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El análisis de políticas públicas

U
C
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EL ANÁLISIS DE POLÍTICAS PÚBLICAS
CONCEPTOS, TEORÍAS Y MÉTODOS

GUILLAUME FONTAINE

Prólogo de Joan Subirats


El análisis de políticas públicas : Conceptos, teorías y métodos / Guillaume Fontaine ;
prólogo de Joan Subirats. — Barcelona : Anthropos Editorial ; Quito : FLACSO
Ecuador, 2015
000 p. ; 24 cm. (Cuadernos A. Temas de Innovación Social ; 46)

Bibliografía p. 000-000
ISBN 978-84-16421-21-3

1. I. Subirats, Joan, pról. II. FLACSO Ecuador (Quito) III. Título IV. Colección

Primera edición: 2015

© Guillaume Fontaine, 2015


© FLACSO Ecuador, 2015
© Anthropos Editorial. Nariño, S.L., 2014
Edita: Anthropos Editorial. Barcelona
www.anthropos-editorial.com
En coedición con la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Sede Ecuador, Quito
ISBN: 978-84-16421-21-3
Depósito legal: B. 0000-2015
Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial
(Nariño, S.L.), Barcelona. Tel.: 93 697 22 96
Impresión: Lavel Industria Gráfica, S.A., Madrid

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra
sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
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Para Nathan, Julián y María José

There are any number of possible causes of changes in political conditions —the
secret is to use theory to identify the most likely sources of confounding variance.
GUY PETERS, Strategies for comparative research in political science
Agradecimientos

Este libro es el resultado de varios años de docencia e investigación en la Facultad


Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Sede Ecuador, y debe mucho al entor-
no estimulante que procura esta institución, con su soporte logístico y económico, con
su comunidad académica inquieta y brillante, con su inserción en la vida social, política
y económica regional. También le debe mucho al Instituto de Altos Estudios para Amé-
rica Latina (IHEAL/París 3), que me recibió al inicio de este proyecto editorial como
profesor invitado durante un semestre sabático.
Encontré valiosos insumos en la amistad y el interés manifestado por mis colegas y
por los estudiantes del Laboratorio de Investigación en Gobernanza. Estoy particular-
mente agradecido con Luis Verdesoto, Grace Jaramillo y dos lectores o lectoras anóni-
mas, por sus comentarios a una versión preliminar del manuscrito.

GUILLAUME FONTAINE
Quito, septiembre de 2014

VII
Prólogo

El libro que tengo el gusto de prologar no es un libro más dedicado al análisis de


políticas públicas. Se trata de una obra original y que surge tras un largo recorrido de su
autor, el profesor Guillaume Fontaine, en el estudio de la gestión, el análisis y la gober-
nanza de políticas ambientales y de dilemas energéticos en América Latina. No se trata
pues de un libro surgido de una mera preocupación teórica o docente por parte de su
autor. Es más bien una obra de madurez, en la que tras una notable experiencia en
temas específicos y en conflictos que han agitado la geografía latinoamericana y mun-
dial en relación a la gobernabilidad de los problemas energéticos y ambientales, el autor
se enfrenta a la tarea de dar su propia visión sobre lo que él mismo califica como «una
relativa inmadurez del campo en la región [latinoamericana... con] poca producción y
poco acceso [...] a un conocimiento actualizado». Coincido con Fontaine en que «hay un
antes y después de los planes de ajuste estructural y de las reformas neoliberales de los
años ochenta [...] no podemos seguir aplicando los mismos conceptos, los mismos mé-
todos, ni siquiera apoyarnos en los mismos enfoques teóricos que hace treinta años para
entender el proceso político hoy».
Mi perspectiva es europea, y por tanto sufre de los sesgos propios de quién ha vivido
y analizado trayectorias específicas en el campo de las políticas públicas. Pero también
de quién observa la realidad latinoamericana al mismo tiempo como precedente (en
relación a la actual fase de aplicación de políticas de austeridad y de ajuste en Europa),
y como experiencia de reforzamiento de las capacidades estatales frente a los procesos
de globalización financiera y de menoscabo de los mecanismos democráticos. Las de-
mocracias occidentales y el conjunto de actores relacionados con las instituciones públi-
cas, se han visto sometidos a grandes retos relacionados con la obligación de reducir las
cifras de déficit presupuestario y la prioridad (forzada por los organismos multilatera-
les) de hacer frente a las deudas estructurales. Y todo ello combinado con la exigencia
social de ejercer control político sobre la actividad económica, de seguir satisfaciendo
las cada vez mayores exigencias de una gran parte de ciudadanos que buscan protección
y ayudas sociales frente a la precarización laboral y el deterioro de sus condiciones de
vida. Como se señala en el volumen que prologo, todo ello coincide con una evidente
complejidad de la acción gubernamental derivada de procesos de trasvase de competen-
cias a escala supraestatal y del creciente protagonismo de actores no-estatales en las
dinámicas de definición, elaboración e implementación de las políticas públicas. En
todo el mundo, el tema de la desigualdad y de la exclusión ocupa un lugar central en la
conflictividad e inestabilidad política, y ha llegado la hora de encontrar vías para el
reconocimiento e integración política de la diversidad en todas sus manifestaciones.
No podemos ocultar que existe una notable confusión sobre cómo afrontar la mezcla
de complejidad y la falta de acomodo al nuevo escenario de las respuestas convenciona-
les. Una complejidad derivada de una creciente heterogeneidad social que rompe con
los parámetros tradicionales con que operábamos, y que atribuían dimensión de sujeto
a grandes agregados sociales; y ello conlleva más externalidades y reacciones enconadas

IX
frente a cualquier iniciativa pública, ya que siempre hay alguien dispuesto a discutir la
representatividad o el monopolio de la defensa de los intereses generales a los poderes
constituidos; una complejidad derivada de que el aumento del conocimiento disponible
no reduce las incertezas, sino que las aumenta, al disponer siempre de recursos cogniti-
vos para defender cualquier opción; y complejidad, en definitiva, ya que en ese contexto
el recurso de la autoridad, que podría y puede a veces cerrar el debate entre alternativas
y cursos de acción, no siempre tiene buena acogida al despertar crecientes reacciones a
perspectivas entendidas como excesivamente jerárquicas y poco «participadas». No hay
caminos trillados, y, en cambio, cada vez hay más posibilidad de conocer y tratar de
transferir respuestas que se toman en otros contextos y que son inmediatamente conoci-
das gracias al cambio que implican las tecnologías de la información y comunicación.
Vemos pues como la mayoría de los regímenes democráticos experimentan con un
gran número de respuestas institucionales a estos retos. En este contexto de incertidum-
bre creciente y de urgencia en la búsqueda de soluciones viables y generadoras de con-
senso, los actores político-administrativos requieren, más que nunca, de análisis que
pongan en perspectiva las variantes posibles de una modernización del sistema político-
administrativo en general y de las intervenciones de estos mismos actores en cada caso
concreto. El análisis de políticas públicas tal como se presenta en el texto que aquí
prologamos, se esfuerza en proporcionar los elementos de comprensión, e incluso de
respuesta, a los interrogantes fundamentales acerca de la legitimidad, la eficacia y la
durabilidad de las acciones públicas. Unas acciones de los poderes públicos que deben
lidiar con la complejidad, la pluralidad de visiones, la heterogeneidad de intereses y
deben necesariamente afrontar el debate y la deliberación pública para la búsqueda de
soluciones posibles. No hay soluciones simples para situaciones complejas. Pero tampo-
co podemos conformarnos con que esas situaciones complejas acaben en bloqueos deci-
sionales, en el puro incrementalismo o en la frecuente mediocridad a la hora de afrontar
problemas colectivos.
El libro de Guillaume Fontaine se abre con la afirmación que el Estado está de moda.
Yo diría que en el libro se reivindica que lo público, lo común es el espacio en el que
colectivamente hemos de movernos para encontrar salida a problemas que nos afectan
a todos o a una parte. Las instituciones públicas son parte integrante y necesaria del
escenario, del entramado de actores que intervienen en los asuntos propios de las políti-
cas públicas. Es decir, de los asuntos que requieren respuestas políticas y colectivas. Es
por ello que en el libro se da un notable espacio al tema de la praxis, de la práctica de las
políticas públicas con esa mirada coral y colectiva de los asuntos públicos. Como diría
Lindblom, la elección que surge de un proceso de toma de decisiones no acostumbra a
ser el producto o de la voluntad de un decisor aislado, sino el producto de una interac-
ción y de un proceso social. Las decisiones de política pública son coproducidas por una
pluralidad de actores con valores, objetivos y lógicas de acción diferentes. Aun cuando la
elección afecte o implique solo a un decisor individual, éste seguramente habrá tenido
en cuenta las preferencias y los recursos de otros actores en la selección de las alternati-
vas, y lo hará, al menos, para evitar esos actores ejerzan poderes de veto o de obstruc-
ción en la fase de puesta en práctica de la decisión.
En los sistemas democráticos resulta clave la posibilidad de contraponer puntos de
vista, y por lo tanto de superar los límites cognitivos que tiene cualquier decisor o sujeto
individual. De esta manera el proceso puede resultar o aparecer como confuso y contra-
dictorio, pero basta una rápida comparación de los rendimientos en términos de inno-
vación, desarrollo económico y equidad social para darse cuenta de que los sistemas

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autoritarios no tienen nada que enseñar a los democráticos. En clave contemporánea, el
debate sobre las potencialidades de Internet en su potenciación de la innovación y el
conocimiento compartido, apuntan en el mismo sentido. En este sentido, pienso que
hemos de ir siendo capaces de incorporar Internet y sus efectos en el análisis de las
políticas públicas. Aún no disponemos de instrumentos analíticos suficientemente afi-
nados para seguir, desde la perspectiva de la investigación en ciencias sociales, los pro-
cesos surgidos de Internet que inciden en la formulación de las políticas públicas. Al no
existir espacios claros de intermediación, al margen del propio Internet, la interacción
se produce de manera aparentemente caótica y agregativa, con flujos poco predecibles y
con capacidades de impacto que no pueden, como antes, relacionarse con la fuerza del
actor o emisor de la demanda, sino con su grado o capacidad para conseguir distribuir
el mensaje, presentarlo con el formato adecuado, y conseguir así alianzas que vayan
mucho más allá de su «habitat» ordinario. Obviamente, la gran pluralidad de intervi-
nientes (dada la dimensión potencialmente universal del perímetro implicado), hace
que la importancia que se dé a un problema pueda ser mucha o poca, con notables dosis
de aleatoriedad. La tendencia a convertir en «nuevos» ciertos temas de largo recorrido,
es también visible, dada la novedad del propio medio en que circula la información y el
hecho que el grado de experiencia sobre cualquier asunto puede ser de lo más variado
imaginable.
Reitero mi agradecimiento por poder prologar este libro. Su lectura puede ayudar a
entender cómo se están moviendo los distintos elementos que han venido conformando
en los últimos sesenta años el análisis de políticas públicas, incorporando además una
perspectiva actualizada y localizada. Una perspectiva muy útil para alumnos, expertos y
académicos. Pero también para «practicantes». Más que ante una perspectiva estricta-
mente disciplinar o académica, por importante que ello sea, estamos ante el reto de
mejorar la caja de herramientas a la que se refería Wildavsky. Como hemos ido afirman-
do, entendemos que todo se mueve a nuestro alrededor, y vivimos con más incertidum-
bres. ¿Cómo tomar decisiones individuales y colectivas sobre esta realidad movediza y
cómo incorporar a esas decisiones las perspectivas y los efectos a largo plazo? La políti-
ca, en su capacidad de gestionar de manera pacífica y consensuada la toma de decisio-
nes que afectan a una comunidad, padece de manera directa ese conjunto de problemas
y de cambios. Y lógicamente también las políticas públicas y su administración y ges-
tión. Pero, es precisamente la voluntad de defender la política y la democracia lo que
entiendo que constituye el objetivo de la labor del profesor Fontaine expresada en este
libro, y que ha constituido también el hilo conductor de estas reflexiones.

JOAN SUBIRATS
Barcelona, diciembre de 2014

XI
Introducción

¿Por qué y para qué analizar


las políticas públicas?

Los orígenes

El Estado está de moda, y con él, las políticas públicas. Tras el fracaso de las políticas
neoliberales de las décadas de 1980-1990, importantes movimientos sociales —como el
indígena en América Latina—, organizaciones no-gubernamentales y demás asociacio-
nes de la sociedad civil han vuelto a ubicarlo en el centro de los procesos políticos. Si
bien es cierto este interés por lo público no es una novedad, sus manifestaciones han
cambiado y, al parecer, todo el mundo tiene algo que opinar sobre las políticas de gobier-
no (Mintrom y Williams, 2013). Tradicionalmente los sindicatos y las corporaciones
negociaban con los gobiernos de turno las políticas sectoriales (sociales, económica,
etc.). Hoy a su vez, las comunidades, los laboratorios de ideas (think tanks), los organis-
mos de cooperación internacional, las universidades pretenden incidir en las políticas
«de desarrollo sustentable», «de migración», «de interculturalidad». Sin embargo, esta
forma de apropiación de lo político por la ciudadanía lleva consigo un riesgo de estira-
miento conceptual que no coadyuve al entendimiento de los temas, de las interacciones
socio-políticas, de las estructuras institucionales y de los procesos que las atraviesan.
Ello vuelve necesario, tanto para los gestores de la política como para sus observado-
res, encontrar nuevas herramientas y métodos de análisis, acordes con esta compleji-
dad, que tomen en cuenta la diversificación de los actores partícipes del proceso políti-
co. Tal es el propósito del presente libro. La aparición del análisis de políticas públicas
como un campo de estudio académico había acompañado la organización de la admi-
nistración pública moderna y la voluntad de fortalecer el gobierno federal de Estados
Unidos, con el gobierno demócrata de Thomas Woodrow Wilson (1913-1921). Respon-
día a la necesidad de profesionalización de los funcionarios públicos, conforme una
lógica de «racionalidad legal instrumental» (Weber, 2002). Esta profesionalización de la
burocracia estatal conllevaba a una creciente especialización, que se supone estaba al
servicio del poder ejecutivo, para garantizar la defensa del interés general. Para darle
sustento, era necesario sistematizar los conocimientos sobre sus prácticas, sus funcio-
nes y sus modalidades de reclutamiento. El desarrollo del Estado de bienestar social y el
esfuerzo financiero, logístico y diplomático que significó la movilización de Estados
Unidos y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial reforzaron la necesidad de este
conocimiento experto, en particular porque la planificación plurianual se había vuelto
un instrumento estratégico de gobierno.
Esta tendencia inició en los años 1930, con la adopción del «Nuevo Contrato» (New
Deal) de Franklin Delano Roosevelt, y se aceleró tras la firma de los acuerdos de Bretton

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Woods entre Estados Unidos y los países de Europa Occidental, en 1944. Después de la
Segunda Guerra Mundial, lo que inicialmente era un mero acervo de estudios técnicos
se estructuró en un campo académico en las carreras universitarias de derecho, ciencia
política y economía. Se alcanzó un mayor grado de especialización y de profesionaliza-
ción con la creación de escuelas de administración y carreras afines (especializadas en
gobierno, políticas públicas, asuntos públicos y administración pública), según el país,
algunas destinadas a ocupar un lugar privilegiado a nivel mundial, como la Kennedy
School of Government de la Universidad de Harvard (Alison, 2006). Simultáneamente,
se multiplicaron los programas de investigación sobre las políticas sectoriales, en parti-
cular las políticas sociales (educación, salud, familiar, etc.) e industrial, entre otras cosas
para dar mayor legitimidad al gobierno. Desde luego, el análisis de las políticas públicas
se volvió un ejercicio imprescindible, para apoyar la toma de decisión y el conjunto de
procesos relacionados con la acción del Estado.
La institucionalización del estudio de las políticas públicas permitió la emergencia
de nuevas teorías y el perfeccionamiento de los métodos de análisis. Detrás de esta
institucionalización, lo que estaba en juego era la optimización del gasto público, en un
contexto de crecimiento económico que iba a prolongarse hasta mediados de los años
1970. La reconstrucción de las infraestructuras en los países damnificados por la Segun-
da Guerra Mundial, la difusión del consumo masivo, que acompañó la explosión demo-
gráfica y fue posible gracias a la organización fordista del trabajo, fueron los vectores de
este modelo de desarrollo «keynesiano». La inversión pública sostenía la demanda de
bienes y servicios, lo cual garantizaba el crecimiento económico y el pleno empleo a
corto y mediano plazo. Ello fue retomado por los economistas de la CEPAL encabezados
por Raúl Prebisch, en los años 1950, para complementar el modelo de industrialización
por sustitución de importaciones, impulsado en la década anterior (Franco y Lanzaro,
2006). De esta manera, el análisis de las políticas dotaba a los gestores y ejecutores de las
políticas con elementos de juicio para tomar decisiones idóneas, dar un seguimiento a
su ejecución y eventualmente evaluar sus impactos, puesto que gobernar por las políti-
cas era más sistemático que gobernar por el sentido común (Aguilar, 1992).
En un artículo seminal para la disciplina (Lasswell, 1992), Harold Lasswell observó
que las ciencias sociales manifestaban un creciente interés por las políticas, conforme
crecía el interés de la sociedad por la política, y que esta «orientación hacia las políticas»
estaba marcada por la aspiración de la Academia y de la ciudadanía a un mayor involu-
cramiento en los procesos políticos. Este interés manifestado incluso por profesionales
formados en disciplinas tradicionalmente ajenas a los estudios políticos —como la sico-
logía y la antropología— conllevaba a una gran heterogeneidad de los marcos teóricos,
objetos y metodologías, que obstaculizaba la comparación entre los estudios de casos.
Para Lasswell, un conocimiento de los procesos políticos tan solo tenía sentido si se
ponía al servicio de la toma de decisión, por lo tanto la «ciencia de las políticas» que él
imaginaba debía erigirse en un conocimiento del proceso político y de la pertinencia del
conocimiento en este último (Lasswell, 1970). Puesto que este análisis respondía a una
preocupación ciudadana por consolidar la democracia y facilitar el crecimiento econó-
mico, tenía que ponerse al servicio de un régimen (la democracia representativa) y un
modelo de desarrollo (el capitalismo industrial) íntimamente relacionados.
Desde el origen, esta orientación hacia las políticas tuvo entonces un carácter teleo-
lógico, al producirse en el contexto de la victoria de los Aliados en la Segunda Guerra
Mundial y de los primeros años de la Guerra Fría. La derrota del totalitarismo en Alema-
nia, luego la confrontación de dos sistemas económicos —el capitalismo y el socialis-

2
mo— y dos regímenes políticos —la democracia representativa occidental y las llama-
das «democracias populares» de Europa Oriental y la Unión Soviética— dieron al análi-
sis de las políticas un papel político en Estados Unidos, en Europa Occidental y luego en
América Latina. Simultáneamente, la disciplina en gestación se enfrentó con el proble-
ma de la distinción entre el análisis «de» las políticas y el análisis «en» las políticas, que
fue introducida por el mismo Lasswell, para marcar la complementariedad entre las
dimensiones descriptivas y prescriptivas del análisis de políticas.
La segunda particularidad de esta disciplina, comparado con los enfoques tradicio-
nales en ciencia política, era su orientación hacia la resolución de problemas. Este as-
pecto haría del análisis de política un ejercicio normativo, cuyas conclusiones serían
predictivas y prescriptivas, en particular tras la «revolución conductista» y el proyecto
de David Easton de hacer que la ciencia política produjera un conocimiento universal y
confiable sobre los fenómenos sociales (Bevir, 2006: 592). Ahora bien, ¿qué objeto res-
ponde mejor a esta definición del objeto científico que el proceso político, un proceso
que parte de la percepción de una realidad, da lugar a un análisis de problemas y a la
formulación de soluciones que serán ejecutadas y evaluadas tras su culminación? Así
vemos cómo, a partir de una concepción positivista de las políticas públicas, se esbozó
una estrategia metodológica, que analizaba las políticas públicas como un proceso —
con sus insumos (inputs), productos (outcomes) y resultados (outputs), sus mecanismos
de retroalimentación y su entorno ecológico, biológico, social, etc.
Peter DeLeon y Christine Martell consideran que en Estados Unidos «las ciencias»
(sic.) de las políticas se articularon gracias a cinco acontecimientos históricos (DeLeon y
Martell, 2006: 34-36). Según ellos, la Segunda Guerra Mundial dio lugar a los primeros
laboratorios de ideas —como la National Science Foundation, el Council of Economic
Advisors y RAND Corporation— para suplir una carencia de información y ponerla al
servicio de la toma de decisión. Luego, con la «Guerra contra la pobreza» llevada a cabo
por el Presidente demócrata Lyndon B. Johnson (1963-1969), los políticos habrían to-
mado conciencia de la necesidad de un mejor entendimiento de la naturaleza de los
problemas de política, de remediar las fallas en la ejecución de las decisiones y de medir
los resultados logrados y su impacto. Por su lado, la guerra de Vietnam y el escándalo del
Watergate que involucró al Presidente republicano Richard Nixon (1969-1974) habrían
enseñado la importancia de los valores en el análisis de políticas. Finalmente, la crisis
petrolera de los 1970 habría evidenciado la importancia vital del saber experto en las
negociaciones y el manejo de conflictos.
Esta lectura lineal de la historia permite identificar a posteriori una relación fructífe-
ra entre el análisis «de» y el análisis «en» las políticas. Sin embargo, llama la atención
que DeLeon y Martell se refieran exclusivamente a acontecimientos belicosos, lo cual
deja pensar que el aporte de la Academia consiste ante todo en una experticia estratégica
al servicio del poder, más que una respuesta a los problemas de una sociedad. Presentan
al politólogo como un héroe que acude al rescate del político, desamparado ante la
gravedad de una crisis, pero el uso de unos cuantos ejemplos no constituye una demos-
tración ni da cuenta de todas las políticas que fueron pensadas y llevadas a la práctica
sin acudir a la experticia, ni de las múltiples crisis políticas que no incidieron en la
relación entre la comunidad académica y el poder político.
En realidad el proyecto de Lasswell fue frustrado por la convergencia de tres fenó-
menos desde los años 1960 y 1970. En primer lugar, la emergencia de los movimientos
sociales pacifistas, feministas, anti-colonialistas y pro-derechos cívicos en Estados Uni-
dos y Europa occidental puso en duda la legitimidad del saber experto y de la visión

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tecnocrática de los problemas de sociedad. A esta multiplicación de demandas sociales
se sumó la creciente limitación de las capacidades redistributivas del Estado, especial-
mente en los países de la OCDE golpeados por el doble choque petrolero y la recesión
económica que siguió. Por último, la creciente importancia numérica y financiera del
aparato administrativo en esos países acabó con generar disfunciones a nivel sea de la
administración pública o de la coordinación entre gobierno nacional y gobiernos loca-
les, que comprometían los resultados de las políticas. En este contexto, la ambiciosa
«ciencia de las políticas» fue sustituida paulatinamente por un más humilde «análisis de
las políticas públicas», de índole más crítico que la primera, nutrido por la crisis y los
aportes de la sociología de las organizaciones (Duran, 2010: 292-294).

Una disciplina en auge

Es difícil hablar de una disciplina, a propósito del análisis de políticas públicas, pues
convoca a la ciencia política, la economía, la sociología, la historia, etc. Muchos autores
asumen que constituye un campo de la ciencia política, siguiendo en este punto los
preceptos de los padres fundadores de la «ciencia de las políticas» de hacer del «enfoque
de políticas públicas» un enfoque integral para el análisis político (Mény y Thoenig,
1992; Jones, 1969). Sin embargo, coadyuvó a la transformación de las problemáticas
fundamentales de la ciencia política —por ejemplo sobre la naturaleza del poder— al
introducir un enfoque sociológico en el análisis del Estado (Muller, 2000). Los padres
fundadores de este campo no eran politólogos, aunque el análisis de políticas fuera
apropiado, luego desarrollado por la ciencia política en Estados Unidos: eran filósofos,
sicólogos, matemáticos, economistas, humanistas en el sentido de la Ilustración. En este
sentido, las políticas públicas constituyen un objeto particular entre los procesos políti-
cos, cuyo abordaje cambiará según el enfoque epistemológico y teórico que adoptemos.
Sea del punto de vista académico o práctico de la toma de decisión, es innegable que
todo el proceso de elaboración o análisis de políticas depende de los aportes de varias
disciplinas, en particular la economía, la ciencia política, la historia y la sociología. Cabe
enfatizar en que hay otras disciplinas involucradas en la aventura, incluso disciplinas
que uno no esperaría en el contexto actual de las ciencias sociales, por ejemplo la sicolo-
gía. De manera provocativa, podríamos decir que todas las disciplinas pueden estar
convocadas en algún momento o en algún aspecto de una política pública, aunque fuera
por un aporte temático. Si uno quiere regular una actividad como la producción y el
consumo de energía, ello moviliza muchos saberes técnicos que no son ni siquiera cien-
cias sociales. Pensemos también en los aportes de los ingenieros de sistemas a la política
de ciencia y tecnología.
Cada disciplina ha aportado con elementos particulares al entendimiento de las fa-
ses del ciclo de política (Pierre, 2006). Así, la ciencia política ayudó al análisis de la
formulación y ejecución de políticas con las teorías del poder, el institucionalismo his-
tórico y las investigaciones sobre la gobernanza democrática. Los aportes de la econo-
mía se miden por el impacto del paradigma de las elecciones racionales y el análisis en
términos de costos y beneficios en la formulación y la evaluación de políticas. La socio-
logía ha traído consigo un conocimiento de los problemas sociales y del funcionamiento
de las organizaciones, que ayudan al entendimiento de las modalidades de elaboración
de agendas y las fallas en la ejecución de políticas. Visto así, el análisis de políticas se
erige en una nueva disciplina, alimentada por las tres primeras, aunque estos aportes no

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sean tan explícitos en la manera de abordar el estudio de las políticas públicas. Es más,
podemos ver esta relación interdisciplinaria en el sentido opuesto, es decir cómo nues-
tra reflexión alimenta la formulación de nuevas teorías y métodos en otras disciplinas.
En política comparada, complementará el análisis de los partidos políticos, de los gru-
pos de interés, del sistema electoral y de los poderes institucionales (Mény y Surel, 2009)
o ayudará a interpretar las continuidades y discontinuidades en el cambio político, la
relación entre estructura y agente, o a conceptualizar el poder (Hay, 2002). En sociología
política, echará una luz nueva para el entendimiento de la producción social del poder,
el espacio político, las prácticas de participación, la aceptación del orden político y los
gobernantes (Lagroye et al., 2006).
El análisis de políticas tiene que ver tanto con la evolución del Estado contemporá-
neo y los fundamentos de su legitimidad, como con la transformación de la sociedad y
de la economía. Ahora bien, el contexto en el cual se fundamentaron las bases del análi-
sis de políticas públicas ha cambiado. El contexto actual es aquel de una economía
globalizada y en gran medida desregulada, con conjuntos políticos regionales cada vez
más influyentes en las dinámicas institucionales y sociedades civiles cada vez más invo-
lucradas en los procesos políticos. No podemos abordar las políticas públicas hoy como
hace cincuenta años, pues el Estado ha pasado por una metamorfosis sin precedente
desde el último cuarto del siglo XX. No podemos explicar la acción pública de hoy sin
entender las transformaciones del Estado en el contexto de la globalización. No es nece-
sario volver sobre las circunstancias y modalidades del desarrollo del Estado moderno,
como lo hacen los historiadores, pero es imprescindible tomar en cuenta los aportes
analíticos y teóricos de la sociología, la ciencia política y la economía. Por supuesto, este
menú epistemológico no impide tener en cuenta los avances de otras disciplinas o cam-
pos de estudio (como la antropología, las relaciones internacionales, el derecho o la
ecología política), según el tipo de política que nos interesa. Pero es el menú básico para
enfrentar el reto de una ciencia social en su fase de maduración intelectual.
Nuestro punto de partida es el contexto —local, nacional e internacional— en el cual
actúan el Estado e intervienen actores no-estatales. Este contexto puede caracterizarse
por un triple cambio (Pierre y Peters, 2000). Este triple cambio implica que el análisis de
las políticas públicas ya no puede quedar aislado del análisis de las relaciones sociales y
económicas, so penas de resultar irrelevante tanto para la Academia como para la co-
munidad política. El primer cambio resultó ante todo de la incidencia de los regímenes
internacionales tradicionales como aquel de las Naciones Unidas, de la evolución de las
negociaciones comerciales del Acuerdo General sobre las Tarifas y el Comercio (GATT),
luego de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y del surgimiento de nuevos
regímenes internacionales como la Agenda 21, adoptada en 1992, en la Cumbre de la
Tierra. Pero se debe también al hecho que los problemas (ambientales y energéticos, el
narcotráfico, la seguridad, etc.) que enfrentan los gobiernos son de naturaleza regional o
transnacional, mientras que el crecimiento económico y el desarrollo dependen cada
vez más de los resultados de los actores económicos nacionales a nivel internacional, de
la globalización de los capitales privados y del comercio internacional. Las soluciones a
estos problemas políticos, cada vez más equiparables de un país a otro, se toman con
base en un proceso de aprendizaje y de difusión facilitado por los organismos interna-
cionales.
Por otro lado, la autoridad del Estado se descentralizó hacia unas instituciones loca-
les y regionales. Este segundo cambio, que se produjo en respuesta a los cambios estruc-
turales generados por la urbanización y la aglomeración de las ciudades, contribuyó en

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general a adaptar el presupuesto del Estado y el gasto público por una división de traba-
jo entre organismos públicos. Por último, la «exportación de las actividades políticas»
(Pierre y Peters, 2000: 89) dio lugar a la multiplicación de las organizaciones no-guber-
namentales y agencias autónomas, que asumieron ciertas funciones antes asignadas al
Estado, mediante la privatización de empresas públicas, la «externalización» del servi-
cio público o la cogestión y las alianzas entre socios públicos y privados.
Para dar cuenta de la complejidad, del dinamismo y de la diversidad de las socieda-
des contemporáneas (Kooiman, 1993a), nuestra disciplina requiere de nuevos instru-
mentos conceptuales y metodológicos. Además, para poder considerarse útil o, por lo
menos, relevante en los procesos políticos, requiere de un cambio de enfoque, del análi-
sis de las políticas como procesos lineales de toma de decisión, al análisis de políticas
como productos de las interacciones que constituyen la acción pública. La acción públi-
ca nace de un acervo de iniciativas multipolares e intentos de coordinación explícita en
los cuales se insertan las políticas públicas. En otros términos, el núcleo duro de las
políticas públicas no depende de una decisión pública unilateral sino del producto inte-
ractivo de negociaciones con los actores económicos y sociales (Gaudin, 2004: 2 y 18).
Desde el origen, el análisis de las políticas públicas ha sido atravesado por dos perspec-
tivas, que explican la tensión entre políticas y acción pública (Mény y Thoenig, 1992;
Thoenig, 1997; Lascoumes y Le Galès, 2009). La una, propia de la ciencia política, asig-
na un papel predominante al Estado y a los gobernantes en la organización y la direc-
ción de la sociedad, y adopta como punto de partida el Estado y sus intervenciones en la
sociedad. La otra, más sociológica, analiza en primer lugar las interacciones, los inter-
cambios, los mecanismos de coordinación, la formación de grupos, el juego de las nor-
mas y los conflictos entre individuos, y parte de los factores del cambio, los grupos de
interés y movimientos sociales como actores del cambio de políticas públicas.

El análisis de políticas públicas en América Latina y el Caribe

Analizar las políticas tiene una función científica (mejorar el conocimiento) y políti-
ca (mejorar la acción y la toma de decisión). Dicho esto, como en muchos procesos, no
existe una objetividad absoluta, el análisis tiende a la objetividad y a mejorar la calidad
de la información para mejorar las decisiones, pero el mero hecho de decir que se nece-
sita de un tipo de información es, en sí, subjetivo (Mayer et al., 2013). La situación en la
cual uno dispone de la totalidad de la información necesaria para tomar una decisión no
existe, desde luego uno tiene que priorizar ciertas informaciones y consentir ciertos
esfuerzos para conseguirlas. A partir de esta constatación, hay una serie de dilemas que
hacen que cada paso en el proceso de toma de decisión es una elección, una jerarquiza-
ción de distintas opciones posibles. Por ello, no hay neutralidad axiológica en este proce-
so. La particularidad de las ciencias sociales en relación con otras, como las ciencias
naturales o las matemáticas, radica en la naturaleza de su objeto: antes de encontrar
métodos, uno se enfrenta con un objeto particular cuya naturaleza está constantemente
alterada por el conocimiento que se produce sobre ella, es un objeto reflexivo. Ello hace
que es muy difícil encontrar una objetividad científica en los trabajos, interpretativos o
explicativos, aplicados a un objeto social. Esto es válido en antropología, en sociología,
en ciencia política, en economía, en historia, pero lo es aún más en el análisis de políti-
cas públicas, dado la doble finalidad de ejercicio.
El análisis de los movimientos sociales no necesariamente incide en el transcurso o

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la acción de estos movimientos, puede ser pero no es siempre el caso. En cambio, es
muy común que un análisis de políticas públicas tenga incidencia en el proceso, sea para
las personas que toman decisiones, que contratan este análisis, o sea para sus contrin-
cantes, es decir las personas que quieren ofrecer una alternativa a las decisiones que se
toman. Y ello complejiza la tarea de analizar las políticas y conseguir un sustrato cientí-
fico en este ejercicio. Desde el albor de la disciplina, se contraponen una lectura crítica y
una funcionalista del proceso político, que borra el límite entre teoría y práctica, entre
ciencia y política. Inicialmente el doble propósito al cual respondía el análisis de políti-
cas según Lasswell —el conocimiento «de» las políticas y el conocimiento «en» las polí-
ticas— hacía eco a la distinción entre el analista y el gestor de políticas.
Sin embargo, la frontera entre la vocación del científico y aquella del político (Weber,
1972) se vuelve cada vez más permeable, puesto que los primeros colaboraban a menu-
do con los segundos, a la hora de elaborar un programa o de enfrentar una crisis políti-
ca. Esta confusión de roles no es mayor en América Latina que en Europa, en Estados
Unidos ni quizás en la China, pero tiene efectos diferentes, tenido cuenta de la falta de
institucionalidad y de la ausencia o de las insuficiencias de la formación en asuntos
públicos que imperan en muchos países de nuestra región. Al fin y al cabo, debemos
preguntarnos cuál es el lugar de las políticas públicas en las ciencias sociales y en la vida
política de los países que observamos. Más allá del por qué y cómo analizar las políticas
públicas, lo que está en juego aquí, es un conocimiento fino de la realidad contemporá-
nea, un conocimiento de alcance universal producido a nivel local.
Es importante tomar en consideración el lugar donde estamos trabajando o elabo-
rando esta reflexión. En la actualidad el análisis de políticas públicas en América Latina
y el Caribe se enfrenta con varias dificultades. La primera es estructural y es la relativa
inmadurez del campo en la región. Fuera de México y Brasil, y en menor medida Argen-
tina y Colombia, no hay una comunidad epistémica donde se pueda encontrar aportes
sustantivos ni lineamientos teóricos de análisis de políticas. Para dar una idea de la
situación de la disciplina o del campo de estudios en la actualidad, en Estados Unidos se
ofertan más de cincuenta doctorados afines, entre administración pública, asuntos pú-
blicos y gobierno, mientras que en el conjunto de los países de América Latina y el
Caribe, apenas hay unas veinte formaciones de este nivel, la gran mayoría de las cuales
se concentran en México. Muchos programas doctorales son réplicas o sus curricula son
importados de Estados Unidos (como en el caso del CIDE, que se inspira en la Kennedy
School of Government) o Europa (como en el caso del programa Goberna América Lati-
na, de la fundación española Ortega y Gasset). Esto indica que hay poca producción de
conocimiento en la región, siendo los programas doctorales un indicador aproximativo
de la investigación científica en una materia. Esta información está corroborada por la
escasa producción de libros y artículos en revistas especializadas. Una revisión del catá-
logo de la biblioteca de Harvard, que es el más completo del mundo en esta materia, deja
ver que entre 2000 y 2014 se han publicado al menos 17.000 libros sobre políticas públi-
cas o administración pública, entre los cuales apenas 400 en español.1 Las principales
editoriales latinoamericanas especializadas tampoco ofrecen mucho material actualiza-
do, pues en sus catálogos predominan las traducciones textos de clase, veinte o treinta
años después de su primera publicación en inglés.
Entonces hay poca producción y hay poco acceso, en idioma español, a un conoci-
miento actualizado. Ahora bien, si la caída del muro de Berlín marca un hito en la histo-
ria contemporánea, con el fin de la Guerra Fría, todo lo que fue publicado antes del 1989
tiene que ser reevaluado. Si la utilización y la generalización de las tecnologías de infor-

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mación y comunicación marca un hito en la historia contemporánea, en particular por el
uso del Internet, luego de las redes que se multiplicaron desde los años 1990, todo lo que
fue publicado antes tiene que ser reevaluado. Y si en América Latina hay un antes y un
después de los planes de ajuste estructural y de las reformas neoliberales de los años
1980, entonces todo lo que fue publicado antes tiene que ser reevaluado. No podemos
seguir aplicando los mismos conceptos, los mismos métodos, ni siquiera apoyarnos en
los mismos enfoques teóricos que hace treinta años para entender el proceso político hoy.
Dicho eso, es evidente que necesitamos saber algo de la historia; no podemos ser
amnésicos y pretender que todo empezó con la Perestroika y la microinformática. Pero
lo que propone precisamente el análisis de políticas públicas es analizar el presente,
eventualmente con una perspectiva histórica, según las escuelas, pues las decisiones de
hoy son el resultado de situaciones heredada de ayer. En este sentido, no bastan los
libros que conseguimos en América Latina, traducidos del inglés y elaborados a partir
de casos de estudio ajenos al contexto socio-político en el cual se gobierna en nuestra
región, pues no procuran el material ni los instrumentos necesarios para realizar hoy un
buen análisis de las políticas públicas. Necesitamos algo más, algo que nos permita
entender fenómenos que, a veces, se están dando en el momento que estamos observan-
do, no solo fenómenos del pasado, fenómenos anclados en una trayectoria de larga du-
ración. Hay problemas nuevos que plantean retos nuevos al análisis y a la toma de deci-
sión. Todo eso hace que hoy sea urgente construir este conocimiento y dar los medios a
los actores o por lo menos participar a la elaboración de estas herramientas para los
actores en América Latina.
Ello nos lleva a uno de los problemas más complejos de nuestra disciplina en Améri-
ca Latina y el Caribe. En efecto, al no articularse con los debates teóricos de la sociología
y de la ciencia política, el análisis de políticas carece a menudo de aliento y padece dos
defectos: el intelectualismo y el empirismo. Encontramos por un lado importantes com-
pilaciones de los «enfoques» teóricos muy interesantes para descubrir los orígenes de la
disciplina pero de poca utilidad para entender sus debates actuales (Aguilar, 2000; Roth,
2010), y por otro lado un sinnúmero de estudios de casos que consisten básicamente en
descripciones coyunturales que nos dicen qué ocurrió sin establecer una relación expli-
cativa entre la política y las políticas públicas.2 El principal límite que se encuentra en
muchas obras colectivas que tratan de políticas públicas en América Latina y el Caribe
es su naturaleza interpretativa (Cárdenas y Bonilla, 2006; Stein, 2008; Díez y Frances-
chet, 2010). Son recolecciones de información, cuyo potencial de generalización es muy
limitado. Esto tiene mucho que ver con el discurso político, es decir, cuando una perso-
na compite por una elección, es lo que hace: recolectar datos para defender o criticar
una política. Según si esta persona está en la mayoría de gobierno o en la oposición,
utiliza esta información para minimizar los problemas no-resueltos y magnificar los
logros de la política, o por lo contrario para minimizar los logros y enfatizar los proble-
mas sin resolver.
Desde luego, ¿cómo empezar? ¿cuál es el mejor enfoque teórico, el mejor método
para analizar una política pública? La preocupación que guió el presente trabajo fue
identificar las líneas fuerza que atraviesan esta disciplina joven —apenas lleva sesenta
años— más que volver a hacer el trabajo de síntesis histórica o presentar un panorama
de los distintos enfoques teóricos existentes, como se suele hacer en los manuales y
libros de textos. Hace hincapié en el quehacer y, en particular, en los tres hitos del diseño
de investigación —formulación de problemáticas e hipótesis, y metodología de compro-
bación de teorías—, en vez de discutir los múltiples conceptos y enfoques teóricos que

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han aparecido (y desaparecido) con el pasar de los años. La bibliografía se elaboró con
base en criterios de actualidad, claridad y accesibilidad. Cuando era posible, se eligió las
versiones en español de los textos. Por lo demás, se privilegió el uso de artículos acadé-
micos disponibles en las bases de datos de mayor acceso en las bibliotecas universita-
rias, complementados por los libros en circulación en la actualidad.
Este libro está organizado en cinco capítulos. En el capítulo uno, se discute la perti-
nencia de partir del dilema entre positivismo y constructivismo, como lo hacen algunos
autores, para determinar el carácter científico del análisis de políticas. Tras demostrar
que el dilema entre positivismo y constructivismo no es muy útil al análisis de políticas
públicas, se precisa la definición de las políticas públicas como objeto de estudio. En el
capítulo dos, se recuerda los orígenes históricos de la disciplina. Ese capítulo inicia con
una reseña de los aportes conceptuales de los autores clásicos y la segmentación del
campo de estudio que este último conllevó, antes de analizar los alcances y límites del
concepto de «ciclo de política». En el capítulo tres, se analiza las modalidades en las
cuales se llevan a cabo los procesos políticos. Se evidencia en primer lugar las transfor-
maciones que afectan la naturaleza y el rol del Estado, luego se analiza la evolución de la
incidencia de los actores no-estatales en las políticas públicas, finalmente se presentan
los aspectos instrumentales del diseño de políticas. En el capítulo cuatro, se propone
una tipología simple de los enfoques teóricos de análisis de políticas, a partir de las
problemáticas que abordan y de los factores o variables independientes que privilegian.
Se identifican así los enfoques racionalistas, productos de la revolución conductista, los
enfoques cognitivistas, productos del giro argumentativo, y los enfoques neoinstitucio-
nalistas, productos de una preocupación por el Estado en historia, economía y sociolo-
gía. El capítulo cinco introduce a los aspectos metodológicos del análisis de políticas.
Empieza con una síntesis de los principales problemas metodológicos que enfrenta el
analista a la hora de diseñar un proyecto de investigación, luego presenta sucesivamente
siete marcos y modelos enfocados al análisis cognitivo, conductista e institucional de
políticas.

1. Consulta realizada en septiembre de 2014. URL: http://www.hks.harvard.edu/library/


2. Ver en particular las series publicadas por la Comisión Económica para América Latina. URL:
www.cepal.org

9
Capítulo 1

Epistemología

Las políticas públicas son como la música de jazz, improvisaciones sobre unos te-
mas conocidos que, a veces, dan lugar a innovaciones radicales cuyo resultado siempre
es incierto. Entre arte y ciencia, el análisis de políticas trata de captar la esencia de estas
variaciones infinitas. En este capítulo ubicaremos el análisis de políticas públicas en el
plano epistemológico y mostraremos cómo pasó de ser un campo de estudios interdisci-
plinarios a una disciplina, con sus objetos propios, sus problemáticas, enfoques teóricos
y métodos. La primera sección está dedicada a discutir su carácter científico. Veremos
en primer lugar por qué la contraposición entre positivismo y constructivismo constitu-
ye un falso dilema para el análisis de políticas públicas, luego abordaremos la cuestión
de los paradigmas e introduciremos la dimensión teórica del debate, que el eslabón
faltante entre epistemología y metodología. En la segunda sección, definiremos el objeto
de estudio. Revisaremos algunas definiciones clásicas de la noción de políticas públicas,
luego veremos que la especificidad del análisis de políticas radica en definirlas como
variables dependientes, finalmente veremos las variables independientes que se anali-
zan en la literatura especializada.

El falso dilema entre positivismo y constructivismo

Ontología y epistemología

El diseño metodológico de una investigación depende de la resolución de los proble-


mas teóricos, la cual a su vez depende de una discusión epistemológica. La economía, la
sociología, la ciencia política no plantean las mismas problemáticas, no desarrollan los
mismos enfoques teóricos ni tampoco aplican los mismos métodos. Tampoco existe el
manual ideal, pues ni siquiera los más voluminosos (Parsons, 2007) ofrecen una visión
de conjunto de todos los enfoques teóricos. En otros términos, no existe un manual que
compile todos los aprendizajes ni que tenga la objetividad de presentar todos los enfo-
ques teóricos. Cada manual, cada libro de textos propone su tipología de los enfoques
teóricos, aunque la mayoría parte de las tres grandes etapas de una política (formula-
ción, ejecución y evaluación). Cada uno sigue una orientación particular. Cada autor, en
realidad, tiene sus preferencias, sus orientaciones, sus sesgos epistemológico, teórico y
metodológico, y si bien es cierto hay unas reglas comunes, conceptos que conforman la
base común a esta disciplina, en realidad uno puede observar que la interpretación y la
aplicación de estos conceptos varía de un texto al otro.
Desde luego, cada manual es, en sí, una propuesta metodológica que no necesaria-
mente se puede aplicar a nuestro objeto de estudio pues, a la hora de hacerlo, surgen

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dificultades y potenciales desencuentros con otros actores y analistas, que es bueno
entender desde el inicio de una investigación. Muy pocos autores se atreven a «jugar»
con los enfoques teóricos para analizar diferentes políticas sectoriales como Thomas
Dye en Estados Unidos, que aplica sucesivamente marcos analíticos inspirados del con-
ductismo (para las políticas de justicia y de salud), del pluralismo (para la política de
educación y la política fiscal), de las teorías de las élites (para las políticas de comercio,
de inmigración y de derechos civiles), de la elección pública (para la política energética)
o del institucionalismo (para el federalismo), etc. (Dye, 2010). La mayoría se contentan
con proponer tipologías que contraponen los enfoques top-down y bottom-up (Sabatier,
1986; Ingram y Scheider, 2008), los enfoques sociológicos y politológicos (Mény y Thoenig,
1992; Roth, 2014), los enfoques inductivos y deductivos (Howlett y Ramesh, 2003), etc.
Detrás de una discusión metodológica, hay en efecto una discusión política y una discu-
sión de opciones políticas. Veremos que, en ciertas épocas, la hegemonía de un enfoque
teórico de análisis y elaboración de políticas se da a costa de otros enfoques, de cierta
objetividad, de cierta integralidad en la identificación de las variables independientes.
La dificultad aquí es que el análisis o los estudios de casos pueden rastrear la presencia,
la influencia de distintas materias y enfoques teóricos. Por lo tanto —y a pesar de lo que
pretenden las guías de análisis, de diseño o de evaluación (Bardach, 2008; Smith, 2010)—
no existe el vademécum de las políticas públicas. La metodología de aquellas guías es
meramente descriptiva, no sirve mucho a la investigación científica que busca explicar,
por ejemplo, por qué una política fracasó, por qué se privilegió tal o tal problema en la
agenda de políticas, en qué incide el sistema de partidos en el proceso político, etc.
Como sabemos, estas preguntas no tienen respuestas si no se contestan otras, por ejem-
plo cómo medir el éxito o el fracaso de una política, y por lo tanto, qué indicadores
privilegiar para hacerlo.
Ello nos remite a tres tipos de preguntas de índole ontológica, epistemológica y teó-
rica. Las preguntas de orden ontológico son aquellas que atañen a la naturaleza de lo
real e informan sobre lo que qué hay de sustancial o de relativo, en el mundo que nos
rodea. A partir de estas preguntas, se formulan preguntas de orden epistemológico y
teórico, que informan sobre la manera de interpretar el mundo que nos rodea, desde
diversas disciplinas y formulando hipótesis. Lo que está en juego, aquí, es la naturaleza
de la relación entre el sujeto y esta realidad. Las preguntas epistemológicas no son del
dominio reservado de los científicos, pues cada ser humano tiene una postura epistemo-
lógica para explicar su relación al mundo, aunque no sea sistemática o explícita, y en
este sentido hasta los planteamientos epistemológicos son creencias. Finalmente, las
preguntas de orden metodológico atañen a la manera de conocer esta realidad, lo que
lleva a un conocimiento más sistemático.
Frente a la pregunta de si existe o no un mundo «real», dos posturas ontológicas son
posibles: una esencialista, que asume que el mundo se compone de objetos discretos
cuyas propiedades son independientes del observador, por lo tanto, existen verdades
absolutas e incondicionales, y una anti-esencialista, que asume que las realidades son
locales o particulares, las construcciones son elementos ontológicos de la realidad. Por
un lado, el afirmar: «yo creo que hay un mundo real alrededor mío y el objeto de la
ciencia es explicarlo» es una postura ontológica esencialista; por el otro, el afirmar que
no existe el mundo fuera de mi percepción o es una postura ontológica anti-esencialista.
¿Qué implican estas diferencias para la epistemología? Si considero que el mundo existe
fuera de mi percepción, asumo que el objeto de las ciencias consiste en identificar los
fenómenos mundanos para explicarlos.

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Aquí hay una primera disyuntiva, pues esta idea, que remonta a Aristóteles, plantea
el problema de qué es explicable y qué no lo es, qué es explicable hoy y qué lo podría ser
ulteriormente. ¿Es todo explicable? ¿o debemos asumir que ciertos fenómenos, aunque
sean observables empíricamente, no serán explicables por nosotros, por falta de conoci-
miento real, no especulativo? Ello conllevó a la primera reformulación del positivismo,
según la cual, en efecto existe un mundo objetivo, fuera de nuestras percepciones, pero
no todo este mundo es explicable y, desde luego debemos contentarnos con interpretarlo
(Popper, 1994). Según este «neo-» positivismo, hay ciertas cosas que explicaremos de
manera causal y otras que nos contentaremos con observar e interpretar, hasta encon-
trar una explicación. La ciencia no debe renunciar a observar este mundo por no poder
explicarlo. Ahí está toda la discusión a propósito del método de investigación que plan-
tea Popper y de la idea de «ciencia normal» que propone Kuhn.
Esta distinción entre ontologías esencialista y anti-esencialista, que remite a la opo-
sición entre la tradición empírica y la hermenéutica, permite dividir el campo del análi-
sis de políticas en dos: el positivismo, por un lado, que encuentra sus raíces históricas, a
inicios del siglo XIX, en el proyecto de Auguste Comte de estudiar los fenómenos sociales
como los fenómenos naturales, por lo cual aparecieron la sociología y, de manera más
general, las ciencias sociales (Aron, 2004); y el constructivismo, por el otro, que se origi-
na en la sociología de Émile Durkheim, que identifica la cohesión social como el produc-
to de hechos sociales, considerando que cada sociedad inventa identidades y creencias,
o que la cultura explica la estructura, los sistemas sociales son productos de culturas
locales (Durkheim, 1997). El proyecto de Comte fue reformulado en particular por Karl
Popper en los años 1930, para dar paso de una explicación naturalista de los fenómenos
sociales a una interpretación y a una concepción de la ciencia como un proceso de
descubrimientos irregulares que tienden a la explicación pero que pueden no explicarlos
(Popper, 1983).
En la concepción positivista de las ciencias sociales, los investigadores se esfuerzan
por contrastar las teorías con la realidad empírica, es decir averiguar si éstas resisten a
la realidad o si deben reformularse. Tras la crítica de Popper, según la cual las ciencias
sociales no se pueden equiparar con las naturales —por la naturaleza cambiante de su
objeto y su carácter reflexivo— el neopositivismo destacó la necesidad de medir los
hechos con indicadores y acudió a la formalización matemática para desarrollar sus
teorías. La idea sobre la cual se basan las ciencias sociales para ello es formular hipótesis
que, en la medida de lo posible, se traduzcan en propuestas medibles empíricamente
para predecir y controlar los fenómenos. Por ejemplo, en el análisis de políticas públi-
cas, se impuso el método del razonamiento marginal (incrementalism) o utilitarista,
haciendo hincapié en la formulación y la ejecución. Se enfocó en particular en las nego-
ciaciones entre grupos organizados para la defensa de intereses particulares (pluralismo
y corporativismo) y el cálculo basado en costos y beneficios para evaluar las alternativas
de políticas.
Sin embargo, hay una creciente crítica contra estos planteamientos, que no es pro-
pia del análisis de políticas ni de la ciencia política, y que tiene que ver con una discusión
en ciencias y filosofía de las ciencias, sobre cómo pensamos la realidad. La principal
crítica contra el positivismo es que mal interpreta el funcionamiento de la sociedad y se
declina en dos posturas: una pragmática y una paradigmática (Parsons, 2010). Desde el
punto de vista pragmático, si asumimos que cualquier conocimiento empírico está me-
diado o traducido por unos conceptos, entonces no podemos clasificar ni describir sin
interpretar. La teoría afecta tanto al objeto que nos interesa como a la manera en que lo

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interpretamos; los hechos que tomamos en cuenta para el análisis afectan a su vez a las
conclusiones que sacamos de la observación. Del punto de vista paradigmático, si asu-
mimos que la ciencia está dominada por distintos paradigmas, según el momento, que
afectan a las problemáticas y la manera como los científicos interpretan lo que obser-
van, entonces las ciencias no están «abiertas» y ciertos argumentos quedan excluidos de
antemano.
Al inverso, las críticas contra el constructivismo es que formula juicios y opiniones
sobre el mundo sin proveer con una base en la cual evaluar la validez de los argumentos.
Desde luego, no contribuye al conocimiento científico de los fenómenos sociales, puesto
que todos los puntos de vista (discursos, narraciones, historias, etc.) se equivalen. Si los
fenómenos sociales no se pueden objetivar porque las estructuras sociales no existen
independientemente, sea de las actividades que las sostienen, sea de la visión que com-
parten los actores de sus actividades (reflexividad), ó porque cambian con la acción de
los agentes, entonces es simplemente imposible analizar los hechos sociales de manera
científica. Por lo tanto es imposible hacer ciencias sociales.
Por último, los realistas enfrentan el fuego cruzado de la crítica de los positivistas y
de los constructivistas (Furlong y Marsh, 2010). Para los positivistas, no existen estruc-
turas no-observables: si asumimos la existencia de estructuras no-observables, entonces
los argumentos del realismo son inaveriguables y no pueden falsearse. Los constructi-
vistas rechazan el argumento de los positivistas y neo-positivistas según el cual las es-
tructuras causan la acción social, puesto que para ellos no hay estructuras independien-
tes de la acción social ni una base objetiva sobre la cual observar las acciones o deducir
las estructuras.
En términos triviales, contestar la cuestión ontológica es un acto de fe, es decir que
uno «cree» que el mundo es —en el sentido físico— de una manera u otra, y concreta-
mente, a partir de esta postura, el dilema consiste en saber si existen fenómenos discre-
tos, independientes del observador y del actor. Los «esencialistas» creen que sí, mientras
que los «relativistas» creen que no. Algunos autores consideran que las posturas ontoló-
gicas y epistemológicas nos obligan a elegir entre métodos opuestos y hasta irreducti-
bles, puesto que la formulación de las problemáticas de investigación y de las hipótesis
que les acompañan depende ante todo de la representación del mundo que privilegia-
mos (Furlong y Marsh, 2010). Por un lado, el razonamiento empírico, propio del positi-
vismo, postula la necesidad para el científico de establecer relaciones causales que mues-
tren que, ceteris paribus, existen fenómenos regulares y predecibles. Ello nos llevaría a
privilegiar los métodos cuantitativos y la observación directa de las conductas. Por otro
lado, el razonamiento interpretativo, propio del constructivismo, hace hincapié en el
entendimiento del mundo y renuncia a las explicaciones causales entre fenómenos, por
considerar que estos últimos son variables y las relaciones entre ellos son localizadas y
temporales. Ello nos llevaría a privilegiar los métodos cualitativos y el análisis de discur-
sos, para interpretar el sentido de la acción para los interesados.
Siguiendo este razonamiento, la resolución de un problema metodológico no resul-
taría de un conocimiento exacto, pues no hay una manera irrefutable de dirimir entre
dos ontologías: el mundo como un acervo de fenómenos explicables o interpretables,
por un lado, y el mundo como una construcción social, por el otro. Según lo que decidi-
mos, emprenderemos un camino u otro de manera irreversible. Sin embargo, esta dico-
tomía es demasiado reduccionista y no refleja a cabalidad la complejidad de los proble-
mas metodológicos de la investigación en ciencias sociales, especialmente en el ámbito
del análisis de políticas públicas. En particular, el establecer una relación determinista

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entre epistemología y metodología, es ignorar que los métodos no se encuentran en un
catálogo: se elaboran y se adaptan al objeto de estudio. De hecho, Paul Furlong y David
Marsh notan que muchos estudios utilizan variables cualitativas y cuantitativas para
analizar los factores estructurales no-observables directamente y sus efectos. Pero su
razonamiento es circular, puesto que esta metodología «mixta» es a la vez deducida del
enfoque realista y lo define. La razón de esta inconsistencia radica en el hecho que no se
trata de un enfoque epistemológico sino de uno teórico.

La cuestión de los paradigmas

Otros autores identificaron cuatro «paradigmas», en función de su ontología, episte-


mología y metodología: el positivismo, el post-positivismo, la teoría crítica y el construc-
tivismo (Guba y Lincoln, 1989 y 1994; Roth, 2008). Según ellos, el post-positivismo
comparte con el positivismo la premisa según la cual existe una realidad discreta, pero
discrepa en cuanto a los medios de entenderla, pues múltiples factores vuelven compleja
cualquier explicación causal. Este «paradigma» se niega a separar los hechos y los valo-
res, puesto que considera que los primeros están «cargados de valor», y critica la experi-
mentación como método exclusivo de investigación. Considera que la objetividad es un
ideal hacia el cual tiende la investigación, mediante la refutación de las teorías ya formu-
ladas o la proposición de otras explicaciones del mundo que fundamentan teorías alter-
nativas. La teoría crítica ve a las políticas públicas como unos mecanismos de reproduc-
ción de dominación, gracias a un control de las expectativas de los ciudadanos. Su cons-
trucción histórica resulta de una selección condicionada de las demandas sociales,
mientras que su ejecución es un proceso que modifica la infraestructura comunicativa
de la sociedad. Por último, el constructivismo, considera que la realidad no está por
descubrir sino por construir: cualquier actor puede decidir lo que es o no es racional, en
función de sus prejuicios y valores. En este sentido, la realidad es socialmente construi-
da, el individuo construye el mundo y reflexiona sobre él, su representación del mismo
depende de procesos sociales, políticos y culturales. Las ideas juegan un papel prepon-
derante en la formación de las políticas públicas: se adopta una política porque es más
creíble que otra, no porque se ampara a un razonamiento científico. Esta premisa lleva
a enfocar el análisis de políticas en los discursos, las historias de vida (etc.) y aplicar
conceptos y métodos inspirados de Michel Foucault (post-estructuralismo).
En esta taxonomía, la teoría crítica es una categoría un poco perdida, pues remite a
un problema teórico (no epistemológico). Según Guba y Lincoln, la teoría crítica sirve a
los críticos del positivismo para mostrar que la acción pública puede interpretarse a
partir de la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas. En la teoría de la
acción comunicativa, las ciencias nacen de un postulado teleológico: una necesidad de
explicar y, desde luego, una manera de explicar el mundo (Habermas, 2001). El conoci-
miento precientífico puede ser un conocimiento teológico, lo que producen los textos de
las religiones reveladas es un conocimiento abstracto de esta relación entre el sujeto y el
mundo, no solo terrenal. Luego el razonamiento científico coadyuva a poner en cuestión
las verdades teológicas, lo que puede tener una doble dimensión: una metafísica, no
demostrable, que escapa a un razonamiento positivista, y una racional, demostrable.
Por ejemplo, la vida de Jesucristo es una hecho racionalizable, sus milagros no lo son.
En realidad hay pocos análisis de políticas públicas de esta índole. Donde encontramos
huellas de la teoría crítica, en particular de la Escuela de Fráncfort, es en los estudios

15
que analizan las políticas como algo instrumentalizado por una clase social a través del
Estado, para mantener el control sobre otra clase. Lo que se publican son estudios de las
políticas públicas, que ha reciclado, en cierta forma, ciertos planteamientos como aque-
llos relacionados con la teoría de la acción comunicativa (Fischer, 2004 y 2007; Fischer
y Forester, 1993a).
La crítica anti-positivista de Guba y Lincoln ha inspirado a otros autores, para dife-
renciar lo que consideran como los principales enfoques teóricos de análisis de políticas:
la escuela de la elección pública (public choice), el análisis y desarrollo institucional
(institutional analysis and development), el marco de análisis de coaliciones promotoras
(ACF, por Advocacy Coalition Framework), el análisis de referenciales globales-sectoria-
les y el análisis deliberativo de políticas. Según André Roth, los dos primeros son de
corte empírico o positivista, es decir que proponen teorías para explicar las políticas y
tratan de validarlas o refutarlas con base en pruebas empíricas (Roth, 2008 y 2014). Los
tres otros proceden de un enfoque «post-empírica» o constructivista, que refuta la utili-
dad de pruebas empíricas y propone estudiar las políticas públicas como construccio-
nes discursivas que se expresan a través de narrativas. Las políticas estarían hechas con
palabras e ideas, frutos de percepciones cognitivas y estéticas, lo cual haría del análisis
de políticas un arte, más que una ciencia. Roth critica la intención de equiparar las
políticas públicas a un objeto exógeno al proceso científico, que es explicable por falsa-
bilidad, acudiendo a métodos experimentales, a la observación, etc. Más bien, plantea
estudiar las políticas como construcciones discursivas que se expresan a través de narra-
tivas. Entonces, es un paso más en el rechazo a la objetivación de las políticas.
A nivel de la toma de decisión hay una primera operación de subjetivación que con-
siste en contar una historia, elaborar un discurso alrededor de la política para «legiti-
mar» sus actos (Majone, 1997). Esta primera operación nos alejaría de la posibilidad de
elaborar una teoría empíricamente comprobable. El segundo nivel de subjetivación está
en el análisis y conlleva a la refutación de la noción de prueba o de validación de teoría.
Según este planteamiento, una política es adoptada porque es más creíble que las otras,
no porque es más útil (en el sentido positivista), ni más fundamentada racionalmente.
Aquí hay una idea muy importante, en particular para quien inicia o descubre el análisis
de política y hace el esfuerzo de detenerse a preguntar qué es una política y desagregar el
proceso de toma de decisión.
Este proceso abarca una multitud de operaciones, desde el momento cuando un
problema no existe en tanto problema de política (para el gobierno) sino como proble-
ma social (para una categoría o un sector de la población), hasta el último momento, en
que se producen estudios para medir el impacto de tal decisión o de tal gasto sobre un
problema o un indicador. Cuando empecemos a detenernos en la complejidad de los
fenómenos que conllevan a una decisión, entendemos que es un hito pensar las políticas
como algo «creíble». Podríamos pensar a priori que una política resulta de un proceso
subjetivo, de improvisación o de prueba-error, pero en realidad no lo es, es también un
proceso de convencimiento de que la decisión que se tomó era idónea. Y esta relación se
da tanto entre la persona que toma una decisión y el supuesto público o la ciudadanía,
como entre esta persona y su equipo de trabajo o su administración. Hay varios niveles
de interacciones entre los que se juega la credibilidad de una política o de un argumento
para una política.
La noción de «paradigma», tal como la utilizan Guba y Lincoln, no presenta un
interés conceptual particular, más allá de su dimensión descriptiva. Ellos consideran
que un paradigma es una construcción subjetiva del mundo y, por lo tanto, no es nada

16
científico. Si un paradigma es un conjunto de creencias básicas que define la naturaleza
del mundo, el lugar de los individuos y el abanico de posibles relaciones entre este mun-
do y sus partes, entonces las cosmologías, las teologías dan claves interpretativas de
dónde está nuestro lugar, dónde estamos en la Tierra, en el universo, etc. Estas creencias
responden a una serie de preguntas de orden ontológico, epistemológico y metodológi-
co. Un paradigma, concluyen Guba y Lincoln, es un conjunto de respuestas que se dan a
estos tres tipos de preguntas.
No obstante, la cuestión de los paradigmas en ciencias sociales es ineludible y re-
quiere ser abordada antes de definir el ámbito del análisis de las políticas públicas, para
evitar tener constantemente un ruido, como suele pasar con ciertas palabras que han
perdido mucha precisión a medida que se generalizaba su uso. Cabe anclar esta discu-
sión en la revisión del texto de Thomas Kuhn sobre las revoluciones científicas, empe-
zando por recordar que es un concepto metafórico, más que analítico (Kuhn, 1971).
Según la definición operativa que propone Kuhn, un paradigma es un sistema de creen-
cias básicas o una visión del mundo, que orientan al investigador, no solamente en la
elección de métodos sino también en la definición de una postura ontológica y episte-
mológica.
No hay una teoría de los paradigmas en Kuhn, es un error decir, como lo hacen Guba
y Lincoln, que Kuhn desarrolla una teoría de los paradigmas (Guba y Lincoln, 1994). Lo
que él propone es una teoría de la ciencia y acude a la noción de paradigma para explicar
el cambio de una teoría científica a otra y la manera en que se transforma un acervo de
teorías en función de la emergencia de nuevas teorías. No existen paradigmas fuera de
las relaciones entre teorías científicas. Kuhn recurre a las nociones de construcción
subjetiva, de creencias, de metafísica, solamente para caracterizar una dimensión del
paradigma, no es que un paradigma equivale a una visión del mundo. Por otro lado, él
no dice que un paradigma es la combinación de una ontología, una epistemología y una
metodología. La interpretación de Guba y Lincoln es que el núcleo de las discusiones
entre las teorías o de las confrontaciones entre teorías científicas es ontológico, episte-
mológico y metodológico, pero eso no está asociado con la noción de paradigma en
Kuhn. Podemos asumir la definición de estos autores, según la cual un paradigma es
esta combinación, pero no es la única forma de definirlo. (Volveremos sobre este punto,
a propósito de la relación que se puede hacer entre ontología, epistemología y metodolo-
gía, en ausencia de teoría. Suponiendo que exista esta relación, cosa de la cual dudo,
faltaría un punto, que es el nivel teórico de la discusión.)
Al hablar de paradigma, Kuhn busca un punto de inflexión en el proceso de elabora-
ción de las teorías científicas. Resumimos brevemente su propuesta. Existe un momen-
to en la discusión interna a la ciencia y entre distintas ciencias, en el cual las comunida-
des epistémicas han llegado a un acuerdo sobre la definición de problemas (los proble-
mas científicos «válidos»), sobre el protocolo de experimentación u observación de estos
problemas, en busca de una resolución científica, y sobre una formulación de ciertas
explicaciones o interpretaciones llamadas teorías. En una etapa de «ciencia normal»,
según la expresión de Kuhn, estas comunidades desarrollan su actividad en un marco
relativamente estable en el cual pueden dialogar. Esto es un punto fundamental: existen
las condiciones de un diálogo y de una confrontación de las hipótesis y los resultados
entre los distintos actores de esta comunidad. Pero cuando una comunidad científica
descarta cualquier consideración que no se enmarca en el paradigma dominante y se
interesa únicamente por los resultados que lo confirman, Kuhn habla de «inconmensu-
rabilidad» de los paradigmas.

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Viene un momento en que una teoría empieza a ser rebatida y disputada por otra, lo
cual puede partir de una visión del mundo. Pensemos en la revolución copernicana: no
es que no se conocía la teoría heliocéntrica, sino que se desconocía la validez del proce-
dimiento, por razones teológicas, lo que llevó a que la astronomía moderna se atrasara
de varios siglos en el mundo católico romano (Boorstin, 1986). Pero más allá de esta
visión del mundo, que consiste en este caso en decidir si la Tierra está en el centro del
universo o si es un elemento del sistema solar, sea por acto de fe o como una teoría
científicamente comprobable, los científicos elaboran explicaciones de ello. Hay un
momento metafísico en el proceso de investigación, pero este proceso no se resume en la
validación o invalidación de un acto de fe, lo que hacen las ciencias es elaborar argu-
mentos, instrumentos, tecnologías, que permitan acercarse a un conocimiento empírico
de los fenómenos. Entonces, cuando una teoría entra en contradicción con otra o cuan-
do deja de ser hegemónica es que un paradigma entra en crisis. Más allá de la teoría
propiamente dicha, es una construcción del mundo que se pone en cuestión. De ahí
viene, quizá, la tentación de algunos autores de ver en este proceso uno de construcción
social o de ver los paradigmas como construcciones sociales (Surel, 2008). Pero en rea-
lidad no es sino una interpretación de un problema, por supuesto hay una dimensión
construida en aquellos fenómenos, pero no significa que esta construcción sea subjetiva.
En Kuhn, esta construcción debe fundamentarse en procesos científicos. Cuando se
resuelve la crisis, hay una estabilización de la discusión y del acervo de argumentos
explicativos alrededor de una nueva teoría o de un nuevo conjunto de teorías que van a
definir un nuevo paradigma.
Esto nos interesa particularmente, pues lo podemos observar, no solo en el análisis
de políticas sino en las ciencias sociales en general. Podemos entender la metáfora de
Kuhn de una ciencia normal en ciencias sociales, cuando entendemos que hay una crisis
de los paradigmas, como la del marxismo a finales de los años 1980. Este paradigma
entró en crisis por varias razones —en este caso hay fenómenos políticos y geopolíticos,
como la Perestroika luego el colapso del socialismo real en la Unión Soviética— y fue
disputado, incluso con cierta violencia, por otro paradigma que conocemos como «neo-
liberal». Este último atraviesa a varias disciplinas (lo que es propio de un paradigma),
no es sociológico, económico o histórico, sino tomado prestado de varias disciplinas
para avanzar en su propósito. Por otro lado, el argumento de validez se puede medir de
manera tangible, no es una cuestión de convicciones ni de fe. Entonces, aquí aparece la
idea —interesante para la teoría de las ciencias— de un conocimiento discontinuo: los
conocimientos no se basan en un acumulado de conocimientos anteriores, mas hay
varias teorías en pugna y en un momento una toma más importancia, se vuelve hegemó-
nica frente a las demás y se impone, desde luego, como el elemento referencial en la
elaboración de otras teorías.

Empirismo y principio de falsabilidad

El nivel teórico no es el nivel paradigmático, es un nivel de construcción de sentido


stricto sensu. Puede ser una construcción abstracta, es decir un enunciado tautológico.
Por ejemplo si digo que estoy aquí, significa que no estoy en otro lugar. Luego hay que
comprobar esta afirmación y averiguar empíricamente si estoy aquí, en efecto. Traduz-
camos esta tautología útil por: el nivel de pobreza de una población se define por el
ingreso cotidiano de las personas. Si asumo este planteamiento desde un enfoque posi-

18
tivista, puedo decir entonces: es pobre, cualquier persona que vive con menos de N
dólares de Estados Unidos al día. Por lo tanto, cualquier persona que vive con más de N
dólares al día no es pobre. Obviamente, esto es muy discutible y muestra tanto los lími-
tes del razonamiento contrafáctico y como la dificultad de generar consenso alrededor
de unas políticas públicas. Con esta ilustración vemos que, si bien para ciertas escuelas
existe una definición científica de la pobreza, para otras esto es muy discutible y hasta
dudoso. Ahí es donde vamos a encontrar el sentido de una discusión sobre las teorías
científicas y entender que hay una dimensión teórica en la discusión sobre las políticas
públicas.
Sin resumir aquí la reflexión de Popper sobre la lógica de la investigación científica
(Popper, 1994), es fundamental superar la contraposición entre empirismo y post-empi-
rismo para entender por dónde va, hoy, el conocimiento o la práctica de las ciencias en
el ámbito de las políticas públicas. Cabe preguntarse si es legítimo pretender dar una
explicación científica a estos fenómenos, pues la crítica ha sido tan virulenta, tan violen-
ta desde los años 1980, que a veces da la impresión (por ejemplo en los congresos acadé-
micos o en las propuestas de tesis que recibimos con los enfoques teóricos que privile-
gian los estudiantes) que hay un abuso del rechazo a este planteamiento inicial, que era
el planteamiento de los pioneros: dar un conocimiento lo más exacto posible de las
causas y efectos de una decisión, explicar de una manera racional por qué una decisión
es mejor que otra.
Cuando uno tiene que manejar una cartera de varios millones de dólares, no se pue-
de equivocar mucho, sobre todo si tiene que rendir cuentas de qué se hizo con este
presupuesto. Ello pone mucha presión en la agencia del Estado que está a cargo de la
ejecución de esta cartera y, por lo tanto, da mucha importancia a la experticia y la aseso-
ría. En este sentido, hay que reconsiderar la crítica académica —por cierto fundamenta-
da, y veremos que ayudó mucho a entender mejor que una política no es una cosa natu-
ral ni de sentido común— pues hemos ido demasiado lejos y ello ha dado lugar a una
escisión en el campo entre dos maneras de proceder. La una es cada vez más ajena a la
toma de decisión y se califica de manera peyorativa de «académica» o «teórica», en el
sentido de intelectualizada. La otra es demasiado funcional a la toma de decisión, se
concentra en aspectos micros que permiten, a lo mejor, tomar decisiones coyunturales
pero no dan una explicación de conjunto, sistémica y, por lo tanto, no permiten llegar a
generalizaciones. Ahora bien, como lo hemos experimentado con los planes de ajuste
estructural en América Latina y el Caribe, una buena decisión tomada en un momento y
en un contexto nacional dado no es necesariamente extrapolable a otros países. Ello
significa un enorme costo de prueba-error, si constantemente tenemos que probar cada
vez que una medida tiene un efecto positivo, como en el caso de las transferencias con-
dicionadas en el ámbito educativo, en el ámbito de la salud, del desarrollo, la equidad de
género, la diversidad cultural, etc. Hay un sinnúmero de estudios de este tipo de progra-
mas porque son de los pocos casos de políticas públicas que han sido generalizables. No
es el caso de las políticas de empleo ni de las políticas industriales.
Entonces pensemos en esta escisión a la hora de debatir sobre la «ciencia de las
políticas» o el aporte de las ciencias sociales al proceso y al análisis de las políticas
públicas. Hay dos puntos que nos interesan particularmente en Popper, al respecto: el
criterio de demarcación y el principio de «falsabilidad» (Popper, 1994). El primero deli-
nea la validez del razonamiento científico por la noción de sentido, a partir de tres
planteamientos: existen fenómenos objetivos, discretos, alrededor de los observadores
(y por lo tanto de los científicos). El rol de los científicos consiste en explicar estos

19
fenómenos, encontrar leyes explicativas y predictivas a partir de la observación empíri-
ca. Cualquier fenómeno que no es explicable de esta manera (a partir de la contrastación
de una teoría y de la realidad empírica) no es un problema válido para la ciencia. A
partir de esto, se crea un parte de aguas entre las ciencias empíricas y metafísicas. Para
Popper, la primera regla que debemos establecer es esta demarcación, es una metanor-
ma según la cual podemos empezar a discutir de la teoría T, en la disciplina D, siempre
y cuando estemos de acuerdo sobre el protocolo de investigación. El problema radica en
asumir que hay un criterio de distinción entre la metafísica y las ciencias empíricas, que
no aniquila la metafísica pero la delimita, la ubica en su sitio y la deja fuera de la inves-
tigación científica.
El principio de «falsabilidad» fue propuesto por Popper en los años 1930, en una
discusión sobre el primer positivismo (Popper, 1983). Esta operación consiste en con-
centrar sus esfuerzos en lo que se puede refutar de una teoría, no en forma inductiva (i.e.
partiendo de la observación de fenómenos para elaborar teorías) sino en forma deducti-
va (i.e. partiendo de la formulación de teorías para confrontarlas con la experiencia). Es
un camino muy cercano al análisis de los fenómenos sociales, cuando elaboramos mar-
cos explicativos o interpretativos y observamos los datos empíricos para validarlos. Hay
un ejercicio imbricado de teorización y observación que es constante en ciencias socia-
les. Pero antes de formular métodos de investigación y cómo proceder a la refutación o
validación de teorías, tenemos que ponernos de acuerdo en la definición de reglas míni-
mas si queremos desarrollar una discusión científica, dentro de una disciplina, dentro
de una comunidad epistémica, dentro de una sociedad.
Esto es muy interesante pues, cuando hablábamos de los paradigmas como visiones
del mundo, no estábamos lejos de pensar que se trataba de conceptos metafísicos. El
«paradigma» de la elección racional, el neoinstitucionalista, el de la teoría crítica, ¿serán
metafísicos? Para los naturalistas (o los positivistas clásicos), esto quedaría excluido de
la ciencia puesto que ellos definen la validez de los problemas científicos por la posibili-
dad de explicarlos. Popper reformula este planteamiento a partir de lo siguiente: existe
una relación entre la metafísica y las ciencias empíricas en la medida en que las ideas
pueden partir de convicciones o de valores no explicables científicamente, es decir que
hay una dimensión metafísica al origen de un razonamiento científico o de una teoría
científica. (Es precisamente lo que decíamos a propósito de los paradigmas de Kuhn.)
Según Popper, no podemos descartar ni descalificar esto como no-válido pero podemos
dejarlo de lado. Este cambio es importante, porque asume que hay una dimensión cons-
titutiva del proceso científico que queda (temporalmente) fuera de la investigación cien-
tífica, aunque no sea ajena a la ciencia.
La idea según la cual los enfoques epistemológicos y metodológicos parten de una
contraposición entre el positivismo y el constructivismo se basan en una falsa dicoto-
mía. Precisamente, hoy la producción científica en ciencias sociales no se enmarca en el
positivismo o el constructivismo, sino entre estos extremos. Es posible que, por un lado,
haya una fuerte influencia del positivismo pero si observamos el mapa de teorías en
ciencias sociales, está relativamente marginalizado y donde persiste este enfoque, es un
enfoque híbrido que se denomina como «neopositivismo» o (lo que es menos adecuado)
«post-positivismo». Al opuesto, es muy indefinido el constructivismo, pues se parece a
un atrápalo-todo que retoma expresiones muy diversas, de las más radicales (como el
culturalismo), que niegan hasta la existencia de fenómenos sociales discretos, hasta las
que se prevalen de un «constructivismo moderado» (Muller, 2000; Lascoumes y Le Galès,
2009), como veremos más adelante.

