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Marcelo R. Arancibia Gutiérrez (Ed.).

Ciencia, tecnología y sociedad en la región de Valparaíso,


Santiago de Chile, Universidad de Valparaíso Editorial, Salecianos 2011, pp. 206-222.

Raíces judaicas y griegas del entendimiento moderno de ciencia

M. E. Orellana Benado1
Universidad de Chile

Quiero comenzar felicitando a la Universidad de Valparaíso por la creación del Centro de


Estudios sobre Ciencia, Tecnología y Sociedad en el Instituto de Filosofía de su Facultad
de Humanidades este año de 2008. Me parece un motivo de alegría que una cosa así ocurra.
Estas instancias de reflexión y de diálogo permiten tomar distancia de lo que pudiéramos
llamar las actividades o prácticas de primer orden en una sociedad, como lo son, entre
otras, las bélicas, comerciales, políticas y tecnológicas o bien pintar la casa, criar a los hijos,
cuidar de los mayores que nos son cercanos y cultivar nuestros jardines. Me parece también
muy auspicioso que el público que está presente hoy en su actividad inaugural, en su
mayoría, sea gente joven, y que empieza temprano a oír a otras personas, ya no tan jóvenes,
discurrir sobre estos asuntos. Cuanto antes los jóvenes adquieren el vicio de la reflexión —
en este caso, sobre las relaciones entre ciencia, tecnología y la sociedad en la que viven—
mejor. Así, en un futuro más cercano que lejano, cuando se vuelva a organizar una de estas
reuniones, los jóvenes habrán tenido la oportunidad de leer y reflexionar más sobre estos
temas.
Me parece de gran importancia que las universidades en sociedades que aspiran al
título de democráticas respalden este tipo de iniciativas. Porque solo si son acogidas por
universidades que den garantías de seriedad podrán centros como éste integrarse en redes
con otros e, incluso, buscar respaldo de las compañías transnacionales que crean riqueza
material a partir de bienes y servicios que utilizan ciencia y tecnología. Y de esta manera la
sociedad contará con (al menos algunas personas que tengan) un entendimiento más
profundo y complejo de los fenómenos relacionados con la ciencia y la tecnología que
tanto influyen en su identidad y su orientación. De suerte que todo esto que estamos
presenciando hoy me parece muy buenas noticias para la Universidad de Valparaíso, para la
sociedad chilena, y para la región de la cual Chile es parte, incluida esa identidad o conjunto
de identidades asociadas con el nombre propio “Hispanoamérica”.
Quiero ahora decir algo acerca de la naturaleza de lo que intentaré hacer. Mi
presentación será una fantasía literaria o, si se lo prefiere, un divertimento literario. El
Diccionario que publica la Real Academia Española desde 1780 define este último
producto como una obra literaria “de carácter ligero, y cuyo fin es solo divertir”, un verbo
cuyas acepciones son: “entretener, recrear” y, también “apartar, desviar, alejar”. Este
divertimento tiene una cierta orientación histórica y una pretensión argumentativa,
heredada de la metodología propia de la filosofía. Pero, a fin de cuentas, es solo eso: una
fantasía, un divertimento. No pretende servir para nada más, ni ser de utilidad en otros
ámbitos.
Al afirmar que esta presentación “no pretende servir para nada más” estoy
pensando, por cierto, en cómo respondería a quien me preguntara para qué sirven
presentaciones o coloquios como el que estamos teniendo ahora. Se trata de personas cuya
formación solo las habilita para reconocer como útil algo cuando engarza con las que antes

1 Agradezco a Marcelo Suazo Cerón, ayudante de investigación del Centro CTS-UV, quien transcribió la

grabación de mi presentación al coloquio, texto que he utilizado para redactar la presente versión que, espero,
mantiene su tono informal.
llamé actividades o prácticas de primer orden, en especial las que crean riqueza material,
como ejemplifica la siguiente serie de preguntas y respuestas: ¿Para qué sirve el martillo? Para
clavar las maderas. ¿Y para qué sirve clavar las maderas? Para hacer casas. ¿Y para qué sirve hacer
casas? ¡Para venderlas! Estas personas reconocen, por ejemplo, que el azúcar sirve para hacer
dulce un líquido, pero no trepidan en preguntar en público ¿Para que sirven? presentaciones
o coloquios académicos. Tienen una gran desconfianza acerca de si valdrá la pena destinar
el dinero de las universidades a tal tipo de actividades.
Por cierto que coloquios como el que estamos teniendo estos días sí sirven, y que
está bien invertido el dinero que demanda su organización. La utilidad tiene muchas
dimensiones, y su encarnación práctica es solo una de ellas. ¿Para qué sirve el conocimiento
teórico? Pues, para eso. Para saber. Somos la clase de animal que puede conocer el mundo
en que vive. Y, cuando no adquirimos y aumentamos nuestro conocimiento teórico, se
frustra la actualización de una potencialidad y somos, en suma, menos de lo que podríamos
ser. Una persona con una educación formal mínima en la tradición occidental aprende de
Aristóteles a distinguir entre el ámbito teórico (como la filosofía o la matemática), el ámbito
práctico (como la ética o la política) y el ámbito técnico (como la cosmética o la metalurgia).
