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DE ARQUÍMEDES A EINSTEIN:

LAS CARAS OCULTAS DE LA INVENCION CIENTIFICA


(Alianza, Ediciones del Prado, Madrid, 1995.)

Autor: Pierre Thuillier

(Pierre Thuillier fue profesor de epistemología en la Universidad de Nanterre (París). Fue miembro del comité
de redacción de la revista La Recherche y colaborador en Atomes. D’Archiméde à Einstein. Les faces cachées
de l’invention scientifique fue una de sus obras. Sea este un sencillo homenaje a 10 años de su muerte.)

Introducción
La ciencia, considerada como un proyecto que se realiza progresivamente,
es tan subjetiva y está tan condicionada psicológicamente
como cualquier otra empresa humana.
Einstein

¿Qué es la ciencia? ¿Cómo ha nacido? ¿De qué manera elaboran sus teorías los científicos?
¿Disponen de un «método» establecido de una vez para siempre que garantice la «verdad» de su
saber? ¿Es cierto que la actividad de los físicos y de los biólogos es totalmente «objetiva» y
«racional»? ¿Existen criterios que permitan saber a ciencia cierta si se debe aceptar o rechazar
una nueva teoría? ¿Se puede trazar un límite claro y definido entre la verdadera y la falsa ciencia?
Al examen de estas cuestiones (y de algunas otras del mismo tipo) están consagrados los
siguientes capítulos. Se trata de estudiar aquellos casos que, me atrevería a decir, están
destinados a complicar la imagen que numerosos manuales y obras de divulgación ofrecen de la
actividad científica. Tomemos un ejemplo a la vez elemental y fundamental: ¿es exacto que una
buena teoría es una teoría «confirmada por los hechos»? Y, en otros aspectos, ¿es exacto que
haya que rechazar una teoría a la que contradicen «hechos experimentales» bien establecidos?
La respuesta, si se cree en las versiones vulgarizadas del Método Experimental, es muy
sencilla. Si los expertos aceptan una teoría, es que está «de acuerdo con los hechos». El dilema
es harto conocido. O bien el veredicto experimental es favorable a la hipótesis sometida a prueba
(que adquiere entonces el estatuto de teoría válida), o bien es desfavorable (y por lo tanto hay que
considerar que la hipótesis es falsa). Así lo quiere la lógica de la ciencia. El buen sabio es objetivo;
escucha la voz de los hechos; se desprende de las leyes y teorías refutadas por la Naturaleza
cuando se la somete a tesis experimentales preparadas cuidadosamente.
Este esquema es transparente y tranquilizador. Con la ciencia, por lo menos, uno puede saber
por donde anda. He aquí, por fin, una actividad cognoscitiva seria que, gracias a procedimientos
eficaces, nos conduce a certezas e incluso a Verdades. De aquí el éxito de este panorama
contrastado; mientras que el arte, la religión y la filosofía recurren a la imaginación, a la intuición,
creencias quiméricas y a especulaciones incontroladas, la Ciencia nos revela la Realidad tal como
es. Este balance epistemológico, diremos de paso, significa concretamente esto: los expertos
científicos merecen crédito. Saben mucho, y lo saben bien... Debemos, pues, confiar en ellos y,
llegado el caso, sometemos a sus decisiones. ¿No es lógico obedecer a los que detentan el
conocimiento justo? Como hacía notar Roger Bacon al comienzo del siglo XVII, el saber otorga el
poder. Razón de más para interesarse por todo lo que se dice sobre la ciencia y sus fundamentos.
¿Hay que creer que existe un Método gracias al cual se pueden elaborar teorías estrictamente
fieles a los «hechos»?
No se puede formular una respuesta mínimamente satisfactoria en unas pocas páginas. Los
filósofos de la ciencia y los mismos científicos han escrito miles y miles de páginas sobre este tema
sin llegar a perfeccionar una teoría que fuese a la vez precisa, completa y realista (es decir,
conforme a las gestiones efectivas de los hombres de ciencia). Pero parece razonable retroceder
con relación a una cierta mitología empirista. Si la historia de la ciencia ha podido sacar a la luz un
«hecho» importante, es sin duda éste: ¡jamás existe una adecuación perfecta entre las teorías y
«los hechos»!
Y si pongo comillas al escribir «los hechos», la primera razón de ello es que esta expresión no
quiere decir nada de preciso. Los científicos utilizan «hechos», es decir, un cierto número de
observaciones y resultados experimentales. Pero, en cuanto una teoría alcanza cierto grado de
generalización y complejidad, es prácticamente imposible tener la certeza de que todos los hechos
(o incluso todos los tipos de hechos) pertinentes se hayan tenido en cuenta. Como dirían los
filósofos, los hombres de ciencia se mueven en la finitud... Su deseo es producir teorías válidas
para una infinidad de fenómenos. Pero en la práctica, jamás están seguros de haber localizado
todos los «hechos» útiles; y, precisamente por eso, las teorías mejor confirmadas siguen siendo
precarias, frágiles. Así pues, todos los discursos que tienden a hacer olvidar este hecho nos
ocultan algo. Al presentar «los hechos» como una especie de prueba máxima de la verdad de la
ciencia, hacen a esta última una publicidad abusiva; y, al mismo tiempo, empobrecen y evalúan lo
que tantas veces llamamos la aventura científica.
Desde luego, si sólo bastase consultar «los hechos», la investigación perdería su encanto, su
lado excitante. Al acumular ciegamente los «datos» y al utilizar los ordenadores, los hombres de
ciencia obtendrían mecánicamente las buenas teorías. Pero, con toda seguridad, no ha sido
trabajando con este espíritu como los Galileo, Darwin, Pasteur o Einstein han desarrollado sus
teorías.
Es cierto que, en algunos casos, se puede tener la impresión de que la «teoría» ha sido totalmente
comprobada mediante los «hechos». Así, la afirmación de que la Tierra es esférica (o casi esférica)
tuvo primero el estatus de una teoría; los sabios antiguos llegaron a esta idea con la reflexión y la
especulación. Más tarde, esta teoría fue brillantemente confirmada. Todos nosotros, hoy en día,
hemos visto fotografías que muestran, literalmente, la esfericidad (o casi esfericidad) de nuestro
planeta. Pero aquí está la paradoja: ¡ya no se trata de una teoría! Para nosotros, es un hecho.
Resultado alentador, puesto que nos indica que las especulaciones científicas pueden conducimos
a conocimientos reales. Pero que nos recuerda que las teorías no son verdaderas de una manera
absoluta más que cuando ya no son teorías... ,
Dicho de otra forma, la noción misma de teoría implica la incertidumbre. Incluso una teoría
eficaz (en el sentido en que lo ha sido, y lo es todavía, la teoría newtoniana de la gravitación) no es
necesariamente una teoría verdadera. Puede prestar grandes servicios en la práctica; puede
introducir la inteligibilidad en el estudio teórico de una infinidad de fenómenos. Y, sin embargo, no
ser perfecta. Por una parte, sucede que determinados «hechos» siguen siendo inexplicables en el
marco de esta teoría y parecen contradecirla (éste es el caso de la teoría de Newton con algunos
«hechos» concernientes a la mecánica celeste). Por otra parte, puede resultar ser necesario una
revisión drástica de determinadas nociones fundamentales (éste fue también el caso de los
conceptos newtonianos de tiempo y espacio).
Todo esto, me apresuro a precisar, no cuestiona de ningún modo la idea misma de
investigación científica. Una buena teoría no es una teoría definitivamente irrefutable y
absolutamente cierta: es una teoría coherente y que posee cierta eficacia en las condiciones
dadas. El malentendido comienza cuando el celo de los publicistas (y a veces de los mismos
científicos) hace que se glorifique con exceso la certeza y la objetividad del saber experimental. Y
cuando olvidan, entre otras cosas, que algunos de los hechos famosos pueden explicarse
mediante varias teorías diferentes... Entre las teorías y los hechos siempre existe un desfase, una
especie de «borrosidad». De forma ideal, por supuesto, los hombres de ciencia tienen como
objetivo sacar a la luz el funcionamiento real de la naturaleza; y esto les lleva, en particular, a
multiplicar los cuestionarios sobre todo lo que se puede observar y experimentar.. En este sentido,
el legendario «método experimental» expresa cierta verdad: los hombres de ciencia tienen un
proyecto preciso y respetan determinadas normas (como aquella que exige una confrontación
estrecha y seria de la teoría con los fenómenos a los que concierne). No obstante hay que resaltar
la diferencia entre la Ciencia Ideal, que tal vez podamos poseer en el fin de los tiempos, y la
ciencia efectiva, que muy a menudo está muy lejos de la perfección. Uno de los objetivos del
presente libro es precisamente mostrar con algunos ejemplos concretos (ver especialmente los
capítulos VIII, IX, X, XI Y XII) hasta qué punto es difícil hacer dialogar las teorías y los hechos. En
principio no hay más que seguir el Método. Sin embargo, en la práctica, el asunto no es tan
sencillo.