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En este sentido, es discutible la tesis de Furlong y Marsh, según la cual existe una
relación sistemática entre ontología y epistemología. Por un lado, las posturas ontológi-
cas evolucionan de manera mucho más lenta que las epistemológicas; por el otro, el
proceso científico, que consiste en elaborar teorías, contradice la idea de posturas onto-
lógicas estáticas, salvo en el caso de la existencia de Dios. La experiencia del sujeto en el
mundo le lleva a cuestionar constantemente el uno o el otro planteamiento. Por esta
razón, es mucho más simple partir de una concepción dinámica del proceso científico,
como la de Kuhn y Popper, que de una idea estática. Una postura ontológica no es
determinista, salvo a un nivel muy abstracto, como el acto de fe, el punto de partida de
la discusión sobre la existencia de Dios: uno cree o no cree, no hay otra alternativa, luego
hay varias formas de creer. Ahora bien, el problema real en la vida es una relación, una
situación del sujeto en el mundo. Por cierto, si creemos en Dios podemos buscar en la
vida cotidiana todos los signos de su existencia; según el dogma que profesamos, el
mundo que nos rodea tendrá una mayor o menor compenetración con Dios. Pero fuera
de este planteamiento teológico, tenemos que enfrentar el problema constante de vali-
dar la hipótesis o la intuición de si existe o no lo que nos rodea.
En el transcurso de la historia de la ciencia —y por lo tanto de las ciencias sociales—
surgen tesis que encuentran un eco variable en las comunidades científicas, y ganan en
robustez a medidas que se validan por estudios empíricos. Por ejemplo, si afirmamos
que las conductas se justifican por el interés de los actores individuales, antes de ser una
teoría, esto es una hipótesis. Luego podemos multiplicar los experimentos o las observa-
ciones para consolidar esta tesis y elaborar una teoría. ¿Cuál es el elemento que transfor-
ma una tesis en teoría? Es cuando la interpretación de un comportamiento social se
vuelve el punto de partida de la observación de los comportamientos sociales, se vuelve
un referente teórico para un análisis económico, sociológico, sicológico (etc.) de las
conductas, hasta ser rebatida por otra tesis. Según si estas preferencias o estos intereses
son sobredeterminados por otros aspectos (por ejemplo por la educación, el contexto
político en el cual evolucionan los individuos), la noción de interés o de preferencia no es
la misma y se vuelve a desarrollar el mismo proceso: lo que es una hipótesis debe validar-
se para imponerse como una teoría.
Se puede pasar de una tesis (algo que afirmo y averiguo tras aplicar un protocolo de
investigación) a una teoría (un conjunto sistemático de ideas sobre un tema), a través
del ejercicio de experimentación, de averiguación o de confrontación con otras tesis. Es
decir que hay distintos grados de teorización que dan lugar a distintos grados de robus-
tez a un razonamiento. Entonces, al hablar del «giro argumentativo», de la «revolución
conductista» o del «neoinstitucionalismo», nos referimos a fenómenos constitutivos de
una comunidad epistémica (con su lenguaje, sus valores, sus conceptos, su visión del
mundo, etc.). Este estatus particular se debe a la robustez que los científicos reconocen
a esas teorías. De este proceso de consolidación pueden surgir paradigmas, pues un
paradigma no es sino un acervo de teorías que se estabilizaron durante un período dado.
Más allá de la discusión sobre la representación —pensemos otra vez en el paradigma
heliocéntrico y en la revolución copernicana— y de los ejemplos que usa Kuhn, pode-
mos asumir que algo se estabiliza, que incluso trasciende los límites de una disciplina.
Retomando el ejemplo de la pobreza, la manera más provocativa y hasta trivial de
decirlo es: «la pobreza no es una construcción social», la construcción social es el hecho
de los científicos pero la pobreza es una situación, una condición existencial de la que se
puede salir o no, en función de las capacidades del sujeto y del contexto (social, econó-
mico y político) en el que evoluciona. La pobreza es un hecho objetivo, pues el no poder

21
comer, por falta de recursos económicos, más de una cierta cantidad de calorías al día
genera desnutrición, eso no es una visión del espíritu. Lo que es una construcción social
es la manera de medir la pobreza y eso es un problema de política pública. En efecto,
más allá de un discurso que puede ser político —pensemos en la afirmación «no somos
pobres», que escuchamos entre ciertas comunidades indígenas y organizaciones ecolo-
gistas en la cuenca amazónica— cabe preguntarse quién es pobre, en particular desde el
punto de vista del Estado. Ahí hay una construcción social, porque todo es cuestión de
definición, la definición de la pobreza es una convención, no hay un consenso universal
y atemporal en torno a lo que significa «ser pobre» (ni tampoco lo hay sobre lo que
significa «ser violento», «ser machista», etc.). Esta convención permite tomar decisiones
y no es estática, es parte de un proceso.
En segundo lugar, no se justifica anclar los enfoques metodológicos en unas posturas
epistemológicas, como lo hacen Furlong y Marsh, ni relacionar el positivismo con los
métodos cuantitativos, el constructivismo con los cualitativos y el «realismo» con méto-
dos mixtos. Ya vimos que participa de un razonamiento circular, que consiste en encon-
trar la consecuencia en la causa, equivale a decir que la observación nos hace pensar, por
ejemplo, que los positivistas utilizan métodos cuantitativos, cuando lo que define el po-
sitivismo es precisamente la necesidad de datos cuantitativos. Al opuesto, si los cons-
tructivistas niegan la posibilidad de una explicación causal entre dos hechos, no necesi-
tan datos cuantitativos (es más, el valor de este tipo de datos es nulo), sino para decons-
truir el sentido que tiene para los actores, lo que les lleva a una regresión infinita (el
demostrar que algo resulta de una construcción social es en sí un ejercicio de construc-
ción social). Por otro lado, estos autores dejan entender que el dato cuantitativo es más
científico que el dato cualitativo. Ahora bien, este tipo de datos es una construcción, no
solo desde un punto de vista constructivista sino también desde un punto de vista neo-
positivista, es decir que es elaborado para servir ciertos propósitos, no existe un dato
cuantitativo en la naturaleza. Eso induce, por lo tanto, que la información cualitativa
sea necesaria, complementaria de la información cuantitativa. Ésta procura informa-
ción sobre el contexto y provee con conocimiento sobre el comportamiento humano y
las conductas de los sujetos, corrige las imprecisiones, los desequilibrios o las contradic-
ciones que pueden generar los datos cuantitativos.
Por último, al no ser que estiremos el sentido del constructivismo y del positivismo,
no tiene interés asimilar los enfoques interpretativistas a un «paradigma» constructivis-
ta. En este sentido, en la sucesión histórica de debates teóricos, lo que antecedió la
emergencia de este último es un enfoque racionalista en el cual se tomaron en cuenta
cada vez más elementos subjetivos. Desde el momento en que se asumió que la raciona-
lidad de los actores es limitada (Simon, 1944), el racionalismo dejó de ser un racionalis-
mo «absoluto», entonces hasta el conductismo incorpora algún grado de constructivis-
mo. Por otro lado, los enfoques neoinstitucionalistas en historia, en economía, luego en
sociología y en ciencia política, que se multiplicaron paralelamente a los cognitivistas
también incorporan algún grado de constructivismo. La idea enunciada por James Mar-
ch y Johan Olsen para rebatir el argumento conductista, en su artículo seminal sobre el
neoinstitucionalismo sociológico, es que los intereses están determinados por las creen-
cias (March y Olsen, 1984). Entonces, el problema no radica en contraponer un paradig-
ma constructivista a uno positivista, sino en descender a nivel teórico para ver cierta
consistencia entre un acervo de teorías, aunque sea para acordar en que no se ponen de
acuerdo —por la inconmensurabilidad de las teorías—, pues el simple hecho de poder
dialogar o competir, hace que existen.

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En los capítulos que siguen, se organizará la discusión alrededor de tres tipos de
enfoques teóricos de análisis de políticas públicas: los conductistas, los cognitivistas y
los neoinstitucionalistas. Esta tipología se basa en las problemáticas privilegiadas por
cada autor u autora y por sus respectivas hipótesis. Pero antes, es necesario definir con
mayor precisión el objeto de análisis y explicar cómo este ha sido abordado hasta el
periodo contemporáneo.

Las políticas públicas como objeto de estudio

Definición del objeto

Para definir qué es una política pública, tenemos que distinguir entre dos fuentes de
sentido. Hay un sentido que viene de la Constitución, de las leyes o de los programas
explícitos, todo lo que produce el Estado, pero no podemos asumir que la definición que
dan estas fuentes es la definición válida, aunque sea la que utilicen los actores políticos
y administrativos. A nivel del análisis, no es esto el problema, lo que deberíamos hacer es
medir el grado de precisión y la utilidad para el proceso político de la definición que da
una ley, un órgano del Estado. Pero para medir esto, necesitamos algo más y tenemos
que ubicarnos en un punto fijo, del cual podamos comparar lo que se dice en un lugar u
otro, en un momento u otro, de la naturaleza de una política. De hecho, a menudo es
muy confuso. Esto alude a la relación entre el enfoque teórico privilegiado, el tipo de
problemas tratados o la prioridad dada a estos problemas y las respuestas a estos pro-
blemas. Los tres aspectos están relacionados entre sí, no hay una postura neutral ni
objetiva: todas las posturas son discutibles. Lo más objetivo al cual podemos llegar es
una discusión entre posturas subjetivas. Al fin y al cabo, nuestra definición de una polí-
tica pública debe poder ser discutida, contraponerse con la definición de nuestro inter-
locutor o interlocutora. Ahí está la objetividad, no es que tengamos una definición obje-
tiva, ni él o ella. Por lo tanto, el gobierno, la Corte Constitucional o la Asamblea Nacional
no están más calificadas que la organización social, el think tank o la Academia para
definir una política pública. No es porque el funcionario del Estado es responsable de la
política que sabe mejor cómo analizarla.
Para iniciar la discusión sobre la relación entre lo político, la política y las políticas
preguntémonos cómo en el sentido común se plantea el problema de las políticas públi-
cas o si existe una preocupación por las políticas públicas. Tenemos un universo intere-
sante en la oferta docente de ciencias sociales en América Latina, pues las gran mayoría
de las carreras tienen algo que ver con una o varias políticas públicas. Por ejemplo, si
uno revisa la malla curricular de las maestrías de la Facultad Latinoamericana de Cien-
cias Sociales (FLACSO), siempre hay al menos una materia que atañe a las políticas
públicas (políticas de género, políticas interculturales, políticas de desarrollo, etc.). En
todos los programas (incluso en antropología, en estudios de género, en economía, en
relaciones internacionales, en estudios urbanos, en desarrollo territorial, etc.) hay una
conexión entre el análisis de problemas de sociedad y la acción, la práctica concreta de
la política. Sin embargo, la manera de abordar esta relación está precisamente plantea-
da al revés de lo que se acaba de presentar como el planteamiento inicial del análisis de
políticas públicas. Es decir que, en todos estos programas, las políticas son variables
independientes de problemas de sociedad; lo que interesa analizar en primer lugar —
aunque esto evolucione luego en función de la profundidad de las investigaciones lleva-

23
das a cabo— es cómo una política afecta la pobreza, el comercio exterior de un país, el
monto de la deuda externa, la equidad de género, etc.
Esto es la manera más común de abordar las políticas públicas, es una manera un
poco utilitarista de pensarlas y en muchos casos vemos las políticas como algo acoplado
a otra cosa, a veces por fines meramente de marketing, como para vender un libro o un
evento público. En general, las políticas públicas son consideradas unas variables inde-
pendientes de la vida social, política y económica de un país; se las considera como un
elemento explicativo de los problemas que enfrenta una sociedad en un momento deter-
minado. En este sentido, una política pública es una respuesta a demandas (implícitas o
explícitas), que corresponden según el caso a derechos o necesidades. Para la antropolo-
gía, la política de educación intercultural es una respuesta a la necesidad de la población
indígena de contar con programas, materiales, docentes y pedagogía propia, que respe-
ten su identidad cultural y su derecho a la diversidad. Para la economía, la política
económica es una respuesta a las necesidades de la población de beneficiarse de los
intercambios comerciales y del aparato productivo en términos de empleo, acceso a
bienes y servicios, bienestar, etc. Para la ecología, la política ambiental es una respuesta
al derecho de la población de contar con un medio ambiente sano y libre de contamina-
ción, eventualmente para contribuir a la preservación de la diversidad de las especies
biológicas (incluso la especie humana). Para los artistas, la política cultural es una res-
puesta a la demanda de contar con un entorno creativo, que garantice el acceso al espa-
cio público, la mayor difusión de sus obras y de contar eventualmente con financia-
mientos públicos.
El punto común a estos enfoques es que una política no constituye un problema en
sí, sino la respuesta a un problema o parte de un problema más general, que puede ser el
racismo, la pobreza, la crisis ambiental o la protección del patrimonio cultural de una
nación. Ahora bien, uno esperaría tener insumos para entender de qué políticas públi-
cas se está hablando. Si alguien toma un curso sobre las políticas de género, primero le
interesa ver si existe algo como una política de género en un país dado, luego si esta
política es una política sectorial (con su respectiva agencia estatal encargada) o si es un
eje transversal entre otros (con una vaga contraparte en el organigrama del gobierno o
en la administración pública). También le gustaría saber qué presupuesto se dedica a
dicha política. Por último, está bien que todos estemos a favor de la equidad de género,
pero ¿qué costo tiene esto? y ¿cómo haremos para lograr este objetivo? (si es un objetivo
de la(s) política(s) de un gobierno). En realidad, observamos que las políticas públicas
figuran en telón de fondo y muy rara vez se discute de sus aspectos sustantivos y proce-
dimentales. Se habla más bien de los aspectos relacionados con muchos problemas
(como la situación de un grupo social particular y sus expectativas ante el Estado, even-
tos externos, etc.) pero a la hora de analizar una política en particular, andamos por las
ramas.
Es ahí donde se justifica una discusión epistemológica sobre lo que aporta el análisis
de políticas públicas y lo que aportan de manera más general los ejercicios especializa-
dos, avatares de las «ciencias de las políticas», que abordaremos a lo largo de este libro.
De lo que se trata es precisamente bajar de un nivel macro-teórico, en el cual las políticas
públicas son parte de un acervo de problemas que no se acaba de entender por falta de
métodos sistemáticos, a un nivel intermedio de teorización, para contar con claves ana-
líticas y ver el detalle del proceso o del objeto «política pública». El «detalle» se refiere a
una doble dimensión: una temporal, que se puede asimilar a un ciclo de política, y una
temática, que incluye temas sectoriales e instrumentales. No se requiere de los mismos

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métodos ni de los mismos conceptos, no se identifican las mismas variables en todas las
políticas sectoriales; tampoco se equiparan la organización institucional, los recursos
financieros, los planes de acción y programas, los actores movilizados para políticas de
distintas índoles.
Desde luego surge la pregunta de cómo delinear el ámbito y el alcance del análisis.
Eso empieza por definir qué son las políticas públicas. Asimilar una política pública a la
resolución de problemas, como lo plantea Lasswell (1970), es algo reductor. En realidad
hay actividades que no consisten en resolver problemas (como la planificación y mu-
chas tareas de gestión o administración), aunque formen parte de las políticas públicas.
Entonces la manera de hacer consiste en resolver problemas o conflictos internos (entre
los miembros de la comunidad) y externos (con otras comunidades) y planificar la orga-
nización social, la ocupación del espacio, las relaciones laborales (etc.). Ello deriva en
una visión dual del rol del Estado —que profundizaremos en el capítulo 3, en relación
con la gobernanza— como regulador, pues en tanto autoridad pública es responsable
del proceso político y detentor del monopolio legítimo de la fuerza física (Weber, 2002),
o como coordinador (en tanto actor primus inter pares).
La definición más general es: todo lo que un gobierno decide hacer o no hacer (Dye,
2011: 1), lo que no se debe confundir con: todo lo que un gobierno hace o no hace. Con
eso, no podemos llegar lejos, pues pensar que cualquier acción del Estado (incluso por
omisión) es una política pública es algo aproximativo. También es una definición sesga-
da, pues asigna al Estado la exclusividad de la política pública, cosa que es discutible. De
hecho, este planteamiento básico, que parece ser prolegómenos, sigue siendo objeto de
intensos debates entre las distintas escuelas que aparecieron a medida que se formaba y
estructuraba la disciplina. Una definición más precisa de las políticas públicas es toda
acción llevada para resolver un problema público, lo que excluye un sinnúmero de acti-
vidades del Estado e incluye a actores no-estatales (Dunn, 1981).
Analizar una política pública equivale a preguntarse cómo pasamos de una situación
A a una situación B mediante una acción del Estado. Por ejemplo, ¿cómo una política
energética afecta la balanza energética de un país, al orientar los hábitos de consumo de
su población y empresas o al modificar las relaciones comerciales con sus proveedores?
En su acepción más amplia, «una política pública es el resultado de la actividad de un
autoridad investida de poder público y de legitimidad gubernamental [...] se presenta bajo
la forma de un conjunto de prácticas y de normas que emanan de uno o de varios actores
públicos» (Mény y Thoenig, 1992: 89). Por lo tanto, una política pública no se confunde
con iniciativas privadas como la filantropía y la responsabilidad corporativa, las obras
caritativas religiosas, ni las acciones humanitarias no-gubernamentales. En tanto activi-
dad gubernamental, una política pública se diferencia también de una actividad aislada
como un programa de desarrollo, un proyecto de urbanización o una campaña de infor-
mación.
En este sentido podemos asumir, con Yves Mény y Jean-Claude Thoenig, que una
política pública se caracteriza por un contenido que generará productos o resultados,
un programa que se inscribe en un marco general de acción, una orientación normativa
que expresa las finalidades y las preferencias del tomador de decisión, una dimensión
coercitiva que procede de la autoridad legal y una competencia social que encarna los
actos susceptibles de afectar a un público determinado. Por otro lado, el impacto de la
ejecución de estas decisiones en el contenido de una política depende de las burocracias
públicas, «ejecutoras titulares» de las decisiones del gobierno (Mény y Thoenig, 1992).
Este impacto plantea a su vez el problema de la coordinación de las redes de organiza-

25
ciones y está a merced de escenarios de mal funcionamiento, que incluyen la adaptación
a las situaciones locales y la aplicación estricta de decisiones o arreglos negociados con
los «clientes», en función de los costos de oportunidad, es decir del beneficio o del costo
marginal que puede conllevar el cambio, comparado con la permanencia o la continui-
dad de una política.
Una política pública se materializa en unos dispositivos tangibles, que regulan un
sector de la sociedad o una actividad, y son elaborados por actores, individuales y colec-
tivos, instituciones públicas y organizaciones internacionales (Massardier, 2003: 1). In-
troduciendo un grado adicional de complejidad, se puede interpretar una política públi-
ca como un acervo de decisiones y actividades que resultan de interacciones entre acto-
res públicos y privados, cuyos comportamientos están influenciados por los recursos
disponibles y por unas reglas institucionales que atañen tanto al sistema político como
al ámbito sectorial de intervención (Muller y Surel, 1998: 128). Esta última definición da
cabida a la cuádruple dimensión de una política pública: la decisión, las interacciones,
los recursos y las reglas. La diversidad de definiciones y las variaciones en complejidad
que las caracterizan muestran que una política pública «no es, entonces, un dato sino un
hecho construido por la investigación» (Muller, 2006: 53). En tanto objeto de análisis,
una política pública es un fenómeno social y político específico, empíricamente funda-
mentado y analíticamente construido (Thoenig, 2010: 421), un objeto social en muta-
ción (Massardier, 2003: 2).
Más allá del problema semántico que plantea una mera definición operativa, una
definición precisa del objeto «política pública» conlleva a un acervo de problemas epis-
temológicos, teóricos y metodológicos. Asumir que las políticas públicas son hechos
construidos no es inocente: esta postura epistemológica tiene consecuencias en la for-
mulación de problemáticas e hipótesis de trabajo, así como en la elaboración de un
marco teórico y la selección de un método de investigación. Se las puede considerar
como el producto de una elección entre hacer o no hacer, como un proceso de toma de
decisión bajo premuras internas y externas, como una manera de resolver un problema,
etc. (Howlett y Ramesh, 2003; Dunn, 1981). La complejidad del ejercicio obliga a privi-
legiar una u otra dimensión explicativa de las decisiones tomadas, sea la naturaleza del
régimen político, los factores socio-económicos y los comportamientos individuales y
colectivos, el contenido sustancial de una política, los instrumentos a disposición de un
gobierno, los impactos de una política. El énfasis puesto en uno u otro aspecto del pro-
ceso depende además del tipo de organizaciones involucradas en el análisis, que pueden
ser del Estado (gobierno, parlamento, administración pública), de la sociedad civil (ONG,
universidades, etc.) o del mercado.
Por último, es importante saber de qué tipo de política estamos hablando para luego
entender cómo se formuló (es decir en qué condiciones, qué problemas se privilegiaron,
con qué actores) luego cómo se ejecutó (es decir con qué dificultades y obstáculos). Son
las políticas las que generalmente condicionan los debates de ideas y la política (policies
make politics), y no las ideas que orientan las políticas públicas (Lowi, 1972). Al amparo
de esta tesis, Theodore Lowi estableció una distinción entre cuatro grandes tipos de
políticas según el modo de intervención del Estado, que varía en función del alcance de
la coerción (según si ésta se aplica a las conductas individuales o al entorno de dichas
conductas) y de la probabilidad de coerción (según si es lejana o inmediata). A partir de
estas variables, Lowi propone una tipología de las políticas públicas en la cual se distin-
guen las políticas distributivas, redistributivas, reguladoras y constitutivas (Cf. Tabla 1).
AQUÍ TABLA 1. Tipología de políticas públicas según las interacciones entre público y coerción

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Entre las medidas que se aplican a las conductas individuales, algunas políticas pre-
sentan una probabilidad de coerción inmediata, como es el caso de la eliminación de
bienes de mala calidad, de la lucha contra la competencia desleal o la publicidad enga-
ñosa. Estas políticas son llamadas «reguladoras» porque imponen medidas reglamenta-
rias o normativas. Otras políticas, que tienen una probabilidad de coerción lejana, como
la asignación de tierras, los subsidios o los derechos de aduanas y aranceles, son llama-
das «distributivas» porque consisten en medidas de distribución de la riqueza por el
Estado. Por otro lado, en lo que atañe al entorno de las conductas, algunas políticas
tendrán una probabilidad de coerción inmediata, como es el caso del control de crédi-
tos, de los impuestos progresivos o de la seguridad social. Estas políticas, llamadas «re-
distributivas», consisten globalmente en tomar a unas personas para dar a otras. Otras
políticas tienen una probabilidad de coerción lejana, como es el caso de la creación de
nuevas agencias públicas, de la propaganda de gobierno o de medidas que trascienden a
varios sectores de actividades. Estas políticas, llamadas «constitutivas», conllevan a
medidas que coadyuvan a la constitución del sistema de acción.
Por otro lado, no todas las políticas tienen la misma duración. Por ejemplo, entre la
formulación del objetivo de incrementar las reservas probadas de petróleo y de gas y el
resultado de la exploración, pueden pasar cinco o diez años. Obviamente, esto no coin-
cide con los ciclos electorales, entonces no se va a poder evaluar con el cambio de mayo-
ría o el cambio de gobierno. Al revés, hay políticas cuyo resultado se puede medir de
manera mucho más rápida, como en el caso de las políticas redistributivas. Si bien es
cierto, estructuralmente son políticas de largo plazo (por ejemplo, el tema de los regíme-
nes de jubilación es un tema que se debe pensar de dos generaciones en adelante) pero
los efectos de las medidas se sienten en seguida. Con la distribución de un subsidio, uno
puede medir en seguida el impacto del incremento del poder adquisitivo sobre ciertas
variables, por ejemplo la composición de la canasta básica de las familias, la participa-
ción de los niños en la escuela, la disminución del trabajo informal, etc. Entonces, en la
complejidad del análisis de políticas, hay algo intrínseco a las políticas, no todas se
implementan al mismo ritmo, y hay algo sobre la complejidad de los instrumentos. A
esto cabe añadir la diversidad de los actores, de intereses y racionalidades en juego en el
momento de ejecución, que puede generar conflictos o demorarse.

Las políticas como variables dependientes

Muchas veces, tenemos la impresión de haber encontrado la solución en la última


propuesta que hizo un diputado, un ministro o un funcionario de rango medio, pero la
primera pregunta que cabe preguntarse, antes de siquiera estudiar aquella propuesta, es
¿por qué no se nos ocurrió antes? Esta duda puede denotar a priori una resistencia a la
innovación, pero solamente en plano analítico nos permite evitar una trampa muy co-
mún y descubrir que lo que aparece nuevo, en realidad ya se había formulado en otro
lugar o en otro momento, pero no funcionó. Desde luego la pregunta de «¿cómo hacer?»
se vuelve «¿por qué falló?». Por ejemplo, antes de debatir si hoy una política de sustitu-
ción selectiva de importación es oportuna en América Latina, cabe preguntarse por qué
las políticas de industrialización por sustitución de importación fracasaron o no produ-
jeron las bondades esperadas ayer. Si se trata nada más que de una versión corregida de
la política diseñada medio siglo antes, la primera cuestión que se nos viene es ¿qué hay
de nuevo? o ¿por qué lo que no funcionó en ese entonces, funcionaría hoy? o ¿por qué

27
funcionó en Brasil y en Argentina y no en Ecuador ni en Centroamérica? Ahí empieza el
trabajo, por supuesto, de saber si el contexto (las variables independientes) es mejor o si
las respuestas (las variables dependientes) son más adecuadas.
Este primer aporte empírico del análisis de políticas públicas a la toma de decisión
es trascendental. Más allá de un conocimiento coyuntural del diseño o de la ejecución de
una política, lo que nos dice eso es que hay una implicación directa entre el conocimien-
to académico y la práctica. El potencial explicativo del análisis de políticas es tal que
puede cambiar el rumbo de una decisión, quizá no de esta decisión (o lo hará de manera
ocasional), pero en el proceso político en general, gracias al análisis ex post. El análisis
de políticas es un instrumento, no solo para la administración, que tiene que mejorar su
conocimiento y su capacidad de diagnóstico de los problemas, sino también para los
partidos que quieren ingresar a la arena del poder. Incluso, es un instrumento para
algunos actores cuyo oficio no es la política pero que quieren incidir en ella: los actores
económicos (especialmente las multinacionales y los gremios profesionales locales) y
sociales (en particular, los sindicatos, las organizaciones no-gubernamentales y los labo-
ratorios de ideas), que tienen interés en un mayor conocimiento experto para incidir
mejor. Entonces lo que partió de una preocupación meramente burocrática —encontrar
el funcionario que cumpla con la buena decisión para el bien de todos— se vuelve un
asunto mucho más complejo, más político. Empezamos a ver que no hay tal cosa como
el agente ejecutor de la decisión, tiene un rol en la decisión (de obstáculo o facilitador,
según el caso); además, hay actores no-estatales que intervienen en la decisión y que
también pueden entorpecer o facilitar el proceso.
Para el análisis de políticas públicas, las políticas son unas variables dependientes,
afectadas por acontecimientos sociales, políticos y económicos, por los comportamien-
tos individuales y colectivos, por los intercambios económicos, las relaciones interna-
cionales, etc. (Grau Creus, 2002; Méndez, 2010a; Medellín, 2004). El analista de políti-
cas públicas no las considera como la aplicación mecánica de un programa electoral, ni
tampoco ve al gobierno como un actor todopoderoso, que atiende a demandas natural-
mente legítimas y de igual importancia. En nuestra perspectiva, una política es el pro-
ducto de un sistema institucional existente, de un equilibrio de fuerzas entre los actores
sociales, económicos y políticos, de las políticas anteriores y de la capacidad financiera
del Estado. En otros términos, es el producto de una historia. Tampoco una política
constituye un objeto aislado, incidental, se hace en coordinación con las demás políticas
sectoriales del gobierno.
Así, por ejemplo, el análisis de la política de educación de un gobierno se preocupará
por las variables que afectan el papel del Estado en la educación, no solo en el momento
presente sino también en el pasado. Estas variables incluyen, entre otras, la evolución
demográfica y la pirámide de edades, la evolución de la concentración urbana, la situa-
ción económica del país, el estado de las tecnologías disponibles, la evolución del em-
pleo y de las necesidades del mercado laboral, etc. Los problemas que debería resolver
esta política se definen con base en unas variables endógenas, como la estructura del
sistema educativo, los efectivos y el nivel de formación del personal docente, la capaci-
dad de organización, movilización y negociación de los padres de alumnos y de los
sindicatos profesionales, y otras exógenas, como la población en edad escolar, la difu-
sión de las tecnologías de información y comunicación, el uso del inglés en el Internet, el
acceso a las industrias culturales, la validez de los títulos universitarios en otros países,
etc. Por ello, analizar una política de educación va más allá de realizar un diagnóstico
sobre tal o cual efecto de una medida de gobierno o sobre la respuesta de este último a

28
un problema como el analfabetismo funcional, la deserción escolar o el desfase entre la
formación profesional y el mercado laboral. Se trata de describir las variables que carac-
terizan las fuerzas y debilidades del Estado contemporáneo, para explicar o interpretar
la coherencia, efectividad y eficiencia de las decisiones del gobierno.
Ahora bien, detrás de la aparente neutralidad axiológica de este objetivo se perfila la
pregunta eminentemente política de definir en qué medida el Estado sigue siendo el
principal actor del «campo» de la política educativa (Surel y Muller, 1998). Asumir que
las políticas públicas son variables dependientes tiene importantes consecuencias a la
hora de definir un objeto de estudio, formular problemáticas y elegir un método de
análisis. En particular, no será lo mismo interesarnos por el cambio de política o por la
ejecución de la misma; no será lo mismo interesarnos por el papel de los actores públi-
cos y privados, o por el contexto institucional que regula sus interacciones; no será lo
mismo interesarnos por las reglas de juego como son las normas legales, o por los proce-
sos socio-políticos como son los conflictos sociales. Como podemos ver, las problemáti-
cas del análisis de políticas públicas rebasan el triple interrogante inicialmente formula-
do por Lasswell ¿quién consigue qué y cómo? (Lasswell, 1950).
Es importante anticipar ciertos problemas que encontraremos en la revisión de los
enfoques teóricos en la determinación de las variables independientes de las políticas
públicas. La reflexión de los pioneros en el análisis de políticas, que analizaremos más
adelante, no iba en este sentido, aunque se acercara a la idea de que las políticas públicas
eran variables dependientes. Sin formularlo de manera explícita, las trataban de esta
manera. Quienes lo formalizaron son los politólogos, en particular los que se preocupa-
ban por encontrar indicadores tangibles de análisis del proceso político, no solo de las
políticas públicas (Méndez, 2010a). Quizás no hay cosa más discutida que la lista de
estas variables, que dependen en primer lugar de la disciplina en la cual uno inscribe su
trabajo. En efecto, un economista y un abogado no leen la realidad con los mismos
conceptos ni con los mismos métodos, por lo tanto priorizan cosas distintas. Además,
aquella lista está influenciada por la multitud de actores que intervienen. Por ejemplo,
los funcionarios electos que toman una decisión y los funcionarios públicos que la llevan
a cabo no tienen que responder a las mismas premuras. Existe también una tensión
entre eficiencia y costos políticos o costos en términos de estabilidad laboral. Una terce-
ra dimensión que explica la dificultad de llegar a un consenso sobre las variables inde-
pendientes de las políticas radica en los públicos. Para los «beneficiados» o supuestos
beneficiados de una política, lo que va a determinar la importancia de un problema o la
probabilidad de éxito de una decisión, la efectividad o la eficiencia de una decisión no es
necesariamente lo mismo que para los actores que asumen la responsabilidad y los
costos de esta decisión, los que tienen que planificar, por ejemplo, o los que tienen que
negociar con otros actores (incluso dentro del mismo Estado), las condiciones de ejecu-
ción de una política. Todo esto deja claro que el tema de la definición de las variables es
en sí un tema de investigación.
El interés de definir las políticas públicas como variables dependientes radica en
primer lugar en entender mejor lo que podrán ser luego las variables independientes de
los problemas sociales. No podemos decir, de manera general, que tal política es respon-
sable de tal problema social o falló en resolverlo, sin que ello nos lleve a preguntarnos
por qué. Una política en sí no es eficiente ni ineficiente, entonces es necesario desagre-
garla entre sus componentes y sus momentos. Al respecto, cabe distinguir los niveles de
acción del Estado, para disociar o reubicar la política pública en la acción pública, ya
que no toda acción estatal es una política pública, ni tampoco una política pública se

29
resume a la acción del Estado (Aguilar, 2006). Concretamente, hay un nivel de inacción
del Estado, cuando el gobierno no reconoce la legitimidad de una demanda social, aun-
que esté convocado o interpelado, su inacción no constituye una política pública. Puede
existir el caso de un gobierno que reconoce la validez o la legitimidad de un problema,
sin priorizarlo por lo tanto en su agenda, sin actuar en resolución o tomándolo en cuen-
ta. Tampoco podemos llamar esto una política pública. En esta distinción entre lo públi-
co y lo privado, lo estatal y lo no-estatal, hay una lucha por definir las prioridades y para
definirlas hay que tener poder.
Entonces ¿quién tiene el poder de definir la legitimidad de un problema? El proble-
ma en sí es legítimo para algunos, no para otros; en el momento en que los unos y los
otros coinciden en que un problema es legítimo, pueden conformar un grupo de interés
para interpelar al gobierno e incidir en la política. A partir de este momento hay un
procesamiento, una etapa de evaluación de la validez de los términos de este problema,
que luego será contrastado con una serie de variables, por ejemplo con la existencia de
otros problemas, la capacidad real del grupo de interés de presionar al Estado, su repre-
sentatividad (etc.), que determinará la necesidad de inscribir o no aquel problema a la
agenda de políticas. En este sentido, la no-decisión es parte de la política pública, poster-
gar una decisión es parte del ciclo de una política. Cuando el Estado reconoce la legiti-
midad de un problema y la necesidad de resolverlo, en un tercer momento, moviliza los
recursos necesarios para resolverlo. Finalmente, a la hora de evaluar los resultados esta-
mos nuevamente en una zona gris para determinar si este momento es parte o no de la
política pública. Sin lugar a duda, cualquier política tiene resultados, positivos o negati-
vos, consistentes o no con los objetivos, tangibles o no. Al revés, una política genera
efectos perversos o efectos que no fueron anticipados o deseados por los que tomaron la
decisión, entonces podemos preguntarnos si estos resultados son partes de la política o
si se trata de elementos sistémicos, alterados por una política pero que no forman parte
de la política.
Una vez distinguidos los niveles de acción del Estado, se entiende mejor el interés de
desagregar la variable dependiente en una serie de indicadores que, luego, nos dirán por
qué funcionó o falló una política. A partir del estudio de la política exterior mexicana,
José Luis Méndez identifica la legitimidad, la claridad, la coordinación, la cantidad y la
efectividad como las cualidades que definen la acción del Estado (Méndez, 2010a). Cru-
zando estas cualidades con las seis dimensiones de una política pública (problema, diag-
nóstico, solución planteada, estrategia, recursos disponibles y ejecución), Méndez defi-
ne una variable dependiente que permite calificar una política o la acción del Estado en
función de su grado de activismo o de pasividad ante otros actores, sociales, económicos
e internacionales. El tipo ideal de política activa en esta escala se caracteriza por un alto
grado de legitimidad de los problemas, en particular para los funcionarios del Estado,
una gran claridad y legitimidad del diagnóstico o de los términos de referencia del diag-
nóstico, de las soluciones, de la estrategia planteada, la existencia de recursos adecuados
y suficientes y una ejecución efectiva o cercana a los objetivos. Todo esto caracterizaría
una situación ideal de política pública en la cual el Estado asume un rol proactivo.
Luego, Méndez diferencia tres enfoques teóricos de alcance medio, en función de las
variables independientes privilegiadas por el análisis, sean los estilos nacionales de polí-
ticas, sean las arenas de políticas o sea el ciclo de atención a los temas.
Concomitantemente, estas definiciones llevan al problema de definir qué es el Esta-
do, ¿es el sistema institucional? ¿es la administración central? ¿son los organismos sec-
cionales? ¿Qué hay de estatal en el desarrollo «comunitario»? Una junta de acción pa-

30
rroquial, que percibe recursos públicos ¿es parte del Estado o de la sociedad civil? ¿o es
un híbrido entre una entidad todavía no formalizada con personería jurídica en el orga-
nigrama estatal pero que dejó de ser un mero actor social? Desde luego, si una junta de
acción parroquial tiene un rol en la política agrícola, por ejemplo a través de programas
de desarrollo del micro-crédito, ¿sigue ésta una política «pública»? Por otra parte, ¿es lo
estatal sinónimo de lo público? Una comunidad local que delibera sobre la organización
de servicios de alcantarillado, de luz o negocia el acceso a un río con otra comunidad es
un actor político no-estatal, que regula un espacio público no estatizado.
Según Pierre Muller, el análisis de las políticas públicas generó una triple ruptura en
ciencia política, en particular en el estudio del Estado (Muller, 2000). En primer lugar, al
hacer hincapié en los productos (outputs) y resultados (outcomes), en lugar de los insu-
mos (inputs), evidenció que la representación política (que es un insumo) no es sino una
dimensión para entender las decisiones de políticas públicas. Las funciones del gobier-
no no son reducibles a los procesos de representación política; no se puede deducir el
contenido ni las formas de las actividades de gobierno por las características de la polí-
tica electoral. De esta manera, el análisis de las políticas públicas rompió con una con-
cepción del Estado como forma de dominación y le sustituyó una concepción centrada
en la aptitud de este último a resolver problemas. La segunda ruptura puso en duda el
carácter racional de la acción pública. Las decisiones no obedecen a una mera raciona-
lidad instrumental que llevaría a la elaboración científica y la ejecución imparcial de las
políticas. Por lo contrario, el campo del poder que constituye el Estado está atravesado
por las tensiones y las relaciones de fuerza entre los actores, está alterado por el contexto
económico internacional y nacional, está sometido a la instrumentalización, a la irracio-
nalidad y la codicia de los unos y los otros. La tercera ruptura consistió en formular
nuevas problemáticas, definir nuevos conceptos y elaborar nuevos métodos de análisis
—procedentes inicialmente de la sociología de las organizaciones— para explicar la ac-
tividad concreta del Estado y su funcionamiento. El Estado se volvió una variable de-
pendiente del proceso de cambio, que enuncia objetivos y prescribe criterios, ejecuta las
decisiones en un horizonte temporal y un plazo concreto, obliga a los «administrados» a
adaptarse mediante incentivos positivos y negativos, moviliza unos ejecutantes.

Los determinantes de las políticas públicas

Una vez asumido las políticas públicas como variables dependientes, es más fácil
aclarar la distinción entre lo político, la política y las políticas y las relaciones que unan
estas tres dimensiones. En el sentido literal, lo político designa lo que atañe a la vida
pública de una comunidad o de la ciudad; la política alude a la producción y confronta-
ción de las ideas y visiones del mundo de los individuos de esta comunidad; y las políti-
cas son las actividades mediante las cuales se ejerce la autoridad en aquella comunidad
(Schemeil, 2010). Esta distinción elemental se expresa de manera explícita en inglés por
los términos politics (la política), polity (lo político) y policy (la política pública). En otros
idiomas, como el español, es necesario asociar el sustantivo «política» con el adjetivo
«pública» y a menudo acudiremos al plural, para evitar la confusión con «la política».
Ahora bien, como suele pasar en ciencias sociales, estas diferencias semánticas derivan
en sutilezas conceptuales. En este caso, nuestro primer problema radica en establecer
una relación clara entre las políticas, por un lado, y la política y lo político, por el otro.
¿Determina la política a las políticas, o será lo contrario? ¿Aplican las políticas a todo lo

31
político? ¿Dependen las políticas del debate de ideas, o condicionan más bien la formu-
lación de los problemas políticos? Más allá de la distinción semántica, nos adentramos
entonces a una discusión sobre aspectos conceptuales y analíticos que tendrán inciden-
cia en la definición de nuestro objeto de estudio y orientarán nuestro análisis.
Lo político es ambiguo porque responde a la vez a la comunidad y al objeto de la
política. Para definir la política, tenemos una base más estable, pues es la actividad de la
ciudad (en el sentido de la ciudad antigua), es decir todo lo que atañe a la vida de los
individuos que integran la comunidad. Las políticas son la manera de hacer que respon-
de a las expectativas de la comunidad, para anticipar o resolver problemas. Más allá del
mero aspecto semántico, la distinción entre lo político, la política y las políticas encubre
una serie de problemas como los estilos de política o la manera de gobernar y la posible
determinación de estos estilos por dimensiones estructurales. En otros términos, de lo
que se trata es determinar si todo tipo de políticas es posible en cualquier contexto, en
cualquier momento. Si es así, ¿qué determina entonces la manera de hacer políticas
públicas? ¿Será lo mismo llevar a cabo una política económica en un régimen autoritario
o en uno democrático? ¿Será lo mismo gobernar en una situación de alta inestabilidad
financiera o de alta dependencia externa, y en una situación de relativa solvencia econó-
mica? ¿Será lo mismo gobernar en un régimen parlamentario o en uno presidencial?
Según Eugenio Lahera, las políticas son un instrumento de la política (Lahera, 2006).
Él reduce los cuatro niveles de Luis Aguilar a dos: uno macro, que refiere al funciona-
miento de la sociedad, y uno meso, que refiere al quehacer del gobierno, de la autoridad
a cargo de las políticas. En esta perspectiva, ¿en qué consiste la política? Con la defini-
ción operativa que se propuso inicialmente, se entiende a la política como un proceso en
el cual los ciudadanos discuten o debaten para saber qué exigir de la autoridad. Desde el
contractualismo —que fue formalizado a finales del siglo XVIII—, la delegación de poder
a un actor, hecha de manera voluntaria por el «pueblo» a nombre del «interés general»,
da una legitimidad en sí a cualquier decisión que tome este actor. La crítica a esta visión
jerárquica del poder es tan antigua como la discusión entre la libertad de los antiguos y
la de los modernos, entre democracia delegativa y democracia directa, entre la concep-
ción republicana y la comunitaria de la democracia (Habermas y Rawls, 1998). Es que
no basta con haber dado un mandato por la elección, sino que hay que controlar a los
dirigentes y orientar sus decisiones. Desde el momento en que existió una autoridad
pública —como el Senado en Atenas, el Imperador romano o el monarca de derecho
divino en el Antiguo Régimen— existieron políticas públicas. Independientemente de
los estilos de política que derivan de estos regímenes políticos, una política pública se
elaboraba a partir de un debate público. Independientemente de quién participaba en
este debate, es precisamente lo que enmarca el lugar de la política. En este sentido,
aunque la política anteceda las políticas, ésta no se ubica en un plano superior, las polí-
ticas públicas no son instrumentales de la política stricto sensu, son un resultado en
constante debate.
De ahí que aparece una segunda dimensión de la política, que nos llevará a conside-
raciones en torno a la democracia, y es la competencia entre varias ideas asumidas por
distintos grupos, varios programas o varias propuestas políticas, que dan lugar —aún en
un régimen autoritario— a un sistema político. Por cierto, en un régimen como el mo-
nárquico de derecho divino, que antecedió la Revolución de 1789 y los consiguientes
ciclos de revolución y restauración en Francia, no daba mucha cabida a la discusión
pública. Básicamente, el grado de reconocimiento del sujeto dependía de la voluntad del
monarca, es decir que si era un déspota ilustrado, daría más cuerda a la oposición, pero

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si era un déspota absoluto, más bien aniquilaría cualquier brote de oposición u autono-
mía de los sujetos. Ésta es la pregunta de la democracia, de ahí surge precisamente el
problema de la representación del rey o del gobierno. Eso determina, a fortiori, la mane-
ra de hacer políticas públicas, que puede ser autoritaria si no hay consulta con los públi-
cos interesados, lo cual es un problema típico de la política fiscal de la monarquía en el
Antiguo Régimen, que llevó a las revoluciones o a las guerras de independencia en las
colonias españolas. (Al respecto, existe una fuerte analogía entre lo que se da en un
contexto estado-céntrico, que es el proceso de pugna entre la población y el gobierno, y
los procesos de centro-periferia, que son procesos de emancipación anti-coloniales.)
El otro problema tiene que ver con la relación entre la política y las políticas públi-
cas. Podemos considerar, al contrario de Lahera, que las políticas determinan el régi-
men político (Mahoney, 2001a), al menos ciertas políticas públicas pueden reformar el
Estado, modificar el balance de poder entre los grupos sociales y, en este sentido, tener
efectos sistémicos. Nuevamente, es difícil asumir que las políticas son meros instrumen-
tos de la política. Es preferible la distinción que hace Schemeil, según quien lo político
nos une, la política nos divide y las políticas pueden unirnos o dividirnos según el caso
(Schemeil, 2010:34-35). Más allá de ponernos de acuerdo sobre una definición de cada
uno y luego sobre la relación entre cada uno, todos podemos entender la metáfora. ¿Qué
significa «lo político nos une»? Significa que stricto sensu la comunidad política (polity)
y todo lo que atañe a la vida de la ciudad se definió en primera instancia en oposición a
los foráneos, es este el origen de lo político, lo que hace que nos identifiquemos como
una comunidad, frente a los demás, los bárbaros, los invasores, los salvajes. La política
nos divide, pues el estar juntos no significa que todos estemos de acuerdo sobre todo,
más bien nos pasamos debatiendo sobre la mejor manera de convivir juntos y cada
quien tiene una idea sobre este tema. Ésta es la base de la política, antes de ser aquella de
la democracia. Por último, las políticas pueden dividir o unir, en función de qué políticas
sectoriales se trata. Tradicionalmente, las políticas sociales unen mientras que la políti-
ca fiscal divide. Uno entiende que una política de erradicación del analfabetismo sea
consensual, pues a nadie se le ocurre oponerse a educar a la gente. En cambio, una
política que jamás será objeto de un consenso es la que crea categorías que reciben o dan
en distintos grados.
Detrás de esta provocación retórica está, entonces, la cuestión de cómo se formulan
las políticas, cómo se definen sus objetivos y orientaciones. En un régimen democrático,
el gobierno actúa a nombre de una mayoría, sino del interés general. Sus políticas son el
reflejo de las preferencias partidarias e ideológicas que se manifiestan en la política, día
a día y en aquellos momentos especiales que constituyen las elecciones. Por ello, para el
sentido común las políticas son el resultado de la política. Dicho de otra manera, las
decisiones que atañen a una política pública son tomadas al término de un debate de
ideas, razonable y racional. Este debate interviene en dos momentos específicos del
proceso político: antes y después de una elección. Antes de una elección, el debate opone
a candidatas y candidatos, que se esfuerzan por captar votos de un electorado a partir de
programas distintos que pretenden volver explícitas las demandas implícitas o atender
las demandas explícitas. Después de una elección, este debate recoge un carácter más
técnico al abarcar distintas opciones de política, en función de las prioridades definidas
por el gobierno, de los medios a su alcance y de la premura de solucionar problemas
sociales para contentar su electorado.
Eso es para ilustrar que, en efecto, en la trilogía político-política-políticas se dan
interacciones, por un lado, entre los ciudadanos (la base de donde emerge cualquier

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proceso de institucionalización de la política) y, por el otro, entre estos últimos y las
autoridades. En lo que nos interesa, esto es una versión moderna de las tensiones entre
la ciudadanía y el Estado, que apareció a finales del siglo XIX. Los puntos en los cuales se
daban estas tensiones no atañían a las políticas públicas, como las entendemos hoy, eran
más bien puntos de discrepancia por fines filosóficos, que remitían a problemas metafí-
sicos más que empíricos, sobre el bien y el mal, la justicia, el buen gobierno. Ahora bien,
hasta un período reciente, el «buen» gobierno no se medía en términos de «buenas»
políticas, sino en términos de «buenas» instituciones. Era el más representativo, el más
plural, el más legítimo, etc. Ahí es donde nos topamos con el problema de cuáles son los
determinantes de la política. A manera de premisa, asumamos que hoy el buen gobierno
se evalúa por sus políticas (volveremos sobre esta premisa en varias oportunidades).
Entonces ¿qué determina las políticas? ¿Qué hace que una política tenga éxito o no, sea
legítima o no, sea efectiva o no?
Antes de contestar estas preguntas, cabe explicar la diferencia entre una política
efectiva y una eficaz. La falta de efectividad remite a un defecto en la ejecución (por
ejemplo debido a la ausencia de decreto de aplicación de una ley), la ineficacia alude a
un defecto en los resultados logrados (por ejemplo debido a la aparición de efectos
perversos) o a un defecto en la relación entre los fines y los medios (por ejemplo debido
a una desproporción entre los costos y beneficios de una política). Una política efectiva,
como una acción en general, es una política que corresponde con sus objetivos iniciales,
es decir que lo dicho y lo hecho se corresponden, sin prejuicio de los resultados. Seme-
jante política puede tener resultados catastróficos, seguirá siendo efectiva. Una política
eficaz es una política que cumplió con sus objetivos, no solo se trata de hacer lo que se
dijo o ejecutar un plan, sino conseguir que los resultados sean los esperados (Subirats,
1989). En cuanto a la eficiencia de una política, cabe distinguir dos dimensiones a partir
del principio de parsimonia, y es la relación entre los medios y los fines, que se puede
(aunque no necesariamente) traducir en una relación entre costos y beneficios. Por ejem-
plo, si pagar la deuda externa de un país significa reducir de manera drástica el presu-
puesto público de salud y educación, cabe preguntarse cuál es el costo de la eficacia de
una política monetaria.
Este punto es importante, porque es el tipo de arbitraje que hacen los actores del
Estado, de manera permanente. Gobernar es arbitrar, entre distintos problemas para
privilegiar algunos en desmedro de otros, y entre distintas soluciones a los problemas
privilegiados. Este proceso se da a partir de datos o de una información inmediata, pues
también «gobernar es heredar» (Lascoumes y Le Galès, 2009) (de un déficit público, de
un sistema judicial ineficiente, de un Congreso corrupto, etc.), y esto afecta la ecuación
entre objetivos y medios, por eso es injusto culpar a una política o a un gobierno el no
resolver un problema. Es un error pensar que existen problemas de por sí legítimos, que
defienden ciertos actores o grupos de interés y que el Estado asume; hay algo más detrás
de esto, y es que, al momento de definir la prioridad, el tomador de decisión tiene que
definir un acervo de problemas que son importantes para otros sectores. Aquellos gru-
pos no necesariamente compiten entre sí para colocar un tema a la agenda de gobierno,
por eso el análisis de la acción en redes nos ayuda más que el análisis institucional
tradicional, pues son actores autónomos, que en algún momento irrumpen en el escena-
rio político (Marsh, 1998; Rhodes, 2006a; Evans, 2001). El actor estatal, del poder ejecu-
tivo o legislativo recibe a estos actores por separados, él es un interlocutor de todos estos
grupos y recibe la presión de parte de ellos por poner este problema a la agenda. En este
sentido, hay una jerarquización entre los problemas, en función de los costos y benefi-

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cios (absolutos y relativos). Consideremos el ejemplo de la erradicación de la pobreza.
Un gobierno bien puede jactarse haber erradicado la extrema pobreza en su país, pero
¿qué tal si es a costa de una creciente dependencia del petróleo, pues no hay otra fuente
de financiamiento del gasto público? Por otro lado, hay varias maneras de luchar contra
la pobreza, entonces medir la eficiencia de esta política es medir cuál es la mejor manera
de proceder. Volvemos entonces al punto de partida, y es que no hay consenso sobre la
mejor manera. Puede observarse cierta convergencia en la ciudadanía en torno a lo que
«es» la pobreza, pero todos tenemos una idea sobre sus causas, sobre su importancia
relativa ante otros problemas y sobre la manera de enfrentarla.

En conclusión, no existe una relación mecánica entre ontología y epistemología, de


manera que la una determine la otra. En segundo lugar, si nos dedicamos a las ciencias
(incluso las sociales) es precisamente porque nos preocupamos por un mundo que sí
existe, entonces el constructivismo deriva también de una ontología esencialista. Los
trabajos de los constructivistas radicales no existirían sin un mundo que observar o si
sus autores no tuvieran vocación a observar el mundo. En tercer lugar, la manera de
observar el mundo conlleva a privilegiar un enfoque epistemológico, pero una explica-
ción o interpretación del mundo lleva a formular teorías, antes que métodos. No es el
enfoque epistemológico que adoptamos (ni mucho menos el ontológico) que nos lleva a
privilegiar tal o tal tipo de métodos, sino la teoría que pretendemos comprobar. Enton-
ces, la discusión que contrapone positivismo y constructivismo no debería darse a un
nivel metodológico, sino a un nivel teórico, es decir que, en nuestra discusión sobre los
paradigmas y el conocimiento científico, tenemos que bajar a un nivel subsistémico
para validar o no la hipótesis que un razonamiento constructivista se contrapone a uno
positivista. Solo a partir de esto podemos encontrar una explicación al límite del traba-
jo. No es que no podamos explicar ni enfrentar la pobreza por ser ésta una construcción
social, sino que asumimos que cada paso que vamos a emprender para explicarla re-
quiere de un ejercicio de interpretación. Por lo tanto, para analizar las políticas públi-
cas, no conviene hablar de positivismo y constructivismo, ni mucho menos de «enfo-
ques» empiristas y post-empiristas, sino de enfoques teóricos. Tres enfoques compiten
en la actualidad en el campo que nos interesa (o aspiran a convertirse en paradigmas, al
menos en un sentido metafórico): el racionalismo, el cognitivismo y el neoinstituciona-
lismo. Estos tres enfoques será desarrollados en el capítulo cuatro de este libro, luego de
recordar los principales aportes conceptuales y metodológicos de los padres fundadores
de la disciplina (capítulo dos) y mostrar cómo el análisis de las políticas públicas se ha
transformado con el efecto conjunto de la globalización, de los procesos descentraliza-
dores y de la participación de actores no-estatales en la acción pública (capítulo tres).

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Capítulo 2

Historia

En este capítulo presentaremos los orígenes históricos del análisis de políticas, que
transitó por la «ciencia de las políticas». En una primera sección, revisaremos los apor-
tes conceptuales de los pioneros de la disciplina, Harold Lasswell, Herbert Simon y
Charles Lindblom. Veremos en primer lugar cómo surgió la orientación de las ciencias
sociales hacia las políticas públicas, luego cómo se formuló la teoría de la racionalidad
limitada de los actores y cómo esta última dio lugar a la tesis del incrementalismo en el
cambio de políticas. En la segunda sección, analizaremos el proceso de segmentación
que se dio a raíz del ciclo de las políticas. Veremos cómo las fallas de implementación de
políticas dieron lugar a una primera especialización, luego cómo apareció una preocu-
pación particular por la elaboración de la agenda y cómo la evaluación se convirtió a su
vez en un campo específico. En la tercera sección, abordaremos «la paradoja del ciclo de
las políticas». Recordaremos cómo se creó este marco analítico, luego discutiremos sus
ventajas y sus límites teóricos y metodológicos.

Los aportes conceptuales de los pioneros

La orientación hacia las políticas

La elaboración de las políticas públicas es un proceso de aprendizaje social, en el


cual las políticas de T1 corrigen ante todo los efectos negativos de las políticas de T0. Los
agentes que lideran este proceso son los expertos que trabajan para el Estado en un
campo de política, sean ellos funcionarios públicos o asesores privados. Sin embargo
hay un paso gigantesco entre asumir la necesidad de gobernar a través de las políticas
públicas y saber cuál es el mejor modo de hacerlo. Desde muy temprano, Harold Las-
swell identificó esta dificultad inherente al proceso de toma de decisión, al notar un
interés común por las políticas públicas, en muchas disciplinas y muchos sectores de la
sociedad en Estados Unidos (Lasswell, 1992). Lasswell (1902-1978) obtuvo su Ph. D. en
Ciencia Política por la Universidad de Chicago en 1927. Preparó su tesis de grado, que
trataba de la propaganda en la Primera Guerra Mundial en Europa, bajo la dirección de
Charles E. Merriam. En esta época, Merriam se interesaba por las bases sicológicas y
sociológicas del comportamiento político, y la aplicación de métodos cuantitativos al
análisis político, anticipando la revolución conductista que ocurriría en ciencia política
después de la Segunda Guerra Mundial. En el estudio del abstencionismo en las eleccio-
nes municipales de Chicago de 1923 conducido por este pionero de la ciencia política,
Lasswell fue encargado de la parte clínica, sicológica y sociológica. Más tarde, sus inves-
tigaciones sobre la sicología política en la Universidad de Chicago le llevaron a publicar

37
Psychopatology and Politics (1930), World Politics and Personal Insecurity (1934) y Poli-
tics: Who Gets What, When and How (1936), tres libros que sistematizaban un método
de análisis «configurativo» (configurative analysis) y asimilaban el proceso político a un
conflicto sobre la definición y la distribución de los valores sociales entre las elites (Al-
mond, 1987).
Desde finales del siglo XIX, ya existía una especie de conocimiento intuitivo de lo que
luego se llamaron luego «las ciencias de las políticas» (Dunn, 1981). A inicios del siglo
XX, Max Weber propuso una reflexión sobre el oficio del funcionario público para cons-
truir o constituir un Estado moderno en la época de Bismark (Weber, 2002). Según él, la
administración encarnaba la racionalidad instrumental legal, en particular con la pre-
ocupación por reclutar a los mejores funcionarios públicos, por sus méritos y su «voca-
ción», es decir un compromiso profesional que iba más allá de una relación contractual
con el Estado, una mística del servicio público. Este sistema, la «meritocracia», implica-
ba poner un fin al sistema de cargos heredados, propio del Antiguo Régimen y tenía
como contraparte la idea de una selección ciega, la más objetiva posible, vía concursos,
para emprender la transformación de la administración pública a nivel sistémico e indi-
vidual, y garantizar que no haya una exposición a la corrupción, al clientelismo y al
nepotismo (que son tantos problemas que seguimos enfrentando en América Latina).
Luego, en Estados Unidos, la administración de Woodrow Wilson pensó en la profe-
sionalización de la administración pública y en la formación de los funcionarios públi-
cos mediante las «ciencias administrativas». Con la administración de Franklin D. Roo-
sevelt este interés a priori teórico por contar con funcionarios competentes se había
convertido en una necesidad imprescindible para el modelo de desarrollo impulsado
por el Estado y conocido en Estados Unidos como el New Deal (DeLeon, 2006). Esta
necesidad iba acompañada por otra, que era la de optimizar el gasto público. Es con las
políticas del Estado de bienestar social, el Estado desarrollista, luego generalizado con
el modelo keynesiano de desarrollo, que se hizo sentir más la necesidad de un conoci-
miento experto para tomar decisiones. En efecto, el nivel de gasto público y la importan-
cia económica del Estado eran tales, que el margen de error debía ser mínimo para
evitar un despilfarro de los recursos públicos que, por definición, son escasos.
El segundo aporte teórico de Lasswell radica en lo que él llamó la ambición de una
ciencia de las políticas, es decir en el hecho de ver en las políticas públicas un proceso
racional y basado en evidencias empíricas (Lasswell, 1970). De manera general, es del
interés de las ciencias sociales y humanas el incidir en los procesos políticos. La econo-
mía no existe fuera de los procesos políticos, aún en su versión neoclásica tiene una
dimensión política, formula recomendaciones de política. Por otro lado, la ciencia políti-
ca, que se preocupa hoy por los sistemas electorales, la democracia, los sistemas institu-
cionales, encuentra su mayor utilidad práctica en la incidencia en los procesos políticos.
Desde Nicolás Maquiavelo, la imagen del asesor, consejero del Príncipe, encarna la dedi-
cación del saber experto al servicio del poder. Para la sociología, quizás es un hecho más
reciente, aunque la sociología política —que nació con Weber y se desarrolló entre las
dos guerras mundiales, en particular con la escuela funcionalista de Talcott Parsons—
estudia los comportamientos individuales y colectivos, con el afán de mejorarlos. Este
movimiento se desarrolló luego en distintas corrientes, para entender por ejemplo el
funcionamiento de las democracias o la dificultad de ciertas sociedades de consolidar
instituciones democráticas o lograr acuerdos democráticos institucionalizados. Para
Lasswell, la «ciencia de las políticas» no era una ciencia en el mismo sentido que las
ciencias de la Tierra o las ciencias naturales, era una ciencia aplicada que, por definición,

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debía ayudarnos a mejorar las cosas. Aquí hay cierta idealización del proceso de políticas
públicas, que se acopla con la idealización del oficio del científico social al analizar las
políticas, y es la idea que se trata de un proceso discreto, científicamente observable.
Esta tradición positivista no es nueva, lo nuevo aquí es la finalidad del ejercicio.
El contexto es importante. Desde los años 1930, se planteaba la necesidad de enfren-
tar la crisis económica, lo cual dio lugar al New Deal, es decir, cuando el Estado asumió
un rol protagónico porque la economía amenazaba a la sociedad. La crisis de 1929 en
Estados Unidos, luego en Europa, no se hubiera resuelto sin que el Estado asumiera
semejante papel, entre otras cosas con la construcción de grandes obras de infraestruc-
turas, para crear empleos y revertir el ciclo de recesión-desempleo-recesión. Para rom-
per con esta tendencia, lo que planteó John Maynard Keynes era la necesidad de crear
una masa crítica de inversión, que solo pudiera generar el Estado, incluso mediante el
endeudamiento, y la creación de riqueza para volver a invertir recursos económicos en
los sectores productivos (Keynes, 1992). Eso fue como el primer marcador fuerte de la
necesidad de mejorar los procesos de toma de decisión.
El segundo marcador fue el choque entre los regímenes autoritarios y democráticos
en la Segunda Guerra Mundial. Lo que estaba en juego no era solo el modelo económico
sino también el político, la democracia. Lo que interesaba a Lasswell, al desarrollar una
ciencia de las políticas, era consolidar la democracia, fuera de esto, no se entendía la
utilidad del conocimiento experto para la toma de decisión. Es interesante notar que, en
esta época, estábamos en un contexto donde la democracia triunfó sobre el totalitaris-
mo. Seguían existiendo regímenes totalitarios, pero básicamente, tras la derrota de la
alianza entre Alemania, Italia y España, la Conferencia de Yalta (en 1945) significó la
derrota del fascismo (aunque no del estalinismo) al mismo tiempo que marcó el inicio
de la Guerra Fría (Aron, 1985). Siguieron la generalización del modelo keynesiano tras
los Acuerdos de Bretton Woods (1944) y la ayuda financiera de Estados Unidos a los
países de Europa occidental.
Un tercer marcador importante del contexto es el surgimiento, luego de la resolución
del conflicto que opuso la democracia y el totalitarismo, del conflicto que opuso el capi-
talismo y el socialismo. Ya a medianos de los años 1940 se vislumbró la tensión entre el
bloque occidental, capitalista, y el oriental, socialista, entre dos modelos económicos (el
capitalismo y el comunismo) y políticos (el liberalismo y el corporativismo). El proble-
ma radicaba entonces en afianzar el modelo capitalista o social-demócrata con una mejor
gestión, un mejor manejo de los recursos públicos y con una mayor eficiencia del gasto
público, en el sentido de atender a las necesidades de la población. Entonces, Lasswell
tenía la convicción de que una administración pública más eficiente consolidaría la
economía de mercado regulada por el Estado, lo cual se contrapone con el modelo de
planificación centralizada planteado en particular por la Unión Soviética y sus satélites
de Europa oriental.
En resumidas cuentas, no es casualidad si el auge de nuestra disciplina se dio en
aquel momento, pues una de sus apuestas era precisamente afianzar los regímenes de-
mocráticos con políticas eficientes, en particular en un contexto donde estas políticas
tenían que resolver el problema de la reconstrucción (después de un conflicto que había
generado un desastre económico, no solo para los que perdieron la guerra sino también
los que la ganaron) y evitar la expansión del bloque socialista en Europa.

La racionalidad limitada de los actores

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El segundo problema teórico abordado por el análisis de políticas abarcó las motiva-
ciones de los actores y la importancia de la racionalidad en la toma de decisión, con los
trabajos de Herbert Simon (1916-2001). Al igual que Lasswell, Simon obtuvo su Ph. D.
en Ciencia Política por la Universidad de Chicago, pero en 1943, año de su graduación,
el contexto político y académico era muy distinto: no solo la crisis de 1929 y la Segunda
Guerra Mundial habían surgido, sino que la ciencia política estadounidense estaba en
pleno auge y ejercía una fuerte influencia en el funcionamiento del Estado, junto con la
economía neoclásica (Jones, 2002). Simon preparó su tesis doctoral sobre la toma de
decisión administrativa, bajo la dirección de Henry Schultz, uno de los fundadores de la
econometría, y la publicó con el título Administrative Behavior en 1947. Tras una estan-
cia en la Universidad de California y el Instituto de Tecnología de Illinois, a partir de
1949 él se especializó en administración y sicología, luego en ciencia informática y sico-
logía en la Universidad Carnegie-Mellon. Su interés en la modelización de la resolución
de problemas se expresa en Models of Man (1956), The Science of Artificial (1969), Hu-
man Problem Solving (1972), escrito junto con Allen Newell, y Models of Bounded Ratio-
nality and Other Topics y Economic Theory (1982).
El argumento de Administrative Behavior es que la racionalidad de las decisiones se
basa en dos tipos de premisas: las que atañen a los valores y aquellas relacionadas con
los hechos (Simon, 1944). El comportamiento de una persona racional puede ser in-
fluenciado —y a veces controlado— por su entorno, en particular por la organización en
la cual ella se desempeña profesionalmente. En cada organización, esta influencia de-
pende de la autoridad y de las relaciones jerárquicas, de las lealtades y del grado de
compromiso de los empleados del nivel operacional con la organización, de su nivel de
formación, del criterio de eficiencia definido por los funcionarios del nivel directivo, de
la información y de los canales de comunicación. Por último, el proceso de organización
afecta la racionalidad de los actores mediante la planificación, que permite controlar las
decisiones, y la evaluación, que constituye una fuente de información para los emplea-
dos del nivel ejecutivo, susceptible de influenciar sus futuras decisiones y reforzar su
autoridad.
Un aporte muy importante de Simon al análisis de las políticas públicas fue el cues-
tionar la idea clásica de racionalidad instrumental, una idea común en economía y a la
base de todos los modelos econométricos, según la cual el individuo es un homo œcono-
micus, que actúa conforme una lógica instrumental (es decir adecúa los medios de su
actuación a los fines que persigue), basada en la maximización de sus ganancias y la
minimización de los costos (Simon, 1991). La tesis de Simon es que los agentes adminis-
trativos toman decisiones «satisfactorias» (y no maximalistas), con base en una raciona-
lidad «limitada» (bounded rationality). Ello se debe a que la persona que toma una deci-
sión goza generalmente de una capacidad de análisis parcial, comparado con el número
de posibles soluciones a un problema, y el acceso que tiene a la información es costoso e
incierto. A la racionalidad sustantiva de los economistas neoclásicos, Simon sustituye
entonces una racionalidad procedimental, que se aplica al método usado para tomar
una decisión (y no a la anticipación de los resultados de ésta).
El primer factor que limita la racionalidad, según Simon, es el estrés (stimulus) que
genera una situación en la cual un individuo tiene que resolver un problema. Este es el
resultado de una situación, un acontecimiento, del encargo de una responsabilidad o de
una decisión tomada por su jerarquía. Simon nota que la capacidad de reaccionar a este
estrés varía en función de criterios que son racionales en el sentido lógico, pero no lo son
en el sentido funcional o instrumental. Por ejemplo, la identificación del individuo con

40
su organización y con las decisiones tomadas por sus superiores jerárquicos hace que a
mayor identificación, mayor compromiso con sus responsabilidades y menor impacto o
incidencia de otras variables (como los intereses personales, que son el corazón de las
teorías de la elección racional). En otros términos, el comportamiento de una organiza-
ción deriva de comportamientos subjetivos que no son necesariamente racionales en el
sentido de la teoría económica.
Ahí intervienen también dimensiones como los juicios de valor que emiten los acto-
res sobre una decisión o una situación: es una decisión justa, reciben un trato ecuánime
y en función de eso dedican más celo en ejecutar una decisión que se les impuso; tienen
un mayor o menor conocimiento de las informaciones que sustentaron esta decisión.
Contrario a la premisa neoclásica, el acceso a la información no es perfecto ni universal,
en función del lugar que ocupan en un proceso de toma de decisión, los actores no
tienen acceso a la misma información ni a una información de la misma calidad, lo que
hace que no la asuman de la misma manera. También hay un interés subjetivo (material,
profesional, etc.) por cumplir con una decisión, es decir que las perspectivas de retribu-
ción que anticipa el individuo a su vez determinan su grado de compromiso con una
decisión.
Aplicado a la toma de decisión en una empresa, esta tesis desembocó en una econo-
mía de las conductas que cuestionaba los fundamentos de la econometría, en particular
la teoría del equilibrio general. Simon observa que hay otros factores que intervienen en
el comportamiento de un individuo, en particular hay factores que no se traducen en
costos y beneficios, como son los valores y las creencias de este individuo. A partir de
esto, empieza a desarrollar una serie de herramientas de análisis (cuestionarios, experi-
mentos, etc.) para comprobar la hipótesis según la cual el individuo actúa conforme una
«racionalidad limitada». Ello se desarrolló luego en los estudios de la burocracia, para
entender los comportamientos diferenciados de los funcionarios públicos, en función del
nivel jerárquico que ocupan. En ciertos casos, el funcionario o la funcionaria no tiene las
perspectivas de desarrollo profesional que tienen sus superiores jerárquicos, por lo tanto
sus cálculos racionales no son equiparables. En este sentido, la noción de riesgo varía
según si existen (o no) perspectivas de ascensión profesional en la organización, o si se
trata de conservar su cargo con las condiciones materiales que le corresponden.

El cambio incremental de políticas

Paralelamente a los estudios de Simon sobre la racionalidad limitada, Charles Lind-


blom (1917-), también egresado de la Universidad de Chicago, se interesó por las moda-
lidades del cambio político. Tras obtener un Ph. D. en economía en 1945, con una tesis
sobre los sindicatos en Estados Unidos, publicada bajo el título Unions and Capitalism
(1949), él integró la Universidad de Yale, donde colaboró con Robert Dahl a la redacción
de Politics, Economics and Welfare (1953). En esta obra, Dahl y Lindblom asimilan los
procesos de toma de decisión políticos y económicos a cuatro «sinopsis» o procesos
socio-políticos: el sistema de precios, la jerarquía, la poliarquía (el gobierno de muchos)
y la negociación (Premfors, 1981). Su tesis es que, en Estados Unidos, el proceso político
depende de la intervención de grupos de interés, en lucha por la definición de los valores
por privilegiar. Esta «poliarquía» se caracteriza a la vez por la existencia de un consenso
democrático y por la ausencia de un interés público claramente definido, lo que hace
que las políticas públicas resultan de un proceso fragmentado y de ajustes sucesivos o

41
pequeños pasos.
El aporte de Lindblom consistió en particular en aplicar un razonamiento margina-
lista a las decisiones políticas. A partir del comportamiento electoral, mostró que las
variaciones entre las opciones de políticas públicas de los partidos demócrata y republi-
cano en Estados Unidos eran marginales —es decir que consistían en variaciones alrede-
dor de un mismo tema— y que los cambios de políticas de una administración a otra se
operaban de manera gradual y secuencial (incremental), al margen de un núcleo de sen-
tido estable (Lindblom, 1958). Lindblom que aplica un razonamiento económico al aná-
lisis de la toma de decisión, no en la perspectiva de las motivaciones de los individuos,
sino en el sentido de la trayectoria de una decisión o cómo se da el cambio de política.
Este cambio, dice Lindblom, es más incremental que racional (Lindblom, 1959). Esto es
interesante pues no es común contraponer la racionalidad con el razonamiento margi-
nal. Lo que está en discusión aquí es el principio de la racionalidad. En una aproxima-
ción radical u ortodoxa, toda conducta individual o colectiva resulta de un cálculo de
costos y beneficios, sea del status quo, sea del cambio. Ahora bien, según Lindblom, las
decisiones políticas no se toman con base en este cálculo, si hay un cálculo, este último se
hace en función de la situación, no en función de un modelo ideal de toma de decisión.
El «incrementalismo» no es solo un método de cálculo que consiste en medir la varia-
ción a partir de un valor estándar, sino también un método de toma de decisión que
consiste en introducir un cambio a partir de una realidad consensuada. Por un lado, los
partidos políticos y los líderes en competencia, coinciden en ideas fundamentales aunque
puedan discrepar en aspectos relativamente secundarios, al formular las políticas secto-
riales caso por caso. Por otro lado, en caso de alternancia partidaria entre dos ciclos
electorales, las políticas elaboradas por un gobierno reforman progresivamente, mas no
en forma radical, las políticas elaboradas por su antecesor. El proceso político es enton-
ces un proceso de adaptación, en el cual las soluciones experimentadas están constante-
mente revisadas y mejoradas, en función de los resultados que producen. En este sentido,
las políticas públicas resultan más del arte de «arreglárselas» (muddling through) que de
la ciencia de gobernar a partir de sucesivas elecciones racionales (Lindblom, 1959).
En el razonamiento marginalista o «incremental», la decisión en torno a la mejor
política no se toma con base en una relación entre fines y medios, sino a partir de un
ajuste mutuo entre las partes. Éstas no siempre comparten los mismos valores e intere-
ses ni coinciden en el valor dado a los fines y medios de la política, pero pueden llegar a
un acuerdo en torno a una medida o una política específica, tras una discusión o una
negociación. Desde luego, según Lindblom el indicador de calidad de una política radica
más en la existencia de un acuerdo «satisfactorio» entre las partes, que en la consecu-
ción de los objetivos «óptimos» gracias a unos medios elegidos racionalmente. Esta
teoría, basada en la contraposición de Simon entre racionalidad sustantiva y racionali-
dad procedimental, complementa la tesis del pluralismo, puesto que toma en cuenta la
participación de múltiples actores con una capacidad de acción diversa y un poder de
influencia política desigual (Lindblom, 1979). No obstante, mientras el pluralismo hace
hincapié en la negociación entre actores estatales (del poder legislativo o ejecutivo, na-
cionales o locales) y no-estatales (gremios profesionales, sindicatos, organizaciones no-
gubernamentales y demás grupos de interés privados), Lindblom se preocupa más por
las negociaciones dentro del aparato estatal, entre los actores políticos (de la mayoría y
de la oposición) o entre estos últimos y los funcionarios del Estado.

