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Bravo Herrera, Fernanda Elisa, “Inmigración y nacionalismo en El diario de Gabriel

Quiroga de Manuel Gálvez” en Quaderni di Thule XII. Rivista italiana di studi


americanistici. Atti del XXXIV Convegno Internazionale di Americanistica. Perugia:
Centro Studi Americanistici “Circolo Amerindiano” Onlus, 2013, pp. 585-592. CD-Rom.
[I.S. B. N. 978-88-903490-4-1]

XXXIV Congreso Internacional de Americanística. Organizado por el Centro Studi


Americanistici “Circolo Amerindiano” Onlus. Perugia, 3-10 de mayo de 2012.

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Inmigración y nacionalismo en El diario de Gabriel Quiroga de Manuel Gálvez

Fernanda Elisa Bravo Herrera


CONICET- Instituto de Investigaciones Sociocríticas y Comparadas, Universidad Nacional de Salta,
Argentina

«En la hora presente, gobernar es argentinizar».


Manuel Gálvez, El diario de Gabriel Quiroga

El primer Centenario y sus contradicciones.


En Argentina, durante el primer Centenario que evocaba la revolución de Mayo de 1810, no
obstante el optimismo con el que José Ingenieros, Joaquín V. González, Leopoldo Lugones y
Ricardo Rojas, entre otros, exaltaron la «excepcionalidad argentina», sin embargo, desde diversas
posiciones, se cuestionaron se reformularon muchos mitos y principios, que sustentaron el proyecto
político de la Generación del 80. Estas posiciones críticas resaltaban, en medio del clima de fiesta,
tanto incertidumbres coyunturales como nuevas propuestas político-ideológicas. Lo que en última
instancia se enfrentaban eran las diferentes mitologizaciones que, retrospectivamente, ofrecían en el
imaginario colectivo una homogeneizadora «invención de nación» y los límites críticos de la
modernidad que sostenía una determinada configuración de estado.
Las retóricas y las visiones del mundo que se habían instaurado hegemónicamente a fines del siglo
XIX definiendo la construcción de la nacionalidad argentina presuponían algunas conflictividades,
contradicciones y divergencias en relación con cuestiones que interesaban la definición de lo
nacional frente al cosmopolitismo, sobre todo a través de la inmigración masiva. Por otra parte, ya
desde fines del siglo XIX, especialmente en los años ochenta, el espíritu crítico y revisionista, desde
la historiografía, había problematizado la nacionalidad, a partir de la evaluación de una realidad que
se presentaba compleja, proponiendo un «nacionalismo intelectual» que constituyó, sucesivamente,
las raíces del nacionalismo argentino. Con respecto al nacionalismo en la Argentina, Shumway
señaló en su estudio sobre las primeras «ficciones orientadoras» de la Argentina comprendidas entre
1808 y 1880, y en su proyección hasta el siglo XX, que, en general, «la forma del nacionalismo
argentino es amplia pero vaga, omnipresente pero indefinida» (SHUMWAY N. 2005 [1991]: 314).
Entre los varios desafíos que se plantearon en los debates revisionistas y críticos de ese período y
que influyeron sucesivamente fue determinante el relacionado con el valor significativo y
fundacional de la Revolución de Mayo, en ese proceso de definición de la nacionalidad a través de
la construcción e invención, como propone Hobsbawm, de tradiciones, prácticas, mitos y símbolos
(HOBSBAWM E. J. - RANGER T. 2002 [1983]). La interpretación historiográfica confirió finalmente
un valor determinante a Mayo como fecha fundacional de la Independencia y la convalidó, así,
como punto de partida de la formación de la nacionalidad, aún cuando no hubiera existido una
continuidad histórica tendiente al afianzamiento institucional en esos cien años de «independencia»
política.

