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LA BANALIDAD TRÁGICA

(Una perspectiva crítica de la


postmodernidad)

JOSÉ MARTÍNEZ HERNÁNDEZ


Doctor en Filosofía

NOTA: Este ensayo constituye el primer capítulo de mi libro


El legado de Sócrates, Editorial Comares, Granada 2001.
1

"En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a


los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se
conquista hoy con los mismos procedimientos con que se
conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de
pensar, la amoralidad y la hiperexcitación". (F. Pessoa, Libro del
desasosiego).

Toda vida humana tiene un fondo trágico, una gravedad


esencial, está amenazada por la presencia o el presentimiento de
un abismo del que emerge el sinsentido, pero todas las épocas
de la historia no tienen la misma actitud hacia la experiencia
trágica de la vida. Hay épocas que se sienten capaces de
enfrentarse a lo trágico, que tienen la fuerza necesaria para
encararlo o darle sentido; hay otras, como la nuestra, que sólo
pueden darle la espalda y ocultarlo. Es, en realidad, una cuestión
de poder, de capacidad o de impotencia para asomarse al
abismo sobre el que pende nuestra existencia, para asumir la
esencial gravedad del vivir. En unos casos es posible sostener la
mirada hacia ese abismo, en otros sólo es posible apartarla de él
y hacer como si no existiera. El inconsciente colectivo de
nuestro tiempo sabe que, puesto que no es capaz de afrontar o
asumir el conflicto trágico, debe deshacerse de él, protegerse
contra él, negarlo y hacerlo desaparecer, debe buscar "la
estupidización, que salva de la angustia" (E. Canetti). Angustia o
estupidez, ése es el dilema existencial ante el que hoy nos
hallamos situados y la decisión mayoritaria ante el mismo
2

parece ser la elección de la estupidez, el deseo de no pensar, la


voluntad de cerrar el paso a cualquier experiencia que nos abra
el camino de la angustia.
Experiencias trágicas como el sufrimiento, la presencia del
mal, la vejez o la muerte son disfrazadas o apartadas, recluidas
en el disimulo o en el silencio, camufladas con la búsqueda
ansiosa del placer y el anhelo de la eterna juventud. En
consonancia con ello, la experiencia trágica se ha devaluado y se
ha convertido en patología subjetiva, la Metafísica ha sido
suplantada por la Psicología y la Psiquiatría: lo que antes era
angustia existencial hoy es depresión, el desamparo se vuelve
inseguridad o falta de autoestima y la nada se transforma en
sorda e indefinida sensación de vacío interior que ha de ser
tratada con pastillas. Buscamos en los médicos y psiquiatras,
como en magos que todo lo resuelven, el fácil remedio y el
lenitivo eficaz que nos evite la pesada necesidad de darle
sentido a nuestra vida. K. Jaspers ya lo advirtió:

“Cuando se producen los falseamientos y los enredos y las


confusiones, el hombre moderno acude al psiquiatra. De hecho
hay enfermedades corporales y neurosis que están en relación
con nuestra constitución psíquica. Percibirlas, conocerlas es
propio de una conducta realista. No hay que prescindir de la
instancia humana del médico allí donde éste sabe y puede hacer
realmente algo sobre la base de la experiencia crítica. Pero hoy
ha crecido en el suelo de la psicoterapia algo que ya no
pertenece al dominio de la ciencia médica, sino que es filosófico
y que por tanto ha menester del examen ético y metafísico,
como todo esfuerzo filosófico.”1

Ese esfuerzo filosófico y anímico, la personal creación del


sentido de nuestra vida, es el que muy pocos están dispuestos a

1
K. Jaspers, La filosofía, F.C.E. Madrid 1981, pág. 106.
3

hacer. La mayoría de la gente quiere fórmulas redentoras o


recetas salvadoras, busca refugio entre las sotanas de antaño o
los gurús de variado pelaje y las batas blancas de hogaño,
invierte su fe en cualquier parte con tal de que la preciada y
beatífica renta de la estupidez esté asegurada y nunca falte.
La medicalización encubridora y protectora contra la
experiencia trágica es sólo un ejemplo de una actitud mucho
más generalizada. Frente a una sensibilidad de las profun-
didades se ha impuesto una sensibilidad de las superficies, que
suprime o censura el gesto serio ante la gravedad de la vida y lo
sustituye por la distracción, la frivolidad y el aturdimiento.
Frente a la ética, siempre conflictiva y problemática, surge
triunfante la estética en su acepción más banal. Contra el
esfuerzo de pensar y vivir por uno mismo se busca la placidez
de ser pensado y vivido por otros y para evitar la angustia del
duelo se propone la evasión del juego. Ha desaparecido el coraje
ante lo terrible y enigmático y ha surgido, en su lugar, la afición
hacia lo gracioso y divertido; Antígona y Edipo han sido
silenciados en nuestros corazones por Mickey Mouse y Bugs
Bunny.
Esta actitud antitrágica, que no quiere problemas y sólo
quiere fáciles soluciones, tiene también su reflejo en el lenguaje,
pues son ya muchas las cosas que no pueden llamarse por su
nombre y han de ser bautizadas de nuevo de acuerdo con la
blandura del momento: ya no hay viejos, ni ciegos, ni
subnormales, ni cáncer, sino tercera edad, invidentes,
disminuidos psíquicos o enfermedad larga y dolorosa. El
eufemismo en el lenguaje, la mordaza en los sentimientos, la
censura social hacia determinados temas de conversación, la
voluntad de no saber ni pensar, la mentira y la hipocresía
generalizadas, son hoy los pilares fundamentales de una nueva
concepción de la cultura, de la educación y de las buenas
4

maneras, cuya finalidad principal es impedir que el sentimiento


trágico de la vida aflore bajo cualquier pretexto. Así, la reflexión
trágica se ha convertido en patrimonio exclusivo de los
aguafiestas y pájaros de mal agüero, en funesta manía de pensar
que todos repudian y a nadie interesa.
La primacía de lo lúdico sobre lo trágico es hoy el
fundamento de todo un estilo de vida aparentemente festivo,
deportivo y juvenil, pero necesitado, para sostenerse, de un
permanente engaño, apoyado en una mentira sistemática y
constante que le protege de la desesperación. Una minoría de
edad generalizada es el nuevo modelo de conducta, una
puerilidad de avestruz que está convencida de la inexistencia de
lo que no ve. La fragilidad de este estilo de vida exige continua
protección, necesita el trabajo permanente de múltiples gestores
y administradores de esa especie de gigantesco jardín de
infancia abarrotado de peterpanes que hoy es la sociedad del
bienestar. Los nuevos padres y tutores de nuestro estúpido
infantilismo ya no visten en su mayoría sotana, pues son los
médicos, políticos, publicistas, psiquiatras, intelectuales oficia-
les..., todos aquellos cuya labor consiste en la administración de
cuerpos y de almas, todos los profesionales que se presentan
con el halo de maestros del saber vivir a cambio de rentables
ganancias. El saber del que hacen gala estos profesionales
consiste justamente en conjurar y disolver lo trágico, en
promocionar como fines vitales ideales tan grandiosos y
sublimes como la salud, el bienestar, la satisfacción, la pequeña
realización personal; es decir, las únicas metas acordes con el
débil espíritu de los tiempos. Incluso el poder, siempre tan
brutal y ahora ladino y sutil, se ofrece y se presenta, ante todo,
como protección ante lo trágico y cobra ese servicio con la
moneda de la docilidad y la sumisión.
5