Hasta ahora, hemos entendido que una política pública no es un objeto estático, sino

42
un proceso que se puede dividir en fases. También hemos entendido que, en el funciona-
miento de las organizaciones, que es el corazón de las políticas, intervienen una serie de
factores que limitan u obstaculizan la racionalidad de los individuos y de la organiza-
ción qua sistema. Tanto desde la economía, como desde la ciencia política y la sociolo-
gía, no es muy extraño que haya una orientación hacia las políticas públicas, dado que
los problemas que abordan estas disciplinas tienen algo que ver con las modalidades de
gobierno, la manera de gobernar y los resultados, las implicaciones de esta actividad. La
introducción de la sicología en este campo de estudio por Lasswell y Simon parte de una
experiencia empírica —ambos son politólogos al origen pero ambos se interesan por las
conductas individuales—, antes de lo que se suele llamar «la revolución conductista» y
antes que se desarrollara la sociología de las organizaciones (el estudio de los comporta-
mientos individuales dentro de las organizaciones y el estudio de las organizaciones
como sistemas). La dimensión sicológica de las conductas individuales y de los sistemas
organizados transformó la concepción que teníamos de las políticas públicas y de la
manera de analizarlas. Lo que planteó Lasswell en un momento inicial, y que no dejó de
desarrollarse desde ese entonces, era una traducción de la política pública en una serie
de etapas o fases, que de pronto se llamaron «ciclo de política». En estas etapas, él
encontró la manera o la modalidad cómo operan las motivaciones de los individuos que
toman decisión y que intervienen u obstaculizan en este proceso, es decir que la motiva-
ción individual se volvió un problema central de las políticas públicas. Este método
conllevó a una sedimentación del análisis de políticas por etapas: formulación, imple-
mentación y evaluación.

La segmentación del campo de estudio

La implementación de las políticas

Si bien es cierto el estudio de las políticas públicas nació de manera pragmática a


partir del análisis de la decisión, de las estrategias de actores y organizaciones y de las
dificultades de ejecutarlas, el análisis del fracaso de las políticas públicas llevó a enten-
der mejor su ejecución en términos de efectividad y eficacia (Lascoumes y Le Galès,
2009). Desde finales de los años 1990, este campo revistió una importancia nueva tanto
para la comunidad política como para la Academia. El razonamiento marginalista ha
sido aplicado a muchos ámbitos de la vida política, como la elaboración del presupues-
to, las orientaciones del congreso estadounidense, las negociaciones diplomáticas, etc.
Entre los más destacados herederos de Lindblom, figura Aaron Wildavsky (1930-1993),
que estudió con él y se graduó de un doctorado en ciencia política en Yale, en 1958, con
una tesis sobre la distribución del poder en Estados Unidos, publicada bajo el título
Dixon-Yates: A Study in Power Politics (1962). En 1963 se estableció en la Universidad de
California, donde se especializó en el análisis de políticas y dedicó los siguientes treinta
años al análisis de la política fiscal y del presupuesto del Estado.
La tesis de Wildavsky en The Politics of the Budgetary Process (1964) y otros nueve
libros que publicó sobre el tema, es que en un sistema político democrático el «incre-
mentalismo» deriva de la necesidad de llegar a un compromiso sobre los impuestos y el
gasto público (Jones, 1995). Según él, el presupuesto del Estado se ubica en el centro del
proceso político y es esencialmente el producto de decisiones previas. En este sentido,
instrumentos como el PPBS están condenados al fracaso, puesto que intentan modificar

43
el presupuesto de manera aislada del resto del proceso político (Premfors, 1981). Wilda-
vsky asume la doble dimensión del incrementalismo, como método de cálculo inspirado
del razonamiento marginal, y como proceso que pone a los participantes en relación y
da lugar a acuerdos por «pequeños pasos». Sus análisis se fundamentan en tres pares de
conceptos: la tensión entre los recursos y los objetivos (costos de oportunidad), la con-
traposición entre interacción social y reflexión intelectual (que retoma la idea de Lind-
blom y Dahl de contraponer la negociación y los mecanismos de mercado con la planifi-
cación) y la oposición entre el dogma y el escepticismo.
Él fue el primero en interesarse por los vacíos en la ejecución de las políticas (imple-
mentation gaps), para explicar las fallas en el proceso y las distancias entre lo previsto y
el resultado final. Su trabajo con Jeffrey Pressman se centró en la efectividad de las
decisiones, en particular en la fase de ejecución de las políticas (aunque luego Wildavsky
se interesó también por la evaluación), a partir de la política de desarrollo económico en
Oakland (California) (Pressman y Wildavsky, 1998b). Este trabajo fue publicado bajo el
título Implementation (1974), luego sistematizado en un manual de análisis de políticas
públicas titulado Speaking the Truth to Power: The Art and Craft of Policy Analysis (1979).
Pressman y Wildavsky observan la necesidad de dar un seguimiento sistemático a la
manera de ejecutar las decisiones, a través del caso de la inversión pública por la Agen-
cia de Desarrollo Económico en Oakland para la construcción de una infraestructura
portuaria (es un ejemplo de inversión pública destinada en parte a generar empleos en
una región deprimida). Miden la diferencia entre el proyecto diseñado por la adminis-
tración central, en Washington, y lo que se ejecutó en efecto. Observan una brecha (im-
plementation gap) entre las expectativas y promesas locales postuladas por la adminis-
tración central en Washington D.C. y los resultados efectivos en Oakland, que se traduce
por la baja capacidad de ejecución del presupuesto (apenas 10 % de un total de 20
millones de USD) y se explica según ellos por la intervención de numerosos participan-
tes en el proceso en distintos servicios administrativos (Jones, 1995: 13). Los múltiples
cambios añadidos por el efecto de estas intervenciones vuelven la ejecución efectiva
imposible.
En particular, introducen una dimensión nueva en el análisis, que consiste en tomar
en cuenta la complejidad de la acción colectiva para explicar los resultados o la suerte de
una decisión. Hay múltiples intervenciones en este proceso, múltiples perspectivas y
objetivos perseguidos por estos actores, múltiples intereses que dan un mayor o un me-
nor sentido de urgencia o de necesidad de llevar a cabo la decisión. En primer lugar, la
multiplicidad de participantes se da en varios niveles: en las agencias (federales, locales
y municipales), entre los actores estatales y sociales (sindicatos, asociaciones, grupos de
interés, beneficiarios de la obra), y entre estos últimos y los actores económicos (empre-
sas involucradas en la ejecución del proyecto, y aquellas beneficiarias directa e indirec-
tamente de este último). Esta multiplicidad de participantes obliga a abordar el proble-
ma a partir de los procesos de intervención de estos actores.
En segundo lugar, el estudio de Pressman y Wildavsky evidencia la diversidad de
perspectivas y objetivos de los actores. Ellos retoman una tesis central del pluralismo
sobre la influencia del poder comunitario para analizar el gasto de la administración del
desarrollo para el desarrollo de la comunidad y el control del malestar social (Dahl,
2003). La premisa inicial de las teorías de la elección racional es que se puede objetivar
los costos y beneficios que conlleva una decisión, de tal modo que todos coincidamos,
obviamente con intereses distintos pero con la misma concepción de lo que son estos
costos y beneficios. Ahora bien, Pressman y Wildavsky observan que no es el caso, los

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actores que participan en el proceso, no comparten la misma definición de los objetivos
de la política, ni del lugar donde se insertan ellos en este proceso. A priori todo parte de
una idea laudable y simple: el Estado invierte en la construcción de una obra portuaria,
y con esto se crean empleos que interesan a un sector particularmente vulnerable de la
población de Oakland, que son los obreros afroamericanos. No obstante, detrás de esta
simplicidad se esconden múltiples problemas, incluso en la administración, por el he-
cho que intervenga una agencia central para imponer una forma de proceder, con nor-
mas operativas, y desde luego condicionar la inversión pública. También, por el cálculo
egoísta que hacen todos los actores en este proceso, incluso las agencias estatales, el
costo incrementa en la etapa de elaboración del programa, por la intervención de estos
distintos actores estatales luego por la negociación con los actores privados (económi-
cos y sociales).
En tercer lugar, este estudio muestra que no todos los actores conciben la misma
necesidad de esta obra, ni tienen el mismo sentido de lo urgente. Primero, hay varias
propuestas en competencia, entonces ¿por qué una sería mejor que otra? Segundo, no
todos van a recibir los mismos beneficios o beneficios de la misma magnitud, entonces
unos serán más proclives a que la decisión se concrete y encuentre una ejecución rápida
y efectiva, mientras que otros tendrán una participación marginal. Por ejemplo, los obreros
que se benefician directamente de la obra tendrán una actitud muy proactiva; la admi-
nistración local de desarrollo económico tendrá un rol menos dinámico porque en cier-
ta forma la decisión fue impuesta de arriba hacia abajo y le significa más trabajo, quizá
descuidar otros temas que consideraba prioritarios, sin aprovechar del beneficio políti-
co y simbólico de la obra ejecutada.
A partir de esta diversidad de actores, perspectivas y compromisos, el énfasis en el rol
de los actores en el proceso de la política pública cobra un significado metodológico. Es
decir que se vuelve necesario entender esta diversidad de intereses y racionalidades para
entender el rumbo que tomará la política. Es un proceso más interpretativo que explica-
tivo, que podría ser análogo al proceso de toma de decisión (hay una gran similitud,
aquí, entre los método de análisis y aquellos de toma de decisión). Eso da lugar a un
nuevo ejercicio, que es el estudio de caso. Podría declinarse este análisis en un sinnúme-
ro de casos donde hay una decisión tomada por una administración central y un proceso
de ejecución a niveles locales o estatales (en el caso de un Estado federal). La naturaleza
de la decisión no importa, lo que interesa es el proceso de toma de decisión y sobre todo
los participantes de este proceso. Para ir un poco más lejos, podemos incluso encontrar
aquí un primer intento de analizar los procesos participativos, que cobrarían mucha
importancia en los años 1980 y 1990, en particular en América Latina y el Caribe, para
explicar el grado de asimilación de una decisión, de compromiso para ejecutar una deci-
sión, por parte de actores no-estatales, comunitarios, individuales o corporativos.
En el caso que analizan Pressman y Wildavsky, hay dos metas y desde luego se pro-
duce un desdoblamiento del curso de la decisión que, idealmente, se debe resolver en la
ejecución pero que encuentra dificultad al multiplicarse los problemas. Por un lado, hay
la meta que se justifica por la necesidad de la construcción de la infraestructura, y eso en
sí es una política que involucra a ciertas agencias; por el otro, hay la meta de crear
empleos, es decir el Estado no solo invierte en la construcción de una obra civil, también
persigue un objetivos secundario (crear empleos), que va a desarrollar su propio curso
de decisión, lo cual, a su vez, se anticipa que permitirá incrementar la demanda global e
incentivar la inversión privada para mantener una tasa de crecimiento económico. Has-
ta cierto punto, el desdoblamiento del curso de la decisión nos indica que, a diferencia

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de lo que planteaba Lasswell (un mejor conocimiento permite resolver mejor los proble-
mas), antes de llegar a resolver problemas, un mejor conocimiento o un conocimiento
más experto empieza por multiplicar los problemas. Es lo que ocurre en particular en la
fase de implementación de una política.
A partir de este ejemplo, vemos que, al perseguir dos metas que corren paralelas,
aunque deban coincidir en algún momento, lo que se va a hacer es enfrentar dos proble-
mas simultáneamente. La multiplicidad de actores —no solo entre el Estado y los acto-
res no-estatales, sino también dentro del Estado— hace que, en cada momento en que se
enfrenta un problema operativo y donde intervienen una diversidad de intereses, de
objetivos y perspectivas, se debe coordinar la acción del Estado e involucrar a nuevos
actores o nuevas agencias. Ello muestra la dificultad de manejar este abanico de proble-
mas y cómo la aparente simplicidad que plantea el manejo sectorial de una política se
pierde en una creciente complejidad temática. Por esta complejidad, la diversidad de
actividades involucradas hace que intervienen más agencias y plantea problemas de
coordinación administrativa. Así interviene la Agencia del medio ambiente en el caso de
Oakland, que determina la viabilidad de la obra. Por otro se abrirá una discusión sobre
las condiciones de reclutamiento de los técnicos y obreros, sobre el rol de los sindicatos
en el proceso. Estos son tantos problemas operativos que, de por sí, cada política puede
generar y se vuelven magnificados por el desdoblamiento del curso de la decisión.
El estudio de la implementación de políticas —en particular de sus fallas— se volvió
luego una especialización en la cual se hace hincapié en dos dimensiones particulares: el
curso de la decisión y los efectos no-deseados de la decisión. La literatura que arrojó esta
especialización abarca el estudio de la ejecución o implementación de las políticas pú-
blicas (Mazmanian y Sabatier, 1981; Pressman y Wildavsky, 1998a; Hill y Hupe, 2002;
Mariñez y Garza, 2009). El sentido común tiende a pensar que, hecha la ley, hecha la
política. De hecho, muchos proyectos de tesis de maestría en políticas públicas plantean
como objeto de análisis una ley, como sinónimo o elemento central de la política que le
corresponde. Pero no es la manera correcta de formular el problema, pues en realidad la
preocupación que uno tiene al analizar la ejecución de una política es entender qué pasó
luego de la adopción de una ley. ¿Se cumplió o no? Si cabe el caso ¿por qué no se cum-
plió? Una ley se inscribe en un acervo de instrumentos de políticas. En particular, existe
un presupuesto público, un poder judicial, una policía, un sistema carcelario, que per-
miten que se cumpla y sancione quiensea que no respeta esta ley. Una ley tiene que ser
consistente con los otros instrumentos legales, que regulan otras políticas sectoriales.
Además, la ley sale de una organización, el Congreso o la Asamblea Nacional, en general
por iniciativa del poder ejecutivo, y eso incide en su alcance, efectividad y viabilidad.
Entonces, más allá de pensar que los instrumentos hacen viable una política, el proble-
ma es saber qué hace viables los instrumentos y en qué contexto son viables. La presen-
tación lineal de las políticas hechas por el modelo de análisis secuencial es teórica, pues
en el proceso de una política, hay fallas, huecos, retrocesos y cambios. El análisis de las
fallas en la ejecución se concentra precisamente en estas irregularidades del proceso
para explicar por qué no ocurrió lo que estaba previsto, o por qué cambiaron los objeti-
vos de una política.

La formulación de las políticas

El segundo ámbito en el cual se consolidaron métodos específicos de investigación

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es el análisis de la etapa inicial de una política. Lo que llamó la atención de autores como
Pressman y Wildavsky era la diferencia o el desvío en la trayectoria de la política entre lo
que podían decir las autoridades centrales y lo que ocurría en el lugar de destino de la
política. El tema de la formulación y de la elaboración de agenda surgió luego como
especialización, cuando otros autores como John Kingdon (1940-), se preocuparon por
la manera en que se elabora una política (Kingdon, 1995). Una premisa en el análisis de
Pressman y Wildavsky es que la decisión es buena; luego se va a mejorar, se va a adaptar
al entorno, pero a priori esta decisión no se cuestiona. Sin embargo, un aspecto que no
se veía con claridad en el análisis de la implementación, es de dónde procedía aquella
decisión que, en un momento dado, se había impuesto como la más idónea. Es precisa-
mente la pregunta que plantea Kingdon. Antes de llevar a cabo una política, hay algo que
convoca a múltiples actores, con perspectivas distintas de los problemas y no hemos
acabado de explicar cómo estos actores llegan (o no) a un acuerdo sobre la decisión que
se toma.
Uno de los mayores aportes del trabajo de Kingdon ha sido mostrar que un proble-
ma de política no se define por la naturaleza, la importancia o la premura de un proble-
ma social, mas a través de un proceso interactivo entre actores estatales y no-estatales.
Por un lado, por su mandato electoral y por su estatuto al servicio (teóricamente) del
interés general, los responsables políticos y los funcionarios públicos definen los proble-
mas prioritarios de políticas públicas. De un programa electoral legitimado por el sufra-
gio electoral se desprende entonces la agenda del gobierno. En esta perspectiva, la jerar-
quización de problemas resulta de los procesos políticos y de negociaciones partidarias,
siguiendo un proceso de arriba hacia abajo (top-down). Por otro lado, la importancia de
un problema varía en función de la influencia de actores externos al sistema estatal
(grupos de interés, redes y comunidades de políticas, medios de comunicación, etc.). En
esta perspectiva, la selección de los problemas resulta de la movilización social y de la
negociación con el poder ejecutivo y el legislativo, siguiendo un proceso de abajo hacia
arriba (bottom-up).
Tras Simon y Lindblom, Kingdon complementa también la noción de racionalidad
limitada y asume que los cambios de políticas se producen de manera incremental, pues
las decisiones no se toman ex nihilo sino con base en situaciones que resultan de decisio-
nes anteriores. Los cambios más fuertes o bruscos, que dan una nueva orientación a una
política, se producen cuando se abre una ventana de oportunidad (policy window), es
decir cuando coinciden tres hechos o «corrientes»: el reconocimiento de la legitimidad
de un problema, el acuerdo sobre las soluciones a este problema y la voluntad política de
solucionarlo. Estas tres «corrientes», que convergen en momentos escasos y breves, alu-
den a tres ámbitos de la toma de decisión: los problemas, las soluciones y la coyuntura.
En primer lugar, un gobierno elige dar prioridad a ciertos temas de trabajo, cuando
los actores sociales y económicos logran convertir un problema privado en uno público
(es decir llevarlo a la esfera pública), luego en uno político (es decir llevarlo a la esfera
estatal). No todos los problemas se valen, ni son los más importantes los que se tratarán
en primer lugar, sino aquellos que fueron traídos a la atención del gobierno, por un
grupo de interés. El reconocimiento de la legitimidad de un problema implica que los
actores estatales y no-estatales jerarquicen los múltiples problemas existentes y seleccio-
nen el más importante o el más urgente. En este sentido, la legitimidad de un problema
de política depende de los actores no-estatales (grupos de interés, asociaciones de la
sociedad civil, empresas) que inciden en la toma de decisión.
En segundo lugar, un gobierno selecciona una solución entre varias, en función del

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grado de organización, de legitimidad y de incidencia de aquellos actores. Entre distin-
tas opciones, el gobierno no selecciona necesariamente la óptima ni la menos mala —en
términos de costos y beneficios— sino aquella que fue traída por los actores más influ-
yentes en la definición del problema. Dicho de otra manera, la solución dependerá de la
formulación dada al problema y por lo tanto, de quien tendrá la última palabra o se hará
escuchar por el gobierno. La formulación de solución al problema da lugar a una nego-
ciación entre actores estatales y no-estatales y, para que se abra una ventana de oportu-
nidad, es necesario que lleguen a un acuerdo sobre la solución más legítima (por su
factibilidad, su eficacia, etc.).
En tercer lugar, la coyuntura política y el calendario electoral tienen efecto sobre el
cambio de política. No todas las políticas cambian cuando cambia el gobierno, pero una
alternancia en el poder entre partidos progresistas y conservadores puede crear la opor-
tunidad de un cambio radical de política. La voluntad política de solucionar el problema
puede resultar también de un cambio en el balance de poder dentro del mismo gobierno
o de la administración. Puede resultar de la competencia entre varios partidos políticos,
entre varias corrientes de un mismo partido o entre varias agencias de gobierno.
La metáfora del tacho de basura (garbage can), que Kingdon toma prestado de la
sociología de las organizaciones (Cohen et al., 1972), alude al hecho que muchas ideas
que circulan en una organización no se concretan en una acción, son los borradores que
elaboran los expertos, los asesores, los ingenieros y que se archivan o se desechan simple
y llanamente (y terminan en un tacho de basura). Lo que hacen los responsables políti-
cos es retomar estas decisiones en varios momentos, es decir volver a examinar opciones
que fueron descartadas en el pasado, para ver si serían más oportunas en el momento
presente, pues pueden haber cambiado las condiciones y los actores. Al hablar del tacho
de basura, Kingdon hace hincapié en el proceso, en las interacciones (más que en los
actores) que producen las decisiones.
Partimos de una visión clásica de las interacciones como un proceso de deliberación
más o menos regulado, más o menos formal, no solo en una competencia electoral o un
debate parlamentario, también en las discusiones informales entre los miembros de una
comunidad y en los debates públicos de los que se hacen eco los medios de comunica-
ción. En estas interacciones, las soluciones anteceden los problemas. Lo que hacen los
actores (públicos y privados), cuando se abre una venta de oportunidad, es reciclar ideas
que, a lo mejor, nunca desecharon individualmente, aunque la solución fuese descartada
a nivel colectivo. Ahora bien, el convencer a los actores estatales de la necesidad de
colocar un problema particular a la agenda del gobierno implica contar con una capaci-
dad de organización, de presión e incidencia que solo es posible con la profesionaliza-
ción del activismo y la especialización de los «empresarios políticos» (political entrepre-
neurs). Por último, el juicio por los actores estatales y no-estatales está afectado por
variables exógenas (estructurales o coyunturales), a través del ciclo de atención de la
opinión pública (issue cycle). En esto intervienen los medios de comunicación, que orien-
tan la opinión pública (pues si no hay información, no existe el problema).
La literatura que se interesa por la formulación de políticas abarca el diseño y el
proceso de toma de decisión dentro de las organizaciones, en particular las organizacio-
nes políticas (Eliadis et al., 2005; Howlett, 2011; Ordóñez-Matamoros, 2013; Zittoun,
2014). A partir de los trabajos de Simon, sobre la racionalidad limitada, y de Lindblom,
sobre el incrementalismo, la sociología de las organizaciones explica los comportamien-
tos y las decisiones como productos de sistemas de acción (Peters, 2001; Cohen et al,
1972; DiMaggio y Powell, 1999a). En esta manera de abordar el momento de formula-

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ción de política, hay una preocupación por la racionalidad de la decisión, como si ésta
fuera una garantía para mejorar la decisión. La idea es que debemos entender los moti-
vos racionales que llevaron a tomar una decisión, a optar por una solución, como el
resultado de un cálculo de costos y beneficios para mejorar la situación. Nuevamente
nos enfrentamos con la idea de reflexividad del análisis y la doble ingenuidad que con-
siste en asumir que una decisión es «racional» (en el sentido de «instrumental», «objeti-
va» y «científica» aunque sea «limitada») porque se basa en modelos estadísticos y eco-
nométricos aplicados a la planificación (como el PPBS), y que la reflexividad coadyuva
a la racionalidad de una decisión. Con la aparición de la literatura sobre la formulación,
se desarrolló el estudio de la naturaleza y el rol de los actores involucrados en las políti-
cas públicas. Lejos de la relación ideal entre la administración y los administrados, se
llega a una relación mucho más compleja y a evidenciar interacciones más fluidas, que
da lugar a la literatura sobre el pluralismo político, las redes y comunidades de políticas
públicas.

La evaluación de las políticas

El propósito de una evaluación es establecer una causalidad directa entre dos varia-
bles para tomar una decisión sobre la decisión dependiente. Lo que más éxito tuvo, en el
ejercicio de evaluación de políticas públicas es su versión económica y cuantitativa. No
es de extrañarse de ello, puesto que el crecimiento del Estado de bienestar social impli-
caba la necesidad, para el Estado, de optimizar el gasto público y evaluar la pertinencia
de ciertas decisiones por sobre otros. La necesidad de evaluar la acción del Estado se
impuso para planificar el gasto social (en educación, salud, hogares, etc.) y la moderni-
zación del aparato estatal en la década de 1960 (1967 es el año en que se crearon las
primeras instituciones estatales que operaban como agencias de evaluación en Estados
Unidos) (Bellinger, 2007).
En el contexto de las políticas neoliberales, en los años 1980, la evaluación cambió de
propósito. Más allá de optimizar el gasto para consolidar el Estado de bienestar social,
se buscaba optimizar el gasto para reducirlo, en conformidad con la doctrina de la nue-
va gestión pública y es cuando apareció un tipo particular de evaluación, en estrecha
relación con los métodos cuantitativos, que es la evaluación de gestión, o la auditoría de
gestión (Bañón i Martínez et al., 2003; Mondragón, 2003). Entonces pasamos de un tipo
de evaluación de procesos globales a un tipo de evaluación de organizaciones o de pro-
cesos de gestión, más puntualizado, que hoy se asimila a la evaluación de impacto. En
este lapso de treinta años, se observa una creciente profesionalización de esta actividad,
a través de asociaciones profesionales, asociaciones de auditorías, organismos acreedo-
res de normas, oficinas de coordinación y normas de auditoría. En el ámbito académi-
co, la evaluación de impacto se desarrolló en un campo privilegiado para los economis-
tas, que incorporan modelos econométricos a sus diseños cuasi-experimentales y dan
una mayor consistencia teórica a lo que era, hasta ese entonces, un ejercicio técnico
(Wholey et al., 2010).
¿Qué tipos de evaluaciones aparecieron entre tanto? Podemos separar tres tipos en
función del objeto, del ámbito y del método. En función del objeto (¿qué evaluamos?):
en un principio, la evaluación nos interesa en tanto actividad que se aplica a la política
pública, pero no es tan sencillo, pues el momento del ciclo no es fácil de aislar y sigue
siendo parte del proceso al momento de evaluarlo. Entonces estamos frente a un dilema

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insoluble entre los tiempos de la evaluación y los tiempos de la política, que se desplazó
hacia dos tipos de objetos distintos: las organizaciones y los programas. Muy pocas
veces encontraremos evaluaciones ex post de políticas en su conjunto. Lo que encontra-
remos son ejercicios de evaluación sobre quién ejecuta estas políticas, son los informes
de la Fiscalía o Contraloría, que controla el gasto público para luego interpretar el ejer-
cicio anual contable de una organización, una agencia o un ministerio. La evaluación de
los programas es quizá el ejercicio que se ha vuelto más común en América Latina, con
la multiplicación de los programas de cooperación internacional —en particular aque-
llos de transferencias condicionadas— en los años 1980. ¿Por qué? porque son activida-
des que, a diferencia de las políticas públicas, son muy fáciles de aislar en el tiempo,
tienen una fecha de inicio y una fecha de cierre, aunque el problema que atienden no se
haya resuelto. Y en función de esta evaluación, se puede dar por terminados estos pro-
gramas. Entonces las agencias de cooperación han acudido mucho a la evaluación de
programas para definir sus prioridades y determinar la oportunidad de abrir ciertos
programas o no. Quizá es ahí donde se generó la mayor cantidad de profesionales y
consultorías para atender esta demanda.
El segundo aspecto atañe al ámbito de la evaluación (¿Evaluamos los resultados o los
procesos?). En efecto, podemos evaluar dos cosas: la efectividad de una política, es decir
el grado de cumplimiento de lo planteado al inicio del proceso; o el impacto de esta
política, es decir el efecto que tuvo la política sobre el problema. Aquí nos pasamos de
una línea roja, al considerar la política como una variable independiente de otra cosa.
Esto es el meollo de muchas discusiones sobre la validez o la pertinencia del ejercicio de
evaluación de impacto en el análisis de políticas públicas. Es donde se pueden contrapo-
ner los aportes de los métodos cuantitativos y cualitativos. Volvemos a la idea según la
cual la resolución de un problema depende en primer lugar de la formulación de este
problema. Además, la interpretación que se puede dar de una evaluación de impacto
varía en función de quién asume los resultados. Si es el tomador de decisión, póngase la
administración de turno, el ministro o la ministra de turno, un resultado positivo de la
evaluación puede servir a dar lugar a una nueva fase de la misma política. No obstante
no sabemos a ciencia cierta si la explicación del impacto se debe a la medida que se
tomó, en realidad, el ejercicio va más allá de establecer una relación directa entre una
medida y un resultado. De ahí que hay una dimensión política de la evaluación, evaluar
una política es en sí un acto político, mucho más que evaluar un proceso. Al decir que el
proceso cuenta, estamos adoptando una postura política frente a quien quiere valorar
los resultados solamente a partir del impacto de una política. Lo que estoy haciendo
entonces es relativizar el principio mismo de explicación causal de una evaluación de
impacto y estoy diciendo que, más allá de la explicación que se puede encontrar en una
variable, está la interpretación de muchos «factores causales», que son variables com-
plementarias, no necesariamente cuantificables.
La tercera dimensión que nos interesa aquí es el método (¿Cómo evaluar una políti-
ca?). El método más común parte de una relación entre costos y beneficios, pero la
aparente simplicidad de este razonamiento es engañosa. Siempre hay decisiones mejo-
res que otras, entonces ¿en función de qué se puede determinar la mejor decisión?, es
decir que si el Estado gasta 100 entre 10 políticas, tiene la opción teórica de dividir para
10 su presupuesto y asignar la misma fracción del presupuesto a cada política. Pero en
el mundo real, no es así, hay problemas más importantes o más urgentes que otros, hay
problemas cuya solución es más costosa que otros, en el sentido económico y político,
hay problemas cuya resolución trae menos beneficios que otros, económicos y políticos.

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Eso es lo que complejiza preferencia dada a una u otra política, pues obliga a ponderar
los costos y beneficios.
En este contexto, ¿cuál es el rol de la evaluación en la administración pública? Es lo
que podemos agrupar bajo la idea de indicadores de medios y logros, tras haber definido
los parámetros que permiten dar un seguimiento a las actividades de la administración
pública (Mondragón, 2003). Eso es vital, puesto que lo esencial de la acción pública
procede de la administración del Estado, directamente, a nivel de gobierno central o de
gobiernos seccionales, e indirectamente, a través de agencias especializadas. Los linea-
mientos de la acción pública que pueden ser evaluados son de tres tipos. Primero, la
planificación estratégica permite delinear el plan de acción de una administración a
mediano plazo (3-5 años). Complementaria de ésta, la planificación operativa, anual,
permite definir etapas intermedias que llevarán al cumplimiento de estos objetivos. Ter-
cero, la gestión por resultados permite que la actividad de la administración se organice
en función de lograr los objetivos planteados a corto y mediano plazo. Estos tres instru-
mentos de administración pública son el objeto principal de la evaluación de los proce-
sos de gestión. Lo que se evalúa en la administración pública es más el proceso por el
cual opera esta última que el impacto que pueden tener las medidas.
La dificultad radica en distinguir entre la terminación de una política y de un progra-
ma. ¿Quién dice que la política tuvo un impacto específico? y ¿quién dice que el progra-
ma, que es una etapa o un instrumento de esta política, tuvo un impacto? Del punto de
vista metodológico, es relativamente fácil salir del dilema, por eso hay tan pocas evalua-
ciones de políticas y tantas evaluaciones de programas. El ideal de cualquier evaluación
de impacto es determinar la variable necesaria y suficiente, pero en situaciones reales
no se puede aislar estas variables. Más bien, lo mejor que se puede hacer es establecer
con claridad la variable independiente determinante (Torres y Pina, 2003). Otra posibi-
lidad es aplicar métodos semi-experimentales, por los cuales se procede a una serie de
test sobre variables aisladas artificialmente. Por ejemplo, la evaluación que hace Juan
Ponce del impacto del bono de desarrollo humano en el Ecuador es una evaluación de
programa de transferencia condicionada, en el marco de la política de educación prima-
ria (Ponce, 2010). El método semi-experimental que él aplica permite aislar dos varia-
bles dependientes —el gasto escolar y los resultados escolares— y decir si este programa
sirve o no para estos dos objetivos. Desde luego, cabe preguntarse cuál es el alcance de
una evaluación de este tipo para tomar decisiones en materia de política educativa. Si
bien es cierto constituye un insumo valioso para dar continuidad (o no) a los programas
evaluados, no dicen mucho sobre el conjunto de instrumentos diseñados para la política
sectorial.
Por su visibilidad en la Academia y en la administración pública, las evaluaciones de
programas dejan pensar que, al multiplicar los ejercicios de este tipo, podemos llegar a
una política óptima. Sin embargo, este planteamiento está rebatido por los enfoques
cualitativos de evaluación de políticas (Subirats, 1995). Desde un enfoque cognitivista,
la evaluación participa más bien del proceso y busca explicar el proceso por su contexto
(Guba y Lincoln, 1989). Eso no excluye que existan situaciones intermedias, en las cua-
les se puede cuantificar el proceso, pero el grado explicativo de estos datos cuantitativos
está relativizado por los datos de contexto. Por último, cabe tomar en cuenta las varia-
bles de contexto. Para seguir con el mismo ejemplo, una política educativa se ampara en
procesos institucionales, por ejemplo, en el sistema educativo, la existencia de escuelas,
de normas, de programas escolares, la formación de los maestros, el nivel de remunera-
ción, la organización de padres de familia, etc. La política heredó estas instituciones,

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con sus alcances y límites, estas últimas son constitutivas de ella y, por lo tanto, pueden
ser a su vez objeto de una evaluación, para tomar decisiones. Entonces el efecto causal
que puede tener una transferencia sobre una variable dependiente tan solo es explicable
si se entiende el sistema de educación, el conjunto de instituciones en el cual se da la
educación en el país beneficiario.
La literatura sobre la evaluación y la culminación de las políticas abarca también los
procesos políticos desde un enfoque cognitivo, haciendo hincapié en las percepciones y
apreciaciones expresadas por los públicos (Guba y Lincoln, 1989; Kessler et al., 1998;
Bañón i Martínez, 2002; Roth, 2009). El problema de la evaluación se puede entender en
dos sentidos: como un problema de resultados y como un problema de procesos. La
dificultad de definir los indicadores (cuantitativos y cualitativos) radica en esta duali-
dad, para concluir sobre la suerte (efectividad y eficacia) de una política. Vale la pena
volver sobre la visión estilizada del proceso de políticas por Lasswell, pues él definía una
política pública como una acción orientada a la resolución de problemas. Entonces,
podríamos evaluar las políticas en función del grado de resolución de problemas que
éstas enfrentan. Podríamos decir que, mientras más nos acercamos a una resolución
completa del problema, mejor fue la política. Esto no es un mal razonamiento, pero
funciona para los programas más que para las políticas, por ejemplo aplica a los progra-
mas de ayuda con transferencias condicionadas. De ahí el éxito de la evaluación de
impacto (de hecho, se hicieron fortunas con esta actividad) para la cooperación interna-
cional, bilateral y multilateral, pues es una legítima preocupación de un donante el sa-
ber si su dinero sirvió (a reducir la pobreza, el analfabetismo, la mortalidad infantil,
etc.).
Sin embargo, no es así a nivel de una política, no hay tal cosa como una donación, un
préstamo o una inversión para solucionar un problema particular. No solo las políticas
no resuelven problemas de manera aislada, sino que éstas generan problemas, deriva-
dos de efectos no-deseados o perversos (expectativas nuevas, consecuencias indirectas,
etc.) (Ingram et al., 2007; Schneider, 2013). Entonces, la dificultad de analizar los resul-
tados de una política o de un programa radica en este dinamismo intrínseco de las
políticas públicas. Una política no sigue un proceso lineal, sino un proceso de prueba-
error, en constante reformulación y corrección. Desde luego, la evaluación no interviene
solo al final de un proceso sino a lo largo de este último. Por otro lado, no es posible
evaluar una política como tal, pues no existe un tiempo para esto: el proceso político no
se puede detener durante el momento de su evaluación (el cual, además, puede demorar
varios meses, como en el caso de los métodos semi-experimentales). Por lo tanto, se
inicia la evaluación en el momento de la ejecución. Es más, no se evalúa solo la política
en curso, también se evalúa la política anterior o lo que hizo el gobierno anterior en el
mismo ámbito, pues, quizá la política en su conjunto no cambió pero cambió el meca-
nismo de ejecución o cambiaron los objetivos.
En síntesis, aunque la evaluación de programas puede ser útil a la toma de decisión,
no cabe confundirla con la evaluación de políticas públicas. Bajo ninguna circunstancia
se puede extrapolar científicamente las conclusiones de la evaluación de un programa a
la evaluación de una política. Eso nos lleva una vez más a un problema de regresión
infinita, es decir, ¿de qué sirve evaluar un programa, si el propósito es analizar la políti-
ca? Al fin y al cabo, la evaluación de impacto ha evolucionado en el sentido de una
creciente parcialización y particularización. Por un lado, no es tan objetiva como se
pretendía inicialmente, no es científica de por sí, puesto que utiliza en general métodos
científicos para fines políticos. Esto es moralmente aceptable, si asumimos que las polí-

52
ticas públicas hacen la política. Desde luego, los métodos explicativos no pertenecen a
una corriente política, son funcionales a cualquier partido, a cualquier gobierno. Por
otro lado, hemos visto que la dificultad de evaluar políticas como conjuntos había lleva-
do a enfocar el análisis hacia los actores, las organizaciones, los servicios públicos y los
resultados.

Las paradojas del ciclo de las políticas

El modelo de análisis secuencial

Luego de dejar la Universidad de Chicago, en 1938, Lasswell puso su experticia en


comunicación de guerra al servicio de la administración de Estado, vía el Departamento
de Justicia y la Oficina de Datos y Estadísticas (luego Oficina de Información de Gue-
rra), la Oficina de Servicios Estratégicos y finalmente el Servicio de Estado Sicológico
de Guerra del Ejército. Los estudios realizados en este período llevaron a la publicación
de The Language of Politics (1949), que subrayaba nuevamente la importancia de la
dimensión sicológica en el proceso político. Esta idea retomaría una importancia capi-
tal en los trabajos ulteriores de Lasswell, nombrado entretanto profesor de leyes en la
Universidad de Yale. Junto con su socio, Myres McDougal, Lasswell veía la ley como un
proceso de decisión o un acto de autoridad en el cual los miembros de una comunidad
aclaran y aseguran sus intereses (Almond, 1987). Por otro lado, propuso una tipología
de los objetivos y valores que motivan la toma de decisión e incluyen el poder, la riqueza,
el respeto, el bienestar, el afecto, la destreza, la rectitud y la ilustración. El núcleo de esta
teoría política fue puesto a prueba luego en diversas investigaciones sobre los procesos
de toma de decisión, entre las cuales una sobre la relación entre la personalidad de los
jueces y el tipo de decisiones judiciales tomadas, publicado en Power and Personality
(1948), otra sobre la participación de los campesinos en una hacienda peruana y una
tercera sobre la participación de los pacientes en el Instituto Psiquiátrico de Yale, estas
últimas publicadas en The Future of Political Science (1963).
El método de Lasswell consistía en dividir el proceso en etapas, para entender mejor
lo que ocurre, quién interviene y qué resultados se pueden esperar en cada momento.
Contemplaba siete etapas: inteligencia o entendimiento, promoción o discusión, pres-
cripción o toma de decisión, invocación (entendida como una manera de convencer, por
ejemplo al poder legislativo, de adoptar los medios y los recursos necesarios para ejecu-
tar una decisión), aplicación, terminación y apreciación de la decisión. Es interesante
notar que en el afán de Lasswell de llegar a un conocimiento más exacto, objetivo, cien-
tífico del proceso, la noción de fases sirve de herramienta para separar los problemas.
Uno entiende que, por ejemplo, el problema de la inteligencia o del entendimiento des-
emboca en una serie de prácticas, de acciones (por ejemplo la creación y producción de
información, la generación de instrumentos para levantar información, etc.) y requiere,
desde luego, unas técnicas específicas para analizar el momento. Uno entiende también
que no es lo mismo que lo que se necesita para convencer a los otros actores o a los
interlocutores del ejecutivo (entre éstos, los funcionarios públicos y los electos del poder
legislativo) para ejecutar las decisiones tomadas. Por último, uno vislumbra en este se-
gundo momento una serie de problemas por resolver, que son de naturaleza distinta e
implican movilizar otros recursos.
Recordemos que, para Lasswell, la ciencia de las políticas era una ciencia aplicada

53
cuya finalidad era mejorar las políticas, entonces había un efecto de retroalimentación,
un efecto reflexivo del análisis y el ciclo se convirtió en este sentido en un instrumento de
perfeccionamiento de las políticas, más allá de ser un mero instrumento de entendi-
miento. Este esquema de análisis secuencial fue perfeccionado por Charles O. Jones en
su Introduction to the Study of Public Policy (1970). En medio de la guerra del Vietnam
—cuando el Presidente Johnson decidió involucrar más a Estados Unidos en su cruzada
contra el comunismo, contra la opinión de muchos expertos, convencidos de que esta
guerra se iba a convertir en una inextricable trampa—, Jones se preguntó cómo se toma-
ban las decisiones políticas y por qué se daban fallas en la ejecución de las políticas, aún
pese al aumento del gasto público (Jones, 1984). Se inspiró también del fracaso de la
«Guerra contra la pobreza» y el «Sistema de programación, planificación y elaboración
de presupuesto» (PPBS, por Planning, Programming, and Budgeting System) de la mis-
ma administración. A partir de esta inquietud y con el propósito de atender este proble-
ma en una forma científica, identificó a los actores, los procesos y los resultados a lo
largo de lo que se llamaría desde luego «el ciclo de política».
Jones simplificó la propuesta de Lasswell en cinco etapas: formulación o identifica-
ción del problema (elaboración de la agenda), evaluación de posibles soluciones (discu-
sión entre miembros del ejecutivo), toma de decisión y explicación a otras agencias del
Estado (por ejemplo, discusión presupuestaria), ejecución o implementación de la polí-
tica (para llevar a cabo los planteamientos de la etapa anterior) y evaluación de resulta-
dos (consecución efectiva de las decisiones, culminación del proceso de implementa-
ción y evaluación de los resultados). En cada etapa, intervienen actores públicos y priva-
dos que defienden distintas opciones de políticas, movilizan conocimientos expertos al
servicio de opiniones e intereses contrapuestos, confrontan soluciones alternativas, etc.
Idealmente, el resultado de este proceso es la resolución de un problema público de la
manera más racional y consensual posible. De hecho, este método parte de una premisa
teórica implícita, y es que los comportamientos y las decisiones siguen un patrón, según
el cual un individuo fundamenta sus elecciones con base en una sucesión de cálculos de
los costos y beneficios que conllevarían sus actos. En este sentido, el ciclo de las políticas
se acopla muy bien con el marco analítico de David Easton, que ve al Estado como una
«caja negra» en la cual se procesan insumos y productos (Easton, 1973). El propósito del
análisis de políticas consiste en saber qué pasa en esta caja negra, mientras que para la
ciencia política en general eso es un problema ajeno. Por lo tanto, la noción de ciclo de
política busca remediar a una falencia en el razonamiento de Easton. Desde el momento
en que se acopló la idea de fases de políticas con aquella de una maquinaria institucional
que transformaba los insumos en productos y resultados, las políticas se volvieron cícli-
cas, es decir que los productos de una política se volvieron los insumos de otra política o
de la misma política en un momento ulterior.

Una heurística

Paul Sabatier fue el primero en cuestionar explícitamente la validez del método de


análisis secuencial de políticas e insinuar que este enfoque se estaba volviendo un pro-
blema más que una solución (Sabatier, 1986). Veía en primer lugar el principal límite de
este método en la desconexión entre la teoría y la realidad, lo que luego fue asumido por
muchos autores, incluso aquellos que siguen pensando que las políticas siguen un ciclo
(Mény y Thoenig, 1992; Muller y Surel, 1998; Howlett et al., 2009; Subirats et al., 2012;

54
Roth, 2014). En efecto, de la teoría a la realidad falta mucho para probar la existencia de
fases sucesivas: los plazos no son precisos ni realistas, las secuencias no son precisas, es
decir que puede existir cierta confusión entre las distintas etapas, no son sucesivas.
Pero, sobre todo, no es un método explicativo, es decir que no nos permite comprobar
teorías. ¿Cómo demostrar que una política pasa por tres, cinco, seis o siete etapas? En
realidad, si la observación empírica no lo permite, seguirá siendo una premisa, una idea,
una visión del espíritu pero no una teoría científica.
Sin embargo, a pesar de sus límites, el modelo de análisis secuencial se ha vuelto una
suerte de vademécum. Ello merece una discusión profunda que se proseguirá a lo largo
de este libro, en particular a propósito de los problemas metodológicos planteados por
los distintos enfoques teóricos de análisis. Por el momento, discutamos su valor heurís-
tico, es decir su aporte a un entendimiento más detallado y profundo del proceso de
políticas públicas. Si bien es cierto pudo haber, en los años 1950, la ilusión que las
políticas Pa, Pb, ... Pz podría constituir en sí objetos de investigación científica, en reali-
dad, a medidas que se complejizaron, se volvió cada vez más ilusorio abarcarlas en su
conjunto. Desde luego, vino el problema de qué priorizar y cómo definir el enfoque o el
punto de entrada para entender lo que observamos (Dye, 2010: 11-25). La presencia de
este marco analítico en la literatura especializada, así como el hecho que sirva de refe-
rencia en la estructura y el contenido de muchos libros, dejan la impresión de que cons-
tituye «la» clave para analizar o llevar a cabo cualquiera política. Sin embargo, hay que
distinguir el uso de la noción de ciclo para hacer las políticas y su uso para estudiarlas.
Ocurre que el ciclo de las políticas sirve a organizar la literatura —en este sentido es un
instrumento heurístico— pero no basta para analizar las políticas, no solo por las críti-
cas que se formularon desde los años 1980 (según las cuales ninguna política sigue un
ciclo secuencial en concreto), sino también por el desarrollo del campo de estudio y la
segmentación de este campo en sub-especializaciones.
La paradoja del ciclo de las políticas radica en que los libros de textos y manuales que
inspiran a muchos especialistas y profesionales en América Latina y el Caribe critican el
uso de las principales etapas identificadas por Jones —formulación, implementación y
evaluación— para analizar las políticas, pero la utilizan para organizar su exposición.
Todos le dedican al menos un capítulo y muchos organizan el estado del arte a partir de
sus principales fases (formulación, ejecución y evaluación). Típicamente, un manual
empieza por una presentación sintética de conceptos, teorías y enfoques, antes de deta-
llar cada fase del ciclo de Jones y exponer los avances de la investigación científica sobre
la elaboración de la agenda, la toma de decisión, la ejecución y la evaluación. Muchos
autores no se apartan del análisis secuencial (Hassenteufel, 2008; Knoepfel, 2011), aun-
que algunos adopten un enfoque particular y traten de distanciarse de este dogma, sea
por el marco analítico de las coaliciones promotoras (Roth, 2014), las elecciones racio-
nales (Kübler y Maillard, 2009) o el análisis cognitivo (Muller, 2008; Zittoun, 2014).
El que las etapas del proceso político fuesen fieles a la realidad de los casos estudia-
dos por Lasswell luego Jones, no significaba que valdrían para cualquier política en
cualquier momento y lugar, ni tampoco que estas etapas se ordenaban sistemáticamente
en la misma forma. No obstante, trátese de la elaboración de la agenda, de la formula-
ción y de la legitimación de las políticas, de su ejecución o de su evaluación, estas fases
han inspirado a tantos autores que, en la actualidad, es imposible reducir este modelo a
un planteamiento positivista (Grau Creus, 2002). La principal consecuencia de la gene-
ralización del método de análisis secuencial es el haber dado lugar a distintos enfoques
analíticos (Jann y Wegrich, 2007). No se trata por lo tanto de un problema epistemológi-

55
co sino de uno metodológico cuyo afán es aclararnos sobre la mejor manera de proceder
al análisis (particular o general) de una política. Una solución es elegir un nivel, una
fase, una etapa del proceso, de la cual se desprenderá luego una explicación de los acon-
tecimientos, las causas (etc.) de lo que ocurre o justifica el problema actual.
El primer tipo de problemas es aquel de la elaboración de agenda que, como vere-
mos más adelante es ante todo un ejercicio de selección de problemas (Kingdon, 2003).
Toma en cuenta los factores que inciden en la valoración relativa de los problemas o, por
lo menos, trata de objetivar qué determina la elección de un problema de política públi-
ca. Esto da lugar a una reflexión sobre el ciclo de atención de la opinión pública, la
importancia para la ciudadanía de un problema social, económico o político dado. Se
inscribe en contra de la tesis del pluralismo, según la cual las decisiones se toman a
nombre del interés general, es decir la idea de una sociedad en la cual se delega el poder
(mediante el contrato social) para proteger a los ciudadanos, representar los intereses
minoritarios, garantizar la equidad en el uso de los bienes colectivos, etc. En contra de
esta idea ingenua del funcionamiento de la democracia, se desarrolla un aspecto clave
de la noción de agenda, que es el rol de los grupos de interés, de las redes y comunidades
de políticas frente al Estado, para explicar por qué ciertos temas entran a la agenda del
gobierno y otros no.
Al fin y al cabo, ¿qué queda hoy del ciclo de las políticas? ¿qué herencia nos dejó la
utilización y el perfeccionamiento de este método para entender mejor las políticas pú-
blicas? Se trata ante todo de un instrumento para ayudarnos a pensar, cuya principal
virtud es heurística. No se trata de un instrumento aplicable tal cual al análisis, ni mu-
cho menos a la toma de decisión. A la hora de elegir el tema de análisis que nos interesa,
es necesario priorizar un momento del proceso, aunque sea para adquirir un conoci-
miento más preciso de lo que nos interesa. No es lo mismo estudiar la política de trans-
porte urbano en una etapa inicial e incluso en una etapa pre-política, donde se identifi-
can ciertos problemas, como la saturación del tráfico, la contaminación atmosférica, el
riesgo de accidentes de tránsito, por los que no se ha impuesto una solución ideal, y
evaluar los logros de esta política al cabo de varios años de implementación.

Un método por completar

La persistencia del ciclo de política muestra que se ha convertido en una suerte de


matriz cognitiva a partir de la cual se trata de mejorar algo que ya existe. Sin embargo,
nos lleva a un callejón sin salida. En efecto, la revisión de los manuales da la sensación
de leer variaciones infinitas sobre un mismo tema. Llega un momento en que uno se
pregunta qué hay de nuevo, pues cada libro es una reformulación de lo que ya han
escrito otros. En particular, es muy limitado el aporte concreto del análisis secuencial, al
entendimiento del cambio de políticas, de las fallas de ejecución, de la incidencia de
actores no-estatales, de la aparición de efectos no-deseados, de políticas perversas, etc.
Si la idea de Lasswell era que el ciclo es un hilo conductor para coadyuvar a la resolución
de problemas, este hilo se rompió, con la creciente especialización de los estudios de
políticas públicas y su tendencia al aislamiento.
No solo el análisis secuencial nos lleva a un callejón sin salida, sino que nos impide
entender ciertas cosas. Primero, aunque la práctica nos haya llevado a una especializa-
ción por nivel de análisis, necesitamos una comprensión de los otros niveles de análisis
para sacar conclusiones. No podemos entender la elaboración de la agenda de política

56
sin conocer lo que ocurrió después de esto. Segundo, no podemos saber de la agenda si
no sabemos cómo se evaluaron las políticas afines anteriores a este momento. Entonces
el problema es en qué momento hacemos el corte, cuál es la puerta por la cual empezar
el análisis. Por ejemplo, no es fácil dividir la discusión sobre los instrumentos de políti-
cas entre las etapas de formulación e implementación de políticas, pues en muchos
casos no dejan de ser revisados, corregidos y mejorados en función del monitoreo, del
seguimiento detallado que se da a una política. Tercero, tampoco es tan fácil distinguir
el rol de los actores estatales y no-estatales en función de si estamos en una etapa inicial
o final de la política. En muchos casos son los mismos actores cuyo comportamiento es
distinto, en función del proceso de aprendizaje y del poder de los unos o de la capacidad
de incidencia de los otros.
Ya se anticipaba, a partir de los trabajos de los pioneros, una serie de problemas
generados por esta visión lineal de las políticas. El primer problema es el hecho que, en
la práctica, las políticas no son el producto de una evaluación comprensiva. Existen
momentos de evaluación, se evalúan las políticas pero no como lo plantea Jones, no es la
última etapa del proceso, sino un elemento que lo atraviesa en distintos momentos. El
segundo problema viene de la idea según la cual las políticas se insertan en un entorno
incierto e inestable, que limita las posibilidades de innovación por parte de los responsa-
bles o del aparato de toma de decisión. Una catástrofe natural, un fenómeno internacio-
nal, inciden notablemente en la capacidad de reacción del sistema de política pública
para encontrar una solución. Esto restringe el alcance explicativo de un ciclo o de un
proceso lineal, cumulativo, de toma de decisión. Estos problemas no se han resuelto. Es
más, los estudios de políticas por fases o por niveles de análisis dan la creciente convic-
ción de que no se va a resolver el problema de la traducción empírica de este marco
analítico. Por lo contrario, a medida que mejoramos nuestro conocimiento del proceso,
vemos que es cada vez más difícil analizarlo de manera lineal o secuencial.
Sin embargo, es muy útil distinguir los momentos de una política para analizar con
mayor detalle lo que ocurre en el conjunto de este proceso: qué ocurre, a qué llevó, quién
intervino. Por ello sigue siendo tan útil para los manuales y los cursos de políticas públi-
cas este método de análisis secuencial. Pese a sus limitaciones, la principal ventaja del
ciclo consiste en dejar sentado el análisis de políticas públicas como un campo de estu-
dio. Finalmente, es ahí donde, más que con los aportes de los anteriores conceptos que
ya vimos, se puede legitimar el ejercicio científico, la enseñanza y la creación de carreras
para entender las políticas públicas. En otros términos, lo que produce la creación de
esta heurística es la legitimación de un campo disciplinario como un dominio científico.
Ello lo convierte en el instrumento privilegiado para clasificar la información, en parti-
cular la literatura teórica, para organizar los manuales y para dividir o segmentar por
especializaciones el campo de estudio.
En función del lugar y del momento que nos interesa, no vamos a priorizar el mismo
enfoque analítico. Este es el primer aporte de la conceptualización de las políticas en
ciclos. Uno puede interpretarlos como procesos de maduración de decisiones que se
retroalimentan con informaciones empíricas. Una decisión, no solo madura en el cere-
bro de los tecnócratas, sino que va cogiendo más relevancia para otros actores conforme
se implementa, lo cual le da mayor o menor legitimidad a una solución y permite (o no)
lograr los objetivos. Nuevamente, ello nos remite a ver la política, no como una sola cosa
sino como un proceso que se articula con una u otra dimensión (los instrumentos, los
actores, los derechos, etc.). Esta es una primera herencia que podemos rescatar y asu-
mir para el análisis, hoy. La segunda es más discutible, y es la facilidad que procura a

57
muchos autores de organizar la literatura especializada. En efecto, es común que un
autor resuma los enfoques de análisis de políticas públicas a partir del ciclo, antes de
formular su propia propuesta teórica. El problema que plantea esta forma de proceder
es la repetición de los argumentos de un manual al otro y el carácter autopoiético del
método puesto que, al decir de algunos, el ciclo de política sigue un referente válido por
el simple hecho de ser utilizado por muchos autores (Grau Creus, 2002).
Por lo contrario, nos conviene romper con este esquema, en el cual se entiende al
ciclo como una sucesión lineal de etapas, para articularlo más bien con las dimensiones
diacrónicas de las políticas. Entonces sí, es un punto de partida, pero requiere de mu-
chas otras cosas. En particular, requiere plantear de manera clara qué entendemos por
«enfoques teóricos» (y cuáles son) a la hora de analizar las políticas. Podríamos tener
una tipología falsa pues, por la segmentación del campo, hay una tendencia a la teoriza-
ción que llevaría por ejemplo a que, a partir de los estudios de la elaboración de agenda,
se generan teorías. Ello nos remite a la discusión epistemológica del capítulo anterior,
pues precisamente estas teorías no son comprobables mientras no lleguen a confrontar-
se con aquellas formuladas a partir de otros momentos del proceso, seguirán siendo
planteamientos, marcos analíticos útiles para la discusión, interpretativos mas no expli-
cativos. Dicho de otra manera, si la literatura que nace del estudio de la elaboración de
agenda, genera una teoría, que es la teoría de Kingdon, tiene que poder estar comproba-
da en otros momentos de la política. No podemos tener un cuerpo teórico autónomo o
que se emancipa y solamente analiza la elaboración de agenda, este cuerpo de literatura
tiene que confrontarse con otros aspectos de la política, con la dificultad de implemen-
tar las decisiones, con la complejidad de las variables independientes, con la heteroge-
neidad de los instrumentos y de las instituciones formales que intervienen para estruc-
turar o ser afectadas por las políticas públicas.
Entonces es vano organizar el campo de análisis de políticas por fases, más bien hay
que abordarlo de manera diacrónica e identificar los enfoques teóricos que permiten
entender tanto los problemas de formulación como aquellos de implementación y eva-
luación. De esta manera se reduce considerablemente el número de enfoques. Ello dis-
crepa con la propuesta de los autores cuyas taxonomías llevan a darnos una imagen
impresionista de los enfoques teóricos, mostrando ciertos aspectos de cada uno sin dar
una visión continua, como si se superpusieran los unos con los otros. Podemos ver que,
al análisis de la implementación se prestan enfoques como la elección pública, el neoins-
titucionalismo histórico, el modelo de coaliciones promotoras (etc.), pero no es suficien-
te. Eso sí nos dice algo: la etapa de implementación interesa a muchos enfoques teóricos
y muchos tratan de procurar una explicación y validarse a partir de un momento parti-
cular de la política. Ahora bien, no todos tienen la misma fuerza explicativa de todo el
proceso. Algunos son idóneos para un determinado momento de la política, pero son
débiles para explicar otros momentos. Más allá del sincretismo mágico donde todo vale
—tomamos un poco de este enfoque, un poco de este otro y un poco del tercero— es
cuestión de ver cómo un enfoque puede captar los aportes de otros para consolidarse, no
como dos polos de un imán sino como una corriente que poco a poco va atrayendo los
aluviones, la sedimentación de otras teorías para enriquecerse de matices y adquirir
más fuerza explicativa.
Un buen ejemplo de esto, es cómo ha evolucionado el análisis de la administración.
Recordemos que las ciencias administrativas antecedieron el análisis de políticas públi-
cas, pues uno observa precisamente eso: el análisis del proceso de toma de decisión en
las organizaciones se ha beneficiado mucho de la visión secuencial de las políticas. Uno

58
observa que el rol de la administración pública (por ejemplo a través de una empresa
estatal), no es el mismo según interviene en una fase preliminar —por ejemplo prove-
yendo información sobre un problema, institucionalizando una decisión— o si hay que
crearla para conseguir los objetivos de la política. Una empresa petrolera no tiene el
mismo rol en la política energética de un gobierno, según si interviene con fuerza en la
formulación de dicha política, como es tradicionalmente el caso de PdVSA en Venezue-
la, o si su capacidad técnica y política la limita a un rol de ejecutora de decisiones, como
es el caso de YPFB en Bolivia (Fontaine et al., 2013). La administración se convierte
entonces en un problema de política pública, mientras que tradicionalmente se la veía
como un mecanismo de implementación. Por lo tanto, no cabe observar solo el ciclo de
una política, sino también el proceso de transformación de la administración a lo largo
de este ciclo.
Acabar con «el fetichismo de la decisión» (Lascoumes y Le Galès, 2009: 16) es, quizá,
la mayor ruptura con el enfoque secuencial de análisis, pues lleva a reinterpretar las
decisiones en como problemas de regulación. En este sentido, el núcleo duro de las
políticas no resulta de una decisión política unilateral, sino de negociaciones entre el
Estado y los actores sociales y económicos. En definitiva, al parecer, la mejor solución es
tratar con el ciclo de las políticas como una construcción ideal-típica de la política, pero
además de elegir el momento o el nivel de análisis, tenemos que tomar en cuenta otros
elementos que se cruzan con estos niveles y evolucionan a lo largo del proceso.
Las variables que se utilizarán a lo largo de este libro son las ideas, los intereses y las
instituciones. Podemos articular dos dimensiones para hacer el análisis: una dimensión
temporal, pues hay una transformación de la política y ello requiere una visión cronoló-
gica, y una dimensión instrumental, pues una ley, un presupuesto, una agencia del go-
bierno se transforman en este proceso a la vez que lo orientan. A partir de una situación
inicial, podemos analizar cómo evolucionan los actores a lo largo del proceso de una
política, cómo evolucionan sus intereses, sus representaciones y las relaciones de poder
que les unen. Lo mismo se puede hacer con las instituciones. Podemos analizar cómo
éstas se transforman y, al revés, cómo inciden en la toma de decisión, en función de la
existencia (o no) de organizaciones del Estado. Por ejemplo, si asumimos que una em-
presa pública es un instrumento de política para un gobierno, podemos seguir el rol de
esta última en el proceso y cómo este proceso la afecta, en una interacción continua
(endógena). Ello nos lleva a analizar las políticas como el producto de interacciones
entre el Estado, la sociedad y la economía, como veremos en el próximo capítulo.

En conclusión, la orientación hacia las políticas, la racionalidad limitada, el incre-


mentalismo y el ciclo de las políticas constituyen los cuatro pilares conceptuales sobre
los cuales se pudo desarrollar el análisis de políticas públicas y lo que nos llevó a la
siguiente etapa, a partir de los años 1960, en un momento en que muchos países conver-
gían hacia el modelo de desarrollo keynesiano y su contraparte en América Latina y el
Caribe, el modelo cepalino. Lo que se organizó desde luego es una disciplina que movi-
lizaba conocimientos científicos y saberes expertos, para ponerlos a disposición de la
toma de decisión. Era necesario entender mejor y dedicar esfuerzos cada vez mayores al
entendimiento de las distintas etapas de este proceso, es decir que ya no era solamente la
administración pública, como una suerte de maquinaria ejecutora de decisiones, ya no
eran las políticas sectoriales (la política agrícola, la industrial o la económica), sino en
ambos casos los procesos que emprendían la administración y las organizaciones, los
procesos que estructuraban o por los que se transformaban estas políticas sectoriales.

59
Bajamos entonces a un nivel mucho más fino y técnico de análisis y es ahí donde
aparecieron las escuelas o las tradiciones que hasta hoy se aparentan como sub-especia-
lizaciones. De esta evolución, se destacan tres ideas contundentes. Primero, al cabo de
un siglo de investigaciones sobre y para las políticas públicas, ya nadie cree en la neutra-
lidad de la administración pública ni en la objetividad de los tecnócratas, hay «una
política de las políticas públicas» (Medellín, 2004). Segundo, el ciclo de política tiene
que ser considerado como un instrumento heurístico, más que como un hecho empíri-
camente observable. Por esta razón, desde la década del ochenta la multiplicación de los
enfoques y métodos de análisis de políticas dio lugar a escuelas que, aunque mantuvie-
ran un diálogo, constituyeron tantas aproximaciones al rol del Estado y a la naturaleza
de los procesos políticos. Tercero, es cuestionable la efectividad y la eficiencia de políti-
cas frutos de una relación vertical entre el Estado, encargado de la dirección y del con-
trol (command and control), y la sociedad, cuyo rol político se limitaría a ser un sujeto de
las políticas de gobierno, eventualmente capaz de incidir en ellas, según su grado de
organización. Profundizaremos este último aspecto en el siguiente capítulo.

60
Capítulo 3

Praxis

En este capítulo, empezaremos por analizar cómo la transformación del rol del Esta-
do desde los años 1980 conllevó a una redefinición de las modalidades de la acción
pública. Distinguiremos en primer lugar los conceptos de gobierno, gobernanza y gober-
nabilidad para caracterizar la transformación del Estado, luego veremos que la transfor-
mación del Estado sigue una lógica de lo adecuado, antes de analizar los límites de la
noción de modos de gobernanza para el análisis de políticas. En una segunda sección,
nos detendremos en los problemas que plantea el análisis de la incidencia de los actores
no-estatales en las políticas. Veremos en primer lugar los aportes del pluralismo y el
corporativismo a la comprensión de los grupos de interés, luego nos dedicaremos a
caracterizar las redes de políticas y las modalidades contemporáneas de la participación
ciudadana y el control social. En la tercera sección de este capítulo analizaremos las
implicaciones de la transformación del Estado en el diseño de políticas públicas, hacien-
do énfasis en los instrumentos de políticas. Presentaremos los tipos de instrumentos,
antes de explicar las modalidades de su elección y de caracterizar su dualidad sustantiva
y procedimental.

La transformación del rol del Estado

Gobierno, gobernabilidad y gobernanza

Más allá de la manera de gobernar, la gobernanza es una forma de regulación de las


relaciones entre los actores políticos, sociales y económicos, en el ámbito de la acción
pública. Este enfoque nos ayudará a identificar estilos de políticas, haciendo hincapié
en los intercambios entre actores públicos y privados, en el cambio político y social
orientado políticamente. Con el incremento brusco de los precios del petróleo en los
años 1970, los países de la OCDE tuvieron que enfrentar una crisis económica de una
gravedad equiparable con la crisis de 1929. En este contexto, la racionalización de las
elecciones presupuestarias se volvió aún más necesaria, puesto que los gobiernos de
estos países tenían que enfrentar el triple reto del encarecimiento de las materias primas
(que ellos importaban en gran medida), de la inflación que este conllevaba y del desem-
pleo generado por el estancamiento de las economías y la quiebra de miles de empresas.
Por cierto, ni la profesionalización de la administración pública, ni la multiplicación de
los análisis de políticas pudieron con esta crisis. No obstante, precisamente porque exis-
tían los espacios de reflexión y los indicadores críticos de la relación entre políticas
públicas y democracia, los primeros pudieron adoptar las medidas necesarias para adap-
tarse al brusco cambio de entorno internacional anunciado.

61
Ya en 1975 Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki alertaron sobre los
riesgos que conllevaba esta crisis para la «gobernabilidad democrática» (Crozier et al.,
1975). Su argumento era que el Estado de Bienestar debía ser reformado cuanto antes,
para evitar que la crisis económica se convirtiera en crisis de la democracia. En aquel
momento, apareció un efecto de tijeras por el decrecimiento de la capacidad financiera
del Estado (a raíz del doble choque petrolero) y el crecimiento de las demandas sociales
(por la capacidad de presión de los grupos de interés y movimientos sociales). Este
fenómeno amenazaba a la democracia, por ejemplo cuando aparecieron grupos arma-
dos de extrema izquierda y cuando aparecieron disfuncionamientos institucionales para
lograr acuerdos o compromisos sobre el modelo de desarrollo y el modelo de Estado.
El principal mérito del «Informe sobre la gobernabilidad de las democracias» de
estos autores es haber advertido desde temprano la necesidad de reformar el Estado en
los países industrializados con economía de mercado, lo cual anticipó los trabajos de las
siguientes décadas sobre la «gobernanza democrática». Esta reforma se dio en dos eta-
pas. En los años 1980 y 1990, la diseminación de las políticas monetaristas conllevó a un
cuestionamiento radical del papel del Estado en beneficio de una valoración del papel
del mercado en la coordinación de la sociedad. Desde los años 2000, el fracaso de estas
políticas en generar el crecimiento económico y la estabilidad social esperada conllevó
más bien a la revalorización del papel del Estado bajo una nueva modalidad. La crecien-
te preocupación por la capacidad del Estado de resolver problemas coadyuvó a redefinir
el papel de los funcionarios electos, a volver más aceptable la reducción del gasto públi-
co y a legitimar el papel del sector privado en los asuntos públicos. Por un lado, ciertas
funciones —como la ley, la seguridad, la defensa nacional, etc.— siguieron del dominio
privilegiado del Estado, puesto que así eran mejor asumidas; por el otro, el sector públi-
co siguió asumiendo una función importante en el desarrollo económico.
Entre tanto, el Estado se ha transformado para adaptarse a los cambios en su entor-
no mediante un triple descentramiento: hacia arriba, hacia abajo y hacia afuera (Pierre
y Peters, 2000). Un primer descentramiento se dio hacia arriba, con la conformación de
espacios supranacionales de toma de decisión como la Unión Europea, aunque ello no
necesariamente implicara la existencia de una autoridad o un gobierno supranacional.
En realidad, la existencia de la Organización de las Naciones Unidas ya conllevaba a un
cambio del Estado, a través del derecho blando, de los convenios internacionales, pues
ciertas decisiones de nivel internacional se imponen a los gobiernos nacionales. Eso
tuvo consecuencias definitivas para las competencias del Estado, su manera de enfren-
tar problemas sociales y económicos nacionales, y su manera de relacionarse con los
otros estados. La emergencia de las organizaciones internacionales no es un proceso
nuevo, pues inició tras la primera Guerra Mundial, con la creación de la Sociedad de
Naciones (1919), pero encuentra una expresión contemporánea especial en la noción de
regímenes. Los regímenes son una modalidad distinta de las comunidades de estados,
que se aparenta a redes intergubernamentales, aunque no solo las integren gobiernos ni
todos los regímenes incluyan a gobiernos (Keohane, 1988). Existen regímenes de acto-
res transnacionales gubernamentales (como la Organización Mundial del Comercio y la
Agencia Internacional de Energía), regímenes de actores no-gubernamentales (como el
World Wildlife Fund o el Consejo Mundial de Energía) y regímenes de actores mixtos
(como la Unión Mundial para la Conservación de la Naturaleza, UICN). La relación
entre estos regímenes y los estados nacionales es de doble vía: los estados pueden ser co-
partícipes, tener voz y voto e incidir en la agenda de otras organizaciones; por otro lado,
los regímenes organizan eventos (cumbres, conferencias, etc.) que orientan la agenda de

62
los gobiernos (como en el caso de la Agenda 21, el Protocolo de Kioto o los tratados de
libre comercio).
Un segundo descentramiento se dio hacia abajo, a través de la descentralización y la
desconcentración de poder hacia las organizaciones locales que son los organismos sec-
cionales (municipios, departamentos, regiones o provincias, según el país). En los últi-
mos treinta años se ha producido una transferencia de competencias de los gobiernos
nacionales hacia estos organismos. Ello creó un nuevo tipo de relaciones dentro del
aparato estatal, que se puede leer como una redistribución del poder, una reasignación
de los recursos a través de la definición de las modalidades de elaboración y ejecución
del presupuesto del Estado (qué rubros se desconcentran y cuáles no se desconcentran),
de la formulación y ejecución de políticas sectoriales, de la inversión en infraestructu-
ras, de la administración territorial, etc. (Jolly, 2007). Obviamente eso no alude a un
modelo único de descentralización, hay múltiples experiencias de descentralización,
influenciadas en diversos grados por regímenes federalistas. Por ejemplo, el modelo
alemán de descentralización ejerció cierta influencia en América Latina, sin llegar a
generalizarse ni a difundir el régimen bicameral que lo caracteriza (con una Asamblea
Nacional y un Parlamento de regiones) (Faguet, 2008). A través de la descentralización,
hay una delegación de competencias administrativas y de poder político, que se concre-
ta a través de procesos electorales y puede conllevar a una distinción entre el mapa
electoral nacional y el regional, lo cual a su vez puede dar lugar a una mayoría distinta
en el legislativo y el ejecutivo.
Finalmente, el Estado se ha descentrado hacia afuera, es decir hacia actores no-
estatales como las organizaciones no-gubernamentales (ONG), las empresas privadas,
las asociaciones, etc. Este fenómeno más antiguo —que remonta a los años 1960 con la
emergencia de los nuevos movimientos sociales— se amplificó en los años 1980 con la
generalización y la difusión de la «nueva gestión pública» (new public management), a la
vez una modalidad administrativa y una doctrina (Rhodes, 1997). En este nivel de des-
centramiento, las figuras más comunes son aquellas de alianza entre el sector público y
el privado, para ejecutar acciones que tradicionalmente eran del dominio estatal y se
han delegado, compartido y hasta privatizado, como el transporte colectivo en áreas
urbanas, en la gestión del agua, del saneamiento, de las telecomunicaciones, del mante-
nimiento de las redes viales, etc. (Aguilar, 2006; Dunleavy y Hood, 1994; Bevir et al.,
2003a). En otro sentido, las ONG asumen un rol en la elaboración de la agenda de
políticas (al priorizar ciertos problemas), en su implementación (a través del monitoreo
de ciertas actividades), en su evaluación (a través de la participación en audiencias pú-
blicas) (Isunza Vera y Olvera, 2006b).
La premisa de la noción de gobierno es que el pueblo, a través del sufragio censitario,
luego universal, delegó un poder a una entidad que llamó el Estado. A partir de esta
delegación, se organizó el sistema institucional y el servicio público. Concretamente,
desde finales del siglo XVIII, esto lo codificamos por la división de los tres poderes (ejecu-
tivo, legislativo y judicial); a inicios del siglo XIX se estructuró una administración públi-
ca, compuesta por «funcionarios», es decir profesionales que se dedican a hacer funcio-
nar la maquinaria estatal; y desde los años 1930, el Estado y la administración pública
además han desarrollado un conocimiento experto, una experticia en la manera de pro-
ceder. Lo que cambió desde los años 1980 es la manera de articular estas tres dimensio-
nes. Sigue existiendo el Estado, sigue existiendo una división de poderes en los regíme-
nes democráticos, sigue existiendo una organización de funcionarios públicos (con sus
procedimientos de reclutamiento, de formación, etc.) y sigue existiendo, por supuesto,

63
una objetivación, una profesionalización del proceso de políticas públicas. Pero este
sistema funciona de una manera menos vertical o centralizada que antaño, debido al
triple descentramiento que se acaba de mencionar.
Ello no significa que haya «un» modelo de gobernanza, sería ingenuo pensar que, a
una manera de gobernar se contrapone una nueva. Así como el gobierno tradicional no
correspondía a una manera monolítica de gobernar, asimismo hay distintos modos de
gobernanza. Existían modelos de gobierno más o menos democráticos, más o menos
centralizados; existían tradiciones de gobierno, con administraciones más o menos po-
derosas, más o menos proclives a actuar en nombre del Estado; hay por lo tanto distin-
tas maneras de «gobernar en gobernanza» (Kooiman, 2002). Ello significa que el hecho
de gobernar (el gobierno) se inserta ahora de manera constante en el proceso de interac-
ciones entre actores estatales y no-estatales, entre los funcionarios públicos (electos o
nombrados) y los actores sociales y económicos.
Por ejemplo, uno de los problemas que enfrentan los países europeos tras la crisis
griega de 2011 y sus avatares en Italia, España y Portugal, es cómo regular la extrema
volatilidad de los capitales y la especulación de la que fue víctima Grecia en 2010-2011.
Para entender estos procesos, no ayuda mucho pensar las interacciones en términos de
«sistema capitalista» o de una conspiración global, es necesario analizar los mecanis-
mos por los cuales se da esta especulación y, a partir de este diagnóstico, definir un
abanico de posibles soluciones, priorizarlas, luego coordinar la acción de los estados
para implementarlas. Lo mismo pasará con la regulación de los flujos migratorios, la
armonización de los sistemas de protección social (por arriba o por abajo), las emisio-
nes de gases de efecto invernadero, etc. La gobernanza, a nivel del Estado, se convierte
en un problema de coordinación más que de direccionamiento y control. Es producida
por el efecto acumulado de la intervención de actores transnacionales, subnacionales y
no-estatales, es decir que ya no basta con que el ejecutivo reciba un mandato por el
sufragio electoral, tiene que rendir cuentas constantemente, resolver conflictos territo-
riales, atender reivindicaciones sectoriales y anticipar desviaciones como los efectos
negativos de la especulación.
Por último, es un problema de instituciones o de sistema institucional, más que de
interacciones subjetivas. Es un error pensar que las interacciones reguladas por la go-
bernanza se dan entre hombres y mujeres. Por supuesto son actores de este proceso,
pero no hay algo como un grupo de actores que decide por dónde van los capitales
financieros para especular. Ni siquiera estos actores controlan los mercados, lo que tie-
nen es una mayor capacidad de información, de influencia, lo que hace que, con la
globalización y la difusión de políticas neoliberales alentadas por los organismos finan-
cieros multilaterales, creció la brecha entre los más ricos y los más pobres a nivel mun-
dial (Stiglitz, 2002). Ello denota la capacidad de anticipación de las elites económicas y
políticas sobre procesos que se dan en los mercados internacionales. El problema del
Estado radica en controlar estas anticipaciones, a partir de un sistema de gobernanza
idónea.
El triple descentramiento que describen Jon Pierre y Guy Peters nos lleva lógicamen-
te a preguntarnos qué queda de la capacidad de gobernar y a redefinir la fortaleza del
Estado en función de su capacidad de adaptación, en lugar de su capacidad a dirigir y
controlar (Pierre y Peters, 2000). Dos hipótesis orientan la reflexión sobre este punto. La
primera es que el desplazamiento del poder y el control disminuido del Estado, marcan
un declive irreversible del Estado como figura institucional, un «vaciamiento del Esta-
do» (Rhodes, 1996) que afecta la capacidad de gobernar. La segunda hipótesis es que

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esta evolución se acompaña de la transformación del Estado para adaptarse a un entor-
no en cambio acelerado, lo cual plantea problemas de reactividad y de flexibilidad, más
que de poder (Pierre y Peters, 2000). En efecto, hay una gran heterogeneidad entre las
naciones, ya no solamente en términos geopolíticos, pues la fragmentación de los blo-
ques capitalista, socialista y tercermundista que caracterizaban el mundo de la Guerra
Fría, genera dificultades en modelizar las maneras de adaptarse, los modos de gober-
nanza que adoptan los estados.
Al comparar la manera en que estos últimos interactúan con las sociedades en el
contexto de la globalización, Pierre y Peters notan que algunos siguieron fuertes (en
Francia, Alemania y Japón), mientras otros se debilitaban (en los países escandinavos),
algunos siguieron débiles (en la mayoría de los países de América Latina y África), mien-
tras otros se fortalecían (en Estados Unidos, Corea del Sur y Taiwán). En el primer caso,
el Estado pasó de un sistema centralista a uno descentralizado, donde el gobierno cen-
tral se concentra en preocupaciones estratégicas y delega a los gobiernos locales la ges-
tión de los problemas operativos: una división del trabajo que incrementa su capacidad
de ajuste. En el segundo caso, el aparato estatal se debilitó, se acabaron las «interdepen-
dencias gobernadas» con las empresas (Pierre y Peters, 2000: 175) y el corporativismo
dejó lugar a nuevas relaciones entre el Estado y el mercado a través de redes sectoriales.
En el tercer caso, el Estado fue aún más debilitado por las transformaciones de la econo-
mía política global, que ahondaron los problemas internos y la herencia colonial (carac-
terizada por divisiones religiosas y étnicas, por una economía basada en las materias
primas, etc.). El Estado mantuvo a menudo una relación perversa con la sociedad civil,
en la cual podía ser su víctima (caso del Estado desarrollista) o secuestrarla (caso del
Estado depredador), en función de compromisos y de relaciones clientelares que impi-
dieron su adaptación. En un contexto donde la política resulta generalmente en un jue-
go de suma nula, donde las ganancias de los unos se hacen a costa de la derrota de los
otros, las intervenciones de la comunidad internacional exacerbaron los conflictos so-
ciales. En cambio, en el cuarto caso, la globalización incrementó el poder estatal sobre
las fuerzas nacionales, al orientar la inversión directa extranjera y la inversión nacional.
Este fortalecimiento del Estado fue facilitado, en algunos casos, por factores culturales
(caso de los países asiáticos), y en otros por el estatuto de «superpotencia militar» (caso
de Estados Unidos).
El error de Rhodes es haber pensado que el cambio de modalidad de gobierno vino
de un cambio de asignación de poder, cuando en realidad se trataba de un problema de
capacidades (Rhodes, 2006b). Si uno piensa en términos de poder, la mera transferencia
de poder de la administración central a los organismos seccionales significa un debilita-
miento del Estado central y de la capacidad nacional, estado-céntrica, de gobernar. Por
cierto, estos organismos forman parte del Estado, pero no responden a los mismos man-
datos, ni tienen la misma legitimidad. Pensemos en particular en las rivalidades regio-
nales (como aquellas que oponen a Quito y Guayaquil en Ecuador, las provincias orien-
tales de la Media Luna y La Paz en Bolivia, los departamentos amazónicos y Lima en
Perú, etc.), para atraer inversión directa extranjera, captar recursos estatales o controlar
el aparato estatal. En otros términos, aunque las colectividades locales formen parte de
un sistema institucional nacional, reflejan otro tipo de legitimidad y enfrentan otras
prioridades. Entonces, pensar la transferencia de competencias y recursos del gobierno
central a los organismos seccionales en términos de poder, es asumir que hay un debili-
tamiento del Estado nacional en beneficio de los actores locales. En cambio, si uno
interpreta este fenómeno en términos de capacidad estatal y de lógica de lo adecuado,

65
no es un juego de suma nula, lo que se transfiere no se pierde, sino que coge otra expre-
sión, la modalidad de toma de decisión es más adecuada, pues permite tomar en cuenta
con mayores detalles las preocupaciones locales y optimizar el gasto público (Pierre y
Peters, 2000). La descentralización no significa, de por sí, un debilitamiento del Estado,
en realidad esto depende de los mecanismos de coordinación existentes.
Vemos entonces que la discusión sobre la gobernanza procede de un movimiento
histórico, no de una discusión teórica, ni por una sutileza intelectual, sino de la necesi-
dad de entender una nueva manera de gobernar que resulta del triple descentramiento
del Estado. El problema no consiste en definir un nuevo modo de gobierno sino más
bien entender una multitud de estilos de gobierno. Cabe enfatizar en que el gobierno, la
gobernabilidad y la gobernanza no son sinónimos (Fontaine, 2010: 104-116). El gobier-
no, o la acción de gobernar, abarca al acervo de actividades de los actores sociales, polí-
ticos y administrativos que buscan guiar, dirigir, controlar o administrar la sociedad; la
gobernanza es el modelo que emerge de estas actividades; la gobernabilidad (de un
sistema socio-político) es un proceso de balanceo entre las necesidades y las capacida-
des del gobierno (Kooiman, 1993b).
Desde luego, cabe distinguir dos tipos de problemas: los problemas de crisis de go-
bernabilidad democrática y los problemas de gobernanza. Ambos fueron experimenta-
dos en América Latina y el Caribe, tras la crisis de la deuda de los años 1980 y la multi-
plicación de los planes de ajuste estructural impuestos por los organismos financieros
multilaterales en el contexto particular de la consolidación inacabada de las institucio-
nes democráticas (Biglaiser y Derouen, 2004; Medellín, 2006). La crisis de gobernabili-
dad resultó muchas veces de la ausencia de coincidencia entre las mayorías del ejecutivo
y del legislativo, que conllevó a la imposibilidad de tomar decisiones viables sin pactos
políticos entre Presidente de la República o el gobierno y el Congreso o la Asamblea
Nacional (Pérez-Liñán, 2010). A estos factores sistémicos se sumaron los efectos del
sobre-endeudamiento de varios países a raíz del doble choque petrolero de los años
1970 (Fontaine, 2010). El incremento de los precios había generado un excedente de
liquidez de «petrodólares» (es decir los dólares generados por la venta de petróleo) en el
mundo y una reducción de las tasas de interés en los mercados bancarios. En algunos
países, el acceso a unos créditos a baja tasa de interés fue facilitado por el descubrimien-
to de nuevas reservas de petróleo y contribuyó a incrementar la deuda pública, con una
corrupción endémica en telón de fondo. Cuando los precios del petróleo volvieron a
bajar en los años 1980 y cuando las principales carencias llegaban a término, el Estado
se volvió insolvente y tuvo que declararse en moratoria antes de negociar nuevos plazos
de reembolso, condicionados a la implementación de planes de ajuste estructural mone-
taristas. En ese contexto, el peso del servicio de la deuda, ahondado por algunos escán-
dalos de corrupción, se volvió un factor de conflictos sociales y de crisis de gobernabili-
dad. La década de los levantamientos indígenas, iniciada en Ecuador en 1991 es un
producto de esta crisis y de la incapacidad de parte de los gobiernos de turno de tomar
en cuenta ciertas demandas de reconocimiento (Fontaine, 2007).
La fragilidad institucional explica la vulnerabilidad a estos procesos financieros in-
ternacionales y la exposición al endeudamiento externo debilita el sistema institucional
nacional. Se generó un círculo vicioso en el cual, por falta de un sistema institucional
estable no se podían enfrentar cabalmente los choques externos (en particular el sube y
baja de los precios de materias primas) y estos últimos debilitaron aún más el sistema
institucional (en particular a través del endeudamiento público externo). En muchos
casos, la crisis económica fue ahondada por la incapacidad del Estado de pactar con

66
sectores sociales que se oponían puntualmente a medidas de políticas o al gobierno en
su conjunto. Se tradujo por la interrupción del mandado de varios jefes de Estado (en
Ecuador, Bolivia, Perú y Venezuela, entre otros), de tal manera que el problema al que
nos enfrentamos aquí, no fue tanto de la transición democrática sino de la consolida-
ción de la democracia. Difiere de la crisis de gobernabilidad que surgió en los países de
la OCDE en los años 1970. Pero tanto en América Latina como en los países de la OCDE,
esta crisis de gobernabilidad acompañó el paso del paradigma keynesiano al monetaris-
ta, como ya se ha mencionado.

