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¿Hay una ética en el capitalismo contemporáneo?

Neoliberalismo y crítica

Por Pablo Martín Méndez

Introducción

A principios del siglo XX, en el famoso libro La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, Max Weber brindaba un “diagnóstico de época” que incluso hoy día nos
resultaría algo curioso. El diagnóstico en cuestión, anunciado ya en el título de aquel
libro, advierte que el capitalismo moderno tiene una “ética”. Diagnóstico bastante
curioso, especialmente para quienes creen que las relaciones capitalistas de producción
no expresan más que la “ley de la selva”, sin ningún otro valor moral o mandato ético
capaz de regularlas y encauzarlas. Para el diagnóstico weberiano, la ética capitalista
cumple efectivamente una función regulativa; más aún, es una de las tantas condiciones
concretas sobre las cuales se apoya el capitalismo moderno. No se trata simplemente de
una serie de prescripciones formales o de ciertos códigos normativos, sino de valores y
conductas conformes con determinadas condiciones de vida y de trabajo.1 En otras
palabras, el modo de vida del hombre moderno, caracterizado por el tedioso ritmo de la
producción fabril y el trabajo profesional-mecanizado, no habría sido completamente
posible –y en última instancia soportable– sin la contribución de una ética particular,
que provino en gran parte desde el ascetismo puritano: “El poder ejercido por la
concepción puritana de la vida no sólo favoreció la formación de capitales, sino, lo que
es más importante, fue favorable sobre todo para la formación de la conducción de vida

Profesor del área Ética (UNLa). Profesor de Fundamentos de Ciencia Política (Licenciatura en Ciencia
Política y Gobierno, UNLa). Profesor de la Maestría en Metodología de la Investigación Científica
(UNLa). Doctor en Filosofía (UNLa) y Licenciado y Profesor en Ciencia Política (UBA). Becario
Postdoctoral CONICET (2017-2019). Investigador del Centro de Investigaciones en Teorías y Prácticas
Científicas (Departamento de Humanidades y Artes, UNLa).
1
Vale retomar en este punto las consideraciones de Osvaldo López Ruiz sobre el diagnóstico weberiano,
“Lo que interesaba a Weber era el conjunto de ideas prácticas que se muestran determinantes para que un
modo particular de conducción de la vida (...) fuera integrado en la categoría de profesión. (...) ¿De qué
espíritu había surgido una dedicación tan abnegada al trabajo profesional, conducta ésta que, cuando se la
piensa desde el punto de vista del bienestar individual, es marcadamente irracional? (López Ruiz: 2013,
pp. 120-121).

1
(Lebensführung) burguesa y racional; (...) dicha concepción, pues, asintió al nacimiento
del moderno ‘hombre económico’” (Weber: 2008, pp. 276-277).

El ascetismo puritano, con su forma de conducta extremadamente metódica y


austera, es la ética inherente al capitalismo industrial que imperó desde mediados del
siglo XIX hasta por los menos la segunda mitad del siglo XX. Pues bien, hoy habría que
preguntarse si ese capitalismo ha cambiado en algo y si existe, en tal caso, una ética
capaz de garantizar su viabilidad y permanencia. ¿Qué clase de ética haría soportable
para muchos hombres y mujeres las exigencias generadas por el capitalismo de nuestros
tiempos? Sin ánimo de brindar respuestas concluyentes y tajantes, este escrito plantea la
hipótesis de que el capitalismo contemporáneo, al cual algunos pensadores denominan
como “capitalismo post-industrial”, está regulado en parte por la ética del
neoliberalismo. Cuestión doblemente curiosa, si retomamos el estilo de Weber, pues
aquí sugerimos que el capitalismo contemporáneo no sólo tiene una ética, sino que
además debemos buscar algo de esa ética en el neoliberalismo.

El neoliberalismo, término problemático y de múltiples acepciones, ha estado


relacionado desde su irrupción misma con la sobreexplotación de los trabajadores y la
concentración de la riqueza. ¿Cómo el neoliberalismo podría tener entonces una ética?
Tanto en Argentina como en otros países de América Latina, estamos habituados a
pensar que el neoliberalismo no va más allá de un conjunto de recetas estrictamente
económicas, en especial la desregulación de los mercados, la reducción de las
protecciones estatales, el ajuste fiscal y el congelamiento de los salarios. Esas recetas
estarían destinadas en su mayor parte a los países emergentes, dependiendo de cada
gobierno local y de su orientación ideológica la posibilidad de adoptarlas o de
resistirlas. Así planteadas las cosas, el neoliberalismo es asunto de instituciones tales
como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Consenso de Washington
y de otras tantas administraciones de “derecha” que implementan sus recetas. A este
nivel tan general, tan ajenos a nuestros comportamientos cotidianos, diríamos que el
neoliberalismo tiene sin duda relación con las leyes y las reglamentaciones político-
institucionales, pero nunca con una ética capaz de regular las prácticas profesionales.

Sólo muy recientemente, a partir de lo que algunos teóricos consideran como un


nuevo avance del neoliberalismo, hemos comenzado a analizar el asunto más de cerca y

2
con el suficiente detenimiento. Con ello estamos descubriendo que, más allá de las
variables y las fórmulas invocadas por economistas y expertos, el neoliberalismo da
lugar a determinados modos de vida y formas de trabajo. Esos modos de vida difieren
en varios aspectos del viejo ascetismo puritano analizado por Weber. Hasta cierto punto,
es la ética que asumen los trabajadores de la actualidad, sobre todo aquellos que se
encuentran inmersos en los ritmos de una producción flexible y altamente competitiva.
Desde nuestra perspectiva, es también allí donde debemos buscar las condiciones que
nos permiten tolerar cotidianamente las crudas exigencias del capitalismo
contemporáneo, incluyendo por supuesto la sobreexplotación y la concentración de la
riqueza. Tal es la propuesta a desarrollar en las siguientes líneas. Si queremos
comprender al capitalismo contemporáneo, si incluso pretendemos criticarlo y hasta
modificarlo en algo, tenemos que asumir la difícil tarea de indagar en su ética. Dicho
con otras palabras, la cuestión consiste en reflexionar “éticamente” sobre una
importante parte de nuestro mismo ethos.

