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con las obras lo que con tu favor pretende...

Tú que vives y reinas con Dios Padre en unidad del


Espíritu Santo», etc.
Luego se entonó el himno Veni Creator Spiritus, y, cantándolo procesionalmente, se dirigieron
todos al coro. Postrado Martín en forma de cruz ante el altar mayor, oró en silencio. El prior
recitó varias antífonas y la oración del Espíritu Santo (Deus qui corda fidelium), luego la de la
Virgen (Concede misericors) y por fin esta otra: «Atiende a nuestras súplicas, omnipotente Dios,
y a quienes concedes la esperanza de obtener tu piedad concédeles también benignamente, por
intercesión del bienaventurado Agustín, tu glorioso confesor y pontífice, los efectos de tu
acostumbrada misericordia. Por Cristo nuestro Señor. Amén».
Concluido el rito, Fr. Martín fue conducido al convento, donde todos los miembros de la
comunidad, empezando por el prior, fueron dando el beso de paz al novicio. Antes de despedirse,
el prior aludió a las palabras de Cristo (Mt 10,22): No el que comienza, sino el que persevera
hasta el fin, será salvo.
Parece que fue en esta ocasión y no el día de la profesión cuando Martín cambió su nombre de
bautismo por el de Agustín, nombre de pura devoción, que nunca usó públicamente. En la Orden
agustiniana no era frecuente, como en otras, el cambio de nombre; solía dejarse a la discreción
del prior.

El año de noviciado
El novel soldado de la milicia de Cristo fue consignado al maestro de novicios, Fr. Juan
Greffenstein, el cual le señaló en el convento una celda desnuda de todo adorno y tan pequeña
(poco más de dos metros de ancha por tres de larga), que apenas cabía un lecho con jergón de
paja, una silla y una mesita de estudio con dos o tres libros y una candela. La alta ventana daba al
jardín del convento, y por ella podía mirar al cielo.
Aquella noche al acostarse con el escapulario puesto no debió de parecerle dura la cama, y se
dormiría con el propósito de ser un fervoroso hijo del gran Padre San Agustín.
Un año de retiro, de silencio, de meditación, de rezos litúrgicos en el coro, de prácticas
ascéticas y devotas, de mortificación y humildad en trabajos domésticos, de piadosas
recreaciones con sus hermanos, de continua obediencia y abnegación de la propia voluntad, de
adaptación a la vida monástica y de progresivo conocimiento de las constituciones y costumbres
de la Congregación agustiniana, eso era el año de noviciado.
Ordenaban las constituciones que el maestro, «varón docto, honesto, experimentado y celoso
amante de nuestra Orden», debía enseñar al novicio a confesarse frecuentemente con pureza,
discreción y humildad y a vivir en castidad y pobreza; debía explicarle la regla y las
constituciones; amaestrarle en el modo de recitar el oficio divino, cantar en el coro y cumplir las
demás observancias o costumbres de la Orden; procurarle todo cuanto le fuese necesario; corregir
e increpar a los negligentes o soñolientos que no se alzaban puntuales a las vigilias nocturnas;
instruirles sobre las inclinaciones, genuflexiones y postraciones en los debidos tiempos y lugares;
enseñarles a guardar su puesto y a orar en silencio, sin molestar al vecino; a custodiar el corazón
y la lengua; a cuidar solícitamente de los libros, vestidos, vasos y demás utensilios domésticos; a
dar buen ejemplo a todos, especialmente de humildad, y no litigar con nadie; a no hablar a solas
con otro (solus cum solo) dentro de casa; a tomar el jarro con ambas manos al beber (ambabus
manibus); a no andar cuellierguido, sino con los ojos bajos; a no hablar mal de los ausentes; a no
injuriar a nadie y a sufrir pacientemente las injurias de otros; que el novicio «ame al pobre, huya
las delicias, quebrante la propia voluntad, lea con avidez la Sagrada Escritura, la escuche con
devoción y se la aprenda con entusiasmo».
Años adelante nos dirá Lutero que su maestro de novicios, Fr. Juan Greffenstein, «su

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