Rechazamos y tememos lo trágico como se repudia aquello


que nos desenmascara, como se evita una luz demasiado intensa
o se odia lo que hace temblar nuestros cimientos. Presentimos
que vivir es sostenerse en la nada, pero no queremos saberlo o,
al menos, preferimos olvidarlo y pensar en la liga de las
estrellas o en la vida y milagros de los famosos. La negación de
lo trágico tiene, por tanto, como origen una voluntad de engaño,
es consecuencia del instinto de conservación de una época
carente de vigor y de fortaleza, incapaz de sondear lo más
profundo de nuestro destino. La debilidad de esta época le
impide hacerse preguntas graves y eternas, le obliga a
conformarse con la calderilla del pensamiento y le constriñe a
una mirada superficial sobre todas las cosas. Esa mirada
renuncia a la experiencia trágica, pues sólo quiere ver cuanto
puede mirar sin angustiarse, selecciona y censura, clausura la
tragedia en un mundo invisible y mudo. Es una mirada que se
desliza sobre la realidad, que ya no se detiene a valorarla hasta
el fondo, que rehúye el enfrentamiento con el lado serio de la
existencia porque ante él no sabe qué decir. No queremos
encarar ningún enigma y, por ello mismo, sentimos en el
corazón una sombra de cobardía y deambulamos tristemente,
frívolos y absurdos, haciendo de la banalidad un nuevo estilo
universal de vida. Como dice Pascal:

"No pudiendo curar la muerte, la miseria, la ignorancia, a los


hombres se les ha ocurrido, para vivir dichosos, no pensar en
ellas."2

La experiencia de un mundo caótico y enloquecido, trivial e


insignificante, sin sentido, no es hoy exclusiva de almas

2
B. Pascal, Pensamientos, Losada, Buenos Aires 1972, pág. 187.
6

sensibles o atormentadas, ni de filósofos capaces de temblar


ante el abismo y el vértigo de la nada. Es la experiencia común y
cotidiana de millones de individuos, es la desoladora con-
vicción, tácita o manifiesta, de cuantos habitamos en la sociedad
del bienestar de este tránsito de siglo y de milenio. Entre el
trajín sin fuste y el vacío angustioso transcurren nuestras vidas,
gobernadas por un péndulo que oscila de la ansiedad a la depre-
sión, de la hiperactividad al aburrimiento. Vivimos en una
civilización maníaco-depresiva, obsesionados por llegar a una
meta que no está, en realidad, en ninguna parte y presos de una
silenciosa desesperación que se disfraza de múltiples formas.
Nuestros afanes corrientes son hacer carrera profesional, buscar
la comodidad y la diversión y nuestros más altos ideales son la
riqueza, el éxito y el poder.
Según todos los indicios, asistimos al final de un ciclo
histórico en el que la civilización occidental ha tocado fondo. La
trivialidad, la insignificancia y la estupidez son el auténtico
signo de los tiempos que corren y su imperio se halla extendido
por doquier, desde la política hasta el pensamiento, desde el
arte a la religión, desde la cuna hasta la tumba. Como niños
malcriados que se asustan ante la seriedad de la vida buscamos
cobijo en el trabajo, la acumulación de enseres y el
entretenimiento, convirtiendo el mundo en una triste feria de las
vanidades. Adoramos a un nuevo dios llamado Exito, anhelamos
una eterna juventud de cartón, consumimos a plazos la vida y
maquillamos la muerte para no enfrentarnos cara a cara ni un
instante con nuestro verdadero rostro.
La época de la banalidad trágica, nuestra época, se carac-
teriza porque en ella conviven y se mezclan dos elementos
antagónicos: la experiencia trágica de la vida y su ocultación o
silenciamiento. Vivimos diariamente en la angustia, en lo
trágico, lo terrible, pero de ningún modo nos permitimos tenerlo
7

en cuenta ni queremos saberlo. La época de la banalidad trágica


es aquella en la que tragedia por un lado y trivialidad por otro
conviven unidas por la espalda, la segunda ocultando a la
primera, y dan forma a una existencia esencialmente hipócrita y
ridícula, tan necia y esperpéntica como la sonrisa de felicidad de
un bobo en el entierro de su madre. En definitiva, no
sintiéndonos capaces de poner remedio a la muerte, al mal, la
miseria, la injusticia o la estupidez y careciendo de respuestas
ante esos grandes interrogantes, a los hombres de hoy se nos ha
ocurrido la brillante idea de no pensar en todo ello y vivir
aparentemente satisfechos.
Un nuevo fantasma recorre Occidente, su nombre es la
conciencia satisfecha. Esta triste figura de la conciencia ha
acuñado un lema que, en diferentes versiones, se oye repetir por
todas partes: "vivimos en el menos malo de los mundos posi-
bles". La frase tiene, como es claro, un sentido negativo, pues,
en lugar de definir el mal como ausencia de bien, según
costumbre de los antiguos filósofos (Platón, por ejemplo), define
el bien como ignorancia y encubrimiento del mal y hace de ese
engaño una actitud positiva que invita al conformismo. Ese
talante negativo aparece también en las distintas variaciones
sobre el mismo tema, que pueden ser económicas, políticas,
sociológicas, éticas, religiosas etc. Así, nuestro triunfante capita-
lismo es, para dicha conciencia, el sistema menos desastroso
para la producción y el reparto de la riqueza, nuestra
renqueante y virtual democracia se legitima como la menos
injusta de las formas de gobierno, nuestra amodorrada civili-
zación es la menos intolerante, nuestra cínica ética la menos
irrespetuosa para el hombre y nuestra esclerótica religión la
menos fanática.
La conciencia satisfecha, triste heredera del fracaso de las
grandes utopías sociales y políticas de la modernidad, se ha
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acomodado entre los restos del naufragio y proclama a los


cuatro vientos que todo está bien porque todo podría estar peor.
Esta conciencia, ni desdichada ni utópica, cultiva el "realismo"
(una mezcla vergonzante de pragmatismo y cinismo), el
conformismo, una distinguida mediocridad, el mero formalismo
democrático, el humanismo hipócrita (¡quién no va a estar a
favor de los Derechos Humanos¡), el pensamiento débil (mejor
dicho, flojo), es decir, la tibieza y la calculada ambigüedad en
todas sus maneras. Sus adeptos son fanáticos de las buenas
formas, inventores constantes de eufemismos, defensores
acérrimos de los hechos, incondicionales encubridores de la
cruda realidad, porque necesitan la mentira como alimento y la
bella apariencia como decorado. Se ha impuesto por doquier la
virtud y la excelencia de lo menos malo, el imperio de la
medianía, la tiranía de la vulgaridad en aras de la eliminación de
cualquier exceso. Asistimos al fanatismo de la tolerancia, al
dogmatismo de que "no hay verdad", al auge de la frivolidad, el
cinismo y la inconsecuencia, disfrazados de sentido común y de
elegantes maneras.
La conciencia satisfecha es, por todo ello, la aliada natural
del poder, sea éste cual sea, pues es dócil de voluntad y fiel
defensora del principio de realidad, cuya formulación más
miserable viene a ser la siguiente: no nos engañemos, las cosas
son como son. La hegemonía de esta figura de la conciencia se
hace sufrir en todas partes, como si una galbana existencial se
hubiese apoderado de Occidente, convirtiéndole en protagonista
de una triste farsa. La cultura europea, la que se propuso ser
universal y cosmopolita, es cada día más provinciana y miope,
incapaz de hacer frente a los retos de una universalidad más
profunda que la de la imposición y la conquista. En lugar de ser
fiel a sus mejores impulsos creadores, esta cultura se ha vuelto
conformista, mercantilista y ruin en sus manifestaciones más
9

