujeto
aislado puede adquirir conocimientos de objetos y personas exteriores a su mente. Hablar de
filosofías de la conciencia no quiere decir que se trata de una corriente o de una escuela de
pensamiento; la filosofía de la conciencia forma más bien un amplio espectro de enfoques que

14 Según Andrew Edgar, (2006, 26), “la filosofía de la conciencia es criticada por la falta de tomar en
consideración la naturaleza fundamentalmente intersubjetiva de la vida humana, y el papel que desempeñan las
habilidades humanas en la comunicación para crear y sustentar la vida social”.
abarca varios aspectos, entre ellos la subjetividad cartesiana (un sujeto como el lugar de una
mente), el dualismo metafísico (dos sustancias, una pensante y otra extensa), la metafísica
sujeto-objeto (el mundo como una totalidad de objetos frente a una pluralidad de sujetos, que
no son parte del mundo en el que operan), el positivismo lógico (que piensa que el
conocimiento está en los datos sensoriales y que lo importante es la búsqueda de certezas);
otro rasgo es considerar la filosofía como algo necesario para demostrar la validez de los
modos científicos de búsqueda. Una más idea asociada a la filosofía de la conciencia es pensar
que los sujetos individuales son ontológica y lógicamente anteriores a la realidad social,
política y ética, y donde la comunidad es la suma de relaciones entre sujetos discretos,
presociales y ya constituidos (a lo que se denomina atomismo social); una ultima es pensar la
sociedad como un macrosujeto, como un todo unitario y orgánico, no una pluralidad agregada
de individuos sino una persona colectiva. Estas corrientes sitúan el conocimiento en el centro
de la filosofía y no toman en cuenta, al menos no directamente, la interacción social.

Antes del giro lingüístico, los filósofos se remitían a las concepciones de Platón donde el
lenguaje es sólo un instrumento para significar cosas e ideas, las cuales se presume que son
cognoscibles sin la intervención del lenguaje. Esa posición no considera que las lenguas
naturales puedan tener algún papel en la conformación de ideas y experiencias, que se
consideran universales e inmutables; en el mejor de los casos, las lenguas sólo son capaces de
representarlas o expresarlas. Los románticos, en especial Herder y Humboldt invirtieron esta
prioridad al argumentar que las lenguas naturales constituyen y expresan las perspectivas
mentales discretas de naciones enteras ya que cada una entiende el mundo a su manera.

Charles Taylor habla, dentro del marco de la filosofía del lenguaje alemana, de la tradición de
las tres haches: Hamann, Herder y Humboldt, tradición que tiene una concepción del lenguaje
que se esboza en la obra de los dos primeros y que se desarrolla ampliamente por el tercero;
esta tradición, dicen Lafont y Peña (1999, 2), “se ve radicalizada en la hermenéutica filosófica
de Heidegger y Gadamer –llegando dicha influencia a autores contemporáneos como Apel y
Habermas”.) La principal característica de esos autores es su postura crítica con respecto a la
concepción del lenguaje como un mero instrumento para designar entidades extralingüísticas o
para la comunicación de pensamientos igualmente prelingüísticos. Dicen los mismos Lafont y
Peña que sólo
tras la superación de esa comprensión del lenguaje, es decir, tras reconocer que al lenguaje le
corresponde un papel constitutivo en nuestra relación con el mundo, puede hablarse en sentido
estricto de un cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje.
Sólo con la crítica a la concepción tradicional del lenguaje como instrumento se podrá
considerar éste como instancia constitutiva del pensar y del conocer; y así, como condición de
posibilidad tanto de la objetividad de la experiencia como de la intersubjetividad de la
comunicación”. Humboldt no solamente proporciona una explicación de la manera en que el
lenguaje es esencial para el pensamiento humano, sino que “también sitúa la capacidad de
hablar no en el individuo, sino primordialmente en una comunidad de habla”. (Taylor 1997,
34)

Humboldt es considerado por Habermas, Apel y otros estudiosos del ámbito alemán como el
padre de tres grandes tradiciones de la filosofía posmentalista que configuraron el giro
lingüístico: hermenéutica, semántica formal y pragmática. (Habermas 2003, 65 y ss) Cada
tradición a su manera articula las tres funciones lingüísticas que Humboldt señala: expresión,
cognición y comunicación. La tradición hermenéutica ejemplificada en los escritos de Dilthey,
Heidegger y Gadamer enfatiza la función expresiva del lenguaje. Aquí se concibe el lenguaje
como lo que proyecta un marco trascendental para interpretar la realidad que todo lo abarca.
La tradición de la semántica formal que se ejemplifica en la filosofía analítica de Frege,
Russell y el primer Wittgenstein enfatiza la función cognoscitiva o representacional del
lenguaje, que se concibe como la totalidad de proposiciones cuyos elementos atómicos
(nombres y predicados) derivan su significado descriptivo de hechos y acontecimientos
observables. Por su parte, la tradición pragmática ejemplificada por Bühler, el último
Wittgenstein y Austin enfatiza la función comunicativa del lenguaje, el cual se entiende como
la totalidad de actos de habla por los cuales hablantes y oyentes coordinan sus acciones para
llegar a la comprensión mutua.

Wittgenstein está presente en dos de estas tres tradiciones: si en un primer momento, en el


Tractatus logico-philosophicus, dice que el lenguaje sirve para la representación del mundo, a
esta visión le opone posteriormente, en las Investigaciones filosóficas, su concepción de los
juegos de lenguaje, aunque no los discute ni define con precisión sino que sólo proporciona
ejemplos, a veces no muy claros. Este segundo libro, publicado en 1953, desempeñó un papel
capital en la entrada del giro lingüístico en filosofía y contiene, al menos, tres nociones
centrales: la de juego de lenguaje, la noción de seguir una regla y la de forma de vida. Los
juegos de lenguaje son algo así como modelos simplificados en los cuales se describe una
situación comunicativa donde uno o más sujetos participan de una actividad o una práctica que
se lleva a cabo típicamente a través del uso de la lengua. Esta noción de juego de lenguaje
tiene que ver con el hecho de que en toda práctica lingüística, las relaciones internas entre las
expresiones, las relaciones que se derivan de su “significado”, son parasitarias de las
relaciones internas en la actividad humana en las que esas expresiones son usadas.15  Por tanto,
un juego de lenguaje está constituido tanto por determinadas expresiones como por la
actividad humana con las que esas expresiones se entrelazan. El sentido está determinado
porque existen ciertas relaciones no empíricas entre nuestras oraciones y frases, pero para que
esas relaciones sean posibles deben existir relaciones internas entre las acciones de los
hombres. El único camino para elucidar el significado de las expresiones es, por tanto, captar
las conexiones significativas en la acción.

No sólo no hay en su obra una definición de juego de lenguaje sino que tampoco se establece
alguna relación de los juegos que existen en un momento dado ya que, como él mismo dice,
continuamente surgen juegos nuevos, otros se hacen obsoletos y caen en el olvido; su
intención al usar esta noción es poner en evidencia que “el hecho de hablar una lengua es parte
de una actividad, o de una forma de vida”; su presencia depende de las circunstancias
humanas, de las actividades de las personas, o sea, precisamente de sus formas de vida. La
expresión “juegos de lenguaje” se refiere a sectores de una práctica lingüística con algún tipo
de peculiaridades gramaticales que son relativamente inteligibles por sí mismas. De la
enumeración de los diversos tipos de juego de lenguaje que aparece en el conocido parágrafo
23, resulta claro que éstos no se pueden determinar mediante la indicación de algunos rasgos
firmes, sino que entre los diferentes juegos de lenguaje sólo existe un “parecido de familia”:
“una complicada red de semejanzas que se solapan y entrecruzan”. (Wittgenstein 1968, §66).
En la lista de esas acciones que cataloga como juegos de lenguaje están las siguientes: dar
órdenes y obedecerlas, describir la apariencia de objetos o dar sus medidas, construir un objeto
a partir de una descripción o de un dibujo, reportar un acontecimiento, especular acerca de
algo, formular y probar hipótesis, presentar los resultados de un experimento en tablas y

15 Wittgenstein entiende por relaciones internas aquellas que afectan a la identidad de los elementos
relacionados.
diagramas, escribir una historia y leerla, actuar en una obra, adivinar acertijos, hacer chistes,
contarlos, resolver un problema de aritmética, traducir de una lengua a otra, preguntar,
agradecer, saludar, rezar.

Lo importante de estos ejemplos es que muestran que la función descriptiva del lenguaje es
sólo una entre otras, lo que lleva a concluir que no existe ninguna posibilidad de orientarse en
el paradigma de las ciencias descriptivas o explicativas. Los discursos prácticos16  (los morales
o los jurídicos) son juegos de lenguaje de un tipo propio. El rasgo central es que en ellos no
hay separación entre la palabra y la acción; son actividades guiadas por reglas, aunque esto no
significa que en ellos todo esté determinado. Las reglas son, además, de tipos muy diferentes.
Así como entre los juegos de lenguaje, entre las reglas existen también sólo parecidos de
familia. Las reglas que los constituyen van desde las reglas técnicas (por ejemplo, las de
cocina) hasta las reglas sintácticas. Por tanto, el juego de lenguaje remite a la discusión del
concepto de regla. Para que exista una regla es necesario que varias personas la sigan en
diversos momentos.17 Hay una gran diversidad de sus usos (de roles, de utilizaciones, de
empleos, de aplicaciones), pero nada hay en común que todos ellos tengan, que justifique
aplicar una misma palabra a todos estos casos.

Un juego de lenguaje puede ser inteligible con relativa independencia del resto de la actividad
lingüística. Hay prácticas lingüísticas en las que aparecen ciertas relaciones internas más o
menos independientes de las que se aparecen en otras áreas; se trata de áreas con
peculiaridades gramaticales que son relativamente inteligibles por sí mismas, con diferentes
reglas gramaticales. Conocer la gramática es conocer las relaciones internas, y éstas sólo
pueden ser captadas como relaciones entre las actuaciones de los individuos involucrados. Con
el uso de la noción de juego de lenguaje se rechaza la pretensión de buscar alguna justificación
externa a las reglas de éste, a su gramática. En lugar de buscar lo que los justifica, es más
importante plantear que lo que las constituye es el hecho de que usamos el lenguaje de cierta
manera en nuestra vida cotidiana; con las relaciones que allí se establecen, se crean las
relaciones internas entre sus expresiones, que no pueden utilizarse para justificar o criticar la
actividad humana en la que se expresan, puesto que ellas mismas son el reflejo de esa

16 Para estos tipos de discurso, teórico y práctico, cfr., más adelante.


17 “No puede ser que una regla sea seguida una sola vez por una sola persona [...] Seguir una regla,
comunicar algo, dar una orden, jugar una partida de ajedrez son costumbres (usos, instituciones)”. (§199)
actividad. Lo que subyace a la idea de que el contenido de las expresiones no es independiente
de la finalidad del uso del lenguaje en la vida cotidiana es que no es posible entender un
lenguaje sin entender la pertinencia de ciertos actos de habla, por ejemplo, sin comprender qué
significa decir y qué es ordenar.

Para nuestros propósitos, bastan las siguientes breves consideraciones para sintetizar la
posición de Wittgenstein: a) el uso descriptivo y explicativo del lenguaje es sólo uno entre
muchos posibles y, por tanto, no puede ser considerado como el uso auténtico o esencial del
lenguaje; no existe ningún motivo para reducir el lenguaje normativo al descriptivo, o para
valorar aquél como menos importante o valioso que éste; b) la lógica (en el sentido amplio del
autor) de los juegos de lenguaje sólo puede ser comprendida mediante la consideración del
comportamiento no verbal y de otras circunstancias fácticas; y, finalmente, c) los juegos de
lenguaje son actividades guiadas por reglas. El siguiente apartado toca algunas posiciones de
este autor con respecto a la noción de regla, sobre todo lo que significa seguir una regla y
acerca de lo que significa ser un sujeto competente.

3. La regla en Wittgenstein

Wittgenstein parte del hecho de que la regla siempre está presente en el problema de la
delimitación del sentido, y que la existencia misma del lenguaje es una determinación
constitutiva de que las palabras no puedan utilizarse arbitrariamente puesto que existen
relaciones internas entre el significado de un enunciado y el hecho de que en determinadas
circunstancias se deba utilizar de cierta manera. Para referirse a esas relaciones internas
Wittgenstein usa la noción de regla y de las conductas que éstas regulan: en una conducta
lingüística regulada existe la distinción entre lo correcto y lo incorrecto; en otras palabras, que
no todo lo que se podría decir es aceptado como correcto. Desde este punto de vista, no hay
duda de que el lenguaje es un conjunto de conductas reguladas. Este autor se planteó la
pregunta de qué quiere decir comprender una regla porque, generalmente, comprender parece
relacionada con el conocimiento o con la conciencia; sin embargo, muestra que el sujeto no es
consciente (ni puede ser) de una infinidad de asuntos directamente relacionados con la
aplicación correcta de una regla.18

Una regla determina lo que se debe hacer porque al mismo tiempo dice lo que no se debe
hacer. La cuestión aquí es explicar cómo una regla distingue las actuaciones que están de
acuerdo con ella de aquellas otras que no lo están; es decir, encontrar la fuente de sus
propiedades normativas. Wittgenstein niega que el pensamiento pueda explicar la relación que
la regla establece con sus aplicaciones correctas; hay una conexión conceptual entre la noción
de regla y la noción de hacer lo mismo: si no se sigue la regla, no se hace lo mismo, pero si
quien realiza la actividad y cree que ha seguido la regla, entonces cree que ha hecho lo mismo.
Hacer lo mismo es algo relativo a una regla: sólo porque una regla existe puede plantearse qué
es lo que debe contarse como hacer lo mismo respecto a esa regla.

No es por la enseñanza como se puede determinar lo que es correcto o lo incorrecto, ni lo que


es hacer lo mismo o hacer algo diferente; Wittgenstein, en tanto que antimentalista, está en
contra de la idea de que la normatividad de la regla puede estar garantizada por un proceso que
vaya más allá de los procesos físicos implicados en la enseñanza y el aprendizaje, lo que
quiere decir que ninguna explicación de una regla, ninguna explicación de su significado
puede ser suficiente. Una regla es una entidad abstracta y, como tal, determina de modo
objetivo lo que se sigue o no a partir de ella. Las aplicaciones que se hagan de esa regla serán
correctas o incorrectas si están de acuerdo o no con lo que se sigue de la regla misma. Al
criticar la concepción de que una regla pueda determinar sus aplicaciones, explica el hecho de
que haya diferentes interpretaciones por la existencia de diferentes aplicaciones. La
interpretación de una regla puede expresarse como una formulación adicional de la regla en
cuestión, por lo cual hablar de diferentes interpretaciones es hablar de formulaciones
adicionales de la regla que son percibidas como mutuamente incompatibles.

Por tanto, decir que la regla determina su aplicación significa que se usa para proceder de
cierta manera, para obtener ciertos resultados y que esos resultados son normalmente
percibidos como los correctos por la comunidad. En este sentido, el hecho que una fórmula
determine ciertos resultados significa que funciona como fórmula. Pero la regla no determina

18 Según Taylor, “desde el momento en que cualquier explicación deja algunos potenciales puntos sin
resolver, haría falta el apoyo de explicaciones adicionales. Las explicaciones adicionales tendrían las mismas
incapacidades y, por ello, el trabajo de explicar a alguien cómo hacer algo sería literalmente inacabable”. (1997,
222-3) Y Wittgenstein: “how does an explanation help me to understand, if after all it is not the final one? In that
case the explanation is never completed; so, I still dont understand what he means, and never shall!” (1968, § 87)
sus aplicaciones con independencia de lo que hagan los individuos, porque la manera de
decidir que existe tal regla es considerar lo que hacen. La cuestión de si una regla determina o
no sus aplicaciones (es decir, las que son aplicaciones de la misma) es algo que no se puede
decidir; cuando se aplica una regla y se considera que ciertas actuaciones están acordes con
esa regla, pero no otras, la corrección de esas actuaciones se justifica comparando unas
aplicaciones con otras. Lo que no se puede hacer es juzgar la corrección o incorrección de este
proceso. Una regla, en tanto que entidad abstracta, determina de modo objetivo lo que de ella
se sigue o no se sigue. Las aplicaciones que hacemos de ella son correctas o incorrectas
porque están o no de acuerdo con lo que se sigue de la regla misma. Por tanto, el hecho de
‘seguir una regla’ es una noción normativa; lo que de hecho hacemos los seres humanos no
puede determinar qué significa seguir correctamente cada regla.

Tener reglas y seguirlas sólo tiene sentido dentro de una comunidad porque seguir reglas es
una práctica social.19 Es claro para el autor que, para que exista el lenguaje, es necesario que
haya coincidencia entre los miembros de la comunidad para aplicar determinadas reglas. Pero
no sólo se requiere coincidencia en las definiciones, sino también en las aplicaciones del
lenguaje; por ello la práctica lingüística sólo es posible siendo miembro de una comunidad de
hablantes; más generalmente, no es posible seguir una regla más que como miembro de una
comunidad que sigue reglas. Un individuo aislado no puede establecer la diferencia entre
seguir correcta o incorrectamente una regla, o entre creer que la sigue correctamente y que de
hecho así sea; al no poder justificarse la práctica de aplicar una regla, el individuo está en una
situación tal que su único criterio de actuación correcta es que así le parezca. De allí la
necesidad de ser parte de un grupo, pues es el conjunto de individuos los que introducen los
criterios de corrección, lo cual es independiente de lo que le parece correcto a cada uno de
ellos considerados aisladamente. Cuando alguien actúa conforme a una regla o pretende actuar
así, sabe que no todo lo que haga está de acuerdo con ella. El contexto social proporciona los
criterios para la corrección o incorrección de las actuaciones individuales con la introducción
del asentimiento de los demás como una tercera entidad que rompe las relaciones internas
entre una regla y sus aplicaciones.

19 “And hence also ‘obeying a rule’ is a practica. And to think one is obeying a rule is not to obey a rule.
Hence it is not possible to obey a rule ‘privately’: otherwise thinking one was obeying a rule would be the same
as obeying it”. (Wittgenstein 1968, § 202)
Toda práctica regulada presupone la existencia de instancias de corrección de la aplicación de
reglas; de hecho, no puede existir una regla si no se aceptan ciertas aplicaciones como
aplicaciones correctas de ella: “No sólo se necesitan reglas, sino también ejemplos para
establecer una práctica. Nuestras reglas dejan resquicios abiertos, y la práctica tiene que hablar
por sí misma”.20 Se puede enseñar a los demás que las reglas se denominan ‘reglas’ pero no se
les puede explicar el concepto de regla. Si alguien sigue reglas, ya tiene el concepto; si no
sigue ninguna, la explicación es inútil.

Sólo se pueden descubrir semejanzas en la experiencia a través de la aplicación de una regla,


pues la manera en que se aplican las reglas no está justificada por las propiedades de la
experiencia. Por ejemplo, no es la similitud entre los diversos objetos a los que se aplica la
palabra ‘estrella’ lo que justifica su aplicación del mismo predicado. La similitud entre los
objetos que vemos en el cielo no puede describirse más que diciendo que todos son estrellas;
por tanto, que es correcta esa expresión con respecto a todos ellos. Es decir, no hay relaciones
de semejanza dadas a la experiencia que puedan fundamentar la estructura de nuestros
conceptos; sólo estos conceptos generan relaciones de semejanza.