La cultura y la filosofía de la Grecia clásica asignaban al término ethos dos


acepciones distintas y a la vez complementarias. Se trata en principio de las
“costumbres” o de los “hábitos” adquiridos, así como también de nuestras formas de
“conducta” o de “comportamiento”. Según Ricardo Maliandi, esta segunda acepción
refiere a lo más propio de la persona, a aquello que orienta su modo de actuar desde el
interior. De ahí que el ethos adquiera en tal sentido una mayor connotación moral,
asimilándose por lo general con el término de “carácter”. Ahora bien, no debemos
perder de vista que ambas acepciones resultan complementarias, en especial cuando el
carácter se forma –y se transforma– mediante la práctica y la progresiva internalización
de determinados valores morales: “se sugiere que el ‘carácter’ se forma a través del
‘hábito’, de modo que, por así decir, el marco etimológico encuadra una determinada
concepción ético-psicológica. En el lenguaje filosófico general, se usa hoy ‘ethos’ para
aludir al conjunto de actitudes, convicciones, creencias morales y formas de conducta,
sea de una persona individual o de un grupo social o étnico, etcétera” (Maliandi: 2009,
p. 20). Ese es el uso que daremos al ethos, aunque sin pretensión de agotar o de recorrer
exhaustivamente todas sus posibles dimensiones.

I. Ética y crítica: la tarea de pensar por nosotros mismos

3
Hechas estas aclaraciones, hay una dimensión del ethos en la cual convendría
detenernos al menos brevemente, dada su importancia para los problemas que aquí
intentamos plantear. Se suele decir que la ética nos convierte en algo mejor de lo que
somos, ya sea por acercarnos a la felicidad, por aumentar nuestra sabiduría o por
permitirnos acceder a un mayor estado de pureza. Ello implica dos cosas. La primera es
que la ética nunca se reduce a un conjunto de buenas acciones. 2 Haber actuado
correctamente en algunos momentos de la vida no termina de definirnos como seres
éticos. Antes bien, la ética es por encima de todo una cuestión de aprendizaje, ejercicio
y hábitos adquiridos; o más aún, una actividad que compromete gran parte de nuestra
existencia. Por eso podemos decir, en segundo lugar, que la ética tiene una dimensión
enteramente “transformativa”.

En varias oportunidades, Michel Foucault relacionó a la actividad ética con las


“tecnologías de sí”, esto es, un conjunto de técnicas y procedimientos que aplicamos
sobre nosotros mismos para transformarnos a nosotros mismos: “Las tecnologías de sí
permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto
número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conductas, o cualquier
forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos, con el fin de alcanzar
cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad” (Foucault: 2008, p. 48). La
ética, puesta en estos términos, no sólo se refiere a la constante observación de los
códigos morales existentes en casi todas las culturas (no matar, no robar, no mentir,
etcétera), sino que incluye actividades más relacionadas con los detalles de la vida
cotidiana. Hablamos por ejemplo sobre las formas de alimentarse, de ejercer la
sexualidad, de cuidar el cuerpo, de trabajar y otras tantas conductas realizadas
generalmente de una manera automática y sin mayores cuestionamientos. Esas
conductas pueden ser sin embargo un importante objeto de reflexión y de
transformación ética. Según Foucault, así lo fue en parte para el mundo greco-romano, y
así también lo sería para nosotros, los hombres y mujeres nacidos en la modernidad:
“Me pregunto si nuestro problema hoy no es, en cierta manera, el mismo, porque somos
mayoría los que no creemos que una moral pueda fundarse en la religión y no queremos

2
Recordemos el viejo proverbio citado por Aristóteles en la Ética a Nicómaco: “pues una golondrina no
hace verano, ni tampoco un solo día: y así ni un solo día ni un corto tiempo hacen al hombre feliz ni
próspero (Aristóteles: 2008, p. 60 [1008a]).

4
que un sistema legal intervenga en nuestra vida privada moral, personal e íntima”
(Foucault: 2013, p. 198).

No es que estemos convirtiéndonos otra vez en griegos. El punto común está en que
muchos de los comportamientos que desarrollamos cotidianamente se nos han vuelto un
problema, algo sobre lo cual debemos ocuparnos nosotros mismos, sin dejar que
intervengan otros, especialmente las autoridades religiosas, sociales y políticas. Para
decirlo en términos más claros, la ética es una “tarea” cuya ejecución requiere de altas
dosis de dedicación y esfuerzo. En efecto, lo más sencillo, como señalaba Immanuel
Kant, es dejar que las autoridades se encarguen de nosotros y que incluso piensen por
nosotros: “es tan fácil para otros el erigirse en tutores. (...) Si tengo un libro que piensa
por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me
prescribe la dieta, etcétera, entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo
necesidad de pensar; otros asumirán por mí tan fastidiosa tarea” (Kant: 2005, p. 21).
Cuando dejamos que el sacerdote, el psicólogo, el médico o cualquier otra autoridad
socialmente reconocida nos diga cómo debemos comportarnos en cuestiones de la vida
cotidiana, estamos permitiendo que ellos piensen por nosotros. La ética, en este sentido,
se encuentra estrechamente relacionada con una actividad “crítica”. Para actuar
éticamente, transformándonos a nosotros mismos en pos de una mayor felicidad o
sabiduría, hemos de comenzar por criticar los mandatos, las costumbres y los hábitos
que nos han sido inculcados. La ética es un constante cuestionamiento sobre el modo en
que estamos hechos; o mejor aún, sobre aquello que las distintas autoridades han hecho
de nosotros: “«no querer ser gobernado» es ciertamente no aceptar como verdadero lo
que una autoridad os dice que es verdad, o por lo menos es no aceptarlo por la sencilla
razón de que una autoridad os diga que lo es, es no aceptarlo más que si uno mismo
considera como buenas las razones para aceptarlo. (...) la crítica toma su punto de
anclaje en el problema de la certeza frente a la autoridad” (Foucault: 1995, p. 7).

