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PENITENCIA: CONVERSIÓN Y RECONCILIACIÓN

OBJETIVO CATEQUÉTICO
 Presentar el Sacramento de la Penitencia como la celebración eclesial del perdón y de la
misericordia de Dios y de la conversión del hombre.
 Destacar que es un misterio de reconciliación que incluye la alegría de perdonar y ser
perdonado. La reconciliación es con Dios y con los hermanos.

El sentimiento de culpa, experiencia universal


99. Después de determinadas acciones, el hombre se siente culpable. Es una experiencia
universal. Este sentimiento se manifiesta de muchas formas y con variados matices. A veces se
trata de algo vago y confuso, cuya raíz no se llega a determinar; en ocasiones acompaña a ciertas
acciones, que racionalmente se han considerado incluso inofensivas. Puede provenir de complejos
oscuros, o, por el contrario, de una acción libre realizada con lucidez de espíritu. No siempre es
fácil distinguir lo que es culpa (fruto de una acción libre) y lo que es producto de las limitaciones y
enfermedades humanas.

Necesidad de reparación
100. Del sentimiento de culpa nace la necesidad de reparación. El hombre que se considera
culpable busca no sólo aparecer como inocente ante los demás, sino serlo, recuperando la
integridad perdida. A menudo se intuye que la reparación ha de ser dolorosa: no basta con decir "lo
siento". Se comprende que el cambio de la persona no es verdadero y profundo sin expiación
dolorosa, a través de la cual se recupere el equilibrio perdido. Esta necesidad de reparación puede
convertirse a veces en obsesión enfermiza que, en realidad, destruye al individuo. Asimismo
tampoco faltan personas que parecen no ser sensibles a esta necesidad de reparar el mal que han
ocasionado a otros y que se han causado a sí mismos.

Pecado y conversión
101. La Biblia sitúa el pecado y la culpa en su verdadera raíz. Quien pretende prescindir de Dios
haciéndose centro de todo, se convierte, a la vez, en opresor de sus hermanos: "¿No aprenderán
los malhechores que devoran a mi pueblo como pan, y no invocan al Señor?" (Sal 52, 5). El pecado
hiere a Dios al afectar a los que Dios ama (2 S 12, 9-10); daña no sólo a quien lo comete, sino al
pueblo entero. El pecado es ruptura, negación del amor a Dios y a los otros. La conversión, por el
contrario, es vuelta al amor, reconciliación (Cfr. Temas 24 y 33).

Ante el pecado del hombre, el amor de Dios se manifiesta como misericordia


102. La historia humana aparece desde sus orígenes como historia de pecado. Los primeros
capítulos del Génesis (2-11) describen abundantemente el impacto del pecado en medio de un
mundo que, en cuanto salido de las manos de Dios, es bueno (Gn 1,44.10.12.18.21.25.31). El pecado
domina de forma despótica, es "señor del mundo": entregados a la dureza de su propio corazón, los
hombres caminan según sus designios (Sal 80, 13). En este contexto, Dios llama a Abrahán a la fe y
a la amistad, y lo que hizo con él piensa hacerlo con todas las naciones de la tierra (Gn 12, 3). Ante
el pecado del hombre, el amor de Dios aparece como misericordia: "No nos trata como merecen
nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas" (Sal 102, 10). Y también: "Tenía mis manos
extendidas todo el día hacia un pueblo rebelde y provocador" (Rm 10, 21; Is 65, 2; cfr. Tema 19).

Misericordia y conversión
103. En el momento mismo en que los profetas anuncian las peores catástrofes, consecuencia del
pecado, conocen la ternura del corazón de Dios: "¿Es mi hijo querido Efraín? ¿Es el niño de mis
delicias? Siempre que lo reprendo, me acuerdo de ello y se me conmueven las entrañas, y cedo a
la compasión -oráculo del Señor-" (Jr 31, 20; cfr. Is 49, 14ss; 54, 7). Si Dios mismo se conmueve de tal
manera ante la miseria que acarrea el pecado, es que desea que el pecador se vuelva hacia El,
que se convierta. Si de nuevo conduce a su pueblo al desierto es porque quiere hablarle al corazón
(Os 2, 16). Después del destierro, se comprenderá que Yahvé quiere simbolizar con la vuelta a la
tierra, la vuelta a Él, a la vida (Jr 12, 15; 33, 26; Ez 33, 11; 39, 25; Is 14, 1; 49, 13); quiere, no obstante, que
el pecador reconozca su error y se convierta: "Que el malvado abandone su camino y el criminal
sus planes; que regrese al Señor, y El tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón" (Is 55,
7).