Después de esta descripción de las ideas de Wittgenstein sobre la regla, podemos regresar a la
noción de acción. La actividad de cualquier sujeto, por ejemplo la de un sujeto que lee, o la de
un obrero de la construcción que levanta una pared o del héroe que rescata a la princesa en los
cuentos populares, es en todos los casos una acción ya que lo que se produce un resultado que
tiene sentido, por tanto, que es necesario interpretar o entender, y para ello es condición sine
que non tener conciencia de las reglas subyacentes. Lo que caracteriza las acciones es que
están sometidas a reglas, a diferencia de los simples comportamientos, como se dijo antes. Un
comportamiento repetido regularmente podría hacer creer que sigue una regla; sin embargo, la
regularidad sólo pueden ser observada, descrita de manera inductiva, ya que un
comportamiento ocurre o no ocurre. La acción, por el contrario, necesita comprensión, tiene
que entenderse, lo que lleva a buscar la regla de la cual es resultado. Las reglas que subyacen a
una acción pueden aceptarse o discutirse, pero la regularidades de comportamiento sólo puede
afirmarse o negarse. Una regla se puede seguir o violar pero esto no es posible respecto de la
repetición de un comportamiento. En resumen, percibir una acción presupone la comprensión

20 “Not only rules, but also examples are needed for establishing a practice. Our rules leave loop-holes
open, and the practice has to speak for itself”. (Wittgenstein 1969, §139, 21e)
de una regla, y su interpretación se realiza a la luz de esa regla entendida. Y para que exista
una regla es necesario que sea reconocida como la misma por al menos dos sujetos y que para
ambos tenga una identidad de significado.

Searle propone una clasificación de las reglas; para él, existen dos tipos; en primer lugar,
aquellas que regulan formas de comportamiento que existen previamente, es decir actividades
independientes de las reglas mismas; a las de este primer tipo las denomina regulativas porque
su carácter normativo se orienta hacia formas de conducta que existen de manera previa e
independiente; por ejemplo, las reglas de etiqueta, que regulan relaciones interpersonales que
son independientes de tales reglas. El segundo es el de las reglas constitutivas, las cuales no
sólo regulan sino que hacen posible las formas de actividad que regulan; son constitutivas de
esas formas de actividad. (Searle 1980, 41-42) La mera posibilidad de jugar ajedrez, por
ejemplo, depende de que existan las reglas para este juego; reglas que son del segundo tipo ya
que actuar de acuerdo con ellas constituye la actividad que se regula. Estas reglas constitutivas
crean o definen nuevas formas de conducta; de igual manera, las reglas del fútbol, igual que
las del ajedrez, no regulan simplemente el hecho de jugar fútbol, sino que crean, por así
decirlo, la posibilidad misma de jugarlo, pues actividades como los juegos están constituidas
por el hecho de actuar de acuerdo con las reglas apropiadas. Las reglas del primer tipo regulan
una actividad previamente existente, cuya existencia es lógicamente independiente de las
reglas. Las del segundo tipo se llaman constitutivas porque conforman (y también regulan) una
actividad cuya existencia es lógicamente dependiente de ellas. Una actividad de particular
importancia basada en reglas constitutivas es hablar una lengua; hablar es realizar actos de
acuerdo con reglas constitutivas; como dice Searle,

La estructura semántica de una lengua es una realización convencional de conjuntos de reglas


constitutivas subyacentes; los actos de habla son actos realizados característicamente de acuerdo
con esos conjuntos de reglas constitutivas. (Searle 1998, 123)
Las reglas de la gramática, como las reglas de los juegos, son constitutivas pues no regulan
comportamientos que existan con independencia de ellas, sino que son ellas mismas las que
introducen una nueva categoría de formas de comportamiento. La finalidad con la que esas
reglas generativas pueden ponerse en relación no se constituye sino mediante esas reglas
mismas.

Ryle introdujo la distinción entre dos tipos de saber: know how y know that, que sería algo así
como la distinción entre saber cómo y saber qué (o saber eso). (Ryle 2002, 41) Se sabe cómo
tocar piano o cómo podar árboles, pero se sabe que el caballo es animal cuadrúpedo o que
navaja se dice knife en inglés. La diferencia está en que saber cómo es saber las reglas que
gobiernan esa actividad; sin embargo, esto no quiere decir que cuando se toca piano o se sabe
podar árboles, quien lo hace es capaz de hacer explícitas las reglas que orientan tales
actividades. Es el mismo caso que hablar una lengua: se habla español cuando se dominan las
reglas fonológicas, sintácticas, semánticas, etc., de esa lengua, pero no todos los hablantes son
capaces de hacer explícitas esas reglas.

Saber cómo es saber las reglas. Pero saber hacer algo (como hablar una lengua) no presupone
que quien la realiza tengan que hacer explícitas las reglas que gobiernan esas actividades. Es
decir, se puede tener la competencia para jugar ajedrez, pero ello no requiere que se recite
cómo se mueve el caballo cada vez que se realice un movimiento; de hecho es posible
aprender ajedrez sin haber oído o leído las reglas; por medio de la observación de los
movimientos de los demás y de cuáles de sus movimientos son aceptados y cuáles rechazados,
se puede adquirir la competencia de jugar correctamente, mientras que se puede ser incapaz de
plantear las reglas en términos de lo que se define como correcto o incorrecto. De esa manera
aprendemos las reglas elementales de la gramática o las de la lógica; aprendemos por la
práctica, por el ejemplo, por la enseñanza, pero a menudo lo hacemos sin ninguna ayuda.

Que un sujeto que realiza una acción no sea capaz de hacer explícitas las reglas subyacentes a
esta acción es la situación común: casi todos podemos producir o entender frases con sentido,
pero esto se hace normalmente sin la conciencia de las reglas que gobiernan esas capacidades.
Sin embargo, por el hecho mismo de entender las frases se posee un saber implícito de las
reglas, y por medio de ese saber es posible determinar si la frase está correctamente
construida; es decir, se puede determinar si su producto está orientado por las reglas o si se
desvía de ellas; incluso se puede determinar el grado de desviación de esas reglas. Ya en un
artículo de 1970 Habermas había hablado de esto:

Un jugador que entiende las reglas, es decir, que sabe hacer jugadas, no tiene por qué ser capaz de
describir también las reglas. Lo específico de una regla se expresa, más que en una descripción, en
la competencia de aquel que la domina. Entender un juego significa que se entiende de algo, que
uno ‘puede’ algo. Entender significa dominar una técnica. Y en este ‘dominar’ se expresa la
espontaneidad con que uno puede aplicar por su cuenta una regla aprendida, y con ello también la
creatividad de la generación de nuevos casos y de nuevos ejemplos que pueden considerarse
cumplimiento de la regla. (Habermas 1989, 66-7)
El autor dedica al concepto de regla muchas páginas del segundo volumen de Teoría de la
acción comunicativa; para él, allí se combinan dos momentos característicos del uso de
símbolos, la identidad de significado y la validez intersubjetiva. En sus palabras:

La generalidad que constituye el significado de una regla puede representarse en un número de


acciones ejemplares. Las reglas establecen cómo alguien produce algo: objetos materiales, o
formaciones simbólicas tales como números, figuras y palabras [...] De esa manera se puede
explicar el significado de una regla (constructiva) por medio de ejemplos. Esto no se hace
enseñando a alguien cómo generalizar inductivamente a partir de un número finito de casos. Más
bien, se comprende el significado de una regla cuando se comprenden las formaciones exhibidas
como ejemplos de algo que puede ser vista en ella. En ciertas situaciones un solo ejemplo puede
bastar para esto [...] Los objetos o acciones que sirven como ejemplos no son ejemplos de una regla
y de sí mismos, por así decir; sólo la aplicación de una regla nos hace ver lo universal en lo
particular. (Habermas 1987, 16)
Por tanto, se entiende el significado de una acción simbólica particular, como una jugada de
ajedrez o un enunciado verbal, cuando se dominan las reglas que gobiernan el uso de las
piezas del ajedrez o de los elementos de la lengua; es decir, se comprende una acción
simbólica cuando se tiene competencia para seguir ciertas reglas; y sabemos que seguir una
regla significa en cada caso particular seguir la misma regla. La identidad de una regla en sus
múltiples realizaciones no se debe a la presencia de ciertas constantes observables, sino al
hecho de que sea válida intersubjetivamente. Es decir, para que alguien pueda seguir una regla
(la misma regla), debe ser válida por lo menos para dos personas.

Se ha señalado antes que, de acuerdo con Wittgenstein, el concepto de regla está entretejido
con el uso del calificativo ‘mismo’. Un sujeto puede seguir una regla sólo cuando sigue la
misma regla bajo condiciones cambiantes de aplicación, pues de otra manera no estaría
siguiendo la misma regla. Es decir, el significado de ‘regla’ presupone que lo que el sujeto
toma como base para la orientación de su acción sigue siendo el mismo. De ese modo, con el
concepto de de ‘seguir una regla’, Wittgenstein demuestra que la igualdad de significado se
basa en la habilidad de que dos personas puedan seguir reglas válidas para ambos; las dos
tienen que disponer de una competencia específica para el comportamiento que reglas rigen
así como para juzgar ese comportamiento.

Cuando alguien sabe algo, cuando domina las reglas de esa actividad, sea hablar o jugar
fútbol, se dice que es competente en esa actividad. Saber jugar ajedrez no consiste en poder
repetir la regla cada vez que hace un movimiento; decimos que alguien sabe jugar si es capaz
de hacer los movimientos requeridos: sabe jugar si hace los movimientos permitidos y evita
los prohibidos. Otro aspecto central de la competencia es que un jugador no usa las reglas para
aplicar a jugadas que existan antes, sino que el uso de las reglas produce tales jugadas. Este
jugador puede saber cómo mover una pieza pero no tiene por qué poder explicar su
funcionamiento; de la misma manera, un hablante sabe usar las reglas gramaticales, pero
puede no ser capaz de explicarlas o describirlas. Por ello, lo importante de una regla no es su
descripción sino el hecho de que se sabe usar, de que se tiene una competencia de ella. En este
hecho de saber usarla se expresa la posibilidad de aplicar una regla aprendida para producir
resultados nuevos. Lo específico de una regla se expresa, más que en una descripción, en la
competencia de aquel que la domina. Entender un juego significa que se entiende de algo, que
se puede algo. Entender significa dominar una técnica y en este dominar se expresa el hecho
de que se puede aplicar una regla aprendida, y con ello también la creatividad de la generación
de nuevos casos y de ejemplos de cumplimiento de la regla. Saber una regla produce cada vez
resultados nuevos: un jugador no usa las reglas para aplicar a jugadas que ya existen sino que
uso de las reglas produce esas jugadas; a esto se refiere Chomsky al hablar de la ‘creatividad’
del lenguaje.

4. El lenguaje como acción

Si para Wittgenstein, el significado de la expresión era principalmente una función de su uso,


desde la teoría de los actos de habla, Austin fue más allá y mostró que la misma proposición
puede ser usada para realizar actos diferentes (como prometer, ordenar, pedir, prevenir, etc.),
es decir, no tanto con el propósito de describir como de hacer. Hablar es, pues, una acción; se
trata de un fenómeno lingüístico concreto; de esa manera, un acto de habla consiste de cuatro
partes: es una secuencia fonética que posee una estructura sintáctica correcta, con significado
semántico y función pragmática.

Hablar es un acto humano, es una acción; y son los elementos de ese acto los que determinan
los niveles del análisis lingüístico. El acto de habla es básicamente un acto fonético, producto
de una secuencia de sonidos, los cuales son fenómenos psíquicos y físicos. La fonética registra
los elementos sonoros de una lengua particular y describe el proceso por el cual se generan
esos sonidos por un hablante, que los hace llegar a otro individuo que los percibe y los
aprehende. Pero no toda producción de sonidos fonéticamente reconocibles es un acto de habla
puesto que ese acto debe poseer una estructura que concuerde con las reglas sintácticas de la
lengua, o sea, con las reglas que gobiernan la manera en que los elementos lingüísticos pueden
ser combinados en totalidades. Estas reglas incluyen, antes que nada, las normas
fundamentales de la estructura de una lengua; también las reglas que gobiernan las estructuras
de las frases, la sintaxis gramatical. Finalmente, las reglas de la sintaxis de la lógica formal
que rige las combinaciones de frases (por ejemplo, llueve y no llueve). (Ross 1968, 5) Pero no
basta la posesión de una estructura sintáctica correcta para constituir un acto de habla; se
requiere también que esa frase tenga significado. Por otra parte, como ese acto normalmente
no es una acción refleja sino un acto humano deliberado que tiene un propósito; ese acto
deliberado se realiza en general con el propósito de producir ciertos efectos, que varían con
factores diversos, como el contexto de ese acto. Puede decirse que los actos de habla de cierto
tipo están calculados para producir en un receptor determinado, bajo condiciones también
determinadas, efectos de un cierto tipo (por ejemplo, cognoscitivos, emotivos o volitivos); se
dice que estos efectos son la función de ese tipo de acto locucionario.

Con todo ello como antecedente, Ross describe los niveles de análisis, en orden de
abstracción, de la siguiente manera: El análisis pragmático, que tiene que ver con el acto de
habla considerado como acto que produce ciertos efectos, da razón del uso de las herramientas
de la lengua y cómo funcionan y están condicionados por sus propiedades gramaticales y
semánticas. La pragmática abstrae las peculiaridades individuales y considera el acto de
discurso en una comunicación estándar; también abstrae los rasgos no lingüísticos de la
comunicación. Por medio del análisis semántico de la lengua se estudian las expresiones
lingüísticas como portadoras de significado, abstraídas de su uso real en situaciones
particulares. En tanto que la pragmática se interesa por el uso y la función de las herramientas
de la lengua, la semántica las estudia como tales y las propiedades que las hacen adecuadas
para usos específicos. Los conceptos fundamentales de la semántica son significado, sentido,
verdad y falsedad. También incluye la lógica semántica, especialmente la teoría de las
categorías de predicados, que trata de los requisitos para que una frase gramaticalmente
correcta tenga significado. El análisis sintáctico es un paso más en la abstracción y no sólo no
considera la función de una expresión lingüística sino tampoco su significado. En lugar de
ello, se interesa por las reglas que gobiernan la construcción de frases, sin importar si tienen o
no significado. La lógica sintáctica es cercana a la semántica; se abstrae del significado real de
las expresiones pero no del hecho de que poseen significado y que pueden ser verdaderas o
falsas. Esto es la base de las reglas de combinación. (Ross 1968, 5-7)

La teoría de los actos de habla ha sido muy consciente de la importancia de las convenciones
normativas para explicar el éxito de los actos de habla; es decir, el hecho de que hay reglas
que garantizan el éxito. Pero ese tipo de convenciones no cuenta en las aseveraciones de que
algo es verdadero. El reclamo de saber algo es un acto que puede ocurrir en cualquier
contexto, pero el éxito de ese reclamo no depende de que se satisfaga una convención.

Como Wittgenstein, Austin se dirige contra lo que él llama «falacia descriptiva», es decir, la
idea de que la única o, por lo menos, la tarea esencial del lenguaje consista en la descripción
del mundo. Sin embargo, no comparte la tesis de aquél de la diversidad de los usos del
lenguaje. Además, opina que para el análisis de determinados usos del lenguaje es necesario
un marco conceptual más preciso que le permita conseguir un grado mayor de determinación y
concreción frente a la de los juegos de lenguaje. El acto de habla es una acción convencional,
producto de un acuerdo. Que los actos de habla sean convencionales significa que estos son
posibles por las reglas que les sirven de base. Tanto el concepto de acto de habla como el de
juego de lenguaje remiten al concepto de regla, pero Austin, en lugar de formular las reglas
explícitamente, esboza una clasificación de las posibles fallas de los actos de habla, de cómo
los actos de habla, en cuanto acciones, pueden tener éxito o fracasar. Un acto de habla fallido
se da, por ejemplo, cuando alguien afirma algo que no cree, lo que muestra que, además de las
lógicas y gramaticales, hay otras reglas de base del lenguaje en cuanto acción. Este enfoque
puso de manifiesto la importancia de este tipo de reglas, que son reglas pragmáticas. Que un
acto de habla pueda fallar no sólo porque lo que se dice sea falso o incorrecto, sino también
como acción, lleva a distinguir dos ámbitos de critica: la relativa al acto ilocucionario, de tener
éxito o fracasar, y la relativa a la verdad o falsedad, al significado locucionario. Según dice
Alexy,

Lo original de Austin es el concepto de acto ilocucionario: es lo que se hace al decir algo, lo que se
hace cuando se dice es distinto de lo que se hace al decirlo: lo primero depende de convenciones, lo
segundo, de lo que ocurre en una situación dada. Al decir «prometo ayudarte en la mudanza», hago
una promesa y al hacerlo también puedo sorprender, agradar o asustar. Provocar esos efecto al
expresarse es el acto perlocutorio. (Alexy 1977, 59)
Austin defiende la idea que las proposiciones normativas también pueden ser juzgadas en la
dimensión de la verdad de manera similar a las proposiciones descriptivas, lo que será
importante para nuestra argumentación posterior acerca de la ética del discurso. En síntesis, la
teoría de los actos de habla postula que hablar un lenguaje es una actividad guiada por reglas y
que el uso del lenguaje normativo no es tan diferente del uso del lenguaje descriptivo. (61)

Un enfoque exclusivo en la función representacional no toma en cuenta que la lengua se usa


para hacer cosas y las maneras en que lo hace, no considera que la lengua se usa para
comprometer a los destinatarios y solicitar su cooperación; es decir que las intenciones que
expresan no sólo son subjetivas sino que también piden una respuesta de los otros. Hablar
involucra acciones tales como apelar, ordenar, prometer; es un proceso simultáneo de llegar a
la comprensión mutua y al acuerdo entre hablante y oyente acerca de esos actos sociales. De
allí que se requiera una teoría pragmática, que se centre no sólo en lo que se dice sino también
en lo que se hace; es el camino que se abre a partir de la visión que Bühler tiene de la lengua
como una herramienta con la cual se comunica algo a alguien a propósito del mundo. Si
expresión, cognición y comunicación son las tres funciones de la lengua según Humboldt,
Bühler también postula tres, que corresponden a la perspectiva de las tres personas
gramaticales: la primera, a la función expresiva, que se refiere a las experiencias del hablante;
la segunda, a la función apelativa, que hace requerimientos al destinatario; y la tercera a la
función cognoscitiva, que representa estados de cosas.21 Según Habermas, las teorías analíticas
del significado tienen interés para una teoría comunicativa porque no se enfocan en las
intenciones del hablante sino que se orientan hacia la estructura de las expresiones lingüísticas
y permite considerar el problema de cómo las acciones de varios actores se eslabonan unas
con otras por medio del mecanismo de llegar al entendimiento; esto es, cómo se entrelazan en
espacios sociales y tiempos históricos. De acuerdo con el autor, el enfoque de Bühler

[…] empieza con el modelo semiótico de un signo lingüístico usado por el hablante con el propósito
de llegar a un entendimiento con un oyente acerca de objetos o estados de cosas. Distingue tres
funciones del uso de los signos: la función cognoscitiva de representar un estado de cosas, la
función expresiva de hacer conocidas las experiencias del hablante, y la función apelativa de dirigir
peticiones al oyente. (Habermas 1984, 275)
Con esto, la semántica se libera de la visión de que la función representativa se explica con el

21 Como cualquier instancia de lengua incluye necesariamente las tres “personas”, hablante, oyente y
mundo, una teoría de la lengua que se base sólo en la verdad, se enfoca sólo en la función cognoscitiva e ignora
las otras dos; por tanto, no puede explicar cómo se usa la lengua en la variedad de maneras de comunicarse y de
coordinar las acciones.
modelo de nombres que designan objetos; ahora es evidente que el significado de los
enunciados y la comprensión de los significados de éstos no se separa de la cuestión acerca de
la validez de esos enunciados; es una relación inherente al lenguaje. Primero sobre la validez
de verdad: una semántica de la verdad desarrolla la tesis de que el significado de una frase está
determinado por sus condiciones de verdad, es decir, el significado de una frase se entiende
cuando se sabe bajo qué condiciones es verdadero; y aunque la verdad no sea el único criterio
de validez, este hecho basta para dejar atrás la concepción objetivista de los procesos de llegar
al entendimiento como flujo de información entre emisores y receptores, y se orienta ahora en
la dirección del concepto pragmático-formal de interacción entre sujetos actuantes y hablantes,
interacción que es mediada a través de actos de llegar a la comprensión.