A diferencia de lo que podríamos suponer en un primer momento, la actividad ético-


crítica no consiste simplemente en rechazar toda autoridad; antes bien, esa tarea implica
una revisión constante de las creencias que las autoridades pretenden inculcarnos como
algo único y verdadero. Comportarse en forma ética, con una actitud crítica y una
voluntad transformadora, equivale entonces a hacer el difícil intento de pensar por
nosotros mismos, buscando gobernarnos en todas las dimensiones posibles de la vida.

5
En el límite, la actividad ético-crítica también supone un fuerte cuestionamiento a la
ética que en algún momento nos han inculcado nuestros padres, sacerdotes y maestros.

II. Ética y capitalismo: trabajadores modernos y algo más que modernos

Esto nos da pie para hablar sobre la relación entre la ética y el capitalismo; relación
que, como ya hemos indicado, siempre puede ser revisada desde una actitud ético-
crítica. Los diagnósticos de Weber sobre el protestantismo dan perfectamente cuenta de
lo que intentamos decir aquí, al señalar la tensa vinculación histórica entre la ética, el
capitalismo y la crítica. Sin salir de un horizonte religioso, la ética protestante emerge
del fuerte cuestionamiento ante la autoridad de la Iglesia Católica, fundamentalmente en
lo que respecta a la libre interpretación de la Biblia y la enseñanza de Dios. Dicho de
una manera muy esquemática, mientras que para los católicos la Biblia enseña a llevar
una vida modesta y austera, alejada de los artículos de lujo y el afán de lucro, para los
protestantes el deber de alejarse del lujo no contradice necesariamente la aspiración a la
riqueza, que no sólo está permitida, sino que además es considerada como un precepto
divino. No se trata de aspirar a la riqueza por sí misma. En la ética protestante, el
enriquecimiento aparece más bien como el signo de la bendición divina; la gracia de
Dios al trabajo incesante y metódico. Siguiendo los diagnósticos de Weber, vemos que
esa singular actitud ética, contraria en varios aspectos a los tradicionales mandatos del
catolicismo, fue uno de los grandes impulsos para el desarrollo del capitalismo
moderno: “la valoración ética del trabajo incesante, continuado y sistemático en la
profesión, como medio ascético superior y como comprobación absolutamente segura y
visible de regeneración y de autoridad de la fe, tenía que constituir la más poderosa
palanca de expansión de la concepción de la vida que hemos llamado ‘espíritu del
capitalismo’. Cuando a la estrangulación del consumo juntamos la estrangulación del
espíritu de lucro de todas sus trabas, el resultado inevitable será la formación de un
capital como consecuencia de esa coacción ascética para el ahorro” (Weber: 2008, p.
273-274).

Desde Weber y en adelante, el “espíritu del capitalismo” ha sido objeto de


innumerables críticas. La preocupación por el lucro, señalaba el mismo Weber, se ha
convertido en una suerte de “jaula de hierro” que todo lo envuelve con sus fundamentos
racional-mecánicos, atrapando incluso a quienes no cuentan con ninguna riqueza.

6
Durante gran parte del siglo XX, la vida de innumerables hombres y mujeres de
distintos lugares del mundo fue afectada en algún punto por la lógica del trabajo y la
producción mecanizada, más allá de que participasen directamente o no en el capital.
Como dirían algunos teóricos de la Escuela de Frankfurt, el proceso de racionalización
que acompaña al capitalismo moderno no sólo afectó a la economía y a las relaciones
estrictamente económicas, sino además a esferas de acción tan aparentemente distintas
como la política, el arte, la educación y las relaciones sociales. La expansión del
capitalismo moderno sobre el mundo, equivale en este punto a la racionalización
general de la vida, incluyendo los hábitos, las costumbres y hasta los propios
movimientos del cuerpo, que en algún punto fueron invadidos por la mecanización y la
técnica. De ahí que muchos críticos del siglo XX hayan llegado a las mismas
conclusiones planteadas por Weber, y es que la ética protestante terminó dando lugar a
un capitalismo sin espíritu, apoyado en fundamentos puramente mecánicos.

Ahora bien, ¿podemos criticar al capitalismo contemporáneo, el capitalismo del siglo


XXI, desde un diagnóstico similar al que planteaban Weber y otros críticos afines? Si
recabásemos en nuestra propia experiencia laboral y profesional, veríamos que algo ha
cambiado. El capitalismo contemporáneo no sólo conlleva una nueva forma de entender
cómo debería organizarse el trabajo y las relaciones de producción, sino también cómo
los trabajadores mismos deberían vincularse con su profesión. De alguna manera, ya no
somos meramente unos trabajadores racionalizados y mecanizados, que actúan según
pautas y métodos preestablecidos, que desarrollan tareas repetitivas desprovistas de todo
espíritu, haciendo de la actividad mecánica una profesión. Antes bien, somos
trabajadores flexibilizados, capaces de desempeñar múltiples tareas a la vez,
colaboradores activos y dinámicos aunque nunca nos hayamos propuesto tal cosa. En
términos más coloquiales, cabría decir que estamos eternamente sobrepasados por
nuestro propio trabajo, y no sólo por la sensación de que el tiempo y la energía nunca
son suficientes para cumplir con todas las exigencias laborales de hoy día, sino además
porque hasta cierto punto hemos hecho de la sobreexigencia y del máximo rendimiento
una profesión en sí misma.

