Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Mónica B. Cragnolini*
¿Qué es el amor sino comprender y alegrarse de que otro viva, actúe y sienta de
manera diferente y opuesta a la nuestra? Para que el amor supere con la
alegría los antagonismos no debería suprimirlos, negarlos. -Incluso el amor a sí
mismo contiene como presupuesto suyo la dualidad (o la pluralidad)
indisoluble, en una sola persona.
Existen algunas amistades que resultan llamativas: personas que pareciera que se
desconocen y hasta se repelen, amigos que no se comprenden mutuamente, existencias
separadas por mundos de diferencias. Y, sin embargo, se dice, son “grandes amistades”: la de
Kafka y Brod, la de Lukács y Leo Popper, la de Scholem y Benjamin... Amigos que no
comprenden los sentimientos del otro, amigos que no se leen mutuamente porque no pueden
captar el universo ajeno, amigos que admiran al escritor pero nada pueden llegar a entender de
su escritura.
Y sin embargo, “grandes” amistades. Pero extrañas.1
Nietzsche decía que el buen amigo ha de ser un lecho duro, y no una cama mullida.2 El
amigo del constante asentimiento: ¿qué sería, sino la confirmación de lo dado, el sí a los
haceres y pareceres que nos constituyen? Y tal amigo, ¿para qué? Un amigo tiene que ser
tensión y lucha, espacio de encuentro-desencuentro, sí y no que se rectifican y ratifican
solamente para negarse.
La amistad, entendida de esta manera, se torna un “espacio privilegiado” para
comprender la constitución de la subjetividad como Zwischen, como entre en el que la vieja
sustancia fundante del sujeto moderno cede paso a un tejido, a una red, a una amalgama de
superficies en la que todo centro último y todo fondo árkhico han desaparecido. Desde una
caracterización del yo como ficción, error útil para aludir a una cierta densidad que alcanzan
las fuerzas que se cruzan en determinados momentos y situaciones, la amistad como espacio
de encuentro permite acceder a una configuración de las fuerzas en la que la extrañeza con
respecto al otro se mezcla con la fuerza unitiva del amor, de modo tal que una indagación
acerca de la amistad podría conducir a nuevas perspectivas en torno a la constitución de la
subjetividad.
La temática del sujeto y la cuestión de la identidad del yo han sido replanteadas con
fuerza en nuestro siglo desde la década del ´60, y han generado diversas respuestas, que pasan
por toda una gama de imposibilidades y posibilidades para el yo-sujeto: desde la negación total
de una adjudicación de mínima identidad y/o substancialidad, hasta la refundación del sujeto
fuerte con otros nombres y otros rostros. El sujeto se dice -y no se dice- en nuestros días de
muchas maneras: sujeto estallado, sujeto escindido, sujeto fragmentado, sujeto débil, son sólo
algunas de las figuras que adopta aquel sujeto fuerte de la modernidad que ha debido pasar por
la purga de la deconstrucción. En lo que sigue, utilizaré los términos yo y sujeto casi como
sinónimos, aún cuando se pudiera señalar que la noción de sujeto está mentando algo más
esencial, el “fundamento” del yo. Los análisis de Heidegger con respecto a la metafísica de la
subjetidad (Subjectität) y a la metafísica de la subjetividad (Subjectivität)4 muestran esta
“fundamentalidad” del sujeto en el sentido moderno, como traducción del hypokhéimenon
aristotélico, sin embargo en la modernidad la noción de sujeto adopta como una de sus figuras
privilegiadas la del ego, razón por la cual realizo la equiparación de los términos indicados, si
bien teniendo siempre presentes las diferencias.