La lógica de lo adecuado

Dos perspectivas de análisis de la gobernanza democrática se contraponen, según


James March y Johan Olsen: la una hace hincapié en la formación de coaliciones y los
intercambios voluntarios entre los actores políticos a partir de teoría de la elección ra-
cional; la otra hace hincapié en las identidades y concepciones que definen lo adecuado
de la acción y de las instituciones (March y Olsen, 1995). En la primera perspectiva, la
noción de gobernanza se entiende como una variación de lo que ha sido el gobierno
tradicionalmente, en un contexto de cambio político e institucional difuso y acelerado,
provocado por anticipaciones del entorno social y político de los estados. En este senti-
do, hay una lógica de adaptación al entorno en función de los intereses, conforme la cual
los estados funcionan como actores privados que anticipan y adaptan su actuar a su
entorno. En el funcionamiento interno de la gobernanza, esto lleva a identificar dos
figuras emblemáticas que traducen la relación entre Estado y sociedad, que son los
defensores (advocates) o grupos de interés, y los gobernantes o el gobierno. El punto de
intersección entre estos dos tipos de actores está en la orientación y la delimitación de la
acción pública. Por un lado, hay una relación tradicional entre los grupos de interés y el
sistema estatal; por el otro hay una incidencia en el propio ámbito de acción del Estado,
que tiende hacia una desestatización de ciertos dominios y actividades para dar una
mayor posibilidad de control, de participación y de eficiencia económica.
Las interacciones entre grupos de interés y gobernantes pueden llevar a coaliciones
para incidir en ciertas agendas y reequilibrar ciertas relaciones de poder en determina-
das políticas sectoriales. Concretamente, los recursos de estas coaliciones son recursos
simbólicos (discursos), recursos de movilización (organización y recursos económicos)
y recursos que afectan la capacidad de negociación interna (entre los actores de una
coalición) y externa (entre estos últimos y los tomadores de decisión). La idea implícita
de esta tesis, es que hay una separación radical entre la sociedad y el Estado y que la
relación entre ellos es a priori una relación de poder, en la cual se confrontan intereses
distintos. Esto se repercuta en la organización del sistema político porque delinea el
ámbito del Estado y las capacidades del actor público, de la administración, de ejecutar
ciertas actividades. Ello nos remite nuevamente a la nueva gestión pública, que contra-
pone la eficiencia económica a la burocratización de la administración pública. De allí
deriva la importancia de ciertas entidades privadas en la gestión de lo público, que dio
lugar a la creación de cuasi-ONG (en inglés quango) pues se trata de actores privados
que dependen estrechamente del Estado para desarrollar sus actividades: sus clientes
son colectividades territoriales, empresas públicas y otras agencias estatales.
En la segunda perspectiva, se toma el contrapié de la premisa fundamental del con-
ductismo, pues los intereses no nacen de la nada, su definición depende de otra cosa: las

67
instituciones, entendidas como las organizaciones y el acervo de reglas, prácticas con-
suetudinarias, valores y creencias que estabilizan las relaciones sociales en una comuni-
dad dada. Por ejemplo, el Congreso, la familia y el Ejército son instituciones formales,
pero funcionan en parte con códigos y reglas implícitas. En cada sociedad, existen cier-
tas regularidades que definen cómo hacer, cómo resolver los problemas políticos y so-
ciales. La gobernanza no es solo la gestión de coaliciones políticas eficientes. Influencia
el proceso que condiciona las premuras y moldea la vida política y social, afecta a la
historia pues ésta no está ni completamente determinada ni tampoco aleatoria, el con-
trol humano es posible.
En esta concepción de la gobernanza, las instituciones políticas son a la vez instru-
mentos de mando, coerción y resolución de problemas colectivos, arreglos para facilitar
los intercambios y vehículos para la construcción de sentido y la definición del compor-
tamiento adecuado. En este sentido, la gobernanza se vuelve un arte de coordinar, lo
cual no significa ceder poder por parte del Estado, sino cambiar las modalidades de
ejercicio del poder, pasar de una noción centralizada y jerárquica del poder, en la cual el
Estado dirige y controla, a una concepción del poder del Estado como facilitación y
orientación (steering), en la cual el Estado está atento a lo que expresan los actores no-
estatales para anticipar los conflictos sociales y mitigar sus impactos. Este último es
entonces primus inter pares en los procesos políticos y sus capacidades dependen de su
aptitud a movilizar a otros actores de la sociedad para sus fines.
¿Cómo lograr un sistema político democrático en el plano institucional? Esta proble-
mática reanuda con el proyecto de los pioneros de la «ciencia de las políticas». Se trata
de indagar cómo se elaboran las identidades y los estándares de adecuación, cómo se
organizan en identidades políticas ciudadanas, qué imperativos normativos existen para
ellas (March y Olsen, 1995). Se busca explicar, también, cómo se desarrolla la capacidad
política, con qué recursos y cómo se distribuye, además de definir cómo se crean las
narrativas sobre las instituciones, cómo están afectadas por el contexto democrático
(sus normas e instituciones formales), cuál es el papel de la religión, de la tradición, de la
ciencia, de la familia (etc.) en la conformación de la vida política. Por último, se plantea
identificar los procesos de aprendizaje que coadyuvan a la adaptabilidad política, los
equilibrios entre las creencias existentes y la experimentación de nuevas identidades, así
como las posibilidades de mejorar los procesos institucionales.
Esta agenda de investigación se basa en dos premisas: por un lado, asume que las
instituciones facilitan las elecciones y las relaciones entre individuos, por el otro, consi-
dera que los individuos crean instituciones que facilitan estas elecciones y relaciones. Se
podría ver en este razonamiento una circularidad: las instituciones nacen de las prefe-
rencias individuales y estructuran los intereses. Pero no es así, en realidad hay «institu-
ciones formales» y «no-formales». Esta distinción es una de las mayores innovaciones
del neoinstitucionalismo sociológico, pues nos ayuda a desacoplar el sistema y los pro-
cesos políticos, al diferenciar las organizaciones (instituciones formales) y las reglas,
escritas o no, prácticas rutinarias y comportamientos derivados de creencias y valores
(instituciones informales).
Si los problemas sociales resultan de factores diversos en interacción y el conoci-
miento técnico y político está diseminado entre muchos actores, entonces los objetivos
de una política pública quedan sometidos a revisión, puesto que la incertidumbre es la
regla (Kooiman, 1993b: 254-255). Por lo tanto, gobernar es una acción orientada a equi-
librar las fuerzas y los intereses sociales, así como a incitar a los actores y los sistemas
sociales a organizarse. No se trata de un retiro ni de un vaciamiento del Estado, la tarea

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del gobierno consiste en influenciar las interacciones sociales en el sentido de una ma-
yor complementariedad entre el gobierno político y la auto-organización social. El pro-
ducto de la interacción entre estas características es la politización del aparato adminis-
trativo en tanto estrategia, lo cual rompe con la tradición weberiana de una división
entre el sistema político y el aparato administrativo. Según Kooiman, más vale asumir
esta politización, no solo para permitir la conformación de actores organizados y fuer-
tes, sino también para permitir a ciudadanos individuales y movimientos sociales infil-
trar la administración y ser representados en el proceso de elaboración de las políticas.
La adaptación del Estado y la selección de la agenda de gobernanza siguen una
«lógica de lo adecuado» (March y Olsen, 2006a). Ello significa que las políticas no con-
sisten en adecuar los medios y fines en función de los intereses de los actores sino que
estos últimos adaptan sus capacidades y conductas a las reglas formales e informales
establecidas. No existe una fórmula milagrosa que dice qué es el buen Estado, no hay un
algoritmo de la buena gobernanza, sino más bien una infinidad de situaciones en las
cuales la buena gobernanza se define por la mejor adecuación de una modalidad de
gobernar a un entorno complejo, dinámico y diverso (Kooiman, 1993b) a nivel interna-
cional, local y no-estatal. La noción de lógica de lo adecuado responde a una preocupa-
ción por contraponer una modelización simple a la «lógica de las consecuencias», deri-
vada de lo que Weber llamaba la racionalidad instrumental de las conductas con arreglo
hacia fines (Weber, 2002).
Detrás de este problema está una discusión sobre ¿qué es lo racional? «Racional», en
el sentido del individualismo metodológico, alude a una dimensión instrumental de la
razón, es porque el individuo es racional que puede elegir los medios adecuados a sus
fines. Es el B-A-BA de la economía neoclásica y se aplica, desde luego, a todas las con-
ductas para los enfoques racionalistas: de la elección de una escuela para sus hijos, hasta
la elección de su ropa, pasando por la elección de su alcalde o diputado, todo obedece a
este tipo de racionalidad, que es una optimización de ganancias. Ahora bien, no todo es
objetivable de esta manera y el interés detrás de una decisión es altamente variable,
según el contexto. Incluso en una misma categoría de actores, se pueden observar varia-
ciones entre los intereses. Esta variación se da por la naturaleza intrínseca de la identi-
dad, pero también por su entorno. De ahí surge la idea de una lógica de lo adecuado.
La lógica de lo adecuado es otra manera de entender lo que motiva a los actores.
Tiene mucho que ver con el razonamiento incrementalista y la racionalidad limitada,
pues «lo adecuado» es a menudo una solución provisional, contextual, que no es necesa-
riamente la mejor opción, sino un mal menor que permite a los actores políticos y admi-
nistrativos llegar a un acuerdo para seguir adelante con sus agendas respectivas. Esta
lógica es constitutiva de la vida social, pues fija las reglas que permiten a una colectivi-
dad (polity) estabilizarse en el tiempo. Las organizaciones siguen esta misma lógica, no
solo los individuos; siendo el producto de creencias, de valores, de ideas y de reglas
compartidas, las organizaciones institucionalizan las relaciones sociales (March y Ol-
sen, 1984). Entonces aquí tenemos dos momentos: un momento creador de las organi-
zaciones, es decir que las organizaciones no surgen de la nada, nacen de conductas
rutinizadas, pero a su vez, las organizaciones crean rutinas, estructuran o regulan las
conductas. Y es precisamente en este va-y-ven entre el individuo y las instituciones for-
males, o entre la sociedad y el Estado, que se puede rastrear el proceso de instituciona-
lización de las conductas. Eso rompe con una visión individualista de la cohesión social,
sin resuscitar la visión colectivista de la misma, no hay que esperar una ruptura sistémi-
ca de estas relaciones, sino que por su propia evolución histórica la sociedad se va per-

69
feccionando y constituye sistemas o subsistemas cada vez más estables.
La lógica de lo adecuado no es exclusiva del Estado, es la lógica del conjunto de
actores que se relacionan con él. Hay un acuerdo implícito entre todos los partícipes
(públicos y privados) de la gobernanza en actuar de manera adecuada para ser tratados
de manera adecuada. Es entonces un pacto, que expresa una lógica de adaptación a un
entorno cambiante, una modalidad flexible de interacción, de colaboración y de nego-
ciación, en contraposición con la modalidad del contrato (que predomina en la lógica de
las consecuencias), más rígida, que requiere una revisión puntual en cada momento de
cambio. Cuando hablamos de reglas, pensemos también que éstas prescriben o proscri-
ben la representación de los problemas, las conductas de los individuos y grupos, es
decir que las reglas, en tanto instituciones, orientan las conductas individuales y colecti-
vas. Estas últimas nacen, en sí, de las interacciones y del modo de gobernanza, pero en
la medida en que se estabilizan, hacen sistema y condicionan las interacciones entre los
distintos sectores de la sociedad y entre esta última y el Estado.
Desde luego, llegamos a una visión bastante distinta de la acción del Estado que
aquella noción tradicional de gobierno. March y Olsen destacan el rol de las institucio-
nes en la definición de los términos de un intercambio racional. La modalidad de la
interacción entre Estado y sociedad, por un lado, y entre distintos sectores de la socie-
dad, por el otro, no se define tanto por la confrontación de intereses como por la existen-
cia de reglas escritas (leyes y reglamentos) y no-escritas (usos y costumbres, códigos de
conducta, etc.). Entonces la lógica de lo adecuado no es sinónima de una lógica oportu-
nista o el resultado de un cálculo de costos y beneficios; a través de ella se definen las
reglas que permiten una convivencia, en función del contexto social, del país, de coali-
ciones de actores (etc.). En las sociedades donde hay un dualismo económico fuerte (es
decir una gran diferencia entre los más ricos y los más pobres) las condiciones de convi-
vencia son distintas que en las sociedades donde hay una clase media mayoritaria y
homogénea en términos de nivel y estilos de vida. A su vez, esto tiene que ver con los
procesos electorales y el régimen político.

Modos de gobernanza y estilos de políticas

Tanto a nivel de la definición de problemas de políticas, como al otro extremo, con la


valoración de los resultados, no hay un gobierno que goce de un conocimiento exclusivo
de la mejor manera de proceder, sino una diversidad de actores que disputan esta pre-
rrogativa y cuestionan la legitimidad del poder ejecutivo. En segundo lugar, hay una
creciente capacidad de comprender y tratar los problemas colectivos, públicos, por par-
te de los actores no-estatales. Por lo tanto, la profesionalización de la política ya no se
limita a los partidos políticos y da lugar a nuevas categorías de profesionales de la polí-
tica (political entrepreneurs), es decir especialistas que no son solamente sindicalistas,
que en cierta forma cumplen con un mandato y se dedican a perfeccionar su conoci-
miento de la misma manera que lo hacían las empresas y el Estado. Así se consolida un
tercer polo, que disputa la legitimidad de las decisiones o por lo menos pide ser tomado
en cuenta en el proceso. Hay también acontecimientos internacionales y la creciente
fluidez entre los capitales y el impacto de su movilidad acelerada en la capacidad de los
gobiernos de controlar la política, los choques externos como el «efecto tequila» provo-
cado por la crisis mexicana de 1994, la crisis asiática de 1997, luego la ola de crisis
financieras y bursátiles en Brasil, Argentina y Ecuador a finales de los años 1990, son

70
productos de esta fluidez o volatilidad de los capitales financieros. La contraparte pro-
ductiva de este movimiento es una nueva división internacional del trabajo, en particu-
lar los problemas que plantea la relocalización de ciertas industrias en función de las
condiciones laborales locales (hacia lugares donde los salarios son más bajos, pues hay
menor protección social), lo cual afecta a su vez las políticas productivas y las políticas
sociales en los países de origen.
El diseño de un modo de gobernanza democrática depende del desarrollo de «iden-
tidades» de ciudadanos y grupos en el entorno político, de «capacidades» para que estos
últimos y las instituciones desempeñen una acción política adecuada, de «explicacio-
nes» de eventos políticos y de un sistema político flexible, que tome en cuenta y se adap-
te a la evolución de las demandas y del entorno (March y Olsen, 1995: 44-47). Por un
lado, las preferencias, expectativas, creencias y los intereses son elementos constitutivos
de la historia política; las acciones están orientadas por identidades formadas por las
instituciones y los procesos políticos; el gobierno democrático crea y sostiene las institu-
ciones democráticas que posibilitan la construcción y el desarrollo de identidades de-
mocráticas. Por otro lado, el gobierno democrático es responsable, no solo de rendir
cuentas de la distribución de capacidades en la comunidad política sino también de
modificar esta distribución para hacerla más consistente con los requerimientos de las
identidades. Por último, las explicaciones de los eventos políticos se acompañan de pro-
cedimientos de interpretación que mejoran la transmisión, la retención y la devolución
de las lecciones de la historia que mejoren la democracia.
Algunos parten de una tipología de los modos de gobernanza inspirada en la tipolo-
gía de Lowy de las políticas públicas (Considine, 2003; Howlett, 2009). Distinguen así la
gobernanza procedimental, la gobernanza corporativa, la gobernanza por el mercado y
la gobernanza en red, en función de las fuentes de racionalidad, de las formas de con-
trol, de su virtud principal y del tipo de servicios proveídos por la administración públi-
ca. Otros identifican los modos de gobernanza a partir de las interacciones entre el
Estado y los actores sociales y económicos (Kooiman, 2002). La «cogobernanza» es un
sistema de colaboración entre distintos actores, basado en una concepción del Estado
como coordinador. Esta colaboración puede retomar la forma de una alianza público-
privado, de la cogestión, de la terciarización de actividades, etc. Se contrapone a la
«autogobernanza» característica de las empresas o las organizaciones privadas en gene-
ral. Estas organizaciones se enmarcan en un contexto legal, en un contexto político,
pero en cuanto a formas de organización, tienen reglas propias, tienen reglamentos
internos, tienen funciones propias y se auto-administran de esta manera. También se
diferencia de la «gobernanza jerárquica», el modo más cercano al gobierno tradicional,
con una distribución vertical del poder en la cual el gobierno ocupa un lugar central y
toma decisiones a nombre de otros actores y las impone a la colectividad.
Sin embargo, estas tipologías no permiten entender cómo «funciona» la gobernan-
za, cuáles son las modalidades de la toma de decisión que desembocan en las políticas
públicas. Una alternativa consiste en definir los modos de gobernanza en función de las
dos principales variables que inciden en la capacidad de enfrentar las contingencias, por
parte del Estado y los actores de la sociedad: la naturaleza de los problemas de política
pública y los estilos de políticas (Pierre y Peters, 2000: 201). Los estilos de políticas
varían en función de la manera en que los grupos que gobiernan pretenden incidir en la
realidad social, por un lado, y de una combinación particular de contingencias internas,
por el otro. La manera de definir los problemas de políticas varía en función de la activi-
dad del gobierno (problemas de regulación o de asignación de recursos), de los factores

71
sociales (población meta, fuerzas movilizadas para el cambio político, etc.) y de los
objetivos políticos (motivos de invertir capital político y recursos financieros en la reso-
lución de un problema). La combinación de estas variables da lugar a nueve «modos de
gobernanza» (Cf. Tabla 2).
AQUÍ TABLA 2. Los modos de gobernanza como variables dependientes
Las políticas impulsadas por el Estado centralista o dirigista corresponden a los
modos de gobernanza más cercanos a la concepción tradicional del gobierno (a), que a
veces originaron el Estado de bienestar (b) o el nacionalismo y el socialismo (c). Las
políticas de multiniveles corresponden a modos de gobernanza descentralizados, orien-
tados hacia la movilización de recursos (a’), la adaptación local a necesidades específi-
cas de la población (b’) o la participación a través de gobiernos locales (c’). Las políticas
en redes corresponden a modos de gobernanza por el mercado, donde la formulación de
los problemas coincide con los principios de la nueva gestión pública (a’’), las alianzas
entre actores públicos y privados (b’’) o la autonomía de los organismos públicos (c’’).
Inspirados por una preocupación similar, March y Olsen identifican cuatro tipos
ideales de «agenda de gobernanza», con base en la educación (asociada con la socializa-
ción), la asignación de recursos, el proceso político y social, y equilibrios múltiples de
transformación (March y Olsen, 1995: 241-248). La agenda «minimalista» busca reducir
las deficiencias en las fallas de mercado. El gobierno administra entonces la organiza-
ción de la negociación y el intercambio, además de la formación de coaliciones para
reducir los costos necesarios a los arreglos satisfactorios entre ciudadanos. Al opuesto,
la agenda «redistributiva» busca garantizar una distribución equitativa de recursos eco-
nómicos y sociales y de las capacidades en la sociedad. En ese caso, las instituciones
políticas contribuyen al desarrollo humano y al bienestar público, además de corregir
las desigualdades mediante la redistribución de recursos, entonces afectan las capacida-
des de los grupos en la sociedad. Entre estos extremos, encontramos dos tipos de agen-
das intermedias: una «desarrollista» y una «estructuralista». En el primer caso el princi-
pal objetivo de las políticas es lograr una sociedad justa, con base en una cultura de
valores y hábitos democráticos; el papel del gobierno consiste en moldear las identida-
des y explicaciones para crear ciudadanos y funcionarios virtuosos. En el segundo caso,
el gobierno hace énfasis en la construcción de estructuras políticas (o instituciones for-
males) a través de las cuales los ciudadanos pueden definir la naturaleza de la vida
política a la cual aspiran; estas estructuras responden a las demandas políticas y las
organizan.
A su vez, estas tipologías padecen dos debilidades. En primer lugar, no consideran
que la definición de un problema de política pueda ser constitutivo de un estilo de polí-
tica. Ahora bien, como ya vimos, la elaboración de la agenda de gobierno es en sí un
problema de políticas públicas, entonces no puede ser una variable independiente dis-
tinta del estilo de políticas. En segundo lugar, se basan en una lógica circular, puesto que
los modos de gobernanza son definidos por los estilos de políticas pero, en el caso de
Pierre y Peters, la denominación de los modos de gobernanza corresponde más a estilos
de implementación que a unos sistemas de regulación de interacciones entre el Estado,
la sociedad y el mercado; y en el caso de March y Olsen, las agendas de gobernanza son
sinónimas de agendas de políticas.
El problema es que la relación entre modos de gobernanza y estilos de implementa-
ción sigue indeterminada: distintos modos de gobernanza pueden coexistir simultánea-
mente a nivel sectorial (Howlett, 2011: 10). Por un lado, no es posible identificar una
relación causal entre un determinado modo de gobernanza y un determinado estilo de

72
políticas públicas. Por otro lado, en la práctica observamos que en particular el cambio
de un modo de gobernanza jerárquica a uno horizontal no necesariamente se aplica de
la misma manera a todas las políticas públicas. Es posible diferenciar tres niveles de
objetivos y medios de acción, en función de los ámbitos de acción del Estado y del grado
de abstracción de una decisión (Cf. Tabla 3).
AQUÍ TABLA 3. Los tres niveles de instrumentación de políticas
A nivel macro, se definen las preferencias generales por un modo de gobernanza, que
pueden asimilarse a las nociones de «paradigmas» (Hall, 1993) o de «referenciales glo-
bales» (Jobert y Muller, 1987). El gobierno formula las metas finales y preferencias gene-
rales a largo plazo, por ejemplo entre el desarrollo económico o el desarrollo humano.
Elige los instrumentos organizativos y el diseño institucional, en función de sus prefe-
rencias por ejemplo, entre la planificación centralista y la descentralización. A nivel
meso, se define el estilo de implementación de las políticas en función de referenciales
sectoriales. El gobierno formula objetivos de mediano plazo, como por ejemplo corregir
las fallas del mercado o las del Estado. Elige y combina los instrumentos de políticas,
por ejemplo entre el voluntarismo institucional o la nueva gestión pública, en función de
las capacidades del Estado. A nivel micro, se configura la administración pública y los
programas de acción. El gobierno formula objetivos operacionales y preferencias técni-
cas a corto plazo, por ejemplo para fomentar mayor equidad o mayor competitividad.
Procede a unos ajustes coyunturales y a la calibración de los instrumentos, por ejemplo
de coerción e incentivos.

La incidencia de los actores no-estatales

Los grupos de interés según el pluralismo y el corporativismo

El tema de la negociación entre el Estado y los actores no-estatales no es nuevo.


Tradicionalmente, hay dos aproximaciones a esta relación: la pluralista y a corporativis-
ta. Con el pluralismo y el corporativismo, teníamos dos grandes modelos con los cuales
interpretar el rol de los grupos de interés en las políticas públicas. Los estudios del
pluralismo veían en los grupos de interés unos actores que permitían a la ciudadanía
expresar sus preferencias sobre los temas de la agenda política (policy issues) y limita-
ban la concentración de poder en una sociedad (Dahl, 2003). Este argumento fue reba-
tido por los teóricos del «corporativismo», como Philip Schmitter, y del «neo-pluralis-
mo», como Charles Lindblom, que subrayaron que los actores organizados, en particu-
lar las empresas multinacionales y los sindicatos, gozaban de un acceso privilegiado al
sistema institucional y ejercían una incidencia particularmente fuerte en el proceso po-
lítico (Williamson P., 1989). El pluralismo plantea que, en una sociedad democrática, los
intereses difusos se expresan a través de sectores organizados y son tomados en cuenta
por el Estado. El corporativismo plantea que estos intereses están canalizados a través
de un número reducido de grupos (sindicatos, gremios y asociaciones) y el Estado privi-
legia estos mediadores en las negociaciones, por ejemplo sobre regímenes de protección
social, legislación laboral, los subsidios, etc. Ambas aproximaciones se responden y to-
man en cuenta un mismo problema: en el sistema político, actores externos al Estado se
organizan en grupos de interés y estos grupos ejercen presiones sobre determinados
temas, tienen agendas y tratan de incidir en la agenda del gobierno de turno, a través de
múltiples actividades como el cabildeo, las campañas de opinión pública, eventualmen-

73
te el soborno, etc.
En su versión optimista, el pluralismo considera que las decisiones políticas se to-
man de manera ecuánime y que los electos traducen las demandas de los actores no-
estatales en actos políticos, de manera responsable y transparente. La realidad no es tan
simple pues hay grupos más fuertes que otros, hay gremios más poderosos que otros
(pensemos en los sectores petrolero, militar o industrial). Estos últimos tienen más ca-
pacidad de incidencia que las organizaciones de la sociedad civil, a la hora de elaborar,
enmendar, adoptar o bloquear proyectos de leyes. Ello se traduce por la conformación
de «triángulos de hierro» (Lowi, 2008) entre grupos de interés, funcionarios electos, que
toman decisiones, y funcionarios no-electos, que aplican estas decisión o intervienen en
el entorno de los congresistas y senadores. En estos triángulos se crean relaciones de
interdependencia (un tema clásico del clientelismo) en las cuales, en lugar de defender o
encarnar un interés general, lo que hacen los actores no-estatales (cámaras de comercio,
sindicatos, asociaciones gremiales, etc.) es más bien representar intereses particulares,
localizados en el mapa electoral.
En Estados Unidos, por ejemplo, el Congreso funciona con muchas comisiones téc-
nicas y la administración recibe constantemente solicitudes y quejas de asociaciones,
ONG, fundaciones, gremios profesionales, etc. Ello genera un sistema de interacciones
en el cual, para incidir en las decisiones, hay que organizarse, es una lógica que tiende a
forzar la organización hacia el cabildeo. El Congreso y el Senado se prestan particular-
mente bien a estas interacciones porque hay un doble nivel de cabildeo: el nivel federal
y el nivel local. A nivel local, la democracia es muy participativa y se apoya en la gran
riqueza y vitalidad de las asociaciones, da lugar a numerosas redes de financiamiento,
para obras caritativas o para fundaciones científicas.
Estas redes no tienen tanta fuerza en otros contextos nacionales, donde las relacio-
nes con el Estado están mediadas por organizaciones sindicales y gremios profesionales
muy estructurados, que canalizan los temas de la agenda pública y se impusieron en
tanto interlocutores exclusivos del Estado en las negociaciones por rama desde los años
1950, en la Edad de Oro del Estado de bienestar social. De hecho, en Europa (en particu-
lar en Francia y en Alemania) se ha estudiado el mismo tipo de intermediaciones con
otros actores, desde el enfoque del corporativismo (Jobert y Muller, 1987; Mény y Surel,
2009). Eso se debe en gran parte a la especificidad de los sistemas políticos, en los cuales
la influencia de los grupos de interés se da más a nivel del ejecutivo.
Es por ejemplo lo que ha dado lugar a las negociaciones por rama, después de la
Segunda Guerra Mundial, donde grandes cuerpos profesionales (en la industria meta-
lúrgica, en los ferrocarriles, en la educación) organizados en poderosos sindicatos con
una fuerte capacidad de coordinación y de movilización se volvieron los interlocutores
privilegiados del Estado. Así como se eligen a representantes de la ciudadanía para go-
bernar, se eligen a representantes de los asalariados y de los empleadores para negociar
con el gobierno y defender los intereses corporativos. Ocurre lo mismo que en el contex-
to estadounidense, es decir que hay sectores mejor organizados que otros y hay sindica-
tos más fuertes que otros. ¿Por qué hay menos conflictos sociales en Alemania que en
Francia? Porque existen espacios de negociación corporativista, organizados e institu-
cionalizados, que no hay en Francia, y porque la configuración de los grupos de interés
es distinta y estos últimos privilegian la negociación a la confrontación. La instituciona-
lización de los sindicatos profesionales configura una manera de gobernar, una manera
de proceder por parte del gobierno central y de los gobiernos locales, para definir y
lograr ciertos objetivos de políticas.

74
En otros ámbitos, el Estado asumió un rol protagónico en sectores estratégicos (Cas-
tells, 2002). En todos los países capitalistas, el Estado asumió un papel clave en ciertas
áreas (como los ferrocarriles, la metalurgia, los astilleros, el armamento, etc.), incluso
en Estados Unidos, cuna del capitalismo neoliberal. Pero en algunos casos, por ejemplo
en Japón, además de este rol protector, el Estado se volvió un actor clave en la conquista
de mercados internacionales, lo que fue una innovación en la etapa de la globalización
que arrancó en el último cuarto de siglo XX. Es decir, que el Estado puede involucrarse
más allá de proteger los actores económicos nacionales, como lo ha hecho comúnmente
desde el siglo XIX hasta finales de los años 1970, y como lo postula la teoría de la depen-
dencia en América Latina, para asumir un rol proactivo en la conquista de nuevos mer-
cados. Hay una idea adicional en la teoría de la dependencia y es que estos países tienen
que revertir la tradición heredada de la época colonial y de la división internacional del
trabajo, en particular a través de la industrialización por la sustitución de importaciones
(Cardoso y Faletto, 2003).
En todos casos, necesitamos conocer mejor las premuras que enfrenta el Estado a la
hora de resolver problemas sociales, económicos y políticos a través de las políticas
públicas. Este es el cambio que dio lugar a la última etapa de la mundialización o globa-
lización. Al tener un rol proclive a la conquista de estos mercados, el Estado se vuelve un
aliado objetivo del gremio patronal para favorecer los intereses de una industria y pro-
mover un modelo productivo (como lo hizo el ministerio japonés de comercio exterior
con el modelo Toyota en los años 1970-1980). Esta relación con los actores económicos
es muy diferente en países como Francia, donde se privilegia más bien la protección
social de los trabajadores.
Lo que algunos llaman «populismo» en América Latina se asimila a esta tradición, es
una expresión regional de la manera cómo el Estado negocia con estos grupos de interés
(De la Torre y Peruzzotti, 2008). Detrás de esta idea, hay la presunción que el Estado
responde menos al interés general que a intereses sectoriales, corporativistas y que se
apoya en ciertos sectores para promover su agenda. Lo que quizá es particular en esta
región es el ámbito en el cual interviene la incidencia política y el nivel en que se produ-
ce, puesto que la incidencia hoy se da más a lo largo del proceso. No excluye que haya
una intervención desde las etapas tempranas de la formulación de política, pero los
actores no-estatales intervienen más que todo en la ejecución de la política y en la discu-
sión sobre el sistema estatal.
Esta evolución reciente se produjo en dos etapas. Empezó en la década de 1980 con
las transiciones hacia regímenes democráticos, cuyos factores determinantes han sido
la movilización social e incapacidad de los gobiernos autoritarios de enfrentar la crisis
económica y financiera, juntos con la presión externa, en particular de la ONU (O’Donnell
et al., 1988). En un segundo momento, la participación social se estructuró en una estra-
tegia de resistencia a las dificultades generadas por la crisis financiera, ahondada por la
corrupción y la falta de transparencia en la gobernanza democrática. Este es más lo que
encarnan los levantamientos orquestados por movimientos indígenas y campesinos, los
juicios políticos en Argentina, Brasil, Venezuela y Colombia, o el derrocamiento de go-
biernos electos en Ecuador, Bolivia, Paraguay, Perú, etc. En esta región, la participación
política de los actores sociales tomó fuerza en un contexto de crisis de gobernabilidad,
en condiciones críticas en las cuales se interrumpieron los procesos democráticos.
Es necesario recordar este contexto para entender la especificidad del sistema de
gobernanza democrática que surgió luego, para estabilizar las interacciones sociales,
políticas y económicas. Desacoplemos las dos dimensiones para entender dónde inter-

75
vienen la incidencia política, la participación ciudadana y el control social. Hay un nivel
sistémico, que corresponde a un diseño institucional, a un acervo de reglas, que no se
mueven sino cuando hay choques externos o necesidad de adaptarse a un contexto nue-
vo. Hay un nivel procedimental, en el cual las relaciones de fuerza se redefinen constan-
temente a través de las interacciones. Las políticas públicas se ubican precisamente en el
centro de estas interacciones, entonces no es de extrañarse que donde mejor inciden los
actores sociales es en los procesos, tampoco es de extrañarse que el enfoque teórico de
análisis de políticas que más se preocupa por la incidencia de estos actores se centre en
los procesos. No significa que no se interesa por el sistema ni por las instituciones for-
males, pero las interpreta como el producto de procesos.
Aquí está una clave muy importante para entender la importancia de ciertos debates
sobre la reforma estatal, las reformas constitucionales y el rol de los actores sociales en
estos procesos. Hay una especie de reversión del proceso político, que tradicionalmente
era un proceso de arriba hacia abajo, pensado por las elites para el conjunto de la socie-
dad. Esto cambia radicalmente, en particular en la región andina desde los años 1990,
por un proceso de abajo hacia arriba, es decir desde las bases, por cierto con menos
orden, menos sistemático porque la sociedad es heterogénea, es diversa y es dinámica
(Cepeda y Montealegre, 2007; Segura y Bejarano, 2004). Desde luego, es muy difícil
encontrar patrones de estabilidad, constantemente hay conflictos más o menos graves,
más o menos polarizados, y constantemente hay negociaciones, nada es estable en esta
perspectiva. ¿Harán sistema estas interacciones? Ésta es la gran pregunta del momento,
si se puede gobernar así. Los institucionalistas clásicos pensaban que las instituciones
servían para evitar esta situación, evitar esta suerte de caos permanente. Otros, en parti-
cular los sociólogos neoinstitucionalistas y cognitivistas, piensan que sí es posible. Para
determinar si salimos de la crisis de gobernabilidad, si se puede gobernar democrática-
mente con esta configuración, es preciso identificar cuáles son los elementos sistémicos
que permitirán estabilizar estas interacciones. Entre estos últimos, hay dos elementos
que interesan particularmente al análisis de políticas públicas: las redes de políticas y las
coaliciones promotoras.

Las redes de políticas públicas en la «nueva gobernanza»

Es necesario volver a considerar la relación entre actores no-estatales y sistema de


gobernanza, para salir de la relación binaria entre grupos de interés y Estado caracterís-
tica del pluralismo y del corporativismo, es decir dejar de verlos como adversarios o
socios del Estado a través de los congresistas o de ciertas agencias del servicio público.
Lo que nos introduce a la noción de redes de políticas, en primer lugar, es la multiplici-
dad de grupos de interés y su extrema heterogeneidad, en cuanto a su naturaleza (por la
agenda que les convoca y alrededor de la cual se conforman) y funcionamiento (Le Galès
y Thatcher, 1995). Esto se analiza a menudo como una modalidad de funcionamiento de
la administración pública que ha caracterizado la «nueva» gobernanza (Rhodes, 1997;
Considine y Giguère, 2008; Considine et al., 2009; Bevir, 2010). Por ejemplo, Rod Rho-
des interpreta su desarrollo, como una modalidad del «vaciamiento del Estado» que
resultó de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher (1979-1990) en el Reino Uni-
do (Rhodes, 1996). A medida que se trasladaban ciertas competencias del Estado hacia
el sector privado, aparecían más redes de políticas para sustituir al gobierno o a la admi-
nistración pública.

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El desarrollo de las redes de políticas coadyuvó a incrementar la autonomía del go-
bierno, rompiendo con la lógica de los triángulos de hierro, constituyéndose en un obje-
to particular de análisis de políticas, que ha dado lugar a una expresión muy común, el
«enfoque de redes» (Rhodes, 2006a; Adam y Kriesi, 2007). Lo que significa literalmente
esta expresión y que se discute en esta sección, es ver la acción pública como producto
de una red. Sin embargo, el problema, en términos de análisis de políticas, radica en
definir las variables dependientes e independientes. Algunos dirán que la red determina
la política. Sin embargo, si la red es todo, si el mundo es una red o si la acción pública es
una acción en red ¿dónde están las variables independientes? ¿en qué medida la política,
como producto de una interacción, está afectada por una red?
En realidad esto es muy complicado, debido a la polisemia de la noción de red, que
da lugar a múltiples interpretaciones. Es un término que padece un estiramiento con-
ceptual y no tiene un sentido claro, lo que lo vuelve muy difícil de operativizar (Le Galès,
1995; Borzel, 1998). La noción que nos interesa aquí, la de redes de políticas, tiene
muchas expresiones, en función de su grado de estructuración. En la tipología de Rho-
des, mientras más estructurada es una red de actores, más orgánicas son las relaciones
entre sus miembros (Rhodes, 1997: 38-39). Algunas funcionan de manera instituciona-
lizada, con un grado de integración que las vuelve parecidas a unas organizaciones for-
males (sindicatos, etc.). A nivel más institucionalizado, encontramos las comunidades
de políticas (policy communities). Al opuesto, las redes temáticas (issue networks) son
totalmente inorgánicas y se activan en función de la coyuntura o de la apertura de ven-
tanas de oportunidad. Entre estos extremos, hay múltiples expresiones que designan a
configuraciones, agrupaciones, modalidades de acción o modalidades de gobernanza,
incluso redes profesionales, redes de productores, redes internacionales, con una capa-
cidad de incidencia en las políticas muy variable. Buscando la línea de parte, un punto
mediano en esta tipología en función del grado de organicidad, uno debería encontrar
una red en la cual constan tanto a actores estatales como no-estatales. ¿Cómo se mide
esto? No necesariamente por el número de miembros, sino más bien en términos de
incidencia en un tema particular y en un momento particular, como la adopción de una
ley o la denuncia de un problema.
Otra manera de abordar el rol de las redes en las políticas públicas consiste en obser-
var cómo funcionan (Evans, 2001; Sandström y Carlsson, 2008; Wu y Knoke, 2013). Más
allá de quién las compone, ¿cómo interactúan sus miembros? Hay modos de interacción
más estructurados o formales (incluso con códigos o reglas escritas), y modos de inte-
racción informales. Por ejemplo el Internet genera interacciones informales hasta el
momento en que se constituyen comunidades, grupos de discusión o redes temáticas
que inducirán códigos de conducta y un cierto grado de coordinación para canalizar la
participación de cada miembro. Las modalidades de interacciones de las redes de polí-
ticas son altamente variables, entonces ¿Qué queda del concepto analítico para analizar
su incidencia en las políticas públicas? En ciertos casos, existen redes muy consolida-
das, con una gran capacidad propositiva (las redes de activistas, por ejemplo) que ten-
drán mucha incidencia; en otros casos, existen redes reactivas (muchas redes de usua-
rios o de consumidores, por ejemplo) cuyos miembros se movilizan para bloquear pero
no formulan propuestas de acción.
Con todo, por este estiramiento conceptual, el «enfoque de red» no logró superar el
estadio de teoría de rango medio, que siempre requiere de una complementación con
otros enfoques teóricos (Le Galès, 1995; Peters, 1998; Adam y Kriesi, 2007). Esto explica
en parte su alcance limitado y por qué estas teorías terminaron incorporándose paulati-

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namente a enfoques teóricos de alcance mayor. Por un lado, el concepto de red fue
asimilado por los enfoques centrados en las interacciones subjetivas que colocan las
nociones de representación, de construcción de sentido, de valores en el centro de la
configuración de las redes, como núcleo de sentido de ellas (Hajer y Wagenaar, 2004). Es
muy común, por ejemplo, en las redes temáticas, que proceden de una reinterpretación
de algunas teorías de los movimientos sociales, entender cómo los actores convergen, se
organizan en redes, no solamente frente al Estado. Al extremo, la noción de redes de
políticas se confunde con aquella de «sociedad red» (Castells, 2002).
Otros autores ven a las redes como instituciones pues, más allá de las interacciones
personales o subjetivas, se observa la emergencia de tendencias que tratan de captar
ciertas agrupaciones desde el nivel más elemental, con las redes temáticas, hasta el más
complejo, con las comunidades de políticas (Bloom-Hansen, 1997; Bresser, 1998; Ansell,
2006). Estas últimas son las que mejor pueden aprovechar de la apertura de ventanas de
oportunidad para incidir en la agenda de políticas, pues sus miembros se reconocen,
comparten una identidad colectiva, conocen los términos de la discusión, no solamente
el problema sino las posibles soluciones, conocen los interlocutores dentro del aparato
estatal y en la comunidad, aprovechan por ejemplo de las comisiones de ciertos organis-
mos internacionales, y pueden entonces movilizar estos recursos en el momento corto
cuando se abren estas ventanas, durante una campaña electoral o tras un acontecimien-
to que modifica el ciclo de atención.
Por último, los enfoques racionalistas —en particular con la doctrina de la nueva
gestión pública— acabaron con cargar este concepto de una fuerte carga normativa, ya
que tendieron a legitimar algo que no existía, una realidad performativa nacida del des-
plazamiento de la autoridad del Estado hacia el sector privado (Rhodes, 1996; Coen y
Marsh, 2005). Cuando se trata de administración pública, esto se traduce en argumen-
tos normativos hasta prescriptivos, como los informes sobre la «buena gobernanza»
publicados por el Banco Mundial (Kaufmann et al., 1999). También se observa a través
de la literatura sobre la nueva gestión pública (Dunleavy y Hood, 1994; James y Man-
ning, 1996; Hood, 1991). Lo que era inicialmente un fenómeno observable, las fallas del
Estado por la burocratización, se volvió un motivo de desmembramiento del aparato
administrativo, más que una razón de mejorarlo. De esta manera, ciertas teorías de las
redes terminaron diciéndonos cómo desmontar el Estado, en lugar de ayudarnos a en-
tenderlo mejor y, eventualmente, mejorarlo (Greenaway, 2007).

La participación y el control social

Si asumimos que las condiciones objetivas de gobierno se han transformado en el


sentido del triple descentramiento de Pierre y Peters, uno de los principales retos del
análisis de políticas radica en la medición empírica de la relación entre la participación
de los actores no-estatales en la acción pública y el diseño de las políticas públicas. Dos
enfoques se contraponen al respecto: el uno, conductista, se interesa por los intereses de
los actores y sus cálculos y estrategias para conseguir sus fines, siguiendo una lógica
racional instrumental; el otro, cognitivista, se interesa por las ideas de los actores, su
cultura, sus representaciones del mundo, siguiendo una lógica racional orientada por
sus valores y creencias. Estas diferencias son insuperables pues abordan problemas
distintos, lo cual vuelve difícilmente comparables sus métodos y sus hallazgos. Para
superar esta dicotomía, cabe proceder al desacoplamiento del sistema y de los procesos

78
que encontramos entre gobernanza y gobernabilidad. En este sentido, ambas perspecti-
vas son complementarias y deben analizarse para tener una comprensión completa de
una política o de un ámbito de políticas públicas: no hay sistema sin procesos, no hay
procesos sin sistema.
Tomemos el caso de la participación de los actores no-estatales en las políticas públi-
cas (por ejemplo a través de una comisión de control anticorrupción, una audiencia
pública o una consulta previa a comunidades locales): se puede observar en función del
sistema o de los procesos. Si la observamos desde una perspectiva sustantiva (haciendo
énfasis en el sistema), la vamos a describir en términos de estructuras, lo cual lleva a
interesarse por los intereses, los derechos y deberes de los individuos y las dimensiones
objetivas de las políticas. Si la observamos desde una perspectiva procedimental (ha-
ciendo énfasis en los procesos), la vamos a describir en términos de interacciones, lo
cual lleva a hacer hincapié en el discurso, las creencias y todas las dimensiones subjeti-
vas de las políticas.
La incidencia política de los actores no-estatales es una preocupación central para
explicar ciertos desenlaces de las políticas públicas en todas sus fases, desde cómo se
formula la agenda y se identifican los problemas, cómo se seleccionan las soluciones y
quién participa en esta selección, hasta cómo se mide el grado de satisfacción que gene-
ran estas políticas, no solo en términos de eficacia (lo que atañe más bien a la evaluación
de impacto) sino también en términos de percepciones de la población. El otro tema es
la participación de estos actores en la ejecución de las políticas. Algunas políticas signi-
fican un alto grado de participación porque requieren una fuerte legitimidad social,
otras políticas, de índole más técnica o tecnocrática (pensemos por ejemplo en la políti-
ca energética) requieren de conocimientos expertos que a priori excluyen la participa-
ción masiva de actores no formados. Entre estos dos tipos de políticas, se definen todos
los problemas de análisis y según si uno otorga más importancia a las políticas de índole
tecnocrática o de índole participativa, uno acude a modelos distintos de participación.
Hay una fuerte coincidencia entre los temas societales y la presencia de actores no-
estatales en el proceso político. Por ejemplo, las políticas extractivas, que tienen un alto
impacto en las condiciones de vida de las poblaciones locales, generan mayor participa-
ción de actores sociales que las políticas comercial e industrial. ¿Por qué se da esta
diferencia? Esto se debe en parte a la lógica de Estado, pero no es una causa suficiente.
No es que el Estado tenga de por sí un interés en que participen muchos actores, por lo
contrario, teóricamente, el Estado no tiene interés en que haya muchos actores en una
política, precisamente por la noción tradicional que tenemos del Estado, que consiste en
actuar a nombre del interés general. Cuando el Estado empieza a tener este interés es
cuando hay un riesgo que la política genere efectos no deseados, es decir donde el Esta-
do actúa ajustando y anticipando los problemas a medida que se ejecuta una política
(Irvin y Stanburry, 2004).
Con la trilogía incidencia-participación-control social, tenemos los términos de la
relación entre actores no-estatales (en particular los actores sociales) y estatales (en
particular el gobierno y el poder legislativo). A la encrucijada de estas variables, conver-
gen tres lógicas institucionales: la lógica del Estado, la lógica de la sociedad y la lógica
del mercado. Lo que está en juego en estas tres dimensiones es cómo los actores no-
estatales pueden orientar los procesos políticos. ¿Cómo se acoplan las lógicas del Esta-
do, de la sociedad y del mercado? En determinados momentos, hay una presión social
para influenciar las decisiones, el curso de una política en ejecución, o para evaluar los
resultados de una política. Este debate es tan antiguo como la política —por lo menos

79
desde la ciudad antigua—, la ciudadanía tiene un afán de incidir en la política, en las
decisiones de las elites. Es la libertad de los ancianos, en la política griega, que encuentra
una expresión contemporánea en la democracia directa o participativa; es la política
deliberativa de Habermas; son los procesos de democratización del Estado, no solo para
definir las prioridades en momentos particulares como las elecciones sino también para
debatir de la naturaleza del Estado, del sistema institucional y del funcionamiento de las
instituciones (Habermas, 1999). Hay que entender la noción de democratización como
la lógica de una sociedad civil que busca incidir en todos los niveles de procesos políti-
cos, sistémicos y procedimentales.
Frente a eso, tenemos una lógica de gobierno que cambió de un modelo tradicional-
mente central, jerárquico, tecnocrático, a un modelo descentralizado, más horizontal y
en el cual intervienen actores no estatales, es decir en el cual el Estado es primus inter
pares. Seguimos pensando en el Estado como el actor principal, central de las políticas
públicas y de los procesos de reformas institucionales, pero no es el único responsable.
Si bien es cierto lo esencial de la acción pública es producto de la acción estatal, el resto,
lo que no es producto de la actividad del Estado, también es determinante. Es producto
de la actividad de actores económicos, por ejemplo en el caso de organizaciones cuasi
no-gubernamentales una lógica de gestión puede orientar ciertas actividades, regular
ciertos sectores (salud, educación, transporte) de manera complementaria e imprescin-
dible para el Estado. Entonces entendemos que la lógica de Estado no es la lógica tradi-
cional de gobierno, es una lógica de gobernanza —y más precisamente de gobernanza
democrática. Desde la reflexión académica y a través de las reformas institucionales que
se llevan a cabo en el ámbito estatal, hay una preocupación por la democratización de
los procesos políticos; hay un interés por la participación de la ciudadanía; se toma en
cuenta los mecanismos de incidencia política; y hay un interés por las operaciones de
control social.
El tercer elemento es el mercado. ¿Cómo procesan los actores económicos privados
estas demandas de participación y control social? Gran parte de la discusión sobre la
gobernanza viene precisamente de la economía, el mero concepto de gobernanza, en su
acepción contemporánea, es un concepto económico, que vino de la globalización de las
estrategias corporativas y de la doble dimensión de la gestión a nivel transnacional (eco-
nómica y política) (Gaudin, 2002; Hermet, 2005). Por lo tanto, no es de extrañarse que la
gobernanza se acople con una lógica de mercado. Eso opera a través de una preocupa-
ción por el control. Es ahí donde hay cierta ambigüedad en las nociones de control
social y responsabilidad, dos traducciones del inglés accountability. Según si vemos el
problema de la participación ciudadana desde la perspectiva del Estado hablaremos de
«responsabilidad», mientras que si lo vemos desde la perspectiva de la sociedad, nos
referiremos al «control social». Obviamente, ambas dimensiones son complementarias,
como las obligaciones y los derechos.
El alcance del concepto va más allá de una definición normativa o legal. Significa
que unos actores (políticos, empresas, gobiernos) tienen responsabilidades hacia otros
(usuarios de la administración pública, clientes, organismos financieros) y les rinden
cuentas. Acoplado a esto, están las nociones de rendición de cuentas, transparencia y
publicidad de la información en los procesos de gestión. Por ejemplo, la difusión de la
información financiera es considerada por los organismos financieros multilaterales y
por cooperación bilateral como un factor mayor de estabilidad política, en particular
desde la crisis asiática de 1997 pues esta última resultó en parte de la magnitud de la
corrupción en algunos países, ahondada por la volatilidad de los flujos financieros mun-

80
diales. Es también lo que ocurrió en varios países de América Latina y el Caribe, donde
se dieron procesos acelerados, brutales, de ajuste estructural y de reorganización del
servicio público, en contextos poco transparentes.

El diseño de las políticas públicas

Los tipos de instrumentos de políticas

Un modo de gobernanza se refleja en la preferencia de un gobierno por un estilo de


políticas públicas a través de sus instrumentos. De hecho, la multiplicación de los ins-
trumentos de políticas públicas acompañó la transformación de la gobernanza en el
sentido de una mayor colaboración entre actores estatales y no-estatales (Salamon, 2000:
1640). Semánticamente, un instrumento es un artefacto que sirve para realizar una acti-
vidad, un medio o un conjunto de medios para conseguir un fin o un propósito dado
(como satisfacer una demanda, resolver un problema, etc.). Así como pasa en el caso de
la caja de herramientas de un carpintero, uno intuye que no todo sirve con todo. Un
martillo no sirve mucho sin clavos, la relación entre el martillo y el clavo es casi ontoló-
gica. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre las herramientas del carpinte-
ro y los instrumentos de políticas. Por supuesto, hay criterios explicativos que justifican
la elección de un buen martillo (la madera que estamos trabajando, el tipo de clavos que
queremos utilizar, nuestro presupuesto, si tenemos fuerza en la muñeca, etc.), pero no
funciona así la selección de instrumentos de políticas públicas. En efecto, a la hora de
elegir un instrumento, uno contesta otras preguntas.
Los instrumentos de políticas públicas constituyen un tipo particular de institucio-
nes, que las hacen posible mediante la estabilización de los modos de cooperación: son
dispositivos técnicos y sociales que estructuran la acción pública, al organizar las rela-
ciones específicas entre el Estado y la ciudadanía (Lascoumes y Le Galès, 2007b). La
dimensión meramente funcional de los instrumentos de políticas no es la única que nos
interesa. Más allá de ésta, hay que analizar su naturaleza y empezar a disociar distintos
tipos de instrumentos para ubicarlos en el proceso general de las políticas. Por ejemplo,
uno entiende que hay instrumentos imprescindibles para hacer ciertas cosas y otros que
son fácilmente sustituibles. Esto nos lleva a preguntarnos cómo se eligen los instrumen-
tos. A parte su dimensión esencial de objeto, como ley, plan o base estadística, un instru-
mento es también un acervo de representaciones, de traducciones e interpretaciones
que varían en el tiempo y según los actores, como vimos a propósito de la formulación
de problemas (Lascoumes y Le Galès, 2007a). Recordemos que siempre interviene una
subjetividad y una complejidad que crecen con el número de participantes o de sectores
involucrados en la discusión. Más allá de la solución al poblema, lo que está en juego es
la percepción del problema que da un sentido a una decisión. Pues lo mismo ocurre con
los instrumentos: ¿qué percepción se tiene de estos últimos en términos operativos?
Stephen Linder y Guy Peters identifican hasta siete clases de instrumentos: de provi-
sión directa, transferencias, impuestos y tasas, contratación, autoridad, regulación y
exhortación (Linder y Peters, 1998). Ellos los tratan como elementos para dar segui-
miento a un proceso que se evalúa en función de los objetivos y de los beneficiarios o
afectados por la política. Para estudiarlos, recomiendan, por un lado, tomar en cuenta
un conjunto mínimo de instrumentos, así como sus usuarios y proveedores; por otro
lado, recomiendan tomar en cuenta el contexto (que puede ser estable y predecible, o de

81
alta incertidumbre, como en el caso de conflictos armados) en el cual intervienen aque-
llos objetivos, para su evaluación y percepción. Inicialmente, había una propensión a
aislar los instrumentos o verlos como funcionales, como herramientas, y en este sentido
los instrumentos eran sustituibles. Luego asumimos que el gobierno dispone de un con-
junto de instrumentos, una caja de herramientas, que utiliza simultáneamente, al elabo-
rar una política, combine estas herramientas y las articula para un fin común. Este es un
punto clave pues un estilo de políticas se refleja no solo a través de cada instrumento
sino también a través de una combinación de instrumentos (Howlett y Rayner, 2007).
Entre los principales ámbitos de la instrumentación de la acción pública, Lester
Salamon destaca el gobierno directo, la regulación social y económica, la contratación,
el financiamiento por donaciones y préstamos, la garantía de préstamos, el seguro, los
impuestos, tasas y derechos de uso, la ley, las empresas públicas y las agencias cuasi-
gubernamentales o los bonos (Salamon, 2000). Estos instrumentos se caracterizan por
tres aspectos: su naturaleza (producto o actividad), la manera de llegar a la población
(vehículo) y la modalidad administrativa de su utilización (sistema de entrega). Por
ejemplo, los instrumentos de gobierno directo se materializan en bienes y servicios,
entregados de manera directa por agencias públicas; la regulación social se materializa
en prohibiciones encarnadas por normas legales aplicadas por organismos de control; la
regulación económica se materializa en precios justos mediante controles ejecutados
por comisiones regulatorias. Para clasificar estos instrumentos, Salamon toma en cuen-
ta sus cualidades endógenas —efectividad, eficiencia, equidad, versatilidad y legitimi-
dad— y la probabilidad que tengan impactos —grado de coerción, efectos directos o
indirectos, carácter automático o no, visibilidad— (Salamon, 2000).
Esta taxonomía busca coadyuvar a la evaluación de los instrumentos a la hora de
elegirlos, en función de los objetivos de una política y de la capacidad del Estado. Sin
embargo refleja una concepción funcionalista de estos instrumentos, al asignarles cuali-
dades intrínsecas con base en criterios, por lo menos, discutibles. Por ejemplo se asume
que la regulación económica y social tiene un alto grado de coerción, efectos muy direc-
tos, poco automáticos y poco visibles, mientras que los instrumentos fiscales tienen un
bajo grado de coerción, efectos directos, automáticos y visibles. Definir un grado de
efectividad, eficiencia, equidad (etc.) a partir de estas características es complejo y hasta
imposible pues depende del contexto nacional, del momento de utilización y de la com-
binación de instrumentos seleccionados por el gobierno.
Una mejor alternativa es la tipología elaborada por Christopher Hood, en función de
los recursos disponibles para el Estado, y conocida por sus siglas NATO, por: informa-
ción (nodality), autoridad, tesoro y organización (Hood, 1986 y 2007; Hood y Margetts,
2007). La categoría de información remite a los instrumentos que producen datos para
el gobierno (detectores) y a los datos producidos por este último (efectores). La catego-
ría de autoridad se refiere a las normas jurídicas y al sistema legal que enmarca las
políticas. La categoría de tesoro incluye los instrumentos fiscales, financieros y moneta-
rios que las hacen viables o las obstaculizan. La categoría de organización alude a las
personas e instituciones formales responsables de una política o que inciden en ella.
A pesar de su número reducido de categorías, esta tipología presenta el mérito de
abarcar todos los aspectos instrumentales de las políticas públicas. Primero, no existe
política pública sin información, no se puede tomar una decisión sin informarse sobre
el problema que se pretende enfrentar; al revés, el Estado es productor de información
sobre las políticas, es decir que los actores estatales emiten información cuando hacen
propaganda, campañas de sensibilización, rinden cuentas, etc. Segundo, no hay política

82
que no sea regulada por normas legales o que no se inserte en un marco legal: puede ser
de manera implícita (una política no necesariamente tiene una ley propia) o explícita
(en ciertos regímenes la ley es el instrumento privilegiado de una política). Tercero, no
existe ninguna política pública sin contraparte económica: una política sin partida pre-
supuestaria es una declaración de principios. Al respecto no faltan las decisiones que
quedan en letra muerta precisamente porque no tienen financiamiento o porque el fi-
nanciamiento no ha permitido concretarlas. Cuarto, no existe una sola política cuya
formulación, ejecución y seguimiento no dependa de un equipo o de una persona: aun-
que muchas políticas son formuladas por otros actores que los que las ejecutan —es uno
de los problemas de las fallas de implementación— pero ninguna política existe sin una
autoridad responsable de darle consistencia.

La elección de los instrumentos de políticas

¿Cómo se eligen los instrumentos de una política pública? Ésta es una pregunta
clave del proceso de toma de decisión, que puede ayudar a explicar las demoras y las
fallas en la implementación, en particular por las implicaciones que tienen la consisten-
cia externa (con los objetivos de la política) e interna (entre sí) (Howlett et al., 2006;
Howlett y Rayner, 2007). En efecto, el no haber dedicado suficiente atención a la selec-
ción de instrumentos o el no haber medido las consecuencias que puede tener una selec-
ción inadecuada de instrumentos puede significar muchas trabas durante la implemen-
tación y, desde luego, llevar a ajustarlos. En lo esencial, la elección de los instrumentos
de políticas se da en la etapa de la formulación de una política, sin embargo, se repite a
lo largo del proceso. Por la necesidad de contar, sea con más información, sea con mejo-
res criterios de evaluación, siempre se perfeccionan estos instrumentos. Es más, es en la
fase de implementación que cogen su verdadera importancia. En este sentido, el diseño
de políticas públicas abarca a la vez la elaboración de la agenda, la formulación y socia-
lización de las soluciones y su implementación (Eliadis et al., 2005; Howlett, 2011).
No hay un consenso en torno al conjunto mínimo necesario de instrumentos, enton-
ces no busquemos una lista de los instrumentos comunes a todas las políticas (Hill,
2005; Peters, 2005). Por otro lado, muchos instrumentos tienen varias funciones. Por
ejemplo cuando tomamos la ley como un instrumento, observamos que tiene una fun-
ción de regulación, de direccionar la política, contemplar los mecanismos de control y
sanción (si no es la ley, será su reglamento), pero además tiene una función a nivel de la
organización de la toma de decisión. Un texto legal, por sí, es un instrumento, pero el
proceso mediante el cual se elabora este texto moviliza otros instrumentos: en general,
hay una comisión que lo prepara, luego hay un proceso de enmiendas o reformas al
proyecto y, finalmente, se elabora un reglamento a la ley adoptada. De tal modo que,
tampoco vamos a encontrar un mapa de instrumentos en el cual cada uno ocupa un sitio
definitivo.
Lo que complejiza el análisis es que, en el conjunto de instrumentos, se dan a la vez
una poli-funcionalidad, interacciones complejas e interdependencia entre ellos, que vuelve
necesario o posible (o no) su reforma. Además, los atributos o las funciones de estos
instrumentos son variables. Cualquier instrumento está en interacción con un contexto
y es el objeto de evaluación y percepciones dinámicas. El problema radica entonces en
determinar la importancia relativa de esta interacción y su resultado. Un ejemplo clási-
co que ilustra esta idea es el direccionamiento y control de una agencia estatal. En gene-

83
ral, la ley encarna la voluntad del Estado de imponer una manera de proceder, so penas
de sanción en caso de incumplimiento, delinea el camino que se tiene que tomar para
lograr los objetivos de una política. Pero no siempre es así, no cualquier ley es un pro-
ducto ex nihilo, en realidad es más bien el producto de una herencia y, en muchos casos,
la intención del legislador no se plasma en su totalidad o con el grado de libertad y
autoridad que se quisiera en el texto. En muchos casos, una ley es producto de la presión
de otros factores, del contexto. Lo mismo pasa con las tasas de interés, las asignaciones
presupuestarias, la creación de autoridades, etc.
¿Quién interviene en la elección de estos instrumentos? Dentro del Estado, dos tipos
de actores intervienen en la elección de un instrumento. Por un lado, intervienen los que
responden ante un público, por su voto y que, en general, eligen un instrumento en fun-
ción de la adecuación entre el costo o el beneficio político que representa y su dimensión
técnica y operativa. Para estos actores, la dimensión política solapa la dimensión técnica.
Por otro lado, intervienen funcionarios no electos, que tienen un criterio técnico antes
que político para elegir un instrumento, o por lo menos la dimensión política de su deci-
sión consiste en estar en sintonía con los funcionarios electos con los cuales trabajan.
Además de esta dimensión subjetiva propia de los actores estatales, interviene el
criterio de experticia de los actores no-estatales (académicos, profesionales, ONG, think
tanks, etc.), que pueden tener un conocimiento objetivo del problema pero que no tienen
una incidencia directa en la decisión, puesto que la apoyan sin ser parte de ella. En
ciertos momentos, estos últimos juegan un rol clave en la difusión o en la legitimación
de ideas que, en otro momento, eran impopulares o desconocidas, como lo ha mostrado
Peter Hall a propósito de la adopción de la política monetarista del gobierno Thatcher
en el Reino Unido (Hall, 1993). Entonces, la subjetividad en la apreciación de los instru-
mentos de políticas remite a tres dimensiones complementarias —política, técnica y
científica— que inciden en la prioridad dada a tal o cual instrumento, y en la compleji-
dad de la decisión, la sofisticación de la combinación de instrumentos. Esto abarca, no
solo a instrumentos clásicos sino también a creaciones sui generis, como los presupues-
tos participativos, las audiencias públicas, las normas ISO, las alianzas público-privado
(a través de sociedades de economía mixta, alianzas estratégicas, contratos de presta-
ción de servicio), las comisiones cívicas de monitoreo y control social, etc. Hasta podría-
mos decir que la lista de instrumentos tiende a alargarse a medidas que intervienen
actores no-estatales y que cambian las modalidades de gobierno.
Tres tipos de factores endógenos inciden en la decisión, a la hora de elegir los instru-
mentos de una política. Por un lado, está la legitimidad de los instrumentos entre los que
no toman la decisión (el público, los administrados, los grupos de interés, etc.), es decir
que la elección, el diseño y el mejoramiento de los instrumentos de políticas son general-
mente objetos de una discusión con los sujetos de la política por diseñar. Por otro lado,
está la herencia de los instrumentos, cuando reformamos una ley, no partimos desde
cero, salvo honradas excepciones, la ley existe o, por lo menos hay algo que existe de lo
que se va a llamar «la ley X» (de hidrocarburos, de educación, de finanzas, etc.). No es
tan fácil desechar una ley para escribir una nueva pues, precisamente, esa ley ha creado
ciertas inercias en el funcionamiento del Estado, de la organización que está a cargo de
la política, en los hábitos de la ciudadanía y en el sistema jurídico. Detrás de cada ley, hay
una costumbre, hay dimensiones que no son reformables, a diferencia de los instrumen-
tos meramente técnicos. Por último, está la dimensión cultural, que tiene que ver con las
costumbres de los tomadores de decisión y de los funcionarios públicos. De hecho, pese
a la gran diversidad de recursos, en la práctica observamos que ellos manejan un número

84
reducido de instrumentos y aprovechan un grado de adaptación, un margen de modifi-
cación limitados. En un contexto incierto o en un contexto de crisis, es preferible utilizar
algo que ya está probado, un instrumento confiable, que ampliar el margen de posible
error al innovar con instrumentos cuyas implicaciones no son familiares.
Los factores exógenos que inciden en la elección de instrumentos tienen que ver con
las interdependencias entre los países. Pensemos por ejemplo en las tasas de interés
interbancarias: si fomentamos una política desarrollista, en la cual el Estado invierte
para sostener la demanda y, desde luego, generar riqueza, no vamos a manipular las
tasas de interés de la misma manera que si fomentamos una política monetarista en la
cual se busca reducir el gasto público y dejar al sector privado más margen de maniobra
para invertir y crear empleos. Son caminos opuestos para lograr un objetivo similar: el
crecimiento económico. Ahora bien, no porque llegamos al poder luego de una alternan-
cia, podremos reformar del día a la mañana, por decreto, una tasa de interés interbanca-
ria, pues ésta depende de las tasas en otros países. El actuar sobre una decimal de la tasa
de interés puede tener consecuencias dramáticas o muy positivas sobre el grado de
competitividad de una economía, pues incide en el tipo de cambio de la moneda e,
indirectamente, en el precio de los productos exportados e importados.
Este ejemplo muestra que un gobierno no está libre de elegir o alterar un instrumen-
to existente, generalmente, tiene que pactar, postergar y adecuarse al contexto en el cual
interviene su política, más aún en países donde no puede utilizar la moneda como un
instrumento de política comercial, como en los países de la Unión Europea o en el caso
del Ecuador, cuya moneda oficial es el dólar de Estados Unidos desde el 2000. ¿Qué hace
un gobierno que no controla la tasa de cambio, para controlar el déficit comercial de su
país? Puede accionar instrumentos indirectos a manera de palancas, como el castigo a
la importación de bienes, el control a la salida de capitales. Son instrumentos que miti-
gan la rigidez monetaria, en particular para evitar una salida excesiva de divisas que
afectaría la riqueza nacional en casos de choques externos.

