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Boris Groys
Si deseamos decir algo sobre la capacidad del arte para resistir a presiones externas, la
siguiente pregunta debe hallar una respuesta: ¿tiene el arte un territorio propio que es
digno de ser defendido? La autonomía del arte ha sido negada en muchas discusiones
recientes sobre teoría del arte. Si estos discursos están en lo cierto, el arte no puede ser
una fuente de resistencia alguna. En el mejor de los casos, el arte podría ser utilizado
para diseñar, para estetizar los ya existentes movimientos políticos emancipatorios y de
oposición; esto es, sería apenas un suplemento de la política. Esta me parece que es la
cuestión crucial: ¿conserva el arte algún poder propio, o solo puede decorar
externamente a los poderes, sean estos poderes de opresión o liberación? La cuestión de
la autonomía del arte es la pregunta central en el contexto de una discusión acerca de la
relación entre arte y resistencia. Y mi respuesta a esta pregunta es: sí, podemos hablar
de autonomía del arte; y sí, el arte tiene un poder de resistencia autónomo.
Por supuesto que el arte posea dicha autonomía no significa que las instituciones
artísticas existentes, el mundo del arte o el mercado del arte, puedan ser vistas como
autónomas en algún sentido significativo de la palabra. El funcionamiento del sistema
del arte está basado en ciertos juicios estéticos de valor, criterios de selección, reglas de
inclusión y exclusión, etcétera. Todos estos juicios, criterios y reglas son, por supuesto,
no autónomos. Más bien, reflejan las convenciones sociales dominantes y las estructuras
de poder. Podemos afirmar con seguridad: no existe algo así como un sistema
puramente estético, de una inmanencia artística con valores autónomos que pueda
regular el mundo del arte en su totalidad. Esta visión llevó a que muchos artistas y
teóricos concluyeran que el arte como tal no es autónomo, porque la autonomía del arte
era -y continúa siendo- pensada como dependiente de la autonomía del juicio estético.
Pero sugiero, por el contrario, que es justamente la ausencia de un juicio estético
inmanente y puro aquello que garantiza la autonomía del arte. El territorio del arte está
organizado alrededor de la falta o, más bien, el rechazo a cualquier juicio estético. De
modo que la autonomía del arte implica no una jerarquía del gusto autónomo, sino la
abolición de toda jerarquía de este tipo y el establecimiento de un régimen de igualdad
de derechos estéticos en todas las obras de arte. El arte debería ser considerado como la
manifestación social codificada de la igualdad fundamental entre todas las formas
visuales, objetos y medios. Solo bajo esta asunción de la fundamental igualdad estética
de todas las obras de arte puede cada juicio de valor, cada exclusión o inclusión, ser
potencialmente reconocida como el resultado de una intrusión heterónoma dentro de la
esfera autónoma del arte -como efecto de presión ejercido por fuerzas y poderes
externos-. Y es este reconocimiento el que abre la posibilidad de resistencia en el
nombre de la autonomía del arte, es decir, en el nombre de la igualdad de todas las
formas y medios artísticos. Pero, por supuesto, por “arte” debe entenderse el resultado
de una larga batalla por el reconocimiento que tuvo lugar en el curso de la modernidad.
Arte y política están vinculados en un aspecto fundamental: ambas son esferas
donde se libra una lucha por el reconocimiento. En su comentario sobre Hegel,
Alexandre Kojève señala que esta lucha por el reconocimiento supera la habitual lucha
por la distribución de bienes materiales, que en la modernidad está regulada por las
fuerzas del mercado. Lo que aquí está en juego no es solo la satisfacción de un deseo,
sino que también sea socialmente reconocido. Mientras la política es un espacio donde
los intereses de varios grupos, tanto en el pasado como en el presente, han luchado por
el reconocimiento, la contienda de los artistas de la vanguardia clásica ha sido
principalmente por el reconocimiento de las formas individuales y procedimientos
artísticos que antes no eran considerados legítimos. La vanguardia clásica ha luchado
para conseguir el reconocimiento de todos los signos, formas y cosas como legítimos
objetos del deseo artístico y, por lo tanto, como objetos de representación legítimos en
el arte. Ambas formas de lucha están intrínsecamente unidas entre sí, y ambas tienen
como objetivo lograr una situación en la cual todas las personas con sus variados
intereses, al mismo tiempo que todas las formas y procedimientos artísticos, estén al fin
y al cabo garantizados en igualdad de derechos.