Nietzsche planteó a fines del siglo pasado la problemática cuestión del decir acerca del
yo y del hacer desde el yo en el marco de sus críticas a la metafísica monotonoteísta y a la
noción del sujeto. Como es sabido, su voz no fue escuchada en general en el ámbito filosófico,
que se encontraba determinado por otros rumbos, pero tuvo un espacio de resonancia
privilegiado en el campo literario y artístico de ese “laboratorio de experimentación de la
humanidad” que fue la Viena de fin de siglo. Tal vez quien recogió de manera más directa la
cuestión del sujeto y del yo fue Robert Musil, de allí que El hombre sin atributos sea quizás uno
de los tránsitos obligados para pensar si existen otras posibilidades para el sujeto una vez
decretada su muerte. A partir de una lectura cruzada entre Nietzsche y Musil, es posible
delinear los caracteres de una posibilidad de pensar el sujeto-yo en el postnihilismo5,
posibilidad que se relaciona, según mi parecer, con la idea de un yo como Zwischen (entre)6,
cuyo lugar privilegiado de manifestación se encuentra en el ámbito de la amistad.
Musil era un gran lector de Nietzsche, lo que se hace evidente no sólo en sus obras,
sino también en las constantes menciones que aparecen en sus diarios, en los que señala al
filósofo alemán como aquel que con su ejemplo ha enseñado a pensar en posibilidades, sin
que ninguna de ellas resulte consumada -y con ello, consumida.12 La posibilidad nunca llega a
estancarse en figuras últimas de realización: eso es lo que permite su constante apertura y
metamorfosis y ésta es, en parte, la idea del yo musiliano presente en Ulrich, el hombre sin
atributos, y tal vez en el mismo ejercicio de la escritura del autor austriaco.
¿Qué es un “hombre sin propiedades” o “sin atributos”? El planteamiento de esta idea
se relaciona con varios temas que se entrecruzan y se mezclan en la obra: la pérdida del centro
con el consiguiente pasaje hacia los márgenes y las periferias; la construcción de la realidad y la
constante evanescencia de la misma; el problema de la temporalidad en la constitución del yo;
la cuestión de la moralidad y la problemática del carácter de imputación de la acción habida
cuenta de la desaparición de la sustancia; la relación yo-propiedad, entre otros temas.
La pérdida del centro: Musil escribe en el clima vienés del resquebrajamiento del poder
imperial. El poder político es el mismo que como arkhé ordena el mundo metafísico y como
télos jerarquiza el mundo moral, aquel fundamento colocado en la parte superior de la
pirámide que se derrumba con todos sus estamentos a partir de la muerte de Dios. Esta muerte
representa la crisis de legitimación en el ámbito de la política, a partir de la caída de la figura
ordenadora, caída que los vieneses experimentaban fácticamente en un imperio fragmentado y
dividido por las luchas nacionales de las más diversas etnias y por las más dispares lenguas y
dialectos. De ese clima, sin embargo, la novela dice muy poco en forma directa: el autor, señala
Musil, no quiere pintar un cuadro histórico ni entrar en competencia con la realidad: y es que,
podríamos decir, no hay cuadros porque no hay representaciones posibles, lo histórico se
entrecruza en el yo sin atributos de Ulrich, y entonces ya es muy difícil indicarlo o calificarlo
como lo otro o lo exterior, en la medida en que no existe ese espacio de representación propio
de la modernidad que es la “conciencia”.
El pasaje a los márgenes: si el centro carece de fuerzas, pareciera que la vida es
expulsada hacia los márgenes. Sin embargo, la idea de margen tiene sentido desde una
concepción del centro como efectivamente operante. Por ello tal vez podría decirse que, así
como una vez que es eliminado el mundo verdadero para Nietzsche sólo queda el mundo
aparente -único mundo posible- de la misma manera El hombre sin atributos transcurre en esa
zona de márgenes sin centro en la que, en última instancia, todo es margen.