Los instrumentos como problemas de políticas

Los instrumentos no son meros medios para cumplir ciertos objetivos sino medios
seleccionados y adaptados en función de un contexto variable. Ello remite nuevamente
a la lógica de lo adecuado, que se contrapone a la lógica de las consecuencias (según la
cual existen instrumentos adecuados para enfrentar cada problema, cuya elección se
hace en función de su operatividad) (March y Olsen, 2006a). En realidad, los instrumen-
tos son objetos de transformación para adaptarse a un entorno dinámico, e interpretar-
lo por la diversidad de los actores, por la percepción del riesgo, de la magnitud del
problema, de su premura, o sea por la anticipación de las consecuencias. Un instrumen-
to es a la vez un medio funcional a determinados objetivos y una institución que estruc-
tura la manera de formular un problema (Lascoumes y Le Galès, 2007b). En efecto,
ninguna política pública hace tabula rasa del pasado. Cuando identificamos un proble-
ma, luego cuando pensamos en una solución, empezamos por hacer un bricolaje a par-
tir de lo que se ha hecho hasta el momento y de lo que se puede hacer, considerando las
variables de tiempo, de capacidad institucional y de costo y beneficio político.
En este sentido, por ejemplo, los procesos de participación ciudadana y de control
social son instrumentales. Cuando se reformó la Constitución colombiana en 1991 y se
otorgó derechos específicos a los indígenas, no fue por gusto de las elites ni por bondad

85
del gobierno, fue primero porque los interesados lucharon por estos derechos, segundo
porque el dejarles administrar territorios como unidades administrativas le permitía
administrar mejor el territorio nacional, en particular en las zonas ocupadas por grupos
armados irregulares (Fontaine, 2007). Es por la incapacidad del gobierno central de
administrar el territorio nacional que se reconocieron aquellos derechos territoriales y
es por eso que los derechos colectivos han alcanzado un grado tan alto en Colombia,
cuando la población indígena representaba una minoría en este país.
La manera cómo un instrumento que sirve la lógica del Estado y satisface la deman-
da social se puede asimilar a una inercia institucional, en la cual la coincidencia de dos
lógicas a priori contradictorias genera una dinámica propia de creación y transforma-
ción de las instituciones formales, las cuales se vuelven luego variables independientes
del diseño de políticas. A su vez, los instrumentos pueden convertirse en un problema de
política. Por ejemplo, en los países exportadores de petróleo, las empresas públicas pe-
troleras juegan un rol clave en la política energética. Observamos que, en la fase inicial
de esta política se define el rol de estas empresas como un instrumento privilegiado para
llevar a cabo la política del gobierno. De hecho, en países como Venezuela, Ecuador y
Bolivia, este rol está normado por la Constitución política: las empresas estatales encar-
nan la legitimidad y la soberanía del Estado. Ello está bien en el papel, pero en la ejecu-
ción de la política, observamos que estas empresas se convierten en sí en problema de
política.
Tal es el caso, por ejemplo, de las empresas nacionales de petróleo y gas en América
Latina (Fontaine, 2010; Fontaine et al., 2013). En Venezuela, PdVSA (Petróleos de Vene-
zuela Sociedad Anónima) representa un problema por su aporte desproporcionado a la
economía nacional, por su peso político y su autonomía administrativa. Tradicional-
mente, esta autonomía la hace tradicionalmente poco dócil y cooperativa con el Ministe-
rio de Petróleos y Energía, e incluso durante muchos años los directivos de la empresa
controlaban el poder ejecutivo. En Bolivia, por lo contrario, la debilidad de la empresa
estatal YPFB (Yacimientos Petrolíferos y Fiscales de Bolivia) se convirtió en un obstácu-
lo para la política energética de Evo Morales. Al utilizarlas como instrumentos de orga-
nización, es decir al encargarles la responsabilidad de la política de petróleo y gas, Hugo
Chávez y Evo Morales se dieron cuenta que ninguna empresa estaba en condiciones de
cumplir con su función. La una, PdVSA estaba administrada por ejecutivos no-alinea-
dos con el proyecto socialista del gobierno y se volvió un polo de concentración de la
oposición —con paros nacionales, operaciones de sabotaje—, hasta involucrarse en un
intento de golpe de Estado en el 2002. Para que se revirtiera la situación y que el gobier-
no pudiera implementar su política, fue necesario reorganizarla, tras el despido de miles
de empleados y el nombramiento de nuevos funcionarios de rangos medio y superior. Al
opuesto, el caso de YPFB es de una empresa que había sido desestructurada en los años
1990 con una operación de capitalización y que no tenía la capacidad tecnológica, finan-
ciera ni humana de asumir la política de hidrocarburos en Bolivia. Desde luego no podía
cumplir con la función de operadora principal, asignada por el gobierno, lo cual la con-
virtió en un problema de política entre 2007 y 2009.
Tradicionalmente, los instrumentos son el producto de compromisos entre distintos
actores del proceso de toma de decisión, incluso entre distintas agencias del Estado
(Salamon, 2005). Los menos intervencionistas son menos costosos pero más difíciles de
controlar que los instrumentos coercitivos. Son menos costosos pues implican un segui-
miento indirecto, por actores privados o locales; pero por esta misma razón, son más
difíciles de controlar e implican un esfuerzo para formar los actores encargados de la

86
ejecución de una política. Esto lo encarnan en particular los procesos de descentraliza-
ción y desconcentración de poder. Muchos instrumentos fueron creados por este doble
proceso en América Latina, en los últimos treinta años. En cierta forma, alivian la res-
ponsabilidad del gobierno central pero generan problemas de coordinación institucio-
nal y, a menudo, de eficacia cuando hay una duplicación de esfuerzos, una superposi-
ción de competencias o contradicciones normativas. Esto puede convertirse en argu-
mento para volver a centralizar ciertas competencias, después de un ciclo, como en el
caso de la gestión de los servicios hospitalarios.
Al contrario, los instrumentos más intervencionistas, que tienden a ser menos selec-
tivos, son más costosos de administrar pero permiten un mayor control de la política.
Por ejemplo, en la reforma de un sistema de seguridad social, se puede hacer pagar más
a las categorías socio-profesionales media y alta (a través de un sistema de pensiones)
para sostener a las categorías popular y media-baja. Este arbitraje lleva a contentar a un
sector más que al otro, aunque el objetivo de la política sea atender las necesidades de
todos. Como suele pasar en las políticas redistributivas, desde el momento en que se
toma a unos para dar a otros, se genera una insatisfacción en uno u otro sector de la
población. En general, las políticas redistributivas son políticamente más costosas que
las distributivas, que pueden llevar a financiar un incremento del gasto público median-
te el endeudamiento o la reasignación de una renta. El problema es que los déficits
públicos son también variables independientes de la inversión directa extranjera, ele-
mentos de decisión que definen el riesgo financiero en un país y la tasa de retorno sobre
inversión.

En conclusión, los problemas de gobernanza son problemas de coordinación de la


acción pública, que aluden a la capacidad de adaptación del Estado, no solamente la
viabilidad del gobierno (la gobernabilidad), sino sus cualidades, su eficiencia, su profe-
sionalismo, etc. Ésta es la dimensión sistémica del gobierno, la que descansa en las
instituciones formales del Estado. En este sentido, los problemas de la gobernanza son
en gran parte problemas institucionales. Plantean una doble problemática, que tiene
que ver con la transformación del Estado y la institucionalización de ciertos procesos,
por ejemplo de las relaciones entre el Estado y los grupos de interés, o la institucionali-
zación de los grupos de interés y la transformación de las maneras de agruparse, que
pasa de una noción organizacional a una de red. Si asumimos que las políticas públicas
son el producto de las interacciones entre el Estado, la sociedad y el mercado, tenemos
que analizarlas como el producto de modos de gobernanza. El decir que las políticas son
el producto de la gobernanza implica, si queremos entender el proceso de toma de deci-
sión y eventualmente incidir en él, que no podemos concentrarnos en un solo sector
para explicar lo que ocurrió en la política. Esta visión sociologizante tiende a confundir
lo que son los procesos con lo que deberían ser o lo que quisiéramos que sean en un
mundo ideal.
Nuestro problema no consiste en construir un mundo ideal, sino entender el mundo
real. No hay lugar para las utopías en el análisis de políticas públicas. La complejidad de
ciertos temas, que atañen a la utopía, debe ser procesada mediante su incorporación a la
discusión sobre las políticas sectoriales. Hay una dimensión filosófica que interesa a
todas las políticas, por ejemplo el desarrollo sostenible o el buen vivir, pero esta dimen-
sión no define una política en particular, pese a las declaraciones programáticas y a las
orientaciones ideológicas de los gobiernos de turno. En otros términos, no existe algo
como la(s) política(s) del desarrollo sostenible o del buen vivir, sino políticas sectoriales

87
que traducen los principios filosóficos del desarrollo sostenible o del buen vivir en térmi-
nos de acción pública, mediante objetivos y programas. Aquí estamos a la encrucijada
de dos caminos, respecto del mejor conocimiento del proceso de toma de decisión: el
que lleva a incidir en la decisión y el que lleva a tomar la decisión. Lo mismo se puede
decir de la participación ciudadana y del control social, que entraron con fuerza a la
discusión sobre el proceso político y a la agenda de políticas en América Latina y el
Caribe, sin por lo tanto lograr a concretarse en procedimientos estables o constantes.

88
Capítulo 4

Teorías

Cualquier análisis de políticas públicas ofrece una visión estilizada de la manera en


que las interacciones políticas, sociales y económicas generan decisiones en el ámbito
de la acción pública. Ver el mundo a partir de un problema científico nos permite orga-
nizar los fenómenos, privilegiar unos y descuidar otros. Antes que por sus tesis, los
enfoques teóricos de análisis de políticas se diferencian por sus objetos, sus problemáti-
cas y el tipo de factores que privilegian para formular una interpretación o una explica-
ción de la realidad. En este capítulo, se elabora una tipología simple de los enfoques
teóricos de análisis de políticas, que permita organizar la discusión a partir de un núme-
ro reducido de categorías. Veremos en qué se diferencian unos de otros, de dónde vienen
y qué aportan al análisis de políticas. La primera sección está dedicada a los enfoques
racionalistas. Recordaremos sus orígenes en ciencia política, con la «revolución» del
mismo nombre, luego expondremos de manera sintética las teorías de la elección racio-
nal y su avatar, la escuela de la elección pública. La segunda sección está dedicada a los
enfoques neoinstitucionalistas. Revisaremos sucesivamente los aportes de la historia, la
sociología y la economía al desarrollo de estos enfoques. La tercera sección está dedica-
da a los enfoques cognitivistas. Veremos su preocupación por los procesos de aprendiza-
je, luego discutiremos la tesis que asimila las políticas públicas a unos paradigmas cien-
tíficos y proseguiremos con una discusión de los límites de la teoría crítica para el aná-
lisis de políticas.

Los enfoques racionalistas

La «revolución conductista»

El análisis de los fenómenos sociales como el producto de conductas —individuales


y colectivas— orientadas por una racionalidad instrumental remonta a Max Weber y a
su obra, Economía y Sociedad (Weber, 2002). Sin embargo, el énfasis en la racionalidad
de las conductas, tan solo se impuso como premisa teórica y metodológica en la segunda
mitad del siglo XX. Tras la Primera Guerra Mundial, el análisis político evolucionó de un
«historicismo desarrollista» hacia un «empirismo modernista» (Bevir, 2006), al sustituir
a la narrativa histórica un acervo de modos de indagación basados en la sicología y los
procesos. Weber observaba que el alcance explicativo de una práctica que multiplicara
las ilustraciones para sostener teorías era limitado. Las ciencias sociales deducían mo-
delos societales a partir de observaciones históricas y pretendían predecir o explicar la
evolución de la sociedad. Así tenemos por ejemplo la «ideología» (en el sentido marxia-
no) de la evolución de la civilización y del progreso, de la superioridad de ciertas razas

89
sobre otras, del destino de ciertos países o naciones. Son argumentos falaces según los
cuales la repetición de ciertos fenómenos permitía deducir su regularidad y anticipar
sus consecuencias.
Sin embargo, existía una preocupación por la unidad de observación que nos permi-
tiera explicar lo que está ocurriendo en el mundo, independientemente del momento, de
la duración de los fenómenos y del contexto socio-político. La introducción de la racio-
nalidad instrumental marcó el paso de una práctica interpretativa a una explicativa,
aunque no todas las ciencias sociales se voltearon a los métodos deductivos. Esta unidad
de observación cogió una importancia central, en particular, en ciencia política, hasta
convertirse en la unidad de análisis de lo que podemos asimilar a un paradigma, es decir
un acervo de teorías dominantes que se convierten en una explicación satisfactoria de
problemas considerados como problemas científicos legítimos. Desde luego, esta disci-
plina pudo tomar un rumbo sistemático, cumulativo y explicativo. La ruptura introduci-
da por la racionalidad instrumental, luego el conductismo y las teorías de la elección
racional, consiste en dar un sustento empírico a las afirmaciones de manera deductiva.
Con este enfoque teórico se impuso el uso de las encuestas y estadísticas para proveer
con explicaciones funcionales en vez de históricas, haciendo hincapié en los comporta-
mientos. Estos estudios compartían con el positivismo lógico de Auguste Comte la pre-
misa según la cual existen tres tipos de argumentos: los argumentos de análisis «sobre»
el mundo social, que producen definiciones para cada fenómeno (o conceptos), los argu-
mentos empíricos, procedentes del test de la observación, y los argumentos desprovistos
de sentido analítico (aquellos que no son ni analíticos ni tampoco empíricos) (Sanders,
2010). Eran empíricos, en tanto procuraban un conjunto de argumentos abstractos in-
terconectados, que buscaban explicar un fenómeno, y eran científicos, en tanto consis-
tían en evidenciar la o las causas de un fenómeno.
En los años 1960, esta transformación se radicalizó, cuando las ciencias sociales
aspiraron a analizar la relación entre estos insumos y aquellos productos y resultados,
para formular teorías universales —que trascienden el lugar y el momento— deductivas,
predictivas y averiguables. Según sus principales expositores, la ciencia política debía
producir un conocimiento fidedigno y universal sobre los fenómenos sociales, y hacer
posible el descubrimiento de teorías universales, deductivas, predictivas y averiguables
(Easton, 1953; y Almond, 1960; citado en Bevir, 2006: 592). Esta concepción positivista
de la ciencia política, que daría una mayor legitimidad a la experticia reivindicada por
los científicos sociales, encontró su mayor expresión en la llamada «revolución conduc-
tista», con la multiplicación de los estudios políticos que acudían a métodos económicos
para explicar las conductas individuales y colectivas.
La revolución conductista es un proyecto epistemológico, disciplinar, que rompe con
la filosofía política y se da como ambición predecir estos productos y resultados a partir
de un análisis científico. Sus orígenes se encuentran en la «revolución marginalista» y la
ruptura epistemológica introducida por la separación de la economía y de la política,
tras la publicación por Leon Walras de Elements of Political Economy (1876), una obra
seminal de la economía neoclásica. Entre las obras que marcaron esta «revolución»,
vale mencionar los libros, An Economic Theory of Democracy de Anthony Down y The
Logic of Collective Action de Mancur Olson (Downs, 1957; Olson, 1992).
El conductismo se caracteriza por hacer un uso sistemático de las pruebas empíricas
(en vez de basarse en ejemplos ilustrativos) y del principio de «falsabilidad» de la teoría
o de la explicación, a partir de las tres premisas lógicas de la elección racional (Sanders,
2010). Primero, asume que los argumentos de análisis del mundo social son «tautolo-

90
gías útiles» puesto que producen definiciones para cada fenómeno o concepto. Segun-
do, declara que estos argumentos son empíricos y, desde luego, sometidos a la prueba de
la observación. Tercero, considera que los argumentos no empíricos están desprovistos
de sentido analítico. De ahí nace la discusión sobre la existencia de «una» ciencia políti-
ca, en la acepción del positivismo lógico, o si debemos contentarnos con hablar de «estu-
dios políticos» para designar un acervo de disciplinas que incluyen la sociología política,
las relaciones internacionales, la economía política, la comunicación, etc.
En vez de explicar las instituciones a partir de la historia, como lo hacía el institucio-
nalismo clásico en la filosofía política, David Easton plantea analizar la transformación
de las instituciones a través de las demandas y los resultados de la acción del Estado
(Easton, 1957). En lugar del Estado, Easton se preocupa entonces por el sistema políti-
co, visto como un sistema de procesamiento de insumos (inputs) y productos (outputs).
Los insumos incluyen las demandas de los sistemas ecológicos, biológicos, personales y
sociales, en cada sociedad y su entorno internacional. El proceso político consiste en la
conversión de las demandas en productos, gracias a la mediación de los partidos, los
medios de comunicación, los grupos de interés, etc. Este modelo, acoplado con el análi-
sis secuencial de políticas, constituyó el paradigma dominante del análisis de políticas
en los años 1960. Los centros de investigación aplicada, como el Bureau of Applied Social
Research y el Survey Research Center de la Universidad de Michigan, multiplicaron los
proyectos de investigación sobre los problemas políticos. Estos estudios abarcaron pro-
blemas tan heterogéneos como el voto, la participación en actividades políticas, el com-
portamiento de los dirigentes, el actuar de los grupos de interés y partidos políticos
(etc.), con una problemática común: ¿por qué la gente actúa de cierta manera? (San-
ders, 2010: 23). Es una pregunta muy general, por supuesto, que sirve de hilo conductor
para encontrar un punto común a múltiples aplicaciones empíricas de un mismo enfo-
que teórico. Parten de una premisa que orienta la definición de los problemas (pregun-
tarse por qué la gente actúa de cierta manera, es tan solo una manera de formular un
problema de investigación), privilegian cierto tipo de información, elaboran técnicas
para conseguirla y procesarla y llegan a comprobar teorías.

Las teorías de la elección racional

Entre las teorías generales procedentes del conductismo, las teorías de la elección
racional se impusieron paulatinamente, más allá del análisis político, como un paradig-
ma dominante en ciencias sociales, a veces identificado como la vía convencional (mains-
tream) en ciencia política y en micro-economía (Balme y Brouard, 2005). Proponen un
acervo de modelos explicativos desarrollados a partir de un método común. Comparten
con este último la ambición de producir una teoría general de la cual se deducen hipóte-
sis por aplicar y poner a prueba de los datos empíricos. Desde el origen, las teorías de la
elección racional fueron positivistas, en el sentido de incorporar argumentos abstractos
interconectados (afirmación, definición, hipótesis empíricamente averiguable) que bus-
caban explicar un fenómeno de manera causal.
Estas teorías se basan en cinco premisas (Hindmoor, 2006). En primer lugar, la ac-
ción colectiva y la vida de la sociedad se rigen por el «individualismo metodológico», es
decir que el entorno económico, social y político (las estructuras) es producto de las
interacciones, las preferencias y las decisiones de los individuos (o agencias). En segun-
do lugar, los individuos actúan conforme una racionalidad instrumental, es decir bus-

91
can sistemáticamente la mejor adecuación de los medios para conseguir sus fines, en
función de la información disponible y de la anticipación de costos y beneficios que
conllevará su acción o su inacción. En tercer lugar, estos individuos son egoístas y sus
acciones son motivadas por el interés personal, antes que por aquel de los demás o por el
interés general. En cuarto lugar, su actitud ante las instituciones y la acción pública se
rige por un «individualismo político», es decir en función de la satisfacción de sus prefe-
rencias personales. Por último, las teorías de la elección racional comparten el método
deductivo basado en la utilización de modelos analíticos para probar hipótesis formula-
das in abstracto.
La tesis del homo œconomicus, que da lugar al enfoque racionalista, viene de la
economía clásica desarrollada por Adam Smith: en la situación de mercado ideal, la
oferta y la demanda se ajustan permanentemente a través de los precios, negociados
entre individuos cuyo comportamiento es a la vez egoísta, racional y predecible. Es
egoísta, pues ellos persiguen la satisfacción de sus intereses personales. Dado que estos
intereses están limitados por los intereses de los demás, los individuos tienen que nego-
ciar, transar, conquistar para satisfacerlos, lo cual da lugar a una dinámica infinita de
ajustes entre las aspiraciones de los unos y de los demás (los que compran y los que
venden, los que conquistan y los que están conquistados, los fuertes y los débiles, etc.).
Ello se vuelve progresivamente un modelo explicativo de cómo se construyen las socie-
dades. Es un comportamiento racional, pues a partir de esta persecución de intereses,
los individuos realizan cálculos en los cuales contrastan los beneficios y costos de una
actividad o de un bien. La preferencia por el status quo o el cambio depende de una
anticipación de los costos y beneficios de la situación futura (t2), en la cual el producto
de la relación costos/beneficios supera aquel de la situación presente (t1). Ningún indivi-
duo racional acepta el cambio si no es para mejorar su situación, al no ser que sea por la
acción coercitiva de un tercero. Por último, es predecible, porque este cálculo de costos/
beneficios es objetivo u objetivable: el interés personal se refleja en los objetivos y las
metas de las acciones. Es posible modelizar las conductas (individuales y colectivas) a
partir de las nociones de interés y de optimización de beneficios, para predecirlas.
A partir de esta tesis, han surgido varias teorías, una de las cuales ha hecho aportes
significativos e incluso trascendió la economía y la ciencia política: la teoría de juegos.
Es una expresión modelizada de las teorías de la elección racional, a partir de la elabora-
ción de variables cuantitativas y posibles escenarios que simulan trayectorias en una
sucesión de elecciones, para observar y predecir comportamientos individuales y colec-
tivos (Shubik, 1992). Una de las aplicaciones más famosas de la teoría de juegos es el
dilema del prisionero. En este juego, tras un delito dos individuos sospechosos están
aislados para ser cuestionados por la policía. Existen cuatro situaciones posibles, en
función de la conducta de cada uno: ambos niegan su responsabilidad en el delito (a),
ambos la confiesan (b), uno confiesa mientras el otro niega (c), cada uno acusa al otro y
niega su responsabilidad (d). En cada escenario hay un castigo diferente, que premia la
cooperación y la dimisión: en el escenario (a), el de cooperación, el castigo es nulo pues
ambos salen libres; en el escenario (d), el de dimisión, el castigo es máximo pues el que
está acusado recibe la pena máxima; en los escenarios (b) y (c), el castigo es moderado.
En este dilema, el escenario más frecuente, producto del cálculo racional, es aquel de la
dimisión.
Encontramos aplicaciones de estas teorías al estudio de los comportamientos electo-
rales, la acción colectiva (participación en actividades políticas, comportamiento de las
elites, partidos políticos y movimientos sociales) y hasta la acción de los estados (realis-

92
mo, en relaciones internacionales). La gestión de los bienes de uso común (como el
agua, los bosques, las tierras) muestra que el interés particular de cada uno conspira en
contra del interés general. El realismo en relaciones internacionales explica el potencial
de cooperación entre estados-naciones, en un sistema internacional «anárquico» donde
no hay autoridad soberana, la creación y duración de las alianzas y los organismos
internacionales, o aún las circunstancias en las cuales unos países inician conflictos
armados.
Las teorías de la elección racional sirven también a analizar las relaciones entre el
poder ejecutivo y el legislativo o entre el ejecutivo y la burocracia y las agencias de
regulación en términos de relaciones «principal-agente» (es decir, entre una entidad
tomadora de decisión y otra, ejecutora de esta decisión) (Hindmoor, 2010). Con ellas, la
sociología de la acción pretende explicar problemas y de conductas egoístas (free riders)
en la acción colectiva. Otro ejemplo es cómo el número y la identidad de los actores con
capacidad de bloqueo (veto players) determina el carácter y la estabilidad de los sistemas
políticos, la duración de las políticas públicas y la influencia de los actores en la elabora-
ción de la agenda política. Por otro lado, la economía política constitucional analiza
cómo las reglas constitucionales son elaboradas por unos actores políticos interesados y
por la relación empírica entre crecimiento económico y libertad política.
Todo lo que se puede decir de positivo a propósito de las teorías de la elección racio-
nal puede ser considerado como una debilidad, pero es innegable que un aspecto impor-
tante de esta teoría es su habilidad a simplificar situaciones complejas para encontrar
explicaciones. Según Andrew Hindmoor, semejante versatilidad se debe al hecho de que
estas teorías proponen una simplificación susceptible de generalización, ante la comple-
jidad de la política y de los procesos de toma de decisión (Hindmoor, 2010). No explican
todos los eventos, pero dan cuenta de una tendencia general, de un modelo de compor-
tamiento a partir de los aspectos claves de una situación. Cualquier situación compleja
está empobrecida desde el momento en que se la simplifica, pero al mismo momento es
necesario simplificarla para entenderla. En este juego intelectual infinito, las teorías de
la elección racional permiten encontrar una clave explicativa.
Los enfoques racionalistas pueden asimilarse a un paradigma maduro, en el sentido
de Kuhn, primero por el hecho de haber sobrevivido cincuenta años, segundo por haber
generado un cuerpo de literatura significativo, tercero porque logran explicar proble-
mas legítimos, reconocidos por la comunidad científica, más allá de la ciencia política,
cuarto por haber absorbido, actualizado o modernizado ciertas teorías, como aquellas
de la racionalidad limitada y del incrementalismo, y quinto por ser cuestionadas frontal-
mente desde hace treinta años. Esto empezó en los años 1980, con los planteamientos
neoinstitucionalistas, que abordaremos en la segunda sección de este capítulo. Pero se
dio también por un cuestionamiento más epistemológico que teórico, es decir que el
primer límite que se vio a este paradigma es el alcance limitado de los aportes empíricos
de las teorías de la elección racional, por su propia ambición de ser una teoría exacta y
por evacuar problemas que pueden ser problemas sustanciales de análisis de políticas
públicas (Green y Shapiro, 1994). También, fue criticado por modificar la perspectiva
para que satisfaga la teoría, esta es una crítica mayor, pues va en contra de la adecuación
de la realidad con el pretexto de una mayor cientificidad, una manipulación de los he-
chos, de los datos incluso, a través de la pregunta y del método de investigación.
Una crítica mayor se dirige a la dimensión ideológica de la escuela de la elección
pública, que conlleva a una ruptura del diálogo con otros enfoques (una inconmensura-
bilidad de las teorías). Esto es parte de la madurez de un paradigma: en un momento

93
dado el consenso es tal que se consolida un sentimiento de pertenencia a una comuni-
dad epistémica, pero viene alguien a decir que las cosas no son así, empieza a convencer
a nuevos alumnos y de pronto aparece una escuela o se consolida una escuela existente,
que critica al paradigma. Lo que se observa en este momento de inconmensurabilidad
es que no hay diálogo posible entre las teorías pues no hay un lenguaje, un referencial,
un significado común. Los congresos académicos son el teatro de esta inconmensurabi-
lidad, pues los eventos (simposios, paneles y mesas) se organizan de manera separada,
hay muy pocos eventos donde encontramos en la misma mesa una ponencia con un
enfoque racionalista y ponencias con otros enfoques, en general las ponencias se agru-
pan por enfoques, más que por temas. Más allá de la discusión que interesa a un libro de
análisis de políticas públicas, en el quehacer diario de nuestras disciplinas, es mucho
más fructífero hablar entre nosotros, entre los que parten del mismo enfoque, pues
tenemos las mismas preocupaciones, manejamos el mismo lenguaje, las mismas herra-
mientas, y desde luego creamos algo. Ahora bien, esto está bien solo hasta cierto punto,
cuando la teoría deja de contestar las objeciones que se le formula.
Hay otras críticas más fundamentales, en particular la que atañe al espíritu positivis-
ta de las teorías de la elección racional (Green y Shapiro, 1994). Si nos preocupamos
solo por lo que es explicable, porque solo esto es comprobable o científico, entonces
dejaremos de lado un sinnúmero de problemas políticos y daremos una visión demasia-
do simplificada de los procesos políticos o una dimensión demasiado pesimista de los
mismos. Pero la mayor crítica no está en esta visión pesimista sino en el efecto perfor-
mativo de la teoría y en la tendencia a desarrollar razonamientos circulares, o el hecho
de privilegiar un problema porque es explicable, cuando en realidad no es el problema
principal que deberíamos explicar.
Un típico caso es hacer énfasis en las conductas de los funcionarios públicos para
explicar la efectividad y la eficacia de las políticas públicas. Si asumimos que las conduc-
tas racionales determinan la orientación de los fenómenos sociales, entonces también
podemos asumir que la racionalidad de todos los actores partícipes de una política deter-
mina la suerte de esta política. El problema está en definir los actores científicamente
observables con esta premisa. ¿Los electos? De hecho, a partir del ciclo de las políticas, se
puede determinar momentos críticos en los cuales los intereses, en particular el de ser
electo, de los políticos determinan la orientación de las políticas. ¿Los burócratas? En
efecto, podemos encontrar un cierto grado de racionalidad en las conductas de los funcio-
narios ubicados en un rango inferior en la escala de poder, y la hipótesis es que estas
conductas son explicativas de las políticas. En este sentido, se desvirtúan otras variables
explicativas como las convicciones, las ideas, los valores, la relación entre los burócratas y
las instituciones. Entonces vemos que hay cierto peligro en reducir la predicción a un tipo
de comportamiento y dar una visión excesivamente simplificada de la política pública.
Además, existe un tercer tipo de actores, mucho más difícil de estudiar sistemática-
mente: el público. A propósito de la elaboración de agenda, se visualiza este problema
como el ciclo de atención a los temas de políticas. La importancia social o política de un
tema, no necesariamente justifica que se lo estudie científicamente. Recordemos que
esta importancia es relativa, no hay temas definitivamente fuera o dentro de la agenda
de investigación. En un momento dado se priorizan algunos y por imitación o difusión
se multiplican los estudios sobre estos temas, como fue el caso de la planificación, las
burocracias, las elites, los programa de ayuda condicionada, etc. A parte de ello, en la
opinión pública hay ciclos de atención a los temas, que alteran los acontecimientos
externos, los choques económicos, los fenómenos naturales, lo cual incide en el grado de

94
importancia relativa que tienen en la agenda de gobierno (Baumgartner et al., 2008). Por
supuesto, se hacen encuestas y paneles para conocer estos ciclos, de hecho el marketing
político ha avanzado mucho desde los años 1960 para conocer o anticipar el comporta-
miento de categorías de la población o sociotipos. Estas categorías se construyen a par-
tir de variables sociales y económicas (como la educación formal, los hábitos culturales,
el nivel de vida, etc.), que determinan un perfil de actores colectivos cuya conducta se
puede analizar como algo predecible.

La escuela de la elección pública

En el ámbito del análisis de políticas públicas, el conductismo ha dado lugar a la


escuela de la elección pública. La noción de elección pública deriva directamente de
aquella de elección racional, y es una aplicación de la misma a la acción colectiva. La
dimensión estatal de la elección pública parte de una preocupación por los equilibrios
presupuestarios y es consustancial de la discusión que se inició tras la Segunda Guerra
Mundial sobre el rol del Estado en la economía. El impacto de las teorías de la elección
racional fue magnificado por la creación de la Sociedad de la Elección Pública (Public
Choice Society), por James Buchanan, que tuvo una gran influencia en las políticas neo-
liberales llevadas a cabo en Estados Unidos, luego en el mundo en los años 1990 (Hind-
moor, 2006: 7-13). Buchanan (1919-2013) se graduó por la Universidad de Chicago —
que encarna la ortodoxia de la economía neoclásica— con una tesis doctoral sobre la
equidad fiscal en Estados Unidos, antes de integrar la Universidad de Virginia y crear un
centro de estudio de políticas públicas. Su tesis es que la «constitución económica» de
muchos países está diseñada para perjudicar a los ciudadanos, puesto que da oportuni-
dades a pequeños grupos de ganar a costa de los demás, a través del cabildeo y de la
incidencia política.
Dos fenómenos fueron identificados desde temprano por la escuela de la elección
pública: la capacidad de los burócratas de controlar el proceso político y el gasto públi-
co, y la capacidad de los grupos de interés de incidir en las decisiones de los electos para
captar recursos públicos (rent-seeking) (Hindmoor, 2010: 129). La escuela de la elección
pública plantea que el efecto perverso de haber traducido «Estado desarrollista» como
«Estado proteccionista» o «Estado paternalista» ha conllevado a la multiplicación de los
grupos de interés, los cuales siempre defienden sus intereses propios y generan un efec-
to cumulativo de incremento del gasto público. La multiplicación de los grupos de inte-
rés y su diseminación en la sociedad generan una tendencia al patronazgo y problemas
que afectan el funcionamiento del servicio público y la administración del Estado. Esta
es la idea clave que desarrollan todos los teóricos de esta escuela, desde James Bucha-
nan hasta Gordon Tullock, pasando por William Niskanen (Hindmoor, 2006). Es decir
que hay un prejuicio a priori en contra del Estado, por la presión ejercida por los grupos
de interés económicos y sociales. Este prejuicio tiene fundamentos teóricos, por supues-
to, pero también ideológicos.
Si la presión ejercida en el Estado por los grupos de interés afecta el gasto público, la
pregunta es: ¿quién asume este costo? La respuesta es que los costos generados por la
incidencia ejercida por pequeños grupos que representan a ciertos sectores de la pobla-
ción o de la economía, son soportados por el conjunto de la sociedad. En este sentido,
los grupos de interés actúan como monopolios que constituyen fallas del mercado. El
poder de los grupos de interés se convierte en un problema económico, como lo expresó

95
Gordon Tullock en «The Welfare Cost of Tariffs, Monopolies, and Theft» (1967). Tullock
(1922-) egresó también de la escuela de Chicago y colaboró con Buchanan a la publica-
ción de The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy (1962)
y a la fundación de la Sociedad de la Elección Pública y a su revista académica Public
Choice. Su tesis es que el Estado no tiene interés en conceder privilegios de monopolio a
una empresa, al no ser que ésta lo presione a través de los responsables políticos (Hind-
moor, 2006: 155-180).
En cambio, las empresas sí tienen interés en invertir dinero para conseguir estos
privilegios. Por su lado, los políticos involucrados en la contienda electoral elaboran sus
programas respectivos en función de clientelas electorales, necesitan recursos para di-
fundir sus ideas y pueden caer en la tentación de aprovechar su capital político para
preparar su reconversión en el sector privado, gracias a un cargo de ejecutivo. Ello les
lleva a entenderse con los actores económicos, en particular los más poderosos o aque-
llos que aprovechan las fallas del mercado como son las situaciones de monopolio. Estos
últimos hacen cabildeo en distintos momentos del proceso político, en particular a tra-
vés del financiamiento de las campañas electorales y cuando se delibera sobre la adop-
ción o la reforma de una ley.
La forma de influencia más común que ejercen estos grupos sobre el Estado es el
cabildeo (lobbying), es decir una manera de conseguir ventajas, en general económicas,
por parte del Estado a través de la negociación o la presión directa sobre un sector del
gobierno o del legislativo. Estas «ventajas» pueden consistir en el incremento de los
incentivos positivos (subsidios) o en la reducción de los incentivos negativos (exención
de impuestos). En efecto, los grupos de interés no desaparecen, se multiplican por efec-
to demostrativo: si un grupo consigue una ventaja por parte del Estado, ¿por qué no
harían lo mismo otros grupos? Dicho sea de paso, algunos de estos grupos son más
conocidos que otros, como el complejo militar-industrial, la National Rifle Association,
el lobby agro-industrial o la industria petrolera. (La noción de incidencia política pros-
pera, en particular en países en crisis. Hay escuelas de incidencia pública, seminarios
dedicados a cómo ejercer presión sobre el Estado, y podemos ver en una perspectiva
más general, una prolongación de las teorías del pluralismo, formuladas en los años
1950, sobre la incidencia en las políticas públicas de ciudadanos, redes y grupos de
presión.)
Ello desemboca en el segundo problema planteado por el modelo de Estado desarro-
llista y es el tamaño del gasto público. Para la escuela de la elección pública, la elabora-
ción del presupuesto del Estado debería pensarse como un ejercicio que parte desde
cero y a partir del cual se justifique cada gasto. Ello daría lugar a un modelo de equili-
brio general, en el cual cada centavo que gaste el Estado estaría maximizado por la
inversión pública. Sin embargo, en la práctica esto no es posible, pues un gobierno no
puede dedicar seis meses del año a elaborar un presupuesto que luego gastaría en seis
meses. En la práctica, lo que se hace es negociar al margen y arreglárselas (muddling
through) con los grupos que hacen antecámara para incidir en la orientación presupues-
taria del Estado. Este arbitraje es el que nos lleva a repensar la relación entre el presu-
puesto y las políticas públicas. La propuesta es la que se aplica en la mayoría de los
países, que consiste en elaborar presupuestos plurianuales y prever mecanismos de eva-
luación anual, que permiten ajustar ciertos rubros a costa de otros, en función de la
coyuntura (Pennant-Rea, 2000). Obviamente, los ciclos electorales inciden también en
esta evaluación ex-post del gasto público.
Tanto los actores políticos como los económicos contribuyen entonces a la captación

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de recursos económicos que constituyen una pérdida para la sociedad, ya que no contri-
buyen a incrementar el bienestar general. Según Tullock, el costo real de esta captación
de recursos se expresa con la adopción de leyes ineficientes o al servicio de grupos de
interés. No basta con que los grupos de interés negocien prebendes con los profesionales
de la política, es el sistema político que genera este desequilibrio. Luego de su formula-
ción, la teoría de la captación de rentas dio lugar a múltiples estudios sobre las estrategias
electorales, los gobiernos locales, las privatizaciones, las estructuras de gestión de las
empresas multinacionales, la industria del armamento, etc. Este éxito se puede explicar
por la versatilidad de la tesis de la «sociedad de la captación de rentas» (Hindmoor, 2006).
Aunque esta última fue inicialmente formulada a partir de los costos inducidos por los
monopolios, también puede ser utilizada para explicar otras fallas del mercado, como los
contratos públicos, los subsidios, los créditos a la exportación, etc. Por otro lado, la valo-
ración económica de estos «privilegios» otorgados por el Estado alimentó la crítica neo-
liberal del Estado de bienestar y la teoría de Tullock fue recuperada por los partidarios de
una reducción drástica del gasto público y del «adelgazamiento» del Estado.
Estos acuerdos dan lugar luego a un tráfico de votos (logrolling o vote trading), en el
cual los diputados acuerdan en apoyar mutuamente sus mociones o propuestas de ley.
En este sistema, hay a la vez la idea de defender el interés general (la sumatoria de los
intereses particulares) y la de una competencia entre los grupos de interés (los recursos
son limitados), y el compromiso de los electos radica en defender los intereses de sus
electores en Washington D.C. contra los intereses de otros grupos, o de representar a su
Estado frente a los demás.
Al fin y al cabo, si bien es cierto se puede asumir la existencia de relaciones privile-
giadas entre estos sectores y el poder político, lo que es muy difícil es conocer el costo
real de esto. El efecto cumulado de estas tendencias es un incremento absoluto (en
valor) y relativo (en porcentaje del PIB) del gasto público. Según Ruppert Pennant-Rea,
en los países de la OCDE en los años 1950, el gasto público ya superaba el 40 % del PIB
y no dejó de incrementar hasta los años 1970, llevando al Estado a endeudarse para
seguir respondiendo o atendiendo las crecientes demandas sociales (Pennant-Rea, 2000).
Tullock calculó que el costo de esta complicidad alcanzaba un 50 % del PIB de Estados
Unidos en 1988 (citado en Hindmoor, 2006). Ello dice implícitamente que la mitad de la
economía de este país depende de la administración pública, que es una economía clien-
telar, lo que suscita mucha resistencia y críticas en el caso de Estados Unidos, país de la
democracia, del liberalismo y de la «buena» gobernanza.
Detrás de esta demostración está la idea que este dinero está usurpado, desviado de
la sociedad y que la mitad de la riqueza producida se perdería en estos circuitos. En este
punto se desvela el grado de ideologización de la escuela de la elección pública. En
efecto, para llegar a esta cifra, hay que dar un significado al pacto entre la burocracia
estatal y los grupos de interés que no es solamente la incidencia política, hay que asumir
que hay una voluntad deliberada y perversa, depredadora, encarnada por los funciona-
rios del Estado de sacar provecho del sistema. Los funcionarios están en oficio, no por
una mística de su función de servidores públicos sino por el interés de sacar provecho
del Estado. Es el prejuicio que caracteriza y orienta toda la producción de esta escuela y
que trata de ser consistente con las premisas del conductismo —racionalidad, egoísmo y
predecibilidad—, con la tesis de la captación de renta. Según esta tesis, la captación de
renta es el motivo de los funcionarios públicos y de los grupos de interés, que hace que se
genera una relación perversa a costa de la sociedad a través del Estado.
El cálculo de Tullock descansa en el prejuicio según el cual todo impuesto o toda

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retención, todo subsidio o todo gasto público, es un «costo» o una «pérdida» para la
sociedad. En este cálculo, los costos ocasionados por las leyes «ineficientes» no son
deducibles de las ganancias diferidas. Ahora bien, sabemos que se trata de una discu-
sión ideológica. Más allá de pensar el presupuesto del Estado como una totalidad, cabe
ver los sectores y las partidas que no tienen las misma lógica. Algunas significan un
gasto neto (los gastos de salud, por ejemplo) hasta que se puedan medir los ingresos que
permiten (una población sana con una vida larga es una ganancia, no solo en términos
morales sino para la economía de una sociedad).
Para superar este problema, Tullock formula cuatro recomendaciones: el voto a la
mayoría de cada ley para limitar los acuerdos entre diputados de distintos partidos; un
uso más frecuente del referéndum sobre las preferencias de la ciudadanía, para contor-
nar las transacciones entre los políticos y los grupos de interés; imponer un criterio de
presupuesto equilibrado, para restringir el tamaño de la torta que se podrían repartir los
grupos de interés; limitar directamente el tamaño del gobierno, para reducir el gasto
público.
De la reflexión general sobre las causas del déficit público, deriva un análisis particu-
lar de la gestión del sector público. Es allí donde se ha politizado la discusión, pues en
parte se concretó en decisiones que llevaron a la reducción, la eliminación o la privatiza-
ción de sectores tradicionalmente del dominio del Estado. Si el gobierno es el problema,
la única manera de resolverlo es reduciendo el dominio del Estado y su aparato burocrá-
tico. Esta teoría fue asumida en los años 1980 por los gobiernos conservadores del Rei-
no Unido y de Estados Unidos, que impulsaron políticas monetaristas, entre otras cosas,
a través de la privatización de empresas públicas y la reconfiguración de la administra-
ción pública a través del modelo de «nueva gestión pública» (new public management),
que consiste en gran parte en aplicar al mismo Estado reglas del mercado o reglas apli-
cables a entidades privadas. En su libro, Reaganomics (1988), William Niskanen descri-
be cómo incidió en la política económica llevada a cabo en Estados Unidos por el Presi-
dente Ronald Reagan, en los años 1980. El origen de las fallas del Estado o del gobierno,
según él, radica en la capacidad de los burócratas de controlar los procesos políticos y el
gasto público. De ahí viene la famosa frase de Reagan (en su primer discurso inaugural,
el 20 de enero de 1981): «In this present crisis, government is not the solution to our
problem; government is the problem», repetida ad nauseam por sus epígonos neoliberales
en aquella época. Este último punto es consistente con el argumento de Richard Balme
y Sylvain Brouard, según quien la escuela de la elección pública representa la vertiente
pública de la economía neoclásica, cuyo método —la modelización microeconómica—
está puesto al servicio de la tesis de un «Estado óptimo-mínimo» que debería limitar su
actuar a la corrección de las fallas del mercado (Balme y Brouard, 2005).
Antes de graduarse en Harvard con una tesis sobre las ventas de bebidas alcohólicas,
Niskanen (1933-2011) fue alumno de Milton Friedman y de la Escuela de Chicago a
inicios de los años 1950. Propuso una interpretación radical de las causas del déficit
público en Bureaucracy and Representative Government (1971). Su tesis descansa en dos
argumentos: por un lado, los funcionarios del Estado tienen interés en maximizar su
presupuesto, por otro lado, ellos lo logran a menudo gracias a su acceso a la información
y su capacidad de formular ultimatos a los electos bajo la autoridad de los cuales se
encuentran (Hindmoor, 2006: 137-143). Al no ser una entidad con fines de lucro, la
administración pública depende de la asignación presupuestaria del Estado, por la cual
los funcionarios compiten entre servicios y ministerios. En la medida en que estos últi-
mos no pueden recibir incentivos por la racionalización de las ganancias de su organiza-

98
ción, la mejor manera de mejorar su situación personal (poder, riqueza, prestigio, segu-
ridad, etc.) es por el incremento del presupuesto que manejan a través de su servicio. Por
otro lado, su capacidad de presionar los electos es proporcional a la información que
detienen sobre el costo real de los productos de una política. Por lo tanto, el objeto de la
negociación entre burócratas y políticos no es la eficiencia de la política, sino un punto
de equilibrio entre el costo total de esta última y los beneficios individuales que puede
sacar cada grupo. Ello genera un sobre-costo para el Estado, comparado con lo que
costaría el mismo servicio en el sector privado o un servicio público en competencia.
Esta tesis plantea, por un lado, que los funcionarios tienen interés en maximizar su
presupuesto, en aplicación estricta del conductismo a los comportamientos burocráti-
cos. Son máquinas depredadoras que buscan dónde está la plata. Defienden una posi-
ción, tienen intereses particulares dentro del aparato público por incrementar su parti-
da presupuestaria. Por lo general son motivaciones que entran en el razonamiento de la
elección racional o del instrumentalismo racional. Puede ser por seguridad, pues tener
un presupuesto mayor autoriza una mayor flexibilidad a la hora de gastar; puede ser por
codicia, pues el incremento del presupuesto garantiza una mayor retribución y un ma-
yor poder en la relación interna a la burocracia y entre ésta y los grupos de interés;
puede ser porque permite tener una gestión más laxista, con menor control de eficacia
del gasto. Por otro lado, la tesis de Niskanen plantea que los grupos de interés logran
hacer presión sobre estos funcionarios por su capacidad de información y de organiza-
ción, en particular en campañas electorales, cuando se juegan los pactos entre los candi-
datos y el electorado. En este momento se generan pactos o alianzas perversas entre un
sector del Estado, una categoría de la burocracia, y un sector de la sociedad, una catego-
ría de intereses privados.
Algunos observan que los funcionarios maximizan su presupuesto discrecional, más
que el presupuesto total de su servicio administrativo (Migue y Belanger (1974), citados
en Hindmoor, 2006: 144). Otros mostraron que la figura del «maximizador de presu-
puesto» no corresponde al comportamiento de los altos funcionarios, que tienen un
mayor interés en reestructurar su servicio (bureau-shaping) para concentrarse en activi-
dades estratégicas (Dunleavy, 1985; citado en Hindmoor, 2006: 145). Según una de las
variantes de la escuela pública, hay dos presupuestos dentro de una administración
pública y esto se traduce en dos conductas distintas: los funcionarios de rango alto y
medio y aquellos de rango bajo y medio. Dentro de la burocracia, los funcionarios que
ejercen funciones ejecutivas están evaluados con base en sus acciones, entonces tienen
interés en optimizar su presupuesto, en particular el presupuesto discrecional; mientras
que los demás tienen interés en garantizar una mayor base para enfrentar eventuales
imprevistos. Esta distinción entre dos tipos de burócratas ayuda a entender por qué los
primeros fueron proclives al desarrollo de la nueva gestión pública en los años 1980, en
la cual se evalúa la gestión por resultados, que obliga a los responsables a justificar la
ejecución de las políticas con indicadores cuantitativos (Kübler y de Maillard, 2009).
Cabe dividir la burocracia entre varios sectores y varios comportamientos, puesto
que, fuera del tipo ideal de burocracia weberiana, no existe una categoría uniforme de
burócratas, en realidad, dentro de la burocracia, hay distintos grupos que compiten
entre sí y tienen intereses propios. Ello hace que —aún asumiendo que todos persigan la
satisfacción de sus intereses particulares y egoístas a través de la maximización de su
presupuesto— compiten entre sí. Entonces estos comportamientos individuales no ex-
plican el déficit del presupuesto del Estado. En realidad, aplicando stricto sensu el teore-
ma de la elección racional, la misma competencia dentro del aparato estatal debería

99
generar unos mecanismos que frenen o impidan el crecimiento de este déficit, en parti-
cular en situaciones de escasez por crisis económica. Desde el momento en que se apli-
can políticas monetaristas de restricción presupuestaria, la competencia entre los secto-
res de la burocracia se vuelve más áspera. Pero esto se puede interpretar de dos mane-
ras: el hecho que la competencia sea más áspera neutraliza el efecto cumulativo del
cabildeo y de la presión de los grupos de interés, o por lo contrario, el hecho de que haya
más competencia genera más endeudamiento. Para zanjar, hay que analizar caso por
caso cómo se negocian las partidas presupuestarias por parte de las agencias del Estado.
¿Cómo indujo este razonamiento la formulación de recomendaciones de reformas
que llevarían a la configuración del modelo de nueva gestión pública? La primera reco-
mendación de Niskanen consiste en incentivar a los funcionarios a reducir su presu-
puesto, por ejemplo a través de bonos salariales o del incremento del presupuesto dis-
crecional que ellos manejan. En todo presupuesto de administración pública, hay una
parte discrecional que sirve para enfrentar imprevistos, flexibilizar ciertos procesos,
facilitar ciertas negociaciones.
En segundo lugar, Niskanen recomienda modificar la composición de las comisio-
nes legislativas para volverlas más representativas de la opinión pública. Aquí hay una
idea muy liberal según la cual el control del poder ejecutivo viene del legislativo, y tal es
particularmente el caso en Estados Unidos, pues el momento en que toda la política del
ejecutivo se puede validar o paralizar es en la discusión del presupuesto en el Congreso
(como lo recordó el conflicto que opuso al Presidente Barak Obama y a los senadores
demócratas a la mayoría conservadora de la Cámara de Representantes a propósito del
presupuesto de seguridad social, que desembocó en el cese de todas las actividades del
gobierno federal por dos semanas, en octubre de 2013). En efecto, si se concibe así el rol
del legislativo, se puede esperar que, al dar una mayor representación de la opinión
pública (no solo de los grupos interés) en estas comisiones, se puede incidir e inflexionar
ciertas políticas, ciertas decisiones del ejecutivo. Este ajuste marginal, que ya encontra-
mos en Lindblom, es lo que define las políticas públicas desde el enfoque racionalista:
éstas consisten en ajustes perpetuos, al margen, que responden al elector mediano. Esta
simplificación extrema muestra que, en efecto podemos encontrar un hilo conductor a
partir del cual reconstruir una explicación. Pero al mismo tiempo, por simplificar al
exceso una situación, la misma teoría trasviste la realidad y se corre el riesgo de sesgar el
análisis.
Esto funciona en un régimen bipartidista, donde solo hay dos partes involucradas en
el debate y no hay diseminación de los votos. En algún momento, la decisión depende
del voto que pasa de un lado al otro, conforme lo plantea el modelo de equilibrio de
Downs (Downs, 1998). El modelo de equilibrio de Downs parte de la doble premisa,
según la cual las personas persiguen sus intereses propios para elegir y las preferencias
de la mayoría de los electores son estables, es decir que no cambian entre dos elecciones.
Por lo tanto, los partidos compiten para captar el sufragio del elector mediano, centrista
o indeciso, que se encuentra en la frontera teórica entre los dos partidos. Para conseguir
este sufragio los partidos no pueden plantear propuestas muy diferentes, muy contras-
tadas, pues la situación del elector o de la electora en el espectro político hace que la
decisión o la elección no radica en una contraposición entre todo o nada, sino en un
ajuste marginal sobre temas particulares.
En cambio, en sistemas multipartidistas, la fragmentación del poder legislativo obli-
ga a la conformación de alianzas sobre cada tema. Entonces, la idea según la cual las
comisiones pueden ayudar a controlar el gasto público se debe tomar con cautela. En

100
cuanto al argumento de equilibrio, se ha mostrado que la necesidad de garantizar presu-
puestos máximos por los burócratas puede ser más apremiante en Estados Unidos, don-
de éstos dependen del gobierno de turno y de la orientación política de los electos, que
en la mayoría de los países europeos, donde los funcionarios de carrera son reclutados
por concurso (Peters, 2001; citado en Hindmoor, 2006: 150).
La tercera recomendación es garantizar una mayor «competitividad», un término
ajeno al vocabulario de la teoría clásica de la administración pública, al generar una
competencia entre los servicios de la administración pública o entre estos últimos y el
sector privado. Este es el punto de enganche de toda la reflexión sobre la nueva gestión
pública, al plantear la necesidad de acabar con el monopolio de facto y la ausencia de
rendición de cuentas de la cual goza la burocracia en el modelo weberiano de adminis-
tración pública. Para Niskanen, puesto que este régimen de excepción perjudica a la
sociedad, a través de las alianzas que forman los burócratas con ciertos grupos de inte-
rés, hay que romperlo y obligar a la administración pública a competir interna y exter-
namente. Entonces el presupuesto público no está elaborado solamente por el Estado
sino también por el mercado. En ciertos casos se crean nuevas alianzas con el sector
privado (sociedades de economía mixta, cuasi-ONG, etc.) en las cuales el Estado mantie-
ne una participación mayoritaria o una minoría de bloqueo y, desde luego, cierto con-
trol, pero depende de la inversión privada. En otros casos llegamos a programas de
privatización, empezando por las olas de reformas estratégicas en sectores como la in-
dustria pesada, las telecomunicaciones o la energía, con la premisa según la cual, si las
leyes del mercado imperan, los actores privados están más preparado a defender los
intereses de la sociedad.
Al fin y al cabo, para esta escuela, hay un problema inherente a la política monetaria
(incluso en áreas de moneda única, como el euro o el dólar) y es que ésta es exitosa o
satisfactoria a corto plazo pero puede tener efectos nefastos a mediano y largo plazo,
por el doble efecto de costos difusos y diferidos. Son difusos pues, por ejemplo, si un
gobierno aumenta el impuesto sobre el valor agregado, todo el mundo está afectado por
este incremento, lo que toleran menos los ciudadanos es un incremento de impuesto
que no se impone a los demás. Por ello el impuesto sobre el valor agregado es el instru-
mento fiscal más fácil de manipular para incrementar el presupuesto del Estado. Son
diferidos pues la política monetaria de hoy tiene efecto en la generación de mañana, en
particular en lo que atañe a las prestaciones de jubilación y a la generación de empleos.
(Hoy, por ejemplo, existe un problema mundial de insolvencia del modelo histórico de
seguridad social, el régimen general, en el cual cada generación cotiza para la próxima,
que lleva a revisar al alza la edad de jubilación y la duración de cotización necesaria para
beneficiarse de una pensión completa.)
Teóricamente, desde el enfoque de la elección pública, gobernar consiste en arbitrar
entre el incremento o la reducción del gasto público y de los impuestos. Prácticamente,
el gasto público no decrece y es excepcional que los impuestos lo hagan. Estas son las
dos variables sobre las cuales incide la política, para entender la interacción entre la
escuela de la elección pública y las políticas monetaristas, que luego dio lugar a la doctri-
na de la nueva gestión pública. En un régimen democrático, es normal que haya parti-
dos políticos cuyos programas electorales contemplan más gasto público, financiado
por más impuestos, que compiten con partidos cuyo programa contempla menos gasto
y menos impuestos (Pennant-Rea, 2000). Esto es un esquema clásico de competencia
entre partidos progresistas y conservadores. Lo que no es normal, pues es una deshones-
tidad intelectual, es vender la idea según la cual se puede incrementar el gasto público y

101
reducir los impuestos, pues ello significa automáticamente elevar deuda pública, cuan-
do ésta ya llegó a un nivel difícilmente soportable por la economía.

Los enfoques neoinstitucionalistas

El neoinstitucionalismo histórico

El retorno del institucionalismo y su reformulación como neoinstitucionalismo fue-


ron una reacción contra el carácter «subsocializado» de los enfoques dominantes en
ciencia política (Lowndes, 2010). Se desarrolló en reacción contra el estructuro-funcio-
nalismo y la teoría según la cual en el centro de las relaciones sociales estaba una pugna
por el acceso a recursos escasos (Sanders, 2006). Ello alude en particular a la influencia
que tuvieron el conductismo y las teorías de la elección racional en el análisis de las
instituciones, como variables dependientes, es decir que veían a las instituciones como
el producto de un cálculo racional por parte de un grupo de individuos. En este sentido,
el conductismo veía a las instituciones como una agregación de las preferencias indivi-
duales. En cambio, para los neoinstitucionalistas las instituciones son algo más que la
sumatoria de sus componentes, son procedimientos operativos estándares (standard
operative procedures) (Hall, 1986; citado en Lowndes, 2010: 73).
La primera crítica en contra del conductismo se ha desarrollado desde la década de
1980, a partir de una reformulación de las teorías institucionalistas, en particular a
través de una serie de estudios en torno al Estado, conducidos por Peter Evans, Dietrich
Rueschemeyer y Theda Skocpol (Evans et al., 1985; Immergut, 1998). Lo que plantean
estos autores es que el Estado antecede los cálculos racionales, las conductas y trayecto-
rias individuales (Pierson y Skocpol, 2008). Su argumento es: «el Estado orienta las
conductas individuales y colectivas» y se contrapone al argumento conductista: «el Esta-
do es el producto de interacciones racionales» (Skocpol, 1985). Por ello es necesario
volver a analizar el rol del Estado en los procesos sociales, por ejemplo a través de la
regulación, de las políticas públicas, de la creación o innovación de las instituciones y de
una manera que contradice fundamentalmente la tesis de elección racional.
Para los historiadores neoinstitucionalistas, el Estado no actúa bajo la presión de la
sociedad: el desarrollo socio-económico, las elecciones, los partidos políticos y los gru-
pos de interés tienen un rol secundario en el proceso político (Heclo, 2006). Desde luego,
el aprendizaje social revela una sustancial autonomía del Estado, respecto de las presio-
nes sociales en la formulación de sus objetivos. Este último argumento se contrapone a
las tesis del pluralismo y del corporativismo, que hacen hincapié en el origen social de
las políticas públicas y las presiones ejercidas por los grupos de interés y las organizacio-
nes sociales.
La preocupación central del institucionalismo clásico eran las estructuras del gobier-
no. La discusión en torno a la gobernanza, que se formalizó a partir de los años 1980,
introdujo una nueva dimensión a estas estructuras de gobierno, como vimos en el capí-
tulo tres: la aparición de varios niveles de gobierno, sub— y supra-nacionales, la inter-
vención de actores no-estatales en el proceso político, actores sociales y actores econó-
micos. Por ello, la visión clásica del institucionalismo requiere ser revisada. En los tra-
bajos clásicos del institucionalismo, se hacía hincapié en las instituciones formales como
los sistemas electorales, sistemas políticos, administraciones públicas, poderes judicia-
les (etc.) (Rhodes, 2006b). La preocupación radicaba en determinar por qué algunas

102
eran mejores, duraban más o eran más complejas que otras. Esto, a su vez, interesó a la
economía política y a la comparación internacional o transnacional, para determinar
cómo funcionaban las industrias nacionalizadas, las empresas públicas o cómo funcio-
naban las legislaciones y el entorno jurídico para determinadas industrias (North, 1993).
El neoliberalismo y el proteccionismo son productos de estas deliberaciones sobre el
grado de coerción estatal que incorporan las políticas públicas.
Cabe insistir en que el Estado del neoinstitucionalismo histórico es un objeto distin-
to al que preocupa a la filosofía política. No se trata de reflexionar sobre principios
como el buen gobierno, el buen Estado o las buenas instituciones, que guían la discu-
sión desde Montesquieu, mas preguntarnos de manera más empírica cómo funcionan
estas instituciones. Es decir, no es una reflexión sobre los principios sino una reflexión
sobre los procesos. Uno de los problemas en la discusión sobre el Estado consiste en
determinar si es una entidad o un sistema organizativo. Detrás de esto, hemos visto que
está el problema del grado de autonomía del Estado respecto a la sociedad. Si uno asu-
me que el Estado es una entidad, es autónomo de la sociedad, si uno asume que el
Estado hace sistema con varias entidades, uno puede entender mejor cómo la sociedad
permea a las instituciones estatales. El aporte del neoinstitucionalismo radica en anali-
zar al Estado como un sistema complejo que estructura los resultados y la naturaleza de
los conflictos colectivos, es claramente el producto de algo y no una entidad autónoma,
un agente neutro, como lo planteaba el institucionalismo clásico.
Lo que aportan los estudios históricos, en particular aquellos que hacen hincapié en
el rol del Estado, es la idea según la cual esta pugna, más que motivada por intereses
egoístas, está estructurada por la organización del sistema institucional, el contexto ins-
titucional de lo político o de la comunidad política y de la economía (Immergut, 1998;
Thelen, 1999; Steinmo, 2008). Pasamos de una visión ideal a una visión pragmática de
las instituciones, en particular de las instituciones del Estado, para interesarnos a una
serie de interacciones entre organizaciones, o entre acciones individuales y colectivas.
Podemos partir de la política comparada para analizar el impacto de las instituciones
formales en diversos procesos nacionales: las relaciones entre el poder legislativo, los
intereses organizados, el electorado y el poder judicial; la relación entre un modelo o un
régimen político y un modelo económico o la matriz productiva de un país; la relación
entre democracia y desarrollo; la relación histórica entre educación y nivel de desarrollo
económico. Estas son las problemáticas que propone el neoinstitucionalismo histórico
(Mahoney y Thelen, 2010; Hall, 2010).
Se pueden resaltar cuatro particularidades del neoinstitucionalismo histórico (Hall y
Taylor, 1996). La primera es una conceptualización general de la relación entre las insti-
tuciones y las conductas individuales. La segunda es su énfasis en las asimetrías de
poder en relación con el funcionamiento y el desarrollo de las instituciones. En el funcio-
namiento de las instituciones, se ponen de manifiesto las desigualdades de poder, el
reparto desigual del poder entre los actores y entre las instituciones. Tercera particulari-
dad, este enfoque analiza el cambio institucional como un proceso de dependencia de la
trayectoria (path dependence), según el cual la trayectoria normal de las instituciones es
estable y está alterada en momentos particulares, en «coyunturas críticas», por variables
exógenas (Pierson, 2000; Mahoney, 2000). Retomando la idea del incrementalismo y
aplicándola a la transformación inherente a las organizaciones, la tesis de la dependen-
cia de la trayectoria indica que hay poca variación en el tiempo y un efecto relativamente
limitado del voluntarismo político, de las ideas en su funcionamiento, salvo en situacio-
nes excepcionales en las cuales se abren ventanas de oportunidad y se inician nuevas

103
secuencias históricas. En aquellas coyunturas críticas, en momentos históricos particu-
lares, el curso de las instituciones está alterado de manera brusca. Finalmente, resalta el
rol de las ideas en los resultados políticos, y su articulación con las instituciones.
A partir del estudio de la política económica en el Reino Unido y en Francia, Peter
Hall formuló la tesis según la cual las políticas públicas pueden ser objeto de tres tipos u
órdenes de cambios (Hall, 1986 y 1993). Los cambios del primer orden son cambios
instrumentales, que se deciden en función de ajustes de los instrumentos de políticas
públicas. Por ejemplo, los impuestos sobre los ingresos, sobre el valor agregado o sobre
las ganancias, son instrumentos de política económica, que un gobierno suele utilizar,
crear o alterar para dar una orientación particular a su política. Los cambios de segundo
orden se refieren a la creación de nuevos instrumentos o el experimento de nuevas ma-
neras de enfrentar un problema sin redefinirlo. Se trata aquí de formular una política
distinta, y es donde intervienen las ideas. Al fin y al cabo, la alternancia política en el
poder se da a partir de un debate de ideas. Pero ello no lleva a reformar la política
económica y en particular no significa una redefinición de los problemas de políticas
públicas, que pueden ser problemas de desempleo o de inflación, que se van a enfrentar
con más o menos gasto público y desde luego con más o menos impuestos.
Un tercer orden de cambio surge, por ejemplo, cuando el razonamiento monetarista
se impone a todos los actores del gobierno y, por lo tanto, orienta a todas las políticas
sectoriales. Entonces el gobierno hace más que tomar medidas de ajuste o cambiar los
instrumentos, lo que hace es reformular el problema. Este fenómeno no ocurrió sola-
mente en el Reino Unido, pero este país fue el primero en emprender el «giro neoliberal»
(Jobert, 1992) por el cual las elites se convencieron de las virtudes del mercado para
remediar las fallas de gobierno, pronto seguido por la mayoría de los países de la OCDE
(con la excepción notable de los países escandinavos) y, como es conocido, de América
Latina. Hall asimila este cambio de tercer orden a un cambio de «paradigma», pues
abarca al conjunto de los juicios políticos. Por analogía con la teoría de Kuhn, las políti-
cas, como las teorías científicas, son el producto de una representación del mundo (Kuhn,
1971). Un cambio de paradigma resulta de la insuficiencia o la imposibilidad de los
ajustes para enfrentar anomalías o desarrollos incomprensibles en los términos del viejo
paradigma. Los partidarios del nuevo paradigma aseguran su autoridad en el proceso
político y pueden acomodar la organización y los procedimientos regulares del proceso
político para institucionalizar este paradigma. Su resultado depende de las ventajas re-
lativas que procuran el posicionamiento de los actores en el sistema institucional. Se
observa un cambio de lugar de la autoridad y una competencia entre los miembros de la
comunidad política.
Los cambios de primer y segundo orden corresponden a procesos de aprendizaje
social stricto sensu y forman parte del proceso político «normal» (comparable con las
ciencias «normales» en Kuhn), puesto que se trata de ajustar una política sin cuestionar
los términos generales de un paradigma político dado (Hall, 1993). Ambos tipos consti-
tuyen procesos aislados de las presiones pluralistas que suelen ejercerse en el sistema
político, en los cuales el ajuste o la alteración de los instrumentos de política responden
a problemas relacionados con la política anterior. La modalidad de los cambios de pri-
mer orden es la sedimentación que resulta de las decisiones rutinarias propias del pro-
ceso político; la de los cambios de segundo orden es el desarrollo de nuevos instrumen-
tos de política, que resulta de la acción estratégica.
Al contrario, los cambios de tercer orden no son asimilables a un proceso de apren-
dizaje pues oponen dos concepciones de la economía, dos interpretaciones del rol del

104
Estado, del sector privado y del mercado. El rol protagónico en el cambio de paradigma
fue asumido por los electos del partido conservador, los medios de comunicación y acto-
res ajenos al Estado (universidades, asociaciones privadas, gremios profesionales); el
lugar de la autoridad se desplazó del Tesoro Público hacia unas instituciones económi-
cas no-estatales; por último, el nuevo paradigma fue debatido en el arena pública duran-
te el proceso electoral que culminó con la elección de M. Thatcher en 1979. Los cambios
de tercer grado conllevan a una transformación radical de los términos generales del
discurso político. Los actores del cambio de política buscaban soluciones planteadas
por la política económica, siguiendo dos modalidades: la influencia (powering) y el ajus-
te (puzzling). Ahora bien, las ideas que circulan entre el Estado y la sociedad alimentan
el discurso sobre las políticas públicas y ponen en cuestión los equilibrios de poder y las
luchas de influencia de muchos actores no-estatales, en particular los grupos de interés
organizados. En este sentido, las ideas y las instituciones se refuerzan mutuamente.

El neoinstitucionalismo sociológico

La heterogeneidad epistemológica de los enfoques neoinstitucionalistas explica a la


vez la falta de consenso en torno a los métodos y a las problemáticas de investigación y
la dificultad de elaborar una tipología satisfactoria de estos enfoques (March y Olsen,
2006b). Algunos autores propusieron tipologías muy desagregada de los neoinstitucio-
nalismos, donde introducen las nociones de neoinstitucionalismo «normativo» y «empí-
rico», y el neoinstitucionalismo «de las redes», que evidencia cómo ciertos modos de
interacción entre individuos y grupos estructuran las conductas políticas (Lowndes, 1996;
Peters, 2003). Existe un neoinstitucionalismo «discursivo», que analiza los marcos de
significación, ideas y narrativas utilizadas para explicar, deliberar o legitimar la acción
política (Schmidt, 2008). Finalmente, existe un neoinstitucionalismo «feminista», que
estudia cómo las normas de género inciden en las instituciones y cómo los procesos
institucionales construyen y mantienen dinámicas de poder sexual (Lowndes, 2010: 65).
No es oportuno discutir aquí la pertinencia de discernir tres, cinco o más enfoques,
pues cualquier tipología no es sino una manera de simplificar la realidad. Es más intere-
sante analizar los aportes de estos enfoques a un mejor entendimiento de la manera en
que las instituciones orientan las decisiones, en particular en materia de políticas públi-
cas. El que las redes sean instituciones no ha de sorprendernos, puesto que constituyen
acervos de interacciones regulares y más o menos formalizadas (Bloom-Hansen, 1997;
Ansell, 2006). Más original, el neoinstitucionalismo normativo estudia cómo las normas
y los valores encarnados por las instituciones políticas estructuran las conductas indivi-
duales (March y Olsen, 1984; March y Olsen, 1997). Desde luego, para explicar las con-
ductas individuales, se vuelve relevante identificar los valores y las normas, que son a la
vez reglas formalizadas y reglas implícitas.
El neoinstitucionalismo empírico analiza unos tipos de instituciones y su impacto
en los resultados de los gobiernos, es decir que las instituciones se vuelven las variables
independientes de las políticas. Esto no tiene una connotación tan culturalista como los
primeros trabajos de March y Olsen, en particular, en el texto ulterior publicado por
estos autores sobre la gobernanza democrática (March y Olsen, 1995). Una idea central
es que las políticas públicas son soluciones óptimas a problemas, elaboradas a partir de
los arreglos entre actores, así se revisa la discusión sobre los triángulos de hierro y sobre
la relación entre los grupos de interés y el Estado. Hay algo más que un arreglo entre

105
grupos de interés y tomadores de decisión, que está determinado por las instituciones.
Podemos ver las interacciones entre grupos de interés y actores estatales como institu-
ciones. Tenemos entonces dos dimensiones en las instituciones: la una, cultural, puesto
que las instituciones resultan de un acervo de valores y creencias; y la otra, estructural,
puesto que estas instituciones generan formas de relacionarse en la sociedad y entre los
individuos y el Estado.
La reflexión neoinstitucionalista sobre las organizaciones inició en los años 1970,
entre otras cosas con una reflexión sobre la administración de las organizaciones y cómo
se toma una decisión en una organización. Cohen, March y Olsen mostraron que la
elección de soluciones responde más a un proceso de prueba-error, asimilable a la explo-
ración de un «tacho de basura» (garbage can) en el cual se encuentran los borradores de
reflexiones anteriores, que a un análisis ex ante hecho por burócratas expertos (Cohen et
al., 1972). Explicaron que las políticas pueden generar efectos no-deseados y hasta per-
versos o enfrentarse a una oposición frontal subestimada de los actores sociales. En este
modelo, los actores toman decisiones que desechan o eliminan a medidas que desarro-
llan una reflexión o que evoluciona una situación, entonces ya existen soluciones a pro-
blemas que todavía no son abordados o que no se presentan al tomador de decisión.
Ya vimos que la tesis según la cual las soluciones están en búsqueda de problemas se
ampara en dos premisas. Primero, las reglas no se elaboran ex nihilo, para poner reglas
a una interacción tenemos un tacho de basura que podemos explorar y que nos permite
anticipar ciertos efectos. Segundo, la dimensión temporal de este proceso hace que hay
una acumulación en esta elaboración y desecho de soluciones potenciales. La idea de
soluciones en búsqueda de problemas nos interesa también para entender mejor la efi-
cacia de las organizaciones y la instrumentación de la acción pública. En primera ins-
tancia, podemos asumir que una organización requiere de instrumentos para funcionar,
para empezar, requiere de un organigrama, sino es una red, una coalición, pero no es
una organización formal. En cualquier organización hay funciones asignadas a perso-
nas en concreto, hay misiones, hay una división de trabajo y hay relaciones jerárquicas
entre las personas. En segundo lugar, podemos considerar que una organización es el
instrumento de otra cosa, por ejemplo de una política pública. Cuando decimos que hay
un problema en cómo se toman las decisiones dentro de una organización, esto a su vez
se vuelve un problema exógeno, porque afecta o determina la suerte de una política. Fue
un aporte de la sociología de las organizaciones, en particular tras los trabajos de Michel
Crozier sobre el fenómeno burocrático en los años 1960, el decir que las organizaciones
pueden convertirse en obstáculo y en medios para la realización de las decisiones, para
la ejecución de las políticas (Crozier, 1974).
Cohen, March y Olsen evidenciaron también que las políticas no se formulan ni
ejecutan de manera aislada, sino en función del efecto de inercia de políticas anteriores.
Las instituciones estructuran las opciones de reforma o de cambio, que podrían hacer
los individuos. Este es por ejemplo el problema que encuentra el legislador a la hora de
reformar una ley. Si una ley es el producto de una negociación, por cierto mediatizada
en el Congreso o la Asamblea Nacional, entre partidos, entre distintas representaciones
del problema, reformar una ley implica entonces replantear esta discusión desde cero.
Ahora bien, observamos que los efectos de una ley, por ejemplo de la ley de finanzas que
se discute cada año, tienen un alto grado de inercia, no son reformables tan fácilmente,
en parte porque el costo de transacción que implicaría una reforma completa de la ley es
superior a los beneficios que trae la ley en su núcleo principal. Volvemos entonces a
encontrar el razonamiento incrementalista según el cual una ley se reforma al margen,

106
para responder a un mecanismo de adaptación, más que de optimización de cálculos
estratégicos. Es un problema de interpretación de en qué consiste la mejora: puede ser
en términos de eficiencia económica o puede ser una adaptación a las nuevas condicio-
nes de deliberación y de interacción social.
¿Cómo influencian las instituciones el comportamiento de los individuos? Para la
sociología neoinstitucionalista, las instituciones les proveen con una visión común del
entorno y de los distintos factores (subjetivos y culturales) que afectan su situación. Las
conductas de los individuos dependen de su visión del mundo y de su cultura, por lo
tanto, buscan más una satisfacción que una maximización de sus beneficios (March y
Olsen, 1995: 7-27). Según esta hipótesis, las instituciones ofrecen modelos cognitivos
para la interpretación y la acción. Son marcos de interpretación del mundo, que afectan
las identidades y las preferencias de los actores. En esta perspectiva, las instituciones
perduran porque en su mayoría no pueden ser cuestionadas explícitamente. No pode-
mos reformar la administración estatal, porque no es una entidad discreta, es un siste-
ma de entidades que refleja el producto de conflictos y negociaciones. No es que las
instituciones existan o dejen de existir, sino que existen y se transforman constantemen-
te para adecuarse al contexto social.
El neoinstitucionalismo sociológico, que algunos autores llaman el «neoinstitucio-
nalismo normativo», hace hincapié en la dimensión normativa de las conductas o su
adecuación con las reglas colectivas (Peters, 2003; Lowndes, 2010). Parte de una refuta-
ción de las teorías de la elección racional, con el argumento según el cual los intereses de
los individuos, que los llevan a actúar siempre de manera racional, como maximizado-
res de beneficios, son una construcción social (March y Olsen, 1997; Powell y DiMaggio,
1999; DiMaggio y Powell, 1999b). En realidad, lo que hace el individuo es definir prefe-
rencias con base en valores y en creencias culturales. En este sentido, la racionalidad de
las conductas está condicionada por la cultura de los individuos. La manera en que
analizamos distintas soluciones depende de la manera en que percibimos un problema.
Lo que diferencia entre este enfoque y los enfoques cognitivistas, es que no se pre-
ocupa tanto por la relación entre representaciones y decisión, como por aquella entre
representaciones e instituciones. Asume que hay una dimensión institucional en las con-
ductas regulares de los actores individuales y colectivos (March y Olsen, 1984). Estas
conductas se institucionalizan al estabilizarse en el tiempo, lo que da lugar a una rutini-
zación de la acción social. Es precisamente en esta regularidad de las conductas que
radica el carácter institucional —y no solo organizacional— de las relaciones sociales.
La idea novedosa en su momento fue ver a las instituciones a la vez como productos y
factores estructurantes de la cultura, y decir: en el trabajo de explicación de las conduc-
tas intervienen también instituciones informales.
La noción de institución informal alude a dos aspectos complementarios: la regula-
ridad de las prácticas y de las relaciones, incluido las relaciones de poder, y las reglas que
derivan de esta regularidad y la refuerzan. No solo las leyes son reglas, cuando hablamos
de regulación hablamos por supuesto de la regulación legal o jurídica, pero hay otras
formas de regulación: la costumbre, la educación son formas de regulación de las con-
ductas a través de los códigos más o menos formalizados según el contexto. Más allá de
las reglas escritas, hay una serie de rutinas que derivan de los valores y de las creencias
(instituciones informales), reglas que son tan importantes que las reglas escritas y en
gran parte las originan.
Pensemos en la costumbre, por ejemplo, o en el derecho consuetudinario, que es
producto de una tradición oral de las comunidades; pensemos en los códigos de conduc-

107
ta y en lo que implica la educación para definir los comportamientos adecuados o no, las
conductas aceptadas por el conjunto de la comunidad y aquellas conductas desviantes,
que serán sancionadas por ella. Estas reglas son el punto de partida de muchas reglas
escritas, de muchas normas, de muchos instrumentos formalizados para regular las
conductas. Los individuos las formalizan o no, según el contexto, con el afán de reducir
los costos transaccionales en sus relaciones.
De hecho, la formación de los individuos se da también en función de sus interaccio-
nes. Así es como funcionan las redes. Es decir que tienen un punto de referencia, por
ejemplo a qué forma tal escuela en tal disciplina, para ejercer tal actividad en el aparato
estatal, pero al mismo tiempo estas escuelas generan una cultura institucional, un espí-
ritu de cuerpo, redes de ex-alumnos, que inciden a su vez en el funcionamiento y la
transformación de las organizaciones (DiMaggio y Powell, 1999c). Pasado cierto punto,
se vuelve muy difícil discernir cuál es el aspecto más importante y cuál es el que determi-
na el otro: ¿es la escuela, como organización o sistema institucional formal, la que hace
posible la red? ¿o es la red, como fuente de capital social o simbólico, la que hace posible
la escuela?
Pensemos por ejemplo en las redes de alumni de las universidades de Ivy League en
Estados Unidos. De hecho, el efecto es de retroalimentación mutua, es decir que el capi-
tal simbólico que generan estas universidades hace posible la calidad de estas redes y a
su vez las redes potencian la fama, la notoriedad de estas instituciones, que atraen a
mejores candidatos, pueden practicar costos mayores, lo cual permite a su vez contratar
a mejores profesores, tener mejores bibliotecas, mejores instalaciones, etc. Tenemos
aquí una ilustración de la tesis de los rendimientos crecientes, que generan una depen-
dencia de la trayectoria (Pierson, 2000).
Desde luego ¿Cómo cambian las instituciones formales? En su tipología de los «iso-
morfismos institucionales», Paul DiMaggio y Walter Powell analizan en particular las
modalidades de transformaciones de las organizaciones, por imitación espontánea o
coercitiva, en función de las necesidades de adaptación a la competencia por el acceso a
recursos económicos, de las prácticas y de la educación de sus actores, o del aprendizaje
cumulado en la práctica (DiMaggio y Powell, 1999c). Se pueden identificar ciertos pa-
trones de transformación, que luego nos van a ayudar a entender, no solamente una
organización en particular, sino un modo de diseñar organizaciones. Las organizacio-
nes se transforman primero cuando están en competencia, es decir que dos organizacio-
nes compiten hasta que la una se imponga como la mejor forma, la más efectiva, la más
eficiente. En segundo lugar, se transforman por imitación, cuando hay una experiencia
exitosa en un contexto (dentro del mismo país, en varias políticas sectoriales) y se emula
esta modalidad organizacional para aplicarla a otra política.
Un ejemplo clásico de esto es la manera en que se multiplicaron las alianzas público-
privado, alianzas entre una agencia del Estado y un operador privado para un proyecto
dado, con la generalización de la nueva gestión pública en los años 1980 y 1990. Este
tipo de experiencias, que fueron bastante exitosas en el transporte, fueron replicadas en
otros ámbitos, como la gestión del agua, ciertos servicios públicos como las telecomuni-
caciones, los servicios sanitarios, y hasta los hospitales. La tercera modalidad de cambio
es la influencia de grupos y redes de actores, de los actores que dirigen las organizacio-
nes. Eso trasciende la dimensión formal de una institución y abarca lo que antecedió el
rol que pudieron tener las universidades, los clubes de reflexión, las escuelas en la difu-
sión de las ideas. Esto alude a las modalidades de difusión de ciertas organizaciones, la
cual a su vez facilita la réplica de «recetas» con la técnica de las lecciones aprendidas.

