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AMERICA LATINA
Hechos*Dociimentos«I\)lémica
MEXICO Y CORTES
D avidViñas
emperador Moctezuma II de más de mil personalidades F.l 27 de junio de 1520 e sta HERNAN
recibió a los conquistadores notables de su Corte, entre llaba en la capital azteca una
cómo huéspedes de honor en los que figuraban los reyes de formidable rebelión contra
CORTES
Mr «ico. capital del Imperio Tccuzcóy de Ixtapalapa Tras los españoles, que teman pri RECONQUISTA
i/.teca y la ciudad más grande el grandioso recibimiento. sionero al emperador M octe
riel mundo con sus 500.000 Hernán Cortés y sus hombres zuma y a vatios miembros de
LA
habitantes. F1 emperador az- fueron instalados en el pala la familia imperial. F.l palacio CA PITA L
teca salió a recibir a los espa cío de Ava vacad, residencia
ñoles a las puertas del recinto del anterior emperador.
de Axayacatl fue cercado por DEL
millares de guerreros y todus
las tentativas para levantar el IM PERIO
cerco resultaron infructuosas AZTECA
PA L M O A
PALM O
El asedio a la ciudad de
México comeiKtÓ el 2b de nu-
y ode 1521 y termino el 15 de
agosto del mismo año con la
detención del principe Cuan
tehmoc. último jele de lu
(E d ito rial Confederación Azteca
conquista de la ciudad duro
Ia
Volúmenes programados
1. España en 1492.
2. América antes del Descubrimiento.
3. Cristóbal Colón, el Caribe y las Antillas.
4. México y Cortés.
5. Pizarro y el Imperio de los Incas.
6. Expansión de la Conquista.
7. El Imperio: Las Indias.
8. Filipinas: frontera del Nuevo Mundo en el
Pacífico.
9. La América portuguesa.
10. Los competidores europeos: comerciantes
y corsarios.
11. La reorganización centralista de los
Borbones.
12. La situación prerrevolucionaria.
13. Estallido de la Independencia.
14. Caudillajes, nacionalismos e imperialismo
anglosajón.
15 y 16. El siglo XX: Golpismo y revoluciones
emancipadoras.
17 y 18. Cartografía, gráficos, cronologías e
índices.
IV
MEXICO Y CORTES
DAVID VIÑAS
E d ito rial
Hernando
C David Viñas.
© Librería y Casa Editorial Hernando, S. A.
ISBN: 84-7155-260-4 (colección completa).
ISBN: 84-7155-264-7 (volumen IV).
Depósito legal: M. 32.104- 1978
Impreso en Maten Cromo. S. A., I mío (Madud).
1. IM PERIO AZTECA
Y CONQUISTA ESPAÑOLA
Franqois Wcymullcr,
Historia de México,
1976
Charles Gibson,
España en América,
1966
El dios del maíz era unafigura clave en la religión y en
la economía azteca.
Valores aztecas y valores españoles
7
De ahí que las distintas luchas, diversas peripecias y dificul
tades que se desarrollaron en la conquista de México haya que
entenderlas en el desenvolvimiento y enfrentamiento entre la
compleja —ya en aquel momento— sociedad española y la es
tructura distinta de la sociedad de los aztecas.
Es el engarce de estas dos culturas diferentes y, al mismo
tiempo, la imposición y el dominio de una de ellas sobre la otra,
lo que nos descubre y explica, fehacientemente, el proceso de lo
que ocurre en México desde que Hernán Cortés llega a Tabasco
en 1519, hasta 1521, fechas entre las cuales se liquida el predo
minio de una cultura y comienza la instilucionalización de una
nueva sociedad. Que —conviene aclararlo va— ni se logra de
manera total hasta comienzos del siglo XIX; ni —luego de la
dependencia política y el predominio criollo— hasta la actuali
dad.
Empero, es en aquel momento de la historia cuando se in
tenta configurar una nueva sociedad entroncada sobre las rui
nas de la anterior: vislumbrando, al mismo tiempo, no sólo la
caída del máximo expolíente de la vida mexicana, el emperador
Moctezuma 11(1502-20) y, posteriormente, la de sus sucesores
Cuitláhuac, hermano de éste, y de Cuauluémoc, sino —a la
vez— el surgimiento y apogeo del hombre de Medellin, Hernán
Cortés. Estos polos contrapuestos encantan, nítidamente, las
respectivas culturas de sus pueblos. Y, si se quiete, didáctica
mente, los simplifican. Son a quienes veremos enfrentarse y,
luego, batirse para conseguir la victoria. Y no es casualidad el
que propongamos dirigir —con un criterio si se quiere esque
mático— nuestras miradas —tanto a Cortés como a Mocte
zuma—, dado que resultan la clave que nos irá descifrando el
entramado de la historia de la conquista de México. Y lo repe
timos: Cortés y Moctezuma como emergentes y síntesis de lo
español y de lo azteca, respectivamente 2.
Veamos, ahora, cómo es la realidad de estas dos culturas
que, a comienzos del siglo xvt, se enfrentan y cuál va a ser el
papel de sus principales protagonistas.
9
mienzos del siglo xvi, en toda su estructura stxial y en su cre
ciente predominio autoritario y expansivo sobre toda la región.
Así, la ciudad de México, según cuenta Bernal Díaz del Cas
tillo «nos dejó deslumbrados al llegar allí 6»: tenía tres grandes
calzadas; la de Ixtapalapa, que se orientaba hacia la zona sur y
por donde penetraron los españoles la primera vez que llegaron
a México; la de Tepeyac, por la zona norte; la de Tlacopan que
avanzaba hacia el oeste (por donde los españoles se retiraron en
la lamosa «noche triste» de 1520). Estas calzadas, de una an
chura muy amplia por donde podían pasar doce hombres al
mismo tiempo, construidas con piedras y maderas, le otorgaban
un peculiar realce a la construcción de la ciudad que, junto a los
diversos puentes levadizos cinc se extendían a lo largo de los
muchos riachuelos que la recorrían, estaba rodeada de agua por
todas partes. Esos lagos eran recorridos por canoas construidas
para tal menester, aunque en el siglo XVI habían quedado aisla
dos por diques para dar mayor consistencia a la construcción, y
seguridad en caso de ataque (y que, a lo largo del período
colonial, sirvieron como bases para el paulatino desecamiento
del lago).
En la confluencia de esas tres principales calzadas, práctica
mente en el centro de la ciudad, se alzaban los templos sobresa
liendo por encima, incluso, de los palacios principescos. Por
cierto que el gran templo de México —compuesto de un recinto
sagrado de 430 metros cuadrados rodeado por «el muro de la
serpiente», almenado con tres entradas—, sirvió posteriormente a
los españoles para construir la plaza mayor y la catedral.
Ahora bien, si los materiales básicos usados por los aztecas
en la construcción de sus casas (piedra, cal, adobes, paja, palos
de madera) siguieron usándose a través del período colonial 7,
sólo los caciques y principales figuras imitaron a los españoles
en la construcción de sus casas. Porque la residencia común de
los •mareguales• siguió siendo una cabaña de una sola habita
ción, rectangular, con una pequeña abertura a manera de
puerta. C'.on las paredes de piedra o madera levantadas sobre
cimientos de piedra y con los techos, por lo general, bajos y
planos, de tejamanil o paja cohxados sobre palos horizontales.
Y, en lo que hace a la iluminación, siguieron utilizando antor
chas de ocote.
Si la ciudad de México se fundó hacia 1440, bajo el mandato
de Itzcoatl, poco tiempo después se fundaron las ciudades de
Texcoco y Tlacopan al inaugurar ese emperador una política
agresiva sobre el resto del valle central, que sólo es detenida por
los tarascos en 1469. Pero fue en tiempos de Moctezuma 1 y.
sobre todo bajo Moctezuma II, cuando el poderío de los aztecas
se extendió ampliamente llegando a dominar una franja del
Caribe hasta el Pacífico actual, atravesando por primera vez
todo México de este a oeste. Y si en el norte alcanzaron a some
10
ter a Oaxaca y Michoacan, por el sur llegaron hasta donde
habitaban las tribus de los Mayas (1489).
Sin embargo —y corresponde subrayarlo— esa expansión y
correlativa unidad estatal no venía aparejada por una unidad
administrativa, pues de las 38 ciudades principales de las que se
componía el Estado, no todas respondieron taxativamente a los
imperativos de los tributos ni a la obediencia a los requisitos del
emperador. De ahí que los historiadores prefieran hablar de
«confederación» y no de «imperio» azteca.
Ciertamente, si este dominio sobre las tribus vecinas era
grande y ya comenzaba a dibujarse otra concepción territorial
sobre la base de pueblos y no ele tribus, aún en 1520 subsistían
600 grupos diferentes en la región y había numerosos lugares
apartados entre las montañas donde era prácticamente imposi
ble llegar. A no ser que se enviase expresamente —como, a
veces, el monarca lo hacía cuando lo consideraba preciso— em
bajadores a los lugares más recónditos, ya fuese hacia el área
mixteca o a comarcas insumisas como la de Teotolan ",
12
celos a Octavio Paz— a identificar a la azteca con una cultura del
maíz 1 Asi, los años que resultaban escasos en maíz, por las
causas que fueran (temperaturas adversas, razzias guerreras,
etc), llegaban los aztecas a morir por inanición en tal cantidad
que lo consideraban un castigo de Huitzilopochtli, deidad a la
que le consagraban sus ritos expiatorios.
Para subsanar las carencias de maíz se dedicaban a la pesca
de algunas especies de los lagos que rodeaban a México, y,
además, a ciertas actividades de caza, desarrolladas en las zonas
periféricas atestadas de lagartijas «a las que manjar llamaban»
(Berna! Díaz del Castillo).
La guerra, de sustancial importancia en el marco de esa
cultura, no sólo se evidenciaba en los sacrificios realizados ante
el altar de Huitzilopochtli (de hasta diez mil seres humanos en
un solo día, previamente capturados), sino en la expropiación
de sus vituallas, en su utilización como mano de obra esclava y
—en ciertas ocasiones— como primitivo reemplazo de su dieta.
Como se va advirtiendo, la sociedad azteca, en su conjunto,
se mueve entre unas coordenadas semejantes a las sociedades
establecidas en Euroasia en la época del neolítico: si su estruc
tura socioeconómica era comunal y su orden administrativo ha
bía alcanzado una cierta centralización, sólo había logrado los
niveles más refinados del terciario ,z.
13
habían implantado un sistema agrario muy difundido por todo el
país dotándolo de técnicas de regadío singularmente refinadas. Y,
a pesar de esa ironía de la historia, la práctica pastoril originaria de
Asturias (de Pelayo en adelante), como forma de producción más
arcaica que la agraria, sirve de apoyatura a la derrota y, luego, a la
expulsión de los musulmanes andaluces.
La unidad de España, a partir de la contradictoria unión de
Castilla y Aragón bajo los Reyes Católicos y, posteriormente,
con la anexión de Navarra (1512) y la conquista de Granada a
los musulmanes (1492), posibilitó crear un esbozo de «estructu
ración nacional» que no había sido alcanzado hasta entonces por
ningún país europeo l5.
Incluso, con las leyes decretadas por los Reyes Católicos con
tra los judíos, mediante las cuales llegaron a expulsar ciento
cincuenta mil, quedando otros cien mil conversos, España
quedó así —autoritariamente— unida en lo territorial y en lo
religioso.
Pero esta monarquía sólo había logrado una centralización
precaria, ya que subsistían, con gran poder económico, los
grandes señores feudales, aunque se les hubiera arrebatado
gran parte de su poder político: dejaron de ser una competen
cia dinástica, pero se convirtieron en un grupo decisivo de pre
sión en lo económico y social.
Es así como, si —por un lado— los señores feudales mantie
nen sistemas de aparcerías que deben ser pagadas en forma de
especies o trabajo, este grupo social tiene que tributar —a su
vez— al rey para que éste le defienda, condicionándose, correla
tivamente, un embrión de ejército permanente: la Santa Her
mandad ,6.
De significativa importancia, en esta articulación, a través de
los Reyes Católicos, fue la Mesta: monopolio ganadero que ex
portaba lanas a Flandes e Inglaterra, no sólo controlaba los
pastos, sino que, a la larga, provocó un sustrato negativo para el
desarrollo de la agricultura española. Y, de manera consi
guiente, en el desarrollo de la misma industria dentro de Es
paña l7.
Frente a este complejo económico de la España de los Reyes
Católicos, y ante esta centralización política, existía una institu
ción sobreviviente de épocas anteriores. Concretamente: las Cor
tes, institución que había servido para frenar y limitar, en cierto
grado, la acción de los monarcas. Como que conservaba cierta
capacidad legislativa y de control sobre la hacienda pública.
Empero, si su crisis inicial se verificó con Carlos 1 —y el afian
zamiento de la monarquía centralista— estas Cortes perdieron,
poco a poco, gran parle del poder que aún detentaban en 1500.
Compuestas por la nobleza, el clero y los hidalgos (los «grandes»
de los municipios) en Castilla, en Aragón también participaban
las clases medias. Y fue en el cuadro de este contexto histórico
14
cuando arribó Colón a América en 1492. Resultó, por k> tanto,
especialmente contradictorio en España: unidad dinástica, di
vergencias regionales, monopolio ganadero, crisis agrícola, de
terioro financiero; pero, sobre todo, una agresiva y heterogénea
«conciencia nacional».
Es esa España de 1492, pues, apoyada en la unidad religiosa
oficial, la que logra obtener un concierto, especificado expresa
mente en la repartición del globo por las famosas bulas de 1493
de Alejandro VI y que, después, fueron refinadas en sus deta
lles contradictorios por el tratado de Tordesillas de 1494: Es
paña se repartía el mundo con Portugal, nada menos que en
zonas de influencia. Y se delimitaban ambas por medio de un
paralelo. Una línea abstracta tenía que resolver los problemas
más concretos de la Tierra. Lo que hizo exclamar a Francisco I
de Francia: «El sol brilla tanto para mí como para los demás». Y
agregó: «Me gustaría ver la cláusula del testamento de Adán en
la que se me excluye de la repartición del orbe.»
Resulta claro —en nuestra perspectiva actual— que esta bula
del papa Borgia favorecía a los intereses de España y Portugal
(a los que estaba vinculado), adjudicándoles una parte del globo
«por derecho divino». Pero el año 1516, con la muerte de Fer
nando el Católico (en 1504 ya había muerto Isabel) y la sucesión
en el trono de su nielo Carlos I de España y V de Alemania, se
pone en evidencia que tanto la «unidad» de España como la
«linealidad» de Tordesillas eran desbordadas por ese aconteci
miento que se llamará América. Y México y Hernán Cortés
—con su carga de significaciones— ejemplificarían al máximo la
densidad contradictoria de ese nuevo mundo
15
de la Contrarreforma. En la cual España va a participar de
manera fundamental, teniendo en cuenta que —entre otros as
pectos— en Trento había teólogos españoles de primera catego
ría •*.
Pero los gastos de Carlos I en Alemania, para luchar contra
el protestantismo, hicieron derrochar gran parte del oro y plata
que venía de América. Hamilton —en su obra ya clásica—
afirma que fue lo que produjo la gran inflación en aquella
época; sobre todo en una España en que de 8.000.000 de habi
tantes hacia 1520, pasa rápidamente a 11.000.000.
Y son precisamente estas dificultades y características del
mundo renacentista que deviene imperiosamente las que van a
situar a España en una coyuntura que la irá deteriorando hasta
llegar al final de los«Au$trias menores»: descubrimiento inespe
rado, precariedad estructural, flujo «mágico» del oro y la plata,
prolongación impetuosa de la Reconquista, carencia de perso
nal, alza vertiginosa de precios. Demasiadas contradicciones que
corroían una fachada imperial20.
Carlos I —correlativamente— tuvo que acudir a los grandes
banqueros: primero, a los Fugger y, luego, a los Wessler fiara
solucionar esos desbarajustes financieros. Decía un funcionario
de los Fugger, a propósito de los préstamos: «Interés equivale,
cortésmente, a decir usura; y financiación, es sinónimo de
usura.» Posteriormente, no tendrá otra alternativa que acudir a
los préstamos de Génova. Con los consiguientes privilegios, de
terioros e intereses leoninos.
El contexto que aporta Hernán Cortés a México es, precisa
mente, este mundo complejo: de una España que se está ha
ciendo, preñada de ambigüedades y contradicciones. De una
España que puja por salir del feudalismo y que empieza a crear
su infraestructura capitalista (industrial y comercial, fundamen
talmente), pero que todavía no logra consolidarse.
La industria que se esboza en esa España del 1500, y de la
cual podía haber surgido la implantación de una sociedad capi
talista, es precaria. Arquetípko: la lana que producen los gana
dos de la Mesta se manufactura fuera y, luego, se importa sin
recargos aduaneros. Y es, precisamente, el hecho de exportar
estas lanas sometidas a amplios impuestos para importarlas —ya
manufacturadas— sin los cargos aduaneros correlativos, lo que
reporta pingües beneficios a los monarcas. Pero que se despilfa
rran sin acumularse: lo suntuario, lo guerrero y lo burocrático
serán la principal carcoma.
Y si se organizan talleres de lana en Segovia, Toledo, Cór
doba, Cuenca, Falencia, Zamora, Ciudad Real, Ubeda, Zara
goza, Barcelona, Perpiñán y en la ciudad de Valencia, o se con
serva la industria sedera de los árabes en Granada y Almería,
todo se resuelve de forma elemental e inorgánica 21.
Esa es la clave fundamental del proceso: no se crea una
16
infraestructura industrial viable para que se articule una poten
cia que hubiese conseguido hacer de España una nación indus
trializada con una base capitalista fuerte. Es decir, realmente el
tránsito de lo feudal a lo burgués.
Sólo en la esfera del comercio se alcanzan cotas más elevadas
que en la industria. Las naves, carabelas y galeras que salían de
Cádiz y Sevilla hacia América y que solían, incluso, ser de pro
piedad privada, son las que transportan el oro y la plata y llevan
alimentos y demás enseres necesarios para la subsistencia de los
colonos. Otras relaciones comerciales se establecen por inter
medio de Barcelona y Valencia, principalmente con Sicilia y
Cerdeña; y con los Países Bajos y Alemania a través del puerto
de Bilbao. Pero «Carlos I había acumulado tantos dominios y
debía sostener tal cantidad de guerras que le hacían dilapidar,
prácticamente, lodo el oro que venía de América», afirma
Chaunu. Y agrega: «Su querer defender la unidad católica e,
incluso, mantener un sólido dominio en los reinos que ya tenía,
lo condicionaba a actuar de manera ineluctable. Trágicamente
incontenibleJí.»
Todo este sistema económico-financiero que se sustentaba
en la contradicción fundamental de estimular una sociedad indivi
dualista, destruyendo a la vez el aparato productivo feudal, os
tentaba una base jurídica y administrativa tan complicada y ar
caica que, posteriormente, iba a reflejarse en los rasgos de la
colonización de América. Y en este aspecto, la acción de Cortés
sobre México resulta paradigmática. Con otras palabras: una
conquista a lo condottiero —veloz, diestra e implacable— y una
organización arcaica e ineficaz sobre la base de la encomienda n .
Por su lado, si el emperador Carlos I tenía sus secretarios
particulares que le orientaban y le aconsejaban sobre las más
diversas cuestiones, y si solía residir en España, había nacido
fuera y tenía más apego por las tierras y los problemas de Ale
mania y Borgoña. Anécdota, pero iluminadora: cuando Carlos I
desembarca en 1517 en Asturias, la gente no le recibió protoco
lariamente, sino al revés. Y como, incluso, Carlos no sabía ha
blar bien el castellano, aun teniendo algunos consejeros caste
llanos, eran los extranjeros (el señor de Chiévres, borgoñón, y
Gattinara, italiano) quienes decidían. Los empréstitos y otras
actividades de alto nivel los resolvía fuera; y cuando se enfrenta
con las dificultades planteadas en Castilla, con la sublevación de
los comuneros, y en Valencia, en la lucha contra las germanías,
las soluciona con una óptica extranjera.
«No pudo residir en Alemania, su región natal, y su preocu
pación mayor fue el peligro de los príncipes protestantes. Y
optó por España, pero para gobernarla como un príncipe ale
mán» —escribe Clarence Haring—.«Y a América, con el criterio
sobreviviente del feudalismo español sumado al saqueo proto-
capitalista de los Fugger y los VVessler 24.»
17
Prueba evidente: el aparato legal siguió subsistiendo y las
Cortes, aunque perdieron aún más importancia con respecto a
la que antes tenían, las pocas veces que se las convocó fue para
solicitarles infructuosamente los informes de Hacienda. En
cuanto a las Cortes de Aragón, se reunieron muy pocas veces a
lo largo del reinado de Carlos 1 (1517-56), y cuando lo hicieron,
apenas fue para tratar cosas de puro trámite y muy poca deci
sión.
A partir de la Santa Hermandad, constituida bajo los Reyes
Católicos (con una función homologa a la de la policía mo
derna), un ejército cada vez más profesionalizado y exigente
—los tercios— le permitían a Carlos hacer sus guerras y «defen
der la paz cristiana». Pero estos tercios —auténticos mercenarios
en los hechos— tenían un contingente de soldados más y más
grande, y como su equipamiento en material era de fundamen
tal importancia, en su conjunto, representaba otros gastos muy
elevados: «Porque si las víctimas eran flamencas o luteranas, la
corrosión se daba en América y el heroísmo en España i5.»
Para recaudar los impuestos que se le concedían en las Cor
tes, existía la Hacienda: centralizada ya en tiempos de los Reyes
Católicos, se utilizaba a los veedores que se encargaban de reco
rrer las ciudades y los pueblos para tal misión, sirviendo —ade
más— como sistema de informaciones para el monarca. Recau
dación de impuestos y tarea controladora que —previsible
mente—, provocaban toda suerte de conflictos y reacciones vio
lentas 26.
Pero si esas contradicciones se crispaban en la Metrópoli y
en torno a Carlos I, en México —y a través de esa mediación
paradigmática que representa Cortés— llegarán al paroxismo.
18
Ahuitzotl, se había librado en la ciudad próxima a México lla
mada Hejozt/.ingo.
La madre de Moctezuma II había nacido en Tula (ciudad
tolteca), de ahí que el dios Quetzalcoatl-Topilzin tuviera para él
una resonancia y un valor decisivos, conservando —de manera
obsesiva— la conocida historia del regreso del dios Quetzalcoatl
a México, mito que los aztecas habían heredado de los primiti
vos toltecas (4800 a. C.).
Moctezuma II, pues, estaba imbuido de un profundo senti
miento religioso, debido fundamentalmente a este pasado que
le condicionó a exaltar, durante su mandato, el peregrinaje a
Teotihuacan —a 40 kilómetros de México— para adorar allí al
gran dios Quetzalcoatl (creador del mundo y del hombre, maes
tro originario de la agricultura y las artes y que, habiendo desa
parecido, volverá para redimir a su pueblo) 21.
Como se había distinguido en las diversas experiencias gue
rreras, prácticas normales entre los aztecas (sobre todo, entre la
clase noble y media), durante su -mandato, Moctezuma II em
prendió guerras y luchas con los pueblos vecinos logrando ex
tender hasta el reino mixteca y hasta las tierras que habitaban
los zapotecas los límites del poder de l enochtillan.
De las 38 ciudades que, a la llegada de Hernán Cortés a
México, controlaba el imperio azteca bajo su poderío obtenía
(según las versiones del códice mendocino y del códice de tribu
tos) 7.000 toneladas de azúcar, 4.000 toneladas de frijoles y
amarota y semilla de salvia, sal, pimienta, cacao, tabaco, 200.000
libras de algodón, 10.000 medidas de tela, 150.000 taparrabos,
30.000 manojos de plumas preciosas, oro, turquesas, jade, in
cienso, conchas, pájaros y miel. Y, además de todo esto, esclavos
y víctimas para los sacrificios rituales, cuyo valor era enorme,
dado que para el mundo azteca, el sacrificio a los dioses conse
guía de ellos aplacar su ira y lograr mejores cosechas. Tal era la
presión que ejercía Moctezuma sobre sus convecinos caídos bajo su
dominio. Y consiguiente será el desquite que intenten tomarse a
través de sus posteriores alianzas con Hernán Cortés 2®.
Para conseguir todos estos privilegios, Moctezuma no sólo
prolongaba la línea trazada por un eje como Itzcoatl (fundador
de Tenochtitlan hacia 1325), sino que había seguido un pro
ceso educacional muy riguroso y complejo hasta haberlo sobre
pasado ampliamente en sus difíciles y duros ejercicios.
Es que los hijos de la nobleza, para su ascenso y educación,
debían pasar por la escuela de la clase alta llamada Tlatchitli:
allí practicaban diversos ejercicios, entre otros, el llamado Cal-
macec (juego de pelota semejante al «pelotari» de los vascos,
aunque no se realizaba sólo con las manos como en las provin-
( ¡as vascongadas, sino con las piernas y las rodillas, lo que exigía
mayor rapidez a los que participaban en él y una gran dureza
para conseguir los valores aristocráticos y marciales).
19
Este juego, aparte del valor educativo, implicaba un claro
sentido aristocrático, pues sólo podían acceder a él quienes per
tenecían a la clase alta.«El karateka señorial y agresivo presenta
curiosas homologías con el azteca jugador de Calmacec29.»
A veces, para que este juego tuviera más interés y emoción y
sirviera a otras personas de distracción como espectáculo, los
miembros de la aristocracia apostaban grandes cantidades a fa
vor o en contra de los distintos jugadores que actuaban en él. Y,
dado qu*. este tipo de juego se practicaba, sobre todo, en las
escuelas, Tlalchitli, normalmente situadas en el centro de la ciu
dad y cerca de los templos, lo religioso guardaba una especial
vinculación con la vida concreta y educacional en la sociedad de
México. Se dijo educación señorial y castrense, pero profunda
mente impregnada de normativismo y rigidez.
En este ambiente se va formando la personalidad de Mocte
zuma. Y es así, como una vez concluidos sus estudios en esa
escuela marcial (que no eran demasiado extensos en tiempo,
pues, aparte de los violentos juegos que hemos ejemplificado,
sólo faltaba la enseñanza de la religión para la cual seguían
cursos especiales), se vinculaba con quienes serían los futuros
sacerdotes. Nada de extraño tiene, por lo tanto, ver a Mocte
zuma, en sus momentos de mayor perplejidad, buscar apoyo y
consejo en los sumos sacerdotes, varios de los cuales habían sido
antiguos condiscípulos30.
La lectura y la escritura se atenían a formas jeroglíficas que
exigían un aprendizaje logrado en la tribu de cada sujeto más
que en la escuela; y si la mayor parte de la población permane
cía al margen de este saber, Moctezuma aprendió este arte jero
glífico, aunque tenía, como es lógico, personas a su servicio que
se dedicaban a este oficio con total dedicación.
Después de recibir estas instrucciones básicas, el modelo
humano que representa Moctezuma privilegia la actividad cas
trense, especializándose directamente en ella: las incursiones
guerreras sobre otras tribus o civilizaciones limítrofes para so
meterlas, se multiplican de manera que Moctezuma, durante su
reinado, consiguió subyugar a muchos pueblos a los que, des
pués, les cobraba impuestos cuantiosísimos para cubrir sus nece
sidades.
En la guerra de conquista, debido al sentido religioso y cultu
ral del azteca que ejemplifica Moctezuma, era más importante
capturar al enemigo que matarle, pues, dentro de su lógica, un
capturado podía servir para ofrecerse cruentamente a los dioses
o, bien, para que trabajase las tierras como esclavo. De ahí que,
cuando un guerrero azteca capturaba un enemigo se le daba el
grado de ¡yac, y si este guerrero lograba capturar a cuatro ene
migos ya se le consideraba un trquina.
Pero no eran éstos sólo los grados o ascensos que podían
conseguir los guerreros; y si bien, por todos estos grados pasó
20
Moctezuma, logró finalmente el de «Aguila de Chichimec», de
nominado también otomití. Y como demostró aún mayor valor y
audacia en la lucha, consiguió llegar a la distinción de los «caba
lleros águila» y de los «caballeros jaguar», jerarquías consagra
das a Huitzilopchotli, dios de la guerra. Es decir, que Mocte
zuma, aparte de sus privilegios dinásticos, corroboraba con su
vida un modelo de la cultura azteca.
El grado más alto al que se podía llegar en la lucha de con
quista era el de uno de los «Cuatro Grandes»: cuatro generales
supremos que tenían bajo su mando las principales divisiones de
la ciudad de México. Y ese nivel lo adquirió Moctezuma en su
quehacer de guerrero.
Y como estos ascensos no sólo eran un acrecentamiento del
mérito y del grado, sino que iban unidos a grandes recompensas
económicas y signos externos de ropajes y adornos, Moctezuma
(como los otros guerreros más sobresalientes), se enorgullecía
de manera ostensible de sus vestidos de una gran fastuosidad, y
de sus tocados alambicados con plumas y arreos de mimbres
que semejaban la estructura de un águila con su juego de plu
mas. Además, ese nivel social implicaba el uso de esmeraldas en
la nariz y en los labios e, incluso, la espectacular e intimidante
exhibición de vivos colores en la cara.
Pasadas todas estas enseñanzas y pruebas, y después de ha
ber asistido a violentas batallas que lo corroboraron en su cali
dad de heredero excepcional. Moctezuma fue elegido entre los
grandes de México y accedió a la jefatura de Tenochtitlan y de
las acrecentadas regiones sometidas con todos los privilegios que
este cargo suponía. Así, el palacio donde habitaba, situado en el
centro de la ciudad de México, junto al templo principal, era
«un edificio relumbrante, monumental y lleno de color». Con
estancias grandes y numerosas que manifestaban un peculiar
i ('finamiento en la decoración 3I.
Para su servicio M<x'tezuma había escogido unos tres mil
diados, en su mayoría hijos de la nobleza azteca. Muy aficio
nado a las flores y a los arbustos, sus jardines resultaban autén
ticas colecciones botánicas: y, según el códice Badianux, era po
sible clasificar unas mil plantas en México: asi como los pájaros
que habitaban en el palacio de Moctezuma permitían «coinpa-
i.irlo sin desmedro con el más rico de nuestra España» (Bernal
Díaz).
En la cotidianeidad de Moctezuma aparecen también sus
loiicubinas, aunque su relación con ellas (según nos cuenta
Ifrrnal Díaz del Castillo) nadie la conocía, pues «era muy dis-
i teto y cauteloso»; y solía acudir «bien bañado y cuidado su cutis
\ pelo con ungüentos muy olorosos». Actitud que implicaba no
solo razones personales, sino pautas culturales especialmente
imidas de ritualismo 33.
Comía atendido por cuatro sirvientes, muy adornados y con
21
aspecto señorial, pero que no podían mirar a los ojos a Mocte
zuma, pues era tanta la importancia de una etiqueta hieratizada
al máximo que no sólo hubiera sido una injuria social, sino una
infracción religiosa. Así es que estos cuatro sirvientes que per
manecían con ¿1 debían estar de pie y solamente tomaban de
aquello que les concedía Moctezuma.
Además, el servicio de la mesa era atendido por otros servi
dores que le llevaban cuanto Moctezuma pedía: tortas de maíz,
carnes de caza de las más variadas, pescado, y frutas que le
hacían llegar de los lugares más apartados de México. Una vez
acabada la comida, usaba unas yerbas que se ponía en la boca y
de las cuales inhalaba humo. Obvia afición al tabaco que, a lo
largo del siglo xvi, sería divulgada con creciente éxito en Eu
ropa.
También, mientras Moctezuma comía, había unos bufones
(generalmente enanos o deformes) que le distraían con juegos,
bromas o canciones burlescas. Y, después, cuando se retiraba a
sus habitaciones para descansar, era cuidado directamente por
alguna de sus concubinas o por varios de sus cortesanos.
Cuando salía del palacio (salidas que se convertían en festi
vidades populosas) le portaban en litera; y cuando se bajaba de
ella, le disponían sobre el suelo grandes tapices utilizados como
alfombras. Todo ese ritual servía para exaltar su persona. Por
que si Moctezuma llevaba el cabello largo y sus orejas «estaban
punzadas con adornos y guirnaldas de un colorido y resplandor
tales que contribuían a subrayar su dignidad imperial», y «su
piel era muy fina y su talle y aspecto robustos y, a la vez, refina
dos» (Bernal Díaz), su tono, en general, era de una intensa
gravedad. Escrupulosa y tácticamente solemne.
Su vida, por lo tanto, era una mise en scene permanente y él
cumplía su papel al pie de la letra: desde su mirada que, al
mismo tiempo de ser seria, mantenía un toque de afabilidad,
hasta su trato con las personas con quienes hablaba, especial
mente controlado en una seductora mezcla de finura y fir
meza M.
22
implicaba no una historia, sino ciclos, repeticiones implacables
con cada una de las cuales se empezaba desde cero. De ahí que
la tradición ancestral que aseguraba que Quetzalcoatl (serpiente
con plumas preciosas) debía retornar a México, presuponía —a
la vez— un retorno inaugural y el fatalismo azteca ante ese
proceso.
Por eso, Moctezuma —siguiendo la racionalidad interna de
su propia concepción del mundo—, interrogaba a los sacerdotes
sobre los sucesos extraños que iban apareciendo frente a la costa
mexicana desde 1517 y 1518 (con las expediciones de Fernán
dez de Córdoba y Juan de Grijalba). Su ansiedad se correspon
día con su lógica. Eran las noticias que le llegaban por medio de
sus mensajeros. Y los sacerdotes tenían, por respeto y temor
hacia Moctezuma, que responderle satisfactoriamente, de lo
contrario corrían el riesgo de perder sus vidas: si afirmaban el
peligro, resultaban nefastos; si lo negaban, parecían inexpertos
o adulones.
Un día, según los relatos recogidos por Sahagún, un mace-
gual, hombre de estado humilde, pidió audiencia y le habló así a
Moctezuma:
—Señor y rey nuestro, perdona mi atrevimiento, yo soy na
tural de Mictlan Cuauhtla; llegué a las orillas del mar grande y
vi andar, en medio de la mar, como una sierra o cerro grande
que andaba de una parte a otra y no llegaba a las orillas. Y esto
jamás lo hemos visto, y como guardas que somos de las orillas
de la mar, estamos con cuidado.
Moctezuma se limitó a decir:
—Sea enhorabuena; descansad, pues.
»Y este indio que vino con esta nueva no tenía orejas, que
era desorejado; tampoco tenia dedos en los pies, que los tenía
cortados. Díjole Moctezuma a Petlacalcal:
—Llevad a éste a la cárcel y ponedlo en la cárcel del tablón y
mirad por él.
»A pesar de esto, el emperador mandó gente para asegurar
bien qué era aquello. No tardaron en llegar los mensajeros y
decirle que era verdad que andaban como dos torres o cerros
pequeños por encima de la mar y que caminaban muy deprisa.
Negados a México, fueron a ver a Moctezuma a quien hablaron
con la reverencia y humildad debida. Dijéronle:
—Señor y rey nuestro, es verdad que han venido no se qué
gente y que han llegado a orillas de la gran mar, las cuales
andaban pescando con cañas y otros con una red que echaban,
hasta que tarde ya estuvieron pescando y, luego, entraron en
una canoa pequeña y llegaron hasta dos torres muy grandes y
subían dentro. Las gentes serían como quince personas con
míos como sacos colorados y otros de azul y otros de pardo y
verde y de un color sangriento, otros de encarnado, y en las
<ahezas algunos traían puestos unos paños colorados a manera
«le comales pequeños que deben de ser guardasol y las carnes de
23
ellos muy blancas, más que las nuestras, excepto que todos los
más tienen barba larga y el cabello hasta la oreja les da.
• Moctezuma estaba cabizbajo que no hablaba cosa alguna M.»
El nuevo ciclo de los antiguos mitos abría su proceso. Quet-
zalcoatl revivía y se reencarnaba, bajo la forma de un nuevo
dios: Cortés. Los emergentes de los bordes atlánticos se ilian a
enfrentar ” ,
25
haber terminado ia carrera de leyes, se mostró muy apto para
las letras y para las armas, quizá más para estas últimas, ya que
estaba dispuesto a empuñar la espada y, también, a batirse con
las armas de la negociación, en las que dio muestras de ser un
maestro inigualable. Pues sabía combinar la destreza verbal y la
del pensamiento y sumarlo magistralmente con el batirse de
armas y luchas enconadas, llevando adelante aquello que era
preciso hacer en cada instante M.»
El afán de aventura y la afición por las armas —que cada vez
más condicionaban su marco cotidiano— no le dejaban tran
quilo, lo inquietaban, lo desafiaban, y al poco tiempo de llegar a
su pueblo, intentó marcharse con Gonzalo de Córdoba, el mili
tar que organizó la infantería española, convertida, después, en
«los Tercios» bajo el reinado de Carlos I (1517-56), y que estaba
llevando adelante las campañas guerreras en Italia. Sin em
bargo, en esa coyuntura, le propusieron a Cortés un proyecto
sin duda más favorable: enrolarse con Nicolás de Ovando que
salta hacia América. Pero —según los cronistas— algunos incon
venientes familiares le frustraron ese proyecto.
Sin embargo, en 1504, cuando sólo contaba diecinueve años,
se embarca en Sanlúcar de Barrameda hacia las Indias, hacia
Hispaniola (lo que hoy es Santo Domingo) y, desde un co
mienzo, va evidenciando su capacidad para la lucha, para la
conquista. Y, sobre todo, para la diestra negociación.
Porque si en el 1511 pasa con Diego de Velázquez a la isla de
Cuba, donde sigue su adiestramiento como soldado, en lo que
realmente va obteniendo prestigio es en su habilidad adminis
trativa. Puesta de relieve, de manera especial, en sus funciones
como secretario de Velázquez, que acababa de ser designado
gobernador de Cuba. Significativamente, Wagner establece un
paralelo entre el Cortés del siglo xvi y el Clive de la India del
siglo XVlli: burócratas ambos, de mediana formación intelec
tual, hábiles en lo administrativo que, de pronto, el contexto
expansivo de sus respectivos imperios les abre la posibilidad de
transformarse en conquistadores.
Por eso, si la estancia de Cortés en Cuba le permitió integrar
su actividad administrativa con su aprendizaje paulatino en las
actividades de la conquista, en ningún momento descuidó el
cultivo de la tierra y el cuidado del ganado. «Maduraba el con
quistador aún larvado —nos precisa Wagner— incluso en sus
aspectos atípicos. Pero, a la vez, se enriquecía como cualquiera
de los recién llegados 40.»
De burócrata a conquistador
26
decían que viniese por capitán un Vasco Porcallo, pariente del
conde de Feria, y temióse el Diego Velázque/. que se le alzaría
con la armada, porque era atrevido; otros decían que viniese un
Agustín Bermúdez, o un Antonio Vclázquez Borrego, o un
Bernardino Velázquez, parientes del gobernador, y todos los
más soldados que allí nos hallamos decíamos que volviese el
mesmo Joan de Grijalba, pues era buen capitán y no había falta
en su persona y su saber mandar. Andando las cosas y concier
tos desta manera que aquí he dicho, dos grandes privados del
Diego Velázquez, que se decían Andrés de Duero, secretario del
mesmo gobernador, e un Amador de Lares, contador de su
majestad, hicieron secretamente compañía con un hidalgo que
se decía Hernando Cortés, natural de Medellín, que tenía indios
de encomienda en aquella isla y poco tiempo había que se había
casado con una señora que se decía doña Catalina Suárez, la
Marcaida.»
Ya en el año 1517, con la expedición de Hernández de Cór
doba, se había llegado a México, a sus costas, y se había tomado
contacto, por primera vez, con aquella tierra, pero aún no había
comenzado la acción sistemática de la conquista. Incluso, en los
primeros meses de 1518, Juan de Grijalva había alcanzado la
latitud de la actual San Juan de Ulúa.
Pero a mediados de 1518, Diego Velázquez, gobernador de
Cuba en aquellos momentos, buscó a alguien estimado eficaz (y
de su con lianza) para que emprendiese la conquista de aquellas
tierras y lograse resultados económicos más de acuerdo a sus
expectativas. Entre tanto buscar dio con aquel hombre del que
sus antecedentes, amigos y eficacia administrativa le otorgaban
una garantía de ecuanimidad. Además, Hernán Cortés había
reunido algunos dineros que le permitían colaborar, concreta
mente, en disponer y organizar la expedición.
Para evitar contratiempos y superar las quejas de sus rivales,
tomó gran cuidado en su preparación: desde verificar la lealtad
de los hombres que elegía, hasta la pericia de los pilotos, pa
sando por la probada capacidad de sus lugartenientes 4I.
Todos estos aspectos —comunes al comienzo de cualquier
expedición— adquieren especial relevancia en la empresa de
Cortés: la distancia a que se hallaba situada su meta y el «despe
gue» implícito en el alejamiento de sus bases de aprovisiona
miento, le hacen decir a Mauro Olmeda que «empezaba una
segunda fase en la colonización y exploración de América».
En efecto, desde Colón no se había hecho más que «insi
nuar» el largo camino que debían recorrer los conquistadores.
Incluso, el eje de las empresas se va desplazando desde las Anti
llas a la Tierra Firme: será México, Panamá y, luego, el Perú.
Cortés no era delegado de Velázquez como se ha insistido
frecuentemente, sino asociado en la empresa descubridora. De
los diez barcos que formaban la expedición preparada, siete
27
eran suyos o estaban fletados por él, lo cual quiere decir que era
accionista mayoritario en la sociedad formada con Velázquez.
Sin embargo, la expedición estuvo a punto de frustrarse por los
recelos, no injustificados, que a última hora asaltaron al gober
nador de Cuba. Tanto es así que, temiendo Cortés que Veláz-
quez le quitara la jefatura de la expedición, aceleró los prepara
tivos y el 18 de noviembre de 1518 abandonó Santiago de Bara
coa, de cuya villa era alcalde por nombramiento de Velázquez. y
puso proa con sus naves a la villa de Trinidad.
Hallándose en Trinidad, hospedado en casa de Grijalva, lle
garon correos de Velázquez ordenando al alcalde el apresa
miento de Cortés, pero nadie se atrevió a cumplir la orden. No
olvidemos que Cortés llevaba diez naves y un ejército propio. Es
más, en Trinidad se le unieron nuevos soldados y capitanes a la
expedición. Entre los oficiales se cuentan los cinco Alvarados,
Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Cristóbal Olid y
Alonso Hernández Portocarrero.
De Trinidad navegó hasta La Habana y allí completó la tri
pulación y llenó los navios de bastimentos y pertrechos de gue
rra. También el gobernador de La Habana tenía órdenes de
detener a Cortés, pero éste pudo permanecer allí ocho días sin
ser molestado. Es más, en La Habana se le sumaron nuevos
hombres que alcanzarían notable fama en la conquista de Mé
xico.
Como ya hemos dicho, la escuadra de Cortés se componía de
diez naves en las que iban 550 españoles, 300 indios antillanos,
12 caballos y diez cañones.
NOTAS AL CAPITULO 1
28
* Konetzke, Richard, Descubridores y conquistadores de America, Madrid, 1968.
