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Módulo TEORÍAS DE GÉNERO


UNIDAD
SEXO Y TEMPERAMENTO EN TRES SOCIEDADES PRIMITIVAS

Extracto 1990. Introducción. (pág. 13-18)

Margaret Mead

Este estudio no tiene por objeto descubrir si hay o no diferencias reales y universales entre
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los sexos, ya sean cuantitativas o cualitativas.

Tampoco interesa saber si las mujeres son más variables que los hombres-como se
alegaba antes que la doctrina de la evolución exaltara la variabilidad-, o menos variables,
como se alegó después. No es un tratado de los derechos de la mujer ni una investigación
de las bases del feminismo. Es, simplemente, el relato de cómo tres sociedades primitivas
han agrupado sus actitudes sociales hacia el temperamento en relación con los hechos
muy evidentes de las diferencias entre los sexos. Estudié este problema en las sociedades
simples, porque aquí encontramos el drama de la civilización en pequeño, una sociedad
microcosmo, parecida en especie, pero de diferente tamaño y magnitud que los de las
complejas estructuras sociales de los pueblos dependientes, como los nuestros, de
una tradición escrita y de la integración de un gran número de tradiciones históricas
antagónicas. He estudiado este asunto entre los plácidos montañeses arapesh, los
fieros caníbales mundugumor y los elegantes cazadores de cabezas de Tchambuli. Cada
una de estas tribus tenía, como toda sociedad humana, el problema de las diferencias
de los sexos, tema importante en el plan de la vida social, que cada una de estas tres
tribus desarrolló de diferente manera. Comparando las formas en que han destacado las
diferencias entre los sexos, es posible profundizar nuestros conocimientos acerca de qué
elementos son elaboraciones sociales, originalmente ajenas a los hechos biológicos del
género de los sexos.

Nuestra propia sociedad, hace amplio uso de tal elaboración. Asigna diferente papel a los
dos sexos, los rodea desde el nacimiento de una expectativa de diferente conducta, agota
el drama del noviazgo, matrimonio y paternidad en términos de tipos de conducta que se
creen innatos y, por lo tanto, apropiados para uno u otro sexo. Sabemos oscuramente, que
éstos papeles han cambiado, aún dentro de nuestra historia. Estudios como The Lady3 de
Mrs. Putnam, pintan a la Mujer como una figura infinitamente maleable e incompetente,
que la humanidad ha vestido según la usanza de cada época, de acuerdo con la cual se
marchitaba, se volvía imperiosa, coqueta o huidiza. Pero en todas las discusiones se ha
insistido, no sobre las relativas personalidades sociales asignadas a los dos sexos, sino
sobre los superficiales modelos de conducta asignados a las mujeres, a menudo ni siquiera
a todas, sino solamente a las de las clases más altas. El reconocimiento, socialmente
elaborado, de que las mujeres de la clase más alta son títeres de una tradición cambiante,
22 trajo más confusión que claridad al problema. No se ocupó del papel asignado al hombre,
que se concebía avanzando por un camino especial trazado para él, moldeando a las
mujeres según su antojo y capricho respecto a la naturaleza femenina. Toda discusión
3  E. J. S. Pulnam., The Lady, Sturgis y WaIton, 1910.

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sobre la posición de las mujeres, sobre su carácter y temperamento, sobre su virtud o


emancipación, oscurece el problema básico: el reconocimiento de que la trama cultural,

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que se oculta detrás de las relaciones humanas, da el modo de concebir los papeles de
los sexos, y que se moldea al joven en crecimiento según un modelo local y especial, de
manera tan inexorable como ocurre con la niña.

Los hermanos Vaerting atacaron el problema en su libro El sexo dominante4, con su