Sin entrar en detalles, y sólo con el fin .de orientar la lectura, voy a resaltar algunas,
cuestiones a las que, se enfrentan los investigadores. ¿Cómo elegir los hechos buenos entre todos
los hechos disponibles? Por «hechos buenos» entendamos aquellos que son significativos,
aquellos que presentan de forma bien caracterizada las variables «pertinentes», los fenómenos
«fundamentales», etc. Cuando una teoría ha sido aceptada, desde hace mucho tiempo, se tiende a
subestimar la importancia de este problema. Las sesiones de «los trabajos prácticos» de nuestro
sistema de enseñanza contribuyen por otra parte a falsear las perspectivas. En efecto, los
estudiantes experimentan la mayor parte de las veces sin acabar de darse cuenta de la amplitud
del trabajo que ha sido necesario para perfeccionar las nociones y los instrumentos que utilizan. De
forma espontánea creen que eso es «evidente»; su único problema es realizar correctamente la
manipulación.
Para los iniciadores, para aquellos que introdujeron innovaciones en el análisis de la caída
libre, de los fenómenos de combustión o de los mecanismos de la herencia, la situación era muy
diferente. Su labor no se reducía a que les «saliese bien» una experiencia. En primer lugar, debían
concebirla... No solamente tenían que localizar los «hechos buenos» entre todos aquellos que
podían conocer, sino que a menudo debían forjarlos en todos sus aspectos (por ejemplo,
construyendo nuevos aparatos). Y no solamente debían identificar las «buenas variables»,
aquellas que permitirían formular relaciones fecundas, sino que al mismo tiempo debían definir
nuevas nociones y nuevos esquemas teóricos. Nunca lo resaltaremos demasiado: una vez
logradas, todas esas maniobras parecen sencillas. «No había más que... Bastaba con…» Pero en
la exploración de terrenos que son nuevos por definición, los riesgos de equivocarse son grandes.
Nada garantiza que se esté en el buen camino. Únicamente en los relatos posteriores de ciertos
historiadores, las investigaciones resultan ser totalmente «lógicas» y el diálogo entre la hipótesis y
la experiencia aparece claro y luminoso.
En primer lugar, es muy raro que los «hechos» confirmen de forma completa e inmediata la
validez de una teoría, ya que a los hechos positivos es casi siempre posible oponer hechos
negativos (es decir, desfavorables a la teoría que se comprueba). Como se podrá ver al llegar al
capítulo IX, un químico tan notable como Marcelin Berthelot se negó a admitir durante mucho
tiempo la teoría atómica. Por otra parte, no fue el único; y el gran número de «hechos» favorables
a esta teoría no resultó ser suficiente para forzar la adhesión de los escépticos, ya que la teoría
dice siempre mucho más que los «hechos». Y esto, en última instancia, permite a los que se
oponen hacer valer este distingo: todo (o casi todo...) sucede como quiere vuestra teoría, pero
esto no prueba que todas las afirmaciones que contiene respondan a la realidad. Aplicado al caso
de los átomos, este razonamiento se convierte más o menos en: la hipótesis según la cual existen
varios tipos de corpúsculos elementales permite explicar muchos fenómenos, pero no es
completamente seguro que la materia sea realmente «discontinua» y que estos átomos no sean
otra cosa que ficciones útiles... Ya lo hemos visto, siempre es posible imaginar que los mismos
«hechos» puedan ser explicados con una teoría diferente. Bajo este punto de vista, la comparación
entre la investigación científica y el desarrollo de una investigación policiaca es válida. Todo el
mundo sabe que, algunas veces, todos los indicios parecen designar a X como culpable, ¡y sin
embargo el crimen lo ha cometido Y! En la ciencia puede presentarse la misma situación: la
convergencia de los «hechos» puede poner sobre una buena pista, pero no siempre es la que
conduce a la verdad.
También puede suceder que algunas teorías sean rechazadas en el mismo instante que
aparecen, pero esto no les impide prosperar... De algún modo, éste es el caso de la teoría
gravitatoria de Newton: siempre ha debido enfrentarse a anomalías, es decir, a hechos que no
conseguía explicar. Pero los newtonianos tenían fe y se decían que, algún día, diversas mejoras
permitirían triunfar sobre esos enigmas. En el caso de la teoría genética de Mendel, las
dificultades eran aún más patentes: gran cantidad de «hechos» evidentes contradecían las
concepciones «discontinuistas» de este antepasado de la genética moderna. Una vez más, la
obstinación hizo milagros: gracias a diversas adecuaciones, gracias a hipótesis complementarias,
fue posible demostrar que las «excepciones» eran únicamente excepciones aparentes... Pero todo
esto no se hizo en un día y, durante decenios, el éxito permaneció incierto.
Desde luego, podemos concluir que los «hechos» acaban por hablar. A fuerza de interrogarlos,
los investigadores (al menos en algunos casos) acaban por saber de qué se trata. Pero no hay que
subestimar las dificultades de estos interrogatorios; y tampoco hay que sobreestimar el valor de
los resultados obtenidos. La teoría mendeliana, todavía hoy, contiene ciertos aspectos oscuros, y
esto puede verse con más claridad todavía en otras teorías prestigiosas, en particular en la
darwiniana (o neodarwiniana) de la evolución. Es bien sabido que un epistemólogo como Karl
Popper ha llegado a poner en duda que esta teoría sea «refutable» experimentalmente. Dicho de
otro modo, se trataría de una serie de enunciados tan amplia y tan fluida que no sería posible
organizar una confrontación verdaderamente decisiva con todos los «datos» en cuestión (datos
que provienen de la clasificación, de la paleontología, de la anatomía comparada, de la genética,
de la embriología, de la biogeografía, etc.). Más tarde, Popper ha matizado un poco su posición.
Pero esta especie de sospecha que ha formulado no deja de tener un sentido preciso: no es raro
que la administración de «pruebas» experimentales resulte ser sumamente delicada. Por otra
parte, el mismo Darwin sabía a qué atenerse: de ningún modo consideraba su teoría como
«probada», sino que se contentaba con decir que hacía inteligibles un gran número de «hechos»
(que es algo muy diferente...).
Una de las paradojas a las que se llega, es que los mismos «hechos» pueden sufrir diferentes
evaluaciones. Si todo sucediese tal como afirman las formulaciones usuales del «método
experimental», estas evaluaciones deberían considerarse, no sólo como superfluas, sino como
condenables. Así lo exige el gran ideal de la Objetividad: los científicos deben abstenerse de
manifestar sus preferencias personales, de hacer intervenir en sus investigaciones prejuicios
filosóficos, de privilegiar tal o cual teoría sin justificación «racional», etc. Este estado de perfecta
naturalidad, por desgracia, muy a menudo es irrealizable. Para convencerse, basta con escuchar a
los investigadores o evocar algunas situaciones históricas. En el caso de la teoría de la deriva
continental, por ejemplo resulta muy claro que las apreciaciones personales han desempeñado un
papel repetidas veces. Esta teoría había sido formulada ya en 1915 por el alemán Alfred Wegener
en una obra titulada Génesis de los continentes y los océanos. Según él, los continentes podían
desplazarse, hundirse o levantarse. Con el transcurso de los años perfeccionó su hipótesis al
multiplicar los argumentos geodésicos, geofísicos, geológicos, paleontológicos, biológicos,
paleoclimáticos, etc. Pero muchos expertos permanecieron a la expectativa e incluso hostiles
durante varios decenios. Todo el problema consiste en saber si las críticas eran verdaderamente
fundadas. Hoy día es posible afirmar que las piezas de convicción de Wegener eran
«insuficientes» y ha sido necesaria la teoría de la tectónica de placas para persuadir
«racionalmente» a los investigadores. Pero ¿a partir de qué momento puede y debe considerarse
que los «hechos» han sido comprobados? En realidad, aquí intervinieron las preferencias
personales: había quienes estaban «a favor» y quienes estaban en contra sin aportar ningún
criterio absoluto. Y es sumamente difícil afirmar que unos tenían razón y otros no.
Según las versiones simplificadoras que a menudo se ofrecen al público, el Método
Experimental permitiría obtener siempre de la Naturaleza respuestas claras de «sí» o «no» bien
definidos. Los científicos no tendrían más que aceptar pasivamente los mensajes de la experiencia.