Cada uno de ellos da un sentido específico a la noción de utilidad o de servir para algo. En
todo caso, y en los términos anteriores, la presente fantasía o divertimiento literario con
orientación histórica y metodología filosófica no es, en rigor, ni historia, ni tampoco
filosofía. Ella pertenece más bien al ámbito técnico de la entretención intelectual.
Hace ya meses, cuando envié a los organizadores el título de mi presentación,
“Raíces judías y griegas del entendimiento moderno de ciencia”, utilicé una metáfora que
según me doy cuenta ahora, tal vez no haya sido la más feliz. Porque hablar de raíces
sugiere que hay un árbol. Y esto del árbol del conocimiento es una imagen conocida y que fue
usada como título de un libro que publicaron los cibernéticos chilenos de segunda
generación Humberto Maturana y Francisco Varela en 1984, cuya propuesta poco o nada
tiene que ver con la mía. Quizás sería mejor usar una metáfora fluvial que una arbórea, y
hablar de fuentes o vertientes del entendimiento moderno de ciencia, algo que traiga a la mente
la imagen de los afluentes que se unen para formar un solo río, como ocurre sin ir más lejos
con el Amazonas, el más caudaloso del mundo. Les ruego, por lo tanto, que en adelante
consideren que el título de esta presentación es “Vertientes judaicas y griegas del
entendimiento moderno de ciencia”.
Ustedes acaban de recibir una hoja con el resumen de mi presentación, nuestra
“carta de navegación”, en la cual por error omití señalar mi actual filiación institucional, la
Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Iniciaré este divertimento describiendo
algunos hitos en el azaroso camino que me llevó hasta ahí luego de regresar a Chile con
treinta años, poco después de terminar mi formación doctoral en Oxford. Espero así dar
algunas luces respecto de cómo llegué a interesarme en el tema de los distintos
entendimientos de ciencia, en particular de la combinación de vertientes judaicas y griegas
que, sostengo, dio lugar en el siglo XVI al entendimiento de ciencia que es el “moderno” o
“experimental”. Y, también, apuntar a algunos aspectos de carácter metafilosófico del
contexto en el cual me tocó trabajar y que explican mi presencia aquí hoy ante ustedes. (Por
cierto, quienes no tengan interés en estas minucias autobiográficas y metafilosóficas,
pueden sin pérdida saltarse los siguientes cuatro párrafos).
En el casi cuarto de siglo transcurrido desde que volví a Chile, he trabajado para
cuatro universidades estatales y una privada. En 1986 el rector-designado ingeniero José
Garrido Rojas (q.e.p.d.) de la Universidad de Talca, quien había recibido mis antecedentes
académicos del World University Service, dispuso mi contratación para dictar un curso de
filosofía en el programa conducente a la licenciatura en historia, función que desempeñé
por un par de años. Poco después, también en 1986, fui contratado también por el rector-
designado general Patricio Gualda Tiffaine para desempeñarme en el programa conducente
al grado de magister artium en filosofía de las ciencias de la Universidad de Santiago de Chile,
iniciativa que había matriculado sus primeros estudiantes el segundo semestre de 1985. En
esa corporación me desempeñé durante la siguiente década. Mi contratación prosperó
gracias al Dr. Augusto José Ramón Molina Fuenzalida, un antiguo militante del
Movimiento de Acción Popular Unitario (MAPU) cercano al fundador Rodrigo Ambrosio,
que se convirtió al nacionalismo durante la presidencia de Allende, quien oficiaba de
director designado del Departamento de Filosofía. Molina sumaba a la docencia
universitaria la vicepresidencia del Movimiento de Avanzada Nacional, agrupación política
creada por funcionarios y simpatizantes de la Central Nacional de Inteligencia o “CNI” (a
saber, la institución que administró el terrorismo de Estado chileno entre su fundación en
1977 y su disolución en febrero de 1990, semanas antes del inicio del gobierno civil
encabezado por Aylwin). Poco tiempo después tuve la buena fortuna de conocer al
profesor Carlos Verdugo Serna y comenzar mi amistad con él y cuando, en el segundo
semestre de ese año, se me asignó la coordinación del mencionado programa pude
contratarlo para que dictara un curso sobre Popper, autor que hasta entonces no había sido
enseñado en detalle (como tampoco lo eran Carnap, ni Kuhn, ni Feyerabend), aunque sí se
estudiaba a Husserl, Heidegger y Ortega y Gasset.
En 1987, gracias a circunstancias fortuitas que no es del caso relatar, logré respaldo
del entonces rector-delegado para organizar la primera de las que terminaron siendo cinco
jornadas internacionales de filosofía de las ciencias en dicha universidad y que estuvo
dedicada al tema “Ciencia, Verdad y Lógica”. Fracasé en mi intento de asegurar que la
reunión fuera inaugurada por sir A. J. Ayer debido a su oposición al entonces gobierno
cívico militar chileno y, según señaló por carta una vez que le representé la irrelevancia de
dicho fundamento, a que sus “American masters” (se refería al college estadounidense en el
cual enseñaba luego de su jubilación en Inglaterra) no le permitirían ausentarse por diez
días durante el semestre.