La conversión, vuelta a Dios


104. En el Antiguo Testamento la llamada a la conversión adquiere su plenitud en la predicación de
los profetas. Para éstos, tanto el pecado como la conversión tienen un carácter de totalidad
desconocido fuera del mundo bíblico. El pecado no es meramente la transgresión de un precepto
concreto de la ley, sino que es una rebeldía contra Dios, un prescindir de El y, como sus relaciones
con Israel se comparaban con el matrimonio, el pecado se llama también adulterio. La conversión
no se tiene que limitar, por tanto, al arrepentimiento, más o menos superficial, de un acto concreto,
sino que es una "vuelta" a Yahvé (Os 2, 9), "buscar a Yahvé" (Am 5, 4; Os 10, 12), "buscar su
rostro" (Os 5, 15; Sal 23, 6; 26, 8), "humillarse delante de él" (1 R 21, 29; 2 R 22, 19), "fijar su
corazón en él" (1 S 7, 3). Esto define lo esencial de la conversión, que implica un cambio de
conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento, una nueva actitud con relación a todo
lo demás (Jr 26, 3), una confianza absoluta en Dios, una renuncia a todo otro apoyo que pretenda
ocupar su lugar (Os 14, 4; Is 7, 9), un nuevo corazón y un nuevo espíritu (Ez 18, 31). Esta
conversión es, con todo, don de Dios (Ez 36, 26; cfr. Jr 31, 18).

Llamada a la conversión y anuncio del Reino


105. En el Nuevo Testamento vuelve a resonar el apremio y el carácter totalizante de la conversión
en la predicación del Bautista. Lo que pide es una conversión de una vez y para siempre, no sólo
de los pecadores, sino incluso de aquellos que se consideraban como justos. Esta llamada a la
conversión tiene un acento especial de apremio por la inminencia del reino escatológico (Mt 3, 2).
El comienzo de la predicación de Jesús enlaza con la de Juan: "Convertíos, porque el reino de los
cielos está cerca" (Mt 4, 17), pero no es simplemente una repetición de la predicación del Bautista,
sino que la supera por la relación de ese reino con su misma persona (Mt 12, 41-42). De cualquier
modo, la conversión está indicada en la necesidad de hacerse como niños, que indica la
renovación total y la capacidad receptora para el don de Dios (Mt 18, 3). La llamada a la conversión
es inseparable del anuncio del Reino (Cfr. Tema 2). Se trata de una conversión radical que ha de
eliminar incluso aquello que puede restringir la total conversión a Dios (Mt 5, 29) y que tiene de por
sí un carácter definitivo (Lc 9, 62).
Dios se goza en perdonar
106. Jesús no fue enviado por su Padre "para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por
él" (Jn 3, 17; 12, 47). Él no ha venido a llamar a conversión a los justos, sino a los pecadores, pues son
los enfermos los que necesitan del médico y no los sanos (Cfr. Lc 5, 32). La conversión es una gracia
preparada siempre por la iniciativa divina, por el pastor que sale en busca de la oveja perdida (Lc 15,
4ss; cfr. 15, 8). La respuesta humana a esta gracia se manifiesta en la parábola del hijo pródigo; esta
parábola pone de relieve que Dios es un Padre que tiene su gozo en perdonar (Lc 15); su voluntad
es que nada se pierda (Mt 18, l2ss). El Evangelio de Jesús implica esta revelación desconcertante:
"Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que
por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse " (Lc 15, 7). Así también Jesús manifiesta a
los pecadores una actitud acogedora que escandaliza a los fariseos (Mt 9, 10-13; Lc 15, 2), pero que
provoca conversiones admirables, como la de la pecadora (Lc 7, 36-50) y la de Zaqueo (Lc 19, 5-9).

