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Pamela Jiles

FANTASÍAS SEXUALES
DE MUJERES
CHILENAS
A mi portugués, compañero en la
crianza y en las fantasías.
I. Este libro trata
de un secreto

Este libro trata de un secreto: las


fantasías sexuales de las mujeres
chilenas contadas por ellas mismas.

El secreto llegó hasta nosotros a


través de las palabras al oído de una
abuela a su nieta, de una hermana a otra,
de una sirvienta a su patrona, de una
mujer a otra desde el comienzo de los
tiempos.
Las fantasías sexuales de las
mujeres chilenas viven, rozagantes y
alegres, en el universo cotidiano de
nuestras confidencias. Pero sólo allí.
Para el estudio científico, la estadística
sociológica, incluso para la literatura,
estas fantasías apenas están disponibles.
Viven y crecen en el vínculo oral entre
mujeres, como herencia y tradición
hablada. Algo —¿genético, tácito,
inconsciente?— nos señala la
prohibición de publicitar estas
conversaciones. El contenido de nuestro
imaginario erótico es compartido
preferentemente a través de la palabra,
en la milenaria seguridad de que no
quedarán testimonios —escritura— que
puedan robarnos este preciado tesoro.
De este modo, en la cultura
chilena existe y se desarrolla un jardín
secreto que se encadena con el
imaginario de todas las mujeres, reales
o míticas, que reconocieron como
legítimas las fantasías sexuales
femeninas y nos las legaron, dichas al
oído.

Lilith, Safo y las hetairas de la


antigüedad, las aulétridas de la antigua
Roma, las brujas de Europa en el siglo
diecisiete, las femmes-galantes de los
siglos diecisiete y dieciocho, las
"grandes horizontales" de la Belle
Époque, las cortesanas europeas del
siglo diecinueve, las sacerdotisas del
islam originario que controlaban el agua
y la religión, las poetisas de Oriente,
pero sobre todo las mujeres de los
pueblos originarios de lo que hoy
conocemos como América: ellas son
nuestras tatarabuelas.

Durante largos períodos de la


historia humana las fantasías eróticas
femeninas permanecieron en el secreto
absoluto, especialmente en Occidente.
Durante siete siglos sólo chispazos
extraordinarios dieron cuenta de la idea
de lo carnal en textos escritos por
mujeres occidentales. La filósofa
florentina Tullia D'Aragona y la poetisa
veneciana Verónica Franco —ambas en
el siglo dieciséis— son representativas
de esta excepcionalidad.
Recién se comienza a escribir
sistemáticamente sobre fantasías
femeninas desde fines del siglo
diecinueve, a partir de Freud, y de allí
para adelante la enorme mayoría de las
veces desde una versión masculina, muy
minoritariamente en castellano, y en gran
medida bajo la impronta de los
psicoanalistas, cuya reducción del
imaginario erótico femenino a un
compendio de patologías, envidias del
pene e histerias lo desacreditan y lo
arrinconan en el secreto.

Después de la Segunda Guerra


Mundial las mujeres comienzan de
manera creciente y sostenida a escribir
sobre sí mismas y sus fantasías,
generando un cierto relato propio y un
registro de testimonios paralelo al
oficial.

En América Latina, y en Chile en


particular, las fantasías sexuales de las
mujeres resisten hasta hoy en el refugio
que mejor conocen: el secreto y la
trasmisión oral. En esta parte del mundo
el trabajo intelectual sobre la erótica
femenina soporta y desafía tímidamente
la presión del idioma oficial y del
puritanismo católico predominante.

El castellano escrito y el concepto


premoderno de "pecado original"
funcionan como fórmulas rituales de
coerción al imaginario erótico femenino.
No por casualidad hasta la segunda
mitad del siglo veinte casi no existe
literatura erótica en español, menos aún
escrita por mujeres. Mientras que en
alemán, en francés y en inglés era
posible abordar estos temas —desde la
perspectiva masculina, eso sí— en los
tres siglos anteriores.

La escritura en español ha
funcionado hasta muy recientemente
como un anestésico del modo de sentir
de las mujeres y sólo hace registro de
una versión pobre y precaria del
imaginario sexual masculino. El
castellano escrito se ha convertido en la
práctica en una forma de "agresión
ritual" por la que se reproduce una
sociedad que abomina del deseo carnal
de las mujeres y sus fantasías asociadas.

Así, el modo masculino de


ordenar la vida sexual en Occidente, en
Hispanoamérica y por cierto en Chile,
se expresa entre muchos otros síntomas
en el predominio de las fantasías de los
hombres y la invisibilidad del
imaginario erótico femenino.

Pero el acto de imaginar,


porfiadamente humano, logra sobrevivir
entre las mujeres aun desde la
clandestinidad.

Antes de pensar, imaginamos.


Después de imaginar, narramos. Este
libro busca narrar lo que las mujeres
chilenas imaginamos en el plano de lo
erótico. Es un secreto que a mí me
contaron y que yo les cuento a ustedes.

Comienzo con algunas preguntas


que me hice al escuchar las fantasías de
cientos de mujeres. ¿Por qué han
permanecido en el secreto? ¿Fue
siempre así? ¿Cuáles fueron las razones
y los mecanismos precisos por los
cuales las fantasías eróticas femeninas
pasaron a la clandestinidad? Intento
algunas respuestas en las próximas
páginas, donde les contaré de unas
pastorcillas ardientes, de la prostituta
sagrada, de mi amigo Pelagio y de la
muerte del deseo.
El dios y las
pastorcillas ardientes

Hubo una edad en la vida humana


en que la sexualidad fue exaltada y se
ejerció de manera libertaria. El erotismo
femenino tuvo entonces, durante muchos
milenios, un profundo sentido místico.
Al parecer, en esa época las fantasías no
se habrían convertido, como hoy, en el
último reducto, la tabla de salvación, el
jardín secreto de la sexualidad
femenina.
La información sobre ese tiempo
nos llega de manera difusa y con la
mediatización cultural de forma y fondo
que impone el tiempo. Básicamente,
podemos escuchar esa otra versión del
erotismo humano a través de los mitos.

De todos los mitos eróticos, tal


vez el que más me gusta es uno de los
más antiguos, que proviene de la India:
el de Krishna y las pastorcillas
ardientes, una imagen ancestral que
trasmite la curiosa versión de un dios
acogedor, tolerante y pródigo en materia
sexual.

En esta historia, Celeste —diosa


— se pierde en el bosque y encanta con
el sonido de su flauta a los animales, a
los demonios y a las mujeres. Ellas son
tiernas baqueanas o pastoras que se
reúnen entre el ganado, en medio de la
naturaleza, por el llamado de esa música
celestial.

Krishna, el dios que está en todas


partes, baja a la pradera y satisface al
mismo tiempo a las mil pastoras. Copula
con todas ellas. Todas copulan con él.

Cada una de ellas es su amante.


Cada una de ellas lo tiene para sí sola y
todas lo tienen por entero, completo, sin
reservas, en una fiesta de los sentidos y
del corazón que representa las nupcias
de las almas con la divinidad.
He ahí una de las grandes claves
del mito: un dios rodeado en el bosque
por jóvenes mujeres de fogoso cuerpo a
quienes él lleva, a un mismo tiempo, al
éxtasis carnal y místico.

En nuestros términos, los de hoy,


ese dios es dionisiaco, depravado,
diabólico. Él es el que estimula a todas
esas jóvenes al salvajismo total, al
desenfreno que tanto terror produce en
el hombre moderno. Es más, la escena
entre pastoras y divinidad es
explícitamente gozosa, pues el placer
sexual es vivido en plenitud por todos
los participantes.

El mito de Krishna y las pastoras


intentará abrirse paso hacia el futuro por
caminos creativos y adaptativos. Celeste
tendrá su versión posterior en Orfeo, el
músico que calma a los animales, los
encanta y los reúne, o en Baco, que
muere por haber desdeñado el deseo
enfurecido de las pastoras.

También podremos reconocer la


unión "mística" que contiene este relato
en otras escenas: Venus en un establo
con Adonis, Apolo apacentando el
rebaño por amor a Admeto, Tristán e
Isolda en una cabaña rústica,
Segismundo y Sieglinde escuchando los
sonidos de la noche al aire libre. Todos
estos personajes regresan a un mundo
ideal y primitivo, representado en cada
caso por el entorno pastoril, y lo hacen a
través del éxtasis del amor carnal, del
deseo y la cópula como expresión de
unidad amorosa, divina y perfecta, tal
como en el episodio que les comento.

Pero el mito indio proviene de un


tiempo en que la culpa y el pecado aún
no censuraban al erotismo. Una etapa
ancestral en que la sexualidad era la
representación de la unidad entre los
sentidos y la trascendencia.

Hay que decir que la unión de


Krishna con las mil pastoras se produce
en un ambiente de edénica inocencia. El
bosque es lo que entenderíamos
posteriormente como escena pastoral.
Las pastorcillas se entregan a sus
instintos con total alegría, sin censura ni
prohibición alguna, sin conflicto entre
ellas (posesividad, competencia) ni con
el amante divino (celos, rechazo) ni con
el medio.

No se trata simplemente de una


escena de sexo grupal sino de una señal
del inconsciente colectivo, que refiere
una etapa en la vida del ser humano en
que lo erótico y lo sacro son sinónimos.

Aunque la historia parece


exagerada, imposible, ficticia,
desenfrenada desde los ojos de hoy, algo
hay en ella que revela el paradigma del
sueño de felicidad total, desprovisto de
conflicto. Krishna y sus pastoras son el
ancestral prototipo de un ideal utópico
negado en la cultura contemporánea.

Nuestra cultura ha retrotraído el


alma humana a un estado prepúber, a una
supuesta inocencia buenita, más
imaginaria que real, muy distinta de los
contenidos complejos de la verdadera
infancia, cuando la sexualidad todavía
es un potente llamado.

La verdad es que la distorsión


viene desde antes de su invención en un
envase de "pecado". Existía ya antes de
que la Iglesia proclamara el pecado. Ya
estaba entre nosotros en forma de
intelectualismo griego o como rigor
romano. Ya hubo allí una notable
contribución para escindir
artificialmente el espíritu y la carne. En
el banquete helénico, ya los sentidos son
los esclavos del alma y no sus
hermanos. Séneca, que era romano,
también expresa desdén por la carne.

Y el objetivo está casi conseguido


a través de una secuencia de
prohibiciones que en Occidente
terminarán por instalar en medio del
sexo la noción de pecado. La
desacralización de la sensualidad, que
queda arrinconada al interior del
matrimonio, es la expresión más
elaborada en nuestra cultura de la
muerte del deseo, especialmente, aunque
no únicamente, de la muerte del deseo
femenino.
La prostituta sagrada

Durante la mayor parte de la


existencia humana el erotismo femenino
tuvo una connotación positiva. La mujer
en sí misma se asoció muchas veces a la
redención y a la sabiduría en el
imaginario de culturas ancestrales. Lo
femenino no estaba aún reducido a la
connotación reproductora, tenía mayor
riqueza como concepto simbólico, y
frecuentemente fue manifestación de
divinidad, de vida y de conocimiento.
La mujer era una diosa iniciadora,
una amante capaz de vincular lo sacro y
lo terreno, una representación de la
"alquimia" entendida como la capacidad
de transformar una materia imperfecta en
una perfecta: la arena en oro, lo sombrío
en luminoso, una poción venenosa en un
elixir sagrado. Lo femenino tenía la
potencialidad de liberar una sustancia
pura desde otra que no lo era, ya fuera
en el plano físico o en el espiritual.

La simbología del erotismo


femenino estaba asociada al fuego, es
decir, a un agente transformador. En una
hoguera, expuesta al calor de las llamas,
la materia imperfecta se disuelve,
regresa a su origen y luego se funde en
una sustancia superior.

La alquimia era el proceso que


conducía a la unión de contrarios, que
hacía posible la transformación. En esta
conjunción de opuestos todo se anula al
diluirse en una realidad superior. En una
dimensión secular, el amante se
transforma en la cosa amada. En un
plano místico, mediante la alquimia el
hombre profano se convierte en la
propia divinidad.

Así, en el imaginario antiguo la


sexualidad femenina era entendida como
vehículo de progreso y de sabiduría; era
un mecanismo para fundir el espíritu con
los dioses. Y la simbología de la
divinidad, de la luz —que
frecuentemente es llamada aurora— y de
la sabiduría tuvo como su primera forma
a la mujer.

La mujer, en sus formas de reina,


novia, virgen, aparecerá relacionada de
forma permanente con la luz, la
sabiduría y la divinidad: la diosa
primordial, la novia blanca o la novia
negra —¿cómo la consorte del Cantar de
los Cantares?—, la mujer amada o
despreciada —como la piedra filosofal
— pero siempre reconocida como una
igual por los demás sabios: todas son
manifestaciones de un mismo arquetipo.
Pero antes, la mujer fue incluso
encarnada en la Aurora.
¿Qué hay en este contenido
primigenio de lo femenino?

La aurora es el día, lo luminoso,


la piedra filosofal, la sabiduría divina.
En una secuencia de representaciones
sucesivas, la mujer es un símbolo
místico: la aurora es la luz, la luz es la
manifestación del conocimiento y de la
vida, es decir, del creador. Los seres
humanos morirán de noche pero
renacerán con la luz. La energía psíquica
femenina es dispensadora de vida.
Salva, limpia, resucita, revive.

Este arquetipo femenino, Dios-


Mujer-Aurora, se representará en la
historia simbólica del hombre de
diversas maneras: la reina de la luz, la
reina del viento sur que viene del
Oriente, la novia que se prepara para su
marido, el agua que mata la sed, la
lluvia del cielo, la piedra, el agua pura,
el fermento del oro, el fuego. Pero la
imagen más interesante que se reitera en
esta representación de la Aurora es la
que destaca Cari Jung: "la más
inteligente de las vírgenes, primorosa".

Jung es uno de los pocos


pensadores de nuestro tiempo que ha
investigado con profundidad y audacia
los misterios de las culturas antiguas.
Hablando de la alquimia del amor,
señala que en la filosofía alquímica la
mujer ayuda al alquimista a mezclar las
sustancias, generando en este acto una
"boda mística" a la que llama también un
"amor prohibido", puesto que solamente
puede realizarse al margen del
matrimonio.

Jung sugiere que la mujer cumple


aquí un rol de "prostituta sagrada" que, a
través de un "coito mágico", crea
divinidad, espiritualidad superior.

Esta energía sexual femenina, que


crea y resucita, y que está instalada en el
inconsciente de la humanidad, será
reemplazada muy posteriormente por
otro arquetipo, esta vez masculino.
Finalmente, "la sangre de Cristo" ganará
terreno en los últimos veinte siglos de
Occidente como representación
redentora, desplazando en nuestra
cultura a la simbología femenina. Y con
un ayudante clave: el pecado.
Pelagio y la invención
del pecado

El desplazamiento de la
sexualidad femenina desde un sitial
sagrado a la clandestinidad y la agonía
está mediatizado por la instalación del
concepto de pecado original en nuestra
cultura.

El inventor y padre del pecado


original, en el sentido en que la Iglesia
Católica perpetúa ese concepto en
nuestra historia reciente, fue san
Agustín, el mismo pensador que,
poniendo como ejemplo su propia
conversión, aseguró que la única forma
aceptable de buscar a Dios es en el
fondo de la propia persona y a la luz de
las sagradas escrituras. Para Agustín,
que aún no era santo pero hacía ya
méritos, a través de la mera pesquisa
intelectual se corre el riesgo de no
encontrar jamás al Altísimo y andar
dando tumbos inteligentes por el camino
equivocado.

Poco tiempo después de ser


bautizado en Milán, en el año 387,
Agustín se dirigió a Hipona, en África,
en lo que hoy es Argelia. Allí fue hecho
sacerdote por los fieles, entre los que
era muy apreciado, y luego elevado a la
calidad de obispo por sufragio popular.
Entonces se practicaba la democracia
para el nombramiento de las autoridades
de la Iglesia.

Como buen converso, Agustín se


vuelve un entusiasta exagerado de su
nuevo papel y un obstinado perseguidor
de cualquier actitud que oliera a herejía,
de las cuales una de las más peligrosas y
recientes parecía al nuevo obispo el
"pelagianismo".

El término había sido forjado a


partir del nombre de un monje británico
bautizado en Roma en el año 380 como
Pelagio, viajero incansable, proselitista
de la corriente progresista entre los
feligreses de la Iglesia romana, que se
dedicó a recusar la idea de la
transmisión automática del pecado
original a partir de la narración del
Génesis que tiene como protagonistas a
Eva y Adán.

En ese momento la discusión


ideológica —o si lo prefiere, teológica
— al interior de la Iglesia era vital y
apasionada, a pesar de las enormes
dificultades de comunicación. Pelagio
predicaba su interpretación de ese
mismo texto sagrado poniendo el acento
en la "gracia" que dio Dios a su criatura
y en la libertad del hombre. Señala que
el hombre es libre y responsable por sus
actos, que puede ser exento de pecado
en esta vida terrena, puesto que tiene la
posibilidad de tornarse "a imagen" de
Dios a partir de sus propios méritos
desplegados en el mundo. Enfatiza su
desacuerdo con las corrientes que
aseguraban que el pecado de Adán es
hereditario, y que todos los seres
humanos somos necesariamente
pecadores desde que él metió la pata.
Afirmaba por lo tanto que era
completamente innecesario bautizar a
los niños.

Agustín se sintió desafiado.


Aunque lo respetaba intelectualmente, se
dedicó a refutar y perseguir a Pelagio
por todos los medios posibles.
Finalmente logró que lo contradijera el
Concilio de Cartago, en el año 412, y
que se le condenara como hereje, lo que
ponía al libertario Pelagio directamente
en la antesala de la muerte.

Sentando dogma, Agustín asegura


que "negar el pecado original es negar la
salvación de Cristo". No niega la
libertad del hombre y la fuerza de la
naturaleza, pero le resta importancia a
ambos para los efectos de ganarse el
cielo, señalando la primacía absoluta
del pecado original sobre cualquier
iniciativa humana.

En realidad, Agustín no hacía más


que repetir lo que antes señalara Pablo,
verdadero fundador de la doctrina del
pecado original, pero con argumentos
más refinados. Para Pablo, lo que entró
en la historia humana con el pecado de
Adán continuará trasmitiéndose a los
hombres a través de la carne, el deseo,
la concupiscencia. El hombre sería
pecador desde que nace, de allí la
posterior urgencia de la Iglesia Católica
por bautizar a los niños.

Agustín sistematiza este


pensamiento, sentando la convicción de
que el bautismo es "la indispensable
condición de una regeneración que
permite escapar al suplicio de la muerte
eterna, que apaga la culpabilidad, sin
por eso librar de la concupiscencia y de
la ignorancia iniciadas por la
desobediencia de Adán. De este modo,
los niños no bautizados sufrirán los
efectos de la sentencia pronunciada
contra aquellos que no crean y que están
condenados".

La versión de Pablo, reforzada


por Agustín como reacción al
pensamiento de Pelagio, se convirtió en
teología cristiana oficial, a diferencia de
la teología judaica que nunca hizo del
pecado de Adán una catástrofe
primordial. Este concepto fatalista del
pecado está en la base de la
proscripción de la sexualidad fuera del
marco del matrimonio consagrado.
Arrincona el ejercicio del coito al
mecánico dominio de la reproducción.
Es el que somete y denigra el placer y el
deseo, sobre todo los de la mujer. La
concupiscencia pasa a primer plano. El
Eros parece herido de muerte. Y las
fantasías eróticas femeninas se van
convirtiendo en el último reducto, el
jardín secreto de la sexualidad negada,
en un espacio que las mujeres no
compartimos con nadie.
La muerte del deseo

Inventado el pecado, impuesta la


concupiscencia como parámetro
cultural, el deseo fue neutralizado
paulatina y decididamente por la
estructura ideológica dominante en que
la culpa "genética", la decencia
asexuada y una moral conservadora
fueron las pautas aceptables. En toda la
Europa occidental —y de allí a
nosotros, "descubiertos" por ellos—
cunde la superstición que, mezclada con
códigos bárbaros, refuerza el moralismo
de la Iglesia Católica.

Ya en nuestro tiempo, el
capitalismo constructor del hombre y la
mujer de hoy no tendrá mayor tolerancia
con el libre juego de los sentidos. El
mercado sitúa al erotismo entre los
productos perecibles instalados en las
repisas de los grandes almacenes. Esta
dimensión humana se considera, en la
modernidad, especialmente
"degradable".

Contra la idea impuesta justamente


por aquella moral, de que el sexo
ocuparía un lugar exagerado en las
preocupaciones de hoy, el mercado des-
erotiza las relaciones humanas; las torna
frías, desapegadas, frívolas,
desintegradas. En especial, los aspectos
relacionados con el instinto, las
pulsiones, los sentidos, caen en total
descrédito y absoluto desprestigio. Ya
casi no hay memoria de su origen
sagrado.

La voluptuosidad, el placer y el
deseo son trivializados, vulgarizados,
llevados a la categoría de "bajas
pasiones" o, dicho de otro modo,
sensaciones aberrantes, ilícitas, a las
que un ciudadano respetable no dedica
más que unos minutos, sólo para
aliviarse de esa carga animal, de ese
resabio salvaje e indeseable que hace
débil y corrupta la carne del hombre. De
las mujeres, ni hablar. A ellas no se les
reconoce esta dimensión enfermiza. Con
la invención del pecado, el cuerpo
femenino ha quedado dormido.

