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OBJETIVO CATEQUÉTICO
Presentar el Sacramento de la Penitencia como la celebración eclesial del perdón y de la
misericordia de Dios y de la conversión del hombre.
Destacar que es un misterio de reconciliación que incluye la alegría de perdonar y ser
perdonado. La reconciliación es con Dios y con los hermanos.
Necesidad de reparación
100. Del sentimiento de culpa nace la necesidad de reparación. El hombre que se considera
culpable busca no sólo aparecer como inocente ante los demás, sino serlo, recuperando la
integridad perdida. A menudo se intuye que la reparación ha de ser dolorosa: no basta con decir "lo
siento". Se comprende que el cambio de la persona no es verdadero y profundo sin expiación
dolorosa, a través de la cual se recupere el equilibrio perdido. Esta necesidad de reparación puede
convertirse a veces en obsesión enfermiza que, en realidad, destruye al individuo. Asimismo
tampoco faltan personas que parecen no ser sensibles a esta necesidad de reparar el mal que han
ocasionado a otros y que se han causado a sí mismos.
Pecado y conversión
101. La Biblia sitúa el pecado y la culpa en su verdadera raíz. Quien pretende prescindir de Dios
haciéndose centro de todo, se convierte, a la vez, en opresor de sus hermanos: "¿No aprenderán
los malhechores que devoran a mi pueblo como pan, y no invocan al Señor?" (Sal 52, 5). El pecado
hiere a Dios al afectar a los que Dios ama (2 S 12, 9-10); daña no sólo a quien lo comete, sino al
pueblo entero. El pecado es ruptura, negación del amor a Dios y a los otros. La conversión, por el
contrario, es vuelta al amor, reconciliación (Cfr. Temas 24 y 33).
Misericordia y conversión
103. En el momento mismo en que los profetas anuncian las peores catástrofes, consecuencia del
pecado, conocen la ternura del corazón de Dios: "¿Es mi hijo querido Efraín? ¿Es el niño de mis
delicias? Siempre que lo reprendo, me acuerdo de ello y se me conmueven las entrañas, y cedo a
la compasión -oráculo del Señor-" (Jr 31, 20; cfr. Is 49, 14ss; 54, 7). Si Dios mismo se conmueve de tal
manera ante la miseria que acarrea el pecado, es que desea que el pecador se vuelva hacia El,
que se convierta. Si de nuevo conduce a su pueblo al desierto es porque quiere hablarle al corazón
(Os 2, 16). Después del destierro, se comprenderá que Yahvé quiere simbolizar con la vuelta a la
tierra, la vuelta a Él, a la vida (Jr 12, 15; 33, 26; Ez 33, 11; 39, 25; Is 14, 1; 49, 13); quiere, no obstante, que
el pecador reconozca su error y se convierta: "Que el malvado abandone su camino y el criminal
sus planes; que regrese al Señor, y El tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón" (Is 55,
7).
El pecado
122. El pecado ofende siempre a Dios (Cfr. DS 2291-2292). Por ello, el pecador ha de retornar,
movido por la gracia del Dios misericordioso, al Padre "que nos amó primero" (1 In 4, 19), a Cristo
muerto y resucitado por los hombres y al Espíritu que se ha derramado copiosamente en nosotros
(Cfr. RP 5). En virtud de un misterioso designio de la voluntad divina, existe entre los hombres una
tal solidaridad que el pecado de uno daña también a los otros (Cfr. Pablo VI: Cónst. Apost. Indulgentiarum
doctrina, 1-1-1967). Para el cristiano, el horizonte del pecado recibe una poderosa luz cuando es
contemplado desde la Palabra de Dios: su gravedad se muestra "como ruptura consciente y
voluntaria de la relación con el Padre, con Cristo y con la comunidad eclesial" (RP 43).