De allí surge la idea de que la función pragmática de la lengua sea llevar a los interlocutores a
una comprensión compartida y a establecer un consenso intersubjetivo, y que esa función tiene
al menos igual importancia que la función cognoscitiva de decir qué es el mundo y plantear la
verdad de las proposiciones. Una teoría del significado como ésta, podría integrarse con la de
Bühler con la condición de proporcionar una base sistemática para las otras dos funciones del
lenguaje, la apelativa y la expresiva. Es esto lo que se logra con el cambio que Austin
introduce, la teoría de los actos de habla, síntesis de teoría de la lengua y teoría de la acción,
que rompe el privilegio de la función representativa, con consecuencias en las presuposiciones
ontológicas en la teoría del lenguaje.

La teoría de los actos de habla distingue, como se dijo antes, entre dos tipos de actos,
locucionario e ilocucionario: los primeros son los enunciados acerca de objetos y
corresponden al uso de la lengua de un modo cognoscitivo para expresar (y aceptar)
enunciados con un contenido proposicional; su referencia objetiva es a algo en el mundo
exterior, que puede ser verdadera o falsa. Esta dimensión responde a la primera de las tres
orientaciones hacia el mundo de la interacción comunicativa. Los segundos, los actos
ilocucionarios, se relacionan con el uso interactivo de la lengua y con todo ese complejo de
garantías, prevenciones, recomendaciones y promesas que son parte de los actos de habla, de
la misma manera que las proposiciones lo son del uso cognoscitivo de la lengua. Este aspecto,
lo que se hace al decir algo, no es lo mismo que lo que se hace a través de decir algo: lo
primero depende de convenciones y lo segundo, de los efectos prácticos en una situación dada.
A la producción de efectos mediante expresiones, Austin llama acto perlocucionario. De esta
manera, los tres tipos de actos de habla serían: decir algo, hacer algo por medio del decir, y
causar algo por medio de lo que se hace al decir algo.

Si la primera orientación hacia el mundo de la interacción comunicativa es hacia el mundo


exterior, la segunda de esas orientaciones está dada en el uso interactivo de la lengua, donde el
hablante establece relaciones interpersonales legítimas en el mundo compartido de la sociedad.
Esto muestra que, en su forma normal, la referencia del acto al mundo contenida en el
elemento proposicional no puede separarse de la referencia intersubjetiva contenida en el
elemento ilocucionario; por tanto, al establecer una relación entre hablante y oyente, el acto de
habla está en una relación objetiva con el mundo. La tercera orientación hacia el mundo se
relaciona con el uso expresivo de la lengua: en este uso, cada hablante garantiza la sinceridad
con que expresa sus sentimientos, necesidades o intenciones. El hablante se orienta hacia su
mundo interior y hacia la autenticidad de lo que enuncia.

Podemos ahora regresar a la función orientada hacia fines de la que habla Weber y mostrar
que no es la única sino que existen otros tipos, así como otras normas en las cuales se basan.
La introducción de la teoría de los actos de habla permite que se considere un enunciado (o
una imagen, o cualquier otra manifestación simbólica), ya no como un mensaje que expresa
determinados contenidos, sino como una acción que puede adoptar las modalidades de
locucionario o ilocucionario. Como se vio antes, el estudio de los actos ilocucionarios no se
limita a las reglas sintácticas y gramaticales de la lengua, sino también a la manera como la
expresión verbal se usa para crear y mantener relaciones sociales. Algunos teóricos de la
lengua postulan el concepto de competencia lingüística, la cual presupone que los sujetos
tienen a su disposición un léxico adecuado y las habilidades gramaticales para producir frases
bien formadas; sin embargo, lo que se requiere para construir un diálogo es una teoría que sea
capaz de explicar el uso la lengua y de los demás sistemas de expresión de una manera en que
se pueda diferenciar lo subjetivo, lo objetivo y lo intersubjetivo, ya que los actos
comunicativos en general están en una triple relación con el mundo o con tres mundos: con el
objetivo, con el subjetivo y con el compartido, es decir, el mundo intersubjetivo. Los actos
comunicativos mantienen tres relaciones con el mundo o relaciones con tres mundos.

Desde los años setenta, Habermas ya había propuesto estos tres aspectos del mundo al señalar:

Por naturaleza externa entiendo el fragmento objetivado de la realidad que el hablante (aunque sea
de forma indirecta) puede percibir y tratar manipulativamente. Naturalmente, el sujeto puede
adoptar una actitud objetivamente no sólo frente a la naturaleza inanimada, sino también frente a
todos los objetos y estados de cosas que son, directa o indirectamente, accesibles a la experiencia
sensible. Sociedad designa aquel fragmento de realidad simbólicamente preestructurado que el
sujeto puede entender en actitud no objetivante [...] como agente que actúa comunicativamente [...]
a él pertenecen oraciones y acciones, instituciones, tradiciones, valores culturales, y objetivaciones
en general dotadas de contenido semántico, a sí como los sujetos dotados de lenguaje y acción. [...]
Por naturaleza interna entiendo todas las intenciones que puedo expresar en cada caso como
vivencias mías. (1989, 366)
En otras palabras, los tres mundos son: primero, el objetivo, entendido como el correlato de la
totalidad de proposiciones verdaderas; sólo en este mundo persiste la significación de una
totalidad de entidades; segundo, el mundo de las interacciones sociales o mundo social
compartido; y, tercero, el mundo interno. Los tres forman un sistema de referencia que se
presupone mutuamente en todo proceso comunicativo. (Habermas 1984, 83 y ss) Con este
sistema se establece cómo es posible la comprensión pues los participantes en la
comunicación, que tratan de llegar al entendimiento unos con otros acerca de algo, no asumen
sólo una relación con el mundo objetivo, como lo hace el modelo comunicativo empirista, 
sino que también se refieren a hechos en los otros dos, el social y el subjetivo. Hablantes y
oyentes, por tanto, operan con un sistema de tres mundos donde todos son igualmente
primordiales. Volveremos a estos tres mundos (y uno más) en la sección siguiente dedicada a
cuestiones relativas a las normas morales y éticas.
III. Acción comunicativa, validez, discurso

1. Las acciones y el lenguaje

En su intento de completar la propuesta de Weber sobre las acciones y su tipología, y después


de una revisión de los enfoques de varios autores, Habermas reduce los tipos de acción a
cuatro. El primero es el de la acción teleológica, ya identificado desde Aristóteles, en la cual el
actor alcanza un fin o hace que ocurra un estado deseado a través de la elección, en una
situación dada, del medio que le parece más eficaz y de su aplicación adecuada.22 Aquí, lo
importante es la decisión entre alternativas para alcanzar un propósito, la cual se apoya en la
interpretación de la situación. La acción teleológica se amplía con la acción estratégica
cuando, en el cálculo de un agente, entra la anticipación de decisiones de al menos otro agente,
con sus propios fines;23  tanto medios como fines se seleccionan con miras a alcanzar la
máxima utilidad. Una variante de la acción teleológica es la estratégica. Una acción estratégica
se orienta hacia un fin, o hacia el éxito, pero aquí el éxito o la eficacia no se mide por el
manejo o por la manipulación de algo en la naturaleza, sino por la capacidad de influir en las
decisiones de otras personas. Las reglas que gobiernan las acciones estratégicas presuponen

22 “El actor alcanza un fin o acarrea la ocurrencia de un estado deseado por la elección de medios que
prometan ser exitosos en la situación dada y que se apliquen en una manera adecuada. El concepto central es el
de una decisión entre líneas de acción alternativas, en vista de la realización de un fin, guiado por máximas, y
sobre la base de una interpretación de la situación”. (Habermas 1984, 85)
23 El éxito en la acción estratégica, dice en un ensayo anterior, no se mide por la manipulación (orientada a
la consecución de un fin) de algo en el mundo, sino por el influjo indirecto que logramos ejercer sobre las
decisiones de un oponente que nos hace la competencia. La aplicación de las reglas de este tipo de acción exige
también una competencia, un saber empírico sobre las posibilidades de decisión de aquellos en los que se quiere
influir, así como el espacio de opciones que ofrece la situación dada. (Habermas 1989, 384-5)
enunciados sobre relaciones entre valores, fines y medios, y se basan en preferencias y
máximas de decisión adoptadas.

Un segundo tipo de acción es aquel que reúne las que obedecen a reglas sociales y cuyo
contenido se encuentra objetivado en las diferentes expresiones simbólicas. Estas acciones
normativamente reguladas no se refieren a un actor solitario que se enfrenta a otros, sino a
miembros de un grupo social que orientan sus acciones por valores comunes. Un actor sigue
una norma (o la transgrede) cuando en una situación dada se dan las condiciones a las que la
norma se aplica. Esas normas expresan un acuerdo vigente en un grupo social. (Habermas
1989, 486) A esta acción responde un orden social, entendido como un conjunto de reglas o de
instituciones; de allí que se puedan denominar simplemente reglas sociales porque expresan el
acuerdo social existente. Todos los miembros de un grupo para los cuales es valida una norma
dada pueden esperar que, en ciertas situaciones, los otros realicen (o no) las acciones prescritas
(o prohibidas). Que una norma de este tipo se cumpla equivale a decir que se realiza una
expectativa general de comportamiento. (Habermas 1984, 85)

Las reglas del primer tipo, las que gobiernan las acciones orientadas hacia fines
(instrumentales, teleológicas o estratégicas) pueden ser eficaces o no en la medida en que
logren los fines propuestos. Las reglas que gobiernan las acciones sociales, en cambio, no se
miden por la eficacia sino por la validez, y esta validez se asegura por el reconocimiento
intersubjetivo. Un comportamiento que viola reglas técnicas o estratégicas fracasa cuando no
alcanza el fin inicialmente previsto, cuando no tiene éxito; la sanción está precisamente en ese
fracaso. Pero una acción que viola las normas sociales provoca sanciones asociadas con esas
mismas normas, fracasa no por no conseguir la finalidad sino que el fracaso es en la acción
misma, que no llega a realizarse. Tanto las reglas instrumentales (que operan sobre objetos que
pueden manipularse) como las estratégicas (que inciden sobre las decisiones de otras personas)
y las reglas o normas de la acción social (que operan sobre interacciones) son reglas
aprendidas y no existe conocimiento innato de ellas; pero el aprendizaje de las reglas de las
acciones orientadas hacia fines proporciona habilidades y destrezas, mientras que el
aprendizaje o la interiorización de las normas sociales convierte al ser humano en un ser
social.

Un tercer tipo de acción es aquel en el que, quien la ejecuta se pone en escena ante los demás
al poner al descubierto el conjunto de sus propias emociones y sentimientos, es decir, pone su
subjetividad al desnudo; se trata de la acción dramatúrgica, que no se refiere a un actor, sea
solitario o como miembro de un grupo social, sino a participantes en una interacción donde los
otros son un público ante el cual se ponen en escena.  Esta acción es importante cuando se
analizan productos artísticos, en los cuales el productor se muestra él mismo y pone al
descubierto sus más íntimos deseos, obsesiones, o delirios. Si las acciones orientadas hacia
fines operan sobre objetos del mundo o sobre decisiones de otras personas que pueden ser
manipulados, si las acciones sociales lo hacen al construir un sujeto social, las dramatúrgicas
hacen que el sujeto se descubra ante los demás. Sin embargo, en los tres casos se trata de
acciones unilaterales en las que el flujo va en un solo sentido, como en un monólogo. Sólo es
posible hablar de diálogo, de acción en dos sentidos, en la acción comunicativa, que es el
último tipo de acción; en ella se presupone la interacción de por los menos dos sujetos que, ya
sea por medio verbales o no, entablan una relación interpersonal. En ella, “las actividades de
los actores no quedan coordinadas a través de cálculos egocéntricos de intereses, sino a través
del entendimiento”. (Habermas 1989, 385) Los agentes no se orientan hacia intereses ni hacia
finalidades externas sino hacia la comprensión, al entendimiento; por ello la relación que se
establece es dialógica ya que los actores tratan de entenderse acerca de una situación para
coordinar sus acciones, y en ese proceso el concepto básico es el de interpretación, que se
refiere principalmente a “la negociación de definiciones de la situación susceptible de
consenso”. (Habermas 1984, 86) Hay acción comunicativa cuando la interacción social no se
coordina por una orientación hacia el éxito de un actor individual sino “mediante operaciones
cooperativas de interpretación de los participantes”; los actores se orientan hacia “la
producción de un acuerdo que es condición para que cada participante de la interacción pueda
proseguir sus propios planes de acción”. (Habermas 1989, 453-4)

Con la introducción de la acción comunicativa se manifiesta el medio significante (lingüístico


o de cualquier otro tipo) que indica la relación del actor con el mundo; el lenguaje, sin
embargo, no está ausente en las otras acciones: en la acción teleológica, el lenguaje verbal es
un medio más por el cual los sujetos se orientan hacia el éxito de su empresa, esto es, a ejercer
influencia sobre los otros; en esta acción, el lenguaje se usa como uno de los medios por los
que el hablante orientado hacia su propio éxito puede influir sobre los otros para producir
convicciones o intenciones del interés de aquél. En la acción normativa el lenguaje aparece
como un medio para transmitir valores culturales o como portador de consenso que se ratifica
en cada acto. En la acción dramatúrgica el lenguaje es un medio en el que ocurre la
escenificación y que puede ser asimilado a formas estilísticas de expresión; en esta acción el
lenguaje es un medio de exposición del hablante ante los demás. No obstante, en estos tres
tipos de acción, como se dijo antes, sólo aparece un uso unilateral y monológico del lenguaje,
lo cual se manifiesta en el tipo de comunicación que se privilegia en cada uno de ellos: en el
primero se entiende la comunicación sólo como entendimiento indirecto de aquellos que sólo
pretenden la realización de sus propios fines; en el segundo se entiende como acción
consensual de aquellos que se limitan a actualizar un acuerdo normativo ya existente; y en el
tercero se entiende como escenificación que está destinada a espectadores. Por tanto, en cada
caso sólo aparece una función del lenguaje: en el primero esta función es la provocación de
efectos, en el segundo es el establecimiento de relaciones interpersonales, y en el tercero es la
expresión de vivencias y emociones personales.

Por el contrario, en la acción comunicativa se asume el lenguaje como medio integral de


comunicación pues solamente en ella están presentes todas las funciones: allí el lenguaje es un
medio comunicativo por medio del cual hablantes y oyentes, a partir del contexto de su mundo
de la vida previamente interpretado, se refieren simultáneamente a cosas en los mundos
objetivo, social y subjetivo para llegar a un acuerdo sobre la situación que pueda ser
compartido, para negociar definiciones comunes de la situación.24 En otras palabras, el
lenguaje sólo es visto de manera unilateral en todos los tipos de acción a excepción de la
comunicativa pues, en la estratégica, que tiene qué ver sólo con la realización de los fines
propios, la comunicación es indirecta, mientras que en la segunda sólo se usa para actualizar
un acuerdo normativo previamente existente, y en la tercera la exposición ante un público.
Dicho de otra manera, para producir efectos perlocucionarios (por ejemplo, hacer creer o
simplemente hacer hacer), para establecer relaciones interpersonales y para expresar
experiencias subjetivas. Es por ello que se dice que en la acción comunicativa se toman en
consideración las tres funciones del lenguaje, puesto que a través de ella los participantes en la
comunicación contraen relaciones con el mundo, pero no de manera directa, como es el caso

24 En realidad, las manifestaciones comunicativas están insertas a un mismo tiempo en diversas relaciones
con el mundo. La acción comunicativa se basa en un proceso cooperativo de interpretación en el que los
participantes se refieren de manera simultánea a algo en el mundo objetivo, en el mundo social y en el mundo
subjetivo, aun cuando en su manifestación sólo subrayen temáticamente uno de estos tres componentes.]
en la acción estratégica o la normativa o la dramatúrgica, sino de manera reflexiva; allí se
integran los tres conceptos de mundo, que en los otros tipos de acción aparecen aislados, y ese
sistema integrado aparece como un marco de interpretación compartido dentro del cual se
llega a la comprensión. Los participantes no se refieren directamente a los tres mundos, sino
que existe la posibilidad de que la validez de sus expresiones pueda ser puesta en tela de juicio
por los demás. Decir que el entendimiento funciona como mecanismo coordinador de la
acción significa que los participantes se ponen de acuerdo sobre la validez que pretenden para
sus enunciados; en otras palabras, reconocen intersubjetivamente los reclamos de validez con
que se presentan unos frente a otros.

En resumen, las acciones orientadas a fines operan ya sea sobre objetos del mundo o sobre
decisiones de otras personas que pueden ser manipulados; las acciones sociales lo hacen
construyendo un sujeto social y las dramatúrgicas hacen que el sujeto se descubre ante los
demás. En los tres casos se trata de acciones unilaterales, monológicas. Sólo la acción
comunicativa es dialógica, bidireccional pues en ella los actores tratan de entenderse acerca de
una situación para coordinar sus acciones, y en ese proceso el concepto básico es el de
interpretación. En la acción comunicativa, la interacción social no se coordina por una
orientación hacia el éxito de un actor individual sino mediante operaciones cooperativas de
interpretación de los participantes; los actores se orientan hacia la producción de un acuerdo
que es condición para que cada participante de la interacción pueda proseguir sus propios
planes de acción.

Con la introducción del lenguaje en sus reflexiones, Habermas hace un giro en su concepción
de la teoría social. En su concepción de la lengua, Habermas reconoce que ésta tiene más
funciones que las descritas por Bühler (de hecho Jakobson menciona seis), pero se queda con
las funciones primarias porque es con respecto a ellas que los hablantes hacen los reclamos
que estructuran formalmente las interacciones que requieren justificación racional. Y la
consideración del lenguaje está presente desde su teoría de la acción ya que en todas las
acciones se manifiesta el medio significante que indica la relación del actor con el mundo. En
la acción teleológica, el lenguaje es un medio por el cual los sujetos ejercen influencia sobre
los otros para producir convicciones o intenciones del interés de aquél; en la acción normativa
el lenguaje es un medio para transmitir valores culturales o como portador de consenso que se
ratifica en cada acto. En la dramatúrgica el lenguaje es un medio de escenificación, un medio
de exposición del hablante ante los otros. En los tres hay un uso monológico y privilegia un
solo tipo de comunicación: sea como entendimiento indirecto de quienes quieren realizar sus
propios fines; sea como acción para actualizar un acuerdo normativo previo; sea como puesta
en escena para los otros. En cada acción opera solamente una función del lenguaje:
provocación de efectos, establecimiento de relaciones interpersonales, y expresión de
vivencias y emociones personales. En la acción comunicativa están presentes todas las
funciones; allí hablantes y oyentes, a partir del contexto de su mundo de la vida previamente
interpretado, se refieren al mismo tiempo al mundo objetivo, al social y al subjetivo para llegar
a un acuerdo que pueda ser compartido.