Lo que fue en la antigüedad un


escalón místico para el conocimiento de
las almas y la entrega verdadera es, en
el contexto de la civilización capitalista,
un vergonzante apaciguador de la bestia
que lleva todo hombre adentro. La mujer
es la encargada de aliviarlo,
satisfacerlo, de tranquilizar al monstruo,
y para esto es formada y capacitada en
una forma de seducción servicial,
sirviente, servil. Desde esta perspectiva,
ella no tiene deseo, y su placer —
aguado— sólo cobra cierta legitimidad
entre las rejas del matrimonio
consagrado.

Pero, ¿qué pasa con aquel placer


supremo de las pastorcillas ardientes?
¿En qué se transformó la energía sexual
de nuestra tatarabuela, la prostituta
sagrada? ¿Dónde están los furores
lúbricos de la esencia femenina?

Mi opinión es que todo aquello


hierve en secreto. Se salva en las
fantasías de las mujeres. Resucita y se
reproduce de sangre en sangre en la
imaginación de nuestras madres,
nuestras hijas y nuestras nietas.

Las habitantes de la modernidad


occidental, condenadas a un imposible
amor único y vitalicio, hemos
encontrado un subterfugio. A una triste,
pobre y culposa vida sexual que se a
inexorablemente en el marco conyugal,
las mujeres responden salvando su
instinto en el porfiado mundo de la
fantasía.

Las acompañan cada tanto la


literatura, el arte, el pensamiento
progresista, la plástica, luego el cine,
ámbitos donde se intenta recobrar el
vuelo de Eros, pero sólo consiguen
protestas puntuales y aleteos
desesperados. Instalan, no obstante,
algunos valientes hitos en este camino
hacia la recuperación del sentido
original del sexo humano: Sade hace
patente la rabia y la furia contra la
represión, Valmont releva la vanidad,
Merteuil agrega la intriga, Freud asocia
el misterio de lo erótico con las
memorias de infancia, los idealistas lo
vinculan con el cinismo de Maquiavelo,
Bataille hace vivir el placer desde la
muerte.

Aun en los períodos más abiertos


y libertarios de nuestro tiempo, artistas,
intelectuales y pensadores progresistas
han debido buscar subterfugios para
observar lo erótico. Desde cubrir la
desnudez con parches de pintura —para
citar un ejemplo archiconocido— hasta
dar un barniz protector de teoría estética
a los escritos poéticos que cantan a los
sentidos. Exactamente lo que yo intento
hacer en este momento, siguiendo una
condena de mi estirpe doblemente
maldita.

Resulta difícil encontrar en el arte


alguna imagen del placer gozado tal
como es, pura y sencillamente, sin
mediatización de alguna muletilla del
tipo vulgarización científica,
distanciamiento intelectual, moraleja
protectora, sonrisa picarona o górgoro
final de disculpa moralizante.

Qué paradójico este


comportamiento infantil en la etapa senil
de la humanidad.

Sin embargo, la buena noticia es


que la porfiada esencia humana
sobrevivió en la clandestinidad. La
concepción sagrada del erotismo de
nuestros antepasados, que nos enseñó a
encontrar la divinidad desde lo
fisiológico, la espiritualidad a partir del
perfeccionamiento de los juegos
amorosos y el éxtasis del placer sexual,
vive y goza de inmejorable salud en la
profundidad de la imaginación de las
mujeres.
¿Sobre qué fantasean
las mujeres chilenas?

Hace doce años comencé a anotar


con cierto detalle cada vez) que una
persona me comentaba, en cualquier
contexto, una fantasía erótica. Este
mundo secreto me pareció fascinante.
Sin ninguna pretensión científica o
literaria, fui atesorando confesiones y
perfeccionando un cierto método para
extraerlas y almacenarlas.

Esta colección poco común


suscitó una serie de preguntas. ¿Cuáles
son las fantasías sexuales de las mujeres
chilenas? ¿Hay chilenas que no tienen
fantasías eróticas? ¿Qué material de la
imaginación estimula el erotismo
femenino? ¿Qué situaciones y personajes
le resultan excitantes?

Después de escuchar a cientos de


mujeres chilenas que me contaron con
pelos y señales la escena erótica con la
que prefieren soñar, las quimeras
sexuales que más se reiteran en su
imaginación, las fantasías que les han
producido especial excitación o placer,
aventuro aquí unas ideas.

Todas las chilenas tienen fantasías


sexuales.

No es fácil que una persona tenga


la generosidad de compartir sus
fantasías. Para hacer este registro fue
necesario perfeccionar un "método de
pesquisa", explicar, convencer, esperar,
generar lazos de confianza. Fue
imprescindible buscar mecanismos
alternativos de registro, como pedir que
escribieran sus fantasías, las grabaran
privadamente o las relataran a un tercero
autorizado para contármelas en los
casos en que la requerida manifestó
pudor, temor, inseguridad, celo de su
intimidad, resquemor o vergüenza.

Unas pocas mujeres dijeron tener


imágenes imprecisas, confusas o vagas,
difíciles de relatar por su volatilidad;
pero no hubo una sola mujer que me
dijera que no tiene fantasías eróticas.
Por el contrario, la enorme mayoría
respondió con entusiasmo, facilitándome
además el acceso al imaginario de otras,
sus amigas o parientes, cuyos
testimonios yo debía conocer.

Me quedo con la impresión de que


todas las mujeres Chilenas tenemos o
hemos tenido fantasías sexuales, y que
éstas son más que una pura sensación,
puesto que son comunicables y tienen
una estructura determinada, a menudo
reiterada, al punto de que cada mujer
puede identificar su fantasía favorita.
Aunque muchas veces se
relacionan en su origen con un recuerdo
o un hecho vivido, no es la memoria
sino la imaginación su materia principal.
Se trata de una visión quimérica,
inventada por la psiquis, una
representación mental creada por cada
mujer, que la contiene en el espacio
íntimo, libertario y secreto de su mente,
donde los mitos, los arquetipos, la
feminidad ancestral, el inconsciente, se
manifiestan sin reservas ni
prohibiciones.

Las chilenas rara vez representan


sus fantasías en la vida real

Por las razones expuestas en las


secciones anteriores —y seguramente
otras más—, las fantasías sexuales de
las mujeres en nuestra cultura están
encubiertas, escondidas, negadas o
tapiadas, mientras que los deseos
imaginarios de los varones son
conocidos y sobre ellos hay abundantes
registros literarios, estadísticos,
sociológicos y sicológicos.

En la vida corriente, los hombres


comentan sus fantasías en voz alta, se
masturban en grupo, escriben sobre el
tema en los baños públicos, hacen
chistes y publican revistas que las
alimentan. Asimismo asisten a cafés
topless, cafés con piernas, espectáculos
de striptease y a esa vieja institución
globalizada que son los prostíbulos. En
todos esos actos y lugares, los varones
encarnan sus fantasías sexuales en la
realidad.

También realizan sus


ensoñaciones sexuales en la vida
doméstica, con la esposa o la amante, a
las que incitan a que se disfracen o
jueguen a esclavizarlos mediante ropa
interior provocativa, látigos,
consoladores, corsés, portaligas, o
vistiéndose de empleada, de colegiala o
de monja. Las mujeres llevan a cabo las
fantasías de otro, de su hombre, pero
rara vez las propias.

Las mujeres que entrevisté pocas


veces realizan sus fantasías en la vida
sexual concreta, al menos no
explícitamente. Las viven y las
desarrollan desde la infancia hasta la
muerte en un plano secreto, que sólo
comentan con otras mujeres. Su
imaginario discurre en un nivel paralelo
o distinto del de su vida de pareja. Casi
nunca comparten sus ensoñaciones con
su amante, ni siquiera cuando invocan su
fantasía en pleno acto sexual. El no tiene
idea de que su mujer está imaginando
que tiene sexo con un chivo, con el
vecino, con Superman o con otra mujer.

Las fantasías femeninas son


distintas de las masculinas
Cuando comencé esta
investigación, ya era una ávida lectora
de lo que los expertos siguen
discutiendo si llamar o no "pornografía".
Este género se caracteriza, según mi
apreciación, por registrar y reproducir
preferentemente el universo íntimo de
los varones. Muchos de los personajes o
escenas clásicas del folletín porno
sintonizan con fantasías masculinas, que
no necesariamente nos hacen el mismo
sentido a las mujeres.

En la pornografía y en la
psiquiatría hay denominaciones
comunes, en el primer caso para
nombrar los diversos tipos de fantasías
eróticas masculinas, y en el segundo
para describir trastornos o parafilias
típicas y atípicas: voyerismo, sadismo,
masoquismo, bestialismo o zoofilia,
fetichismo, exhibicionismo, travestismo,
pedofilia, frotteurismo, clismafilia,
necrofilia, escatología telefónica,
coprofilia, urofilia, etc. Estas
clasificaciones se utilizan, en sentido
genérico, también para las mujeres. Pero
son una adaptación, un traslado,
probablemente equívoco en algunos
casos, de las ensoñaciones que resultan
excitantes para los varones.

En el curso de esta investigación


me ha parecido que las fantasías de las
mujeres y de los hombres son distintas.
Con coincidencias, por cierto, puesto
que están hechas de una materia
parecida. Pero también con sus
particularidades y a veces con notables
diferencias.

Hay motivos propios del


imaginario erótico femenino chileno

El material de que están hechas


las ensoñaciones de las chilenas es un
territorio inexplorado, o por lo menos un
sendero por el cual se ha transitado
poco. Al escuchar a estas mujeres me
parece que las confesiones eróticas
femeninas tienen componentes
novedosos respecto de los registros más
conocidos y difundidos. Casi siempre
son inesperadas en su sustancia, o tienen
elementos significativos que me parecen
originales, y que se reiteran en mujeres
muy distintas. A partir de esas
comprobaciones propongo en la segunda
parte de este libro, la parte testimonial,
un orden temático, una forma de
clasificar las fantasías de las mujeres
chilenas según el objeto del deseo o la
situación. Cada elemento de esta
"tipología" y sus variantes es ilustrado
con uno o más testimonios de
entrevistadas.

A continuación, las secretas


fantasías sexuales de mujeres chilenas,
tal como llegaron a mis oídos.
II. Fantasías
sexuales de
mujeres chilenas
Tener sexo con un
desconocido
No saber su nombre

Beatriz tiene veintiocho años, es


soltera, escultora y profesora (imparte
talleres de plástica para empresas).
Supone que tiene un desequilibrio
hormonal, porque desde hace un año
más o menos, repentinamente, como un
brusco capricho incontenible, le vienen
ganas de tener relaciones sexuales con
los hombres más impensables.
Específicamente, ella siente la pulsión
de tener intimidad con desconocidos,
hombres de los cuales no sepa el
nombre ni vaya a saberlo nunca.

Todo comenzó el día en que de


pronto se sintió atraída por el dueño de
la reparadora de calzado de su barrio,
un señor de unos sesenta años, gordo y
chico como un tonel, a quien le estaba
encargando poner un forro de napa a sus
botas vaqueras. No se trataba de una
atracción manejable sino de un
verdadero frenesí, un comportamiento
fuera del control de Beatriz, que la hace
cometer actos de los que ella nunca
pensó que sería capaz.
Ese día se acercó al zapatero
como un autómata, lo tomó de un brazo y
lo arrastró al rincón de atrás, separado
por unas cortinas del resto de la tienda.
Allí se desvistió ante él lentamente,
sinuosamente, y solo le preguntó:
«¿Quieres...?». El zapatero aceptó la
invitación. Ahora el problema de
Beatriz es que le da vergüenza ir a
retirar sus botas.

A ese episodio siguieron otros por


el estilo, con un cobrador del gas, un
alumno del taller, un proveedor de
materiales para su trabajo, un
ascensorista... Y el mejor de todos, hasta
ahora: un auxiliar de bus interurbano con
el que terminó metida en el maletero del
vehículo, después de pasar el peaje y
tras un breve intercambio verbal.
Finalizado el coito, encerrados en el
maletero, a oscuras hasta la próxima
estación, el hombre intentó entablar una
conversación amigable, pero Beatriz le
rogó que se callara y que por ningún
motivo le fuera a decir cómo se llamaba.
Hacerlo con un prostituto

Minerva tiene cuarenta y seis


años, trabaja en una empresa de
máquinas expendedoras de bebidas y
confites, es casada y tiene tres hijos
adolescentes.

Su fantasía es tener relaciones con


un gigoló, prostituto o amante de
alquiler. Estimula su libido imaginar que
tiene un encuentro sexual con un hombre
a quien paga por ello, es decir, una
especie de esclavo de sus deseos, al que
le pueda pedir y hasta ordenar todo lo
que quiera sin ningún tapujo.

Para alimentar su imaginación,


Minerva suele llamar por teléfono a los
profesionales que se anuncian en la
sección de avisos clasificados de los
diarios. Según ella, cada vez son más
los prostitutos que ofrecen sus servicios,
lo que no hace más que aumentar la
tentación. El servicio que ofrecen es
muy completo. Incluye «caricias, juegos
eróticos, masajes estimulantes, besitos
donde tú prefieras, incluida la boca,
sexo oral, lluvia en el rostro, beso
negro, la araña, palo encebado y
penetración..., con y sin preservativo».

Lo de «palo encebado» se trata,


según explica Minerva, que a su vez lo
supo por boca de sus «proveedores», de
la aplicación de vaselina u otras
sustancias grasosas en el miembro viril
para facilitar algunas maniobras.

«La araña», en tanto, es una


práctica acrobática que consiste en que
el hombre se apoya sólo en las palmas
de las manos y los pies, con el estómago
hacia el techo. Deja expuesto así su
miembro como una especie de picana en
la que la interesada puede instalarse a su
antojo.

La «lluvia en el rostro» es la
masturbación del varón a la vista de la
clienta, hasta eyacularle directamente en
la cara. Y con el «beso negro» se
refieren a estimular el recto de la clienta
con la boca, los labios y la lengua.

Según Minerva, para la


contratación de un prostituto no se
requiere de un presupuesto abultado. Al
menos si se compara con el promedio de
las tarifas de sus colegas femeninas del
sector oriente de Santiago. Ellas cobran
entre 50 y 100 mil pesos «la
prestación», y 20 mil pesos «el
momento», que consiste en una atención
muy rápida, generalmente dentro de un
vehículo, cuando el cliente ya viene con
el trabajo sumamente avanzado.

Ellos, en cambio, cobran entre 10


y 18 mil pesos los cuarenta minutos si es
en su lugar de trabajo. Allí garantizan un
ambiente «acogedor, muy privado y
discreto, higiénico, desinfectado,
sanitizado, fumigado [textual], con
música grata y tragos al velador, jacuzzi,
ducha y material de aseo de excelente
calidad. Todo por cuenta de la casa».

Si fuera necesario más tiempo o si


la clienta desea la cita en otro lugar, la
tarifa va subiendo, del orden de 20 mil
pesos adicionales «el domicilio».
También hay profesionales especialistas
en un servicio que incluye «compañía» a
algún lugar público, a bailar, a una
fiesta; en esas labores son más caros:
alrededor de 30 mil pesos la hora, con
vestimenta y comportamiento adecuado
del prestador, según las averiguaciones
de Minerva.

Los trabajadores sexuales


masculinos atienden en Chile de once de
la mañana hasta la medianoche de lunes
a jueves, y en horario corrido viernes y
sábados. Los domingos no hay servicio,
pero por un precio razonable se pueden
hacer excepciones.

Minerva cuenta que hay dos tipos


de prestadores: los mixtos, que están
disponibles para ser contratados por
varones, y los que atienden sólo a
mujeres. También hay algunos que
ofrecen «trabajos especiales», que
pueden ser de «striptease, despedidas de
soltera, atención a grupos o fantasías
con animales».

Escudada en el anonimato del


teléfono, Minerva puede inquirir algunos
detalles que le resultan especialmente
excitantes, como el tamaño del pene de
los hombres que ofrecen sus favores
sexuales. Puesto que forma parte de la
mercadería que se transa en este
mercado, por iniciativa propia los
oferentes telefónicos —que en algunos
casos es un intermediario— entregan
información detallada sobre sus
herramientas de trabajo. Lo llaman «la
dotación». Minerva ha anotado
minuciosamente el resultado de sus
indagaciones; aquí van.

Adonis ofrece «una dotación de


dieciocho centímetros en reposo y un
grosor de cuatro dedos más o menos».
Franco! asegura que su dotación es de
«veinte centímetros durante! media hora,
porque practico una técnica china de no
acabar' hasta que tú quieras». Angelo
pone a disposición de la interesada
diecisiete centímetros, «y si es
necesario, un consolador adicional de
veintidós centímetros». Diego es menos
métrico en su descripción: «Soy de pelo
en pecho y con calugas, lo tengo largo y
grueso, llevo tres años en esto y no he
tenido quejas». Ibrahim, que se
promociona como «africano-macho-
mulato-musculoso», asegura que «hace
poco dejé a una clienta con un prolapso
anal, así que vamos a tener cuidado».
Felipe afirma que es «modelo de
televisión, versátil, varonil, atlético,
muy bien dotado: veinte centímetros».
Maximiliano detalla que es «uruguayo,
cariñoso, con un cuerpazo, y una
dotación de veintidós centímetros». Su
colega Matías, «argentino, maceteado»,
asegura: «La tengo extra-large, me traen
los condones de afuera porque acá no
hay de mi talla».

Para Minerva, estos diálogos


telefónicos son un fuerte incentivo para
fantasear. Hasta ahora no se ha atrevido
a contratar a un amante de alquiler. Tal
vez ni siquiera sea ése su objetivo. Ella
se excita en el contacto verbal con estos
hombres, con el lenguaje soez que
utilizan, con la manera descarada en que
describen sus cuerpos y ofrecen sus
servicios. Eso es más que suficiente
para Minerva. Es el material que atesora
para fantasear cuando se encuentra sola
y con tiempo para darse placer.
Ser prostituta
La aprendiz

A Vania le gusta imaginar que es


prostituta. Más concretamente, aprendiz
de prostituta. En la vida real es una
atractiva morena de veintinueve años,
azafata, jefa de cabina de una importante
línea aérea. Su marido es piloto
comercial. Tienen una hija de dos años,
una agradable parcela en Calera de
Tango, situación económica emergente y
un inmejorable matrimonio: lo pasan
bien en la cama y en la cotidianidad.

Su esposo es también su mejor


amigo, tanto así que ella le ha contado
esta fantasía. La comparte con él, que se
acopla perfectamente a este mundo
secreto.

Frecuentemente Vania representa


este sueño erótico con su marido. Así,
practican un juego de roles en que ella
es una mujer de la noche —con
minifalda, botas y medias caladas— que
intenta venderse. Y él, un desconocido
que va a buscar una prostituta para
satisfacerse. Todo esto es una
escenografía de luces rojas, tragos y
ambiente de lupanar.
Pero lo que le atrae a ella no es
fornicar por dinero, o con hombres
prácticamente desconocidos; éstos son
detalles secundarios de su fantasía. La
ensoñación erótica de Vania tiene más
que ver con el rito previo del comercio
sexual, con las horas en que las
prostitutas se preparan para recibir a los
clientes, con la ceremonia grupal en que
las mujeres afilan sus herramientas,
diseñan estrategias de seducción más o
menos explícitamente, compiten por la
presa, se despliegan con el objetivo de
calentar a los hombres, volverlos locos
de deseo y darles satisfacción sexual.

Vania tiene una imagen favorita,


una escena que vio en una película y que
ella repite en su mente para darse
placer. Imagina con especial detalle a un
grupo de aspirantes a prostitutas que
están recibiendo entrenamiento como
tales. Una de ellas, algo mayor que las
demás y con aspecto provocativo,
maquillaje recargado, cascabeleo de
joyas falsas, una mujer vulgar pero
atractiva, hace las veces de profesora.
Se instala frente a un pizarrón donde
explica la materia a sus discípulas:

«Lo primero es obtener


información respecto de lo que el cliente
espera: si le gustan morenas, rubias o
pelirrojas, altas I o bajas, con ropa de
cuero, insinuantes y ajustadas o sueltas y
vaporosas, delgadas o entraditas en
carnes. En el contacto telefónico se le
hace una ficha y se determina el perfil
de la chica que necesita», dice la
maestra con ademanes seguros, mirada
displicente y el sonsonete monocorde
que acompaña a una asignatura
largamente repetida.

Vania, en su fantasía, es una de las


aprendices que la escuchan fascinadas,
con los labios entreabiertos, atentas a
cada detalle de su cuerpo, sus modales,
su tono, su manera de moverse. Les
parece que la entrenadora es en sí
misma la mejor lección de cómo seducir
profesionalmente. Las doce chicas, con
sus jeans elasticados y sus diminutas
poleritas de algodón, el ombligo al aire
y las pestañas pesadas de rímel, se
muestran cautivadas. Todas a un compás,
en una curiosa coreografía, siguen a la
profesora con la cabeza, los ojos y el
cuello de cervatillos. Hasta que una
pregunta cuál es la mejor manera de
establecer contacto físico.

