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Álvaro Ginel
Desde una perspectiva provocadora, recordando que cuando celebramos no sólo hacemos
presentes los hechos salvadores de Dios acontecidos en el pasado, sino que los hacemos
profecía, el autor –de una manera sencilla, muy práctica, basado en la experiencia
celebrativa- propone un conjunto de pistas sumamente interesantes especialmente de cara a
la celebración dominical
Me sitúo: hablo desde el trato directo con hombres y mujeres, con jóvenes y niños. Cuando
se habla de la celebración dominical de la Eucaristía, hay una constatación: unas
celebraciones son vividas como “aburrimiento” y otras como algo que alegra la vida y el ser
creyente y por eso “da gusto ir a misa, sales mejor, con más ganas de vivir y de ser buena
persona y buen cristiano”.
Para hacer este artículo, además de tener delante documentos oficiales y libros sobre la
celebración[1], he tenido muy presente el sentir y la percepción que tienen de la celebración
de la Eucaristía los adultos de los grupos de reflexión cristiana que he podido contactar.
1. La necesidad de celebrar
En la Iglesia, los cristianos celebramos el encuentro con Dios y con los hombres tal y como se
nos ha mostrado en la existencia de Jesucristo. La Iglesia es una comunidad celebrativa. En
ella se celebra todo: las necesidades y los anhelos –se pide a Dios-, la preocupación por los
demás –se intercede por ellos-, las alegrías –se dan gracias-, el amor –se alaba a Dios por lo
maravilloso que es-.
3. Provocación
La asamblea cristiana que se reúne en el nombre del Señor celebra en forma de rito
sacramental la acciones de Dios a favor nuestro sobre todo en la persona de Jesús. Cuando
celebramos no sólo recordamos hechos del pasado sino que hacemos presentes esos hechos
salvadores de Dios; más aún, los hacemos profecía. Cada vez que celebramos el memorial de
Jesús, se realiza la obra de nuestra redención. Aceptado esto como realidad incuestionable,
apostamos, además, por esta dimensión: la celebración de la Iglesia no sólo es realización de
aquello para lo que nos reunimos, sino que es interrogación o provocación para abrirnos a
vivir y celebrar aquello para lo que nos reunimos. Dicho de otra manera, la celebración tiene
también una connotación de anuncio de aquello mismo que se celebra.
Si es verdad que hay maneras de celebrar y manifestaciones de la Iglesia celebrante que son
un obstáculo para la fe, otras celebraciones son una provocación. ¿Qué es lo que hace que
una celebración sea provocación? Creo que además del misterio celebrado (el misterio de la
acción de Dios en Jesucristo) que interpela nuestro propio misterio de vida y anhelo de
misterio, es la forma de celebrar. Al menos me voy a situar en esta perspectiva analizando
algunos elementos que contribuyen a que la celebración sea provocación de la fe o sacudida
de la fe. Me centro en la celebración dominical de manera especial.
4. El tono festivo
Es propio de una reunión celebrativa el tono festivo, la acogida, la alegría del encuentro o del
reencuentro. La celebración cristiana es fiel a esta ley de la fiesta humana. El hecho mismo
de reunirse es ya un acontecimiento. Estar juntos en la celebración no es una casualidad,
sino una interrogación. Nos reunimos respondiendo a una convocación que va más allá de
nosotros mismos: estar reunidos es manifestación de la presencia y acción del Espíritu de
Jesús en cada uno de los presentes y en la asamblea formada. Nos tenemos que creer esto.
Contemplar una asamblea cristiana es admirarse de lo que Dios sigue haciendo. Si no nos lo
creemos no podremos mirar al otro como hermano, como convocado por el mismo Espíritu
que me convocó a mí mismo.