La construcción de la realidad y su evanescencia: en un imperio sin centro -o con un
centro que no es tal- la realidad se torna una fuga constante. Más allá de las fugas vitales de
Musil13, la realidad aparece en su obra como campo de continua configuración porque es el
ámbito de la multivalencia y de la posibilidad. Esto significa que la búsqueda de la “última
realidad” acaba siempre en nada, como si sólo sobre la nada estuvieran apoyadas las
construcciones.14 Por ello las frases con punto final impiden pensar, porque cierran las
posibilidades.15
El problema de la temporalidad en la constitución del yo: un tiempo sin centro es un
tiempo caótico, un decir narrativo del yo necesita de un tiempo más o menos ordenado, para
que exista un hilo del relato. Sin embargo, hay en El hombre sin atributos un hilo, pero el
mismo no sigue un trayecto lineal ni circular, sino, tal vez, un trayecto de enredos y
entrecruzamientos, como si todo decir desde la temporalidad fuera un decir de acercamientos
y alejamientos en una tensión que impide la sucesión ordenada. Hubo un tiempo, dirá Ulrich,
en que se podía contar la propia vida en sucesión y el hombre se sentía responsable de ese
relato: ahora parece que los acontecimientos que se desarrollan en la propia vida dependen
más de los otros que de uno mismo.
A partir de estos señalamientos temáticos, no voy a intentar “sacar consecuencias de
una historia que no existe”16, pero sí establecer la posibilidad de algunas líneas interpretativas
que pueden resultar interesantes para la cuestión del yo-sujeto.
Una de estas líneas se relaciona con la temática del “ensayismo”17:Ulrich considera que
puede mirar el mundo y su propia vida de la misma manera en que un ensayo trata sus temas,
es decir, desde diversos puntos de vista nunca acabados, “porque un objeto desentrañado
pierde de golpe su volumen y se reduce a un concepto”18 El hombre sin atributos se reconoce
como no filósofo: “los filósofos son opresores sin ejército, por eso someten al mundo de tal
manera que lo cierran en un sistema”.19 Con esta concepción ensayística no filosófica
(entendida la filosofía en el sentido opresor antes señalado), “se aprende a reconocer el juego
alterno entre dentro y fuera, y precisamente la comprensión de lo impersonal del hombre abre
nuevas pistas al elemento personal, revela ciertos modos fundamentales de comportamiento
humano, muestra el instinto de construirse el yo que, como el instinto de los pájaros de
construirse su propio nido, edifica su yo sirviéndose de diversos materiales de acuerdo con
determinados procedimientos”.20 También Mach -a cuya temática dedica Musil su tesis de
doctorado de 1908- había afirmado que no tiene demasiado sentido diferenciar entre la
experiencia propia y la ajena21 y de este modo el yo se construye en el cruce entre lo que
anteriormente se designaba interioridad y aquello que se llamaba exterioridad.
El yo-sujeto de El hombre sin atributos es un conjunto de atributos sin hombre, sin
esencia fundante y, por lo tanto, dichos atributos dejan de ser tales, al no existir una substancia
en la cual inherirse. Esos “caracteres” no son especificados como cualidades, sino que resultan
del decir en torno de los hechos experimentados. Si sólo de ellos se puede hablar, el yo se
retrae a los límites del lenguaje. No hay conceptos abarcativos para el yo una vez que ha
desaparecido el Orden con mayúsculas, y el dador del orden y del sentido de la realidad. Sin
centro, la realidad es un montón de fragmentos, tal vez plenos de posibilidades, pero
fragmentos al fin. La búsqueda de la esencia (ausencia) de lo austríaco en la Acción Paralela
corre pareja a la búsqueda infructuosa de la esencia del yo. No puede haber esencia de un
imperio que además de estar formado por muchas naciones y muchas lenguas es un imperio
fragmentado y dividido sin centro efectivo. Tampoco puede haber esencia del yo, sino
solamente decires en torno al yo, posibilidades no consumadas.