«Rapidito. No hay que perder


tiempo. Tú los dejas hablar y hablar y
vas acariciándolos al tiro, haciendo
como que estás urgida, que no te puedes
aguantar. Los clientes están chatos de las
esposas que les abren las piernas como
haciéndoles un favor mientras piensan
en la lista del supermercado. Hay que
darles aquello por lo que pagan: una
mujer que tenga ganas, que lo pase bien,
que le guste la cuestión. Ellos quieren
jugar, divertirse, tener al frente a una
mina caliente. Así que hay que tomar la
iniciativa y ser atrevida de entrada.
Aquí no valen las tímidas ni las
quedadas.»

Mientras termina la frase, la


entrenadora camina hasta el fondo de la
sala y saca un objeto plástico. Le pide a
una de las chicas que lo infle hasta que
alcanza proporciones humanas. Es un
muñeco de goma rosado, con expresión
fija, la boca abierta y pene incluido. Lo
sienta sobre una silla y continúa la
lección.

«Cuando el hombre ya está


relajado, después de un traguito y un
poco de conversa, le toman la mano así,
siempre friccionando, apretando
suavemente, tomándole los dedos como
si fuera la diuca, subiendo por los
brazos hasta los hombros, el cuello..., y
ahí se van al pecho. Los hombres son
como gorilas, están orgullosos de esa
parte de su cuerpo. Les gusta que les
toquen el pecho, incluso que les den
golpecitos ahí. Búsquenle las tetillas y
se las frotan sin dejar de conversar. Van
a sentir que se les endurecen. Eso los
calienta mucho», dice la profesora,
demostrando cada una de las maniobras
con singular destreza sobre el muñeco.

«Si hay una buena reacción, sigan


allí, primero con caricias en círculos
por todo el pecho, después las tetillas.
Pueden tomarlas con las puntas de los
dedos y sacudirlas un poco de esta
manera... Ahora quiero que me muestren
cómo seguirían.»

Las chicas se ponen de pie una a


una y muestran diversas maniobras en el
muñeco. Una le palpa los muslos, las
rodillas, la entrepierna. La siguiente le
sopesa los testículos después de
morderle las orejas y hablarle muy cerca
de,la cara. Otra más se refriega contra el
muñeco, lo levanta, se pone a bailar
abrazándole la espalda, va bajando con
las manos hasta el órgano de plástico y
se concentra en él. Con movimientos
acompasados, lentos, fluidos, empuña el
miembro y lo frota.

Vania se siente especialmente


excitada al imaginar esta parte de la
secuencia. Ve cómo la mano de la
aprendiz se mueve por el grueso
aparato, adelante y atrás, adelante y
atrás, adelante y atrás. De pronto cambia
el ritmo y la acción: le da palmaditas en
el miembro y se lo menea de un lado al
otro, como a la palanca de cambios de
un vehículo. Después vuelve a subir y
bajar por el cilindro, ahora mucho más
rápido.

Entonces interviene Vania, quien


en su fantasía se levanta y dice:
«Déjamelo, que va a eyacular». Y se
apodera del hombre de hule, se arrodilla
en el suelo, se introduce el pene en la
boca y comienza a chupar con
entusiasmo.

Esta es la culminación de su
fantasía. Cuando está con su marido se
las arregla para llegar a este punto de la
escena con él, en un relato paralelo.
Mientras imagina la escena descrita, va
representando las acciones de su mente
en la vida real, con lo que consigue
generar un placer indescriptible para'
ella y su pareja.
Hacerlo con hombres
poderosos
Juguemos al doctor

Fernanda tiene once años y estudia


en un colegio católico mixto. Ya ha dado
algunos besos en la boca, no mucho más,
y ha sentido cómo se endurece y agranda
el sexo de su compañero de baile en una
fiesta mientras ella permanece abrazada
a él, como si nada, mientras un
cosquilleo le recorre la columna
vertebral.

En su mente también ocurren cosas


interesantes. La fantasía de Fernanda
tiene un protagonista, el doctor
Rugendas, un señor de cuarenta y tantos
años, medio peladito, alto, delgado, con
anteojos y barba bien cuidada, amigo de
sus padres desde que ella tiene
memoria.

Es el médico de cabecera de la
familia; fue el que le detectó una
peritonitis cuando Fernanda tenía nueve
años, y también el que la revisó,
siempre sin sacarle los calzones, durante
toda su infancia. El doctor Rugendas la
hacía pararse contra la puerta de la
consulta para medir su altura en un
cocodrilo adhesivo, le miraba los oídos
con un embudo de metal y le daba
suaves golpecitos en la espalda para
saber cómo estaban sus pulmones.

Hace algún tiempo, sin embargo,


dejaron de llevarla donde este médico y
ahora ella, cuando lo oye llegar a su
casa, corre a espiar todos sus
movimientos desde una ventana del
segundo piso. Luego, durante el breve
saludo que puede prodigarle aprovecha
de olfatear su aroma conocido, ese olor
a hombre, olor a ganas, y sube a su pieza
con los pulmones llenos del doctor
Rugendas.
Fernanda espera despierta el
tiempo que sea necesario para cumplir
su fantasía. En cuanto las visitas se van,
acude al living rauda y sigilosa, se baja
el pijama con urgencia y posa las nalgas
en el asiento de cuero que ocupó el
doctor. Allí se queda muy quieta,
sintiendo en su carne la delicia tibia de
su ausencia, esa mezcla de intimidad y
asalto, una calidez orgánica: el éxtasis,
en suma.
La magia del mar

«Mi mayor fantasía es fornicar en


mar abierto», dice Graciela al tiempo
que enciende un cigarrillo y se dispone
en actitud de confesión. En su caso, la
fantasía es más bien un recuerdo, una
fijación placentera que proviene de una
experiencia que vivió.

Fue hace unos años, cuando su


matrimonio estaba naufragando, para
usar su propia imagen marítima. A los
treinta y siete años, siendo una abogada
en ejercicio y madre de gemelos, la
comezón del séptimo año le vino con
todo. Pero Graciela no se desgastó en
terapias ni salvatajes desesperados.
Invirtió sus ahorros en una empresa que
le proveyera de cierta independencia
económica y dejó que su marido viajara
mucho y se alejara sin escándalos,
riesgos ni discusiones.

«Entonces conocí a un hombre que


me lamió el ombligo. Delicioso. Eso es
sexo con contenido teórico: la lengua
limpia, la lengua sana, la lengua
acaricia. Es una parte que nos queda del
lobo. Lengüeteamos poco ya a estas
alturas de la historia del hombre, pero
se lo hacemos a los cachorros, a
nuestras crías les tomamos el gusto para
saber si están bien, saladitas, sin fiebre,
funcionando. También le pasamos la
lengua a la pareja, para comprobar que
sabe bien y que nos va a dar gusto, que
es gustosa.»

Para Graciela, desde entonces


lamer es signo de salud. Y ese hombre
que le lamió el ombligo se ha vuelto su
fantasía predilecta. Lo conoció en el
océano; era capitán de barco.

«Me embarqué en noviembre. Iba


de mala gana, un poco para sacarme de
la cabeza el estrés matrimonial, otro
poco para poner cuatro días de distancia
con un compañero de trabajo que me
tenía desconcertada, y también por algún
objetivo secundario de tipo mercantil
que no viene al caso detallar. »El
comandante me llamó de inmediato la
atención, no sólo por el atractivo
irresistible que despierta en mí el poder,
incluso el poder en pequeña escala, sino
porque en cuanto pasé revista a la
dotación de altos oficiales que se
congregaron antes del zarpe, en el salón
principal del buque —un hermoso y
cómodo armatoste de cuatro mil
toneladas, a todo esto—, simplemente
no había dónde perderse.

»Tenía unos cincuenta años, era


menudo pero bien hecho, unos setenta
kilos, de complexión recia y flexible,
pelo negro, asomos de calvicie, los
bigotitos típicos de capitán de fragata,
ojos de un azul intenso e iracundos como
el océano que me llevó a surcar... y, mi
debilidad, glúteos bien formados. Ahí
aprendí que en los buques se está mucho
de pie, la tripulación sube escaleras
noche y día, y hay que fintear el vaivén
permanente. El resultado suele ser un
par de nalgas duras, magníficas en la
estrechez del pantalón negro del
uniforme. Además el comandante resultó
ser un bailarín entusiasta, estupendo
intérprete —en privado— de canciones
que nadie conoce, como "La chica de la
boutique[1]". Tenía un estilo un tanto
binario en la expresión verbal, pero era
inventivo y original en su único tema: el
mar. Más exactamente "la" mar, como se
dice en la subcultura naviera.»

Según Graciela, el mar y el


funcionamiento de un buque pueden
producir conversaciones apasionantes si
son expuestos por un tipo que los conoce
a fondo, que se conmueve
contagiosamente con nudos, anclas,
popas, proas, yardas, millas y
condiciones meteorológicas, y que te
habla susurrando en medio del
movimiento sinuoso del oleaje.

«Mi capitán, muy apuesto y bien


plantado, me gustó no por buenmozo
sino por su actitud. Un tipo de pocas
palabras, que debe haber sido algo así
como el rey de las casas de putas en los
tristes puertos de la patria, todos
venidos a menos por la modernidad y el
neoliberalismo. En fin; un tipo concreto,
simple, "físico" —como se describió
haciendo alusión a su tendencia a tocar
carne humana—, sin pretensiones
intelectuales, muy cómodo y llevadero
en ese sentido.»

Graciela se reconocía agotada de


los hombres muy intelectualizados. En
cambio el marino era un hombre
concreto, que consultaba cartas de
navegación e impartía instrucciones a
los subalternos mientras le dedicaba
toda la atención del mundo, invitándola
por ejemplo a cubierta para mirar las
estrellas, las que conocía con nombres y
apellidos.

La primera jornada de la travesía


la dedicaron a medir sus fuerzas. El
comandante era casado y tenía cuatro
hijos, lo que se diría un padre de familia
y esposo ejemplar, pero con la mirada
del gato a la carnicería.

Entre sonrisas, miradas y


coqueteos, Graciela se enteró de que los
oficiales operaban las comunicaciones
de alta mar con nombres en clave. Su
comandante se hacía llamar "Átomo".
Ella, para ponerse a tono, se puso
"Ameba".

Ya el segundo día de navegación


Átomo acompaña a Ameba sin disimulo.
Ella toma sol en ropa interior en la
cubierta, escuchando el sonido de un
mar sin comienzo ni fin, y a su discreto y
silencioso capitán, que cada cierto rato
imparte instrucciones cifradas a sus
oficiales de guardia a través de una
radio portátil.

Átomo no tenía apuro. La tercera


noche la invitó al puente de maniobras:
«"Zafe a estribor, caña al doscientos
cuarenta y ocho", ese tipo de cosas. Y
él, estupendo, con su walkie-talkie y la
gorra de marino. Frente a nosotros un
amanecer espectacular y... la magia del
mar, de la que quedaría prisionera hasta
hoy.
»Esa noche bailamos apretaditos
en cubierta. Él hizo sonar en todos los
parlantes del buque una música que era
para nosotros... Y me encontré con su
lengua metida en la boca, sus manos
firmes apretándome la espalda, la
cintura, las caderas, y unas ganas de que
se metiera en mí y que nunca llegáramos
a puerto...»

Sin embargo, no lo muerde ni es


mordida. Entran en razón: hay
demasiados testigos. El la va a dejar a
la puerta de su camarote a las dos de la
mañana, muy caballero, y se despiden
como si nada: «Chao, hasta mañana».

«Pero ya había mucha tensión


sexual acumulada, No cerré mi puerta.
El no se fue. Nos abalanzamos el uno
encima del otro, avanzamos como en un
nudo ciego por un pasillo hasta su
dormitorio, entramos dando tumbos en
las paredes. Él intentó ir a buscar una
botella de vino y unas copas, pero yo lo
agarré de la ropa y lo atraje hacia mí. El
lugar era estrecho, como un ascensor, lo
que hizo que en pocos segundos
estuviera encaramado sobre mí,
empujando esas espléndidas nalgas
contra mi cuerpo, refregándose,
sudoroso de ganas y de calor,
levantándome un vestidito que no opuso
ninguna resistencia, tironeándome las
medias, enredándose en mi pelo, en la
ropa, ahora sí mordiendo hábilmente mis
orejas, mis brazos, mi cuello. Y yo que
intentaba mantener el equilibrio,
afirmarme de una silla que se movía con
el vaivén de la marea, y responder a las
deliciosas arremetidas del capitán... Sus
caricias eran desesperadas, sus besos
con bigote, besos que daban cosquillas.
Esos besos que me hacen sentir como
niña chica, encantada con el dulce que
va a recibir.»

Graciela se dejó llevar por el


placer que despertaba ese hombre en
todos sus sentidos. El capitán tenía una
magnífica erección bajo sus pantalones.
La verdad es que había estado allí cada
tanto, como un grueso leño escondido,
desde la tarde. Disimuladamente, él le
mostraba el bulto hacía horas. Eso la
excitaba mucho; lo que le ofrecía la
verga endurecida le abría el apetito,
como también saber que él sabía que su
instrumento era tentador, que cualquier
mujer querría sentir ese miembro tenso
abriéndose paso en sus entrañas,
moviéndose y gozando con el roce.

«Me manoseó por todos lados, a


veces con cierta brusquedad, otras con
dulzura, especialmente cuando se
detuvo, largo rato, en mis genitales; de
pronto me agarró con dos dedos el
clítoris y lo acarició sin compasión.»

El sexo de Graciela se lubricó


hasta parecer cubierto de mantequilla.
Gimiendo, al sentir que los movimientos
del capitán se volvían más urgentes, y al
ver cómo se abría el pantalón, metía la
mano y sacaba el pene hinchado y
enrojecido, vio que él lo exhibía
mientras deslizaba la mano por el
órgano tumefacto.

«"¿Quieres que te lo meta?", me


preguntó entre susurros y jadeos. Yo
asentí. "¡Ruégame que te lo meta!",
insistió. Fue lo que hice. Le pedí que lo
hiciera ya. No aguantaba un segundo
más.

Entonces el capitán se bajó los


pantalones, se tendió en el suelo del
camarote y arrastró sobre él a Graciela,
en cuclillas. La penetró de un solo y
certero espolonazo que le produjo una
sensación cercana al desmayo. Graciela
gritó de placer y sintió que agonizaba de
deleite con cada milímetro del miembro
que atravesaba sus húmedas membranas.

Pero en ese momento el capitán se


aquietó. Ella sentía palpitar esa dureza
en su interior, casi a punto de estallar, y
quería frotar su vagina contra la verga,
pero el capitán la retenía con fuerza,
empalada, sin poder moverse.

«Nos quedamos así una eternidad.


Yo trataba de frotarme, presa del instinto
que me ordenaba agitar las caderas. El
me sujetaba de la cintura. Me mantenía
presionada hacia abajo, con todo el
grosor de su pene dentro de mí, sin
hacer un solo movimiento. Su rostro
estaba congestionado, tenía los ojos muy
abiertos, y la lengua buscando el aire...»

La vulva de Graciela se
estrechaba en espasmos acompasados.
Le parecía que el miembro del capitán
reaccionaba a cada contracción
aumentando de tamaño, pero él seguía
sin moverse, totalmente rígido. De
pronto ella sintió que espesos chorros
de semen manaban en su interior.

«El capitán emitió un gruñido de


éxtasis y apretó sus caderas contra mí.»
Ella experimentó también una explosión,
un incendio, como una llave abierta, un
placer que la rebasaba y la empapaba
por completo, al tiempo que su capitán
recobraba el aliento y buscaba su
vientre con los labios.

Entonces Graciela sintió su lengua


en el ombligo, como una deliciosa
caricia húmeda. Luego descansaron en
silencio. Antes de rendirse al sueño, el
comandante pronunció unas palabras que
se transformaron en la obsesión y
máxima fantasía de Graciela:

«Esta es la magia del mar.


El señor cura

Renata está casada desde hace


catorce años; tiene tres hijos, es
periodista, relacionadora pública de una
importante firma hotelera, y vecina de
Huechuraba. A los treinta y ocho años se
considera "rellenita pero tincuda". Su
fantasía es tener contacto sexual con un
sacerdote dentro del íntimo espacio de
un confesionario. Lo relata así:

«Imagino que voy a la iglesia a


confesarme con un cura que me parece
súper atractivo. El viste sotana negra. A
propósito le comento con lujo de
detalles algunas situaciones lascivas
mientras voy notando su inquietud a
través de una mirilla enrejada. Su
respiración se agita y yo le sigo
hablando en un lenguaje procaz, hasta
que pierde el control de sus impulsos.
Entonces abre los pestillos de la
mampara y comienza a acariciarme las
piernas mientras me hace preguntas
libidinosas, que contesto de la manera
más calentona posible. En poco rato, y
sin contratiempos, mi mente pone al cura
a correrme mano desvergonzadamente.
Me sube la falda, me rompe los
calzones, se agacha, mete la cabeza
entre mis piernas buscando mi sexo y
empieza a lamerlo con glotonería.
Instalado entre mis muslos, el cura me
deleita con su lengua y con sus labios.
El clítoris se me hincha al húmedo
contacto de su lengua puntiaguda. La
saliva del sacerdote se hace abundante,
espesa, lechosa, y se confunde con el
néctar de deseo que produce mi
abertura.

»Me estremezco entera con cada


uno de sus chupetones. Siento afuera a
otras personas que quieren confesarse.
Otras mujeres que vienen en busca de lo
suyo. Deberán esperar que el señor cura
termine su tarea. Ya estoy a punto de
aliviarme, voy a acabar, aprieto los
muslos..., ya viene el placer».
Mi general

Isabel es una mujer muy bonita,


distinguida, con clase. Tiene treinta y
siete años y es una profesional exitosa
en el negocio editorial. Viste con gusto
exquisito, lleva las uñas perfectas y un
anillo de oro blanco y brillantes que
debe costar más que mi auto. Nos
reunimos en un café, donde me cuenta
que está separada, tiene dos hijos
escolares y vive en un elegante barrio
residencial.

Al cabo de tres capuchinos, un


croissant y una vitamina de naranja, la
conversación entra en tierra derecha.
Isabel hace referencia a una historia que
«una amiga mía escuchó de otra amiga y
que sé que te va a interesar». Aunque
aclara que no le pertenece, la bella
Isabel se acomoda en la silla y relata en
primera persona —con matices, susurros
e inflexiones dramáticas— esta fantasía
supuestamente ajena:

«El general entró


sorpresivamente. Supe que era él, a mis
espaldas, porque tanto el coronel como
su ayudante se levantaron de sus
asientos como por efecto de un resorte, y
saludaron con brazos y tacones. Se veía
guapo, muy guapo, como siempre, con su
impecable uniforme, sus charreteras de
alto mando, sus minervas y otras
insignias sobre el pecho esbelto, y los
lustrosos zapatos del 43.

»Yo me quedé sentada; demoré


mis movimientos una eternidad, hasta
que el general estuvo frente a mí, de pie,
su cintura muy cerca de mi cara, su olor
de macho bien duchado, su torso
enhiesto bajo el uniforme, su cuello, sus
ojos de lobo, su mano firme extendida
hacia mí con gallarda cortesía.

»Saludé distante, pero cumplimos


el rito de cruzar una mirada, un breve
relámpago de chispazos y ardores que
trajo la promesa de un descalabro, de un
olvido de toda culpa y todo mundo y
toda gente. Fue solo un momento y ya
estábamos hablando con gestos y tono
cuidados, adecuados, de los temas
profesionales que nos convocaban.

»Desde la primera vez que lo vi,


en un cóctel de embajada, este
intercambio de miradas breve y
tumultuoso se había hecho tradicional.
Un rito entre nosotros. Esa vez di vuelta
una fuente de ostras de pura impresión
cuando apareció, también a mi espalda,
y me dijo: "¿Me permite una copa de
champaña?".

»Ambos nos abalanzamos al suelo


para recoger el desastre entre mutuas y
atropelladas disculpas; en la penumbra
de las mesas enmanteladas, sentí que me
quemaban sus ojos hambrientos solo
segundos antes de que sus escoltas lo
separaran de mí y se lo llevaran como
en una corriente marina hacia el otro
extremo del salón, donde no existiera el
peligro de comensales de tanta torpeza
manual.

»Hasta entonces sólo nos vimos en


situaciones formales, pero un flujo
invisible tensaba el ambiente cada vez
que ocupamos el mismo espacio. No
sólo yo lo sentía. El también. Y las
miradas y rumores entre los otros
únicamente se refrenaban en algo porque
él es "el general". El caso es que, cada
vez que nos encontrábamos, mi
turbación casi me impedía pensar.
Cuando se me acercaba, hacía grandes
esfuerzos para seguir el hilo de la
conversación. Sin embargo oía el
desorden de sus latidos, sentía su deseo
solapado, el pulso encabritado y la
mirada de lobo de mi delicioso general.

»Tal vez todo fuera producto de


mi imaginación. Aunque no,
definitivamente no fue fantasía la
erección que noté en sus pantalones la
vez que subimos en un ascensor,
silenciosos, los cinco pisos hasta su
oficina en la comandancia. Pero nunca
estuvimos en privado. El protocolo
indicaba que nuestras conversaciones
debían incluir al menos un testigo.

