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Sabía que la gente que trabaja jamás llegaría a ser realmente feliz.

Más bien persiste en

declararle la guerra a la muerte porque la considera un premio tan valioso que bien

valdría odiar, por la misma consciencia de que tarde o temprano llegará. Han perdido el

miedo; ahora la ven con el odio que se le tiene a una mujer ausente. En cambio la gente

adinerada, o con una vida acomodada en la medida de lo posible, se le aparecía como la

única que podría ser feliz, pero de igual manera no lo sería, por la propia consciencia de

ser los únicos que podrían serlo, intentando arreglar todo esto en altruismos baratos y

peleas perdidas desde el principio en las que ellos realmente no arriesgan nada, o no eran

felices por la falta de retos en una vida ya resuelta. Entonces, ¿a qué se limitaba su

ensayo? Tal vez era otro de esos tontos que cree que hay algo nuevo que pueda ser creado

con la simple erudición y el análisis minucioso. Era posible. Sin embargo una frase que

oyese de su antiguo compañero de habitación despertó en él un interés ulterior al de una

mera calificación inútil que sólo atribuye una cualidad estéril a los seres humanos que

ociosamente se hacen llamar estudiantes. “El mundo de las satisfacciones es tan pequeño

que temo sea sólo tangible para los insectos.” Era una frase estúpida. No podía esperarse

más de un hombre que fumaba más de cuatro porros al día y que vivía gracias a que sus

padres habían heredado una gran cantidad de dinero proveniente de su abuelo materno,

que en un acto de consciencia moral decidió dejar la mitad de su fortuna a la hija de su

único verdadero matrimonio después de haber desaparecido por años. Y aunque en las

películas vean que la gente se niega por rencor, ofensa o simple capricho, ellos tomaron

el dinero en seguida. Augusto- indirectamente- también gozaba de ese breve y estúpido

acto de redención pero el olor a marihuana siempre le pareció molesto. Si habría de ser

un parasito sería bajos sus propias condiciones. Comenzó a vivir solo un par de meses
atrás.

Aquella frase suelta, casi balbuceada, le dio a Augusto un leve grado de auto-consciencia

que no le permitió continuar con su trabajo. ¿Cuál sería su felicidad? Cierto era que jamás

fue una persona que se complicara meditando sobre las cuestiones de la existencia. Haber

caído en el estudio de esos temas había sido un mero accidente con el que no contaba.

Seleccionó filosofía como segunda opción con la confianza de que sería admitido en su

primera, pero no funcionó. Y aunque no le desagradó, en ningún momento consideró la

opción de dedicarse a la docencia, o a la investigación. Tomaba la carrera como una

simple amalgama de estructuras de pensamiento que se han consolidado a lo largo del

tiempo y que tienen la misma valía que un consejo, un aplauso, o un último aliento antes

de morir. La megalomanía con que se consentían todos aquellos que sentían encontrarían

un lugar entre los sabios, terminaba más que molestándolo, simplemente aburriéndole.

Los chistes académicos siempre le han resultado la forma más petulante del sentido del

humor, y sin duda no consideraba la opción de hablarle a nadie que no le hablara a él

primero. La ausencia de verdaderas satisfacciones le granjeo una visión fría que en

alguna medida lo hacía obtener buenos resultados académicos. Mezclar las emociones era

visto como algo malo para muchos filósofos. Era verdad con un grado tenue de

seguridad. Las emociones erradican todo gesto de sensatez y sucumben ante la pereza de

saberse excluidas de la realidad, en tanto se sostienen de lo que principalmente es la

imaginación: recuerdos que en realidad son sólo historias de las que no tenemos

seguridad de que en realidad hayan existido, o no del modo en que las proyectamos en

nuestro interior, y ambiciones que se agolpan con las del resto de los mortales, dejando
sólo frustraciones en el paraíso de la realización. Saber que son contadas las excepciones

le atribuía cierta belleza a ese reconocimiento de aquellos que han logrado encontrarse,

en el curso natural de su existencia, ausentes del resto; los incompletos, los inacabados y

los perezosos.

