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Estimados compañeros; tratar la equidad de género en una sociedad egoísta como la

nuestra es embanderar el círculo vicioso de las indiferencias que han conducido la


historia de la humanidad. Desde los primeros albores de la civilización, las leyes
humanas y los comportamientos sociales siempre han defendido los privilegios del
hombre menoscabando las capacidades de las mujeres. Los seres humanos hemos
olvidado nuestra naturaleza. Los seres humanos hemos olvidado el plan de nuestro
Señor cuando creó al hombre y la mujer y les hizo dueños de todo lo que había creado.
En el libro de Génesis, capítulo 1, versículos 26-28, la Biblia proclama la completa
igualdad que debe existir entre varones y mujeres; no obstante, los seres humanos
hemos transgredido este precepto divino para enarbolar los derechos de los varones y
minimizar los de nuestras mujeres. ¿Qué nos hace diferentes entre unos y otros?, ¿Es
acaso cierto que las mujeres constituyen el género débil?, ¿Es acaso cierto que el papel
de la mujer debe resumirse únicamente a cumplir con las funciones de madre y
compañía de su pareja como simple objeto de sexo? Considero absurdos y aberrantes
estos conceptos. Tanto varones como mujeres tenemos las mismas capacidades y las
mismas virtudes. Somos hijos de la misma creación con libertades y restricciones
análogas. Sin embargo, la cruda realidad a la que se enfrentan las mujeres día a día es
escalofriante. La discriminación en el trabajo o el acoso diario que reciben por sus jefes,
compañeros de trabajo o en las calles. El maltrato físico y psicológico se han vuelto el
pan de cada día y la noticia prioritaria de todos los medios informativos. Según la
Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 50% de las mujeres del mundo sufren de
maltratos constantes; mientras que el 77 % por lo menos una vez en su vida en los
diversos escenarios en los que se desenvuelven.
¿Cuál es la causa de este flagelo?, ¿Dónde encontrar la respuesta que permita fomentar
equilibrio entre unos y otros?
El plan que Dios ha diseñado para el hombre desde la creación del universo siempre ha
sido, es y será la felicidad engendrada con la práctica del amor; una felicidad que va
sobrecogerse cuando el hombre se desprenda de su materialismo ciego y busque el
refugio en Dios, nuestro Creador, quien nos dio la vida. La Biblia enseña que tanto el
hombre como la mujer fueron creados a su imagen y semejanza. Tuvieron una relación
directa con Dios, compartieron conjuntamente las responsabilidades de engendrar y
criar a los hijos, y de tener dominio sobre el orden creado (Gén 1:26-28). Al principio de
la creación, Dios los hizo hombre y mujer. Por esto el hombre dejará a su padre y a su
madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán un solo ser, así que ya no son dos, sino uno
solo.
Ninguna palabra bíblica expresa sentido de subordinación o inferioridad de la mujer; al
contrario demanda de unidad, igualdad y adecuación mutua. Pero, ¿Qué hemos hecho
los hombres? Hemos olvidado el fin último de nuestro creador, tergiversándolo a
nuestra manera o según nuestras conveniencias. ¿Acaso la Biblia no enseña que el
hombre y la mujer fueron coparticipantes del pecado en el huerto del Edén? Adán no
fue menos culpable que Eva, ni Eva más culpable que Adán (Gén 3:6; Rom 5: 12-21; 1
Cor 15:21-22). Ambos tuvieron las mismas responsabilidades y los mismos derechos.
Ambos tuvieron las mismas amonestaciones y sanciones tras el pecado. Es cierto que el
pecado ha marcado alguna desventaja para las mujeres; sin embargo, jamás debemos
olvidar que Jesucristo vino a redimir a las mujeres tanto como a los hombres. La sangre
del cordero derramada en la cruz ha homologado estas diferencias. Por la fe en Cristo,
todos nosotros llegamos a ser hijos de Dios, uno en Cristo y herederos de las bendiciones
de salvación, sin referencia a distintivos raciales, sociales o sexuales (Juan 1: 12-13; Rom
8:14-17, 2 Cor 5:17; Gál 3:26-28). Jesús afirmó la igualdad de la mujer en medio de una
cultura que le negaba sus derechos humanos básicos. Las llamó a ser sus discípulas aun
cuando los líderes religiosos enseñaban que era vergonzoso instruir a la mujer. El
ejemplo de Jesucristo ha revolucionado estos conceptos. Muchas de las mujeres que
le seguían han jugado un rol protagónico en este nuevo proyecto.