A veces, a fuerza de acentuar que el templo es la casa de Dios y hay que guardar
compostura…, olvidamos la atención a los hermanos que se congregan, la acogida, el saludo,
el modo de situarse en la geografía del templo… Los que vienen y son congregados no llegan
para un espectáculo, vienen para celebrar, participar, ser agentes activos. Es cierto que la
asamblea cristiana no es algo informe: hay presidente y hay diversidad de servicios, pero la
principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa del pueblo
santo de Dios en las celebraciones litúrgicas (SC 41).
. La distribución de encomiendas y servicios. Pero todo hecho con paz porque está pensado
con anterioridad y no es fruto de la improvisación del momento.
La asamblea litúrgica cristiana no es masa de gente. La reunión de los creyentes forma una
asamblea articulada. Hay roles o servicios cuya función es ayudar a los reunidos a alcanzar
una celebración plena.
5.1. El sacerdote presidente
El presbítero preside la asamblea “in persona Christi”, es decir, no sólo por designación de la
asamblea ni por méritos propios, sino por la imposición de manos del obispo. El sacerdote
presidente tiene un rol importantísimo. En muchas asambleas él copa todos los demás roles,
lo hace todo (entona, lee, predica, dirige la oración de fieles, enciende las velas y las
apaga…). Ya es una manifestación y visualización de la Iglesia esta acumulación de tareas,
sobre todo si hay personas que las pueden hacer y no se les deja que las hagan. Pero lo
crucial no es que uno lo hago todo, es cómo lo hace. Escuchaba a la salida de una misa
dominical[3]: Ése no se cree ni lo que hace ni lo que dice; hace porque es su profesión.
Hay que subrayar que muchos sacerdotes hoy tienen que presidir tres y cuatro asambleas
dominicales. Esto conlleva cansancio y, en algunos casos, rutina. Pero los presidentes tienen
que saber que en la forma de moverse, hablar, rezar, proclamar se transmite algo más que
palabras o que ideas. La presencia física personal transmite un plus no verbal que muchas
veces es más incisivo y determinante que las palabras, las ideas, la materialización de
gestos. El tono de voz, la manera cómo se realizan los gestos y los ritos “pronuncian” una
palabra secreta que en muchas ocasiones es más significativa y sonora que la acción
realizada. Presidir la asamblea cristiana es un arte donde se combinan muchos elementos:
los gestos, la mirada, el tono de voz, la escenografía, la pronunciación, los sentimientos
vivenciales personales, la comunicación y complicidad con la asamblea son realidades
humanas que alejan o sitúan al otro al borde del misterio… Este se cree lo que dice, lo que
hace… Parece que hay algo más…, las palabras le salen de dentro, son suyas, no son “de
encargo”. Nos sitúa a las puertas de otra realidad…
Se trata de las personas que cuando la comunidad celebra, realizan acciones como la
acogida, la lectura, el canto, las ofrendas, el servicio del altar, etc. Tenemos que reconocer
que muchas comunidades cristianas no se han tomado en serio estos ministerios. Tomar en
serio quiere decir varias cosas: primero que exista la diversificación de ministerios; segundo,
que quienes realizan el servicio sean competentes; tercero que lo que realicen lo hagan de
manera que ayude a la asamblea. Todos los aspectos van muy ligados.
Un lector competente no solo leerá, sino que “proclamará” las lecturas dando sentido a las
palabras pronunciadas. El tono de voz, el destacar palabras o frases pertenece a la
personalización y al servicio de transmisión que el lector realiza. Un buen lector hace que la
palabra sea palabra y sea escuchada. Un mal lector no deja que la palabra caiga como lluvia
sobre la asamblea. Y así se pueden analizar todos los demás ministerios.
6. La homilía
La homilía tiene como finalidad explicar las lecturas bíblicas. Explicar hay que entenderlo
como ex-traer o des-entrañar la fuerza actual de la Palabra de Dios aquí y ahora, para esta
asamblea celebrante. Dios nos salva por la palabra pronunciada y Dios nos provoca o nos
interpela abocándonos a una existencia nueva, a una historia de salvación que viene de
antiguo y llega a nosotros. No se puede reducir la homilía a comprender mejor la Palabra.
