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La vida es acogida por el cuerpo, como los pulmones acogen el aire, como los ojos la
luz, como el corazón a la sangre. Cada elemento se sostiene en una estructura de
perfecto y complejo funcionamiento, que no es más que un bello acontecer cotidiano
y natural. Sin embargo la enfermedad presenta la muerte, irrumpe como el intruso
nocturno: en sigilo arremete con violencia y sin reparo. Ante ese fatídico momento
surge toda una plétora de preguntas e indagaciones: ¿Quién es el malvado enemigo?
¿De dónde viene? ¿Quién le ha traído? ¿Por qué llegó? ¿Va a permanecer? ¿Se le
puede combatir? La enfermedad presenta el peligro latente que doblega la voluntad
y al corazón, pues es la cercanía de la muerte la que se anuncia. Es la conciencia de
la finitud la que permite al enfermo interrogarse, pensar y también rezar; ella enseña
a fijar en el espacio su despavorida mirada y a intentar descubrir un Ser a quien
ofrendar su angustia. Es el sufrimiento quien inspira al hombre el sentido de la
religión y de la idea de Dios.
La explicación del mal es siempre una necesidad. Para aquél hombre el infortunio
sólo es causa de fuerzas ajenas que han poseído su cuerpo. La enfermedad es
comprendida entonces como un envío o mensaje. -Alguien debe estar enfadado con
el hombre, fuerzas ocultas dirigen la punta de flecha para encajarla en la carne y
hurgar constantemente en la herida. Alguien pretende castigar alguna falla, un delito
cometido o la desobediencia de alguna ley que no corresponde a este mundo, pues
este mundo tiene sus jueces y las consecuencias son entendibles dentro de los
linderos de lo previsible, en cambio el mal inexplicable del rayo, la caída del sol
dentro del mar, la lluvia de estrellas, las grandes sacudidas que desmoronan
montañas, la tormenta interminable; o la deformidad, la locura, la enfermedad
repentina, la muerte del gran guerrero que es derrotado por alguna espada invisible-
así se pregunta el místico. -¿Quién posee tal poder? Sólo “ellos”, los omnipotentes
dioses, los dueños del todo, los creadores del universo y de todas las partes
minúsculas que conforman este mundo y todos los mundos posibles-, así responde
el místico.
Son los dioses quienes envían el “mal” y sólo son ellos quienes pueden llevárselo. El
hombre primitivo encuentra remedio en la súplica, en la invocación y en el sacrificio.
Sin embargo, ¿Cómo se hace llegar la ofrenda? ¿Quién es capaz de leer los signos, de
interpretar las señales y leer el firmamento? Este hombre primitivo, repleto de
angustia y temor, por sí sólo no tiene la capacidad de contactar a las divinidades, su
tosquedad y animalidad se lo impiden, es por tanto que debe acudir al mago, al ser
que sabe colocar los símbolos entre lo mundano y lo espiritual. El mediador de lo
terrenal y lo divino. El que conoce los ritos del perdón y el adormecimiento de la
cólera sagrada: el sacerdote.
Por otra parte, el hombre místico no sólo interviene en el mundo suprasensible, sino
que también actúa como médico, sus métodos parten de la magia, pero también del
insumo de hierbas y de terapias psíquicas. El médico, que puede ser entendido
también como un sacerdote, emplea la sanación y adquiere un adjetivo poético en
ese quehacer: “el arte medicinal”. Arte que sólo los elegidos y los predestinados
pueden desempeñar. Ellos son los tocados por los dioses: los santos.
Hoy es lo mismo que en tiempos arcaicos, por ejemplo el hombre sencillo sigue
considerando la enfermedad como algo sobrenatural y se entrega supersticioso al
mundo de los espíritus, al trabajo del brujo, del hechicero, del hierbero, que sigue
alimentándose del fruto de la esperanza y del miedo. Hoy en día sigue existiendo, en
muchos pueblos, el médico que hermana la naturaleza con el todo, aquél que lee los
astros o las “energías”, el que es capaz de conjurar el amor o el engaño, el que es
tocado por los muertos, o al que se recurre cuando la ciencia falla. El pueblo prefiere
todavía al “hombre que cura”, al que tiene poder sobre la enfermedad, al brujo y
curandero. No importa que siglos atrás los demonios asaltaran los caminos gracias a
la complicidad de la obscuridad, mal que la energía eléctrica debió remediar, hoy
siguen esos demonios saltarines apropiándose de muchos de ustedes al caer la media
noche. Lo que quiero decir es que la fe, en múltiples símbolos, ha permanecido
mucho más de lo que puede creerse y de lo que nos atrevemos a confesar
públicamente. Aún hay muchos que creen en el remedio de la sangre ardiente, en el
hombre que emana poder sagrado, en el chamán, el exorcista, el hipnotizador, y se
cree precisamente porque estos personajes ejercen sus prácticas, no como una
ciencia, sino como un arte, un arte de nigromancia, al cual poblados, comunidades,
familias y creyentes se entregan con mayor confianza que el médico municipal. Esto
es porque el pueblo es el elemento que conserva la historia al paso de los siglos y los
milenios, es el instinto popular que fluye de manera subterránea en cada uno de
nosotros y que en algún momento habrá de manifestarse nuevamente como un
espíritu colectivo. ¿Por qué? Porque es un instinto arraigado que salvó a todos
nuestros ancestros, que les permitió conservarse y crear y sostenerse dentro de la
interpretación mística del mundo, pues los movimientos que obedecen a un fondo
de misticismo nunca son completamente destruidos por los textos científicos y
filosóficos. Hace falta una peste, una guerra, una catástrofe para que el Dios y los
dioses vuelvan a pulular por doquier. Basta la tragedia más desgraciada para volver
a adorar monolitos y romper los endebles paradigmas de la razón humana.