Como se ha dicho antes, la concepción pragmática de Habermas distingue tres mundos:


primero, el objetivo, que se entiende como el correlato de la totalidad de proposiciones
verdaderas; sólo en este mundo objetivo persiste la significación de una totalidad de entidades;
segundo, el mundo de las interacciones sociales o mundo social compartido; y, tercero, el
mundo interno. Los tres forman un sistema de referencia que se presupone mutuamente en los
procesos comunicativos. Con este sistema se establece cómo es posible la comprensión pues
los participantes en la comunicación, que tratan de llegar al entendimiento unos con otros
acerca de algo, no asumen sólo una relación con el mundo objetivo (es decir, no se refieren
sólo a las cosas que pasan o podrían pasar o podrían haber pasado en el mundo objetivo), sino
que también se refieren a hechos en el mundo social y en el mundo subjetivo. Tanto hablantes
como oyentes están insertos en un sistema de tres mundos, todos ellos de la misma
importancia. Por medio de la acción comunicativa los participantes contraen relaciones con el
mundo de manera reflexiva pues en ella se integran el mundo objetivo, el social de las
interacciones sociales y el interno, que en los otros tipos de acción aparecen aislados, y ese
sistema integrado aparece como un marco de interpretación compartido dentro del cual se
llega a la comprensión. Los participantes de la comunicación, además tienen la posibilidad de
poner en cuestión la validez de las expresiones de los demás. Debe, pues, existir un acuerdo
acerca de la validez de sus manifestaciones, reconocer de manera intersubjetiva la validez
pretenden unos frente a otros; es esto lo que significa que el entendimiento funciona como
mecanismo coordinador de la acción.25

25 El tema de la validez a que aspiran las manifestaciones simbólicas de los agentes se desarrolla en la
Si los distintos tipos de acción se relacionan con las funciones del lenguaje, lo mismo puede
decirse con respecto a los tres mundos. En la acción teleológica el actor se relaciona con un
solo mundo, el objetivo, el de los estados de cosas; lo mismo se puede decir para la acción
estratégica, donde al menos dos sujetos, con sus propias metas, que tratan de alcanzarlas por el
influjo sobre las decisiones de otro actor. De manera distinta, la acción regulada
normativamente supone relaciones entre un actor y dos mundos: el mundo objetivo y el social
al que el actor pertenece como sujeto portador de un rol. El mundo social consiste de un
contexto normativo que establece que las interacciones pertenecen a la totalidad de las
legítimas relaciones interpersonales y todos aquello que consideran las normas como válidas
son parte del mismo mundo social. En la acción dramatúrgica, al dar el actor una visión de él
mismo, tiene que dirigirse hacia su propio mundo subjetivo. Sólo la acción comunicativa
establece una relación entre el actor y los tres mundos para llegar a la comprensión; allí, los
participantes en la comunicación que están tratando de llegar al entendimiento unos con otros
acerca de algo, no asumen sólo una relación con el mundo objetivo, sino también con hechos
en los mundos social y subjetivo. Tanto hablantes como oyentes operan con un sistema de tres
mundos donde los tres son igualmente importantes. Cuando un sujeto realiza un acto
comunicativo, no se refiere exclusivamente a algo de su mundo objetivo, del mundo social, o
del mundo subjetivo, sino que pretende un acuerdo con los otros de que este acto está validado
en los tres campos: que es verdadero, que es correcto respecto al contexto normativo, y que la
intención expresada coincide con lo que cree o piensa. Por tanto, las acciones comunicativas
son interacciones sociales que no se orientan al éxito de cada actor aisladamente, sino que
están coordinadas mediante operaciones cooperativas de interpretación. Al lograr el
entendimiento los participantes llegan a un acuerdo, que descansa en una convicción común ya
que no puede ser impuesto por una de las partes.

Además de los tres mundos, existe otro, el mundo de la vida, que es uno y el mismo para una
comunidad de sujetos, condición necesaria para que lleguen a entenderse entre sí acerca de lo
que ocurre en el mundo; con ello se aseguran al mismo tiempo de sus relaciones comunes, de
un mundo de la vida intersubjetivamente compartido. El mundo de la vida incluye la totalidad
de interpretaciones que los miembros de la comunidad asumen como conocimiento de fondo,
que se aprehende como la comprensión implícita de nosotros mismos, de nuestra sociedad y

siguiente sección.
de nuestro mundo se unen en un todo más o menos coherente.26 Es la esfera de lo social,
reserva de significados compartidos y de la comprensión, el horizonte social para los
encuentros cotidianos con los otros, el telón de fondo sobre el que ocurre toda comunicación.
Su contenido, sometido continuamente a revisión y cambio, proporciona el contexto para la
acción y comprende un conjunto de supuestos y conocimientos compartidos, de razones sobre
las cuales los agentes llegan a acuerdos. En tanto que permanece como trasfondo, sus efectos
están ocultos pero ello no impide que cumpla su función. Es una fuerza de integración social
al mismo tiempo que la plataforma de acuerdos y condición de posibilidad de toda reflexión
crítica y de posible desacuerdo. Finalmente, es el medio de reproducción simbólica y cultural
de la sociedad; es el vehículo de la tradición, aunque a través de la lente crítica de la
comunicación y el desacuerdo. La noción de mundo de la vida constituye el ámbito de las
ciencias humanas pues allí están todos los objetos simbólicos que producimos al hablar o
actuar, así como las concreciones de esos actos, como son los textos, las tradiciones, los
documentos, las obras de arte, los objetos, las técnicas, etc., hasta las más elaborados
productos, como son las estructuras sociales, las instituciones y las estructuras de la
personalidad. El mundo de la vida configura el horizonte de los procesos en los que se alcanza
la comprensión, donde los participantes concuerdan o discuten sobre algo en los tres mundos.
El oyente asume que comparte con el hablante estas relaciones con el mundo y trata de
entender por qué éste cree que existen ciertos estados de cosas, que ciertas normas son válidas
y que se pueden atribuir ciertas experiencias a un sujeto dado, que hace tales aseveraciones,
que observa o no ciertas convenciones, y que expresa determinadas intenciones o
sentimientos; sólo en la medida en que el oyente conozca la razones que hacen que un
enunciado aparezca como racional, puede entender lo que el hablante quiere decir. En otras
palabras, el oyente capta el significado de un enunciado sólo si ve por qué el hablante se siente
capacitado para hacer una aseveración dada (como verdadera), a reconocer (como correctas)
ciertas normas, y a expresar (como sinceras) unas experiencias dadas. (Habermas 1984, 131-2)

Aquí sería el lugar para introducir otro concepto, el de validez, que está presente en la norma
junto con los elementos semánticos; el punto de partida estaría en la distinción entre norma y

26 El mundo de la vida, el cotidiano que compartimos con los otros, es una noción de Husserl, que la usó
para contrastar la actitud material, preteórica de las personas, y el mundo de la ciencia natural, teórico y
objetivante. Con esa idea, Habermas piensa el mundo de la vida como el dominio informal de la vida social:
familia, casa, cultura, vida política, organizaciones, medios masivos, etc.]
enunciado normativo, donde aquélla es el significado de éste. Esta distinción entre enunciado
normativo y norma es evidente cuando se observa que una misma norma puede ser expresada
por medio de diferentes enunciados normativos. (Alexy 1977, 34) Muchos autores no
distinguen este componente de validez; Ross, por ejemplo, define la norma como “una
directiva que corresponde a ciertos hechos sociales de manera tal que el patrón de
comportamiento expresado en la norma se sigue en general por los miembros de la sociedad y
lo sienten como válido”; pero es evidente que se deben incorporar elementos de validez para
decir que “existen o están en vigor ciertas normas”.

Según el tipo de criterio para decir si una norma es válida o no, se pueden distinguir varios
enfoques; por ejemplo, cuando se introducen hechos sociales, estamos ante un enfoque
sociológico de la validez, pero cuando se habla de la expedición de la norma por una autoridad
habilitada por otra norma, de grado superior a la anterior, se estaría ante un enfoque jurídico;
sin embargo, si la validez tiene un fundamento moral de validez, como una “ley natural”, se
habla de validez ética. Los enunciados que se formulan para expresar qué normas son válidas
se llaman enunciados de validez normativa. En la teoría de la acción comunicativa la validez
se relaciona con las condiciones para una comunicación exitosa.

2. El discurso

Cuando estamos ante un enunciado verbal o cualquier objeto cultural, la primera reacción es
hacernos algunas preguntas, aun cuando no siempre de manera explícita. Las más obvias se
relacionan con la inteligibilidad de esos objetos, con lo que significan; por ejemplo, preguntas
del tipo: ¿de qué me habla?, ¿qué significa eso?, ¿qué me quiere decir su autor?, ¿cómo debo
entenderlo? Para tratar de responderlas apelamos a nuestro conocimiento objetivo de lo que
nos rodea, ya que se relacionan básicamente con los contenidos y pueden responderse con
informaciones y conocimientos sobre el mundo externo. Otras preguntas se orientan no sólo
hacia la comprensión de los contenidos sino hacia cuestiones sobre la verdad de lo expresado;
por ejemplo: ¿es cierto lo que me dice?, ¿es verdad lo que afirma?; las respuestas a éstas
requieren apelar no sólo a informaciones de los hechos sino también a explicaciones acerca de
ellos. Otras preguntas posibles son de orden distinto, como es el caso de aquellas acerca del
derecho de decir lo que se dice, de la autoridad de quien habla, de quien enuncia o expresa, de
los papeles sociales, de las normas que indican quién puede y quien no está autorizado a decir
o hacer algo. Serían del tipo, por ejemplo: ¿por qué dices eso?, ¿desde qué lugar hablas?, ¿con
qué derecho hablas de esto si tú nunca tomas partido? Las posibles respuestas a estas
preguntas sólo pueden darse como justificaciones, pues cuestionan la rectitud de quien habla.
Finalmente, están aquellas que ponen en duda la sinceridad de quien habla o de quien enuncia,
por ejemplo: ¿no estará tratando de engañarme?, ¿no se estará engañando a sí mismo? La mera
posibilidad de que se planteen tales interrogantes manifiesta que, toda vez que se pone en
cuestión algún asunto relacionado con la comunicación, con la cultura en general, aparece la
necesidad de vincularlo con varias instancias, que pueden llegar incluso a perspectivas éticas
como la de la ética discursiva que se relacionan con la justeza o la rectitud, como se verá más
adelante.

En consecuencia, los participantes en una interacción tratan de asegurar cuatro condiciones


para que su comunicación tenga éxito. Primero, todos deben ser capaces de compartir su
comprensión del mundo; poder discutir los hechos del mundo físico y cultural. Segundo, como
al hacer un enunciado se inicia una relación social, todos necesitan concordar que quien lo
hace tiene el derecho de decir lo que dice en el momento y lugar correcto; esto es así porque la
comunicación no trata sólo del uso de las palabras correctas o de los elementos apropiados, ni
siquiera de decir o hacer algo que sea en sí mismo coherente y significativo, sino que también
importa cuándo y dónde decirlo o hacerlo; algunas veces ciertas expresiones o ciertos hechos
significativos son inapropiados o simplemente prohibidos por normas culturales no escritas.
En tercer lugar, no todo enunciado, no todo producto cultural, es necesariamente sincero;
algunas veces se hace en broma, o de manera irónica, o simplemente se miente. Si esto no es
reconocido por los involucrados en la comunicación, el simple hecho de mantenerla puede ser
entonces muy problemático. Finalmente, lo que se dice o lo que se hace debe tener sentido,
debe ser significativo; los involucrados deben todos compartir el mismo lenguaje y tener un
conocimiento suficiente de sus aspectos particulares para mantener la comunicación.

En otras palabras, cuando digo algo, estoy haciendo suposiciones más o menos implícitas
acerca de la naturaleza del mundo que me rodea, de mi derecho a hablar, de mi estado
subjetivo y de la coherencia de lo que estoy diciendo. De manera similar, quien me oye
considera, a menos de que haya evidencia de lo contrario, que lo que asumo acerca del mundo
es correcto, que tengo derecho a hablar, que soy sincero, y que lo que digo tiene sentido. Sin
estos supuestos, la comunicación y la interacción no se realizan. A esto es a lo que Habermas
llama reclamos de validez (también llamados pretensiones de validez), que son, en síntesis,
verdad, rectitud, veracidad (o sinceridad) e inteligibilidad. Al hablar, pretendo tener validez y
reclamo, al menos de manera implícita, que puedo justificar lo que digo si alguien me
impugna en cualquiera de estos cuatro aspectos. Mi promesa de responder de modo razonable
y convincente a un desafío es precisamente lo que mantiene esa comunicación e interacción.
Un hablante competente lo es por su habilidad de desafiar y justificar cada uno de los
reclamos.

[...] el hablante competente tiene la habilidad de desafiar y justificar (o redimir) cada uno de los
cuatro reclamos de validez. Es ésta la habilidad general o formal que se debe tener para ser un
agente social competente. Además, para ejercer esa habilidad debo ser capaz de recurrir a los
supuestos culturales que son comunes entre yo y las personas con las interactúo (así que nos
apoyamos mutuamente en el mundo de la vida). En el peor de los casos, debemos ser capaces de
reconocer cuando no compartimos supuestos comunes, para poder empezar a compartirlas y
ponerlas en armonía con los de los demás. Las rupturas en la comunicación ponen a la vista
supuestos específicos que no se comparten. Puede haber muchas otras cosas en las que no haya
acuerdo, y que podrían interrumpir interacciones futuras, pero en la práctica sólo nos preocupamos
por aquella cosas que importan para esta particular interacción. (Edgar , 166)
Reconocer esos cuatro reclamos de validez significa que al decir algo, se hace al mismo
tiempo de manera implícita una serie de supuestos: primero, acerca de cómo es el mundo que
rodea al hablante; segundo, sobre su derecho a decir lo que dice; tercero, que es sincero en lo
que dice; y finalmente que lo que dice es coherente y comprensible. Todo oyente puede, en
principio, impugnar cualquiera de estos puntos. El mismo Edgar ejemplifica esto: “si pido que
me prestes el lápiz, estoy asumiendo que tienes uno, y podrías responderme diciendo que no
tienes, o que lo dejaste en la biblioteca. Asumo que es aceptable para mí pedirte algo prestado,
y podrías replicar que nunca te devolví el último lápiz que me prestaste por lo que no me
prestarás otro”. (167)

Se satisfacen los cuatro reclamos de validez cuando lo que se dice es inteligible, cuando su
contenido es verdadero, cuando quien lo dice está justificado para decirlo, y cuando quien lo
dice, lo hace sinceramente, sin intenciones de engañar. En otras palabras, existe comunicación
orientada al entendimiento si los agentes que participan reúnen las condiciones siguientes:
hacen comprensible el sentido de la relación interpersonal como el sentido del contenido
expresado; prestan reconocimiento a la verdad del enunciado del acto comunicativo;
reconocen la rectitud de la norma como complemento de lo cual puede considerarse en cada
caso el acto ejecutado; y no ponen en cuestión la veracidad de los sujetos implicados. Pero
cuando el funcionamiento de la comunicación se perturba, estos reclamos se convierten en
tema de discusión; es allí cuando surgen las peticiones para aclarar, las objeciones, las
preguntas y las respuestas, que son componentes normales de todo acto comunicativo.
Habermas 1989, 122) Éste es un punto importante de nuestra exposición puesto que, en las
sociedades modernas, y sobre todo en ellas, aunque en el fondo en toda sociedad, a cualquier
agente, en cualquier situación, se le puede solicitar que justifique su acción y, por el mero
hecho de ser miembro de esa sociedad, tiene el compromiso de hacerlo. De esa manera las
razones proporcionan las líneas invisibles a lo largo de las cuales se lleva a cabo la interacción
y permiten alejar a los agentes del conflicto. Sus acciones se guían por el ejercicio de la lengua
y por el reconocimiento mutuo de las razones; con ello se forman patrones relativamente
estables de orden social que no son dependientes, como en sociedades de otras épocas, de
amenazas de castigo ni de tradiciones religiosas o de valores morales.

La teoría de la acción comunicativa descansa en la idea de que el orden social a final de


cuentas depende de la capacidad de los actores, los participantes de toda acción, de reconocer
la validez intersubjetiva de los diferentes reclamos de los que depende la cooperación social.
Al entender esta cooperación en relación con los reclamos de validez se destaca su carácter
cognoscitivo y racional, que al reconocer la validez de tales reclamos se asume que se pueden
dar razones convincentes para justificarlos frente a posibles críticas.

Todas la acciones se coordinan principalmente por el uso de la expresión verbal; los agentes
hacen compromisos para justificar sus acciones (o sus expresiones verbales) sobre la base de
razones, y esos compromisos son los reclamos de validez, los cuales tienen una especie de
estatus moral porque son aplicables a los agentes de manera universal y dan lugar a
obligaciones hacia los otros hablantes; estos reclamos tienen también un estatus racional
porque están conectados con razones válidas. El reclamo es un compromiso para justificar los
hechos y palabras propias con respecto a los otros, y esto no es un mero fenómeno lingüístico;
todo reclamo guía las acciones de los agentes sociales porque tiene una función práctica. En
resumen, cada acto de habla, toda acción comunicativa que intenta la cooperación entre las
partes, de manera explícita o implícita plantea esos reclamos: a la verdad, a la rectitud o
justeza (o corrección) y a la veracidad; el primero se refiere a la verdad del conocimiento del
mundo por parte del hablante; el segundo, a la corrección normativa de su acción; y el tercero
a la sinceridad de sus intenciones. Los tres son necesarios porque están ya entendidos en el
acto de hablar; cada uno es un compromiso para proporcionar las razones apropiadas.

Como medio para lograr la comprensión, los actos de habla sirven, en primer lugar, para
establecer y renovar las relaciones interpersonales, a través de las cuales un hablante establece
una relación legítima con algo en el mundo social; en segundo, representar (o presuponer)
estados y acontecimientos, por los que el hablante establece una relación con algo en el mundo
de estado de cosas existente; y, en tercero, manifestar experiencias (esto es, representarse uno
mismo) con lo cual el hablante establece una relación con algo en el mundo subjetivo. Un
acuerdo se mide contra los reclamos de validez que son susceptibles de crítica: al llegar a la
comprensión acerca de algo con otro, los actores no pueden evitar incrustar sus actos de habla
en tres relaciones con el mundo y reclamar validez para ellos bajo tres aspectos. Quien rechaza
un acto de habla comprensible lo hace por alguno de ellos. Al rechazar un acto de habla como
incorrecto con respecto a las normas sociales, o como falso o como no sincero, se expresa con
este rechazo el hecho de que la expresión no cumple su función de asegurar una relación
interpersonal, o la de representar estados de cosas, o la de manifestar experiencias. No es un
acuerdo con nuestro mundo de relaciones interpersonales legítimamente ordenado, o con el
mundo de estados de cosas, o con el propio mundo de experiencias subjetivas del hablante
sino con los tres simultáneamente. En otras palabras, cuando alguien hace un postulado,
asiente, narra, explica, representa, predice, discute algo, etc., busca un acuerdo con el oyente
basado en el reconocimiento de un reclamo de verdad. Cuando se expresa una frase de la
experiencia en primera persona, o revela, confiesa, manifiesta algo, etc., el acuerdo puede
llegar sólo sobre la base del reconocimiento de una reclamo de veracidad o sinceridad. Cuando
da una orden o hace una promesa, apunta o previene a alguien, bautiza o casa a alguien,
compra algo, etc., el acuerdo depende de si los involucrados admiten la acción como correcta.