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Por ello, la celebración del Centenario constituyó una nueva ocasión de balance de ese proyecto
político que «narraba», en sus mitos y símbolos colectivos, una identidad nacional que, por
diferentes factores, parecía nuevamente cuestionada en sus fundamentos. Si, por una parte, como
explica Fernando J. Devoto, en ese Centenario «no se celebraba el pasado sino que el pasado era
una excusa para celebrar el presente» (DEVOTO F. 2010:13), esto, sin embargo, no era compartido
por muchos argentinos que no veían en el presente motivos de celebración ya que no se lograban
resolver completamente los conflictos sociales provocados no tan solo por la modernización de la
sociedad sino también por la desigualdad de condiciones en el desarrollo económico.
Frente a la celebración, por lo tanto, no hubo una reacción igual de adhesión por parte de todos los
sectores, ya que los conflictos evidenciaban los desniveles sociales y la débil cohesión nacional,
cuestionando los mitos de la Generación del 80 construidos sobre el «progreso», la inmigración
civilizadora y el «crisol de razas». No se trataba solo de la amenaza disolvente del anarquismo y del
socialismo, traídos por los inmigrantes españoles e italianos, sino también de un cambio de las
claves ideológicas que actuaban y operaban en la construcción de la Argentina como estado
moderno, es decir, en la invención de los mitos alrededor de la nacionalidad fundados
principalmente por Mitre y por Sarmiento. Aunque las tensiones empañaron los entusiasmos por el
Centenario, los conflictos y las contradicciones entre la «república verdadera» y la «república mítica»
no significaron un real desplazamiento de las tradiciones laicas y republicanas, sino, en gran medida,
un replanteamiento de la «república posible».
El «espíritu del Centenario», como es denominado por José Luis Romero, reúne estas
ambigüedades y contradicciones concentradas en esta fecha simbólica. Si por un lado se renovaba el
optimismo acerca el futuro de grandeza del país, por el otro, no existía ni un consenso colectivo
frente a la Historia Nacional ni una completa certeza sobre su presente convulsionado por la
politización y la sindicalización de la protesta social organizada, pero sobre todo por el temor a la
desintegración a causa del fenómeno inmigratorio. En este contexto, la reformulación y los
desplazamientos ideológicos del nacionalismo definieron otros posibles relatos fundadores de la
identidad colectiva, tendientes a superar las coyunturas, proponiéndose, en cualquier caso, no
obstante sus virajes, desde una continuidad histórica.
Las tres figuras más representativas de la emergencia del «nuevo» nacionalismo o «primer
nacionalismo argentino», llamado también nacionalismo cultural o espiritualista, en el momento del
Centenario, fueron Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, todos ellos, según Viñas,
«hidalgos del interior», es decir, «hijos de familias ‘decentes’ del interior» (ALTAMIRANO C. –
SARLO, B. 1997 [1983]: 185). Estos escritores fueron, a su vez, voceros de una «nueva generación»
que, más específicamente, según Fernando J. Devoto, constituyó, en la Argentina del siglo XX, la
«primera generación nacionalista» (DEVOTO F. J. 2006 [2002]: 49). Como señaló José Luis Romero,
reunieron en sus textos los rasgos que definieron el «espíritu del Centenario» (ROMERO J. L. 1965),
procurando la «afirmación polémica de los derechos eminentes de la minoría tradicional a conservar
su hegemonía» (ROMERO J. L. 1982: 149). El nacionalismo cultural colaboró, además, en la
emergencia y en la diferenciación del «campo intelectual» (ALTAMIRANO C. – SARLO, B. 1997
[1983]: 161), favoreciendo también con ello la profesionalización literaria (VIÑAS D. 1996: 36). El
espíritu del Centenario no implicó, sin embargo, una homogeneidad ideológica absoluta aunque el
revisionismo histórico, para usar los términos de Leopoldo Lugones, significó, en última instancia,
una «restauración nacionalista» y una común preocupación no solamente por un proyecto político y
moral, sino también por la «fundación» de una literatura nacional. Esto contribuyó en la definición
del campo social vinculado con la literatura profesionalizada, tal como Bourdieu comprende las
relaciones que se conforman en los microcosmos sociales (BOURDIEU P. 2010 [1996]).

Las «opiniones sobre la vida argentina» de Manuel Gálvez en el Centenario.