10 R. Konetzke, op. cit.
11 G. Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, México. FCE, ed. 1971.
13 Cfr. G. C. Vaillant. Astees of Místico, Carden City, 1948.
13 Ruth Pike, Enterprise and Adventure, The Genoese m Sevilla and the oprning of
the New World, 1969.
14 Lynch, John, «La cólera de Dios en América: arcabuces, espadas y cruces»,
en rev. Historia 16, núm. 14, junio 1977 págs. 43-52.
13 Sauer, Cari, The Early Spanish Mam, Berkeley, 1966.
14 Cfr. Ruth Pike, op. cit.
17 Cfr. Klein, Julius, The Mesta. A Study in Spanish eeonomic historj, 1279-18)6,
Cambridge. Mass, 1920..
111 John H. EUiot, Imperial Spam 1469-1716. 1963, ed. española Vicens Vives.
17 Jedin. Hubert. The Counál o/Trento. Londres, 1957.
34 Cfr. John Lynch, Spam under the Hahsburgs, 1964.
11 Cfr. Earl P. Hamihon, American Treasure and the Erice Revolution m Spam,
IS0I-I6S0, 1934.
33 Chaunu, Píeme, Séuille et tAtlcmtiquc. IS04-I6S0, 1955-59.
33 François ChevaKer. La formación de los grandes latifundios en México, FCE.,
1969.
34 Haring. Clarence. Trade and Navigation betiven Spam and the Indús in the time
of Habsburgs, 1962.
33 Cfr. Vitar, Pierre, El tiempo del • Quijote., en Europa, 1956.
34 Cfr. André E. Sayons. «La Cenóse du sysléme capilaliste: la platique des
affaires et leurs mentalité dans fEspagnc d u siéde XVI-, en Anuales ifHistorie
Economique et Sociale, 1936.
37 Jacinto de la Sema, «Manual de ministros de indios para el conocimiento de
sus idólatras y extirpación de ellos» (1656), publicado en Anales del Museo Nacional
de México, vol. VI, 1892.
33 Octavio Paz, op. cit.
34 Alfonso Caso, El pueblo del sol, 1953.
30 Francisco Montero, Moctezuma II, espee.. cap. «El sacerdote y el guerrero».
31 Sejourné, L., Arquitectura y pintura en Teotihuacan, ed. Siglo XXL México.
1969.
33 Componente que se le olvida a José Pérez de Bastadas cuando se ocupa de
este problema en Los mestizos de América, Espasa Calpe. Madrid. 1967.
33 Sahagún, Fray Bemardino de. Historia general de las cosas de Nueva España,
ed. Nueva España, México. Cf. Cronistas de las culturas precolombinas. Fondo Cultura
Económica, México, 1963.
34 Sahagún, op. cit
33 Cook, Sherbume F. y Borak, Woodrow, México and the Caribbeans, Berkcle,,
2 vols., 1971-74.
34 Carlos Penetra. Hernán Cortés
37 Germán Arciniegas, Biografía del Caribe.
33 C. Henry R. Wagner, The Rise of Hernán Cortés, ya cit.
33 Henry R. Wagner, op., cit.
40 Henry Wagner, op. cit.
41 Cari Ortwin Sauer, The Early Spanish mam, ya cit.
29
Así veía la llegada de Cortes a México un anónimo artista azteca hacia
1519-1522 (Museo del Vaticano).
2. ACULTURACION, VIOLENCIA
Y ASENTAMIENTO
33
católica y universal». En los hechos, los españoles informaban a
los indios de la existencia de un Dios, cuyo representante —el
papa— había hecho donación de esas tierras al rey y a la reina
de España. Si los indios acataban el procedimiento, los recibían
«con todo amor y caridad»; si se resistían, el conquistador certi
ficaba protocolariamente que «con la ayuda de Dios yo entraré
poderosamente contra vosotros, e vos haré guerra, e vos subje
taré al yugo e obediencia de la Iglesia a sus Altezas, e tomaré
vuestras personas e de vuestras mugeres e hijos, los haré escla
vos».
Este tipo de «requerimiento» fue permanentemente usado
por la expedición de Cortés durante la conquista de México 2.
Era una cuestión, al fin de cuentas, formal, pero que daba paso
a la ocupación y conquista, por la fuerza, de las tierras y rique
zas de los indígenas. Una justificación jurídica de la violencia.
Pero en este caso concreto, el requerimiento no hizo más que
estimular la actitud belicosa de los indios de Tabasco que con
testaron a las laboriosas explicaciones de Aguilar«con una lluvia
de flechas». Se entabló el combate, los indios se batieron «como
buenos guerreros», pero después que los ahuyentaron, Cortés
desenvainó la espada y tomó posesión de aquella plaza en nom
bre del rey de España. A continuación preguntó «si había al
guna persona que se lo contradijese, que él lo defendería con su
espada». Como nadie se mostró en contra, el escribano del rey
redactó el auto.
Esta primera posesión fue agudizando las suspicacias y pos
teriores enfrentamientos de Cortés con Diego Velázquez. Sobre
la marcha —y cada vez más lejos de Cuba— la subordinación se
iba tornando en autonomía. Fenómeno que, si inaugura Cortés,
se repetirá con cada expedición desgajada de «su base» a todo lo
largo y lo ancho de América Latina. Tanto es así que Cortés no
sólo firmó un acuerdo de paz con los indios, sino que les exigió
que, en el término de dos días, volvieran a sus hogares sus
mujeres e hijos y que renunciaran a sus ritos sanguinarios re
gresando a orar ante un altar de la Virgen «con su hijo precioso
en los brazos». Y —como dice Bcrnal Díaz— «estos fueron los
primeros vasallos que, en la Nueva España, dieron obediencia a
su Majestad» 5
Como resultado de esa acción, los caciques de Tabasco lleva
ron a Cortés oro, perlas y joyas; entregándole, además, en tes
timonio de sumisión, veinte mujeres, una de las cuales era una
india joven, llamada Malinche que, con el tiempo, iba a ser una
de las figuras claves de la conquista. Malinche (o Marina «en
cristiano») hablaba la lengua maya y la azteca o náhuatl y, gra
cias a la presencia de Jerónimo de Aguilar y la Malinche —que
se complementaban como farautes—, Cortés contó desde un
principio con un sistema perfecto para darse a entender con los
aztecas: él hablaría en español con Aguilar; éste, a su vez, sir
34
viéndose del maya, traduciría lo dicho a la Malinche y ella se
dirigiría directamente, en lengua azteca, a los enviados de Moc
tezuma. La Malinche, «de buen parescer y entrometida y desen
vuelta... verdaderamente era gran cacica e hija de grandes
caciques y señora de vasallos, y bien se les páreseia en su per
sona», como anota el detallista Bernal Díaz. Agregando un sin
gular detalle que revela no sólo los rasgos de su personalidad,
sino la influencia que ejerció sobre Cortés: el conquistador es
pañol siempre fue llamado por los indios de México «Señor
Malinche».
Después del sometimiento de Tabasco, la armada se dirigió
hacia San Juan de Ulúa, donde fondearon al mediodía del Jue
ves Santo. Al día siguiente, llegaron los primeros emisarios de
Moctezuma. Desde hacia tiempo, los aztecas tenían conoci
miento de la existencia de navios extraños, de sus operaciones y
escaramuzas y de que habían fondeado en diversos lugares de la
costa. El sistema de espías y alertas funcionaba rápidamente. Y
Moctezuma vacilaba entre temores e incertidumbres sobre los
recién llegados: miedo y, a la vez, alegría. Incluso, terror sa
grado y resignación, por la posibilidad de que el recién llegado
pudiera ser Quetzalcoatl (serpiente con plumas preciosas, dios
del viento), deidad fausta, pero cuyo regreso implicaba el fin de
su dominio. Así pues, para salir de su angustiosa perplejidad,
optó por enviar mensajeros cargados de presentes para Quet
zalcoatl, por si el huésped de que había noticia en la costa era «el
dios que regresaba». Y que, si presuponía el fln de una época,
era conveniente aplacarlo para que ese «cierre histórico» resul
tase benigno. De ahí que, según Fray Bernardino de Sahagún,
envió a personas de su confianza para que exploraran a los
recién llegados con el pretexto de comerciar y de vender las
ricas mantas que se tejían en México.
Los enviados —comerciantes, espías y, a la vez, embajado
res—subieron a bordo de las carabelas de Cortés e informaron
que venían de México y que el nombre de su emperador era
Moctezuma. Cortés, ignorando totalmente la condición divina
con que era visto por los ojos de los indígenas, contestó que sólo
venía para verlos y tomar contacto con ellos, asegurándoles que
no se les haría ningún daño. Los aztecas ofrecieron a Cortés las
ricas mantas que habían traído y, además, le brindaron una
comida preparada para él por Moctezuma, quien pretendía ave
riguar así si era Quetzalcoatl. Pero antes de aceptar la comida,
Cortés hizo levantar un altar y decir misa a fray Bartolomé de
Olmedo. Después de la misa, almorzaron todos juntos y, ya en
la mesa, Cortés habló a los aztecas sobre el rey de Castilla, quien
hacía tiempo deseaba la amistad de Moctezuma, concluyendo
por preguntarles abiertamente cuándo podría recibirle.
Los aztecas parecían estar completamente desconcertados,
tanto por la conversación, por el significado de las ceremonias
35
religiosas, como por el despliegue de caballos —«con pretales de
cascabeles»— que culminaron con el atronar de las «muy bien
cebadas lombardas». Cortés no sólo había sido un excelente bu
rócrata, sino que iba evidenciando «una peculiar astucia en tocio
lo que podría ser llamada su guerra psicológica» 4.
Y, de acuerdo a esa táctica, ofreció para Moctezuma una silla
de cadera con entalladuras de taracea, unas piedras margaritas
envueltas en unos algodones perfumados con almizcle, collares
verdes y amarillos de piedras de cristal. Y advirtiendo la impor
tancia de la situación, y «la imagen» potente y, a la vez, bené
vola, se dejó retratar por los pintores enviados de Moctezuma,
condicionando así que los embajadores mexicanos se llevaran
una impresión, a la vez, de fuerza y generosidad de los españo
les. Cortés iba a conquistar, pero su sagacidad —aprendida en
los momentos más rentables de la tradición reconquistadora espa
ñola— le indicaba que el talante de empresario presuponía cos
tos sociales más bajos que el de simple cruzado s.
36
«Frente al avance categórico, se echaba mano del conjuro» *.
Frente a la empiria, la magia. Pero fracasado el hechizo, los
emisarios tendieron en tierra unos pétales y los cubrieron con
mantas de algodón para descargar los ricos presentes que traían
en nombre de Moctezuma. Esta vez los presentes eran más va*
liosos; la riqueza y esplendor de estos regalos daban la medida
elocuente de la perplejidad y del desconcierto que embargaban
a Moctezuma: primero una estela con aspecto de sol, de oro
muy fino, que sería del tamaño de una rueda de carreta; luego,
otra rueda mayor, de plata, con figuras taraceadas e incrusta
ciones de esmeraldas. «El ritual se convertía en obsequiosidad
excesiva; en una suerte de obsecuencia. Es que para la perspec
tiva de Moctezuma, Cortés era otro dios al que había que apla
car». Estas dos joyas con aspecto de planetas, resplandecientes
bajo el sol, deslumbraron a los españoles «y si eso era un don,
cuál no sería lo acumulado» *. Además, los nuevos embajadores
de Moctezuma traían otros presentes menores de oro, plata,
cuero, piedras preciosas, valiosas plumas y algodón y hasta un
casco lleno de polvo de oro. Estos regalos y la revelación de la
existencia de una civilización tan desarrollada, fue para Cortés y
su gente un poderoso incentivo que hizo recrudecer su ímpetu
invasor. La lógica azteca no lo calmaba; al contrario, lo enarde
cía. Los emisarios de Moctezuma tenían órdenes de hacer en
tender a los españoles que su venida a México podía ser nefasta;
y la entrega de estos ricos presentes implicaba una invitación a
que abandonaran el país. Sin embargo, los resultados concretos
fueron inversos, pues Cortés al advertir el valor y la riqueza de
la tierra donde había tocado, comunicó a los emisarios su deseo
de entrevistarse inmediatamente con Moctezuma donde quiera
que estuviese.
«La política de apaciguamiento del azteca promovía todo lo
contrario de su proyecto; como toda táctica conciliadora ante un
imperialista: le hace confundir reposo con impotencia. Y lo exa
cerba en su agresividad» l0.
Había llegado el momento de preparar rigurosamente la
visita al gran emperador azteca. Y en aquel momento. Cortés se
encontraba con un pequeño ejército, poco armamento y ante un
muro natural de doce mil pies de altura. Enfrentado a una
civilización que le acababa de deslumbrar con sus regalos, su
poder y su riqueza, desde sus espaldas no le podían llegar soco
rros de gente, víveres o municiones. De Cuba, más bien, podía
venir un contragolpe de venganza. Sin embargo. Cortés —con
sultando con su gente— acertó con dos ideas capitales: ir en
persona a ver a Moctezuma para estudiar su imperio y dejar en
la costa una fuerza suficiente para que su salida hacia el mar
permaneciese abierta. «La dualidad de la situación le imponía
un doble movimiento. Y Cortés operó con la lógica de los he
chos» ".
37
Rebelión, avances y fundaciones
38
empresa de México, apelando a los modelos más consagrados
en la Península ,3.
De manera correlativa, Cortés, como autoridad local elegida,
actuó enérgicamente frente a las intrigas, encarcelando a los
partidarios de Velázquez y subrayando —mediante todos sus
actos— su nueva autonomía. Sabía que era imprescindible que
toda la armada permaneciese en México y que los disidentes no
podían volverse a Cuba con las manos vacias mientras sus com
pañeros se cubrían de oro y prestigio. De ahi que designase a
algunos de los hombres de Velázquez en los cargos principales.
Nuevamente su perspectiva de negociación prevaleció sobre los
Impetus del cruzado. De manera que una vez resuelta la situa
ción jurídica y ios problemas personales, se trasladó el campa
mento a Quiahuiztlan y se comenzó a construir la ciudad de
Veracruz.
39
mediatamente, se pusieron en marcha hacia Cempoal atrave
sando «paisajes cada vez más verdes y tropicales, y pueblos va
cíos con restos de sacrificios humanos». 1.a fascinación y el re
chazo se entremezclaban en los españoles; y aun sabiendo que
iban á ver a un posible aliado, en ningún momento descuidaban
la guardia y la tropa iba preparada para lodo. A la entrada de
Cempoal, les salió a recibir una comitiva de veinte indios princi
pales que les ofrecieron grandes ramos de rosas. El cacique, por
su lado, se excusó de no salir a recibirles, pues era demasiado
gordo para moverse; y desde entonces Cortés —«que tenía sus
mañas»— y sabia fomentar «las cosas de risa» le puso el apodo
de «Cacique Gordo» (Bernal).
Este jefe indio dio a Cortés y su gente alojamiento cómodo;
y después de comer visitó a los españoles, que le recibieron con
los brazos abiertos haciéndole los usuales «razonamientos y re
querimientos» sobre la santa fe de los cristianos «y el gran poder
del Rey Emperador». Sin embargo, la mayor preocupación del
cacique de Cempoal consistía en insistir en sus quejas y lamenta
ciones contra la tiranía y codicia de Moctezuma y sus hombres
«que les venían a destruir sus sementeras y estancias, y les sal
teaban sus vasallos». Cortés le prometió ocuparse minuciosa
mente de ello cuando se hubieran instalado. Ese problema era
clave en su táctica: no necesitaba «dividir para gobernar», sino
que debía dominar a los que ya estaban divididos. Al día si
guiente, emprendieron marcha hacia Quiahuiztlan. El Cacique
Gordo puso a su disposición cuatrocientos lamentes o mozos de
cuerda que solían llevar a cuestas cargas de unas veintidós libras
a lo largo de distancias que oscilaban entre las cuatro y cinco
leguas. Primer resultado positivo de la alianza: dado que esto
supuso para los españoles un alivio decisivo y el descubrimiento
de que, en lo sucesivo, usarían indias como animales de carga y
transporte de sus equipos, lo mismo que hacían sus caciques.
Quiahuiztlan estaba situada en un monte y se hizo difícil esca
lar aquella especie de fortaleza natural. Y como los españoles
insistían en hacer uso de la artillería y los caballos para intimi
dar a los indios, cuando entraron en el poblado habían huido
todos sus habitantes, excepto unos quince que aguardaban a los
invasores en una especie de «mezquita» (Bernal Díaz) con in
cienso y ceremonias de reverencia y acatamiento.
Apenas había comenzado Cortés a exponerles sus temas fa
voritos de la religión y el Imperio, cuando apareció el Cacique
Gordo; y allí mismo, y con el apoyo de los de Quiahuiztlan, volvió
a plantear el tema de la opresión que ejercían Moctezuma y los
aztecas, ilustrándolo «con lágrimas y suspiros, con escenas de
hijos arrastrados al sacrificio, cosechas arrasadas, hijas y mujeres
violadas por los mayordomos de Moctezuma en presencia de sus
padres e hijos».
Más que estos relatos, lo que interesó a Cortés y a sus capita
40
nes fue el hecho —corroborado ampliamente— de que Mocte
zuma aterrorizaba a la vasta región del distrito totonaca, que
comprendía más de treinta pueblos. Lo que significaba muchos
miles de guerreros indígenas aliados. Entendámonos: aliados,
pero a su exclusivo servicio.
Tan importante era que los de Cempoal se declarasen en
rebelión abierta contra Moctezuma que, en medio de esta reu
nión, al llegar unos indios que informaron de la aparición de
cinco recaudadores de Moctezuma, el Cacique Gordo y el de
Quiahuiztlan palidecieron, se echaron a temblar y salieron preci
pitadamente de la estancia. Y, a continuación, se dispusieron a
preparar un lujoso y suntuoso banquete para sus visitantes: los
cinco calpixques (o recaudadores) de Moctezuma llegaron reves
tidos de mantas lujosas y con un séquito de criados «que les
daban aire con mosqueadores de pluma». Después de haber
comido, los recaudadores amonestaron, severamente, al Caci
que Gordo por haber dado hospitalidad a los «blancos barbu
dos», imponiéndoles como castigo la entrega de veinte hombres
y mujeres para sacrificar.
Una vez despedidos los recaudadores. Cortés —que estaba
atento a esos enfrentamientos— se fue a ver al Cacique Gordo y
le hizo saber que de ningún modo cediera a las exigencias de los
agentes de Moctezuma, puesto que ya estaba bajo la protección
del rey de España. La seguridad que le ofrecía Cortés, hizo que
los de Cempoal cogieran la suficiente decisión como para pren
der a los recaudadores y aprisionarlos (con lo que se llamaba
«pierde-amigos», consistente en un par de collares para el cue
llo, los brazos y las piernas). Esta medida produjo efectos nota
bles, y los españoles adquirieron un rango semidivino ante los
ojos de los totonacas.
Los desniveles técnicos entre una y otra civilización —astu
tamente manejados por Cortés— se convertirían así en privile
gios para los conquistadores que se iban impregnando de reli
giosidad en la óptica del conquistado14.
Límites y privilegios
41
quistadores se pudieron resolver jurídicamente, las que poste
riormente los enfrentaron con algunos misioneros desemboca
ron en largas querellas prolongadas a lo largo de toda la domi
nación española.
De ahí que si los totonacas pensaron en sacrificar a los re
caudadores para que no pudieran informar de lo sucedido a
Moctezuma, Cortés —advirtiendo los límites que les señalaban
los misioneros— obró con prudencia. Ese era un poder al que
no se podía manipular burocráticamente. Por eso, resolvió po
ner bajo guardia española a los prisioneros y por la noche soltó
a dos de ellos con el mandato de que fueran ante Moctezuma y
le comunicaran que ellos —hombres y no dioses— les habían
salvado la vida, que eran amigos y que velarían por la seguridad
de los otros tres.
Por otra parte, los totonacas se dieron cuenta de que, al
haber roto las relaciones con Moctezuma, tenían necesidad de
Cortés para afrontar las consecuencias. Así, pues, expresaron su
deseo explícito de aliarse con los españoles y «dar obediencia a
su Majestad». Era lo que esperaba Cortés. Quien, sin pérdida de
tiempo, mandó al escribano Diego de Godoy que levantara acta
solemne del acto. De esta manera, se concretaban dos hechos
importantes: por un lado, los totonacas quedaban satisfechos
por haberse sacudido el yugo de Moctezuma y sus recaudado
res, y —por otro— Cortés por haber obtenido el apoyo irrevo
cable de un poderoso aliado sin por ello haber roto con un
posible adversario. Y, como Cortés había obtenido información
sobre la amplitud de los enemigos de Moctezuma, llegó a la
conclusión de que la región de Quiahuiztlan constituía una zona
favorable, desde el punto de vista político, para establecer su
base de operaciones. Por ello, sistematizó y apuró la construc
ción de Veracruz, después de haber sellado la alianza con los
totonacas, no sólo aliados sumisos, entonces, sino también sólida
base de operaciones.
Mientras los españoles y sus aliados se hallaban ocupados en
la construcción de Veracruz, llegó otra embajada de Mocte
zuma: el emperador azteca se había enterado de la rebelión de
los totonacas y de que tal actitud sólo podía estar motivada por
el apoyo de los extranjeros. Ya se disponía a preparar una ex
pedición punitiva, cuando llegaron los dos recaudadores que
había liberado Cortés y le contaron su desconcertante relato.
Moctezuma resolvió entonces —ante la nueva situación—, en
viar a dos de sus sobrinos y a cuatro ancianos con regalos valio
sos y con un mensaje en el que agradecía la liberación de sus
recaudadores. Aunque, a la vez, se quejaba del apoyo que ha
bían dado a los totonacas y amenazaba con enviar un ejército
contra los rebeldes. Cortés —prosiguiendo su doble táctica—
entregó a los otros tres recaudadores y les regaló «diamantes
azules» y cuentas verdes, ordenando hacer una demostración a
42
su caballería. Alianzas, conciliaciones y «guerra sicológica» eran
su fuerte. Y, al mismo tiempo, solicitó que perdonaran a los
totonacas por el desacato, pero advirtiendo que no podían ser
vir a dos señores. Ya que, en ese momento, los totonacas esta
ban sirviéndole a él y, por su intermedio, al rey de España. Y
agregaba: ése era un asunto que arreglarían «cuando los españo
les tuvieran el honor y placer» de ser recibidos por el empera
dor de México.
Contradicciones insolubles
43
NOTAS AL CA PITU LO 2
44
3. QUEMAR LAS NAVES Y CONQUISTAR
Charles Gibson,
España en América
E l ejercito expedicionario de Cortes. La Malinche siempre junto al capi
tán y los indios utilizados como porteadores.
Liderazgos americanos y embajadas a España
47
telas de algodón, que aludían al poder azteca y al regreso de sus
antiguos dioses. Para redondear este recurso táctico, Cortés dio
a sus mensajeros el mejor navio y, bajo órdenes estrictas de
poner rumbo al canal de las Bahamas y de allí directamente a
España, Puertocarrero y Montejo salieron de San Juan de Ulúa
el 26 de julio de 1519.
48
agradecida» involucrando a «la cauliva-melancólica» que se pasa
la vida añorando su pasado entre los indios 4.
Había «pie unir y convencer a todos los soldados de la nece
sidad de la conquista de México, pues todavía existían rencillas e
intrigas y ganas de volver a Cuba, condicionadas precisamente
por lo que juzgaban «reparto injusto de riquezas e indias». Y la
ocasión se presentó enseguida. Cuatro días después de partir los
procuradores, un tal Bernardino de Coria informó a Cortés de
que una conspiración formada por un grupo de «parientes,
clientela y cómplices» de Diego Velázquez proyectaba robar un
navio y partir a Cuba para informar de todo lo sucedido al
gobernador de la isla.
La reacción de Cortés fue inmediata. Y, también, el castigo:
Escudero y Cermeño, que parecían ser los cabecillas de la cons
piración, fueron ahorcados; a un piloto llamado Umbría se le
cortaron los pies; y duramente se azotó a dos marineros más.
Estas medidas tan severas las tomó Cortés —dentro del marco
de costumbres de la época y en virtud de la coyuntura inme
diata— para mantener la cohesión de sus hombres. Actitud que
finalmente, le llevó a tomar la decisión de hundir las naves. En
realidad, de anegarlas en un bajío de la playa. La vieja fracción
velazquista, aunque había sido ferozmente castigada, todavía
andaba con ansias de volver a Cuba donde habían quedado sus
haciendas y mujeres. E insistían en pensar —«e clamarlo a vo
ces»—, que era una locura el meterse a conquistar un imperio
tan rico, desarrollado y hostil con sólo quinientos hombres.
Cortés —reiterando sus recursos tácticos— empezó a correr
la voz entre la tropa —a través tic sus amigos—, de que era
mejor deshacerse de los navios a fin de poder utilizar a los cien
marineros que no trabajan en el puerto. Era un personal muy
útil, pero desaprovechado, y que tanto se iba acostumbrando a
la inercia «que mejor nos ayudarían a velar y a guerrear que no
estar en el puerto».
Cortés llamó a los pilotos y los convenció (por medio de
promesas y entregas de oro) de que deberían encallar los navios,
l.os pilotos se limitaron «a ponerlos del través, que no quedasen
más a tos bateles». Encargándose Juan de Escalante de hacer
desembarcar todo lo que los cascos tenían de útil con ellos. Sin
embargo —como al comienzo sólo se destruyeron cinco de los
diez barcos— «la gente vio en ello una calamidad inevitable». Y,
cuando a los pocos días vieron echar a la costa otros cuatro
barcos más, cundió la sospecha y los rumores del motín s.
Entonces Cortés se dirigió a sus hombres abiertamente, con
la convicción de que al destruir los barcos había cortado toda
posibilidad de retirada enfrentándoles de manera categórica a
la alternativa de vencer o morir. Así es que les propuso, como
objetivo categórico, la conquista del imperio azteca. Lo que im
plicaba que, en adelante, tendrían que luchar, ya no sólo por
49
Dios y por el rey como siempre, sino también para salvar sus
propias vidas. Y, último golpe de efecto, «para asegurarse una
lealtad que aún parecía dudosa»: a los que todavía estuvieran
indecisos, les ofreció el único barco que quedaba. Nadie aceptó
la huida. Y Cortés también mandó hundir el último navio.
La suerte estaba echada. Comenzaba, entonces, la verdadera
batalla por la conquista y sumisión de aquellas tierras y hom
bres. De hecho, si Cortés se convirtió en modelo de conquista
dores, su «quemar las naves» implicaba una metáfora que todos
sus imitadores repitieron. Ahora, todos tenían que poner cate
góricamente su proyecto y su apuesta en la tierra y olvidarse de
Cuba y lo que había quedado allá atrás. Sin embargo, el único
que miraba hacia atrás —en medio de su triunfo— era Cortés:
pese a todo, él no tenía la seguridad de que el mundo que
dejaba a sus espaldas no se volviera contra él.
50
tierras pantanosas y arriscadas cruzaron un puerto de montaña
al que pusieron el nombre de «Puerto del Nombre de Dios» por
ser el primero que en estas tierras habían pasado. Y como se
hallaban a más de siete mil pies de altura —en las mayores
alturas de México—, a causa del frío murieron algunos indios
que habían traído de Cuba 7.
Por fin, en el descenso, se encontraron ante la llanura domi
nada por una ciudad llamada Cocotlan (Xocotla). Allí, el cacique
Olintetl los recibió ceremoniosa y sumisamente, pues ya tenía
noticias de su llegada y del poderío de los conquistadores. Situa
ción que, por cierto, ya se iba ritualizando al máximo en cada
una de las paradas; Cortés dirigía a Olintetl su alocución sobre
el poder del gran emperador y la religión cristiana, agregando
que venía a México enviado por Carlos V para mandar a «ese
vuestro gran Moctezuma que no sacrifique ni mate ningún in
dio, ni robe sus vasallos, ni toque ninguna tierra, y para que dé
obediencia a nuestro rey y señor». Luego los españoles hacían
correr a sus caballos y disparaban los cañones para impresionar
a los indios. La intimidación, con todo, era más económica que
otras tácticas posibles. Y Cortés la cultivaba con esmero *.
Avanzaron dos leguas más hasta instalarse en otro pueblo y
fortaleza llamado Ixtacamaxtitlan: allí, no sólo reiteran sus re
querimientos y rituales, sino que son bien acogidos por los natura
les. De ahí que decidieran permanecer hasta el retorno de unos
mensajeros que habían enviado a Tlaxcala, dado que los cem-
poalcses habían sugerido que se ganasen la amistad de los tlax
caltecas, pues eran buenos guerreros y enemigos declarados de
Moctezuma. Cortés no sólo escuchó atentamente esa informa
ción, sino que envió cuatro cempoaleses como embajadores que
fueron recibidos en la casa comunal.
Tlaxcala era una república compuesta por cuatro cantones
federados, representados cada uno de ellos en el Consejo por
un «orador» o tlatoani, y resistía sistemáticamente la ambición
dominadora de México con la que venía sosteniendo una espe
cie de «guerra permanente», flexión decisiva de la cual era el
bloqueo de México, que impedía Ies llegara, a los súbditos de
Moctezuma, productos indispensables como algodón, cacao y sal.
Pruebas y contratiempos
51
lerritorio. camino de México. Los cuatro «tlatoanis» tlaxcaltecas
escucharon en silencio y se fueron a deliberar en secreto; la
opinión definitiva que surgió fue la de invitar a los extranjeros
blancos para que visitasen la ciudad. Mientras tanto, Xicotcncad
el joven, general de los ejércitos tlaxcaltecas, intentaría hacerles
frente en el campo de batalla con la ayuda de los otomíes, tribu
belicosa al servicio de Tlaxcala: si vencía a los conquistadores,
todo quedaba resuelto; de lo contrario, les echarían la culpa a
los otomíes. Es decir, Tlaxcala estaba dispuesta a una alianza
que —finalmente— iba a atacar a sus enemigos tradicionales.
Pero antes quería poner a prueba a sus posibles aliados.
Entretanto, los españoles estaban esperando el regreso de
sus embajadores; en vista de que no llegaban, el ejército se puso
en marcha hacia Tlaxcala el 31 de agosto de 1519: siguieron el
curso del río y, a la entrada del valle, se encontraron con un
muro, paredón formidable y excelente obra de cantería. Resul
taba evidente que, a medida que se acercaban a México, los
síntomas culturales eran cada vez más densos y refinados. Se
detuvieron ante esa muralla para examinarla y evaluarla como
fortificación; y después de dar Cortés una serie de instrucciones
a sus hombres, rebasaron el muro. Según estaban inspeccio
nando el terreno, se encontraron con un grupo de indios que,
en un primer momento, huyeron; pero, luego, les atacaron vio
lentamente matando a dos caballos e hiriendo a algunos hom
bres. El enfrentamiento se generalizó. Pero como los indios «no
conocían otra estrategia que formar apretadas filas al aire libre
con lo que brindaban fácil blanco» a los conquistadores. Cortés
y sus hombres 10, consiguieron poner en fuga a los tres o cinco
mil indios que se habían reunido. Terminado el combate, se
presentaron ante Cortés mensajeros de los caciques locales en
compañía de dos de los cuatro embajadores que había mandado
a Tlaxcala: los mensajeros explicaron,«con grandes muestras de
acatamiento», que lamentaban lo ocurrido, atribuyéndolo a la
indisciplina de algunas tribus.
A la mañana siguiente, llegaron los otros dos embajadores
que faltaban (y que habían conseguido evadirse de los tlaxcalte
cas) y cuando aún estaban relatando lo ocurrido, apareció el
ejército tlaxcalteca con toda su fuerza: «masa de color y mar de
sonido, con plumas y banderas ondeando al viento que desga
rraba el agudo trompetear de sus cuernos de guerra y batía el
terco son repetido de los tepontatífs o tambores de madera».
Los españoles eran unos quinientos, además de los mil qui
nientos auxiliares cempoalescs y unos trescientos hombres de
Ixtacamaxtitlan. Cortés —tratando de no apartarse de su tác
tica— envió al campo de los tlaxcaltecas unos prisioneros para
que les explicaran que venía en son de paz y amistad, pero los
naturales contestaron con rodadas de Hechas y se entabló el
combate. El primer núcleo del ejército tlaxcalteca, de unos seis
52
mil hombres, consiguió —por medio de una retirada sagaz—
arrinconar a los españoles en unas quebradas donde no podían
usar la artillería ni la caballería. Y cuando la acción pudo des
plazarse a la llanura, los conquistadores se encontraron con un
ejército que Cortés cifra en cien mil hombres y Bernal Díaz en
cuarenta mil. Pero los tlaxcaltecas, a pesar de su enorme supe-
riodidad numérica —precaria ante las armas españolas—, termi
naron por retirarse; lo que posibilitó el que los conquistadores
descansaran e instalaran el campamento para pasar la noche.
«En las luchas frontales y en terrenos llanos, lo militar favorecía
a la tradición conquistadora. De ahí que las derrotas españolas
se produjeran sólo frente a tácticas guerrilleras y en terrenos
montañosos» ".
53
expedición punitiva por los pueblos del valle. Sus procedimien
tos —despiadados o astutos— dieron resultado. Tanto es así
que, al día siguiente, llegaron unos mensajeros de Tlaxcala por
tadores de palabras de paz, de cinco indios cebados, incienso de
copal, ricas plumas, gallinas, pan de maíz y cerezas.
«Si eres dios de los que comen sangre o carne —le dijeron—
cómete estos indios e traerte hemos más: e si eres dios bueno,
ves aquí incienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e
pan e cerezas. Cortés contestó: «Yo e mis compañeros hombres
somos como vosotros; e yo mucho deseo tengo de que no me
mintáis, porque yo siempre os diré verdad, e de verdad os digo
que deseo mucho que no seáis locos ni peleéis, porque no reci
báis daño» (Bernal Díaz).
Como los tlaxcaltecas seguían intrigados sobre la naturaleza
de los españoles, el consejo de los tlatoanis convocó a los hechi
ceros y nigromantes para tratar de descifrar el enigma: de esta
consulta llegaron a la conclusión que los españoles eran hom
bres, porque comían gallinas y pan, pero que «por ser hijos del
Sol eran invencibles de día, pero podían ser derrotados de no
che». En realidad, pensaban los técnicos militares de Tlaxcala
que, de noche, no podrían hacer uso los españoles de los caba
llos y artillería. Es decir, que de la experiencia iban infiriendo
los indios las nuevas tácticas que alcanzarían su apogeo con los
araucanos del sur del continente: límite de la conquista arrolla
doramente inaugurada por Cortés ,2.
Nada de extraño tiene, pues, que en los días siguientes co
menzaran a frecuentar el campamento español grupos de indios
que traían gallinas y legumbres para vender; pero que, sin em
bargo, bajo este aspecto inocente, iban a espiar el campamento
para preparar el ataque. Por sorpresa y de noche. En este as
pecto, los hombres de Xicotencatl prefiguran actitudes reitera
das por los araucanos de Caupolicán y Lautaro. O, en el mismo
México, la rebelión de Mixton. Enterado de ello, Cortés apresó
a los indios, les sacó la información y se los mandó a todos a
Xicotencatl con los puños sangrando y sin manos; este es un
hecho que demuestra que el conquistador elige muy bien sus
métodos represivos: sin manos, para anularlo como trabajador
(o desfigurándole el rostro, para que pierda su aspecto hu
mano).
Pese a estas sanciones, Xicotencatl, esa misma noche, se
acercó con su ejército sigilosamente al campamento español.
Pero ya estaban los conquistadores preparados para el ataque y,
duramente, consiguieron hacer huir a los tlaxcaltecas. De inme
diato. aprovechando la depresión india y la tonificada agresivi
dad de sus hombres, Cortés atacó Tompanzingo, ciudad cer
cana, de unas veinte mil casas. Y allí se dedicó a perseguir a los
naturales que huyeron, en su mayoría, hacia los montes. Des
pués de aceptar —de quienes se quedaron— las ofertas de paz y
54
los alimentos que le ofrecieron, Cortés, con el núcleo de su
ejército, regresó al campamento. «La violenta línea mayor de la
reconquista contra los moros, parecía conservar su eñcacia en
América» ,J.
55
nuevo ataque de Xicotencatl fracasó, la victoria de ios españoles
logró un doble efecto: por un lado, impresionar a los enviados
de Moctezuma y, por otro, humillar a los tlaxcaltecas por haber
sido vencidos en presencia de sus rivales tradicionales. Cada vez
más, Cortés se iba conviniendo en el árbitro de la situación. De
ahí a transformarse en la autoridad indiscutida, sólo quedaban
algunos pasos.
Por eso, esta vez los tlaxcaltecas enviaron una embajada con
la sincera intención de pedir paz. La presidía Tlacatecuhtli. Cor
tés los recibió en presencia de los enviados aztecas, lo que dio
lugar a que unos y otros se acusaran e insultaran mutuamente.
Cortés se limitaba a observar y evaluar las luchas y las divisiones
internas entre los diversos conglomerados del pueblo que se
había propuesto conquistar. Finalmente, los tlaxcaltecas comu
nicaron a Cortés que habían cometido un error al luchar contra
los españoles, que estaban dispuestos a enmendarlo y a suminis
trarles todos los alimentos necesarios. Cortés —cauteloso— les
contestó que, como prueba de la real sinceridad de sus inten
ciones, le enviaran una embajada más importante. Triunfante,
al controlar la situación, presentía que todas sus exigencias se
rían acatadas.
Los tlaxcaltecas —ansiosos en ganarlo para su campo— en
viaron entonces como embajador al joven Xicotencatl, el capitán
general de sus ejércitos, como prueba de la seriedad de sus
intenciones. F.I reciente contrincante se convenía de hecho en
rehén. Pero cuando le rogó a Cortés que se instalase en la ciu
dad de Tlaxcala, el conquistador no sólo no cedió a la invita
ción, sino que empezó a maquinar la manera de cómo sacar el
mayor provecho de la situación.
Cuando los tlaxcaltecas advirtieron que Conés seguía en su
campamento y aplazaba la entrada en la ciudad de Tlaxcala
donde se le esperaba con impaciencia, y que los enviados de
Moctezuma permanecían junto a Cortés aguardando el regreso
de dos emisarios que habían enviado a Tenochtillan (los cuales,
al fin, volvieron con valiosos regalos y con la advertencia de que
no se fiaran de los tlaxcaltecas), de inmediato llegó una emba
jada compuesta por los cuatro tlaloams que constituían el go
bierno de Tlaxcala, presididos por Xicotencatl el viejo, Majix-
catzin, Tleheuxolotzin y Cilllpopocatzin y seguidos por numero
so séquito. «Era una carrera competitiva para ver quien adu
laba más al conquistador»
Los caciques tlaxcaltecas explicaron que venían a pedir per
dón por haberle hecho la guerra; que había sido por causa de
Moctezuma, y rogaban que Cortés fuera a la ciudad donde po
nían a su servicio sus personas y haciendas. Cortés le dio las
gracias y les aseguró que hubiera ido mucho antes a Tlaxcala si
hubiera tenido transporte para sus cañones. Inmediatamente
los tlaxcaltecas pusieron a su disposición 500 mozos de trans
56
porte. «La competencia entre los indios se convertía en sumi-
sión. Y ésta, paulatinamente, en esclavitud» 17.
Al día siguiente, a primera hora. Cortés y su ejército se
pusieron en marcha hacia Tlaxcala. La entrada fue triunfal y
humillante. Cortés llevaba consigo a los embajadores aztecas-
mexicanos que, de esta manera, entraron en la capital de sus
enemigos bajo su protección.
NOTAS AL CAPITULO S
57
X o c o tla
O tumba.
Atalaya
Tacuba m\ Texcoco
ME X ICC
l/tapalapa • ' T so m p a n li trigo
Tlaxe ala
uac '
X o ch im ilco • >Chalet/,
M ixqui
Ayot/m go' Flam añaícó ,
Am ecam eci
H uaxot/m ¡
C huíala
Puebla 2 2 0 O t
P ie r r e V ila r
El tiempo del «Quijote *, e n Europa,
1956.
Cortés agasaja a los enviados de Moctezuma (Museo de America, M a
drid).
Entrada, indias e informaciones
... llegaron a nuestro real con otra gran compañía
de principales, y con gran acato hicieron a Cortés, y a
todos nosotros tres reverencias, y quemaron copal y to
caron las manos en el suelo y besaron la tierra '.
61
grupo coincidían. Tanto es así que un día los ancianos de la
tribu entregaron a los españoles trescientas mujeres indias como
regalo. Y, como don especial, cinco doncellas, una de las cuales
era hija de Xicotencatl y que le fue ofrecida a Cortés. El con
quistador aprovechó la ocasión para repetir a los indios que,
primero, debían renunciar a sus ídolos, cesar sus sacrificios hu
manos y creer en un solo Dios verdadero. Y les mostró una
imagen de la Virgen con Cristo en brazos. Sin embargo, los
viejos indígenas le declararon que antes morirían que abjurar
de sus dioses. Vale la pena destacarlo: eran conscientes de lo
que hubiera significado —para el resto de su comunidad— la
abjuración de sus dioses tradicionales. Empero, se dijo una misa
en presencia de los caciques y se bautizó a las jóvenes indias: la
principal de las doncellas, hija de Xicotencatl, la que le habían
regalado a Cortés, fue cedida por éste a Alvarado «y se llamó
doña Luisa y dio a Alvarado hijos e hijas que fueron grandes de
España; una hija y sobrina de Bajixcatzin pasó a llamarse doña
Elvira y se le regaló a Juan Velázquez de León; otras dos pasa
ron a manos de Alonso Dávila y Cristóbal de Olid; y la última de
las cinco fue regalada a Gonzalo de Sandoval». Con este proce
dimiento de cesiones de mujeres (como parte del botín de gue
rra) se estaba esbozando ya todo el posterior y decisivo pro
blema del mestizaje.
Mientras tanto, Cortés seguía recogiendo información sobre
Moctezuma y su imperio. Tlaxcala no era más que una etapa; su
meta real era Tenochtillan-México. No sólo le indicaran que
podía armar a ciento cincuenta mil guerreros que atemorizaban
a todas las comarcas en «sus algaradas», sino de la riqueza y
potencia de la fuerza militar y de los recursos de Tenochtitlan,
construida en medio de una laguna, sólo accesible por interme
dio de tres calzadas interrumpidas por numerosos puentes, en
cuyos costados, casas con azoteas servían de parapeto a los gue
rreros.
Concluida detalladamente su información, y evaluada con
sus capitanes, Cortés se preparó a dejar las cómodas bases de
aprovisionamiento de Tlaxcala y dirigirse hacia México. Preven
tivamente, mandó una expedición de avanzada bajo el disfraz
de una embajada a Moctezuma, cuyos emisarios fueron Pedro
de Alvarado y Vázquez de Tapia. Pero esta embajada tuvo que
regresar sin aportar nada nuevo. A lo sumo, le ratificaron el
poder y la situación estratégica de la capital.