La Buena Noticia del perdón, misión de Jesús


107. Jesús no sólo anuncia la Buena Noticia del perdón de Dios, sino que, además, lo ejerce y
testimonia con sus obras, que dispone de este poder reservado a Dios. Así sucede en el caso del
paralítico: "¿Qué es más fácil decir: tus pecados están perdonados, o decir levántate y anda? Pues
para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados —dijo
dirigiéndose al paralítico: Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa. Se puso en pie, y se fue a
su casa" (Mt 9, 4-7). Cristo cumple su misión obteniendo para los pecadores el perdón de su Padre.
Por esta misión, El lo entrega todo, incluso la vida (Mc 14, 24; Mt 26, 28). Verdadero Siervo de
Yahvé (Cfr. Tema 9), justifica a la multitud con cuyos pecados carga (1 P 2, 24; cfr. Mc 10, 45; Is
53, 11-12), pues es el Cordero que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29).

El perdón de los pecados, regalo de Pascua


108. Cristo Resucitado dejó a su Iglesia, como regalo de Pascua, su propio poder de perdonar los
pecados. Los Apóstoles experimentaban con fuerza la presencia del Espíritu, que es descrito como
una ráfaga de viento impetuoso (Hch 2, 2), como un soplo: "Y dicho esto, exhaló su aliento sobre
ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo a quienes les perdonéis los pecados les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23; cfr. Mt 16, 19; 18, 18).
El Espíritu, que llena a los Apóstoles el día de Pentecostés, manifiesta el poder salvador de
Cristo Resucitado (Hch 2, 32-36); en su nombre se convierten los corazones al oír la predicación de
los Apóstoles (Hch 2, 37-43; cfr. 4, 33); en su nombre los Apóstoles ejercen la misión de perdonar
los pecados y de dar el Espíritu Santo: "Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a
Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó:
Convertíos y bautizáos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y,
además, para todos los que llame el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos. Con estas y otras
muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo: Escapad de esta generación perversa. Los
que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil" (Hch 2, 37-
41). Así, la primera remisión de los pecados se otorga en el Bautismo a todos aquellos que se
convierten y creen en el nombre de Jesús (Mt 28, 19; Mc 16, 16; Hch 2, 38; 3, 19).

La conversión sincera del corazón


120. El nuevo Ritual subraya la necesidad ineludible de la conversión que implica el sincero dolor
del corazón y la decisión de emprender un nuevo camino. La conversión comunica todo su sentido
y valor a la confesión de los pecados que la Iglesia perdona, actualizando la salvación de Cristo, a
través de sus ministros. En el texto siguiente puede observarse cómo la conversión sincera está en
la raíz misma de todo el proceso penitencial que se celebra sacramentalmente en la Iglesia: "El
discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo, acude al sacramento de
la Penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del
corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por
la confesión hecha a la Iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida. Dios concede
la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes" (RP
6). De ahí que la Iglesia, en su ministerio de evangelización, se sienta movida a urgir la predicación
de la penitencia como preparación para los sacramentos y, más en concreto, para disponer a los
creyentes a la celebración del sacramento de la Reconciliación (Cfr. SC 9). Para valorar
debidamente la penitencia sacramental es preciso que exista un exacto sentido y una clara
conciencia del pecado a partir de los cuales se despierta el deseo de conversión y el aprecio
auténtico de la salvación que nos viene de Cristo por medio de la Iglesia.

De la contrición del corazón depende la verdad de la Penitencia


121. "Entre los actos del penitente ocupa el primer lugar la contrición, "que es un dolor del alma y
un detestar del pecado cometido con propósito de no pecar en adelante'. En efecto, "solamente
podemos llegar al Reino de Cristo a través de la metanoia, es decir, de aquel íntimo cambio de
todo el hombre —de su manera de pensar, juzgar y actuar— impulsado por la santidad y el amor
de Dios, tal como se nos ha manifestado a nosotros este amor en Cristo y se nos ha dado
plenamente en la etapa final de la historia" (Cfr. Hb 1, 2; Col 1, 19, y en otros lugares; Ef 1, 23, y en
otros lugares). De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. Así pues, la
conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más
plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo" (RP 6, a).