108
Por último, el neoinstitucionalismo sociológico permite articular una serie de teo-
rías de alcance medio, relativas por ejemplo a los a los enfoques de redes y organizacio-
nales. Se puede ver a las redes como instituciones, asimismo se puede analizar el funcio-
namiento de las organizaciones de manera institucional, pues desacoplamos las nocio-
nes de institución y organización y asumimos que no todas las instituciones son formales.
En efecto hay organizaciones, dentro de la categoría más amplia de instituciones, y hay
entidades que no son tan discretas como las organizaciones pero que hacen que las
organizaciones funcionen. Esto abre la puerta a una reflexión fructífera en el ámbito de
las políticas públicas.

El neoinstitucionalismo económico

Finalmente, la relación entre las teorías de la elección racional y las instituciones del
Estado interesa a varios autores, que la conceptualizan como un «neo-insitucionalismo
de la elección racional» (Shepsle, 2006; Ostrom, 2007). Primero, la noción de institución
aquí se puede entender como una variable exógena del proceso y de las interacciones
sociales. Es exógena cuando impone reglas desde el exterior a los actores (North, 1993).
Es típico de los tratados y convenios internacionales o de la legislación nacional, el
enmarcar una negociación en un proceso legal o normativo. No se impone por un actor
exógeno pero los actores están desposeídos de su capacidad de control y confían que,
por parte de las entidades públicas y de terceros privados reconocidos como legítimos,
se puede ejercer un control y sancionar, desde luego, deviaciones en estas relaciones.
Para cada participante de un juego, las reglas son exógenas y negociables, pero los acto-
res las fijan o aceptan cumplir con ellas, sino no hay juego (Ostrom, 2000).
La teoría que propone Douglass North asocia una teoría de las conductas humanas a
una teoría de los costos de negociación (North, 1993). Lo que plantea North es que el
proceso de intercambio comercial conlleva empíricamente a un incremento de los cos-
tos que son parte de los costos totales de producción. Estos son los costos de la cadena
productiva. Para cualquier bien o servicio hay un costo al cual se suma un valor agrega-
do para definir un precio o un valor de intercambio en el mercado. La determinación del
valor de los bienes y servicios es el resultado de una negociación. Lo que llama la aten-
ción de North tiene que ver con la negociación de este precio. ¿Por qué cuesta negociar?
Porque hay una asimetría de información entre el vendedor y el comprador o porque la
información es incompleta, en particular el comprador maneja una información mucho
menos completa que el vendedor del bien o servicio, o porque hay una manipulación de
la información, en general por el mismo vendedor que busca maximizar el valor agrega-
do y su margen de beneficios.
Esto rompe con el modelo de equilibrio general de Leon Walras, el credo de la escue-
la neo-clásica (y del neoliberalismo), que parte de una premisa falsa según la cual los
bienes que se intercambian son idénticos, el mercado donde se intercambian es único y
este intercambio es instantáneo. Esta triple premisa no es cierta pues hay una diversi-
dad de bienes y de mercados, más aún en un contexto de globalización. Es precisamente
porque existe una diversidad de bienes y servicios, de mercados y porque los intercam-
bios no son instantáneos, que cuesta negociar. Los costos adicionales incluyen la adqui-
sición de información. Pensemos en el comportamiento racional de un individuo, cuan-
do compra un bien. Lo que hace es definir un precio que considera razonable para
satisfacer una expectativa que considera legítima. Para llegar a un equilibrio, este indivi-

109
duo busca información sobre dónde se vende, cuál es el precio de mercado, y observa
que hay una diversidad de precios. ¿Qué explica esta diversidad? Puede ser porque algu-
nas cadenas hacen economías de escala, como en la gran distribución, o porque es un
bien importado, entonces hay un impuesto o un arancel, o porque hay un costo de
transporte, etc. Todo eso es el valor integrado del precio que hace que nuestro individuo
va a comprar o no este bien, tras un proceso de adquisición de información.
Hay dos cosas más en este proceso. Por un lado, hay la acción que consiste en com-
parar los bienes de la oferta. Hoy con el Internet, tenemos acceso instantáneamente a
muchos proveedores de este bien. Ya no es como antes, cuando teníamos que esperar
una cotización, podemos comparar el precio de un bien en varios países pero esta opera-
ción sigue teniendo un costo. Por otro lado, un costo adicional a la transacción viene del
cumplimiento de esta última. Este costo lo encarna, por ejemplo, la garantía de calidad
del producto. El costo de cumplimiento atañe también a la realización de un contrato de
compra-venta, la entrega a tiempo o si la entrega es diferida. Estos ejemplos algo trivia-
les se entienden en una economía compleja, donde el intercambio dejó de ser directo y
es mediado por actores terceros. Es ahí donde las cosas se vuelven interesantes para
estudiar el aporte de la nueva economía institucional a la comprensión de las políticas
públicas.
El punto de partida de North es que, en una economía moderna la complejización de
los intercambios comerciales genera un crecimiento de los costos marginales y estos
necesitan una atención especial, particularmente en casos de intervención del Estado en
determinados mercados. Es necesario preocuparse por estos costos marginales porque
el volumen y el valor de estos costos crece de manera exponencial con la intervención del
Estado. La masa crítica de los intercambios, y eso es todo el problema de la crisis del
Estado de bienestar social, es tal que estos costos se convierten en un problema político.
Entonces ¿qué son estas instituciones para la nueva economía institucional? El contra-
to, con el pliego de condiciones que se aplica a cada etapa de la cadena productiva,
garantiza al productor de un bien que este último sea cómo él quiere y garantiza al
comprador que sea como él quiere, es una institución. El mercado, como lugar abstrac-
to donde se da esta transacción, es una institución con grados de complejidad variables
en función de la transacción. La realización del proceso, la etapa posterior a la venta es
también función de instituciones formales, de dispositivos legales y técnicos, en los cua-
les intervienen terceros.
Más allá de una «nueva» economía, lo que nos interesa aquí es la dimensión institu-
cional de esta economía o cómo las instituciones constituyen un elemento explicativo de
la economía y desde luego requieren una atención específica. Los derechos de propie-
dad, que marcan el punto de partida de la negociación entre un vendedor y un compra-
dor, incluyen normas legales (la patente), formas organizacionales (la manera en que se
produce y se comercializa) y normas de conducta. En el hecho de vender un producto o
ceder un derecho de uso (como es común en el caso de los programas informáticos), hay
un código de conducta, que puede ser formalizado por la factura o un contrato de pres-
tación. Desde luego es fácil entender que algo media esta transacción, que se puede
asimilar a una institución. Esta institución, según North, proporciona la estructura del
intercambio, determina el costo de la transacción y de la transformación.
Resumimos. Tenemos un costo, como nos dice la teoría clásica de los intercambios,
definido por un acuerdo entre un comprador y un vendedor, en el cual intervienen los
costos de producción y un valor agregado. A esto se suma un costo de transacción, que
deriva de la adquisición de la información y se complejiza a medida que entran más

110
insumos en el proceso de elaboración y que incrementa el costo de búsqueda de infor-
mación por el comprador. El costo de la transacción tiene que ser mitigado por una serie
de regularidades que se asimilan a instituciones. Es a la vez una garantía que la transac-
ción está bien hecha o que el acuerdo nace de una transacción regular y del cumplimien-
to del resultado de la transacción (lo cual implica a menudo acudir a terceros o a árbi-
tros, que incrementan a su vez el costo de la transacción). Entonces la negociación es un
momento y el cumplimiento es el momento ulterior que está institucionalizado. Por
último, fuera de las operaciones coyunturales, pensemos en la economía como un siste-
ma en el cual hay actores como las instituciones del Estado, el gobierno, la administra-
ción pública, etc., que manejan volúmenes financieros generalmente superiores a los de
los intercambios entre empresas, y con un crecimiento geométrico. La complejidad de
estos intercambios varía en función del tamaño y del alcance del intercambio. Entonces,
al intercambio clásico entre dos individuos, se sustituye un intercambio mediado por
terceros (intermediarios de servicios, abogados, distribuidores, etc.), no involucrados
en la producción del bien o del servicio.
Otro aspecto interesante del neoinstitucionalismo de la elección racional es la distin-
ción entre instituciones estructuradas y no-estructuradas (Shepsle, 2006). La primera
cualidad de una institución es que es robusta y estable en el tiempo. Eso es lo que la hace
valiosa o justifica su existencia. Esta estabilidad puede ser formal o informal, puede ser
estructurada o implícita. Nuevamente, en los intercambios económicos encontramos
un sinnúmero de ejemplos de prácticas implícitas que trascienden la norma, el contrato,
la ley o el reglamento. El reglamento nos da, por ejemplo normas de calidad, nos dice en
qué horario se abre y se cierra el mercado, nos dice cuáles son los mecanismos de defi-
nición del precio, si es una bolsa o si es centralizado por unos pocos actores. Los meca-
nismos son reglas implícitas que tienen mucho más que ver con la cultura organizacio-
nal. Hay una dimensión formal, estructurada, y una dimensión que las hace viables,
aceptables. Ello vale para todo tipo de regulaciones. Ninguna regulación es el producto
de un mero cálculo, de un minimum maximorum. En realidad hay otra cosa que inter-
viene en la discusión sobre la regulación de las transacciones, y esta otra cosa es en gran
parte cultural.
¿Cuáles son los límites de las teorías de la elección racional para analizar la relación
entre la toma de decisión y las instituciones del Estado? El primero atañe a la racionali-
dad misma. Los actores tienen una racionalidad limitada, desde luego hacer descansar
en esta racionalidad el fundamento de una institución dejará siempre un punto ciego,
un nivel no explicado, que llevará a una regresión infinita para encontrar una explica-
ción a las conductas institucionales. El segundo es el individualismo metodológico. Al
proponer una aproximación individual y no sistémica a las instituciones, asumen que
las conductas individuales hacen que el sistema funcione. Ahora bien, hay ciertos pro-
blemas que no son asimilables a problemas de interacciones individuales. En particular,
hay un desfase entre los efectos inmediatos y diferidos de ciertas políticas. Por ejemplo,
en la explotación de los bienes comunes (recursos naturales renovables o no) los benefi-
cios son individuales e inmediatos pero los costos son colectivos y diferidos. Desde lue-
go, las instituciones que deben enmarcar estas conductas se enfrentan a problemas que
no son solo problemas de conductas individuales sino también de acción colectiva. El
tercer límite es el problema de los costos transaccionales, que lleva también a una regre-
sión infinita. Los costos transaccionales incluyen la adquisición de información, el se-
guimiento de la ejecución de un acuerdo, el cumplimiento de los compromisos, etc. Pero
más allá de cada caso particular, vemos la complejidad de medir y evaluarlos a nivel

111
colectivo, en particular cuando el Estado asume un rol de actor económico como en el
modelo de Estado de bienestar social.
Las instituciones, desde el neoinstitucionalismo de la elección racional, son modelos
de equilibrio negociados para facilitar la acción. Excluimos en este sentido las institu-
ciones que resultan de contingencias históricas, que son las que interesan el neoinstitu-
cionalismo histórico (Mahoney, 2000). Hay una trayectoria institucional. Ya vimos que
los sistemas electorales o los regímenes políticos resultan de una adecuación paulatina
—salvo en momentos particulares donde se da una coyuntura crítica— a contextos loca-
les, culturales, históricos. Estas instituciones orientan el curso de la vida social, econó-
mica y política de estos países. Ahora bien, desde la perspectiva económica, sigue siendo
dominante la preocupación por las conductas, pero uno observa que estas conductas no
son libres, no son desreguladas y sobre todo no se rigen por los intereses, en el sentido de
las teorías de la elección racional, también heredan. A nivel macro-teórico, podemos
encontrar una explicación conductista a la creación de instituciones. Es la idea de Nor-
th, Ostrom y Shepsle: las instituciones son productos de cálculos racionales. El valor de
estas instituciones radica en mitigar los costos de transacción de los actores y reducir las
externalidades generadas por las conductas individuales a la colectividad. Si no los miti-
gan para cada actor, lo hacen para el conjunto de actores, pero en gran parte lo hacen a
nivel individual. Sin embargo, estos autores admiten también que la racionalidad indivi-
dual no es transitiva pues la sumatoria de actos individualmente racionales puede con-
llevar a una irracionalidad colectiva. Las instituciones se heredan ante de negociarse sus
modalidades operativas. Por ejemplo los términos del contrato, la ley, las reglas de con-
ducta en el mercado son negociadas, pero antes de ser negociadas se heredan.
Al fin y al cabo, podemos entender el «neoinstitucionalismo de la elección racional»
como una revisión parcial de las teorías de la elección racional, que reconocen la impor-
tancia de las instituciones. No obstante, es difícil evaluar el aporte de la economía a la
optimización de los marcos analíticos institucionalistas de políticas públicas. La teoría
económica no resuelve problemas institucionalistas, es el análisis institucional que plantea
un nuevo reto a la teoría económica. Nos interesa el punto de intersección entre estos
dos tipos de literaturas y el enriquecimiento mutuo que de ello resulta. Pero la economía
neoclásica falla en explicar el origen de las instituciones, pues muchos aspectos de las
conductas de los actores no son traducibles a un esquema de intereses ni de costos y
beneficios. O si lo hace, es de una manera muy abstracta, como en los modelos del
dilema del prisionero o del pasajero clandestino. Por lo contrario, observamos la impor-
tancia de incorporar la complejidad de las variables que afectan estas relaciones sin
perder de vista la necesidad de explicarlas. Si hemos asumido que una institución no es
una aglutinación de individuos, se vuelve muy difícil encontrar una teoría explicativa
que parta solamente de las conductas individuales. Sin embargo, la asociación del aná-
lisis institucional con las teorías de la elección racional consolida el método de compro-
bación de estas últimas. Sustituyen el individualismo metodológico y complementan los
métodos experimentales, que son fundamentalmente artificiales pues son una manera
de reproducir interacciones en una situación ideal para observar el efecto de ciertas
variables sobre otras.
El aporte de las teorías de la elección racional al análisis institucional consiste en
entender mejor las instituciones, utilizando técnicas y métodos económicos. Eso es muy
interesante, pues nos dice que en efecto hay cierta inconmensurabilidad entre estos
enfoques, simplemente para definir el dato: ¿cuál es la información crítica que necesita-
mos? Sin embargo, no llegamos a una síntesis, y por eso la expresión misma de «neoins-

112
titucionalismo de la elección racional» es menos precisa que la expresión de «neoinstitu-
cionalismo económico», que da cuenta del aporte de la economía al análisis de las insti-
tuciones. El neoinstitucionalismo de la elección racional deja entender que habría una
apropiación del neoinstitucionalismo por las teorías de la elección racional, cuando
hemos visto más bien una revisión de estas últimas desde un enfoque institucionalista,
lo cual es típico de la constitución de un paradigma. Eso es una reducción excesiva, en
particular en ciencia política. Una característica de estos estudios, más que los métodos
cuantitativos, es la casuística, como en los trabajos de Guy Peters y algunos autores
alrededor de él, sobre la transformación de la administración pública y sobre la institu-
cionalización de las prácticas del Estado a través del servicio público (Pierre y Peters,
2000; Peters, 2001; Méndez, 2010b; Pierre e Ingraham, 2010). No es que hay una conno-
tación positivista en la noción de neoinstitucionalismo, sino que en realidad hay una
escuela positivista entre los enfoques neoinstitucionalistas, que le debe mucho, como
vimos, a las teorías de la elección racional.

Los enfoques cognitivistas

Las políticas como procesos de aprendizaje

Los «enfoques cognitivistas» se desarrollaron en los años 1980 para subrayar la im-
portancia de las ideas y del aprendizaje en la elaboración de las políticas públicas (policy
learning), en el contexto institucional y en el proceso político (Muller, 2000). En parte, el
abanico de teorías que elaboraron lo fueron en reacción a (o como antítesis de) las
teorías conductistas, con el propósito deliberado de criticar su premisa fundamental
según la cual las conductas se explican por los intereses individuales y por extensión de
las categorías identificadas como grupos. Al contrario, plantean que algo antecede los
intereses, que estos últimos no se dan de manera esencial o primordial mas son produc-
tos de construcciones sociales, de percepciones y valores que conviene estudiar para
explicar las conductas. Consideran que cualquier acción social implica una definición
de la realidad, que constituye el actor y orienta su conducta (Jobert, 1992). Esta defini-
ción de la realidad, que lleva a los actores a formular hipótesis en torno a los problemas
sociales, moviliza sus conocimientos y esquemas de interpretación elaborados en fun-
ción de su estatus y de las normas sociales. Este proceso de modelización de la realidad,
o referencial de las políticas públicas incorpora tres dimensiones: cognitiva, normativa e
instrumental, puesto que provee con elementos de interpretación causal, define los valo-
res que influencian la solución seleccionada y formula principios de acción que orientan
la decisión.
Se puede clasificar estos enfoques en función del alcance teórico que han logrado,
del rigor científico que presentan y de la falsabilidad empírica de sus tesis (Sabatier y
Schlager, 2000). En este sentido, para Paul Sabatier y Edella Schlager, el conductismo
puede ser considerado un enfoque cognitivista «minimalista» pues no otorga mucha
importancia a las ideas. En estos estudios, las ideas son variables dependientes de los
intereses de los actores, legitimados por el mandato electoral. En particular, la política
comparada hace énfasis en las variables sistémicas y toma poco en cuenta la dimensión
subjetiva de la toma de decisión. Asimismo, en los modelos de toma de decisión basados
en la racionalidad limitada hay un número limitado de postulados sobre la condición
humana para explicar la transformación institucional. Estos últimos asumen que hay

113
una dimensión cognitiva en la construcción de instituciones pero no ponen esta dimen-
sión en el centro del análisis y se preocupan más bien por la dinámica sistémica, la
inercia de las instituciones para explicar su rol en los procesos políticos. (Ya abordamos
este punto particularmente complejo, en la segunda sección de este capítulo, con la
hibridación entre el neoinstitucionalismo y las teorías de la elección racional.)
Al opuesto, Sabatier y Schlager llaman enfoques «cognitivistas maximalistas» aque-
llos para los cuales las ideas son centrales en la explicación de los procesos políticos. En
estos estudios, los marcos interpretativos de política (policy frames) constituyen una
manera de dar sentido a una realidad compleja y una perspectiva a partir de la cual dar
sentido a una situación problemática y actuar en ella. Es interesante notar que, en esta
perspectiva, el problema que plantean las políticas públicas es un poco distinto, pues
estos estudios se interesan por las controversias, los conflictos son las consecuencias de
las políticas. Aplican en particular a problemas societales y plantean que las políticas
públicas son maneras de resolver problemas de sociedad, donde la visión del problema
y la relación de poder entre los actores son determinantes. Estos enfoques permiten
construir socialmente una situación, definir un problema y proponer una solución. Sin
embargo, para Sabatier y Schlager, no ayudan mucho a entender el rol de las ideas en las
políticas públicas, puesto que la noción de «marco interpretativo» no se distingue bien
de aquellas de ideología y de narrativa. Por otro lado, estos enfoques no proveen con un
análisis de cómo los factores culturales, institucionales y socioeconómicos afectan el
contenido de estos marcos y su impacto en la acción pública. Por último, no presentan
ninguna hipótesis comprobable, por falta de variables medibles, lo cual limita su alcan-
ce científico.
Entre estos extremos, las «aproximaciones equilibradas» incluyen el marco analítico
de coaliciones promotoras (Advocacy Coalition Framework, conocido por sus siglas ACF),
elaborado por el mismo Sabatier, con Hank Jenkins-Smith (Sabatier, 1988; Jenkins-
Smith y Sabatier, 1993a). El término «promotora» traduce el inglés advocacy, un térmi-
no jurídico para designar la acción de actuar en defensa de alguien o de algo. En este
sentido, las coaliciones promotoras también pueden ser coaliciones de defensa, así como
existen redes de defensa (Keck y Sikkink, 2000). La idea central de este marco analítico
es que las coaliciones promotoras se constituyen a partir de un acervo de creencias
comunes y aprenden del funcionamiento del mundo y de los efectos de intervención
gubernamentales para lograr sus objetivos (Sabatier, 1993). A diferencia del análisis de
redes, este marco procede de manera sistemática para identificar las variables indepen-
dientes desde el inicio del análisis (Jenkins-Smith y Sabatier, 1993b). Aunque ambos se
preocupen por las interacciones entre actores sociales, económicos y políticos, parten
de problemáticas distintas: el análisis de las redes de políticas parte de un enfoque exó-
geno —cómo el Estado se relaciona con actores no-estatales—, mientras que el análisis
de coaliciones promotoras parte de un enfoque endógeno —cómo unos actores estatales
y no-estatales se unen en la acción pública. El ACF no parte de la visión general y aproxi-
mativa según la cual existen redes que ejercen una incidencia política, sino del hecho
que hay un núcleo alrededor del cual se van aglutinando actores. A través de esta agluti-
nación, se conforman las coaliciones promotoras.
Desde este enfoque, lo que explica que el monetarismo y el neoliberalismo se impu-
sieron es el dominio experto que ejercían ciertos actores que ocupaban un lugar especial
en un momento clave. Las ideas se imponen, no solo porque son buenas, sino porque es
el buen momento. La profesionalización de la política hace que el aprendizaje hacia la
política se vuelva un modus operandi para muchos actores de la sociedad civil, del sub-

114
sistema económico y del Estado. Eso va más allá del saber experto en el sentido weberia-
no. Weber consideraba que era suficiente reclutar profesionales por sus méritos para
garantizar que el aparato estatal respondiera a las orientaciones de la alta administra-
ción, la cual es electa y rinde cuentas. Como vimos en el capítulo tres, esta concepción de
la experticia tecnocrática ha quedado invalidada por la experiencia, en particular con el
triple descentramiento y la transformación de la manera de enfrentar problemas por
parte del Estado, que se produjo en los años 1970 y 1980.
El problema inicial radica entonces en definir dónde se forman las coaliciones y el
postulado es que éstas nacen de las creencias de sus miembros. Existen tres niveles
distintos de creencias (Sabatier, 1988 y 1993). Hay creencias fundamentales (por ejem-
plo las creencias religiosas), que constituyen el núcleo ontológico a partir del cual se
forman los juicios, se definen los intereses, los valores. Hay un núcleo epistemológico (el
de las creencias morales), compuesto por una serie de creencias que definen una mane-
ra de ver el mundo, a partir del cual se forman las convicciones políticas y las preferen-
cias ideológicas. Hay un núcleo teleológico (el de las creencias prácticas), a partir del
cual se ajustan las conductas en función de las circunstancias. Entonces, las coaliciones
se forman con base en un núcleo duro de creencias, deciden actuar en función de sus
creencias políticas y actúan en función de su interpretación del contexto, del entorno, de
los actores exógenos, etc.
Para cambiar un sistema de creencias hay que acumular evidencias sobre un perío-
do largo, mediante la «función de ilustración» de la investigación científica (por ejemplo
respecto a la contaminación urbana o las lluvias ácidas). También es posible que haya
un cambio en la distribución de recursos políticos de los actores del subsistema de polí-
tica, a partir de choques exógenos. Los cambios en la distribución de las creencias entre
miembros de una coalición o entre actores del subsistema de política dependen de pro-
cesos individuales, como el cambio de actitudes y conocimientos, la difusión de nuevas
ideas, la circulación en un grupo o un colectivo, y colectivos, como las reglas de acumu-
lación de preferencias y comunicación.
En este sentido, el cambio político depende a la vez de los actores, del entorno y del
sistema político (Sabatier y Jenkins-Smith, 1993b). Depende en primer lugar de las in-
teracciones entre coaliciones rivales, que incluyen a actores de instituciones públicas y
privadas en todos los niveles del gobierno: lo que une a estos actores es que comparten
ciertas creencias fundamentales (objetivos políticos y percepciones causales) y buscan
manejar las reglas, los presupuestos, el personal de instituciones de gobierno para lo-
grar estos objetivos. Depende también de los cambios externos al subsistema de políti-
cas, en las condiciones socio-económicas, las coaliciones sistémicas de gobierno y los
productos de otros subsistemas, que procuran obstáculos y oportunidades a estas coali-
ciones. Depende finalmente de los efectos de parámetros sistémicos estables (como son
las estructuras sociales y las reglas constitucionales) sobre las premuras y los recursos
de varios actores del subsistema de políticas. Las decisiones políticas resultan de la
competencia entre coaliciones promotoras, entonces un cambio de política mayor de-
penderá de la alteración del equilibrio de fuerzas entre estas últimas, que puede venir de
la modificación del contexto socio-económico.
Destacan dos aspectos particulares de este marco analítico. El primero es que el ACF
rompe intencionalmente con una visión jerárquica (top-down), de las políticas públicas
y trata de evidenciar que el proceso viene de abajo hacia arriba (bottom-up) (Sabatier,
1986), no en el sentido de la administración hacia el gobierno, o de los funcionarios
operativos hacia la administración electa, sino desde los actores no-estatales hacia el

115
Estado. Las coaliciones se definen a partir de la comprensión de un problema —lo cual
nos remite nuevamente a la elaboración de agenda— y definen una línea base a partir de
qué quieren los actores o qué creen ellos que hay que resolver; luego, cómo piensan que
se puede resolver este problema. De una vez, se da el paso de la definición de un proble-
ma a la formulación de una solución, a partir de la cual opera esta alianza. Este paso
puede darse en el exterior del poder —cuando se alían actores de la oposición— y conti-
nuar en el ejercicio del poder, por ejemplo a través de la conformación de comisiones de
experticia o de una serie de mecanismos de participación, de difusión de información y
de consulta. Es a priori una coalición de un número bastante restringido de individuos
que, poco a poco, inscriben a la agenda de política un tema alrededor del cual se van a
aglutinar otras fuerzas sociales y políticas, que lo convierten en un eje estructurador de
las políticas.
El segundo aspecto que cabe destacar es que, a través de estas coaliciones, en las
cuales hay una mixidad de actores, se genera un «aprendizaje orientado hacia las políti-
cas» (Jenkins-Smith y Sabatier, 1993b). Existen dos niveles de aprendizaje: uno técnico,
que consiste en sacar lecciones de experimentos del pasado, y uno político, que es una
experticia que permite a ciertos actores conseguir una postura privilegiada en un con-
flicto o en una coalición, jugar un rol clave en un momento dado. Entre los principales
factores de aprendizaje se destacan una mejor comprensión de los objetivos de la acción
y las relaciones causales, así como la identificación y resolución de los retos al sistema
de creencias. El aprendizaje es parte del proceso político e incide en la asignación de
valores. En este sentido, el análisis de las políticas está motivado por valores esenciales
y oportunidades de realizarlos. El rol de la información técnica consiste en alertar a la
gente sobre la manera en que una situación puede afectar a sus intereses y valores. Por
último, el aprendizaje dentro del sistema de creencias de una coalición varía en función
del nivel de conflicto, del posible seguimiento al tema y de la existencia de un foro profe-
sionalizado.
Por supuesto, cualquier proceso político es un proceso de aprendizaje, en el cual se
ajustan las decisiones a partir de las lecciones aprendidas. Pero la importancia del saber
experto en las coaliciones promotoras añade una dimensión a la idea de que uno apren-
de por prueba-error. El rol de los expertos (sean académicos, tecnócratas o profesionales
contratados para una actividad puntual) es central porque es lo que necesitan las coali-
ciones para aprender con el fin de incidir en la política. Precisamente porque las coali-
ciones promotoras se organizan a partir del conocimiento, de la comprensión (que pue-
de ser técnica) de un problema, el aprendizaje recoge una importancia nueva, es parte
constitutiva del proceso político. Por ejemplo, alude a cómo se forman o se capacitan
actores entre los profesionales de la política. Hay dos categorías de expertos: los que se
dedican al trabajo con el Estado, cuyo aprendizaje responde a la vocación weberiana del
servidor público, y los actores de la sociedad civil que se involucran en la incidencia
política, para quien existen cada vez más carreras de altos estudios, incluso en las uni-
versidades donde se forman aquellos funcionarios públicos.
Para un académico es una de las cosas más fascinantes y da lugar a una reflexión
teórica sobre la circulación del conocimiento, las comunidades epistémicas, que desig-
nan a estos actores que circulan, incluso a nivel global, para generar un conocimiento
colectivo (pensemos en las conferencias internacionales, en los congresos y eventos del
sistema de las Naciones Unidas) y colocar ciertos temas a la agenda internacional y
nacional. Hay una reflexión en curso sobre esta conexión entre los niveles internaciona-
les y nacionales a través del conocimiento y de las comunidades epistémicas. También

116
encontramos algo familiar que es una percepción común del problema, una definición
común de la solución y un momento de acción oportuno, que recuerdan las ventanas de
oportunidad de Kingdon. Entonces, el rol de las coaliciones promotoras es acelerar el
proceso de aprendizaje hacia las políticas, para aprovechar la apertura de ventanas de
oportunidad. La mejor manera de acelerarlo es a través de la incidencia política, por
ejemplo el cabildeo, las campañas de opinión pública, la asesoría política o la consulto-
ría, fuera del Estado. Entonces, hay aquí algo adicional a la mera acumulación de cono-
cimiento, y es la orientación hacia las políticas, es decir un conocimiento aplicado, no en
el sentido de una burocracia de Estado, para que este último funcione mejor, sino en el
sentido de una ciudadanía y, más allá de la ciudadanía nacional, de un acervo de redes
transnacionales de defensa y de coaliciones promotoras. Este fenómeno ha llevado a
redefinir el rol de los sindicatos y gremios profesionales, que paulatinamente fueron
desplazados desde los años 1960 por los «nuevos» movimientos sociales (estudiantiles,
feministas, pacifistas, anti-colonialistas, ecologistas e indígenas).
Los temas ambientales son los más afines con esta modalidad de acción pública,
porque atraviesan al conjunto de la vida social e interesan, desde luego, a muchos acto-
res, interpelan a muchos sectores de la sociedad, a nivel individual o colectivo. De hecho
el caso de estudio a partir del cual se elaboró este marco, es la política ambiental en
Estados Unidos. En este sentido, no necesariamente funciona en otros contextos, aun-
que los exégetas de Sabatier insisten en resaltar la diversidad de contextos y de políticas
sectoriales que fueron analizadas con su método (Sabatier y Weible, 2007; Weible y
Nohrsteldt, 2013). Sea lo que fuere, la idea es que para desarrollar la política ambiental
en este país y crear las agencias que hacen efectiva esta política, fue necesaria la forma-
ción de coaliciones promotoras, en las cuales intervienen actores estatales y no-estata-
les. La formación de coaliciones promotoras se puede dar más fácilmente en este con-
texto, debido a la masa crítica de potenciales interesados, de actores que pueden com-
partir creencias ontológicas, epistemológicas y teleológicas, relacionadas con el medio
ambiente. Por otro lado, los temas ambientales involucran a la comunidad científica en
el diagnóstico de los problemas ambientales, a nivel de ingenieros, biólogos, ecólogos,
climatólogos.
Un ejemplo emblemático de este proceso es la puesta a la agenda del cambio climá-
tico, pero hay otros casos, como el de los derechos indígenas, que demuestran que hay
una incidencia desde el exterior (en particular desde los foros internacionales) para
presionar los gobiernos nacionales y originar políticas nacionales (Fontaine et al., 2007).
Los problemas ambientales no nacieron con el cambio climático. Desde el siglo XIX hay
movimientos de conservación para proteger ciertas áreas y desde los años 1960 existen
movimientos sociales en Estados Unidos y en Europa, que se movilizan para desarrollar
políticas y normas ambientales. Pero el cambio climático introduce una nueva dimen-
sión al problema, por ejemplo con el panel intergubernamental sobre el cambio climáti-
co (IPCC, por sus siglas en inglés), que nace como una coalición promotora y es una de
sus expresiones más sofisticadas: nace a nivel gubernamental y operativiza sus relacio-
nes entre comunidad científica y Estado a nivel internacional y local, a través de las
reuniones de la conferencia de las partes (COP), de comités nacionales, de informes
publicados regularmente.
El problema con el análisis de redes era que nos quedábamos en una indetermina-
ción de lo que estamos analizando: ¿el principio activo que las mueve? ¿la manera en
que funcionan? ¿o la manera en que actúan sobre otra cosa? No faltan las modelizacio-
nes muy sofisticadas, tomadas de la cibernética y de la teoría de los sistemas, para lograr

117
caracterizar las redes con baterías de indicadores que no dejan de ser muy inestables,
puesto que lo propio de una red es que se transforma constantemente. En cambio, las
coaliciones interactúan con sistemas particulares, con políticas particulares, entonces
es fácil identificar su agenda. Además, tienen un grado de estabilidad en el tiempo,
basado en el principio de aprendizaje hacia la política, que permite rastrear sus accio-
nes. De hecho, el marco analítico de las coaliciones promotoras adopta una perspectiva
de mediano o largo plazo en el proceso político, no se interesa por procesos de dos años,
sino de diez años o más. Encontramos una dimensión de red en las coaliciones promo-
toras, pero estas últimas son más fáciles de analizar porque partimos de un principio
definitorio más preciso. No pensamos la configuración de actores en función de su ac-
ción, de su modus operandi, sino en función de su identidad, lo que permite ver cómo se
hacen y se deshacen coaliciones, más allá e independientemente del rol que tienen en la
política, del efecto que generan.

Las políticas como paradigmas

Yves Surel se inspira de Hall, para subrayar la importancia de las ideas en las políti-
cas públicas y mostrar que, en coyunturas particulares, la influencia de actores que
defienden ciertas ideas determina un cambio en el curso de las políticas públicas (Surel,
2000). En esta perspectiva, las políticas se asemejan a las ciencias, por sus principios
metafísicos generales, sus hipótesis, sus metodologías y sus instrumentos específicos
(Surel, 2008). Los principios generales de una política pública son una imagen que la
estructura, fruto de las operaciones de categorización y definición de la realidad. Sus
hipótesis abarcan las normas de acción de las autoridades públicas mediante las cuales
los actores definen qué tipo de operaciones o acciones parecen satisfactorias o legíti-
mas. Sus metodologías consisten en definir qué tipo de relaciones entre el Estado y el
sector interesado se consideran más adecuadas en una situación dada, sean éstas de
coerción, mediación o concertación. Por último, los instrumentos de una política públi-
ca son consistentes con los otros tres elementos del «paradigma» pero no subordinados.
La fase de emergencia de los problemas públicos y de inscripción a la agenda política
correspondería al periodo precientífico de Kuhn. Por otro lado, existiría una fase de
«política pública normal», en la cual se indican los problemas que pueden considerarse
legítimamente y donde las relaciones de fuerza, las representaciones y los modos opera-
tivos son legítimos, que corresponde a la fase de «ciencia normal», en la cual se estabili-
za un paradigma científico. Finalmente, los problemas políticos que provocan una pér-
dida de referentes e instrumentos son el equivalente a las fases de crisis, anomalía o
perturbación del paradigma, al origen de las revoluciones científicas.
Por ejemplo, el estudio de la política del libro inaugurada por el gobierno socialista
en Francia en 1981 muestra cómo el vacío que nace del abandono de unos principios y
valores legítimos puede llevar a la construcción de una nueva matriz cognitiva, siguien-
do un cambio similar a un cambio de paradigma científico (Surel, 1997). La incapaci-
dad de los instrumentos y principios políticos vigentes de resolver los problemas plan-
teados originó una «crisis de política», es decir una fase de la acción pública en la cual la
ausencia de consenso alrededor de la matriz cognitiva conllevó a una débil estructura-
ción y una difícil legitimación de las políticas públicas. En ese momento, la acción públi-
ca ya no logró garantizar la regulación del sector interesado. La nueva política del libro
fue antecedida por una crisis sectorial caracterizada por el estancamiento del volumen

118
de ventas del sector editorial en los años 1970 (tras un crecimiento sostenido en la déca-
da anterior), una creciente concentración de la producción y de la distribución, así como
un cambio en la valoración del libro, que pasó de ser una obra de arte por volverse un
producto cultural de consumo masivo. La resistencia de los editores literarios a esta
tendencia, ahondada por el crecimiento de la gran distribución llevó a la creación de
una asociación por el precio único, que defendía una concepción particular del libro y
difundió el lema «el libro no es un producto cualquiera». Ellos aparecieron entonces
como los mediadores legítimos de las reivindicaciones de los actores tradicionales del
sector y reclamaron una reforma de la legislación de los precios. En un primer momento
este movimiento colectivo no consiguió imponer su visión del problema y sus solucio-
nes, pues en 1979 se liberalizó el precio del libro a nombre del libre mercado. Sin embar-
go, tras la alternancia política y la elección del socialista François Mitterrand a la Presi-
dencia de la República, en 1981, se dio un cambio de política mediante la adopción de
una ley sobre el precio único del libro, que sigue vigente hasta la fecha.
Según Surel, este cambio de política constituye un cambio de paradigma. En esta
etapa, gracias al apoyo del jefe del ejecutivo al Ministro de la Cultura, se llevaron a cabo
negociaciones interministeriales (entre los ministerios de la Cultura, de la Justicia y de
las Finanzas) para sancionar los contraventores. La normalización del dispositivo regu-
latorio conllevó a una estabilización de las nuevas estructuras normativas y cognitivas y
de las alianzas en el «campo del libro». Este proceso coadyuvó a circunscribir los con-
flictos a la estricta aplicación de la ley, sin poner en cuestión el texto de ley ni el principio
«el libro no es un producto cualquiera». Desde luego, la implementación de la política se
puede asimilar a un proceso de aprendizaje del grado de conflictos en el «campo del
libro» y de las relaciones entre los actores en el nuevo paradigma de política, en el cual
las alianzas se arraigan en creencias y principios de acción comunes.
Este estudio muestra también que la política puede determinar las orientaciones de
las políticas de gobierno. En efecto, Surel (2006) observa que la agenda política del
candidato a la elección presidencial —al sufragio universal directo, con una votación
uninominal a dos vueltas— varía en función de las etapas del ciclo electoral. Ésta se
extiende al inicio de una campaña para incrementar la clientela electoral, se contracta
pocas semanas antes de la primera vuelta para marcar la diferencia con el programa de
los demás candidatos y se vuelve a ampliar tras la segunda vuelta, para dar prueba de la
capacidad de acción del candidato electo y cumplir con las promesas a sus clientelas
privilegiadas. Además, la persistencia de la división entre candidatos de izquierda y
derecha introduce una dimensión cualitativa por el efecto pendular de las alternancias
en el poder, que abarca la naturaleza de las políticas y la estructura del gasto público.
Los gobiernos de izquierda serían más propensos a llevar a cabo políticas sociales finan-
ciadas por un aumento del gasto público, mientras que los gobiernos de derecha serían
proclives a políticas fiscales más rigurosas y una reducción de la intervención del Esta-
do. En tercer lugar, habría una razón objetiva para que los actores políticos y adminis-
trativos incidan en las políticas públicas, y es su voluntad de ser electos o reelectos. Ellos
lo conseguirían mediante tres tipos de comportamientos, al hacer «buenas políticas» (es
decir al tomar decisiones que satisfacen criterios ideológicos y morales, orientadas por
una voluntad de beneficiar al conjunto de la comunidad), al reivindicar el mérito de
haber tomado las buenas decisiones (credit claiming) o a limitar las percepciones nega-
tivas de la ciudadanía y de los grupos afectados por sus medidas políticas (blame avoi-
dance). Por último, la relación entre la política y las políticas públicas sería circular,
puesto que las anticipaciones de exigencia electoral (por los electos) influyen en el con-

119
tenido de las políticas y que las consecuencias de una política pública influyen en las
preferencias de los actores en el poder, que ajustarían sus estrategias de manera idónea.
El cambio de paradigma se da en función de una confrontación de las posibles expli-
caciones del mundo, que pasa por varias etapas (Hall, 1993; Surel, 2008). En una prime-
ra etapa, estas explicaciones coexisten, sin que una domine a las demás. En una segunda
etapa, se empiezan a comparar y se confrontan las virtudes explicativas de cada una, lo
que genera comunidades y escuelas. Hay un momento en el cual una de estas interpreta-
ciones domina a las demás y se renuncia progresivamente a estas últimas y se impone
un paradigma. En este momento, que antecede el cambio de políticas, hay una discu-
sión sobre las virtudes explicativas; y la capacidad de resolver problemas de varias op-
ciones de políticas se confronta al ritmo de las alternancias en el ciclo electoral, hasta
que se imponga la idea según la cual estas políticas —entendidas como teorías— no son
satisfactorias y no permiten resolver los problemas que enfrenta el gobierno. Entonces
aparecen actores no-estatales, actores que no eran parte del proceso de toma de decisión
o actores que asumen un rol más importante que en el pasado (los medios de comunica-
ción, y entre ellos, ciertos periodistas, expertos, etc.) y se instaura un debate público
sobre opciones que, hasta ese entonces, no eran debatidas.
Por ejemplo, la privatización de ciertas empresas públicas, la terciarización de cier-
tos servicios públicos, soluciones que no estaban contempladas, ni siquiera por los conser-
vadores, pues no eran aceptables dada la representación del problema. Para ser más
explícito, en los años 1970, en los países de la OCDE creíamos todavía dos cosas: por un
lado, el crecimiento económico era infinito y desde luego se trataba de reanudar con él
para salir de la crisis; por otro lado, los estados eran soberanos y todavía las políticas
económicas se decidían dentro de las fronteras nacionales. Ahora bien, esta representa-
ción ya empezó a perder validez, en particular con el doble choque petrolero, y se volvió
cada vez más ficticia con la desregulación de los mercados financieros promovida por la
ideología neoliberal. Es en ese momento, entre 1979 y 1981, que se impuso la idea según
la cual la resolución de la crisis económica pasaba por el desmembramiento del Estado
de bienestar social.
Hasta ese entonces, todavía se pensaba, desde la derecha o desde la izquierda, en
¿cómo salvar el Estado de bienestar social? Para los autores del «Informe sobre la gober-
nabilidad de las democracias» (Crozier et al., 1975) era exactamente esto el problema:
¿cómo salvar la democracia, que en ese momento estaba inextricablemente asociada
con el Estado de bienestar social, en un contexto de crecientes amenazas y de menores
capacidades económicas del Estado? Cinco años después de la publicación de este infor-
me, se impuso la idea en muchos países según la cual la resolución del problema pasaba
por un reinvento, una restructuración del Estado. ¿Cómo una idea pudo imponerse y
dar lugar a un giro de esta magnitud, que abarcó hasta a los países latino-americanos?
Esto, según Hall, se dio por el rol de ciertos actores en las arenas públicas, en los foros
públicos, que se impusieron como actores clave (Hall, 1993).
Por ejemplo, hubo un desplazamiento de la decisión en materia de política económi-
ca, dentro del gobierno británico, cuando aparecieron actores no-estatales que incidie-
ron en la decisión y que colaboraron con el gobierno para ejecutarla. Esto no era com-
pletamente nuevo, pero era fundamentalmente diferente de cómo funcionaba el Estado
antes. Tradicionalmente, el Estado funcionaba a partir de mecanismos de representa-
ción e intermediación, que algunos asimilan al pluralismo político o al corporativismo,
según el contexto local. Existían canales de interlocución entre el gobierno y la sociedad,
que encarnaban los sindicatos, los gremios profesionales, las asociaciones, etc. Lo que

120
cambió en el proceso de interlocución es la naturaleza de la legitimidad de los interlocu-
tores del gobierno, que en gran parte iba a descansar, a partir de los años 1980, en su
capacidad económica y técnica de resolver problemas.
Eso fue una ruptura paradigmática. Una cosa es, como gobierno, interactuar con
representantes electos y con cierto poder representativo, delegativo, otra cosa es hablar
con actores que tienen la chequera. En particular, eso vale en la implementación de las
políticas. Por ejemplo, en la política de salud, los interlocutores cambiaron de identidad.
En el momento del corporativismo estos últimos eran médicos, gremios profesionales
de la rama, asociaciones de usuarios. De lo que se discutía era del servicio público, no se
cuestionaba su naturaleza de servicio público, se discutía de sus modalidades. Con el
gobierno de Thatcher, la política de salud ya no se negociaba con estos actores, o mejor
dicho estos actores se habían convertido en los adversarios, los interlocutores eran acto-
res privados que estaban en condición de asumir la responsabilidad, por ejemplo de la
gestión de los hospitales, o la prestación de los servicios de salud. Y su capacidad de
asumir este rol no dependía de una legitimidad política ni corporativa, dependía de una
capacidad financiera y técnica. Lo mismo ocurrió en los sectores de las telecomunica-
ciones, de los ferrocarriles, de la industria aeronáutica (etc.), en todo lo que se conside-
raba como el dominio estratégico del Estado. El desmembramiento del Estado de bien-
estar social pasó no solo por la reducción de las prestaciones sociales, sino también por
la restructuración del servicio público.
Al fin y al cabo, la analogía entre las políticas públicas y los paradigmas científicos es
atractiva en el sentido metafórico, pero carece de precisión analítica, lo cual la vuelve
difícilmente generalizable. En realidad, Hall considera que la noción de paradigma es
más fácil de aplicar en los campos que involucran temas muy técnicos y un conocimien-
to muy especializado, como es el caso del control de armamento, de la regulación am-
biental o de la política energética (Hall, 1993). Por otro lado, el carácter ambiguo de las
políticas públicas marca la diferencia entre un paradigma de política y un paradigma
científico. De hecho, Surel admite que el impacto coyuntural de las variables políticas
sobre el contenido de las políticas públicas queda indeterminado, puesto que se obser-
van medidas progresistas en el ámbito social llevadas a cabo por gobiernos de derecha y
medidas de rigor económico impuestas por gobiernos de izquierda. Irónicamente, el
cambio de paradigma que él observa en 1981 a propósito de la política del libro en
Francia antecede de poco la recomposición del gobierno al giro neoliberal de 1983. Ello
muestra que el proceso de aprendizaje que observamos en el ámbito de una política
puede proceder de un bricolaje, más que de una aproximación global y sistemática. Por
ello, algunos autores prefieren recurrir a la noción de «referencial», para caracterizar la
importancia de las ideas en las políticas públicas.
Un referencial consiste en un acervo de creencias, valores y técnicas que estructuran
el escenario de las políticas públicas y aparece como un conjunto de recetas probadas,
que se supone responden a los problemas (Jobert, 1985; Jobert y Muller, 1987). Un refe-
rencial global es la concreción de un debate de ideas. Por ejemplo, cuando analizamos
una situación que procede de un choque externo —como la emergencia de nuevos com-
petidores, una subida del precio del petróleo o una crisis financiera— los términos de la
discusión no están dados por este choque (excepto por el hecho de que este afecte a la
competitividad de un sector o una rama). La manera de interpretarlo, valorarlo y en-
frentarlo no depende de la relación de causa-efecto entre dos variables, depende tam-
bién de un sistema de alerta temprana y del momento cuando uno se percata del carác-
ter irreversible de este evento. De hecho, hay políticas que apuntan a cerrar el mercado

121
para proteger la industria local, como fue el caso de las políticas agrícolas y pecuarias
hasta los años 1990, por problemas de soberanía alimentaria, de seguridad nacional, de
independencia. Entonces la importancia dada a este problema de competencia es una
construcción social, es producto de representaciones y deliberaciones, a través de refe-
renciales.
Un ejemplo clásico de referencial global es el «referencial de equilibrio», que se adoptó
en Francia hasta los años 1930, encarnado por un Estado poco intervencionista, garante
del sistema de estándar de oro y preocupado por el desarrollo científico y técnico, del
equilibrio social que otorgaba un lugar central al campesinado y del imperio colonial.
Tras entrar en crisis con la debacle de 1940 y la Segunda Guerra Mundial, este referen-
cial fue sustituido por un «referencial de modernización», traído por las elites proceden-
tes de la Resistencia y encarnado por el Estado de bienestar (État Providence), que desa-
rrolló políticas keynesianas y nuevos instrumentos como el plan o la contabilidad nacio-
nal, en un contexto de violencia armada y de guerras coloniales. La crisis de la década de
1970 acabó con este modelo y el referencial fue sustituido por un «referencial de merca-
do» en los años 1980, que cuestionaba el papel del Estado en el proceso de elaboración
la economía y en el conjunto de las políticas sectoriales, refundió el servicio público para
abrirlo a la economía.
Haciendo a su vez un paralelo con la las revoluciones científicas, Bruno Jobert con-
trapone las controversias al interior de un mismo referencial con las controversias en
torno al referencial (Jobert, 1992). Se puede ver a la sucesión de referenciales como una
batalla de ideas, en la cual se oponen los partidarios de visiones contrastadas del mundo.
En este caso, los cambios son marginales —«periféricos», en términos de Jobert— y
afectan el clima ideológico, sin poner en cuestión los principios y las estrategias que
constituyen el núcleo duro de la lógica de acción. Los indicadores de esta transforma-
ción pueden ser la oposición de los financieros y los funcionarios del Estado, la desco-
nexión de lo social y lo económico a nombre de la defensa de la competitividad de las
empresas y la creación de nuevas agencias, por ejemplo para proteger a los desemplea-
dos. La influencia de las ciencias sociales en el proceso político se ejerce a través de esta
evolución del clima ideológico y los términos de referencia a partir de los cuales se
definen las orientaciones y estrategias de acción. En cambio, la sustitución de políticas
económicas keynesianas por las monetaristas puede ser analizada como un cambio de
referencial.
Sin embargo, la analogía entre referencial y paradigma tiene sus límites. En efecto,
un referencial político contribuye ante todo a limitar los conflictos y las contradicciones
que amenazan la cohesión social; obedece a imperativos contradictorios de legitimación
y regulación, de tal modo que consiste más en una marcha a tientas y acciones simbóli-
cas que en un proceso de aprendizaje sistemático (Jobert, 1992). Pierre Muller añade
que las condiciones de invalidación de los referenciales difieren de aquellas de los para-
digmas (Muller, 2006). Mientras que la invalidación de un paradigma depende una prueba
de averiguación experimental, la invalidación de un referencial depende de la transfor-
mación de las creencias de los actores involucrados. Un cambio de referencial puede
intervenir simultáneamente en varios países pero sigue modalidades distintas en cada
caso. Asimismo, las modalidades concretas de la construcción de una nueva matriz cog-
nitiva y normativa quedan indeterminadas. Por ejemplo, las políticas de jubilación ilus-
tran la efectividad de un referencial global y la especificidad del camino adoptado. De
igual manera, la privatización de una empresa estatal, en un país, mientras otra sigue de
propiedad pública, en otro, ilustra la importancia del rol de los actores, entre otras cosas

122
de los sindicatos profesionales.
Este rol varía en función del tipo de foros en el cual intervienen los actores, constru-
yen y expresan una relación al mundo en función de la manera en que ellos perciben la
realidad. En el caso del «giro neoliberal», se pueden identificar tres foros complementa-
rios donde actores de distintos ámbitos contribuyeron a la construcción del nuevo refe-
rencial global (Jobert, 1994; citado en Muller, 2006: 85). Cada uno funciona de manera
específica y con actores diferentes. En el foro «científico», los economistas cuestionaron
el paradigma keynesiano y las fallas de la acción pública. En el foro «de comunicación
política», los electos y los medios de comunicación masiva procedieron a reformular la
retórica política, exaltando la competitividad económica en contra de los bloqueos so-
ciales. En el foro de «comunidades de políticas», los expertos confeccionaron las recetas
a partir de las cuales se elaboraron luego los programas de acción pública.
Muller asume con Jobert que el cambio de referencial es consecuencia de una diso-
nancia cognitiva en la relación entre lo global y lo sectorial, o de un desfase con el marco
de interpretación global de una sociedad, el referencial global (Muller, 2000). Este desfa-
se se vuelve insoportable porque la matriz cognitiva que estructura el sentido de la polí-
tica y la acción ya no permite a los actores interpretar su relación al mundo ni actuar en
él. Por lo demás, para Muller, las políticas públicas no consisten en resolver problemas,
puesto que no existe un consenso alrededor de la definición de estos últimos, ni de la
relación causal entre ellos y los síntomas por tratar y que tampoco se puede medir los
efectos de una política sobre la sociedad. Los problemas públicos y las apuestas (issues)
se procesan a través de decisiones, acciones y prácticas que remiten a unos universos de
sentido y comportamientos diversos. Cada apuesta da lugar a la creación de sistemas de
acción, dentro de los cuales intervienen unas coaliciones para transformarla y cargarla
de sentido.

La teoría crítica

No todos los actores tienen la misma capacidad de incidir en la orientación de la


acción pública, ni tampoco de opinar sobre sus resultados; ni siquiera dentro de un
gobierno todos tienen el mismo poder para orientar una política. Estos dos niveles de
interacción exógeno —entre actores estatales y no-estatales— y endógeno —entre acto-
res estatales o entre actores sociales— cubre el abanico de los enfoques cognitivistas. Si
asumimos que los actores sociales y económicos interactúan con el Estado para provo-
car o resolver conflictos, facilitar u obstaculizar políticas públicas, debemos admitir que
en estos juegos de interacciones hay una relación de poder.
¿Qué significa el poder en el análisis de políticas públicas? Hay una dimensión parti-
cularmente interesante de esta problemática, que marca una diferencia epistemológica
con la tradición positivista, y es el hecho de tomar en cuenta los obstáculos a la imple-
mentación de las políticas, que surgen desde la sociedad. Hoy quizá nos parezca una
banalidad decir que el Estado no es el único actor del proceso, pero para llegar a esto
tuvimos que pasar por una suerte de momento de indefinición. Recordemos la tipología
que contrapone el análisis de políticas desde la sociedad al análisis desde el Estado
(Mény y Thoenig, 1992; Roth, 2014). Esta división clásica en ciencias sociales, que co-
rresponde grosso modo a una división de trabajo entre la sociología y la ciencia política,
muestra que no hay un dominio reservado en el análisis de políticas públicas ni por la
ciencia política ni por otra disciplina. La ciencia política puede abarcar tanto a la filoso-

123
fía política (y la discusión sobre el buen gobierno, las buenas instituciones, etc.), como al
estudio del funcionamiento del Estado (y a preguntas menos normativas sobre la demo-
cracia, los partidos políticos, etc.); y la sociología, desde Weber, se preocupa por la admi-
nistración pública y el Estado, como producto de interacciones sociales (con preguntas
sobre cómo el Estado facilita, protege o desvirtúa estas interacciones). En el debate
teórico de estas disciplinas hay cierta tentación en privilegiar los problemas resueltos o
que se pueden resolver a corto plazo, antes que los problemas estructurales, de los que se
preocupa la tradición estructuralista.
En la filosofía política de Karl Marx, hay una premisa clave que manifiesta que hay
un sentido de la historia y que este sentido está dado por la lucha entre dos clases (la que
posee los medios de producción y la que posee solo su fuerza de trabajo) (Marx, 1970).
Entonces, analizar las políticas públicas desde esta premisa solo puede hacerse entran-
do en una perspectiva historicista y preguntándose cuál es la contribución de éstas al
sentido de la historia, como lo plantean los neo-marxistas. Las políticas son un instru-
mento de poder al servicio de una clase social, por lo tanto el análisis de políticas es
instrumentalizado por esta clase (Poulantzas, 1975).
El hilo conductor que se busca con la teoría crítica consiste en ver en qué momento
está el problema del poder entre dos o más actores. Esto puede ir hasta un constructivis-
mo radical, que consiste en decir que ninguna política pública se sostiene de por sí, pues
es producto de una confrontación entre dos o más visiones del mundo, en torno a la
construcción de sentido. La identificación del problema de las percepciones en el análi-
sis de políticas públicas nos invita a pensar el rol del lenguaje y del discurso (como
categorías analíticas) en relación con el poder, las instituciones y procesos como el ciclo
de las políticas o los conflictos sociales. En ello está muy presente la teoría de la acción
comunicativa de Habermas, que figura entre las principales referencias en el «giro argu-
mentativo» (Healey, 1993; Forester, 1993; Dunn, 1993; Fischer, 2009).
En la propuesta de Habermas de explicar las interacciones sociales a partir de una
racionalidad comunicativa, no se ve a los individuos como actores racionales instru-
mentalmente, que adecúan los medios a sus fines, sino como actores que, por el hecho
de vivir en colectividad, buscan el entendimiento mutuo (Habermas, 2001). Si asumi-
mos esto, el problema del lenguaje se vuelve constitutivo de las políticas públicas. Por
ejemplo: ¿qué significa el desarrollo para los distintos actores involucrados o afectados
por las políticas de desarrollo? Cada uno tiene una concepción subjetiva del desarrollo y
expresa esta noción a través de un lenguaje propio, en este sentido, el lenguaje y las ideas
que este expresa cuentan tanto como los intereses y las instituciones. Observamos una
constante interpretación de las situaciones por parte de los actores, lo cual nos lleva a un
problema clave para el análisis de políticas. En efecto, podemos asumir que el grado de
complejidad de un problema tiene incidencia en su percepción y su comprensión, así
como en las soluciones posibles que promueven los actores de la política. Adicionalmen-
te, la cercanía del efecto de una política también tiene efecto en la percepción de un
problema y en sus posibles soluciones.
Detrás del lenguaje y de las prácticas, está la subjetividad de los actores no-estatales,
en particular aquellos directamente afectados por las políticas. Lo que dicen Fischer y
sus seguidores es que es hora que las ciencias sociales (en particular las que se interesan
por las políticas públicas) tomen en serio estas percepciones y las prácticas que de ellas
derivan, para que el ejercicio tenga relevancia para la sociedad (Fischer y Forester, 1993a).
Ya no es solamente un problema de democracia, como lo era en la época de Lasswell y
Simon, sino también un problema de cómo pensar el futuro de la sociedad y el rol de las

124
políticas públicas en este futuro. No es una casualidad que muchos de los autores pre-
ocupados por las ideas en las políticas, partieron del estudio de las políticas ambienta-
les, de problemas ambientales o de conflictos ambientales, pues lo ambiental como pro-
blema societal es quizás el más universal de todos (Roth, 2014; Hajer y Wabenaar, 2004;
Roe, 1994). Algunos incluso plantean que el nuevo referencial global que se impuso en
los años 1990 es el de la «sostenibilidad» (Jobert, 2008). En su concreción, hasta las
políticas de lucha contra el hambre y la pobreza están relacionadas con el medio am-
biente, así como las políticas energéticas, industriales, agrícolas, de transporte o de or-
denamiento territorial.
Sin embargo, este intento de pasar de la teoría de la acción comunicativa a una
teoría de la construcción de sentido y de poder entre actores del proceso política plantea
una serie de problemas epistemológicos y metodológicos. En particular, si considera-
mos que la teoría de la acción comunicativa es una macro-teoría, su mayor debilidad es
que no contempla los pasos intermedios con una metodología de investigación, que
permitirían comprobar sus argumentos (Habermas, 2001). La discusión que tenemos
sobre los procesos políticos y las políticas públicas es una discusión empírica. En otros
términos, es muy discutible trasladar premisas y conclusiones de una metafísica al aná-
lisis empírico. El mismo Habermas advierte que su teoría del derecho y la ética discursi-
va atañe a la fundamentación del derecho, es parte de una teoría fundacional, no prácti-
ca (Habermas, 2010; Fontaine, 2010: 68-76). Aplicar una discusión sobre los principios
a una situación práctica implicaría por ejemplo dar nombres y apellidos a los deliberan-
tes de la «situación ideal de habla», lo que está explícitamente descartado por la teoría.
Desde el momento en que nos ubicamos en una situación empírica, por ejemplo para
defender intereses de clase, deja de existir esta situación y deja de existir el razonamien-
to sobre las mejores instituciones posibles.
Desde luego —y esto es muy común en los análisis cognitivistas— la teoría sirve
como amparo pero no ayuda a explicar lo que se observa. Lo que invalida científicamen-
te este intento es que multiplica las descripciones de relaciones estructurales de poder,
sin probar sus efectos empíricamente. Procuran descripciones lineales de cómo se to-
maron las decisiones que llevaron a tal o tal resultado, pero aparte de llamar la atención
sobre estas relaciones, no las explican ni explican sus efectos. Esto es una debilidad
mayor para una teoría, pues si ésta no pasa de describir una realidad sistémica en telón
de fondo de la acción pública, si no nos ayuda a entender mejor los elementos explicati-
vos de la realidad inmediata, entonces es una teoría de alcance limitado.
En el capítulo tres, vimos cómo se había dado un cambio en la concepción del rol del
Estado de una concepción tradicional jerárquica a una concepción de la política desde
abajo. Esto nos lleva a una discusión que va mucho más allá del análisis de políticas
públicas, que remonta al inicio de la modernidad, a finales del siglo XVIII, con la defini-
ción del Estado y del gobierno. Lo que estamos haciendo ahora con esta reversión de las
relaciones entre el Estado y la sociedad es repensar el Estado; y mucho de la literatura
viene de esta reflexión en sociología política, para pensar al Estado de otra manera que
cómo lo pensaron los filósofos de la Ilustración y los constitucionalistas que siguieron.
Un punto central de esta discusión es el lugar de la participación en el Estado. La mane-
ra en que se ha debatido de esto en América Latina desde la década del 2000 es a través
de asambleas constituyentes. Esto ha sido el lugar privilegiado para reformular o repen-
sar el Estado de abajo hacia arriba.
Así es como hemos inventado nuevas modalidades, por ejemplo la noción de Estado
plurinacional en Bolivia y Ecuador, nuevos derechos, como en el caso extremo de los

125
derechos colectivos, los derechos específicos de los pueblos indígenas en Colombia en el
1991, en Guatemala tras los acuerdos de paz, etc. Hemos inventado nuevas modalidades
de separación de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, creando por ejem-
plo un poder de control social y un poder electoral en Ecuador. Esto marcó el retorno a
una idea primordial en Montesquieu, según la cual la mejor garantía contra un gobierno
autoritario es la división de los poderes. Esta división se va a declinar a nivel local, no
pensemos que el Estado se reforma solo a nivel central. La reforma del Estado pasa, por
supuesto, por una reforma de la administración central, pero también por una reforma
de los organismos seccionales y de las relaciones entre estos últimos y el gobierno cen-
tral, con la transferencia de competencias y la desconcentración de recursos.
En esta manera de abordar el problema aparece más que nunca la dualidad en la
literatura entre los enfoques sociológicos y los enfoques politológicos de análisis de po-
líticas públicas. Encontramos este problema con la literatura sobre la participación, que
algunos ven como una nueva modalidad de hacer política (Fischer y Forester, 1993b;
Isunza Vera y Olvera, 2006a; Mariñez y Garza, 2009; Mariñez, 2011). Según si pensamos
la participación ciudadana en términos sociológicos o politológicos, no vamos a ver el
mismo fenómeno ni los mismos problemas. Desde luego, es muy difícil estructurar un
marco teórico, elegir un método de análisis cuando hay dos posturas tan diferenciadas.
Empecemos con la idea según la cual la sociedad civil aspira a participar en los
procesos políticos (Isunza Vera y Olvera, 2006b). Esta idea parte de una premisa implí-
cita, y es que la sociedad se inclina naturalmente hacia la democracia y esta inclinación
se expresa en una voluntad de participar en el espacio público y democratizar las orga-
nizaciones. Sin embargo, más allá del sentido común, se plantea el problema de qué
estamos dispuestos a sacrificar para defender la democracia contra tendencias autorita-
rias de cualquier índole. En particular, esto explica por qué hay profesionales de la polí-
tica, no solo en los partidos políticos, los activistas de la sociedad civil, actores que
valoran esta actividad por encima de otras (cuidar su familia, practicar deportes, estu-
diar, etc.). Con esta profesionalización de la política, se limita la dimensión participativa
de la democracia directa, por ello la democracia directa no es sino una utopía. Puede
existir en el imaginario colectivo una comunidad política ideal en la cual todos partici-
pan a la toma de decisiones, como en la antigua Atenas o en la Ginebra de Jean-Jacques
Rousseau. Pero ni siquiera en aquellas épocas todos los miembros de la comunidad eran
ciudadanos, los esclavos en Atenas no eran ciudadanos, los hombres sin patrimonio no
eran ciudadanos en Ginebra, las mujeres no eran ciudadanas. La utopía de la participa-
ción de todas y todos en la política no tiene contraparte empírica en la historia.
Hasta aquí con la concepción sociológica de la participación. ¿Cuál es la dimensión
politológica detrás de esto? Apunta a una mayor responsabilidad de los electos, a una
mayor transparencia de los procesos, a una mayor efectividad y eficiencia de las políti-
cas, pues a través de la participación de los interesados o afectados, una política gana en
legitimidad, los conflictos se mitigan (Peruzzotti, 2006). El asociarlos a la toma de deci-
sión y a la ejecución de la misma permite proceder a una suerte de ajuste fino de las
relaciones, día a día, para anticipar los problemas que pueden surgir. El caso de la mine-
ría es un buen ejemplo (Cisneros, 2011). En lugar de negociar directamente concesiones
con las empresas mineras, con base en un código minero y un programa de gobierno,
involucremos a los posibles afectados a que nos ayuden a anticipar los problemas am-
bientales y sociales. Es decir que pasamos de una relación vertical potencialmente con-
flictiva a una relación horizontal más cooperativa. En este sentido, aunque al Estado no
le interese a priori fomentar la participación ciudadana, sí la necesita porque a mayor

126
participación mayor legitimidad del gobierno y de las políticas y menos efectos no-de-
seados de las decisiones y de las políticas.
Entonces, para la sociología política, la participación ciudadana es un tema clave
para estudiar las políticas públicas. Sin embargo, no hemos desarrollado los métodos
adecuados para analizarlo, lo cual nos lleva a una reflexión final al respecto. A la hora de
analizar la participación y la incidencia de los actores no-estatales en las políticas públi-
cas, hay que evitar caer en un razonamiento normativo y circular. En efecto, la idea
utópica de que la participación es un remedio a muchos malos —entre los cuales la
tiranía, el neoliberalismo, la inequidad— es una falacia. La democracia se define preci-
samente por la universalidad del derecho de voto y luego se desarrolla, hay grados de
democracia, no todos los regímenes democráticos son iguales, hay regímenes más o
menos democráticos. Pero no existe una relación causal entre el grado de participación
ciudadana y el grado de democratización de una sociedad. Por lo contrario, en muchos
procesos participativos resurgen los monstruos de la sociedad, lo que Weber llamaba las
fuentes de legitimidad del orden, religiosas, carismáticas o coercitivas (Weber, 2002).
Por otro lado, es circular afirmar, por un lado, que la participación es una variable
independiente de la calidad de la democracia (o que el sistema más democrático es el
sistema que da más espacio a la participación social) y, por el otro, que a mayor calidad
mayor propensión a la creación de redes y coaliciones. Este razonamiento responde a
una visión ideal de lo que debería ser el proceso político, y por querer que sea más
participativo, se consideran los elementos no-participativos de este proceso como tantos
limitantes, falencias, debilidades de la democracia.

Al fin y al cabo, hay muchas disciplinas interesadas en formular una nueva propues-
ta teórica para el análisis de políticas públicas: la historia, la ciencia política, la sociolo-
gía, pero también la economía están hoy atravesadas por este debate y se trata precisa-
mente de aplicar ciertos métodos comunes, equiparables, en distintas disciplinas. Es así
como el neoinstitucionalismo penetra otros campos mediante las teorías de la regula-
ción, de los regímenes y de los costos transaccionales. La discusión de teorías proceden-
tes del paradigma conductista (como la elección racional) y del cognitivista (como la
teoría crítica) desde enfoques neoinstitucionalistas da lugar a teorías y métodos cada vez
más robustos. La capacidad de procesar objeciones, problemas de otras disciplinas y
otros enfoques teóricos es lo que precisamente califica una teoría para convertirse en
paradigma. Una teoría que no puede procesar eso es una teoría de rango medio. Al revés,
una teoría que es capaz de procesar las discusiones y adecuarse, adaptar sus hipótesis y
conclusiones a estas objeciones está muy calificada y encuentra cada vez un mayor nú-
mero de adeptos, genera cada vez más estudios empíricos que acogen sus métodos.

127
Capítulo 5

Métodos

En este capítulo revisaremos los principales métodos elaborados para analizar las
políticas públicas, tomando en cuenta los enfoques teóricos que vimos en el capítulo
anterior. La primera sección está dedicada a problemas metodológicos generales. Em-
pezaremos con una discusión sobre las implicaciones de las inferencias inductivas y
deductivas, luego discutiremos de la relación entre métodos cuanti- y cualitativos, final-
mente nos detendremos en los métodos cualitativos más utilizados: la comparación y el
seguimiento de procesos. La segunda sección presenta los principales marcos analíticos
de políticas, basados en inferencias interpretativas (sociología de la acción pública y
análisis discursivo). La tercera sección se detiene en los marcos analíticos y modelos
basados en inferencias causales (coaliciones promotoras, análisis y desarrollo institu-
cional y equilibrio puntuado, dependencia de la trayectoria y diseño de políticas).