62
aztecas habían realizado frecuentes y violentos ataques contra
Tlaxcala. Los tlaxcaltecas, por el contrario, aconsejaban el ca
mino de Guajocingo (Huexotzingo), ciudad aliada de Tlaxcala;
|>ero Cortés decidió avanzar por Cholula dado que se trataba de
una ciudad grande y bien provista, donde podían permanecer
el tiempo necesario mientras negociaba el modo de entrar en
México sin tener que luchar. Como se va viendo, en ningún
momento Cortés descarta la posibilidad de una conquista que
evite poner de manifiesto los límites y debilidades de sus tro
pas *.
A petición de Cortés, los chololtecas mandaron una emba
jada, pero de«tan baja calidad», que los españoles devolvieron a
los mensajeros protestando por presentar esa gente ante el de
legado del rey de España y exigiéndoles que, en el plazo de tres
días, se presentaran allí los caciques de Cholula a «rendir pleite
sía ante Cortés». En caso contrario «¡ría contra ellos y los des
truiría». Al día siguiente, los de Cholula enviaron a sus caciques,
quienes también se excusaron alegando que el territorio de
Tlaxcala no era seguro para ellos y que, por esa razón no ha
bían acudido antes. Pero, de cualquier manera —al ver el em
puje conquistador y la suma de aliados que había ¡do acumu
lando— se declararon «vasallos» del Rey de España, de lo que
Cortés hizo tomar nota escrita escrupulosamente ante el escri
bano real.
El I de octubre de 1519 el ejército de Cortés se puso en
marcha hada Cholula: acompañaban a los españoles sus aliados
los cempoaleses en número de quinientos, y todo el ejército de
Tlaxcala que Cortés —exageradamente— cifra en cien mil
hombres. Pero, la exageración, si en campaña servía para inti
midar al enemigo, en las Cartas se convertía en justificativo y
autoexaltación.
Muy cerca ya de Cholula, Cortés persuadió a los tlaxcaltecas
para que se retiraran. El conquistador pretendía, a la vez, mos
trarse solo y pacífico (pero con sus reservas). Los de Tlaxcala
obedecieron; aunque quedaron en su compañía unos cinco mil.
De ahí que, cuando los de Cholula salieron a recibirle y le mani
festaron que no creían justo que se permitiese la entrada en su
ciudad a los üaxcaltecas armados, Cortés dio rápidas instruccio
nes de que los tlaxcaltecas acamparan en las afueras de Cholula.
Y sólo entraron con los españoles los soldados de Cempoal y los
tamemes tlaxcaltecas que cargaban la artillería.
Ya en el interior de Cholula, Cortés dirigió a los indígenas
su mensaje ritual sobre la obediencia al Rey de España, el aban
dono de sus ídolos y la existencia de un Dios verdadero. Pero
los de Cholula acogieron con desagrado estos «consejos», pues
su ciudad era una especie de Meca para todos los pueblos fieles
a la religión del Anáhuac y, en particular, respecto del culto del
dios Quctzalcoail.
63
Estos síntomas de malestar religioso sumados al hecho de
que, a la entrada de la dudad, habían observado calles cortadas
con barricadas y otros indicios, confirmaban a Cortés que los de
Cholula no estaban dispuestos a someterse incondicionalineiue.
Un grupo de cetnpoaleses y tlaxcaltecas le comunicó a Cor
tés que habían observado movimientos de personal, preparati
vos para la guerra y para sacrificios a los ídolos. En vista de ello,
se mandó unos mensajeros a los tlaxcaltecas —acampados en los
arrabales— para que estuvieran preparados para intervenir en
caso necesario. Aquella noche Cortés tomó precauciones espe
ciales en torno al campamento, ordenando que todos sus hom
bres permanecieran armados y los caballos ensillados y enfre
nados porque se temía que el ataque combinado de aztecas y
chololtecas tendría lugar antes de que saliera el sol. Entonces,
propuso una reunión de sus capitanes. La opinión que prevale
ció fue la de no quedarse a la expectativa, sino la de atacar a los
chololtecas en su propia ciudad. Realmente, la coincidencia en
tre los recursos de Cortés y las tácticas militares expuestas por
Maquiaveio lo muestran como un sagazcondoltiero de su época 5.
Además, otra serie de informaciones y datos vinieron a con
firmar sus sospechas: una vieja india, mujer de un cacique, fue
a visitar aquella noche, secretamente, a Malinchc para propo
nerle que se casase con su hijo y se pusiese a salvo.«Pues aquella
noche y la mañana siguiente, según estaba acordado y mandado
por Moctezuma, lodos los españoles quedarían muertos o pri
sioneros para alimentar la piedra de los sacrificios de Uitchili-
pochli» (Bcrnal Díaz).
L.a Malinchc —de inmediato— le contó todo esto a Cortés,
l.a serie se venía armando. Y ese era el detonante. Los conquis
tadores, rápidamente, se apoderaron de uno de los caciques que
más activo andaba por los barrios de la ciudad. Lo torturaron y
le hicieron confesar el plan. Y como, al alba, se observó un gran
movimiento y agitación de caciques, sacerdotes e, incluso, un
grupo de chololtecas armados que habían invadido el campa
mento con el pretexto de que el mismo Cortés les había pedido
dos mil hombres para que le acompañasen a México, el conquis
tador encerró a los caciques y, a caballo y con su tropa prepa
rada, encaró a los chololtecas y les dijo que conocía todo su
plan. «E todas sus intenciones.» Después hizo disparar una es
copeta —señal convenida— y, como él mismo escribe al empe
rador: «Dímosles tal mano que, en dos horas, murieron más de
tres mil hombres.»
El combate fue violento y los chololtecas se defendieron
dura y empecinadamente. El mismo Cortés lo cuenta: «Los to
mamos de sobresalto, fueron buenos de desbaratar, mayor
mente que les faltaban los caudillos, porque los tenía ya presos.»
El peculiar pero coherente míu¡u¡<ivelhmo de Cortés sabia muy
bien que «decapitando un movimiento, el resto del cuerpo per-
64
manece desconcertado. Aunque muy bien le puede brotar otra
cabeza» 4.
El combate duró cinco horas. Y las últimas fueron terribles
para los de Cholula: al llegar los tlaxcaltecas, la violencia pasó
de la conquista al desquite. Y de la sumisión a la guerra civil.
65
otra*. Esta táctica de «tira y afloja», impuesta por Cortés, va a ir
impregnando los recursos de Moctezuma en un peculiar juego
dialéctico de enseñanza y aprendizaje mutuo de sus respectivos
estilos.
De donde se sigue, coherentemente, que si bien Moctezuma
de nuevo envió seis mensajeros invitando a Cortés a México
—donde sería bien recibido—, Cortés le mandó una respuesta
amistosa con tres de los mensajeros, pero reteniendo a los otros
tres.
Desde Tlaxcala se observaba una «montaña que fuma» —se
gún la mirada indígena—, un volcán. Y si para los hombres de
México este volcán implicaba una serie de tabúes y temores
religiosos, los españoles —desdeñando ostensiblemente esa
perspectiva— hicieron una expedición de reconocimiento como
muestra de su concepción del valor. Pero, a pesar de que no
pudieron llegar hasta la cima de la montaña descubrieron, sin
embargo, que no sólo existían dos caminos para llegar a México,
sino que el recomendado |>or los aztecas-mexicanos no era el
más indicado. Además, desde lo alto del puerto, descubrieron
los llanos de Culúa y «el esplendoroso espectáculo de las lagunas
y las ciudades» —comenta Bernal— «Y, con el gozo de este
descubrimiento, emprendieron la marcha final hacia México.»
Y si en este momento del avance español, los tlaxcaltecas
ofrecieron diez mil hombres para acompañarlos, Cortés sólo
aceptó mil para que llevaran la artillería y para ayudar a abrir
los caminos. Ayudantes sí, no tanto aliados: porque no eran
demasiado seguros y porque podrían provocar reacciones entre
los de Tcnochtitlan. En cuanto a los cempoalcses. se retiraron:
ellos sí temían que si entraban en México morirían todos. Y
Cortés con ellos.
Ultimo tramo
66
México con sus dos lagos y sus treinta ciudades, «evocando vi
siones encantadas». Fue para los conquistadores como el descu
brimiento de la «tierra prometida». Y Cortés —aprovechando la
coyuntura— calmó las últimas protestas de los viejos velazquis-
tas diciéndoles que si el riesgo había sido grande «el triunfo —ya
al alcance de la mano— sería glorioso».
Aquella noche los españoles durmieron en un alojamiento
mucho más cómodo de lo que se esperaban en esa altura y con
un clima tan riguroso: se trataba de un lugar llamado Quauhte-
chatl, al que bautizaron con el nombre de «El Patio» y que
resultaba ser una especie de paradero para mercaderes ambu
lantes. Aquí recibió Cortés una extraña embajada, en la que se
rumoreaba que venía el mismo Moctezuma. En realidad, el emi
sario se hizo pasar por Moctezuma para ver la reacción de los
españoles ante un despliegue espectacular e intimidante. Pero el
recurso táctico sólo provocó que Cortés despidiera al embajador
irritado con ese procedimiento y, a la vez, intrigado por el signi
ficado de esa suerte de «avanzada de investigación».
Y la intriga del conquistador se trocó en alarma cuando, en
Calpán, recibieron otra embajada más en representación de
Moctezuma, con los regalos y ruegos de siempre. Pero con el
agregado de ofrecer un tributo anual que se declaraba dis
puesto a pagarlo en la costa. Lo inquietante era que el tesón con
que Moctezuma intentaba demorar o alterar el avance de Cor
tés, en cualquier momento podría convertirse en explosión y en
ataque frontal. Los dos protagonistas se iban acercando y cada
uno —por su lado— se esforzaba en averiguar de antemano el
juego del otro.
El 3 de noviembre de 1519 comenzó el descenso español
hacia el valle de México, y «como temíamos la muerte, nos en
comendamos a Dios y a su bendita madre Nuestra Señora»
—comenta Bernal Díaz con su ruda y desenvuelta franqueza.
Hallaron buena acogida y alojamiento en Amacameca. Allí
acudieron a recibirlos delegaciones de Chalco. Chimalhaucán,
Tlalmanalco, Ayotzingo y otros lugares para asegurarse el
apoyo de los conquistadores contra Moctezuma. Incluso, los
mismos caciques les pidieron que se quedaran allí porque peli
graban sus vidas. Cortés respondió: «Ni los mexicanos ni nin
guna otra nación tiene poder de nos matar, salvo Nuestro Se
ñor, en Quien creemos.» Estaba claro, la religión de los conquis
tadores era contar con Dios de su parte. Y Cortés construyó
su discurso solicitando que veinte de entre ellos les acompaña
sen en su viaje a México. «Dios de su lado, pero también rehe
nes» 8.
El 6 de noviembre de 1519, el ejército español se puso en
marcha hacia la laguna de Chalco. Su avance era tan decidido
como cauteloso. Moctezuma, al enterarse, convocó su consejo de
guerra que se hallaba dividido: entre los que opinaban que ha
67
bía que impedir la entrada a los españoles a toda costa y quienes
pensaban que habla que recibirles como embajadores. Podría
hablarse —a riesgo de extrapolar conceptos, aparentemente
anacrónicos— de un ala izquierda y de una derecha. De radica
les y de moderados o, mejor aún, de «halcones» y de «palomas».
Pero el aparente anacronismo de nomenclatura se aclara si ad
vertimos que entre los primeros siempre figura Cuauhtémoc *.
Moctezuma —después de largas vacilaciones y conciliábu
los— decidió enviar a Cacama, el joven rey de Tetzcuco (Tex-
coco), para que intentase convencer a Cortés de que se volviese
atrás; y de fracasar esta propuesta, resolverse a recibir a los
extranjeros.
Cortés, entretanto, había llegado a Ayotzingo, ciudad si
tuada a orillas de la laguna de Chalco y a la que sólo el espolón
de Iztapalapa —que avanzaba entre las dos lagunas— cortaba la
perspectiva de la ciudad. Ayotzingo, pequeño pueblo construido
en parte sobre la orilla y en parte sobre el lago mismo, donde
predominaban las casas de madera sobre estacas, con su estilo
«anfibio», señalaba el umbral de la capital de la confederación
azteca.
Umbral
NOTAS AL CAPITULO 4
69
Entrevista de Moctezuma y Cortes, acompañado este por la iusefxirable
Malinche.
5. LLEGADA A MEXICO Y ENCUENTRO CON
MOCTEZUMA
73
avanzaban hacia los españoles: venían precediendo al empera
dor en persona, cuya litera se veía en la distancia, acercándose
con solemne lentitud a hombros de otros cortesanos, bajo un
palio tejido de plumas verdes. Con incrustaciones de oro y jo
yas. El contraste no deja de ser notable: el lujo deslumbrante de
la tradicionalmente llamada «barbarie» y la fatigada adustez de
los representantes de la «civilización». El refinamiento y la so
lemnidad cortesana de los aztecas y la inquieta avidez de los
conquistadores 4.
El emperador avanzaba entre sus dos parientes: Cacama, rey
de Texcoco a su derecha, y Cuitlahuac, rey de Iztapalapa, a su
izquierda; ambos rígidos e imponentes. Detrás, venían los seño
res de Tlacopán y Coyoacán, vestidos con un esplendor hierá-
tico, pero descalzos.
Cortés se apeó del caballo y avanzó con desenvoltura hacia el
emperador. El español se dispuso a abrazarlo, pero —protoco
lariamente— le advirtieron que no tocase a Moctezuma. De este
modo tuvo lugar el encuentro de dos hombres que condensaban
dos culturas, mutuamente extrañas; frente a frente, por pri
mera vez, cada una con sus tradiciones, creencias, organización
y lenguajes distintos.
Ambos son hombres de casi cuarenta años, de la misma al
tura, uno en avance cauteloso pero decidido, y el otro confuso y
a la expectativa. Pero si Cortés habla desde la necesidad del oro.
Moctezuma lo hace desde la posesión. Y si el primero regala
•diamantes de vidrio», el segundo le «echa al cuello ocho cama
rones de oro».
74
venido. Trabajos habréis pasado viniendo tan largos caminos.
Descansad ahora.»
Las palabras de Moctezuma sintetizan, sobre todo, el com
ponente tradicional azteca que —en esta etapa— condiciona la
actitud como «de entrega» que caracteriza a los mexicanos. In
cluso, un detalle narrado por el propio Cortés en sus cartas
resulta especialmente revelador del talante con que se recibía a
los conquistadores: «Y entonces Moctezuma se alzó las vestidu
ras y me mostró el cuerpo diciendo a mí: —Vcisme aquí que so
de carne y hueso como vos y como cada uno. Y que soy mortal y
palpable.» Este insólito autodesivlamiento, este «desnudarse»
frente al adversario revela su querer despojarse de todo hiera-
tismo y de todo privilegio, mostrarse igual, humano.
Y continúa Moctezuma en la versión de Cortés: «Ved como
os han mentido; verdad es que yo tengo algunas cosas de oro
que me han quedado de mis abuelos; todo lo que yo tuviera
tenéis cada vez que vos quisiérades.» Y le informa el conquista
dor a Carlos V: «Yo le respondí a todo lo que me dijo, satisfa
ciendo a aquello que me parecía que convenía.» Y termina Cor
tés: «En especial en hacerle creer que vuestra majestad era a
quien ellos esperaban. —Aquí está vuestra casa y vuestros palacios
—prosigue Moctezuma—. Tomadlos y descansad en ellos con
todos vuestros capitanes y compañeros que han venido con
vos.»
Como puede advertirse, un diálogo entre alguien que se
pone en evidencia frente a otro que simula. Un conquistado que
se esfuerza por ser transparente ante un conquistador que se
abroquela en su opacidad.
Cortés le pidió a la Malinche: «Decidle a Moctezuma que se
consuele y huelgue y no haya temor, que yo le quiero mucho y
lodos los que conmigo vienen. De nadie recibirá daño. Hemos
recibido gran contento en verle y conocerle, lo cual hemos de
seado muchos días ha y se ha cumplido nuestro deseo. Hemos
venido a su casa, México. Despacio nos veremos y hablaremos.»
Desde ya podemos adelantar que el diálogo seguiría, pero mati
zado por cada una de las coyunturas del proceso. Que iría desde
el protocolo a la tragedia.
De ahí que, en este primer acto del drama, los principales
mexicanos que venían acompañando a Moctezuma desfilaron
ante Cortés reiterándole la ceremonia de besar la tierra.
La multitud —coro secundario por ahora— se agolpaba en
calles y azoteas para admirar a los extranjeros; los jóvenes co
mentaban qué «dioses deben de ser estos que vienen de donde
el sol nace»; los viejos —como resignados— decían: «Estos de
ben de ser los que han de mandar y señorear nuestras personas
y tierras, pues siendo tan pocos, son tan fuertes que han ven
cido tantas gentes.»
Moctezuma —según los cronistas— guió a los extranjeros al
7ñ
edificio más espacioso, lujoso y venerado en la ciudad; era el
lugar que les destinaba como alojamiento: lo que habla sido el
palacio de su padre, el emperador Axayacatl, convertido enton
ces en un templo y, a la vez, en convento de sacerdotisas y
tesorería imperial. En este enorme conjunto de edificios se ins
talaron, con toda comodidad, los casi quinientos españoles con
sus dos mil auxiliares indígenas y la hueste de mujeres que ya
traían a su servicio.
Tomando a Cortés de la mano. Moctezuma lo llevó hasta la
sala principal del palacio, frente al patio de entrada y hacién
dole sentar en un rico escaño todo labrado y armado de oro y
piedras preciosas, le indicó: «En vuestra casa estáis. Comed, des
cansad y habed placer.»
Cortés —adecuándose a la solemnidad de la situación— le
hizo una profunda reverencia y el emperador, con todo su sé
quito, salió de ese palacio a medias templo y cuartel. Y, de
inmediato, el conquistador estudió la situación del edificio
desde el punto de vista táctico; sobre todo, si reunía buenas
condiciones de defensa; distribuyendo a sus hombres y artillería
estratégicamente con la orden de estar apercibidos frente a
cualquier eventualidad.
76
ción más reciente que el que había asignado a Cortés: veinte
puertas permitían el acceso a esta mansión desde las cuatro
calles que limitaban el recinto; tres vastos patios le daban aire y
luz; una fuente ornamental centralizaba el servicio de aguas;
tenía, además, numerosas salas de ceremonia y cien baños.
Todo construido con maderas de notable calidad y cuidada de
coración: las paredes eran de canto, mármol, jaspe, piedra
blanca y alabastro; los techos de cedro, palma y ciprés; con
suntuosas telas de algodón, de pelo de conejo y de plumas cu
briendo el piso y las paredes.
Moctezuma, acompañado de sus sobrinos, los llevó a sus
aposentos particulares, y a Cortés, tomándole de la mano, lo
hizo sentar a su derecha, en un estrado, ordenando que a sus
acompañantes les trajeran asientos y bebidas. 1.a situación era
propicia para que Cortés desarrollara más ampliamente su tema
favorito sobre la religión y el cristianismo. Tema clave: impli
caba, en primer lugar la conversión y, a renglón seguido, la
justificación del vasallaje a Carlos V. Y el argumento fundamen
tal que, por primera vez, le planteaba a Moctezuma: la condi
ción demoníaca de los dioses aztecas. Y, por el revés de la
trama: informar de esta «catcquesis» a la metrópoli le daba a
Cortés un aval de su campaña conquistadora.
Moctezuma le escuchó en silencio y después le contestó que
ya sabía que Cortés siempre iba predicando todo eso por los
pueblos que había pasado, pero que «no hemos respondido a
cosa ninguna deltas —registra Bemal Díaz— porque desde ab
inicio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos.
Ansí deben ser los vuestros, e no curéis más al presente de nos
hablar dellos».
Más aún: riéndose, Moctezuma les advirtió que así como los
de Tlaxcala le habían mentido sobre su condición de dios y
sobre su riqueza, también lo habían engañado a él sobre lo de
los «truenos y relámpagos» de los españoles. Y el mismo Cortés
se vio obligado a reírse admitiendo que los enemigos siempre
mienten o exageran. De manera que este encuentro concluyó
cuando Cortés señaló que era hora de comer e irse y Mocte
zuma literalmente los abrumó «con cortesías». De manera que
los españoles tuvieron «mucho acato, en con las gorras de armas
colchadas quitadas cuando delante de el pasásemos» (Berna!
Díaz).
77
ción de visitar la plaza mayor y el gran Teocalli de la capital, en
el barrio de Tlalelolco; y armado y de a caballo salió Cortés de
su cuartel general acompañado de todos sus jinetes y casi toda
su infantería en formación de desfile: tomaron hacia el norte,
en dirección a Tepeyac, siguiendo una de las grandes avenidas
de la ciudad. Y, a poco de marchar, los españoles se toparon
con el Tianquizüo o Tianguiz, mercado de la ciudad de México:
allí «cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situa
dos y señalados sus asientos» —nos informa minuciosamente
Bcrnal Díaz—.«Los mercaderes de oro y plata y piedras ricas y
plumas y mantas y cosas labradas y otras mercaderías de indios
esclavos y esclavas». Mercado de esclavos que le recuerda los
procedimientos de los portugueses con los negros de Guinea.
Así como ciertas callejuelas intrincadas lo remiten a «la plaza
que hay en Salamanca». Criterio referencial que no sólo le per
mite aclarar sus descripciones a un posible lector español, sino
que le sirve a él mismo para «tomar posesión mental» de un
universo que va descubriendo. Incluso —a través de esas seme
janzas que culminarán con la nueva toponimia que se im
ponga— conjurar la sensación de inseguridad frente a lo desco
nocido s. Empero, por debajo de ese movimiento agitado, casi
convulsivo, de mercaderes y productos, se le escapa lo más sig
nificativo: que ese era el verdadero eje, subyacente, del poderío
azteca. Así como cuando repara en el «agua dulce» que venia de
Chapultepcc, está avizorando su valor táctico.
Del 'I'ianguiz —con «su rumor y zumbido de las voces y
palabras que allí había sonaba más que de una legua»— pasaron
los españoles al Teocalli. El templo mayor frente al gran mer
cado. El imponente escenario ideológico delante de la base eco
nómica estructural 6.
Ya en el atrio de Cu, los españoles admiraron cómo estaba
«todo encalado y bruñido y muy limpio, que no hallaron una
paja ni polvo en todo él»: era el gran Teocalli de Tlaltelolco.
distrito norte de la ciudad, templo tan grande como el de Teno-
chtitlan que se erguía en el centro de México, frente al cuartel
general de los españoles. Construido sobre el mismo modelo, en
forma de pirámide truncada, cuya base tenía trescientos cin
cuenta p:es, en cuadro, mientras la plataforma superior medía
ciento cincuenta. Dos capillas de altura desigual —entre una
riqueza abrumadora y un hedor insoportable— coronaban la
pirámide y ciento veinticuatro escalones, muy empinados, con
ducían a las dos capillas, una de las cuales estaba consagrada a
Huitzilopochtli y la otra a Tezcatlipoca.
En cuanto vio llegar a los españoles al atrio del Teocalli,
Moctezuma mandó a seis sacerdotes y dos de su séquito que
llevasen a Cortés a hombros para evitarle la fatiga de los escalo
nes. Cortés rehusó esa ayuda y fue subiendo los escalones a paso
ligero. Cuando llegaron a las capillas, los españoles vieron las
78
tmulixicallú o piedras para el sacrificio todavía cubiertas de san
gre fresca, recién vertida, de las numerosas víctimas propiciato
rias. El emperador salió de una de las capillas y con sutil cortesía
le dijo a Cortés: «Cansado estaréis. Señor, de subir a este nues
tro gran Templo.» Cortés le contestó: «Ni yo ni los que conmigo
vienen nos cansamos en cosa ninguna.» El diálogo protocolario
se iba crispando: por debajo de una aparente tersura, Mocte
zuma y el conquistador aludían a sus respectivas fuerzas.
Y cuando el azteca le tomó de la mano.y le rogó que mirase
a la gran ciudad que se extendía a sus pies, como un mapa
viviente, verdadero tablero de ajedrez blanco y amarillo sobre
los canales azules o cenagosos que cortaban multitud de puen
tes. con sus tres calzadas, el ir y venir de las canoas, los miles de
casas con sus azoteas almenadas, los eúes y fortalezas tan fáciles
para la defensa y tan formidables como bases de ataque, le
estaba subrayando las dimensiones concretas de su poderío.
Cortés había logrado entrar a esa ciudad. Podía presentir un
sentimiento de futura posesión. Pero, también, de la posible
trampa en que se había encerrado con todos sus hombres.
NOTAS AL CAPITULO 5
79
Palacio real de Tenochtülán (arriba).
Representación de Moctezuma; en la parte superior izquierda, picto-
grama de su nombre (Códice Mendoza).
6. CAPTURA Y ORO DE MOCTEZUMA
83
poder; e también porque, teniéndole conmigo, todas las otras
tierras que a él eran súbditos vendrían más aina al conosci-
miento y servicio de Vuestra Majestad». Como se ve, lo preven
tivo se torna táctica, el propio «carácter» en justificación y el
golpe de mano en política general.
El golpe de mano
84
Berna!— en las que solía salir con todos sus capitanes que le
acompañaban. E ahora fue a nuestro aposento, donde le pusi
mos guardas y velas, y todos cuantos servicios y placeres que le
podíamos hacer.»
Hogueras y grillos
86
diado por jefes y soldados españoles «con el pretexto de prote
gerlo» *.
Sin embargo, esta situación de cierta fluidez respecto de los
españoles había minado la autoridad moral de Moctezuma de
cara a su propia gente, y la oposición contra su política de
apaciguamiento y resignación vino a encarnarse en Cacama (rey
de Texcoco y pariente del emperador), quien obtuvo promesas
de apoyo de los caciques de Coyoacán y de Matlatzinco, ambos
también deudos de Moctezuma, así como de Tocoquihuatzin,
señor de Tlacopán, y de Cuitlhuac, hermano de Moctezuma,
que reinaba en Iztapalapa.
La conspiración llegó a oídos de Moctezuma y éste le in
formó a Cortés. El conquistador intentó que Moctezuma —den
tro de su táctica política— le cediese las tropas para apoderarse
de Cacama y reprimir a los mexicanos. Así los enfrentaba y
dividía, apoyándose en el aval del emperador. Pero Cacama
reunió un consejo de guerra en el que se declaró dispuesto a
acabar con los españoles, pues ni los recién llegados eran inmor
tales ni los caballos animales sagrados ni los cañones lanza
ban truenos. En definitiva, proclamaba que todo eso tenía nada
más que un parámetro humano. Y que ellos eran hombres en
frentados a hombres. Era, por lo tanto, la guerra. Cortés in
tentó, primero, enfrentarlo con un hermano que había sido
desplazado y, luego, lo hizo convocar por el mismo Moctezuma
con el argumento de que desobedecía sus órdenes y de que, en
realidad, lo quería reemplazar en el trono. Cacama acudió a la
convocatoria de su tío emperador y fue apresado.
«Al cual —escribe Cortés— yo hice echar unos grillos y po
ner a mucho recaudo.»
Sometido Cacama y apaciguado el desorden que tanto in
quietaba a Moctezuma, el trono de Texcoco se lo entregó a un
hermano de Moctezuma, llamado Cuicuitxcatl, decidido colabo
rador de Cortés, que fue bautizado con el nombre de don Car
los.
Por otra parte, como Moctezuma concebía su prisión como
un hecho predeterminado por los dioses, y se resignaba a su
papel de «títere», terminó por reconocer, en forma solemne, la
abdicación de su soberanía en favor del rey de España.
La ceremonia se celebró en diciembre de 1519: en una de las
grandes salas del palacio de Axayacatl donde vivían Cortés y
Moctezuma: rodeado el emperador azteca por un brillante sé
quito de notables mexicanos y Cortés de todos sus capitanes y
un gran número de soldados, su secretario, Pedro Hernández,
actuó de escribano real protocolizando el acto. Moctezuma, vol
viéndose hacia sus notables, les dijo que «e que ansí bien dan a
entender que demos la obidiencia al Rey de Castilla, cuyos vasa
llos dicen estos teules que son, y porque al presente no va nada
en ello, y el tiempo andando veremos si tenemos otra mejor
87
respuesta de nuestros dioses». Sus dignatarios acataron el some
timiento de su emperador, pero la humillación apenas si se
disimulaba en sus actitudes. Y, en lo que se refiere a Cortés, el
reconocimiento de la soberanía de Carlos V por Moctezuma
parecía darle la seguridad que ansiaba para poder ejercer una
autoridad absoluta sobre México.
Oro y querellas
89
en su ademán. Incluso, agregó que lo que tenía estaba a disposi
ción de las necesidades comunes; y, sobre todo, que aquel botín
no era más que «un poco de aire» cuando quedaban tantas
ciudades y ricas minas que explotar«para que todos fueran ricos
y prósperos».
Oro y exploraciones
90
El período que va desde el 8 de noviembre de 1519 a princi
pios de mayo de 1520, resultó para Cortés una fase de vertigi
nosa actividad como gobernante: no solamente parecía ir to
mando forma y estructurándose el que fuera el poder concreto
de Anahúac, sino que ya podía construirse una Ilota, mandar
socorro de hombres y material a Santo Domingo y aun a Cuba.
E impresionar a la Corte de España con el poder y cspcctacula-
ridad de su conquista. Incluso, personalmente, vivía como un
potentado: tenía casa «con domesticidad a la española y a la
india», habiéndose organizado una especie de harén, com
puesto, en su mayoría, por hijas naturales que Moctezuma le
había regalado. Y en lo que hace al reparto de la tierra, sus
dominios constituían ya el mayor latifundio de México *.
NOTAS AL CAPITULO 6
91
Plano de Tenochtitlán incluido en la edición latina de la segunda Carta
de Relación de Cortes (Nuremberg, 1524).
IV
7. LLEGADA Y DERROTA DE NARVAEZ
Cari. O. Sauer,
Early Spanish Main,
1966
Hernán Cortes.
Desasosiego azteca y competencia española
95
rando su actitud de sumisión, al sentirse apoyado por su gente,
eludió diestramente esa capciosa invitación. Cortés, advirtiendo
que «la correlación de fuerzas» no le era favorable, optó por
replegarse y le mandó a Martin López y a sus carpinteros cortar
madera y empezar a construir las naves '.
Pero los síntomas adversos no se detuvieron ahí. Y cuando,
como de costumbre, fue a visitar a Moctezuma, éste le dijo:
«Agora me han llegado mensajeros de cómo en el puerto a
donde desembarcaste han venido dieciocho e más navios y mu
cha gente y caballos.» La noticia era categórica. Y Moctezuma
sugería: «porque vienen vuestros hermanos para que todos os
vayáis a Castilla e no haya más palabras.»
Era la primera noticia que tenía el conquistador de la llegada
de más españoles. Y no podían ser de ayuda, sino de competen
cia. O de sanción. Inmediatamente envió a Andrés de Tapia,
hombre de su confianza, para que fuera a Veracruz a cercio
rarse de la noticia. Tapia hizo el camino hasta Veracruz en tres
días y medio; habló con Sandoval que, por su lado, ya le había
enviado a Cortés un informe completo (junto con tres españoles
de la flota recién llegada, de los que había logrado apoderarse).
Pero las novedades no podían ser más alarmantes.
96
pués de ir de un lado para otro en solicitud de una audiencia
con Carlos V y de conseguir sus propios protectores en la Corte,
en marzo de 1520 fueron recibidos en Tordesillas por el joven
monarca.
Pero a principios de abril, tuvieron otra segunda entrevista
en Valladolid, donde pudieron presentarle el quinto real y las
joyas, mantas, piedras preciosas y plumajes provenientes de
México. Bartolomé de Las Casas, testigo de la escena, escribió
entonces: «Quedaron todos los que vieron aquestas cosas nunca
vistas y oídas, en gran manera como suspensos y admirados» 2.
Narváez —hombre de la intimidad de Velázquez— se había
hecho a la vela a principios de marzo de 1520 acuciado por el
gobernador de Cuba que le facilitó todos los medios para el
viaje. Y para enfrentarse a Cortés. Tanto es así, que en uno de
los navios viajaba el licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, de la
audiencia de Santo Domingo, que iba con la intención de cues
tionar al conquistador por sus excesos de autonomía. Pero
cuando la ilota llegó a San Juan de Ulloa (Ulúa), donde Cortés
había recalado casi un año antes, y Narváez decidió fundar una
ciudad, vino a enterarse por intermedio de tres españoles que
apresaron de que, a una legua escasa de distancia, había ya un
pueblo español conocido por Veracruz. Allí residía nada menos
que una guarnición de setenta españoles, aunque la mayoría de
ellos fueran viejos o inválidos, al mando de Sandoval.
Narváez, irritado, mandó de inmediato seis hombres: al clé
rigo Juan Kuiz de Guevara, al escribano Alonso de Vergara, al
deudo de Velázquez, Pedro de Amaya, y a tres españoles más
de prestigio. Debían servir como testigos de lo que. desde la
perspectiva velazqtiista, constituía un despojo. Pero textos ellos
fueron hechos prisioneros por Sandoval. El enfrentamiento en
tre los hombres de Cortés y los de Narváez estaba duramente
planteado.
97
reducido a los informes que sobre Narváez le daba Moctezuma.
Pudo enterarse, entonces, de que Narváez había detenido a
sus emisarios y de que las tropas desembarcadas de Cuba se
componían de ochenta jinetes, ochocientos hombres y doce ca
ñones. Ante una fuerza que lo ponía en desventaja, Cortés —en
su mejor estilo— se dispuso a negociar. Mandó al Padre Ol
medo con varias cartas para Narváez: en una les preguntaba a
los recién llegados quiénes eran; en otra, les ofrecía auxilio si lo
necesitaban y, en una tercera (que debía ser entregada según
conviniera) les prohibía el desembarcar con armas, amenazán
doles con la fuerza de la ley si no daban obediencia inmediata a
los magistrados elegidos en nombre de Carlos V.
Pero como pocos días después de partir el Padre Olmedo,
llegaron a México Guevara, Vergara y Amaya —los tres delega
dos de Narváez presos por orden de Sandoval— Cortés los trató
con especial sutileza, haciéndoles graneles regalos de oro y joyas.
De manera tal que los tres hombres de Narváez, que habían
llegado humillados y como enemigos, quedaron convertidos en
admiradores. Y, al ser puestos en libertad, volvieron a Veracruz
transformados en partidarios de Cortés, hablando maravillas
del conquistador y de su empresa, y provocando adhesiones,
críticas y perplejidades entre las tropas de Narváez, que es lo
que buscaba Cortés 3.
Mientras tanto, como Narváez se trasladó a Cempoal, San
doval creyó prudente salir de Veracruz para hacerse fuerte en
un lugar más propicio; tanto para controlar cualquier ataque,
como para contar con un sitio más estratégico en función de los
contactos con Cortés quien —al advertir estos desplazamien
tos— advirtió la gravedad de la situación y se dispuso a marchar
sobre la costa.
Con este motivo, fue a despedirse de Moctezuma intentando
por todos los medios que no se diera cuenta de la situación de
enfrentamiento entre Narváez y él: contestó con vaguedades a
las preguntas del azteca y dejó en México a Alvarado en calidad
de lugarteniente, con ochenta españoles, advirtiendo al empe
rador que era menester evitar el menor desorden durante su
ausencia.
Empero, antes de salir de México, prestó la mayor atención
a la seguridad de la ¡jequeña guarnición que dejaba atrás: si se
hallaban bien provistos de víveres; hizo reforzar las casas de
Axayacatl hasta convertirlas en una auténtica fortaleza y dejó en
ella a quinientos hombres armados, de los que ochenta eran
españoles (entre los cuales había catorce escopeteros y cinco de
a caballo). Su único error —cuando alguien le advirtió el riesgo
que implicaba el carácter impulsivo de Alvarado— fue no escu
charlo. Y lo lamentó.
Cortés salió de México el 4 de mayo de 1520, A la salida de
la ciudad, ya en camino hacia Cholula, pasó revista a sus tropas:
98
eran setenta hombres; menos de la décima parte del contin
gente de Narváez. Estallan en inferioridad de condiciones. Pero
no ya frente a los aztecas, sino ante otro español. Por eso, antes
de llegar a Cholula. envió mensajeros a los tlaxcaltecas para
pedirles cinco mil guerreros. Sus antiguos aliados le contestaron
que se los hubieran mandado gustosos si se tratase de una gue
rra entre indios, pero como ahora era una lucha contra otros
dioses (teules) y otros cañones, únicamente le enviaban, como
regalo, veinte cargas de gallinas. Cortés interpretó el mensaje: si
él tenía sus tácticas y sus intereses, los de Tlaxcala también
sabían cuándo llevar agua a su molino y cuándo no.
Como compensación, le llegaron dos importantes refuerzos:
Vázquez de León, que regresaba de Coatzacoalco, con ciento
cincuenta españoles; y Rodrigo de Rangel, que llegaba de Chi-
nautla con ciento diez. Reunidos todos en Cholula, verificaron
armas y bastimentos, y se pusieron en marcha. Cortés sentía,
por primera vez, que sus fuerzas ya estaban más equilibradas
respecto de las de Narváez.
Al salir de Cholula, se encontraron con el Padre Olmedo; les
traía noticias del campamento de Narváez: eran alarmantes.
Desde la prisión y envío a Santo Domingo del licenciado Ayllon,
pasando por los contactos entre Narváez y Moctezuma, hasta
llegar al firme propósito de Narváez de tomar posesión de toda
la tierra conquistada. El delegado del gobernador de Cuba no
insinuaba ninguna señal conciliatoria; más bien parecía dis
puesto a sostener una guerra sin cuartel.
Pese a todo, Cortés y sus tropas prosiguieron hacia el golfo
y, cuando ya estaban entre Tepeyac y Quecholac, los corredores
de campo toparon con un español llamado Alonso de Mata,
escribano de Narváez y que, armado de papel y reforzado por
testigos, venia a reducir a Cortés con argumentos legalistas.
Ante esos recursos —tan conocidos por el conquistador— resol
vió echar mano de«razonamicntos más contundentes»: les llenó
de oro y collares y joyas y les mandó de regreso al campamento
<lc Narváez.
Como al llegar a Ahuilizapan tuvieron que esperar dos días
a causa de un temporal. Cortés aprovechó para redactar otra
t arta dirigida a Narváez y se la envió con el Padre Olmedo y el
soldado Usagre, hermano del maestre de artillería que traía
Narváez. La elección había sido muy deliberada, porque tanto el
fraile como el soldado iban muy bien provistos de oro. El argu
mento parecía irrefutable. Y al llegar a Cempoal, mientras el
Padre Olmedo se dedicó a repartir oro entre la tropa. Usagre le
mostró a su hermano el capital que traía. De manera que la
táctica de Cortés resultó tan disgregadora que Narváez comenzó
a sospechar de Olmedo y de Usagre y les amenazó, violenta
mente, con hacerlos prender y ajusticiar •*.
99
Armas y diplomacia
100
servidor de Su Majestad, y suplico a Vuestra Merced que de
lante de mi no se diga tal palabra.» En realidad, sobraban las
palabras; sólo quedaba el lenguaje de las armas.
Asalto
101
cuerpo. Con sus setenta hombres Sandoval trepó, a paso de
carga, las gradas del Teocalti, y, después de una breve y feroz
pelea, logró alcanzar la plataforma superior. Narváez no sólo
asistía, impotente, a la derrota de sus hombres, sino que cayó
herido y gritando: «¡Santa María, váleme, que muerto me han, e
quebrado un ojo!» Los de Cortés, que oyeron esto, se pusieron a
gritar —según Bernal Díaz— «¡Victoria, victoria por los del
nombre del Espíritu Santo, que muerto es Narváez! ¡Victoria,
victoria por Cortés, que muerto es Narváez!»
Los gritos de triunfo —en medio de la noche— resonaban
por las calles de Cempoal. La caballería de Narváez, desconcer
tada bajo la lluvia, había perdido toda eficacia. La artillería,
dominada por los cortesinos, invertía la correlación de fuerzas.
Y la herida de Narváez impedía toda posibilidad de reagrupa-
miento y contraataque. Una vez más, la decisión y velocidad de
Cortés habían decidido una situación a su favor. En este caso,
decisiva para la eliminación de cualquier rival en su campaña de
total dominación de México.
Prisión y sometimiento
102
llamamiento bajo el mando del soldado Barrientos, se les hizo
desfilar a los gritos de «¡Viva el Rey nuestro Señor y Hernando
Cortés en su real nombre.»
Rapidez, magnanimidad y afrenta del adversario. Pero, por
sobre todo, realismo político. Así es como el conquistador hizo
desembarcar de la flota de Narváez velas, timones y brújulas,
obligando a todos los contramaestres y pilotos a jurarle obe
diencia, imponiéndoles por almirante a un hombre de su con
fianza, llamado Pedro Caballero.
Por otra parte, dado que Cortés necesitaba —con urgencia—
capitanes para reorganizar su tropa, a los más renuentes del
campo de Narváez se les convenció mediante dádivas y prome
sas. Y, poco a poco, fue haciendo la conquista de otro ejército,
no sin cierta oposición y algunas protestas de parte de su propia
tropa veterana que ya pensaba en la competencia que se produ-
tiría en el momento de repartir nuevos botines.
Pese a todo, Cortés contaba ahora con un ejército de mil
doscientos españoles, noventa caballos, veinticinco cañones, am
plia munición de guerra, dieciocho navios y un tesoro de guerra
de cerca de un millón de pesos de oro. Nuevamente estaba en la
cúspide. Y, con esa sensación triunfalista, envió a Moctezuma
un mensajero informándole de la definitiva victoria sobre Nar
váez. Pero, poco después, llegaron dos tlaxcaltecas con un men
saje de Alvarado: la ciudad de México se había alzado contra él.
El lugarteniente y toda su guarnición estaban en peligro de ser
exterminados.
NOTAS AL CAPITULO 7
103
La - matanza del templo mayor * (Lienzo de Tlaxcala).
8. LA MATANZA DEL TEM PLO MAYOR
>
J a c q u e s S o u s te lle ,
La pensée cosmologique des an-
ciens mexicains,
1940
Los españoles, cercados, se abren paso por entre los guerreros aztecas
mientras estos se revuelven contra Moctezuma (Lienzo de Tlaxcala).
V
Rehenes y estallido
Versiones
108
El viaje resultó penoso y sólo se pudo soportar gradas a la
ayuda de los tlaxcaltecas, quienes —mientras se tratase de humi
llar a los aztecas— se mostraban dispuestos a todo tipo de cola
boración.
Cuando llegaron a Texcoco, hallaron la ciudad desierta; en
ella sólo les estaban esperando los enviados de Alvarado para
explicarle a Cortés lo sucedido en México: los ataques mexica
nos habían proseguido con la misma violencia a lo largo de una
semana. Pero ya habían transcurrido varias jornadas en medio
de una calma tan total como inquietante.
Las tropas de Cortés dieron la vuelta a la laguna para entrar
por la ciudad de Tepeyac donde no hallaron ser humano. El
malestar crecía entre los soldados y Cortés extremó sus medidas
de seguridad.