La desgracia consiste en que estos mensajes, en las zonas todavía mal conocidas, son múltiples e
incluso contradictorios. El investigador debe entonces ejercer sus sentidos críticos. Y su juicio a
menudo está mucho más próximo de un juicio estético de lo que se dice. En el fondo, todo sucede
como si el panorama experimental pudiese ser percibido bajo distintos ángulos e iluminaciones
diferentes... Una persona puede sacar determinado «hecho» a un primer plano y otra puede dejarlo
en penumbra. También se encuentran personas que pretenden que los hechos son testarudos.
Pero esta generalización es algo apresurada. Se podrían citar numerosos «hechos» que han
acabado por ceder... Citaré, por ejemplo, el caso del físico americano Dayton Clarence Miller
(1866-1941).
Había trabajado mucho sobre un experimento especialmente célebre, el que Michelson y Morley
habían desarrollado para saber si era posible detectar sobre el suelo la existencia de un viento de
«éter» (ver capítulo XIV). La importancia de este tema de investigación era grande, ya que un
resultado positivo podía servir de base para refutar la teoría de la relatividad formulada por Einstein
en 1905. Miller, al comienzo de la década de 1920, volvió a realizar el experimento de Michelson y
Morley sobre el monte Wilson (California) y llegó a la siguiente conclusión: existía en realidad,
contrariamente a lo que se había creído un «viento de éter». Por lo tanto ¡había que abandonar la
teoría de Einstein! El mismo Miller lo dio a conocer; y cuando publicó sus resultados en 1925, se
hubiese podido esperar que todos los físicos se le echasen encima. Pero no fue así. Los
adversarios de la teoría de la relatividad se congratularon; y aquellos que la habían adoptado
desde hacia algunos lustros, ni se inmutaron. Desde luego, Miller era un físico competente (y
recibió un premio de la American Association for the Advancement of Science). Pero también
puede suceder que la teoría sea más testaruda que un «hecho»... Para eliminar esta molesta
experiencia, no había más que someterla a la crítica: no solamente las medidas obtenidas no eran
tan determinantes como lo pensaba Miller, sino que también era posible imaginar múltiples causas
de error. La verdad es que no parece que los expertos hayan llegado a explicar con claridad por
qué debían rechazarse los experimentos de Miller. Entre otras cosas, es posible que las diferencias
de temperatura hubiesen influido en el interferómetro. Pero también se puede pensar que el
rechazo de las experiencias de Miller fue dictado esencialmente por consideraciones a priori. En
otra época, los «datos» obtenidos hubiesen pasado por creíbles con toda facilidad. En 1925 era
demasiado tarde para que esos mismos «datos» fuesen admitidos como hechos buenos.
¿Es preciso sacar la conclusión, con estas observaciones, de que la «ciencia» es incapaz de
progresar hacia un conocimiento mejor de la naturaleza? Por supuesto que no. Los científicos, con
paciencia y repetidos esfuerzos, acaban por escribir y explicar cada vez mejor determinados
fenómenos. Tal vez no lleguen a la Verdad absoluta (lo que, por otra parte, pondría fin a la
investigación científica), pero resuelven, con mayor o menor exactitud, un gran número de
problemas. Con el transcurso del tiempo, se establece una selección de teorías. Aunque este
saber sea siempre parcial y susceptible de modificarse o cuestionarse, resultaría vano impugnar
radical y globalmente la fecundidad del trabajo de los investigadores. Cualesquiera que sean los
fallos, e incluso los errores, la institución científica tiene, por decirlo así, un funcionamiento positivo
y un rendimiento apreciable. No se trata, por consiguiente, de negar los méritos y los logros de «la
ciencia» y sus servidores, sino de adoptar cierta actitud crítica ante la imagen que con frecuencia
se ofrece. A pesar de los trabajos notables realizados por gran número de historiadores de la
ciencia, siempre están en boga numerosos «mitos». Mitos que presentan el «Método
Experimental» como el único que garantiza casi automáticamente el valor de los resultados
obtenidos o, peor aún, que hacen creer en la inmaculada concepción de las teorías, como si los
auténticos hombres de ciencia no tuviesen (y no debiesen tener) creencias filosóficas, prejuicios,
pasiones, fantasmas, etc. Sobre todas estas cuestiones, que atañen «la imagen de la ciencia», es
posible la polémica.
La objetividad, repetimos, constituye un ideal. ¿Quién no sueña con una ciencia perfecta que
muestre la naturaleza tal como es? Pero estamos lejos de alcanzarlo. En concreto, el investigador
se ve obligado a correr riesgos, a apoyarse sobre determinada concepción de la naturaleza, a
postular relaciones que tal vez sean inexistentes, a formular conjeturas audaces e incluso
temerarias, a «manipular» los hechos de forma a veces demasiado hábil. La índole de vulgata
epistemológica que oculta más o menos deliberadamente estos aspectos de la realidad científica
está orientada a ofrecer de ésta una imagen halagadora y, por decirlo así, aseptizada: el Sabio es
un espíritu puro, frío, neutro y objetivo que se mueve en un vacío cultural e ideológico perfecto. Por
supuesto, hay que conceder que algo se vale de su imaginación, que tiene una especie de «don»
gracias al cual consigue formular con éxito sus geniales hipótesis... Pero se ha puesto en marcha
todo un dispositivo retórico para evitar toda confusión con la imaginación de los artistas y de los
filósofos. Incluso la exposición más simplista del Método Experimental debe reconocer, al menos
implícitamente, que hay dos fases: una que corresponde al invento de la hipótesis; otra, a su
confirmación. Pero la segunda fase, que marca el triunfo (o el presumo triunfo) del Hecho y de la
Objetividad se celebra ruidosamente; mientras que la primera, en numerosos textos
«cienciolátricos», se señala con discreción.
Para hablar como algunos especialistas de la antropología cultural, todo sucede como si la
Ciencia fuese una actividad sagrada y protegida por estrictos tabús. El ciudadano corriente podría
pensar que la ciencia es humana, muy humana –a veces demasiado humana–. Por este motivo
urge afirmar su carácter trascedente. De cara al conocimiento profano, debe aparecer como el
resultado de una búsqueda que muchas veces ha sido descrita explícitamente como religiosa.
Basta consultar los textos para encontrar tantos ejemplos como se quiera. Así, el astrónomo
Camille Flammarion, al final del siglo XIX, evocaba de forma grandiosa el papel que debía
desempeñar la ciencia en «el mundo del espíritu». Al proponernos el slogan «¡Verdad! ¡Luz!
¡Esperanza!», utilizaba audazmente la dialéctica de lo Puro y de lo impuro en beneficio del
conocimiento científico: «Estamos en una época en la que los errores de la ignorancia, los
fantasmas de la noche, los sueños de la infancia humana, deben desaparecer; la aurora difunde su
pura luz; el sol sale sobre la humanidad despierta; pongámonos en pie ante el cielo y no tengamos
en lo sucesivo más que una divisa ¡el progreso por la ciencia!»
El geólogo Pierre Termier, entre las dos guerras mundiales, también atacaba duro. Comparaba
decididamente la «función por completo sublime» del sabio a la del sacerdote. La ciencia, según él,
nos lleva hacia la Verdad y lo Absoluto. Tomando prestada una frase de Léon Bloy, Termier
describía así al hombre de ciencia: «Va en la inmensidad, llevando ante él su corazón como una
antorcha.» En su lirismo, no vacilaba en emplear las metáforas más audaces: «En el torrente de las
alegrías futuras, la alegría de conocer será tal vez el raudal preponderante»... En todo caso, una
cosa era segura: «La vida está hecha para saber y, sin la ciencia, no vale la pena de ser vivida.»
En cuanto al médico Rémi Collin, glorificaba en 1941 a los «héroes» y «mártires» de la ciencia y
situaba esta última «en la categoría de los grandes místicos». Algo más tarde el físico Leprince-
Ringuet entonaba a su vez un himno entusiasta: «El verdadero sabio, escribía, es humilde,
modesto, enamorado de la ciencia, al desarrollo de la cual contribuye (...) Es un gran
contemplativo, en el sentido más amplio de la palabra (...).» Una vez más, se destaca la analogía
con la religión: «Entre la vocación científica y la vocación religiosa y apostólica, hay más de un
punto en común», etc.
De este modo toda una larga tradición invita a los profanos a venerar la ciencia como una
actividad superior; y todavía hoy, aunque el estilo haya podido evolucionar hacia la sobriedad. Este
tipo de prosa no es muy difícil de encontrar. Desde el punto de vista epistemológico, estos elogios
de la Ciencia Pura no dejan de tener sus consecuencias, ya que implican que el Sabio, a fin de
cuentas, es el feliz poseedor de «trucos» casi milagrosos. Trucos gracias a los cuales y
empleando los mismos términos del profesor Leprince-Ringuet, puede contemplar «con
satisfacción la gran obra creada en la que descubre la trama, en la que percibe aspectos
maravillosos que habían permanecido ocultos hasta entonces».