Esta referencia a la “búsqueda” del yo no significa que la obra de Musil pueda ser
considerada una Bildungsroman, ni aun una Bildungsroman al revés. La novela de formación
tiene sentido cuando se espera aún salvar al yo, sea desde la concepción moderna, sea desde el
romanticismo. Aquí el yo es “insalvable” -como ya lo había expresado Mach- porque no hay un
“propio” que pueda ser recuperado. Esta ausencia de “propiedad” del yo se hace patente en
la caracterización de la vivienda de Ulrich: esperamos descripciones de caracteres y nos
encontramos con avatares de diversos estilos de construcción -tal como los ostentaban las
mansiones a lo largo de la Ringstrasse a fines de siglo-: un jardín del siglo XVII o XVIII, la parte
baja del siglo XVII, el piso superior del XVIII, la fachada del siglo XIX22. En ese estado se
encuentra el yo-sujeto a fines del siglo XIX y comienzos del XX: como el producto de diversas
construcciones y producciones pero, sin embargo, sin “sustancialidad”.
Y esa “falta de sustancialidad” genera la problemática de la asignación de la
responsabilidad, que parece desplazada del hombre hacia la “concatenación de las cosas”, con
lo cual surge también “un mundo de atributos sin hombre”: experiencias sin un yo que las
viva, porque “el yo pierde el sentido que había tenido hasta entonces, de un soberano que
cumple actos de gobierno”.23 Sin embargo, la desaparición del “soberano” no tiene por qué
significar necesariamente la an-arquía de atributos: para poder seguir hablando de Ulrich, se
reúnen temporariamente esas propiedades sin centro, reconociendo que la expresión (el decir
del “yo”), solamente rodea o circunda, pero es necesaria como ficción.
“Qué espléndido -pensó el hermano de Agathe- el que ella sea distinta que yo, que
pueda hacer cosas que yo no adivino y que, sin embargo, en virtud de nuestra misteriosa
simpatía, me pertenecen también a mí”.30
Los amantes-hermanos de Musil tal vez sean una de las imágenes de la amistad en la
que es posible encontrar ese cruce de fuerzas en el que el amor como apropiación se
desapropia constantemente desde la misma ruptura de los límites, los cuales, sin embargo,
siguen existiendo como diferencias. El “reino milenario” no parece entonces el reino de la
unidad perdida, sino el de la posibilidad de la pérdida de la unidad sin la culpa que genera el
asesinato del Logos de la unidad última y, entonces, quizás, sea el reino de la posibilidad de la
multiplicidad. Como dice Ulrich:
“...se me ocurrió que el sentido de estos sueños es (y podría ser que significara el
último recuerdo de ello) que nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser de dos,
sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que nos convirtamos, en
la unión, en dos, o mejor, en doce, mil, una multitud incontable: que nos escabullamos de
nosotros mismos como en sueños, que bebamos la vida hervida a cien grados, que nos
secuestremos a nosotros mismos o como queramos decirlo, pues no puedo expresarlo bien;
entonces el mundo contiene tanta ternura como actividad; no es una nube de opio sino más
bien una embriaguez de sangre, un orgasmo de combate; y el único error que pudiéramos
cometer sería desaprender la voluptuosidad de lo extraño y figurarnos que hacemos una gran
cosa al dividir el maremoto del amor en delgados arroyuelos que van y vienen entre dos
personas”.31
Tal vez sea este amor-amistad 32 (maremoto) entre los hermanos el que permita
comprender el “yo” de todos los nombres de la historia de Nietzsche, y el yo sin atributos de
Ulrich, que no tiene ninguna propiedad como tal precisamente porque, al constituirse en el
cruce con las fuerzas con los otros, conserva toda propiedad en el signo de la desapropiación.33
La figura del amigo del pasado como fantasma indica ese otro carácter de “punto de
encuentro” temporario que es la amistad. El hombre que se transforma se encuentra con voces
del pasado: la de los amigos que no han acompañado el cambio, voces que llegan con “un
sonido horrible, espectral”, porque son las de aquellos puntos de encuentro que fue la amistad
en su momento, pero que ya no lo es. Por ello los amigos que se encuentran luego de largas
separaciones generan diálogos propios del reino de los muertos.34
El amigo es, entonces, aquella disposición y configuración tensional que alcanzan las
fuerzas en el instante en que se ama, el “yo” ficcional que se teje conjuntamente con nuestro
“yo” en el Zwischen, en el “espacio” de la densidad mayor de las fuerzas que generan, en su
entrecruzamiento, el encuentro. Y es espacio de tensión en un sentido similar al que Nietzsche
señala como “estado genial de una persona”, “aquel en que, con respecto a una y la misma
cosa, se encuentra simultáneamente en estado de amor y en estado de burla”.35 Burla crítica
que permite la distancia que el amor aproxima, pero que, como fuerza unitiva, también
distancia. Burla de la pesadez de las relaciones que se cosifican, pesadez que impide la tensión
que las mantiene vivas. Burla que critica y al hacerlo, aligera.