Problemas metodológicos

Inferencias inductivas y deductivas

En muchas tesis de ciencias sociales, aparece una preocupación por problemas de la


vida real, muy pocos trabajan sobre problemas fundamentales como en filosofía o en
matemáticas. Es decir que siempre hay una inquietud por mejorar el mundo, lo que
puede compararse con mejorar las políticas, hacer algo para resolver un problema im-
portante. Esto lo podemos hacer de manera política, que es lo que hace la administra-
ción de Estado, con varios grados de autoridad sobre el proceso. El jefe del ejecutivo es
la máxima expresión de esta autoridad y se supone que, por su posición jerárquica,
independientemente del régimen, da una orientación a la política en general. Desde
luego es normal que la administración ejecute y coadyuve esta orientación general.
Sin embargo, eso no se da, más allá de las grandes declaraciones de principios, en
particular por dos razones: la una es que las políticas se heredan y en realidad cuando un
ministro o una ministra se posesiona, hereda muchos problemas antes que asumir la
responsabilidad que le confía el Primer Ministro o el Presidente de la República; la otra
es que los ministros compiten entre sí, dentro del mismo gobierno (el Ministerio de
Educación no ocupa la misma posición que el Ministerio de Finanzas en el ejecutivo), en
particular a la hora de elaborar el presupuesto del Estado, lo cual da lugar a discusiones
sobre la prioridad de tal o tal problema, a la hora de elaborar las políticas públicas.
¿Cuál es el rol de los asesores en este proceso? Hay dos opciones para estos últimos:
o son observadores externos o son partícipes del proceso (Mayer et al., 2013). Si son
observadores externos, el grado de prescripción al que pueden llegar por un análisis de

129
política o de un aspecto particular de esta política no les compromete, no compromete
su carrera, aunque comprometa a sus fuentes de financiamiento e información. (De
hecho muchos consultores prefieren mantener sus relaciones cordiales que decir verda-
des incómodas, para no correr este riesgo, pese a que los tomadores de decisión esperen
que se les diga la verdad, para luego asumirlas como desean, tomarla en cuenta, des-
echarla o pedir otro criterio a un tercero.) Entonces hay que empezar por separar la
intencionalidad del análisis de la expectativa del tomador de decisión, lo que nos lleva a
la segunda opción. Ésta ya no es de la Academia o la consultoría, sino del tomador o de
la tomadora de decisión, que enfrenta el mismo dilema pero con mayor exposición al
riesgo, pues su carrera está en juego, o su posición puede estar afectada.
Hasta aquí, Lasswell tenía razón: analizar las políticas participa del mismo proceso
que hacerlas. Pero hay algo adicional, en cuanto a la investigación y en las tesis, que
debería llamarnos la atención, y es: ¿qué ocurre en la mente del ministro o de la minis-
tra, cuando pide a sus asesores que le ayuden a diseñar una política? Asocia con un
conocimiento experto, una especialidad, una Maestría, una capacidad de control casi
absoluto sobre un proceso. Detrás de ello, hay la idea que las políticas se hacen por
voluntad propia y que uno solo tiene que prepararse para esto, es cuestión de conoci-
miento. Es una visión de ingeniería, como cuando analizamos por qué se derrumbó un
terreno o cómo anticipar una erupción volcánica para preparar la evacuación de la po-
blación. Finalmente, es una forma muy técnica, despolitizada de ver la política pública.
Todos conocemos la parábola del borrego en El Principito, de Antoine de Saint-
Exupéry. El Principito pide al narrador dibujarle un borrego. Después de varios inten-
tos, este último dibuja una caja y le dice que el borrego está dentro de la caja, con lo cual
el Principito se queda contento. Pues bien, a muchos nos ha pasado que una persona a
cargo de tomar decisiones políticas o administrativas nos pida diseñarle o ayudarle a
diseñar una política o un programa de acción, un poco como si se tratara de un simple
dibujo. Como el piloto de avión de Saint-Exupéry, cuando no logramos contentar a nuestro
interlocutor o a nuestra interlocutora, nos contentamos con dibujarle una caja y decirle:
«la política está dentro».
¿Qué implica esto en cuanto a los métodos de análisis? En primer lugar, ello remite a
dos tipos de ejercicios de análisis: interpretativos y explicativos. Un método explicativo
postula que, a través de la experiencia directa, podemos desarrollar generalizaciones
sobre las relaciones entre los fenómenos sociales. El conocimiento científico parte de
nuestros sentidos, el objetivo de la ciencia es elaborar un razonamiento explicativo que
evidencie que, en ciertas condiciones, hay resultados regulares y predecibles. Al contra-
rio, un método interpretativo hace hincapié en la comprensión del mundo, más que en
la explicación causal de los fenómenos. Considera que el efecto del mundo real sobre la
acción se produce a través de las ideas y que el observador no es imparcial: su conoci-
miento del mundo es limitado y él lo interpreta según sus creencias, valores, etc.
La interpretación es el ejercicio más común del análisis de políticas. Se aparenta al
diagnóstico en medicina o en mecánica, que da cuenta de una situación sin establecer
relaciones causales entre los acontecimientos. Este ejercicio moviliza nuestros conoci-
mientos generales para recolectar y organizar datos sobre hechos particulares (King et
al., 1994: 55-56). Una inferencia interpretativa es entonces un proceso mediante el cual
se entiende un fenómeno con base en un acervo de observaciones. Puede ser sincrónica
o diacrónica, puede abarcar un periodo, un área sectorial, un tema, una política secto-
rial, un caso aislado o una colección de casos, etc. Nos permite en particular diferenciar
acontecimientos sistemáticos y no-sistemáticos, o fenómenos regulares y atípicos. Este

130
ejercicio se enfrenta con algunas dificultades, en particular las que atañen a la calidad y
la relevancia de la información para no formular interpretaciones sesgadas. Sin embar-
go, es mucho más simple que el segundo tipo de ejercicios que nos interesa aquí: la
explicación causal.
La ventaja de las inferencias causales en ciencias sociales, comparado con las inter-
pretativas, es que nos permite formular generalizaciones y eventualmente predecir re-
sultados. Sin embargo, se enfrenta con un problema fundamental, y es que nunca po-
dremos estar seguros de una causa por completo. Este problema es al origen de las
críticas al empiricismo y al neo-empiricismo, que ya vimos en el capítulo uno, y justifica
los esfuerzos consentidos por los investigadores para reducir el margen de incertidum-
bre o de equivocación a través de métodos inductivos (cuando se trata de formular
teorías) y deductivos (cuando se trata de comprobarlas). Ello remite a un problema que
plantea Popper, el problema de la inducción, que radica en identificar una realidad con
el propósito de observarla de manera objetiva aunque sepamos que se necesita de un
filtro para observarla (Popper, 1983).
Una inferencia inductiva es un ejercicio que parte de la observación y va hacia la
teorización, o parte de lo particular y va hacia lo general. De hecho todos los métodos
inductivos encuentran, en algún momento, a algunos autores que han aportado ciertas
luces, ciertos conceptos que sirven para facilitarnos la tarea, incluso para tomar decisio-
nes políticas (Landry y Varone, 2005). La pregunta básica que se hace esta persona es:
«¿cómo resolvemos este problema?». A partir de ésta, se movilizan todos los recursos
posibles (técnicos, humanos, financieros, etc.) para resolverlo. Partimos de una obser-
vación de lo real y formulamos una teoría de alcance más general, a medidas que adqui-
rimos conocimiento de esta realidad. La intención de este ejercicio es que este conoci-
miento se vuelva parsimonioso y no tengamos que partir de cero en cada análisis, puesto
que adquirimos experiencia y sabemos que, ceteris paribus, la repetición de una misma
causa genera los mismos efectos.
En la práctica, no todas las inferencias inductivas persiguen la formulación de teo-
rías, pues muchas se basan en métodos interpretativos. Prueba de ello está la cantidad
de «estudios de caso» sobre políticas sectoriales publicados por la Academia y los orga-
nismos de cooperación multilateral. Es también lo que hacen muchos estudiantes que,
por el afán de resolver problemas de la vida real, suelen partir de la realidad, luego hacen
un bricolaje metodológico y después se inventan un marco teórico, cuando la relación
debería ser la inversa: donde no hay un enfoque teórico claro, no hay un método claro.
Asumen entonces que la destreza, no el conocimiento, es cumulativa y se vuelven exper-
tos o expertas en levantar información, más que en sistematizarla. La experticia o el
conocimiento acumulado se da en el tema, más que en el método. De pronto, cuando
cambian de tema o cuando analizan una política diferente, el problema teórico desapa-
rece o cambia.
La segunda manera de abordar las políticas públicas es explicativa y es lo que más ha
aportado a su entendimiento, o a la comprensión de la manera de gobernar o de hacer
políticas. Una vez formuladas teorías, se puede entonces multiplicar los estudios de caso
para validarlas. Partimos de lo general y vamos hacia lo particular (Sartori, 2011; Pr-
zeworsky, 1970). Una típica pregunta de este tipo es: «¿cómo afecta la calidad de una
institución al resultado de una política?». Esta última interesa a los académicos pero a
priori no preocupa mucho a los actores, que no tienen tiempo. Si queremos demostrar
que a mayor calidad de las instituciones, mayor eficiencia de la lucha contra la corrup-
ción, la pobreza, el racismo (etc.), a nivel analítico, esto está maravilloso, uno puede

131
llegar a producir una explicación nítida de dos fenómenos y relacionarlos de manera
causal, lo que es muy gratificante para el espíritu. Es menos gratificante para el político.
En el mejor caso, este último termina observando que las instituciones son buenas y
desde luego no tiene mucho que hacer él mismo. En el peor caso, acaba constatando que
las instituciones son deficientes y desde luego no puede hacer nada, si no se reforman
las instituciones, lo cual remite a otra temporalidad y a otros objetivos de política.
Vemos entonces que las preguntas del tipo deductivo nos pueden llevar a una tram-
pa, al disociar los dos ejercicios de analizar y diseñar políticas, y pueden desvirtuar el
aporte del análisis a la toma de decisiones. ¿Qué va a decir el ministro al asesor que le
cuenta: «a mayor calidad de las instituciones, mayor eficiencia de las políticas»? Lo más
probable es que le diga que está muy interesante su análisis pero que no le sirve para
tomar una decisión. (Y nuestro analista se quedará pronto sin trabajo o no le quedará
más que volver a la Academia.) Sin embargo, no queremos complejizar las cosas por el
gusto por la complejidad, lo que queremos es explicar al tomador de decisión que la
solución a un problema no depende solamente de su voluntad y de su capacidad de
convencer a los demás.
La ventaja de los métodos explicativos basados en inferencias deductivas es que, por
haber hecho abstracción del mundo real, estamos más preparados a enfrentar cualquier
situación de este mundo. Es un procedimiento artificial, una simplificación del mundo
real. Por supuesto, una simplificación que desvirtúa el mundo real no sirve, por ejemplo
el reducir un proceso a una sola variable dependiente no sirve en el mundo real de la
política (aunque la comunicación política sí tiende a simplificar los problemas para
convencer con mayor facilidad al público general). Sabemos que las políticas públicas
son multivariables per se. Sin embargo, nos sirve privilegiar el rol de los intereses, de las
ideas o de las instituciones, a un nivel instrumental, en un momento del análisis. Es una
primera aproximación. A partir de esta técnica, buscamos una generalidad.
Una relación causal se puede definir de distintas maneras, en función del fenómeno
por explicar (resultado o variable dependiente), del fenómeno explicativo (causa o va-
riable independiente) o del proceso que vincula la causa y el efecto (mecanismo causal).
Para Gary King, Robert Keohane y Sidney Verba, un efecto causal es la diferencia entre
el componente sistemático de las observaciones realizadas cuando la variable explicati-
va tiene un valor, y el componente sistemático de las observaciones comparables cuan-
do la variable explicativa toma otro valor (King et al., 1994: 82). La robustez de una
teoría (o explicación causal) depende entonces de la cantidad de observaciones realiza-
das, de la atención puesta a los mecanismos causales y del trato diferenciado a los
problemas de causalidad múltiple y de causalidad asimétrica (que atañen a las variables
independientes).
Entonces, volviendo al ejemplo de la calidad de las instituciones: ¿cómo elaborar
una pregunta sensata a partir de este tema, incluso para el tomador de decisión? Al
explicar que, en muchos casos, hay un denominador común a los problemas empíricos,
quizá no tan abstracto como este, pero a un nivel mediano de teorización. Todo el inte-
rés del ejercicio explicativo consiste en traducir una teoría en una propuesta de acción.
No nos sirve una teoría si no la podemos traducir empíricamente y si alguien quisiera
solamente hacer investigación fundamental, no tendría por qué intervenir en el proceso
de toma de decisión.
Ciertas políticas nunca resuelven el problema que enfrentan, en parte porque el mundo
cambia todo el tiempo. Puede ser que una política haya resuelto el problema del desem-
pleo en un momento, pero en otro momento el problema vuelve a aparecer por otras

132
razones. Hay políticas que se han quedado estructuralmente ineficientes en muchos
países, como las políticas de lucha contra la pobreza, las reformas agrarias o las políti-
cas ambientales. En este sentido, la pregunta puede ser: ¿por qué fallan estas políticas?
Ello es algo mucho más concreto que: ¿por qué las instituciones determinan los resulta-
dos de una política? No es necesariamente una pregunta más interesante para la ciencia,
pero lo es para la acción pública pues permite innovar y proponer algo para que estas
políticas tengan un buen desenlace.
Si formulamos nuestra pregunta de análisis en términos teóricos, lo que hacemos es
desvirtuar un problema empírico —habiendo partido de un problema empírico, lo esta-
mos obviando— y buscar el denominador común a otros problemas empíricos, que
todavía desconocemos o que aún no hemos encontrado aunque sepamos que existen. A
la vez de desarrollar una reflexión científica, establecemos un protocolo que permitirá
replicar —en el tiempo real de las políticas— los mismos conceptos y el consolidar un
método de análisis. El método es eso, antes que todo: decir cómo vamos a proceder para
comprobar una hipótesis. Las discusiones en torno a los enfoques teóricos y los aportes
empíricos que provienen de los textos que leemos, solo se justifican cuando definamos el
protocolo idóneo para operativizar los conceptos y conseguir aquellos resultados.
Desde el momento en que asumimos una pregunta de tipo deductivo, las condicio-
nes que creamos son las de la reproducción y del perfeccionamiento continuo del mis-
mo método. Sin embargo, no hay un «catálogo de métodos» que podamos consultar
para analizar cualquier tipo de políticas, en cualquier lugar y en cualquier momento. En
realidad, los métodos derivan del tipo de problemas, del momento en el cual se encuen-
tran estos últimos, de la importancia dada a ciertas variables dependientes e indepen-
dientes. No es lo mismo analizar un problema en su fase de formulación o de resolución;
no es lo mismo analizar el rol de los actores en el proceso de una toma de decisión o en
el contexto de esta decisión. La selección de un método deriva también del enfoque
teórico que elegimos para investigarlo o, mejor dicho, cada enfoque teórico (cada teoría)
privilegia ciertos métodos, puesto que se deriva de una preferencia por ciertas proble-
máticas de investigación.
Para mostrar las causas de un fenómeno o de un acervo de fenómenos, la elabora-
ción de teorías causales obedece a reglas elementales: formular teorías causales, no de-
jarse llevar por los datos, tomar en cuenta los datos empíricos, evitar los planteamientos
normativos y buscar la generalidad y la parsimonia (King et al., 1994: 100-114). Las
buenas teorías contestan preguntas sensatas, son causales, son comprobables con datos
no-observados, son generales y parsimoniosas, son novedosas y... no son obvias. Por
último, el diseño de una investigación basada en inferencias causales debe anticipar
cuatro preguntas: ¿Existe un mecanismo causal que relaciona las variables X y Y? ¿Po-
demos eliminar la posibilidad que Y sea la causa de X? ¿Existe una covarianza entre X y
Y? ¿Hemos controlado las variables engañosas Z, que podrían volver falaciosa la rela-
ción entre X y Y? (Kellstedt y Whitten, 2013: 44-47 y 55).
Una pregunta de investigación tiene que ser elaborada en función de lo que sabemos,
de lo que existe en la literatura especializada, de la pertinencia del tema para las ciencias
sociales y la acción pública y de las generalizaciones posibles que permite su formaliza-
ción. Si planteamos una pregunta deductiva, es más fácil definir los indicadores que
necesitamos para demostrar nuestra hipótesis y responder esta pregunta. Al fin y al
cabo, al poder sistematizar los protocolos de investigación, lo que hacemos es dar la
posibilidad, cuando cambia el problema de política, de lograr en un mejor plazo una
solución satisfactoria.

133
La relación entre el tiempo y la decisión es vital, aquí. Hay una correlación entre el
tiempo del que disponemos para realizar un análisis y la calidad del análisis: a mayor
tiempo, mayor calidad de la información. La noción de tiempo en el proceso de análisis
o de investigación se puede entender de manera extensiva: si tuviéramos diez años para
hacer un análisis, sería más profundo que si tenemos dos semanas. No obstante esto es
una aseveración falsa, por dos razones. En primer lugar, la información es imperfecta,
independientemente del plazo del cual se dispone (ésta caduca, es inexistente o no-dis-
ponible, etc.). En segundo lugar, la realidad es dinámica, particularmente la realidad de
las políticas: lo que analizamos es un proceso, por lo tanto tomar más tiempo para el
análisis solo alarga la duración del proceso analizado y nos lleva a una regresión infinita.
Ello nos lleva a entender al tiempo de manera intensiva. Cuando alguien nos da dos
semanas para diseñar una propuesta de política, entonces lo que conviene es aprovechar
este tiempo de manera intensiva. Darle más intensidad al tiempo no consiste en trabajar
24/24 horas. Hay varias maneras de proceder. Obviamente, si podemos adjudicarnos un
equipo de expertos y expertas, sacaremos mejor provecho del tiempo. Asimismo, si so-
mos expertos o expertas del tema, sea el cambio climático o la extrema pobreza, hay
informaciones que no necesitamos buscar o sabemos dónde buscarla. Pero indepen-
dientemente de estas situaciones particulares, lo que se puede hacer en primer lugar es
simplificar la relación entre causa y efecto. La capacidad analítica es más útil que la
capacidad de compilar información. Ambas son complementarias, pero la primera es
estratégica mientras que la segunda es táctica.
Para acceder a la información, podemos acudir a otras personas, a nuestras redes o
encargar su búsqueda a un asistente, las posibilidades varían en función de los recursos
económicos a nuestra disposición. Pero lo que importa es qué queremos hacer con esta
información, para determinar precisamente qué información necesitamos y no perder
tiempo en buscar una información irrelevante para el análisis. Ésta es la principal virtud
del análisis deductivo. Finalmente, vamos a encontrar una relación constante (o casi)
entre determinadas variables, el número de variables se estabiliza rápidamente porque
no enfrentaremos diez tipos de políticas públicas en nuestra experiencia (la mayoría,
nos especializamos en dos o tres políticas sectoriales o en dos o tres dimensiones comu-
nes a muchas políticas públicas).

Métodos cuantitativos y cualitativos

Las explicaciones causales y el uso de variables dependientes e independientes están


comúnmente asociados a los métodos cuantitativos (Bonilla-Castro y Rodríguez, 1997;
Furlong y Marsh, 2010). Por cierto, es muy común que, para demostrar una relación de
causa y efecto, realicemos una medición cuantitativa, pero también podemos trabajar
con indicadores cualitativos de densidad. Ésta es la diferencia entre distribuciones dis-
cretas y distribuciones continuas en cálculo de probabilidad (Moore y Siegel, 2013). El
hecho de no encontrar una continuidad entre distintas variables no debe disuadirnos de
intentar establecer relaciones causales entre dos o más fenómenos. Cuando evaluamos
un examen, podemos acudir a un sistema de notas (distribución continua) o de letras
(distribución discreta). Medir no es necesariamente cuantificar, lo es en muchos casos
pero no es solo esto: si bien podemos medir el número de personas que opinan A o B, no
es tan fácil medir A y B. Asimismo, cuando vamos a tomar una decisión, no siempre
tenemos la posibilidad de cuantificar los riesgos y las oportunidades. Debemos tomar

134
una decisión con un margen de error variable, en función del grado de análisis.
Ello constituye una diferencia mayor entre marcos analíticos y modelos. Según Eli-
nor Ostrom, un modelo de análisis permite formular hipótesis precisas sobre un núme-
ro limitado de variables y predicciones precisas sobre los resultados de su combinación
(Ostrom, 2000). Se distingue en primer lugar de un marco analítico, que identifica los
elementos y las relaciones entre ellos para organizar un diagnóstico y una investigación
prescriptiva. También es diferente de una teoría, que identifica elementos específicos de
un marco analítico, útiles para resolver una pregunta y formular hipótesis sobre el esta-
do y el peso relativo de estos elementos.
La modelización es un ejercicio específico de los métodos cuantitativos, que permite
establecer una covarianza y desde luego es una técnica particularmente eficaz para en-
contrar una explicación causal. La modelización requiere de una elaboración de cálcu-
los más complejos que la mera relación entre las variables X e Y, entonces si no podemos
cuantificar, no podemos modelizar. Sin embargo, los datos cuantitativos no sirven ex-
clusivamente para elaborar modelos, las estadísticas descriptivas pueden utilizarse como
datos de contextualización o de ilustración. Además, con las herramientas informáticas
que existen hoy, es muy fácil sacar de una serie estadística una gráfica que ayude a
interpretar los datos. Quizá no permiten establecer una causalidad, pero sí dan indica-
ción en imagen de un proceso.
La definición de los indicadores pasa por la identificación de variables dependientes
e independientes. Hablar de variables no implica necesariamente dar a la investigación
una orientación positivista ni cuantitativa (Castro Nogueira et al., 2005; Peters, 2013).
En cambio, sí encontramos una preferencia marcada por ciertos tipos de variables en
cada tipo de métodos: los enfoques racionalistas privilegian las variables cuantitativas
para encontrar una explicación causal de los fenómenos observados; los enfoques cogni-
tivistas privilegian las variables cualitativas para interpretarlos; y los enfoques neoinsti-
tucionalistas formulan explicaciones causales con base en elementos cuantitativos y
cualitativos.
El segundo problema técnico consiste en asegurarse la pertinencia de las variables y
de los datos que se relacionan. Más allá del ejercicio formal de definición de estos indica-
dores, lo que está en juego es la definición del problema de política pública. Por ejemplo,
si partimos de la hipótesis según la cual a mayor distribución de riqueza, mayor nivel
educativo, tenemos que buscar qué permite medir la distribución de riqueza y el nivel
educativo. Aquí tenemos varias opciones para definir y medir las variables dependien-
tes: el número de alumnos inscritos cada año escolar, las tasas de egreso y deserción, el
nivel de conocimientos adquiridos por materia, etc. Asimismo, hay varias maneras de
definir y medir las variables independientes: la pobreza, el entorno cultural, la ubicación
geográfica, y para cada una de estas variables encontramos indicadores específicos (como
la desnutrición, el trabajo infantil, el nivel de educación de los padres, el censo rural) que
permiten establecer una relación particular con el nivel de educación. Cada indicador es
el objeto de medidas o de programas específicos (por ejemplo un programa de alimenta-
ción infantil, de dotación de uniformes, de bono solidario, etc.), que buscan afectar una
de estas dimensiones, en el marco general de una política educativa.
El tercer problema es la existencia de variables extrañas (Peters, 2013: 9) o la multi-
causalidad. Para tratar este problema, tenemos que aislar las otras variables que pueden
generar una distorsión en la explicación. Entre dos fenómenos X y Y, existe una relación
que está afectada por los fenómenos W, Z y N, que pueden llevarnos a una regresión
infinita, característica de los enfoques «integrales». Por ejemplo, la relación entre el

135
trabajo infantil y la asiduidad escolar está afectada por la situación familiar del niño, la
situación de la familia está afectada por la cultura de los padres, el entorno económico
en el cual nacieron, las estructuras sociales del país donde viven, etc. Sin menoscabar la
importancia de estas variables, el método de análisis consiste en jerarquizarlas y discri-
minarlas, para sacar conclusiones claras en cuanto a las variables determinantes y, des-
de luego, tomar decisiones oportunas para resolver el problema.
El cuarto problema atañe a la calidad de la información y remite a la vez al diseño de
investigación y a las técnicas de recolección de datos. Estas dimensiones están condicio-
nadas por la manera de formular el problema de investigación. En efecto, para compro-
bar una hipótesis, necesitamos tomar en cuenta una diversidad de situaciones y de da-
tos. El análisis de situaciones puede consistir en un estudio de caso o en una serie esta-
dística. Puede revestir un carácter histórico, monográfico o comparativo (a pequeña o
gran escala), etc. La recolección de datos puede basarse en la observación directa, en
entrevistas individuales, en encuestas, etc.
Sea lo que fuere, el propósito de la investigación implica que un muestreo, un caso,
un periodo, un lugar sean representativos. Mientras más aleatorio es el muestreo, más
distorsiones aparecen, que nos impiden sacar conclusiones robustas. Un muestreo alea-
torio cada vez más común en los medios de comunicación y en las tesis de grado viene
de las redes sociales virtuales (como Twitter y Facebook) y de los buscadores de informa-
ción en Internet (como Google), para interpretar tendencias de la opinión pública. Aho-
ra bien, una serie estadística incompleta puede significar un problema de interpretación
mayor o la imposibilidad de dar una interpretación unívoca de los datos. En el peor
caso, una variable escondida invalida toda la información disponible, como ocurre en el
ejemplo del cisne negro de Popper: puedo observar que la gran mayoría de los cisnes son
blancos pero no puedo sacar una ley científica que relacione la calidad de cisne con la
calidad de blanco, porque existen «algunos» cisnes negros.
La solución consiste a menudo en definir una variable aproximativa (proxy) para
contornar la dificultad. La dificultad en este caso radica en proponer una justificación
satisfactoria de la elección de la variable. Por ejemplo, en el caso de la política de lucha
anti-corrupción, la dificultad de medir la corrupción ha llevado a una ONG como Trans-
parencia Internacional a medir la percepción del fenómeno entre un grupo tenido por
representativo (de empresarios, políticos, académicos, etc.). Esto nos dice poco sobre la
corrupción per se (en términos de magnitud o de gravedad), no podemos sacar conclu-
siones sobre la eficacia de una política de lucha contra la corrupción con base en esta
variable aproximativa. En efecto, esta última puede estar afectada por otras variables
independientes, como el momento en el cual se realizó la encuesta de percepción (la
cercanía de un juicio por corrupción, la cobertura mediática del evento, la tonalidad de
los discursos en una campaña electoral, etc.). Lo que podemos eventualmente decir es
que la política tuvo un efecto determinante (o no) sobre la percepción del fenómeno, no
sobre el fenómeno. Entonces, si queremos demostrar que el grado de institucionalidad o
la calidad institucional incide en el grado de corrupción en un país, tenemos que definir
otros indicadores. Es aquí donde los métodos cualitativos como el estudio de caso y la
comparación pueden resultar más útiles que los métodos cuantitativos.

Estudio de casos, seguimiento de procesos y comparación

Es muy común en el análisis de políticas encontrar variables necesarias pero no

136
suficientes para formular una explicación formal, encontrar una solución segura al pro-
blema o predecir el resultado de una acción. Entonces estamos en una situación en la
cual una conjunción de factores generan un problema, pero no sabemos cuál es la rela-
ción entre estos factores. Sabemos que hay una correlación pero no sabemos en qué
consiste: no sabemos si existe una causalidad, ni qué factor fue más determinante que
otros, ni tampoco si la conjunción es completa, si es necesario que todos los factores
coincidan o si basta con algunos, para que se produzca este resultado. Estos problemas
ha sido ampliamente debatidos por los especialistas en métodos cualitativos desde la
publicación del libro de King, Keohane y Verba mencionado aquí arriba (Brady et al.,
2010; Mahoney, 2010). Dos tipos de métodos se desarrollado particularmente en estas
dos décadas y presentan mucho interés para el análisis de políticas públicas: el segui-
miento de procesos (process tracing) y la comparación (comparative research), que no
cabe reducir a la política comparada (comparative politics).
El seguimiento de procesos consiste en examinar sucesivamente los índices disponi-
bles, para validar o invalidar las hipotéticas causas de un fenómeno observado, así como
el personaje de Conan Doyle, Sherlock Holmes, elucida un crimen. Con una definición
tan general, al parecer, se trataría apenas de algo más que un conjunto de técnicas hipo-
tético-deductivas, sin ninguna pretensión teórica pues no podría dar lugar a generaliza-
ciones, más allá de cada caso particular. Este método presenta además el doble inconve-
niente de dar lugar a regresiones infinitas (donde cada variable explicativa tiene que ser
explicada por otra) y un exceso de libertad de interpretación de los datos (característico
de los estudios con un número de variables importante y un número de observaciones
limitado).
No obstante, una definición más estricta relaciona el mero ejercicio de recolección
de índice con el propósito de relacionar observaciones de proceso causal (causal-process
observations) con generalizaciones teóricas (Bennett, 2010; Mahoney, 2012: 571). Con
esta precisión, se pueden descartar los usos meramente interpretativos del método. De-
rek Beach y Rasmus Brun Pedersen identifican tres aplicaciones del mismo: la elabora-
ción de teoría, la comprobación de teoría y la explicación de resultados (Beach y Peder-
sen, 2013: 9-21). En el primer uso, se trata de entender el mecanismo causal por el cual
X produce Y. En el segundo uso, se trata de averiguar si un mecanismo causal presente
en un caso es observable en otro. En el tercer uso, se trata de encontrar una explicación
satisfactoria a un acontecimiento histórico particularmente sorprendente (contra-intui-
tivo). Esta concepción del seguimiento de procesos hace énfasis en la manera cómo las
«fuerzas» causales se trasmiten a través de un conjunto de piezas enganchadas hasta
producir el resultado observado. Este método explicativo mecánico (mechanismic), es
particularmente adaptado al estudio profundizado de un número reducido de casos.
Las tres aplicaciones mencionadas conciben los mecanismos causales de maneras
distintas: sea como mecanismos sistemáticos o no-sistemáticos. La variante inductiva
(orientada a la formulación de teorías) se utiliza cuando se conoce la existencia de una
correlación entre X y Y sin conocer los mecanismos por los cuales X y Y relacionan. Se
utiliza también cuando conocemos los resultados de un proceso Y, sin estar seguros de
la naturaleza de X. Se empieza entonces por recoger índices que expliquen Y, luego se
infiere la existencia de las manifestaciones de un mecanismo causal, finalmente se de-
duce la existencia del mecanismo. En la variante deductiva (orientada a la comproba-
ción de teorías) se conocen ambas variables X y Y y se pone a prueba conjeturas relati-
vas a posibles mecanismos causales o se aplica un razonamiento lógico para formular
un mecanismo causal a partir de una teoría existente. Se empieza por conceptualizar el

137
mecanismo causal, luego se lo vuelve operativo para interpretar las manifestaciones
observables entre X y Y, y finalmente recogemos índices de esta causalidad. En la tercera
variante (orientada a la explicación de un resultado) el análisis de los mecanismos cau-
sales se divide en dos momentos (inductivo luego deductivo). Se empieza con una defi-
nición teórica del mecanismo causal, luego se contrasta esta teoría con los datos empíri-
co hasta llegar a una explicación suficiente de Y.
Para validar o descartar una explicación, uno realiza una serie de test en función del
carácter necesario y suficiente de una causa (Van Evera, 1997; Bennett, 2010: 210; Co-
llier, 2011). Estos test son necesarios, no solo para validar o invalidar empíricamente las
hipótesis del análisis, sino también para formular teorías. En este sentido, la validez de
un test depende también de la validez de la generalización en la cual se basa el test
(Mahoney, 2010: 577-583). El test más fácil consiste en averiguar si los hechos ocurrie-
ron (como lanzar una paja al viento), pero no permiten sacar conclusiones. Por ejemplo,
la presencia de un sospechoso en el lugar de un crimen no prueba su culpabilidad. Al
opuesto, el test más difícil (doblemente decisivo) consiste en aportar la doble prueba de
la causalidad. No solo se comprueba que el sospechoso es culpable pero se descarta
cualquier explicación alternativa. Entre estos dos casos, el test de la pistola humeante
(smoking gun), en el cual el sospechoso se encuentra con el arma del crimen, puede
aportar una prueba suficiente, aunque no necesaria, y confirmar la hipótesis sin infir-
mar otras explicaciones. Finalmente, el test del aro (hoop) provee con una prueba nece-
saria, por ejemplo la ausencia de una coartada para el sospechoso, pero no suficiente
para definir la culpabilidad. (Cf. Tabla 4).
AQUÍ TABLA 4. Cuatro test de causalidad para el seguimiento de procesos
El análisis comparado ayuda también a calificar las variables independientes y defi-
nir su importancia relativa en la causalidad (Peters, 2013). Por ejemplo, se puede asumir
que existe una correlación entre niveles de educación y de pobreza, sin demostrar cuál
es la variable explicativa: ¿a mayor pobreza, menor nivel educativo? o ¿a mayor nivel
educativo, menor pobreza? Lo que establecen las comparaciones internacionales es que
el nivel de educación incide en el nivel de pobreza, pero la educación no es solamente
una variable independiente. Detrás de esta noción y de la noción de «nivel educativo»,
hay problemas de atención y de deserción escolar, de calidad de la enseñanza (etc.), que
dependen del nivel socio-económico de la población, lo cual justifica los programas de
dotación de uniformes o de bonos familiares, para incentivar la escolaridad de los niños.
Este tipo de problemas, común en análisis de políticas públicas, se conocen como
problemas «malvados» (wicked problems), problemas que se retroalimentan mutuamente
o problemas cuya resolución implica la resolución de otros problemas, de tal manera
que ninguno puede ser resuelto antes que el otro. El protocolo de comparación sirve
precisamente a aislar las variables para determinar cuáles son necesarias y/o suficientes,
y con esta jerarquización de las variables se pretende salir del dilema de los problemas
malvados para llegar a explicaciones causales. Más allá de encontrar una causalidad
entre dos fenómenos, esta operación desagrega una variable en varios fenómenos y ve
en cada uno la incidencia en el problema, cómo tal dimensión de la variable indepen-
diente afecta el problema planteado. Nuevamente, encontramos entonces dimensiones
como el tiempo, el tamaño demográfico, económico, geográfico, la calidad de las insti-
tuciones, etc.
Según el número de casos seleccionados, hay dos grandes tipos de comparación: a
gran escala y a pequeña escala. Es muy común encontrar en los estudios de los organis-
mos internacionales, como la CEPAL, el PNUD o el Banco Mundial, estudios compara-

138
tivos a gran escala sobre programas alimenticios, reformas económicas, estudios socia-
les que relacionan la pobreza y la violencia, la educación y la violencia intrafamiliar, etc.
Lo que nos interesa más que todo en estos estudios es una información de contexto, es
decir, en muchos casos nos interesa saber dónde nos ubicamos. Si tenemos que tomar o
analizar una decisión concreta en este tema, quisiéramos antes que todo saber de otras
experiencias y tener una visión general fuera del caso concreto que nos interesa. Es lo
que llamamos el estado del arte, cuando empezamos una investigación.
Por lo demás, lo más común para el análisis de políticas públicas es la comparación
a pequeña o mediana escala (Schmitt, 2013). Estos estudios nos dicen no solo dónde
estamos, con datos de contexto, sino cómo asegurarnos que una decisión sea la mejor
posible. Comparamos una relación de causa efecto entre unos pocos casos, para dar
más sustento a una inferencia inductiva (si estamos elaborando una teoría o simple-
mente describiendo una realidad empírica) o deductiva (si estamos comprobando una
teoría).
Por ejemplo, si contrastamos el nivel de educación formal con el nivel de eficiencia
del servicio público a nivel internacional, es muy probable que encontremos la misma
relación, una correlación positiva (a mayor nivel de educación formal, mejor eficiencia
del servicio público). Pero el verdadero problema radica en determinar si la causa es
suficiente: es posible que la formación de los funcionarios públicos sea óptima pero que
un alto nivel de corrupción impida que hagan bien su trabajo.
Otro problema: ¿cómo se mide la eficiencia del servicio público? No es como medir
la productividad en una cadena de producción, la idea de productividad fue llevada a la
administración pública en un periodo muy reciente (en los años 1980), con la doctrina
de la nueva gestión pública. Se mide por ejemplo con el número de operaciones ejecuta-
das en una jornada, con la apreciación del público sobre la calidad de la atención en una
taquilla, con la capacidad de resolver problemas de manera autónoma y sin recurrir a
un superior jerárquico, pero es muy difícil de cuantificar.
El diseño de un protocolo de investigación incluye la definición de las variables críti-
cas, hasta encontrar algo satisfactorio que podemos medir o cuantificar. Es ahí donde la
comparación a pequeña y mediana escala ayuda mucho. En general, con métodos cuan-
titativos es fácil sacar conclusiones de estudios comparativos a gran escala, pero no
tanto de estudios a pequeña escala (Steinberg, 2007). Una de las dificultades en la com-
paración a pequeña escala es que es muy difícil sacar conclusiones definitivas en cuanto
a las causas deterministas: un gran número de variables y un pequeño número de casos
no permiten establecer con certeza una relación causal. La comparación a gran escala
plantea otros problemas, pues a medidas que incrementa el número de casos compara-
dos, aumenta la dificultad de encontrar indicadores comunes y la comparación pierde
en nitidez o en precisión.
Por ejemplo, es difícil comparar estadísticas de pobreza a nivel internacional pues
cada país tiene métodos de cálculo propios: en un caso, uno es pobre cuando vive con un
ingreso inferior a la media nacional del ingreso neto, en otro, uno es pobre cuando vive
con menos de 2 USD al día. El contexto institucional incide también, con el grado de
cobertura de los servicios sociales, la satisfacción de necesidades básicas por el servicio
público, etc. Entonces si queremos medir el impacto de la pobreza en la educación, no
sesgar el análisis, necesitamos comparar países que acuden al mismo método de medi-
ción de la pobreza y de la educación.
Tradicionalmente, hay dos maneras de comparar: se pueden elegir casos similares o
casos diferentes (Przeworski, 1970; Hopkin, 2010; Peters, 2013). En función de qué bus-

139
camos comprobar, cada una puede ser más adecuada que la otra. Depende de la variable
sobre la cual hacemos énfasis, según si es la variable dependiente o la independiente.
Una política es, en sí, una variable dependiente pero dentro de este campo de estudios,
hay una serie de variables dependientes que nos interesa analizar, no nos quedamos con
una categoría genérica que es la política sectorial (Howlett y Cashore, 2009). También
tenemos múltiples variables independientes y éstas derivan de los enfoques teóricos que
ya hemos identificado. En el protocolo de investigación, es una cosa relativamente sim-
ple y el ejercicio consiste en identificar cuál es la variable dependiente que uno quiere
explicar y cuáles son las variables independientes que la explican. En función de esto,
comparamos casos similares o diferentes. En la práctica, es como observar un vaso
medio vacío o medio lleno, es decir que a menudo hay tantas razones por justificar la
elección de dos o más casos con base en sus similitudes que en sus diferencias. Es un
problema de interpretación y de énfasis. Por ejemplo, si observo el mismo efecto entre
dos países de tamaño demográfico muy diferente, es probable que la variable demográ-
fica no sea determinante o ni siquiera relevante. Asimismo se puede comparar la rela-
ción entre el tamaño del territorio nacional y la calidad de las instituciones de un país,
entre el producto interno bruto y la pobreza, etc. Estas múltiples variables independien-
tes pueden incidir en la realidad de distintas maneras.

Marcos interpretativos

La sociología de la acción pública

La acción pública es un espacio socio-político construido, a la vez por unas técnicas


e instrumentos y por finalidades y contenidos (Lascoumes y Le Galès, 2009). Por la
proliferación de sus objetos, actores e instrumentos, se volvió a configurar en un sistema
de orden negociado, en el cual las influencias entre la sociedad y el Estado no son unila-
terales. Requiere de instituciones, es decir de reglas de juego y representaciones de una
apuesta, que permiten a los actores ubicarse y coordinarse. La sociología de la acción
pública interesa a muchos analistas de políticas públicas preocupados por ampliar el
espectro de análisis e incluir interacciones, actores, ideas que no son específicamente
del Estado (Massardier, 2003; Gaudin, 2004; Lascoumes y Le Galès, 2004 y 2009; Has-
senteufel, 2008; Duran, 2010). Si bien es cierto las políticas públicas son el hecho del
Estado, no significa que el Estado sea el único actor ni que controle los procesos. Pense-
mos en ciertas acciones políticas para-estatales, como los conflictos sociales o las rela-
ciones extra-parlamentarias en las cuales se juegan la incidencia de ciertos grupos de
interés (un punto ya abordado por las teorías conductistas, a partir del pluralismo), para
explicar una decisión a partir de un flujo de interacciones entre actores estatales y no-
estatales.
Esta «sociología política» (Muller, 2000) plantea el problema de un nuevo régimen
de racionalidad del poder público, de la gobernabilidad y de los fundamentos del poder
político, a través de una agenda de investigación que abarca a las tres dimensiones del
proceso de las políticas públicas (Commaille, 2010). Contempla en primer lugar la ela-
boración de una teoría de la regulación política, que incluye la posibilidad de confronta-
ción de lógicas contradictorias, de estrategias múltiples desarrolladas por los actores
sociales y de incompatibilidades entre diversos universos. Se preocupa en segundo lugar
por los problemas de elaboración e imposición de los principios de acción, de disposi-

140
ciones de una autoridad central, de soberanía y de autoridad como problemas de gober-
nanza más que de gobierno (Le Galès, 1998). Analiza finalmente la legitimidad de lo
político y las nuevas formas de legitimación del poder en función de la eficiencia de lo
que produce la acción pública.
La regulación política sirve para señalar la creciente intensidad de los procesos de
coordinación entre múltiples actores y designar el rápido desarrollo de las formas de
negociación explícita y de procedimientos de debate público que acompañan las leyes y
la producción de reglas descentralizadas por oficio, territorio o proyecto (Gaudin, 2004).
Tradicionalmente, esta noción aludía a una relación jerárquica en la cual el Estado im-
pone reglas de juego y distribuye incentivos (positivos y negativos) —para enmarcar las
actividades de las empresas, levantar impuestos, etc.— y a formas de ajustes locales en la
aplicación de la regla general, que acompañaban unos intercambios políticos en siste-
mas de acción.
En la sociología de la acción pública, la regulación no se concibe como una relación
jerárquica sino como una interacción entre el Estado y la sociedad, tiende más bien a
caracterizar los rasgos generales de los regímenes de gobernanza y la producción inte-
ractiva de las políticas públicas. Toma en cuenta los procesos de largo plazo y los macro-
contextos políticos, conforme lo plantean el análisis de los aprendizajes de reglas y valo-
res (en particular el neoinstitucionalismo sociológico) y el análisis de los medios de
acción y de los actores de la regulación (en particular aquellos que se ubican al interfaz
entre las instituciones y entre lo público y lo privado). Se trata de una relación recíproca,
es decir que los actores no-estatales también ejercen una función reguladora hacia el
Estado, mediante la incidencia y el control, una relación en la cual se expresan desacuer-
dos con ciertas decisiones, además del proceso electoral que legitima a los que toman
estas decisiones.
El análisis de las políticas públicas pasa por analizar la «producción de la acción
pública» (Gaudin, 2004: 159) y tomar en cuenta la diversidad de los escenarios de debate
público, la difusión de los contratos de acción pública y la variedad de las agencias de
regulación. A diferencia de los enfoques tradicionales de análisis de políticas, la sociolo-
gía de la acción pública da cuenta de las acciones de las instituciones públicas y de una
pluralidad de actores públicos y privados que, mediante interacciones múltiples y a
distintos niveles, producen formas de regulación de las actividades colectivas en el ám-
bito del desarrollo económico, del empleo, del medio ambiente (etc.) (Commaille, 2010).
Este enfoque toma en cuenta que los procesos de descentralización, de integración re-
gional y de globalización coadyuvaron a imponer lo local y lo supranacional en unas
representaciones que reconocían tradicionalmente el nivel nacional del actuar estatal.
De hecho, al igual que la gobernanza, la acción pública es de múltiples niveles y su
regulación se caracteriza por la multiplicación de los niveles de acción, en los cuales
interactúan muchos actores diferenciados.
Al reinterpretar las decisiones del Estado en el marco de la regulación política, el
análisis de las políticas públicas recurre en particular a procedimientos que formalizan
los procesos de negociación explícita y de ajustes entre los actores involucrados. Según
Jacques Commaille, el interés por los procesos de acción colectiva y movilización, así
como la sustitución de las explicaciones estructuralistas por unos análisis centrados en
las estrategias de los actores, inscriben esta disciplina en una «perspectiva constructivis-
ta» (Commaille, 2010: 604), preocupada por las confrontaciones, las negociaciones y los
compromisos o acuerdos entre actores. Se trata sin embargo de un «constructivismo
moderado» (Muller, 2000), en el cual no todo lo político está construido, la función

141
política es tributaria de los procesos de expresión de intereses y de cognición individua-
les. En realidad, las matrices cognitivas producidas por las interacciones entre indivi-
duos se independizan de los procesos que llevaron a su construcción y se imponen a los
actores como tantos modelos dominantes de interpretación del mundo. Este «construc-
tivismo moderado» toma en cuenta la diversidad de interpretaciones de las apuestas
sociales y las variaciones en la relación con las instituciones, pero considera que existen
marcos cognitivos y normativos que orientan los significados atribuibles y las acciones
posibles (Lascoumes y Le Galès, 2009: 112).
La incidencia de los movimientos sociales y de las redes de incidencia política mues-
tra que la acción pública no es un río tranquilo. Se trata más bien de un espacio de
confrontación entre una lógica de producción de las políticas públicas de arriba hacia
abajo (top-down), y una lógica de participación de la sociedad civil en estos procesos, de
abajo hacia arriba (bottom-up). La administración de arriba hacia abajo alude a la con-
cepción weberiana de la burocracia, en la cual el centro de la decisión es relativamente
fijo y el proceso de ejecución de la decisión consiste en hacerla bajar a nivel intermedio y
bajo. Entonces los funcionarios públicos son ejecutores de decisiones tomadas en el nivel
superior. Al revés, la administración de abajo hacia arriba significa que la validez de estas
decisiones se pone a prueba cuando se ejecutan y son acogidas por los actores. Desde
luego, los actores que toman una decisión deben tomar en cuenta y referirse a las prefe-
rencias de los interesados (los administrados, cuando se trata de reformar la administra-
ción, o los funcionarios de rango medio y bajo, cuando se trata de hacerla funcionar).
Como hemos visto en el capítulo dos, la elaboración de la agenda de política es un
proceso más complejo que la mera formulación de soluciones a problemas identificados
por un equipo de gobierno, en el cual los actores aprovechan de ventanas de oportuni-
dad (policy windows) para convertir problemas privados en públicos, luego políticos
(Kindgon, 2003). Los problemas públicos son frutos de una construcción y de una cate-
gorización (framing), se vuelven problemas políticos en algunos casos, en función de los
procesos de toma de decisión (Lascoumes y Le Galès, 2009: 67). En esta perspectiva, el
objeto central de la acción pública ya no es la resolución de problemas, sino más bien la
construcción de «marcos de interpretación del mundo» (Muller, 2000: 193). Ello renue-
va el análisis de la relación entre la política y las políticas públicas, haciendo énfasis en
la construcción del orden social. Este enfoque parte de la premisa según la cual los
intereses involucrados en las políticas se expresan a través de la producción de referen-
ciales. La producción de las políticas públicas es entonces la modalidad por la cual se
ejerce la función de orden y una sociedad se piensa mediante su acción reflexiva y define
su relación al mundo.
Si asumimos con Bruno Palier e Yves Surel que los procesos políticos son a la vez
cargados por unos conflictos y compromisos entre intereses (I1), formulados a través de
marcos cognitivos, normativos y retóricos con base en las ideas (I2) y moldeados por
unas instituciones heredadas del pasado (I3), asumimos también que estas variables no
son exclusivas unas de otras, sino que pueden ayudar a definir los ejes de investigación
del análisis de política (Surel, 2000; Palier y Surel, 2005). Según estos autores, cabe
descomponer la realidad en variables identificables para volverla comprensible y permi-
tir la comparación con fenómenos similares y testar las hipótesis basadas en estas varia-
bles. Para entender el juego de los intereses, el análisis se enfocará en los actores y las
dinámicas fundamentales (las lógicas de acción colectiva, los cálculos y las estrategias
en función de la relación entre costos y beneficios).
Este método se aplica a la toma de decisión, las modalidades de incidencia e interac-

142
ción que caracterizan las relaciones de poder en un determinado sector de la acción
pública. En cambio, para analizar el peso de las instituciones en el comportamiento de
los actores públicos y privados, el análisis se interesará por las reglas, prácticas y repre-
sentaciones. Se aplica en particular al análisis de las políticas sociales y a las dimensio-
nes del Estado de bienestar como son los criterios de acceso a las prestaciones, la natu-
raleza y el nivel de estas últimas, la modalidad de financiamiento y las estructuras de
decisión, organización y gestión del organismo responsable de ellas. Por último, para
entender el rol de las ideas en las políticas públicas, el análisis se enfocará en los para-
digmas, los referenciales o los sistemas de creencias a través de una aproximación cog-
nitiva y normativa a las políticas públicas.
A partir de esta tipología, Palier y Surel sugieren formular un abanico de hipótesis
articuladas con las distintas etapas de un ciclo de política (formulación, implementa-
ción y evaluación). Las «3 i» permitirían formular hipótesis a priori complementarias o
contradictorias, para entender los procesos de activación del espacio político-adminis-
trativo, toma de decisión y ejecución de las políticas, y serían jerarquizadas a posteriori
por el análisis, siguiendo un razonamiento inductivo. La identificación de las dinámicas
relevantes para el análisis de políticas es posible a posteriori, entonces esta etapa del
análisis consiste en especificar cuándo una u otra de las variables tiene un papel explica-
tivo importante. El ordenamiento secuencial de estas tres variables es necesario, puesto
que una de las «3 i» tiende a imponer el movimiento en desmedro de las demás, en
función del lugar y del espacio. Ahora bien, cada variable tiene un ritmo particular y se
inscribe en una temporalidad distinta: corto plazo para los intereses, largo plazo para
las instituciones, mediano plazo para las ideas.
El marco analítico de las «3 i» presenta la ventaja de basarse en una tipología parsi-
moniosa de las variables independientes de una política pública. Luego podemos des-
agregarla para medir con mayor precisión los fenómenos que nos interesan, pero pode-
mos asumir que los tipos de determinantes del proceso de decisión son pocos. Se trata
de lo que quieren los actores, es decir su predisposición a asumir que un problema es
importante (o no), y en este sentido su predisposición a valorar las posibles soluciones a
este problema, en función de sus costos y beneficios, económicos y políticos, de una
serie de dilemas que se resuelven con base en valores, creencias, ideas. La ventaja de una
taxonomía con pocas variables es que nos permite establecer relaciones explícitas con
las políticas en sus distintos momentos y en sus distintas dimensiones. De tal manera
que podremos establecer en qué medida las ideas afectan la validez o la legitimidad de
un problema de política pública, en qué medida son los intereses de los actores involu-
crados los que determinan esta legitimidad, o en qué medida las instituciones determi-
nan el grado de consecución de las decisiones.
No obstante, en la práctica, este sincretismo teórico se enfrenta con una serie de
obstáculos epistemológicos y metodológicos (John, 2012). El principal problema es que
multiplica las problemáticas con los enfoques teóricos pero no permite integrarlos en un
solo marco analítico. Si el análisis privilegia los intereses (I1), hará hincapié en la dimen-
sión estratégica de las deliberaciones y de la acción colectiva, es decir en las causas de las
conductas. Si privilegia las ideas (I2), hará hincapié en la dimensión cognoscitiva y cul-
tural de la acción pública, es decir las representaciones del mundo. Si privilegia las
instituciones (I3), hará énfasis en su dimensión sistémica y semántica, es decir en el rol
de las estructuras o instituciones en el mundo. El enfoque racionalista permite conocer
los límites de la acción colectiva y los mecanismos incitativos que orientan a los actores;
sus problemáticas abarcan los incentivos positivos y negativos, las estrategias, negocia-

143
ciones, preferencias, etc. Por su lado, el enfoque neoinstitucional ayuda a entender por
qué ciertos cambios de políticas públicas no son posibles, pese a los intereses de ciertos
actores políticos, sociales y económicos. Por último, el enfoque cognitivo permite enten-
der el cambio de creencias y representaciones que vuelve posible el cambio de políticas
públicas.

El análisis deliberativo de las políticas

El análisis deliberativo de políticas es afín con la sociología de la acción pública,


aunque tenga otros propósitos, pues ambos métodos comparten una preocupación co-
mún por la interpretación de la trayectoria de las relaciones entre actores no-estatales y
estatales, así como el rol de los expertos, en particular los expertos en análisis en estas
interacciones y en el devenir de las políticas públicas. La discusión abarca en parte la
contraposición entre positivismo y constructivismo, que son elementos reiterativos de la
propuesta de Frank Fischer (Fischer, 2003, 2004 y 2007). Según Fischer, el proyecto
positivista de las ciencias sociales ha fracasado y eso vale también para la «ciencia» de
las políticas, las ciencias sociales no han logrado, no pueden formular explicaciones
causales de los procesos socio-políticos, y dentro de éstas, el análisis de políticas públi-
cas no ha logrado volverse un ejercicio predictivo (Fischer, 2004). Fallamos sistemática-
mente en identificar causas y soluciones irrefutables, entonces es necesario renunciar a
la ambición de explicar las decisiones por la búsqueda de pruebas, el análisis debe basar-
se en la interpretación de los discursos. Tenemos que formular una mejor interpretación
de los procesos y de cómo los actores perciben las distintas realidades que se supone
enfrentan las políticas públicas, a partir de las distintas posturas que dan lugar a delibe-
raciones en todas sus etapas.
El análisis deliberativo de políticas públicas parte de una doble hermenéutica: en el
proceso mismo, pues los actores construyen la realidad en la cual viven, y en el análisis
del proceso, pues los observadores también construyen la realidad para dar sentido a lo
que observan. Esto tiene dos implicaciones metodológicas. Primero, el análisis de políti-
cas es un ejercicio de frónesis, en el cual se articula la teoría con la práctica a través de la
deliberación colectiva. No hay un conocimiento experto, producido por una comunidad
de especialistas, que se aplique a problemas claramente identificados y consensuados.
Lo que hay son deliberaciones sobre la legitimidad de los problemas y de las soluciones
propuestas para enfrentarlos. Entonces, el saber experto consiste aquí en interpretar
estos factores para adecuar las visiones y percepciones de los actores co-partícipes del
proceso. La segunda consecuencia es que el análisis de políticas es un ejercicio de cate-
gorización (framing), que desemboca a la vez en una interpretación del mundo social y
del discurso de los actores. Los actores interpretan el mundo a través de un marco de
sentido, por eso tienen que deliberar. Esta deliberación ocurre por un lado entre actores
estatales y no-estatales y por el otro entre actores sociales. De estas deliberaciones sale el
significado dado a los problemas, las soluciones y los resultados de la acción.
Este ejercicio afecta también al discurso de los actores, entonces lo que ellos dicen
tiene que ser descodificado e interpretado. Ellos no tienen necesariamente consciencia
de interpretar el mundo, no todos evolucionan en el mundo pensando que lo están inter-
pretando. Más bien, este es el trabajo de los que observan las interacciones y, por lo
tanto, de los que analizan las políticas públicas. Es ahí donde el análisis deliberativo
descansa en una construcción en abismo: analizamos un proceso de análisis. El rol del

144
análisis consiste en evidenciar las estrategias y los argumentos de los actores; el rol del
experto en este análisis es constitutivo de la deliberación desde el momento en que hay
un análisis de política (Fischer, 2004).
Cuando hablamos del giro argumentativo, hablamos de un cambio de percepción en
la función de las políticas públicas: de una concepción de éstas como ejercicio de resolu-
ción de problemas, a la tesis según la cual no hay problemas que resolver, no hay proble-
mas en el mundo, con los cuales nos topamos, sino problemas latentes, que creamos
para que las políticas los resuelvan. Por lo tanto, el análisis deliberativo consiste más en
un ejercicio de categorización de los problemas (problem framing) que en de resolución
de problemas (problem solving). Como en el «constructivismo moderado» de Muller, los
problemas se delinean, no se resuelven, los límites de un problemas nacen de una inter-
pretación y dan lugar a distintas interpretaciones (Muller, 2000).
¿Cuál es el rol de la experticia en esta interpretación? Aquí, el planteamiento de
Fischer es netamente normativo y prescriptivo, pues considera que el analista de políti-
cas hace parte del proceso y que su rol es también reconciliar a los ciudadanos con el
proceso político (Fischer, 2007). Dicho de otra manera, más allá de lo existe, hay un afán
de hacer existir o que vuelva a existir una participación activa de la ciudadanía en las
deliberaciones políticas, en particular a través del asesoramiento a grupos expuestos a
los efectos de las políticas públicas pero desprovistos de poder, de información. El rol
del experto-analista consiste en facilitar la deliberación entre los actores sociales y polí-
ticos. Esta propuesta es muy afín con la de Emery Roe, sobre la mediación en conflictos
(Roe, 1994). En efecto, no todas las deliberaciones son pacíficas, muchas son violentas
pues surgen de una distribución desigual de poder dentro de la sociedad y entre ésta y el
gobierno. En continuidad con la tradición de la teoría crítica, Fischer y Forester (1993b),
denuncian múltiples oportunidades de uso de las políticas al servicio de intereses buro-
cráticos e ideológicos, en el funcionamiento de la administración pública. La legitima-
ción de ciertas acciones del Estado pasa por una manipulación de sentido y de grupos de
actores usuarios.
En comparación con el marco analítico de coaliciones promotoras, el análisis discur-
sivo de políticas se preocupa menos por la existencia de un saber experto, difuso en la
sociedad. En cambio, el rol del analista es crucial en la deliberación en torno a una
política pública. Esta deliberación puede intervenir en el momento inicial de una políti-
ca, en la elaboración de la agenda, o en el momento de la evaluación de los resultados.
No se trata de la evaluación de impacto, a partir de variables cuantitativas, sino de la
percepción de los actores, en particular aquellos afectados por una decisión, de los bene-
ficios y desventajas de una política. Fischer habla de procesos participativos como pro-
cesos sociales o sociológicos (Fischer, 2003).
Esto es un argumento clave en la crítica del alcance limitado de los métodos cogniti-
vos en general: las modalidades de la acción pública reflejan una herencia histórica o un
sistema o un régimen institucional, pero es difícil comparar el impacto de un régimen
institucional sobre estas modalidades, pues concretamente no sabemos qué medir, en
particular porque hay múltiples enfoques de análisis de políticas (Sabatier y Schlager,
2000; Howlett y Rayner, 2006). Según el enfoque que se adopta, no se medirá la misma
cosa ni se medirá de la misma forma. La medición que proponen los institucionalistas
de cómo el sistema institucional afecta la toma de decisión es una medición particular
que hace hincapié en la toma de decisión. Para los cognitivistas, no todo es objetivable
en la toma de decisión, pues ésta se basa en una interpretación subjetiva. No podemos
analizar el impacto de un sistema sobre las interpretaciones de los actores sin caer en

145
una regresión infinita (Fischer, 2004).
Contraponer la interpretación del discurso a la explicación causal de los hechos,
renunciar a buscar pruebas —lo que fue constitutivo de nuestra disciplina en los años
1950— para enfocarnos en los discursos de los actores y observadores, constituye una
ruptura epistemológica. ¿Qué implica esta ruptura? Su alcance no es solo teórico y
metodológico, sino también político, ideológico: consiste en considerar que la delibera-
ción es más que un objeto de análisis, es un proceso del cual el analista es partícipe
(McBeth et al., 2007). Cuando hay una contraposición entre un grupo de actores que
toman una decisión y hacen una política y otro grupo de actores que son sujetos (bene-
ficiarios o afectados) de esta última, ello da lugar a un conflicto. Entonces, el analizar las
posturas de ambas partes en esta situación conflictiva, con el presupuesto de la neutra-
lidad axiológica, participaría de un análisis ponderado de los intereses, las creencias y
los valores de unos y otros.
Pero Emery Roe considera que esto no es posible (Roe, 1994). En la primera formu-
lación de la propuesta de Lasswell, el análisis de políticas debía servir para las políticas,
lo cual reflejaba una concepción tecnocrática de la toma de decisión. El planteamiento
de Roe es inverso, pues él considera que el análisis de políticas debe servir ante todo a los
actores que no toman la decisión. Eso nos lleva a problemas muy contemporáneos del
análisis de políticas, en particular los problemas de participación y control social; nos
lleva a poner en cuestión el rol del observador en la participación de los actores no-
estatales y el fortalecimiento de su capacidad de incidencia política. Entonces, luego de
reconocer la importancia de los actores no-estatales y dar una importancia central a las
percepciones e interpretaciones que dan estos últimos a las decisiones tomadas por
actores estatales, Roe renuncia al análisis científico de las deliberaciones para centrarse
en la interpretación de los argumentos y de las posturas de quien participa en esta deli-
beración.
Por último, el análisis deliberativo de políticas asigna al analista un rol proactivo en
el proceso político, no en el sentido de Lasswell, sino para apoyar a los actores no-
estatales. De allí, nuevamente, deriva la importancia del conflicto, pues es la situación en
la cual se da mejor este tipo de acción o de intervención. Podemos verlo de dos maneras:
cuando el conflicto existe, los actores sociales alertan la opinión pública sobre un pro-
blema (una contaminación industrial o una amenaza al patrimonio histórico o paisajís-
tico) y el analista interviene para ayudar a construir un discurso, a elaborar una estrate-
gia que, en gran parte, descansa en una política simbólica; o cuando no hay conflicto
generado espontáneamente por los actores sociales, pero la deliberación sobre la políti-
ca es el origen del conflicto. Quien arma el conflicto, en el segundo caso, son los profe-
sionales de la política, no los políticos, los activistas (ecologistas, defensores de los dere-
chos humanos, pacifistas, feministas, etc.) a través de movimientos sociales.
Recordemos que los fundadores de la disciplina ya manifestaban una inquietud por
las fallas de implementación, al ver la distorsión que podían tomar por ejemplo los
presupuestos, o la interpretación que se podía dar de una decisión, en su fase de ejecu-
ción —en particular, a medida que incrementaba la distancia entre el lugar donde se
tomaba (el ministerio, la administración central, el gabinete presidencial, etc.) y el lugar
donde se ejecutaba. Tenemos el caso clásico de Portland (Pressmann y Wildavsky, 1998a)
y muchos casos de descentralización, en los cuales una política sectorial está definida
por el gobierno central y aplicada por un gobierno local (Faguet, 2008; Jolly, 2005 y
2007). En estos casos, hay discrepancias y hasta desacuerdos ideológicos en el seno del
Estado, que conllevan a fallas de implementación, hay efectos imprevistos, no-deseados,

146
que surgen en parte debido a esta distancia, etc.
Maarten Hajer ofrece una reflexión interesante sobre una situación particular de
falla de implementación, que no resulta de la capacidad del Estado ni de la efectividad
de la administración pública, sino de la oposición de los actores no-estatales (Hajer,
2004). Él toma el caso de la política ambiental de los Países Bajos en los años 1990,
cuando surgió la idea de destruir tierras agrícolas para preservar la naturaleza prístina,
en un país conocido por haber logrado a ampliar su territorio terrestre mediante la
transformación de las lagunas y la adaptación de sus infraestructuras. Detrás del argu-
mento de fomentar el desarrollo sostenible, lo que estaba en juego era la distribución de
subsidios de la Unión Europea y las discusiones que se daban entonces en Bruselas para
eliminarlos, lo cual tenía incidencia en la viabilidad de los modelos agrícolas nacionales.
En cualquier país, la reducción de la superficie agrícola útil conlleva a la reducción de la
población económicamente activa en el sector agrícola. Ocurre que los agricultores de
esta región se opusieron a la política del gobierno central, lo cual nos lleva a la discusión
sobre la deliberación en una política pública.
La primera idea que llama la atención en este caso es que las redes de políticas
públicas no siempre son activas, aunque puedan ser estables: integran a personas que
comparten intereses comunes pero que no se movilizan todo el tiempo para hacer pre-
valer estos intereses. Estas redes se activan cuando hay una amenaza que, en parte,
puede proceder de una decisión política. Este es un punto interesante, que invierte la
visión clásica del ciclo de política para ver cómo una comunidad se puede crear a partir
de una política pública. No es que la comunidad genere la política, sino que la política
antecede la acción social y la comunidad se organiza alrededor de ella (policy makes
politics, para parafrasear a Lowi). El en caso particular del conflicto social, este grupo se
vuelve constitutivo, partícipe de la política. Entonces, según Hajer, no podemos seguir
estudiándola como si nada fuera y los instrumentos analíticos que nos da la teoría polí-
tica son insuficientes, no son muy útiles para entender el rol de los actores no-estatales
en este proceso.
En este caso, se invierte la perspectiva de análisis de la decisión, de una burocrática
a una sociológica y cultural, pues el paisaje, la tierra, el territorio son constitutivos de la
identidad de los agricultores. Entonces es algo más que una apuesta meramente econó-
mica, aunque también plantea el problema de si se puede (o no) seguir siendo agricultor
en el contexto de los años 1990, pues los interesados reivindican que su identidad de
agricultores se define por este espacio, esta actividad, este territorio. Más allá de la lucha
por el empleo —que es una reivindicación legítima per se— la oposición a la política
ambiental se convierte en una política simbólica, con la construcción de un cuadro en el
paisaje, que simboliza lo que representa para los actores locales la tierra y su ordena-
miento hasta la fecha. Entonces, según Hajer, además de constatar una discrepancia
con una política particular, el análisis lleva a reconocer el rol de los actores no-estatales
en la formulación y la ejecución de esta política.

Técnicas de recolección de datos

Esta transformación del análisis de políticas se concreta en el plano metodológico


por el análisis de discurso y de los marcos interpretativos, que sustituyen la recolección
de datos como pruebas, en particular los datos cuantitativos. Las técnicas de levanta-
miento de información varían según el contexto nacional en el cual se dan las políticas

147
públicas. No podemos proceder de la misma manera en un sistema muy institucionali-
zado y mediatizado que en un contexto donde hay poca institucionalidad o poca estabi-
lidad institucional de las interacciones socio-políticas. No podemos acudir a las mismas
técnicas de levantamiento de datos según si estamos en un sistema federal o centraliza-
do porque los grados de autonomía en la toma de decisión son distintos. No podemos
tampoco aplicar las mismas técnicas según si analizamos un proceso local o nacional de
toma de decisión, algunos temas se deliberan a nivel de cantón o de comuna mas no a
nivel nacional, y viceversa. Esto no es solamente un problema de adecuación de los
medios y fines, es un problema de formulación del problema. Por lo tanto, en los méto-
dos cognitivistas, las técnicas son generalmente el producto de un bricolaje para arre-
glárselas en función del contexto y del problema que queremos analizar, más que expe-
riencias replicables.
Las conferencias de consenso de Fischer son equiparables con los talleres participa-
tivos, donde hay algunas personas más ilustradas que otras, que facilitan la discusión y
ayudan a concretar ciertas ideas en la deliberación. Uno de los problemas técnicos más
comunes en estas prácticas es la representatividad de los participantes. ¿Quién partici-
pa? y ¿quién habla a nombre de quién? En el proceso de deliberación, la manera de
lograr consensos está determinada por la organización social, en función de la capaci-
dad organizativa de los actores el proceso será más o menos fácil. El proceso de análisis
de la deliberación, también depende de la organización social. En comunidades donde
se identifican líderes, es mucho más fácil organizar un taller participativo o una asam-
blea. Finalmente, los sondeos deliberativos constituyen una modalidad para recolectar
testimonios de cómo interpretan los actores una realidad social.
Con los talleres de escenarios, entramos a un proceso de mediación y de resolución
de conflictos, pues lo que se hace en estos espacios es visualizar posibles desenlaces de
una situación. A partir de la pregunta «¿qué ocurriría si...?» se pueden identificar dife-
rentes marcos interpretativos al interior del grupo para llegar a ciertas imágenes com-
partidas. Incluso este ejercicio es complementario de los juegos de roles, en los cuales
los actores ven una misma situación desde varias perspectivas (la de una empresa, la de
un ministro, la de las mujeres, la de los jóvenes, etc.). El juego consiste en identificar
todos los elementos constitutivos del marco interpretativo. Esto también está acoplado
a la dramaturgia, muy acogida en situaciones de conflictos violentos, para superar trau-
mas sicológicos. A esta altura, se vuelve muy difícil delinear qué atañe a la política públi-
ca, nos estamos abriendo un mundo, pues donde hablamos de representaciones, la sico-
logía tiene algo que enseñarnos. Aprehender la dimensión sicológica de la acción públi-
ca en su complejidad nos lleva, no solo más allá del análisis de políticas sino más allá de
las ciencias sociales, incluso en la investigación-acción, donde el observador es copartí-
cipe de la acción.
Un problema particular de las técnicas de levantamiento de datos radica en la defini-
ción del tamaño del grupo entrevistado, en cualquier situación de deliberación. Está
claro que el número de participantes es determinante para el curso de la deliberación y
por lo tanto para el análisis de esta actividad. Por ello, se recurre a talleres participati-
vos, grupos focales o sondeos. ¿Cuál es el reto metodológico aquí? Es asumir que no va
a haber una explicación causal definitiva pero que se puede acercar a una representa-
ción relativamente fiel de un proceso, a través de un muestreo o de entrevistas a profun-
didad con informantes clave. En este sentido, hay un nivel de delegación o de percep-
ción indirecta de la realidad, que permitirá suplir la falencia del número. A partir de
esto, se pueden realizar entrevistas semi-dirigidas, a una serie de informantes califica-

148
dos (responsables políticos, usuarios, líderes de opinión, etc.), para reconstruir un pro-
ceso a través de testimonios y de aportes directos de los actores a una comprensión del
conjunto de percepciones. Algunos hablarán a nombre de otros, algunos hablarán de la
memoria colectiva, algunos hablarán del efecto que sienten. El objetivo metodológico es
que este conjunto de entrevistas haga sentido y sea representativo del proceso, pues caso
contrario uno corre el riesgo de tener una visión truncada, como suele pasar en los
análisis de conflictos cuando no se entrevista a todas las partes.
El cuestionario es otra técnica que permite contornar la dificultad del número repre-
sentativo, eventualmente complementaria de la entrevista a profundidad, siempre y cuan-
do nos cercioremos de la representatividad del muestreo. La multiplicación de los infor-
mantes a partir de una lista de preguntas cortas, que no inducen respuestas muy elabo-
radas, permite recoger ideas que nos den, en su conjunto, una visión del problema. Está
más cerca a la técnica de encuestas, que utilizan los métodos cuantitativos para seriar
ciertos criterios o variables. Es una técnica que utiliza también el análisis de coaliciones
promotoras, para identificar los niveles de educación formal, creencias, sociotipos, ele-
mentos que conforman el perfil de los individuos dentro de las coaliciones. A través de
cuestionarios, también se pueden analizar dimensiones subjetivas a partir de una lista
corta de criterios de calificación, por ejemplos en función de una escala de juicios de
valor de muy mala a muy buena, común en los sondeos de opinión.
Finalmente, el análisis de documentos públicos es otra técnica versátil, muy común
en el análisis cognitivo de políticas. Entre estos documentos, está la información institu-
cional difundida por agencias públicas y la información producida o difundida por las
organizaciones no-gubernamentales, en particular a través del Internet. Al igual que
para las encuestas y entrevistas, el análisis de documentos es una técnica complementa-
ria de otra. En los modelos interpretativos, no se escatima medios; incluso la interpreta-
ción de percepciones depende de muchas técnicas no-formalizadas que abarcan la ob-
servación participante.

Marcos explicativos

Las coaliciones promotoras

El marco analítico de las coaliciones promotoras (ACF) se presenta en la actualidad


como uno de los métodos más sofisticados de análisis del rol de los actores no-estatales
en la acción pública (Bergeron et al., 1998). En este marco, se analiza como una variable
dependiente el subsistema de política pública, en el cual operan coaliciones promotoras
integradas por actores sociales, políticos y económicos (Sabatier y Weible, 2007) (Cf.
Figura 1). Ya vimos que aquellas coaliciones son dinámicas, compiten y se transforman
a partir de un principio de aprendizaje orientado a la política. A partir de esta premisa,
el método busca una explicación de las principales variables que afectan a un subsiste-
ma de política política, trata de explicar cómo se constituyen estas coaliciones, cómo
actúan y se transforman en función de dos tipos de parámetros: las premuras de corto
plazo, que en general aluden a los términos de la deliberación para evaluar el problema
y sus posibles soluciones, y parámetros estables que tienen que ver con la constitución
misma de las coaliciones (quién las integra), el grado de especialización y el conocimien-
to experto.

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FIGURA 1. El marco analítico de coaliciones promotoras (ACF)
[Insertar Figura 1]
Fuente: Adaptado de Sabatier y Weible (2007) y Weible y Nohrstedt (2013)
A parte las premuras de corto plazo y los parámetros estables, el entorno socio-eco-
nómico incide en la conformación y la transformación de las coaliciones. Esta dimen-
sión externa hace que estas coaliciones no son estables pues dependen de una organiza-
ción o un subsistema social, así como del entorno económico del cual salen los expertos,
para estructurar la competencia con otras coaliciones. Uno de los aspectos clave de las
coaliciones promotoras radica en el conocimiento de ciertos actores, que operan como
profesionales de la decisión, expertos que alertan a grupos menos especializados o a
comunidades. Estos últimos interpelan a los responsables en el proceso de deliberación
y organizan las coaliciones alrededor de una estrategia de incidencia política.
Entonces el método busca explicar cómo funcionan estos roles, cómo se cristalizan
intereses, valores, creencias alrededor de estos expertos. La idea inicial, según la cual
hay una interpretación del problema de política para encontrar una solución o valorar
cierta solución frente a otra, está directamente afectada por el conocimiento experto de
los actores y de los observadores. En este entorno, la experticia tiene un doble sentido:
uno de acción, pues sin este conocimiento experto no existirían las coaliciones promoto-
ras, y otro de análisis, pues el problema consiste en explicar cómo un conocimiento
experto se constituye para afectar el proceso de la política pública. Este marco analítico
es reflexivo, dado que sirve a la vez para evidenciar cómo se comportan los actores
independientes del análisis de políticas y retroalimenta este rol, esta evaluación que
pueden hacer los expertos de una situación, a través del análisis.
El entorno puede generar cambios en la conformación o en la orientación de las
coaliciones, lo cual a su vez da un rol particular a ciertos miembros. Ello implica tomar
en cuenta la importancia de la formación profesional y, por lo tanto, reconocer que no
todas las formaciones profesionales son iguales, como lo muestra el rol de los abogados,
en general, o de los ecólogos, los biólogos e incluso los geógrafos en las coaliciones
ambientalistas, en particular. Entonces hay ciertas profesiones y ciertos medios profe-
sionales en los cuales es más probable que surjan líderes de coaliciones, expertos pre-
ocupados por movilizar a otros actores. Ello explica porqué el ACF sirve más para expli-
car la trayectoria de ciertas políticas que otras, a pesar de los intentos de aplicarlo a
subsistemas de políticas públicas diversos en el «Taller de investigación sobre el proceso
político»1 (Weible y Nohrstedt, 2013). Nació de un análisis de las políticas ambientales y
energéticas en Estados Unidos y Canadá, pero tiene pocas aplicaciones a políticas eco-
nómicas, fiscales. Donde hay una afectación directa, aunque difusa, a la población, en
efecto, funciona bien este método, pero es poco explicativo cuando la afectación no es
directa (donde el ámbito de coerción es difuso, en los términos de Lowi).
En resumen, el propósito del ACF consiste, en primer lugar, en entender cuáles son
las variables sociales y económicas que afectan un subsistema de política pública. En
segundo lugar analiza esta incidencia a través de la conformación y de la competencia
entre coaliciones promotoras. Tercero, estas coaliciones se transforman, no son los trián-
gulos de hierro, ni son los grupos de interés representados por el análisis pluralista, no
son solamente los sindicatos ni los movimientos sociales identificados por el corporati-
vismo, son coaliciones mixtas, que asocian a actores estatales y no-estatales. En cuarto
lugar, analiza la trayectoria de estas coaliciones a través de la evolución del conocimien-
to, del aprendizaje orientado hacia la incidencia política.

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Posterior a la elaboración inicial del marco analítico, en los años 1980, se introduje-
ron dos innovaciones (Sabatier y Weible, 2007). La primera fue para tomar en cuenta el
rol de los conflictos y de las negociaciones en la conformación y transformación de las
coaliciones. Esto es particular de los problemas de políticas locales, donde las comuni-
dades están directamente afectadas por una política y se movilizan más fácilmente que
a nivel nacional, pues son identificables y se identifican como tal. Por otro lado, en estos
conflictos o en estas movilizaciones opera mejor y con mayor visibilidad el rol de los
facilitadores y mediadores, que son los mismos expertos que intervienen en las coalicio-
nes, sea como actores o sea como asesores. Por otro lado, se tomaron en cuenta los
choques externos que afectan a la distribución de recursos políticos. De hecho, no solo
hay competencia entre las coaliciones, al interior de éstas también hay interacciones y la
situación de organizador o de coordinador de ciertos actores está afectada por la trans-
formación del entorno socio-económico.