»El general me buscaba —y me


encontraba— en ceremonias y eventos
militares, se instalaba unos instantes
frente a mí sin decir ni hacer nada más
que mirarme con un ruego en el fondo de
los ojos, apenas el tiempo suficiente
para dejarme marcada con su sello de
futuro placer, con la certeza de ese
misterioso y gratuito deseo que
irremediablemente nos iba a atrapar
algún día.

»Esta vez, tras unos minutos de


conversación amena y trivial, de pronto
ordena al coronel y a su ayudante que se
retiren. Quedamos ambos abandonados
en el naufragio de nuestras cavilaciones;
él muy serio, sin moverse un milímetro;
yo rogando que nada se saliera de su
curso y a la vez que ocurriera ya la
explosión que me parecía inminente e
inevitable.

»Su voz me acaricia a menos de


un metro, y va acercándose. Me ordena
dulcemente que me apoye en el
escritorio y abra las piernas, sin
tocarme. No lo miro. Obedezco con
parsimonia; siento su respiración. Sé
que él sí me mira, como un perro
hambriento, salvaje, feroz.

»Me dice que quiere verme así,


con las piernas abiertas para él,
entregada a sus ganas, sumisa, sometida.
Comienzo a acariciar mis propias
piernas como si fuera él quién lo hace.
Me pide, en un susurro ronco, que le
muestre más. Deslizo mis calzones hacia
abajo y sé que puede ver la humedad
entre mis piernas; siento su contención,
su fuerza, como si el mundo se fuera a
acabar en el instante siguiente. Pero allí
estamos y es tarde para retroceder.

»Me atrevo a levantar la vista y lo


veo trémulo, agitado, hermoso,
dispuesto. Me observa. Estoy tocando
desvergonzadamente mis genitales. Se
levanta y avanza hasta mí, sin apuro.
Pone uno de sus dedos en mis labios, me
lo mete en la boca con dulce
desesperación. Lo mueve adentro y
afuera mientras yo lo succiono como a
un chupete. Con la otra mano toca la
punta de mis pechos. Es hábil. Sabe
hacerlo. Huele a animal encabritado y
emite unos gruñidos tiernos.

Me saca el dedo de la boca y va


dejando una estela de saliva marcada en
mi piel, un camino que se desliza
lentamente hacia mi vientre, mis piernas,
mis muslos.

»Su dedo índice entra suavemente


en la blandura del pubis, y con diestras
maniobras acompasadas busca los
lugares más secretos. Quiero que siga,
que apure los movimientos y me haga
gozar. Me pregunta si estoy excitada. "Te
quiero bien caliente", me dice, mientras
sigue estimulando mis pechos y mi boca.
Entonces se baja el cierre del pantalón,
saca un miembro inflamado y
enrojecido, y lo exhibe frente a mi cara.

»Sé que va a poseerme. Sé que va


a penetrarme ahí, sobre el escritorio del
coronel. Sé que su delicioso pene
entrará en mí haciéndome olvidar todo
lo que ocurre en la calle, a la gente, que
sigue su día sin mayor novedad,
mientras yo estoy a punto de ser
atravesada por un hombre de
uniforme...».
Ser violada
El masajista

Rebeca está histérica porque no se


pudo depilar. Recurrió a la gillette hace
dos días y ya le asoman pelos vigorosos,
gregarios, como una colonia de
penicilina en las axilas, la entrepierna y
las pantorrillas, que se ven feos y se
palpan peor aún.

Ella es oficial del Ejército de


Chile, casada, madre de dos hijos
universitarios. Su uniforme la obliga a
andar con polleras y el verano arrecia,
por lo que unas panties disimuladoras
quedan descartadas. No le importa tanto
el detalle en el trabajo, lo insoportable
es que por la tarde tiene hora con su
terapeuta, un quiropráctico, un
masajista, y eso sí que la pone nerviosa.

Se lo recomendó hace ya siete


meses una colega con la que elude
comentar sus bondades. A la pregunta
clásica de «¿Cómo te resultó?», ella
responde: «Bien, gracias, ni un
problema». Nada más.

Rebeca va todos los lunes al


masajista. El es un hombre muy callado,
no muy apuesto, ancho, fuerte, con vello
en el pecho, que se le asoma por el
cuello de la camisa, bajo la bata blanca,
y una cadena de oro que parece contenta
en su torso mullido y firme. Es ciego.
Completamente ciego.

La oficial lo comprobó en las


primeras sesiones: al principio se
sacaba la ropa con aplomo, se tendía en
la camilla de hospital e intentaba
relajarse a pesar de su desnudez
poniendo atención a la música de
trompetas y oboes que sonaba de fondo;
pero en cada momento se encontraba
dudando de la incapacidad del
masajista, haciendo infantiles pruebas
como mirarlo repentinamente a los ojos
o ponerle obstáculos materiales en el
camino para ver si los eludía. Pero
nada. El tipo es ciego de verdad.

Por eso se dedicó a los masajes.


Por eso su clientela es exclusivamente
femenina. Por eso palpa como los
dioses.

Rebeca sueña con sentir sus dedos


milagrosos masajeándole el clítoris. El
masajista ciego —que además parece
mudo pero no lo es, porque todas las
sesiones la recibe con un «Hola,
desnúdese y tiéndase en la camilla boca
arriba— comienza por los pies y va
subiendo por las piernas con fricciones
enérgicas, circulares, rítmicas. Luego se
va al otro extremo y le masajea los
hombros, los alrededores de los pechos,
las costillas, la cintura, el estómago...

Rebeca apenas puede contenerse.


Quiere que el masajista pierda el
control, que no se salte el pubis ni los
pezones. Desea ardientemente que deje
de ser tan correcto y confiable, que se
vuelva loco y que sus manos grandes y
fornidas la hagan gozar de frentón.
Imagina que el quiropráctico comienza a
rozarla, friccionarla y apretarla ya sin
contenciones, y que ambos se deleitan y
saben que se deleitan entre
amasamientos y golpecitos.

Cada vez que el masajista va


llegando a su entrepierna a Rebeca le
parece tan fácil que él se permita no
detenerse, sobrepasar el borde
cosquilleante y encendido de la ingle, no
decir nada y seguir avanzando, hurgando
suavemente en su interior, moviendo sus
hábiles dedos en círculos concéntricos,
embadurnados con crema y el sudor de
ambos: ella, incapaz de resistirse, sin
voluntad por efecto de las tocaciones
neurosedantes, pero con el alma en un
hilo, y el masajista ciego manoseándola,
descubriendo poros perdidos, células
danzarinas, secreciones espumosas de
deseo, manipulándola con sus sabios
nudillos como lenguas de perro,
sacudiéndola hasta el final.
Violada en la playa

Marta es estudiante de enseñanza


media, soltera; vive en Coquimbo, en
una pensión. Tiene diecisiete años.
Nació en Copiapó, no conoce Santiago y
quiere ser modelo o promotora. Así
describe su fantasía favorita.

«Yo estoy tirada en la playa,


tomando el sol, con bikini y anteojos
oscuros. La playa está desierta. Escucho
el mar, las gaviotas, las olas, que me
adormecen. De repente se me echa
encima un hombre. Me salta el corazón
al sentir ese cuerpo pesado sobre mí, la
respiración en mi cuello, sus manos, que
me buscan los senos y me bajan los
calzones... El tipo intenta violarme.»

Desde que Marta se fue a estudiar


a Coquimbo es frecuente que vea
marineros en el centro de la ciudad. Son
hombres robustos que usan camiseta
blanca, pantalones azules muy ceñidos y
un gorrito blanco como el de Popeye.
Tienen tatuajes en los brazos y una
cadena de identificación en el cuello.
Marta no ha cruzado palabra con
ninguno de ellos. Su único lugar de
encuentro con un marino es la fantasía.

«Me imagino sus espaldas anchas,


sus nervios y sus músculos a través de la
camiseta. Me da miedo, pero también un
gustito rico. Es brusco, pero no me hace
daño. Aunque no le veo la cara, su
cuello y sus espaldas me parecen bien
hechos y tiene un aroma que me gusta...
Yo me resisto, pataleo, intento separar
su boca de mis pechos, trato de
sacármelo de encima, pero él logra
sujetarme las manos y las piernas y me
mete la lengua en la boca. Después me
dice al oído que me quede tranquilita,
que tiene una cosa para mí que me va a
gustar.

»Me saca el bikini a tirones, me


agarra la vagina como un desesperado y
mete los dedos. Me dice que estoy
mojada..., que estoy lista para recibir
una buena pichula que me haga gozar.
Con esas palabras, tal cual. A esas
alturas yo estoy bien excitada. En
realidad yo misma digo en voz alta las
palabras que él me dice en la mente. Yo
misma me estoy tocando y mi sexo está
húmedo de deseo. Imagino que el
hombre me acerca su miembro y lo posa
en la entrada de mi sexo. Con su mano lo
mueve en círculos alrededor de la
abertura... Eso me hace casi acabar.
Quiero que me penetre, pero él me toma
del pelo y me acerca el pene a la boca.
Siento un olor fuerte a orina y falta de
higiene que me provoca asco, pero él me
obliga, me lo sacude en la cara y luego
dentro de la boca.
»De pronto me lo saca de la boca
con brusquedad, baja y me penetra.
Siento un estremecimiento en todo el
cuerpo, imagino que sus testículos se
bambolean y que su pene choca una y
otra vez con el fondo de mi sexo. Siento
cómo se aprieta mi vagina, cómo
succiona ese trozo duro de carne que me
da placer en cada embestida... En mi
fantasía, abro las piernas y las cruzo
sobre su espalda. Él mueve su cosa
inflamada, con el glande enorme. Esa
imagen me produce un orgasmo muy
intenso.»

La fantasía de Marta llega hasta


ahí, no tiene escena final o resolución.
Es la escena a la que recurre cada vez
que quiere desahogar sus deseos. En el
momento en que imagina que el órgano
sexual del violador la ha penetrado
experimenta lo que ella describe como
una «excitación cruda». Eso le produce
un enorme placer.
Ver o ser vista
De a tres

Marcia estaciona su Audi plateado


en el segundo subterráneo de un centro
comercial. Está espléndida, como todos
los martes y jueves a las once de la
mañana. Se hizo las uñas de pies y
manos, se perfumó con Amarige de
Givenchy, se alisó el pelo, se maquilló y
se vistió a conciencia.

Un pasillo adelante se estaciona el


Montero Sport verde que ella espera.
Baja su amante, también almidonado y
compuesto, camina hacia ella sonriente,
sube al Audi muy canchero, seguro de sí
mismo, y parten al motel de siempre.
Prefieren uno de Vivaceta para no
volver a pasar el susto de divisar a
alguien conocido, como les ocurrió en
La Reina.

Ya en la escena del crimen,


Marcia y su amante repiten su ritual con
mínimas variaciones: primero esperan
que una bandeja teledirigida aparezca en
el vano de la pared: abren las papas
fritas, prueban unos canapés
trasnochados, se toman un trago para
alargar el deseo, no importa nada lo que
hablan porque no es más que un
muestrario de la gestualidad del cortejo.
Ella hace arrumacos con los labios, él
saca pecho y se pasea como un pavo
real; ella se mira al espejo curvando el
puente de su espalda, él se saca la
corbata y se desabrocha la camisa como
en un comercial de desodorante; ella
levanta el trasero ataviado con un
colaless negro, él la toma como a la
fuerza; ella hace como que se resiste, se
arranca, él la persigue, la agarra de un
pie, la tira en la cama, le levanta las
piernas y la penetra con ímpetu, ella se
queja y dice que no, que no, que le hace
daño, él siente un ruido en la cerradura,
ella dice que alguien viene, se detienen
sin detenerse, él sigue moviéndose sobre
ella, ella ondula las caderas y aprieta
las rodillas para retenerlo, pero ambos
miran a la puerta...

«¡Oh, no, es mi marido!», dice


ella. «¡Nos encontró! ¡Está mirando
cómo te lo hago!», dice él. «¡Nos va a
matar!», sigue ella. «¿Qué le pasa?,
parece excitado», dice el amante. Y
continúan, a pesar de que en realidad no
hay nadie más que ellos en la
habitación... Nadie, salvo ellos en su
complicidad, en su juego, en el que es
imprescindible contar con un tercero.

«¿Por qué nos mira así? ¡Ah,


quieres lo tuyo! Ven, te deseo a ti
también...» Y la pareja continúa,
turnándose con un otro imaginario.

Ésa es la fantasía de Marcia, que


su marido y su amante le hagan el amor
al mismo tiempo, en perfecta armonía,
sin más miramientos que el placer de
cada uno.
La mirona

Paulina tiene cuarenta y seis años,


es soltera y no tiene hijos. Trabaja en el
departamento de marketing de una
empresa textil, tiene un sueldo razonable
e interesantes perspectivas
profesionales.

En el plano sentimental, dice no


tener un compromiso estable, pero sale
con varios hombres. «Mi apetito sexual
nunca fue unidireccional. Siempre me
atrajeron muchos hombres a la vez. Creo
que no estoy hecha para tener una sola
pareja en la vida. Lo encuentro una
lata.»

Paulina es voyerista. Le gusta


mirar a otros mientras tienen sexo.
También le produce placer verse a sí
misma en pleno acto sexual con uno o
más hombres, para lo que, en su fantasía,
utiliza un gran espejo.

Sus ensoñaciones están vinculadas


con las imágenes más ardientes que ha
observado mientras espiaba a otros, u
observaba sus propias relaciones
sexuales. El origen de estas
ensoñaciones lúbricas está en una
experiencia temprana.

«Yo tenía unos quince años. Me


gustaba un vecino con el que nos
encerrábamos a atracar en el garaje,
dentro del auto de su papá, hasta que nos
llamaban a tomar onces. Pero también
me inquietaba el doctor Santis, un
apuesto médico de cabecera que
visitaba mi casa, un señor de barba,
serio, bien callado, que llegaba con un
maletín y sus anteojos y que pasaba
seguido a vernos aunque nadie estuviera
enfermo.

»El doctor conversaba un rato con


mi papá en el repostero, se tomaban un
café, a veces incluso jugaban a las
damas. Después se levantaban los dos y
el doctor Santis se metía con mi madre
en la salita. Mi papá salía a regar el
pasto o a leer el diario, sin mostrar
ninguna inquietud, mientras ellos se
quedaban en esa pieza haciendo algo
que muy pronto me encargué de
averiguar.

»Un día me atreví a esconderme


detrás de una mesa ratona que había en
la salita. Ellos entraron, cerraron la
puerta y mi madre, que estaba bella y
sonrojada, se sentó en el sofá. Le
ofreció una taza de té al doctor, que él
rechazó mientras se sentaba en la
alfombra, muy cerca de ella, y le besaba
la mano, el brazo, los hombros, el
cuello, con gran familiaridad. Era
evidente que mi madre no estaba
sorprendida, y que le agradaba.
Entonces ella se tendió sobre el mismo
sillón donde estaba. Yo la veía cerrar
los ojos, deleitándose con los besos del
amigo de mi padre.»

Desde su escondite, Paulina pudo


fisgonear toda la escena. A pesar de la
impresión, y del ardor que le provocaba
lo que veía, intentaba mantenerse
silenciosa para no ser descubierta. Vio
cómo el doctor acarició con suavidad
los muslos y las caderas a su madre,
marcando en la ropa las formas de ella,
que lo miraba y se estremecía. Miró la
forma en que ella observaba, insistente,
el bulto en sus pantalones. Sintió los
gemidos, suspiros y quejidos de ambos.
«Comencé a sentir cómo sus
respiraciones iban subiendo de tono, a
la vez que la leve agitación inicial de mi
madre daba paso a movimientos más
rítmicos, como una espontánea danza sin
música. Adelantaban las caderas, se
separaban y se volvían a reunir.

»El doctor Santis corrió


cuidadosamente las ropas y dejó
descubierto las blancas nalgas de mi
madre, que temblaban y se movían, cada
vez más frenéticas. A ratos, ella
intentaba quedarse quieta, entonces él
intensificaba las tocaciones: subían sus
finas manos por las costillas y cuando
iban a llegar a los pechos se devolvían
dejando a mi madre con un suspiro
ahogado en la garganta y la boca
entreabierta. Bajaban hasta sus rodillas
y las apretaban, abriéndole un poco los
muslos. Luego masajeaba sus
pantorrillas y le levantaba la falda. Ella
elevaba las rodillas y parecía querer
abrazarlo con las piernas.

»De pronto, el doctor la tomó de


un brazo, la llevó hasta la alfombra y la
puso allí de rodillas. Luego se instaló de
espaldas a ella, con el torso en el sofá,
los pantalones abajo, jadeante,
ofreciéndole las nalgas. Ella le besó el
culo y comenzó a lamérselo como al
hueco de una jugosa sandía, cada vez
más rápido. Parecía gustarle mucho a
ambos.»
Esta escena, que marcó las
fantasías de Paulina, le produjo una
enorme excitación. Su mano buscó
instintivamente sus genitales, que bullían
de escozores tibios. Notó que se había
empapado de un líquido espeso y desde
su escondite se alivió recorriendo el
exterior de la vulva con la punta de los
dedos.

El ardoroso panorama que tenía


frente a ella le parecía hermoso y
excitante; nada le importó ver a su
madre con otro hombre. Al contrario, le
pareció que el placer que se prodigaban
esas dos personas frente a ella era
contagioso. Sintió que se extasiaba con
el sonido de esa lengua, la de su madre,
batiéndose y saboreando la zona anal
del doctor, lo que producía un
estremecimiento rítmico de todo el
cuerpo masculino.

«El doctor Santis se dio la vuelta


y dejó ver una verga larga, flaca y muy
tiesa, plagada de venas moradas y rojas
y con el capullo expuesto. El mismo se
la tomó y la movió con energía,
exhibiéndosela a ella, que parecía
deslumbrada y que comenzó a asirle los
hombros y atraerlo hacia ella. Él
continuaba erguido y resistente,
meneándose el miembro hacia atrás y
hacia delante, con evidente expresión de
calentura. Iba a acabar en cualquier
momento.
»Ella se sacó la falda y unos
calzones blancos no muy seductores que
llevaba. Se curvó para ofrecerle el
trasero y se lo abrió con ambas manos.
Vi que el orificio anal se abría y se
cerraba a la espera del miembro del
doctor.

»La espera me pareció


interminable hasta que él comenzó a
penetrarla lentamente, mientras ella
gemía y suplicaba por más. El doctor
introdujo entonces todo el miembro,
hasta la base, y comenzó a moverse en
largos y profundos espolonazos. Ella
también se movía cada vez en forma más
violenta, hasta que él respondió con
empujones potentes mientras le sostenía
las caderas, hundiendo sus dedos en la
blanca carne de mi madre.»

Detrás de la mesa ratona, Paulina


estallaba a la vez en un orgasmo intenso,
estimulado por sus propias caricias pero
sobre todo por la escena de la que era
testigo. Tuvo que hacer grandes
esfuerzos por aguantar el grito de placer
que le nacía, espontáneo, desde el fondo
del alma. Lo logró y no fue descubierta,
ni esa vez ni las siguientes, en que
observaría desde el mismo refugio
secreto la aventura sexual de su madre.

Se le hizo un hábito espiar. Mirar


a escondidas le producía tanto o más
placer que practicar el sexo ella misma.
¡

«Imagino que me lo hacen a mí o


que yo lo hago. Esas escenas son un
tesoro guardado en mi mente, a las que
recurro cada vez que necesito sentir
placer.»
Encuentro de ex alumnos

Flora tiene cuarenta y seis años,


es casada, antropóloga, tiene tres hijos y
vive en Maipú.

«Cuando estoy sola o siento cierta


comezón en el sexo, pienso siempre en
una situación imaginaria: tengo una
fiesta con mis compañeros de colegio.
Manríquez, un antiguo condiscípulo que
me llama cada tres o cuatro años para
invitarme a la reunión de ex alumnos, se
ofrece para pasarme a buscar. Yo le
espero muy arreglada, con un vestido
rojo escotado, tacos altos, medias
negras con liguero. Subo a su auto
dispuesta a hacer recuerdos nostálgicos.

»Esta vez Manríquez me parece


atractivo, a pesar de que en la infancia
era insignificante. Tiene bigotes, unas
manos grandes, nariz y mentón
prominentes, el cuerpo fornido. Me mira
de reojo las piernas. Lo siento turbado,
ansioso, mientras hablamos de cosas sin
importancia. Me río por cualquier razón,
él responde mostrando una blanca
sonrisa y extendiendo el torso como
queriendo mostrarme su potencia. Estira
su mano y la pone sobre mi rodilla.
Avanza por el muslo mientras sigue
manejando. Es como un explorador
entrando en una selva. Exquisito. Abro
las piernas. Manríquez casi pierde el
control del vehículo. Pero hemos
llegado al lugar del encuentro. "Ya habrá
tiempo para retomar nuestra
conversación", le digo, coqueta.

»Entramos en la casa y vemos una


escena increíble e inesperada. Todos
mis ex compañeros están desnudos y se
ha desatado una verdadera orgía. Hay
grupos por aquí y por allá, gente
tocándose, lamiéndose, teniendo
relaciones sexuales en un ambiente de
fiesta. No reconozco a ninguno de los
presentes, un montón de desconocidos
que están excitados y alegres. Algunos
se masturban, eyaculan sobre los otros o
intercambian parejas. Nadie parece
contrariado, confundido o antisocial.