Tanto es sí que sólo entró en la capital de México el día de
San Juan. Se daba tiempo; prefería tantear el terreno. Y, a lo
largo de su avance, los indios miraban pasar a los conquistado
res en cuclillas a las puertas de sus casas, inmóviles, con un gesto
enigmático. No ya con la perplejidad o la admiración de la
primera vez. Incluso Cortés advirtió que habían levantado algu
nos puentes, pero prefirió no dar demasiada importancia al
hecho. Sólo cuando llegaron a las puertas del cuartel general
donde Alvarado le entregó las llaves de la fortaleza. Cortés le
exigió explicaciones de lo sucedido:
«Pues hanme dichoque le demandaron licencia para hacer el
areito y bailes» —cuenta Bernal Díaz—. A lo que Alvarado con
testó: «Así es verdad; pero fui por tomalles descuidados, e por
que temiesen y no viniesen a darnos guerra.»
«Pues habéis hecho muy mal —replicó Cortés—, ha sido un
gran desatino.» Y los resultados estaban a la vista.
De la sumisión a la lucha
109
Es muy significativo, en este sentido, el testimonio de Cer
vantes de Salazar quien cuenta que, camino de México, Cortés
comentaba con los tlaxcaltecas los sucesos acaecidos en México
diciendo: «Señores y amigos míos, si estando yo en México con
la gente que visteis, no se osaron desmandar, ¿qué pensáis que
podrán hacer ahora viniendo como vengo con tan pujante ejér
cito?».
Y fue esa actitud personal de Cortés, así como lo reciente
mente sucedido en México, las causas que hicieron cambiar el
tono y las formas en las relaciones con Moctezuma: el azteca se
decidió a ofrecer más oro a los españoles a condición de que se
marchasen sin tardanza no sólo de México-ciudad, sino del país.
Pero Cortés se mostraba cada vez más irritado ante esas
propuestas y exclamaba, según Bernal: «¿Qué cumplimiento he
yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secreta
mente, e ahora véis que aún de comer no nos dan?».
En realidad la situación de equilibrio ya no daba para más.
O, únicamente, que lo detonado por Alvarado llegara al má
ximo con Cortés, que pensaba que su fuerza de ochocientos
españoles y ochenta caballos bastaría para intimidar a un mo
narca de quien se había apoderado antes con cuatrocientos in
fantes y ocho caballos, pero se equivocaba. Y gravamen te. Tanto
es así que cuando Moctezuma recibió un ultimátum de Cortés,
le replicó que era necesario que pusiera inmediatamente en
libertad a uno de sus parientes presos. Era Cuillahuac al que
había que liberar. Y los conquistadores no se dieron cuenta de
que este hermano de Moctezuma, gobernador de Iztapalapa,
poseía suficiente autoridad como para convocar el Tlalocan o
Asamblea, que inmediatamente destituyó a Moctezuma y nom
bró «Uei Tlatoani» a Cuitlahuac.
A partir de este momento, los poderes mágicos inherentes al
cargo supremo estaban depositados en un hombre libre y no en
el Moctezuma prisionero. Correlativamente, la etapa de fácil
sumisión concluía y se abría la de la lucha frontal.
La rebelión se generaliza
110
leza la encontró asediada por guerreros teniendo que abrirse
paso a golpes y cuchilladas.
En cuanto a la situación de los sitiados. Cortés le escribe a
Carlos V: «Y eran tantas las piedras que nos echaban con hon
das dentro de la fortaleza que no parecía sino que el cielo tas
llovía, e las flechas y tiraderas eran tantas que todas las paredes
y patios estaban llenos, que casi no podíamos andar con ellos.»
Más aún: los mexicanos —exacerbados— prendieron fuego
al edificio obligando a los españoles a tirar abajo una pared para
que no ardiera todo el palacio-cuartel. Y la brecha abierta tuvo
que ser protegida, de inmediato, por escopeteros y por la arti
llería para que los aztecas no irrumpieran masivamente.
El combate, generalizado, duró todo el día y toda la noche.
Los españoles comprendieron que se había producido un salto
cualitativo en la situación y se prepararon para el día siguiente.
Sus heridos pasaban de ochenta. Algo insólito. Y entre ellos
estaba nada menos que Cortés, herido en una mano de una
pedrada.
Se decidió, entonces, dado lo crítico de la situación, tomar la
ofensiva a la mañana siguiente; pero la muchedumbre mexicana
era tanta que los españoles disparaban los cañones a bulto, sin
apuntar, abriendo brechas momentáneas que los mexicanos vol
vían a rellenar.
Contra tal marea de guerreros, los conquistadores no tenían
defensa posible: siendo ellos tan pocos, los mexicanos podían
permitirse pérdidas ilimitadas en sus filas hasta lograr desbor
darlos.
Después del segundo día de lucha. Cortés tenía a su alrede
dor un ejército que había perdido ya más de diez hombres y que
contaba con sesenta heridos. Los bastimentos eran reducidos, la
munición escaseaba y la situación general se iba haciendo cada
vez más precaria.
Se decidió, entonces, construir tres aparatos de madera, a
modo de carros de asalto, que llevaran cada uno veinte hombres
dentro entre ballesteros y escopeteros. Los españoles dedicaron
toda la noche y el día siguiente a la construcción de este mate
rial de guerra, sin prestar atención a las provocaciones de los
mexicanos que los injuriaban por no salir a combatir, mientras
lanzaban asalto tras asalto contra los muros.
111
nado monarca dirigió la palabra a los suyos, pidiéndoles que
cesasen la guerra. Pero su gobierno «títere» ya había sido reem
plazado por la facción más combativa.
Bernal Díaz pone en boca de Moctezuma un discurso que,
evidentemente, responde a lo que Cortés acababa de sugerirle:
«Y Ies comenzó a hablar con palabras muy amorosas que
dejasen la guerra e que nos iríamos de Méjico.»
Pero sus palabras carecían de convicción ante esa multitud
agresiva que sentía que emanaban de un hombre sin autoridad
oficial ni prestigio personal.
Cuauhtémoc (Guatemocin o Guatemuz, de acuerdo a los
cronistas), se hallaba entre los que abajo le escuchaban con ira,
desprecio y dolor; tenia dieciocho años apenas, pero era prín
cipe de sangre real, hijo de Ahuitzotl, predecesor de Mocte
zuma, y de Tlillacapantzin, princesa que descendía de Acama-
pitl, primer rey de México, lo que contribuía a convertirlo en el
jefe del ala más exaltada de la rebelión. De ahí que, sin poder
aguantar más la actitud conciliadora y derrotista de Moctezuma.
Cuauhtémoc exclamó:
«¿Qué es lo que dice este bellaco de Moctezuma, mujer de los
españoles? Como a vil hombre le hemos de dar el castigo y
pago.»
Y, seguidamente, le asestó un flechazo. Lo que provocó que
llovieran piedras y dardos sobre el ex-emperador al que los
españoles protegían con sus rodelas. Pese a esa defensa, lo al
canzaron tres piedras, Moctezuma cayó herido y durante tres
días estuvo agonizando hasta que, al Fin, murió. Significativa
mente, ante el lamento unánime de los conquistadores: «Cortes
lloró por él, y lodos nuestros capitanes y soldados, c hombre
hobo entre nosotros de los que le conoscíamos y le tratábamos
de que fue tan lorando como si fuera nuestro padre. Y no
hemos de maravillar dello viendo que tan bueno era», sintetiza
Bernal.
La huida de México
112
camino y de las azoteas que lo dominaban; pero aunque las
tropas, apoyadas por tres mil tlaxcaltecas, combatieron toda la
mañana, no pudieron avanzar gran cosa frente a la masa de sus
enemigos. Y hacia mediodía —apunta el cronista— «nos volvi
mos con harta tristeza a la fortaleza».
Con la agresividad exacerbada por esta victoria, los mexica
nos se apoderaron, en un audaz golpe de mano, del gran Teoca
li* frente al cuartel general de Cortés, y volvieron a colocar los
dioses en sus capillas. Desde allí, podían organizar una posición
militar de primer orden, dado que dominaba el cuartel general
español.
Cortés comprendió —en medio de la precariedad de su si
tuación— que por razones tanto militares como tácticas, era
indispensable dar un asalto a esa posición. Por consiguiente,
mandó a cien hombres al ataque, pero fueron rechazados una y
otra vez. Entonces, él mismo se puso al frente de la tropa, lo
grando —después de un combate cuerpo a cuerpo— tomar la
posición y forzar a sus defensores a arrojarse de la plataforma
hacia abajo.
Cortés intentó sacar algún partido de este triunfo parcial c
instó a los caudillos mexicanos a que se rindieran. Pero éstos le
dieron a entender que estaban dispuestos a deshacerse de los
españoles por todos los medios. Pues «aunque murieran a razón
de veinticinco mil por uno, se acabarían primero los españoles
que ellos» (Bernal). Y como, además, sabían perfectamente que
en el cuartel general español escaseahan el agua y los víveres,
podían operar con el factor tiempo a su favor.
Aquella misma noche, Cortés y unos cien hombres hicieron
otra salida quemando trescientas casas a la ida y muchas más a
la vuelta. Un solo criterio prevalecía: había que hacerse con el
control de la calzada de Tacuba, única vía de salvación. Y, para
ello, resultaba imprescindible dominar los ocho puentes de la
calzada. Tras duros combates se apoderaron de cuatro de ellos y
los rellenaron con los cascotes de las casas destruidas. Pero los
mexicanos volvieron a apoderarse de ellos y hubo que comenzar
de nuevo la labor.«Parecía el esfuerzo de Sísifo.» 4 Y los españo
les lucharon con tanto empecinamiento —sostenidos por el de
cisivo apoyo tlaxcalteca— que lograron apoderarse de todos los
puentes y algunos jinetes —al galope— consiguieron llegar
hasta tierra firme en los alrededores de Tacuba.
Inesperadamente, llegó un mensajero azteca a anunciarles
que pedían la paz. Cortés dejó a sus tropas bien armadas a
cargo del puente y, en compañía de dos jinetes, acudió a la cita.
Allí le ofrecieron una paz completa a cambio de que pusiera en
libertad a dos sacerdotes que tenía prisioneros. Cortés accedió a
ello. Trataba de «aceitar» su derrota. Y, como no había señales
de nuevos preparativos de guerra se retiró a su campamento.
«Esfuerzo de Sísifo.» Realmente, porque enseguida se rea
113
nudo la lucha. Todo habia sido una estratagema para obtener la
libertad del sacerdote titulado «Teotecutli», cuya autoridad ecle
siástica era indispensable para consagrar a Cuitlahuac como
emperador.
El 30 de junio de 1520 se dejaron guarniciones en todos los
puentes. Primero, se pensó en construir un puente portátil que
llevarían a hombros cuarenta hombres. Después, se resolvió
abandonar la ciudad.
«De todos los de mi compañía —escribe Cortés a Carlos V—
fui requerido muchas veces que me saliese, e porque todos, o los
más, estaban heridos, y tan mal, que no podían pelear, acordé
de lo hacer aquella noche.»
NOTAS AL CAPITULO 8
114
Moctezuma apedreado por sus propios soldados (Miguel González. M u
seo de America, Madrid).
Idealización del misteriosa entierro de Moctezuma (Códice Mendoza).
9. LA NOCHE TRISTE
119
aguárdenos, <|uc dicen que vamos huyendo y los dejamos morir
en los puentes.»
El conquistador dio la vuelta y se adentró otra vez por la
calzada hacia México con los soldados que le quedaban. Españo
les, tlaxcaltecas, caballos, cañones, prisioneros y otro habían caído
al agua, rellenando uno de los cortes del puente con la masa de
sus cuerpos. Era el desastre.
Cortés fue reuniendo como pudo los restos de su ejército,
cubriendo a Alvarado, que herido y a pie, con su lanza en la
mano, era el único capitán que quedaba a retaguardia. Y los
aztecas no se detenían: «En aquel tiempo ningún soldado se
paraba a vello si saltaba poco o mucho —dramatiza Bemal—,
porque harto teníamos que salvar nuestras vidas porque está
bamos en gran peligro de muerte, según la multitud de mejica
nos que sobre nosotros cargaban.»
Cortés —en medio de este caos— pudo encontrarse con los
restos de su ejército en la plaza de la ciudad de Tacuba. Ansio
samente escogieron como fortaleza provisional el Teocali*. Y allí
fueron llegando los acosados por el enemigo, convencidos de
que lo único que podían hacer era curar a los heridos y encen
der unas hogueras, «pues de comer —concluye Bemal Díaz— ni
pensamiento». Y derrotados y hambrientos los hombres de Cor
tés vieron pasearse a su jefe desolado y perplejo.
120
El 7 de julio, divisaron la llanura de Apam, a la vista de
Otumba, completamente cubierta de tropas mexicanas. Era una
coyuntura decisiva: donde la retirada podía convertirse en des
bandada o en ordenado repliegue.
Cortés se dirigió a sus hombres, dándoles primero instruc
ciones tácticas y, después, apelando a la fe: «Nos encomendar a
Dios, e a Santa María muy de corazón e invocando el nombre
del Señor Santiago.»
Y aquel pelotón de sombras y de heridos —ayudados por
«nuestros amigos los de Tlaxcata, que estaban hechos unos leo
nes», según Bernal—, tuvo que hacer frente a una multitud de
aztecas enardecidos al mando de Ciuacoad, capitán general de
los mexicanos, que blandía el gran estandarte de guerra o
Tlahuizmatlaxopilli.
Según los cronistas, Cortés se lanzó al galope hacia Ciuacoatl
y, violentamente, le hizo abatir el estandarte, mientras otro capi
tán, Juan de Salamanca, le dio una lanzada arrancándole el rico
penacho que llevaba. Fue un golpe eficaz y certero: desbaratar,
desde el comienzo, al jefe de unas tropas organizadas con un
criterio tan vertical 2.
Ganada esta batalla decisiva, tradicionalmente llamada de
Otumba, en la que los de Tlaxcala intervinieron «muy bien y
esforzadamente», las tropas cortesinas se dirigieron hacia
Hueyotlipan, ya en territorio tlaxcalteca: especialmente acogedor.
Y como los esperaban, fueron muy bien recibidos, provistos de
víveres y agradecidos por haber desbaratado a los aztecas que,
nuevamente, hacían ya alarde de su poder.
Después de Otumba
121
y sólo con su astucia sabría resolver cualquier situación adversa.
En Tlaxcala, con más pausa y detenimiento, los cortesinos
pudieron examinar el estado del ejército: habían perdido varios
capitanes, numerosos soldados y toda la artillería.
Bernal Díaz resulta minucioso sobre este aspecto: «Eramos
pocos (que no quedábamos sino cuatrocientos y cuarenta, con
veinte caballos y doce ballesteros y siete escopeteros, y no te
níamos pólvora y todos heridos y cojos y mancos).»
De hecho, se encontraban otra vez como al principio y de
bían comenzar de nuevo. Empecinados y duramente. «Como Sí-
sifo.» Sin embargo, ahora las relaciones con los aliados tlaxcaltecas
no iba tan bien como al principio. El conquistador había vuelto casi
derrotado; sólo se había recuperado en Otumba con audacia y
mediante el apoyo de Tlaxcala. Los españoles, por consiguiente, no
podían aventurarse tierra adentro sin que fueran atacados. En la
otra cara del agradecimiento, había que leer la pérdida del prestigio
religioso: hombres, no dioses.
Incluso, en el seno del consejo de Tlaxcala, habían surgido
partidarios —como Xicontencatl el Chico— de llegar a una
alianza con México y expulsar a los extranjeros del país. Era el
sector que presentía —al ver la codicia desmesurada de algunos
españoles— que la sustitución de imperialismos no les favorecía en
lo más mínimo.
Cortés, para recuperar la confianza y el respeto de los tlax
caltecas (y, a la vez elevar la moral de sus tropas), propuso
realizar una operación militar conjunta. Algo que fuera rápido,
seguro y rentable. Pero este proyecto tuvo, desde el principio, la
oposición de los soldados y capitanes que habían venido con
Narvácz y que después de una campaña tan arriesgada expre
saban su deseo de volver a la segura y cómoda Cuba.
Pero Cortés, recordándoles a los de Tlaxcala las exacciones
aztecas y prometiéndoles especiales ventajas para el futuro, y a
los de Narváez señalándoles lo que se llevaban como parte del
botín, logró —una vez más—la unidad de sus tropas.
122
terminó con la rendición completa de Tepeaca y la expulsión de
las fuerzas aztecas que residían en ella. Logrando así la cataliza-
ción y la homogeneidad de su ejército y, a la vez, logrando un
pretexto para establecer la esclavitud J.
Por aquella época —pese a largas discusiones escolásticas—
todos los prisioneros de guerra se consideraban, de hecho,
como esclavos. Y si hasta ese momento, Cortés y su gente no
habían hecho uso de ese peculiar «derecho», se puede explicar
por varias razones. Pero, fundamentalmente, porque habían lu
chado y ganado batallas en su camino hacia México. Ese había
sido su objetivo central tanto desde un punto de vista militar
como político.
Pero, en un momento de repliegue general, necesitaban
acumular fuerzas para preparar el nuevo asalto a México que,
por debajo de episodios coyunturales, seguía siendo el objetivo
principal.
Además, como el grueso del tesoro de Moctezuma yacía
en el fondo del lago de México, perdido como consecuen
cia de una salida desorganizada, Cortés necesitaba fondos,
tanto para sus gastos como para dar satisfacciones a sus
soldados descontentos e impacientes. De ahí que la forma
más inmediata fue instituir la esclavitud y aprovecharse de
los beneficios que les proporcionaba. Separando a «las me
jores indias», marcando a la mayoría con el hierro en
forma de U «que quiere decir guerra» y mandando «el
resto al almoneda».
Complementariamente, se resolvió fundar (para que la acu
mulación de fuerzas pudiera centralizarse) una ciudad en terri
torio de Tepeaca, en un lugar que dominaba los dos caminos
que venían de las costas, uno por Xicoch ¡maleo y el otro por
Ahuilitzapan, configurando las dos rutas posteriores hacia Méxi
co: la primera entre los dos volcanes y la segunda por Río Frío.
Establecida la ciudad a principios de septiembre de 1520,
bajo el nombre de Segura de la Frontera, Cortés resolvió utili
zarla como base de aprovisionamiento en sus salidas hacia
Cuahquechollan (Guacahula), Ocuituco (Ocupatugo) y Tizcoan
(Izzuacan). Su propósito: profundizar la catalización y homoge-
neización de sus tropas mediante esas ágiles y duras campañas.
Y, a la vez, ir golpeando lateralmente en los flancos del predo
minio azteca: se expandía la soberanía española y, gradual
mente, ir recobrando el prestigio tan degradado desde el aban
dono de Tenochtitlan.
124
caballos. Imprescindibles para emprender la nueva campaña
sobre Tenotchitlan, los fondos se recaudaron de dos maneras:
se dio una orden, por la cual, todo el que tuviera oro salvado de
la huida de México debía declararlo; si cumplía, se le concedía
el tercio; de lo contrario, se le confiscaba todo.
La fuente de ingresos fue la esclavitud. Regularizada ya la
adquisición de esclavos hecha en las campañas contra tribus
«rebeldes», Cortés y los oficiales hicieron pregonar que se pre
sentasen en la Casa Municipal todos los esclavos para marcarlos
a fuego con la consabida señal, que —precisamente— signifi
caba «el origen del título legal a su propiedad por parte de los
soldados que los poseían».
Los soldados, acatando la orden, llevaron a la Casa Munici
pal sus esclavos: mujeres, niños y niñas, porque —como dice
Bcrnal Díaz— «hombres de edad no curábamos dellos, que eran
malos de guardar y no habíamos menester a su servicio, te
niendo a nuestros amigos los tlaxcaltecas».
Pero cuando, al día siguiente, advirtieron que las indias jó
venes habían desaparecido y todo lo que quedaba para ellos
eran «las viejas y ruines» —concluye Bcrnal Díaz— «hubo gran
des murmuraciones contra Cortés».
Y el conquistador se vio obligado a prometer que, en el
porvenir, se percibiría el quinto del rey y el suyo propio sobre la
esclavitud, vendiendo las piezas humanas en pública subasta.
Pero para tratar de completar su proyecto de solidificación
de su nueva base de campaña, otorgó amplia libertad para que
se marcharan, los que añoraban sus granjas cubanas, diciendo
«que más valía estar solo que mal acompañado» puesto que
«para la guerra, algunos de los que se volvían no lo eran*.
Y como última decisión antes del nuevo asalto, le encargó a
Martín López, su carpintero, la construcción de trece berganti
nes de tliferentes dimensiones, en forma tal que pudieran nave
gar en grupos de tres o cuatro. Medida táctica: era indispensa
ble dominar el lago de Tenotchtitlan con una buena flota. No
era posible que se repitiese otra «noche triste» por un predomi
nio naval basado en simples canoas.
De ahí que los bergantines de Cortés se construirían en Tlax-
cala y se transportarían en piezas sueltas hasta la laguna; y allí se
montarían y se lanzarían al agua.
A esta actividad se dedicaron las navidades de 1520.
NOTAS AL CAPITULO 9
1 Earl J. Hamilton, El tesón americano j la revolución de los precios en España,
1501-1650, Barcelona, 1975. Earl Ortwinn Saucr, op. cit.
Earl Ortwin Sauer. op. cit.
1 Charles Gibson, api cit.
’ Rolando Mellafé, La esclavitud en Hispanoamérica. Buenos Aires, 1964.
4 Erwin Walier Palm, Los orígenes del urbanismo imperial en América, México,
1951.
125
El laberinto de calzadas y canales de Tenochútlán y del lago Texcoco,
según el Códice. Azcatitlán (B. N., Parts).
10. SITIO Y CAIDA DE MEXICO
Alejandro de Humboldt,
Ensayo político sobre el reino de
Nueva España,
París, 1811.
Traslado de las naves desde Tlaxcala a México ( /. Vallejo).
Preparativos
L o s a z te c a s -m e x ic a n o s se d e d i c a r o n , tr a s la h u id a d e los e s
p a ñ o le s y la c a p itu la c ió n d e lo s q u e q u e d a r o n e n e l p a la c io d e
A x a y a c a tl, a r e s t a u r a r el o r d e n i n t e r i o r . In c lu s o , u n a b re v e g u e
r r a civil q u e o p u s o a los q u e h a b ía n a p o y a d o a lo s e s p a ñ o le s c o n
lo s q u e se les h a b ía n e n f r e n t a d o , c o n c lu y ó c o n la d e r r o t a d e los
« c o la b o ra c io n is ta s » y la m u e r t e d e s u s c a u d illo s .
Y c o m o c o n s e c u e n c ia d e «la n o c h e tris te » , los m e x ic a n o s lle
g a r o n a p e n s a r q u e lo s e s p a ñ o le s h a b ía n h u id o p a r a s i e m p r e a
e m b a r c a r s e e n V e r a c r u z y n o r e g r e s a r m á s.
D e a h í q u e el 7 d e s e p t ie m b r e d e 15 2 0 , d ía d e d ic a d o e n su
c a le n d a r io a la m u e r t e (miquiztli), in s ta la r o n s o la m e n te a C.ui-
tla h u a c c o m o « U e i T la to a n i» . U n p r i m o d e l n u e v o m o n a r c a ,
C u a u h té m o c o G u a te m o c in , fu e e le v a d o al c a r g o d e S u m o S a
c e r d o t e ; y o tr o s p r ín c ip e s d e l p a r t i d o a n ti e s p a ñ o l p a s a r o n a
o c u p a r lo s tr o n o s d e T e p a n e c a y T e x c o c o '.
H a c ia fin e s d e s e p t ie m b r e , u n a e p id e m ia d e v ir u e la , p o r t a d a
p o r lo s e s p a ñ o le s y t o t a lm e n te d e s c o n o c id a p o r lo s in d íg e n a s ,
a s o ló las ti e r r a s m e x ic a n a s . Y, e n m e n o s d e d o s m e s e s , c a u s ó m á s
v íc tim a s q u e to d a s las g u e r r a s c o n t r a lo s e s p a ñ o le s . U n o d e los
p r i m e r o s e ñ s u c u m b ir fu e , p r e c i s a m e n te , e l « U e i T la to a n i» q u e
m u r i ó e n e l m e s d e Q u e c h o lli (o d e l F la m e n c o ). H a b ía r e i n a d o
s ó lo o c h e n ta d ía s .
A l r e g r e s a r a T la x c a la d e s d e S e g u r a d e la F r o n t e r a , C o r té s
se e n t e r ó q u e su fiel a lia d o M a x ix c a tz in ta m b ié n h a b ía s u c u m
b id o e n la e p id e m ia . Y , a c t u a n d o c o n p le n i tu d d e p o d e r e s , c o n
fir ió la s u c e s ió n a u n h ijo d e l j e f e tla x c a lte c a , al q u e a r m ó c a b a
lle ro a l e s tilo h is p á n ic o h a c ié n d o le b a u ti z a r c o n e l n o m b r e d e
d o n L o r e n z o M a g isc a c ín .
D e e s te m o d o , C o r té s ib a a h o n d a n d o s u d o m i n io p o lític o ,
m a te r ia l y e s p i r it u a l s o b r e e l p a ís d e T la x c a la q u e se c o n s titu y ó
e n su b a s e m á s s ó lid a p a r a la n z a rs e a l a s a lto Final d e M é x ic o .
P o r m e d io d e e x p e d ic io n e s m ilita r e s al m a n d o d e S a n d o v a l y
D áv ila f u e e x t e n d i e n d o , p a u la t in a m e n te , e l c a m p o d e su a u t o r i
d a d d e m a n d o . Y a c o m ie n z o s d e 1521 p o d ía c o n t e m p l a r u n
in m e n s o t e r r i t o r i o , b a jo su c o n tr o l, q u e ib a d e s d e la z o n a d e los
g r a n d e s v o lc a n e s h a s ta la c o s ta d e l g o lf o d e M é x ic o .
129
Al morir Cuillahuac fue elegido, como «Uei Tlatoani»,
Cuauhtémoc (cuyo nombre significa «el águila que se des
ploma»), casado con una hija de Moctezuma llamada Tecuich-
poch, «bien hermosa mujer para ser india», y cuya llegada al
trono tuvo lugar durante los «días vacíos» o Nemotemni, que en
aquel año cayeron del 25 al 29 de enero.
El joven monarca se dedicó, inmediatamente, a preparar sus
fuerzas para hacer frente a los españoles, cuyo asalto sólo podía
ser la lógica culminación de la política expansionista que estaban
llevando a cabo en la zona costera.
Entre tanto, Cortés había dado órdenes para que trasladaran
desde Veracruz todo el aparejo y las parles metálicas disponi
bles para construir los bergantines destinados al lago. Y como
llegó otra nave a Veracruz, aprovechó para comprar armas,
pólvora, tres caballos, cantidad de material de guerra y, además,
se atrajo a su servicio a los trece soldados que venían a bordo.
El 26 de diciembre de 1520 pasó revista a sus hombres: tenía
cuarenta de a caballo y quinientos cincuepta de a pie; de ellos,
ochenta ballesteros y escopeteros y, el resto, soldados de espada
y rodela. Contaba también con nueve cañones pequeños y una
reserva de pólvora. En suma, un ejército que venía a ser la
mitad del que había salido derrotado de México, pero que resul
taba algo mayor que el de su primer desembarco.
Incluso, también había preparado un poderoso ejército auxi
liar de tlaxcaltecas ejercitados y organizados por Ojeda y Már
quez; una parle del cual iba a acompañarle hacia México y, el
resto, quedaría para avanzar más tarde escoltando a los bergan
tines. La segunda salida del conquistador estaba lista: con un
plan principal consistente en lomar primero Texcoco. para que
sirviese de base de operaciones sobre la laguna. Y luego, dar el
salto sobre Tenotchtitlan.
La segunda marcha
130
dieron superar ese contratiempo con facilidad y, al atardecer,
contemplaron la gran laguna de México a lo lejos.
Fue el momento en que de la tropa surgió la determinación
«de nunca de ella salir sin victoria o dejar allí las vidas». Y con
esta decisión conquistadora —le escribe Cortés a Carlos V—
«íbamos todos tan alegres como si fuéramos a cosa de mucho
placer».
Llegaron a pernoctar a Coatepcc, a tres leguas de Texcoco,
que hallaron desierto: los aztecas habían resuelto replegarse
para no dispersar sus fuerzas J.
AI entrar en Texcoco, también lo hallaron desierto, pues el
rey de esa ciudad, Coanochtzin, había evacuado la capital con
todo su tesoro y sus mejores armas para refugiarse en México.
El repliegue se generalizaba. El fuerte principal sería Tcnotchti-
tlan. Y allí se daría la batalla decisiva.
Algunos de los jefes secundarios se presentaron a rendirle a
Cortés pleitesía y a llevarle a unos mensajeros mexicanos que
había apresado. Ante esa situación que ponía de relieve las con
tradicciones en el campo azteca, Cortés optó por soltar a los
prisioneros y enviarlos con un mensaje en el que proponía que
se olvidasen del pasado y que le evitasen «tener que arrasar sus
tierras y ciudades». La magnanimidad se mezclaba con la inti
midación. Y, como prueba de esa táctica, asaltaron duramente a
Iztapalapa.
«Murieron dellos más de seis mil ánimas, entre hombres y
mujeres y niños, porque los indios nuestros amigos, vista la
victoria que Dios nos daba, no entendían otra cosa sino en ma
tar a diestro y siniestro» —comenta Bernal Díaz señalando indi
rectamente una de las causas fundamentales del éxito de la
conquista ¡.
En su avance, cada vez más impetuoso, tuvieron que atrave
sar un dique que los indígenas habían abierto en la presa que
separaba las dos lagunas. Allí, sólo se ahogaron los tlaxcaltecas
que transportaban las cargas más pesadas, salvándose —en
cambio— «todos los españoles de aquella peligrosa celada».
Tan profundas eran las desavenencias entre las ciudades de
la confederación azteca, que los caciques de Otumba, espontá
neamente, se presentaron a Cortés a rendirle acatamiento. Y el
conquistador —haciéndose cargo de este proceso de desestruc
turación— mandó a Gonzalo de Sandoval para que, de cual
quier forma, lograse el sometimiento de los de Chalco, lugar
estratégicamente clave por ser el mejor camino entre Texcoco y
Tlaxcala.
Tal era el grado de desintegración azteca, que Cortés y su
tropa igualmente recibieron la visita de mensajeros de Cholula
para ofrecerse por si necesitaban socorro en su avance sobre
Tenotchtidan.
Por eso Cortés —tratando de aprovecharse de este pro
131
ceso— mandó tropas a Tiaxcala en busca de los bergantines. Y,
de paso, que pasaran por Zultepec (donde habían matado a
cinco jinetes y cuarenta y cinco peones) y les diesen un duro
castigo. Pero, aunque hallaron el pueblo vacío, aprisionaron a
algunos fugitivos para utilizarlos como rehenes. El procedi
miento dio resultado: rápidamente regresaron sus habitantes y
—sin mayor coacción— se declararon vasallos del Rey de Es
paña.
Ese era el ritmo de la segunda marcha de Cortés. Quien, de
camino a Tiaxcala, se encontró con la fuerza organizada por
Ojeda y Márquez. En su gran mayoría indios. Que venían escol
tando los trece bergantines en piezas cuidadosamente clasifica
das y numeradas, que llevaban a hombros de ocho mil lamentes.
Aliados y sirvientes. Ese era el tono de la segunda marcha de
Cortés 4.
132
mujeres, cierto número de esclavos, mujeres y muchachos, ya
fuera para el servicio o destinados al intercambio o rescate.
Así, pues, nada más que los llamados «seiscientos hombres
de Cortés» implicaban más de tres mil personas.
Más aún. Cuenta Bernal Díaz que marchaba con ellos un
fraile que tenía lo necesario para calmar los escrúpulos de los
españoles en esta materia: fray Pedro Melgarejo de Urrea, na
tural de Sevilla, «trujo unas bulas del señor San Pedro y con
ellas-nos componía si algo éramos en cargo en las guerras en
que andábamos, por manera que, en pocos meses, el fraile fue
rico y compuesto a Castilla, y dejó otros descompuestos».
Nada tiene de extraño. Si poco después de un Savonarola
nos encontramos en América con un Las Casas, paralelamente a
las denuncias de l.utero en Europa topamos con un mercader
de bulas en América 7.
Avanzadas y escaramuzas
133
estancia en Chalco, el ejército emprendió la inarcha, el sábado 6
de abril, en dirección sur. Pasaron la noche en Chimalhuacán,
donde se les reunieron más batallones indígenas, lo que les sir
vió de indicador de la fragilidad estructural de la confederación
azteca.
El momento siguiente lo pasaron combatiendo a través de
los territorios de Huaxtepec. Xiutepec y Yuaiepec, cuyos caci
ques —finalmente— acudieron a reconocer la obediencia al rey
de España.
El sábado 13, se dirigieron, rápidamente, hacia Cuauhnauac
(«águila de los Nauacs»). Lugar de muy difícil acceso, defendido
por una fuerte guarnición mexicana. Tras varios intentos de los
conquistadores —cada vez más agresivos— los defensores fue
ron arrollados, viéndose obligados a huir. Cuauhnauac sufrió el
destino reservado a las ciudades que se resistían al invasor, con
virtiéndose en victima inmediata de un saqueo y de un incendio
posterior. Tan implacable que, mientras los españoles descansa
ban en la casa del cacique local —luego de la repartija del bo
tín—. aparecieron los principales de la ciudad para declarar su
sumisión al rey de España.
D o s d ía s n e c e s itó e l e je r c ito p a r a v o lv e r a c r u z a r la s i e r r a e n
d ir e c c ió n al v alle d e M é x ic o , y e l lu n e s 15 d e a b ril d e 1 5 2 1 , a las
o c h o d e la m a ñ a n a , se h a lla b a n f r e n t e a X o c h im ilc o , y a s o b r e las
r i b e r a s d e l la g o .
L as b a ta lla s e n t o r n o a X o c h im ilc o d u r a r o n tr e s d ía s , d u
r a n t e lo s c u a le s se p r o d u j e r o n d u r o s a ta q u e s y e m p e c in a d a s
d e f e n s a s p o r t i e r r a y p o r a g u a : e n c a n o a s , c a lz a d a s , p u e n te s , e n
t i e r r a f ir m e c o n e m b o s c a d a s y c o m b a te s d e s p i a d a d o s q u e d ie r o n
a lo s e s p a ñ o le s u n a id e a d e lo q u e ilw a s ig n ific a r la o c u p a c ió n
d e la c iu d a d d e M é x ic o .
E n X o c h im ilc o p e r m a n e c i e r o n tr e s d ía s « d e já n d o l a to d a
q u e m a d a y a s o la d a , y c i e r t o e r a m u c h o p a r a v e r , p o r q u e
t e n i a m u c h a s c a s a s y m e z q u i ta s d e íd o lo s d e c a l y c a n to » .
El 18, n u e v a m e n t e se p u s i e r o n e n m a r c h a h a c ia C o -
y o h u a c á n ( C o y o a c á n , l u g a r d e lo s c o y o te s ). P e r o ta l e r a el
p e s o d e l b o tín q u e lle v a b a n e n c im a , q u e el m is m o C o r té s
a c o n s e jó a s u s s o l d a d o s q u e « s e r ía b ie n t a n t o h a t o y f a r
d a je , p e r o p o d r í a e s t o r b a r l e s p a r a p e le a r » . N o e r a n s u m is o s
e s o s s o ld a d o s . L a s s u b le v a c io n e s y a r e s u l t a b a n u n a s itu a c ió n
r e p e t i d a , c a si n o r m a l. A sí e s q u e , c o n d e s e n v o l t u r a , le r e s
p o n d i e r o n q u e « h o m b r e s e r a n p a r a d e f e n d e r su h a c ie n d a y
su p e r s o n a » 8.
134
Llegaron a Coyoacán, que había quedado desierto. Y Cortés
aprovechó para estudiar ese lugar clave desde el punto de vista
estratégico, sacando como conclusión que había que dejar una
fuerte guarnición allí como apoyatura indispensable mientras
durara el sitio de Tenochtitlan.
Al día siguiente, sábado 20 de abril de 1521, Cortés se
puso en camino hacia Tacuba. Los mexicanos —de inme
diato— salieron a acosarles por el borde del lago; sus ata
ques eran veloces; golpeaban y desaparecían. Se insinuaba
una táctica más ágil, pero que no llegó a generalizarse. Así
es que cuando Cortés, con unos cuantos aspirantes y solda
dos, pudo llegar a Tacuba y subir a la punta de un Teacalü,
allí, desde lo alto, contemplaron el insólito espectáculo de la
ciudad de México. Bernal Díaz no puede menos que comen
tar: «Ya veis —dijo Cortés— cuantas veces he enviado a Mé
xico a loga lies con la paz. La tristeza no la tengo sino por
sólo una cosa: pensar en los grandes trabajos en que nos
hemos de ver hasta tornalla a señorear. Con la ayuda de
Dios, presto lo ponemos por obra.»
Por falta de pólvora, los españoles prefirieron no atacar Ta
cuba y siguieron avanzando hacia Azcapolzalco, la ciudad de los
plátcros, en dirección a Tenayocán. Ambas estaban desiertas, lo
que significaba que no podían confiscar sus víveres y que. nece
sariamente, debían proseguir hasta Cuaulititlan, que también
estaba desierta. El «vacío» era la táctica dispuesta por Cuauhté-
moc y daba sus resultados.
Al día siguiente, 21 de abril, llegaron a Citlaliepec, calados
por la lluvia y hambrientos. Y sin poder encontrar víveres para
la totalidad de la tropa, que se conformó —a regañadientes—
con lo que le distribuyeron.
Pero al mediodía del lunes 22, cuando llegaron a Acohnán,
ya en el Estado de Texcoco. donde les estaba esperando Sando-
val, Cortés tuvo que hacer frente a una nueva conspiración
dentro de su propio ejército. Era el estallido del descontento.
Un soldado le informó de la existencia de una conjura capita
neada por Antonio de Villafaña, cuyo plan consistía en asesinar
a Cortés y a sus mejores capitanes dando el mando —signlicati-
vamente— a un cuñado de Diego de Velázquez, Francisco Ver
dugo. l.as fisuras provocadas al comienzo de la campaña de
México (y que habían culminado con la derrota de Panfilo de
Narváez) sólo habín sido superadas superficialmente. Con éxitos
y prebendas. Pero, al menor contratiempo, nuevamente subían
a la superficie.
Cortés, con la rapidez que lo caracterizaba en estos casos, se
hizo con la lista de los conspiradores; pero sólo decidió ahorcar
a Villafaña, dado que los conspiradores eran muchos y de espe
cial prestigio entre una tropa que necesitaba al máximo en un
momento decisivo de su campaña. De su ataque final.
135
Hacia el último acto
136
y los sacerdotes que no podían olvidar las humillaciones provo
cadas por la primera entrada de Cortés en la ciudad.
Cuauhtémoc, que logró una indudable capacidad militar al
interpretar a los sectores más reacios al sometimiento, se instaló
en la torre del gran Teocalli, desde donde dirigía las operaciones
por medio de un sistema de señales que demostró ser —al co
mienzo del sitio— especialmente eficaz.
Ataque
137
tamos y ahogamos muchos de los enemigos, que era la cosa del
mundo más para ver.»
El impacto fue tremendo: «Un golpe sobre un enjambre de
avispas.» Algunas se salvaron, pero la mayoría quedó desbara
tada. Así es que al atardecer, Cortés,,,, con treinta de sus tres
cientos hombres, desembarcó en Xoloc, el fuerte rendido donde
se unían las calzadas de Coyoacán e Iztapalapa ’.
Triunfo
138
ambos). Y, después, también de las ciudades y pueblos de la
laguna: Iztapalapa, Churubusco, Mexicaicingo, Culhuacán,
Mixquic y Cuitlahuac. Tenochtitlan y su jefe —C.uauhiémoc—
quedaban asi completamente aislados.
Sin embargo, los puentes ganados había que reconquistarlos
día a día. pues los aztecas eran muy superiores en número y,
para guardar los puentes, «quedaban los españoles tan cansados
para pelear el día que no se podía sufrir poner gente en guarda
de ellos».
Tanto Cortés como Alvarado habían conseguido llegar va
rias veces hasta el centro de la ciudad, de manera que, paulati
namente, se entabló entre ellos como una especie de rivalidad
por ver quien iba a ser el primero en llegar al «Tianquizdi» o
Plaza del Mercado. Lo cual, si significaba el fin de toda resisten
cia, para quien lo lograra definitivamente implicaba el valor de
«héroe mayor de la Conquista» ,0.
En medio de esa «competencia feudal», el domingo 30 de
junio se decidió lanzar un ataque combinado sobre la ciudad
con la consigna decisiva de rellenar todos los puentes que fue
ran quedando a retaguardia. Fundamental: para que pudiera
actuar la caballería en tanto tal.
Dentro de ese encuadre, el primer asalto alcanzó un éxito
notable, pues tanto Sandoval y Alvarado como Cortés llegaron
al borde de la plaza del Mercado. Pero, bruscamente, ante un
contragolpe azteca, se inició una retirada precipitada que acabó
en desastre por no cumplir estrictamente con las órdenes de
rellenar los puentes. Y el resultado, calamitoso: muchos españo
les murieron o fueron hechos prisioneros.
Significativamente, este revés ocurrió el día del aniversario
de la huida de México, de la «noche triste». «Las señales volvían
a ser nefastas». Cortés, cauteloso al máximo, ordenó unos días
de descanso y recuperación que se dedicaron, fundamental
mente, al mejoramiento de las armas y a la renovación del arse
nal.
El conquistador —durante esa pausa— llegó a la conclusión
de que tendría que ir destruyendo la ciudad manzana por man
zana a medida que la fuese conquistando, aunque —según le
comunicaba al emperador Carlos V— le dolía porque era «la
más hermosa cosa del mundo».
Resuelto por esa línea de conducta, una trampa preparada
por su caballería culminó con el exterminio de más de quinien
tos mexicanos. Y «aquella noche» —le escribe Cortés a Carlos
V— «tuvieron bien que cenar nuestros amigos [los auxiliares
tlaxcaltecas] porque todos los que se mataron, los tomaron y
llevaron hechos piezas para comer».
Día tras día continuó el sitio con arreglo a ese programa
sistemático: batallas cuerpo a cuerpo, cierres de los cortes de la
calzada durante el día, destrucción de las casas y edificios a
139
derecha e izquierda de las calzadas y fortificación del camino
hasta el límite de lo conquistado.
Por fin, después de haber rellenado todos los puentes y cal
zadas, las tropas de Alvarado y Cortés llegaron al centro de la
ciudad. El jefe español entró a caballo en la plaza del Mercado
seguido por una escolta; pero si ese lugar estaba vacío, las azo
teas circundantes aparecían atestadas de indios.
Subieron al Teocalli y, desde allí, pudieron comprobar que
de ocho partes de la ciudad, habían ocupado siete. Era el ba
lance de la lucha. Y es el mismo Cortés quien cuenta que «tanto
número de gente de enemigos no era posible sufrirse en tanta
angostura, mayormente que aquellas casas que les quedaba eran
pequeñas, y puestas cada una de ellas sobre si en el agua, y
sobre todo la grandísima hambre que entre ellos había, y que
por las calles hallábamos roídas las raíces y cortezas de los árbo
les».
Además, por su parte, los tlaxcaltecas habían hecho una fe
roz represalia entre sus enemigos mexicanos. Un balance, pues,
que involucraba antiguas querellas.
«Muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cua
les usaban de tanta crueldad nuestros amigos los tlaxcaltecas
que por ninguna vía a ninguno daban vida.» Y concluye Cortés;
«Aquel día se mataron y prendieron más de cuarenta mil áni
mas; y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no
había persona a quien no quebrase el corazón.»
Rendición
140
tezuma. De ahí que decidieran que había que resistir hasta la
muerte porque los blancos los convertirían en esclavos y les
atormentarían para hacerles sacar el oro.
Ante esta actitud tan firme y decidida chocaron todas las
ofertas de paz que les hicieron llegar los conquistadores.
Más aún. Un día —según Bernal— un grupo de mexicanos
habló con Cortés desde lo alto de una muralla:
«Os tenemos por hijo del Sol —exclamó el portavoz de los
mexicanos—, y el Sol, en tanta brevedad como es un día y una
noche, da vuelta a todo el mundo. ¿Por qué así, brevemente, no
acabáis de matarnos, quitándonos de penas tanto, pues que te
nemos deseo de morir?»
Al día siguiente Cortés —impresionado por la actitud az
teca— se adentró en la parte de la ciudad donde aún resistían
los mexicanos, pero dando órdenes de no combatir, con la espe
ranza de que se rindieran.
Incluso habló con los capitanes mexicanos prisioneros y les
propuso nuevamente una entrevista con Cuauhtémoc para tra
tar las condiciones de paz. Pero el jefe azteca no se presentó
ninguna de las dos veces que se habían dado cita en la plaza del
Mercado. Cortés intentó otra aproximación por intermedio de
jefes, indios auxiliares, pero también fracasó. Entonces dio ór
denes de preparar el ataque final.
Y como se supo que Cuauhtémoc se había trasladado a la
laguna instalándose en una canoa y que, en la ciudad, apenas
quedaba lugar para que b s sitiados prolongaran su vida en
compañía de sus propios muertos. Cortés evaluó que había que
jugar el último naipe. Y, el 13 de agosto de 1521, lanzó el
ataque final sobre los restos de Tenochtitlan.
Alvarado dirigía las acciones desde Tacuba, Cortés desde la
calzada principal de Iztapalapa y Sandoval desde el agua. La
batalla ya no era una simple matanza, sino una hecatombe.«Se
mataba en frío.» De ahí que Cortés desde una de las azoteas
dirigió la palabra a los mexicanos. Intentaba concluir esa carni
cería. Pero el Cuiacoatl en persona le contestó que Cuauhtémoc
no aparecería ante Cortés y que más bien prefería morir.
«Vuélvete a los tuyos» —replicó Cortés— «y preparaos para
morir». «La degollina se prolongó». Y las calles se llenaron de
mexicanos que huían hacia el campamento de los españoles,
porque ni Cortés ni nadie pudo evitar que «aquel día los tlaxcal
tecas mataran y sacrificaran más de quince mil ánimas».
Como el rápido avance del ejército español obligó a la guar
nición azteca a refugiarse en las canoas, por medio de los ber
gantines hubo que organizar la persecución de los fugitivos,
pero teniendo muy presente la orden de detener a Cuauhté
moc ".
Al caer la noche, en una de las canoas que huían, se detuvo a
141
Cuauhtémoc que fue trasladado inmediatamente a presencia de
Cortés.
«He hecho todo lo que de mi parte era obligado para defen
derme a mí y a los míos, hasta venir en este estado. Ahora haz
de mí lo que quieras» —le dijo el jefe azteca.
Cortés alabó su valentía, se interesó por su mujer y demás
personas de su séquito, y los hizo trasladar a su cuartel general
en Coyoacán.
F.l último emperador de México estaba preso. Cortés era
dueño de la plaza. Y, de pronto, todo quedó en medio de un
silencio abrumador.
Nos cristianizaron,
pero nos hacen pasar de unos a otros
como animales IZ.
142
habían perdido sus caballos en las batallas redamaron su valor
y, finalmente, la parte correspondiente a los soldados de filas
quedó reducida a ochenta pesos para los jinetes y cincuenta
para los peones.
Como esa cantidad era ridicula —las ballestas valían entre
cincuenta o sesenta pesos cada una y una espada costaba cin
cuenta— nuevamente se encrespó el malestar permanente que
había entre la tropa. Esta vez, el descontento fue aprovechado
por Alderete y los viejos partidarios de Narváez para presionar
a Cortés a que diese tormento a Cuauhtémoc para obligarle a
declarar la verdad sobre el tesoro desaparecido.
Cortés —presionado— accedió no sólo a que se diera tor
mento a Cuauhtémoc, sino también al rey de Tacuba, quemán
doles los pies a ambos. Sobre este episodio del suplicio dado a
Cuauhtémoc existen diferentes versiones sobre si, en realidad,
el último jefe azteca ocultaba o no el tesoro.
Gomara, por ejemplo, cuenta que, estando en el suplicio
Cuauhtémoc y el rey de Tacuba, éste le suplicaba ayuda al jefe
azteca. Ante lo cual, Cuauhtémoc exclamó;
«¿Estoy yo en algún deleite o baño?»
Por su parte, Bernal Díaz relata que, por medio del tor
mento, Cuauhtémoc, después de aceptar el bautismo, dio indi
caciones que permitieron flçscubrir algunas piezas de sumo va
lor, como un disco de oro, «sol» o calendario. Y que estos impre
sionantes hallazgos sirvieron para superar las sospechas que so
bre Cortés tenían parte de la tropa.
A su vez, los informantes de Sahagún insinúan —pese a
todo— que Cortés mostraba repugnancia por tener que infligir
tal indignidad a un jefe excepcional. «A fin de cuentas el con
quistador había llegado a México como cruzado, no como inqui
sidor.» Pero no advertía que en esa coyuntura histórica los dos
papeles se superponían.
Y en función de esa doble actitud. Cortés inauguró su go
bierno sobre la sometida Tcnochtitlan. Para la conquista había
tenido que ser empecinado; de ahora en adelante, sus rasgos de
sutileza tendrían que ser refinados al máximo. Así es que
cuando el 15 de octubre de 1522 logró su reconocimiento oficial
como Gobernador legítimo de la Nueva España, se lanzó a la
tarea aguzando su capacidad negociadora ,J.
143
N O T A S A L C A P IT U L O 10
Jacques Lafaye,
1974
Sacrificio ritual por decapitación y por flechamiento (arte mixteca).
Religión y vida cotidiana
El e n c u a d r e so c ia l c o m o c o n j u n t o o r g á n i c o q u e e s t r u c t u r a b a
la v id a c o n c r e t a y p e r s o n a l d e lo s a z te c a s , q u e d a r o t o p o r la
c o n q u is ta d e C o r té s q u e c u lm in a c o n la to m a d e T e n o c h ti tl a n ;
c o r r e la t iv a m e n t e , lo s in d io s v ie r o n a n iq u i la d a s u v id a a l q u e d a r
d e s a r tic u la d a , d e m a n e r a e s p e c ia l, su c o ti d ia n e i d a d re lig io s a .
U n a s u e r t e d e anomia g e n e r a l iz a d a se p r o d u j o a l s e r d e s b a
r a t a d a s s u s j e r a r q u í a s y s u s c r e e n c ia s a n t e u n a f u e r z a c o n q u is
t a d o r a q u e se im p o n ía e n t r e u n p u e b lo n o c o n u n c r i t e r i o d e
a s im ila c ió n , s in o d e r e e m p la z o . S in tié n d o s e a s í « a b a n d o n a d o s
p o r lo s s e r e s d iv in o s e n lo s q u e c r e í a n e , ig u a l m e n t e , p o r s u s
re p r e s e n ta n te s h u m a n o s » .
C o m o s í n to m a d e e s e d e b il it a m i e n to p s ic o ló g ic o h u b o n u
m e r o s o s c a so s d e s u ic id io s c o le c tiv o s e n g r a n e sc a la ; p e r o la
in f lu e n c i a d e o tr a c u l t u r a , a c e n t u a d a e n lo re lig io s o , s e d e ja b a
t r a s lu c i r y se e x t e n d í a in e x o r a b le m e n te p o r to d o e l im p e r i o a z
te c a . A u n q u e c o m o s ig n o d e re s is te n c ia , m u c h a s v e c e s p a s iv a , la
r e s p u e s ta a z te c a f u e e l s ile n c io y la r e tic e n c ia s is te m á tic a , in c lu s o
d u r a n t e el la r g o p e r í o d o d e d o m i n a c ió n e s p a ñ o la '.
El a z te c a e r a u n p u e b lo p r im itiv o a los n iv e le s c u lt u r a l e s y
s o c io ló g ic o s — tal c o m o h o y lo s e n t e n d e m o s — al c o r r e s p o n d e r s e
c o n la e d a d d e l n e o lític o e n su é p o c a d e l c o b r e , s e m e ja n te a la
c iv iliz a c ió n a n ti g u a e n A fro a s ia , p a r a la c u a l si el u n iv e r s o es
in e x p lic a b le , la c o n d u c ta d e los d io s e s r e s u lta im p re v is ib le . P o r
e s o , c o m o d ic e L é v y -B ru h l: « P a r a la m e n t e p rim itiv a , la p a r t e
m á s g r a v e d e u n a d e s g r a c ia n o e s la d e s g r a c ia m is m a , s in o lo
q u e r e v e la ta l d e s g r a c ia ; e n t r a n d o e n j u e g o a sí la c a te g o r ía a fe c
tiv a d e lo s o b r e n a tu r a l .»
C o m o h e m o s v is to a l p r e s e n t a r a M o c te z u m a , su im a g e n d e l
d io s Q u e tz a lc o a t! se a r tic u la b a c o n el te m o r q u e s e n tía d e b id o a
su « a c u m u la c ió n c u ltu r a l» i m p r e g n a d a d e j e r a r q u í a y d e c o m
p u ls ió n . Q u e si, p o r u n la d o , le o to r g a b a u n a e x t e r i o r i d a d im
p o n e n t e e h ie r á tic a , p o r el o t r o lo h u n d í a e n la c o n f u s ió n al
t e n e r q u e e n f r e n t a r s e a u n f e n ó m e n o q u e s e sa lía d e lo m á s
tr a d ic io n a l y r i tu a l iz a d o d e su p r o p i a le g a lid a d .
E s q u e la c u e s tió n re lig io s a e s ta b a p r e s e n t e e n el h o m b r e
a z te c a d e s d e el m is m o m o m e n to d e su n a c im ie n to . L o im p r e g -
M7
naba todo. Hasta su devenir posterior. De tal manera que el día
en que se había nacido era decisivo y —en virtud de ese signo—
el niño era ofrendado al dios del fuego. A partir de allí «la vida
se convertía en un destino» condicionado por un calendario de
18 meses en el que cada día tenía una significación concreta
dentro del área religiosa y según el cual cada ¿poca exigía, de
acuerdo con sus prácticas religiosas, cultos y ritos determinados.
El mismo hecho de que su calendario haya sido labrado en
una gigantesca piedra de diez metros de diámetro con un peso
aproximado de veinte toneladas alude —simbólicamente— no
sólo a la importancia de lo temporal, sino a la «petrificación» de
los ritmos de toda una sociedad: ya sea en su conjunto como en
el posible desarrollo individual. Es decir, sociedad «pétrea», rí
gida y normativizada al máximo. Tan maciza y cerrada como
carente de flexibilidad. De ahí su aspecto intimidante y su rá
pida fractura 2.
De los sacrificios
148
palabras: lo que en otras expresiones místicas había alcanzado la
abstracción del símbolo, entre los aztecas permanecía al nivel de
lo concreto *.
De ahí que fuese el inexorable calendario el que condicio
nara, incluso con los pueblos limítrofes, el período dedicado a la
guerra con vistas a abastecerse de víctimas propiciatorias. Vícti
mas que, en algunos casos, llegaban a cerca de los 20.000 seres
humanos. «Pueblo inquieto, inseguro de sí mismo y de sus re
cientes conquistas, vivía aún en el terror y lo proyectaba en todo
su contorno.» Para aplacarlo y aplacarse, vivía «adulando» a esas
fuerzas divinas que sólo parecían responder con mayores exi
gencias. Se establecía así un circuito de terror-sacrificio-
insatisfacción-terror que sólo servía para endurecer aún más el
carácter rígido de una sociedad cerrada s.
Nada tiene de extraño, por consiguiente, que esa correlación
entre la exigencia divina y la cruel sumisión de los aztecas hu
biera provocado un resentimiento profundo entre los pueblos
vecinos: eran ellos, en última instancia, quienes debían «mante
ner el fuego sagrado de esos ritos». La voracidad divina se en
carnizaba con ellos, eran ellos los 'destinados a saciarla. Con
otras palabras: la ferocidad de la religión azteca provocaba un
expansionismo implacable que sólo podía provocar, como res
puesta, una ferocidad simétrica.
En cuanto a la primera actitud ante los españoles, sólo podía
ser complementaria: sumisión e intento de aplacarlos en tanto
«dioses sedientos». Ofrendarles oro en lugar de sangre para
calmarlos. Quizá, para que se mostraran benévolos. Pero al no
lograr su complacencia, a) verificar que eran insaciables, más
poderosos y destructores, entregarse al destino marcado inexo
rablemente 6.
De los sacerdotes
149
Y como —en su mayoría— procedían de la nobleza habían
seguido una educación igual a la destinada a los altos grados de
los guerreros; aprendizaje que se impartía en el calmecac que,
precisamente, se encontraba ubicado cerca de los templos y era
dirigido por otros sacerdotes ya preparados especialmente para
una enseñanza aristocrática y militar. Aunque los aspirantes al
sacerdocio iban apartándose paulatinamente del resto a través
de una rigurosa selección que les imponía exigencias suplemen
tarias y cada vez más arduas.
Desde lacerarse el cuerpo de una forma violenta y, a veces,
brutal para acostumbrarse al sacrificio y adaptarse al dolor,
hasta perforarse la nariz, los labios e incluso la lengua con obje
tos corlantes; o disciplinarse con cueros de tuca y sotol y ayunar
por espacio de varios días hasta lograr un aspecto esquelético
que les daba un aire espectral.
En lo que hace a sus estudios debían superar, incluso, lo que
tenían que estudiar los futuros gobernantes, aprendiendo la es
critura y la lectura de los jeroglíficos, la historia minuciosa de su
pueblo y de su casta. Pero, de manera especial, los ritos relativos
a la religión y a los mitos y leyendas de los distintos dioses y las
cuestiones relativas a las matemáticas que tenían una peculiar
relación con la asirología y con la distribución del calendario.
Sólo una vez que habían seguido con aprovechamiento estos
estudios y hubiesen superado las pruebas de mortificación, ayu
nos y dominio sobre si mismos que se les imponían pasados los
veinte años, hacían su profesión.
Su aspecto externo, después de hacer la profesión, va
riaba considerablemente; pero, por lo general, vestían una
larga túnica negra, con llamativos adornos de ultratumba
para familiarizarse con la idea de lo sobrenatural, adoptando
un aspecto hosco y llevando el cabello apelmazado con la
sangre de las víctimas que habían sido sacrificadas por sus
colegas.
Cuenta Bernal Díaz del Castillo que los españoles retiraban
la vista cuando veían a un sacerdote: no sólo su aspecto horripi
lante les inquietaba, sino que la idolatría que denunciaban se les
aparecía encarnada en esos personajes sombríos y distantes.
Más aún: como vivían una vida apartada del resto de la
sociedad y debían permanecer célibes, cierto aire homosexual
-—•sodomía» para los conquistadores— se agregaba a su aspecto
cadavérico, a su ropaje fúnebre y a sus peinados sanguinolentos,
suma de rasgos que desbordaba ampliamente el horizonte cul
tural de los hombres de Cortés. A los que únicamente se les
ocurría una respuesta: eliminarlos. *A fin de cuentas —en su
óptica— esos extraños sacerdotes habían sido los más intransi
gentes en la defensa de Tenochtitlan y quienes mayor prestigio
habían exhibido a lo largo de la lucha.
150
De los templos
158
/ando un grado de objetividad en sus juicios: «La mayoría de los
españoles que han venido aquí —le escribe a Carlos V— son de
baja calidad, violentos y viciosos. Y si a tales personas se les
diera permiso para ir libremente a los pueblos de los indios,
convertirían a los indios a sus vicios». Y respecto de los indíge
nas, no sólo podía ya sintetizar sus contradictorias experiencias,
sino que las iba organizando en una dirección sistemádea. Es
decir, no sólo era capaz de reconocer las propias limitaciones de
su tropa, sino de vislumbrar lo que podía ser el procedimiento
más eficaz para consolidar la conquista; la formación, a través
del activismo misionero, de grupos selectos con vistas a una
futura y permanente alianza con una élite nativa que le fuera
leal: «Esta tierra —también le puntualiza a Carlos V— algo fati
gada con las alteraciones pasadas, pero con la amistad y buen
tratamiento de los naturales que yo siempre he procurado, se
irá presto restituyendo, placiendo a Dios, porque los indios,
aunque no es posible menos sino recibir fatiga con nuestro
trato, por el cambio de amos multiplican y van tanto en cresci-
miento que parece que hay hoy más gente de los naturales que
cuando al principio yo vine a estas partes. Los religiosos que acá
han venido y vienen hacen grandísimo fruto, especialmente con
los hijos de los principales. Vasc plantando tan bien la fe y la
religión cristiana que Vuestra Majestad es obligado a dar mu
chas gracias a Dios por ello.»
En este sentido, el componente que a cada paso aparece en
Cortés lo diferencia del resto: más allá de lo que implique un
doble juego cortesano de autocxaltación y de señalamiento de
las ventajas que a la Corona le traería aparejada su política
conciliadora después de la toma de Tenochtitlan, se hace evi
dente la voluntad de continuidad y de permanencia. Ya no se trata
de una algarada rápida y brutal que condensa todo en el saqueo
inmediato y episódico, sino que aparece a cada momento el
proyecto de asentamiento: ya sea con sus planes urbanísticos,
con sus expresiones de deseos de inmigración más sistemática y
calificada (especialmente campesina y de agricultores), ya se
trate de sus reiteradas solicitudes de animales domésticos, semi
llas y útiles de labranza. Más aún, con el señalamiento de que
una política de brutalidad con los indios llevaría a lo que se iba
comprobando de manera alarmante en las Antillas: con las exi
gencias desmedidas, la enfermedad, la peste, el genocidio y el
correlativo y sistemático despoblamiento. Y —lo más grave en la
óptica de un colono— la carencia total de mano de obra.
De ahí que Cortés, además de subrayar a cada paso las ven
tajas que sus propuestas implicarían para Carlos V, apele a la fe
y lo religioso para que se le envíen misioneros que puedan no
sólo bautizar de manera mucho más rigurosa que lo que se
venía haciendo, sino que,sirvan para reducir (curiosa palabra
que, en la nomenclatura del siglo XVI, servia para indicar el
159
agrupamiento de los indios en los pueblos, en oposición a todo
lo que fuera poblaciones dispersas, con vistas a una mayor efica
cia catequística y, claro está, a un control más próximo y a una
productividad más sistemática del trabajo).
Es así como Cortés en ningún momento dispuso que se rea
lizaran «simulacros masivos de bautismo» l6, aunque sí ordenó
de manera categórica que se destruyeran las estatuas de los
dioses aztecas y que en su lugar se levantasen cruces cristianas.
Y de esa manera, al poco tiempo de la conquista, vamos viendo
en todo México —desde Veracruz a la antigua Tenochtitlan—
ese signo de piedra o madera que va punteando las diversas
etapas de las rutas de la conquista.
Bien visto, las ordenanzas que el Conquistador dio para el
gobierno de los indios no eran más que una repetición de las
Leyes de Burgos (1512). Según esa legislación, los indios —desde
un comienzo— debían ser advertidos que «serían instruidos en
la Santa Fe Católica», que era su obligación proveer de comida a
los españoles a los que estaban asignados, trabajar en sus ha
ciendas y servirles. Pero, por su lado, a los españoles les estaba
terminantemente prohibido trasladar a ninguna mujer o niño
menor de doce años de su pueblo a otro bajo ningún pretexto.
Los indios —además— debían ser contados antes y después de
empezar el trabajo delante del teniente del gobernador y tener
treinta días de descanso entre las tareas que les fueren enco
mendadas. Cada domingo o fiesta de guardar les correspondía
a los españoles acompañar a la iglesia a aquellos indios que se
les hubiera repartido y escuchar misa junto a ellos. Por la ma
ñana, antes de comenzar el trabajo, debían llevarlos a la iglesia
para que oraran; y después de terminada la jornada de labor,
era obligatorio rezarles en voz alta el Padrenuestro, el Credo y
la Salve y hacérselos repetir hasta que memorizasen correcta
mente las palabras. Y cada español con más de cincuenta aborí
genes a su cargo estaba obligado a hacer que un indio bien
dotado aprendiera a leer y escribir y se formara como catequista
para el adoctrinamiento religioso de los otros. No concluían ahí
las ordenanzas. Mas bien lo contrario. Los españoles tenían la
obligación de «hacer desaparecer la idolatría» de sus pueblos y
construir iglesias en toda la región circunvecina en un plazo de
seis meses. Todos los niños varones debían ser llevados a las
iglesias o capillas para que recibieran instrucción religiosa y, en
caso de que ese edificio no existiese, los españoles responsables
tendrían que pagar a un sacerdote, «a sus expensas», para im
partir la enseñanza en un nivel con mayores exigencias. Más
aún: a los españoles casados les correspondía hacer venir a sus
esposas de España; y si no lo fueran, deberían contraer matri
monio en un plazo de seis meses a riesgo de perder todos sus
privilegios. Además, debían construir casas y vivir en ellas con el
claro propósito de asentamiento opuesto terminantemente a toda
160
tolerancia con el ausentismo. Es decir, que la Corona intentaba
delinear una política, no ya redactar un contrato. Lo episódico
iba quedando atrás, para dar lugar a un ordenancismo con vis
tas a una larga duración. «El saqueo iba a dar lugar a la produc
ción con una base de mano de obra esclava o semiesclava.»
Las instrucciones complementarias fueron aún más lejos en
materia de legislación benévola y protectora de los indios, con
comitante de una programada colonización. Así pues, Francisco
Cortés —pariente del Conquistador—, enviado a pacificar la
provincia de Colima, tenía orden estricta de que cualquier es
pañol que injuriase a un indio debía desagraviarle pública
mente.
Lo puesto en el papel. La teoría jurídica. Las intenciones.
Pero, en realidad, los prisioneros de guerra fueron legalmente
convertidos en esclavos, dado que un constante suministra de
ellos era necesario, de manera creciente, para él trabajo de las
minas. Porque mientras duraron las guerras de la conquista
hubo abundancia de esclavos, pero sometido el país y en vías de
una dura pero completa pacificación, el problema tuvo que ir
resolviéndose, en los hechos, a través del tráfico de compra y
venta de esclavos. Incluso con el grave problema de que cada
vez que un conquistador se aparecía en un pueblo de indios
exigiendo una tributación en oro, como generalmente el cacique
local no contaba con esa riqueza, disponía de hombres de su
propia tribu (o de su propia familia) forzándolos a jurar que
siempre habían sido legítimos esclavos para poder venderlos sin
incurrir en delito o en la posible sanción de otros españoles.
Nada tiene de extraño, por lo tanto, que esa suma de con
tradicciones se refracte en las Cartas de Relación: «Puesto que Su
Majestad ha dado permiso a los ciudadanos de Nueva España
para comprar esclavos de los señores nativos del país —vuelve a
escribirle Cortés a Carlos V sugiriéndole algunos ajustes— da
réis licencia a aquellos que tienen pueblos de indios y sus seño
res en encomiendas para comprar esclavos de estos señores, en
la cantidad que veáis conveniente. Daréis tales licencias con la
cláusula de que los esclavos asi adquiridos deberán ser traídos a
presencia de vuestro notario y en la presencia del señor que los
está vendiendo les preguntaréis qué métixlo siguen entre ellos
para hacer esclavos. Entonces tomaréis a los citados esclavos a
un lado, donde no esté presente su señor y os enteraréis cómo y
por qué fueron hechos esclavos. Y si resulta que son esclavos de
acuerdo a sus propias costumbres, serán entregados a la per
sona que los ha comprado. Y los marcaréis con el hierro de Su
Majestad, hierro que será guardado en la caja del cabildo.»
El ordenancismo prolijo y minucioso llegado de España se
fue reiterando prácticamente desde las Leyes de Burgos en ade
lante. Incluso —como puede verse— en las propuestas que ele
vaban los más lúcidos conquistadores. El nivel más denso de la
161
historia que va del 1500 hasta el 1810 puede definirse por esa
peculiar dialéctica entre la norma y la realización. O, mejor
dicho, por la grieta que se va ahondando entre la América ideal
de la legislación española y la America real de la cotidianeidad
vivida entre el conquistador, el colono o el administrador en su
relación con el indio sometido.
Fisura dramáticamente progresiva de la que se hace eco el
emergente mayor de los sacerdotes españoles que denuncian los
abusos de sus propios compatriotas: «¿Qué doctrina podían dar
hombres seglares y mundanos, idiotas y que apenas, común
mente y por la mayor parte, se sallen santiguar, a infieles de
lengua diversísima de la castellana?» ,7.
162
teorizaciones sobre esa particular problemática. Y’ más adelante
—ya en el siglo XV— bastaría citar la figura de San Vicente
Ferrer para tener una idea aproximada de la envergadura del
movimiento misional y de su trascendencia como para que pro
dujera un emergente de tales dimensiones decisivo en el pen
samiento religioso del 1500 ,9.
Tanto es así que, como etapa intermedia de esta línea de
fuerza, puede comprobarse la activa presencia misional en las
ciudades marroquíes —donde van surgiendo conventos domini
cos y franciscanos— para reaparecer, siguiendo la traza de los
viajes ultramarinos, en las tareas de conversión de los *guanches»
en las islas Canarias y en torno del escenario tan complejo como
contradictorio que rodea la actividad de Colón, sobre todo a
través del específico apoyo franciscano que recibió el Almirante
en el convento de La Rábida.
Resulta comprensible —por lo tanto— que en virtud de estos
antecedentes los Reyes Católicos apelaran a los franciscanos
para que se hiciesen cargo de la enorme tarea evangélica en
América. De manera especial a los sectores reformados de la
Orden, los observantes: de ahí surge, como consecuencia del
capítulo general reunido en Florcnsac, al sur de Francia, en
1493, el ofrecimiento de dos franciscanos —Juan de la Deule y
Juan de Tisín— para acompañar a Colón. A los que se les suma,
como vicario pontificio, Bernal Boíl, de la orden mendicante de
los mínimos, hombre que gozaba de la confianza personal del
rey Fernando.
Previsiblcmcnte, quien dio un fuerte impulso a este proyecto
fue el cardenal Cisncros, franciscano él mismo, que tanto como
confesor de la reina Isabel, como arzobispo de Toledo o como
regente de España, se había dedicado a la reforma de su Orden
con vistas, precisamente, a que demostrara su actualización y
vitalidad en la respuesta a la recluta de misioneros con destino
al Nuevo Mundo.
Así es como al llegar a la conquista mexicana, nos encontra
mos con un Cortés deseoso por encomendar a los frailes la
conversión de los indios. Con ese motivo le escribe a Carlos V
que «obispos y prelados no dejarían de seguir la costumbre que.
por nuestros |>ccados hoy tienen, en disponer de los bienes de la
Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar
mayorazgos a sus hijos o parientes».
Las riquezas de México eran un coto reservado a él y a sus
aliados y clientela. Y como preveía los conflictos (que luego se
suscitaron), se empeñaba desde un comienzo en que los misio
neros enviados fueran ejemplo de austeridad y de rigor misio
nal. Y agregaba en su argumentación: de lo contrario los indios
llegarían a «menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de
burla». Porque también la distancia podía incidir en la conducta
de los religiosos.
163
De manera complementaria, el nuevo general de la Orden,
Francisco de Quiñones, seleccionó en la provincia franciscana
de Extremadura, conocida por el rigor de su observancia, a
doce frailes prestigiados ya por su templanza, rigor y saber.
Llegaron a México en 1524 y, de inmediato, emprendieron una*
evangelización sistemática: primero, por la zona de Tlaxcala;
luego, dispersándose por la región de Michoacán; más adelante,
abriéndose en abanico sobre La Florida y hacia California hasta
ir punteando toda la franja de la costa: San Diego, Santa Cruz,
Sacramento, Los Angeles. Para llegar, finalmente, a la notable y
decisiva misión sobre cuyo núcleo se levanta hoy la ciudad de
San Francisco. Expansión arrolladora. Porque los franciscanos
no sólo fueron los primeros en trabajar en América sino los que
numéricamente alcanzaron una mayor significación 20.
Por eso, si se tienen en cuenta las características del grupo
de conquistadores que había seguido a Cortés desde el co
mienzo de su empresa, y si se recuerda la prolongación de los
enfrentamientos entre cortesinos y velazquistas (con la «codicia
insaciable» de los primeros y la «codicia frustrada» entre los
segundos), componentes que —entrelazados en una textura
cada vez más crispada— implicaban el desdén por todo ki que
fuera limitación de sus pretensiones sobre los indios y su capa
cidad como mano de obra esclava o semiesclava, la llegada de
otros hombres, cuyo proyecto fundamental no era el enrique
cimiento sino la tarea misional, el conflicto y la serie de enfren
tamientos entre ambos era previsible.
Y si los conflictos empiezan a ponerse en la superficie ya
desde 1524 en México —no bien desembarcan los pioneros
franciscanos— ese núcleo conflictivo trazará una constante que
dramatiza, caracteriza y define todo el proceso colonial. Que,
articulado con el factor distancia, exacerba al máximo lo que ya
se conocía en España.
166
cómplicey gangrerutrse con ella. Y Las Casas (como los
hermanos Ulloa) evita esa gangrena, rehúsa esa com
plicidad 2*.
167
los conquistadores y encomenderos y a los mercaderes los llama,
muchas veces, tiranos, robadores, violentadores, raptores, pre
dones». Es decir, que desde su óptica —mucho más moderada
que la de Las Casas— Motolinía intenta matizar las acusaciones
globales que, incluso, condenan a «los letrados de vuestros Con
sejos llamándolos muchas veces injustos y tiranos. Y también
injuria y condena a todos los letrados que hay y ha habido en
toda esta Nueva España, asi eclesiásticos como seculares».
Y de la defensa que se apoya en matices y distingos, pasa
Motolinía a acumular cargos contra Las Casas: «Por cierto, para
con unos poquillos cánones que el de Las Casas oyó, ¿1 se atreve
a mucho, y muy grande parece su desorden y poca su humil
dad. Y piensa que lodos yerran y que él sólo acierta.»
Motolinía no sólo desautoriza a Las Casas por su mediocre
formación, sino también por su tono omnipotente, apoyándose
—a la vez— en la autoridad del marqués del Valle (título que
Carlos V le había concedido a Cortés) y en la opinión de otros
obispos y oidores que ya iban definiendo la implantación de las
nuevas estructuras administrativas: «Todos los conquistadores,
dice el de Las Casas, sin sacar ninguno.» Y después de ese
recurso que le otorga aliados, pasa francamente al ataque: «Yo
me maravillo como Vuestra Majestad y los de vuestros Consejos
han podido sufrir tanto tiempo a un hombre tan pesado, in
quieto e inoportuno y bullicioso y pleitista, en hábito de reli
gioso, tan desasosegado, tan mal criado y tan injuriador y per
judicial y tan sin reposo.» Argumento ad hominen, sin matices,
pero que tenía que servirle para hacerle sentir su responsabili
dad personal al monarca.
Las explicaciones sobre esta controversia son numerosas.
Ramón Xirau sostiene que el conflicto entre Motolinía y Las
Casas se corresponde con dos perspectivas encontradas, según
las cuales si Las Casas pretendía llevar a cabo una evangeliza-
ción que tuviera siempre en cuenta la conciencia del futuro
converso, Motolinía deseaba —«más realista»— una conversión
rápida de los indios.
Otra explicación es la que sugiere Luis Nicolau d’Olwer: si
Las Casas proponía restaurar las extintas monarquías indianas
bajo la soberanía eminente y lejana de Carlos V, Motolinía
—por su lado— proyectaba una entidad autónoma con su eje en
España. Por lo que hubiera sido una especie de precursor del
proyecto que, en el siglo xvui, plantearía el conde de Aranda.
Pero si se tiene en cuenta que Motolinía, en 1539, se exalta
afirmando que «en dos meses ha convertido a más de ochenta
mil indios» y que, posteriormente, elogia la propuesta de Vasco
de Quiroga —recién designado obispo de Michoacán— consis
tente en un sistema paternalista mucho más cauteloso y que no
provocaba la reacción de los conquistadores cortesinos, conver
tidos en magnos encomenderos (y, paulatinamente, en los ma
168
yores latifundistas de México), se puede entender esta polémica
si se le adjudica el rótulo de «moderado» a Motolinía y de «radi
cal» a Las Casas.
Caracterización que, además de enfrentar a ambos evangeli-
zadores, describe a los modelos que se convertirán en punto de
partida para las dos corrientes fundamentales que, a través de
sus enfrentamientos, polémicas y contradicciones, irán defi
niendo el proceso histórico mexicano a partir del siglo XVI hasta
llegar a comienzos del xix. Obvio: la duración es mayor, pero lo
esencial de ciertos rasgos pervive como una linfa decisiva por
debajo de lo episódico; y las homologías pueden visualizarse
tanto en Iturbide, negociador y favorable a un acuerdo con la
tradición española, como en los grupos representados por radi
cales como Hidalgo o Morelos, mucho más vinculados a las ba
ses indígenas y mucho menos conciliadores. En este sentido
—ya en el 1500— se podría distinguir, dentro de la política
misional, un ala conservadora encarnada en Motolinía (y en
Vasco de Quiroga o Zumárraga), de un sector «jacobino» tipifi
cado por Las Casas 2‘.
169
solicitan su ida a América, son los conquistadores y su secuela
de encomenderos y nuevos terratenientes, van siendo éstos
mismos quienes aparecen denunciados en primer lugar de ma
nera progresiva. «Los aliados a quienes se les otorgaba el sumiso
papel de limitarse a cohesionar, a nivel religioso, los resultados
de la conquista se van enfrentando, paso a paso, a los mismos
conquistadores **.» Desde el inicio —como vamos viendo— se
da toda la gama de matices en materia de denuncia, cuestiona-
miento, discrepancia o reticencia. Matices que se relacionan dia
lécticamente con el mayor o menor compromiso con los nuevos
poderes de la colonia. Pero quien va a convertirse en el prota
gonista más visible y conflictivo de este proceso será, precisa
mente, fray Bartolomé de Las Casas.
Nacido en el barrio de Triana de Sevilla en 1474. hijo de un
modesto mercader de Tarifa y sobrino del continuo real Juan
de Peñalosa, valedor de Colón frente a la reacia marinería del
puerto de Palos, todos sus antecedentes lo condicionaban para
vincularse estrechamente al proceso histórico que se inauguraba
con el descubrimiento del Nuevo Mundo: desde el puerto prin
cipal que se convierte en emporio del comercio con América,
pasando por las vinculaciones familiares —que convertían la
empresa desmesurada en comentario de todos los días—, hasta
el componente «crítico y de marginalidad» que se insinúa en la
tesis de Américo Castro al analizar su procedencia «de una fami
lia de conversos, pequeños burgueses arruinados».
En su ciudad natal hizo Las Casas estudios de latín y huma
nidades, suponiéndose que asistió a las clases de Nebrija —fi
gura clave en la cultura española del 1500—, y completando
este aprendizaje con el que correspondía a las órdenes menores
y al de doctrinero, categoría similar a la de auxiliar de predica
dor. Y es en esta calidad que, en 1502, acompaña a Nicolás de
Ovando, recién designado administrador e investigador de La
Española (Santo Domingo) y junto al cual desarrolla su activi
dad hasta el final del mandato del fraile gobernador (1509).
En América, como un castellano más, privilegiado por el
solo hecho de ser español, se beneficia del trabajo de los natura
les, convirtiéndose en un encomendero, tarea en la que —como
él mismo dice— se dedicaba a «compeler y apremiar a los indios
que traten y conversen con los cristianos y que trabajen en sus
edificios y coger o sacar oro y otros metales».
Ordenado sacerdote en 1510, el 30 de noviembre del año
siguiente escucha —fascinado e inquieto— el famoso sermón de
fray Antonio de Montesinos dirigido a su parroquia, formada
en su gran mayoría por conquistadores establecidos desde el
comienzo del descubrimiento y que ya gozaban —institucional
mente— de todas las ventajas de la encomienda.
Tal fue el impacto emocional que le provocaron las palabras
del dominico, agresivas y severamente cuestionadoras de su au
170
ditorio, que el mismo Las Casas las transcribe en su Historia de
las Indias: «Decid, ¿con qué derechos y con qué justicia tenéis en
tal cruel y horrible servidumbre aquestos indios? —empezaba
ese sermón con entonaciones dignas de un profeta del Antiguo
Testamento—, ¿con qué autoridad habéis hecho tan detestables
guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pací
ficas, donde tan infinitas deltas, con muertes y estragos nunca
oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatiga
dos, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades que, de
los excesivos trabajos que les dáis, incurren y se os mueren, y
por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?
¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois
obligados a amalles como a vosotros mismos?»
La crítica lascasina se refiere a este acontecimiento como el
«camino de Damasco» del futuro obispo de Chiapas: impresio
nado por esas palabras que, en fin de cuentas, le planteaban de
manera critica lo que todos los días tenía delante de los ojos y ya
se le naturalizaban, empieza a vacilar en sus convicciones y a
revisar los proyectos comunes con que había llegado a América.
E inicia, paulatinamente, su desplazamiento hacia una línea de
pensamiento que ya tenía representantes desde el momento ini
cial del Descubrimiento. Juan Pérez de Tudela, en su riguroso
estudio preliminar a las obras completas de Las Casas í9, alude a
Cristóbal Rodríguez, llamado La Lenguti, marinero y personaje
de particular prestigio en el círculo allegado a Crbtóbal Colón,
quien ya en 1505 se resolvió a plantear ante el Consejo de
Indias una propuesta adversa al régimen de trabajo forzado a
que eran sometidos los indios americanos.
El resultado de estos primeros cuestionamientos críticos ob
tuvieron un cierto eco. Y es así como, en 1512, las «Leyes de
Burgos» ya se hacen cargo del problema y sientan jurídicamente
el principio de la libertad de los indios. Claro: si la distancia
mediatizaba tanto la inflación de los precios de los productos
que llegaban a la metrópoli y dcflacionaban lodo tipo de órde
nes, también deterioraba la eficacia de las leyes que, excepcio
nalmente, iban más allá de las generosas formulaciones. Más
aún en este caso particular, donde la proclamada libertad de los
indios debía ser compatible con el régimen encomendero «en un
intento ecléctico por quedar bien con Dios y con el diablo» 10.
Sin embargo —pese a vivir una etapa de desgarramiento
entre su quehacer tradicional y los conflictos de los que era
testigo—. Las Casas forma parte de la expedición de Diego Ve-
lázquez a Cuba y recibe, cerca de Xaua y como premio a «su
lealtad y devoción» hacia el gobernador, un buen repartimiento
de indios «empleados en la extracción del oro y de la plata».
I’ero, en esa zona, la explotación del indio alcanza tal gravedad
que se produce lo que la crítica lascasina denomina «su segunda
conversión». Su ruptura definitiva con su pasado «de oculta-
171
miento e implícita complicidad». Sobre todo cuando descubre
un texto del Eclesiaste's que le inquieta al máximo: «Quien roba el
pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo. Quien
derrama sangre y quien hace fraude al jornalero, hermanos
son». Y como ese versículo le perturba de manera obsesiva, lo
medita, trata de elaborarlo y, luego, nos narra su experiencia
que lo lleva a determinar «en sí mismo, convencido de la misma
verdad, ser injusto y tiránico cuanto cerca de los indios de estas
Indias se comeüa».
Y a partir de esta crisis definitiva, se inicia esa carrera de
denuncias cada vez más sistemáticas, tanto desde el púlpito
como a través de sus escritos, itinerario que sólo concluirá en
1566 con la muerte de Las Casas. F.n primer lugar, se decide a
embarcarse para España, a donde llega en septiembre de 1515.
Le urge la necesidad de hacer conocer lo que ocurre en Amé
rica. En diciembre es recibido por el rey Fernando poco antes
de morir. Y en febrero del año siguiente, le presenta al cardenal
Cisneros, regente de España, su Memorial de Catorce Remedios,
plan de gobierno y organización donde —entre otras apremian
tes solicitudes— expone su «Sistema de comunidades» según el
cual, prácticamente, todos los repartimientos serían en común,
se trabajaría en común y en común se distribuirían los benefi
cios.
De manera paralela, insiste en la igualdad de todos los hom
bres y en la necesidad ineludible de convertir a los indios sólo
por la persuasión, jamás por la fuerza. Inspirar confianza y
persuadir, conforme al Evangelio. Llegando, incluso, a sostener
que el método fuerte no es el de Cristo sino el de Mahoma y, en
última instancia, a poner en tela de juicio los títulos papales que
los soberanos españoles exhibían para legitimar las conquistas
realizadas en América y esa «multitud de forzadas y superficia
les conversiones»J1.
En 1516 regresa a América en compañía de una comisión de
frailes de la Orden de los Jerónimos —propuesta por él— para
investigar e informar sobre el comportamiento de los encomen
deros. Pero, como resultado de desavenencias con esos misione
ros y de los conflictos correlativos, se le ocurre plantear como
paliativo para la situación de los indios su reemplazo por escla
vos africanos. Planteamiento del que posteriormente se lamenta
explícitamente en su Historia de las Indias con su típico uso de
designarse a sí mismo en tercera persona: «Este aviso de que se
diese licencia para traer esclavos negros dio primero el clérigo
Las Casas, no advirtiendo la injusticia con que los portugueses
los toman y los hacen esclavos: el cual, después que cayó en ello,
no le diera por cuanto había en el mundo porque siempre los
tuvo por injusto y tiránicamente hechos esclavos, porque la
misma razón es dellos que de los indios.»
172
Las Casas: escritos y polémicas
174
textos los datos denunciados por Las Casas resultan multiplica
dos y agravados de manera vertiginosa 3J.
Pero si esa argumentación no resultara convincente, bastaría
recorrer hoy, en pleno siglo xx, los países de América latina con
mayor presencia india para inferir o reconstruir, en virtud del
trato infrahumano que reciben de parte de los latifundistas crio
llos (descendientes, muchas veces, de los grandes encomenderos
del siglo xvi) o por las empresas multinacionales, socias mayores
de esos lejanos herederos de las encomiendas, lo que pudo haber
sido el trato otorgado al indígena. De esta manera se llega a la
convicción de que, si se admite la «paranoia» de Las Casas, no
puede menos de reconocérsele excepcionales condiciones de pro
feta.
Además —y se trata de un argumento decisivo en este orden
de cosas— que para poder reconstruir las conductas del colono
español del siglo XVI y evaluar realmente la credibilidad que nos
merece Las Casas, bastaría confrontarlas con el trato otorgado a
los indios por los colonos ingleses, franceses u holandeses (para
no abundar) para tener una noción recreada y válida de esa
situación. Dado que la única perspectiva legítima para una
comprensión cabal del problema no es referirla sólo a la del
colono español del siglo XVI. Sino del colono de cualquier na
cionalidad y en cualquier época M.