Alcanzar el entendimiento es un proceso por medio del cual se llega a un acuerdo entre sujetos
hablantes y actuantes. Este tipo de acuerdo, que se presupone mutuamente en una acción
comunicativa, por su propia estructura, no puede ser simplemente inducido desde el exterior
sino que tiene que ser aceptado o supuesto como válido por los participantes. Un acuerdo
comunicativamente alcanzado tiene una base racional; no puede ser impuesto por alguna de
las partes, sea instrumentalmente por medio de la intervención en la situación directa o
estratégicamente a través de influir en las decisiones de oponentes. Es claro que un acuerdo
puede ser obtenido por la fuerza; pero lo que ocurre por influencia exterior manifiesta o por el
uso de violencia no puede contar subjetivamente como acuerdo, pues éste reposa sobre
convicciones comunes.

Un acto de habla sólo puede ser exitoso si el otro acepta la oferta contenida en él al tomar una
posición, aunque sea implícitamente, con un “sí” o con un “no” respecto a un reclamo de
validez que en principio es susceptible de crítica. Los dos participantes, tanto el que hace el
reclamo con su enunciado, como el otro, el que lo reconoce o lo rechaza, basan sus decisiones
sobre bases o razones potenciales. Llegar al entendimiento, a la comprensión, es el proceso de
llegar a un acuerdo entre sujetos. El oyente entiende el significado de un enunciado en la
medida que ve por qué el hablante se sintió capacitado para postular (como verdaderas) ciertas
aserciones, a reconocer (como rectos) ciertos valores y normas, a expresar (como sinceras)
ciertas experiencias. La expresión “llegar a la comprensión” significa que cuando menos dos
sujetos comprenden una expresión lingüística de la misma manera. Para comprender lo que un
hablante quiere decir por medio de un acto de habla, el oyente tiene que conocer las
condiciones bajo las cuales puede ser aceptado. Si el oyente acepta ese acto de habla, entonces
se produce un acuerdo entre ambos. El hablante tiene conciencia de que, con su acto de habla
realiza, primero, un acto que es correcto respecto a un contexto normativo dado, de modo que
se produzca como resultado una relación intersubjetiva entre él y el oyente, que se reconoce
como legítima; segundo, que está diciendo la verdad, por lo que el oyente la pueda aceptar y
compartir con él el conocimiento; y tercero, que se expresa de un modo fiel y sincero con
respecto a sus creencias, intenciones, sentimientos y deseos, de manera tal que el oyente pueda
creer lo que escucha.

Un acto de habla tiene éxito sólo si el otro, el oyente, acepta la oferta del hablante contenida
en él al tomar posición (aunque sea implícita) con el asentimiento o la negación con respecto a
uno de los reclamos de validez ofrecido, puesto que un acto de habla es una oferta de
compromiso que hace el hablante en la interacción social. Al hacerla, el hablante asume ciertas
obligaciones contenidas en los tres reclamos. El oyente es libre de decir sí o no a la propuesta
de aquél si mantiene dudas acerca de sus reclamos; si la respuesta del oyente es negativa
porque pone en cuestión uno o más reclamos, el hablante puede entonces terminar el
intercambio, o continuarlo de un modo estratégico (con amenazas o engaños) o puede
“redimir” el reclamo en disputa por medio de justificaciones razonadas. Éstas pueden ser
desde una simple extensión del acto de habla, como sería apelar a la experiencia para insistir
en el carácter de verdad, o a las normas aceptadas para garantizar la rectitud normativa. El
reclamo de validez funciona como una garantía de que los hablantes pueden dar razones que
convenzan al interlocutor para que acepte el enunciado. La mayor parte de las veces, esa
garantía se acepta de modo tácito por el oyente y ello basta para coordinar sus acciones y
conseguir una comunicación exitosa. Cuando hay comprensión y se llega al consenso, se pasa
de la comunicación a la acción, y éstas quedan coordinadas por los reclamos de validez. Pero
cuando la comunicación se rompe, cuando el oyente rechaza alguno de los reclamos y pide al
hablante que lo valide por medio de razones, eso significa que los agentes están en desacuerdo
sobre una situación de acción y llegan a una discusión; con ello pasan al nivel de lo que
Habermas llama discurso, que es una comunicación en segundo grado, una comunicación
sobre la comunicación, que es cuando hablante y oyente suspenden su acción y se
comprometen en una forma de diálogo en donde se cuestionen las garantías subyacentes al
reclamo en cuestión.27  Se denomina discurso, por tanto, al proceso a través del cual los
supuestos y los reclamos de los participantes en la comunicación se someten a discusión y
crítica, de manera que puedan ser aceptados o rechazados.

Discurso, por tanto, no es simplemente un sinónimo de enunciado o de habla sino que se


refiere a una forma reflexiva del habla que intenta alcanzar un acuerdo racionalmente
motivado. Por tanto, no denota una forma de actividad lingüística en general sino que recoge
una práctica común de argumentación y justificación tejida en la vida cotidiana.  No es un
juego de lenguaje entre otros, sino que ocupa una posición privilegiada en el mundo social,
pues es el mecanismo para regular los conflictos en las sociedades modernas; su función es
reparar o renovar el consenso roto y restablecer las bases racionales del orden social. El
discurso en principio intenta este tipo de consenso, incluso si no lo logra. Cuando el oyente
cuestiona uno o más de los reclamos de validez del hablante con el objetivo de que éste los
justifique, entonces se inicia el discurso. Como existen reclamos diferentes, habrá también
distintos tipos de discurso, principalmente el teórico y el práctico. En condiciones ideales, el
discurso terminaría con un consenso renovado entre los que toman parte en la conversación.

27 La transición de la acción al discurso ocurre “cuando los participantes adoptan una actitud reflexiva y
disputan la verdad ahora tematizada de los enunciados controvertidos a la luz de las razones aportadas a favor y
en contra”. (Habermas 2003, 51)
Sin embargo, hay dos aspectos que considerar: por un lado, puede que no exista la evidencia
suficiente para convencer al otro; incluso el discurso podría terminar o evitarse (o ni siquiera
comenzar) por medio del ejercicio del poder; de allí que una de las metas de la teoría sea
identificar y exponer esta comunicación distorsionada. Por otro lado, incluso si el discurso se
resolviera racional y libremente, es decir, cuando todos dijeran lo que quieren decir, y todos
aceptaran la conclusión, esta conclusión siempre permanecería como provisional. El discurso
no puede llegar a la verdad absoluta porque parte de un conjunto de creencias y valores
establecidos; puede plantear como problemática una idea particular o un valor, pero no
cuestionar todo a la vez. Lo que hace es establecer un consenso de trabajo ya que puede surgir
nueva información en el futuro y cuestionar el consenso previo; o nuevas ideas que alteren la
coherencia de la conclusión; entonces tendría que aparecer un nuevo proceso discursivo. El
discurso es una práctica disciplinada muy compleja, pues la argumentación consiste en ciertas
reglas identificables que se pueden formalizar.

3. Hacia una ética discursiva

Si se dejan por un momento de lado los conceptos centrales de este trabajo, el de acción y el
de norma, se puede apreciar que, a lo largo de las páginas previas, se han ido dibujando otros
tres de no menor importancia: el de acción comunicativa, el de discurso y el de ética; sin
embargo se han tratado de manera desigual, ya que se han dado varios argumentos acerca de
los dos primeros pero no del tercero; de allí la necesidad de dedicarle algunas páginas puesto
que esta última parte del trabajo se centra en el desarrollo de una visión de la ética discursiva,
donde se hace visible de un modo más patente la estrecha relación entre ésta con la acción
comunicativa y con el discurso. El reto sería aquí tratar de establecer algunos rasgos de ese
tipo particular de norma, tal vez más compleja que las anteriormente mencionadas, que es la
norma ética.28

Las relaciones entre las tres nociones señaladas (teoría de la acción comunicativa, ética y

28 Tal vez es una meta imposible de lograr puesto que ni los teóricos que se han orientado a desarrollar la
línea de la ética discursiva no intentado específicamente establecer una definición de los rasgos de esas normas;
sin embargo, la discusión acerca del campo ético sí proporciona algunos elementos que tienden hacia su
definición.
discurso) aparece de manera más clara si se tiene presente el hecho que, durante las últimas
décadas del siglo xx, después del predominio del historicismo y la teoría del conocimiento
como temas centrales de la filosofía, reapareció un interés por la reflexión con respecto a la
ética y la moral. De entonces hasta ahora, tanto la filosofía moral como la filosofía política
poco a poco adquieren una presencia cada vez más notoria, especialmente originada por los
conflictos mundiales de los que somos testigo, sobre todo raciales y religiosos, pero que
también son evidentes en áreas más distantes como la medicina y las ciencias. Si a esto se
añade el problema que padecen las sociedades modernas de encontrar estándares comunes
mínimos de convivencia por la pluralidad de visiones de mundo de las distintas y variadas
formas de vida, con diversas jerarquías de valores, no es extraña esta vuelta hacia el ámbito de
lo práctico de la cual somos actores y espectadores. Este giro práctico trata de vincular la
pluralidad de racionalidades con un enfoque ético, en el cual la noción de responsabilidad
adquiere toda su pertinencia; la filosofía intenta pensar perspectivas en las que a todo actor se
tenga que exigir responsabilidad con respecto a las consecuencias de cualquier actividad;  por
ello esa noción adquiere un carácter central en las teorías que desarrollan propuestas
normativas, no sólo morales, como la la ética del discurso, sino también políticas. Pero antes
de continuar en esta línea, parece útil discutir algunas cuestiones previas, sobre todo relativas a
la distinción entre ética y moral y a hacer un intento de precisar sus áreas.

Tanto en el contexto del habla cotidiana como en otros más especializados se utiliza el término
“ética” como sinónimo de moral, y aquí no es de mucha ayuda apelar a la etimología puesto
que en todos los casos encontramos indicios o algo más de esa sinonimia. Tanto la moral
como la ética se entienden, en términos generales, como conjuntos de normas y principios que
rigen la vida de las personas o las colectividades. Si tratamos de ir más allá, vemos que el
término “moral” tiene varias formas de uso. La primera, la que en apariencia presenta menos
problemas, es como modificador de un sustantivo; es el caso cuando se dice, por ejemplo,
doctrina moral o código moral. Más problemática es cuando aparece en función de sustantivo,
lo cual se puede presentar de varias maneras. En primer lugar, moral sería el código de
conducta de un individuo y consiste de un conjunto de convenciones y pautas de conducta que
guían los juicios de este individuo acerca de los demás y de sí mismo. Esas convenciones y
normas son contenidos morales que tienen como marco el patrimonio constituido por las
normas morales del grupo al cual pertenece, aunque siempre modificado por la elaboración
personal de tales contenidos. Así considerados, la expresión “contenidos morales” o, más
precisamente, “contenido de una norma”, se refiere a aquello que se dice que la norma
prohíbe, a lo que obliga o a lo que permite. También “moral” puede designar un conjunto de
normas, prescripciones, patrones de conducta, valores e ideales de vida que configuran un
sistema más o menos coherente que es el propio de una determinada época o de un grupo
humano. En este caso, de la misma manera que en el anterior, se trata de un conjunto de
contenidos en los que se hace manifiesta una forma de vida, el modelo de conducta
socialmente establecido. También puede entenderse por moral una doctrina, una disciplina que
es la que trata del bien. Finalmente, se usa también como sustantivo neutro, como en la
expresión “lo moral”, que se refiere en términos generales a la dimensión moral, de la misma
manera que se habla de otras dimensiones humanas, como lo jurídico. (Cfr. Cortina y
Martínez) El hecho que las nociones de ética y moral se hayan considerado como
intercambiables ha llevado a algunos autores a intentar diferenciarlas, a darles una identidad
particular a cada una; por ejemplo, en algunos casos se reserva el término “moral” para los
códigos concretos, es decir, a los conjuntos de normas, principios y valores que cada
generación transmite a las siguientes como un modo de vida justo y bueno. (MacIntyre 1998,
4-9).29

En la sociedad reflejada en los poemas homéricos, los juicios más importantes que pueden
formularse sobre un hombre se refieren a cómo cumple su función social. Hay un uso para
expresiones como valiente y justo porque ciertas cualidades son necesarias para cumplir la
función de un rey o de un guerrero. La palabra άγαθός, antecesora de la actual “bueno”, fue
primero un predicado vinculado con el papel del noble homérico. Para ser ágathos se debía ser
valeroso, hábil y afortunado en la guerra y en la paz, poseer riquezas y ocio, que son
condiciones necesarias para el desarrollo de las habilidades. El άγαθός de Homero no se

29 En esas distintas concepciones de la moral, en las que cada una contiene como elementos normas,
permisos, prohibiciones, etc., éstos pueden ser opuestos a los propios de otras concepciones o de otras doctrinas
morales. Por su parte, cada una de esas concepciones o doctrinas sostiene que su manera de entender la vida, de
orientarla y de evaluarla, es la más adecuada, lo cual conduce a una interrogante legítima: si todas las
concepciones morales son válidas, ¿existen criterios racionales para escoger la mejor o la más adecuada? Sin la
intención de responder a esa pregunta sino sólo de profundizar la discusión, sería necesario responder una
interrogante previa, la que pregunta qué es la moralidad, cuál es su rasgo característico frente a las otras
dimensiones de la vida humana. Antes nos referimos a un aspecto que puede ser útil en la discusión: se dijo que
los sistemas morales son conjuntos de contenidos y que son variables tanto de manera temporal como espacial.
Esta idea puede ilustrarse con el análisis realizado por MacIntyre acerca de algunos aspectos de la palabra
“bueno” en la antigua Grecia.
asemeja a “bueno” porque éste no se usa para alabar estas cualidades en un hombre, como
aquél lo hace; es palabra de alabanza porque es intercambiable con las que caracterizan las
cualidades del ideal homérico. Por lo tanto, para nosotros una expresión como “bueno, pero no
majestuoso, valiente o astuto” tiene un sentido claro, pero no en el griego de Homero, pues
decir “άγαθός, pero no majestuoso, valiente o hábil” es una contradicción.

El sustantivo άρετή, que se traduce más o menos como virtud, es una palabra relacionada en la
Grecia antigua con άγαθός; un hombre que cumple la función que le ha sido socialmente
asignada tiene άρετή; la areté de una función o papel es muy diferente de la de otra: la de un
rey reside en su habilidad para mandar, la de un guerrero en la valentía, etc. Un hombre es
άγαθός si posee la άρετή de su función particular y específica, y ello marca la diferencia entre
el άγαθός en los poemas homéricos y su uso en épocas posteriores (para no hablar del actual
“bueno”). La manera en que άγαθός está unido al cumplimiento de la función resalta a través
de sus vínculos con otros conceptos, como el de vergüenza, αίδώς, por ejemplo; y esta familia
de conceptos presupone un cierto tipo de orden social, que se caracteriza por una jerarquía de
funciones. En épocas posteriores hay cambios en los usos de άγαθος y άρετή, que ya no se
definen por la función que cumplen porque ya no hay una sociedad única y unificada en que la
valoración pueda depender de criterios consagrados. Palabras como άγαθός y κακος (malo) a
veces describen la posición social de forma neutral, o pueden adquirir una ampliación de
significado más radical: άγαθός y κακος pueden significar noble de nacimiento y plebeyo
respectivamente; es decir, perdieron su significado y dejan de ser valorativos en la misma
forma. Mientras que en Homero se afirmara que un jefe era άγαθός si y sólo si ejercía su
verdadera función, cuatro siglos más tarde designa a quien desciende del linaje de un jefe,
cualquiera que sea la función que realice o sus cualidades personales. También άρετή se
transforma: no denota las cualidades gracias a las cuales se puede cumplir una función dada,
sino sólo las que se separan completamente de la función; la άρετή constituye un elemento
personal y se asemeja más a lo que los modernos consideran como una cualidad moral.

De esa manera, si las varias concepciones morales consisten de contenidos diferentes, se


podría pensar que en todas esas concepciones hay algo universal, y ese rasgo común a todas
sería la forma que, como se verá adelante, es una característica de gran importancia en la
moral kantiana. Un examen de los criterios racionales puede ayudar a encontrar cual propuesta
moral encarna de manera más adecuada la forma moral y, por tanto, a mostrar que algunas de
las varias concepciones morales no tienen validez. (Cortina y Martínez 2001, 30)

Reflexionar acerca de la moral es la tarea de la otra noción en discusión, la ética, que de


entrada se puede ver como una parte de la filosofía, la que trata de los argumentos que
permiten la comprensión de la dimensión moral en cuanto tal, sin reducirla a sus elementos
ajenos. La ética, así entendida, como filosofía moral, pretende dar razón del fenómeno moral.
Desde este punto de vista, la ética no se identifica con ninguna concepción moral particular,
puesto que, si la pregunta básica de la moral es qué se debe hacer, la de la ética sería qué
argumentos justifican la concepción moral que guía las conductas. Su función no es justificar
racionalmente un código moral concreto sino ser un marco de principios básicos en el que se
legitiman los distintos códigos morales y que marca las condiciones que toda concepción
moral debe cumplir para ser racionalmente aceptable. En otras palabras, la ética no se ocupa
de describir o de fundamentar una concepción o una doctrina moral particular sino de
determinar en qué consiste lo moral. Es éste su problema central.

A lo largo de la historia han existido diferentes concepciones de la moralidad, las cuales son
producto de los distintos enfoques filosóficos. En páginas anteriores, al hablar del giro
lingüístico como el cambio que modifica la filosofía de principios del siglo XX hasta nuestra
época, mencionábamos la etapa previa, la de la filosofía de la conciencia. Esto también se
manifiesta en el ámbito de la ética: entre los siglos XVI y XVII, la filosofía adopta a la
conciencia como categoría principal, se ve la moralidad como una modalidad de la conciencia,
la conciencia moral que es conciencia del deber. Antes, desde la filosofía antigua a la
medieval, los enfoques filosóficos se centraban en la noción de ser, por lo que se entendía la
moralidad como una dimensión de lo humano, y la pregunta ética era por el ser moral.
Después la pregunta pasa a ser por los contenidos de la conciencia. Con el advenimiento del
giro lingüístico, la moralidad empieza a considerarse como algo que se manifiesta
principalmente en la existencia de un lenguaje moral, y el primer texto filosófico donde esto
aparece es Principia Ethica, de G. E. Moore, de 1903.

