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“Adolescencia”

(J. André: La sexualité masculine, PUF, 2013, p. 59-63)

La colonia de vacaciones (mixta) de la que vuelve ha


suministrado a Yago los ingredientes para su fantasía del día.
Él es el monitor de un grupo de chicas de 15-16 años –esa es
también su edad, pero la libertad de la fantasía no se detiene
en detalles. Son ellas las que le proponen jugar a la gallinita
ciega; él tendrá los ojos vendados1 y deberá correr tras ellas
para atraparlas. Una particularidad: ellas estarán todas en
topless y deberá adivinar el nombre de cada una con el solo
recurso de palparles los pechos. En una variante imaginada
algunas semanas más tarde, ellas acaban por saltarle
encima, atarlo a un poste, desnudarlo y empalarse cada una
por turno sobre su Tótem infatigable e invencible.
Todas tienen senos, todas tienen vaginas2. Todas… en cada
adolescente (o casi) vela un sultán, amo y poseedor del harén.
La pubertad, añadida a las brasas de la sexualidad infantil,
incendia la vida libidinal. La emoción de las primeras
erecciones rivaliza con el asombro ante este milagro que
desmiente las leyes de la gravedad. Trepando por la cuerda,
Yago había sentido los signos de una primera eyaculación.
Había sido necesaria la llamada del profe de gimnasia
(“Vamos, baja ya”) para que él se rehiciese. La masturbación
sólo pide continuar, pronto cotidiana y a veces compulsiva.
Esta historia común no es sin embargo la historia de todos.
Sucede también que la excitación y la admiración cedan su
lugar a la angustia, incluso a la despersonalización, cuando
la erección del pene es más fuente de inquietante extrañeza
que de orgullo. La pubertad no cambia únicamente el sexo:
transforma el rostro, la voz, la piel; es como cambiar de
envoltura. El vello del que unos se felicitan horroriza a otros.
La pubertad eclosiona sobre el fondo de una historia ya larga;
su efracción, el trauma que siempre supone al menos a
mínima, precisa para ser elaborada una tranquilidad
narcisista suficiente. Hasta tal punto se ve agitado por la
metamorfosis el trazado de las fronteras del yo.

1 NT: “les yeux bandés”: literalmente los ojos vendados, pero también tensos,
armados, en erección.
2 “Toutes ont des seins, toutes ont des chattes”: Más bien, en términos de argot

sería: “todas tienen tetas, todas tienen coños”, lo que encaja más con la
continuación del texto.

Traducción: Antonio Suárez


La pornografía incrementa la brutalidad del momento. Aun
no hace tanto tiempo que el adolescente estaba limitado a las
páginas de ropa interior del catálogo de La Redoute. Raphael,
un hombre de cuarenta años, recuerda sus masturbaciones
que se terminaban agujereando en un mismo empujón las
bragas y la página. Internet impone sin rodeos las imágenes
de una sexualidad sin límites. Lejos de favorecer la iniciación,
esta inmediatez del placer y de la satisfacción cortocircuita el
fantasma, atenta contra lo imaginario y contribuye
seguramente más a la identificación entre la chica y la puta.
Raoul, un adolescente de hoy, está convencido de ello: “Ellas
no piden más que chupar y que se la metas”, exageración
verbal completamente alejada de su timidez balbuceante
cuando está en presencia de una chica.
La hora de la adolescencia, la fantasía que se despliega ante
los ojos, revela muy a menudo la naturaleza de la elección
sexual, incluso cuando la elección es bisexual y se dirige a los
dos sexos. Aun cuando la tendencia hacia las chicas no tenga
duda, una zona de vacilación permanece, inseparable de la
plasticidad de las identificaciones. A menudo es más fácil
hablar de las chicas (entre camaradas) que hablar a las
chicas. Frédéric no les quita ojo, pero sin embargo una
fantasía “contraria” le complica la vida: está angustiado con
la idea de ir solo al colegio, de caminar por las calles… Su
temor tiene un nombre, una “gentuza”, y esta gentuza se
vincula a un único signo: una visera encajada al revés sobre
la cabeza. El chico que la lleve puede bien ser menor que él y
no prestarle ninguna atención; no importa, el miedo le agarra
las tripas. Tras el motivo consciente –la extorsión- se adivina
sin dificultad el temor a la agresión sexual, la fantasía
femenina de ser violad(a)o.
Un adolescente no existe solo, Tiene generalmente un padre y
una madre. Tampoco para ellos los envites inconscientes
faltan, y esto produce una diferencia sensible en función de
que la entrada del hijo en su nuevo estado gratifique o
contraríe a los padres. Desde el padre que se regocija con
solidaridad viril al que se burla del “alfeñique”, las relaciones
padre-hijo recorren toda la gama de posibilidades, desde la
complicidad acerca del trasero de las mujeres al activismo
castrador, pasando por la rivalidad envidiosa.
Entre madre e hijo las cosas tampoco son simples; desde la
que incita a la conquista a la que se hace la idea de no ser ya

Traducción: Antonio Suárez


la primera y se lleva un doloroso “golpe de vejez”. Se añade
ahí a menudo un elemento original que afecta a la intimidad.
En la adolescencia, la puerta de la habitación (y no sólo la del
cuarto de baño) se cierra. La autonomía psíquica tiene ese
precio, aunque este devenir-hombre produce en algunas
madres una violencia que no consiguen guardar en sí
mismas. Michel tenía bastantes calzoncillos “flojos” que su
madre le escogía a guisa de shorts. Se dio el gusto de
comprar un short favorecedor (?) que ponía particularmente
en valor el nuevo atributo del que se sentía tan orgulloso. De
vuelta del colegio, al entrar en su habitación, descubrió su
short revisado y corregido, extendido sobre la cama,
cuidadosamente recortado en el lugar del sexo.
En su relato autobiográfico, L’Avenir dure longtemps, Louis
Althusser describe una violencia, una intrusión materna, que
sobrepasa todavía más los límites: “Yo andaba por mis trece
años. Desde hace algunas semanas observo con intensa
satisfacción que por la noche vivos y ardientes deseos me
llegan desde mi sexo, seguidos de un agradable
apaciguamiento –y por la mañana amplias manchas opacas
en mis sábanas. ¿Supe que se trataba de poluciones
nocturnas? Una mañana, habiéndome levantado como de
costumbre y tomando mi café en la cocina, he aquí que llega
mi madre, grave y solemne, y me dice: “Ven, hijo mío”. Me
lleva a mi habitación, me muestra con el dedo sin tocarlas las
amplias manchas opacas… y me declara: “ahora, hijo mío,
¡eres un hombre!” Quedé abrumado por la vergüenza y por
una insostenible revuelta contra ella en mí. Que mi madre se
permitiese hurgar en mis propias sábanas, en mi más
escondida intimidad, en el libro íntimo de mi cuerpo
desnudo, es decir en el lugar de mi sexo, como lo hubiese
hecho en mis calzoncillos, entre mis muslos para apropiarse
de mi sexo entre como si le perteneciese!), ella a quien
horrorizaba todo sexo… Propiamente una violación y una
castración”3. Difícil recuperarse; el hombre esperará treinta
años antes de conocer a su primera mujer, la misma a la que
algunos decenios más tarde, en una noche de locura,
asfixiará bajo la almohada.

3 L. Althusser, L’Avenir dure longtemps, Paris, Stock, 1992, p. 70.

Traducción: Antonio Suárez

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