De ahí que la actividad de Las Casas deba ser inscrita en este
contexto: no en contra de lo español, sitto a favor del hombre
humillado. Por eso, cuando siendo ya obispo de Chiapas se en
frenta al poder temporal, no ataca al |>oder español simple
mente, sino al poder en tanto tal. Su Confesionario (1546), con
sus «avisos y reglas para confesores que oyeran confesiones de
los españoles que son, o han sido, en cargo a los indios de las
Indias del mar Océano», adquiere tina dimensión que desborda
su circunstancia inmediata. Tanto es asi que, cuando dos años
después se ordenaba el secuestro de todos los manuscritos que
circulaban del libro y se organizaron hogueras para quemarlos,
la justificación que se dio es que «ofendía al sentir cristiano c
católico e la honra de muchos».
1546 marca su nuevo regreso a España, tan decepcionado
que decide renunciar al obispado de Chiapas. El fracaso de las
Leyes Nuevas y el desarrollo de las encomiendas le abruma e
inmoviliza por un tiempo. Pero los argumentos públicos de
Juan Ginés de Sepúlveda, confesor de Carlos V, defensor del
empleo de la fuerza para la predicación y la conversión de los
indios, lo lanza a la más áspera y difundida de sus polémicas:
atacando duramente el criterio de masificación de las conversio
nes y de su imposición mediante la violencia.
Y no se detiene. A los ochenta y nueve años publica sus ocho
Tratadas. El noveno, que no llega a editarse, es, precisamente, el
acusado por la Inquisición. Allí se planteaba, nada menos que
175
«los reyes no tienen poder para disponer de sus súbditos, ni
para hacerlos vasallos de otro señor por vía de encomienda».
Con otras palabras: cuestionaba, de manera global, la empresa
conquistadora desde el 1492. Y, en los hechos, abría interrogan
tes sobre quién era el soberano: el monarca o el pueblo.
Ya en la última etapa de su vida, a los noventa años, el
problema de la despiadada conquista del Perú le obsesiona. Los
rasgos insinuados en las Antillas, y perfeccionados por Cortés
en México, son exacerbados al máximo y degradados de manera
alarmante. I*as Casas pretende que le autoricen a viajar a esa
zona dominada por la secuela de luchas entre los hombres de
Pizarro y los de Almagro. Se lo niegan. Las disputas entre en
comenderos han llegado allí a la guerra civil. Las Casas denun
cia la raíz de ese proceso. Y con ese motivo, en torno al 1560,
concluye su Historia General de las Indias comenzada en 1527. Es
la síntesis de su obra anterior y de su larga trayectoria. A la que,
incluso, intenta «ponerle un estrambote» con De Thesateris
(1563), trabajo no publicado ni traducido del latín al español
hasta fecha muy reciente. Angel Losada lo hace bajo el título de
Los Tesoros del Perú. Su tesis central, dando otra vuelta de tuerca
al problema del soberano, es el derecho de los pueblos a sus
propias riquezas. «Todo el oro, plata, piedras preciosas, perlas,
joyas, gemas y todo otro metal y objeto precioso de debajo de la
tierra o del agua o de la superficie que los españoles tuvieron
desde el tiempo en que se descubrió aquel mundo hasta hoy,
salvo lo que los indígenas concedieron a los españoles en dona
ción o gratuitamente o por razones de permutación en algunos
lugares voluntariamente, todo fue robado —escribe Las Casas
lúcida y vigorosamente— injustamente usurpado y perversa
mente arrebatado y, por consiguiente, los españoles cometieron
un hurto o robo que estuvo y está sujeto a restitución» **.
Y este cierre concluyente (que si usa como significante «lo
español» alude en su más profundo significado a «lo imperial» o
«conquistador»), además de resultar un juicio general y sintético
de lo que, generalmente, se oscurece bajo los rótulos triunfalis
tas de Epopeya, Héroes, Gestas, Espíritu Marcial o Genio Majes
tuoso, va cerrando la vida de este español desgarrado, polémico,
contradictorio, lúcido, egocéntrico, agresivo, empecinado y ex
cepcional. Era el 31 de julio de 1566, en el convento de Nuestra
Señora de Atocha. En Madrid era.
De la Inquisición
180
como una suerte de tutela. De hecho —en el terreno religioso—
y especialmente desde la conquista de Cortés, los antiguos azte
cas vivieron como pupilos de los españoles. Y éstos como curado
res de aquéllos, encargados de una singular «cúratela».
Sin embargo, en ciertas oportunidades, el Santo Oficio actuó
también contra estos indios «tutelados». Asi, el famoso Juan de
Zumárraga, arzobispo de México y gran inquisidor, hizo que
mar a un cacique azteca como hereje con el argumento de que
el indio, públicamente, hacía propaganda a favor de las viejas
deidades del Anáhuac. Lo que implicaba no sólo condenar la
dominación española, sino poner en evidencia que «los viejos
dioses aún no habían muerto». Y ese cacique, automáticamente,
dejaba de ser tratado de manera paternalista, se prescindía sin
más de su condición jurídica de «tutelado», de «pequeña gente»
o de «persona simple», para recuperar su carácter de «antiguo
enemigo cubierto con las plumas del águila y la piel del leo
pardo» 41.
NOTAS AL CAPITULO 11
181
27 Lewis Hankc, The Spanish Struggle for Justíce in the Conquest of America.
*• Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de America, 2.a edición,
México. 1971.
29 Juan Pérez de Tudela, Significado histórico de la vida y escritos del padre Las
Casas, 1957.
*° Angel Losada, Fray Bartolomé de Las Casas a la luz de la moderna critica histó
rica, Madrid. 1970.
11 Pedro Borgix, Métodos misionales en la cristianización de América, Madrid. 1960.
n Louis Baundin. Une théocratie socialiste: retal jésuit du Paraguay, Parts, 1962.
3i Francisco Chevatier, La formation des grands domaines au Méxique, 1952.
J4 Eric Williams, Capitatism and Slavery, 1944.
)J Manuel Giménez Fernández, Bartolomé de Las Casas, delegado de Cisneros para
la reforma de las Indias, 1953.
** José Antonio Maravall. Im utopia político-religiosa de los franciscanos en Nueva
España, 1949.
57 Pintan B. Warrcn, Vasco de Quiroga and his Pueblo-Hospitals of Santa Fe, Was
hington, 1963.
>a Juan Luis Vives a Erasmo, 1534.
39 CecU Roth, The Spantih ¡nquiútion, Londres. 1937.
40 Julio Jiménez Rueda. Herejías y supersticumes en la Nueva España, México,
1952.
41 Elizabeih Andros Kostcr, MotoBnia’s Histary of the Indians of New Spain, Ber-
keley, 1950.
182
La labor paralela de los misioneros y guerreros configuró uno de los
aspectos más sobresalientes de la conquista: la evangelizarión como con
trapeso a la explotación.
12. LA TIERRA: DISTRIBUCION, PRODUCCION
Y CONTRADICCIONES
C a r O. Sauer, T h e E a r ly S p a n is h M a in , 1966.
188
bía prevalecido en las Antillas pasaba a ser revisado con el crite
rio humanitarista que impregnaba las argumentaciones de los
teólogos y asesores de Carlos V en el Consejo de Indias. De ahf
que, entre otras medidas de renovación, se le hada saber a
Cortés que, en materia de conversiones, debía preferirse a sa
cerdotes mexicanos a causa de la notable influencia y prestigio
que tenían sobre la población indígena. Y no sólo era conve
niente estimular —especialmente a los aztecas—, a saber apre
ciar los modos de civilización españoles y a «urgirlos a llevar una
vida ordenada», sino que debían ser persuadidos para que abo
lieran los sacrificios humanos y a que reconociesen las obliga
ciones en materia de impuestos, diezmos y alcabalas que tenían
que pagar a la Corona.
Incluso se prohibía terminantemente a los cristianos promo
ver la guerra a los indios y arrebatarles sus propiedades sin
previo pago, advirtiéndose que si alguien ofendía a un indígena
sería castigado severamente. «Y así los indios —concluían las
órdenes de Carlos V—, se pondrán en mayor contacto con los
cristianos y vendrán al conocimiento de nuestra Santa Fe Cató
lica que es nuestro principal deseo y propósito, y más se habrá
ganado convirtiendo a cien por estos medios que a cien mil por
otros.»
Cortés, dada su larga experiencia en el Nuevo Mundo, sabía
perfectamente que las razones que aducía su emperador eran
ciertas. Incluso que ese criterio había sido el suyo de acuerdo a
su propia sutileza y a la habilidad con que había ido llevando la
política de la conquista de México a partir de 1519. Pero (y
nuevamente el factor distancia había sido decisivo en este pro
blema), la distribución de los indios y el otorgamiento de las
tierras ya era un hecho en plena consumación cuando la carta
de Carlos V llegó a sus manos. Sus urgencias frente a los velaz-
quistas al borde de la sublevación (que podía convertirse en
guerra civil), no podían desplegar un tempo cortesano, sino una
velocidad de frontera ■*.
Así es que. asumiendo la vieja fórmula feudal del «obedezco
pero no cumplo», les informó a los cuatro funcionarios reales
portadores de la carta del emperador que no podía poner en
ejecución lo que allí se le ordenaba por la situación concreta de
violencia que se vivía en México y que —además— le escribiría
de inmediato una nueva epístola a Carlos V justificando deta
lladamente las razones por las cuales había cambiado su criterio
convirtiéndose en un defensor de la encomienda.
l-os argumentos fundamentales empleados por Cortés en su
nueva epístola a Carlos V fueron seis: en primer lugar, los es
pañoles no contalxtn con otro medio de sostenimiento que el
que les brindaba el servicio de los indios. Y si prescindían de
estas prestaciones, se verían en la obligación de abandonar Mé
xico. Con lo cual Carlos V. de manera correlativa, perdería su
189
nuevo imperio y los nativos su salvación espiritual. En segundo
lugar, no era cierto que los indios serían libres si la encomienda
era abolida, porque el sistema empleado por Cortés los había
liberado de la esclavitud —mucho más grave y dolorosa— a la
que los tenían sometidos los antiguos señores aztecas. Y especi
ficaba Cortés sagazmente: tan intolerable había sido esa esclavi
tud anterior bajo otros indígenas, que ahora sólo bastaba ame
nazarlos con devolverlos a sus antiguos amos para que sirvieran
con mayor devoción a los españoles.
En cuarto lugar —argumentaba Cortés— era ilusorio pensar
que los indios pagarían un tributo en metálico a la Corona. Por
la muy simple razón de que no tenían dinero. Y si el pago se
hacía en especies*Su Majestad no podría disponer de esas mer
caderías». El factor distando se convierte en esta parte de la
argumentación cortesina en un componente decisivo a favor de
su posición. Además, continuaba el Conquistador, las ciudades
que habían sido puestas directamente bajo el control de la Co
rona se habían arruinado al intentar recolectar el tributo. Razón
por la cual Cortés se había visto en la necesidad de darlas en
encomienda para evitar su destrucción. Obteniendo así no sólo
que esas ciudades no se destruyesen, sino todo lo contrario: una
rápida reconstrucción y un triple aumento de las rentas reales.
De donde se podía deducir, con una coherencia inobjetable, que
dichos lugares debían quedar en manos de hombres que, por su
larga experiencia americana, por su capacidad de mando y por
su paternal relación con los indios, sabían como hacerlas pro
gresar.
En quinto lugar, si la encomienda fuese abolida —interro
gaba Cortés—, ¿quién sería el encargado de conservar a México
para el emperador español? La única respuesta posible: que
podría ser custodiado por varios miles de soldados pagados por
la Corona. Pero —proseguía Cortés—, ¿estaba la Corona espa
ñola en condiciones de sostener semejante erogación? Y, con
vistas a cerrar sus argumentos, ¿acaso los nuevos soldados reales
serían mejores que los encomenderos? El aprendizaje ameri
cano de esos hombres, ¿cuánto tiempo llevaría? Su adecuación a
las nuevas condiciones de vida, especialmente duras, ¿cuánto le
costaría a Carlos V?
Y, en sexto lugar. Cortés sostenía que la verdadera razón del
aniquilamiento de los indios en las Antillas (que era d prece
dente del que siempre se echaba mano), no era culpa ni respon
sabilidad de los colonos, sino de los que debiendo administrar
justicia, lo hacían de manera deficiente. Y que, incluso, teniendo
prohibido de manera explícita utilizar indios en su provecho, lo
hacían a vista y paciencia de todo el mundo. Argumento, claro
está, que iba apuntando a sus principales adversarios personales
que —como muy bien sabia Cortés— estaban enquistados en la
Audiencia y en los estamentos judiciales de la colonia. Por tc-
190
mor de su creciente poderío «a lo gran señor» o envidiosos de
sus éxitos militares o de las cuantiosas riquezas acumuladas s.
Por otra parte, Cortés no sólo abogaba de esta manera a
favor de una posible manera de llegar a un entendimiento con
los viejos hombres de Velázquez que seguían acosándolo día a
día, sino que también trataba de justificar su propia situación.
Dado que no conviene olvidar que Cortés, en los hechos, se
había transformado en el mayor encomendero de México. Mo
tivación por la cual, paulatinamente, se había ido convirtiendo
en un categórico defensor de una sociedad que apuntaba a or
denarse sobre las bases tradicionales de la frontera.
Actitud que, de manera dialéctica, provocaba en la metró
poli un fuerte sentimiento de rechazo en tanto implicaba una
proyección, actualizada, del feudalismo en el Nuevo Mundo. Y,
consiguientemente, toda una movilización en torno a la necesi
dad urgente de buscar un método y un delegado con la eficacia
suficiente para que, oponiéndose a Cortés, fuese capaz de redu
cirlo en el uso de sus crecientes e incontrolables poderes. Pues
de delegado de Diego de Velázquez se había convertido en con
quistador primero, luego en capitán general y, por último, en
marqués del Valle.
En torno a este fenómeno tan dramatizado como complejo,
comenta Solórzano y Pereira en su Política Indiana: «Como esta
práctica diabólica de la encomienda ya había echado raíces, no
era fácil suprimirla. Tanto los gobernadores como los colonos
hicieron tales demandas y pusieron tantas dificultades para la
ejecución de estas provisiones, que tuvieron que ser anuladas.»
Cierto. Sobre todo si se tiene en cuenta que, así como nues
tro punto de partida esencial ha sido la tesis de Pierre Vilar
(según la cual debe considerarse a la Conquista como la etapa
superior de la Reconquista), y que tanto las clásicas «entradas»
como la tneuxiología misional o la (nomenclatura rcferencial
estaban coloreadas por la tradición feudal, la defensa que Cor
tés hacía de la encomienda resultaba coherente con la totalidad
del encuadre, la ruptura con ese continuo fundamental (trove-
nía, más bien, de los planteamientos de quienes sostenían que
había que eliminar la encomienda.
De donde se puede inferir que la «feudalidad» implícita en
las propuestas del Conquistador no sólo respondía a una nece
sidad acuciante en el México del siglo XVI, sino que su posición
tenía de su parte la legitimidad de lo consuetudinario encar
nado en una tradición en la que todos sus hombres se habían
formado. Tanto es así que, en función de la fuerza de ese fac
tor, el paso siguiente de Cortés será plantear la necesidad de
que las encomiendas sean entregadas en perpetuidad. Es decir,
que quienes detentaban, momentánea o precariamente esos
dominios, se irían convirtiendo en titulares de nuevos mayoraz
gos.
191
Planteamiento que pondría en la superficie una contradic
ción decisiva y latente: pese a los planteamientos de Cortés, la
tradición de la Reconquista, en realidad, funcionaba cada vez
más a nivel superestructura!, dado que la nueva organización
del imperio español —para poder llevarse a cabo en tanto tal—
no sólo debia renegar de ella, sino que requería planificarlo
todo con un criterio moderno de unidad y de centralización.
Esto es: necesitaba proyectar sobre México y el Nuevo Mundo
no ya la tradición de las comunidades (derrotadas en esos mismos
años), sino el criterio de la unidad nacional que, imponiéndose
por encima de fueros y tradiciones, se correlacionaba con las
exigencias de homogeneización de un mercado unitario. Y, so
bre todo, de un tipo de acumulación mercantilista que ya no
podía apoyarse en procedimientos ni en organizaciones esta-
mentarias o corporativistas de raíz medieval *.
192
cuatro oidores, dos habian muerto en el viaje, y con los sobrevi
vientes —Diego Delgadillo y Juan Ortiz de Matienzo— los ve-
lazquistas se lanzaron de lleno a una decidida política anticorte-
sina que, en los hechos, se convirtió en un tironeo para ver
quiénes se aprovechaban más del trabajo esclavo de ios indios. Y
de las exacciones a las que los indígenas podían ser sometidos
impunemente.
Esta línea de conducta, encabezada por el presidente de la
Audiencia, no tardó en encontrar un decidido y ferviente oposi
tor en el nuevo obispo de México, fray Juan de Zumárraga,
quien se había lomado muy en serio su papel de «Protector de
los indios». Lógicamente, la lucha de banderías que se venía
crispando mientras Cortés era, concretamente, «dueño y señor»
de México, se coloreó con nuevos componentes: porque si Zu
márraga, fraile franciscano, encontró en los otros miembros de
su Orden un apoyo tan incondicional como combativo, las exce
lentes vinculaciones de éstos con Hernán Cortés (que siempre
los había tratado de manera preferencial), lo fue desplazando
hacia el campo político del Conquistador. En el bando opuesto,
las crecientes arbitrariedades del presidente de la Audiencia y
sus ataques progresivos a todo lo que implicase vinculación con
la línea cortesina, lo desplazó hacia el campo de los antiguos
velazquistas. Las líneas contrapuestas se tensaron al máximo.
Y si Zumárraga no cesó en sus anatemas lanzados desde el
pulpito contra Ñuño de Guzmán y sus aliados, el Gran Oidor se
desquitaba de manera sistemática enviando informes a la me
trópoli donde «lo dejaba como chupa de dómine» *: no sólo le
acusaba de utilizar a los indios en trabajos personales y privados
o en la construcción de una casa para reunir a sus amigos y
cofrades en «opíparas comilonas», sino que llegaba a sostener
que la mayoría de los franciscanos tenían relaciones sexuales
con las indias, sometiéndolas a sus exigencias y sevicias. Incluso
el otro gran franciscano aliado de Cortés y Zumárraga en este
conflicto colonial era severamente criticado por supuestos en
víos a sus parientes de España de unos 700 castellanos de oro. Y
la situación tensa y violenta se impregnaba —como diría Ri
cardo Palma refiriéndose al Perú colonial— «con todas las pe
queñas miserias de una aldea y todas las grandes sordideces de
una corte».
En esta contienda epistolar, Zumárraga no se quedó atrás:
no sólo Ñuño de Guzmán, sino la Audiencia en su totalidad fue
duramente inculpada de cohecho, de mal trato con los indios,
de desconocimiento de los más elementales principios del dere
cho natural y de tolerar la esclavización de los indios pacíficos
sin distinguirlos de aquellos que, por el hecho de haberse suble
vado o de no someterse a las disposiciones de la Corona españo
la. podían ser cazados y esclavizados con cierta anuencia legal.
En este conflicto entre el obispo de México y la llamada
193
«Primera Audiencia» —teniendo en cuenta las características
personales de Ñuño de Guzmán, «aventurero conocido por su
audacia no sólo en México, sino en la metrópoli»— las conclu
siones a que llegó la Junta de Barcelona reunida en 1529 fueron
favorables para el campo franciscano. Y, por consiguiente, para
el propio Cortés, quien habiendo advertido el cariz desfavorable
que podían tener para él, para sus intereses personales y para
su clientela política la beligerante actitud del presidente de la
Audiencia, había resuelto viajar a la Corte y poner en movi
miento a todos sus aliados metropolitanos. Los cuales —como
señala Jean Paul Berthe— constituían ya una larga colección de
aliados, paniaguados, corresponsales, amigos y deudores Lo
grados mediante su sutileza política, a través de regalos, dádivas
o promesas. O, más simplemente, a través del rápido y generali
zado expediente de la complicidad.
Incluso su presencia en la Corte actualizó de tal modo su
prestigio que la reina —en ausencia de Carlos V— emitió una
nueva cédula donde se establecía: «En vista de la información y
opiniones de los religiosos y de nuestro gobernador, Hernán
Cortés, y muchos otros, y con la aprobación de nuestro Consejo
de Indias, es nuestro deseo favorecer a los conquistadores y
colonos de Nueva España, especialmente a quéllos que tienen
intención de quedarse definitivamente, por lo cual hemos re
suelto hacer una distribución permanente.»
Como señalan el mismo Berthe, Lesly Byrd Simpson y Char
les Gibson, nos encontramos ante una política tan contradictoria
que, por momentos, parece reflejar el caos que se estaba produ
ciendo en México: denuncias y contradenuncias; órdenes y con
traórdenes; repulsas y cohechos. Todo lo cual da la sensación de
asistir a una Corte vacilante y de enfrentarse a unas autoridades
que optaban por la última opinión que habían escuchado. Tam
bién en este aspecto, el factor distancia aparece condicionando
de manera alarmante y, por momentos vertiginosa, los bandazos
que ya va pegando hacia un lado y hacia el otro la línea política
de la monarquía española.
Aunque, si bien es cierto, dentro de esas oscilaciones tan
contradictorias se puede aislar, con bastante nitidez, un eje que
determinaba una estrategia general: evitar una guerra civil en
México. Impedir que se llegasen a reproducir la anarquía y las
graves e interminables disenciones civiles que habían caracteri
zado a la España del siglo xv, sobre todo en el período de
Enrique IV (1454-74) y de la guerra de sucesión que cubre,
despiadadamente, los años que van del 1475 al 79.
Pero, con una salvedad (como muy bien señala Cari O.
Sauer): que si en el siglo xv, Isabel y Fernando y los partidarios
de una unidad nacional eran fuerzas tan incipientes como bo
rrosas, en el momento histórico dominado por la figura de Car
los V ese sentimiento de unidad ya estaba catalizado en las con-
194
ciencias a través de las armas y mediante los dineros. Es decir
que, en último análisis, lo que se le otorgaba a Cortés y a los
encomenderos de México no era más que una concesión. La
graciosa concesión de quien sabe muy bien de su poderío, de las
limitaciones reales de los otros y que puede mostrarse condes
cendiente. por táctica, u obedeciendo a una coyuntura. Pero
que, en términos de estrategia y de estructura global, en cual
quier momento conserva la posibilidad de convertirse en un
poder implacable l0.
195
dones— todo el panorama colonial tenía en permanente inquie
tud a los españoles. Pese a la presencia de Cortés y a la de los
hombres que le habían permanecido leales.
Porque el Conquistador, alejándose cada vez más de las
preocupaciones guerreras y de los conflictos entre banderías,
privilegiaba el cuidado de sus enormes beneficios originados en
el saqueo, el repartimiento y en las mercedes reales. Y asi como
se había convertido en modelo de otros españoles en América
por su eficacia táctica y política en la primera etapa de la con
quista de México, también en su estilo de gran latifundista no
sólo los deslumbra sino que les proponía pautas de vida: «Ser
víase ricamente como gran señor con dos maestresalas mayor
domos e muchos pajes, e todo el servicio de su casa muy cum
plido, e grandes vajillas de plata e de oro; comía bien y bebía
una buena taza de vino aguado que cabría un cuartillo» —nos
relata con inocultable admiración Bemal Díaz del Castillo—.«Y
era latino, c oi decir que era bachiller en leyes, y cuando ha
blaba con letrados u hombres latinos, respondía a lo que le
decían en latín. Era algo poeta, hacía coplas en metros e en
prosa, y lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena
retórica.» Y el incondicional cronista no elude ni los menores
detalles: «E también traía en el dedo un anillo muy rico con un
diamante, y en la gorra, que entonces se usaba de terciopelo,
traía una medalla.»
Sobre ese fondo de institucionalización del encomendero
mayor y de sus secuaces, que se empeñaban en imitarlo en una
coyuntura histórica de inseguridad generalizada, las órdenes
que traían los miembros de la segunda Audiencia fueron espe
cialmente seleccionadas: en primer lugar, suprimir todas las en
comiendas concedidas por Ñuño de Guzmán a sus parciales (en
su mayoría, los antiguos hombres de Diego de Velázquez), de
biendo ser puestas de inmediato bajo el control directo de la
Corona. Se iba retomando asi, el criterio de unificación cre
ciente que había sufrido demoras, alteraciones y concesiones
episódicas y oportunistas. En segundo lugar, el encomendero
—en lo que hace a sus relaciones con los indios—, era despla
zado sutilmente y luego reemplazado de manera categórica por
el corregidor, funcionario designado directamente por el Con
sejo de Indias a propuesta de la Audiencia. Y que tenía, como
función principal, ir reforzando con su presencia y con su sagaz
actividad el comienzo de la disolución de los brotes de feuda
lismo en la Nueva España.
En este sentido, las órdenes que portaban los nuevos oidores
eran concluyentes: «Os mando que cuando lleguéis os informéis
si se han tomado indios desde que el dicho presidente y oidores
de la primera Audiencia fueron designados y a quien han sido
asignados y sobre todo declarar nulas y sin valor, tal como yo lo
he hecho, todas las encomiendas que el dicho presidente y oido-
196
res hubieran hecho de los indios que han sido cogidos.»
Significativamente, los postulados fundamentales de las ór
denes que traían los miembros de la segunda Audiencia no sólo
se enfrentaban con la camada de nuevos encomenderos surgi
dos por el amaño de Ñuño de Guzmán (dado que con los primi
tivos encomenderos cortesinos debían ser más cuidadosos y
hasta contemplativos), sino que estaban impregnados de remi
niscencias, si no derivadas directamente, del plan en el que ruda
y obsesivamente había insistido fray Bartolomé de Las Casas.
De ahí que si, por un lado, se planteaba como obligación
prioritaria de los corregidores el cuidar que los indios «no come
tieran bigamia ni volvieran a la idolatría» impidiéndoseles, ex
plícitamente, estar ociosos sino, más bien, ir persuadiéndoles a
trabajar en granjas o en el comercio, por el otro se incluía la
preparación de los indios para el autogobierno. Si el feudalismo
de México tenía que ir disolviéndose, también la tutela debía
correr un destino idéntico. Con esta finalidad, la Audiencia de
bía nombrar regidores a indios, «de absoluta confianza e leales»
equiparados a los españoles para servir en los pueblos indios y
para ser tratados con toda consideración por sus colegas españo
les.
Incluso en las disposiciones de la segunda Audiencia iba
apareciendo una serie de matices que nos sirven de indicadores
de cuál era la situación real que se vivía en México: porque si
bien se acentuaban los componentes de benevolencia y paterna-
lismo para con los indígenas, cuando se trataba de disuadirlos
de las costumbres indias que se habían verificado como más
arraigadas (sobre todo en el orden religioso, familiar y sexual),
era el miedo a posibles reacciones violentas y a correlativos le
vantamientos lo que condicionaba a los oidores a subrayar la
prohibición de que los indios usaran armas de fuego y que
aprendieran a montar a caballo.
Es decir, que si el proyecto esencial subyacente en las órde
nes que traían los miembros de la segunda Audiencia era con
vertir al rey de España en el único encomendero con los corre
gidores como sus agentes, todas las contradicciones que conquis
tadores y viejos latifundistas habían podido superar por su pro
longado conocimiento del Nuevo Mundo (o mediante artimañas
de todo tipo), se revertían ahora directamente y sin mediadores
sobre la responsabilidad de la Corona.
Sobre todo que esas contradicciones se fueron verificando,
en primer lugar, en la producción declinante de las minas y en
sus consiguientes envíos a España. Como dice Haring: «Eso era
limitar el núcleo más íntimo y sensible de la presencia española
en México.» Lo que hoy sería considerado como plusvalía, se
denominaba entonces parte correspondiente a la Corona. Y eso se
deterioraba «por un exceso de humanitarismo». Con otras pala
bras: los encomenderos solían ser despiadados con los indios de
197
las minas, pero sus resultados concretos, en lo que hace a la
extracción de minerales, resultaban cuantiosos y sistemáticos.
Desalojados del eje de esa producción particular para instaurar
una suerte de «nacionalización» de las minas, los primeros resul
tados fueron negativos. Y corregidores. Nueva Audiencia y. fi
nalmente, la misma Corona tuvo que «poner sobre sus concien
cias» la reinstalación, en lo que hace a ritmos de extracción y
envíos, de los viejos y duros métodos esclavistas. C), como dice
Haring: «El rey no sólo se convirtió en el principal y único
encomendero con la política seguida por la segunda Audiencia,
sino que —en los hechos— se transformó en el Primer Escla
vista» *3.
Ahora bien, sólo podemos decir en su descargo que, asi
como Cortés en medio de sus astucias, éxitos, lujos y vajillas de
oro y plata se convirtió en el modelo mayor de los conquistado
res posteriores, el rey de España también se transformó en el
antecedente más notorio de las grandes empresas esclavistas de
Isabel I de Inglaterra, de L.uis xiv de Francia y de los príncipes
de Orange en «la Holanda burguesa, levantisca y respetable».
Porque si desde nuestra perspectiva, la moral tic Carlos V nos
resulta degradante en este aspecto, debemos recordar que no se
trataba de un raso, sino de todo un estamento social.
198
nica) en ningún momento deben ser vistos como hechos aislados,
sino encuadrándolos dentro de las dos categorías que hemos
usado tácita o explícitamente a lo largo de nuestra exposición:
«continuos» y «emergentes». O lo que se conoce, más común
mente. como teoría del iceberg: si Cortés se indigna durante su
estancia en la metrópoli a causa de los elementos que lo coartan
en su accionar conquistador, o si Pizarro y Almagro se sienten
desautorizados o desplazados por la reciente presencia de fun
cionarios reales que nada tenían que ver con el esfuerzo de la
conquista (y con lo que ellos entendían como legítimamente
ganado), corresponde pensar que. en último análisis, no eran
más que los portavoces de una serie de reacciones que«no tenían
voz». Por no ptxler expresarla, por estar inhibidos para transmi
tirla. O, más sencillamente, porque jamás iban a ser escuchados.
De cualquier manera, la llegada a Méjico del primer virrey en
noviembre de 1535 significó una serie de alteraciones funda
mentales: la primera de las cuales fue el triunfal recibimiento
que se le hizo y que, hasta ese momento, sólo le había estado
reservado a Hernán Cortés en su etapa de apogeo: «Trompete-
ros con capas de vistosos colores y el redoble de tambores salu
daron su llegada a la ciudad, así como los dignatarios, señores y
vecinos salieron a su encuentro en formación con galas de
fiesta. Juegos en la plaza y un convite para el virrey y sus caba
lleros y los contendientes; y a continuación la solemne lectura
por el pregonero público de su comisión en presencia de la
Audiencia, cabildo y vecinos completaron las ceremonias oficia
les, preparadas a costa de la ciudad» ,6.
1.a Corona, pese a sus vaivenes circunstanciales, no sólo es
talla resuelta a imponer una estrategia general que sometiera a
México a sus necesidades unitarias de Estado moderno, sino que
parecía igualmente decidida a rodear esa política de toda la
cspeclacularidad sacra e intimidante de una corte como la de
Nápoles, que era el modelo vigente de un virreinato eficaz e
imponente.
De ahí que los pobladores de México fueran advirtiendo, a
poco de andar, que con la sistematización del orden administra
tivo de la colonia —y dadas las notables características del nuevo
virrey— las modificaciones y actualizaciones del régimen enco
mendero iban a ser resueltas con una moderación similar a la
que había caracterizado a la segunda Audiencia. El verdadero
poder no necesitaba extralimitarse. Incluso, teniendo en cuenta
los antecedentes personales de Antonio de Mendoza, sus enor
mes bienes personales que lo ponían al abrigo de cualquier ten
tación de cohecho y la sutileza con que fue llevando adelante su
administración, los riesgos de guerra civil que —en más de una
ocasión había estado a punto de estallar— se fueron disipando y
otorgando, de manera consiguiente, la indispensable tranquili
dad para el posible desarrollo de la Nueva España.
199
Durante los nueve años de su gobierno, Antonio de Men
doza, no sólo supo situarse por encima de las querellas intesti
nas y de las banderías que hablan desgarrado a México prácti
camente desde 1519, sino que fue actuando paso a paso: hizo
completar el censo respecto al gobierno de los indios con vistas a
establecer el tributo que tendrían que pagar, insistiendo en que
esos pagos no tenían que ser en especies, dado que de esa ma
nera la Corona se veía perjudicada. Y si algunos indios no po
dían hacerlo en metálico, ya se verla la forma en que podrían
cubrir esa carencia con su trabajo personal en las minas. Poco
después anunció que el «pecado de ociosidad» serla reprimido
de forma muy severa y los antiguos caciques fueron investiga
dos sobre las formas en que tradicionalmente lograban sus tri
butos de las tribus sometidas.
Y las medidas virreinales prosiguieron en ese orden de co
sas: las minas reales debían ser trabajadas por esclavos negros o
indios, aunque jamás se pudo “establecer con precisión qué in
dios estaban sometidos a la esclavitud ni de qué manera. Pero
todo lo que fuera construcción de monasterios, iglesias o fortifi
caciones debía ser llevado a cabo por estos hombres.
El criterio general era de benevolencia, pero cuando ciertos
elementos contradictorios se ponían en la superficie, se optaba
por «taparlos» siguiendo adelante con el proyecto trazado.
Empero, cuando se llegó al párrafo de las instrucciones de
Antonio de Mendoza en el que se prohibía el pago de los tribu
tos, se topó con una contradicción insoslayable: los indios de la
Corona no tenían dinero y, por consiguiente, debían pagar en
especies o dar a cambio su trabajo personal. Puesto que el co
rregidor debía sacar el tributo que se le había encargado de una
manera o de otra, era difícil comprobar cuál era el beneficio
que representaba para los indios el ser «vasallos de la Corona».
Y, a la vez, la Corona sufría las consecuencias, puesto que el
corregidor, que debía convertir el tributo en dinero efectivo, se
enfrentaba a la necesidad ineludible de vender los producios en
el mercado en tiempos de la temporada de cosecha, lo que
suponía que los precios se degradaban de manera alarmante ,7.
Más aún, en los primeros años del gobierno de Antonio de
Mendoza los encomenderos no fueron molestados, lo que quizá
se debía a la cautelosa política del virrey que buscaba estabilizar
su situación y el aparato administrativo que iba montando a su
alrededor antes de lanzarse a empresas o a medidas más arries
gadas.
Por eso, uno de los problemas más delicados fue el que se
refería a la sucesión de las encomiendas: legalmente las tierras
de un encomendero debían pasar —a su muerte— al dominio
de la Corona; pero la tradición consuetudinaria en América,
mucho más tolerante con los conquistadores y primeros colonos,
había ido permitiendo que las viudas y huérfanos de estos hom
200
bres, para no dejarlos desamparados, «en sana justicia» recibie
ran esas tierras como si se tratara de una herencia común. Ya
las diferencias se habían puesto de relieve entre los procedi
mientos utilizados por la primera Audiencia (que despojaba a la
familia del encomendero para favorecer, en los hechos, a algún
colono vinculado a Ñuño de Guzmán o a los velazquistas), y por
la segunda, que había optado por permitir, a viudas y huérfanos,
conservar «en depósito» las tierras de la primitiva encomienda.
En realidad, había sido el deseo de la Corona al sentar la ley
de sucesión de 1536 que los encomenderos se establecieran
permanentemente en sus encomiendas, lo que harían con toda
convicción al saber que, a su muerte, pasarían a su viuda e hijos:
«A la muerte de cualquier habitante de aquella provincia (por
México) que tuviera indios en encomiendas e hijos legítimos, se
darían al hijo los indios que el padre poseía» —rezaba la orde
nanza—. «Si el encomendero no tenía hijos legítimos, pasaría a
la viuda. Si ésta se casaba por segundas nupcias, la encomienda
pasaría a su segundo esposo; pero si éste ya poseía una enco
mienda, debía escoger entre las dos.»
Previsible: en este aspecto como en otros las vacilaciones de
la Corona van marcando con puntos la primera parte del siglo
XVI. Aunque la tolerancia con los intereses de los colonos era lo
que solía prevalecer en esta etapa. Qué explicación. La más
atendible, a los efectos de entender con cierta claridad este fa
vor temporal de que gozaron los encomenderos, hay que bus
carla en uno de los principales argumentos que esgrimía Cortés
al escribir al emperador Carlos V: el temor constante, y agra
vado a veces, de que los indios se sublevaran «saliendo de ese
estado de apatía o resignación en que parecían haber caído
luego de la toma de Tenochtitlan y de la muerte de Cuauhté-
moc, el último de los jefes rebeldes». Y la única fuerza con la
que contaba la colonia de Nueva España para hacer frente a esa
eventualidad era, precisamente, la de los encomenderos: por su
larga experiencia en todo tipo de luchas, por su endurecimiento
en las campañas de la conquista y por el indudable ascendiente
sobre los indios encomendados que poco a poco se iban trans
formando en una suerte de peonada no tanto leal como sumisa.
Así es que el virrey Mendoza tuvo especial cuidado —hasta
tanto pudiera contar con sus propias milicias autónomas, leales
y organizadas— de que los encomenderos y sus familias (nume
rosísimas en la mayoría de los casos y, en los hechos, verdaderos
clanes de hispanoamericanos con sus hijos legítimos de españo
las y sus numerosos hijos ilegítimos tenidos en sus «harenes»
privados), tuvieran permanentemente las armas prontas y listas.
Mendoza entendió, desde la toma de posesión de su cargo,
que conllevaba un componente decisivo: si era el primer virrey
era un funcionario de transición. Por lo tanto, debía transigir y
no gobernar con tajos. Por lo menos hasta que se sintiera sufi-
201
ciememente fuerte en sus posiciones. Y su virreinato no fue un
episodio sino una continuidad. De donde se sigue que, cuando
las medidas cautelosas y prudentes de Mendoza fueron tocando
el área de las misiones (donde, si bien es cierto, la mayoría de
los pioneros habían llevado un templado espíritu evangélico, los
que los siguieron en esa tarea no se fueron caracterizando por
«su pulcritud»), el virrey fue tomando medidas «moderadas
pero severamente sistemáticas» con los sacerdotes que se apro
vechaban de su situación privilegiada en medios tan aislados
como las zonas misionales, «para no ya actuar a su albedrío, sino
arbitrariamente y hasta despóticamente»
Pero, aun cuando la mesura fue la tónica prevaleciente a lo
largo de todo este proceso encabezado por el virrey Mendoza,
los encomenderos fueron advirtiendo que la sistematización de
las medidas administrativas (y la presencia inmediata de un fun
cionario de la más alta jerarquía, perteneciente a una de las
principales familias de España) iba señalando el ocaso de su
predominio. Los síntomas eran numerosos. Pero quien más los
fue reconociendo fue el propio Cortés. La relación entre el
Conquistador y el virrey no sólo resultaba correlativa sino ínti
mamente dialéctica: la emergencia del segundo implicaba de
manera necesaria el final del primero. Y es así como lo vemos
optar definitivamente por España. Y, en España misma, por un
rincón apartado. Es que no sólo su estadía, sino su tiempo histó
rico habían concluido en México. De forma definitiva e irrever
sible. «Y como había enviado a México por su hija la mayot
—intenta explicar, benévola y lealmente, la conducta de su anti
guo jefe el cronista Bernal Díaz—, que se decía doña María
Cortés, que tenia concertado de la casar con don Alvaro Pérez
Osorio, hijo del marqués de Astorga y heredero del marque
sado, y le había prometido sobre cient mili ducados de oro en
casamiento y otras muchas cosas de vestidos y joyas, vino a
recibilla a Sevilla, y este casamiento se desconcertó, según dije
ron muchos caballeros, por culpa de don Alvaro Pérez Osorio,
de lo cual el marqués recibió tan grande enojo, y andando con
su dolencia, que siempre iba empeorando, acordó de salirse de
Sevilla por quitarse de muchas personas que le visitaban y le
importunaban en negocios, y se fue a Castilleja de la Cuesta,
para allí entender en su ánima y ordenar su testamento. Y des
pués que lo hubo ordenado como convenía y haber recibido los
Santos Sacramentos, fue Nuestro Señor Jesucristo servido lle
varle desta trabajosa vida. Y murió en dos días del mes de
diciembre de mili y quinientos y cuarenta y siete años.»
202
NOTAS AL C APITU LO 12
203
APENDICE I
DOCUMENTOS Y POLEMICA
Cartas de relación de Hernán Cortés (Portada de la edición de Sevilla
de 1523).
¿artaoerelacionembiadaafu
«7.iiwicfMUPcic:nipci«iuu¿nucnrvicnw)KMus,upiuin genere*
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opi.£ ucntalargamente«1gradiflimoímono ocioicboZIfcutecp *
mapoefus ruó?Vcenmomaa.poecomofcfiruc.
TESTIMONIOS ESPAÑOLES
207
Esu primera carta de relación fue reproducida inicialmente
por González de Barcia en sus Historiadores primitivos de las Indias
Occidentales en 1749.
La primera edición completa de las cinco cartas la hizo don
Pascual de Gayangos bajo el título de Cartas y relaciones de Her
nán Cortes al Emperador Carlos V, publicada en París (1868).
Para la ideología de Cortés, su concepción política y su escala
de valores personales, v. Víctor Frankl, Imperio particular e impe
rio universal en las Cartas de relación de Hernán Cortés, en Cuader
nos Hispanoamericanos, vol. 55, número 165, 1963.
211
conquista de Cortés, y su versión de los acontecimientos, que
tienen como centro la caída de Tenochtillan, se corresponde
con la de los actores y testigos que se debatían entre los privile
gios otorgados por el sistema de encomiendas y la implantación
de un régimen juridico-administrativo más estructurado a partir
de la llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza. Discípulo
del humanista Alejo de Venegas y gran admirador de Juan Luis
Vives, fue «secretario latino» del cardenal fray García de Loaysa,
inquisidor general y presidente del Consejo de Indias. Conoció
a cortés en España, lo que le decidió a viajar a México (1551),
donde fue profesor de gramática y uno de los primeros catedrá
ticos de la universidad de Nueva España, concluyendo su vida
como rector en 1575.
Para su obra y actuación en particular, véase el prólogo a
México en 1554 de Edmundo O’Gorman; para un panorama
general donde inscribir su significación a mediados del siglo
XVI: Gabriel Méndez Planearte: Losfundadores del humanismo me
xicano, México, 1945.
212
... Y crea Vuestra Magestad que, si para esto y todo el
remedio de la tierra, pues Dios ha dispuesto de Hernando
Cortés, no envía aquí un gobernador que sea de edad, au
toridad y prudencia sin codicia y que piense que no viene a
otra cosa sino a servir a Vuestra Magestad, que la tierra se
perderá. Y nunca se hará cosa que cumpla al servicio de
Vuestra Magestad, porque como estas tierras están tan lejos
de la presencia de Vuestra Magestad y muy tardíos los
remedios de los males en que en ella se hacen, crían mu
chos malos servidores. Y todos ensanchamos las concien
cias. Y algunos nunca piensan que Vuestra Magestad se
acordará de mandar enviar el castigo de los que acá le
desirven y van tan a la desvergonzada contra su servicio...