peculiares, tales como el arte, la filosofía o la política, ha renun-


ciado a lo más noble de su espíritu para arrimarse al calor de las
salas de los mercaderes y a los convites de los poderosos. La ley
que éstos dictan impera por doquier con mano de hierro bajo
guante de seda y fomenta un narcisismo colectivo, un
vergonzoso narcisismo, que, en sus momentos de mayor
exaltación, llega a gritar complacido el ridículo lema del
volteriano Doctor Pangloss: ¡vivimos en el mejor de los mundos
posibles!.
En efecto, un mundo en el que la miseria material y
espiritual crece, la primera en los menos y la segunda en los
más favorecidos, en el que la violencia sigue creando el Derecho,
en el que la destrucción es el único modo de relación con la
naturaleza, en el que, ¡por fin¡, hemos aprendido, como gran
revolución ética, a cultivar el amor propio. Alguien dirá: nada
nuevo bajo el sol. Así es, salvo la encanallada hegemonía de la
conciencia satisfecha que niega cuanto la refuta, que sólo mira
hacia donde recibe el reflejo de su propia mentira. Occidente
cree haber vencido de puertas adentro a los peores fantasmas:
las guerras de religión, el oscurantismo, el analfabetismo, el
hambre, las grandes epidemias, el totalitarismo político (cuyo
último estertor se identifica falazmente con la caída del comu-
nismo), pero un nuevo fantasma, más sutil y por ello más
peligroso, le amenaza. Ese fantasma es su cobarde e interesada
ceguera, su miserable satisfacción, ese fantasma somos nosotros
mismos.
10

II

Vivimos el final de un siglo ensombrecido por grandes y


sonadas muertes: de dios, del hombre, del arte, de la filosofía.
Es indudable que en los últimos tiempos se ha matado mucho y
bien y, por desgracia, no sólo metafóricamente. Estamos
marcados por adioses -al progreso, a la revolución- y
crepúsculos -de las ideologías, del deber- muy recientes y
traumáticos. El resultado de tantas muertes, derrumbes y
ausencias está a la vista; nos hallamos en el fin de una época
histórica, en la era del vacío, confusos y perplejos, hastiados y
desengañados del pasado y sin futuro, en un presente absurdo,
vertiginoso y enloquecedor. Como en todos los grandes
naufragios, también en éste ha buscado cada cual su modo de
sobrevivir al grito de ¡sálvese quien pueda! Unos viven en la
melancolía y el duelo por las esperanzas idas, rebuscando entre
los restos de la catástrofe algo que llevarse a su desolado
corazón. Otros andan boquiabiertos y alelados, incapaces de
entender nada cuando hace tan sólo tres días lo tenían todo de
sobra explicado. Hay quien no sabe adónde va y hay quien sabe
que no va a ninguna parte: entre el escepticismo sofista y
superficial y el cinismo moral oscilan nuestras más profundas
convicciones. Mientras tanto, los avispados vendedores de
placebos, panaceas, cremas y elixires hacen su agosto. Pero, no
todo van a ser desgracias, el lugar de los viejos dioses e ídolos
no ha quedado por completo vacío, pues ha venido a ocuparlo
velozmente la que por ahora puede ser considerada su heredera
universal: la estupidez.
La estupidez, como afirmó G. Deleuze, es la bajeza del
pensamiento bajo todas sus formas, pero en la era de la
11

banalidad trágica su carácter proteico se ha reducido a dos


figuras principales: la búsqueda del éxito y de la diversión.
Alcanzar el éxito y divertirse, ser el mejor en algo, aunque sea
en rebuznar, y pasarlo lo mejor posible, aunque sea oyendo
rebuznar, son considerados hoy dos objetivos tan grandiosos
que por sí mismos bastan para llenar e incluso hacer rebosar la
vida de cualquier hombre. Y quien así no lo viera, ¡sea anatema y
tenido por loco peligroso que sólo busca blasfemar y deses-
tabilizar! La búsqueda del éxito y la diversión parecen en
principio fines contrarios, como negocio y ocio, pero no hay tal,
porque son dos formas de estar fuera de sí, de éxtasis vacío y
mundano, con las que un patético Narciso huye como puede de
sí mismo y muestra bien a las claras que su aparente autofilia es
más bien una profunda y pavorosa autofobia. La desgracia de los
hombres de hoy se mide por su incapacidad para el
ensimismamiento y la quietud, por su necesidad de un éxtasis
sacrificial (el éxito) o un éxtasis trivial (la diversión). En el
primer caso se afirma que el tiempo es dinero, poder (o heces
que diría Freud) y hay que aprovecharlo, acumulando el mayor
posible, y en el segundo caso se siente que, a pesar de todos
nuestros sacrificios y esfuerzos, el tiempo, el que nos queda
libre, se dedica a matarnos y angustiarnos si no somos nosotros
quienes nos afanamos en llenarlo con fruslerías matándolo a él.
Pascal lo vio con claridad:

"Este es el origen de todas las ocupaciones tumultuarias de los


hombres, y de todo aquello que se llama diversión o
pasatiempo, porque el objeto de estas cosas es, en efecto, pasar
el tiempo sin sentirlo, o mejor, sin sentirse uno mismo, y evitar,
perdiendo una parte de la vida, la amargura y disgusto interior
12

que acompañarían necesariamente la atención que uno


consagraría a sí mismo durante este tiempo." 3

En la sociedad de masas en la que vivimos, la diversión


epiléptica y gesticulante es la forma mayoritaria del éxtasis
narcisista, aquella en la que se trata de llenar el tiempo como
sea con tal de no mirarnos al espejo de nuestro vacío
aburrimiento. Los hombres de hoy padecemos una evidente
incapacidad para estarnos quietos en alguna parte. La quietud, la
inacción y la tranquilidad fueron virtudes de otros tiempos,
consideradas ahora como vicios propios de indolentes y de
individuos carentes de voluntad y vitalidad. El sosiego y la
serenidad ya no se consideran virtudes aristocráticas, sino
plebeyas; la quietud y la pasividad son ahora los estigmas de los
don Nadie, los defectos de los fracasados que pagan su culpa
arrojados al desván de la Historia. "Hacer", "viajar", "actuar", son
los verbos mayoritariamente conjugados por una sociedad que
encumbra y alaba a quienes viven azogados y trajinantes,
mientras desprecia o margina a quienes buscan la paz y el
sosiego. La incesante movilidad, la maniática actividad, la cre-
ciente velocidad de desplazamiento conseguida para personas,
objetos e información son aclamadas como pruebas palpables del
progreso de los pueblos y del bienestar de los hombres. Este baile
de San Vito colectivo, este estúpido desasosiego, domina todos
los ámbitos de nuestra vida, una vida en la que las frases más
escuchadas dicen "¡no tengo tiempo! o "¡llego tarde!". El ajetreo sin
sentido es la ley fatídica que impera tanto sobre el trabajo como
sobre el ocio y elimina la diferencia esencial entre ambos, pues
convierte al primero en tiempo para producir y al segundo en
tiempo para consumir. Negocio y ocio son hoy la misma cosa,