Manuel Gálvez, definido por David Viñas como «el arquetipo del escritor de las clases medias
argentinas» (VIÑAS D. 1996: 37), articuló en su producción los denominadores comunes de su
generación, encarnando, según Noé Jitrik «una consecuente militancia realista» (JITRIK N. 2009:
160), imbricada en la tradición del arielismo propuesto por Enrique Rodó en el 1900. Devoto
resalta que lo más novedoso de Gálvez fue «la acumulación conjunta de muchos elementos de esa

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reacción que se habían dado, aislada o fragmentariamente, en pensadores conservadores anteriores»
(DEVOTO F. J. 2006 [2002]: 57).
Con El diario de Gabriel Quiroga, publicado en el año del Centenario 1910, Gálvez enunció
programáticamente el nacionalismo cultural, revisando mitos y tradiciones y proponiéndolos en
nuevas reformulaciones. Por ello, El diario – no obstante haya pasado desapercibido apenas fuera
publicado, como relata el mismo Gálvez en sus memorias – es uno de los documentos más
representativos y emblemáticos del «espíritu del Centenario» y, a la vez, un texto exponente del
«nacionalismo espiritualista» (GRAMUGLIO M. T. 2002: 148). Por otra parte, El diario puede leerse
como una respuesta a diversos textos que planteaban, también en forma polémica, la difícil cuestión
de la identidad nacional, como Conflictos y Armonías de las Razas en América de Sarmiento (publicado
póstumamente en el 1883) que, sin lograr alcanzar una síntesis planteaba «la preocupación por
desentrañar la sustancia de esa nueva realidad social que se estaba dando» (ONEGA G. S. 1982: 35).
En sus Recuerdos de la vida literaria, Manuel Gálvez se refirió a El diario de Gabriel Quiroga, su primer
libro en prosa, como «un libro nacionalista y agresivo, irónico y mordaz» (GÁLVEZ M. 2002: 333) y
confesó que «Aunque la prosa, por su estructura, peca de gálica, puedo asegurar que es uno de mis
libros mejor escritos. Hay en él páginas que estimo en mucho…» (GÁLVEZ M. 2002: 334). Más
adelante, en sus memorias, Gálvez recogió algunas recensiones de su libro que habían aparecido en
los medios que resaltaban, como en La Prensa, la «sagacidad para descubrir ciertas debilidades de
carácter nacional» (GÁLVEZ M. 2002: 335) y en los que se elogia al autor porque, como se lee en la
revista Renacimiento, «ha reproducido un momento difícil de la vida argentina y las vacilaciones
espirituales de un alter ego, como él inteligente y sagaz en la comprensión de males y en la aplicación
de los remedios» en «un libro sano, un libro noble, un esfuerzo de la fe patriótica y de alta
moralidad humana» (GÁLVEZ M. 2002: 335). Si bien en sus memorias literarias Manuel Gálvez se
refiere a El diario en el capítulo «Hacia el mundo de los seres ficticios» en la parte que corresponde a
«Amigos y maestros de mi juventud», este libro constituye la primera formulación sistemática y
organizada de muchas de las estructuras y de los nudos fundacionales sobre los que luego construyó
su mundo literario que, como él mismo declaró, debía organizarse según un preciso y vasto plan
que abarcase y conquistase toda la realidad argentina, en un intento autoconsciente de llenar el
«territorio vacío de la novelística nacional» (GRAMUGLIO M. T. 2002: 147). La evaluación del
propio libro por parte de Gálvez se encuentra ya en la presentación que hace el autor del mismo,
como narrador exterior omnisciente y bajo la máscara ficcional de su editor que se ocupa de la
publicación del manuscrito del amigo, su alter ego y vocero ideológico, convalidando y
autentificando ese mundo ficcional en un pacto de veridicción. En la presentación, Gálvez
reconoce, por una parte, la modalidad irónica del diario – definiéndola como el «esprit filosófico» y
como «la más alta expresión del diletantismo» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 71) – y, por otra, «la
naturaleza pesimista de este libro y su tono agresivo, irónico y sarcástico» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]:
75). En el prólogo «Dos palabras» – respuesta, en cierta medida, elíptica a las reflexiones de Carlos
Octavio Bunge en «Una palabra», prólogo de la primera edición de Nuestra América Ensayo de
psicología social (1903) – Gálvez justifica la publicación del diario, en coincidencia con los festejos por
el primer Centenario de la Revolución de Mayo, justamente por las verdades que propone, por su
«nota discordante» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 80) frente a «la adulación cosmopolita y la vanidad
casera» (Gálvez M. 2001 [1910]: 80).
Pese a la consciencia con que se emprende esta tarea de reordenamiento tanto literaria como
político y moral, el escepticismo es la actitud dominante en El diario de Gabriel Quiroga, resultado del
balance negativo que se realiza frente al momento decisivo en que se encuentra el país, con una
clara vinculación con el pensamiento pesimista de la Generación del 98 española. El ideologema del
decadentismo no constituye entonces solamente una marca que define la postura literaria de
Gálvez, sino también una percepción más vasta de su presente, opreso bajo el signo del
materialismo y del utilitarismo de Calibán y del cosmopolitismo disolvente de la inmigración. El
contraste con el tono celebrativo de las «Odas a los ganados y a las mieses» de Leopoldo Lugones,
publicado en La Nación en 1910, es muy fuerte no solo por la impostación optimista de Lugones,
opuesta al pesimismo de Gálvez, sino fundamentalmente porque en la grandilocuencia poética de
las odas se exaltaba el mito de la colonización avalorada por Alberdi que Gálvez, sin embargo, en su
proyecto de argentinización, desmonta e invierte tajantemente. En el proyecto político expuesto en