En el marco de dichas jornadas recibimos entre 1987 y 1991 las visitas de
distinguidos colegas chilenos y extranjeros, destacando entre estos últimos los argentinos
Gregorio Klimovsky, Ezequiel de Olaso, Félix Schuster y Tomás Moro Simpson; al
brasilero Danilo Marcondes de Souza Filho; los mexicanos Alejandro Herrera, León Olivé
y Alejandro Tomasini; y el colega peruano Luis Piscoya. También logré autorización de las
autoridades universitarias delegadas para llamar a concurso público para contratar
académicos jóvenes, un procedimiento que había caído en desuso en muchas universidades
estatales chilenas luego de la revolución de 1973. Así se incorporaron a la dotación
académica de la Universidad de Santiago de Chile los profesores Marcelo Díaz Soto y
Wilfredo Quezada Pulido, quienes más tarde y con becas del Estado, obtendrían sendos
grados de doctor en filosofía en la Universidad del País Vasco y en el Colegio King’s de la
Universidad de Londres.
Al cabo de dos años de sumario administrativo, en 1996 la Junta Directiva de la
Universidad de Santiago de Chile me absolvió de una acusación de “abandono de
funciones” levantada a raíz de un viaje mío a Europa por invitación de la Organización del
Bachillerato Internacional, de cuya Junta Examinadora era a la sazón vicepresidente. De
sostenerse el cargo levantado por el Director del Departamento de Filosofía, que contó con
el respaldo casi unánime de mis colegas e incluso del entonces Rector, profesor Eduardo
del Carmen Morales Santos, habría perdido mi puesto en la corporación y quedado
inhabilitado para ser contratado por las universidades del Estado por siete años.
Decidí entonces desligarme de la universidad a la cual serví durante mi primera
década en Chile y me presenté a un concurso de antecedentes y oposición en la casa que
hoy nos acoge, la Universidad de Valparaíso. Luego de ganarlo, llegué a desempeñarme
como profesor titular de historia de la filosofía moderna en el entonces Instituto de
Estudios Humanísticos de la Facultad de Derecho entre junio de ese año y hasta marzo de
2001. Ahí conocí al entonces estudiante del programa conducente al grado de magíster en
lógica y filosofía de las ciencias, más tarde mi ayudante, colaborador y amigo, hoy el
director fundador del Centro que nos convoca, el profesor Marcelo Arancibia Gutiérrez, y
tuve de alumna a quien es ahora también mi amiga, la filósofa Lucy Oporto Valencia,
investigadora independiente que reside en Valparaíso.
Para completar este cuadro mencionaré que entre 1996 y hasta 2008 fui también
profesor invitado de formación general en la Universidad Diego Portales. En esa
corporación privada tuve amplia libertad para ofrecer cursos sobre los más distintos temas,
y pude formar un selecto grupo de ayudantes que, además del ya mencionado profesor
Arancibia, en orden alfabético incluyó a Marcos Andrade Moreno (ahora abogado y
magíster en derecho), Roberto Díaz (ahora magíster en filosofía política), Julio Torres
Meléndez (ahora doctor en filosofía y académico de la Universidad de Concepción) y José
Vergara (quien luego de concluir su magíster en lógica y filosofía de las ciencias tomó los
hábitos). Mi carrera académica, como ilustra el anterior resumen, ha sido la de un travesti
filosófico que, por decirlo así, se ha parado en muchas esquinas distintas, viéndose obligado a
prestar diversos servicios filosóficos a distintas corporaciones. Se trata, por cierto, de una
situación corriente que fue y es corriente en el medio universitario chileno, sobre todo en
las humanidades y, en especial, en filosofía.
En 1999 gané un segundo concurso público e ingresé a la Facultad de Derecho de
la Universidad de Chile, donde me desempeño desde entonces como profesor de filosofía
del derecho y la moral en el denominado Departamento de Ciencias del Derecho. Este último
antecedente me permitirá, por fin, entrar en materia respecto del tema de las vertientes
judaicas y griegas del entendimiento moderno de la ciencia. Porque la expresión “ciencias
del derecho” —espero que ustedes estarán de acuerdo— tiene un aire paradojal, incluso
pudiera resultar algo ridícula para más de alguno. A mí me es algo incómodo cuando me
presentan como el director del Departamento de Ciencias del Derecho. Mucha gente, incluso
personas con una educación superior formal completa, es decir, con doctorados y hasta
post-doctorados —uno se da cuenta con facilidad— hace grandes esfuerzos para no reír
cuando escuchan por primera vez el ruido: “ciencias del derecho”. ¿Por qué ocurre esto?
La respuesta es simple. Dicha expresión es incongruente con el entendimiento hoy
predominante del ruido “ciencia”, motivo por el cual ante quienes no cuentan con otro
entendimiento dicha expresión suena ridícula. El entendimiento moderno de ciencia, el que
predomina en la actualidad, vuelve tentador preguntar con ánimo irónico: Pero, estas “ciencias
del derecho”, ¿qué fenómenos observan y miden? o bien, en la misma vena, ¿qué fenómenos aspiran a
predecir? Pareciera que la única respuesta honesta sería: No miden nada, y no intentan predecir
nada tampoco. Pero, entonces, el interlocutor se preguntará: ¿cómo pudieran ser ciencias?
