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Crónica de una boca torturada en Chile

La resistencia a la dictadura fue un combate anónimo que se libró desde el día del
golpe, aguantando tormentos sin hablar

Por Juan Jorge Faundes (*)


Al amanecer del día martes 11 de septiembre de 1973 José Caucamán, que vivía en Puerto
Montt, 1.000 kilómetros al sur de Santiago, todavía se pensaba jefe de prensa ad honorem
de la Radio Vicente Pérez Rosales (por el día), profesor de matemáticas y física en el Liceo
Fiscal Nocturno de Puerto Montt (por la noche) y miembro de la Comisión de Propaganda
del Partido Comunista (a toda hora). Pero esa misma mañana su vida cambió 180 grados.
Imposibilitado de ir a su trabajo a la sede del partido, por el peligro de ser detenido o
asesinado como consecuencia del golpe militar en desarrollo, pasó a la clandestinidad.

Era difícil, dijo a El Espectador, mantenerse clandestino en una ciudad pequeña donde
prácticamente todos sus habitantes se conocen. El día 18 de septiembre fue a su casa para
enterarse de la situación de su familia. El día 19 fue detenido por un suboficial del Ejército
que hasta el día antes del golpe había figurado como dirigente regional del izquierdista
Movimiento de Acción Popular Unitaria (Mapu), y conducido al cuartel de la Policía de
Investigaciones. Tenía entonces 24 años, 7 meses y 11 días.

Recuerda con precisión la fecha y su edad porque por primera vez en su vida estaba
incomunicado en la inmunda oscuridad de una celda. Durante dos días y dos noches sólo
pudo, a través de una mirilla, observar un pedazo de pasillo, sentir alaridos que calificada
de infrahumanos y mirar el ir y venir “de cuerpos humanos que semejaban una masa de
carne sangrante” que eran arrastrados por los carceleros. Pronto se enteró de que en uno de
los calabozos llamado “La Patilla” y que tenía capacidad para 25 individuos, había
apretujado un centenar de presos políticos. Pasada la medianoche del primer día, un gesto
solidario: dos detectives lo visitaron a hurtadillas y le llevaron café y una frazada. A las
6:00 de la mañana regresaron y retiraron la frazada. “En una hora más llegan los
torturadores” le dijeron. “No deben saber que lo ayudamos”.

A las siete reinició el ir y venir de torturados sangrantes. Horas después le tocó el turno.
Amarrado con alambres y vendado con un trapo negro, recibió empujones y golpes de pies
y puños. Gritos contra el derrocado Salvador Allende y la Unidad Popular se mezclaban
con las preguntas. Querían saber nombres de militantes y financistas, supuestos escondites
de armas, nombres de militares y policías que fueran izquierdistas, direcciones de casas de
seguridad. Tras dos decisiones de golpes, fue arrojado en su celda y por la noche lo
volvieron a visitar los detectives con café y sándwich.

Un comentario irónico
El día 21 de septiembre, fue sacado muy de la mañana de la celda y conducido, siempre con
la vista vendada, al lugar de los interrogatorios. Lo primero que escuchó fue un comentario
irónico. “Así que este es el famoso Caucamán”. Acto seguido un doloroso culatazo en plena
columna vertebral casi lo derriba. “¡Hoy te vamos a hacer cantar por la razón o la fuerza,
comunista de mierda!”, escuchó. “¡Y si no hablas, te mataremos!”.
Dos guardias uniformados (lo supo por los ruidos) lo lanzaron por los brazos,
“respetuosamente”, dice, “vamos, profesor Caucamán”, le dijeron, y lo entregaron metros
más allá a quienes lo lanzaron de cara contra el suelo. Rota la nariz y partido los labios,
sangró en abundancia. “¡Este c… comenzó a menstruar!”, dijo una voz. Varias carcajadas
celebraron el chiste. Amarrado a un poste, recibió un primer golpe en la cabeza que lo dejó
semiinconsciente. Despertado con un balde de agua fría, fue por largos minutos víctima de
una granizada de puños, patadas, culatazos, bastonazos y choques eléctricos. Sólo después
comenzó la verdadera sesión de tortura:

“Me ordenaron abrir la boca y me introdujeron unos trapos impregnados de parafina


(kerosene) entre las encías, como hacen los odontólogos con sus algodones. Me volvieron a
preguntar por las armas, me volvieron a golpear en la cara y en el estómago.
Repentinamente sentí algo metálico en mi boca. Era frio y con mal olor. No sabía que era.
Hasta que el intenso dolor me lo reveló: me estaban arrancando los dientes de la mandíbula
superior en su lado izquierdo. Primero fue un diente, luego el canino, en seguida un molar.
Preguntaban por el refugio de los dirigentes del partido, por los supuestos arsenales.
“¡Canta mierda, o te sacamos más muelas, huevón”. “Cómo voy a decir algo que no sé”,
grite. “Y aunque lo supiera no lo diría jamás, ¡mátenme!”.

“¡Sáquenle todos los dientes, muela por muela, a este comunista de mierda!”, gritó el
torturador jefe.

“Antes de cumplir con la orden, me pusieron corriente eléctrica en los brazos y en el ano.
Luego, siguió la extracción. Cuando ya poco restaba de dientes y muelas entre las encías
rotas, el jefe ordenó parar. “Alto, parece que esta mierda no sabe nada. Otros cantaron al
tiro. Llévenselo a su celda”.

Al día siguiente fue trasladado a la cárcel-presidio de Chin Chin, en Puerto Montt, en


calidad de “prisionero de guerra”. A mediados de diciembre de ese año, tras ser testigo de
infinitos horrores, fue relegado a Taltal, unos mil kilómetros al norte de Santiago, en el
desierto de Atacama.

El 1 de enero de 1975 se fugó hacia el sur y, en Santiago, trabajó en la clandestinidad como


redactor de boletines “de medio oficio, escritos a mano y con guantes para no dejar huellas,
con denuncias de violaciones de derechos humanos y llamados a unirse contra la dictadura
de Pinochet”. También ayudaba a distribuir secretamente el boletín Solidaridad hecho por
la Vicaría del mismo nombre, del arzobispado de Santiago. Después fue uno de los
periodistas que hacía y distribuía El Siglo, la voz del Partido Comunista, y Unidad
Antifascista. Volvió a ser detenido y torturado en 1982, por la Central Nacional de
Informaciones (CNI), la policía secreta de Pinochet que remplazó a la igualmente siniestra
Dirección de Inteligencia Nacional (Dina).

“Así que el h… se voló de Taltal sin despedirse siquiera”, fue lo primero que le dijeron al
leer su expediente.
En junio de 1982 el juez de crimen que llevaba la causa contra cuatro periodistas de El
Siglo le otorgó la libertad bajo fianza. Tras visitar a su madre, pasó a la más estricta
clandestinidad hasta que en 1990, Chile inició la transición a la democracia. Hoy con sus 59
años, mujer, hijos y una situación económica miserable, José Caucamán (que durante 17
años se llamó de muchas maneras) está en su último semestre de universidad y espera
graduarse este año como comunicador social y periodista.

(*) Periodista chileno. Reportaje publicado el domingo 15 de marzo de 1998 en el


diario El Espectador, de Bogotá, Colombia.

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