En la primera etapa lo que predomina son los puntos de vista de Aristóteles y de los filósofos
helenistas, especialmente estoicos y epicúreos, quienes tuvieron una gran influencia en la Edad
Media. Tanto para el primero como para éstos, la ética quiere responder no tanto a qué tipo de
acciones son las correctas sino a la cuestión de qué tipo de persona debo ser. (Sharples 2009,
107) Se trata de una ética centrada en el carácter y no en las acciones, aunque el tipo de
persona y el carácter necesariamente incida en las acciones que ejecuta. Pero, si la
preocupación de la ética es cuál es la mejor manera de vivir, entonces, aun cuando se sepa qué
tipo de acciones son las correctas, queda sin definir si el hecho de realizar esas acciones es la
mejor manera de vivir. Para Aristóteles lo que se debe buscar es la eudaimonía, pues el hecho
de ser feliz y de ser bueno necesariamente van juntos, pero ser bueno es no tanto ser virtuoso
sino vivir la vida de la mejor manera. La pregunta pertinente tanto para él como para estoicos
y epicúreos es qué tipo de vida es la mejor, cuál constituye la felicidad.

Durante la Ilustración, la razón es soberana, y en parte esta convicción se sostiene en la ciencia


newtoniana, que generó una elevada confianza en el poder de la razón para controlar la
naturaleza y mejorar la vida humana. Sin embargo, esa misma confianza provocó el efecto
opuesto al cuestionar las autoridades tradicionales: al proponer que cualquiera podía investigar
el por qué de las cosas, puso en duda el poder de la autoridad política y de la religiosa de
decidir cómo vivir y en qué creer. También, por estar la física tan profundamente marcada por
la causalidad y el determinismo, al plantear una naturaleza regida por leyes causales, debilitó
las ideas de libertad y de la existencia del alma, así como, a final de cuentas, de la existencia
de dios. De esa manera,

la ciencia moderna, orgullo de la Ilustración, la fuente del optimismo acerca del poder de la
razón humana, amenazó y debilitó la moral tradicional y las creencias religiosas que el
pensamiento racional se esperaba que mantuviera. Ésta fue la principal crisis intelectual de la
Ilustración. (Rohlf)

La obra de Kant, en particular las dos críticas (Crítica de la razón pura y Crítica de la razón
práctica) son una respuesta a esa crisis; su meta fue mostrar que una crítica de la razón por la
razón misma puede ser una base sólida y coherente tanto para la ciencia como para la
moralidad (aunque también para la religión).

Para comenzar a situar a la ética discursiva en el panorama filosófico, habría que recordar que
existen varias posiciones con respecto a la ética, y una de ellas es la ética discursiva o discurso
ético, desarrollada, entre otros, por Habermas, quien propone un acercamiento al fenómeno
moral desde la acción comunicativa. (Habermas 1985, 60) La perspectiva de la ética del
discurso se distingue, entre otras cosas, porque considera que el dominio de lo ético puede no
sólo ser descriptivo, sino también explicativo. La ética del discurso se separa de la ética
clásica, la cual se remonta a los escritos éticos de Aristóteles y que considera que la filosofía
puede y debe responder a una pregunta fundamental: ¿cómo tengo que vivir? o ¿cómo se tiene
que vivir? Si se asume que ésta debe ser la función principal de la ética, las cuestiones
prácticas toman un sentido teleológico y las interrogantes sobre qué se debe hacer o qué es
para cada uno lo justo o lo correcto, quedan subsumidas en otra más amplia, que es la que
indaga en qué consiste la vida buena. Hay, por tanto, desde ese punto de vista, un
desplazamiento hacia una ética de los bienes que tiende a separar la razón práctica del
conocimiento teórico. (Habermas 2000, 65)

La ética del discurso tiene como antecedente, por lo menos en muchos de sus aspectos, la ética
de Kant, quien buscaba unos principios éticos que tuvieran el mismo carácter de universalidad
que la ciencia; en esa búsqueda, separó las éticas en empíricas (todas las anteriores a él) y
formales (la suya); entre las empíricas están, por ejemplo, las éticas orientadas a fines y
bienes, como las de Aristóteles o Tomás de Aquino. Mientras que las éticas clásicas se
refieren a las cuestiones relativas a la vida buena, la de Kant sólo se orienta hacia los
problemas relacionados con la acción correcta o justa. Habermas continúa el punto de vista de
Kant, quien sitúa la ética dentro del dominio práctico. Recordemos que Aristóteles había
hecho la distinción entre dos dominios: el teórico, que corresponde a lo que de hecho ocurre
en el universo de acuerdo con sus propias leyes, y el práctico, que corresponde a lo que puede
ocurrir por libre voluntad humana. Kant retoma esa distinción pues reconoce en la filosofía
dos vertientes: la teórica y la práctica. La filosofía teórica trata de cómo es el mundo y su
mayor principio es la autoconciencia sobre la cual se basa nuestro conocimiento de las leyes
básicas de la naturaleza; con ella usamos nuestras categorías y formas de intuición para
construir un mundo de experiencia o naturaleza. A partir de los datos sensoriales, nuestra
comprensión construye la experiencia de acuerdo con esas leyes. La filosofía práctica, por su
parte, trata de cómo debería ser el mundo, y su mayor principio es la ley moral, de la cual se
derivan los deberes que dicen cómo actuar en situaciones específicas. En la filosofía práctica
usamos la ley moral para construir la idea de un mundo moral o reino de los fines que es la
guía de las conductas y cuya finalidad última es la transformación del mundo natural en el
bien mayor. La filosofía teórica trata con las apariencias, a las cuales está limitado nuestro
conocimiento, mientras que la práctica trata con las cosas en sí mismas, aunque no
proporciona ningún conocimiento acerca de ellas, sino sólo una justificación racional para
ciertas creencias que sirven para fines prácticos. (Rohlf) Las dos partes de la filosofía, la
teórica y la práctica, hablan del mundo, pero la diferencia es que la teórica trata de cómo es,
mientras que la práctica trata de cómo debe ser. Si por razón, estrictamente hablando,
entendemos, primero, la capacidad de adquirir un saber y, segundo, la capacidad de actuar a
partir de, o en conformidad con ese saber, la primera parte constituye la razón teórica, que
tiene el propósito de conocer el mundo, mientras que la segunda es la razón práctica, cuyo
propósito de orientar la acción con vistas a ciertos fines o en conformidad con determinadas
reglas.

La idea central de la filosofía práctica es la de autonomía humana. Literalmente, autonomía


quiere decir darse uno mismo las leyes; la comprensión proporciona leyes que construyen el
marco a priori de la experiencia; no proporciona la materia o los contenidos de la experiencia
sino la estructura formal básica dentro de la cual se experimenta lo recibido a través de los
sentidos. Las dos partes de la filosofía de Kant tratan de la construcción del mundo de manera
autónoma, pero en sentidos diferentes.

De acuerdo con Habermas, Kant tiene un lugar muy bien determinado en la historia de la ética
ya que, entre las distintas posturas históricas, los caminos de la ética han sido tres: el primero
es el del empirismo, en el cual la capacidad de juicio moral queda excluida del ámbito de la
razón; aquí están incluidas las éticas no cognoscitivas. El segundo es aquel donde el
razonamiento moral se reduce a una ponderación de consecuencias o resultados de tipo
racional orientado a fines; éste es el camino del utilitarismo. El tercero es el camino de Kant,
quien reservó al juicio moral un lugar dentro de la razón; con ello, el juicio moral reclama que
es, o al menos aspira a ser, un conocimiento. Desde esta perspectiva, todos los enunciados
─los empíricos, los normativos, incluso los estéticos─ presuponen que pueden ser sostenidos o
criticados por medio de razones; por ello es posible relacionar la moral con la esfera
cognoscitiva, aunque hay una tendencia a pensar que las cuestiones relativas a la moral o a la
esfera de lo práctico en general no se pueden resolver con el criterio de la racionalidad, y que
sólo en la esfera cognoscitiva es posible hacer decisiones con fundamentos.

En el centro de la filosofía moral de Kant está la idea de que las voluntades humanas son
autónomas, es decir, la de la libertad como autonomía. En analogía de la libertad humana con
la libertad política, se entiende que un estado es libre cuando sus integrantes se rigen sólo por
leyes hechas, creadas y puestas en acción por ellos mismos; por ello, las leyes de ese estado
expresan las voluntades de aquellos a quienes rigen. Así, el origen de la autoridad no es
externo a las personas que conforman el estado, sino internas a la voluntad del pueblo. De
igual manera, una persona es libre cuando se rige por su propia voluntad y no por la de otros;
sus acciones expresan esa voluntad individual, no la de algo que viene del exterior.

De acuerdo con las propuestas de Kant, existe un principio fundamental de moralidad en el


cual se basan todos los deberes morales específicos, y éste es el imperativo categórico, que es
imperativo porque es una orden, ordena nuestras voluntades de un modo particular y no realiza
alguna acción o algo similar; pero es categórico porque se aplica de manera incondicional, sin
referencia a cualquier finalidad. (Johnson) Este principio fundamental de la moralidad es la ley
de una voluntad autónoma, ley que no depende de alguna cualidad de la naturaleza humana
sino de la naturaleza de la razón como tal. La ley moral es un producto de la razón mientras
que las leyes de la naturaleza son producto de nuestro entendimiento. Tanto la comprensión
como la razón son facultades cognoscitivas, pero diferentes: las leyes de la naturaleza
dependen de formas de intuición que son específicas, lo que no ocurre con la razón. La ética
de Kant, o el dominio de lo práctico en general, aspira a la universalidad de la misma manera
que las ciencias; si en éstas, si en el razonamiento científico, se utiliza el principio de
inducción como puente para salvar la brecha entre las observaciones particulares y las
hipótesis generales, también en el dominio práctico puede postularse la existencia de un
principio puente similar al de inducción; y ese principio es precisamente el imperativo
categórico. Éste es el concepto básico de la ética de Kant y se trata de un mandato que no
depende de ninguna otra cosa sino que es autónomo, y puede regir el comportamiento humano
en todas sus manifestaciones. Toda la moral, dice Kant, debe poder reducirse a ese solo
mandato fundamental, nacido de la razón y no de alguna autoridad, y a partir de él se pueden
deducir las demás obligaciones.

Una noción de particular interés en la idea kantiana de moral es la de libertad. Kant piensa que
somos libres en el sentido que podemos hacer las cosas de otra manera. Para que una acción
humana sea moralmente equivocada, quien la realiza debe tener el poder de elegir entre
hacerla y no hacerla; la corrección o la incorrección moral se aplica sólo a los agentes libres
que pueden tener el control de sus acciones, es decir, que pueden, en el momento de la acción,
actuar de modo correcto o no. Además, según el autor, tenemos un saber a priori de que
somos libres porque, “si no hubiera libertad, no encontraríamos la ley moral en nosotros
mismos”. La existencia de la ley moral es la prueba de la libertad. Hay conciencia de la ley
moral puesto que cada uno entiende que hay una moralidad y sabe que es moralmente
responsable, aunque haya diferentes creencias acerca del origen de la autoridad moral (dios, la
razón, las convenciones sociales, etc.), pero todos tenemos conciencia moral y la certeza de
que la moralidad se aplica a todos. Esto no necesita justificarse o probarse sino que es un
hecho básico de los seres humanos que nos hace moralmente responsables, que no hay duda de
que lo moral tiene autoridad sobre nosotros.

Libertad y moralidad se presuponen mutuamente ya que actuar moralmente es ejercer la


libertad y la única manera de ejercerla es actuando moralmente. Siempre se actúa bajo una
regla de acción que dice qué hacer y por qué (esa regla de acción es lo que Kant llama una
máxima); podemos no ser conscientes de nuestras máximas, o éstas pueden ser inconsistentes
unas con otras, pero, por el hecho de ser seres racionales, nuestras acciones siempre tienden
hacia un fin. Kant distingue dos tipos de principios o reglas de acción, los naturales y los
formales. Actuar para satisfacer un deseo es actuar bajo un principio material; el deseo
establece el fin. Los principios que dicen cómo actuar para satisfacer los deseos se llaman
imperativos hipotéticos. Los principios formales son opuestos a los materiales y son aquello
que dicen cómo actuar pero sin referencia algún deseo. Se trata de los imperativos categóricos,
que son órdenes incondicionales para actuar de alguna manera. Las leyes morales son
imperativos categóricos que se aplican a todos de manera incondicional. Los imperativos
hipotéticos son órdenes que se relacionan con técnicas o con destrezas que prescriben cómo
alcanzar de la mejor manera la meta deseada, indican qué hacer si se quiere llegar a esa
finalidad y están asociados con deseos específicos. Por tanto, es el deseo y no la razón la que
establece los fines; el papel de la razón es sólo indicar cómo lograr la satisfacción implícita en
esos fines deseados. Por el contrario, los imperativos categóricos no recomiendan sino que
ordenan; no reposan en deseos o en impulsos, y no requieren un conocimiento a posteriori de
técnicas o destrezas; son requerimientos a priori de la moralidad que descansan en la razón
práctica pura. Los imperativos hipotéticos que buscan la satisfacción de un deseo se clasifican
por Kant como heterónomos; esto es, que responden a presiones situadas en el yo por un
carácter sensual; reflejan un yo, o agente, en las manos de sentimientos y deseos que impulsan
naturalmente la acción hacia una finalidad material. Los imperativos categóricos, por el
contrario, son dependientes de la razón, no de los sentidos; son a priori e incondicionales de
una manera tal que alcanzar la satisfacción no lo es, y sus imperativos son por esa razón
categóricos. Marcan una autonomía del agente, esto es, una libertad de los impulsos de los
sentidos, una habilidad para elegir entre alternativas guiada por la razón, y apelan a una
moralidad primordial. (Bird 2006, 256)

Actuar de acuerdo con imperativos hipotéticos o principios materiales no es actuar libremente


puesto que solamente se hace para satisfacer deseos y, con ello, es la naturaleza la que posee el
control y no nosotros mismos. Sólo se es libre si se tiene la capacidad de gobernarse a sí
mismo racionalmente en lugar de dejar que sean los deseos los que establezcan los fines. Si se
elige actuar bajo principios materiales, las acciones no son libres, no son autónomas porque
quien lo hace no se da a sí mismo la ley sino que deja que la naturaleza determinen la ley de
las acciones. De allí que sólo se pueda actuar libremente al ejercer la autonomía, es decir, bajo
principios formales; y, esto, según Kant, es actuar moralmente.

Normalmente, cuando tenemos la finalidad de satisfacer un deseo, formulamos máximas para


lograrlo, pero sólo nos hacemos conscientes de la ley moral al formularlas. Para saber si la
máxima que se formula está moralmente permitida, no se busca si es buena o si todos deben
actuar de acuerdo con ella o si esto nos gusta, sino si puede ser querida como una ley
universal, y esto concierne a la forma, no a la materia o al contenido. Kant proporciona tres
formulaciones del imperativo categórico y las tres aparecen por primera vez en los
Fundamentos de una metafísica de las costumbres de la siguiente manera. Primera: “actúa sólo
de acuerdo con esa máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se convierta en una
ley universal sin contradicción”. Segunda: “Actúa de tal manera que trates lo humano, sea en
tu propia persona o en la de los otros, nunca simplemente como un medio para un fin, sino
siempre y al mismo tiempo como un fin”. Y tercera: “...cada ser racional debe actuar a través
de su máxima como si fuera siempre un miembro legislador del reino de los fines”. (Kant
1993, 30) Las tres formulaciones son equivalentes: la primera establece que se debe actuar de
manera que se pueda desear que la máxima de esa acción se convierta en una ley universal; la
segunda es la formulación de la humanidad, según la cual debemos tratar a la humanidad
siempre como un fin y nunca como un mero instrumento o como un medio; y la tercera es la
de la autonomía, de acuerdo con la cual debemos actuar según máximas que elijamos de
manera autónoma. Son las tres expresiones de un mismo principio, porque actuar de acuerdo
con máximas que podamos querer como leyes universales es lo mismo que tratar a la
humanidad siempre como fin y nunca como un medio, lo cual, a su vez, es lo mismo que
actuar de manera autónoma. Para introducir un principio de argumentación moral, las éticas
cognoscitivas apelan a ese modelo y conciben el principio moral del imperativo categórico de
modo que excluya como inválidas aquellas normas que no consiguen la aprobación de todos
los posibles destinatarios. Ese principio puente que posibilita el consenso tiene que asegurar
que únicamente se acepten como válidas aquellas normas que expresan una voluntad general;
o sea, que se puedan convertir en ley general.

El pensamiento moral kantiano reconoce deberes hacia los otros tanto como hacia uno mismo.
Cuando establece que no debemos actuar de un modo que tratemos los humano en los otros y
en nosotros como un medio, sino como un fin en sí mismo, no es exactamente que los seres
humanos deban ser tratados ellos mismos como un fin, sino más bien a lo humano mismo, los
rasgos que nos hacen humanos. Es esto lo que dice la segunda formulación del imperativo
categórico, mientras que la tercera dice más o menos: actúa de modo tal que a través de tus
máximas puedas ser un legislador de leyes universales. El ser humano se piensa no
simplemente como un ser obediente a las leyes sino como un legislador, un dador de leyes
universales; y esto sería el origen de la idea de dignidad de lo humano de la segunda
formulación.

La idea de que cada voluntad racional se vea a sí misma como un legislador se conecta con
otra, con la de la unión de los seres racionales en el reino de los fines, o, como dice Kant,
“actuar de acuerdo con las máximas que dan leyes universales para un posible reino de los
fines”. De aquí la conclusión de Robert Johnson: nuestra obligación moral fundamental es
actuar sólo sobre principios que podrían aceptarse por una comunidad de agentes racionales
donde cada uno comparte por igual esos principios en comunidad. Esta filosofía moral niega
que lo correcto e incorrecto sean otras maneras de ver el bien y el mal o lo bueno y lo malo,
como lo sostienen las éticas teleológicas. La corrección moral no es función del valor buscado
o de las consecuencias obtenidas. Por tanto, la concepción de Kant es formal, normativa y
deontológica. Pero también está en relación con el conocimiento. El empirismo excluyó la
capacidad de juicio moral del ámbito de la razón; el utilitarismo redujo el razonamiento moral
a una ponderación de consecuencias o resultados de tipo racional orientado hacia fines. Pero
Kant asignó al juicio moral un lugar en el dominio de la razón, y con ello ese juicio moral
aspiró o reclamó ser un conocimiento.

El imperativo categórico kantiano adopta en los discursos prácticos el papel de regla de


argumentación, al que Habermas llama principio de universalidad; éste es una norma de
argumentación que hace posible el acuerdo en los discursos prácticos cuando se pueden
regular los asuntos con igual consideración a los intereses de todos los afectados; sólo con la
fundamentación de este principio puente se puede llegar a la ética discursiva. El principio de
universalidad, que actúa como una regla, está implícito en los supuestos de cualquier
argumentación cuando es posible mostrar que toda persona que participa de los supuestos
comunicativos del discurso argumentativo, y que sabe el significado que tiene justificar una
norma de acción, tiene que dar por buena implícitamente la validez de este postulado. Dice
Habermas que, en el caso de normas válidas, los resultados y consecuencias que se sigan de la
observación general de una norma, tienen que poder ser aceptados sin coacción alguna por
todos. El procedimiento de argumentación moral, es decir, el principio de universalidad, que
como se dijo ocupa en la ética del discurso el lugar del imperativo categórico, sostiene que las
decisiones morales son válidas sólo si todos los afectados pueden darles su consentimiento;
todos deben reconocer las consecuencias de la decisión y preferirlas sobre las consecuencias
de cualquier otra decisión.