Y demás desto, si no se tiene mucha templazan y re
caudo, bánse disminuyendo de cada día los esclavos, aun
que la tierra es muy poblada, porque los esclavos que se
sacan de provincia fría para llevar a las minas de tierra
caliente, así con el trabajo como con el calor, se mueren y
disminuyen, y los de caliente en la fría, aunque no tanto...
Otrosí, muy poderoso Señor, como Vuestra Magestad
ha sido informado muchas veces, los indios destas partes
son muchos y sueltos, rezios, de grandes estaturas y aficio
nados a las cosas de la guerra, y tan sabios, que no les falta
sino no averse exercitado, ni tener al presente armas y
aparejo de guerra, de la manera que los cristianos; y como
son vivos de ingenio, bánlo tomando y ven que también
muere el cristiano y el caballo de un golpe o lanzada como
ellos, porque antes pensavan eran inmortales, y huían du-
zientos y trezientos de uno o dos de caballo, y agora acon
tece atenerse un indio con un cristiano que esté a pie como
él, lo que antes no hacían y arremeter al de caballo diez o
doce indios por una parte y otros tantos por otra parte
para tomarle por las piernas; y así viendo como los cristia
nos pelean y se arman, ellos hacen lo mesmo y de secreto
procuran de recoger armas y espadas, y saben hacer picas
con oro que dan a los cristianos, porque en las diferencias
que en estas partes ha abido y ay entre los vasallos que han
venido para señorear unos a otros y governar hánse valido
de los indios...
... porque como la tierra es abundosa en mantenimien
tos e minas de oro e plata e se ensancha a toda manera de
gente el ánimo de gastar y tener, a cabo de un año o medio
que está en la tierra, el que es minero o estanciero o por
quero no lo quiere ser, sino que le den indios, y para esto
procura de echar en atavíos y sedas quanto ha ávido, y otro
tanto su mujer si la tiene, y desta misma manera dexan de
hacer los otros oficiales de arte mecánica sus oficios, y se
ponen en excesivos gastos, y no trabajan ni se saca oro ni
plata de las minas, con pensamiento que los indios les han
de servir y mantener sus casas y gentilezas y sacarles oro;
porque yo muchas veces he oído a personas antiguas en
estas islas que en el tiempo que no se traían estas sedas y
brocados que agora se traen de estas islas, la gente se ocu-
213
paba de minas, y el mejor de la tierra se holgaba de ir a
ellas y el menor tenía siete o ocho mil castellanos en sus
barras y procuraba de las enviar a Castilla a su casa o deu
dos, y agora, como todos son caballeros y no quieren apli
carse a lo que es necesario de procurar de sacar oro...»
«Que certifico a Vuestra Magestad que mujeres de ofi
ciales y públicas traen más ropas de seda que de un caba
llero en Castilla, y asi están todos pobres y destruidos, y
despachan los pobres indios que son la gente que mejor
sirven en todo el mundo.
* * *
215
6. El Obispo electo de México, don Fray Juan de Zumárraga
a Carlos V (27 de agosto de 1529).
Fray Bartolomé de las Casas, el hombre polémico que dio pie a la gran
polémica sobre la acción de España en el Nuevo Mundo.
No es una justificación aun cuando sea una constante en la historia: los
graneles o pequeños • imperios» han asentado sus bases en el llamado
• derecho de c o n q u ista L o s españoles destruyeron con métodos violen
tos, el imperio de los aztecas, que estaba, a su vez, asentado sobre la
violencia y el sometimiento de los pueblos vecinos; tal es el caso de los
traxcaltecas, ilustrado ast por el Lienzo de Tlaxcala, que se unieron a
los conquistadores españoles como medio para sacudirse el pesado yugo
de los señores de Tenochtillán.
TESTIMONIOS AZTECAS
222
Cuauhxicalco (Urna del Aguila). Pero a otros los quemaron
en la Casa de los Jóvenes.
223
Por siete días no están combatiendo.
Estaban solamente en Tlacopan. Pero luego de nuevo
retroceden. No más se van todos juntos y por allá van a
salir, para establecerse en Tetzcoco.
Ochenta días y otra vez van a salir a Huaxtépec,
Cuauhnáhuac (Cuernavaca). De allá bajaron a Xochimüco.
Allí murió gente de Tlatelolco. Otra vez salió [el español]
de allí; vino a Tetzcoco, allí también a situarse. También en
Tlaliztacapa murieron gentes de Tlatelolco.
Cuando el se fue a situar a Tetzococo fue cuando co
menzaron a matarse unos con otros los de Tenochtitlan.
En el año 3-Casa mataron a sus príncipes el Cuhuacóad
Tzihuacpopocatzin y a Cicpatzin Tecuecuenotzin. Mataron
también a los hijos de Motezuhzoma, Axayaca y Xoxopehuá-
loc.
Esto más: se pusieron a pleitear unos con otros y se
mataron unos a otros. Esta es la razón por la que fueron
muertos estos principales: movían, trataban de convencer
al pueblo para que se juntara maíz blanco, gallinas; huevos
para que dieran tributo a aquéllos [a los hombres de Casti
lla],
Fueron sacerdotes, capitanes, hermanos mayores los
que hicieron estas muertes. Pero los principales jefes se
enojaron porque habían sido muertos aquellos principales.
Dijeron los asesinos:
—¿Es que nosotros hemos venido a hacer matanzas?
Ultimamente, hace sesenta días que hubo muertos a
nuestro lado... ¡Con nosotros se puso en obra la fiesta de
Tóxcatl!... [La matanza del templo mayor].
El asedio de Tenochtitlan
Ya se ponen en pie de guerra, ya van a darnos batalla
[los españoles], por espacio de diez días nos combaten y es
cuando vienen a aparecer sus naves. A los veinte días van a
colocar sus naves por Nonohualco, en el punto llamado
Mazatzintamalco.
Cuando sus naves llegaron acá, llegaron por el rumbo
de Iztacalco. Entonces se sometió a ellos el habitante de
Iztacalco. También de allá se dirigieron acá. Luego se fue
ron a situar las naves en Acachinanco.
También desde luego hicieron sus casas de estacamento
los de Huexotzinco y Tlaxcala a un lado y otro del camino.
También dispersan sus barcos los de Tlatelolco. Estos en
sus barcas en el camino de Nonohualco, en Mazatzinta-
malco están sus barcas.
Pero en Xohuiltitlan y en Tepeyacac nadie tiene barcas.
Los únicos que estábamos en vigilancia del camino somos
los de Tlatelolco cuando aquéllos llegaron con sus barcas.
Al día siguiente las fueron a dejar a Xoloco.
Por dos días hay combate en Huitzilan. Fue cuando se
mataron unos a otros los de Tenochtitlan. Se dijeron:
224
—¿Dónde están nuestros jefes? ¿Tal vez una sola vez
han venido a disparar? ¿Acaso han hecho acciones de va
rones?
Apresuradamente vinieron a coger a cuatro: por de
lante iban los que mataron. Mataron a Cuauhnochdi, capi
tán de Tlacatelco, a Cuapan, capitán de Huitznáhuac, al
sacerdote de Amantlan, y al sacerdote de Tlalocan. De
modo tal, por segunda vez, se hicieron daño a sí mismos los
de Tenochtidan al matarse unos a otros.
Los españoles vinieron a colocar dos cañones en medio
del camino de Tecamman mirando hacia acá. Cuando dis
pararon los cañones la bala fue a caer en la Puerta del
Águila.
Entonces se pusieron en movimiento juntos los de Te-
nochtitlan. Tomaron en brazos a Huitzilopochtli, lo vinie
ron a meter en Tlatelolco, lo vinieron a depositar en la
Casa de los Muchachos [TelpochcalH], que está en Amáxac.
Y su rey vino a establecerse a Acacolco. Era Cuauhtemoct-
zin [Cuauhtémoc].
225
Y aquí están los que lo oyeron:
Los de Coyoacan, de Cuauhtitlan, de Tultitlan, de Chi-
cunauhtla, Coanacotzin, el de Tetzcoco, Cuiüáhuac, el de
Tepechpan, Itzyoca. Todos los señores de estos rumbos
oyeron el discurso dicho por los de Tenochtidan.
Y todo el tiempo en que estuvimos combatiendo, en
ninguna parte se dejó ver el tenochca; en todos los caminos
de aquí: Yacacolco, Atezcapan, Coatlan, Nonohualco, Xo-
xohuitlan, Tepeyacac, en todas estas partes fue obra exclu
siva nuestra, se hizo por los tlatelolcas. De igual modo, los
canales también fue obra nuestra exclusiva.
Ahora bien, los capitanes tenochcas allí [en su refugio
de Tlatelolco), se cortaron el cabello, y los de menor grado,
también se lo cortaron, y los cuachiques, y los otomíes, de
grado militar, que suelen traer puesto su casco de plumas,
ya no se vieron en esta forma, durante todo el tiempo que
estuvimos combatiendo.
Por su parte, los de Tlatelolco rodearon a los principa
les de aquellos y sus mujeres todas los llenaron de oprobio
y los apenaron diciéndoíes:
—¿No más estáis allí parados?... ¿No os da vergüenza?
¡No habrá mujer que en tiempo alguno se pinte la cara
para vosotros!
Y las mujeres de ellos andaban llorando y pidiendo fa
vor en Tlatelolco.
Y cuando ven todo esto los de esta ciudad alzan la voz,
pero ya no se ven por ninguna parte los tecknocas.
De parte de los tlatelolcas, pereció lo mismo el Cuachic
que el otomi y el capitán. Murieron a obra de cañón o de
arcabuz.
226
la Niebla en donde están el capitán y Malintzin y «El Sol»
[Alvarado] y Sandoval. Allí están reunidos los señores del
pueblo, hay parlamento, dicen al capitán:
—Vinieron los tlatelolcas, los hemos ido a traer.
Dijo Malintzin a ellos:
«Venid acá: dice el capitán:
¿Qué piensan los mexicanos? ¿Es un chiquillo Cuauh-
témoc?
¿Que no tienen compasión de los niñitos, de las muje
res?
¿Es así como han de perecer los viejos?
Pues están aquí conmigo los reyes de Tlaxcala, Huexot-
zinco, Cholula, Chalco, Acolhuacan, Cuauhnahuac, Xo-
chimilco, Mizquic, Cuitlahuac, Culhuacan».
Ellos (varios de esos reyes) dijeron:
—¿Acaso de las gentes se está burlando el tenochca?
También su corazón sufre por el pueblo en que nació.
Que dejen solo al tenochca; que solo y por sí mismo... vaya
pereciendo...
¿Se va a angustiar acaso el corazón del tlatelolca, porque
de esta manera han perecido los mexicanos de quienes él se
burlaba?
Entonces dicen (los enviados tlatelolcas) a los señores:
—¿No es acaso de este modo como lo decís señores?
Dicen ellos [los reyes indígenas aliados de Cortés):
—Sí. Así lo oiga nuestro señor «el dios»: dejad solo al
tenochca que por si solo perezca... ¿Allí está la palabra que
vosotros tenéis de nuestros jefes?
Dijo «el dios» (Cortés):
—Id a decir a Cuauhtémoc; que toman acuerdo, que
dejan solo al tenochca. Yo me iré para Teucalhueyacan,
como ellos hayan concertado allá me irán a decir sus pala
bras. Y en cuanto a las naves, las mudará para Coyoacan.
Cuando lo oyeron luego le dijeron (los tlatelolcas):
—¿Dónde hemos de coger a aquellos (a los tenochcas)
que andas buscando? ¡Ya estamos al último respiro, que de
una vez tomemos algún aliento!...
Y de esta misma manera se fueron a hablar con los
tenochcas. Allá con ellos se hizo junta. Desde las barcas no
más se gritó. No era posible dejar solo al tenochca.
Se reanuda la lucha
Así las cosas, finalmente, contra nosotros se disponen a
atacar. Es la batalla. Luego llegaron a colocarse en Cuepo-
pan y en Cozcacuahco. Se ponen en actividad con sus dar
dos de metal. Es la batalla con Coyohuehuetzin y cuatro
más.
Por lo que hace a las naves de ellos, vienen a ponerse en
Texopan. Tres días es la batalla allí. Vienen a echamos de
allí. Luego llegan al Patio Sagrado: cuatro días es la batalla
allí.
227
Luego llegan hasta Yacacolco: es cuando llegaron acá
los españoles, por el camino de Tlilhuacan.
Y eso fue iodo. Habitantes de la ciudad murieron dos
mil hombres exclusivamente de Tlatelolco. Fue cuando hi
cimos los de Tlatelolco armazones de «hileras de cráneos»
(tzompanüi). En tres sitios estaban colocados estos armazo
nes. En el que está el Patio Sagrado de Tlilcalco (Casa ne
gra). Es donde están ensartados los cráneos de nuestros
señores [españoles].
En el segundo lugar, que es Acacolco, también están
ensartados cráneos de nuestros señores y dos cráneos de
caballos.
En el tercer lugar, que es Zacatla, frente al templo de la
diosa (Cihuacoatl), hay exclusivamente cráneos de tlatelol-
cas.
Y asi las cosas vinieron a hacemos evacuar. Vinieron a
estacionarse en el mercado.
Fue cuando quedó vencido el tlatelolca, el gran tigre, el
gran águila, el gran guerrero. Con esto dio su final conclu
sión la batalla.
Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres
de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los in
vasores; llevaban puestas insignias de guerra; las tenían
puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron
para arriba de sus piernas para perseguir a los enemigos.
Fue también cuando le hicieron un doselete con mantas
al capitán allí en el mercado, sobre un templete. Y fue
cuando colocaron la catapulta aqui en el templete. En el
mercado la batalla fue por cinco días.
La ciudad vencida
Este fue el modo como feneció el mexicano, el tlate-
lolca. Dejó abandonada su ciudad. Allí, en Amaxac, fue
donde estuvimos todos. Y ya no teníamos escudos, ya no
teníamos macanas, y nada teníamos que comer; ya nada
comimos. Y toda la noche llovió sobre nosotros.
Prisión de Cuauhtémoc
Ahora bien, cuando salieron del agua ya van Co-
yohuehuetzin, Topantemoctzin, Temilotzin, y Cuauhte
moctzin. Llevaron a Cuauhtemoctzin a donde estaba el ca
pitán, y don Pedro de Alvarado y doña Malintzin.
Y cuando aquellos fueron hechos prisioneros, fue
cuando comenzó a salir la gente del pueblo a ver dónde iba
a establecerse. Y al salir iba con andrajos, y las mujercitas
llevaban las carnes de la cadera casi desnudas. Y por todos
lados hacen rebusca los cristianos. Les abren las faldas, por
todos lados les pasan la mano por sus orejas, por sus senos,
por sus cabellos.
Y esta fue la manera como salió el pueblo: por todos los
rumbos se esparció; por todos los pueblos vecinos se fue a
meter a los rincones, a las orillas de las casas de los extra
ños.
En un año 3-Casa (15211, fue conquistada la ciudad. En
la fecha en que nos esparcimos fue en Tlaxochimaco, un
día 1-Serpiente.
Cuando nos hubimos dispersado, los señores de Tlate-
lolco fueron a establecerse a Cuahtitlan: son Topantemoct
zin, el Tlacochecalcatl Coyohuthuetzin y Temilotzin.
El que era gran capitán, el que era gran varón sólo por
allá va saliendo y no lleva sino andrajos. De modo igual, las
mujeres, solamente llevaban en sus cabezas trapos viejos y
con piezas de varios colores habían hecho sus camisas.
229
Por esta causa están afligidos los principales y de eso
hablan unos con otros: ¡Hemos perecido por segunda vez!
Un pobre hombre del pueblo que iba para arriba fue
muerto en Otontlan de Acolhuacan traicioneramente. Por
tanto, se ponen a deliberar unos con otros los del pueblo
que tienen compasión de aquel pobre. Dicen:
—Vamos, vamos a rogar al capitán nuestro señor.
230
ya en Tenochtidan nadie ha de establecerse, pues es la
conquista de los «dioses», es su casa. Marchaos.
El suplido de Cuauhtémoc
Hecho así, cuando se hubieron ido los embajadores de
los señores de Tlatelolco, luego se presentaron ante [los
españoles] los principales de Tenochtidan. Quieren haceros
hablar.
Fue cuando le queman los pies a Cuauhtemotzin.
Cuando apenas va a amanecer lo fueron a traer, lo ata
ron a un palo en casa de Ahuizotzin en Agatliyacapan.
Allí salió la espada, el cañón, propiedad de nuestros
amos.
Y el oro lo sacaron en Cuitlahuactonco, en casa de Itz-
potonqui. Y cuando lo han sacado, de nuevo llevan atados
a nuestros príncipes hacia Coyoacan.
Fue en esta ocasión cuando murió el sacerdote que
guardaba a Huitzilopochtli. Le habían hecho investigación
sobre dónde estaban los atavíos del dios y los del sumo
Sacerdote de Nuestro Señor y los del Incensador máximo.
Entonces fueron hechos sabedores de que los atavíos que
estaban en Cuauhchichilco, en Xaltocan; que los tenían
guardados unos jefes.
Los fueron a sacar de allá. Cuando ya aparecieron los
atavíos, a dos ahorcaron en medio del camino de Maza-
tlan».
231
turas [códices]. Eran cuatro, uno huyó... tres fueron alcan
zados allá en Coyoacan.
En cuanto a los españoles cuando han llegado a Coyoa
can, de allí se repartieron por los diversos pueblos, por
dondequiera.
Luego se les dieron indios vasallos en todos estos pue
blos. Fue entonces cuando se dieron personas en don, fue
cuando se dieron como esclavos.
En este tiempo también dieron por libres a los señores
de Tenochtitlan. Y los libertados fueron a Azcapotzalco.
Allí (en Coyoacan) se pudieron de acuerdo [los españo
les] de cómo llevarían la guerra a Metztitlan. De allá se
volvieron a Tula.
Luego ya toma la guerra contra Uaxacac [Oaxaca] el
capitán. Ellos van a Acolhuacan, luego a Metztitlan, a Mi-
choacan... Luego a Huey Molían y a Cuauhtemala, y a Te
cuán tepec.
No más aquí acaba.
232
IN D IO S, ARMAS Y O T R A S PR E C ISIO N ES
c) Botín y mujeres:
... y, demás desto, la noche antes cuando metimos las
piezas, como he dicho, en aquella casa, habían ya escondido
y lomado las mejores indias, que no pareció allí ninguna
buena, y al tiempo de repartir dábamos las viejas y ruines.
Y sobre esto hobo grandes murmuraciones contra Cortés y
de los que mandaban hurtar y esconder las buenas indias...
y que agora el pobre soldado que había echado los bofes, y
estaba lleno de heridas por haber una buena india, y les
233
había dado enaguas y camisas, habían tomado y escondido
las tales indias...
Bemal Díaz, op. cit., Capítulo CXXXV, «Cómo se
recogieron todas las mujeres y esclavas...»
d) Esclavas y servicios:
Fray Bernardino de Sahagún describe que en la toma
de México los españoles no sólo buscaban el oro, sino tam
bién «las mujeres mozas hermosas; las mujeres bonitas, las
de color moreno claro». Pero que, denigradas o injuriadas,
para escaparse hacia el monte —cimarronearse— estas muje
res «se untaban el rostro de barro y envolvían las caderas con
un sarape viejo destrozado, se ponían un trapo viejo como
camisa sobre el busto y se vestían con meros trapos viejos».
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general, cit.
e) El reves de la trama:
También Bemal Díaz nos relata el elemento dialéctico y
complementario de este fenómemeno de violencia y saqueo:
«Que como había dos o tres meses pasados que algunas de
las esclavas que estaban en nuestra compañía, y en todo el
real conocían a los soldados cuál era bueno, cuál era malo,
y trataba bien a las indias naborias que tenia y cuál las tra
taba mal, y tenían fama de caballeros y de otra manera,
cuando las vendía en almoneda, si las sacaban algunos sol
dados que las tales indias o indios no les contentaban o las
habían tratado mal, de presto se desaparecían, que no las
veían más y preguntar por ellas era por demás. Y, en fin,
todo se quedaba por deuda en los libros del rey.
0 Del mestizaje:
Sola una cosa va cada día poniéndose en peor estado, y
si Dios y Vuestra Megestad no lo remedian, temo que
venga a ser la perdición desta tierra, y es el crecimiento
grande en que van los mulatos, que de los mestizos no hago
tanto caudal, aunque hay muchos entre ellos de ruin vi
vienda y de ruines costumbres, mas al fin son hijos de
españoles y todos se crían con sus padres, que, como pasen
de cuatro o cinco años, salen de poder de las indias y siem
pre han de seguir el bando de los españoles, como la parte
que de ellos más se honran.
Carta del virrey Enríquez a Felipe II (1664).
Sobre este aspecto —decisivo en la formación del estamento
de los criollos y en el proceso de la formación de una conciencia
de autonomía que irá refinándose hasta llegar al nivel de una
ideología nacional— conviene confrontar:
a) Richard Konetzke: La emigración de mujeres españolas a Amé
rica durante la época colonial, 1945.
234
b) Luis González Obregón: Los precursores de la independencia
mexicana en el siglo xvi, París, 1916.
c) La femme de couleur en Amérique Latine: Recopilación reali
zada bajo la dirección de Roger Bastide, París, 1974.
d) Jaime Jaramillo Uribe: Ensayos sobre historia social, Bogotá,
1968.
e) Pedro Mártir de Anglería: Decadas del Nuevo Mundo, 1*
edición, 1530: alude a Vasco Núñez de Balboa afirmando
que «entre muchas mujeres que había robado del país, tenía
una más hermosa que las demás».
0 Angel Rosenblat: La población indígena de América desde 1492
hasta la actualidad, Buenos Aires, 1945.
g) Violación y sanciones
Complementario de las anteriores referencias (que, al fin y
al cabo, no implican un peculiar y violento «monopolio» de los
conquistadores españoles en tanto tales, sino que sólo reiteran
violaciones típicas de todo grupo, clase o país dominador frente
a los dominados), nos encontramos con las explícitas y repetidas
ordenanzas reales, tan cargadas de humanitarismo en su formu
lación, como de ineficacia en los hechos cotidianos:
Porque soy informado que una de las cosas que más ha
alterado en la isla Española y que más ha enemistado con
los cristianos ha seido tomarles sus mujeres e fijas contra su
voluntad y usar como de sus mujeres, habiéndolo de de
fender que no se haga por cuantas y vías pudiéredes, man
dándolo pregonar las veces que os paresciere que sea nece
sario y ejecutando en las personas que quebraren vuestros
mandamientos con mucha diligencia.
Instrucciones de 1519, llevadas por Pedrarias Dávila,
al llegar al Dañen como gobernador de CastiUa del
Oro.
h) Ropa y desnudo:
El cronista Ovido describe con precisón:
El color algo más claro aue los loros; las bragas que ellas
traen son como las de la gobernación de Venezuela; bragas
sueltas de algodón que ninguna cosa encubren, aunqpe las
tengan, por poco viento que haya.
Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y
natural de las Indias.
235
de diez y seys a diez y siete años adelante. £ que dicha india
murió de coraje de ser presa.
Carlos Pereira, La huella de los conquistadores, Ma
drid, 1942.
j) De la belleza:
Son mujeres de tanta hermosura
que se pueden mirar por maravilla;
trigueñas, altas, bien proporcionadas;
en habla y en manos agraciadas.
Juan de Castellanos, Elegías de ilustres varones de
Indias.
k) Mancebas y legítimas esposas:
... había en esta ciudad ocho vecinos casados; los más
estaban amancebados con indias, que les hacen olvidar la
mujer e los hijos, que están en España.
Obispo don Migual Gerónimo Ballesteros, 1550.
Sobre todos estos aspectos en particular vid. Silvio Zavala,
Filosofía de la conquista, México, 1947.
237
retiradas y muchos fracasos temporales. La civilización maya era
menos militarista que la azteca, y por esta misma razón demos
tró estar mucho mejor preparada para resistir la guerra que le
hacían los ejércitos españoles. La sociedad azteca había sido vul
nerable en relación directamente proporcional a la rigidez de su
estado. V toda la estructura imperial cayó en bloque. En Yuca
tán, las rutas de los conquistadores se cerraban tras ellos en
intermitentes incursiones guerrilleras. Las ciudades eran con
quistadas y perdidas, y no había una capital administrativa
comparable con Tenochtitlan para determinar la supervivencia
o pérdida de toda una civilización.»
Charles Gibson, España en América, ed. Grijalbo,
Barcelona, 1977.
a) Naborías:
«Los desventurados de las Bahamas —y, luego, de México—
no eran en efecto esclavos en su sentido estricto y tradicional,
sino naborías perpetuos, un término que era familiar a la mentali
dad feudal de los españoles que quería decir vasallos patrimonia
les, que eran siervos no ligados a la tierra. Los indios de las
Antillas y de México fueron considerados como simples nabo
rías, dando aproximadamente dos tercios de su tiempo a sus
encomenderos y reservándose el tercero para el cultivo de ;u$
propias cosechas para subsistir. Los indios secuestrados de otros
lugares, no teniendo tierra que cultivar, no necesitaban tiempo
naturalmente para sí mismos y así eran obligados a servir a sus
amos perpetuamente; de ahí el nombre. La diferencia entre su
situación y los esclavos no está clara en ningún documento des
cubierto por mí. La cuestión es ociosa en cualquier caso, porque
los indios apresados apenas vivían lo suficiente para que se intere
saran por su situación jurídica.»
b) Rastros y navegación:
En verdad, uno de estos esclavos me contó que desde
los Lucayos (Bahamas |, donde produjo un gran estrago por
estos medios, hasta la Española, distante sesenta o setenta
leguas, un barco podía navegar sin brújulas ni carta,
guiándose sólo por el rastro de indios muertos que habían
sido arrojados de los barcos.
Las Casas, Brevísima relación.
Sucedía que cada vez que los indios eran traídos de sus
tierras morían tamos de hambre en el camino que pensa
mos que por su rastro en el mar podría otro barco hallar su
camino ai puerto.
Informe de los padres dominicos al Cardenal
Chiévres, 1519.
Para todo lo referido a este aspecto, cf. Roland
Mellafé, La esclavitud en Hispanoamérica, Buenos
Aires, 1964.
239
d) Cimarrones negros e indios acimarronados:
Cerca de la ciudad [de Nombre de Dios] la selva co
mienza, la cual tiene un arbolado tan espeso que no se
puede penetrar excepto cortando las espesas y enmaraña
das ramas. Los cimarrones pueden de este modo fortifi
carse en ellos por su habilidad en esconderse y defenderse
y ocurre con frecuencia que se deslizan en el poblado sin
ser oídos y se apoderan de las negras que allí encuentran.
Cit. Carlos Pereyra, Historia de América Española,
1948.
En este sentido, preocupaba especialmente a las autoridades
españolas de México y de Guatemala los contactos de los cima
rrones negros tanto con los ingleses, franceses y holandeses que,
paulatinamente, a lo largo del siglo xvt los fueron armando,
como también sus contactos con los indios que abandonaban las
poblaciones y que iban organizando aglomeraciones de out law
tan importantes como llegaron a ser los quilombos en las pose
siones portuguesas (que culminan en la República de los Palma
res) o los reductos de negros, indios y mestizos que, en Haití,
servían de base a las sucesivas sublevaciones que estallaron a k>
largo de los siglos XVI y XVII y que —en el x v m — fueron base
fundamental para el movimiento de autonomía respecto de
Francia».
Carlos Federico Guillot, Negros rebeldes y negros ci
marrones, Buenos Aires, 1961.
e) Los tlaxcaltecas y sus privilegios:
«Los tlaxcaltecas continuaron siendo los predilectos mimados
—comparativamente hablando— del gobierno español durante
el período colonial. Estuvieron exentos del servicio personal
como un premio a su ayuda en la conquista, fueron virtual
mente autónomos y su tributo apenas fue más que un símbolo».
Cit. Cari O. Sauer, op. cit.
«Pero, por otra parte, así como el malinchismo fue exaltado
por los conquistadores por su espíritu de colaboración, por el
resto de los grupos sociales mexicanos fue identificado como
traición, infidencia y servilismo, los indios de Tlaxcala siempre
fueron mirados con desconfianza por los otros grupos indígenas
o, al menos, con redcencia y cautela. Movimiento homólogo al
de las tribus africanas tradicional mente sometidas al comercio
esclavo frente a los propios sectores aborígenes que participan
como mediadores en la trata: ya sea como capataces, conducto
res a través de la selva o como marinos que cargaban esa mer
cadería humana desde las costas del continente hasta los barcos
portugueses, holandeses o ingleses a través de los cayos y de las
fuertes oleadas de la costa».
Henri Lapeyre, Le trafic négrier avec l’Amérique es-
pagnole, 1976.
240
LOS D IE C IO C H O MESES Y SUS R IT O S
Los siguientes son los diez y ocho meses del año mexicano, a
los que se agrega un pequeño informe de los ritos implícitos en
cada uno.
1. A ti cattalo (detenimiento del agua) o Quiauitl eua (creci
miento del árbol). Sacrificio de niños a Tlaloc, el dios de la
lluvia y a Tlaloque.
2. Tlacaxipevaliztli. Fiesta de Xipe Totee. Sacrificio de prisio
neros, que luego son desollados. Los sacerdotes se cubren
con esas pieles.
3. Tozoztontíi (pequeña vigilia). Ofrecimiento de flores.
4. Uey tozoztli (gran vigilia). Fiestas en honor de Centeoü, dios
del maíz y de Chicomecoad, diosa del maíz. Ofrecimiento
de flores y comida en los templos locales y en las capillas.
Procesión de muchachas llevando maíz al templo de Chi
comecoad. Cánticos y danzas.
5. Toxcatl. Fiesta de Tezcadipoca. Sacrificio de un joven que
personifica a Tezcadipoca, que ha vivido «como un señor»
durante un año.
6. Etzalqualiztli (etzalli, un plato hecho con maíz y granos co
cidos; qualiztli, el acto de comerlo). Fiesta de Tlaloc. Baños
ceremoniales en el lago. Bailes. Se procede a comer el etza
lli. Túnicas y penachos sacerdotales. Sacrificio de víctimas
que personifican a los dioses del agua y la lluvia.
7. Tecuilhuitontli (magnas fiestas de los señores). Ritos cele
brados por sacerdotes. Sacrificio de una mujer que repre
senta a Uixtociuad, diosa del agua salada.
8. Uey tecuilhuitl (gran fiesta de los señores). Bailes. Sacrificio
de una mujer que personifica a Xilonen, diosa del maíz
verde.
9. Tlaxochimaco (donación de flores). El pueblo iba a la cam
piña a juntar flores y decoraba el templo de Uitzilopochtli.
Juegos, banquetes, danzas.
10. Xocotl uetzi (caída de los frutos). Fiesta del dios del fuego.
Sacrificio de prisioneros a Xiuhtecuhtli o Ueueteotl. Los
241
hombres jóvenes trepaban a una pértiga con una imagen
hecha de pasta de huavhtli en la punta de la misma y lu
chaban por las partes.
11. Ochpanizíli (limpieza). Fiesta de la diosa de la tierra y la
vegetación, que siempre aparece con una rama en la
mano, con la cual se supone limpiará el camino de los
dioses (es decir, del maíz, la vegetación, etc.). Bailes. Sacri
ficio de mujeres que encarnan a Toci o Teteoinma, madre
de los dioses. Procesión de guerreros ante el emperador
que les condecora.
12. Teotleco (retorno de los dioses). Los dioses regresaban a la
tierra: primero Tezcatiipoca y finalmente el viejo dios del
fuego, a quien se ofrecían sacrificios humanos.
13. Tepeilkuitl (fiesta de las montañas). Se hacían pequeñas
imágenes de huauhtli y se comían. Sacrificio de cinco muje
res y un hombre que representaban las deidades agrarias.
14. Qutcholli (nombre de pájaro). Fiesta de Mixcoad, el dios de
la caza. Se hacían flechas. Gran cacería. Sacrificio a Mix-
coatl.
15. Panquetzaliztli (cacería de quetzales para obtener plumas).
Gran fiesta de Uitzilopochtli; batallas simuladas. Procesión
del dios Paynal, ayudante de Uitzilopochtli, que se des
plaza pior las vecindades de México. Sacrificios.
16. Atemoztli (descenso de las aguas). Fiesta de los dioses de la
lluvia. Construcción de imágenes de amaranth de dioses de
la lluvia. Donación de bebidas y comida.
17. Tititl. Sacrificio de una mujer totalmente vestida de blanco,
que personificaba a la diosa Ilamatecuhtli. Batallas de car
naval.
18. Izcalli (crecimiento). Fiesta en honor del dios del fuego.
Cada cuatro años se sacrificaban víctimas.
242
APENDICE II
CRONOLOGIA
1485 N acim iento d e H e rn á n C ortés en M edeltín (Badajoz).
1494 (4 d e ju n io ). Se re ú n e n en T ordesillas (Valladolid) los p le n ip o ten
ciarios d e las co ronas d e Castilla y Portugal para firm a r el Tratado
de Tordesillas, p o r el cual se re p a rte n la costa africana del A dám ico
n o rte y el N uevo M undo am ericano. La cláusula fun d am en tal «fija
el m eridiano d e partición a 370 leguas al oeste d e C abo V erde. El
hem isferio occidental q u e d a p a ra Castilla y el o rien tal p a ra P o rtu
gal».
1502 M octezum a II, llam ado «el Joven» para distinguirle d e M octezum a
1, «el Viejo», que había re in a d o d e 1440 a 1469, es en tro n izad o
com o se ñ o r de T e n o c h tid á n y am plía las conquistas aztecas.
1503 Se establece en Sevilla la Casa d e C ontratación p a ra en c a u z a r y
d irig ir el com ercio e n tre la m etrópoli y A m érica.
1504 A los diecinueve años, C ortés llega a la isla E spañola (Santo Do
m ingo), d o n d e pasó siete años y participó en el re p a rto d e indios.
1511 C ortés se em b arca e n la expedición d e Diego V elázquez para la
conquista d e C uba. U na vez consolidada la ocupación, obtiene
bu en o s rep artim ien to s d e tierra s e indios e n M anicarao.
1515 H e rn á n C ortés es d esig n ad o secretario del g o b e rn a d o r d e la isla,
Diego V elázquez, y teso rero d e C uba. E ntre el g o b e rn a d o r y su
secretario se p ro d u je ro n algunos incidentes q u e ju stificarían el
p o sterio r resen tim ien to d e C ortés. P or negarse C ortés a c o n tra e r
m atrim onio con u n a d a m a llam ada C atalina S uárez, el g o b ern ad o r
le ap resó y obligó a c u m p lir su prom esa. Pero desp u és d e este
incidente, le devolvería su confianza, n o m b rán d o le alcalde d e San
tiago d e Baracoa.
1517 ( l .° d e m arzo): Francisco H e rn á n d e z d e C órdoba sale en busca d e
m ano d e o b ra esclava y d escubre las costas d e México.
1518 (M ayo-junio): J u a n d e G rijalva, cu m p lien d o u n a m isión sim ilar a
la an te rio r, llega fren te al actual te rrito rio d e San J u a n d e U lúa.
Incluso e n C u b a se tem e p o r esta expedición y Velázquez proyecta
e n v iar u n a expedición d e socorro.
1518 (A gosto): P or consejo d e su secretario, A n d rés d el D uero, y del
c o n ta d o r. A m ad o r d e L ares, V elázquez decide c o n fia r el m an d o
d e la nueva expedición q u e va a e x p lo ra r las costas m exicanas a
H e rn á n C ortés.
1518 (18 d e noviem bre): El reg reso d e J u a n d e G rijalva y los im p o rta n
tes p rep arativ o s realizados p o r C ortés, d e sp ie rta n g ra n d e s recelos
e n el g o b e rn a d o r d e C uba hacia C o rtés e in ten ta p aralizar la e x
pedición. P ero ad v ertid o éste, acelera los p rep arativ o s y el 18 d e
noviem bre a b a n d o n a Santiago d e B aracoa y se traslada a la villa d e
T rin id a d para en trev istarse con G rijalva, re c lu ta r personal e x p e
rim e n ta d o d e su fracasada expedición y a d q u irir vituallas y p e r
trechos d e g u e rra . E ntre los reclutados en T rin id a d fig u ran los
cinco Al varados, G onzalo d e Sandoval, J u a n V elázquez d e León,
C ristóbal d e O lid y A lonso H e rn á n d e z P o rto carrero .
245
1519(10 d e febrero): D esafiando a V elázquez, C o rté s a rrib a al p u erto
d e La H abana para co m p le ta r su aprovisionam iento. Allí pasó
ocho dias. En el cabo San A n to n io em b a rc a ro n el e x p e rto piloto
A ntonio d e A lam inos, el clérigo velazquista J u a n Díaz, el fraile
m erced ario B artolom é d e O lm ed o , q u e se convertiría e n u n efica
císimo consejero político y religioso d e C ortés. T a m b ié n em barca
ro n los in té rp re te s M elchorejo, «Francisco indio*, q u e hablaba
náh u atl y u n poco d e español, A guilar y M arina; el paje d e C ortés,
J uan Pérez de A rtiaga y O rteg u illa, y algunos cap itan es notables
más, com o E scalante, A lonso d e Avila, O rd á s, Luis M arín y A n
d ré s T a p ia . El d e stin o d e la m ayoría d e estos au d aces capitanes
sería trágico, com o irem os viendo a lo largo d e esta H istoria.
1519 (18 d e fe b rero ): C o rtés z a rp a d el cabo d e San A ntonio con 580
hom bres, e n tre los q u e fig u ra n algunos ex tran jero s: 100 trip u la n
tes, 16 caballos, 10 cañ o n es d e b ro n ce, c u a tro falconetes y 18 a rc a
buces.
1519 (22 d e feb rero ): P ed ro d e A lvarado, q u e m a n d a el navio San Sebas
tián, e s el p rim e ro e n lleg ar a las playas d e la isla d e C ozum el,
d escu b ierta p o r G rijalva e n m ayo d e 1518. La isla se e n c u e n tra
situada fren te a Y ucatán.
1519 (25 d e febrero): C o rté s y el resto d e la flota se re ú n e con A lvarado
en la isla d e C ozum el. Allí recogieron a J e ró n im o d e A guilar,
clérigo d e Ecija, n á u fra g o que había vivido con los indígenas d u
ra n te d iez años. H abía fo rm a d o p a rte e n la expedición d e K icuesa
(1511), y su e n c u e n tro sería p a ra C ortés m uy valioso p o r el cono
cim iento que tenía d e l maya.
1519 (15 d e m arzo): La esc u a d ra d e C ortés se d irig e hacia T abasco o
estuario d e G rijalva, d o n d e los castellanos son acogidos con hosti
lidad p o r los indígenas. C o rtés envió com o in term ed iario al in té r
p re te indio M elchor, p e ro éste se pasó a sus h erm an o s d e raza y
les incitó a resistir la invasión castellana.
1519 (19 d e m arzo): En el seg u n d o e n c u e n tro . C o rté s d e rro ta com ple
tam e n te a los g u e rre ro s d e T abasco haciendo in te rv e n ir a la caba
llería. Los caciques se d ecla ran vasallos del rey d e E spaña y e n tre
los regalos q u e hacen al c o n q u ista d o r fig u ra la fam osa M alinche
(M alitzin para los aztecas y d o ñ a M arina p a ra los españoles). Esta
inteligente y herm osa india daxcalteca, q u e servirá d e in té rp re te
del n áh u atl, p re sta rá a C o rtés y a los españoles servicios excepcio
nales p a ra la dom inación d e la co n fed eració n azteca.
1519 (21 d e m arzo): B o rd e a n d o la costa, la escu ad ra llega al islote b a u
tizado p o r G rijalva c o n el n o m b re d e S an J u a n d e U lúa.
1519(22 d e m arzo): D esem barco d e C ortés. El co n q u istad o r d ecide
c re a r u n a base d e op eracio n es en la costa y envía a los capitanes
M ontejo y A lam inos con ó rd e n e s d e e n c o n tra r u n lu g a r adecuado
para establecerse d e fo rm a definitiva.
Al conocerse la decisión d e C ortés d e to m a r posesión d e la tie rra
sobre la que se hallan, estallan los p rim ero s conflictos e n tre los
expedicionarios, ya q u e u nos p re te n d e n re g re sa r a C u b a y o tro s
o p ta n p o r seguir a C ortés en su am bicioso proyecto d e conquistar
el te rrito rio m exicano.
F u ndación de la Villa Rica de la V era C ru z (V eracruz). A p a rtir d e
este m o m en to la expedición pasa a d e p e n d e r del C abildo del p ri
m e r m unicipio español constituido en M éxico, y C ortés es nom -
246
b ra d o c a p itán g e n e ra l y justicia m ayor. C on esta «comedia» el as
tu to co n q u ista d o r e x tre m e ñ o se desliga d e la au to rid a d d el g o b er
n a d o r d e C uba.
Ya revestido d e los m áxim os p o d eres. C o rtés decide e m b a rra n c a r
las naves p a ra im p e d ir q u e los velazquistas p u e d a n re g re sa r a
C uba y p o n erlo s a n te la disyuntiva d e q u e d a rse en V eracru z o
av an zar c o n él hacia T e n o c h tid á n .
15 1 9 (1 6 d e agosto): C u a n d o C o rtés d ecid e p a rtir h a d a el O este, ya
había e sta b le a d o , d e sd e la base d e V eracruz, diversos trato s y
alianzas c o n los caciques d e C em poala, enem igos d e los aztecas.
Así, c u a n d o el 16 d e agosto a b a n d o n a C em poala, cam ino d e Mé
xico, su c o lu m n a se c o m p o n e d e 400 españoles, 1.000 tamemes o
indios d e carga, 13 caballos y u n as siete piezas d e artillería.
1519 (31 d e agosto): C an sad o C o rtés d e e sp e ra r el re g re so d e los c u a tro
e m b ajad o res cem poaleses en v iad o s a la república d e T laxcala,
fo rm a d o p o r c u a tro can to n e s fed erad o s, p a ra o b te n e r su n eu trali
d a d y el d e re c h o a tra n sita r p o r su te rrito rio p a ra a tac ar a los
aztecas, o rd e n a m a rc h a r sobre la ciu d ad .
1519 (2 d e septiem bre): T ra s u n a brev e escaram uza e n la q u e C ortés
p ie rd e tres caballos y c u a tro españoles resultan h erid o s, se inicia
una d u ra batalla con los sucesivos ejércitos levantados p o r los tlax
caltecas q u e d u ra rá varios días.
1 5 1 9 (2 3 d e septiem bre): T ra s las sucesivas d e rro ta s su frid as p o r los
ejércitos tlaxcaltecas, los españoles llegan a la capital d e los can to
nes fed erad o s, q u e es u n a g ra n ciu d ad , y son recibidos com o ven
cedores. La ciu d a d se e n c u e n tra a m edio cam ino e n tre la costa y la
capital azteca. E n tre españoles y tlaxcaltecas, tradicionales e n em i
gos d e los aztecas, se p ro d u ce u n a alianza q u e va a re su lta r deci
siva p a ra los p lanes d e C ortés. Los tlaxcaltecas p o n en a su disposi
ción 5.000 h o m b res e n calidad d e soldados, ay u d an te s y guías.