Por primera vez experimentaba una suerte de angustia respecto a sí mismo. No le

apetecía nada. Si bien el resto de los que se frustran solucionan su ineptitud con alcohol, a

él no le apetecía en lo más mínimo. Consideraba que esa clase de evasiones son naturales

en los hombres extremadamente pensantes pero que aún conservan un atisbo de las viejas

ansias naturales de morir, tener sexo, o pelear. El alcohol ha sido la mejor evasiva del

miedo, y siendo una especie con constantes delirios de pacifismo, que incesantemente

profesan el diálogo y han transformado a la masculinidad en una seña característica de lo

arcaico y lo brutal, el resto de los hombres que aún conservan una cantidad plausible de

testosterona se han determinado por el temor a una existencia llena de preocupaciones y

juicios sobre su persona basada en los nuevos conceptos de lo que es correcto, y se ha

visto en la necesidad de un empujón que lo despierte de su letargo salvaje. Nada mejor

que la bebida para no dejar desperdiciar el poco contacto que tenemos con nuestro yo

natural. Augusto estaba brutalmente distante de ese particular racimo emocional, pero

sobre todo había un abismo entre él y cualquier sentimiento de apego a algo.

Leía sin pasión, y miraba una película sin noción de si le interesaba el verla o el que

supieran que la había visto. Y aunque el existencialismo le causaba verdadera aburrición,

no podía no considerarse dentro de esa naturaleza contemplativa, que paradójicamente no


espera nada, pero lo desea todo. Así era para la comida, la televisión, las bebidas, y lo que

más le sorprendió al autoanalizarse tan repentinamente frente a su computadora, era su

relación con las mujeres y la escritura. Sabía que no era primordialmente una persona

estricta consigo mismo. En realidad el ocio era lo único que producía una clase de

inspiración que aparecía en destellos breves aunque seguros. La verdad era que sólo se

esforzaba cuando intentaba impresionar a alguna chica. Le gustaba que lo adoraran y se

exhibía como un ser arrogante aunque la mayor parte del tiempo sintiera una angustiosa

incomprensión de si mismo, porque después de un tiempo odiaba esa atención que tanto

había querido. Le gustaba seducirlas lo mismo que besarlas y quererlas, y le gustaba

escribirles cosas agradables que ya tenían la predeterminada fórmula de ser románticas.

Sin embargo ninguna mujer había cautivado de manera certera su imaginación, o su

pensamiento; para él eran algo más que una colección, o un simple divertimento, pero no

eran mucho más que un ser humano que se siente solo, que añora y que en realidad se

contenta con muy poco para ser humildemente feliz en una sociedad infestada de

hombres que las observan como instrumentos sexuales, mientras que él se limitaba a

mirarlas como un espécimen bello que alguna vez pudo ser lo mejor que ha creado la

tierra. Y aunque en realidad podría considerarse como buen amante no era así porque en

verdad lo deseara; para él un par de senos no eran más que costales de grasa que hemos

glorificado por la primitiva noción de seguridad; eso era todo. En ese sentido siempre se

comparaba con el personaje interpretado por Mathew Moddine en “Birdy”. Lo mejor de

la sexualidad, según su visión, era el preámbulo, la expectativa, el erotismo de lo que aun

está ausente. La consumación de todo eso era a fin de cuentas, una fechoría cándida y

silenciosa que sólo podría ser reconfortante si había amor de por medio. Eso era algo que
hasta el momento desconocía.

Ni la escritura, ni el sexo, ni el alcohol; las piezas claves de la cultura moderna con esa

intelectualidad pauperizada, y esa ambición doliente. Consternado con el hallazgo de sí

mismo se limitó soltar un poco de aire, como si se le escapase el alma. Se levantó, cogió

su abrigo y salió a caminar por la calle.