»Casi de inmediato Manríquez


intenta retomar las caricias del viaje en
auto. Me sube la falda, busca
nuevamente la humedad y sus dedos se
hunden entre los pliegues sedosos. En
ese momento llegan hasta nosotros dos
hombres y una mujer, nos ofrecen unos
tragos y comienzan a sacarnos la ropa
entre risas y miradas lascivas. Mi
cuerpo se tensa al sentir caricias en los
pechos, las nalgas, las caderas. Uno de
los hombres me besa el cuello, las
orejas y la espalda. El otro oscila desde
atrás de mí con suaves embestidas hacia
mi trasero.
La mujer me tiende boca abajo en
un sofá y saca el sexo de Manríquez
fuera de sus calzoncillos.

»Su herramienta emerge


imponente y tiesa, seguida de un par de
testículos peludos. La mujer le agarra el
pene con familiaridad y lo frota hasta
hacerlo crecer aún más. Manríquez no
deja de mirarme mientras la mujer hace
que la cabeza de su órgano se vuelva
bulbosa y púrpura, con el tallo cubierto
de venas y duro como una roca. Esa
visión imaginaria me produce mucha
excitación. Veo el órgano congestionado
en primer plano, imagino que la mujer lo
soba como a una joya mientras
Manríquez me mira. Sé que se prepara
para mí.

»Siento una corriente de placer


que me une a los otros. Uno de los
hombres introduce su garrote en la
vagina de la mujer y entra en ella con
empujones que van aumentando de
velocidad. Ella jadea y disfruta las
rápidas penetraciones, pero no
desatiende a Manríquez. Atrae el pene
hacia su pecho y lo abraza entre sus
inflamadas tetas, meneándolo allí con
insistencia. El otro hombre me abre las
piernas y juega en mi ano con un dedo.
El rostro de Manríquez se enrojece, su
respiración se acelera, emite una
especie de gruñido. Se libera de la
mujer y avanza hasta mí; me levanta por
las caderas, dirige su órgano hacia mi
sexo y lo frota en la entrada con cierta
contención deliciosa.

»Los demás me acarician y me


besan mientras se complacen unos a
otros. Todos a mi alrededor están
gimiendo de placer, intercambiando sus
penes y sus vaginas sin ningún recato.
Manríquez continúa su danza con breves
embestidas, su garrote yendo y viniendo
por mi jugosa hendidura. Le suplico a
gritos que me penetre. La mayoría de los
presentes me observa, sin detenerse.
Todos ven cuando agarro el tallo
inflamado de Manríquez y me lo meto
desesperada para que me llene entera.
En esta imagen de mi fantasía creo sentir
materialmente el tenso órgano entrando
en mí hasta el último centímetro,
llenándome hasta el delirio.»
Dar de mamar
Que me chupe los pechos

Mariana es jefa de cajeras en un


supermercado y tiene cuarenta y dos
años y cinco hijos. Una cifra moderada
para alguien cuyo mayor placer sexual
consiste en dar de mamar o fantasear
con que otro ser se alimente de sus
pechos.

Aunque ha leído en algunas


novelas e incluso en literatura médica
acerca de esta fijación erótica, cree que
el suyo es un caso «bien especial» y me
cuenta que la tarde en que se hizo su
primer pronóstico casero de embarazo
—en el baño de su departamento de
soltera, en las masivas torres de Fleming
—, comenzó un recorrido sorprendente.
Durante los ocho meses siguientes
ningún misterio le fue revelado, salvo
uno, el único sobre el que no se hizo
jamás una pregunta porque simplemente
no se le ocurrió que podría perturbarle
de esa manera: la fuerza erótica de
sentir una presión nutritiva en los
pechos, unas puntadas eléctricas que le
anunciaban la urgencia de tener a
alguien succionando sus pezones
agigantados.
Lo que sí quedó en evidencia
durante su primer embarazo y los que
siguieron fue una serie extensa de mitos
que rodean la reproducción. De partida,
el polvo fundacional era eso, un polvo,
es decir, tan bueno como suelen ser,
pero no hubo estallido de galaxias ni
estremecimientos de constelaciones ni
indicaciones luminosas de que se estaba
produciendo en ese acto preciso ningún
milagro.

"Tampoco llegó a ocurrir jamás la


comunicación extrasensorial —intra, en
este caso— de la que había referencias.
Por más que se acarició la guata, cantó y
habló en simulacro con el nuevo
individuo, la verdad es que a cambio
recibía sólo silencio y su sensación era
más bien de ser un cuerpo usurpado. Se
sentía invadida por alguien del que tenía
pocos datos, y cuya presencia de pez era
bastante asimilable a la de un gas
intestinal persistente.

Y así, en esos largos e incómodos


meses introspectivos, junto con várices,
estrías, caries y panza, lo otro que le
creció fue la curiosidad, la
incertidumbre y un gusto desconocido
por tocarse los pezones. Se habían
vuelto oscuros, porosos, y su piel se
había engrosado como corteza de nogal.
Pero lo más notable era la sensibilidad
que se despertó en la punta de sus
pechos y en el olfato. Podía olfatear el
sudor de un hombre a un kilómetro. Y
ese aroma picante hacía que sus pechos
se transformaran en fuentes que lanzaban
chorritos de leche sin parar y que le
exigían que los pellizcara para aliviarse.

Mariana dice haber sentido la


compulsión de palpar ella misma sus
pezones en muchos momentos,
estimulada por el roce de la blusa, por
una mirada masculina a sus
protuberancias mamarias o por el simple
latir de su imaginación. Entonces los
tocaba y estiraba suavemente hasta
sentir un placentero manar de leche.
Podría decirse que se ordeñaba a sí
misma, de una manera tan deliciosa que
se le transformó en una costumbre, una
que llegó a practicar a diario.

En el momento del parto tuvo la


clásica visión de la vida después de la
vida, con el quirófano en cámara
subjetiva, lentitud en la percepción, por
la raquídea, una matrona con paradójica
mascarilla superpuesta en aros de fiesta
y blusa de lentejuelas, y dos médicos
que le amasaban y le abrían en el vientre
con destreza de carniceros.

«Tranquilita, tranquilita, respire,


tranquilita», le imploraba la de los aros,
con el sobajeo de brazos tan propio de
los chilenos en trance hospitalario. Lo
más claro en medio del todo confuso fue
un sonido líquido procedente de la
entrepierna, algo así como un mar tibio
fuera y dentro al mismo tiempo.

Después, todas las caras la


miraban y le hablaban cosas que no
pudo escuchar. Le acercaron un bultito.
Un trozo de carne con forma humana que
latía ahora en su cuello, afuera, sobre su
pecho, inexplicable... Olfateó a la
criatura y entonces fue cuando sintió la
imperiosa necesidad de que el niño se le
pegara a las tetas y comenzara a chupar.

El impulso le sobrevino primero


de manera vaga, como una textura en el
aire, un cierto vaho caluroso, orgánico,
de células en eclosión. Se le instaló en
los pechos una ternura perezosa, con
cierto tamborileo de quedarse para
siempre... Un rumor de camas usadas, la
cama revuelta de sus padres en las
mañanas. Una esencia de cuerpo
bullente, como de átomos y núcleos y
electrones chocando y mutando, que le
producía una urgencia de amamantar
más allá de todo control. Esa fue la
primera vez que experimentó
conscientemente el deseo que se le
volvió fantasía.

Al comienzo Mariana se extrañaba


de sí misma por este deleite del que no
tenía referencias. Otras mujeres se
quejaban de los desagrados del acto de
«dar papa». Hablaban de llagas en los
pezones, de glándulas mamarias
congestionadas, e intentaban interrumpir
la lactancia materna lo antes posible.
Ella en cambio —y siempre su entorno
aplaudió su actitud— prolongó al
máximo su ritual lácteo con las cinco
criaturas que trajo al mundo, disfrutando
secretamente del placer que algo muy
diferente del instinto maternal motivaba.
En cada mamada de sus criaturas se le
encendían las entrañas de una manera
inequívocamente lúbrica que ella, nunca
reprimió.

Paralelamente, cada vez que se


acostaba con un hombre imaginaba que
su amante le buscaba los pechos y se
pegaba a ellos succionando alimento.
Ese pensamiento ha bastado hasta hoy
para excitarla hasta el borde del
orgasmo.

Mariana no necesita que su


fantasía se haga realidad. Sabe que esta
succión puede mantenerse sólo en su
cabeza, como un estímulo adicional
durante el acto. Pero reconoce que le
resulta extremadamente placentero
cuando su compañero avanza hacia sus
pechos, abraza con la palma de la mano
sus globos mamarios, manipula sus
pezones con habilidad, con pequeños
pellizcos y tirones, o rítmicas
palmaditas que los hacen erectarse.
Mejor aún si él sigue hostigándole las
mamas sin piedad cuando se monta
sobre ella y la penetra, bajando la cara
hasta ellos y mordiéndolos con dulzura
para luego palpar los pezones con la
lengua en punta, mientras bombea con la
verga una y otra vez en su húmeda
vagina.

Cuando imagina que esto sucede,


al avanzar hacia la imagen de su amante
chupándole los pechos, sorbiéndole los
pezones, Mariana llega al borde del
clímax. Siente que sus mamas producen
un líquido, algo que ella identifica como
semen fresco, un fluido espeso que le
mana como en ráfagas. Imagina que ese
líquido viscoso llena la boca de su
amante, como una eyaculación, y que
éste sigue chupando hasta saciarse. Es el
momento en que Mariana siente
contracciones involuntarias y rítmicas en
el clítoris, y un placer que se disemina
en chorros de secreción láctea desde los
pechos.
El padre y otros
incestos
La voz del padre

Elisa es traductora, tiene sesenta y


seis años, un hijo, una cómoda casa en
provincias. Está separada de su primer
marido y mantiene una relación estable
con un arquitecto jubilado que vive a
pocas cuadras.

Me advierte que su testimonio es


delicado. Las pocas veces en la vida
que ha comentado con alguien su
fantasía ha recibido de vuelta miradas
horrorizadas o consejos compasivos. Ni
pensar entonces en compartir el origen
de sus ensoñaciones, que está anclado
en una experiencia de la vida real.

«El incesto es el gran tabú sexual


y moral de la sociedad civilizada. Sin
embargo, un alto porcentaje de las
mujeres nos iniciamos sexualmente en
una relación con nuestro padre o
padrastro. Una cantidad no despreciable
se embaraza y tiene hijos de esta unión.
En general no se trata de encuentros
puntuales sino sostenidos en el tiempo,
por muchos años... Es un tema que no
tengo resuelto, es muy complicado,
extremadamente complejo. Yo sólo
puedo contarte mi experiencia, que no
tiene nada de traumático», asegura.

Me habla de los hombres que


poblaron su vida sentimental. El
recuento no se sale de la norma: cuatro
pololos de adolescencia, un novio que
se convirtió en marido, un apoderado
del curso de su hijo con el que tuvo una
relación extramarital durante un año, dos
relaciones importantes después de
separarse.

Hasta allí todo parece previsible,


pero de pronto Elisa hace una inflexión
en el relato, me observa y continúa, pero
esta vez como si sacara capas a una
cebolla:

«Pero mi fantasía secreta siempre


fue mi padre. Bueno, era un hombre
hermoso, tenía piernas largas, una
estampa muy aristocrática, trajes hechos
a medida. Pero lo que más me gustaba
de él era su voz. No se reía nunca y era
silencioso, de muy pocas palabras, pero
tenía una forma de hablar muy seductora,
serena y segura, que regalaba en muy
contadas oportunidades, y que habría
derretido a cualquier mujer... incluso a
una niña».

El padre de Elisa fue un boticario


que logró hacerse de un negocio
modesto pero próspero, que les permitió
vivir con cierto desahogo económico.

«En provincia el farmacéutico era,


en esos años, una persona importante.
Mi padre gozaba de prestigio social, era
muy bien considerado como hombre de
trabajo, serio, confiable, dispensador de
consejos razonables. Era un hombre
culto, a pesar de que nunca fue a la
universidad. Leía, leía y leía. Su
biblioteca era un completo muestrario
de lo más granado de la literatura
universal. Con decirte que Vicente
Huidobro pasó una vez por Ovalle y se
interesó mucho por la biblioteca de mi
padre. Estuvieron allí fumándose unos
puros cubanos y disfrutando de esos
libros empolvados. Huidobro también
era un hombre muy atractivo, con una
sonrisa espléndida y un áspero sentido
del humor. Celebró mis trenzas y me
recitó un poema sobre una niña y una
vaca que me hizo reír. Pero mi padre me
gustaba más.

»La atracción por él se me hizo


irrefrenable desde una vez que lo
descubrí fornicando con la verdulera en
la farmacia. Me asomé a mirar porque
sentí a una mujer que gemía... Los vi,
ella con la falda arremangada y los
muslos en alto sobre una camilla de la
bodeguita de atrás. Era la misma que me
regalaba primores cuando íbamos a
comprar la fruta, pero su cara estaba
irreconocible, congestionada, roja, con
las aletillas de la nariz, los ojos y la
boca muy abiertos. Mi padre se meneaba
contra ella dándome la espalda. No me
vieron. Ella le decía: "Dámela, dámela",
y él respondía con sinuosos y lentos
movimientos de sus nalgas. Era un
espectáculo hipnótico.

»De repente él la tomó por el pelo


con una mano crispada, le tiró la cabeza
hacia atrás y hundió la cara entre los dos
enormes pechos de la mujer, medio
asomados por el escote. Ese mechoneo
fue como una señal, porque ella
colaboró de inmediato. Se retiró, sus
cuerpos se despegaron, y ella se agachó
y comenzó a chupar, con la cara cada
vez más roja y deformada. En ese
momento pude ver entre sus labios,
saliendo y entrando frenéticamente, el
magnífico miembro de mi padre. Era un
venablo duro, grueso, venoso, de un rojo
encendido. Una hermosura de aparato.
Él se acariciaba la entrepierna sin dejar
de moverse cada vez más rápido, con
contorsiones desorganizadas, hasta que
ella retiró el mango de su boca y pude
ver cómo salía una leche espesa en
chorros abundantes. En ese instante
escuché su voz: "Te gozo toda, chupa
así, estoy gozando...", le decía a la
verdulera.

»Se quedaron abrazados, uno


sobre otro, como después de una batalla.
¿Qué era eso? No sabía bien, pero me
pareció delicioso, era algo que yo debía
probar.»

Llevada por la curiosidad, el


instinto y la temprana intuición de que
ese tipo de cosas estaban en el ítem de
lo secreto, Elisa se conformó un tiempo
con encerrarse en su pieza a evocar la
escena que había visto. Cada vez que
llegaba a la parte en que su padre
bramaba de placer con esas palabras
indecentes y soltaba todo el jugo de sus
testículos, ella sentía que una tensión
sostenida estallaba en sus genitales.
Después experimentaba un cierto alivio.
Pero al cabo de un tiempo no fue
suficiente y comenzó a rondar al hombre
que tanto la inquietaba.

«El mejor momento para


acercarme a él era cuando leía en su
biblioteca. Allí estábamos siempre
solos. Yo tenía diez años, pero mi madre
me vestía con vuelos, cintones y
organdíes, como a una guagua.

»Yo lo contemplaba y él fingía no


verme. Yo me acercaba y él me decía
que me estuviera tranquila. Yo le
acariciaba una pierna y él me sujetaba la
mano. Yo me montaba en su zapato y le
decía: "¡Hop-hop cabalot, lludi pen,
lludi pon, catrotamos caballito, pitipón,
pitipón, pitipón!", y me refregaba contra
su empeine, sintiéndolo calentito y
apretándolo entre mis muslos...

»Hasta que un día me miró y me


regaló la más seductora de las sonrisas.
Una sonrisa de aprobación y
complicidad. Yo me arrastré jubilosa,
refregándome por sus piernas hacia
arriba hasta quedar sentada en su regazo,
con mi cara muy cerca de su cara, y
moviéndome involuntariamente arriba y
abajo.

»De ese modo iniciamos un juego,


un rito, que repetimos muchas veces
durante años. Escuchaba su voz
diciéndome: "¿Quiere hacer cositas
ricas con el papá?", y de inmediato
sentía humedecerse mis calzones. Me
ponía en su regazo y buscaba su verga
tiesa aprisionada por la ropa,
palpitando, creciendo, engrosando.
Refregaba mis genitales en ese aparato
hinchado y caliente, hasta que me
llegaba desde el paraíso una cosquillita
que iba en aumento y que me estremecía
entera... Y luego un alivio maravilloso y
total, que me hacía derrumbarme sobre
su pecho tibio. El me acariciaba el pelo
hasta que yo me recuperaba. Y todo
quedaba así, quieto, pleno, dulce...

»La atracción por mi padre me ha


durado toda la vida, aun después de que
murió, después de tener muchos
amantes», me cuenta Elisa. Parece que
hablara consigo misma. Como si
recordar la sumiera en un trance.

Le pregunto cómo siguió esa


relación, si no le trajo problemas,
culpas, traumas. Si no le pesó en su
relación con los hombres a lo largo de
la vida. Aunque me parece improbable,
por su actitud y sus dichos, que hubiera
tales consecuencias. Me responde que
no, que vivió esa experiencia como algo
muy querido y que la recuerda sin
conflictos internos. También me dice que
la ha mantenido de manera muy privada.
Desde siempre supo que nadie podría
entenderla.

«Nuestros jugueteos terminaron


cuando me mandaron a estudiar a
Santiago, años después. Al regresar, yo
era una mujer y él un anciano. Pero su
voz me producía el mismo deseo
desmesurado, las mismas ganas de
unirme a él.

»No retomamos la experiencia...


tal vez por temor del otro, y sobre todo
por miedo a la electrizante energía que
emanaba de nuestro contacto. Murió
hace más de treinta años. Pero hasta hoy
sueño con él. Me despierto algunas
noches excitada por su presencia
sonámbula, por su espléndida voz de
macho. Siempre es el mismo sueño:
estamos en la biblioteca, él me mira con
sus ojos encendidos, me invita a hacer
"cositas ricas" y yo, niña, puedo sentir
que mi padre me desea más que a nada
en el mundo. Lo rondo y me acerco hasta
que tomo posición sobre su sexo
inflamado. Sus manos son grandes,
hábiles, acogedoras. Yo me meneo y me
refriego contra su sexo y jadeo igual
como lo hacía la verdulera. Siento que
nada puede hacerme daño... Mi padre
me susurra palabras mágicas. Es dulce y
es brusco. Un tropel de caballos
desbocados se acerca desde ninguna
parte. Yo sé que voy a morir con él en
pocos segundos. Lo sé porque ese
hombre, mi padre, tiene la voz del más
absoluto placer.»
¡Méeme! Mijito! méeme!

«A veces me parece que cualquier


ruido de agua que me llega desde lejos
es mi padre orinando al fondo del
pasillo, a punto de empezar el ajetreo
matinal... Me parece que soy una niña y
que es mi padre el que va a llegar
acicalándome los bucles y asegurándose
de que me tome hasta la última gota de
la leche de burra que me salvó de la
muerte.»

Fresia se concentra en el relato


como si estuviera reviviéndolo, como si
no tuviera los cincuenta y siete años que
tiene y fuera aún la hija huérfana de
madre, enferma de sarampión,
evaporada por la fiebre, a las puertas
del otro mundo, con un papá que la crió
solo, extremando los cariños y
atenciones para ella y sus hermanos
menores.

Gracias al conjuro de la leche de


burra ella se transformó en una
adolescente flaca pero sana, y después
en una adulta normal, que tuvo dos hijos,
un marido excelente, según sus palabras,
y un trabajo cómodo como peluquera y
propietaria de su propio salón de
belleza.
Recuerda el detalle de su padre
orinando en el fondo del pasillo porque
cree que puede ser el antecedente de una
fantasía que fue tomando forma desde
sus primeras experiencias sexuales, y
que la acompaña hasta hoy.

«Cuando tenía unos catorce años,


me despertaba a veces con un suspiro.
Había tenido un sueño erótico con el que
mi sexo se humedecía como un
verdadero surtidor de agua. Mi cama
estaba empapada de pipí. Me di cuenta
de que cuando acababa durmiendo
siempre me hacía pipí.»

Fresia se acostó por primera vez a


los quince años con un pololo de verano
que era tan inexperto como ella. Fue un
encuentro rápido, furtivo y torpe, sobre
la arena, con más calentura que placer
final. Pero durante la relación la joven
imaginó que el muchacho se orinaba
sobre ella y eso, más que los
movimientos instintivos y desordenados
de su pareja, la llevó a un intenso
orgasmo que la dejó muy satisfecha.

«Sentí su pene en mi vagina y me


vino la idea de que el cabro me iba a
mear, que así se aliviaría de esa como
picazón que tenía ahí. Entonces fue que
me vino un gusto en mis partes, que me
subió por la columna. Un rico orgasmo.
Y después, cada vez que tengo
relaciones pienso lo mismo. Si no lo
pienso, no acabo.»

Ya adulta y casada, su fantasía dio


un nuevo salto cuando se vinculó
sentimentalmente con un peluquero a
quien conoció en un seminario de
perfeccionamiento en Viña del Mar.
Estuvieron juntos una semana,
compartiendo las noches en una
habitación de hotel, sin preocupaciones
ni prejuicios.