Pero a no dudarlo, no es que el hombre económico moderno sobre el que tanto


hablaban Weber y otros pensadores haya desaparecido o perdido vigencia. Más correcto
sería decir que nos encontramos en los límites de aquella clase de hombre, que por

7
nuestro modo de trabajar y de producir, de relacionarnos con la profesión y con las
exigencias del capitalismo actual, somos algo más que modernos. En un interesante
libro publicado hace casi dos décadas, Antonio Negri y Michael Hardt proponen una
reelaboración de los diagnósticos al estilo weberiano. Según el nuevo diagnóstico,
hemos ingresado en una suerte de capitalismo “postmoderno” que ya no se apoya tanto
en la producción estandarizada, sino en la informatización y el conocimiento; un
capitalismo donde ya no predomina la industria ni el trabajo mecánico, sino los
servicios y las telecomunicaciones. “Los empleados de este sector –afirman Negri y
Hardt–son en general extremadamente móviles y requieren aptitudes flexibles. Lo más
importante es que se caracterizan casi siempre por el lugar central que ocupan en ellos
el conocimiento, la información, el afecto y la comunicación” (Negri y Hardt: 2003, pp.
253). La nueva configuración del trabajo no obedece a un simple cambio tecnológico o
científico; antes bien, esa configuración está relacionada con toda una transformación en
el nivel de las subjetividades. El “trabajo inmaterial”, como lo denominan Negri y
Hardt, emerge y se vuelve posible porque la fuerza laboral ha puesto en marcha otro
tipo de relación consigo misma, con sus capacidades y sus virtualidades.

La transformación en la subjetividad de los trabajadores tiene sin duda innumerables


procedencias históricas. Negri y Hardt se remiten a la ola de críticas y resistencias que
desde los años ‘60 fueron expandiéndose por distintos lugares del mundo: “Las luchas
sociales no sólo elevaron los costos de producción y el salario social (…); además, y
esto resulta todavía más importante, obligaron a producir un cambio en la calidad y la
naturaleza del trabajo mismo. (…) Los movimientos valoraron una dinámica más
flexible de la creatividad y ciertas formas de producción que podrían definirse como
inmateriales” (Negri y Hardt: 2003, p. 242). A pesar de su notable heterogeneidad en
cuanto a composición étnica, rasgos identitarios y objetivos políticos concretos, las
luchas de aquel entonces habrían tenido algo en común. Según Negri y Hardt, la
mayoría incluía un cuestionamiento a las formas de vida y de trabajo del capitalismo
industrial. De las expresiones juveniles hasta los movimientos contraculturales de la
década de 1960, de las corrientes tercermundistas hasta la lucha por los derechos de las
minorías étnicas en los países desarrollados, del feminismo hasta las tradicionales
agrupaciones obreras: aquí y allá existió alguna forma de resistencia contra la rigidez y
la monotonía que caracterizaban al hombre económico moderno. De hecho, y como
sucedió en muchos casos, esa resistencia estuvo acompañada por la incesante búsqueda

8
de otras formas de trabajar y de vivir: “Toda la gama de movimientos y toda la
contracultura emergente destacaba el valor social de la cooperación y la comunicación.
La trasmutación masiva de los valores de la producción social y la producción de
nuevas subjetividades inició el camino de una enérgica transformación de la fuerza
laboral (Negri y Hardt: 2003, p. 243).

A este tipo de análisis habría que añadir un dato muy importante, y es que las luchas
y los movimientos de los años 60’ coincidieron históricamente con la difusión del
neoliberalismo. Lo que éste último traía a escena no era una simple política económica,
sino un amplio programa de desindustrialización y de reforma de la fuerza laboral. En
efecto, a los ojos de casi todos los neoliberales de la época, las constantes crisis del
capitalismo industrial, incluyendo la inflación, la sobreproducción y el paro, no se
podían remediar con políticas coyunturales de estilo keynesiano. La “verdadera”
solución pasaba en todo caso por una modificación radical sobre las formas de vida y de
trabajo ligadas a la industria, particularmente sobre el trabajo obrero y asalariado. Con
ello no sólo se esperaba revitalizar y dinamizar la economía; así también, los
neoliberales suponían que la modificación del capitalismo industrial serviría para
desarticular los movimientos y las luchas que se estaban dando en esos mismos años.

De modo tal que las formas de vida y de trabajo industrial fueron resistidas y
cuestionadas desde distintos flancos, uno de ellos estaba en las luchas sociales, los
movimientos contraculturales y las organizaciones obreras, mientras que el otro
provenía en gran parte del neoliberalismo. Muchos historiadores dirían que la segunda
opción terminó imponiéndose por sobre la primera, a veces de una manera
medianamente “pacifica”, como sucedió por ejemplo en los Estados Unidos y en varios
países de Europa Occidental, y en otras ocasiones a través de gobiernos abiertamente
autoritarios y antidemocráticos, como lo demuestra la trágica experiencia de América
Latina. Sea como fuere, nosotros añadiríamos que el triunfo del neoliberalismo no
requirió únicamente de la represión y de los abusos de poder; además de todo eso, el
neoliberalismo habría triunfado en distintos lugares del mundo por haber brindado una
ética para las transformaciones laborales en curso.

Que no se nos malinterprete. En modo alguno estamos sugiriendo que el


neoliberalismo sea “moralmente bueno”. Nuestra idea consiste más bien en demostrar

9
que allí hay al menos una parte de la ética en la cual se apoya el capitalismo
contemporáneo. La ética neoliberal garantiza que las duras condiciones de vida y de
trabajo del capitalismo informatizado, flexible y postmoderno no sólo resulten más
soportables para muchos hombres y mujeres del mundo, sino hasta más “deseables” que
otras alternativas de vida. ¿Cómo es esto posible? ¿Dónde está el punto a partir del cual
los trabajadores aceptan unas condiciones de existencia que a primera vista nos
parecerían completamente insoportables? Desde nuestra perspectiva de análisis, la clave
reside en las formas de subjetividad propiciadas por el neoliberalismo.