1519 (13 d e octu b re): E n te ra d o C o rté s p o r sus c o n fid en tes y espías que
M octezum a h a c o n c e n tra d o en C holula 50.000 g u e rre ro s, se pone
e n m arch a al e n c u e n tro d el en em ig o ; le a co m p a ñ an 500 c em p o a
leses y to d o el ejército daxcaltcca.
1 5 1 9 (1 6 d e octubre): U n a vieja india in fo rm a a d o ñ a M arina d e la
traición p re p a ra d a p o r los caciques y sacerdotes d e C h olula d e
a c u e rd o con los agentes d e M octezum a. C ortés d ecid e anticiparse
a la conspiración y pasa al ataq u e c o n tra los cholultecas. El castigo
fue tan rá p id o com o b ru tal, p u e s e n m enos d e d o s h o ra s m u riero n
m ás d e tres mil hom bres.
1519 ( l .° d e noviem bre): A plastada la tentativa d e rebelión e n C holula y
g a n ad a esta ciu d a d para la causa cortesiana, el co n q u istad o r e x
tre m e ñ o se p o n e en cam ino hacia la capital azteca. A u n q u e M octe
zum a h a h ech o to d o lo posible p a ra im p e d ir y re tra sa r su m archa
hacia la capital del im p erio azteca, al final se decide a a b rirle las
p u e rta s y recibirle com o am igo. C on estas garan tías. C o rtés reduce
sus fuerzas indígenas y avanza c o n sus 400 españoles y 4.000 alia
d o s tlaxcaltecas.
1519 (6 d e noviem bre): M octezum a envía a su sobrino y rey d e T ezcuco.
CacamaUin, al fre n te d e u n a n u m e ro sa em bajada, para q u e con
venza a C ortés d e q u e su avance sobre la capital p u e d e acarrearle
g ra n d e s m ales. Pero C o rtés se m u estra irred u ctib le en su em p e ñ o
d e co n o cer la fabulosa capital d el Im p e rio azteca.
247
151 9 (8 d e noviem bre): C o rtés y su s h o m b res avistan T enochtitlán.
A vanzan p o r la calzada d e Ixtapalapa, q u e un ía la capital con la
rib era su r d el lago T excoco.
1519 (11 d e noviem bre): E n cu en tro d e C o rtés y M octezum a. U n m illar
d e p ro h o m b re s m exicanos rin d e n pleitesía al co n q u ista d o r espa
ñol, ro d e a d o d e doce jin etes. El e m p e ra d o r azteca se presentó en
u n a rica litera, ro d e a d o d e los reyes d e T ezcuco y de Ixtapalapa y
d e los señores d e C oyoacán y T laco p án , ad em ás d e doscientos
nobles fo rm ad o s en dos hileras. T o d o u n ap a ra to ritual para im
p resio n ar al m odesto hidalgo d e M edellín.
C ortés y sus hom bres fu e ro n hospedados en el palacio d e Axaya-
cad, y algunas horas d espués recibieron d e nuevo la visita d e Moc
tezum a.
15 1 9 (1 5 d e noviem bre): C o rtés recibe una c a rta d e V eracruz con la
noticia d e que u n ejército m exicano ha atacado a la p e q u e ñ a g u a r
nición y e n su d efensa ha m u e rto el je f e d e la m ism a, J u a n d e
Escalante. In m ed iatam en te decide a p o d e ra rse d e M octezum a y
llevarlo com o re h é n al palacio o c u p a d o p o r los españoles.
1519 (23 d e diciem bre): C ortés recibe inform es d e la llegada a la costa
de u n a escuadra al m an d o d e Pánfilo N arváez con 800 soldados y
ochenta jin etes. La expedición enviada p o r el g o b e rn a d o r d e Cuba
lleva la m isión d e so m eter a C ortés y co nducirlo a disposición d e
Velázquez. A nte la nueva situación, C ortés e n tre g a el m an d o de la
guarnición d e T en o ch titlán a P ed ro d e A lvarado, y con u n a p e
q u e ñ a escolta se d irig e a C em poala para organizar la batalla contra
el lu g a rte n ie n te del g o b e rn a d o r de C uba.
1520 (21 d e en ero ): C ortés llega a la costa d e V eracruz y so rp re n d e al
negligente NarVáez e n una batalla cam pal n o c tu rn a y le d e rro ta
cum plidam ente. Al d ía siguiente e ra c a p tu ra d a su flota y N arváez
y su ejército se ren d ían y prestab an hom enaje al vencedor.
1520 (10 d e mayo): P edro d e A lvarado (llam ado Tonatiuh = el Sol, p o r
su barb a y cabellos m uy rubios), se o p o n e a q u e se celebre la gran
fiesta d el m es Toxcatl, d u ra n te la cual se sacrificaba a u n joven
p re p a ra d o a lo largo d el a ñ o al d io s TeuatUpoca. T a n to A lvarado
com o C o rtés acep tab an la celebración d e los festejos, p e ro sin sa
crificios hum anos. P ara im p ed irlo , A lvarado to m ó en re h é n a u n
príncipe d e la casa im perial llam ado El Infante. Esto provocó la
rebelión in dígena. R áp id am en te los españoles se lan za ro n sobre la
m u ltitu d re u n id a e n el TeocaUi y provocaron g ra n cantidad d e
m uertos. Los indígenas re sp o n d ie ro n a la provocación asediando
la fortaleza d e los españoles.
1520 (24 d e ju n io ): C ortés tuvo conocim iento d e la situación desespe
ra d a d e la guarnición que había d ejad o en T e n o c h tid á n y aceleró
el regreso. El d ía d e San J u a n e n tra b a e n la capital del im perio
azteca con u n ejército d e 1.200 hom bres. La situación d e los sitia
dos e ra angustiosa, pues carecían totalm ente d e provisiones. Para
resolver la situación m a n d ó so ltar el rey d e Ix tap alap a con ó rd e
nes tajantes d e restablecer el m ercado y abastecer a los españoles.
Fue u n e rr o r im propio d e la astucia política d el conquistador e x
trem eñ o , pues el rey d e Ix tap alap a convocó el Tlatocan y propuso
la destitución d e M octezum a y la elección d e u n nuevo em p e ra d o r
que rechazara la invasión española. La rebelión se generalizó.
248
1520(27 d e ju n io ): T ra s varios internos d e salida infructuosos. C ortés
consigue que M octezum a se d irija a su pu eb lo d e sd e el te rra d o del
palacio d e A xayacatl, p e ro a p e n a s com enzó a hab lar, el principe
C u au teh m o c le in te rru m p ió con las siguientes palabras: «¿Q ué es
lo que dice este bellaco d e M octezum a, m u je r d e los españoles?
C om o a vil h o m b re le hem os d e d a r el castigo y pago», aco m p a
ñ a n d o lo dicho con u n flechazo. In m ed iatam en te cayeron sobre el
e m p e ra d o r d e stro n a d o p e d ra d a s y flechas. M urió tres dias d es
pués, al p arecer, d e tétano.
C uitlahuac, rey de Ix tap alap a y h erm a n o d e M octezum a, es desig
n a d o Tlacateadli (jefe m ilitar y sacerdotal d e la confederación az
teca). Los españoles son considerados, p o r p rim e ra vez, n o com o
los dioses m íticos q u e h a n reg resad o , sino com o popolocos (bárba
ros).
1520 (30 d e ju n io ): el d u ro asedio y la carencia d e víveres obligan a
C o rtés a d e c id ir el a b a n d o n o d e T e n o c h titlá n p o r la calzada d e
T la c o p á n a T acu b a. E ra u n a noche neblinosa. Los españoles h a
bían c o n stru id o u n p u e n te portátil d e m a d e ra p a ra salvar las ocho
c o rta d u ra s que los aztecas habían hecho en la calzada. El o rd e n d e
re tira d a e ra el siguiente: O rd á s y Sandoval m an daban la v a n g u a r
dia; C ortés, O lid y Dávila dirigían el centro; A lvarado y Velázquez
d e León iban al fren te d e la re tag u ard ia. El oro, los prisioneros
reales y M arina avanzaban custodiados p o r dos capitanes d e N ar-
váez y tre in ta soldados. La p rim e ra c o rta d u ra la su p e ra ro n sin
incidentes, p e ro al llegar a la seg u n d a se p ro d u jo la alarm a y los
fugitivos se vieron bloqueados p o r los g u e rre ro s aztecas. En esta
d u rísim a batalla q u e ha pasad o a la H istoria con el n o m b re d e la
«noche triste», C ortés p e rd ió m ás d e 150 soldados españoles, 2.000
' aliados. 45 caballos, arm as y la m ayor p a rte d e los tesoros ac u m u
lados. En ella e n c o n tra ro n la m u e rte J u a n V elázquez d e León,
C acam aizin, rey d e T ezcuco, y dos hijos y u n a hija d e M octezum a.
1520 (3 d e ju lio ): Los españoles y aliados q u e se vieron forzados a re tro
c e d e r a la fortaleza d e T en o ch titlán , su cu m b iero n a n te los sitiado
re s y los que n o m u rie ro n en la defen sa fu e ro n sacrificados al dios
H uitzilopochtli.
1520 (7 d e ju lio ): Las fu erzas salvadas d e la «noche triste», y q u e se
d irig e n a T laxcala, se e n c u e n tra n e n la llan u ra d e A pan, a la vista
d e O tu m b a , con u n ejército m exicano. La batalla, q u e se p re se n
taba bastan te difícil p a ra los españoles, la d ecid iero n C o rtés y el
cap itán J u a n d e S alam anca al m a ta r al caudillo m exicano y a rre b a
tarle su e sta n d a rte d e g u e rra .
1520 (13 d e julio): C ortés se repliega a la zona co n tro la d a p o r sus alia
d o s d e T laxcala. Allí se va a p asar casi u n a ñ o ad ie stra n d o su tro p a
y ro b u stecie n d o las alianzas con las ciudades trad icio n alm en te so
m etidas a los aztecas. N o es precisam ente u n p erio d o d e descanso,
sino m ás bien de ensayo en la concepción d e u n a n u eva estrategia
p a ra la conquista d e México. M ientras recibe refuerzos d e h o m
bres y p ertrech o s d e g u e rra , realiza la cam paña co n tra Teprata y
fu n d a Segura de la Frontera. Su plan estratégico se basaba, en lineas
generales, en co nsolidar el te rrito rio conquistado y e stre c h a r el
cerco d e la capital azteca.
1 5 2 0 (2 5 d e noviem bre): M uere C uitlahuac a consecuencia d e la peste
d e viruelas q u e diezm a a las tropas aztecas.
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1520 (26 d e diciem bre): C o rtés a b a n d o n a T laxcala p a ra d irig irse a T ez-
cuco. En esta ciu d ad se b o ta ro n los b erg an tin es a finales d e l m es
d e e n e ro siguiente. Los b e rg a n tin e s habían sido tran sp o rtad o s p o r
8.000 ca rg a d o re s indígenas y escollados 20.000 g u e rre ro s tlaxcal
tecas.
1521 (25 d e e n e ro ): C u au h tem o c. sobrino y yerno d e M octezum a, es
d esig n ad o je fe d e los aztecas. «De veinticuatro años, enérgico y
a rd ien te» , seg ú n B e m a l Díaz, se d ispone a llevar la lucha de su
pueblo hasta las últim as consecuencias.
1521 (26 d e mayo): C om ienza el sitio d e la capital azteca, tra s ab o rtar
C o rtés u n a nueva conjuración d e los p artid ario s d e N arváez. La
distribución d e fu erzas d e C o rtés es la siguiente: u n a colum na
m a n d a d a p o r A lv aiad o situ ad a e n T a c u b a ; o tra bajo la je fa tu ra d e
O lid con su c e n tro e n C oyoacán; la tercera, al m a n d o d e Sandoval,
tiene su base o p erativ a e n Ixtapalapa. Los trece b erg an tin es que
d a b a n bajo el m an d o d irecto d e C ortés.
1521 (31 d e m ayo): A taq u e d e Sandoval p o r Ix tap alap a y d e C ortés con
los berg an tin es. La p rim e ra o p eració n consistió e n c o rta r el acue
d u c to d e Chapultepec p a ra im p e d ir q u e llegara a g u a a los sitiados.
Los b erg an tin es c re a ro n u n sistem a d e bloqueo p a ra que a los
sitiados no les p u d ie ra llegar n in g ú n abastecim iento p o r agua.
1521 ( 1 ° d e ju n io ): C onquista del fu e rte d e Xoloc.
1521 (9 d e ju n io ): D estrucción del tem plo d e Tezcatlipoca.
1521 (10 de ju n io ): A salto d e C ortés al T e m p lo M ayor.
1521 (16 d e ju n io ): D estrucción del palacio d e Axayacatl.
1521 (30 d e ju n io ): A taque contra el b a rrio d e T latelolco p o r p arte de
C ortés y A n d ré s d e T apia. A lvarado avanza desde T lacopan.
1521 (28 de ju lio ): C ortés o rd e n a el asalto g en eral en vista d e q u e en los
c u a re n ta días q u e llevan d e asedio y ataques parciales, los resulta
dos son m uy precarios. Los atacantes fracasan fre n te a la desespe
ra d a resistencia d e los aztecas. E n esta o p eració n q u e ten ía p o r
objetivo la conquista d e T laltelolco. C ortés, q u e ya se hallaba p ri
sionero d e los aztecas, fu e rescatad o p o r C ristóbal d e O lea, el cual
p e rd ió la vida e n la operación.
1521 (13 d e agosto): La lucha h a q u e d a d o re d u c id a a u n solo barrio,
d o n d e son sitiados los ex ten u a d o s g1te rre ro s aztecas. C ortés les
había o frecid o re ite ra d a m e n te la paz, que fu e rechazada, e n vista
d e lo cual o rd e n ó la c a rg a definitiva. El rá p id o avance de los
españoles obligó a los sitiados a refu g iarse e n las canoas. E n u n a
d e ellas fue c a p tu ra d o C u au ieh m o c p o r el m aestre G arcía H ol-
guín. La caída del últim o je fe m ilitar d e la co nfederación azteca
puso fin a la lucha. Se había co n su m ad o la conquista d e México-
T e n o ch tid án .
1521 (octubre): C ortés es reconocido p o r el e m p e ra d o r C arlos V como
g o b e rn a d o r y capitán gen eral d e la N ueva E spaña, p e ro n o fián
dose d e la astucia del c o n q u istad o r ex trem eñ o , se a p re s u ra a ro
d e a rlo d e funcionarios adictos a la C orona. E n tre los prim eros
funcionarios que llegan a la N ueva E spaña fig u ran R odrigo de
A lbornoz, com o c o n ta d o r; A lonso d e E strada, com o tesorero;
A lonso d e A guilar, com o factor, y Param il d e C h irin o , com o vee
d o r. Los funcionarios desem b arcaro n provistos d e o rd en an zas y
p o d eres q u e C ortés re fu tó , «p o rq u e las cosas ju z g a d a s y proveídas
p o r absencia no p u ed en llevar co n veniente expedición.»
250
1523 (12 d e sep tiem b re): El je f e azteca p risio n ero , C u auhtem oc, expide
la céd u la d e rep artició n d e la L aguna G ra n d e d e Texcoco.
1523 A lvarado e m p re n d e la conquista d e G uatem ala.
1524 (13 d e m arzo): D esem barcan e n San J u a n d e U lúa los «doce após
toles» franciscanos, e n tre los q u e figura fray T o rib io d e Bena-
vente, llam ado p o r los indígenas «Motolinia» (Pobre), quien se
co nvertirá e n u n g ra n d e fe n so r d e los indios y de sus derechos.
1524 (12 d e octu b re): O lid se dirig e con u n a expedición hacia H o n d u
ras.
1525 (enero): F undación d e Colim a.
1525 (28 d e feb rero ): D espués d e s u frir prisión y to rtu ra s , m u e re n
C u au h tem o c y T e p lecan q u etzin , je f e d e T lacopán.
1526 C arlos V c re a la A udiencia d e M éxico.
1528 C o rtés viaja a E spaña p a ra re s p o n d e r d e las acusaciones p resen ta
d as c o n tra él.
1529 C o rté s e s ennoblecido con el titulo d e m arq u és del Valle d e O a-
xaca.
1531 C o rté s fu n d a Q u e ré ta ñ o .
1531 P or p rim e ra vez llega a N ueva E spaña fray B artolom é d e las C a
sas.
1533 C ortés fu n d a G uadalajara.
1534 Se c re a el virreinato d e N ueva E spaña.
1537 F undación d e C h ih u ah u a.
1540 F undación d e Zam ora.
1542 C ortés fu n d a M érida y V alladolid (hoy M orelia).
1542 In tro d u cció n d e esclavos negros com o m ano de obra.
1547 (2 d e diciem bre): M uere H e rn á n C ortés e n Castilleja d e la C uesta
(Sevilla).
251
INDICE ONOMASTICO
253
C astañeda: 226
C astellanos, J u a n d e: 236
C aupolicán: 54
C enteotl: 241
C erm eño: 49
C ervantes d e Salazar, Francisco: 110, 210, 212
C eynos, Francisco de: 195
C icpatzin T ecuecuenotzin: 224
C ildpopocatzin: 56
C idaltépec: 223
C iuacoad: 121
C lem ente V II: 218
Coadlavaca: 209
C oaihuid: 225
C oanacotzin: 226
C oanochtzin: 131
C olón, C ristóbal: 5, 15, 27. 163, 170, 171
C órdoba, G onzalo d e: 26
C órdoba, fray P ed ro d e: 179
C oria, B e m a rd in o d e: 49
C ortés, F e m a n d o : 207
C ortés, Francisco: 161
C ortés. H e rn á n : 7, 8, 9, 13, 15. 18, 19, 24, 25. 26. 27. 28. 33, 34. 35, 36,
37, 38, 39, 40, 41, 42. 43, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 57,
61, 62, 63, 64, 65, 66. 67. 68, 69, 73. 74, 75. 76, 77, 78. 79, 83, 84,
85. 86. 87, 88, 89, 90, 91. 93, 95, 96, 97, 98. 99. 100, 101, 102, 103,
107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 119, 120, 121, 122, 123, 124,
125, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141,
142, 143, 147, 150, 158, 159, 160, 161, 164, 167, 168, 176, 177, 178,
181, 185, 187, 188, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 198, 199,
202, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 217, 227, 233, 237, 245, 246,
247, 248, 249, 250, 251
C ortés, M arta: 202.
C ortés. M artín: 48
C ortés d e M onroy, M artin: 25
C oyohuetzin: 229, 231
C u ap an : 225
C uauhnochtili: 225
C uauhtém oc (C uauhtem octzin): 8, 85, 112, 129, 130, 133, 135, 136,
137, 139, 140, 141, 142, 143, 177, 201, 225, 227, 229, 230, 231, 249,
250, 251
C uauhxicalco: 223
Cuezacaltzin: 226, 230
C u k u itx c a d : 87
C uidahuac: 8, 74, 87, 110, 114, 129, 130, 226, 249
C h a u n u , P ierre: 17
C hicom ecoad: 241
C hichim ecatecuhdi: 136
C hievres, cardenal: 239
Dávila, Alonso: 62, 84, 119, 129
D elgadillo, Diego: 193
D eule, J u a n de la: 163
Díaz, Ju a n : 246
254
D iderot, D enis: 174
D’O lw er, Luis: 168
D ’O lw er, N icolau: 216
D u ero , A n d rés del: 100, 245
Engels, F.: 237
E n riq u e IV : 152, 194
E nrfquez, M artín d e A lm a: 234
E rasm o d e R o tterd am : 217
Escalante, J u a n de: 49, 50, 84, 86, 246, 248
E scudero: 49
E strada, A lonso de: 250
E zhuahuácatl: 225
Felipe II: 234
F ern án d ez d e C ó rdoba, G onzalo: 236
F ern án d ez d e O viedo, G onzalo: 235
F e rn a n d o V: 13, 15, 152, 153, 154. 194, 233
F e rre r, V icente (San): 163
Francisco I d e Francia: 15
Frankl, V íctor: 208
Fuenleal: 195
F ugger: 16, 17
G allegos Rocafull, J. M.: 218
G ante, P ed ro d e : 167
G arcía G allo, A.: 237
G arcía H olguín: 250
G arcía Icazbalceta, Jo a q u ín : 218
G arcía d e Loaysa: 212
G arcía M artínez, H e rn a n d o : 214
G aribay, A ngel M aría: 223
G ayangos, Pascual d e: 208
G eró n im o B allesteros, M.: 236
G ibson, C harles: 5. 45, 177, 194, 238
Gil G onzález Dávila: 158
G odoy, D iego de: 42
G onzález d e Barcia: 208
G onzález O b rc g ó n , Luis: 235
G oytisolo, J u a n : 166
G rad o , A lonso d e: 86
G regoire, H .: 174
G rijalva, J u a n d e: 27, 28, 76, 245, 246
G uillot, C arlos F ederico: 240
H am ilton: 16, 119
H an k e, Lewis: 173, 219
H arin g , C larence: 17, 197, 198
H e rn á n d e z d e C órdoba, F.: 27, 76, 245
H e rn á n d e z , P edro: 87
H e rn á n d e z P u e rto c a rre ro , A.: 47, 48, 245
H idalgo: 169, 177
H o m ero : 73
H u eh u etzin , J u a n : 231
H u m b o ld l, A lejan d ro de: 127
Ilam atecuhtli: 242
Inocencio V I: 153
255
Isabel la Católica: 1S. 15, 152, 153, 154, 163, 194
Isabel I d e In g la te rra : 198
Itu rb id e : 169
Itzcoatl: 10, 19
Itz c o h u a u in : 223
Itzpalanqui: 226
Itzyoca: 226
Iztp o to n q u i: 225, 231
Jara m illo , J u a n d e : 174
Ja ra m illo O ribe, Jaim e: 235
Jim é n e z d e C isneros, F.: 25, 153, 163, 172, 179
J u a n , J o rg e : 174
J u a n a «la loca»; 157, 207
J u á re z , Benito: 177
Ju lio II: 154
K onetzke, G. R ichard: 11, 153, 210, 234
Lafaye, Jacques: 145, 177
L apeyre, H en ri: 240
Lares, A m ador de: 27, 245
U s Casas, fray B artolom é de: 65, 97, 133, 165, 167, 168, 169, 170, 171,
172, 173, 174, 175, 176, 178, 180, 187, 188, 1 9 7 ,2 1 8 ,2 1 9 ,2 3 8 ,2 3 9 ,
251
L autaro: 54
L eón, J u a n d e: 100
L eón X: 154
Lesly Byrd S im pson: 194, 210
L évy-B ruhl: 147
L ópez, M artin: 96, 125
L osada, A ngel: 176
Luis X IV d e F rancia: 198
L u tero , M artín: 133, 1 5 2 ,2 3 7
M acuilxochitl: 231
M ahom a: 172
M ajixcatzin: 56
M aldonado, A lonso: 179
M anso, Alonso: 179
M aquiavelo, N .: 64
M arín, Luis: 195, 246
M arina (M alinche, M alintzin): 34, 3 5 ,4 8 ,6 4 , 75, 84, 2 2 7 ,2 2 9 , 2 3 0 ,2 4 6
M árquez: 130, 132
M arti, R am ón: 162
M ártir d e A nglería, P edro: 235
M ata, A lonso d e: 99
M axixcaizin: 129
M elchorejo: 246
M elgarejo, fray P edro: 133
M ellafé, R oland: 239
M éndez P lanearte, G abriel: 212
M endieta, J e ró n im o d e: 157, 178
M endoza, A lonso d e : 124
M endoza, A ntonio d e: 198, 199,’ 200, 202, 212
M ixcoatl: 242
M ixton: 54
256
M ontalvo d e L ugo, Lope: 84
M octezum a I: 10, 245
M octezum a II (M otecuhzom a): 7, 8, 10, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 35.
36, 37, 39, 40, 41, 42, 50, 51, 55, 56, 62, 66. 67, 68, 69, 74, 75, 76.
77, 78. 81. 83. 84, 85, 86, 87. 88, 90, 9 5. 96, 99, 103, 107, 108. 110,
111, 112, 119, 123, ISO, 133, 138, 140, 147, 149, 151, 177, 208, 209,
210, 2 1 1, 222, 223, 224, 245, 247, 248, 249, 250
M ontejo, Francisco de: 47, 48, 96
M ontesinos, fray Alonso d e : 71
M ontesinos, A ntonio d e : 165, 170
M orelos: 169, 177
M oro. T h o m as: 195
M otechiuh: 225
M otolinia (ver B enavente, Fray T o rib io de)
N arváez, Panfilo d e: 96, 97. 98. 99, 100. 101, 102, 103, 108, 119, 122.
135, 143, 187, 248, 249, 250
N ebrija, E. A ntonio de: 170
N úñez d e Balboa, Vasco: 235
Ñ u ñ o d e G uzm án: 193, 194, 195, 196, 197, 201, 216
O 'G o rm an , E d m u n d o : 212
O jeda, D iego de: 130. 132, 158
O lea, C ristóbal de: 250
O lid, C ristóbal d e: 62, 102, 119, 136, 137. 195, 245, 249, 250, 251
O lintetl: 51
O lm eda, M auro: 27
O lm edo, fray B artolom é d e : 35, 98, 99. 100, 166, 210, 246
O rd á s, D iego d e: 76. 90. 102, 110, 119, 124, 246, 249
O rtiz d e M atienzo, J u a n : 193
O rtiz, fray T o m ás: 238, 239
O v an d o , Nicolás d e : 170
Páez, J u a n : 121
Palafo y M endoza, J u a n d e : 238
Palm a. R icardo: 193
Param il d e C hirino: 250
P a rr y .J . H .: 4 3. 239
Paulo III: 238
Paynal: 242
Paz, O ctavio: 13
P edrarias Dávila: 158, 235, 249
Pelayo: 14
P eñafort, R aim undo d e: 162
P ereira (Pereyra), C arlos: 236, 240
Pérez d e A rtiaga y O rteguilla, J u a n : 246
Pérez O sorio, Alvaro: 202
Pérez d e T u d e la . Ju a n : 171
Pctlacalcal: 23
P inedo: 124
P izarra, F.: 25, 90, 101, 176, 198
Pizotzin: 231
Porcallo, Vasco: 27
Potzontzin: 230, 231
Q u au h p o p o ca: 85, 86
Q uetzalcoad-T opilzin: 19, 24, 35. 63, 73, 83
257
Q uevedo, fray J u a n de: 233
Q u iñ o n es, Francisco d e: 164
Q u iroga, Vasco de: 165, 166, 168, 169, 178, 195, 238
R angel, R odrigo d e: 99
Raynal, G -T h.: 174
Reyes, A lfonso: 195
R odríguez, C ristóbal: 171
R odríguez d e Fonseca, J u a n : 154, 155
Rojas, A ntonio de: 155
R om ero, José Luis: 185
R osenblat, A ngel: 9, 235, 238
R ousseau, J - J : 174
Ruiz d e G uevara, J u a n : 97, 98. 100, 108
S ah ag ú n , fray B e rn a rd in o de: 35, 65, 83, 108, 148, 214, 215, 216, 221,
233, 234
S alam anca, J u a n d e: 121, 249
Salcedo, Francisco d e : 47
S alm erón, J u a n d e : 195
S am haber, E rnst: 237
Sandoval, G onzalo d e : 62. 76, 84, 86, 96, 98, 100, 102, 119, 129, 131,
136, 137, 139, 141, 227, 245, 249, 250
San M artín (general): 185
S au er, C ari O .: 93, 119. 194, 240
Savonarola: 133
Sepúlveda, J u a n G in é s d e : 175, 238, 239
S olórzano y P ereira: 191
Soustelle, Jacques: 105, 148, 242
Stew ard, Ju liá n H .: 238
S uárez, C atalina: 245
T ap ia, A n d rés d e: 88, 96, 246, 250
T ecuichpoch: 130
T ecto, J u a n : 167
T eldyaco: 225
T em ilotzin: 229, 231
T entil: 225
T ep lecan q u etzin : 251
T ezcadipoca: 78. 107, 241, 242
T isín , J u a n d e: 163
T idacaca o T ezcadipoca: 107, 242
T I aloe: 2 4 1
T leheuxolotzin: 56
T lillacapantzin: 112
T oci o T eteo in m a: 242
T o p an tem o ctzin : 229, 231
U eueteod: 241
U itzilopochdi: 241, 242
U ixtociuad: 241
U lloa: 174
U m bría: 90
U sagre: 99
V aillant, G eorge: 9
Valencia, M artín d e: 238
V alenzuela, M aría de: 96
258
V argas M achuca, B ern a rd o : 237
V asconcelos: 12
V ázquez d e Ayllón, Lucas: 97, 99
V ázquez d e T a p ia , 62
V elázquez B orrego: 27
V elázquez, Diego de: 27, 28, 33, 34, 38, 39. 47, 49. 89, 96. 97 123 124
135. 171, 187, 188, 191, 196, 207, 245, 246. 248 '
V elázquez d e L eón, J u a n : 62, 76, 84, 90, 96, 97. 99. 100 101 1 19 124
245, 249
V enegas, A lejo d e: 212
V erd u g o , Francisco: 135
V erg ara, Alonso de: 97, 98
Vilar, P ierre: 25, 59, 191, 233
Villa, P ancho: 145
V illfaña, A n to n io de: 135
V itoria, Francisco: 165, 180
Vives, J u a n Luis: 212
V oltaire, F.: 174
W agner, H enry: 25, 26
W elser: 16, 17
W eym uller, François: 5
X icotencad: 52, 53, 54, 56, 62, 122, 136
X icotenga: 51
X ilonen: 241
X ipanoc: 225
X irau, R am ón: 168
X iuhtecuhdi: 241
X oxopohuáloc: 224
Z apata, Em iliano: 145, 177
Zavala, Em iliano: 145, 177
Zavala, Silvio: 236
Zochitl: 225
Z u m árrag a, J u a n de: 166, 169, 178, 193, 216, 217, 218, 238
259
INDICE TOPONIMICO
261
C ingapacinga: 43
C itlalpec: 120
C idaltepec: 135, 223
C iu d a d Real: 16
C oanacotzin: 226
C oatepec: 131
C oatlan: 51
C olim a: 218, 251
C órdoba: 16
C oyoacán: 73, 74, 87, 134, 135, 136, 138, 223, 226. 227, 230, 231, 232.
248, 250
C oyohuacán: 134
Cozcacuahco: 227
C ozum el: 246
C uahquechollan: 123
C u a h tid an : 229
C u aü an : 215
C uatochco: 100
C uauhchichilco: 231
C u a u h n á h u a c (C uauhnauac): 134, 224, 227
C uahiem ala: 232
C u au h titlan : 135, 223, 226, 231
C uba: 26, 27, 28. 33, 34, 37, 38, 39. 48, 49, 50, 51, 55, 86, 91, 96, 97,
99, 122, 124, 171, 207, 217, 245, 247, 248
C uenca: 16
C u e p o p an : 227
C uernavaca: 224
C uexacaltzin: 226
C u iüachohuacan: 230
C uitlahuac: 69, 139, 227
C ulúa: 66
C ullm acan: 9
C u m an á: 173
C u tu tep eq u e: 218
Chachalacas: 101
C halco: 67, 68. 69. 131, 134, 214, 215, 227
C halchiuhcuecan: 90
C hapultepec: 78, 137, 212
C hiapas: 175, 195, 217
C hico n an h ü a: 9, 223, 226
C h ih u ah u a: 251
C him alhaucán: 67, 134
C h in an tla: 39, 100
C holula: 9, 62, 63, 64. 65, 66, 98, 99, 109, 131, 136, 215, 227, 247
C h u ru b u sco : 139
Ehectl: 231
E spaña: 7, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 21, 24. 25, 34, 41, 43, 47, 48, 55, 63,
76, 91. 96, 124, 134, 153, 155, 156, 160, 161, 169, 174, 180, 193,
194, 197, 202, 212, 213, 218, 233, 236, 246, 251
E spañola, La: 217, 235, 239, 245
E x tre m a d u ra : 24, 25
Florensac: 163
Florida: 164
262
Francia: 7, 163, 240
G énova: 16
G om era: 153
G ran ad a: 14, 16, 25, 152, 153, 155, 233
G uacahula: 123
G uadalajara: 251
G uajocingo: 61, 63, 66, 136
G uatem ala: 167, 173, 195, 237. 240, 251
G uinea: 78
H aití: 155, 240
H ejo/.lzingo: 19
H olanda: 12
H o n d u ras: 195, 251
H uaxtepec: 134, 224
H uexotzingo: 63, 215, 224, 227
H ueyotlipan: 121
H uitzilan: 224
H uitzilopochco: 231
H uitznáhuac: 224, 225, 230
In g la te rra : 7, 14, 153
lpilcingo: 218
Italia: 237
Ixtacam axtitlan: 51, 52, 53
Ixtapalapa: 10, 110, 248, 250
Iztacalco: 224
Iztaccihuatl: 66
Iztapalapa: 68, 69, 73, 74, 87, 131. 137, 138, 139, 141
Izzuacan: 123
Ja la p a : 50
Jam aica: 124
La H ab an a: 28, 124, 246
León: 215, 218
Los A ngeles: 164
M adrid: 155, 176
M adrigal d e las A ltas T o rre s : 195
M anicarao: 245
M atlatzinco: 87
M azalquivir: 153
M azatlan: 231
M azatzintam alco: 223, 224
M cdellfn: 8, 25, 245, 248
M edina del C am po: 210
Melilla: 153
M etztiüan: 232
M exicalcingo: 139
México: 7, 8, 9, 10, 12, 13, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 27, 28, 34,
35, 37, 39, 43, 47, 48, 50, 51, 52, 54, 55. 61. 62, 63, 64, 65, 66, 67,
68. 69, 73, 75, 77, 78, 85, 88, 89. 9 1 .9 5 , 98. 100, 101, 102, 103, 108,
109, 110, 112, 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 129, 130, 131, 134,
135, 138, 139, 142, 143, 151, 155, 160, 163, 164, 165, 167, 169, 178,
179, 180, 181, 187, 189, 190, 191, 192, 193, 194, 195, 196, 197, 198,
200, 2 0 1 ,2 0 2 , 207, 208, 209, 210, 212,214,215, 216, 217, 218, 219,
221, 223, 234, 237, 239, 240, 242, 245, 246, 247, 249, 250, 251
263
M ichoacán: 1 1, 164, 165, 232
M icüancuauhtla: 23, 100
Mizquic: 68, 139, 227
M orelia: 251
N ápoles: 15
N av arra: 14
N icaragua: 158, 167
N onohualco: 224, 226
N ueva E spaña: 9, 34, 102, 124, 143, 168, 194, 198, 199, 201, 208, 210,
2 1 2 ,2 1 4 ,2 1 6 ,2 1 8 , 250, 251
O axaca (U axac): 11, 165, 232, 251
O cuituco: 123
O cu p aiu g o : 123
O ra n : 153
O io n tla n : 121, 122, 131. 249
O lu m b a: 121, 122, 131, 249
Países Bajos: 15, 17
Patencia: 16
Palos: 170
P anam á: 27
Pátzcuaro: 165
P erp iñ án : 16
P erú : 27, 176, 193, 198
P opocaiepell: 66
Portugal: 15, 245
P uebla d e los A ngeles: 167
P u erto Rico: 179
Q uau h tech atl: 67
Q uecholac: 99
Q u e ré ta ro : 251
Q u iahuiztlan: 39, 4 0, 42
Rio Frío: 123
Rom a: 152, 153, 154, 155
Rosellón: 153
Sacram ento: 164
S ah ag ú n : 215
S alam anca: 25, 78, 195, 215
S an Diego: 164
San Francisco: 164
San J u a n d e U lúa: 2 7, 35. 4 8, 97. 245, 246, 251
S an lú car d e B arram ed a: 26
S anta C ru z : 164
S an ta Fe: 195
S antiago d e Baracoa: 2 8, 245
S an to D om ingo: 26. 91, 97. 99, 155, 170, 245
Segovia: 16
S eg u ra d e la F ro n te ra : 123, 124, 125, 249
Sevilla: 1 7 .9 6 . 155, 170, 174. 202, 245, 251
Sicilia: 15, 17
T abasco: 8, 9, 33, 246
T a b ira d e D u ran g o : 217
T a cu b a: 112, 113, 120, 132. 135, 136. 137, 1 4 3 ,2 4 9 .2 5 0
T a rifa : 170
264
T am p ecan isa: 100
T ecam m an : 225
T e c u a n le p e c : 232
T e h u a n te p e c : 167
T cn ay o cán : 223
T e n a y u c a n : 9, 223
T e n o c h tid a n : 9, 21, 56. 61. 62, 65, 66, 69. 73. 78. 86. 107, 119, 121.
123, 125. 130, 131. 135, 136, 139, 141. 142. 143, 147, 150, 159, 167,
177, 187, 201, 212, 224, 225, 231, 232, 238, 245, 248, 249, 250
T e o iih u acán : 1 9 ’
T eo to lan : 11
T ep an eca: 125
T e p a n e c a p a n : 230
T ep eaca: 122. 1 2 3 ,2 4 9
T ep eilh u itl: 215
T epeyac: 10, 78. 99. 109. 136. 138
T epeyacac: 223, 224, 226
T epopolco: 137
T e p o tz o d á n : 223
T etzm ulocan: 130
T eu h calh u ey acan : 223, 227
T excoco (Tetzcoco, T ezcoco, T ezcuco): 9. 10, 68. 74, 87, 109, 125, 130,
131, 132, 133, 135. 136, 137, 138, 151, 167, 223. 224, 247, 248, 249,
250, 251
T e x o p a n : 227
T ezm oluca: 130
T izcoan: 123
T lacatelco: 224, 229
T laco p an : 9, 10, 74, 87, 112, 223, 224, 248, 249, 250
T laliztacapa: 224
T lalocan: 225
T lam analco: 67, 133, 215
T lap ala: 226. 230
T la p e c h u a n : 223
T latelolco: 78. 85. 215, 223, 224, 225. 226, 228, 229, 230, 231. 250
T laxcala: 50, 51, 52, 53, 54. 55. 56. 57. 61. 62. 63, 66, 77. 88. 120, 121,
122, 125, 130, 132, 136, 164, 167. 214, 223, 224, 227, 240, 247, 249,
250
T laxochim aco: 229
T lih u a c a n : 228
Tlilcalco: 228
T o led o : 1 6 .2 1 2
T o m p an zin g o : 54
T o rdesillas: 15, 97, 245
T rin id a d : 28, 245
T u la : 19. 232
T u ltitla n : 226
U beda: 16
U itzilopochdi: 242
Valencia: 6 8
V enezuela: 1 7 3 ,2 3 5
V eracruz: 38, 39. 42. 47, 50. 85, 89. 96. 97, 98. 101, 124, 129, 130, 207,
246, 247, 248
265
Vizcaya: 217
W orm s: 15
X altocan: 120, 132, 223. 231
X aua: 171
Xicochim alco: 123
X iuiepec: 134
Xocotla: 51
Xochimilco: 134, 138, 224, 227, 231
X ohuiltiüan: 224
Xoloc: 120, 138, 224, 250
X oxohuillan: 226
Y uatepec: 134
Y ucatán: 47, 237, 238, 246
Zacatla: 228
Z am ora: 228
Z am ora d e H idalgo: 251
Zaragoza: 16
Zoltepec: 223
ZozoÚa: 90
Z um pango: 120
Z utepec: 132
Zuzula: 90
266
IN D IC E D E IL U S T R A C IO N E S
Pág.
El d io s d e l m a í z ................................................................................ .... 6
L a lle g a d a d e C o r té s a M é x ic o s e g ú n u n a r tis ta a z te c a . 30
H e r n á n C o r té s y la M a l i n c h e ........................................................ 32
El e jé r c ito e x p e d ic io n a r i o d e C o r t é s ......................................... 46
I t i n e r a r i o d e C o r té s d e V e r a c r u z a T e n o c h ti tl á n y c o n
q u is ta d e C h o lu la ......................................................................... 58
C o r té s c o n lo s e n v ia d o s d e M o c t e z u m a .................................. 60
E n tr e v is ta d e C o r té s y M o c te z u m a ............................................ 70
E n t r a d a d e C o r té s e n T e n o c h t i t l á n ............................................ 72
P a la c io re a l d e T e n o c h ti tl á n y r e p r e s e n ta c i ó n p ic to g r á
fica d e M o c te z u m a ...................................................................... 80
A tu e n d o d e l s o b e r a n o a z te c a ........................................................ 82
P la n o d e T e n o c h t i t l á n ....................................................................... 92
H e r n á n C o r t é s ........................................................................................... 94
L a « m a ta n z a d e l te m p lo m a y o r» ................................................. 104
L o s e s p a ñ o le s s itia d o s e n T e n o c h ti tl á n .................................. 106
L o s g u e r r e r o s a z te c a s se re v u e lv e n c o n t r a M o c te z u m a . 115
El m is te rio s o e n t i e r r o d e M o c t e z u m a .......................................... 116
P la n o d e T e n o c h ti tl á n y su s c o m u n ic a c io n e s c o n ti e r r a
f ir m e ...................................................................................................... 118
T e n o c h t i t l á n y el la g o T e x c o c o ................................................... 126
T r a s l a d o d e las n a v e s d e T la x c a la a T e n o c h t i t l á n ............ 128
S a c rific io r itu a l a z t e c a ......................................................................... 144
S a c rific io s ritu a le s a z te c a s .................................................................. 146
El s o ld a d o y el m is io n e r o ............................................................... 183
El c le r o y las m is io n e s ......................................................................... 184
C a rlo s V ......................................................................................................... 186
C a r ta d e re la c ió n d e C o r té s ............................................................. 206
F ra y B a rto lo m é d e L as C a s a s ........................................................ 219
G u e r r e r o s a z te c a s d o m i n a n d o a s u s v e c i n o s ........................... 220
267
IN D IC E G E N E R A L
1. IM P E R IO A ZTECA Y C O N Q U IS T A E S P A Ñ O L A ............. 5
2. A C U L T U R A C IO N , V IO L E N C IA Y A S E N T A M IE N T O . . 31
4. DE T LA X C A L A H A C IA EL IM P E R IO ................................... 59
5. LLEGADA A M E X IC O Y E N C U E N T R O C O N M O C T E
ZUM A ................................................................................................... 71
269
6. CAPTURA Y O RO DE MOCTEZUMA 81
7. LLEGADA Y D ER R O T A DE N A RV A EZ ............................... 93
8. LA M A TA N ZA D EL T E M P L O M A Y O R ................................ 105
9. LA N O C H E T R I S T E ....................................................................... 117
270
12. LA T IE R R A : D IS T R IB U C IO N . P R O D U C C IO N Y C O N
T R A D IC C IO N E S .............................................................................. 185
IN D IC E O N O M A S T IC O ......................................................................... 253
IN D IC E T O P O N IM IC O ......................................................................... 261
IN D IC E DE IL U S T R A C IO N E S ............................................................. 267
IN D IC E G E N E R A L .................................................................................... 269
271