Esa burla está también presente en las más variadas formas en las que el amor se
configura. El amor es la más bella de las mentiras, porque nos hace sentirnos fuertes y
poderosos, dice Nietzsche y, además, embellece lo que ama. El amor es la fuerza que
transforma, entonces, la vida en arte.
Y de las formas del amor, la amistad sea tal vez la más bella. Porque mientras que en el
amor entre los sexos las cuestiones de propiedad36, tal vez por razones culturales, siguen
ocupando un lugar importante, la amistad se halla signada por la desposesión. Lo maravilloso
del amigo es la posibilidad de no poseerlo nunca, porque lo que se posee se petrifica, se
transforma en algo acotable y encerrable, aunque más no fuera en los límites de nuestros
discursos y caracteres institucionales.
El amigo es, desde una perspectiva nietzscheana, la figura privilegiada del pasaje y
punto de encuentro que son los otros-nos-otros. Por eso ahuyenta el miedo de las figuras
cerradas, de los "conocimientos", de lo ya sabido. Por eso la amistad es ese instante de
encuentro, mínimo pero pleno, en el que las naves que se mueven en el mar de lo caótico y de
deviniente se encuentran un día, y celebran una fiesta juntas, sabiendo que están siempre listas
para partir. Porque la amistad es pensada por Nietzsche como espacio de encuentro
“temporario”. Si el hombre es voluntad de poder, y con ello continua metamorfosis y continuo
cambio, si ningún lugar es su lugar, sus amigos han de ser esos puntos de cruce en (o a través
de) sus cambios. El encuentro de los amigos es el de la conjunción temporaria de las fuerzas en
las que la unión posible consiste en el reconocimiento de la diferencia, y es gracias al diferir
que es posible la ruptura constante de las figuras de la clausura y del cierre del yo. La voluntad
de poder, como conjunto de fuerzas que se disgregan y se unen temporariamente, elabora
“recónditas armonías” en las que ningún punto cierra las figuras de la construcción de los
encuentros y de los afectos.
Si frente al sujeto estallado el pensamiento del Zwischen puede brindar una alternativa
para pensar la constitución de la subjetividad en el cruce de los encuentros, la amistad tal vez
represente, entre los encuentros posibles, aquel que permite una manifestación clara del
operar de las fuerzas en su continuo proceso de unión-disgregación. Proceso que se torna
evidente en ese carácter de las fuerzas que, reconociéndose como cercanas-lejanas en un
instante, están dispuestas al adiós en cada momento.
Inquiriendo acerca de lo que él significaba para su amigo, Lukács escribía en 1909 a Leo
Popper que el rey Midas temía toda relación porque una vez alguien se había transformado en
oro en sus brazos. Y esto, decía Lukács, no sólo ocurre en las cuestiones eróticas, sino en
todo.37 Tal vez se podría decir que la noción de subjetividad identitaria en el sentido de
fundamento posee esa característica que marcó como desgraciada la vida del rey Midas: porque
convierte al yo en figura más o menos cerrada y estática frente al mundo de la objetividad
disponible, y porque transmuta al hombre en aquello mismo que el oro, en parte, connota: la
intercambiabilidad a partir de la conversión en la equivalencia. Tal vez la asunción de la idea de
yo como configuración en el Zwischen logre eludir algo de estos dos peligros, y permita que el
hombre pueda ser, como quería Nietzsche, “todos los nombres de la historia” en la
“propiedad” de su impropiedad.