Nos quedaríamos en algo puramente intelectual. La palabra comprendida ilumina nuestra
existencia y la lanza a realizarse de manera nueva. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, plasma
perfectamente lo que estamos comentando cuando dice: Esta Escritura que acabáis de oír se
ha cumplido hoy aquí ante vosotros (Lc 4,21).
Lo que hace a muchos creyentes hoy elegir una celebración o evitar pisar en una iglesia es la
homilía. Los libros sagrados proclaman cómo se cumplió la Escritura en tiempos del pueblo
elegido o en tiempos de Jesús. Pero no dicen nada de cómo se cumple hoy. El llenar esa
“laguna” es la tarea de la homilía. Cómo se cumple hoy la palabra, cómo actúa hoy la
palabra salvando, es lo que hace que la homilía “diga algo” o sea significativa y caliente el
corazón y la vida de los convocados.
Cuando quien preside la asamblea y le dirige la palabra no ha meditado en su corazón la
palabra proclamada y no ha logrado descubrir primero él, para después hacer descubrir a los
demás, cómo se cumple la palabra y cómo es palabra de salvación, la homilía vela la
presencia actuante de Dios en medio de su pueblo. La homilía es una lectura de signos, una
hermenéutica que desentraña la estrecha relación existente entre palabras y sacramentos,
entre Escritura e iglesia, entre el libro santo y la vida y la historia de los hombres.
7. La creatividad
Hablar de creatividad no tiene nada que ver con crear “ex nihillo” siempre. La repetición es
uno de los rasgos característicos del rito. El rito es una representación tipificada de los
hechos de salvación. Estos hechos son siempre los mismos. Cuando en la celebración
eucarística “repetimos” los gestos de Jesús en la última cena, los hacemos presentes y nos
acercamos al sentido último y pleno iniciado por Jesús. El gesto de Jesús tiene en sí tanta
plenitud que no se agota por mucho que los repitamos. Al contrario, la repetición nos desvela
cada vez más el misterio que encierran haciéndolo un poco más luminoso. La creatividad no
está en dejar de hacer o repetir determinados ritos o gestos, sino en la “palabra íntima”, en
el “pedacito” de misterio vislumbrado y captado en la celebración de hoy y que se verbaliza
en la asamblea.
La creatividad exige, además, conocer bien la estructura celebrativa cristiana. Es penoso ver
cómo algunos construyen una acción de gracias o prefacio sin tener en cuenta la estructura
misma del prefacio como canto y reconocimiento de la acción de Dios por medio de
Jesucristo. Es penoso ver cómo la oración después de la comunión se convierte en otro
momento de acción de gracias repetitivo y fuera de sitio, cuando de lo que se trata no es de
dar gracias, sino de pedir que lo realizado y vivido seamos capaces de hacerlo vida, de
sacarlo a la calle, de alimentarnos de aquello que hemos celebrado.
8. Atmósfera o clima
En la celebración, la mirada y los sentidos son importantes. La liturgia debe ofrecer a la vista
de los participantes un panorama de signos, símbolos, iconos, retablos, flores, piedras,
colores, ornamentos, utensilios… sugerente. Y dígase lo mismo del olfato (incienso) o del
oído (música, silencio, sonorización…). Cuando hablamos de atmósfera o clima nos referimos
a un mundo de realidades sencillas que despiertan y purifican los sentidos y los abren a la
escucha de una palabra personal y de una palabra que “llega de fuera”. No nos alimentamos
sólo de nuestra palabra personal; no vivimos para escucharnos, sino para escuchar hasta oír
la palabra que viene de Dios como soplo o Pentecostés inesperado.
La celebración cristiana tiene que cuidar una estética que permita abrirse a las dimensiones
sensibles del mundo para poder vibrar y sentir con ellas. Somos, como personas, una
realidad unitaria y el cuerpo y sus sentidos son la ventana por donde asomarse al
trascendente o por donde el Trascendente nos puede provocar.