III. Ética y neoliberalismo: del puritano al emprendedor del gozo

En 1943, Alfred Müller-Armack –un economista y sociólogo de la Escuela de


Colonia que en varios aspectos se mantenía cercano a los diagnósticos weberianos y que
fue asociado más tarde con el famoso “milagro alemán”– hablaba sobre la necesidad de
crear un orden de valores acorde con la economía de la época: “El sistema económico
moderno recibió su impulso de ideas que buscaban cosas distintas a las que hoy
buscamos. Únicamente así ha podido desarrollarse esa apasionada recusación del lado
capitalista de esta forma económica. La recusación sería incompresible si las
convicciones actuales ya hubiesen contribuido a erigir el edificio. Por eso al presente le
fue trasmitida la tarea de moldear las impetuosas fuerzas de la moderna economía de
empresa del modo que corresponde a la voluntad y al pensamiento de nuestra época”
(Müller-Armack: 1967, p. 336). En otras palabras, las ideas y los valores heredados,
aquellos que contribuyeron en la formación de la moderna economía capitalista, ya no
pueden contener las fuerzas y las exigencias de un nuevo sistema económico en
formación. De ahí la necesidad de crear otro orden de ideas y valores, capaz de moldear
no sólo las impetuosas fuerzas de ese sistema, sino además las constantes recusaciones
contra el capitalismo vigente. Puede que el orden de valores buscado por muchos
economistas de mediados del siglo XX –entre ellos los que estaban identificados con el
neoliberalismo incipiente– haya llegado a ser en parte nuestro propio orden.

A diferencia de lo que Weber había diagnosticado en su momento, nuestro actual


orden de valores no provendría de un horizonte religioso. Antes bien, su punto de
partida estaría en una serie de conceptos que provenientes de la disciplina económica y
de las prácticas gerenciales: “el origen de los nuevos valores no está, en este caso, en

10
una doctrina religiosa sino en conceptos que son primero acuñados por la ciencia
(principalmente la economía) y que luego son transformado en valores y difundidos por
las doctrinas de la administración y la literatura de negocios” (López Ruiz: 2013, p.
137). Entre el neoliberalismo de mediados del siglo XX y los actuales discursos del
management, las técnicas de coaching e incluso una considerable parte de la literatura
de autoayuda, se formula una ética muy singular, a la cual algunos críticos
contemporáneos denominan como “ética empresarial”. No se trata, como podríamos
suponer a partir de las propuestas de Adela Cortina (2000), de una ética pensada
exclusivamente para las organizaciones. En el marco de la ética sobre la cual hablamos,
la empresa es promovida como una forma de subjetividad, un conjunto de prácticas y
valores programados para los trabajadores de estos tiempos. Christian Laval y Pierre
Dardot definen a esa ética de la siguiente manera: “La ética empresarial (...) hace del
trabajo el vehículo privilegiado de la realización de sí: mediante los ‘logros’ en el
trabajo es como se consigue tener una vida ‘lograda’. El trabajo asegura la autonomía y
la libertad, por ello es la forma más benéfica de ejercer las propias facultades, de
invertir las energías creativas, de demostrar el valor que uno tiene” (Laval y Dardot:
2013, p. 338).

Al menos en principio, la ética empresarial del neoliberalismo se parece bastante a la


ética protestante. En ambos casos, el trabajo deviene en toda una forma de vida, una
profesión que termina yuxtaponiéndose casi completamente con la subjetividad de los
individuos. Asimismo, y tal como sucedía con el protestantismo, veremos que la ética
empresarial convierte al éxito laboral en una vía directa hacia la felicidad y la pureza.
Sin embargo, hay dos diferencias importantes que no deberíamos perder de vista. La
primera es que la ética empresarial no hace del éxito un signo de predestinación o de
salvación en el más allá. Antes bien, el éxito se presenta como el resultado de una
coincidencia entre las aspiraciones del individuo y los objetivos de excelencia definidos
por la empresa. Hombres y mujeres de éxito son aquellos cuyo proyecto personal de
felicidad coincide con el proyecto de la empresa donde se desempeñan. En el límite,
esta clase de yuxtaposición transforma a cada trabajador en una suerte de empresa para
sí mismo: “Si cada uno se torna a sí mismo una pequeña empresa, esto es, si cada quien
gestiona su actividad laboral y su propia vida según la ley de la competencia y de la
maximización de los resultados –o sea, se aplica a sí mismo las leyes y la lógica de
funcionamiento del mercado–, sus objetivos personales y los de la empresa en la que

11
trabaja van a converger” (López Ruíz: 2013, p. 138). Volveremos pronto sobre este
punto.

La segunda característica específica de la ética empresarial está relacionada con la


primera, y es que, a diferencia de la ética protestante, aquí no hay una solicitud de
renuncia a sí mismo en pos de una felicidad en el más allá. 3 La ética de la empresa no
sólo incluye el goce en este mundo, sino que además lo postula como mandato. Tan es
así que el éxito laboral sólo está completo –o sólo puede experimentarse como un
“verdadero éxito”– cuando viene acompañado por una alta dosis de goce y de disfrute.
No se trata de un momento de hedonismo dejado para después del trabajo, ni tampoco
de una suerte de premio al esfuerzo y al sacrificio de toda una vida. Por el contrario, la
ética de la empresa solicita al individuo que extraiga el goce de su mismo trabajo: “Lo
que se requiere del nuevo sujeto es que produzca ‘cada vez más’ y goce ‘cada vez más’,
que esté conectado con un ‘plus-de-gozar’ convertido en sistémico” (Laval y Dardot:
2013, p. 360). Si siguiésemos este mandato ético al pie de la letra, llegaríamos al punto
donde la distinción tradicional entre el trabajo y el goce queda absolutamente borrada.
Así veríamos también que la ética empresarial logra algo que ninguna otra ética había
logrado hasta el momento, esto es: poner la propia felicidad a trabajar y producir.