Mi propósito en lo que sigue es desplegar un rango abierto pero acotado de cuatro
entendimientos del ruido “ciencia”: uno de ellos es judaico o, para decirlo en griego,
“hermenéutico–profético”; dos son griegos; y un cuarto, que es el que aquí más nos
interesa, es europeo y lo llamaré “moderno” o “experimental” o con capacidad de
predicción. Todos ellos, me parece, además de ser inteligibles, han tenido vigencia en
distintos momentos y escuelas hasta antes de la modernidad europea, y sostendré que de la
combinación de los tres primeros en el siglo XVI surgió el cuarto. Según el entendimiento
europeo, moderno, experimental y con capacidad de predicción hacemos ciencia cuando
observamos el mundo natural con el propósito de describir y de medir sus fenómenos, porque a partir de ese
limo fértil podemos imaginar hipótesis acerca de su curso futuro que, cuando son exitosas, permiten predecir
y controlar para, de esta manera, adquirir poder sobre la naturaleza y, por su intermedio, sobre el objeto
propio del poder: los demás seres humanos. Entonces, ¿qué quiere la ciencia moderna o
experimental? Acaso, ¿sólo conocer el universo? No lo creo. La ciencia moderna quiere
dominar, es decir, contribuir a aumentar el poder del Estado sobre las personas.
De ahí que resulte sensato para quien se interesa por la relación entre las ciencias,
las tecnologías y las sociedades hacer el esfuerzo que hizo el profesor Arancibia hace años:
leer con cuidado al abogado Francis Bacon, el auto-proclamado profeta del entendimiento
moderno del ruido “ciencia”. Porque en sus escritos está el origen de este conjunto de ideas
expresado de manera franca y honesta. Ahora bien, como es sabido, William Harvey, el
descubridor de la circulación de la sangre y médico de la corte inglesa de la cual Bacon
fuera alguna vez canciller (dignidad que fue sucedida por la figura del “Primer Ministro”
cuando, siglos más tarde, surgió la monarquía constitucional) sostuvo que él “escribía
filosofía (es decir, filosofía de la naturaleza, la pesquisa empírica de la verdad acerca del
mundo natural) como un canciller del Reino”. Y por cierto que tenía razón. Bacon nunca llegó a
saber siquiera del gran descubrimiento que había hecho el que era su propio médico, a
pesar de que él recomendaba un entendimiento del conocimiento como investigación
inductiva de los fenómenos naturales, que avanza gracias a la colaboración de equipos de
trabajo.
Bacon se parece en esto a los actuales burócratas que diseñan las “políticas de
investigación” de muchos países y que son responsables también de administrar los
instrumentos con los cuales se mide si los investigadores hemos cumplido con las promesas
que hicimos al optar a los fondos que permiten nuestro trabajo. Nunca han hecho
investigación real de ningún tipo. Son políticos que han logrado adueñarse del espacio de
poder que dirige y administra la investigación científica, repartiendo los premios y castigos
que determinan su curso.
Sin embargo, leer a Bacon es provechoso. Porque siendo él un político señaló con
meridiana claridad cuál era el fin último del nuevo entendimiento del ruido “ciencia”:
aumentar el poder de quienes administraban el Estado, motivo por el cual esperaban que
éste financiara sus pesquisas. De ahí que la fórmula que se atribuye a Bacon, el conocimiento es
poder, a pesar de no ocurrir nunca con esas palabras exactas en su obra, resume bien su
propuesta y el corazón de la modernidad. ¿Por qué hay que financiar la investigación
científica? Porque da poder. Para los modernos, no se trata de conocer el mundo por
conocer el mundo. Ni en el caso del mundo físico ni tampoco en el caso del mundo
político, como ilustró Joseph Fouché al organizar en el siglo XVIII la primera policía
secreta moderna, con la cual sirvió a la Francia revolucionaria (que decapitó a Luis XVI), la
Francia imperial (que coronó a Napoleón) y la Francia de la restauración borbónica (que
coronó a Luis XVIII, el hermano del decapitado).
Ahora bien, aceptemos que la caricatura con la cual antes resumí el entendimiento
moderno de ciencia calza con las físicas de Galileo, Newton, Einstein y Plank. Y también
con la química de Pauling o las biologías de Mendel, Darwin, Watson y Crick. ¿Es la ciencia
el único dominio de prácticas que podemos reconocer en dicha caricatura? Me parece que
no. En el mejor de los casos, dicha fórmula es solo una condición necesaria (y no una
condición necesaria) de que un conjunto de prácticas sean consideradas científicas en el
sentido moderno o experimental del término. Aún hoy muchas personas, incluso en lugares
de cierta civilización como Francia o Chile, creen posible predecir el futuro de los
individuos —un asunto muchísimo más específico y azaroso, pudiera pensarse, que los
fenómenos de la naturaleza en general— observando, midiendo e interpretando las líneas
de la palma de la mano.