3
B. Pascal, obra citada, pág. 179.
13

tiempo administrado y vertiginoso, sometido a las leyes de la


economía y puesto al servicio del capital; son vida consagrada al
culto de un nuevo dios, exigente, celoso e implacable: el dinero.
En un mundo dominado por la movilidad y la velocidad todo viaja
y nada permanece. Viajan las mercancías, viajan la información,
las imágenes y las palabras a través de redes cada vez más sofis-
ticadas, viaja el capital como divinidad abstracta y concreta a la
vez, viajan las personas, obsesionadas por aprovechar el tiempo,
en un trajín absurdo que les permite llegar a todos sitios y no ir,
en realidad, a ninguna parte. Todo lo que es viaja y se mueve. Por
tanto, según esta lógica enloquecida, aquello que no viaja y
permanece inmóvil sencillamente no existe: viajar o no viajar, he
ahí la cuestión.
La movilidad, la actividad y la velocidad no son simplemente
hechos físicos que describen nuestro modo de vivir, sino deberes
morales que se nos proponen para ser virtuosos según el espíritu
de los tiempos. Este imperativo moral que nos empuja a una
frenética actividad no proviene de las alturas, no es la voz de un
Dios transcendente que nos conduce a la tierra prometida,
tampoco se funda en una concepción inmanente y finalista de la
Historia que nos promete el paraíso a través del progreso o la
revolución. Es un imperativo que nace de la necesidad de sentido
de una cultura que, como hemos señalado, ha sustituido a Dios, al
Progreso y a la Revolución por dos nuevos ídolos: el Exito y la
Diversión.
Así, todos los viajes posibles, al igual que los mandamientos,
se resumen en dos: el viaje en busca del éxito y el viaje por
diversión. El primero lo realizan los hombres ejemplares y
modélicos y con el segundo se conforman quienes no han sido
llamados a tan alto destino. El viaje hacia el éxito es el viaje
heroico e ideal, lleno de peligros, incomodidades y sacrificios,
pero recompensado con los más altos atributos divinos. Al gran
14

hombre que lo realice le está reservado lo que sólo los dioses de


otros tiempos podían disfrutar, estar en lo más alto y en todas
partes. Este gran hombre al que todos admiramos, el héroe viajero
de nuestros días, tiene los síntomas externos del epiléptico, es un
titán sin tiempo libre con la agenda repleta de compromisos
urgentes. Debe coger trenes, automóviles, barcos y aviones sin
demora, llevando su insustituible presencia por tierra, mar y aire
a todos los lugares del mundo; debe manejar con envidiable sol-
tura teléfonos, fax y redes informáticas para pertenecer a esta
nueva y esperpéntica orden de caballeros andantes, volantes y
mediáticos. Tiene que aparecer en los medios de comunicación de
masas para considerarse alguien importante. Su cuerpo, su voz y
todas sus acciones han de hacerse presentes hasta en los últimos
confines de la Tierra. El nuevo héroe que nos fascina ha de estar
para ser, ha de hacerse omnipresente para ser omnipotente. Viajar
en cuerpo y alma en busca del éxito es su gloria, mientras que no
poder viajar hacia ese remozado jardín del Edén es el infierno de
todos los demás. Por eso, la masa común de los mortales, cuya
identidad permanece confusa para el nuevo ídolo que concede la
gracia del nombre propio (el Exito), solamente puede olvidar o
expiar su culpa vagando por la tierra y viajando por diversión.
Esta segunda forma del viaje, la más común y corriente, es una
especie de errancia masiva organizada a escala industrial. La
practican todos aquellos que necesitan llenar su tiempo libre
trasladándose a los más variados, exóticos y recónditos lugares,
convertidos al fin en lugares comunes que todos deben ver y
visitar. Esa necesidad es administrada y explotada por ministe-
rios, agencias y empresas diversas, que atraen un número cre-
ciente de adictos compulsivos. Quienes cultivan este nomadismo
de la distracción no son los viajeros de antaño, sino los turistas
de hogaño; no buscan conocer y ver en profundidad, sino
15

deambular y fotografiar cuanto les sale al paso. Lo importante, en


este caso como en el anterior, no es ser, sino estar.
El viaje hacia el éxito y el viaje por diversión son, en
realidad, dos formas diferentes de matar el tiempo para no sentir
que es él quien nos va matando poco a poco, pues la trivialidad en
la que vivimos y el trajín en el que nos afanamos no son
inocentes, sino premeditados. Responden a una profunda
necesidad de engaño y alienación colectiva, a un deseo de
ocultamiento de la verdad que ha encontrado en la agitación
permanente su único lenitivo. Esa verdad que repudiamos con una
frenética huída hacia adelante es la convicción íntima e in-
consciente de que vivimos en un mundo sin rumbo, absurdo y sin
sentido. En épocas pasadas la vida era interpretada como una
peregrinación al más allá, un tránsito necesario para alcanzar la
beatitud y la eternidad. En otra época más reciente el viaje de la
vida era considerado como un proceso histórico hacia un mundo
mejor y más perfecto. Ahora, en cambio, la vida se nos muestra
como un viaje que no nos lleva a ninguna parte. Esa amarga
convicción, sentida inconscientemente, nos empuja a deambular
en múltiples direcciones para no asumir la desesperación que
supone tan cruda evidencia. Viajamos azorados buscando el éxito
o la diversión porque no queremos saber el sentido último de
nuestro viaje. Esta época sometida a una actividad febril y
deshumanizada vive un tiempo en el que todo sentido se halla
ausente, como si la mítica condena de Sísifo se hubiese extendido
hoy a toda la humanidad. Por encima del bullicio estrepitoso en el
que nos agitamos parece sonar en todos sitios la voz implacable
de un aciago demiurgo, cruel y sin piedad, que dicta sobre
nuestras cabezas su fatal sentencia: ¡viajad, viajad, malditos! Es
decir, no dejéis de trabajar, hacer deporte, jugar, reír, seducir,
flipar, vivir nuevas sensaciones, asistir a conferencias y expo-
siciones, como invitándonos a una especie de danza macabra en
16

la que es la muerte invisible, la muerte en vida, quien baila y se


ríe de todos nosotros. Sabemos que procurar diversión a las
masas angustiadas por la insoportable vaciedad de su tiempo es
el gran negocio y la gran preocupación política de nuestro fin de
siglo. Todos podemos ver que el estadio es hoy la nueva confi-
guración del templo y que ha dejado de existir como algo
particular el llamado mundo del espectáculo, porque, gracias a
la televisión, ahora el espectáculo, triste y tedioso, es el mundo.
Todos presentimos, en fin, aunque nos falta coraje para recono-
cerlo, que Sánchez Ferlosio tiene razón:

“(Port Aventura) Nada demuestra de modo más cruel el patético


extremo de aburrimiento a que ha llegado la moderna gente
como el hecho de que logre divertirse con las mortalmente
aburridas diversiones de pago que les ofrece la cada vez más
rentable y opulenta industria del ocio.”4

El éxtasis trivial de la diversión narcisista es palpable,


visible y conocido, pero el éxtasis sacrificial del éxito está más
dentro de todos nosotros, es más sutil y subrepticio, porque nos
mantiene atados con lazos invisibles y poderosos. Según un
tópico reciente, desde que Dios ha muerto los occidentales
vivimos en un mundo secularizado y sin dioses, pero es mentira.
En realidad las antiguas religiones se han visto desplazadas por
el auge creciente de la que E. Fromm ha definido como religión
cibernética. Nuestros viejos dioses han sido sustituidos por
otros nuevos, entre los cuales hay uno que preside el panteón
llamado Éxito. Dicen también, sobre todo los vendedores de
moralina y los predicadores interesados en colocar sus produc-
tos, que nuestra cultura carece de valores y de pautas fijas de

4
R. Sánchez Ferlosio, “14 pecios”, publicado en el diario El País del 13-VI-
1998.
17

conducta, hallándose en un caos de ideas en el que vale todo.


También esto falta en parte a la verdad, porque sobre ese
aparente mar de confusión flota y brilla con luz propia una regla
de oro inquebrantable y aceptada con gran unanimidad: alcanzar
el éxito. Por tanto, la religión y la moral del éxito son el funda-
mento implícito de la conducta más generalizada entre nosotros,
una conducta que se ciñe, con invariable coherencia, a la lógica
del reto y de la implacable competencia, del logro y del triunfo
social, al deseo de llegar a lo más alto. Es cierto que las
sociedades igualitarias y democráticas suelen ser más
competitivas y afanosas que aquellas otras en las que una
estricta jerarquización clasista impide la movilidad social en
función de los méritos personales. También es verdad desde
Hesíodo que la discordia (eris) competitiva y el deseo de medirse
los hombres entre sí tienen un efecto positivo de autoestímulo y
de superación. Sin embargo, lo que se está produciendo entre
nosotros no tiene, como los más destacables, estos rasgos
positivos, sino todo lo contrario, pues, a falta de algo mejor en
qué creer, hemos sacralizado el éxito levantando en torno suyo
un nuevo culto colectivo.

III

Todo lo que un hombre religioso puede hacer por su dios


(sentirse culpable, querer mejorar, sacrificarse, humillarse, estar
dispuesto a todo) lo hacemos los hombres de hoy, creyentes,
agnósticos o ateos, por el triunfo y el éxito. El culto al éxito es
nuestra común y universal religión. Este ascetismo
intramundano prescinde radicalmente de cualquier perspectiva
18

transcendente, pero, merced a la vieja lógica sacrificial,


mantiene la idea de un dios benefactor, el Exito, que nos dará
todo lo que deseamos a cambio de inmolarnos a él en cuerpo y
alma. Lo importante es tener fe, no dudar, saber por adelantado
que la verdadera felicidad sólo se alcanza escalando hasta la
cima sin mirar hacia atrás y sin pararse ante nada. No es el
hedonismo del disfrute inmediato, aquí y ahora, lo que predica
este nuevo credo, aunque así parezca ("A la desesperación le
llaman hedonismo" dice R. Sánchez Ferlosio), sino un ascetismo
rígido y mortificante que habrá de llevarnos a la tierra
prometida del triunfo, donde derraman sus dones los dulces
manantiales de la fama, el poder, la riqueza y la eterna juventud.
El Exito es el ídolo de una nueva religión universal que habla
todas las lenguas y promete urbi et orbi la salvación, que
garantiza el Futuro a cambio del presente, ofreciendo una
sempiterna dicha más allá del necesario e inevitable sacrificio
para alcanzarla, uno de los cuales, el más importante, es el
sacrificio del pensamiento.
No es verdad que el capitalismo o el materialismo triun-
fantes carezcan de valores, es parcial la idea de que se sostienen
en un vacío moral; se fundan en la estupidez, en la ausencia de
pensamiento, pues su fuerza radica precisamente en aprovechar
la más antigua de las lógicas, la sacrificial, para ponerla al
servicio de mitos también muy antiguos (el poder absoluto, la
gloria imperecedera, la eterna juventud) ahora remozados.
Llegar arriba, ser alguien importante, borrar las huellas del paso
del tiempo, son los fines principales de una ascética narcisista e
individualista en la que el cielo es sustituido por el rascacielos,
el alma por el nombre propio y la salvación por la conservación.
Cada individuo trata, en definitiva, de alcanzar el ideal uno y
trino: estar en lo más alto, en todas partes y siempre joven. Ese
ideal se sostiene sobre tres convicciones tácitas fundamentales:
19

"triunfo, luego soy", "salgo en televisión, luego existo" y "me


conservo joven, luego siempre seré y existiré". A propósito de
este culto angustiado y furibundo dice R. Sánchez Ferlosio:

"...pero, ¡ay! darse a conocer a todo el mundo, hacerse ver por


todas partes, no dejarse olvidar ni un sólo día, al precio de la
propia dignidad, es la inhumana ley del éxito social, del triunfo
público."5

La vitalidad y la hegemonía de un dios se han medido


siempre por su capacidad para generar entre sus fieles
sacrificios y unanimidad en un credo esencial, desplazando a
otros dioses y otros cultos, ocupando su lugar y asumiendo sus
funciones. Según este criterio, el llamado mundo desarrollado
tiene en el Exito, desde hace tiempo, a su único dios verdadero.
Sólo aceptando esto podemos entendernos y comprender
muchas otras cosas. Por ejemplo, la moral del triunfo que
impregna toda nuestra vida y que divide a los hombres en
ganadores y perdedores, la gran importancia de la autorre-
alización profesional, la presión de las clases medias sobre su
prole para que apriete los dientes y acelere el paso; en suma, el
neodarwinismo social que se ha extendido por todas partes,
desde la educación al trabajo, desde los negocios a la cultura,
desde el primero hasta el último de nuestros días. Dios es el
Exito, el Mercado su iglesia y los sumos sacerdotes neoliberales
sus profetas. Los héroes de esta nueva moral son ascetas del
trabajo y de la disciplina, titanes sin tiempo libre (empresarios,
banqueros, gobernantes, ejecutivos, profesionales diversos,
intelectuales...) que viven consagrados a su virtud productiva.
"Hombres tan tontos que ya sólo pueden negociar", dijo Elías