La idea nos parecería en principio una parodia sacada de alguna novela de ciencia
ficción. Sin embargo, la ética empresarial la sistematiza y la eleva al nivel de un
mandato, haciendo que cada trabajador no sólo se vea incitado a producir y rendir más,
sino a disfrutar mientras incrementa su rendimiento y productividad, hasta el punto
mismo de ya no sentir que está trabajando. Este dispositivo de “rendimiento/goce”,
como lo denominan Laval y Dardot, supone que el trabajo no debe ser vivido
necesariamente a la manera de un castigo o de una penalidad. Antes bien, el trabajo
debe ser la instancia donde podemos desarrollarnos plenamente, con toda la libertad
necesaria para desplegar nuestras habilidades y talentos. Se trata, en simples palabras,
de experimentar al trabajo como un momento de autorrealización y de satisfacción
3
Siguiendo con la larga tradición del cristianismo monacal, la ética protestante se basa en un fuerte
desprecio hacia el goce y los signos de la felicidad terrena: “el ascetismo puritano (como todo ascetismo
racional) trabajaba para capacitar a los hombres en la afirmación de sus ‘motivos constantes’
(singularmente los que aquél les inculcaba) frente a los ‘afectos’; aspiraba, por tanto, a educarlo como
‘personalidad’ (en este sentido psicológico formal de la palabra). (...) por ello; la tarea más urgente era
terminar de una vez con el goce despreocupado de la espontaneidad vital, y el medio más adecuado de
lograrlo era poner un orden en la conducción de la vida (Lebensführung) de los ascetas” (Weber: 2008, p.
192).

12
plena, incluso con la fatiga, la extenuación y la sobrecarga que puedan acompañarlo.
Desde la óptica de la ética empresarial, la actividad profesional carece de todo límite,
así como también de un más allá definitivo y último, un punto final. ¿Y cómo podría
tenerlo cuando supuestamente es aquello que nos hace felices aquí y ahora? Si partimos
de la premisa de que el trabajo debe ser nuestra continua fuente de satisfacción,
entonces no hay cansancio ni fastidio que valgan. El trabajador siempre puede dar más
de sí; siempre puede exigirse y rendir más, puesto que de ahí extrae precisamente su
goce: “siempre se puede gozar más, siempre se puede rendir más –y este se puede no es
solo señal de una aspiración posible sino claramente un imperativo de superación
permanente de sí. (...) La búsqueda de este más allá de sí es la condición de
funcionamiento tanto de los sujetos como de las empresas” (López Ruíz: 2013, p. 140).

Quizá ello nos sirva para comenzar a entender por qué la ética neoliberal de la
empresa hace más soportables las condiciones de vida del capitalismo contemporáneo.
Cuando se manda a que la felicidad y el goce coincidan con la actividad laboral, no hay
ni puede haber cuestionamiento alguno de las condiciones en las que vivimos y
trabajamos, a pesar de lo duras e injustas que resulten. En el límite, la ética empresarial
traduce todo signo de disconformidad en un fracaso personal. Si el trabajo no nos
reporta ninguna satisfacción, si no nos hace tan felices como esperábamos inicialmente,
es porque en algún punto hemos fracasado nosotros, antes que el sistema en el cual nos
encontramos inmersos. La ética empresarial deja una sola opción, y es esforzarse aún
más para mejorar la propia suerte, sin cuestionar ni formular crítica alguna al mercado
laboral, las condiciones de contratación o la sobreexplotación: “Ni la empresa ni el
mundo pueden ser modificados, son datos intangibles. Todo es un asunto de
interpretación y de reacción del individuo (Laval y Dardot: 2013, p. 149). En el
horizonte de la ética empresarial, la disconformidad nunca se vive como una expresión
de las injusticias y las inequidades producidas por el sistema, sino como una señal de
nuestra propia infelicidad y falta de éxito. De hecho, para los hombres y mujeres que
hagan de la empresa una forma de vida, quienes critiquen al sistema vigente y pretendan
transformarlo no serán héroes ni sacrificados luchadores. Serán simplemente unos
fracasados tanto en lo laboral como en lo personal; gente que, por una razón u otra, no
está dispuesta a superarse y dar los mejor de sí.4
4
Como continúan argumentando Laval y Dardot, en la ética neoliberal de la empresa “los problema
económicos son visto como problemas organizacionales, y estos últimos, a su vez, son reducidos a
problemas psíquicos ligados a un insuficiente dominio de sí mismo y de la relación con los demás” (Laval

13
Allí reside el gran aporte de la ética empresarial al sistema económico vigente, que
no sólo consiste en neutralizar toda posibilidad de crítica o de conflicto abierto, sino
además en volver cualquier crítica posible contra los trabajadores mismos: “ya no puede
haber una verdadera protesta, porque el sujeto ha llevado a cabo lo que de él se esperaba
mediante una coacción autoimpuesta” (Laval y Dardot: 2013, p. 368). Esta “coacción
autoimpuesta”, agregamos nosotros, está en el mandato ético de hacer coincidir al
proyecto personal de felicidad con los objetivos de la empresa. Así planteadas las cosas,
la crítica a la explotación, la sobreexigencia y las malas condiciones de trabajo
equivaldría a cuestionar algo que en última instancia hemos elegido nosotros mismos.

IV. Ética y tecnologías del yo: de trabajadores a empresarios de sí mismos

Podríamos suponer que la ética empresarial se encuentra exclusivamente reservada


para los “hombres de negocios” y que poco tiene que ver en este sentido con los
obreros, los empleados medios y sobre todo los trabajadores precarizados. El problema
es que así estaríamos subestimando sus alcances y sus posibles efectos, especialmente
en lo que respecta a la gran masa de trabajadores y obreros. A ellos, más que a ningún
otro sector, está dirigida la ética empresarial, brindándoles los valores, las motivaciones
y las técnicas para convertirse en laboriosos artífices de su propia felicidad.