Tengo un pariente muy creativo (nuestras bisabuelas Trumper eran hermanas), que
es muy conocido y vive en París. Cuando viene a Santiago llena estadios con sus
presentaciones. Él sostiene que es posible también predecir el futuro de una persona
estudiando las rugosidades de su piel, pero en una parte del cuerpo mucho más íntima que
la palma de la mano. Y logra que le paguen por este servicio. Es una cosa notable. Otros se
sientan en bancos en las calles para que los expertos correspondientes “les tiren” las cartas
del tarot. Menciono estos ejemplos de supuestas maneras de predecir el futuro que también
cumplen con la caricatura, pero que de ninguna manera pensaríamos son ciencias
experimentales o modernas.
En términos históricos, el más antiguo entendimiento de ciencia o del
conocimiento es el que denominaré “judaico” o, para decirlo en griego, “hermenéutico-
profético”. Conocer es poder interpretar las escrituras sagradas y los fenómenos de la
naturaleza para predecir qué ocurrirá. No quiero aburrirlos con historias que alguna vez
fueron de todos conocidas, de manera que solo resumiré una de ellas, que ejemplifica de
manera cabal el entendimiento judaico de ciencia. Ahí está el Faraón mencionado en el
libro del Éxodo. Sueña noche tras noche un sueño que ni él ni sus magos logran interpretar
o descifrar. Del río salen siete vacas “hermosas y lustrosas”, es decir, grandes y rollizas.
Después salen siete vacas macilentas, y devoran a las primeras. El Faraón sueña ese sueño
noche tras noche, y ni él ni sus magos pueden develar su significado. Hasta que José, el
bisnieto de Abraham, inspirado por el Creador del Mundo, lo interpreta. Las primeras siete
vacas representan un período de siete años de abundancia, que está por comenzar. Las siete
“vacas flacas” (metáfora que muchos entienden y usan hoy, aún sin conocer el relato del
cual deriva) son los siguientes siete años, que serán de escasez. Entonces queda claro qué
tiene que hacer el Faraón. Hay que almacenar granos durante el período de abundancia,
para cuando lleguen los años de escasez. Cuando comienza el hambre vienen los egipcios y
dicen al Faraón: “Señor, tenemos hambre. Te daremos todos nuestros bienes a cambio de
granos para alimentarnos, y alimentar a nuestras familias”. Así el Faraón se hace dueño de
todas las propiedades y bienes en Egipto. Y, más tarde, cuando continúa la hambruna, los
egipcios vuelven y a cambio de granos se venden a sí mismos, sus mujeres y sus hijos,
como esclavos. Aquí tenemos un ejemplo temprano del entendimiento judaico de ciencia.
Saber es poder interpretar (fenómenos y textos sagrados) para predecir qué ocurrirá
y de esta forma adquirir poder. Quien sabe lo que va a ocurrir, puede controlar. Todo
Egipto terminó siendo propiedad del Faraón, y todos los egipcios también. El fundamento
de este antiguo entendimiento de la ciencia es la idea que expresa el profeta Isaías, cuando
describe el canto de los serafines: “Santo, Santo, Santo es el Señor de las Huestes, llena está
toda la tierra de su gloria”. Ahora, como el Creador del Mundo está en todas partes entonces
todo, en principio, es digno de ser observado e interpretado. Se pueden interpretar los
sueños, y también los fenómenos que nosotros llamaríamos “naturales”. Aquí está la
vertiente judaica del entendimiento moderno de ciencia. Conocer es observar para
interpretar para predecir y obtener poder. Pero, cuidado, el entendimiento judaico de la ciencia
no incluye que el propósito de la observación sea ni clasificar, ni muchísimo menos medir.
Una segunda vertiente del entendimiento moderno de ciencia, me parece, es la que
podríamos llamar “platónica”. Y, según la correspondiente caricatura, ahora se sostiene que
conocer es razonar para calcular y descubrir las relaciones invariables entre los componentes últimos de la
realidad, las Ideas o Formas. Para Platón, como sabemos, el conocimiento no es, ni podría ser,
de lo cambiante, que es de suyo engañoso. Se termina un matrimonio y ¿qué dice el
platónico en nosotros? Que no era amor verdadero. Porque no duró, porque cambió. En
este entendimiento, solo se considera verdadero lo que es invariable, lo que está más allá
del cambio.
Todos los presentes, que han estudiado filosofía, conocen la historia acerca del
anuncio que enfrentaba quien venía a estudiar con Platón: “No entre aquí nadie que no
sepa geometría”. ¿Por qué? Porque si usted no sabe que se puede discurrir de forma
racional y en búsqueda de alcanzar la verdad respecto de realidades que no se ven, que no
se tocan, que no huelen —porque son puntos, líneas, planos, áreas y volúmenes; esto es,
entidades ideales que mantienen entre ellas relaciones inmutables y eternas— entonces usted
no está aún calificado para hacer filosofía. Vaya y estudie geometría, y después vuelva.