«Con él tuve la misma fantasía,


como siempre la tenía, pero como era un
tipo súper relajado y que me daba
mucha tranquilidad, me dejé llevar por
mi imaginación, sin límites. Primero nos
duchamos juntos, él me jabonaba entera,
me ponía el chorro de la ducha en los
pelitos de abajo, me tomaba los labios
de la vagina y me los abría, después
pasaba su cosa por ahí pero sin
metérmela sino que frotándome para
despertarme las ganas.»

Fresia, ya muy excitada, recibía


esas deliciosas caricias en sus muslos,
la espalda, las axilas, los hombros, y
aumentaba su ardor.

«Él quería que se lo chupara, me


agachó hasta su sexo y me lo metió en la
boca, lentamente. Lo tenía tan grueso
que casi no me cabía, pero igual lo
recibí con harto gusto y empecé a chupar
y chupar, para que él gozara en mi boca.
El se aguantaba y me seguía tocando los
pechos. Estaba jadeando y respirando
bien fuerte. Me pidió que le lamiera los
testículos. Los tenía hinchados, llenitos.
Yo se los lamí con placer, sintiendo
cómo le hervía el semen. Luego me
acomodó un poco y empezó a lamerme
él a mí. Me abría, así, y me chupaba.
Nunca me lo habían hecho. Era súper
rico. Estábamos de verdad muy
calientes. Yo quería que me lo metiera
para que acabara adentro. Tenía el pene
curvo, curvado hacia arriba, cosa que yo
nunca había visto, y que me prometía
mucho placer en la penetración. Pero
seguía haciendo las cosas que él
quería.»
De pronto el hombre se quedó
quieto unos segundos y se alejó de ella
con los ojos muy abiertos y a punto de
lanzar un gemido. Fresia supo que el
clímax era inminente. No había vuelta
atrás. Entonces exclamó, sin pensarlo:
«¡Méeme, mijito, méeme!». Y sintió la
más deliciosa explosión en sus
genitales, mientras el hombre
descargaba en una abundante
eyaculación sobre su cuerpo desnudo.
Podría ser mi hijo

Adela tiene cuarenta y un años, es


funcionaria bancaria, viuda, y vive en
Temuco. Tiene poco tiempo libre y casi
ninguna privacidad. Junto a sus cuatro
hijos, escolares, es allegada en la
modesta casa de sus padres, donde
convive con nueve personas entre
adultos y niños, más dos perros y un
canario. Trabaja muchas horas para
mantener a su familia porque no tiene
otra entrada económica que su exiguo
sueldo. Por la noche apenas ve unos
minutos a sus hijos antes de levantar un
verdadero campamento de camas
hacinadas en dos habitaciones estrechas.

Parece disponer de poco tiempo


para fantasías. Pero suele buscar algún
momento en el día para viajar a mundos
imaginarios que le son gratos y que se le
han vuelto familiares de tanto
invocarlos. Su quimera sexual favorita
incluso tiene nombre: Adonis. Adela ha
construido un personaje, un amigo
imaginario que tiene aproximadamente
la edad de su hijo mayor, diecinueve, y
una personalidad relajada, alegre,
despreocupada.

«No es alguien que conozca o


haya conocido, pero tiene características
de algunos hombres que recuerdo, una
mezcla de cosas que me gustan, como el
pelo negro peinado con gel, a lo
Rodolfo Valentino, unos ojos con
pestañas largas y tupidas, cuerpo
delgado, lampiño...»

Adela imagina que se encuentra


con el personaje de sus sueños en un
ascensor.

«Estamos en ese espacio pequeño,


con nervios de que alguien entre de
repente, muertos de la risa. Adonis me
da un beso en la boca, me toma la mano,
me dice que estoy bonita y me sigue
besando, impaciente. Me arruga la ropa
y la tira como para sacármela. Me
aplasta contra la pared del ascensor, nos
empujamos jugando. Yo sólo quiero
sentirlo, con su piel suave, como de
niño, pero que se calienta como hombre
grande.

»Después imagino que estamos en


una habitación con luces tenues, rojizas.
Me ofrece un trago, me sienta en la cama
grande y cómoda que tiene espejos
arriba y a los lados, y me saca los
zapatos con delicadeza.»

En este punto de su fantasía, Adela


le pide a Adonis que ponga música y
baile para ella. Su amante imaginario
sube a la cama y se mueve sensualmente,
contornea sus estrechas caderas delante
de la cara de ella, se desviste sin perder
el ritmo, sonriente, dispuesto, obediente,
servicial.

»Me excita pensar que soy


atractiva para un hombre joven, casi un
adolescente. Nunca me atrevería a tener
una relación con un cabro de la edad de
mi hijo en la vida real, pero me agrada
imaginar que yo podría excitar
sexualmente a un lolo así, bien hecho,
bien machito para sus cosas, que puede
elegir a una mujer de veinte años.
Imagino que está ansioso por poseerme,
que se me acerca insinuante y me
acaricia.

»Lo siento intentando montarse


encima de mí, apretándome, metiendo la
cabeza bien peinada entre mis senos y
respirando ahí, bien agitado, medio
ahogado del gusto. No lo dejo
desvestirme ni le permito que él lo haga.
Prefiero esa onda de atraque a
escondidas, medio apurados, así, como
que sí y como que no. Se refriega contra
mí, busca poner sus cosas contra lo mío.
Lo tiene duro debajo de los pantalones.
Me lo hace sentir con su carita roja y
traspirada. Le digo que es rico, que me
muero de ganas de que me lo meta, le
pido que me toque las tetas y que las
chupe si quiere. Depende del tiempo que
yo tenga y de lo que estoy haciendo, de
si hay otra gente o estoy sola, el rato que
me doy para imaginarme así. Es como
tener una cita, corta o larga, pero
siempre agradable. A veces en mi casa
abrazo la almohada simulando que es él.
Así olvido por un rato tantas
preocupaciones.»
Concurso sexual

Carola es abogada, no tiene hijos,


está separada, tiene treinta y siete años y
vive en Vitacura.

«Estoy en un baño elegante, muy


lujoso. Llamo por un citófono para que
comiencen a pasar los postulantes. Es un
concurso sexual al que han sido
convocados hombres que se sientan
capacitados para hacer gozar al máximo
a una mujer.

»El primero que entra es un tipo


bastante guapo que viste unos pantalones
de tela delgada, muy ajustados, y una
camiseta abierta. El vello, abundante, le
cubre el pecho; su cabello es castaño,
tiene un cuerpo excepcional. Me pide
que me ponga de pie y me desviste.
Luego comienza a llenarme toda la piel
con pintura blanca, lentamente, con las
dos manos, concentrándose alrededor de
las aréolas de mis pechos y en el pubis.
Después me riega con una ducha de agua
tibia y me limpia todos los pliegues del
cuerpo. Es un buen intento, pero no es
suficiente.

»Entra el segundo hombre. Es mi


hermano, que viste traje formal y trae un
portadocumentos. Saca una máquina de
afeitar con gillette y un pote de jabón.
Sus manos expertas enjabonan mis
vellos genitales produciéndome una
sensación deliciosa. Mi hermano me
rasura los pelos pubianos con mucho
cuidado, me abre los muslos y los labios
de la vagina para completar
perfectamente su tarea. Después me
lanza chorros de agua en esa zona. Estoy
estimulada, pero no excitada al máximo.

»En ese momento entra el tercer


postulante. Es igual a mi papá, pero no
nos conocemos. Está sin ropa de la
cintura para abajo. Tiene el pene blando
y pequeño, pero yo le acaricio el cuello,
la espalda, los muslos, mientras los
otros dos hombres nos miran. Me
humedezco un dedo con saliva, busco la
abertura de su trasero y le introduzco el
dedo ahí, en el ano, que se abre
lentamente. Muevo el dedo en círculos.
Veo que su pene se para hasta quedar
completamente erecto, reluciente. Mi
padre está muy excitado, moviéndose
adelante y atrás para que mi dedo entre
completo y vuelva a salir. Entonces él
busca la hendidura entre mis glúteos y
me hace lo mismo a mí. Me excita hasta
el extremo de mis sentidos. Estoy lista
para recibirlo, a él y a los otros dos
hombres. Ellos están masturbándose
mientras mi padre me trabaja el ano con
uno de sus dedos. Compartimos el
secreto, que me hace gozar al máximo.»
El cuñado

Julia vive en Maipú, tiene


veintiocho años, es profesora de música,
casada y madre de tres hijos. Tiene
fantasías eróticas con el hermano de su
marido, su cuñado.

En la vida real no lo considera


especialmente atractivo. Dice que no se
plantea nada con él, que no le gusta.
Pero reconoce que le inquieta porque la
mira con descaro, comiéndosela con los
ojos. Nunca ha pasado nada entre ellos,
en todo caso. De hecho, en sus seis años
de matrimonio se ha encontrado con su
cuñado en muy pocas ocasiones,
siempre en fiestas familiares. Pero en su
mente lo evoca cada vez que puede.
Julia tiene la teoría de que da lo mismo
quién sea su cuñado, si es o no es
buenmozo o atrayente en sí mismo. «Lo
excitante es que es mi cuñado, nada
más.»

«Imagino que estoy en el baño,


sentada en el excusado. El entra y cierra
la puerta. Se me acerca y me saca los
pechos de la blusa, pero con cuidado.
Los deja allí colgando y los mira
largamente. Me contempla en esa
situación aparentemente ridicula pero
muy excitante. Yo me impaciento. Se me
acerca lentamente, me manosea los
pezones, con un dedo traza círculos
alrededor de mis aréolas, muy suave.
Acerca la boca y nos fundimos en un
prolongado beso. Yo le palpo los
botones de la camisa, comienzo a
desnudarlo frente al espejo, le
desabrocho sin apuro el pantalón, le
desprendo la ropa con soltura. Su
cuerpo parece más joven y sólido que el
de cualquier hombre de la Tierra,
moldeado por mi propia imaginación.
Sus hombros son anchos y cuadrados
como las vigas de un templo. Parece una
armadura de piel. El pecho está cubierto
por un vello espeso y rizado. Aparece su
órgano, nudoso, tenso. Se lo veo en el
espejo y frente a mí. Esa visión doble
del pene amplía mi deseo. Tiene un
aparato fascinante, que se levanta desde
una espesa mata de vello, triunfalmente
erecto como un estandarte.»

La fantasía de Julia culmina


cuando el cuñado le pregunta: «¿Te gusta
mirarme el pico?». No hay respuesta, y
no es necesaria.
Hacerlo con un negro
Cinco esclavos negros

Para una persona friolenta no es


ninguna gracia vivir en una de las
ciudades más australes del mundo, con
cuatro grados Celsius como promedio
de temperatura ambiental. Menos aún
trabajar como bailarina en hoteles y
pubs, presentándose por la noche ligera
de ropas. Pero Catalina, casada, sin
hijos, llegó a los veinte años a Punta
Arenas por una temporada para integrar
un ballet folclórico. Y se ha quedado
allí por cuatro años ya.

Por su horario de trabajo, duerme


hasta el mediodía. Cuando despierta,
está sola en casa. Suele quedarse en la
cama, remoloneando, mirando
televisión, y sin nada que hacer hasta el
almuerzo. Le gusta sentir el peso del
plumón sobre el cuerpo, y la ligera
lencería de satén con la que duerme. Es
el momento de entregarse a sus
fantasías.

Imagina que cinco esclavos negros


le hacen deliciosos masajes en todo el
cuerpo. Son hombres fuertes, de cuerpos
lustrosos y firmes, pero con actitud
subordinada, obediente. Parecen
entender que sólo tienen la función de
prodigarle el mayor placer. Están
semidesnudos, solo ataviados con un
taparrabos y un turbante, todos
idénticos; tienen la piel y los ojos
brillantes, los músculos tensos, un bulto
prometedor entre las piernas. En actitud
concentrada, extraen aceites de un
hermoso recipiente de
cerámica.«Extienden el líquido tibio
sobre mi espalda y me masajean la
columna, el cuello, el trasero, las
piernas, las pantorrillas, repartiéndose
mi piel entre los cinco. Van trabajando
cada músculo, cada centímetro,
relajando todo lo que tocan¡ con sus
manos expertas. Mis sentidos se invaden
de un bienestar embriagador. Me
presionan el coxis con la yema de los'
dedos. Me dan placenteras palmaditas
en las nalgas, las que me aflojan el
trasero haciéndome abrir las piernas.
Siento diez dedos recorriendo la
hendidura entre mis glúteos, resbalando
suavemente por la sensible piel de esa
zona. La sangre se me acumula en los
genitales, el clítoris se me congestiona
hasta dolerme justo cuando imagino que
los esclavos separan más mis piernas y
me presionan las ingles y la vulva con
caricias sensuales.

»Todo mi cuerpo está preparado


para el amor; los pezones gordos y
gruesos, las tetas hinchadas, temblores y
cosquilleos en el vientre, la vagina
lubricada. Los esclavos se han sacado
los taparrabos, tienen sus varas muy
tiesas y de un tamaño descomunal.
Parecen penes de acero con un
champiñón enorme en la punta.»

Los cinco hombres se aplican


ungüento tibio en los miembros erectos,
extendiendo hacia atrás el prepucio y
devolviéndolo a su posición. La
imaginación de Catalina se concentra en
los glandes descubiertos que se le
ofrecen como sabrosas frutillas
gigantescas. Ve cómo se masturban
rítmicamente, deslizando las manos por
el eje del pene.
«Aumentan sus movimientos, que
son cada vez más furiosos. Yo me siento
en el límite de la calentura. Entonces
digo en voz alta: "¡Quiero semen, quiero
esa rica leche ahora!". Y veo los
espasmos que recorren los miembros
seguidos de abundantes emisiones que
brotan de esos champiñones. Los cinco
negros eyaculan sin parar durante varios
minutos, los mismos que dura el
orgasmo que me provoca esta fantasía.»
¿Quién le teme al hombre
negro?

Leonor tiene cincuenta y un años.


Es nutricionista, soltera, madre de un
hijo, y vive en Valdivia.

Cuando niña, jugaba con sus tres


hermanos y los amigos de la cuadra en
la festiva inocencia de las tardes
valdivianas. La brisa antartica del río
aliviaba el asorochamiento de los niños,
casi todos descendientes de alemanes.
Era parte de la gracia quedar
resollando, con los cachetes colorados y
el ánimo encendido después de correr y
perseguirse durante horas.

Después venía el baño en una


enorme tina de mármol, uno tras otro los
cuatro hermanos, y la instrucción de la
madre rubicunda: «A sacarse bien el
piñén». Leonor iba recobrando el
aliento sumergida en el agua tibia y en el
eco de los cánticos del juego:

—Wer hatangst vor


SchwartzermanrP. [¿Quién le teme al
hombre negro?]— preguntaba a gritos
uno de los niños.

—Niemand! [¡Nadie!]—
contestaba el coro de amiguitos,
preparándose sin embargo para arrancar
y ser perseguidos.

Ella le temía al hombre negro. De


hecho, pensaba en él todas las noches,
en la soledad de las sábanas. Se le
aparecía enorme, un gigante pétreo
semidesnudo, o tal vez completamente
desnudo, con sus ojos endiablados y sus
dientes blanquísimos. Podría triturarla
con una sola mano.

El hombre negro, por supuesto,


sólo existía en su imaginación. En la
Valdivia de fines de los cincuenta no
había ni siquiera un turista de color. La
gente a su alrededor era rubia, de carnes
rosadas, blandas y abundantes. También
poblaban su universo infantil los
descendientes de mapuches, picunches y
huilliches, pero no se parecían en nada
al hombre negro.

Leonor había visto una ilustración,


en la revista Billiken, donde aparecían
cinco nativos africanos rodeados de
monos, palmeras y plátanos, ataviados
con huesos y taparrabos. Pero el
protagonista de sus fantasías no tenía
nada en común con esas figuras
caricaturescas. Su hombre negro tenía la
piel lustrosa y proporciones perfectas,
como un dios griego lavado en
azabache. Y, sobre todo, tenía un pene
descomunal.

Esa característica se hizo evidente


en el fetiche imaginario de Leonor una
vez que leyó que en el ser humano la
longitud media del pene en estado de
flacidez es de 9,2 centímetros y 3,1
centímetros de diámetro. También que el
largo promedio de un pene en erección
es de casi trece centímetros, con un
diámetro no superior a cuatro, pero que
los hombres de raza negra suelen
superar estas medidas por uno o dos
centímetros.

Su hombre negro imaginario la ha


acompañado toda la vida y se ha ido
apoderando de sus deseos hasta hoy.
«Me visita seguido. Lo veo bailando
alrededor de una hoguera. Su desnudez
impresiona ante la luz de las llamas.
Tiene unos hombros anchísimos, formas
esculpidas y musculosas, labios
carnosos como una fruta, la piel
brillante; sus muslos parecen troncos de
árbol, y una enorme vara se erige desde
el pubis. Debajo, oscila un par de
testículos que parecen de un toro.

»El hombre baila una danza


acompasada, se sienten tambores en el
aire, sube la tensión, aumenta el ritmo.
Se palpa los testículos, sopesándolos
con satisfacción. Están llenos, cargados
de un líquido untuoso que quiere salir.
Frota su enorme pene, lo aprieta, lo
estira, lo descapulla y vuelve a cubrir el
glande rosado, una y otra vez. Entonces
el miedo se me transforma en placer, en
calor en toda la columna, me vienen
contracciones en las ingles y un golpe
eléctrico en mis genitales me hace
gemir.»
El pene
Tener pene

La Choly es italiana de nacimiento


y chilena por adopción. Varones de
diversas edades y actividades la
consideran una mujer interesante y
vigente, aunque tiene más de sesenta
años. No dice cuántos más. Algo teatral
sugiere su acento extranjero, en
circunstancias que sólo vivió hasta los
dos años en su Italia natal y no volvió a
visitarla salvo en calidad de turista,
muchos años después.

Es sin duda una mujer atractiva.


Su forma de caminar, muy erguida y
digna, la delicadeza de sus movimientos,
su lindo pelo completamente blanco, su
piel sana, alba, suave, sus modales
cuidados, sus bellos ojos pardos. Salvo
una línea negra en el párpado superior,
no usa maquillaje, nada que atenúe las
muchas arrugas que en ella se ven bien.
La ausencia de artificios aumenta su
sensualidad. Tiene un cuerpo armonioso
que viste con sobriedad. Es rellenita
pero bien formada. Se enorgullece de
que aún tiene cintura y las piernas
firmes.
«A mí me gusta jugar, me encanta
que mis feromonas y mis endorfinas se
pongan en actividad. Hace bien para la
piel, para el ánimo, para la creatividad y
para la vida. Esa es la síntesis», afirma.

Le pregunto con qué se le


despierta el deseo. La Choly, muy segura
en su sillón, contesta sin dudar: «Con el
roce de un cuerpo que me gusta, con una
mirada cómplice que se cruza con la
mía, con determinados escenarios, luces
tenues, música sinuosa, blues, saxofón,
el calor de una fogata. Yo creo que una
persona sana, de cualquier edad, tiene su
instinto sexual en alerta, la biología
humana es así», dice, haciendo gala de
su condición de médico, profesión que
ha ejercido durante más de cuarenta
años.

La Choly hace una pausa, me mira


hurgando en el fondo de mis ojos y da un
giro a la conversación: «Bueno, tú
quieres saber cuáles son mis fantasías,
partiendo de la base de que soy alguien
que llegó a acumular una cierta
experiencia en esta materia,
generalmente misteriosa, que las más de
las veces se hace y no se piensa...».

Y continúa: «De partida hay un


error en tu forma de preguntar, si me lo
permites. Partes de la base, pareciera,
de que estoy en retiro. Quieres construir
algo así como las memorias de una
cortesana. Quieres que haga recuerdos.
Pero ocurre que el último polvo de mi
vida fue hace unas cinco horas. Las
ancianas también fornicamos.»

Su rostro se ilumina en una sonrisa


total. Es divertida y procaz, pero en ella
todo suena adecuado. «Como tú debes
saber ya, el último polvo siempre
marca, cubre todos los demás, modifica
sustancialmente el recuerdo erótico. El
último polvo suele convertirse en "el
polvo", ¿te das cuenta?»

Le pido que me guíe. Yo conozco


fragmentos de la leyenda de la Choly,
aquella en que sostiene que el sexo sigue
siendo para ella algo central, que lo fue
siempre, que no lo oculta y que lo
practica con maestría. Además, me
agrada mirarla y escucharla. Me
entusiasma lo que tiene que decir. Pero
no sé exactamente qué preguntar, cómo
hacer para no quedarnos en la anécdota
y detectar puntos más esenciales de su
testimonio. Opto por callar, anotar y
dejar que la Choly se despliegue como
prefiera.

«Tú quieres saber qué fantasías


tiene una calentona, qué estimula la
imaginación erótica de una mujer con
estas, llamémoslas, habilidades, o con
estas inclinaciones, o con este culto por
el deseo y el catre. Yo le he dedicado
tiempo y entusiasmo al sexo, porque
desde que lo hice por primera vez me
gustó. Me gustó mucho. Y descubrí que
podía ser muy buena en eso. Si te
prodigas, te aplicas y no te impones
límites ni restricciones, puedes llegar a
ser realmente magnífica en la cama y dar
y recibir mucho placer.