Pero ¿se nos describe con exactitud el método que permite tales logros? ¿Cómo se las arreglan
los científicos en la práctica para descubrir y percibir la trama de las cosas? Se nos habla de
«contemplación». Pero ¿es realmente la contemplación la que ha permitido descubrir las leyes de
la gravitación, los átomos, los genes, las partículas elementales, la relatividad y la tectónica de
placas? Estos grandes discursos, si bien se miran, ¿no encierran incongruencias e incluso
contradicciones? En resumen ¿no nos ocultan algunas caras del saber científico? Si
reflexionamos, es bastante evidente que la concepción «mística» de la ciencia no es más que la
transposición engalanada de la concepción empiritista. En los dos casos, se sobreestima la
percepción de los «hechos»: los hombres de ciencia «descubren» una verdad preexistente, –son
intelectos en alguna forma desencarnados, capaces de aprehender lo real «objetivamente».
Según la presentación mística, el Sabio es un vidente; según 'la presentación empirista,
sencillamente es un observador paciente y atento, una humilde abeja que liba en el inmenso
campo de la experiencia... No obstante, hay acuerdo en el siguiente postulado: el verdadero
científico no tiene necesidad de inventar, el verdadero científico no es subjetivo. Por supuesto, está
iluminado y conducido por el Amor al Saber. Pero este noble sentimiento es la feliz excepción que
confirma la regla; que precisa que el alma del Sabio sea de una transparencia absoluta. Siempre
se acaba llegando a la misma conclusión: el hombre de ciencia se comporta como si no tuviese un
«perfil psicológico» singular; como si no tuviese una afectividad, pasiones, cultura, convicciones
personales heredadas de su ambiente, y su educación; como si no tuviese historia ni, por
supuesto, inconsciente.
En una palabra, tanto para los que se hallan en poder de ese purismo cognoscitivo como para
Pascal, «el yo es odioso». Todo lo más, los hombres de ciencia poseen un excepcional super ego
al que deben su «vocación» y gracias al cual están en comunión con la gran cofradía de los Sabios
auténticos. ¿No quería decir otra cosa Pierre Termier cuando describía ~esta pasión extraña y
sobrehumana» que «se desencadena en el corazón del sabio (….) por un simple reflejo de la
Verdad»? La analogía con la Gracia divina es patente; pero incluso los agnósticos pueden
compartir esta doctrina exaltante. Por .otra parte, las palabras de Termier están cargadas de
sentido. Esta pasión, según él, es «extraña». Hay que comprender manifiestamente que se sitúa
en otro plano que el de las pasiones ordinarias. Es un movimiento del alma particularmente
sublime y, de algún modo, metapsicológico. Así se confirma la distinción entre el terreno de lo
sagrado (es decir; de la, Ciencia) y de lo profano (es decir, del otro saber que, de hecho, no es más
que un seudosaber). Y esta pasión es «sobrehumana». Así se subraya su carácter superior e
incluso trascendente. Los empíricos vulgares dicen sencillamente que los científicos son capaces
de discernir sus teorías leyendo entre líneas a través de los «hechos». Pero sigue funcionando la
misma mitología de la Mirada Objetiva: el investigador es un ser ideal que radiografía, por decirlo
así, la Naturaleza en un estado total de neutralidad.
Se entiende demasiado bien que esta «imagen de la ciencia» tenga tanto éxito en una
sociedad científico-tecnológica-industrial. Valoriza el saber de los expertos y constituye una
justificación suplementaria de su influencia o de su poder y a muchas personas les satisface saber
que la institución científica desvela metódicamente los secretos de la naturaleza gracias al examen
imparcial de los Hechos. Muchos hombres de ciencia, aunque se den cuenta de que la situación no
es tan límpida, aceptan gustosos esta leyenda. Incluso algunas veces –y esto he podido
comprobarlo in concreto– la defienden encarnizadamente, como si cualquier retoque de este bello
cuadro pusiese en peligro su situación cultural. Hasta los historiadores de la ciencia reconstruyen
los grandes episodios del pasado procurando que resulten conformes a las normas ideales de la
epistemología empírica. No obstante, parece que cada vez son más escasos. Diversas encuestas
minuciosas, de las que se hacen eco algunos capítulos de este libro, han mostrado de forma
convincente que el mito del Método Experimental, bajo su forma rígida y radical, era prácticamente
indefendible en gran número de casos. Esto no significa, me apresuro a añadir, que todo esté claro
–y que los mismos historiadores hayan elaborado unos relatos objetivos y absolutamente exactos
del desarrollo de las ciencias… –. Pero han logrado desarrollar unos argumentos que, basados en
documentos precisos, subrayan la estrechez de las interpretaciones empiristas. No solamente
ponen de manifiesto que se puede contar la historia de la ciencia de otra manera, sino que hacen
inteligibles cierto número de detalles que resultarían extraños e incluso escandalosos en el marco
del empirismo.
Una tesis, en particular, merece ser sometida a la crítica: aquella que deja entender que los
hombres de ciencia estudian los fenómenos de forma neutral, rechazando todo presupuesto
filosófico y dejando su espíritu en una especie de vacio teórico. Resulta más realista realzar, como
lo hacía el mismo Charles Darwin, que toda observación exige un marco teórico. Es necesario
haber reflexionado, saber lo que se quiere observar. Lejos de ser un lujo superfluo, lejos de
constituir una especie de pecado contra la objetividad, esta preparación teórica es una necesidad.
Para poder interrogar a la naturaleza, hay que definir preguntas, recurrir a diversas nociones que
permitan los análisis, la creación de modelos, las formulaciones y (entre otras cosas) las
investigaciones «basadas en hechos», es decir, observaciones y experimentaciones.
Esta situación sólo presenta ventajas ya que el Método, en la práctica, no ofrece criterios
seguros para determinar de antemano lo que es «bueno» y lo que no lo es. No existe en ninguna
parte una lista exhaustiva de las condiciones que se deben cumplir para avanzar directamente
hacia la Verdad. El que es un verdadero investigador (a saber, aquel que no se contenta con
aplicar «recetas» conocidas a terrenos algo diferentes) no puede saber si los conceptos que
emplea son siempre los adecuados; si los instrumentos que emplea son suficientemente eficaces;
si resistirán todas las hipótesis auxiliares a las que debe recurrir, etc. Por lo tanto, existen riesgos.
Ninguna Instancia Metodológica Suprema puede ofrecer una garantía de éxito... Pero esta
situación incómoda es precisamente la de la investigación. Y se puede calificar de normal, mientras
que a los ojos de los empíricos militantes se presenta de entrada como patológica.
En efecto, para aquellos que desean «dejar hablar los hechos», este trabajo teórico preliminar
se parece a una intrusión lamentable en la subjetividad del investigador. Según su escala de
valores, todas las elecciones particulares realizadas antes de una experimentación resultan más o
menos afectadas por un vicio fundamental: abren la puerta a lo arbitrario, a la incertidumbre y al
error. Por esta misma razón, son signo de patología. Sería necesario, de forma ideal, que la
investigación se realizase de la forma más directa, incluso inmediata. De ahí la reticencia de
reconocer plenamente el aspecto especulativo y poco tranquilizador de la búsqueda científica.
Todos estos preparativos, si se mostrasen al gran público con toda su crudeza, podrían pasar por
una «cocina» dudosa, por una chapuza inquietante. Pero he aquí: sucede que nadie, hasta ahora,
ha encontrado el medio de evitar esas etapas preliminares. No existe un camino real hacia la teoría
perfecta. ¿Por qué no tomar nota de ello? ¿Por qué no renunciar sin ambages a la ficción del
Hecho Puro, totalmente objetivo? Las anticipaciones y las conjeturas de los investigadores no son
un mal menor, no son violaciones de un Método que habría que ocultar a la gente, sino
sencillamente el único medio de hacer progresar el conocimiento.