Al contrario del entendimiento judaico de ciencia, el entendimiento platónico no
tiene ambiciones de predicción. No hay lugar para la predicción en la matemática. Como
también saben los presentes, Aristóteles, el discípulo más famoso e influyente de Platón,
sostuvo la posición opuesta a la de su maestro, una ocurrencia habitual en nuestro gremio
al menos entre los discípulos más talentosos. Por cierto, hay que hacerlo de manera sensata,
y sin que el maestro se enoje mucho, ojalá. El entendimiento aristotélico de la ciencia
sostiene que conocer (el mundo sublunar) es observar para describir para clasificar en los reinos mineral,
vegetal o animal —según enseña aún hoy la educación básica occidental. ¿Qué hacemos?
Observamos y describimos en términos cualitativos (y no cuantitativos) para clasificar
donde corresponde las entidades.
Saber es poder clasificar. Conocer es saber que las piedras se parecen todas unas a
otras. Y que se parecen también a la arena. Pero que no se parecen a las palmeras. Las
palmeras se parecen a las lechugas, a las betarragas y la quinua. Pero las palmeras no se
parecen a las lagartijas, los caballos, los peces y las aves. Porque lagartijas y los demás
animales se parecen a los seres humanos. Según Aristóteles en la esfera sublunar hay tres
grandes reinos o géneros: mineral, vegetal y animal. Conocer es poder clasificar lo que
existe en el género y la especie que le es propio. La intuición aristotélica sostiene que los
distintos grados de complejidad en la organización de la materia dan cuenta de lo que la
materia es capaz de hacer. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la materia está organizada de la
forma más compleja que ésta puede adoptar? Se convierte... ¡en un filósofo!
Porque solo el filósofo entiende cómo son las cosas en último término y conoce la
verdad del asunto. Esto es, que él mismo es solo materia organizada de una forma tan
compleja que, por lo menos durante un tiempo —el tiempo en que está así organizada la
materia que conforma su cuerpo— puede darse cuenta de esa verdad: que es solo materia
organizada de una determinada forma. En la vida teórica, de contemplación o filosófica, lo
efímero (es decir, la manera en la cual está organizada la materia que hace posible a ese
animal filosofar) se aferra a lo eterno (la verdad según la cual la materia ha existido desde
siempre y existirá para siempre, dependiendo lo que ella puede hacer de su nivel de
organización) tanto cuando lo efímero (la conciencia que soporta una determinada
organización de la materia) puede aferrarse a lo eterno (la materia, que siempre existirá).
Ustedes saben cómo continúa el relato aristotélico: Cuando se desorganiza la
materia, la consciencia desaparece. No es que el alma se vaya para lado alguno. Cuando se
desorganiza, la materia pierde la capacidad de hacer las cosas que antes podía hacer. ¿Por
qué esta llave abre la cerradura de la puerta de mi casa? Es un asunto mecánico, diríamos.
Depende de cómo está organizada la materia que constituye la llave, cuál es su forma y
grado de dureza. Si doy un martillazo a la llave y ésta se deforma, ya no puede abrir la
cerradura. ¿Acaso tendría sentido preguntar a dónde se fue ese poder que antes tenía la
llave o a dónde se fue el alma de la llave? Por cierto que no. No se fue a ninguna parte. La
llave se deformó. Eso es todo.
Como vemos, el entendimiento aristotélico de ciencia es muy distinto al platónico, y
ambos son muy distintos del judaico. Lo platónico es incompatible con lo aristotélico. Son
dos maneras distintas de entender qué sean la ciencia y la realidad que la ciencia busca
conocer. Todos en la tradición occidental (y, a medida que la globalización la difunde,
también los demás) estamos un poco empapados de Platón, y un poco de Aristóteles. Por
mi parte, sé poca filosofía griega, casi nada. Pero, según la fantasía literaria con orientación
histórica que estoy ofreciendo, este divertimento intelectual que no es ni historia, ni la
filosofía, ni menos historia de la filosofía —porque para poder hacer esto último hay que
ser un erudito y, créanme, aunque soy demasiado ignorante para considerarme un erudito
no lo soy tanto como para creerme siquiera capaz de intentarlo— en algún momento en la
baja edad media, empezando con los musulmanes y terminando con los cristianos por el
camino de los judíos, ocurrió algo muy interesante. Esto es, se forjó y legitimó una síntesis
de las fuentes de la verdad reconocidas por Platón y Aristóteles con la que venía de los
judíos —la idea según la cual, leyendo los textos sagrados (y, también, observando los
fenómenos naturales) estamos ante la palabra del Creador del Mundo que, por decirlo así,
está tanto en este mundo como también en el otro.
La historia de la síntesis del entendimiento aristotélico con el entendimiento judaico
o hermenéutico profético del conocimiento o la ciencia comienza con los musulmanes,
sigue con los judíos y, por último, florece con los cristianos. Al musulmán andalús Abu’l
Walid Mujámad Ibn Ájmad Ibn-Rushd, más conocido como Averroes, el pionero de esta
síntesis le fue mal con los suyos, quienes despreciaron su intento de mostrar que las
enseñanzas de Aristóteles eran compatibles con las del profeta Mujámad. Fue, tal vez, el
primer campanazo de la decadencia del Islam que en adelante tomó el rumbo erróneo, sin
aprender a valorar la experiencia sensorial y lo que ella enseña acerca del mundo. Y en unos
pocos siglos pasaron de ser los más adelantados o civilizados habitantes que había en
Europa a lo que son hoy. Un pueblo o un conjunto de pueblos encabezado por un puñado
de personas riquísimas, que están sentadas en las mayores reservas de petróleo del mundo,
el combustible que aún usamos para mover nuestras máquinas, y que mantiene a la inmensa
mayoría de los suyos en la ignorancia y el hambre, consolados solo por la versión
fundamentalista del islam, la judeofobia, y el rechazo por diabólica de la modernidad
occidental que encabezan los Estados Unidos de América.