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El diario, Gálvez cuestiona el programa por el cual en la Argentina se buscó «tan sólo de acrecentar
nuestra riqueza y acelerar el progreso del país» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 85), es decir que la crítica
se dirige a la política de crecimiento económico, que se apoyó en la inmigración y estuvo, por tanto,
vinculada a la especulación agrícola y al mito de la colonización de la «pampa gringa».
La orientación crítica en El diario es vasta y compleja, pues comprende, por una parte, una revisión,
desde el arielismo matizado con la sensibilidad modernista finisecular, de la mentalidad positivista y
materialista, y, por otra, un replanteamiento de la organización político-social de corte liberal con la
voluntad de conjurar amenazas visibles y concretas. Es decir que no se trata, entonces, de una mera
evaluación de un sistema económico, sino más bien de un balance amplio, de carácter ético,
orientado a re-pensar la dirección que estaba tomando la sociedad argentina y, con ella, el valor de
la identidad nacional y su posición en la historia. No obstante el europeísmo, la revisión de la
situación coyuntural del país – desde la perspectiva de Gálvez «alterada» por la inmigración masiva,
tendencialmente politizada por las ideas provenientes del anarquismo y del socialismo español e
italiano – determinó que creciera el sentimiento xenófobo y clasista, especialmente en las minorías
tradicionales. Al respecto, Rubione señala que la elite argentina, con un desdén aristocrático y
«como reacción conservadora ante la inmigración, se replegó, desde fines del siglo XIX y en las
primeras décadas del siglo XX, sobre el pasado pre-inmigratorio, en un esfuerzo por proteger su
memoria y su lengua de la lengua, más que de la memoria, de los recién llegados» (RUBIONE A.
2002: 273).
Esta actitud de repliegue, ante esta situación de «amenaza», exigió que la perspectiva intelectual y
política de esta generación se proyectara hacia el pasado, idealizado y recortado al origen español,
más específicamente castizo. La hispanofilia conformó, entonces, una de las características más
definitorias de la Generación del Centenario, como una reacción frente al cosmopolitismo liberal
provocado por la inmigración y como decepción frente a la idea de progreso. La búsqueda de la
argentinidad, en esta colisión con la inmigración, es decir, con la otredad, significó la voluntad de
una «nueva» nacionalización, en suma, «una nueva fundación del país articulada en la noción más
cultural de ‘tradición’» (ALFIERI T. 2006: 515). La reivindicación de la «tradición» española,
radicada en la resistencia espiritual, se inscribe en textos representativos de esta Generación como
La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta (1908), en El diario de Gabriel Quiroga o en el ensayo
sucesivo de Gálvez, El solar de la raza, publicado en el 1913. La representación de la nacionalidad se
construía entonces en la negación del cosmopolitismo y en la «continuidad histórico-cultural entre
la península y la América españolas» (RUBIONE A. 2002: 273). Esta continuidad, en El diario, asume
por otra parte, una valencia necesaria en la constitución de la nacionalidad que se erige, además,
como defensa contra la disolución. El hispanismo es valorizado por Gálvez como tradición todavía
presente en el interior de la Argentina, reserva y defensa, «regeneración moral y restauración del
espíritu nacional […] caras de un solo movimiento» (ALTAMIRANO C. 1997 [1983]: 207).
Nacionalizar, para Gálvez, significaba, entonces, hispanizar; paradoja que señala la delimitación de
la mitologización alrededor de la identidad nacional desde el proyecto, en cierta medida por ello
reaccionario, del nacionalismo cultural de la Generación del Centenario.
En las provincias, para Gálvez, es viva aún «la tradición colonial» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 110),
por lo que, «conservadoras por idiosincrasia y necesidad, guardan, contra los avances del
cosmopolitismo odioso, las ideas, los sentimientos y la moral de nuestro pasado» (GÁLVEZ M. 2001
[1910]: 110), es decir, del hispanismo, «libres aún del desborde inmigratorio» (GÁLVEZ M. 2001
[1910]: 122). Desde la posición de Gálvez, la resistencia al cosmopolitismo de Buenos Aires,
encarnada en el localismo provinciano, es la defensa contra la desnacionalización provocada por la
inmigración y por el materialismo extranjerizante, que desprecia los valores espirituales e
intelectuales y las tradiciones de la «patria vieja». La homogeneización propuesta por Gález,
entonces, tendiente a integrar a los extranjeros y a sostener el nacionalismo oficial del Estado no
parte de la capital, del «centro» político del país, sino del interior y suponía no solamente un
programa pedagógico que excedía la enseñanza formal sino una fusión de razas y, tal como lo
propondría, en 1913, en El solar de la raza, el olvido, la renuncia de todas las patrias que no son
Argentina.
La valorización del interior, es decir, el apelo a la intrahistoria, es la clave del «patriotismo» y la
defensa frente a la disolución que se manifiesta desde Buenos Aires. Así, Gálvez invierte el