Los partidarios de los «hechos», evidentemente, siempre tienen objeciones preparadas. Por
ejemplo aquella en la que sale a relucir el caso de los descubrimientos realizados por azar. Sin que
el investigador lo haya previsto ni querido, puede suceder que tenga la oportunidad de observar un
hecho revelador o altamente sugestivo. Los sociólogos de las ciencias, en particular, han estudiado
este tipo de situaciones, estos encuentros inesperados. Para designarlos, los anglosajones incluso
han creado una palabra especial y hablan de serendipity. El ejemplo más clásico es el del
«descubrimiento» de la penicilina por Alexander Fleming. Una observación imprevista le habría
puesto en el buen camino. Se adivina el argumento: «Decís que todo hecho interesante se
consigue únicamente con una preparación deliberada. Pero los casos de serendipity muestran que
no hay nada de eso. La naturaleza puede muy bien dirigirse a los científicos en un lenguaje claro y
directo.» La respuesta que han formulado varios expertos me parece más sólida que el mismo
argumento. En estos casos, el «hecho» es utilizado con provecho únicamente por aquellos que se
lo merecen gracias a una reflexión anterior. Diversos estudios relativos a este tipo de casos (y al de
Fleming en particular) confirman que el «hecho» no puede ser detectado e interpretado más que si
previamente se ha preparado un «tamiz de lectura». Se sabe de casos en los que dos
observadores han visto, stricto sensu, el mismo fenómeno. Pero uno de ellos, al no estar
preparado para analizar y captar el significado teórico, no ha conseguido transformarlo en un
verdadero «hecho científico»; mientras que el otro, al disponer espiritualmente de toda una
problemática, ha podido percatarse del ojo que le guiñaba la Naturaleza. Si ello fuese de otro
modo, no hubiese sido necesario aguardar tiempo para dar el último toque a la teoría de la
gravitación universal. ¡Hubiese bastado ver caer una manzana, como dice la leyenda que fue el
caso de Newton!
¿Se hace progresar la cultura científica al glorificar unilateralmente los «hechos» y presentar la
objetividad como una norma absoluta? No es seguro. Por una parte ya hemos dicho de paso, los
relatos de divulgación de la historia de la ciencia a menudo simplifican y distorsionan en exceso las
«vidas de los grandes sabios» con el fin de hacerlas coincidir con este modelo ideal.
Culturalmente, esto resulta empobrecedor. Toda una mitología acaba por interponerse entre los
hombres de ciencia y el público. A muchas personas, todavía hoy, les resulta difícil concebir la
ciencia de otra forma que una actividad de tipo religioso. Concretamente, esto quiere decir que
toda cultura crítica en este terreno resulta casi imposible. ¡Concedamos que el conjunto de
ciudadanos no diviniza a los .científicos! Pero parece ser que una sutil propaganda (cuyo desarrollo
es a menudo espontáneo, «honesto») falsea las relaciones con los Expertos. Decididamente el
diálogo resultaría más fácil si se consiguiese dar una imagen menos grandiosa pero más realista
de todo lo que recubre la etiqueta Ciencia. Con motivo de los grandes debates relativos, por
ejemplo, a la cuestión nuclear, a la ecología, las biotecnologías de la reproducción o la
experimentación humana, aparecería mejor todo lo que está en juego, se percibiría mejor el
alcance de ciertos argumentos; y habría menos inhibiciones en lo que respecta al «control
democrático» de la ciencia y de la técnica...
Por otra parte, siempre es de temer que los excesos verbales de los empíricos vuelvan a
arrimar el ascua a su sardina. Una mitología siempre arriesga suscitar otras mitologías
complementarias o antitéticas. El mito del Genio, por ejemplo, parece afín al mito de la Objetividad.
A primera vista esto puede parecer sorprendente. Pero existe una lógica en esta paradoja... En
cuanto se disimulan con más o menos éxito los tanteos y las grandes maniobras especulativas de
los hombres de ciencia, resulta necesario encontrar una explicación al supuesto poder de su
mirada: ¿Cómo es posible que el Sabio sea capaz de localizar los Hechos de una forma tan
eficaz? ¿Por qué consigue con tanto éxito deducir de ellos teorías «verdaderas»? La respuesta
más sencilla consiste en invocar la noción de Genio. Se encuentra en ella una relación que ya
hemos señalado: la que une en una misma complicidad la epistemología del Vidente y la
epistemología del Cazador de hechos.
Pero otras interpretaciones utilizan de forma más fina y enriquecedora a los elementos
olvidados o descuidados en los alegatos empiristas. Por ejemplo, en el capitulo VIII he abordado
determinadas cuestiones levantadas por la toma de postura de Alexandre Koyré. Este historiador
de la ciencia, autor de trabajos importantes sobre los comienzos de la ciencia moderna, se ha dado
cuenta con toda claridad de las insuficiencias de los Hechos. Y, llevando hasta el límite sus críticas
hacía los empíricos, ha acabado por adoptar la doctrina inversa y afirmar de forma provocadora:
«La buena física se hace a priori.» Como puede ver el lector, esta concepción se presta igualmente
a ser blanco de críticas ya que se arriesga a sugerir que únicamente gracias a la especulación
consiguen los físicos poner a punto las buenas teorías.. Sin duda Koyré tuvo razón al resaltar la
importancia de la reflexión teórica en Galileo. Pero investigaciones más recientes parecen indicar
que este hombre de ciencia ha sido más «experimental» de lo que se pensaba. Contrariamente a
lo que Koyré afirmaba categóricamente, algunos de los experimentos descritos por Galileo ofrecen
los resultados que ha indicado. Por lo menos, es necesario admitir que la mala física también
puede hacerse a priori; y que Galileo, si bien tenía cerebro, también tenía manos. En todo caso
resulta fácil comprender la reacción de Koyré: incluso aunque haya ido demasiado lejos, ha
prestado un servicio al marcar los límites de una vulgata que aún está demasiado difundida.
También merece señalarse otro contraataque. Aquel que ha lanzado Paul Feyerabend en una
obra deliberadamente «anarquista»: Contre la méthode (original de 1975; traducción francesa de
ed. Seuil en 1979). El título merece todo un programa: se trata de mostrar que el Método ideal,
incluso en la ciencia, no tiene ni la evidencia ni la transparencia que generalmente se le concede.
Más aún, el Método no existe. La divisa de la epistemología «anarquista» es que todo puede valer.
Entendamos por eso que las ideas aparentemente más extrañas e irracionales pueden revelarse
fecundas; que los «hechos» reputados como más dudosos pueden desencadenar investigaciones
notables. En principio, ciertos imperativos metodológicos pueden servir de parapeto. Pero no es
posible, en la práctica, darles un contenido preciso. En resumen, para creer que realmente existe
un Método y unas Normas Racionales intangibles, es necesario mucha complacencia. He aquí dos
enunciados muy típicos: «No hay idea, por antigua y absurda que parezca, que no sea capaz de
hacer progresar nuestro conocimiento. (...) Las intervenciones políticas tampoco son rechazables.
Y: La ciencia está mucho más próxima del mito que lo que una filosofía científica es capaz de
admitir. (...) La ciencia es indiscreta, ruidosa, insolente: no es esencialmente superior más que a
los ojos de aquellos que han optado por una cierta ideología, o que la han aceptado sin haber
estudiado jamás sus ventajas y sus limites».
iUna vez más podemos medir la amplitud del trastorno dialéctico que puede desatarse con una
epistemología simplona enseñada a los niños de escuela! «No, la Ciencia no es lo que creéis. No
progresa siguiendo una hermosa línea recta, sino describiendo los más extraordinarios zigzags.»
Paul Feyerabend, resaltémoslo, no sólo es astuto, sino instruido. Y utiliza su erudicción con toda
habilidad para destruir los ídolos. Solamente habría que saber si no lleva un poco demasiado lejos
sus agresivas argumentaciones. En todo caso, nos instruye en cuestión de detalles; y abre pistas
que merecen seguirse. Los lectores, al llegar a los capítulos sobre Pasteur (XI), Kekulé y sus
sueños (XII) y las contribuciones del espiritismo a la psicología (XIII), tendrán por otra parte ocasión
de encontrar en ellos ilustraciones o determinadas tesis de Feyerabend. Una de sus ideas es que
los hombres de ciencia defiendan sus ideas como puedan, es decir por todos los medios y en
especial mediante diversos artificios teóricos. Los que duden de ello no tienen más que remitirse al
capítulo XV de la presente obra. Verán allí cómo el gran cosmólogo Hubble no retrocedía ante los
ardides más sutiles. Ardides que en realidad no comprometían sus resultados ni su reputación,
pero que se situaban en los límites de la «honestidad científica» tal como generalmente se la
concibe –y que, por supuesto, jamás se mencionan en los textos destinados al público en general.
Una de las principales preguntas que lanza Feyerabend en su requisitoria contra el Método y
los privilegios que se conceden a la Ciencia concierne a la naturaleza de la racionalidad. ¿No
existe más que una sola «racionalidad», encarnada en las actividades científicas? ¿O bien hay que
admitir que otros conocimientos (generalmente despreciados en las llamadas sociedades
avanzadas) sean «racionales» a su manera? La respuesta de Feyerabend puede discutirse pero
tiene el mérito de ser clara: «Los mitos son infinitamente superiores a lo que los racionalistas están
dispuestos a admitir.» Muchos filósofos y numerosos antropólogos se complacen en contrastar el
mito y la ciencia; conceden a ésta última una superioridad intrínseca, como si emplease
procedimientos intelectuales radicalmente diferentes de los que se encuentran en el origen de las
reflexiones mítico-religiosas. Pero, siempre según Feyerabend, esto es un «cuento de Hadas».