5
R. Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos,
Ediciones Destino, Barcelona 1993, pág. 53.
20

Canetti. El gran hombre tiene repleta su agenda, no tiene tiempo,


mientras que el hombrecillo tiene todo el tiempo del mundo,
porque la vieja condena bíblica del trabajo se ha convertido
ahora en vía privilegiada de redención. Por eso hoy el ocio
inactivo y sereno ya no es aristocrático, sino plebeyo, pues tener
tiempo libre para no hacer nada es el estigma de los deshereda-
dos, los don Nadie, los fracasados y marginados que viven
olvidados y dejados de la mano de dios. Los acólitos del culto al
Exito no dudan en abandonar al padre y a la madre, a la mujer y
a los hijos, como los santones de todas las épocas y lugares; no
se detienen ante amigos o conocidos, ni se asustan por la
soledad o el sacrificio, al contrario, toman su cruz con ansiedad
de mártires y con buen ánimo: trabajan como locos, luchan y
pisan a sus correligionarios como desalmados, tienen la faz dura
y la mirada enardecida del iluminado. Su tiempo libre es
también tiempo de culto, pues lo dedican a lograr las relaciones
sociales que necesitan, la apariencia física que les es imprescin-
dible, la imagen que les distingue de los desarrapados herejes y
descreídos. Y, por supuesto, educan a sus hijos en idéntica fe en
el Éxito Futuro e intentan inculcarles la misma severa disciplina,
adiestrándolos con toda clase de recursos, aprovisionándolos
para la larga y despiadada carrera hacia el triunfo que, según
ellos, será su vida.
En la Historia suele cumplirse el principio de eadem sed
aliter, es decir, lo mismo, pero de otro modo, y la religión del
Éxito es un buen ejemplo de ello. Desde tiempos inmemoriales
asistimos a la pervivencia de la lógica sacrificial (la idea del
valor contable y redentor del presente sufrimiento como
garantía de la salvación futura) puesta al servicio de diferentes
causas. En un principio fue la causa religiosa, más tarde utili-
zaron esta lógica los tres grandes ídolos modernos, la Historia,
el Progreso y la Revolución, y hoy, cuando parecía asomar en el
21

horizonte el crepúsculo narcisista del sacrificio, es el propio


Narciso, un Narciso esperpéntico y tragicómico, quien se
convierte en ídolo de sí mismo y el Nombre Propio deviene una
especie de Moloch insaciable, sediento de sangre y de vida. El
culto al Éxito es la nueva forma, individualista y pragmática, que
ha tomado entre nosotros el viejo culto al Futuro:

"El Futuro se ha vuelto, pues, hoy, tanto en Oriente como en


Occidente, el opio de los pueblos, en un sentido bastante
parecido al que se dijo antaño en referencia con la religión.
Nunca ha sido el Futuro tan causa del presente como ha llegado
a serlo hoy".6

Así pues, no nos engañemos, la utilización fraudulenta de


lo sagrado no ha desaparecido, sino que se ha desplazado e
invertido, la moderna secularización no ha eliminado a los
dioses que se alimentan de sangre y sacrificios, sino que ha
cambiado unos por otros y ha acabado colocando en el lugar del
viejo Dios Todopoderoso al Individuo y su Éxito. Hemos dejado
de creer en otros dioses, porque ahora creemos en ese diosecillo
tiránico, fantasmal y estúpido que somos nosotros mismos.

IV

En la época de la banalidad trágica el culto individual al


nombre propio es el fundamento de un culto social, tan estúpido

6
R. Sánchez Ferlosio, Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado,
Alianza Editorial, Madrid 1986, pág. 40.
22

y trivial como el primero: el culto a la cultura. Utilizando la vieja


costumbre de los historiadores de identificar una época con un
material propio de ella, (Edad de Piedra, Edad del Bronce, Edad
del Hierro) cabe decir que vivimos en plena Edad del Plástico.
Este material es, además del más usado, todo un símbolo, un
auténtico signo de los tiempos que corren. La Edad del Plástico
es la del uso efímero de las cosas, aquella en la que nada escapa
a la consideración de bien de consumo, de perecedero instru-
mento. En ella el lema es "usar y tirar" y se aplica en todas las
esferas de la vida, no sólo en lo que atañe al consumo material,
sino también al consumo espiritual, pues las leyes de la
economía de mercado rigen todos los ámbitos de la existencia.
Es precisamente en esta segunda esfera, la espiritual, en la que
la Edad del Plástico presenta sus rasgos más característicos y
peculiares, porque la universalización y hegemonía de los
criterios económicos se muestra con mayor crudeza. Así, cabe
hablar de un inmenso mercado donde todo se compra y se
vende (el arte, el pensamiento o las ideas, las creencias, los
valores éticos, etc.), el cual se gobierna por la ley de la oferta y
la demanda, con las técnicas de la publicidad y del marketing y
mediante las reglas y usos de la moda. Una temporada se oferta
postmodernidad, otra neobarroco, más tarde se lleva el toque
ético con atuendo escéptico, después tal vez esté en alza el
arrebato místico o se extienda la fiebre esotérica, el caso es
renovar el producto y hacerlo atractivo.
La conversión de la cultura en mercancía, de lo espiritual
en producto fabricado, etiquetado y publicitado, es la gran
revolución aportada por la Edad del Plástico, es la verdadera
muerte del arte, del pensamiento y de la religión. La pintura, la
música, la literatura, la filosofía, la ética o las creencias, están
en los escaparates al igual que los electrodomésticos, los
automóviles, la ropa o los alimentos, porque pertenecen más al
23

ámbito de las ciencias de la imagen que al de los saberes del


espíritu. Esas ciencias de la imagen se rigen por la ley de la
"marca" (en este caso el nombre propio del autor) y por la
presentación, la envoltura y el prestigio de ésta. Así, en nada se
diferencian un cuadro y un televisor, una novela y un coche
deportivo, un sistema de pensamiento y un traje o un perfume.
La Edad del Plástico no conoce nada duradero, en ella sólo
el capital es eterno, ya que no se crea ni se destruye, sino que se
transforma, y todas las mercancías están sometidas a incesante
renovación, siguiendo el imperativo fundamental de la moda: la
hegemonía de lo efímero. Surgen movimientos plásticos que
están muertos al minuto de nacer, música y literatura de
temporada, filosofías de ocasión, creencias de saldo y quita y
pon. El mundo del espíritu vive un tiempo de rebajas
permanente, en el que todo se compra y se vende, en el que
nada se sustrae a la ley del dinero. En la Edad del Plástico la
valía se mide por el éxito, el talento por las cifras de ventas y la
calidad por el criterio de las mayorías. Así, el arte se ha
convertido en diseño, la música en imbecilidad colectiva, la
literatura en pasatiempo, la filosofía en nadería retórica y
grandilocuente y la religión en espectáculo de masas. Importa
más la imagen del autor que la obra misma, sus extravagancias
que su creatividad, su vida privada que su maestría, interesa
más el cómo que el qué y en todas partes prolifera el género
menor en el mundo del espíritu. La cultura se concibe como
adorno, como consumo de lujo y privilegio de las clases medias
acomodadas, mientras se extiende a gran escala un bárbaro anal-
fabetismo ilustrado. Ortega y Gasset ya lo vio venir:

“Hay que acabar para siempre con cualquiera vagorosa imagen


de la ilustración y la cultura, donde éstas aparezcan como
aditamento ornamental, que algunos hombres ociosos ponen
24

sobre su vida. No cabe tergiversación mayor. La cultura es un


menester imprescindible de toda vida, es una dimensión
constitutiva de la existencia humana, como las manos son un
atributo del hombre.”7

La Edad del Plástico ha inventado la cultura como consumo


masivo e instantáneo, como necesidad de estar a la última, como
fasto y representación hueca, impostura y falsedad. Por ello se
hace imprescindible estar en determinadas exposiciones, con-
ferencias, representaciones, ver a los otros y dejarse ver por
ellos, poner cara de ensimismada profundidad, entregarse con
fervor a la mentira y a la estupidez organizadas. Las obras de la
cultura se han transformado en productos de entretenimiento,
en objetos-espectáculo destinados a aliviar el tedio de las masas
satisfechas de pan y deseosas de un refinado circo. La Edad del
Plástico es un tiempo sin memoria y sin proyectos, carente de
pasado y de futuro, es un presente instantáneo, en el que la
vaciedad se exhibe disfrazada de arte o de pensamiento, en el
que la cultura es negocio de los más avispados y propaganda o
adorno del poder. Cuando, dentro de muchos años, los
arqueólogos exhiban los restos de este tiempo en sus vitrinas tal
vez bastarán dos objetos para representarlo: una tarjeta de
crédito y un corazón de plástico.

Ante esta hegemonía de la estupidez, de la banalidad y de


la agitación, la actual situación intelectual y espiritual de Occi-
dente no es muy halagüeña. Puede ser resumida en una sola

7
J. Ortega y Gasset, “Misión de la Universidad”, en El libro de las misiones,
25

palabra: perplejidad. Pero nuestra perplejidad es una forma


negativa de la admiración, es una admiración impotente. Los
antiguos filósofos occidentales consideraban la admiración y el
asombro como puntos de partida y acicates del pensamiento, es
decir, de nuestro modo peculiar de relacionarnos con el mundo;
sin embargo, hoy la perplejidad es el síntoma evidente de
nuestra incapacidad para pensar, de nuestra impotencia para
explicar la realidad que nos rodea y aturde. Lo que nos pasa es
que no sabemos lo que nos pasa, dijo Ortega con brillantez. La
confusión y la desorientación se han adueñado de las mentes
occidentales y la vacilación es la errática ley de nuestra
voluntad. Todos los discursos se han vuelto fragmentarios y
todas las propuestas se definen como provisionales. La perple-
jidad es, pues, en nuestros días la parálisis del espíritu, la impo-
tencia del pensamiento. En nuestro mundo intelectual prolifera
por doquier el género menor, la erudición carente de interés o la
filosofía de gacetilla, abundan los "post", los "neos" y los "ismos"
y escasean las ideas, sobran nombres y faltan hombres. Dijo
Canetti al respecto: “Post-algo: la cultura más lamentable. Algo
que nada sabe, excepto que quiere estar después de algo.” 8

Ya no hay nadie capaz de contener el mundo en su cabeza,


esa vieja raza de titanes desapareció, ni capaz de revelarlo
desde una perspectiva radicalmente nueva. A falta de nuevas
categorías que afronten en serio los eternos problemas del
hombre, la filosofía vive, o malvive, de refritos más o menos
logrados y de frívolas y grandilocuentes ocurrencias. Las
supuestas novedades intelectuales de nuestro tiempo no hacen
sino repetir hasta la saciedad viejas y gastadas ideas: no hay
verdad, no hay absoluto, no hay centro. Sobre estas simples

Espasa-Calpe, Madrid 1965, págs. 107-8.


8
E. Canetti, Apuntes 1992-1993, Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1997, pág.
93.
26

bases se cimenta la mayoría de las veces un complicado an-


damiaje retórico que quiere hacerse pasar por saber. Como
heredera bastarda de la figura del pensador ha surgido la del
intelectual articulista y conferenciante, encaramado a todas las
tribunas para hablar y escribir interminablemente sobre lo poco
que se puede decir o, mejor dicho, lo poco que él es capaz de
decir, acerca de nuestra realidad. En lugar de ser la nuestra una
perplejidad honrada y silenciosa ésta se muestra descarada,
ruidosa y parlanchina y, no teniendo nada que decir, todo el
mundo se mata por hablar. Tal inflación del lenguaje, tal
verborrea carente de contenido, ha convertido la reflexión en un
asunto ridículo y delirante.
La mayoría de los filósofos occidentales, acordes con el
espíritu del momento, se han trasladado del taller de las ideas al
escaparate de los congresos, han dejado de hacer metafísica,
sintiéndose muy ufanos por ello, y se dedican al teatro de
variedades. La esterilidad de nuestra época en creaciones
espirituales de cualquier índole se disfraza queriendo hacer
pasar por virginales doncellas a las más viejas y decrépitas
damas y pretendiendo que los enanos parezcan gigantes. La per-
plejidad, la incapacidad de explicar el mundo y darle sentido, no
es nueva, pues en otras épocas ha pasado también Occidente por
esa especie de desierto del pensamiento, pero sí son nuevas las
formas de ocultamiento de la misma, así como la apología de la
estupidez, de la trivialidad y de la indiferencia que ahora le
acompañan. Vivimos en una confusión asfixiada con toneladas
de información, maquillada con toda clase de espejismos
consumistas, ocultada por la supersticiosa y dogmática creencia
en la ciencia, satisfecha de sí misma y carente de grandeza.
Mientras el pensamiento occidental vive una etapa de crisis
profunda y de falta de creatividad, el negocio de los intelec-
tuales parlanchines marcha viento en popa: se multiplican los
27

foros, los congresos, los simposios, las jornadas y los debates.


Nadie diría que hay crisis de ideas si se dejara llevar por el
número, por los emolumentos, por las palabras y los gestos de
tantos supuestos ideantes.
Una de las actitudes fundamentales de la cultura europea,
que nació en la antigua Grecia, ha sido la concepción de la
filosofía como modo de situarse ante la realidad, como ejercicio
de una conciencia crítica que era, a la vez, un modo de vida, una
vida teorética y ética al mismo tiempo. De esta manera se
reservaba al pensador, al verdadero filósofo, la difícil y poco
grata misión de ser siempre el espectador inoportuno, de vivir a
la contra de sus contemporáneos y de decirles en la cara su
verdad, eso que siempre resulta tan difícil de aceptar y de oír.
Quienes asumieron con honestidad y autenticidad esa amarga
tarea, ese ingrato destino, lo hicieron a costa de convertirse la
mayoría de las veces en los chivos expiatorios de la ceguera que
les rodeaba, fueron mal tolerados durante su vida y sólo
hipócritamente venerados después de su muerte. Sin embargo,
si buscáramos hoy a nuestro alrededor algún digno continuador
de esta singular y valiosa estirpe, llegaríamos a la penosa
conclusión de que, aparentemente, ha desaparecido. Da la
impresión de que carecemos de personas cuya altura intelectual
y moral sirva para desenmascarar la estupidez reinante,
promovida por quienes sacan provecho de la impostura y la
mentira; no parece que existan individuos con la grandeza
suficiente como para fustigar y denunciar la desidia de este
tiempo indigente y si los hay son ninguneados por ecos que
suenan más fuertes que sus voces o por un invisible cerco de
silencio. Faltan voces que se alcen en medio de la mediocridad
triunfante, hombres a los que les importe más la sinceridad que
la comodidad, y sobran presuntos intelectuales con alma de
funcionario, más atentos al pequeño honor, al reconocimiento y
28

