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Título

“Solicitamos de su atención…un importante mensaje. El gobierno de… a sus ciudadanos,


guardar la calma…situación actual. Ante el… han comenzado las labores…Investigadores
de todo el mundo…Bajo estas circunstancias… y pedimos al cielo… el frío ya volverá.”
Tan pronto cesó el anuncio, la gente apiñonada frente a la radio se miró entre sí con
desconcierto. ¿Y ahora qué?, preguntaban entre sí. Las miradas se cruzaban de aquí para allá
como buscando el síntoma invisible escondido detrás de los innumerables rostros. La
incertidumbre pronto se volvió en desconcierto, el desconcierto en enojo y el barullo tardó
no más de diez segundos en inundar la pequeña tienda de abarrotes.
¡Esto es culpa del gobierno! ¡Será por el cambio climático! ¿Qué pasará con los niños?
¡Seguro es una mala broma! ¡Se nos va a echar a perder todo! ¡Es un castigo que nos mandan
del cielo! La pronta alteración de las madres, el enojo de los señores, la indiferencia de los
niños, el cinismo de los viejos, todas y cada una de las actitudes de las personas presentes a
causa del provocativo anuncio de la radio poco iba a poder diferenciarse de que si la alza de
precios, que si el partido perdido, que si la reelección.
La verdad es que en aquel poblado pocas eran las veces que uno pasaba frío. Nadie podía
negar que, de ese tiempo a unas cuántas década atrás, la gente había vivido sumida en una
tibieza constante, independientemente de si fuera invierno o verano. El frío era más como
una palabra para denotar el desdén de una relación atrofiada o el coraje necesario para
preparar caldo de gallina.
En las siguientes semanas, la vida no cambió mucho. El tema de conversación iba y venía
entre chismes de tema diverso. Las señoras recordaban con melancolía los paños húmedos
para calmar sus dolencias, los alcohólicos seguían bebiendo entre gestos fascinantes y las
madrugadas invitaban a la gente a levantarse de una vez por todas por el bochorno agobiante
de las cobijas que alguna vez brindaron un refugio a un frío que no aparecía por ningún lado.
Solo una cosa no cambiaba y es que lo niños, al salir de la escuela, seguían viendo a don
Elpidio pasar con su carrito de helados y paletas, esperándolos con la alegría del que ya nada
más espera de la vida. El carrito era el mismo que todo mundo recordaba: la blancura detrás
de la tierra, las llantas gastadas, las campanitas a la proclama incesante de que allá iba don
Elpidio. A sus lados se leía “Helados Gaspar” porque ese era el nombre de su padre. Tanto
era el tiempo que había estado en el negocio. Y tanto era dicho tiempo, que Elpidio ninguna
otra cosa sabía hacer.
Elpidio era un señor viejo, de canas grises casi blancas como su carrito y su bigote gris
recordaba más bien a la arcilla mojada. Usaba un sombrero de caña casi tan viejo como él.
Su misma camisa y sus únicos pantalones, sin embargo, aparecían siempre como si los
limpiara a diario. Y es que caminaba con tal tranquilidad que apenas levantaba la tierra de
por donde pasaba. Si tenía familia o no, eso era algo de lo que rara vez hablaba. Y es que
con nadie tenía de qué más hablar, si no se trataba de los sabores que vendía o de cuánto
costaba qué. No hacía falta hablar de ellos. Su esposa ya hace muchísimo que había muerto
de forma natural. Y sus dos hijos, lo habían olvidado después de irse a quién sabe dónde. Y
eso para Elpidio, le resultaba completamente normal. El día que llegó con sus padres ya sabía
lo que iba a hacer el resto de su vida. Y así lo había pasado, sin ambiciones, sin
exasperaciones. Si había sido alguna vez feliz o triste, su recuerdo vivía en el fondo del
interior de su carrito, entre las sombra, debajo de las miles de paletas que había vendido.
Sin embargo, ahora que no había frío, Elpidio se encontraba ante una calamidad. Desde la
noche en que dejó de hacer frío, se había visto en la necesidad de hacer algo al respecto. Pero