Basta con escrutar el funcionamiento efectivo de la ciencia para ver que hay a lo sumo una
diferencia de grado entre conocimientos científicos y conocimientos míticos. En ambos casos el
objetivo es encontrar «una unidad oculta bajo una aparente complejidad», elaborar un discurso
explicatorio utilizando analogías, etc. En numerosas ocasiones los fabricantes de mitos y filosofías
resultan ser mucho más eficaces que los hombres de ciencia. Y el virulento autor de Cóntre la
méthode no teme llevarle la contraria a la ideología común: «La ciencia aristotélica, tomada en
conjunto, puede haber sido más adecuada que las teorías extremadamente abstractas que la han
sucedido.» Deseando explícitamente «hacer caer de su pedestal» a los científicos, Feyerabend
afirma igualmente que «en muchos casos la ciencia moderna es más opaca, y bastante más
engañosa, de lo que jamás han sido sus antepasados de los siglos XVI y XVII».
En el capítulo V, consagrado al significado de la astrología y las causas de su declive, he
utilizado un método de aproximación bastante menos polémico. En lugar de razonar en términos
de superioridad e inferioridad, he querido esencialmente mostrar que la astrología, en su época de
esplendor, ha funcionado como un lenguaje particular; lenguaje que poseía su propia coherencia y
que estaba bien adaptado a un contexto socio-cultural. Al tener en cuenta una sensibilidad
especial, una visión específica del mundo y determinadas «necesidades», las nociones y los
esquemas de la astrología constituían un marco cómodo en el interior del cual se percibían,
interpretaban y manipulaban numerosos «hechos». En otros términos, he intentado situarme
dentro de la tradición de la antropología cultural más que en la epistemología feyerabendiana. Pero
el mismo problema de fondo está evidentemente presente en segundo plano.
Al describir cada tipo de saber como un lenguaje, me parece más fácil sacar a la luz todo lo que
está en juego. El problema decisivo se resume entonces en una pregunta: ¿a qué intereses, a qué
proyectos y a qué valores corresponden los diversos saberes? Henos aquí, de golpe, en lo relativo.
No existe jerarquía absoluta de los diferentes tipos de conocimiento. ¿Cómo podríamos conocer,
por otra parte un criterio «objetivo» que permita juzgar los diversos pasos cognoscitivos? Pero
podemos captar el sentido de esos mismos pasos. Para dominar y manipular la naturaleza en el
estilo activista tan caro a occidente, resulta por ejemplo bastante claro que la «ciencia
experimental» sea en principio un instrumento idóneo. Otros métodos y otros lenguajes teóricos
pueden, por el contrario, convenir muy bien a sociedades o a individuos que se hacen otra imagen
del mundo y de la vida.
Antes de emitir juicios absolutos, conviene pues pensárselo dos veces. Para fabricar
ordenadores, cohetes o centrales nucleares, la «mejor» ciencia es ciertamente, la ciencia moderna.
Pero para llevar una vida contemplativa o preservar la naturaleza, sin duda son más útiles otros
conocimientos. Podría suceder que todos los alegatos a favor y en contra de «la ciencia» no
fuesen epistemológicos más que superficialmente. En lo más recóndito, si se me permite decirlo
así, el verdadero tema es una cuestión ética y política. A saber: ¿cómo hay que percibir el mundo,
integrarse y comportarse en él? El culto a «la ciencia», en estas condiciones, no es más que la
expresión de una convicción filosófica: al estimar que poseen la mejor concepción del mundo y la
mejor concepción del hombre, ¡los occidentales se imaginan que pueden, por la misma razón,
exhibir los «mejores» conocimientos, cualesquiera que sean! Casi no merece la pena decir que
este gran razonamiento permanece implícito la mayoría de las veces. Pero, en concreto, todo
sucede como si estuviese en la base del comportamiento. De donde se deduce que cualquier otro
tipo de saber se evalúa tomando como referencia las normas y los criterios que dominan en una
sociedad obsesionada por la «racionalidad» de la eficacia, del rendimiento y del provecho. Todo lo
que puede servir a la realización de este proyecto tan particular se presenta como «racional»; y el
resto es arrojado a las tinieblas exteriores (mentalidad primitiva, irracionalismo, magia, misticismo,
etc.). Únicamente habría que estar seguro de que el concepto de racionalidad así definido tuviese
un valor absoluto. ¿Por que los hombres no podrían inventar diversos tipos de discurso «racional»?
Entendámonos: aquí no se trata de afirmar que todos los discursos vienen a ser lo mismo –ni de
dar a entender que se puede decir no Importa qué….–. Sino sugerir que la «Racionalidad
científica» no es necesariamente la única forma de racionalidad. Existen muchas maneras de
hacer música o de pintar; muchas maneras de concebir la naturaleza humana o la vida social,
muchas maneras de escribir. Pero se nos dice ¡que no hay más que una manera «racional» de
hacer Ciencia! Tal vez sea un punto de vista demasiado estrecho –y menos «racional» de lo que
podría creer en un principio– ya que conduce en derechura a interpretaciones culturales (entre
otras) discutibles en el plano histórico. Es bastante frecuente escuchar que la astrología,
precisamente, ha declinado porque había sido «refutada». Cuadro muy conforme a la filosofía de
las Luces: los astrólogos, pulverizados por la Razón, quedan en lo sucesivo excluidos de la Ciudad
ideal. Pero este intelectualismo rabioso tal vez se salga del tema. Como verá el lector, muchos
historiadores poseen argumentos sólidos para sostener una tesis completamente diferente: si la
astrología ha perdido terreno es, sobre todo, porque ya no corresponde a la sensibilidad del
público, a la nueva «mentalidad», a la nueva manera de pensar de la acción humana. En una
palabra, la astrología no ha sido refutada –ha llegado a estar obsoleta (que es algo muy diferente)
–. Rozamos así una paradoja instructiva: para tener una posibilidad razonable de comprender el
funcionamiento del saber, tal vez sea mejor no hacerse una concepción demasiado estrecha y
demasiado abstracta de la Razón...
Lo que se encuentran los historiadores en general y los historiadores de la ciencia en particular,
no es la Razón (universal e impersonal), sino hombres que inventan y construyen determinadas
formas de racionalidad. La misma «ciencia» occidental, por elevadas que sean sus cualidades, no
ha caído del cielo. Se ha elaborado poco a poco, con bastante lentitud, sin que este proceso se
pueda resumir en fórmulas sencillas. En los manuales, es frecuente presentar la «revolución
científica» de los comienzos del siglo XVII como un triunfo repentino del intelecto humano; y, para
precisar, algunos historiadores resaltan que primero fue necesaria una «revolución filosófica». Lo
que parece exacto, por lo menos si ello significa que era necesario tener un nuevo concepto de la
naturaleza para inventar una ciencia nueva. Pero ¿bastó con que los filósofos tuviesen nuevas
ideas? Y ¿por qué fue necesario esperar al final del Renacimiento para que el célebre Método
fuese concebido y utilizado con eficacia? Por otra parte, ¿es verdad que la Ciencia efectiva fue
precedida por la definición de un nuevo Método? ¿Y por qué esos hallazgos maravillosos se
realizaron en Europa? Los griegos y los árabes, entre otros, ya habían perfeccionado nociones y
esquemas de tipo «científico». ¿Cómo es posible que se haya atravesado un umbral,
aparentemente decisivo, en torno al 1600? ¿Qué «motor» sociocultural ha actuado?
Varios capítulos de este libro (capítulos II, III, IV, VI y VII) abordan estas cuestiones generales a
partir de ejemplos concretos. Los historiadores han desbrozado mucho terreno, han sacado a la luz
muchos documentos y han propuesto muchas interpretaciones interesantes. Pero con la historia de
la ciencia sucede lo mismo que con la ciencia: a menudo resulta muy delicado reconocer y evaluar
los hechos «buenos», aquellos que han sido importantes e incluso decisivos... La «revolución
científica» ha estado de algún modo sobredeterminada; únicamente la convergencia de múltiples
factores favorables, según la expresión consagrada, la hizo posible y casi, casi, inevitable. No
quiero decir con eso que cualquier especulación científica (o precientífica) de aquella época haya
tenido siempre una «causa» directa absolutamente precisa y perfectamente reconocible; sino que
el movimiento general al que se ha asistido en el terreno de la actividad cognoscitiva, puede
entenderse como la expresión de un conjunto de transformaciones socioculturales que afectan a la
forma de hacer, la forma de vivir, la forma de sentir y la forma de pensar. En otros términos, hago
un libre uso de una hipótesis tomada prestada de eso que llamamos «sociología del
conocimiento»: Cada sociedad engendra un tipo de saber (o tipos de saber) en el que se expresan
(consciente o inconscientemente) las estructuras, los valores y los proyectos de esa misma
sociedad. Cada sociedad, por emplear una expresión sencilla pero cómoda, tiene un estilo; y ese
estilo se refleja en su concepción del Conocimiento. A la inversa, y siempre dentro de la misma
perspectiva, resulta normal interrogarse sobre las bases sociales de todas las actividades
cognoscitivas. Y, por ejemplo, preguntarse de dónde vienen los distintos presupuestos (filosóficos,
metodológicos, semánticos, etc.) que las estructuran y las han hecho posibles.