A veces hacemos de nuestras celebraciones ríos de palabras y no hay espacio para el “gesto
sobrio que habla por sí mismo”. El gesto tiene su autonomía. Es cierto que el gesto recobra
sentido y significado en el conjunto de otros gestos y palabras de la celebración. Lo normal
es que el gesto se emplee cuando la palabra resulta impotente para transmitir lo que desea
transmitir. El compañero mejor de los gestos es el silencio, no la palabra. Y es el silencio
quien crea ambiente y un umbral para la experiencia religiosa y para la provocación. Es un
arte pronunciar las palabras justas para orientar la significatividad de los gestos y dejar a
cada persona la libertad de recorrer el camino iniciado hasta donde llegue… ¡Cuánto
tenemos que aprender de la sociedad que crea y cuida los ambientes para que las personas
se sientan bien tomando algo, comiendo, charlando, contemplando! Nada queda al azar.
Poco a poco, muchas comunidades cristianas van cayendo en la cuenta de la importancia del
ambiente y del clima propios de la celebración y la oración. Pero nos queda mucho por andar.
Dentro de la celebración no todos los momentos son igualmente importantes: una procesión
de entrada es diferente de la escucha de la palabra o de la adoración. ¿Cómo destacar la
diferencia? Habrá que cuidar los cantos, la intensidad de luz, el tono de voz[6], el incienso, el
ritmo, los gestos…
9. Un final
Hoy estamos descubriendo el poder evangelizador del arte cristiano. Cuando los templos se
vacían de fieles, ahí siguen los templos, y su palabra silenciosa para quienes quieren
acercarse a ellos y atravesar el umbral desde la luz de la calle al ambiente interior del
templo. No sabemos qué provocación e interpelación produce esta contemplación. Sí nos
damos cuenta de que tenemos que cuidar más todo aquello que favorezca esta
“evangelización a través del arte”.
Hacemos equipos para la catequesis y para la acción social… Nada que decir. Pero sí sugerir
la necesidad de equipos para hacer que la celebración, sobre todo de la misa dominical, los
funerales y las celebraciones de los diversos sacramentos, unas celebraciones del misterio
cristiano que provoquen hacia el misterio celebrado.
[2] Álvaro GINEL, Diez celebraciones para la primera comunión, CCS. Madrid 20022.
[4] Como experiencia, en la misa familiar que tiene lugar cada mes y medio en un colegio de
religiosas de Madrid, promovida por la Asociación de Padres de Alumnos, al cabo de tres años
es posible pensar en comprar túnicas para los que tienen que realizar ministerios en la
celebración de la Eucaristía. Hemos comenzado por los adultos, para que sean ellos los
primeros en “vestirse el traje de celebración”.
[5] Es curioso ver lo bien que entienden los adultos, los niños y los adolescentes advertencias
como estas: Os pido una cosa: seriedad, nada de risitas. La manera de hacer nuestra es muy
importante porque los demás nos ven y les transmitimos con nuestro rostro muchas cosas…
[6] Existe la tendencia a olvidar o ignorar la voz humana en cuanto tal, su tonalidad propia,
su timbre particular, esa peculiaridad que cada persona posee cuando habla y que constituye
una extraordinaria riqueza de variabilidad…. La voz humana que escuchamos en la
celebración no es sólo un instrumento al servicio de la proclamación de la palabra. Ella
misma es manifestación y encarnación de esa palabra. La voz del que habla o canta en la
liturgia deviene el lugar de resonancia de la ternura de dios, de sus exigencias, de su
“cólera”, de su misericordia. Dios “pasa” a través de la voz (L. Maldonado-P. Fernández, La
celebración litúrgica: Fenomenología y Teología de la celebración, en Dionisio BOROBIO, o.c.,
pp. 290-29).