La vanguardia clásica ha abierto el campo de un horizonte infinito a todas las
formas pictóricas posibles, que están alineadas unas junto a otras en igualdad de
derechos. Una después de otra, las así llamadas obras de arte primitivas, formas
abstractas, y simples objetos de la vida cotidiana han adquirido el tipo de
reconocimiento que antes solo estaba reservado a las obras maestras de arte
históricamente privilegiadas. Esta igualación de las prácticas artísticas se fue
pronunciando progresivamente en el curso del siglo veinte: las imágenes de la cultura de
masas, el entretenimiento y el kitsch recibieron el mismo status dentro del contexto
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tradicional del arte elevado. Al mismo tiempo, esta política de igualdad de derechos
estéticos, esta lucha por la igualdad estética entre todas las formas visuales y medios que
el arte moderno ha librado para su establecimiento fue -y aún es- criticada con
frecuencia como una expresión de cinismo y, paradójicamente, de elitismo. Esta crítica
ha sido dirigida contra el arte moderno tanto desde la derecha como de la izquierda,
como una falta de amor genuino hacia el arte o como una falta de involucramiento
político genuino, de compromiso político. Pero, en efecto, esta política de igualdad de
derechos a nivel de la estética, del valor estético, es una precondición necesaria para
cualquier compromiso político. Tal es así que, la políticas contemporáneas de
emancipación son políticas de inclusión -dirigidas contra la exclusión de las minorías
políticas y económicas. Pero esta lucha por la inclusión solo es posible si la forma en la
cual los deseos de las minorías se manifiestan a sí mismos no son rechazados y
suprimidos desde el comienzo a través de una tipo de censura estética que opera en el
nombre de elevados valores estéticos. Solo bajo el presupuesto de la igualdad de todas
las formas visuales y medios a nivel estético es posible resistir la desigualdad de hecho
entre las imágenes -como impuestas desde afuera, y reflejo de las desigualdades
culturales, sociales, políticas o económicas-.
Como ha señalado Kojève, cuando la lógica general de igualdad que subyace en
las luchas individuales por reconocimiento se vuelve aparente, se crea la impresión de
que estas luchas hasta cierto punto han perdido su verdadera seriedad y explosividad. Es
por ello que antes de la Segunda Guerra mundial, Kojève podía hablar del fin de la
historia -en el sentido de la historia política de las luchas por reconocimiento-. A partir
de entonces, este discurso acerca del fin de la historia marcó particularmente a la escena
artística. Las personas refieren constantemente al fin de la historia del arte, para señalar
que hoy todas las formas y cosas son “en principio” consideradas obras de arte. Bajo esta
premisa, la lucha por el reconocimiento y la igualdad en el arte llegó a su fin lógico -y se
ha vuelto obsoleto y superfluo-. Si, como argumentan, todas las imágenes saben de su
igual valor, esto privaría al artista de la posibilidad de romper tabúes, provocar,
shockear, o extender los límites de lo aceptable. Si este fuera el caso, el régimen de
igualdad de derechos de todas las imágenes tendría que ser considerado no solo como el
telos de la lógica de la historia del arte moderno, sino también su negación última.
En consecuencia, ahora somos testigos de repetidas olas de nostalgia por un
tiempo donde ciertas obras individuales eran reverenciadas como preciosas, obras
maestras singulares. Por otra parte, muchos protagonistas del mundo del arte sostienen
que ahora, después del fin de la historia, el único criterio disponible para medir la
cualidad de una obra de arte individual es su éxito en el mercado del arte. Por supuesto
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