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Jefe, ¿me da chance?, Voy a echar una meada.

- Nomás hágase tres sacudidas. Una por la patria, una por la familia y otra por la
revolución; y si se hecha un gas, espérese, no sea que se traiga con usted el aire de las ultimas
selecciones...
- ¡Ha que... ¡
Con el aparato en la mano, Tranquilino Abrujo llegó hasta el mingitorio y empezaba a
descargar sus ansias cuando escuchó, a unos cuantos metros el sonido de un balazo.
- En la madre, dijo corriendo hacia la oficina del diputado levantándose con premura la
bragueta lo que le valió un bello pelliscón en el fierro. Al entrar a la oficina vio al diputado de
espaldas a él, cómodamente sentado en su sillón y observando la lluvia eterna de la ciudad de
México. Buscando quién o qué había producido ese sonido, se encontró con la presencia de una
rubia de contornadas y bellas piernas con la falda muy por encima de las rodillas. Al saludarla
amablemente, se percató de que ésta no le devolvería el saludo ya que se encontraba en calidad
de fiambre.
Con su característica delicadeza y amabilidad, se sintió obligado a bajar la falda de la
señorita, aprovechando la ocasión para hecharse un taco de ojo, cosa que le recordó que, si aún
no había comido, una mirada al prójimo llenaría tanto su alma como su cuerpo. En esas estaba, ya
que parecía que la falda en lugar de bajar, tendía a subir, cuando el diputado le espetó fríamente.
- Tranquilino, quiero que se deshaga de ese estorbo.
Acostumbrado a los desplantes y caprichos de su jefe, Tranquilino Abrujo giró hacia el
cuerpo para actuar inmediatamente pero, al percatarse del tamaño de la demanda, volteo los ojos
al licenciado como tratando que éste le dijera cómo, cuando, y, sobre todo, dónde podía dejar un
cuerpo tan agradable sin que le achacaran el estado actual de éste. Sin embargo su jefe,
dirigiéndose hacia el pequeño bar que tenía oculto detraes de los tomos de la Constitución
Mexicana y sus enmiendas (lo que daba lugar a una buena cava), le hecho una mirada fría que
significaba "me vale madre".
Ante tan agradable acogida, Abrujo se dio por enterado que no tendría más remedio que
accionar por sí mismo...
- Ha, y que nadie, nadie, ¿me entiende?, se entere de esto -añadió, amablemente...? el
Licenciado.
Esta ciudad tiene algo de extraño, y aún más sus ciudadanos; hay en el ether como un
sistema, un código establecido del secreto oficial, de lo sabido pero no dicho, gritado pero no
escuchado. Hay órdenes que no es necesario decir porque, desde antes están dichas así que
Tranquilino se quedó inquieto ante la orden de su jefe. ¿Habría que tomarla en serio o querría
-como los discursos políticos- decir exactamente lo contrario?.
Antes que nada, tendría que descifrar lo que el Jefe quería realmente decir por lo que
decidió -en calidad de mientras- dar alojamiento a la rubia en una de las gavetas del archivo (vacío,
claro) donde deberían de encontrarse las resoluciones a las demandas ciudadanas.
Hecho esto, salió de la oficina y se dirigió a la “Ciudad de Madrid”, cantina lo bastante
alejada de su trabajo como para que no lo encontraran en plenas funciones burocráticas.
Típico representante del trabajador federal, Saturnino Abrujo no tardó en encuetarse y
soltar la lengua a dos tipos que, como él, empinaban tranquilamente el codo en la barra. Es
evidente que en su estado, Saturnino no pudo darse cuenta de dos pequeños detalles: uno, de las
miradas de “inteligencia” (esta no es más que una expresión popular que en este caso está
desprovista de su real sentido) que se lanzaban sus interlocutores; dos, de las deformidades en
sus sacos que no correspondían, como lo pensaba Saturnino, al trabajo mal hecho de algún sastre
de colonia popular, sino a las 38 que cada uno traía enterrada entre el cinturón y la grasa.
A final de cuentas Saturnino no había logrado, aparte de un buen dolor de cabeza,
comprender lo que el jefe le había querido decir y, menos aún, cómo lograría, en caso necesario,
deshacerse del cuerpo.
Recordando aquel caso famoso de muchos años atrás de “los empaquetaditos”, cuerpos
cortado en pequeños trozos que su asesino guardaba en paquetes perfectamente hechos e iba a
dejar en diferentes sitios, pensó que tal vez esa sería una posible solución ya que, como bien lo
sabía, nadie vigilaba lo que los empleados sacaban de la cámara, pero recordó su extraña aversión
a la sangre por lo que, a menos de contar con la ayuda de alguien, esto no sería posible.

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