"Por su acto personal y responsable, sus relaciones (del cristiano) con el Padre se degradan, y su
pecado perturba y debilita la comunión eclesial. En los pecados colectivos, la acción pecaminosa
del cristiano es, además, un contratestimonio de su fe ante los hombres, y adquiere así una
influencia específica" (RP 42). En el proceso por el que el hombre alcanza, bajo la acción del
Espíritu, el reconocimiento de su personal condición pecadora, se pueden observar niveles
diversos de profundidad en relación con el núcleo más íntimo de la personalidad, con el verdadero
corazón humano: el nivel de los actos manifiesta otros niveles más hondos: el de las actitudes y el
de la opción fundamental.
Pecado mortal
124. "El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del corazón del hombre (Cfr. Mt 15,
19-20), se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida construida al margen
de las exigencias de Dios y de los demás, y se concreta en una oposición de iniquidad frente a
Cristo (Cfr. Mt 24, 12; 1 Jn 3, 4). El pecado mortal, por tanto, supone un fallo en lo fundamental de
la existencia cristiana —de ahí el nombre de ad mortem o mortal (Cfr. 1 Jn 5, 16; St 1, 15)" (RP 46).
Pero estas condiciones no implican que todo pecado mortal suponga una resistencia directa al
precepto de la caridad o comporte una modificación fundamental en el nivel de las opciones más
profundas. Los actos singulares pueden constituir una ruptura con relación a Dios Padre en la
medida en que gravemente contradigan sus preceptos e introduzcan un grave desorden en sus
designios salvadores. Más aún: la alteración de las opciones fundamentales en el comportamiento
humano acontece normalmente por el progresivo deterioro que causan en él la concatenación de
actos —tal vez aparentemente superficiales— pero que, de hecho, disponen al espíritu a imprimir
en su trayectoria un giro radicalmente nuevo. En ocasiones, el momento mismo en que se opta por
el nuevo itinerario está sellado por un decisivo acto singular: "A cada uno le viene la tentación
cuando su propio deseo lo arrastra y seduce: el deseo concibe y da a luz el pecado, y el pecado,
cuando se comete, engendra muerte" (St 1, 14-15).
Por eso, el que se apartó gravemente del amor de Dios necesita también un tiempo de maduración
para retornar a la casa paterna. El respeto debido a la libertad humana comporta valorar la
capacidad moral de los hombres y no reducir desmedidamente su responsabilidad (Cfr. CES 9-10).
Pecado venial
125. "Esta voluntad de ruptura que constituye el pecado mortal, dista mucho de los fallos y
ligerezas de la vida cotidiana, que nos demuestran la imperfección y la debilidad de nuestro amor a
Dios y a los hermanos. Estos son los pecados veniales, que nos atestiguan nuestra condición de
pecadores (1 Jn 1, 8-2, 2), pero que no nos excluyen del Reino de Dios" (RP 47). El reconocimiento
sincero de los pecados veniales, de la fragilidad y de las omisiones cotidianas conduce a la claridad
de conciencia porque ayuda a descubrir el auténtico fondo de nuestro espíritu y las implicaciones
que se dan entre nuestros pequeños egoísmos y las opciones radicales de nuestra vida. El
entramado de la conducta cotidiana constituye el campo de cultivo donde se desarrollan gérmenes
de cizaña que debilitan las fuerzas espirituales. La turbia confusión del corazón se opone de muy
diversas maneras a las exigencias de Cristo; para seguirle con sinceridad, hay que abrirse a su luz
juzgadora: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz
de la vida" (Jn 8, 12).
La luz de Cristo busca iluminar los escondidos escondrijos del hombre para hacer luminosa toda su
existencia: "La lámpara de tu cuerpo es el ojo; cuando tu ojo está sano, tu cuerpo entero tiene luz;
pero cuando está enfermo, tu cuerpo está a oscuras. Por eso mira a ver, no sea que la única luz
que tienes esté apagada" (Lc 11, 34-35).