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No cabe duda de que vivimos en el seno de una cultura que padece un acelerado
proceso de secularización. Este proceso es el resultado de un largo camino
multisecular que arranca en el siglo XIV y que experimenta su momento de máxima
plenitud en el pasado siglo XX.
Más allá de las interpretaciones que suscita un fenómeno tan complejo como el de
la secularización, de lo que no cabe duda, es que vivimos en una sociedad
progresivamente alejada de todo cuanto se refiera a la esfera religiosa. La pérdida
de tradiciones y de costumbres que antaño fueron muy celebradas y el acelerado
proceso de descomposición de los valores del pasado es una expresión evidente y
clara de tal proceso. Se cultiva hasta el extremo el valor de la autonomía y se
considera, con demasiada frecuencia, lo religioso como un fenómeno extraño y
ajeno a la condición humana, algo así como el residuo de una etapa finalmente
superada que, a pesar de ello, todavía, da sus últimos coletazos.
Existen formas sincréticas que gozan de mucho éxito social como es el caso de la
Nueva Era. El desierto existencial lleva a pensar que si la vida no tiene sentido, hay
que inventárselo de modo gratificante, de ahí que la emoción y lo inmediato sean el
criterio de la religiosidad y del bien común.