Al comenzar este escrito, advertíamos que toda ética tiene una dimensión
transformativa. Esto vale también para la ética empresarial del neoliberalismo, la cual
manda al individuo a intervenir sobre sí mismo y transformarse permanentemente con el
fin de rendir cada vez más y de obtener a la par una mayor satisfacción en su labor. Lo
que se debe transformar y superar es la condición del “trabajador asalariado”, que en el
imaginario neoliberal aparece como sujeto de una labor monótona y una vida metódica,
sin mayores riesgos ni grandes desafíos, sin posibilidad de goce. En cierta manera, y
como también hemos indicado, la cuestión consiste en hacer que los trabajadores se
comporten como una suerte de empresa; vale decir, “como una entidad que compite y
que debe maximizar sus resultados exponiéndose a riesgos que deben afrontar
asumiendo enteramente la responsabilidad ante los posibles fracasos. ‘Empresa’ es el
nombre que se le debe dar al gobierno de sí [al ethos] en la era neoliberal” (Laval y

y Dardot: 2013, p. 349).

14
Dardot: 2013, pp. 332-333). El empresario de sí mismo está lejos de ser un “capitalista”
en el sentido tradicional de la palabra. No es alguien que ahorra e invierte en bienes de
capital, extrayendo de allí una ganancia y volviéndola a invertir. Los trabajadores
medios y precarizados nunca pueden aspirar a tanto; en la mayoría de los casos, lo único
que tienen para poner a competir es el cuerpo y la mente. Si recurriésemos a los
términos del capitalismo postmoderno diagnosticado por Negri y Hardt, diríamos que el
empresario de sí mismo se define como aquel que obtiene mayores ingresos invirtiendo
en sus capacidades “intelectuales”, “afectivas” y “comunicativas”. En los términos
propuestos por el neoliberalismo, el empresario de sí es sencillamente un individuo
dedicado a maximizar su “capital humano”.

Gary Becker –economista de la Escuela de Chicago y discípulo directo de Milton


Friedman y de Theodore Schultz– definía al capital humano como “el conocimiento y
las habilidades que tienen las personas, su salud, y la calidad de los hábitos de trabajo
que se construyen a lo largo del tiempo a través de la experiencia” (Becker: 1993, p.
155). Hay que prestar mucha atención a este tipo de definiciones, considerando sobre
todo el campo de prácticas al cual dan lugar. El capital humano no sólo se refiere a los
conocimientos especializados, sino que también contempla los buenos hábitos en el
trabajo, los estados de salud, las experiencias adquiridas y una larga serie de recursos
“propios”.5 Capital humano, en una palabra, es todo aquello que ayude al individuo a
posicionarse mejor en la competencia de mercado, desde las habilidades específicas de
cada ámbito laboral hasta las capacidades más típicamente “humanas”, como la forma
de vincularse con los otros, la destreza para resolver problemas, la predisposición a
actuar creativamente o de adaptarse a situaciones cambiantes. En sintonía con los
diagnósticos weberianos, Laval y Dardot definen al capital humano como parte de una
ética personal para los tiempos de incertidumbre. Esta definición, que en principio nos
resultaría algo llamativa, habla del modo concreto en que la ética empresarial
transforma a los trabajadores en empresarios de sí mismos, mandándolos a invertir en
sus propias capacidades y talentos como forma de sobrellevar la incertidumbre y la
volatilidad del mundo contemporáneo: “El individuo competente y competitivo es el
que busca el modo de maximizar su capital humano en todos los dominios, que no trata
5
Según Becker, hasta el cuidado y los afectos familiares comportan un valioso capital que no se debería
perder de vista: “Las familias más educadas y con altos ingresos tienden a invertir mucho en el capital
humano de sus hijos, y en varios rasgos no cognitivos. (…) los hijos de padres con salarios altos también
tienden a ser personas con similares tasas de ingreso, porque sus padres les transmiten tanto sus
habilidades cognitivas como las inversiones en distintas formas de capital humano (Becker: 2013).

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únicamente de proyectarse en el porvenir y calcular sus ganancias y sus costes, como el
antiguo hombre económico, sino que persigue, sobre todo, trabajar sobre sí mismo con
el fin de transformarse permanentemente, de mejorar, de volverse cada día más eficaz”
(Laval y Dardot: 2013, p. 338).

Más arriba decíamos que la ética siempre viene acompañada por un conjunto de
tecnologías de sí, entendidas como los saberes prácticos y las técnicas que los
individuos utilizan para transformar lo que ya son. Ahora podríamos añadir que la
inversión en capital humano es la tecnología de sí propuesta por la ética empresarial.
Invertir en nuestras capacidades, en nuestros talentos e incluso en nuestro propios
cuerpos; capitalizarnos constantemente para responder mejor a las exigencias de la
economía contemporánea; transformarnos en emprendedores que no ceden ante nada, ni
siquiera ante los repetidos fracasos y las malas decisiones: tal es la forma de felicidad
que la ética empresarial nos propone y al mismo tiempo nos exige. Las técnicas y los
procedimientos concretos para invertir en nosotros mismos y capitalizarnos resultan
extremadamente variados, yendo desde la terapia, la autoevaluación o las intervenciones
motivacionales hasta los métodos destinados a mejorar el rendimiento intelectual, el
manejo de las emociones o las habilidades comunicacionales. Al igual que en la ética
protestante, hay allí un suerte de “ascetismo” o una técnica para el “dominio de sí”,
aunque orientada por otros valores y objetivos.

Para Bob Aubrey –un consultor y especialista en técnicas de desarrollo personal y


formación profesional–, “El dominio de sí no consiste en conducir la propia vida en
forma lineal y rígida, dentro de un marco bien definido, sino en mostrarse capaz de
flexibilidad y emprendimiento” (Aubrey: 1994, p. 103). Así pues, los individuos deben
transformarse para soportar las condiciones de un capitalismo altamente competitivo,
respondiendo de manera flexible y creativa ante las oscilaciones de los mercados, las
crisis de la producción y el empleo, las grandes reconversiones económicas y los ajustes
estructurales. La ética empresarial del neoliberalismo, con sus técnicas de sí y sus
formas de autorrealización, contribuye a crear hombres y mujeres capaces de adaptarse
y de responder a casi cualquier cambio, menos a la posibilidad de cambiar el sistema en
el cual viven y trabajan.