En el estudio de las sociedades llamadas hasta hace poco «primitivas» y que hoy día se
prefiere denominar «tradicionales», es muy normal recurrir a este presupuesto: la antropología
trata de comprender cómo «funciona» el saber de una determinada sociedad en el marco de un
sistema global, es decir, cómo se articula con el interés colectivo (sea éste económico, religioso,
político, etc.). Se ha efectuado el mismo tipo de investigación a propósito de la Grecia antigua y de
la Edad Media occidental ¿Por qué no habría de emplearse esta forma de interpretar en el caso de
la ciencia moderna? ¿En virtud de qué privilegio debería escapar nuestro propio saber a la suerte
común? ¿Por qué no hemos de interrogarnos sobre las afinidades que pueden existir entre los
intereses de una sociedad de empresarios y los ideales epistemológicos propios del Método
Experimental?
Aquellos que no gustan que se investigue sobre las bases profanas del Saber Puro se han
apresurado a clamar por el «reduccionismo». ¿No se va a rebajar la ciencia al poner el acento de
forma abusiva sobre el carácter terrestre de sus orígenes? ¿No se arriesga uno a volver a caer en
los errores del economismo y del sociologismo, en las trampas tantas veces denunciadas del
«marxismo vulgar»? ¿Cómo es posible creer, por ejemplo, que Newton haya inventado la teoría de
la gravitación con el único fin de servir a los intereses materiales de la burguesía creciente?
Quisiera tranquilizar a los que se sienten tentados a formular críticas de este tipo. Tratar de dar
una visión más realista de «la ciencia» no significa .en modo alguno que se adopte una perspectiva
groseramente utilitarista. No ha habido complot, no ha habido concertación más o menos
maquiavélica organizada por las autoridades. Los empresarios no se han dicho una hermosa
mañana: «Vamos a Crear la ciencia moderna con el fin de mejorar los disparos de la artillería y el
rendimiento de las máquinas.» Por supuesto que no faltaban las preocupaciones prácticas e
incluso desempeñaron un papel muy importante (ver, entre otros, el capítulo sobre Leonardo da
Vinci). Pero en modo alguno era necesario ayudar a los empresarios de la época para sentir la
necesidad de un nuevo saber y para trabajar en la elaboración de una ciencia más realista.
Era toda la cultura la que estaba cambiando. El trabajo humano se revalorizaba y todas las
personas conocedoras de alguna técnica (ingenieros, artistas-ingenieros, etc.) ocupaban una
posición cada vez más predominante. La organización de la producción se racionalizaba; los
hombres de negocios y los banqueros descubrían el maravilloso uso que podía hacerse de las
matemáticas. En este contexto cultural es donde hay que tratar de comprender la génesis de un
nuevo estilo de saber. La obsesión del rendimiento y del beneficio ya se manifestaba; pero,
paralelamente, hacían su aparición o se perfeccionaban nuevos instrumentos intelectuales. Y una
nueva concepción de la naturaleza, independientemente de toda preocupación utilitaria inmediata,
se imponía en numerosos espíritus. El ejemplo de la filosofía mecanicista, sobre la que ahora no
deseo insistir, es de los más significativos. En ese mundo en el que desde hacía algunos siglos se
multiplicaban las máquinas, he ahí que de pronto pareciese evidente que la misma Naturaleza
funcionase mecánicamente. Sobre la base constituida por ese presupuesto esencial y por algunos
otros más del mismo tipo, era posible (y eminentemente deseable) inventar otra ciencia, más
experimental, más cuantitativa, más analítica. Indudablemente, uno siempre es el reduccionista de
alguien. Pero no creo que sea irrazonable o escandaloso presentar la misma ciencia como un
invento, --como una forma especial de apropiarse del mundo imaginario mediante temas humanos
situados históricamente.
Tanto más cuanto que, como muchos historiadores, reconozco plenamente el papel que
desempeñan diversas tradiciones, la importancia de diversos préstamos tanto de la cultura árabe
como de la cristiana. No hay más que remitirse, por ejemplo, al capítulo II consagrado a la
«revolución científica del siglo XII» (relativo entre otras cosas el «redescubrimiento» de la
Antigüedad y a la asimilación de la cultura científica de los árabes) y el capítulo VI (en el que se
aborda el problema siempre «candente» de las relaciones entre la ciencia y la Iglesia católica).
Las simplificaciones más caricaturescas desde luego no provienen de aquellos historiadores que
tratan de describir el nacimiento de la ciencia apelando a la historia de las ideas, a la historia de las
mentalidades y a la antropología cultural. Más bien se dedican a buscar entre los que quieren
confirmar a toda costa el dogma a la antropología cultural. Más bien se deben buscar los que
hacen incompresible la génesis de esta ciencia al disimular de forma más o menos inocente (según
los casos) todas las contribuciones «externas» que han sido necesarias para su maduración. Una
vez más, esta especie de intelectualismo abstracto causa estragos y esto, todo hay que decirlo,
con el aval de ciertos historiadores idealistas. Se podría creer que los científicos se avergüenzan
de reconocer determinadas filiaciones, determinadas herencias, como si fuera deshonroso, por
ejemplo, tener una deuda con los mecánicos, los ingenieros y los artistas...
Esta desconfianza extrema se ilustra de forma típica con el caso de Arquímedes (capítulo I).
Según una vieja tradición idealista que se remonta a Platón, se le ha considerado a menudo como
un geómetra puro, como un teórico que jamás se interesó seriamente en la práctica. De ahí la
famosa sentencia de Plutarco: si Arquímedes fue ingeniero, no pudo ejercer ese oficio «vil» y
«bajo» más que de forma ocasional. La verdad viene del Cielo, no de la Tierra; y la teoría, que es
más noble, precede a la práctica. Todavía hoy son corrientes los prejuicios de este tipo: Los
ingenieros deberían sus logros únicamente a la Ciencia... A este respecto, las controversias
levantadas por los espejos ardientes que tal vez construyera Arquímedes resultan interesantes.
Muy a menudo los argumentos de todos los que no creen esta historia están basados en
consideraciones completamente a priori. El empirismo, finalmente, sólo estaría permitido bajo la
forma refinada que reviste en la ciencia. ¡El actuar en el terreno de los «hechos» sin estar
iluminado por la teoría sería un pecado contra el Espíritu!
Una vez que se ha constituido y que aparece como bien confirmada, la teoría adquiere cierta
autonomía y puede prestar servicio con toda seguridad a los que se dedican a la práctica. Pero son
estos mismos técnicos, en múltiples ocasiones, los que han dado el primer paso, los que han
reconocido las buenas cuestiones y los que han inventado concretamente las nociones
fundamentales que acto seguido utilizaron los teóricos. El concepto de espacio (ver el capítulo III
sobre espacio y perspectiva en el Quattrocento) constituye un ejemplo característico. Resulta muy
difícil discutir que los técnicos hayan realizado un enorme trabajo preliminar. Incluso si han dejado
a los teóricos posteriores la tarea de aclarar sus experiencias y sacar las consecuencias, son ellos
los que en realidad han «concebido» (es decir, engendrado) la organización espacial que sirvió de
marco a la mecánica clásica. Este trabajo de «racionalización» y «geometrización»,
desgraciadamente, ni siquiera se menciona en determinadas obras de historia de la ciencia
aureoladas de un gran prestigio. Parece más conforme a la ideología dominante establecer un
«corte» estricto entre la práctica y la teoría... Por la misma razón (ver el capítulo VII sobre la
trayectoria parabólica), resulta de buen tono ignorar la contribución de los artistas y los artilleros.
No tenían más que «intuiciones»; únicamente se valían de «imágenes»; y por lo tanto son indignos
de figurar en la Gran Historia del Saber.
