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El año de noviciado
El novel soldado de la milicia de Cristo fue consignado al maestro de novicios, Fr. Juan
Greffenstein, el cual le señaló en el convento una celda desnuda de todo adorno y tan pequeña
(poco más de dos metros de ancha por tres de larga), que apenas cabía un lecho con jergón de
paja, una silla y una mesita de estudio con dos o tres libros y una candela. La alta ventana daba al
jardín del convento, y por ella podía mirar al cielo.
Aquella noche al acostarse con el escapulario puesto no debió de parecerle dura la cama, y se
dormiría con el propósito de ser un fervoroso hijo del gran Padre San Agustín.
Un año de retiro, de silencio, de meditación, de rezos litúrgicos en el coro, de prácticas
ascéticas y devotas, de mortificación y humildad en trabajos domésticos, de piadosas
recreaciones con sus hermanos, de continua obediencia y abnegación de la propia voluntad, de
adaptación a la vida monástica y de progresivo conocimiento de las constituciones y costumbres
de la Congregación agustiniana, eso era el año de noviciado.
Ordenaban las constituciones que el maestro, «varón docto, honesto, experimentado y celoso
amante de nuestra Orden», debía enseñar al novicio a confesarse frecuentemente con pureza,
discreción y humildad y a vivir en castidad y pobreza; debía explicarle la regla y las
constituciones; amaestrarle en el modo de recitar el oficio divino, cantar en el coro y cumplir las
demás observancias o costumbres de la Orden; procurarle todo cuanto le fuese necesario; corregir
e increpar a los negligentes o soñolientos que no se alzaban puntuales a las vigilias nocturnas;
instruirles sobre las inclinaciones, genuflexiones y postraciones en los debidos tiempos y lugares;
enseñarles a guardar su puesto y a orar en silencio, sin molestar al vecino; a custodiar el corazón
y la lengua; a cuidar solícitamente de los libros, vestidos, vasos y demás utensilios domésticos; a
dar buen ejemplo a todos, especialmente de humildad, y no litigar con nadie; a no hablar a solas
con otro (solus cum solo) dentro de casa; a tomar el jarro con ambas manos al beber (ambabus
manibus); a no andar cuellierguido, sino con los ojos bajos; a no hablar mal de los ausentes; a no
injuriar a nadie y a sufrir pacientemente las injurias de otros; que el novicio «ame al pobre, huya
las delicias, quebrante la propia voluntad, lea con avidez la Sagrada Escritura, la escuche con
devoción y se la aprenda con entusiasmo».
Años adelante nos dirá Lutero que su maestro de novicios, Fr. Juan Greffenstein, «su
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