El pecado
122. El pecado ofende siempre a Dios (Cfr. DS 2291-2292). Por ello, el pecador ha de retornar,
movido por la gracia del Dios misericordioso, al Padre "que nos amó primero" (1 In 4, 19), a Cristo
muerto y resucitado por los hombres y al Espíritu que se ha derramado copiosamente en nosotros
(Cfr. RP 5). En virtud de un misterioso designio de la voluntad divina, existe entre los hombres una
tal solidaridad que el pecado de uno daña también a los otros (Cfr. Pablo VI: Cónst. Apost. Indulgentiarum
doctrina, 1-1-1967). Para el cristiano, el horizonte del pecado recibe una poderosa luz cuando es
contemplado desde la Palabra de Dios: su gravedad se muestra "como ruptura consciente y
voluntaria de la relación con el Padre, con Cristo y con la comunidad eclesial" (RP 43).
"Por su acto personal y responsable, sus relaciones (del cristiano) con el Padre se degradan, y su
pecado perturba y debilita la comunión eclesial. En los pecados colectivos, la acción pecaminosa
del cristiano es, además, un contratestimonio de su fe ante los hombres, y adquiere así una
influencia específica" (RP 42). En el proceso por el que el hombre alcanza, bajo la acción del
Espíritu, el reconocimiento de su personal condición pecadora, se pueden observar niveles
diversos de profundidad en relación con el núcleo más íntimo de la personalidad, con el verdadero
corazón humano: el nivel de los actos manifiesta otros niveles más hondos: el de las actitudes y el
de la opción fundamental.

Actos, actitudes, opción fundamental


123. Se entiende por opción fundamental una de aquellas decisiones que comprometen a una
persona en su totalidad porque a través de ella el hombre asumiría o ratificaría, desde el centro
mismo de su personalidad, una actitud radical en relación con Dios o con los hombres. "La opción
fundamental es la que define en último término la condición moral de una persona" (CES 10).

Esta radical decisión "de ordinario se expresa en situaciones, en actitudes, o en un conjunto de


actos" y también "puede manifestarse en actos singulares y aislados" (RP 46).

Pecado mortal
124. "El pecado mortal hunde sus raíces en la mala disposición del corazón del hombre (Cfr. Mt 15,
19-20), se sitúa en una actitud de egoísmo y cerrazón, se proyecta en una vida construida al margen
de las exigencias de Dios y de los demás, y se concreta en una oposición de iniquidad frente a
Cristo (Cfr. Mt 24, 12; 1 Jn 3, 4). El pecado mortal, por tanto, supone un fallo en lo fundamental de
la existencia cristiana —de ahí el nombre de ad mortem o mortal (Cfr. 1 Jn 5, 16; St 1, 15)" (RP 46).

Pero estas condiciones no implican que todo pecado mortal suponga una resistencia directa al
precepto de la caridad o comporte una modificación fundamental en el nivel de las opciones más
profundas. Los actos singulares pueden constituir una ruptura con relación a Dios Padre en la
medida en que gravemente contradigan sus preceptos e introduzcan un grave desorden en sus
designios salvadores. Más aún: la alteración de las opciones fundamentales en el comportamiento
humano acontece normalmente por el progresivo deterioro que causan en él la concatenación de
actos —tal vez aparentemente superficiales— pero que, de hecho, disponen al espíritu a imprimir
en su trayectoria un giro radicalmente nuevo. En ocasiones, el momento mismo en que se opta por
el nuevo itinerario está sellado por un decisivo acto singular: "A cada uno le viene la tentación
cuando su propio deseo lo arrastra y seduce: el deseo concibe y da a luz el pecado, y el pecado,
cuando se comete, engendra muerte" (St 1, 14-15).

Por eso, el que se apartó gravemente del amor de Dios necesita también un tiempo de maduración
para retornar a la casa paterna. El respeto debido a la libertad humana comporta valorar la
capacidad moral de los hombres y no reducir desmedidamente su responsabilidad (Cfr. CES 9-10).
Pecado venial
125. "Esta voluntad de ruptura que constituye el pecado mortal, dista mucho de los fallos y
ligerezas de la vida cotidiana, que nos demuestran la imperfección y la debilidad de nuestro amor a
Dios y a los hermanos. Estos son los pecados veniales, que nos atestiguan nuestra condición de
pecadores (1 Jn 1, 8-2, 2), pero que no nos excluyen del Reino de Dios" (RP 47). El reconocimiento
sincero de los pecados veniales, de la fragilidad y de las omisiones cotidianas conduce a la claridad
de conciencia porque ayuda a descubrir el auténtico fondo de nuestro espíritu y las implicaciones
que se dan entre nuestros pequeños egoísmos y las opciones radicales de nuestra vida. El
entramado de la conducta cotidiana constituye el campo de cultivo donde se desarrollan gérmenes
de cizaña que debilitan las fuerzas espirituales. La turbia confusión del corazón se opone de muy
diversas maneras a las exigencias de Cristo; para seguirle con sinceridad, hay que abrirse a su luz
juzgadora: "Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz
de la vida" (Jn 8, 12).