»Si estás esperando la triste


historia de una pobre niña víctima,
llevada involuntariamente por los
caminos del sexo, abusada por adultos,
violada a corta edad, descarriada y todo
eso, te vas a desilusionar... Yo fui
educada en las monjas, nunca me faltó
nada, fui la hija normal de un
matrimonio de clase acomodada. Lo mío
no fue por necesidad económica, no me
vendí, fue por otro tipo de necesidades
mucho más complejas y hermosas. Me
hice un psicoanálisis largo y caro en la
década de los setenta, cuando todos lo
hacían, cuando estaba de moda.
Conclusión: nada hay en mi biografía tan
previsible ni tan aburrido ni tan obvio.»

Me cuenta que se ha permitido


fantasear con todo, con las más diversas
situaciones, pero que su fantasía más
recurrente es que sus genitales son una
verga y dos testículos. No se trata del
deseo de tenerlos, aquello que Freud
llama «la envidia del pene», sino de la
certeza —vivida en la imaginación— de
que los tiene y los usa para provocarse
placer.
Cuando niña se ponía calcetines
entre las ingles para sentir ese bulto de
los hombres que tanta curiosidad le
causaba. Luego fue perfeccionando la
idea, y llegó a usar ceniceros o
manzanas dentro de los pantalones para
dar más consistencia a su imitación de
los genitales masculinos. Lo hacía casi
siempre en privado, para sí misma, pero
también contagió a sus amiguitas con
este afán lúdico y llegaron a pasear
todas juntas por la playa portando
sendas conchas de loco bajo el traje de
baño, a la altura del pubis.

Ya en la adolescencia, Choly
descubrió que su clítoris era un pequeño
pero poderoso órgano eréctil, que
respondía al roce, a la fricción y a la
manipulación igual que un pene.
Entonces ensayó toda suerte de formas
para estimularlo, tocándolo ella misma,
contrayendo las paredes de la vagina
para que las ondas del movimiento
llegaran hasta él, masajeando su vulva
contra el brazo de un sillón u otras
salientes del mobiliario, en fin,
cualquier mecanismo para desarrollar la
sensibilidad de su capullo. Entonces ya
fantaseaba con tener eyaculaciones.
Durante el orgasmo, al sentir que la
invadiría el clímax del placer, la Choly
visualizaba en su mente que tenía un
pene excitado, amoratado y duro, del
que comenzaba a manar sustancia
seminal en furiosos chorros. Esta imagen
le venía a la mente tanto si se estaba
masturbando como si mantenía
relaciones con un hombre.

Desde esos tiempos comenzó una


colección de artefactos fálicos que
conserva y aumenta hasta hoy. Tiene
largos tubos de madera de distintas
dimensiones que los hombres de ciertas
tribus se instalaban en el pene. De este
modo el órgano crecía mucho más largo
y delgado que lo normal. Cuando el
glande asomaba por el extremo, el tubo
era cambiado por otro más largo. Así,
estos aborígenes tenían penes de
cuarenta centímetros o más que les
colgaban hasta las rodillas como
verdaderos pendones ornamentales.
También coleccionó todo tipo de
adornos para la verga, con mostacillas,
con tallados en metal o en madera, con
plumas multicolores, hasta con piedras
preciosas, y algunos aparatos médicos
para medir el miembro masculino. Pero
sus favoritos son los consoladores,
penes artificiales de todas dimensiones
y formas, y de los más variados
materiales. Algunos de ellos tienen
correas de cuero para atárselos a la
cintura.

«Hay amantes con los que he


llegado a un grado de entrega y
confianza como para ponerme uno de
estos artefactos. Tienen que ser hombres
con la mente bien abierta y el amplio
criterio que requiere un tipo bueno en la
cama. Yo no intento penetrarlos salvo
que ellos lo deseen. Pero me gusta sentir
que tengo un órgano de grandes
proporciones entre las piernas cuando
hago el amor. Sentir que tengo uno
dentro de mí, gozando en mis entrañas, y
que puedo mirar otro, el mío, al mismo
tiempo.

»Mi más secreta fantasía es que


me crece un pene de verdad, que
amanezco un día con una tripa esponjosa
en el pubis, un cilindro de carne que se
calienta con la cercanía de un hombre
atractivo, que se endurece y se agranda
fuera de control cuando me dan ganas de
ser poseída. Un delicioso aparato que
me hace sentir completa... Estoy allí
teniendo un coito con un hombre
estupendo, miro hacia abajo, entre
nuestras piernas, donde está moviéndose
ese pene a punto de eyacular... Me
parece que es una extensión de mi
propio cuerpo. El pene es mío y yo se lo
estoy metiendo a mi amante.»
Desde atrás

Ximena tiene diecisiete años. Es


de Curicó pero hoy vive en el barrio
Bellavista de Santiago. Estudia en un
instituto particular y los fines de semana
trabaja como camarera en un restaurante
de la capital. Se considera
desprejuiciada, amplia de criterio, y no
tiene problemas para comentar sus
fantasías más íntimas. Ríe, gesticula y
conversa animadamente, con actitud de
mujer adulta y muy vivida a pesar de sus
pocos años.
«El mejor orgasmo lo tuve cuando
participé en un trío. Fue una experiencia
bien salvaje, pero dulce. Dos hombres
intentaban penetrarme al mismo tiempo,
me estimulaban de pies a cabeza y
competían por entrar en mí. Yo quería
mantener la tensión sexual que se había
generado y aumentar al máximo el deseo
de ambos. Así perdí por completo el
control, me olvidé hasta de mi nombre y
sentí la más deliciosa sensación posible,
que me recorría desde los genitales
hasta la parte alta de la columna, como
si fuera a explotar de placer, como si
fuera a morirme.»

A Ximena le excita que le digan


«perrita», y también le gusta el coito en
esa posición. Le parece que es la
postura natural para tener relaciones
sexuales, la primera en la historia
humana y la más animal. «Cuando estás
arrodillada, de espaldas a tu amante que
te está penetrando desde atrás, pones en
juego el instinto. Te sientes realmente
como una perra o una loba, como una
hembra primitiva, parte de una cadena
de sabiduría ancestral. Además, así el
pene se siente más adentro y más
grande.»

La fantasía de Ximena consiste en


que ella está durmiendo en una mullida
cama redonda, con sábanas rojas de
satén, cuando de pronto es abordada por
un hombre, desde atrás. Está oscuro. No
ve el rostro del tipo ni quiere verlo,
pero es evidente su deseo de copular,
que se expresa en la firme tensión de su
órgano sexual punceteándole las nalgas,
y en la manera en que la agarra con sus
manos grandes y seguras.

La excitación de Ximena aumenta


mientras invoca esta imagen. El hombre
va a tomarla como a una perra. La sitúa
en esa posición, en cuatro patas, y alarga
los brazos para acariciarle los pechos.
Ella siente la aceleración de su propio
pulso, el ritmo respiratorio creciente, la
hinchazón de sus pechos, sus labios y
sus genitales, y el aumento de la
lubricación vaginal. El amante jadea a
su espalda y le sigue asiendo los pechos
y las caderas con una brusquedad que
sin embargo no le desagrada.

A Ximena le sobreviene la
curiosidad, la tentación irresistible de
mirar la erección que se empina a sus
espaldas. Pero el hombre le sostiene la
cabeza desde la nuca y le impide mirar
hacia atrás. Ella tiene los codos
hundidos en el rojo furioso de las
sábanas, pero logra zafarse y asir el
pene del macho.

Lo palpa con glotonería. «Pienso


que ese grueso palo, nudoso como una
cuerda de barco, va a ensartarme hasta
el estómago. No sé por dónde quiere
entrar, pero el sexo y el ano se me
contraen y aflojan, como queriendo
succionar el miembro que roza
alternativamente ambas aberturas. Me
parece que la existencia de los hombres,
de cada hombre, cobra sentido
solamente por esa maravillosa varita
mágica que tienen entre las piernas. Me
vuelvo una amante salvaje, una loba en
celo. Soy animal, pájaro, lagarto. Soy de
maíz, él es de mármol. Somos hermosos
y repugnantes a la vez. Su púa me duele
y me alimenta. Necesito que me abra,
que me taladre, que me disfrute por
dónde quiera.

»Sacudo rítmicamente su pene,


que me palpita en la mano. Mi
excitación va en aumento hasta hacerse
urgente. El hombre me penetra primero
por la vagina. Como a una perra
callejera. Imagino su órgano fundido en
el mío, una daga milagrosa hiriéndome
por dentro. Luego pienso que lo retira
untuoso por mis jugos y lo sitúa en la
entrada del ano. Lo frota allí, y el anillo
de esa abertura lentamente comienza a
ceder mientras él empuja. Ya lo tengo
adentro; se abre camino. Es el delirio:
un dolor, un chasquido que viene y va,
una picazón, un escalofrío, una especie
de estornudo en mis genitales, mientras
fantaseo que le exprimo el pene en mi
interior y me lanzo en éxtasis hacia la
cima.»
Otras mujeres
Sexo futurista

Malena tiene veintisiete años, es


soltera, poeta y estudiante de
psiquiatría; vive en El Arrayán,
Santiago. Esta fantasía, como otras, me
fue entregada por escrito y, dada su
particularidad, la reproduzco tal cual, en
su versión original.

"Todo comienza con la imagen de


mí misma posando la mano sobre una
pantalla multicolor, apagando un tablero
de instrumentos y luego extendiendo una
hamaca de vinilo. Me veo tendida
masturbándome. Pienso en mí, en tercera
persona, así: «A Malena le inquietó una
serie de señales persistentes en su placa
de control. Cada vez que obturaba su
panel dental, en medio de los
reconocibles códigos de mamá —que no
se resignaba a dejar de hacerle
recomendaciones por esa vía todas las
mañanas— y de algunas señales
previsibles y rutinarias, encontraba dos,
tres o hasta seis códigos de placer
inesperados, con las consecuentes
advertencias de la Institución de hacer
revisar su sistema límbico para no
reiterar esa conducta.
»Malena se abocó entonces a
reconocer qué podía haber detonado tal
descontrol. Tras una cuenta minuciosa
de las situaciones en que aumentaba su
salivación, su sudoración o sus latidos,
llegó a la conclusión de que, aparte del
leve desorden químico que le producían
las raciones de guayaba de los jueves,
sólo quedaba el pañuelo... El
desperfecto debía estar en la banda
asociada objeto-persona. Había un salto
eléctrico en el conducto correspondiente
que se detonaba cada vez que Malena
miraba, tocaba, olía o incluso recordaba
el pañuelo, aun en medio de sus
complejas tareas y, evidentemente, sin
compromiso de su voluntad.
»Las señales provenían del
recuerdo de la propietaria del pañuelo,
una funcionaria del laboratorio
criogénico. Se llamaba Carla; era alta,
robusta, de piel lechosa, muslos gruesos,
pechos voluminosos, cabellos rubios,
sonrisa contagiosa, curvas y labios
abundantes. Fue su asistente durante el
PAEJ (Programa de Almacenamiento de
Esperma Joven). Por mandato de la
Institución, ambas entrevistaron y
seleccionaron a los participantes, juntas
los instruyeron hasta en los detalles más
mínimos y luego procedieron a
estimularlos para obtener su semen. Les
mostraban revistas y videos, pero
también les decían palabras procaces y
hasta maniobraban sus genitales hasta
obtener la mayor cantidad de líquido
seminal de los muchachos.

»Después de tres días en esas


actividades científicas, Malena y Carla
estaban ardiendo. No habían podido
saciar sus deseos, puesto que estaba
prohibido dejarse penetrar para no
correr el riesgo de perder algo de
esperma, y las cámaras de vigilancia
garantizaban que las reglas fueran
seguidas con rigurosidad.

»Malena sentía la mirada tibia de


Carla sobre ella mientras estaban en las
labores de recolección. La perturbaba el
descaro de sus gestos. Parecía estarla
incitando mientras agitaba los penes de
los voluntarios y secaba sus propios
sudores con el mismo pañuelo blanco
que usaba para limpiar los rígidos
miembros. La tensión sexual crecía entre
ellas, y tarde o temprano iba a reventar.

»Fue cuando terminaron los


informes de investigación, al concluir
sus tareas en el laboratorio, que quedó
vacío a esa hora. Estaban refrigerando
los últimos frascos marcados. Malena
no pudo más. Sintió la respiración de
Carla en la nuca. Pudo oler su aroma
vaginal de almizcle y miel. Entonces se
dio vuelta lentamente hasta quedar a un
milímetro de Carla, mirándola de frente.
Prolongó cada movimiento, que le
producía suaves oleadas de placer.
Advirtió un temblor en todo el cuerpo de
Carla, en cuyos ojos abiertos había
consentimiento, deseo. "Bésame, te voy
a hacer gozar", musitó Carla.

»Malena la rodeó con sus brazos.


Saboreó los deliciosos labios abiertos,
suaves y receptivos. Chupó su lengua,
hurgó en su saliva, se pegó a las blandas
carnes de la mujer moviendo las caderas
y haciéndolas girar sinuosamente. Carla
respondió buscando sus pechos y
sujetando los pezones hasta ponerlos
muy duros. Con una mano bajó hasta los
genitales de Malena. A tientas llegó
hasta el hueco hinchado y pegajoso. Con
dos hábiles dedos abrió los labios
mayores y tomó su clítoris, que estaba
erguido, duro, sensible, y comenzó a
masajearlo. No dejó de frotarlo y
pellizcarlo hasta que Malena se sintió al
borde del desmayo. Sus piernas se
mojaban de placer, sus nalgas
temblaban, su vientre se movía en
brusca rotación, hasta que estalló en
éxtasis.

»Cuando recuperó el aliento,


Malena vio que de su vulva goteaba un
jugo cremoso. Carla la limpió
delicadamente entre las piernas con el
mismo pañuelo que había usado con los
chicos y el semen.

ȃse era el origen del desorden en


su placa de control. Una vez clarificado,
Malena hizo el registro pertinente y lo
incluyó en los reportes a la Institución,
conectó todos los circuitos al casillero
asignado y dejó fluir la información
orgánica por el canal interno de la nave
a la base. De ese modo quedaría
eliminada la molesta señal en sus
circuitos. Por si las dudas, se saltó un
punto del reglamento: no incineró el
pañuelo»."
Sexo policial

María Eliana es funcionaria de la


policía de Investigaciones, tiene
veinticinco años, una pareja estable,
vive en La Granja y no tiene hijos.

«Soy lesbiana, vivo con mi pareja


y tenemos una vida sexual muy activa y
gratificante», me dice. «La fantasía
erótica que recuerdo mejor es una en
que me veo en una pieza forrada de
terciopelo rojo, acompañada de una
señorita muy exuberante que es agente
del FBI. Es delgada, rubia, atlética. Me
tiene atrapada y esposada. Yo sé que
está deseosa de tener sexo conmigo.
También a mí me despierta pasión el
cuerpo estupendo de esa mujer que me
tiene prisionera.

»No hablamos. Ella me observa y


está alerta. Yo me muevo de una manera
que encandila sus sentidos y no le
permite pensar bien. Hago funcionar su
deseo, que crece cada vez más. Ella
tiene el poder, me puede usar a su antojo
y yo no me negaré. Me extiendo en la
cama con las manos amarradas y la
invito con la mirada a disfrutarme. Le
estoy ofreciendo cada fibra, cada
centímetro, cada rincón de mi cuerpo.
Yo caí en su trampa, pero ahora tiendo
mis redes a su alrededor.

»La agente se sitúa de pie sobre


mí. No lleva cuadros. Se le ve una mata
de pelo por la que le asoma un clítoris
rosado. Deja caer su ropa mostrando sus
grandes senos, que le cuelgan y se
mueven. Se mete un dedo en la boca
como si fuera un caramelo que está
chupando y lamiendo.

»Se arrodilla sobre mi cara,


acercándome su sexo. Alargo la lengua y
alcanzo a tocarle el clítoris, que se
estremece con el contacto. Parece una
fiera lujuriosa que se aleja y se vuelve a
posar sobre mí en un juego de
excitación. La paciencia se me acaba,
quiero lamer esa concha que me ofrece.
Mi lengua no tarda en trazar círculos
alrededor de su botón rosado. Se ha
puesto grueso, hinchado. Lo chupo y lo
mordisqueo. Ella me rodea la cabeza
con sus muslos y balancea el cuerpo.
Siento su vagina esponjosa entre mis
labios. La penetro con la lengua y
succiono con los labios para
estimularla. Ella gime de placer
mientras la sujeto con mis piernas.
Muevo su clítoris frenéticamente con la
lengua. Siento que ya viene, va a acabar,
va a explotar, no puede más. Me
contorsiono, me enciendo en llamas,
estoy ardiendo, doy un grito salvaje de
animal en celo y suelto un líquido tibio
que me moja las piernas.»
Olores y objetos
El olor del semen

¿Sabe usted a qué huele el semen?


Según Dominga, a almendras verdes,
amargas y lechosas.

Ella no termina de explicarse por


qué razón en los moteles eligen
canciones que hacen rimar «dolor» con
«amor» pero no se atreven casi nunca
con «olor». Lo pensó dos tardes antes de
nuestra entrevista, poniendo atención a
la música ambiental de uno de estos
locales de alquiler mientras su amante
se duchaba.

«Es un contrasentido», me dice.


Pues para Dominga el olfato es el
sentido de la sexualidad, «el sentido
iniciático del deseo, el punto de partida
de la selección erótica».

Ella es ingeniera química y se


dedica a producir vinos. Su actividad,
unida a la experiencia de sus treinta y
ocho años, le indican que el olfato es el
comienzo de casi todo. Especialmente
de todo buen polvo.

Así, se ha pasado gran parte de la


vida olfateando hombres, desde los
tiempos en que se escondía en el baño
de su enorme casa provinciana para
recuperar del canasto del lavado las
camisas de su papá y aspirarlas con el
mayor de los deleites. «Con el olor a
hombre de su ropa me tiritaba mi
Conchita lampiña. Se me erizaba el
pubis, tembloroso, y yo no sabía lo que
era...» Tenía seis años.

Después fueron apareciendo en su


vida hombres con olor a miedo, con olor
a almizcle, que sudaban ganas o
misterio, y cientos con olor a nada, que
dejó pasar de largo.

La fantasía de Dominga es olfatear


y ser olfateada.
«Lo que más me calienta en la
vida es que un tipo me huela con
placer... y el olor a hombre. No a
colonia; todo lo contrario. El sudor
axilar, incluso en la micro, me despierta
y desencadena los deseos más locos. De
hecho hay hombres con los que me he
encontrado que no me llamaban en
absoluto la atención, nada, nada, hasta
que sentí su aroma y me pareció sexual.
Un olor masculino, fuerte, de almizcle y
tabaco, de traspiración, es una potente
señal genética, química, que entra en el
cerebro como un llamado de la selva,
haciendo desaparecer todo del planeta,
menos a él.»

Cuando un hombre tiene este olor


sexual del que habla Dominga, ella lo
clasifica como «macho alfa» o
«espermio fuerte», en referencia a la
capacidad que según ella tiene el aroma
corporal para dar cuenta del grado de
masculinidad y potencia de un hombre.
«Los hombres que huelen rico, en el
sentido que te digo, suelen ser
estupendos amantes», comenta.

Pero sus fantasías tienen también


otro aspecto, aún más audaz. A Dominga
le atrae especialmente el olor del semen.
Le parece excitante sentir la diferencia
entre el líquido seminal de uno y otro
hombre, especialmente cuando está
fresco.
Alguna vez se permitió tener
relaciones con dos hombres distintos en
menos de una hora para realizar su
deseo. Primero lo hizo con un inquilino
del campo en el que veraneaba, un recio
y atractivo moreno que la tomó en el
establo, luego de varios días de mutua y
solapada seducción.

El la buscó en esa tarde de


ardiente calor, la encontró en una
caballeriza, la arrinconó contra una
puerta de madera, le besó el cuello, los
pechos, el estómago, el pubis... Se
inclinó, se puso de rodillas, levantó las
piernas de ella, las posó sobre sus
hombros musculosos, descubrió los
genitales de Dominga y se quedó frente a
ellos mirándolos embobado. Ella vio
que los olía, vio que acercaba su nariz e
inspiraba el aroma que desprendía su
vulva encendida. El hombre parecía
embriagado, fascinado. Eso la excitó
hasta el límite de lo posible, al punto de
comenzar a moverse en el aire, hasta que
él paseó su lengua en el palpitante sexo
de ella, que no hacía más que
contraerse, distenderse y secretar un
jugo almibarado.

El hombre acarició su intimidad


con los labios y la lengua, le dio lentos
lengüetazos en el clítoris que casi la
hicieron perder el conocimiento de
placer. De pronto se puso de pie,
levantó las rodillas de ella y la fornicó
con desesperación, dando empujones
contra ella con su grueso miembro
endurecido. Estuvo haciéndoselo
durante casi una hora, sin parar,
penetrándola sin descanso, y cada cierto
tiempo sacando el pene a punto de
estallar para retardar la eyaculación, los
dos traspirando, los dos gozando de una
manera irrepetible, hasta que él se
desbordó en espesos chorros de lefa en
su interior.