La Biblia enseña que en el día de Pentecostés el Espíritu Santo vino por igual sobre
hombres y mujeres sin distinción. El Espíritu Santo mora en mujeres y hombres y reparte
dones soberanamente, sin preferencia a un sexo más que al otro. Tanto las mujeres
como los hombres somos llamados a desarrollar sus dones espirituales y a utilizarlos
como mayordomos de su gracia. Tanto hombres como mujeres somos dotados
divinamente y capacitados para servir en cuerpo y alma al fiel llamado que nos hace
Jesucristo.

Entonces, ¿por qué existe tantas diferencias?, ¿Qué razones se imponen para que los
hombres se sientan con mayores privilegios sobre las mujeres?
Tanto varones y mujeres descendemos de una mujer, nuestra madre. Somos el fruto
concebido de la unión compartida entre un varón y una mujer con plenas libertades de
elección. Nadie se une a otra persona por obligación. En la familia, esposos y esposas
son coherederos de la gracia de la vida y que están ligados en una relación de mutua
sumisión y responsabilidad (1 Cor 7; 3-5; Ef 5:21; 1 Pe 3:1-7; Gén 21:12). La función del
marido como cabeza del hogar debe entenderse como el sentido del amor, servicio de
sí mismo y sumisión mutua para con su pareja (Ef 5:21-33; Col 3:19; 1 Pe 3:7). No implica
subordinación, sino armonía viva encarnada bajo la sombra del amor fraterno.
El papel que ha jugado Isabel, la madre de Juan el Bautista; María, la madre de Jesús, o
María magdalena, la pecadora, son los claros ejemplos, sin lugar a dudas, del alto papel
que han representado las mujeres gracias al plan que Dios mismo ha diseñado para que
los seres humanos los tomemos como ejemplo y los pongamos en práctica.
Es cierto que nuestra sociedad está llena de contradicciones. Es cierto que la maldad ha
echado raíces fecundas en el corazón de los seres humanos y ha aniquilado la práctica
de los valores; sin embargo, existe una fuerte esperanza. Una esperanza que nazca del
amor de la iglesia y se extienda al resto como el único ejemplo para erradicar la violencia
de género que tanto daño viene engendrando al interior de nuestra sociedad. Es
necesario que nuestras mujeres aprendan a conocer sus derechos y a defenderlos de
quienes pretendan desconocerlos. Es necesario que nuestras mujeres afiancen su credo
y fe en Jesús. El mundo entero se está consumiendo debido a su alejamiento divino, y
es responsabilidad nuestra fomentar su equilibrio. En el hogar cristiano, el marido y su
esposa se prefieren el uno al otro, al buscar la satisfacción, las preferencia, los deseos y
aspiraciones del otro. Ninguno de los cónyuges busca dominar al otro, sino que cada
uno actúa como siervo del otro, en humildad, considerando al otro mejor que a sí
mismo. En caso de desacuerdo insuperable al tomar una decisión, siempre buscamos
una solución al problema por métodos bíblicos y no por la fuerza de la imposición del
varón o viceversa. De esta manera marido y mujer pondrán de su parte para que el hogar
cristiano resista contra el uso del poder y la autoridad impropia de cónyuges.
Lo que se demanda con urgencia es que los cónyuges aprendan a compartir sus
responsabilidades. Deben aprender a valorar sus virtudes y a respetar sus diferencias.
Esto permitirá que en un desacuerdo que se suscite no haya ganadores que canten
victorias, ni perdedores que lloren derrotas.
En la comunidad cristiana, tanto varones como mujeres compartimos un estilo de vida.
Nuestras libertades se encuentran en Cristo. Todas nuestras acciones que realizamos las
experimentamos sin sentimientos de culpa o recurrir a la hipocresía. Creemos que la
igualdad de derechos que propugna la iglesia es fiel a la Escritura y a los designios
divinos.
Si el pecado que engendró la dominación del hombre sobre la mujer, como se observa
en el libro de Génesis 3:16 fue absuelto con la sangre del Cordero, ¿qué nos impide la
construcción de una sociedad más justa y humana?

La felicidad del hombre no se encuentra en la sumisión de su semejante. La felicidad del


ser humano se encuentra en el amor que podemos otorgarnos entre unos y otros, sin
importar el género al cual pertenecemos. Varones y mujeres, todos somos iguales.

La igualdad de los hombres y las mujeres no es un invento de la sociedad, es el diseño


original de Dios que no nos hace idénticos, sino complementarios; el reconocimiento de
las virtudes que tenemos y el respeto a nuestras diferencias permitirán que algún día
alcancemos la verdadera igualdad.

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