El análisis y desarrollo institucional

Si dejamos a un lado los métodos de análisis costo-beneficio (Bellinger, 2007; Fried-


man, 2002) y los métodos semi-experimentales de evaluación (Wholey et al., 2010), que
consisten básicamente en aplicar modelos econométricos al análisis de un número re-
ducido de variables independientes, en la actualidad, el método más difundido entre los
enfoques racionalistas es el modelo de análisis y desarrollo institucional, elaborado por
Elinor Ostrom (Ostrom, 2000 y 2005). En este modelo, que algunos presentan como un
complemento de los métodos de la escuela de la elección pública (Whitford, 2013), las
reglas son unas variables exógenas de situaciones de acción.
Aquí es donde se vuelve interesante acoplar este modelo con un proceso de toma de
decisión o de política pública, porque tenemos un sistema de acción en el cual podemos
identificar las variables críticas de las anticipaciones (la información, los actores, el
tiempo) y tenemos además un sistema de reglas que proviene, en parte, del propio siste-
ma de acción o de los actores de este sistema, y en parte de otros sistemas —pensemos,
por ejemplo, en la regulación internacional en materia de cambio climático. Estas reglas
son las variables que van a impactar una situación de acción, en otros términos, las
instituciones tienen una incidencia directa en las interacciones socio-políticas. Salimos
entonces del dilema angustiante de explicar la longevidad de las instituciones en función
de las oportunidades, sea por la retroalimentación (positiva o negativa) y el rendimiento
creciente de una situación, sea por la adaptación constante a un entorno cambiante. Las
instituciones son el producto de interacciones y las interacciones están estructuradas
por marcos institucionales.
El modelo de análisis y desarrollo institucional es complementario del «sistema so-
cio-ecológico», que se preocupa de los procesos socio-políticos que hacen sistema. Este
último no interesa tanto al análisis de políticas públicas como a las ciencias de la tierra
(Ostrom, 2000). La idea central que desarrolla es que un entorno ecológico particular
constituye un sistema social. Una serie de actores —colectivos e individuales, privados y
públicos— interactúan con un ecosistema, lo impactan y dependen de él. El problema es
identificar las modalidades de estas interacciones y explicar cuándo el sistema puede
estar alterado por un cambio de origen endógeno (por ejemplo por la sobre explotación
de un recurso natural) o exógeno (por ejemplo por un desastre natural). Este modelo es
particularmente útil para entender los efectos de la sobreexplotación de los recursos

151
sobre los ecosistemas, pero hay una carga fuerte de ecología y de biología, que no hay
necesariamente en el otro modelo, que no se aplica exclusivamente a ecosistemas sensi-
bles o a situaciones de explotación de recursos de uso común.
Ambos modelos se basan en métodos cuasi-experimentales que fueron desarrollados
en el marco del «Taller de teoría política y análisis de políticas públicas», sobre el efecto
de los incentivos en el manejo de recursos de uso común en África, América Latina,
Asia.2 Han sido aplicados al análisis del manejo de recursos forestales (Gibson et al.,
2000; Haley, 2004), al manejo del agua y a las negociaciones sobre el cambio climático
(Ostrom, 2005). ¿Cómo se generan las instituciones que permiten a los actores optimi-
zar la gestión de los recursos? ¿Cómo, a través de estos acuerdos, pueden compensar los
efectos perversos de la lógica individual del cálculo racional? Es lo que nos interesa aquí.
Ya vimos con Douglass North que las instituciones optimizan las interacciones (North,
1993), pero el enfoque de Ostrom es un poco distinto. En efecto, la idea inicial de North
era que esta optimización pasaba por la reducción de los costos transaccionales, mien-
tras que la idea de Ostrom es evitar los efectos perversos de las conductas egoístas.
Es ahí donde interviene las nociones de instituciones y reglas. Las reglas son proce-
sos, no entidades discretas. Ya procedimos a una primera transformación, al asumir que
había instituciones formales e informales; ahora estamos asumiendo que las institucio-
nes son también procesos y no solamente el resultado (variables dependientes) de proce-
sos. Son en parte estructuras, hacen sistema porque tienen una vocación a estabilizar las
interacciones, por ejemplo para reducir la incertidumbre y los costos transaccionales,
para facilitar los intercambios, pero también tienen una vocación a transformarse a sí
mismo, una vocación reflexiva. No son productos impuestos a los actores sino resultado
de las interacciones en las cuales estos últimos están sumergidos.
Los actores inciden en las instituciones como las reglas orientan sus conductas. De-
trás de esta idea, hay una premisa normativa, según la cual es mejor que los recursos
perduren. Desde luego, el sistema óptimo es aquel donde las reglas controlan los efectos
de las interacciones, la acción colectiva regula la acción individual, las elecciones indivi-
duales quedan supeditadas a los propósitos colectivos. Los tres modelos clásicos, al res-
pecto, son la tragedia de los comunes, una teoría formulada por Garett Hardin en 1968,
el dilema del prisionero, una metáfora de la teoría de juegos, que ya encontramos en
Trebilcock, Niskanen y los autores de la escuela de la elección pública, y la lógica de la
acción colectiva teorizada por Mancur Olson, que analiza el rol de los grupos e indivi-
duos en los intercambios socio-económicos (Ostrom, 2000).
Según la tesis de la tragedia de los comunes, si uno aplica stricto sensu una lógica de
mercado a la gestión de los pastizales o campos abiertos, el interés de cada usuario
conspira contra el interés general. Ello resulta de la maximización de los beneficios
individuales, que conlleva a la sobre explotación del recurso, que lleva al agotamiento
del recurso y al decrecimiento de los rendimientos para todos. La tragedia es que, si
cada individuo maximiza sus intereses, a mayor o menor plazo este individuo llegará a
no poder satisfacerlos y junto con él, la colectividad no logrará satisfacer sus necesida-
des. Hay dos alternativas a partir de esta constatación: imponer un control absoluto
sobre la explotación, por ejemplo a través del dominio del Estado, y eliminar la propie-
dad privada (cuando un bien es de todos, su uso tiene que ser regulado por el Estado); ó
al opuesto, privatizar este recurso de uso común, dividir el predio entre los usuarios
para que cada uno maximice el rendimiento (no solo el uso) de la tierra.
La primera es la solución del «todo Estado», el Leviathan. En la teoría de Thomas
Hobbes, el hombre es un lobo para con el hombre y se creó al Estado para pacificar la

152
guerra de todos contra todos. Es una visión pesimista de la naturaleza humana y de la
sociedad que da lugar a la creación del Estado. Entonces, para resolver el problema del
egoísmo de los usuarios, lo que haría falta según esta teoría es un Estado fuerte, un
Estado socialista, que controle estos bienes para el bien de todos. Sin embargo, la histo-
ria nos ha enseñado que esto no funciona, la experiencia del socialismo real ha demos-
trado que el Estado no actúa por el interés general, sino que rápidamente surgen grupos
de interés que, rápidamente, aprovechan de su acceso a cierta información y de su poder
para sacar provecho del sistema. Frente a ello, el Estado es ineficiente pues no puede
encontrar un método sistemático de maximización de las ganancias: al manejar los bie-
nes de todos, maneja los bienes de nadie. Desde luego, se desperdician los bienes que
son escasos. Hay múltiples ejemplos de ello, entre estos la catástrofe de Chernóbil.
La otra solución es la privatización preconizada por los anarco-libertarios, epígonos
de Von Hayek y Fukuyama, para dejar actuar la mano invisible del mercado. Es decir, si
privatizamos todo, es el fin de la propiedad común pero es la garantía de que se va a
potenciar el rendimiento de los bienes. Esto tampoco funciona en la realidad, como lo
muestran los desastres ecológicos de toda índole generados por las industrias extracti-
vas, por ejemplo en la cuenca amazónica.
Ya vimos que, en el dilema del prisionero, lo que está en juego es evaluar la pertinen-
cia de dos estrategias por parte de los actores, que son: una estrategia de cooperación y
una de deserción o dimisión. En el momento en que dos actores se ponen de acuerdo,
podemos decir que cooperan; en cambio si cada uno decide hacer lo que quiere, pode-
mos decir que ambos dimiten. En el caso de los bienes de uso común, todos los actores
tienen mayor interés en desertar que en cooperar. En efecto, si uno coopera y el otro no,
el primero es entonces el «tonto». El riesgo de ser el tonto, si uno coopera, es mayor a la
oportunidad de ganancia que ofrece la estrategia de dimisión. En una estrategia de
cooperación, ninguno consigue más del 50 % del predio; mientras que en una estrategia
egoísta, por la libre competencia cada uno puede esperar conseguir el 100 % de los
recursos, a cuesta del otro.
Finalmente, la tesis de la lógica de la acción colectiva contrapone la manera en que
un grupo organizado puede conseguir ciertas ventajas o tener ventajas en formarse e
imponerse reglas, frente a la estrategia del oportunista (free rider), él que valora el interés
individual por encima de colectivo. El problema es cuál es el momento en que se vuelve
mejor para el individuo cumplir con las reglas colectivas, a la luz de los beneficios que
trae una estrategia egoísta. El costo o la pérdida que implica un comportamiento egoísta
siempre será inferior al costo inmediato que implica adscribirse a las normas y compor-
tamientos colectivos. Un tipo de oportunista es el pasajero clandestino, que no paga por
un servicio colectivo y lo hace asumir a la comunidad.
¿Cuáles son los problemas planteados por estas tres tesis, según Ostrom? Tienen
validez explicativa para elegir entre formas de regulación de la acción colectiva, que nos
interesa para la gestión de los bienes de uso común. Pero dejan muchas preguntas sin
respuesta, en particular debido a un problema de inferencia empírica (Ostrom, 2011).
En el caso de la gestión de los bienes de uso común, la diversidad de las situaciones
complejiza el análisis. Es decir que, en cada caso (de pesquería, manejo de bosques o de
cuencas hídricas), aparecen situaciones que hacen excepción a la teoría, de tal manera
que esta última deja de ser explicativa en algún momento. Podemos acudir a un modelo
para simplificar una realidad compleja, siempre y cuando esta realidad corresponda al
modelo, se puede convertir elementos de complejidad en datos cuantitativos para esta-
blecer relaciones causales entre ellos. El problema es cuando los datos no-explicativos

153
superan los explicativos de la realidad, no del modelo. Es precisamente el límite al cual
se enfrenta la economía neoclásica, a la hora de explicar la gestión de los bienes de uso
común. Por lo tanto, ninguna de las dos soluciones extremas que se contemplan en
teoría es aceptable en la práctica.
Entonces ¿cuál es la solución alternativa, la más común en la realidad? Es una situa-
ción donde hay un contrato, una institución, que va a regular un juego de tal modo que la
competencia sea cooperativa. Esto es muy fácil entender a partir de la tragedia de los
comunes. ¿Qué dicen los campesinos luego de darse cuenta del peligro que conlleva la
sobre explotación de sus pastizales? Elaboran un contrato, que puede tener variables
grados de complejidad. Un primer tipo de contratos es el de propiedad colectiva, un título
de propiedad que puede ser de la comuna, de la asociación o de la comunidad indígena.
El otro es aquel de propiedad individual, que puede ser parroquial, que contempla un uso
común de los recursos, mediante una cooperativa u otra forma de asociación.
Ambas situaciones se encuentran en la realidad, de manera híbrida, y la pregunta es:
¿cuál es el nivel de equilibrio, de estabilización, en la negociación entre los usuarios, que
permite llegar a un acuerdo satisfactorio para todos? Esto no es un tema nuevo en teoría
de la elección racional, pero para resolver este problema, hay que cambiar de problemá-
tica. En vez de maximizar sus ganancias a corto plazo, con lo cual éstas serán nulas a
mediano plazo, lo que hacemos es ponernos de acuerdo en definir reglas para evitar que
se llegue a una situación en la cual las ganancias son nulas. El acuerdo al cual llegamos,
entonces, es un minimum maximorum.
Es así como funciona el Protocolo de Kyoto. Todos sabemos que tiene un costo de
oportunidad el reducir sus emisiones de CO2 para cualquier país, rico o pobre. Este
costo es imprescindible, puesto que todos sabemos que el crecimiento acelerado de las
emisiones de gases de efecto invernadero de los últimos cincuenta años ha tenido un
impacto muy negativo para el conjunto del planeta. Nuevamente hay la solución teórica
de dejar que las reglas del mercado apliquen, y habrá beneficiarios y perdedores. (Qui-
zás habrá palmicultura en Rusia pero en África subsahariano probablemente no habrá
donde vivir porque ni siquiera habrá agua. Es la solución (apocalíptica) del «todo mer-
cado».) La solución del «todo Estado» no aplica, en un sistema de países soberanos y de
estados democráticos, no hay tal cosa como un gobierno mundial. Es un error asimilar
la gobernanza ambiental global a un gobierno mundial de los comunes. Lo que existe
son unos regímenes, en los cuales los estados elaboran ciertas reglas —como el Protoco-
lo de Kyoto, la Agenda XXI, los convenios internacionales, etc.
Hay una serie de instrumentos legales internacionales que son de dominio del dere-
cho blando y traducen precisamente esta negociación de contratos vinculantes entre los
estados, que no solucionan el problema pero mitigan los efectos perversos de una situa-
ción. Eso se puede asimilar a un costo de cumplimiento. En efecto, tenemos actores que
no son vendedores ni compradores sino usuarios, pero como en el mercado, estos acto-
res fijan reglas, regulan el intercambio, aceptan límites a su libertad o frenan sus cálcu-
los egoístas con el afán de preservar el futuro.
El optimismo de Ostrom radica en que si estos acuerdos vienen de los propios acto-
res, se elimina el problema del acceso a la información incompleta, porque los usuarios
están informados en la misma medida de la capacidad de carga del recurso. No estamos
en una situación de información desigual, donde uno sabe y el otro no, y desde luego en
un juego de transacción básica, donde se maximizará el valor agregado de un predio.
Pueden acudir a fuentes de información complementaria, pero todos se supone que lo
hacen con el mismo costo, entonces no se genera un desequilibrio ni un crecimiento

154
exponencial del costo para fijar estas reglas de uso. La segunda lección de este ejemplo es
que uno observa la creciente complejidad de los arreglos institucionales y obviamente
ello justifica que estos arreglos sean objeto de un análisis particular. No se pueden tratar,
como lo hace la teoría de juegos, como meras variables contextuales, secundarias y con-
trolables estadísticamente. Las instituciones constituyen un problema de análisis per se.
El marco de análisis y desarrollo institucional es un modelo muy complejo, que
busca integrar los factores físicos globales y locales, los factores socio-económicos y
demográficos y los factores institucionales para explicar, por ejemplo, su interacción
con las respuestas locales de los ecosistemas forestales y las conductas individuales, en
función de los incentivos humanos (Gibson y Becker, 2000a y 2000b). Siguiendo este
mismo ejemplo, la mera dimensión institucional implica el análisis de una docena de
factores a nivel micro (reglas específicas de uso del suelo, tipos de forestación, tipos de
subsidios, métodos de monitoreo ambiental, niveles de entendimiento de las reglas, gra-
do de organización y representantes locales, regionales y nacionales de gobierno) y a
nivel macro (legislación nacional, tipos de propiedad de la tierra autorizados, reglas de
personal de las agencias locales, regionales y nacionales, legislación fiscal y existencia de
agencias para la resolución de disputas) (Cf. Figura 2).
FIGURA 2. El análisis y desarrollo institucional del manejo de bosques
[Insertar Figura 2]
(Fuente: Adaptado de Gibson, Kean y Ostrom, 2000)
Dos nociones son particularmente relevantes para el análisis de políticas (McGinnis,
2011). La primera es la de «estructura de acción», compuesta por actores, informaciones
y anticipaciones. Los actores están en el centro del análisis y desarrollo institucional y se
trata de explicar sus decisiones y acciones en función de lo que conocemos como la
racionalidad limitada, que se relaciona en parte con la información. La información
siempre es incompleta e imperfecta, los actores no tienen tiempo de esperar contar con
una información perfecta para tomar una decisión, constantemente hay un riesgo, no
existe una anticipación segura de las consecuencias de una decisión. Adicionalmente,
Ostrom integra a su modelo un aspecto aún poco desarrollado por el análisis de políticas,
porque es muy difícil de dimensionar, y es las variables exógenas de una situación. Es
otra vez el tiempo, pero otro tiempo que aquel de larga duración, el tiempo de la toma de
decisión, el tiempo corto. Este tiempo conspira contra la estrategia de optimización de
una toma de decisión, es lo que incrementa la dimensión de riesgo en las anticipaciones
porque éstas son menos una adaptación a situaciones que la optimización de elecciones.
Este último aspecto interesa particularmente al estudio de las políticas relacionadas
con el cambio climático. En efecto, en este ámbito de políticas dos temporalidades cons-
piran una contra la otra. A largo plazo, sabemos que si seguimos con las mismas estrate-
gias de desarrollo a escala mundial, nos dirigimos literalmente hacia una catástrofe
ecológica para el conjunto del planeta, con impactos ambientales negativos para ciertas
poblaciones y ciertos países y con efectos económicos dramáticos a nivel mundial. Pero,
y esto es el problema, el ciclo de toma de decisión no contempla estos costos diferidos.
Los costos inmediatos de la decisión, sea de una adaptación o de una revisión del mode-
lo de desarrollo, los tiene que soportar la generación presente, mientras que los eventua-
les beneficios serán para las generaciones futuras.
En esta disyuntiva es precisamente donde se deben elaborar reglas, así como las
reglas de acción colectiva limitan los cálculos de un individuo. Por ejemplo, en el modelo
de Olson, el cálculo de no pagar un pasaje está beneficiando a una persona pero el costo,

155
lo soporta la colectividad en su conjunto (Olson, 1992). Es el mismo razonamiento,
traducido en el tiempo: hay dos tipos de costos, los inmediatos, que no quieren soportar
los pasajeros clandestinos del cambio climático, y los diferidos, que tendrán que sopor-
tar nuestros hijos.

El equilibrio puntuado

El segundo modelo que revisa las teorías de la escuela de la elección pública es el


equilibrio puntuado (punctuated equilibrium), formalizado por Bryan Jones y Franck
Baumgartner (Jones y Baumgartner, 2005). Este último se inspira de la teoría formula-
da por los paleontólogos Stephen Gould y Niles Eldredge, según la cual la evolución de
las especies se caracteriza por largas etapas de equilibrio (stasis), puntuadas por episo-
dios de cambio brusco (crisis). Por analogía, los procesos políticos son normalmente
estables e incrementales pero ocasionalmente se producen cambios radicales (True et
al., 2007). Elaborado inicialmente a partir de las negociaciones presupuestarias en Esta-
dos Unidos, el modelo de equilibrio puntuado desembocó en un modelo de análisis de
políticas, el «Modelo de elaboración presupuestaria basado en la agenda de política», y
un programa de investigación internacional, el «Proyecto de agendas de políticas» (Poli-
cy Agendas Project), que se extendió a varios países de la Unión Europea.3 Ha sido aplica-
do a la regulación de drogas, a las políticas ambiental, educativa, al control de armas de
fuegos, etc.
A partir de este proyecto, se realizaron 400.000 observaciones en Estados Unidos
entre 1994 y 2004, incluyendo las audiencias del Congreso, las leyes, el presupuesto del
Estado, la cobertura por los medios, las encuestas de opinión pública, etc. (Jones y
Baumgartner, 2005: 29-30). El conjunto de datos de estas distintas categorías permite
rastrear el cambio en la actividad política en este país desde la Segunda Guerra Mundial
y articular el análisis institucional (estático) con el análisis (dinámico) de los procesos
políticos.
A partir de la negociación del presupuesto del Estado, se evidencia que los cambios
en los rubros de este presupuesto responden a cambios exógenos, como el ciclo de aten-
ción a un problema de política, y endógenos, como la organización del Estado (Jones y
Baumgartner, 2004). Ello contradice una idea central del incrementalismo, que resalta
la estabilidad de la proforma presupuestal y la adaptación de ciertos rubros a circuns-
tancias exógenas (como un contexto de crisis económica, la presión de grupos organiza-
dos o un cambio en la repartición del poder). La idea de equilibrio puntuado es que las
instituciones se ajustan constantemente a un entorno cambiante, en este sentido no son
tan estables o idénticas, son esquemas de interacciones dinámicos. En particular, la
elaboración del presupuesto es un proceso errático (stochastic) y las variaciones del
presupuesto anual (por lo menos en el caso de Estados Unidos) sigue una distribución
accidentada (leptokurtic) parecida a un gráfico sísmico en el caso de un terremoto.
Las causas del cambio incluyen las imágenes de políticas (constituidas a la vez de
información empírica y de representaciones subjetivas) y las instituciones (True, Jones y
Baumgartner, 2007). Las instituciones son relativamente estables porque el cambio ge-
nera un costo mayor a su continuidad. Esta continuidad se explica en general por un
efecto de retro-alimentación negativa (negative feedback): las instituciones no cambian
para no enfrentar estos efectos negativos. Ocasionalmente, en caso de retro-alimenta-
ción positiva (positive feedbacks), un pequeño cambio en la trayectoria de una política

156
puede ocasionar un cambio mayor en el subsistema o en el sistema político. En esta
perspectiva, el cambio en un subsistema puede desbordar y repercutirse a otros subsis-
temas, o un choque externo puede dar lugar a un cambio simultáneo en varios subsiste-
mas o al conjunto del sistema político. Generalmente, los subsistemas de políticas tien-
den al equilibrio mientras que los procesos macro-políticos tienden a la puntuación.
La tesis de Jones y Baumgartner es que las puntuaciones políticas son producidas
por señales exógenas al sistema político (Jones y Baumgartner, 2005). Ello les lleva,
entre otras cosas, a defender la superioridad del análisis aleatorio (stochastic) de las
decisiones. En este sentido, toman distancias tanto con la corriente dominante en méto-
dos cuantitativos, que recurre a la modelización de regresiones para describir tenden-
cias y depende de la predicción puntual para explicar las decisiones, como con el neoins-
titucionalismo, que privilegia los estudios de casos para identificar los cambios mayores
de políticas como procesos contingentes históricamente. Ellos formulan una teoría del
procesamiento de información desproporcionada, que orienta su propuesta metodoló-
gica en cuatro ámbitos (Cf. Figura 3).
FIGURA 3. El equilibrio puntuado (punctuated equilibrium)
[Insertar Figura 3]
Fuente: Elaboración propia a partir de Jones y Baumgartner (2005)
En primer lugar, generalizan el modelo de toma de decisión individual que habían
elaborado inicialmente con base en la teoría de la racionalidad limitada. Este modelo se
concentra en evidenciar cómo los actores individuales y colectivos (en particular en las
organizaciones) seleccionan la información para tomar decisiones. El procesamiento de
la información comprende cuatro etapas —reconocimiento, caracterización, alternati-
vas y elección—, las mismas etapas caracterizan los procesos de elaboración de políti-
cas, en particular por la formulación de agenda (agenda-setting). De esta manera, el
equilibrio puntuado se vuelve una teoría de la elaboración de políticas.
En segundo lugar, proponen una nueva teoría del cambio, que parte también de la
racionalidad limitada pero revisa la teoría del incrementalismo, la cual no explica el
cambio sino la continuidad de las políticas públicas. En lugar de partir de una visión
continua del proceso de adaptación —con un núcleo estable y un margen que varía—,
Jones y Baumgartner aíslan una variable estable que muestra la tendencia, luego identi-
fican las variables exógenas que pueden afectar esta estabilidad y generar un equilibrio
puntuado. Observan que la puntuación puede ocurrir a todos los niveles del proceso de
política y de elaboración del presupuesto, como consecuencia de la atención selectiva de
los actores y del proceso de abajo hacia arriba de elaboración de la agenda. De esta
manera el incrementalismo queda integrado a una teoría de la elección de política.
En tercer lugar, Jones y Baumgartner integran a su modelo las reglas formales y los
procedimientos de la gobernanza para explicar las desviaciones (normales o no) en la
trayectoria de las decisiones. Estas instituciones son consideradas como tantos costos
de decisión en el proceso de elaboración de políticas. Ello desemboca en una «fricción
institucional» que afecta el resultado de las decisiones: a mayor costos institucionales
para las decisiones, más probabilidad de que los resultados sigan un patrón puntuado.
De esta manera, se establece un vínculo explícito entre las diversas literaturas sobre el
proceso de políticas y el análisis institucional.
Por último, ellos proponen analizar la representación como un problema de proce-
samiento de información (no como un problema de fines) para la toma de decisión.
Empiezan por analizar cómo las señales informacionales se convierten en productos de

157
la acción pública (definición de los problemas de políticas). Luego contrastan la trans-
formación de los temas específicos (en función de la elaboración de agenda) con la
transformación de la capacidad de agenda (en función de las dinámicas políticas). Fi-
nalmente reformulan la representación como un problema de procesamiento de infor-
mación, para establecer una fuerte correspondencia entre la variación en los temas de
preocupación de la opinión pública y la variación en los temas debatidos en el Congreso,
y una menor correspondencia entre ésta y la actividad legislativa.
El modelo de equilibrio puntuado es reconocido por su robustez y sus cualidades
predictivas, a diferencia de otros marcos analíticos del cambio de políticas, como la
dependencia de la trayectoria (Howlett y Rayner, 2006). Sin embargo presenta dos difi-
cultades metodológicas, para el análisis de políticas, que deben incitar a la prudencia a
la hora de utilizarlo. Por un lado, se basa en series temporales (time series y pooled-time
series) que requieren bases de datos completas, sobre periodos largos (treinta años y
más). Ello puede constituir un obstáculo técnico y financiero, en contextos donde la
información es irregular o incompleta. Por otro lado, se basa en métodos econométricos
avanzados, cuyo manejo es particularmente delicado cuando se trata de tratar los pro-
blemas del modelo clásico de regresión linear (CLRM por sus siglas en inglés), como la
multicolinearidad, heteroscedasticidad, autocorrelación y errores de medición (Aste-
riou y Hall, 2011).

La dependencia de la trayectoria

Desde la publicación del texto seminal de Peter Evans, Dietrich Rueschemeyer y


Theda Skocpol, Bringin the State back in, cuando triunfaba la doctrina de la nueva ges-
tión pública, se ha llamado la atención de los politólogos sobre la necesidad de otorgar
un lugar central a las instituciones estatales en el análisis de políticas y de toma de
decisión y tomar en cuenta el tiempo, los efectos de larga duración sobre los modos de
gobernanza (Evans et al., 1985). El tiempo es una preocupación central en todos los
enfoques neoinstitucionalistas, no solamente del neoinstitucionalismo histórico. El tiempo
importa, pues la toma de decisión es un proceso inscrito en el mediano y el largo plazo,
una decisión no se toma en el momento, ni tampoco es una sucesión de momentos, es
un proceso largo en el cual ocurren fenómenos cíclicos, inercias y rupturas. Precisamen-
te, el aporte de la historia al análisis de políticas radica en esta idea, está por un lado en
la importancia que pueden tener los sistemas estatales para la manera de hacer política,
y por otro lado en el identificar cómo se transforman estos sistemas estatales para dar
lugar a regímenes políticos (parlamentarios o presidenciales) y sistemas electorales que,
a su vez, se reflejan en modelos de desarrollo (Mahoney, 2000).
La dependencia de la trayectoria (path dependence) sirve a menudo de categoría des-
criptiva y ello justifica que se la presente, aunque sea de manera concisa. Según James
Mahoney, esta expresión designa dos tipos de procesos secuenciales: los que tienden a
retro-alimentarse por inercia (self-reinforcing), como los procesos de rendimientos cre-
cientes, y aquellos que son reacciones inducidas (reactive) por eventos exógenos, como
los procesos de encadenamiento sistémicos (Mahoney, 2000). Ambos enfoques compar-
ten una preocupación por dar explicaciones causales a los procesos institucionales. El
ejemplo clásico de secuencia causal lo ofrece el experimento de la urna de Polya, en el
cual se escoge al azar una bola de color entre dos, se la vuelve a colocar en la urna y se
añade una bola del mismo color para repetir la operación. De esta manera, se tiende a

158
sortear el mismo color, lo cual a su vez incrementa la probabilidad de sortearlo en el
evento siguiente. Por el efecto de inercia, la composición de la urna tiende a ser de un
mismo color. Otras secuencias evocan un efecto similar, como los eventos que provoca
un acontecimiento histórico no-previsto o no-voluntario, pero no todas corresponden a
la tesis de la dependencia de la trayectoria.
Los procesos secuenciales que se retroalimentan por inercia interesan particular-
mente a la economía política, según Mahoney. En este modelo, una coyuntura crítica o
un acontecimiento extraordinario es al origen de una serie de eventos erráticos, que se
ordenan luego hasta volverse irreversibles. Se cita a menudo el caso del sistema de tecla-
dos de máquina de escribir «QWERTY», que se inventó por evitar que se mezclen las
letras más usadas en inglés y se generalizó hasta tal punto de no poder ser reemplazado,
aunque su valor como sistema haya cambiado con la aparición de los equipos electróni-
cos. La explicación de este fenómeno radica en la existencia de los rendimientos crecien-
tes, que vuelven no-competitivas soluciones o productos alternos, pese a su posible valor
superior. En economía, esto se conoce como «fallas de mercado» y designa unas situa-
ciones en las cuales un número reducido de actores consigue una posición dominante o
exclusiva (caso de monopolios naturales), o llega a un entendimiento con sus competi-
dores para dividirse el mercado (caso de los oligopolios). En ambos casos, el Estado
puede intervenir para corregir estas fallas, como ocurrió en Estados Unidos cuando se
adoptó la ley anti-trust (1911) que dio lugar a la reestructuración de la Standard Oil, o
más recientemente, cuando la Unión Europea condenó a Microsoft por competencia
desleal con su sistema operativo (2004).
Los procesos inducidos interesan más particularmente la sociología histórica (Ma-
honey, 2000). Aquí también, un evento contingente es al origen de una secuencia de
eventos unidos por una relación causal. Sin embargo el análisis hace énfasis en la cuali-
dad adaptativa de las instituciones, que se fortalecen en reacción a stimuli externos. La
identificación del punto inicial de la secuencia, o coyuntura crítica, es determinante
para no caer en una regresión infinita hacia el pasado. Al respecto, Mahoney propone
definir este punto inicial como el evento «no-predecible» o «improbable», o el conjunto
de eventos menores cuya coincidencia no era predecible o era improbable. Luego, los
eventos que constituyen una secuencia histórica se analizan en función de una causali-
dad inherente, es decir que el análisis busca las condiciones necesarias y suficientes
para que un evento de lugar a otro, y sucesivamente, en un orden irreversible. Este
encadenamiento causal es el que da lugar a la estabilización o institucionalización del
proceso y, desde luego, a la dependencia de la trayectoria. Más allá de la descripción de
una tendencia histórica, este método explica cómo ciertas acciones o prácticas aparecen
tras un evento contingente, luego se institucionalizan y generan bloqueos o cierres (lock-
in) que impiden o hacen muy difíciles el cambio (Pierson, 2000). Estos cierres se expli-
can por el efecto de rendimientos crecientes, que contradice la teoría neo-clásica del
equilibrio general.
Recordamos que, al origen del proceso de dependencia de la trayectoria, se identifi-
can factores históricos que definen las opciones disponibles y orientan su selección.
Esta selección interviene en una coyuntura crítica, definida por puntos específicos de
elección y una creciente irreversibilidad. Sigue un período de estabilidad estructural,
durante el cual se producen y reproducen modelos institucionales que generan crecien-
tes beneficios para los actores dominantes, sea por efectos de aprendizaje o de coordina-
ción, sea por el poder de estos actores de resistir al cambio. Las secuencias reactivas que
siguen son cadenas de eventos causales ordenados en el tiempo, caracterizadas por pro-

159
cesos de transformación y reacciones más o menos violentas para revertir aquellos mo-
delos institucionales. El resultado de estos conflictos es la formación de nuevos modelos
institucionales —regímenes políticos y sistemas de partidos— que acentúan la estabili-
dad encontrada en la coyuntura crítica. (Cf. Figura 4).
FIGURA 4. La dependencia de la trayectoria (path dependence)
[Insertar Figura 4]
(Fuente: Adaptado de Mahoney, 2001b)
Según James Mahoney, la estructura analítica de la dependencia de la trayectoria
provee un marco explicativo de los cambios de regímenes (Mahoney, 2001a y 2001b).
Por ejemplo, él aplica este marco analítico a cinco países de Centroamérica (Guatemala,
Honduras, Costa Rica, El Salvador y Nicaragua) para mostrar cómo la naturaleza de las
divisiones entre conservadores y liberales y los niveles de modernización sentaron las
condiciones para la adopción de políticas radicales o reformistas en los años 1870-1930.
Según el contexto nacional, estas políticas desembocaron en un liberalismo radical o
reformista o en el fracaso de las reformas liberales orientadas a la modernización de la
tenencia de la tierra y de la producción agrícola.
De estas políticas nacieron tres tipos de regímenes políticos —radical, reformista y
liberal fallido—, que estructuraron las relaciones sociales y las relaciones entre la socie-
dad y el Estado, en torno a la expansión comercial de la agricultura, la incorporación al
mercado internacional, la emergencia de élites agrarias dotadas de un poder político, de
estructuras de clases rurales polarizadas y de aparatos militares más o menos coerciti-
vos. Cada tipo de régimen político tuvo un efecto distinto en la manera de procesar las
reacciones a las reformas liberales llevadas a cabo en estos países, que determinó el éxito
(en Costa Rica) o el fracaso (en Guatemala y el Salvador) de los movimientos democrá-
ticos, o su imposibilidad (en Nicaragua y Honduras). A su vez, el resultado de esta fase
reactiva consolidó el régimen establecido y fortaleció el modelo institucional originado
por la coyuntura crítica, siguiendo tres modalidades: autoritaria militar (en Guatemala
y El Salvador), democrática (en Costa Rica) y dictadura tradicional (en Nicaragua y
Honduras).
En este sentido, la selección de políticas y de socios específicos por el Estado consti-
tuye una coyuntura crítica, fruto del poder relativo de los actores económicos y políticos
clave. Esta coyuntura crítica es al origen de las instituciones estatales y de las estructu-
ras de poder que caracterizan la reproducción de clases sociales y la relación entre estas
últimas y el Estado, las cuales determinan de manera duradera las relaciones más o
menos conflictivas entre las elites y los grupos sociales dominados. La secuencia reacti-
va explica la consolidación o el cambio de regímenes políticos que se formaron en la
coyuntura crítica inicial.
La dependencia de la trayectoria explica la institucionalización de las interacciones
por el fenómeno de retroalimentación positiva. A medidas que se regularizan las con-
ductas, se vuelven más eficientes, y a medidas que se estabilizan, las instituciones for-
males funcionan mejor en función de objetivos de eficiencia y de su funcionamiento
interno. Sin embargo esta tesis no explica el cambio de política, salvo por el surgimiento
de factores disruptivos en coyunturas críticas, como la intervención de un tercero o un
acontecimiento histórico accidental o impredecible. Se caracteriza a partir de un segui-
miento de procesos, en particular con la identificación de los mecanismos causales. Los
estudios pueden centrarse en casos únicos (descripción a profundidad) o en casos com-
parados.

160
En el plano metodológico, cuatro aspectos de este marco analítico interesan al aná-
lisis de políticas: los equilibrios múltiples, la contingencia, el rol del momento y de las
secuencias y la inercia (Pierson, 2000). El problema central del análisis consiste en iden-
tificar las coyunturas críticas que están al origen de las secuencias históricas. Dado que
los posibles equilibrios que resultan de estos acontecimientos son múltiples, se aplica un
razonamiento contrafáctico (respondiendo a la pregunta: ¿qué hubiera pasado si...?).
En segundo lugar, la coincidencia de pequeños eventos puede constituir una coyuntura
crítica, como ocurre en el caso de las ventanas de oportunidad y las tres corrientes en
Kingdon. Tercero, tanto los eventos iniciales como el orden en el cual ocurren los even-
tos ulteriores son decisorios para entender el resultado de una secuencia histórica. En
este sentido, el análisis tiende a preocuparse más por el pasado que por el presente. Por
último, el proceso por el cual se genera un efecto de cierre, al origen de los rendimientos
crecientes, adquiere valor de explicación causal, lo cual implica una atención muy parti-
cular so pena de producir conclusiones equivocadas o interpretaciones contradictorias.

El diseño de políticas

El último método de análisis que presentaremos aquí se basa en el diseño de políti-


cas mediante los instrumentos. Este marco analítico se aplica a múltiples políticas sec-
toriales y ha dado lugar a una importante literatura presentada en el «Laboratorio de
diseño de políticas».4 A partir de la tipología de los instrumentos de políticas elaborada
por Christopher Hood, Michael Howlett y M. Ramesh aplican un razonamiento similar
al que nos llevó a desacoplar sistema (gobernanza) y procesos (gobernabilidad), y distin-
guen las dimensiones «sustantiva» y «procedimental» de los instrumentos de políticas
(Howlett y Ramesh, 2003; Howlett y Giest, 2013) (Cf. Tabla 5).
AQUÍ TABLA 5. Tipología de los instrumentos de políticas según los recursos
del Estado y objetivos de la política
La dimensión sustantiva, generalmente tomada en cuenta por las tipologías clásicas
de instrumentos, alude a la manera en que un gobierno cambia o controla la producción
y a la distribución de bienes y servicios a través de las conductas sociales. Por ejemplo, si
el objetivo del gobierno es cambiarlas, privilegiará el consejo y la formación (informa-
ción), la regulación (autoridad), el gasto público directo (tesoro) y los contratos público-
privados (organización); si su objetivo es controlarlas, privilegiará los informes, los cen-
sos, la acción por grupo-meta y las empresas estatales.
En cambio, la dimensión procedimental, que no se toma en cuenta en las tipologías
clásicas de instrumentos, alude a la manera por la cual un gobierno influencia las rela-
ciones entre el Estado y los actores no-estatales. Los instrumentos procedimentales sir-
ven para promover o limitar las interacciones sociales (entre redes y comunidades de
políticas, grupos de interés, asociaciones, etc.). Por ejemplo, si el objetivo del gobierno
es promover estas interacciones, privilegiará la educación (información), los acuerdos
(autoridad), el co-financiamiento directo (tesoro) y la reforma administrativa (organiza-
ción); si su objetivo es limitarlas, privilegiará la propaganda, el control de acceso, las
restricciones financieras y la obstrucción burocrática.
Además de evidenciar la diversidad de instrumentos y la complejidad de sus posibles
combinaciones, el análisis de las políticas por sus instrumentos nos ayuda a identificar
las posibles fuentes de información (Howlett et al., 2006). La información sobre los
instrumentos sustantivos se ubica en documentos públicos, planes por departamento,

161
informes anuales, entrevistas en los medios de comunicación (información), en regis-
tros de legislación por espacio de política y bases de datos jurídicos nacionales (autori-
dad), en documentos públicos e informes anuales por agencias (tesoro), en las guías del
servicio público y los organigramas estructuro-funcionales de los organismos estatales
(organización). En cuanto a los instrumentos procedimentales, las principales fuentes
de información son las bases de datos y los informes sobre problemas específicos (infor-
mación), los informes anuales y las bases de datos de los comités asesores (autoridad),
las encuestas estadísticas y los informes económicos de las ONG, centros de investiga-
ción y laboratorios de ideas (tesoro) y los informes anuales, las guías y los organigramas
estructuro-funcionales de las organizaciones privadas (organización).
El método de análisis por los instrumentos permite desagregar las políticas en tantas
variables dependientes y analizar las relaciones entre estas partes. Podemos dividirlo en
tres etapas. En primer lugar, se trata de caracterizar el espacio de políticas públicas, en
función del número de agencias y de programas involucrados (Howlett et al., 2006). Un
espacio de política es simple cuando implica un solo programa con una sola agencia, es
complejo cuando implica a múltiples programas y múltiples agencias. Puede ser inter-
burocrático, si un solo programa involucra a varias agencias, o intraburocrático, si una
sola agencia está involucrada en varios programas. Esta unidad de análisis, que se defi-
ne por su doble dimensión programática e instrumental (sus objetivos y medios), resulta
de la definición de los límites (o dimensiones sectoriales) y componentes (o dimensiones
instrumentales) de una política en concreto.
En segundo lugar, se puede analizar la coherencia entre los medios y los fines de la
acción del Estado, en función de tres grados de complejidad (Howlett, 2009; Howlett y
Cashore, 2009). El grado mínimo de complejidad, que corresponde al nivel programáti-
co de las políticas públicas, es el de los ajustes técnicos o de calibración entre fines y
medios. Al opuesto, en el grado máximo de complejidad, se aparenta a nivel paradigmá-
tico de Hall o a los referenciales globales de Jobert y Muller, es aquel de los modos de
gobernanza. A nivel intermedio, se definen los estilos de implementación de políticas en
función de las capacidades del Estado, de la complejidad de los espacios de políticas y de
la legitimidad del gobierno. (Cf. Tabla 6).
AQUÍ TABLA 6. A la instrumentación de políticas de tres niveles
Cuando la capacidad del Estado es fuerte y el espacio de política complejo, un go-
bierno puede privilegiar instrumentos de mercado y subsidios directos. Al opuesto, cuando
esta capacidad es limitada y el subsistema de política relativamente simple, puede privi-
legiar las asociaciones voluntarias y la delegación a unos actores privados. Entre estos
extremos, cuando la capacidad del Estado es limitada y el espacio de política es comple-
jo, el gobierno puede privilegiar la regulación e información, pero cuando esta capaci-
dad es alta y el espacio de política simple, puede privilegiar la provisión directa de bie-
nes y servicios. Cuando el grado de deslegitimación sectorial y sistémica de una política
es alto, un gobierno puede recurrir a la manipulación institucional. Al opuesto, cuando
este grado es bajo, puede preferir manipular la información. Entre estos extremos, cuando
la deslegitimación sectorial es baja pero la sistémica es alta, el gobierno puede manipu-
lar el reconocimiento, y cuando esta deslegitimación es alta a nivel sectorial y baja a
nivel sistémico, puede manipular el financiamiento.
En tercer lugar, podemos evaluar la consistencia de un estilo de implementación a
partir de la consistencia entre los instrumentos sustantivos, por un lado, y entre estos
últimos y los instrumentos procedimentales, por el otro. La combinación de ciertos
instrumentos sustantivos y procedimentales, el peso relativo dado a unos u otros, y el

162
grado de sofisticación de algunos definen un «estilo de implementación» (Howlett, 2005).
Esta combinación varía en función de las capacidades y de los límites del Estado (recur-
sos y legitimidad) y de la complejidad de los objetivos de políticas (número de actores
involucrados e intensidad de las interacciones sociales). Por un lado, la elección de los
instrumentos sustantivos depende de la capacidad del Estado y del grado de compleji-
dad de un espacio de política, pero por otro lado, la elección de instrumentos procedi-
mentales depende del grado de legitimidad del gobierno a nivel sectorial o global. Prác-
ticamente, las políticas públicas son maneras de manipular estos instrumentos para
corregir o compensar la falta de legitimidad a nivel sectorial o global.
La optimización de un estilo de implementación (combinación de instrumentos sus-
tantivos y procedimentales) depende de la coherencia de los objetivos y de la consisten-
cia de los instrumentos entre sí (Howlett y Rayner, 2007). Este arreglo es óptimo cuando
los objetivos son coherentes, la combinación de instrumentos consistente y la política
integrada a las políticas anteriores. Un arreglo sub-óptimo puede ser mal orientado, sin
efecto o fracasado. Ello ocurre en tres situaciones: cuando un gobierno agrega nuevos
instrumentos y objetivos sin renunciar a los anteriores, cuando modifica los objetivos de
una política sin cambiar los instrumentos, o cuando modifica los instrumentos para
lograr nuevos objetivos en un contexto donde el cambio está bloqueado. Por lo demás,
los estilos de implementación son relativamente constantes y duraderos, puesto que
dependen de variables que no cambian por voluntad política (capacidad, legitimidad,
complejidad).
Con las categorías de información, autoridad, tesoro y organización aisladas por
Hood, ya podíamos entender de manera empírica en qué consiste la instrumentación
formal de las políticas. Ahora bien, detrás de la dimensión sustantiva de los instrumen-
tos, hay prácticas que no son necesariamente formalizadas, hay actores que intervienen
en la instrumentación de manera informal. Las relaciones público-privado son un caso
particular de interacciones donde aparecen instrumentos informales de políticas. Es así
como las normas ISO se integraron progresivamente a la caja de herramientas de la
administración pública, para regular prácticas laborales y ambientales (Jordan et al.,
2005). Otro ejemplo es cómo funcionan los laboratorios de ideas, por ejemplo en el tema
del cambio climático, o cómo el Estado identifica ciertos interlocutores privilegiados
(entre las organizaciones sociales, los gremios profesionales, etc.), sin que eso sea nor-
mado o que una ley diga que la organización X será el interlocutor privilegiado del
gobierno (para hablar de la política minera o de los derechos colectivos).

En conclusión, hemos visto que los métodos de análisis de políticas articulan gene-
ralmente dimensiones cuantitativas y cualitativas. Los enfoques teóricos conductistas
privilegian métodos deductivos para comprobar inferencias explicativas causales. Al
opuesto, los enfoques cognitivistas privilegian los métodos inductivos para interpretar
las interacciones entre el Estado y los actores no-estatales o para explicar la conforma-
ción de coaliciones de actores. Por su lado, los enfoques neoinstitucionalistas privilegian
métodos deductivos o inductivos, según el caso, para comprobar inferencias causales.
La principal dificultad del diseño de investigación —y de política— radica precisamente
en encontrar las variables determinantes en la explicación de un fenómeno. Puede exis-
tir un conjunto de variables cuantificables definitorias entre las cuales, unas son más
importantes que otras, necesarias pero no suficientes. Por último, la decisión de optar
por una metodología orienta casi naturalmente la elección de las técnicas de investiga-
ción. Detrás de una causalidad simple, por ejemplo entre educación y pobreza, suele

163
surgir la necesidad de definir qué dimensiones y qué indicadores privilegiamos, lo cual
nos remite a un problema de medición y, desde luego, de elaboración de variables.

1. Hospedado en la Escuela de Asuntos Públicos de la Universidad de Colorado (Estados Unidos).


URL: http://www.ucdenver.edu
2. Hospedado por la Universidad de Indiana (Estados Unidos). URL: http://www.indiana.edu/
~workshop/
3. Hospedado por la Universidad de Austin (Estados Unidos). URL: http://www.policyagendas.org
4. Hospedado en la Escuela Lee Kuan Yew de Políticas Públicas, por la Universidad Nacional de
Singapore. URL: http://policy-design.org

164
Conclusión

Del análisis al diseño de políticas públicas

Viejas teorías para un nuevo mundo

La discusión sobre la dimensión científica del análisis de políticas públicas se crista-


liza en dos momentos. El primero fue la creación de una disciplina y es el paso de la
política a las políticas. Este paso, que se dio desde los años 1950, significó ver el mundo
a través de las políticas y se expresó en la expresión de Lowi policies make politics. Si
asumimos que las políticas públicas en los procesos políticos constituyen un elemento
estructurante (en el debate de la competencia electoral, etc.), ello constituyó un cambio
paradigmático para las ciencias sociales, en particular la ciencia política, la sociología,
la economía y la historia.
El otro cambio, que fue mucho más difuso y cuestionado, fue el paso del gobierno a
la gobernanza, es decir de una manera a otra de gobernar a través de las políticas públi-
cas. En ciertos momentos, pudimos preguntarnos si era posible gobernar sin gobierno o
gobernar en situaciones donde los gobiernos son débiles, con una soberanía restringida,
con una capacidad financiera disminuida, con una autonomía política limitada. Pero no
queda la menor duda en cuanto al triple descentramiento del Estado, analizado por
Pierre y Peters, ni en cuanto a la creciente complejidad de las sociedades que originó
este proceso.
Los nuevos modelos de interacciones que afectan el bienestar social, la protección
del medio ambiente, la educación o la planificación conllevaron a nuevas formas de
enfrentar los problemas o crear nuevas posibilidades de gobernar. Estos cambios, que
expresaron un cambio de preferencia en los «modos de gobernanza» y esfuerzos para
enfrentar los problemas de gobernabilidad, se pueden analizar en dos niveles: un nivel
de gobierno concreto (el nivel intencional), que busca nuevas formas de gobernar me-
diante la codirección, la cogestión, la asignación compartida (etc.) y un nivel de gober-
nanza (el nivel estructural), que busca crear nuevas formas de organizar la sociedad
(Kooiman, 1993a).
Desde luego, el análisis de políticas se enfrentó con la dinámica constitutiva y reflexi-
va de los procesos políticos, que expresa la idea de «sociedad del conocimiento» (donde
el saber aprender importa más que el conocimiento en sí), y su diversidad de actores
(políticos, económicos y sociales) y de agendas públicas (pensemos por ejemplo en la
emergencia de temas como el pluralismo jurídico, el reconocimiento de los derechos
colectivos, los derechos de tercera y cuarta generación, etc.). Por un lado hay que apro-
vechar el conocimiento de los procesos de políticas públicas, acumulado desde más de
un medio siglo, el cual a su vez es un conocimiento diferente de la política o es una
manera diferente de observar la política. Por otro lado, aprendimos que hay una nueva
manera de gobernar, aunque la gobernanza no apareció en los años 1990, aunque las

165
tendencias al descentramiento se observaron antes.
Lo que aprendimos, no es contemporáneo de lo que ocurrió. En realidad hay un
desfase de, por lo menos, veinte años entre lo que ocurrió y lo que supimos decir que
estaba ocurriendo. En particular, el descentramiento hacia afuera, la creciente impor-
tancia de la sociedad civil se puede rastrear en los años 1960, con la emergencia de los
movimientos sociales estudiantiles, feministas, pacifistas, etc. Asimismo, el descentra-
miento hacia arriba no apareció con la globalización de los mercados financieros, pues-
to que se crearon conjuntos regionales desde los años 1950 (en Europa) y 1960 (en
América Latina y el Caribe) y existía una serie de reglas transnacionales o supranaciona-
les, que significaban un cierto desposeimiento de la soberanía nacional.
La contribución del análisis de políticas públicas a la comprensión y al desenvolvi-
miento de estos cambios sistémicos es algo más que una observación experimental o
abstracta de fenómenos que se dan ahí, en el mundo. Lo que observamos es complejo y,
por lo tanto, es difícil ponernos de acuerdo sobre qué observar y sobre qué métodos
utilizar. Ya percibimos esta dificultad a partir de los enfoques teóricos racionalistas,
cognitivistas y neoinstitucionalistas, y las problemáticas que privilegian estos últimos,
pues no es lo mismo observar las políticas haciendo énfasis en el rol de los actores, en
sus discursos o en los procesos en los cuales están involucrados. Un análisis de los acto-
res no se puede llevar a cabo de la misma manera que un análisis del discurso de estos
actores. Es posible que para algunos análisis, el discurso sea un medio para entender a
los actores, pero también es posible que el mensaje sea el objeto de análisis en sí y que,
más que una manera de entender la acción, sea una manera de desmitificar la acción. El
análisis lingüístico de la acción consiste en deconstruir un proceso asumido consciente-
mente por los actores y rastrear señales, intenciones y motivaciones ocultas a través del
lenguaje.
Cuando analizamos los procesos de políticas públicas, vimos que un elemento cen-
tral del ejercicio es el ciclo de política. Incluso, podemos asumir este ciclo como el pro-
ceso por analizar (aunque no todos estén de acuerdo con esta premisa) y el instrumento
analítico para explicar las decisiones. En este caso, las motivaciones y las consecuencias
son parte del mismo proceso. El problema es que no es un tema fácil de aislar, como en
un experimento de laboratorio. Por ejemplo, cuando analizamos la política agrícola de
un gobierno dado, en un momento dado, nos enfrentamos a un proceso pero también a
una herencia, este proceso no tiene una fecha de inicio y de cierre muy fáciles de identi-
ficar, tiene actores y resultados, efectos variables según el contexto. No podemos decir a
priori si una decisión tomada en un momento dado en un país será válida en otro mo-
mento ni en otro país, tampoco podemos decir que cualquier decisión de política agríco-
la de este país tomada en un momento es válida en otro.
Hay un momento en el que coexisten varias teorías, que comprobaremos con más o
menos felicidad. Sabemos que hay un sinnúmero de variables que no controlamos o que
no controlan las personas que toman decisiones. Donde el análisis de políticas puede ser
útil es, precisamente, al minimizar el grado de incertidumbre en el proceso mismo.
Algunos haremos más énfasis en cómo se toman las decisiones por razones estratégicas,
partiendo de la premisa según la cual los actores gozan de más o menos poder y son los
que toman las decisiones. Otros consideraremos que, más allá de sus intereses, los acto-
res comparten valores y desarrollan una concepción del mundo, toman decisiones y
actúan en función de estas últimas. Finalmente hay quienes pensamos que estos actores
son parte de un sistema de acción y toman decisiones en función del lugar que ocupan
en aquel sistema. Si las instituciones forman sistema, la pregunta es: ¿cómo se piensa el

166
proceso en función del lugar que se ocupa en este sistema, según si uno es autónomo,
ejerce responsabilidades, toma decisiones o ejecuta decisiones tomadas por otros?
Las hipótesis conductistas hacen énfasis en los aspectos instrumentales de las con-
ductas. Consideran que las instituciones influencian las conductas individuales en fun-
ción de cálculos o de anticipaciones, al maximizar los beneficios. Proveen con informa-
ción, mecanismos de institucionalización de los arreglos, incentivos positivos y negati-
vos, que inciden en la decisión, luego el comportamiento. De esta manera, procuran más
o menos incertidumbre sobre la conducta de los otros actores, incrementando el grado
de predictibilidad de una situación. En una perspectiva estratégica, las instituciones
duran gracias a un equilibrio de Nash, es decir un punto en el cual cualquiera conducta
desviante tiene un costo mayor a una conducta conformista, lo que preserva el grupo o
la composición del grupo (Shubik, 1992). Una institución dura mientras más coadyuva
a la resolución de un problema de acción colectiva; y cuando no opera de esta manera,
entonces está reformada o eliminada.
El desarrollo conceptual y metodológico de la escuela de la elección pública inició
con los primeros intentos de explicar los factores de crecimiento del gasto público de
entreguerras, como un problema de falla política (political failure). Al considerar los
criterios de la elección de manera racionalizada y modelizar secuencias en la toma de
decisión, se pretendía encontrar un modelo de toma de decisión y, desde luego, incidir
en esta decisión, mediante sanciones y premios. También se pretendía identificar las
variables correctivas del entorno, sabiendo que lo que incide en el cálculo de las prefe-
rencias es modificable. Por ejemplo, para explicar el rol de los funcionarios públicos en
la efectividad de una política pública, podemos partir de la premisa de que este rol está
determinado, al menos en parte, por el interés individual de estos funcionarios (Sloan,
1982; Chrystal y Pennant-Rea, 2000; Whitford, 2013).
En conclusión ¿qué aportan los enfoques racionalistas al análisis de políticas? Nos
ayudan a simplificar la realidad para analizarla, agarrar un hilo conductor que nos permite
luego ordenar los datos empíricos y ubicar a los actores (personas, grupos de interés,
partidos políticos, instituciones formales, etc.) y analizar sus relaciones. En este sentido,
aunque en las conductas de los individuos haya una dimensión racional instrumental no
se limita al homo œconomicus. Hay múltiples dimensiones no económicas en la racio-
nalidad instrumental, que se deben tomar en cuenta y son las que toman en considera-
ción los otros enfoques teóricos. Por otro lado, en tanto enfoque de análisis de políticas,
el conductismo nos ha permitido pasar de una concepción difusa de lo que es la relación
entre teoría y realidad empírica a una concepción más sistemática, en la cual pueden
existir fuertes discrepancias pero donde la discusión es posible. No obstante, si la conni-
vencia entre el experto y el político explica en parte la notoriedad de la escuela de la
elección pública en los años 1980 y 1990, entonces la caída en desgracia del ideario
neoliberal en la siguiente década debería explicar en parte la desafección por los méto-
dos y los temas de predilección de esta escuela en el análisis de la acción pública.
Vimos cómo el neoinstitucionalismo histórico y sociológico formularon una crítica
fuerte a estos enfoques, al mostrar que las preferencias, los intereses y los cálculos son
determinados por una trayectoria histórica de las sociedades, que se plasma en sistemas
institucionales, en culturas o conjuntos de valores que estructuran los términos de las
elecciones. Esta objeción al modelo de la teoría de elección racional es asumida, desde
varios años, por la nueva economía política, que precisamente trata de incorporar la
dimensión institucional al razonamiento conductista (Williamson O., 1989; North, 1993).
De hecho, hay un motivo racional a la creación de instituciones y, desde luego al cambio

167
o a las innovaciones institucionales. Pero no caigamos en el extremo de creer que son el
producto exclusivo de cálculos racionales, puesto que las instituciones pueden preexistir
a la elección y a los términos de la elección.
Esta idea va más allá de una nueva economía política y permea el análisis de políti-
cas públicas, en particular sobre cuestiones relativas a la gestión de bienes de usos co-
munes y sobre la manera de modelizar los procesos de resolución de conflictos y de
toma de decisión a partir de una racionalización de los términos de la decisión. Por
ejemplo, si asumimos que el conjunto de decisiones racionales individuales lleva a una
irracionalidad colectiva, entonces es racional elaborar reglas para que este conjunto no
pase de cierto grado de irracionalidad, en otros términos, limitar la libertad de los indi-
viduos para evitar que ellos no caigan en una lucha de todos contra todos. Este es el
propósito del análisis y desarrollo institucional (Ostrom, 2000).
Al opuesto, para el cognitivismo maximalista, nada es explicable pues todo es cues-
tión de interpretación en el pluralismo indiscriminado en los factores o «contextos» que
afectan las políticas (Fischer, 2004). Estos contextos son tan imbricados que es imposi-
ble encontrar una relación clara entre ellos y el problema por resolver. Los problemas de
la pobreza, de la violencia, del racismo (etc.) no se resuelven por una explicación causal
sino por una interpretación, lo cual da mucho lugar al discurso y a las representaciones.
Estos problemas solo pueden verse a través de una ventana teórica, es decir que la teoría
filtra la realidad (Guba y Lincoln, 1994), pero ello desemboca en un dilema irresoluble
pues la misma hipótesis es una construcción social.
Hay una tendencia general, en la relación entre el Estado, la sociedad y la economía,
hacia una creciente intervención de actores no-estatales en los procesos políticos. Eso es
lo que llama la atención de los investigadores y da lugar a muchos trabajos de corte
cognitivista, con marcos analíticos inspirados de las coaliciones promotoras, del análi-
sis deliberativo y del análisis discursivo de políticas. Un primer aspecto tiene que ver con
la incidencia de los actores no-estatales. Es una reformulación de problemas abordados
desde los años 1950-1960 con las tesis del pluralismo y del corporativismo, sobre los
grupos de interés. Desde los años 1980 se habla más bien de redes y comunidades de
políticas, una noción más general que se inscribe en un continuum de organización,
estabilidad e identidad.
Un aspecto complementario de este último es la discusión sobre la participación
ciudadana, uno de los temas más en boga hoy, en particular en América Latinan y el
Caribe, que reformula también ciertos problemas del pluralismo y del corporativismo,
como problemas de participación directa de actores sociales al proceso político. Un
tercer tema abordado por estos enfoques, que representa en cierta forma la otra cara de
la participación, es el control ejercido por actores no-estatales sobre los procesos políti-
cos. El concepto de control social, tomado del inglés social accountability, se refiere a la
responsabilidad de los actores políticos y económicos ante los actores sociales (ciudada-
nos, usuarios, etc.). Este último aborda un aspecto particular de la participación, que no
interviene tanto en las etapas tempranas del proceso (la identificación de problemas y la
formulación de soluciones), como en la ejecución y en la evaluación de las mismas.
Es interesante, la idea según la cual el análisis de políticas debe analizar las percep-
ciones, los discursos y el rol de los actores sociales en la implementación de políticas,
sobre todo cuando estos últimos constituyen un factor disruptivo y generan conflictos
con el gobierno. No obstante, hay que tener cuidado con esta propuesta: aunque el con-
flicto social (y el rol de los actores no-estatales en este último) sea un punto nodal del
análisis de políticas públicas, no cabe sobredimensionarlo. El efecto de caso que consis-

168
te en dar una importancia mayor a los conflictos o a las políticas que dan lugar a conflic-
tos, debería invitar a cierta prudencia a la hora de formular la hipótesis de una investiga-
ción. Lo que sí podemos aceptar, es la necesidad de nuevos instrumentos de análisis de
política, para incluir esta dimensión. Por último, es cuando se contempla la interven-
ción de expertos y asesores de toda índole que se da el debate de ideas. Para esto no hay
un solo experto que pueda detener la verdad, entonces el rol del analista en un conflicto
es un rol de activista (Roe, 1994).
Como tal, este tipo de análisis es normativo, lo cual nos remite al límite entre los
juicios de valores (sobre lo bueno, lo justo, etc.), entre las intervenciones moralmente
legítimas o no, entre las causas justas e injustas. Esta delimitación es relativamente fácil
de trazar, cuando se trata de políticas de lucha contra la discriminación racial, de lucha
contra la contaminación o contra la pobreza, aunque en este último caso ya entramos en
una zona gris, dada la diversidad de opciones de lucha contra la pobreza y las discrepan-
cias en cómo medirla. Pero hay políticas públicas que se prestan menos a semejante
ejercicio, como las políticas industriales, educativas y de salud, lo que está en el centro
de la contienda electoral.
Pese a su diversidad, los enfoques cognitivistas presentan suficientes coincidencias
como para constituir un paradigma en ciernes. Sin embargo, estos enfoques son de
alcance explicativo limitado. Podemos encontrar marcos analíticos muy sofisticados,
como el de coaliciones promotoras, y marcos simples, como el análisis discursivo, que
se contentan con un nivel interpretativo de análisis para denunciar las lógicas de poder
en obra en los procesos de toma de decisión. En este último caso, la idea de una conspi-
ración de las elites contra el pueblo, la idea que el poder corrompe todo, nos impide ir
más al fondo para explicar lo que está ocurriendo. Al final vemos que, en efecto, hay
relaciones de poder, que se expresan en discursos legitimadores y esto permite a ciertas
categorías de actores dominar a otras. Esta es básicamente la idea de la teoría crítica
aplicada al análisis de políticas. No obstante, el alcance de un ejercicio de análisis de este
tipo consiste esencialmente en documentar esta relación de poder y rastrear en cual-
quier proceso, en cualquier política sectorial, en cualquier contexto social, político e
histórico, los elementos que sustentan esta tesis. Al opuesto, vemos que detrás de la tesis
según la cual las ideas hacen las políticas, se pueden explicar cosas de manera demasia-
do simplista, como una suerte de competencia entre grupos o coaliciones. El marco
analítico de las coaliciones promotoras es ante todo una teoría que aplica a ciertas polí-
ticas (el caso más común, son las políticas ambientales), mas no a todas. En particular,
a medida que incrementa el grado de complejidad de los problemas (pensemos por
ejemplo en el cambio climático), contribuye menos a explicar las causalidades inheren-
tes al diseño de políticas públicas.

El rol de las instituciones en el análisis y diseño de políticas

Para enfrentar la complejidad de los determinantes de las políticas públicas es preci-


so tomar en consideración el tiempo y el espacio pues una política no descansa en una
visión agnóstica ni atemporal del problema. Si bien es cierto, la idea general de los enfo-
ques interpretativos es que no hay causa que no sea también el efecto de algo, ni efecto
que no sea causa de algo, lo que falta a este planteamiento es la dimensión temporal:
ningún efecto es causa de la causa que lo genera, sino de un efecto ulterior. Si uno afirma
que la pobreza es causa del analfabetismo y el analfabetismo es causa de la pobreza, no

169
está hablando de la misma generación de sujetos afectado por la una y por el otro.
Las teorías neoinstitucionalistas son más robustas que las cognitivistas, al respecto,
pues formulan explicaciones causales de la relación entre las instituciones, las represen-
taciones y las conductas. Las problemáticas de estos enfoques abarcan lo que hemos
llamado el sistema de gobernanza, para describir la regulación de las interacciones entre
los actores políticos, sociales y económicos. Eso los lleva, en particular, a analizar la
capacidad del Estado en el proceso político, el rol de las normas, las reglas y los valores en
el proceso de toma de decisión y el dilema de la continuidad y del cambio institucional.
Estas teorías, formuladas desde la historia, la sociología y la economía en los años
1980, han dado lugar a un intenso debate epistemológico en las décadas siguientes,
hasta asimilar a varias teorías de alcance medio como las teorías de redes, de la gober-
nanza y del discurso. En la actualidad, se presentan como las más calificadas para reba-
tir los enfoques racionalistas y corregir las teorías de la elección racional. Hasta los años
1990, el problema consistía en determinar los elementos comunes a estos enfoques pues,
aunque plantearan preguntas similares, a partir de observaciones independientes las
unas de las otras, los métodos neo-institucionalistas sociológicos y económicos son dis-
tintos a los históricos. Ni el neoinstitucionalismo económico ni tampoco el neoinstitu-
cionalismo sociológico son productos de debates entre historiadores. Ni siquiera tratan
de explicar el funcionamiento del Estado en su conjunto sino de determinadas activida-
des del Estado.
En esta tensión entre los enfoques cognitivos y neoinstitucionalistas, la dimensión
constructivista del neoinstitucionalismo sociológico ha contribuido a redefinir las insti-
tuciones y a identificar las instituciones informales. Pero la dimensión cognitivista del
neoinstitucionalismo sociológico no explica de manera satisfactoria el rol de las institu-
ciones en las conductas (March y Olsen, 1984; Hall y Taylor, 1996). En parte, es afín con
la teoría crítica y con la lectura que hacen ciertos autores de los instrumentos de políti-
cas como representaciones y construcciones sociales (Lascoumes y Le Galès, 2007a y
2007b). No obstante, el análisis del cambio de políticas y de instituciones como el pro-
ducto de un voluntarismo político se enfrenta con obstáculos metodológicos, al parecer,
insuperables, en particular para contestar la pregunta: ¿cómo se miden las representa-
ciones que supuestamente enmarcan las políticas públicas?
Cuando emergió el neoinstitucionalismo, empezó por revisar la noción de institucio-
nes formales e incorporó a la noción de institución una dimensión cultural, una dimen-
sión informal que iba a modificar el marco analítico de dos maneras. Primero, puso en
duda la idea según la cual las preferencias se pueden objetivizar y modelizar a partir de
un simple cálculo de costos y beneficios. Segundo, objetó la visión clásica de las institu-
ciones, ya no las veía como entidades neutras, ajenas a las interacciones sociales o pro-
ductos aseptizados de estas interacciones. Tras esta doble objeción, se definió un con-
cepto de institución que emerge de la agregación de conductas y del autopoiesis: las
instituciones producen nuevas relaciones. Por otro lado, la lógica de lo adecuado rebate
la idea de la racionalidad con arreglo a fines, que era un argumento central de las teorías
de la elección racional. No solo las instituciones agregan algo a las partes que las confor-
man, además su funcionamiento no obedece a un principio instrumental de racionali-
dad, sino a un principio oportunista, adecuado de racionalidad.
La relación entre las instituciones y las acciones individuales y colectivas da cabida a
en dos teorías y a un debate en torno a la definición de las instituciones en tanto objeto
de análisis. En efecto, todo cambia según si uno observa las instituciones como objeto
por explicar (variables dependientes) o como objeto explicativo de otros fenómenos (va-

170
riables independientes). La primera teoría consiste en la asimilación de las problemáti-
cas institucionales por las teorías de la elección racional, lo que significó un fortaleci-
miento del paradigma conductista por enriquecimiento mutuo (cross-fertilization), en
particular por la incorporación de las problemáticas institucionales. Ello no se puede
asimilar al neoinstitucionalimo, pues uno no se vuelve institucionalista por preocuparse
por las instituciones en ciencia política, en economía ni en sociología. La segunda teoría
consiste, por lo contrario, en la asimilación de las problemáticas racionales por las teo-
rías neoinstitucionalistas. En este caso, las instituciones no son necesariamente un obje-
to de análisis (variable dependiente), aunque ello pueda pasar, por supuesto. (La refor-
ma del Estado como la reforma administrativa son temas de análisis en el mismo senti-
do que las fallas de implementación o el diseño de las políticas y la incidencia de las
comunidades de políticas.) Más bien, forman parte de un diseño metodológico en el cual
se toma en serio el tiempo, el espacio y los mecanismos causales que explican las relacio-
nes entre fenómenos sociales, políticos y económicos.
En este sentido podemos hablar de un «paradigma institucionalista» (Immergut,
1998: 25), a la vez en el diseño y el análisis de las políticas públicas. La analogía con los
paradigmas es una metáfora. No nos interesa saber si es exacta o no la delineación entre
el paradigma monetarista y el keynesiano: siguen coexistiendo en el mundo real. Las
ciencias sociales no funcionan como la astronomía o la biología, porque no hay una
prueba final, definitiva, de que el mundo es así y no de otra manera. Sin embargo, todos
entendemos muy bien que ciertos cambios son paradigmáticos. El problema es: ¿en qué
consiste un cambio de paradigma? Más allá de los discursos y de los programas electo-
rales, en efecto hay que estudiar cómo se está reformando el Estado, cómo está evolucio-
nando el rol de la sociedad civil, en particular en los procesos políticos, cómo están
apareciendo actores no-tradicionales en estos procesos (a lo cual, la ciencia política
suele referirse como a la crisis de los partidos políticos), cómo se redefine nuestra rela-
ción con el mundo, en particular la economía pero también las relaciones internaciona-
les políticas, diplomáticas, etc.
Es común escuchar que cuando hay un cambio radical en la manera de pensar un
tema, por ejemplo la política cultural, hay un cambio de paradigma. Sin embargo, un
cambio de paradigma en políticas públicas se da de manera sistémica, no de manera
ideológica. No basta con anunciar un cambio para que este ocurra (en realidad, en muy
pocas oportunidades un cambio de políticas se produce de esta manera). En muchos
casos, el cambio no se da por voluntad política, ni siquiera de un grupo dominante o
hegemónico en el proceso político, el cambio se da por una convergencia de factores
que, en muchos casos no se dio cuando se formuló la propuesta. Las ideas monetaristas
existían veinte años antes de imponerse como el referencial global de las políticas públi-
cas, no bastó que algunos las defendieran, incluso dentro del aparato político y del siste-
ma de partidos, para que se diera el cambio de paradigma. Los cambios de paradigmas
se definen por la combinación de las ideas con las instituciones (Hall, 1986 y 1993). En
situaciones o coyunturas políticas normales (como en las ciencias normales de Kuhn),
no hay un cuestionamiento sistémico, no hay un cuestionamiento del orden institucio-
nal. El cuestionamiento del orden institucional surge cuando un sistema entra en crisis
(así como una ciencia entra en crisis), por su incapacidad a solucionar un problema
legítimo, un problema considerado prioritario por la sociedad.
Al fin y al cabo: ¿cuál es el aporte del neoinstitucionalimo al análisis de las políticas
públicas? Partimos de una discusión entre los historiadores sobre las transformaciones
del Estado, basada en la premisa de la autonomía del Estado frente a la sociedad; conti-

171
nuamos con la reflexión de la sociología de las organizaciones, en particular con la
contraposición de una racionalidad circunstancial (la lógica de lo adecuado) a la racio-
nalidad sustantiva (la lógica de las consecuencias); y llegamos a entender que hay varios
grados de cambio de las políticas públicas, asimilables a procesos institucionales. El
punto común a los enfoques neoinstitucionalistas históricos, sociológicos y económicos
radica en la importancia que se da al rol de las instituciones en las interacciones sociales
y económicas, luego en los procesos políticos.
No nos sirve mucho esencializar las instituciones como lo hacía el institucionalismo
clásico, al tratar de discutir ad infinitum sobre las mejores instituciones. Hay que enten-
der las instituciones, ya no solo como organizaciones concretas, sino también como
prácticas, rutinas, procesos (Olsen, 2010; Peters, 2001). Si asumimos que las institucio-
nes inciden en la sociedad y la sociedad crea instituciones, entonces: ¿dónde empieza y
dónde termina este proceso?, ¿cuándo y por qué cambian las instituciones?, ¿cuándo y
por qué dejan de cambiar? Estas preguntas están en el centro de la agenda del análisis de
políticas públicas. En efecto, hay una dimensión institucional en la regularidad de los
procesos políticos y eso es como un redescubrimiento de los estilos de administración y
de políticas (policy styles), algo que era visto como coyuntural, relacionado con la perso-
nalidad de los gobernantes, va más allá de eso y genera modos de gobernanza, estructu-
ra las relaciones entre el Estado, la sociedad y el mercado. Ésta es la agenda de los
próximos años, si queremos entender mejor por qué cambian las políticas, por qué fa-
llan, por qué son más o menos participativas (etc.), y contribuir al diseño de políticas
más consistentes, más efectivas y más eficientes.

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185
Índice

Agradecimientos .................................................................................................................. XXX

PRÓLOGO, por Joan Subirats ................................................................................................ XXX

INTRODUCCIÓN. ¿Por qué y para qué analizar las políticas públicas? ................................ 000
Los orígenes ......................................................................................................................... 000
Una disciplina en auge ......................................................................................................... 000
El análisis de políticas públicas en América Latina y el Caribe ......................................... 000

CAPÍTULO 1. Epistemología .................................................................................................. 000


El falso dilema entre positivismo y constructivismo .......................................................... 000
Ontología y epistemología ............................................................................................. 000
La cuestión de los paradigmas ...................................................................................... 000
Empirismo y principio de falsabilidad ......................................................................... 000
Las políticas públicas como objeto de estudio ................................................................... 000
Definición del objeto ..................................................................................................... 000
Las políticas como variables dependientes .................................................................. 000
Los determinantes de las políticas públicas ................................................................. 000

CAPÍTULO 2. Historia ............................................................................................................ 000


Los aportes conceptuales de los pioneros ........................................................................... 000
La orientación hacia las políticas .................................................................................. 000
La racionalidad limitada de los actores ........................................................................ 000
El cambio incremental de políticas .............................................................................. 000
La segmentación del campo de estudio .............................................................................. 000
La implementación de las políticas .............................................................................. 000
La formulación de las políticas ..................................................................................... 000
La evaluación de las políticas ........................................................................................ 000
Las paradojas del ciclo de las políticas ............................................................................... 000
El modelo de análisis secuencial .................................................................................. 000
Una heurística ................................................................................................................ 000
Un método por completar ............................................................................................. 000

CAPÍTULO 3. Praxis ............................................................................................................... 000


La transformación del rol del Estado .................................................................................. 000
Gobierno, gobernabilidad y gobernanza ...................................................................... 000
La lógica de lo adecuado ............................................................................................... 000
Modos de gobernanza y estilos de políticas ................................................................. 000
La incidencia de los actores no-estatales ............................................................................ 000
Los grupos de interés según el pluralismo y el corporativismo ................................... 000
Las redes de políticas públicas en la «nueva gobernanza» .......................................... 000
La participación y el control social ............................................................................... 000

187
El diseño de las políticas públicas ....................................................................................... 000
Los tipos de instrumentos de políticas ......................................................................... 000
La elección de los instrumentos de políticas ................................................................ 000
Los instrumentos como problemas de políticas ........................................................... 000

CAPÍTULO 4. Teorías ............................................................................................................. 000


Los enfoques racionalistas ................................................................................................... 000
La «revolución conductista» ......................................................................................... 000
Las teorías de la elección racional ................................................................................ 000
La escuela de la elección pública .................................................................................. 000
Los enfoques neoinstitucionalistas ..................................................................................... 000
El neoinstitucionalismo histórico ................................................................................. 000
El neoinstitucionalismo sociológico ............................................................................. 000
El neoinstitucionalismo económico ............................................................................. 000
Los enfoques cognitivistas ................................................................................................... 000
Las políticas como procesos de aprendizaje ................................................................ 000
Las políticas como paradigmas ..................................................................................... 000
La teoría crítica .............................................................................................................. 000

CAPÍTULO 5: Métodos ........................................................................................................... 000


Problemas metodológicos ................................................................................................... 000
Inferencias inductivas y deductivas .............................................................................. 000
Métodos cuantitativos y cualitativos ............................................................................. 000
Estudio de casos, seguimiento de procesos y comparación ........................................ 000
Marcos interpretativos ......................................................................................................... 000
La sociología de la acción pública ................................................................................ 000
El análisis deliberativo de las políticas ......................................................................... 000
Técnicas de recolección de datos .................................................................................. 000
Marcos explicativos ............................................................................................................. 000
Las coaliciones promotoras .......................................................................................... 000
El análisis y desarrollo institucional ............................................................................. 000
El equilibrio puntuado .................................................................................................. 000
La dependencia de la trayectoria .................................................................................. 000
El diseño de políticas ..................................................................................................... 000

CONCLUSIÓN. Del análisis al diseño de políticas públicas .................................................. 000


Viejas teorías para un nuevo mundo ................................................................................... 000
El rol de las instituciones en el análisis y diseño de políticas ............................................ 000

BIBLIOGRAFÍA CITADA ........................................................................................................... 000

188

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