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imaginación crítica estorbada por la tradición cultural europea. Sabían que en algunas
partes del mundo habían existido y existían todavía instituciones matriarcales que daban
a las mujeres libertad de acción y les concedían una independencia de elección, que la
cultura histórica europea sólo otorgaba a los hombres. Valiéndose de un simple juego
de manos, trastocaban la situación europea y elaboraban una interpretación de las
sociedades matriarcales que consideraban a las mujeres frías, orgullosas y dominantes,
y a los hombres débiles y sumisos. Las características de las mujeres en Europa fueron
atribuidas a los hombres en las comunidades matriarcales eso era todo. Era un cuadro
simple, que en realidad no agregaba nada a nuestra comprensión del problema, ya que
se basaba en el limitado concepto de que si un sexo posee una personalidad dominante,
el otro debe ser de carácter sumiso, ipso facto. La raíz del error de los Vaerting se halla
en nuestra tradicional insistencia sobre los contrastes entre la personalidad de los dos
sexos, en nuestra habilidad para ver solo una variación del tema del varón dominante:
la del marido tiranizado. Ellos imaginaron –pensando especialmente en las instituciones
patriarcales- que dada la posibilidad de un arreglo de la dominación diferente de la
tradicional, la existencia misma de una forma matriarcal de sociedad entraña la reversión
imaginaria de la posición temperamental de los dos sexos.

Pero los crecientes estudios acerca de los pueblos primitivos nos han puesto sobre aviso.5
Sabemos que las culturas humanas no se inclinan hacia un lado u otro de una escala
única, y que es posible que una sociedad ignore completamente un problema que otras
dos sociedades han resuelto de manera contrastante. El hecho de que un pueblo honre a
los ancianos puede significar que no estima a los niños, pero también puede suceder que
un pueblo como los bathonga, del sur de África, no quiera a los mayores ni a los niños;
otro, como los indios plains, dignifique a los pequeños y a sus abuelos; o, de nuevo, como
sucede entre los manus y en partes de la América moderna, se considere a los niños como
el grupo más importante de la sociedad. Esperando simples inversiones tales como: si
un aspecto de la vida social no es específicamente sagrado debe ser específicamente
secular; si los hombres son fuertes, las mujeres deben ser débiles ignoramos el hecho
de que las culturas están facultadas para mucho más que esto, al elegir los posibles
aspectos de la vida humana, para disminuirlos, exaltarlos o ignorarlos. Y mientras cada
cultura ha institucionalizado de algún modo los papeles de hombres y mujeres, no ha sido
necesariamente en términos de contraste entre las personalidades prescriptas a los dos 23

4  Mathilde and Mathis Vaerting, The Dominant Sex,Doran, 1923.


5  Ver especialmente Ruth Benedict, Patterns of Culture, Houghton Mífflin, 1934 (Trad. Castellana: El hombre y la
cultura, Buenos Aires, Sudamericana, 1942; N. del E.).

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sexos, ni en términos de dominación o sumisión. Debido a la escasez de material para
sus creaciones, ninguna cultura ha dejado de apoderarse, en cierto modo, de los hechos
visibles del sexo y la edad, ya se trate de la convención de una tribu filipina según la cual
ningún hombre puede guardar un secreto de la suposición de los manus de que sólo los
hombres gozan jugando con los bebés, de la prescripción toda según la cual la mayor
parte del trabajo doméstico es demasiado sagrado para las mujeres, o de la afirmación
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arapesh de que las cabezas de las mujeres son más fuertes que las de los hombres. En la
división del trabajo, de las vestimentas, de las costumbres, de las funciones religiosas y
sociales -a veces en algunos de estos aspectos, otras en todos- los hombres y las mujeres
se han diferenciado socialmente, y cada sexo como tal se ha visto forzado a aceptar
el papel que le ha sido asignado. En algunas sociedades, estos papeles socialmente
definidos se expresan sobre todo en la vestimenta o en la ocupación, sin insistir en las
diferencias temperamentales innatas. Las mujeres usan el cabello largo y los hombres lo
llevan corto, o los hombres peinan bucles y las mujeres se afeitan la cabeza; las mujeres
visten faldas y los hombres pantalones o viceversa. Las mujeres tejen y los hombres no
lo hacen, o estos últimos tejen en lugar de las mujeres. Estas obligaciones simples con
respecto a la vestimenta, la ocupación y el sexo, son enseñadas fácilmente a todos los
niños, y no se fundan en supuestos que resulten inaceptables para ningún niño.