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postulado sarmientino de oposición entre civilización y barbarie – antinomia presente desde el
inicio de la historia política y literaria del país (LOJO M. R. 1994) – encarnado en los contrastes
entre Buenos Aires y provincias, que había sustentado el ideario de la Generación del 80 y definido
el proyecto político de europeización de la Argentina. Por ello, la máxima alberdiana de «gobernar
es poblar» en El diario de Gabriel Quiroga se declina bajo el principio del nacionalismo cultural, propio
de la Generación crítica del Centenario, proponiendo que «en la hora presente, gobernar es
argentinizar» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 117), clave para revertir la desnacionalización provocada
por una errónea europeización y una equivocada campaña de civilización impulsada por Sarmiento
y por Alberdi. En esta línea, la crítica galveciana, desde una posición antiimperilista y
anticolonialista, se dirige al «internacionalismo», al «cientificismo idólatra», a «la imbecilidad simiesca
de nuestros anticlericales» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 117). En muchas de las problemáticas
alrededor de la identidad nacional que trata Gálvez en El diario anticipa, como «precursor», un filón
importante del ensayo argentino, representado sucesivamente por Ezequiel Martínez Estrada,
Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, Arturo Jauretche y Ernesto Sabato, entre
otros. De esta manera, la indagación en la realidad argentina se distancia de la tradición alberdiana
en tanto ésta constituía una negación de la realidad argentina e americana por su adhesión ciega al
modelo europeo y al pensamiento unitario. La legitimidad del Estado construido por los principios
políticos de Alberdi es desmontada en tanto es interiorización de la colonia espiritual que implicaba
un proceso negativo de desnacionalización. El disenso al modelo ideológico alberdiano es radical y
completo, pues éste no solamente defiende la idiosincrasia americana que es estigmatizada en ese
pensamiento, sino que, refiriéndose a Alberdi, lo descualifica en forma dura, completa y sin
ambigüedades con las siguientes palabras:

«Era un espíritu europeo y tenía toda la pedantería y toda la ingenuidad


del perfecto unitario. Pensador mediocre, carecía del sentido de la
realidad y de todo método empírico. Era un retórico; no sentía el espíritu
de la patria e incapaz de comprender el alma americana, la negaba. Su
literatura de pacotilla y su filosofía de editorial encontraron admiradores
que, para desgracia del país, pusieron en práctica sus imprudentes ideas»
(Gálvez M. 2001 [1910]: 130).