Una vez que el campesino se


retiró de ella, agotado y con la
respiración desordenada, Dominga
hurgó con sus dedos en la propia vagina,
los mojó con el fluido de él y luego los
gustó con deleite. «El semen del hombre
tenía un sabor picante, un poco amargo,
y un olor fuerte, intenso y orgánico,
como de almendras verdes.»

Media hora después, de regreso en


la casa patronal, sedujo a su primo.
Quería sentir que el semen de dos
hombres se mezclaba en su interior... y
lo logró.

El muchacho, dos años menor que


ella, estaba en la etapa de la vida en que
sólo se piensa en tener relaciones
sexuales. Dominga sabía que su primo y
la empleada de la casa, una mujer
bastante gruesa y desaseada, se
encontraban noche por medio en los
dormitorios de servicio.
Esa tarde fue ella la que, sin decir
palabra, entró en el dormitorio del
primo y se le metió en la cama, donde el
muchacho leía unas revistas. No tardó ni
un minuto en ponerle el pene duro como
un hierro, meneándoselo con insistencia.
Tuvo que contenerlo porque él quería
montársele encima de inmediato. Ella lo
retuvo unos minutos pero su primo
volvió a subirse sobre ella y buscar la
abertura entre sus piernas con el
miembro enhiesto.

Dos o tres sacudones fueron


suficientes para que el chico bramara
como un animal y derramara todo su
semen en la mojada vagina de ella. Casi
de inmediato ella se fue del lugar
sintiendo empapados los calzones.

Antes y después de esta


experiencia, Dominga fantasea con que
muchos hombres, unos veinte por lo
menos, la poseen sucesivamente.
Imagina que es detenida por unos
policías bastante atractivos que la llevan
hasta una comisaría. Allí la instalan con
las manos amarradas sobre una mesa en
una habitación en penumbras. Le quitan
bruscamente la ropa interior, la agarran
por las caderas, la penetran por primera
vez... Luego vendrán uno, otro, y otro
más, hasta que Dominga pierde la
cuenta.

En su fantasía ella no es violada,


no es tomada por la fuerza. Ella desea
fervientemente que todos esos hombres
desconocidos la gocen, disfruten su
vulva, la inoculen con su semen tibio.

Dominga imagina y hasta le parece


sentir el olor de cada uno de ellos,
identifica el aroma personal de esos
hombres, la excitación que les brota por
los poros a través del sudor, mientras
disfruta de sus miembros tiesos
penetrándola. Y sabe que después podrá
sentir el olor del semen, como una pasta
caliente en su interior, que exuda el
perfume salvaje del deseo.
El carrusel

Cada vez que Sofía visita una


ciudad por primera vez, va a un
concierto o una obra de teatro. Es una
especie de homenaje a la vida cultural
que cree que debe hacer toda mujer
progresista de clase media. Sofía tiene
cincuenta y nueve años, es casada,
madre de dos hijos, abuela de un nieto.
Es consultora internacional en materias
financieras, no tiene como podría
suponerse una situación económica muy
boyante, pero sí se da el gusto de viajar
en primera clase y alojarse en hoteles
cinco estrellas, porque esos son gastos
de representación.

Esta vez visita Luxemburgo. En la


noche sale a caminar por los
alrededores del hotel y descubre un
teatro abierto e iluminado. Se trata de
una sala de pornografía en vivo. El
boletero le da a entender que la función
está por comenzar, así que se apresura a
entrar y tomar ubicación en la primera
fila. Hay poco público, un grupo de
turistas orientales, otros señores muy
rubios y rozagantes, ninguna otra mujer.

Tras la fanfarria inicial, una


elefantiásica gorda de edad indefinida y
mucho colorete en las mejillas, vestida
sólo con un sostén de lentejuelas, se
presenta acompañada de un colorido
caballo de carrusel. El animal de cartón
piedra tiene la peculiaridad de asomar y
esconder rítmicamente dos vergas de
madera desde la montura, al compás de
la música de calesita. Con inusitada
gracia y agilidad felina la enorme mujer
hace un saludo circense levantando los
brazos, se encarama en el caballo, se
acomoda con evidente experiencia, de
modo tal que es penetrada por los dos
orificios simultáneamente mientras sube
y baja haciendo las delicias del escaso
público, que participa con palmas y
alaridos en cada movimiento de la
gorda, la que parece disfrutar
genuinamente tanto de los aplausos
como de las acompasadas y mecánicas
penetraciones de los falos de madera.

Sentada aún frente al espectáculo,


atenta a cada detalle, Sofía se pregunta
de pronto si lo que está viendo es un
número de porno en vivo en un teatro de
Luxemburgo o una fantasía secreta que
su propia mente ha decidido escenificar
ante sus ojos cuando ella menos lo
esperaba. >
Dentadura postiza

«Sueño con amantes viejos, con


hombres mayores que se vuelven locos
por mí, que no pueden creer que me
poseerán», dice Liliana, una mujer de
clase trabajadora que dice tener poco
tiempo para fantasías entre los ajetreos
diarios, los deberes hogareños y las
demandas familiares. De treinta y cuatro
años, está casada hace nueve, es madre
de dos hijos, dueña de casa y habitante
de La Florida en Santiago.

«Siempre me han gustado los


hombres bien caballeros, correctos, de
maneras antiguas, como abrir la puerta
para que una pase o acomodar la silla
para que una se siente.»

Desde la adolescencia Liliana


prefirió los pololos algo mayores que
ella, pero a la hora de casarse eligió a
un compañero de colegio que tiene su
edad y con el que se entiende bien en
todos los planos. Sin embargo, en sus
fantasías más íntimas habita una
presencia masculina sin identidad, que
va cambiando arbitrariamente, pero que
conserva siempre la característica de
ser un hombre de mucha más edad,
directamente un anciano, en sus
palabras. O varios ancianos, para ser
precisos.

«Su cara va cambiando. Es


distinta cada vez. A veces un actor que
vi en alguna película o un jubilado que
miré en la calle, o una cara que inventa
mi mente. No importa eso. Lo que se
repite es que es un tipo de unos setenta
años con el que siempre imagino la
misma escena...»

Liliana prefiere fantasear cuando


está completamente sola, tendida en su
cama, sin interrupciones. Entonces
enciende una vara de incienso, se
concentra, cierra los ojos y se entrega al
espontáneo fluir de su mente.

Se ve a sí misma entrando en una


oficina con unas carpetas en la mano, en
el papel de una vendedora o promotora,
vestida de manera formal pero
seductora, para abordar a los
potenciales clientes.

«Estoy con una chaqueta ajustada,


una falda que deja parte de mis muslos a
la vista, unas medias de seda, ligas
negras, las uñas pintadas de rojo italiano
y una sonrisa encantadora. Me acerco a
un señor mayor que está en su escritorio;
no es buenmozo pero tiene unas canas
interesantes —así como elegantitas—,
un modo bien educado, y me trata de
"señorita", medio cortado, un poco
nervioso.
»Igual el caballero me mira entera
y se nota que le gusto... Será mayorcito
pero es hombre, aunque es como corto
de genio. Pero eso es rico porque es
como cazar una presa. Como tentarlo
hasta que no pueda más. Así que yo lo
provoco, le muestro un poco las piernas
mientras le hablo del producto que ando
ofreciendo, un seguro para automóviles.
Se fija en mi escote y yo no me tapo, al
contrario, le dejo que mire y se caliente
no más.»

En su imaginación, Liliana
observa al viejo mientras hablan. Es un
tipo fuerte, de esqueleto firme y buena
contextura. Ella adivina que tiene
dentadura postiza. Eso le causa
curiosidad, lo mismo que la forma en
que lucirá su cuerpo desnudo: le gustaría
verlo, sentir la soltura de sus carnes, la
rigidez de sus músculos, cierta torpeza
de sus movimientos. Se le despierta
cierto morbo al observar el interés
creciente que ella le produce, un dejo
patético que vence el primer ánimo
circunspecto y contrariado del
caballero, dando paso al coqueteo
errático del septuagenario... Eso es lo
que la excita.

Imagina que el hombre no puede


contenerse. Ella lo ha provocado hasta
el límite. El viejo tiene una erección que
Liliana advierte al mirar de reojo su
pantalón hinchado. Se da cuenta de que
el miembro del anciano es de
proporciones considerables y que va a
intentar un acercamiento porque ya
simplemente no puede más.

El viejo intenta abrazarla, se le


echa encima, ella no se resiste lo más
mínimo, al contrario, adelanta las
caderas para sentir en el vientre el bulto
del pene aprisionado por la ropa. Está
duro y caliente. El hombre le mete la
lengua en la boca con brusquedad. Ella
se finge sorprendida y abrumada pero no
rechaza el avance. El hombre está
sudando de excitación y la besa y la
aprieta con furores frenéticos.

Liliana saborea su saliva y se


entretiene recorriendo con la lengua el
tacto plástico de su dentadura postiza.
Siente la presión de sus muslos, sus
brazos, las manos agarrotadas en sus
caderas, y el grueso aldabón de su sexo
que ya le asoma por el cierre
entreabierto.

«El viejo me respira en el cuello,


me lame y me muerde. Siento su cuerpo
desesperado sobre el mío. Me excita
sentir que el viejo no se la puede creer...
Está tocando entre mis piernas. Tengo
mojados los calzones. Me toca el
clítoris con sus gruesos dedos, lo mueve
muy rápido. Su jadeo lo tiene al borde
del infarto. El viejo está impresionado
de ir a poseer a una mujer mucho más
joven, cuando menos se lo esperaba.
Pero va a aprovechar la oportunidad.»

La fantasía de Liliana continúa


con la imagen del maduro amante sobre
ella, con el sexo a la vista. Ese cuerpo
desconocido estremeciéndose de deseo,
pidiendo más, temblando de gusto en
destellos que le suben por la espalda. A
ella se le ha esponjado toda la piel, sus
hendiduras y salientes, todos sus mares,
sus secretos. La humedad la ha vuelto
resbalosa. Necesita ser penetrada.

El viejo toma su mástil y busca el


canal de la vagina. A tientas, ubica su
verga en la entrada y se prepara para
empujar. Liliana se ayuda con algún
objeto, una vela o una zanahoria, para
vivir esta parte de su fantasía de manera
más realista. Según explica, lo logra
plenamente. Al mismo tiempo que
instala el objeto en sus genitales
mientras imagina que el viejo va a
penetrarla, experimenta un orgasmo
largo, intenso y muy satisfactorio.

En su fantasía nunca es penetrada.


Ella misma sonríe y comenta: «Cuando
yo acabo, se desvanecen todos estos
pensamientos...; así que el viejo se
queda siempre con las ganas».
Hacerlo con animales
El macho cabrío

Virginia dice que no quiere


confundir su persona con la totalidad de
la población femenina, pero parte por
decirme que todas las mujeres poseemos
una particularidad que nos distingue del
resto del reino animal: estamos en celo
permanente. «Las hembras Homo
sapiens estamos especialmente dotadas
para el sexo y el placer. De hecho,
nuestra práctica sexual es mucho más
intensa, continua, perfeccionada y grata
que la de las hembras de cualquier otra
especie sobre la faz de la Tierra»,
explica.

Ella estudia Leyes, tiene


veinticuatro años y está de novia hace
seis con el mismo hombre. «Al
comienzo sólo pensábamos en tirar, se
nos hacía poco el tiempo para eso, lo
hacíamos cuatro o cinco veces seguidas
en una noche, creativamente, en distintas
posiciones, por todos los orificios del
cuerpo, en el baño, en la cocina y en el
patio.»

Pero con el tiempo sus relaciones


sexuales se volvieron más espaciadas y
rutinarias. «A veces es patético, Patricio
comienza a masturbarse cuando estamos
viendo televisión, juega con su pene
hasta que lo tiene tieso, llega un
momento en que me instala encima, sin
excitarme previamente, y termina dentro
de mí a los pocos minutos. Yo le digo
que no me gusta así, que es fome y que
necesito que me estimule para disfrutar.
Pero igual le abro las piernas como para
salir del trámite. Creo que el desgaste en
lo erótico es inevitable pasado un
tiempo. Lo esencial para una buena
sexualidad es lo novedoso, lo
desconocido. Y eso se pierde.»

Virginia añade, menos grave:


«Habría que importar medio millón de
hombres argentinos y mandar al otro
lado de la cordillera a igual número de
chilenos». Con esta teoría comienza el
relato de su imaginario erótico.

El descubrimiento se le hizo
evidente en un viaje reciente a Mendoza,
para aprovechar el cambio y comer bife
chorizo, dice. La miro atenta y
expectante esperando el desarrollo de su
tesis. Pero Virginia se hace esperar y
trabaja con cierto misterio su relato.

Es taxativa en afirmar que no se


refiere a esos argentinos a los que
estamos acostumbrados, a los imberbes
playeros, musculosos y tostados en
Reñaca, niñitos de buena familia en plan
de vacaciones. «Te estoy hablando del
hombre de la calle, de todos, de ninguno
en particular, tal vez sólo descartaría a
Menem; pero cualquiera, por ejemplo un
caballero con cara de arrancado de la
Segunda Guerra al que le pregunté por
una calle en Mendoza y que me contestó
mirándome a los ojos y haciéndome
sentir como a una reina, no sé por qué. O
los mozos, que son rápidos, seguros de
sí mismos, peinados a la gomina, cero
servilismo. O unos tipos espectaculares
que recogen la basura al trote, con
sudadera, de buen humor, con regios
cuerpos, listos para meterse en la cama
con una.»

Afirma que este sistema de traer


argentinos y llevar chilenos produciría
un mejoramiento de la raza, «porque son
objetivamente más bonitos en promedio:
altos, buena facha, producidos pero
llanos, te miran a los ojos, todos, como
que una existe, frontalmente, no como
los de acá que siempre te hablan
mirándote las pechugas, las piernas o el
poto».

Sin embargo, las fantasías de


Virginia no son con varones sino con un
macho cabrío, un chivo. No tiene ni la
menor idea de cómo se originó esta
imagen. Cuenta que cuando se masturba
deja volar su mente sin dirigirla y que
esta escena apareció y se ha ido
quedando en su imaginación erótica.
Para ella las fantasías son
cíclicas. Hubo un tiempo en que soñaba
con escenas grupales, en que participaba
en una orgía, con muchos hombres y
mujeres que hacían el amor a su
alrededor y varios que la poseían
frenéticamente sin que ella les viera el
rostro en medio de la confusión de
cuerpos, transpiraciones y placeres.

Después ingresaron algunos


perros en esa fantasía. Una fila de
grandes mastines conducidos por
hombres musculosos, que la violaban
por turno estando ella amarrada y
prisionera. A veces era un caballo, con
un miembro enorme, el que se le
montaba en el lomo. En otras
oportunidades era asaltada
inesperadamente por su vecino, que la
penetraba por el ano mientras ella
arreglaba el jardín. En esas ocasiones el
perro del vecino le lamía la vagina
mientras el hombre la hacía gozar por
detrás.

Ahora, y desde hace unos meses,


su fantasía es un chivo con el cual tiene
relaciones sexuales. Ella está paseando
por un campo, ve una cabaña, se acerca,
siente ruidos y ve detrás de una pared a
una pareja de turistas que está en un
establo. El hombre, alto y fornido, está
penetrando al animal con cortas
estocadas mientras la mujer lo sujeta
con una cuerda muy corta. El chivo está
visiblemente excitado puesto que se le
ve un sexo rojo y descapullado, bastante
duro y largo. Virginia se hace presente
en la escena y los otros siguen en su
actividad sin inmutarse. Ella se siente
bastante acalorada y deseosa de
participar. La mujer le hace señales para
que se acerque y se saque la ropa. Una
vez que lo hace, el hombre retira su
miembro del recto del animal y se le
acerca con el aparato en la mano,
húmedo de la gruta del chivo, la agarra y
la pone en cuclillas. Ella piensa —y
desea— que ese desconocido la
fornique delante de su mujer, pero
también está fijada por la inquietud del
animal y por el miembro brillante que
parece querer encajar en alguna parte.
Los dos turistas le manosean los
genitales y los pechos. La mujer le besa
los pezones; el hombre le acaricia la
vulva con movimientos bruscos.

De pronto siente algo así como


una crema que le aplican dentro y
alrededor de la vagina. Es una vaselina
con fuerte olor orgánico.

Virginia se aproxima al chivo,


cuyo pene está francamente
congestionado. Se instala con las
piernas abiertas y levantadas frente al
animal, que se le abalanza encima y
comienza a moverse. La pareja de
desconocidos ayuda a conducir el
miembro del animal hacia la vagina de
ella.

«A cuatro manos me meten la cosa


del chivo, que empuja arriba y abajo con
impresionante rapidez. Ese masajeo me
produce harto placer, porque además el
hombre y la mujer están mirando de
cerca y manipulando los órganos del
animal y el mío, y ese verdadero palo se
desliza en mi vagina y entre sus manos
deliciosamente. Me hacen gozar
moviéndome el clítoris y acariciándome
la punta de los pechos. Siento que el
animal va a eyacular. Entonces el
hombre le sujeta la verga palpitante y lo
empuja hacia dentro a la vez que la
mujer me sigue tocando el clítoris, que
está al borde de una descarga. El chivo
vierte un líquido muy caliente en mi
interior en el mismo momento en que yo
tengo un orgasmo muy agradable.»
Perros afganos

María Isabel tiene cuarenta y tres


años, es meteoróloga, tiene cinco hijos y
vive en Valparaíso. Está casada por
segunda vez.

«Mi fantasía predilecta proviene


de una escena que vi en un libro de
ilustraciones. Era una doncella
rozagante, carnosa, rolliza, con dos
perros afganos a sus pies. Los perros
estaban con la lengua afuera, unas
lenguas largas y rosadas que me
parecieron sugerentes.
»Me imagino que esa joven del
dibujo, vestida con tules, muselinas y
suaves sedas, es llevada a un salón muy
elegante donde todo el mundo va
disfrazado y obedece las instrucciones
de un hombre alto, vestido de blanco,
con bigotes de señor Corales. Atan a la
joven a una mesa, ante un gran espejo.
Con redoble de tambores y entre el
rumor excitado de la multitud, traen a
dos perros afganos rubios. Detrás viene
otro hombre vestido de blanco con otros
dos afganos. Y así, una larga hilera de
hombres y perros, que se prolonga hasta
donde ya no puedo ver.

»En mi imaginación tomo el lugar


de la mujer amarrada, del hombre, de
los perros, alternativamente. Soy
cualquiera de ellos. Siento la mirada y
el furor de las decenas de personas que
miran y rumorean alrededor.

»Todos los hombres de la fila


comienzan a estimularse sexualmente
ellos mismos y a los perros. Sacan sus
miembros, los mueven con energía, hasta
los golpean con palmaditas, o se
masturban enérgicamente, como
preparando sus armas para un torneo.
También untan con aceite el órgano de
los perros y se los menean... Yo siento
esas manipulaciones en mis propios
genitales, como si alguien me los
calentara con eficientes manoseos.
»Por turno, y en fila, los hombres
y los perros van copulando con la joven.
Todos los hombres se lo meten. Todos
los perros la montan. Uno tras otro,
hasta acabarle adentro. Cada cierto rato
la limpian con unas toallas, porque de su
vulva emana un espeso caldo lechoso.»
La domadora

Claudia no trabaja y vive en Las


Condes. Tiene treinta y siete años, es
separada, sin hijos, y dice no tener una
fantasía recurrente. Crea diversas
situaciones en su mente, deja volar la
fantasía hacia donde quiera llevarla,
confiada en que buscará caminos que
conducen inexorablemente hacia el
placer. Claudia tiene fantasías con sus
compañeras de gimnasio, con su actor
favorito, con el vecino. Pero decide
relatarme una que tuvo hace tiempo y
que le parece memorable.
«Imaginé que estaba en el centro
de la pista de un circo, vestida de
domadora y rodeada de público
masculino. Hombres de distintos portes,
colores, edades, clases sociales. Todos
estaban como locos, frenéticos, gritando
que me desnudara. De pronto, cuatro
ayudantes hicieron entrar a un potro, un
semental negro muy hermoso. Yo sabía
que iba a aparearme con el animal y
estaba ya con muchas ganas de hacerlo.

»Los cuatro hombres que


sostenían al animal lo encadenaron
firmemente al suelo. Yo me acerqué al
potro, que bufaba y se impacientaba, y
até varias cintas de colores en su
enorme órgano, que se iba agrandando y
tensando aún más en la medida en que
yo hacía nudos de colores en su gruesa
vara... Me acerqué más al animal y
frente a sus narices me froté el cuerpo
con un líquido excitante, aunque por las
proporciones de su pene ese recurso
estaba de más...

»Al masajearme los muslos y el


vientre, el público gritó enardecido.
Luego, mientras todos esos hombres
aullaban de excitación, me acomodé en
una banca por debajo del animal, en
cuatro patas. Levanté las caderas y las
incliné hacia adelante. Los ayudantes
guiaron el órgano de la bestia y me lo
introdujeron en la vagina hasta donde
pudieron. El público vitoreaba y
aplaudía rítmicamente mientras el
animal me penetraba. A pesar del
tamaño monstruoso de su miembro, no
sentía ningún dolor; al contrario, a
través de esa fantasía me di el gusto del
siglo.»

[1] Un hit de 1971, grabado por el


cantante argentino Heleno, seudónimo de
Miguel Ángel Espinosa, también
conocido como Darío Coty.

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