Miraba a las personas con un aire de desgana, y sintió cierta pena de si mismo. Supo que

jamás sabría que era esperar a tener un hijo con verdadera ansiedad, o con

arrepentimiento. Tampoco sabría lo que era esperar a una novia con impaciencia,

despedirse de ella frente a su casa con el deseo ya insistente de verla de nuevo

inmediatamente. ¿Qué le había hecho el hombre al hombre que lo había desnaturalizado a

tal grado? Tantas historias de amor han creado un paradigma nocivo que nos impide amar

como uno solo puede hacerlo, sin atavíos, ni ornamentas bochornosas, sin televisión, ni

cine, ni libros confundiéndonos sobre el “Como es el amor de verdad”; ¿cómo uno es

capaz de amar? O ¿es sólo que estamos hastiados de saber que las cosas no duran y

deben perecer, y que las nociones biológicas manoseadas por páginas de Internet hechas

para crear un interés falso y una identificación menguante, ahora son leyes que han

determinado de forma excesiva nuestra propia voluntad? Al caminar por el parque, justo

cuando la luz del sol perecía, miró a un grupo de patos en un lago lleno de colorante azul.

Los miro nadar tranquilamente, encogidos en su plumaje, siguiéndose sin la menor

consternación de lo que realmente ocurría a su alrededor. Pensó en que a pesar de ser

patos citadinos no habían perdido su belleza animal; se habían adaptado a un ambiente


hostil y en constante evolución. ¡Evolución! Esa era la palabra clave. Si bien cada

movimiento evolutivo ha tenido una profunda purga de los animales no aptos, creando un

boom de natalidad que se ve en constante lucha con los cambios climáticos que se

presentan en dicho movimiento, ahora, dado que los climas no sólo son climas naturales

sino también políticos y sociales, los hombres (en el sentido de especie) han modificado

la dirección de lucha, y tal vez la apatía o la forma fría de ver las cosas era o la evolución

predilecta o tan sólo una de tantas variantes que perecerán en el camino del progreso.

Recordó de pronto la relación que guarda el darwinismo en “El origen de las especies”

con la consciencia de lo aztecas en el mito los cinco soles, cuyos códices ordenados de

forma correcta guardan una perfecta ilustración del agua, la tierra y el fuego como

elementos que se sucedieron para que la existencia arquetípica del hombre llegara hasta

ahora, y como esto tenía una relación evidente con la concepción del súper hombre de

Nietzsche. Era una visón de estudioso la que le daba un cierto confort. Se miró a sí

mismo como una pieza más del engranaje; simple, diminuta, carente de expresión

individual; supo que todo lo que hacía era inducido no sólo por su naturaleza sino por un

instintivo miedo que se transformaba en “comunicación.” Que todo lo que hacemos tiene

como sello distintivo una clase de grito desesperado para compartirnos entre nosotros los

leves descubrimientos de nuestras vidas. Y que ante las necesidades que ya no nos

preocupan porque han sido resueltas y enlatadas, nos hemos hecho cómplices de una

nueva necesidad: la de permanecer y que haya quien sepa que hemos existido, pero ante

todo la necesidad de alguien para existir, sin importar quién; sólo alguien que nos lea, nos

escuche, o nos quiera. Ese era su papel en el mundo, y en la escritura buscaba ese motor;

dar a conocer al hombre su propia esencia, o al menos intentarlo, y en el camino conocer


a las personas correctas para mostrarse tal cual es, sin máscaras ni ovaciones. Miró a las

hojas de otoño rodar por la avenida, alumbradas instantáneamente por los automóviles

que avanzaban rápidamente en una fría noche de noviembre. Comprendió que no hay

nada más atemorizante que la soledad. Había olvidado el ensayo. Por primera vez en todo

el día, o el resto de su vida, se sintió a gusto consigo mismo y con la suerte que le había

deparado el destino. Se sentía tranquilo, y casi podría decir que feliz. Si el mundo de las

satisfacciones es tan pequeño que sólo es tangible para los insectos, en ese momento le

complacía ser tan diminuto.

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