La luz de Cristo busca iluminar los escondidos escondrijos del hombre para hacer luminosa toda su
existencia: "La lámpara de tu cuerpo es el ojo; cuando tu ojo está sano, tu cuerpo entero tiene luz;
pero cuando está enfermo, tu cuerpo está a oscuras. Por eso mira a ver, no sea que la única luz
que tienes esté apagada" (Lc 11, 34-35).

La confesión de los pecados expresa la conversión


126. "La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios y de
la contricción de los propios pecados, es parte del sacramento de la Penitencia. Este examen
interior del propio corazón y la acusación externa debe hacerse a la luz de la misericordia divina. La
confesión, por parte del penitente, exige la voluntad espiritual mediante el cual, como representante
de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de
los pecados" (RP 6, b). La confesión de los pecados no es una información que se da al ministro de
la Iglesia, sino la expresión personal y concreta de la conversión (Cfr. RP 64). "Para recibir
fructuosamente el remedio que nos aporta el sacramento de la Penitencia, según la disposición del
Dios misericordioso, el fiel debe confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves que
recuerde después de haber examinado su conciencia. Además, el uso frecuente y cuidadoso de
este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata
de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de un constante empeño en
perfeccionar la gracia del Bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando
continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de
Jesús. En estas confesiones los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus
propias culpas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a
la voz del Espíritu" (RP 7, a y b).

La satisfacción, signo de conversión


127. La satisfacción de los pecados, el cambio de vida y la reparación de los daños debe ser índice
de la voluntad de conversión y del esfuerzo a que se está dispuesto en la nueva etapa que se
inaugura con la reconciliación sacramental. Para que la satisfacción tenga todo su sentido, debe
tratar de reparar operativamente el orden que destruyó y ser "medicina opuesta a la enfermedad"
que afligió al penitente. Para ser signo de auténtica conversión ha de tratarse de algo realmente
adaptado a la situación del penitente, tanto en la línea de la superación personal como en la del
servicio a los demás. "Así el penitente, 'olvidándose de lo que queda atrás' (F1p 3, 13), se injerta de
nuevo en el misterio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros" (RP 6, c; cfr. 65).

La absolución, signo del perdón


128. "Al pecador que manifiesta su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental,
Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la
Penitencia alcanza su plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la
humanidad y la bondad del Salvador se han hecho visibles al hombre, Dios quiere salvarnos y
restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles" (RP 6, d). El sacerdote absuelve al
penitente con estas palabras: "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la
muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te
conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo."

Es este el momento decisivo en la reconciliación de los penitentes: la palabra sacramental culmina


la acción sacramental. Las mismas palabras de la absolución, como ocurre en toda la economía
sacramental, proclaman "la fe de la Iglesia en este sacramento; uniéndose, con un acto personal, a
esta fe proclamada, el penitente recibe el perdón y la paz de Dios por el ministerio eclesial" (RP 60).
La fórmula de la absolución muestra de modo admirable que la reconciliación entre Dios y los
hombres es un acontecimiento de salvación en el que se hacen presentes el amor del Padre, el
misterio salvador de Cristo y la comunicación del Espíritu Santo; de esta forma, el perdón
sacramental se manifiesta insertado en el misterio pascual de Cristo "del cual la penitencia, como
todos los sacramentos, recibe su poder" (SC 61); finalmente, aparece con claridad la
sacramentalidad de la acción penitencial: es en la Iglesia donde se celebra la presencia del perdón
de Cristo y, más en concreto, en el ministerio del sacerdote, en el que se concentra la acción de la
Iglesia cuando actúa como signo personal de Cristo, cabeza de la Iglesia (Cfr. RP 60). "El gesto de
extensión de manos sobre la cabeza del penitente tiene a su favor toda la práctica bíblica,
continuada por la tradición de la Iglesia. Se trata de un signo de bendición, de acogida, de
reconciliación, de donación del Espíritu" (RP 63).

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