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El cielo es una cárcel. Miro arriba y solo veo azul.

Y a mi padre retozando la tierra, reconociendo


insectos. Cuando era pequeña, me divertía. Mi madre y yo sonreíamos al verlo. Recuerdo aquel
juego, el de la primavera. Él era quien anunciaba su llegada, no la del calendario, sino la de verdad.
Mientras almorzábamos, mamá miraba las flores y papá se concentraba en masticar. Dedicaba el
mismo esfuerzo a deglutir que a preparar un buen injerto. De repente, levantaba la mirada y
colocaba el vidrio de sus ojos sobre los míos. Yo ya sabía lo que iba a decir, pero quería escucharlo,
siempre quería escucharlo “aquí huele a hormiga”. Mamá y yo sabía sabíamos que tenía razón,
siempre la tenía, pero igualmente renegábamos, porque de no hacerlo, nos habríamos quedado sin el
único juego con el que disfrutábamos los tres juntos: la caza del hormiguero
Mamá, papá y yo, nos arrodillábamos con la cara pegada a la tierra, buscando agujeros, colocando
cebos apetecibles, invocándolas con un cri cri inaudible para un ser humano, pero magnético para la
ansiada presa. Podíamos pasar horas gateando por toda la tierra hasta que él, siempre él, encontraba
el túnel y a las obreras cavando para construir el hogar perfecto.
Con el paso del tiempo, la búsqueda seguía emocionándome. Pero cuando fui creciendo, el fin del
juego empezó a darme pena. Cuando mis padres volvían al trabajo, yo me quedaba con ellas, con
las presas, observándolas, y lloraba hasta ahogarlas. Me imaginaba a mí misma en aquel agujero,
subiendo y bajando. Acarreando piedras que triplicaran mi tamaño, colocándolas al filo de mi casa,
exhausta de tanto cargar, para comenzar otra vez con la comida. Trabajar, trabajar, trabajar, solo
para comer. Solo para comer. Mientras la hormiga reina hiciera el amor hasta matar de cansancio a
sus amantes. Comer, dormir, follar a dosis programadas y arriba, la tierra. Tan grande que no
significaría nada.
Mi madre me recordaba a ellas, a las más pequeñas. Sobre todo ahora, ¿qué pensarían de mi madre
si fuera una hormiga? Creo que la reina ordenaría su muerte. Tan diminuta, solo ocuparía espacio.
Espacio y tiempo. Retrasaría al resto. Un lastre. Solo tendría una oportunidad si las sonrisas
sirvieran. Porque mamá sonríe con todo el cuerpo, incluso con las pestañas. Mi madre, al reír, podía
abrigarte en una noche de frío polar. Solo con sus ojos.
Hasta que papá murió y se convirtió en silencio y yo en mi padre. Y el cielo en azul. Y la primavera
en calendario. La muerte de papá arrasó toda la vida. Permaneció el trabajo, y los libros heredados,
y el viejo vídeo. El mundo exterior entró en imágenes y palabras, para ventilar los pétalos de las
flores. Para acelerar la metamorfosis. Las flores hoy ya no son flores. Aquí, en la frontera entre
nuestro aparte y el mundo, cada pétalo es un fósil de todo lo que me estoy perdiendo encadenada al
silencio de una y la muerte del otro.
Pero la vida más allá del margen es algo más que ausencia. Hay luces, tabaco, más libros, bullicio,
carreteras, atascos, oficinas, mujeres, películas, perfume, farolas, carriles asfaltados, hombres,
mujeres, cócteles, cines, teatros, pasiones, pasiones, digresiones… La vida más allá del margen es
más que azul arriba y marrón abajo.
Quiero saber qué se siente al poner un pie lejos del aparte.

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