Esta concepción de la ética recupera gran parte de la filosofía moral de Kant, para quien un
principio moral sólo puede ser aceptable si todos concuerdan en estar obligados a él. Pero ese
principio de universalidad por sí solo no es suficiente, pues habría varias maneras de conseguir
un consenso universal y no todas necesariamente necesitan apelar a nuestra habilidad para
comunicarnos. Este modo kantiano de resolver problemas morales en realidad no requiere que
las personas se comuniquen unas con otras puesto que y podría realizarse por un individuo
aislado, en un acto de razonamiento monológico. De allí la necesidad de otro principio, el de
discurso, que especifica que la validez normativa depende del acuerdo de todos por el hecho
de participar en un discurso práctico (es decir, moral); es decir, que sólo cuenta el acuerdo que
está basado en un debate abierto y racional. En otras palabras, sólo pueden reclamar validez
las normas que cuenten con el asentimiento de todos los afectados como participantes en un
discurso práctico.30

Si Kant se limita estrictamente al conjunto de los juicios normativos que se pueden


fundamentar, su punto de partida tiene que ser un claro concepto de moral; de allí que sería
más preciso hablar de una teoría discursiva de la moral; el nombre que se ha impuesto a partir
de la filosofía analítica es el de ética del discurso o ética discursiva, aunque en realidad de lo
que habla es de moral. Lo fundamental que debe tratar una teoría de lo moral es la validez
deóntica, en otras palabras, el deber ser de las normas.31

Desde Kant, se designa la conducta como “moral” cuando los individuos asumen la
responsabilidad para relacionarse libremente con los demás de acuerdo con lo que les dicta su
propia conciencia. Este modo de conducta difícilmente existiría en sociedades premodernas en
las que las personas aceptan sin cuestionar las normas de vida dictadas por las autoridades, en
especial la religiosa. La emergencia moderna de la libertad paulatinamente socava esa
autoridad y genera conflictos que sólo pueden resolverse por individuos que se relacionan
unos con otros como iguales. Las soluciones de las éticas anteriores a la modernidad estaban
envueltas en concepciones teológicas y metafísicas del orden de lo bueno y, por ello tales
éticas son racionalmente insostenibles según la concepción de Kant. Es las sociedades
anteriores a la nuestra, premodernas o clásicas o como se les quiera llamar, se asume que los
individuos forman parte de una colectividad como si fueran elementos de un todo, el cual se
constituye por la unión de sus partes. En estas sociedades, el vínculo entre lo social y la razón
práctica es directo pues el acceso a la esfera de la práctica social es a través sólo de las
normas: “así como la razón práctica se suponía que orientaba la acción individual, así la ley
natural hasta Hegel quería distinguir normativamente el único orden social y político
razonable”. (Habermas 1996, 3)

Las sociedades actuales son mucho más complejas y no se acepta tan fácilmente la idea de
sociedad como totalidad de individuos, como un todo igual a la suma de sus partes. En

30 Habermas insiste en que no se debe confundir este postulado de universalidad con otro principio en el
que se expresa la idea fundamental de una ética discursiva. De acuerdo con la ética del discurso, “una norma
únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo
en cuanto participante en un discurso práctico en que dicha norma es válida. Este postulado ético discursivo […]
ya presupone que se puede fundamentar la elección de normas”. (1985, 86)
31 En este aspecto se habla de una ética deontológica que entiende la rectitud de las normas de manera
análoga a la verdad de un enunciado; es decir, se asume que la validez normativa es un reclamo de validez
análogo al de verdad, lo que convierte esta ética en una ética cognoscitiva, que tiene que fundamentar los
enunciados normativos.
nuestras sociedades ese lazo no es directo sino que está mediado por el papel de lo lingüístico,
sobre todo por el significado; con ello la razón práctica de transforma en razón comunicativa,
que se diferencia de la razón práctica en que ésta está limitada a un actor individual o a un
macrosujeto, que puede ser el estado o el todo de la sociedad; lo que hace posible la razón
comunicativa es ese medio significante por el cual “se tejen las interacciones y se estructuran
formas de vida”. (Habermas 1996, 3-4) La razón comunicativa tiene como marco la
comprensión mutua, que forma un conjunto de condiciones que, al mismo tiempo, la hacen
posible y la limitan. Para llegar a la comprensión mutua acerca de algo se debe asumir, entre
otras cosas, que los participantes persiguen sus propios fines ilocucionarios, que concuerdan
en el reconocimiento intersubjetivo de reclamos de validez susceptibles de crítica, y que se
está dispuesto a asumir las obligaciones del consenso.

A diferencia de la razón práctica, la comunicativa no postula que lo único que cuenta es la


norma, la regla, la prescripción, pues lo normativo sólo aparece si los sujetos que participan se
limitan a ciertos supuestos, tales como reconocer igual significado a enunciados iguales o
como asociar enunciados con reclamos de validez, además de considerar que el destinatario es
un ser autónomo y sincero, tanto consigo mismo como con los demás. De allí la conclusión del
autor de que la normatividad, “en el sentido de orientación obligatoria de la acción, no
coincide con la racionalidad comunicativa”.

La moral, tal como aparece en la ética discursiva, es un uso de la razón práctica que trata del
deber de cada uno respecto a los otros bajo condiciones de libertad y respeto. Cuando
Habermas habla de discurso moral se refiere a un tipo de discurso en los cuales un enunciado
moral (un enunciado que es parte de algún enunciado normativo) se ha vuelto problemático. Si
un hablante hace un enunciado de este tipo, por ejemplo afirma que mentir es correcto y el
oyente pone en cuestión ese enunciado, la argumentación que sigue constituirá un discurso
moral.32 Así considerada, la moral sería un uso de la razón práctica que se ocupa de nuestros
deberes para con los otros bajo las mencionadas condiciones de igual libertad y respeto.

De allí que, si la idea central de la teoría de la acción comunicativa es que el orden social a

32 Como en todos los casos, para que un discurso moral sea válido se requieren las mismas condiciones:
que ambos den argumentos en su defensa, que comprendan de igual modo las afirmaciones y argumentos; que
sean sinceros en la expresión de creencias, deseos y necesidades de cada uno, que sus afirmaciones sobre hechos
del mundo objetivo sean verdaderas, y que sean correctas las ideas compartidas sobre normas y acciones en el
mundo social.
final de cuentas depende que los participantes de toda acción reconozcan la validez
intersubjetiva de los reclamos de los que depende la cooperación social; y si esta cooperación
se entiende en relación con los reclamos de validez, con ello se manifiesta su carácter
cognoscitivo y racional: reconocer la validez de los reclamos es asumir que se pueden dar
razones convincentes que los justifiquen frente a posibles críticas. Por tanto, ética del discurso
es un paradigma moral, que es la base de una teoría social crítica ya que proporciona el
modelo de razonamiento moral contra el cual pueden juzgarse los procesos de razonamiento.
La ética del discurso es un marco normativo adecuado para la deliberación acerca de
problemas morales que emergen en un entorno pluralista, que reconoce que dentro de
cualquier colectividad existirán valores morales que potencialmente entrarán en conflicto; este
marco hace posible que los individuos involucrados desarrollen una concepción de la moral
satisfactoria para todos. No tiene un carácter prescriptivo pues no pretende decir cómo debe
ser la ética, sino que ofrece un procedimiento para el desarrollo de normas éticas a través de la
comunicación razonada entre los participantes. Este paradigma moral permite que los
involucrados se acerquen al ideal ético de la comunicación y les permite tomar decisiones de
una manera que se puedan satisfacer las objeciones de todos los afectados por la decisión
dada.

Por ello, además de las condiciones ya conocidas, un discurso moral válido debe respetar dos
principios complementarios, que ya hemos mencionado antes. El primero, que es el llamado
principio del discurso, no es propio sólo de los discursos morales sino de todos los discursos
prácticos y establece que sólo son válidas aquellas normas que pudieran recibir asentimiento
de todos los afectados en un discurso racional. Es decir, cuando se dice que una norma es
correcta o válida, ello significa que, si todos aquellos cuyos intereses fueran afectados por esa
norma pudieran discutirla en un discurso racional, todos ellos la aceptarían, después de
considerar los argumentos por un lado y por otro. (Habermas 1985, 83) Habermas también
quiere decir que, en nuestra época, cuando las tradiciones se desmoronan y tenemos múltiples
modos de pensar y de vivir, el único criterio con el que una norma podría considerarse como
válida sería el consentimiento de todos los interesados, desde que ese consentimiento fuera
obtenido en un discurso racional y válido. Además de exigir que sólo se acepten como
correctas las normas que puedan obtener el asentimiento de todos los afectados en un discurso
racional, este principio establece que una norma es correcta si es capaz de ser objeto de
consenso de todos los afectados. El segundo principio es el de universalización, éste sí,
exclusivo del discurso moral: sólo son válidas aquellas normas que, al tomar en cuenta los
posibles efectos de su observación en los intereses de todos los afectados, sea de manera
individual o como grupo, puedan recibir el asentimiento de todos en un discurso racional.
(Habermas 2000, 25) Este principio es una versión más estricta pues exige tomar en cuenta los
posibles efectos en los intereses de los afectados de que dicha norma sea observada y que se
tomen en cuenta esos efectos tanto para la colectividad como para cada uno, poniéndose en el
lugar de aquel que será afectado.

Un discurso moral se construye en torno a un enunciado moral problemático: si un hablante


afirma que es incorrecto mentir y el destinatario pone esa afirmación en cuestión, la discusión
con argumentos acerca de este tema constituye un discurso moral. Para que éste sea válido,
para que el consenso que se aspira a alcanzar sea racional, es necesario, además de usar
argumentos en ambos sentidos, que estén presentes los ya conocidos reclamos de verdad,
inteligibilidad, corrección y sinceridad, además de respetar los dos principios complementarios
señalados, el principio de discurso y el principio es el de universalización, a las condiciones
anteriores.

Así considerada, la moralidad surge en las sociedades modernas que han pasado por un
proceso de evolución estructural impulsado por la racionalización, que involucra la
subordinación gradual de los modos religioso y metafísico de entender el mundo a una mirada
secular y científica. El desencanto de la naturaleza como un dominio de propósitos y fines está
asociado con la emergencia de sistemas legales y de mercado que se centran en la propiedad
privada y en contratos. Junto con este cambio funcional en la economía y las leyes, hay otro
cambio que va en el sentido de cómo las personas se ven a sí mismas; se piensan ahora como
individuos que deben ser racionalmente responsables tanto de ellos mismos como de los
demás. Al cumplir diferentes papeles en la cada vez más compleja sociedad y al juzgar sus
propias convicciones éticas y religiosas, las personas desarrollan intereses en conflicto acerca
de lo bueno y aprenden que los conflictos éticos se pueden evitar no tanto con la búsqueda de
lo bueno en general sino de un modo más restringido, con la tolerancia de los otros y el
respeto de sus derechos universales de pensar lo que quieran. Habermas, como Kant, quiere
justificar la moralidad por medio de procedimientos puramente racionales para determinar lo
correcto sin apelar a visiones metafísicas sobre lo bueno, es decir, quiere hacerlo sobre bases
posmetafísicas, aunque, a diferencia de Kant, sin apelar a la razón pura.

Si la moralidad basada en derechos es una precondición para las sociedades modernas, es


porque nuestra época representa una etapa de desarrollo que puede resolver los conflictos
eficazmente. La moralidad moderna difiere del razonamiento moral convencional en que éste
resuelve el problema de la conveniencia de cada uno al tomar en cuenta las expectativas
también convencionales de los otros. Esa moralidad moderna se denomina posconvencional y
existen tres tipos: contractualista, utilitarista y deontológica, y todas son posmetafísicas.33 Las
teorías deontológicas son herederas de Kant, quien postula la idea moderna de que los sujetos
morales deben verse a sí mismos como agentes libres y responsables, que tienen deberes hacia
los otros y que son por tanto racionalmente responsables por ellos. El énfasis en la libertad y la
responsabilidad lo lleva a la conclusión que estamos obligados a sólo aquellas reglas de
conducta que hemos legislado.

Para describir la evolución del juicio moral, Habermas sigue la propuesta de Kohlberg, quien
la divide en seis etapas repartidas en tres órdenes, a los cuales llama orden preconvencional,
orden convencional y orden posconvencional. Al orden preconvencional le corresponden dos
etapas: la etapa uno, la más temprana de razonamiento moral, es aquella donde sólo se
consideran las consecuencias de las acciones en el razonamiento de cómo buscar placer y
evitar dolor; la segunda, que corresponde a un nivel más alto de moralidad, requiere
rudimentos de reciprocidad centrada en el yo. La cooperación social de este tipo, que se basa
sólo en la conveniencia momentánea de cada parte, es poco fiable cuando una parte decide que
ya no le interesa la cooperación. De aquí se pasa el segundo orden, el orden convencional,
donde, en la etapa tres los niños cooperan con sus padres para tenerlos contentos; como
adultos aprenden a jugar los roles convencionales pedidos por la sociedad. Incluso el nivel
más alto de razonamiento convencional, que es el siguiente, el de la etapa cuatro, en el que se
pide devoción a la ley y al orden, allí todavía no se muestra alguna disposición a cuestionar la
autoridad. Sólo en el último orden, el posconvencional, puede empezar a ponerse en cuestión
si las convenciones de la nación son compatibles con las concepciones abstractas de lo
correcto o equivocado, las cuales ya están en el diseño de la constitución de la nación pues

33 Según Habermas (1990), el cierre de la era metafísica es posterior a Hegel. La metafísica inicia con
Platón, continúa con Plotino, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Spinoza y Leibniz, llega a Kant, “quien la
puso en tela de juicio aunque sin rebasarla”. Después de Kant, vienen Fichte, Schelling y Hegel.
ésta es un contrato en el cual las personas distinguen entre los derechos y deberes iguales del
ciudadano en general con respecto a los derechos y deberes diferentes asociados con los roles
sociales. De acuerdo con este pensamiento contractual (que es la etapa cinco), el derecho a la
vida de una persona no puede ser infringido por la mayoría. Pero la sociedad puede todavía
distribuir cargas y beneficios de modo desigual según el capricho de los poderosos o de la
mayoría. Incluso cuando el contractualismo respalda los derechos democráticos y permite
leyes para maximizar el bienestar general (principio del utilitarismo), todavía falla en respetar
los intereses iguales de todos. Sólo en el nivel deontológico del razonamiento, que
corresponde a la sexta y última etapa, los individuos interactúan de acuerdo con principios
universales de justicia que tratan de alcanzar igualmente los intereses de todos. Esta etapa,
concluye Habermas,

toma la perspectiva de un punto de vista moral [...] del que se derivan los acuerdos sociales. La
perspectiva es la de cualquier ser racional, que reconoce la naturaleza de la moral o la premisa
moral fundamental del respeto debido a las otras personas en su condición de fines y no de medios.
(Habermas 1985, 152)
Los miembros competentes de la sociedad tienen a su disposición un conjunto de reglas de
comunicación y en ellas está implícita una teoría normativa; en esas reglas requeridas para
comunicarse entre sí, y por lo tanto se reconoce una dimensión moral para crear y mantener
relaciones sociales. De esta manera, todo lo que alguien dice o hace puede, en principio, ser
cuestionado o criticado desde el punto de vista de la verdad de lo dicho, de la sinceridad o de
la veracidad (además de hacerlo en lo que toca a su significado), y, lo pertinente para la ética,
en cuanto al derecho a decir lo que se dice o hacer lo que se hace. En el momento de que el
oyente cuestiona el derecho a afirmar algo y pide al hablante que justifique su reclamo, allí se
rompe la comunicación normal, y ambos apelan al discurso; en ese punto la validez de la
afirmación se trata como una mera hipótesis y puede someterse a crítica y defensa. De esa
posibilidad de tener que defender la legitimidad de lo que expresa un hablante competente
emerge la ética del discurso.

Se hable, entonces, de cuatro características de la ética del discurso: Es (a) cognoscitiva,34


porque cree que la moral es un saber racional apoyado en argumentos, y no una expresión de

34 Dice Habermas que los juicios morales tienen un contenido cognoscitivo pues “no solamente expresan
las actitudes afectivas, las preferencias a las decisiones contingentes de los respectivos hablantes o actores”.
(1985, 142). De allí que la ética discusiva tenga que poder responder a la cuestión de cómo fundamentar los
enunciados normativos. (2000, 16)
emociones, intereses y preferencias; (b) deontológica,35 porque concibe la moral en términos
de normas obligatorias que imponen deberes, y no en términos de aspiraciones personales, de
valores sociales o de consideraciones de utilidad; (c) formal,36 porque no proporciona las
normas de acción moral, sino un procedimiento (el discurso moral) con el que los propios
afectados determinan esas normas; y (d) universalista,37 porque no expresa las intuiciones de
una cultura o época dada, sino que reclama ser válida para cualquier ser racional y libre. En
otro lugar, Habermas sigue insistiendo en que las proposiciones o manifestaciones morales
deben tener un contenido cognoscitivo si es que se han de poder fundamentar, puesto que, si
no estuviera presente un contenido cognoscitivo creíble, no podrían situarse “por encima de
las formas de coordinación de la acción menos costosas (como la aplicación directa de la
violencia o la constricción por medio de la amenaza de sanciones o la perspectiva de
recompensa)”. (Habermas 1999, )

La ética del discurso, por situarse en el contexto de una teoría de la comunicación, tiene
diferencias respecto de la visión kantiana; mientras que el modelo de la filosofía de Kant es el
de un sujeto solitario que se relaciona con los entes en el mundo como objetos de
conocimiento, o como medios para fines, la ética discursiva apela al modelo de la
intersubjetividad, donde el lenguaje y su uso se transforman en el medio común para las
subjetividades. Otra diferencia es que abandona la doctrina de los dos reinos; no hace la
distinción entre reino de lo inteligible al que pertenecen el deber y la voluntad libre, y reino de
lo fenoménico, que abarca las inclinaciones y los motivos puramente subjetivos, así como las
instituciones del estado y la sociedad. Y una más es que la ética del discurso supera el
planteamiento monológico de Kant, que requiere que cada persona realice un experimento de
pensamiento en la privacidad de su mente y se pregunte si su máxima de acción puede ser
pensada como ley universal para la humanidad. La ética discursiva, por el contrario, sólo
espera un entendimiento sobre lo universal de sus intereses como resultado de un discurso

35 “[…] el fenómeno básico que la teoría moral ha de abordar y explicar es la validez deóntica, el deber
ser, de mandatos y normas de acción. En este aspecto hablamos de una ética deontológica”. (Habermas 2000, 16)
36 La ética discursiva descansa en un procedimiento que es la comprobación discursiva de los reclamos
normativas de validez, pero “no proporciona orientaciones de contenido, sino solamente un procedimiento lleno
de presupuestos que debe garantizar la imparcialidad en la formación del juicio”. (Habermas 2000, 16) De allí
que se califique como formal pues “no ofrece orientación de contenido alguno, sino un procedimiento: el del
discurso práctico [que es] un procedimiento no para la producción de normas justificadas, sino para la
comprobación de la validez de normas propuestas y establecidas con carácter hipotético”. (1985, 128)
37 “Es universalista una ética que afirma que ese principio moral no sólo expresa las intuiciones de una
cultura o una época sino que tienen validez universal”. (2000, 16)
público efectivamente organizado y ejecutado en términos intersubjetivos. En lugar de
preguntar si puedo considerar mi máxima como ley universal para los otros sin contradicción –
lo que hace Kant– desde la ética del discurso la pregunta es si todos los afectados, al adoptar
una misma propuesta, acordarían su observancia general a la luz de consecuencias similares.
En lugar de preguntar qué principios de justicia escogería un observador, la ética discursiva
pregunta qué principio de justicia escogerían todos después de transformar dialógicamente sus
intereses particulares en intereses generalizables.

