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La Biblia enseña que en el día de Pentecostés el Espíritu Santo vino por igual sobre
hombres y mujeres sin distinción. El Espíritu Santo mora en mujeres y hombres y reparte
dones soberanamente, sin preferencia a un sexo más que al otro. Tanto las mujeres
como los hombres somos llamados a desarrollar sus dones espirituales y a utilizarlos
como mayordomos de su gracia. Tanto hombres como mujeres somos dotados
divinamente y capacitados para servir en cuerpo y alma al fiel llamado que nos hace
Jesucristo.
Entonces, ¿por qué existe tantas diferencias?, ¿Qué razones se imponen para que los
hombres se sientan con mayores privilegios sobre las mujeres?
Tanto varones y mujeres descendemos de una mujer, nuestra madre. Somos el fruto
concebido de la unión compartida entre un varón y una mujer con plenas libertades de
elección. Nadie se une a otra persona por obligación. En la familia, esposos y esposas
son coherederos de la gracia de la vida y que están ligados en una relación de mutua
sumisión y responsabilidad (1 Cor 7; 3-5; Ef 5:21; 1 Pe 3:1-7; Gén 21:12). La función del
marido como cabeza del hogar debe entenderse como el sentido del amor, servicio de
sí mismo y sumisión mutua para con su pareja (Ef 5:21-33; Col 3:19; 1 Pe 3:7). No implica
subordinación, sino armonía viva encarnada bajo la sombra del amor fraterno.
El papel que ha jugado Isabel, la madre de Juan el Bautista; María, la madre de Jesús, o
María magdalena, la pecadora, son los claros ejemplos, sin lugar a dudas, del alto papel
que han representado las mujeres gracias al plan que Dios mismo ha diseñado para que
los seres humanos los tomemos como ejemplo y los pongamos en práctica.
Es cierto que nuestra sociedad está llena de contradicciones. Es cierto que la maldad ha
echado raíces fecundas en el corazón de los seres humanos y ha aniquilado la práctica
de los valores; sin embargo, existe una fuerte esperanza. Una esperanza que nazca del
amor de la iglesia y se extienda al resto como el único ejemplo para erradicar la violencia
de género que tanto daño viene engendrando al interior de nuestra sociedad. Es
necesario que nuestras mujeres aprendan a conocer sus derechos y a defenderlos de
quienes pretendan desconocerlos. Es necesario que nuestras mujeres afiancen su credo
y fe en Jesús. El mundo entero se está consumiendo debido a su alejamiento divino, y
es responsabilidad nuestra fomentar su equilibrio. En el hogar cristiano, el marido y su
esposa se prefieren el uno al otro, al buscar la satisfacción, las preferencia, los deseos y
aspiraciones del otro. Ninguno de los cónyuges busca dominar al otro, sino que cada
uno actúa como siervo del otro, en humildad, considerando al otro mejor que a sí
mismo. En caso de desacuerdo insuperable al tomar una decisión, siempre buscamos
una solución al problema por métodos bíblicos y no por la fuerza de la imposición del
varón o viceversa. De esta manera marido y mujer pondrán de su parte para que el hogar
cristiano resista contra el uso del poder y la autoridad impropia de cónyuges.
Lo que se demanda con urgencia es que los cónyuges aprendan a compartir sus
responsabilidades. Deben aprender a valorar sus virtudes y a respetar sus diferencias.
Esto permitirá que en un desacuerdo que se suscite no haya ganadores que canten
victorias, ni perdedores que lloren derrotas.
En la comunidad cristiana, tanto varones como mujeres compartimos un estilo de vida.
Nuestras libertades se encuentran en Cristo. Todas nuestras acciones que realizamos las
experimentamos sin sentimientos de culpa o recurrir a la hipocresía. Creemos que la
igualdad de derechos que propugna la iglesia es fiel a la Escritura y a los designios
divinos.
Si el pecado que engendró la dominación del hombre sobre la mujer, como se observa
en el libro de Génesis 3:16 fue absuelto con la sangre del Cordero, ¿qué nos impide la
construcción de una sociedad más justa y humana?