Sucede de otra manera en las sociedades que diferencian en forma bien definida la
conducta de los hombres de la de las mujeres, en términos que suponen una genuina
diferencia de temperamento. Entre los indios Dakota de las llanuras, se afirma
vigorosamente que la habilidad para soportar cualquier clase de peligro o trabajo,
constituía una imprescindible característica masculina. Desde que el niño tenía cinco
o seis años, el esfuerzo educativo consciente de la familia, tendía a moldearlo como
un verdadero macho. Cada lágrima, cada gesto de timidez, cada acercamiento a una
mano protectora, o el deseo de continuar jugando con niñas o niños más pequeños, se
interpretaba de una manera decisiva como la prueba de que el niño no llegaría a ser un
verdadero hombre. En una sociedad como ésta no sorprende encontrar el berdache,
hombre que renuncia a la lucha, privativa del papel masculino, y que usa atavío femenino
y tiene las ocupaciones de una mujer. La institución del berdache servía de aviso para
los padres; el temor de que el hijo llegara a ser berdache, aumentaba los desesperados
esfuerzos para evitarlo, provocando, por el contrario, una intensificación de aquella
misma tendencia que llevaba a los niños a preferir esa elección. El invertido, que carece
de toda base física discernible para su inversión, ha intrigado siempre a los que estudian
la sexualidad, quienes cuando no encuentran anormalidades glandulares observables,
se vuelven a la teoría del condicionamiento en la primera infancia o a la de identificación
con el progenitor del sexo opuesto. En el curso de esta investigación, tendremos ocasión
24 de examinar la mujer masculina y el hombre femenino, tal como aparecen en estas tribus
diferentes, y de inquirir si es siempre una mujer de naturaleza dominadora la que se
concibe como masculina, o un hombre sumiso, amable y amante de los niños o de los
bordados, el que se supone femenino.

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En los capítulos que siguen nos ocuparemos de la estructuración de la conducta sexual


desde el punto de vista del temperamento, basándonos en el supuesto de orden cultural

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de que ciertas actitudes temperamentales, son naturalmente masculinas, y otras
naturalmente femeninas.

En este punto, las sociedades primitivas parecen ser, superficialmente, más refinadas
que nosotros. Del mismo modo que saben que los dioses, los hábitos alimenticios, y

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las costumbres matrimoniales de la tribu vecina difieren de los propios, y no insisten
en que una forma sea verdadera o natural dando la otra por falsa o artificial, reconocen
a menudo que las propensiones temperamentales que ellos consideran naturales en
los hombres o mujeres, difieren de los temperamentos naturales de los hombres y las
mujeres de los pueblos vecinos. Sin embargo, dentro de una escala más reducida, e
insistiendo menos en la validez biológica o divina de sus formas sociales de lo que nosotros
hacemos con respecto a las nuestras, cada tribu tiene ciertas actitudes definidas hacia el
temperamento, sustenta una teoría sobre la naturaleza de los seres humanos, hombres,
mujeres, o ambos, y reconoce una norma en función de la cual se juzga y condena a los
individuos que se apartan de ella.

Dos de estas tribus no conciben que los hombres y las mujeres posean diferentes
temperamentos. Les atribuyen distintos papeles económicos y religiosos, diferentes
habilidades, distinta vulnerabilidad a la magia maléfica y a las influencias sobrenaturales.
Los atapesh creen que pintar con colores solo es apropiado para los hombres, y los
mundligumos consideran la pesca tarea esencialmente femenina. Pero carecen de toda
noción de que los rasgos temperamentales que indiquen dominación, valor, agresividad,
objetividad y maleabilidad, están indisolublemente asociados con un sexo como opuesto
al otro. Esto puede parecer extraño a una civilización que en su sociología, medicina,
lenguaje vulgar, poesía y obscenidades, acepta las diferencias socialmente definidas entre
los sexos, como si se fundaran en características innatas del temperamento, y explica
cualquier desviación del papel que se le ha fijado socialmente como una anormalidad
congénita o una temprana maduración. Fue una sorpresa para mí, porque yo también
estaba acostumbrada a pensar con conceptos tales como “tipo mixto”, a reconocer en
algunos hombres un temperamento “femenino”, y a llamar “masculina” la mentalidad
de algunas mujeres. Me impuse como problema el estudio del condicionamiento de las
personalidades sociales de los dos sexos, con la esperanza de que esta investigación
arroje alguna luz sobre las diferencias entre los mismos. Yo compartía la creencia
general en nuestra sociedad de que había un temperamento natural correspondiente a
cada sexo, que podía, en casos extremos, deformarse o alejarse de su expresión normal.
No sospechaba que los temperamentos que consideramos innatos en un sexo, podrían
ser, en cambio, meras variaciones del temperamento humano, a las cuales pueden
aproximarse por su educación, con más o menos éxito según el individuo, los miembros 25
de uno o de los dos sexos.

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