salir de aquella rutina legendaria le resultaba extremadamente complicado. Seguía yendo
temprano a buscar al mercado hielo para preparar sus helados. Ni los diamantes se habían
vuelto de tan exquisito encuentro. Y si existían aún los gitanos, esos no pasaban por la región
en que vivía Elpidio. No pocas fueron las veces en que pidió a sus conocidos ayuda. Otras
tantas fueron las veces que pidió trabajo. En todas las ocasiones, solo las excusas se
presentaron al pobre viejo.
Cada tarde, sin embargo, con un pasmoso nerviosismo, recorría las mismas calles de siempre,
pasando por el umbral de la iglesia, recorriendo la calzada principal en un torpe andar de las
ruedas que hacían tintinear las campanitas hasta llegar ya con un cansancio prometedor a la
entrada de la escuela. Y cada tarde, los niños salían a su encuentro, moneda en mano, a
preguntarle si había buenas nuevas. Y Elpidio decía que no, que ya vería cómo, que vinieran
mañana. Ahora sin frío, solo podía esperar un milagro.
Los siguientes días, después de dejar atrás la multitud plantada frente al edificio de
gobernación, el viejo Elpidio pasó al lado de la tienda de abarrotes y fue atraído
inevitablemente por la intermitencia de la estática. En la radio seguían anunciando todo
acerca de la situación actual y decían que científicos japoneses y suizos buscaban soluciones
y alternativas para la escasez de frío en todo el mundo. Profesores, investigadores, políticos,
escritores, todos se daban cita, uno tras otro, para dar su opinión sobre el caso. Sin embargo,
Elpidio ya iba lejos, empujando su carrito con fuerza, con la esperanza de que él también iba
a buscar una forma de volver a hacer sus paletas, ya fuera con o sin hielo.
Las tardes que procedieron a esa inventiva obstinada del viejo incluyeron experimentos
numerosos y diversos en que intentaba simular con la mayor exactitud posible lo que tantos
años había hecho con singular destreza y prontitud.
Así, tan pronto la gente sabía la noticia de que el viejo de los helados estaba vendiendo, se
hacían presentes como marabunta para hundir sus hirvientes rostros en el carrito de paletas.
Pronta fue la desilusión al encontrarse saboreando merengues tibios y frutas moldeadas
cuidadosamente con palitos de madera ensartados y por los que escurría el jugo tan pronto se
les daba vuelta y se preparaba uno a degustarlas. Y aún a sabiendas de que en ningún lugar
iban a encontrar una temperatura fresca y diferente, seguían saliendo al oir las campanitas
para ver qué tenía Elpidio para ofrecer.
La novedad duró poco y cada vez fueron menos los niños que pedían una rebanada de sandía
con un palito o un montoncito de azúcar que se desparramaba en los conos que aún le
sobraban al viejo vendedor de helados. Pero este seguía yendo y viniendo, por las mismas
calles, con la misma tranquila andanza y con una carga bien ligera.
Pronto los niños, las señoras y los viejos dejaron de ver a Elpidio. Aunque él seguía pasando
puntual, la gente olvidó por completo qué era eso del helado. La gente poco creativa, los
colores azulados, las personas aburridas, los ladrones, los asustadizos, los indiferentes, todos
ellos habían perdido algo de sí, pero ya no recordaban qué. Pero aún así, siguieron todos sus
vidas, menos uno.
Don Elpidio, al verse olvidado por lo único que lo mantenía ligado a ese lugar, decidió irse
una noche, así como el frío. En su mente figuraba algún lugar, muy lejano quizá, donde aún
hiciera más o menos calor que siempre y entonces quizá poder volver a fabricarse una paleta
de hielo.
El viejo comenzó a andar con su carrito—por que qué otra cosa tenía en la vida—por los
páramos que circundaban al poblado donde pasó la vida entera vendiendo helados. Va con
templanza, con parsimonia, como elefante. Y con los ojos entrecerrados por el fuerte sol de
mediodía, divisa otro carro de helados parecido al suyo. Sin mucha emoción continúa su
travesía, pues sabe que ambos comparten ya el mismo destino.

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