Mejor que a Averroes le fue al gran aristotélico judío nacido en Córdoba, el Rabí
Moshé ben Maimón, a quien sus correligionarios denominan el “Rambám” (de una
abreviatura formada por las letras que destaco en negrita), que firmaba sus obras como “El
Español” y que es conocido de forma universal como Maimónides. Esta última
denominación la recibió del mundo cristiano el cual, desde San Pablo en adelante, tradujo
con entusiasmo todo lo hebreo al griego, desde los nombres y hasta los conceptos de los
filósofos. Así, por dar el ejemplo más famoso, donde los judíos decían “mashiaj” (“mesías”
en castellano) —es decir, el ungido, la persona sobre cuya cabeza se ha vertido aceite, como
los reyes Saúl, David y Salomón— el cristiano dice “jristos” o “Cristo”.
Algunos de los suyos sospecharon que Maimónides no era creyente, que era un
materialista, un ateo. Si bien el primero de sus trece principios de la fe afirma la existencia
del Creador del Mundo, algunos duraron de su sinceridad. Mire lo que lee. Lee a
Aristóteles, lee a un pagano materialista que cree en la existencia eterna de la materia y no
en el Creador que es omnipotente, justo y misericordioso o providencial. Medio siglo
después de Averroes y Maimónides tenemos al monje benedictino Tomás de Aquino, el
“Buey Mudo de Sicilia” para sus condiscípulos; el “Doctor Angelical” para los escolásticos;
y “Santo Tomás” para la mayoría. Tomás lo entiende: Averroes convirtió a Aristóteles en
un seguidor del Profeta Mujámad. Maimónides lo circuncidó. Ahora él, Tomás, lo
bautizará.
Tal fue el éxito de Tomás en el siglo XIII que, ocho siglos más tarde, el grupo más
numeroso de defensores de Aristóteles son los llamados “tomistas”, los filósofos católicos
tradicionales; es decir, los que no siguieron ni la propuesta cientificista del jesuita Teilhard
de Chardin ni la teología de la libración de inspiración marxista que produjo la América de
habla española en la segunda mitad del siglo XX. Resumo a continuación la visión del
presente divertimento literario. Mediante complejos procesos en la baja edad media se
legitimó en la minúscula elite educada europea una valoración de la experiencia sensorial
gracias a la influencia que alcanzó la vertiente aristotélica con Tomás de Aquino y sus
sucesores. Ahora, claro, esa valoración de la experiencia sensorial era todavía más literaria
que de corte naturalista. Aunque hubo excepciones, la inmensa mayoría solo leía a
Aristóteles, leía sus observaciones de la naturaleza, pero no hacía lo que él había hecho: ir a
mirar la naturaleza, dar descripciones cualitativas y clasificar.
Leían los informes de lo que Aristóteles decía haber visto y las reflexiones a las que
esas observaciones daban lugar, los estudiaban y memorizaban. En eso pasaron su tiempo
los eruditos europeos, las decenas de miles de sacerdotes que sabían leer y el puñado de los
que además sabía escribir (dos habilidades que para nosotros están unidas, pero que en la
baja edad media se reunían solo en unos pocos), hasta fines del siglo XV. La muy poca
gente que sabía leer y escribir, solo leía la historia sagrada y los textos de Aristóteles y
algunos otros filósofos griegos, pero ya se valoraba la experiencia sensorial. Entonces
ocurrió lo que todos sabemos: Colón visitó la Universidad de Salamanca y conversó con
sus sabios, incluidos los eruditos judíos que residían en esa ciudad; convenció a Isabel de
Castilla y Fernando de Aragón de financiar su expedición; zarparon las carabelas del Puerto
de Palos y, tres meses más tarde, el doce de octubre de 1492, Rodrigo de Triana gritó
“Tierra, Tierra”. Treinta años después Hernán Cortés entró en la deslumbrante
Tenochtitlán, y en 1542, solo medio siglo después del Descubrimiento de América, Pedro
de Valdivia fundó Santiago de Nueva Extremadura, la última capital española en el Nuevo
Mundo. Muy rápido el primero de los cuatro hijos de Trujillo, Extremadura que alcanzó
fama universal (los demás son los hermanos Gonzalo y Hernando Pizarro y Francisco de
Orellana) se dio cuenta que había conquistado una de las urbes más populosas del mundo,
que en términos de número de habitantes solo se comparaba con Paris, Venecia,
Constantinopla y Beying. Y aunque muchos vieron en el Descubrimiento una prueba de la
gratitud que el Creador del Mundo expresaba hacia los Reyes Católicos por haber
expulsado de sus dominios a moros y judíos, su impacto comenzó a derrumbar la
cosmovisión tomista.