Gálvez no solo invierte el paradigma polarizado de la identidad argentina propuesto por Sarmiento
en su Facundo, texto-metáfora de la realidad de Argentina (ARIAS SARAVIA L. 2000), enfrentada
entre la civilización y la barbarie; también indica cómo a través de la errada interpretación
sarmientina sea posible revelar la nacionalidad. Al respecto, con ironía, afirma que «el mérito mayor
de Sarmiento deriva […] de haber puesto en evidencia lo argentino que teníamos en nosotros»
(GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 126) y que «fue el triunfo del unitarismo lo que ocasionó nuestra
barbarie» (GÁLVEZ M. 2001 [1910]: 131). Cuando Ricardo Rojas publicó su Blasón de Plata, en 1912,
Gálvez identificó al indianismo, que desde la perspectiva de Sarmiento correspondía a la barbarie,
con la defensa de la autonomía contra el exotismo (RUBIONE A. 2002), proyectando así una línea
de continuidad discursiva del nacionalismo espiritualista o cultural.
Gálvez rechaza la hispanofobia y la xenofilia que habían caracterizado el programa inmigratorio de
Sarmiento, tal como lo había enunciado en Facundo, cuando auguraba «un millón de europeos
industriosos diseminados por toda la república, enseñándonos a trabajar, explotando nuestras
riquezas y enriqueciendo al país con sus propiedades» (SARMIENTO D. F. 1989 [1845]: 236-237).
Esta reprobación al programa inmigratorio de Sarmiento, presente en El diario, se dirige en La
maestra normal, del 1914, a su modelo pedagógico, coincidiendo en esta doble denuncia de los males
de la Argentina con la postura de Ignacio B. Anzoátegui, encuadrada desde el nacionalismo bajo el
signo del hispanismo y del revisionismo histórico (1). La educación constituye, entonces, otro de los
aspectos que Gálvez objeta en el proyecto liberal de la Generación del 80, consciente de que, a
través de la educación, el Estado determina la producción y reproducción de las categorías de
percepción y de construcción de la realidad (BOURDIEU P. 1994).
La inmigración representa, en el pensamiento nacionalista de Gálvez, desplegado en El diario, el mal
que aqueja a la Argentina, porque es causa del triunfo del materialismo, de la superficialidad, de la

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ausencia del sentido ético y del gusto estético. Esta concepción no fue exclusiva de Gálvez, ni inicia
con este ensayo, porque la percepción negativa de la inmigración y de la corrupción social y moral
que ésta conllevaba se encontraba ya presente en otros textos anteriores, especialmente desde el
naturalismo, como por ejemplo en las novelas Sin rumbo (1885) y En la sangre (1887) de Eugenio
Cambacères (RUSICH L. 1974).
Gálvez enseña, en una posición replegada y conservadora ante el aluvión inmigratorio con su
cosmopolitismo y su materialismo, que el camino de (re)construcción nacional es la reclusión en un
pasado libre de la inmigración o en un presente, en un modo contrafáctico, en el cual es necesario
que el extranjero se argentinice. La resistencia opera en las oposiciones ideológicas de la
intrahistoria y en la inversión del principio sarmientino y del mito inmigratorio visualizado como
una epopeya. Sobre dicha resistencia, Rubione sostiene que «en tal sentido, el nacionalismo cultural
del Centenario es negación que deviene positividad. Sin embargo, al ser negación está condenado a
la exégesis, al rescate de una epopeya negativa, es decir, a ser su contracara fúnebre» (RUBIONE A
2002: 280).

Notas
(1) Ignacio B. Anzoátegui en Vidas de muertos (1934) denunciará, entre las tres plagas traídas por
Sarmiento a la Argentina, además de los gorriones, a los italianos y al normalismo. Con respecto a
los italianos, Anzoátegui sostiene que «Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que
entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron a las ciudades y
fundaron quintas» (ANZOÁTEGUI I. B. 2005 [1934]: 101). Más adelante insiste con la crítica,
reforzando el aspecto materialista y la inutilidad de la presencia de los italianos en la Argentina, su
falta de contribución en el progreso del país y el rechazo a una integración, como la propuesta por
Florencio Sánchez en La gringa (1904): «Los italianos mezclaron las orillas con la ciudad; se
arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo pensábamos. Nos ayudaron a
levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni
siquiera nos trajeron su ciencia ni su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros,
aunque detrás de eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años
nuestra salida del romanticismo» (ANZOÁTEGUI I. B. 2005 [1934]: 101).

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