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A ella
condujeron desencuentros y confrontaciones larvadas durante décadas y de ella
han derivado los acontecimientos históricos desarrollados desde entonces,
incluido nuestro presente más inmediato. No debe entenderse, sin embargo, tal y
como se han precipitado a determinar algunos historiadores, que fuera un hecho
inevitable. Ni la historia estaba escrita previamente ni fue fruto de ninguna
maldición que pesara sobre el pueblo español. Simplemente fue la consecuencia
directa del fracaso de un golpe de Estado, el del 18 de julio de 1936, en un
momento de máxima tensión y polarización políticas. Una vez en marcha, eso
sí, enseguida se destaparon odios, rencores y violencias hasta entonces
desconocidos. Un inevitable afán por imponer ideas y conductas a propios y
extraños completó el panorama de un conflicto que sólo acabó, como no podía
ser de otra forma, con la victoria del más fuerte.
En un siglo plagado de guerras de todo tipo, la Guerra Civil Española no ha
perdido en ningún momento el interés que despertó desde su inicio. En ella,
además de españoles contra españoles, se enfrentaron por primera vez las
principales ideologías del siglo XX -** comunismo, fascismo, liberalismo
democrático**-, cuya batalla principal se trasladaría a la Segunda Guerra
Mundial y a la posterior guerra fría.
Doctrinas Filosóficas
Los liberales, se caracterizaron por defender la preeminencia del
parlamento sobre el rey, que bajo la fórmula de la monarquía constitucional
conservaba buena parte de su poder, a la vez que la vigencia de derechos y
libertades; mientras que los absolutistas, por su parte, rechazaban la idea de
representación y eran partidarios del gobierno del monarca, sin limitación
alguna, y del papel principal de la Iglesia Católica en el juego político. Si
Fernando VII fue un absolutista que sólo hizo concesiones a los liberales cuando
se vio forzado a ello, como cuando, por ejemplo, tras el pronunciamiento de
Riego de 1820 fue obligado a reponer la Constitución liberal y cínicamente
pregonó aquello de «marchemos todos juntos y yo el primero por la senda
constitucional», Isabel II se apoyó en los liberales para combatir a los carlistas
que, respaldados por la Iglesia y los sectores más ultraconservadores de las zonas
rurales de Navarra, Vascongadas, Cataluña y Aragón, pretendían restablecer un
sistema absolutista que llevaba décadas disolviéndose. Junto a esta contienda, la
creación de una Administración estatal estructurada (que incluyó una nueva
división provincial en 1833) y de una conciencia nacional latente fueron los dos
fenómenos que, con mayor o menor éxito, caracterizaron la acción política de
dicho período.
La Restauración
Llegada la Restauración, el liberalismo se había impuesto de forma natural,
recibiendo el apoyo incluso de la Iglesia Católica, que consideró más oportuna su
presencia en el sistema que su oposición. No cabe decir lo mismo de la
democracia. A pesar de que el sufragio se hizo universal (masculino) en junio de
1890. el sistema político se apoyó en una ficción democrática mediante la cual se
celebraban elecciones no competitivas que permitían una alternancia constante de
los dos grandes partidos, el Liberal y el Conservador. Sagasta, al frente de los
liberales, y Cánovas, de los conservadores, se turnaron sucesivamente en la
dirección del Gobierno. Este fraude electoral era posible gracias a la particular
estructura de poder clientelar existente: el denominado caciquismo. Los caciques,
verdaderos empresarios políticos, conseguían el apoyo de sus clientelas naturales
a través del intercambio de favores de todo tipo (un cargo, una licencia, un
destino en el servicio militar, un trámite administrativo…) que eran devueltos en
forma de voto y apoyo incondicional. A su vez, el cacique local estaba
directamente relacionado con la élite madrileña con la que mantenía idéntico
vínculo que, en último término, aseguraba la elección del Gobierno de turno. Ni
que decir tiene que el funcionamiento de este sistema sólo se concebía gracias a
la desmovilización social y a la ausencia de opinión pública.
Generación del 98
La crisis de la Restauración
Iniciado el siglo, por tanto, determinados grupos sociales e instituciones buscan
una solución a la crisis del sistema. Los intelectuales, agrupados en torno a la
Generación del 98, emprenden una reflexión sobre el futuro de España.
Algunos, como Joaquín Costa, señalan el origen del problema: la oligarquía y el
caciquismo, graves lacras que deben superarse regenerando el país con fomento e
instrucción. Las clases industriales catalanas y vascas, muy afectadas por la
definitiva pérdida de las colonias y escépticas ante el futuro de España, se
repliegan en la exaltación de su propia identidad. Los excluidos, obreros y
jornaleros, piden participar y se afanan en fortalecer sus organizaciones.
Es el momento en el que surgen y se refuerzan los sindicatos y partidos
socialistas, entre los que destacan la UGT y el Partido Socialista Obrero
Español de Pablo Iglesias, y el movimiento anarquista. La Iglesia, que al calor
del poder supo recuperar su posición privilegiada, es atacada desde distintos
frentes: el Partido Liberal, en su deseo de marcar las diferencias con los
conservadores, regresa a sus fueros anticlericales; socialistas y anarquistas la
atacan como defensora de los intereses de la burguesía y portadora de sus
principios; intelectuales como Galdós o Blasco Ibáñez critican su condición de
rémora para el progreso. Los militares, en fin, humillados tras el desastre de las
colonias y criticados por buena parte de la sociedad, reclaman el protagonismo
perdido. Alejados en su momento del poder gracias a la habilidad de Cánovas,
que a la vista de lo ocurrido hasta entonces consideró conveniente apartarlos,
poco a poco consiguen, aumentando su presión, hacerse notar en la política
nacional. La ocupación del norte de Marruecos, donde la Conferencia de
Algeciras había favorecido en 1906 la presencia española, es la ocasión propicia
para resarcirse de las deshonras y ofensas sufridas.