Porque ni Tenochtitlán ni el Nuevo Mundo son mencionados ni en las sagradas
escrituras ni en Aristóteles. El Mundo Nuevo era muchas veces más grande que el que, en
adelante, tuvo que acostumbrarse a ser el Viejo Mundo. Grande fue la desesperación entre
los eruditos cristianos. Para salvar la genealogía bíblica, que hacía descender a todos los
seres humanos de Adán y Eva, se llegó a sugerir que los americanos descenderíamos de las
diez tribus perdidas de Israel, mencionadas en el texto veterotestamentario. A la gente
inteligente muchas veces se le ocurren cosas como esa, poco plausibles pero divertidas. Mi
amigo el antropólogo José Bengoa recoge en uno de sus libros el conmovedor relato de un
judío que, luego de visitar los Andes, viaja a contarle al patriarca sefaradí de Amsterdam —
la comunidad formada en Holanda por los expulsados de España— que en las montañas
del Perú se había encontrado con un indio circunciso que musitó: shmá yisrael, adonai elojeinu,
adonai ejad (es decir: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el señor es Uno”, la
confesión de la fe mosaica recogida en el Deuteronomio). Los americanos seríamos todos
hebreos. ¡Esa sí que es una “fantasía literaria”!
Mi punto es el siguiente. La valoración de la experiencia sensorial es una vertiente
griega del entendimiento moderno de ciencia y que solo adquirió su real importancia con el
Descubrimiento de América, descomunal suceso que indujo el parto de la modernidad al
demostrar que la conjunción de la Biblia y las obras de Aristóteles no cubría la totalidad del
conocimiento. Que si uno salía a mirar, en una de esas, hasta se encontraba con un mundo
nuevo. Tonterías las de quienes salen con que Colon no “descubrió” nada, que no fue el
primero que vino, y que todo “ya estaba ahí”. Por cierto que ya estaba ahí. Pero a mí eso no
me importa. Colón fue el primero cuyo viaje alcanzó el carácter de descubrimiento entre los eruditos
cristianos europeos. Eso es lo que importa.
Porque permitió valorar la predicción, como lo hace la vertiente judaica de nuestro
entendimiento del conocimiento, y combinarla con la valoración de la observación y de la
medición (es decir, las vertientes aristotélica y platónica) en la fragua de hipótesis acerca del
curso futuro de los fenómenos naturales, es decir, el entendimiento europeo, moderno o
experimental de ciencia. Queremos hipótesis que aseguren que no nos volverá a pasar lo
que le ocurrió a la elite intelectual tomista en la última década del siglo XV. Nada peor ni
más doloroso para un erudito que verse obligado a confesar su propia ignorancia. No
queremos que eso nos vuelva a ocurrir. Queremos ciencia, queremos algo que nos diga qué
es lo que va a ocurrir, que permita explorar y controlar el mundo. Esas son las ambiciones
que, como señalé antes, ya Bacon tiene claras en su propuesta de un nuevo organon, una
nueva lógica.
Esta nueva lógica parte por observar y describir, pero también busca medir para así
tener una materia prima con la cual imaginar hipótesis que permitan predecir el curso
futuro de los fenómenos naturales. Por cierto, no se entiende bien de dónde saca Bacon sus
hipótesis, y está claro que sus “términos de observación” son más medioevales que
modernos. Pero, en todo caso, él reconoce que el suyo es un momento histórico distinto
del anterior. Señala que la búsqueda de conocimiento es un desafío colectivo, y no solitario.
Ya nunca más nos subiremos a las columnas para orar y buscar la iluminación ni
levantaremos una pierna para mantenerla en alto por años, como un sacrifico que nos dará
conocimiento. Eso no es conocer. Vaya a su laboratorio, sea un observador cuidadoso,
abierto a la colaboración, la crítica y la imaginación. Fue entonces que, junto con los
científicos y los artesanos, comenzó a surgir el entendimiento moderno de qué sea la
ciencia.
A partir de mediados del siglo XVII la “Revolución Científica”—denominación
introducida en 1939 por el judío ruso avecindado en Francia Alexandre Koyré— cambió de
manera profunda el mundo en que vivimos. En menos de tres siglos, la población mundial
pasó de 800 millones a los 6.800 de la primera década del siglo XXI. La expectativa de vida
de los más afortunados casi se triplicó llegando casi a los 90 años. Y el aumento
descomunal de la riqueza material, aún si con enormes diferencias entre quienes cosechan
los mejores frutos de los procesos que la generan y los demás, hace que hoy el séptimo más
rico de la humanidad —es decir, los mil millones de personas cuyos ingresos anuales son
iguales o superiores a US$ 18.000— disfruten de condiciones de vida (educación, salud,
entretención y pensiones) inéditas en la historia de la humanidad. Aquí está la explicación
de la hegemonía que ejerce sobre el concepto de conocimiento o ciencia el entendimiento
europeo, moderno, experimental o con capacidad de predicción de la misma. Y, también,
de que, en nuestros tiempos, incluso entre personas con una educación formal completa,
con doctorados y postdoctorados, la expresión “ciencias del derecho” suene tan rara,
incluso ridícula. Muchas gracias.

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