a la prebenda que a la defensa de su verdad. La raza de los gran-


des francotiradores del pensamiento se ha quedado casi sin
descendencia y en su lugar prolifera la de los mercachifles y
mantenidos del Estado, dispuestos a vender hasta a su madre a
cambio de un lugar al sol que más calienta. Estos últimos han
convertido a la cultura en la sofisticada meretriz de quienes
ostentan el poder y en alimento enlatado al por mayor para las
masas ociosas.
El pensador tiene siempre algo de fiera imposible de
domesticar, libre y enemiga de los valores establecidos por la
costumbre, por la pereza de la razón o por el interés de los
poderosos; es una especie de animal salvaje al que nadie se
atreve a dar de comer en su mano, porque su naturaleza resulta
imprevisible. En cambio hoy los llamados intelectuales parecen
más bien doncellas ataviadas con sus mejores galas y ansiosas
por obtener el favor de un buen partido, jovencitas irónicas,
redichas y pizpiretas que desean sacar el mayor provecho a sus
efímeros encantos. El sedicente intelectual de nuestros días no
suele tener ideas en la cabeza, sino agenda en el bolsillo y en
ella anota, como en una apretada tarjeta de baile decimonónica,
citas y compromisos, reuniones y encuentros, puestas de largo
filosóficas y bailes de sociedad postmetafísicos. La única
condición esencial para formar parte de esos saraos es atreverse
a hablar de lo que sea y estar bien relacionado y la principal
obligación tácita consiste en guardar las formas, comportarse; es
preciso poner, por supuesto, una facies escéptica, un ceño crítico
en apariencia ante todas las cuestiones, pero dejando en el
fondo que las cosas sigan siendo como son y no soltando alguna
inconveniencia.
En el llamado mundo de la cultura imperan, por desgracia,
los esclavos puestos al servicio de una cuenta corriente y de un
nombre propio, los melifluos palanganeros del poder esta-
29

blecido, mamporreros del capital y buscones de sus migajas. La


idea del compromiso intelectual ha sido suplantada por la del
bienestar del intelectual y la rebeldía inevitable de quien habla
por sí mismo se ha visto sustituida por la docilidad de quien
habla a sueldo y procura, por ello, no molestar al jefe. Se halla
en extinción la especie de los lobos solitarios del pensamiento,
aquellos cuyos aullidos inquietaban y helaban a veces la sangre
de los eternos pastores, dominadores y administradores de
almas; mientras que en todas partes se percibe, tras el ruido
programado de las palabras retóricas y vacías, un pantanoso y
angustioso silencio, el silencio envilecedor y cobarde de los
corderos.
El espíritu humanista de Occidente, su gran invento, se
halla enfermo y postrado, acogotado por sus fracasos, paradojas
e incertidumbres, falto de vitalidad y de coraje. Tal vez cuando
el paso del tiempo nos dé la fuerza y la perspectiva que ahora
nos falta empecemos a ver la confusión que nos envuelve, la
miseria cultural que nos aqueja, la impotencia moral que nos
define. Puede que escapemos entonces de la indolencia y de la
mediocridad complaciente. Entretanto, por desgracia, sigue
sonando entre nosotros la farfulla de los afamados retóricos,
recibimos los guiños y vaciedades de innumerables opinantes de
guardia, asistimos al triste espectáculo de tanta intelectualidad
aquejada de debilidad mental y de incontinencia verbal.
Sufrimos, con paciencia pero sin resignación, el constante ruido
de esta perplejidad bulliciosa y dócil, cómplice interesada de
una creciente estupidez. Instalada en la banalidad, el vacío y el
sinsentido, sostenida por el imperio de la estupidez, la época en
que vivimos sólo parece reconocer como valioso todo aquello
que nos aturde y entontece, todo lo que nos mantiene
ansiosamente entretenidos. La actividad incesante, la excitación
permanente, la avidez de novedades, todo ello contribuye a
30

conformar un mundo en el que la meditación o el pensamiento


sólo pueden justificarse por su eficacia productiva, por su
condición pragmática e instrumental. Las nuevas ideologías
reinantes son el positivismo y el pragmatismo (“una ingeniosa
carencia de filosofía”, como lo definió don Antonio Machado). La
pregunta decisiva que hoy determina el valor último de una
actividad es “¿para qué sirve?” Lo inservible, lo inútil, lo que no
tiene precio, aquello que reposa como gozoso fin en sí mismo y
es intratable como mercancía es mirado con desdén y rechazado
como pecado nefando y despreciable. Ahora más que nunca es
acertada la advertencia de Sánchez Ferlosio:

“¡Cómo os habéis equivocado siempre! Era al afán, al trabajo, al


quebranto, a la fatiga, no al sosiego, ni a la holganza, ni al goce,
ni a la hartura, a quienes teníais que haberles preguntado:
<<¿Para qué servís?>>.”9

En este mundo sin cabeza, en el que nada parece sustraerse


al imperativo de la eficacia y la operatividad, va quedando
excluido de la cultura lo que constituye su fin genuino, es decir,
el propósito de encarar y dar respuesta a los eternos
interrogantes del hombre, el deseo de habitar un mundo con
sentido. Más aún, aquello que hoy se vende como cultura
contribuye a descalificar y a trivializar tal pretensión. Como
afirma E. Trías:

“La cultura intenta siempre dar cierta tentativa de respuesta


(expresiva, religiosa, artística, filosófica) a estas cuestiones. Pero
la civilización técnica las descalifica: las considera faltas de
sentido, las trivializa, tiende a desconsiderarlas. Y el resultado
de ello es que esa civilización, que tiene su mejor expresión en

9
R. Sánchez Ferlosio, Vendrán más años malos y nos harán más ciegos,
Destino, Barcelona 1993, pág. 41.
31

todas las variantes del positivismo y del pragmatismo que


existen en nuestro mundo, produce, más allá de su operatividad
y eficacia, un general vaciado de sentido. La técnica, sin
orientación cultural, conduce a ese vacío: a una especie de
sinsentido final, o a un absurdo general en relación a todo
referente de sentido.”10

En consecuencia, la tarea actual e inmediata del


pensamiento, la que hoy legitima su necesidad e incluso su
urgencia, es ser testimonio del sinsentido y de la estupidez.
Consiste ante todo en nombrarlos y hacerles frente, por si acaso
su resistencia hiciera más difícil su eficacia y menos absoluto su
poder. Lo grave de nuestra época grave, dijo Heidegger, es que
no pensamos, pero nuestro presente merece un juicio aún más
desconsolador. Lo grave de nuestra época no es que no
pensemos, ni siquiera que no queramos pensar; lo grave y triste
es que queremos no pensar.

Fin

10
R. Argullol y E. Trías, El cansancio de Occidente, Destino, Barcelona 1992,
pág. 82.

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