Nadie niega que los teóricos hayan aportado por sí mismos contribuciones importantes. No se
trata de confundir la práctica con la teoría, sino de poner en evidencia su relación. En el plano
epistemológico, hay que hacer constar que todos estos tapujos relativos a los orígenes prácticos
del Saber acaban por falsear considerablemente la imagen de la ciencia. El mito de la Objetividad,
muy en particular, adquiere así un prestigio bastante sospechoso. Resulta en efecto difícil
percatarse de que «la ciencia moderna», como no importa qué otro saber, ha sido creada por la
historia. Y aquí se impone el paralelismo con las biografías halagadoras de los Grandes Sabios. En
los dos casos, todo sucede como si fuera preciso ocultar (o al menos ocultar lo más posible) que la
«ciencia experimental» es la obra de seres humanos. De forma más o menos sistemática, gracias
al mito del Método y del Hecho, el hombre de ciencia es descrito como un observador natural, que
no necesita soñar, especular filosóficamente, etc. En muchos relatos sobre la génesis de la ciencia
moderna, la maniobra es análoga: al dejar en la sombra el segundo plano sociocultural, al
«olvidar» o rebajar las contribuciones de los que trabajaron en aspectos prácticos, al no señalar de
forma clara y nítida los intereses variados (religiosos, políticos, económicos, etc.) de los Padres
Fundadores, los propagandistas de este tipo de versiones consiguieron hacer pasar la Ciencia por
una actividad pura y transcendente.
Lo menos que se puede decir es que este cuadro encantador precisa algunos retoques. Aunque
estamos muy distantes de conocerlo todo sobre la Revolución Científica, aunque resulte difícil
ofrecer una imagen justa en lo que es la actividad científica, es casi seguro que muchos mitos y
leyendas que aún circulan son estrictamente increíbles. Y esto nos conduce a una última cuestión:
¿es verdaderamente útil propagar todos esos clichés sobre el cientificismo?
Aquí volvemos a encontrar una objeción ya mencionada: «Si se os hiciese caso, habría que
describir la Ciencia en términos tales que el público quedaría desorientado y caería en un peligroso
escepticismo.». El argumento no es nuevo. Es el que a veces esgrimen los responsables de la
información sobre los riesgos que presentan las centrales nucleares: «La gente no es capaz de
comprender y por tanto no debemos comunicarle informaciones que podrían sembrar el pánico.»
Esta especie de paternalismo no deja de tener inconvenientes. No solamente desemboca en una
mentira (aunque sea una «mentira piadosa»), sino que no es seguro que no se vuelva contra los
que lo ponen en práctica. No volvamos sobre ello: los retratos halagadores de la Ciencia
mantienen al público en una disposición favorable con respecto a todos los expertos que se dicen
«científicos» a uno u otro titulo. Pero a largo plazo, e incluso a medio plazo, ¿resulta una estrategia
eficaz? ¿Es manteniendo a «la gente» en el infantilismo como se les hace conscientes y
responsables? Tal vez esto haga sonreír a alguno. Pero existen buenas razones para pensar que
los adultos bien informados están mejor armados, de forma general, para afrontar las situaciones
difíciles que puedan presentarse. Ya se trate de las centrales nucleares o de la «ciencia», las
malas propagandas se arriesgan a tener efectos negativos. En efecto, en el momento que surge
un incidente, un público que ha sido mal informado (e incluso deliberadamente engañado) es
capaz de reaccionar mal. No puedo insistir más sobre esto. Pero los devotos de la Ciencia no
perderían el tiempo si reflexionasen sobre esta cuestión.
Tanto más cuanto que se trata, como algunos parecen creer, de «arrojar al niño junto con el
agua de la bañera». En los debates sobre el tema, esta crítica se presenta así: al relativizar el
saber científico, se haría dudar al ciudadano del valor de la ciencia, y se le arrastraría hacia el
abismo sin fondo del irracionalismo... Aquí pone manos a la obra una lógica binaria muy sencilla. O
se es Racional o no se es. O se está a favor de la ciencia o se está en contra. Mi opinión es que
hay que dejar esos dilemas totalmente arbitrarios. Una vez más, la actitud que defiendo no
consiste en rechazar la ciencia, en negar en bloque el valor y la utilidad de sus teorías, etc. Sino en
ver sus límites; en darse cuenta de que los hombres de ciencia son precisamente hombres y no
espíritus puros; en comprender que «el método experimental» define un «ideal pero no previene
automáticamente contra los errores; en admitir que toda investigación científica pone en juego
presupuestos cuyo valor absoluto no está garantizado; en admitir igualmente que los «hechos» se
construyen sobre la base de determinadas elecciones que tal vez sean discutibles; y así
sucesivamente. ¿Es mucho pedir? Se puede comprender que esta concepción parezca demasiado
tibia a los que quieran adorar nuestra ciencia. No tiene nada que ver, en todo caso, con una
«condena» global y dogmática, ni con el desprecio o la condescendencia.
Mis ambiciones, en resumidas cuentas, son muy modestas... De ningún modo quiero propagar
una nueva concepción extremista y radical de la actividad científica, sino únicamente que se
cuestionen unas representaciones que, eso sí, son francamente cienciolátricas y buenas para
impedir todo ejercicio del espíritu crítico. Para poder hacer esto, utilizo los recursos de la historia de
las ciencias. Base frágil si se quiere, ya que la historia tal vez no sea una verdadera ciencia. Pero
los trabajos realizados, cualquiera que sea su situación de hecho, no son menos esclarecedores.
Hasta nueva orden, parece legítimo pensar que despojan de todo crédito a la mitología que he
evocado anteriormente.
Por otra parte, me parece que los defensores más celosos de esta mitología deberían en lo
sucesivo, y en su propio interés, medir sus palabras. De esta manera, como hemos visto, no puede
resultar más que desconcierto, perplejidad y agitación. He citado anteriormente a Feyerabend, que
va muy lejos en su intento de «deshacer los engaños» de la ciencia. Tan lejos que, a veces, ya no
se sabe cuál es su objetivo. ¿Quiere decir únicamente que «la ciencia moderna» no es más que un
saber entre otros? ¿O bien quiere sistemáticamente arrojar la duda, de forma muy certera, sobre la
eficacia cognoscitiva de esta misma ciencia? Por mi parte, acepto la primera tesis: la ciencia
moderna proyecta una luz especial sobre el mundo –y nada prueba que únicamente esa luz sea
capaz de hacemos percibir las estructuras de lo real–. Pero esa forma de relativizar «la ciencia» no
implica que se deba descalificar de forma más o menos radical los conocimientos específicos
obtenidos gracias a esa misma ciencia. Creo que esta distinción, si se quiere entablar una
discusión fecunda, debe mantenerse. La ciencia moderna, por decirlo de una forma tan sencilla
como es posible, nos hace percibir relaciones significativas; el patinazo de los partidarios del
cientificismo comienza únicamente en el momento en que consideran que no es posible ninguna
otra manera de percibir lo real.
Si Feyerabend se muestra algo ambiguo en este punto, existen otros críticos de la ciencia que
sí emprenden decididamente la tarea de aniquilar la noción de «ciencia». Irritados por las
flagrantes exageraciones de los partidarios del cientificismo, deciden probar que «la ciencia no
existe». Es en ellos en los que deberían pensar los incondicionales de la ciencia. Al continuar con
la redacción de hagiografías y el encomio del Método, se arriesgan mucho a proporcionar nuevas
armas a los negadores de la ciencia y a provocar ellos mismos las crisis que tanto parecen temer.
El caso de algunos «sociólogos de las ciencias», desde este punto de vista, es relevante. Como se
verá al leer el capítulo XI, han perfeccionado toda una serie de herramientas analíticas gracias a
las cuales «desconstruyen» cuidadosamente, y perdónese la expresión, todas las hermosas
imágenes relativas a la Racionalidad y al Método Científico. La paradoja está en que esos
«sociólogos» son en principio ellos mismos científicos. i Y emprenden racional y metódicamente
su tarea de demolición! Existe en eso una extravagancia sobre la que uno puede interrogarse. Sus
tesis, en todo caso, llegan lejos: «la ciencia», según ellos, se reduce a relaciones de fuerzas. Los
expertos se enfrentan y gana el más fuerte. El más fuerte, es decir aquel que es capaz de trabar
las mejores «alianzas», con las distintas instancias sociales con el fin de hacer triunfar sus
opiniones (no nos atrevemos a decir: sus ideas). De esta manera, toda racionalidad se desvanece.
Existe ciertamente una buena dosis de juego en estas investigaciones «sociológicas» (por lo
menos me complace creerlo así). Pero al final van a buen paso y parecen bastante prósperas en la
institución. Si logran su objetivo, de ello resultará (entre otras cosas) que la «sociología de las
ciencias» ¡ya no existirá como una ciencia! No obstante, cierta ideología podría sobrevivir y
difundirse. Ideología que es del todo propia a favorecer el desarrollo de un auténtico
irracionalismo. Los promotores del mito de la Ciencia harían bien en pensar en ello.

París, marzo de 1988.

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