16
Conclusiones

El título de este escrito plantea en cierto modo un falso interrogante. En efecto, el


problema no pasa tanto por definir si hay o no una ética en el capitalismo
contemporáneo. El problema realmente serio, y que aquí apenas podemos plantear como
tarea ético-crítica, consiste en saber cuáles serían las posibles consecuencias de una
ética adecuada al nuevo capitalismo, capaz de regularlo en sus formas de reproducción y
de funcionamiento. Si pudiésemos avanzar en una posible respuesta a ese interrogante,
veríamos que la ética del capitalismo contemporáneo apunta hacia la internalización de
unas singulares pautas de conducta, “un modo de existencia basado en mandatos de
autocontrol, de asunción de riesgos, de responsabilidad individual, de competir, de
innovar, de emprender, de maximizar. Todo un estilo de vida pasa a ser perfilado así por
el modelo de la empresa” (López Ruiz: 2013, p. 143).

Hay ciertamente una ética para el capitalismo contemporáneo, y consiste ordenar la


propia existencia según la forma de la empresa. No estamos refiriéndonos con ello al
marco institucional donde se desenvuelven las relaciones humanas. En la ética del
neoliberalismo, la empresa es ante todo un ethos, un modo de vida y de relación del
individuo consigo mismo. Ahora bien, ¿qué implica hacer de la propia vida una
empresa?, ¿cuáles serían la posibles consecuencias de semejante mandato ético? He
aquí las preguntas que deberíamos plantear en adelante, buscando responderlas siempre
desde una posición ético-crítica. A veces nuestras críticas al actual capitalismo se
limitan a denunciar su supuesta falta de ética. Esa clase de denuncias que nunca está de
más, aunque a veces puede llevarnos a pasar por alto –y a recibir incluso muy
“acríticamente”– propuestas tales como la ética empresarial, que no sólo garantiza la
marcha del tan cuestionado capitalismo, sino que contribuye a perpetuarlo en sus
mismas condiciones de funcionamiento.

Hacer de la empresa una forma de vida, tal y como solicita la ética empresarial, no
implica otra cosa que interiorizar las duras exigencias de competencia de mercado en la
propia individualidad; más aún, es fomentar la autoproducción de un individuo capaz de
descifrar toda su existencia en términos competitivos. Los mismos neoliberales lo dicen
abiertamente y sin ninguna clase de reparo: “la competencia aparece como el

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fundamento de la calidad de vida y está vinculada a los aspectos más trascendentales de
la existencia humana desde el punto de vista educacional, civil, religioso y cultural,
además del económico” (Becker: 2000, p. 10). Habría que pensar críticamente en los
efectos de un planteo semejante. ¿Qué ocurre cuando los trabajadores se entregan
completamente a la competencia, invirtiendo y maximizando su rendimiento sin ningún
límite que los detenga? El efecto general de esta forma de conducta consiste en que la
vida entera quede subyugada en la dinámica de una competencia no sólo más dura y
difícil, sino a la larga más inevitable. Se trata de lo que Laval y Dardot denominan como
el “efecto cadena” provocado por la conducta de los sujetos emprendedores. Al hacer de
la empresa una forma de vida, esos sujetos “reproducirán, amplificarán y reforzarán las
relaciones de competencia entre ellos. Y esto les impondrá, de acuerdo con la lógica de
un proceso autorrealizador, adaptarse subjetivamente cada vez más a las condiciones
cada vez más duras que ellos mismos habrán producido” (Laval y Dardot: 2013, p. 334).

Hemos sostenido que la gran tarea de la ética es conducirnos a pensar por nosotros
mismos, cuestionando tanto las creencias y los valores que en algún momento nos han
sido inculcados, como así también las éticas que hemos heredado y convertido en
nuestra actual forma de vida. Esta tarea ético-crítica –o, en otras palabras, este intento
de la ética de reflexionar sobre sí misma– no excluye ciertamente a la ética empresarial
del neoliberalismo, que en lugar de ayudarnos a pensar por nosotros mismos, parecería
conducirnos cada vez más a una suerte de “servidumbre voluntaria”. Así como la ética
protestante “contribuyo en lo que pudo a construir el grandioso cosmos del orden
económico moderno (...) vinculado a las condiciones técnicas y económicas de la
producción mecánico-maquinista” (Weber: 2008, p. 286), hoy día la ética empresarial
del neoliberalismo contribuye a que los trabajares sean más adaptables –y en última
instancia más serviles– al capitalismo de la informatización, la flexibilización y la
sobreexplotación.

Podríamos preguntar si existe realmente alguna forma de escapar a esa ética o de


evadir sus mandatos. Pero quizá haya que partir de una pregunta previa a tal tipo de
planteos, y es hasta qué punto la ética empresarial afecta incluso la vida de quienes no la
aceptan o pretenden rechazarla. Allí donde los hombres y las mujeres del mundo
asuman a la ética empresarial de una manera acrítica, estarán marcando parte de las
condiciones de vida y de trabajo del resto de sus congéneres. Por ello no podemos

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conformarnos con expresar nuestro rechazo. A la ética de la empresa hay que
responderle con la invención de otras formas de existencia, de trabajo e incluso de
felicidad. Lo cual tampoco se consigue en un solo día ni con un solo intento, sino que
requiere de una práctica paciente y rigurosa, una ética desarrollada a lo largo de toda la
vida. Puede que la reflexión ético-crítica contribuya en parte a esa tarea, indicando los
límites y las contradicciones de lo que ya somos o podríamos llegar a ser como sujetos
éticos.

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