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ADOLPHE ApPIA

CÓMO REFORMAR NUESTRA PUESTA

EN ESCENA (1904)

El arte dramático se encuentra desde hace varios años en vías de evolución.


El naturalismo de un lado yel wagnerismo del otro han desplazado violentamente
los antiguos límites6. Algunas cosas que hace veinte años «no eran teatro» (se-
gún una expresión ridículamente consagrada) se han convertido prácticamente
en lugares comunes. De ello resulta cierta confusión: ya no sabemos muy bien a
qué genero aceptado pertenece talo cual pieza, y en nada nos ayuda a orientar-
nos el gusto que hemos tomado por las producciones extranjeras.
Esto no supondría, sin embargo, un grave inconveniente si el material de nues-
tras escenas se adaptara a cada nueva tentativa. Pero, desgraciadamente, no es
así. El autor con su manuscrito -o su partitura- y los actores bien pueden estar
de acuerdo, pero en contacto con las tablas, bajo el fuego del proscenio, la idea
nueva debe encajar en el viejo marco, y nuestros directores de escena cortan des-
piadadamente todo lo que sobra.

6 El naturalismo y el wagnerismo constituían los dos extremos entre los que se situó la van-
guardia teatral escénica de los años ochenta y noventa en Francia. Mientras el naturalismo pro-
pugnaba la fidelidad al texto dramático, la atención a la construcción psicológica y la verosimili-
tud de la imagen escénica, el wagnerismo apostaba por la fusión de los lenguajes escénicos en una
obra de arte total donde lo musical o lo rítmico actuara como elemento de cohesión. El naturalis-
mo resultó de la aplicación al teatro de las ideas de Zola; entre los principales directores escénicos
ligados al naturalismo destacan André Antoine en Francia, Otto Brahm en Alemania y Konstan-
tin Stanislavski en Rusia. Richard Wagner (1813-1883), por su parte, formuló en diversos escritos
en torno a 1850 su idea de «Gesamtkunstwerb, obra de arte total, que intentó llevar a la prácti-
ca en Bayreurh, empresa a la que dedicó los últimos años de su vida. Wagner concedió una gran
importancia al soporte dramático de sus obras, que él mismo escribía, aunque no logró encontrar,
según Appia, el equivalente visual adecuado que permitiera la consecución efectiva de la totali-
dad escénica. La ópera wagneriana se convirtió en motivo de culto para los simbolistas, no sólo para
músicos y dramaturgos, sino también para pintores y poetas.