4. Breves conclusiones

Ante este conjunto de reflexiones acerca de la norma, de la acción, del discurso y de la ética,
lo que nos damos cuenta es que lo que está como trasfondo de todas ellas es la noción de
orden social. Como se ha visto, Habermas sostiene la idea de que el orden de las sociedades
modernas descansa en dos pilares: la comunicación y el discurso; el lenguaje, que desempeña
un papel fundamental en toda actividad humana, no puede ser ajeno a la construcción y
mantenimiento de las relaciones sociales. En vista de esta situación, nos parece que no somos
demasiado redundantes si en estas breves conclusiones precisamos un poco más ambos
conceptos, los de comunicación y discurso.

Para comenzar, el concepto de comunicación tal como se entiende en esta teoría y a diferencia
de los usos comunes que encontramos tanto en los enfoques desde la teoría de la información
como en la gran masa de trabajos desde la lingüística o la literatura o simplemente las escuelas
de comunicación, no puede limitarse a tratar solamente del intercambio de informaciones entre
dos o más personas, sino que necesariamente debe hacer intervenir también otro tipo de
hechos que ocurren en este proceso. Habermas no usa tanto la noción abstracta de
comunicación como la de acto o acción comunicativa, que es un modo de hacer algo en el
mundo a través de algún tipo de manifestación simbólica; entre otras cosas, este hacer se
puede referir a cosas múltiples, como amenazar, ordenar o prometer. La comunicación tiene
así varias funciones, se usa con varios objetivos, obviamente para transmitir información pero
también para establecer relaciones social con otras personas, o para expresar opiniones o
sentimientos. De allí que, en el nivel más básico, actuar comunicativamente sea asumir que los
otros entienden esa acción, que comparten el mismo lenguaje, que tanto el hablante como el
oyente entienden el mundo externo de la misma manera, que ambos comparten las mismas
normas y convenciones sociales, y, finalmente, que el oyente es capaz de comprender la
expresión personal del hablante y que puede saber cuándo lo hace en broma o de una manera
irónica. Hay interacción, entonces, cuando dos o más personas entienden las normas y reglas
sociales que deben guiar sus acciones de modo que tengan expectativas recíprocas acerca de
sus respectivos comportamientos. El hablante, en su interacción con el oyente, puede anticipar
la respuesta de éste a lo que dice ya que ambos comparten la misma comprensión del mundo y
las reglas que deberían gobernar sus acciones. Con eso, ambos dan sentido a las acciones y
expresiones de cada uno.

De esa manera, la comunicación es un proceso en el cual dos o más personas llegan a


compartir una visión de mundo o, al menos a reconocer aspectos de su mundo común acerca
de los cuales se puede o no concordar. Llegar a la comprensión es el proceso de llegar a un
acuerdo entre sujetos, que, por su propia estructura, no puede ser inducido por algún influjo
externo sino que tiene que ser aceptado como válido por los participantes; todo acuerdo
obtenido de forma comunicativa tiene una base racional y no puede ser impuesto por alguna
de las partes sino basarse en convicciones comunes. Pero, para que la interacción se realice
con éxito se deben cumplir algunas condiciones: que las expresiones de uno tengan sentido
para el otro; que compartan su comprensión del mundo (es decir, que se puedan discutir los
hechos tanto físicos como culturales del mundo); además, como el hecho de hacer o decir algo
es iniciar una relación social, las dos partes deben concordar en que cada uno tiene el derecho
de expresarse; finalmente, la condición que todo enunciado sea sincero. Por tanto, decir algo
es suponer algo acerca del mundo, que lo que se dice es coherente, que lo que dice es correcto
en el lugar y el momento preciso y se tiene derecho a hacerlo, y que es la expresión sincera de
un estado subjetivo. De igual manera, el oyente asume, a menos que haya evidencia de lo
contrario, que lo que el otro dice sobre el mundo es verdadero, que reconoce que puede
expresarlo, que sabe que es sincero y que lo que dice tiene sentido. Sin estas condiciones no
podría darse la interacción comunicativa. El oyente podrá entender lo que el hablante quiso
decir sólo en la medida en que conozca la razones que hacen que un enunciado aparezca como
racional; es decir, sólo si ve por qué el hablante se siente capacitado para hacer una
aseveración y considerarla como verdadera, a reconocer como correctas determinadas normas,
y a expresar como sinceras unas experiencias dadas.

Esas cuatro condiciones para la comunicación son, como se ha repetido varias veces, los
llamados reclamos de validez; quien realiza una acción comunicativa promete, al menos
implícitamente, ser capaz de justificar lo que dice y hace en el caso de ser desafiado en
cualquiera de estas cuatro áreas. La promesa de responder de manera razonable y convincente
a un desafío es precisamente lo que mantiene viva la comunicación y la interacción. Al
coordinar sus acciones por medio del uso de la lengua, los agentes hacen compromisos para
justificar con razones lo que dicen y hacen; y esos compromisos (que son a final de cuentas los
reclamos de validez) tienen un estatus moral pues son aplicables de manera universal y dan
lugar a obligaciones hacia los otros. Tienen también un estatus racional porque están
conectados con razones válidas. Su función es guiar las acciones de los agentes sociales.

En cualquier situación y en cualquier momento, sobre todo en nuestro tiempo y en nuestras


sociedades, se puede pedir a a toda persona que enuncie algo o haga algo con sentido que
justifique su enunciado o su acción y ésta, por el mero hecho de ser parte de esa sociedad,
tiene el compromiso de hacerlo. Las razones, por tanto, son las líneas en que se desdobla la
interacción y los medios para alejar a los agentes del conflicto. Es decir, sus acciones se guían
por la comunicación y por el reconocimiento mutuo de las razones; con ello se forman
patrones de orden social que no dependen, como en sociedades del pasado, de amenazas de
castigo, de tradiciones religiosas o de valores. El orden social, entonces, depende de la
capacidad de los agentes de reconocer la validez intersubjetiva de los reclamos. Este tema de
la validez de los reclamos se convierte así en un aspecto central en la perspectiva que aquí
hemos adoptado.

Una acción verbal es una oferta de compromiso del hablante en la interacción social; con ella
asume la obligación que está supuesta en los reclamos. El oyente puede aceptar la oferta o
rechazarla si tiene dudas. Si no la acepta, si pone en cuestión alguno de los reclamos, el
hablante tiene que justificarla con razones. El reclamo de validez es una garantía de que puede
argumentar para que sea aceptado, y, cuando se admite esa garantía podemos decir que hay
comunicación y entonces se pueden coordinar las acciones posteriores; es cuando se dice que
se llega a un consenso. Pero cuando el oyente rechaza el reclamo, cuando hay descuerdo,
entonces pide al hablante que lo valide, y esto conduce a la discusión de las razones, de los
supuestos de la comunicación y entonces los participantes se comprometen en una forma de
diálogo en el que se discuten las garantías subyacentes al reclamo cuestionado; es entonces
cuando se alcanza el del discurso.

En sentido estricto, la noción de comunicación es esa situación en la que alguien afirma alguna
cosa y el otro la acepta, sin ninguna problematización. Esto ocurre en la mayor parte de
nuestras interacciones cotidianas, y allí tiene una función primordial pues con ella nos
entendemos: es una actividad por la cual las personas hablan unas con otras, comparten
informaciones de muchos tipos al mismo tiempo que establecen y mantienen relaciones
sociales. Aunque parece un proceso simple, en realidad hay allí un alto nivel de complejidad
puesto que, como esta comunicación depende de dos partes, de que se afirme por un lado y de
que se acepte por el otro, es por tanto dependiente de un telón de fondo consensual. Es decir,
se requiere que lo que se diga esté en conformidad con lo que el otro cree o quiere, o con lo
que es capaz de creer y querer. Cuando eso no ocurre, el oyente plantea como un problema lo
que dice el hablante, por lo cual puede cuestionar, impugnar o rechazar sus afirmaciones; esto
puede conducir a un impasse en el que lo que uno dice, el otro lo pone en cuestión, lo rechaza
o lo impugna. Es complejo porque es un proceso en el que participan seres humanos, no
ideales; por tanto, la comunicación puede romperse: la información que se toma como verdad
por uno de los participantes, al ser puesta en duda por el otro, pudiera entrar en disputa; el
derecho de uno de decir o hacer algo pudiera ponerse en cuestión; o se se podría poner en duda
de la sinceridad de quien lo dice.

Si no se quiere abandonar la comunicación o hacerla derivar hacia medios violentos de


imposición de uno sobre el otro, los participantes tienen que llegar a acuerdo sobre la cuestión
que se convirtió en problemática, lo cual se realiza a través del discurso, del proceso de
someter a discusión y crítica los reclamos de validez de modo que puedan aceptarse o
rechazarse. Si se cuestiona la verdad de la información dada, si se pone en duda el derecho del
hablante de decir o hacer algo o si hay reticencias acerca de su sinceridad, esas dificultades se
dirimen en la discusión, en el ejercicio del discurso. En esta discusión, que es un diálogo en
segundo grado, lo que se asume como verdad o que se ajusta a las normas, se plantea como
problema y se argumenta en favor o en contra. En este proceso de argumentación lo ideal es
alcanzar el consenso si hay suficiente evidencia para convencer al otro; pero también se puede
llegar al cierre del discurso por medio del ejercicio del poder o a través de la violencia. Por
tanto, el discurso es una forma reflexiva del habla que intenta llegar a un acuerdo; es una
práctica de argumentación que ocupa un lugar central en las sociedades contemporáneas ya
que es el mecanismo para regular el conflicto, para reparar o renovar el consenso, para
restablecer las bases racionales del orden social.

Estas rupturas, al menos idealmente, se resuelven por medio de la discusión argumentada; en


ésta, lo que se asume como verdadero o como normativamente correcto o como sincero por
parte de un participante, y el otro lo ve como problemático; en esa discusión, lo que uno de los
participantes dice, lo que postula como un dato objetivo acerca de algo, puede ser refutado por
el otro; entonces, esa afirmación del hablante debe ser tratada ahora como hipótesis que
necesita probarse, y, por tanto, él mismo tiene que aportar evidencias y argumentos para
sostenerla (de la misma manera en que un físico tiene que dar argumentos y pruebas para
sostener una teoría). En el discurso se defiende con argumentos una afirmación que se pone en
cuestión por otro, que se vuelve problemática. Si, mediante argumentos, sin ninguna coacción
interna o externa, uno de los participantes se convence de la posición del otro, y hace, así,
desaparecer el desacuerdo que había entre ellos, entonces se dice que llegan a un
entendimiento y que ahora aquella afirmación es objeto de un consenso libre y racional
obtenida por medio de la argumentación recíproca. El discurso es, pues, un discusión libre y
racional, orientada hacia la obtención de la comprensión, del entendimiento.

El discurso terminaría cuando el otro acepta las nuevas pruebas y evidencias; con ello se
llegaría, idealmente, a un consenso renovado entre los que toman parte en la conversación. Sin
embargo, puede no haber suficiente evidencia para convencer al otro, y tal vez fuera necesario
algún compromiso; o puede ser más grave y llegar al cierre del discurso o simplemente evitar
la discusión y búsqueda de razones por medio del ejercicio del poder y de la violencia. La
violencia aparece cuando ya no hay discusión, cuando acaba el discurso, cuando las razones ya
no pueden convencer al otro. Por eso es que entre violencia y discurso no puede haber ningún
tipo de relación pues la violencia no argumenta, no da razones, no discute. La única fuerza
posible en el proceso de llegar al entendimiento es la fuerza del mejor argumento.

En resumen, parece ser que en las sociedades modernas no hay alternativa para la
comunicación y el discurso como medio de resolver los conflictos. Por ello, a la pregunta
sobre cómo es posible el orden social, Habermas responde que en las sociedades actuales el
orden descansa en la acción comunicativa (es decir, en acciones coordinadas por reclamos de
validez) y en el discurso; juntos ayudan a establecer y mantener la integridad social,
proporcionan el cemento que une la sociedad.
Bibliografía

Robert ALEXY 2007: Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 2ª edición (trad. C. Bernal Pulido)
Robert ALEXY 1977: Teoría de la argumentación jurídica, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, (trad. M. Atienza e I. Espejo).
Hannah ARENDT 1998: The human condition, University of Chicago Press [1958].
Richard BERNSTEIN 1979: Praxis y acción, Madrid, Alianza Editorial.
Cristina BICCHIERI 2006; The grammar of society; the nature and dynamics of social norms,
Cambridge University Press.
Graham BIRD (ed.) 2006: A companion to Kant, Wiley-Blackwell.
Geoffrey BRENNAN, Lina ERIKSSON, Robert E. GOODIN y Nicholas SOUTHWOOD 2013:
Explaining norms, Oxford University Press.
Karl BÜHLER 1985: Teoría del lenguaje, Madrid, Alianza Universidad, [1934] (trad. Julián
Marías).
Adela CORTINA y Emilio MARTÍNEZ 2001: Ética, Madrid, Akal.
René DESCARTES, Meditaciones metafísicas, edición electrónica de la Escuela de Filosofía
Universidad arcis (www.philosophia.cl) (trad. J. A. Migues).
Wilhelm DILTHEY 1949: Introducción a las ciencias del espíritu, v. I de Obras de Wilhelm
Dilthey, México, FCE [1883] (trad. E. Imaz).
Émile DURKHEIM 2001: Las reglas del método sociológico México, FCE [1895] (trad. E. de
Champourcín).
Andrew EDGAR 2006: Habermas. The key concepts, Londres-Nueva York, Routledge.
Anthony GIDDENS 1991: Sociología, Madrid, Alianza Universidad (trad. T. Albero, J. Alborés,
A. Balbás, J. A. Olmeda, J. A. Pérez Alvajar y M. Requena)
Anthony GIDDENS 2007: The new rules of sociological method, Londres, Polity Press y
Blackwell Publishers (1ª edición 1976)
Jurgen HABERMAS 1989: Teoría de la acción comunicativa. Complementos y estudios previos
[TAC(CYEP)], Madrid: Cátedra (trad. M. Jiménez Redondo)
J. HABERMAS 1989a: Acciones, operaciones, movimientos corporales, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS 1989b: Teorías de la verdad, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS 1989c: ¿Qué significa pragmática universal?, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS 1989d: Lecciones sobre una fundamentación de la sociología en términos de
teoría del lenguaje, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS 1989e: Observaciones sobre el concepto acción comunicativa, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS 1989f: Aspectos de la racionalidad de la acción, en TAC(CYEP).
J. HABERMAS, Ética del discurso. Notas sobre un programa de fundamentación, en Conciencia
moral y acción comunicativa.
J. HABERMAS 1985: Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Península [1983]
(traducción de R. García Cotarelo).
J. HABERMAS 1984: The theory of communicative action, vol. I, Reason and the
racionalization of society, Boston, Beacon Press (trad. Th. McCarthy). (Versión en español:
Teoría de la acción comunicativa I, Madrid, Taurus, trad. M. Jiménez Redondo)
J. HABERMAS 1987: The theory of communicative action, v. II, Lifeworld and system: a
critique of functionalist reason, Boston, Beacon Press (trad. Th. McCarthy). (Versión en
español: Teoría de la acción comunicativa II, Madrid: Taurus, 1998, trad. M. Jiménez
Redondo)
J. HABERMAS 2000: Aclaraciones a la ética del discurso, Madrid, Editorial Trotta [1991], trad.
J. Mardomingo.
J. HABERMAS 2003: Truth and justification, Cambridge, The MIT Press (edición en español:
Verdad y justificación. Ensayos filosóficos, Madrid, Editorial Trotta, 2002, trad. P. Fabra y L.
Díez).
J. HABERMAS 1996: Between facts and norms. Contributions to a discourse theory of law and
democracy, Cambridge, The MIT Press [1992] (trad. W. Rehg). (Versión en español:
Facticidad y validez. Sobre el derecho y el estado democrático de derecho en términos de
teoría del discurso, Madrid, Trotta, 1998, trad. M. Jiménez Redondo).
J. HABERMAS 1990: Pensamiento posmetafísico, Madrid, Taurus. (trad. M. Jiménez Redondo)
J. HABERMAS 1999: Una consideración genealógica acerca del contenido cognitivo de la
moral, en La inclusión del otro, Barcelona, Paidós. (trad. J. Carlos Velasco Arroyo)
Robert JOHNSON, Kant's Moral Philosophy, Stanford Encyclopedia of Philosophy. Edward N.
Zalta (editor principal), http://plato.stanford.edu/.
Emmanuel KANT 1993: Grounding for the metaphysics of morals, Indianapolis, Hackett
Classics (3ª edición) (trad. J. W. Ellington)
Cristina LAFONT y Lorenzo PEÑA, La tradición humboldtiana y el relativismo lingüístico, en
Filosofía del lenguaje II. Pragmática, ed. por M. Dascal, vol. 18 Enciclopedia Iberoamericana
de Filosofía, Madrid: Trotta.
Claude LÉVI-STRAUSS 1988: Las estructuras elementales del parentesco, Barcelona, Paidós
[1949]. (trad. Marie Therese Cevasco)
Alasdair MACINTYRE 1998: A short history of ethics, University of Notre Dame Press [1967]
Herbert MARCUSE 1972: El hombre unidimensional, Barcelona, Seix Barral. (trad. Antonio
Elorza)
Talcott PARSONS 1991: The social system, Londres, Routledge & Kegan Paul [1951].
Michael ROHLF, Immanuel Kant, Stanford Encyclopedia of Philosophy. Edward N. Zalta
(editor principal), http://plato.stanford.edu/.
Alf ROSS 1968: Directives and norms, Londres, Routledge and Kegan Paul, Nueva York
Humanities Press.
Pietro ROSSI, Introducción, en Max Weber, Ensayos sobre metodología sociológica.
Gilbert RYLE 2002: The concept of mind, University of Chicago Press [1949].
John SEARLE 1980: Actos de habla. Ensayo de filosofía del lenguaje, Madrid: Cátedra. (trad.
L. M. Valdez Villanueva)
John SEARLE 1998: Mind, language and society. Philosophy in the real world, Nueva York:
Basic Books.
R. W. SHARPLES 2009: Estoicos, epicúreos y escépticos. Introducción a la filosofía
helenística, México, UNAM. (trad. Virginia Aguirre)
Charles TAYLOR 1997: Argumentos filosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y
la modernidad, Barcelona: Paidós [1995] (trad. F. Birulés Bertran)
Max WEBER 1974: Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, México, FCE
[1922]. (trad. J. Medina Echavarría)
Max WEBER 1998: Ensayos sobre sociología de la religión, t. I, Madrid: Taurus. (trad. J.
Almaraz y J. Carabaña)
Max WEBER 2001: Ensayos sobre metodología sociológica, Buenos Aires, Amorrortu. (trad.
José Luis Etcheverry)
Ludwig WITTGENSTEIN 1968:, Philosophical investigations, Nueva York, MacMillan
Publishing Co. [1953] (trad. G. E. M. Anscombe)
L. WITTGENSTEIN 1969: On Certainty, Oxford, Basil Blackwell (G. E. M. Anscombe y G. H.
von Wright, eds.)
George H. VON WRIGHT 1963: Norm and action, Londres, Routledge and Kegan Paul (libro
electrónico Gifford Lecture Series: http://www.giffordlectures.org/Browse.asp?Pubid=tpnorm.

Вам также может понравиться