ss
Muchos aseguran que no puede ser de otro modo, que la convención escénica es
rígida, etc. Yo, por mi parte, afirmo lo contrario, y he intentado en las páginas si-
guientes establecer los primeros elementos de una puesta en escena que, en lugar de
paralizar y de inmovilizar el arte dramático, no solamente lo siga con docilidad, sino
que sea incluso para el autor y los intérpretes una fuente inagotable de inspiración.
Espero que el lector esté dispuesto a prestarme su atención durante este di-
fícil resumen.
Nuestra puesta en escena moderna es toda ella esclava de la pintura -la pin-
tura de decorados- que tiene la pretensión de procuramos la ilusión de la reali-
dad. O bien: esta ilusión es ella misma una ilusión, porque la presencia del ac-
tor la contradice. En efecto, el principio de la ilusión producido por la pintura
sobre telas verticales, y ése otro de la ilusión producido por el cuerpo plástico y
viviente del actor, están en contradicción. Sólo desarrollando separadamente la
representación de estos dos tipos de ilusión -tal como se hace en todos nuestros
teatros- podremos obtener un espectáculo homogéneo y artístico.
Examinemos la puesta en escena moderna deteniéndonos sucesivamente en
estos dos puntos de vista.
Es imposible transportar a nuestros escenarios árboles verdaderos, casas ver-
daderas, etc., lo cual sería por otra parte poco deseable. Creemos entonces que
nos encontramos reducidos a imitar lo más fielmente posible la realidad. Pero la
ejecución plástica de las cosas es difícil, a menudo imposible y en todo caso muy
costosa. Esto nos obligaría, en apariencia, a disminuir el número de cosas repre-
sentadas; sin embargo, nuestros directores de escena sostienen una opinión con-
traria: estiman que la puesta en escena debe representar todo lo que les parezca
bien y que, en consecuencia, lo que no puede ser ejecutado plásticamente debe
ser pintado. La pintura permite mostrar al espectador un número incalculable de
cosas, esto es incontestable. Parece también dotar a la puesta en escena de la li-
bertad deseada, y nuestros directores de escena concluyen aquí su razonamien-
to. Pero si el principio esencial de la pintura es el reducirlo todo a una superfi-
cie plana, ¿cómo podrá entonces llenar un espacio, el de la escena, en sus tres
dimensiones? Sin interés por solucionar el problema, deciden recortar la pintu-
ra y colocar estos recortes sobre el tablado del escenario. El cuadro escénico re-
nuncia por ello a estar pintado en la parte inferior: si se trata de un paisaje, por
ejemplo, el motivo será una cúpula de hierba, a derecha e izquierda habrá árbo-
les, al fondo un horizonte y el cielo, y abajo ... las tablas del escenario. Esta pin-
tura, que debía representarlo todo, se ve obligada de entrada a renunciar a pin-
tar el suelo, porque las formas ficticias que representa deben ser presentadas
verticalmente y entre las telas verticales del decorado y el suelo (o la tela más o
menos horizontal que lo recubre) no hay ninguna relación posible. Y ésta es la ra-
zón por la que nuestros decoradores ponen cojines al pie de los decorados7•

7 Se refiere a las bolsas llenas de arena que se colocaban al pie de las telas pintadas para ten-
sarlas e impedir que se movieran y ondularan por la proximidad de los actores.

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El suelo escapa, pues, a la pintura, ¡pero es precisamente sobre él donde evo-
luciona el actor! Nuestros directores de escena han olvidado al actor: ¡Ham-
tet sin Hamlet, como siempre! ¿Sacrificará algo de la pintura muerta en favor
del cuerpo viviente y móvil? ¡Nunca! ¡Antes bien renunciar al teatro! Pero
como con todo hay que tener en cuenta este cuerpo demasiado vivo, la pin-
tura consiente en colocarse aquí o allá a conveniencia del actor. Hay ocasio-
nes en las que se muestra incluso generosa, lo que le otorga, por otra parte, un
aspecto extravagante. En otras, por el contrario, en que se ha negado decidi-
damente a hacer concesiones, es el actor el que parece ridículo. El antagonis-
mo es completo.
Hemos comenzado por la pintura, veamos ahora la dirección que tomaría el
problema si comenzáramos por el actor, por el cuerpo humano plástico y móvil,
contemplado exclusivamente desde el punto de vista de su efecto sobre la esce-
na, tal como hemos hecho para el decorado.
Para nuestros ojos un objeto sólo adquiere plasticidad gracias a la luz que lo
golpea, y su plasticidad no puede ser puesta de relieve artísticamente más que me-
diante un empleo artístico de la luz, esto va de suyo. Veamos en lo que respecta
a la forma. El movimiento del cuerpo humano requiere obstáculos para poder ex-
presarse. Todos los artistas saben que la belleza de los movimientos del cuerpo
depende de la variedad de los puntos de apoyo que le ofrecen el suelo y los ob-
jetos. La movilidad del actor no podrá ser puesta artísticamente de relieve más
que mediante una adecuada disposición de los objetos y del suelo.
Las dos condiciones primordiales de una presencia artística del cuerpo hu-
mano sobre la escena serían, por tanto: una iluminación que ponga de relieve
su plasticidad y una disposición plástica del decorado que ponga de relieve sus
actitudes y sus movimientos. ¡Estamos muy lejos de la pintura!
Dominada por la pintura la puesta en escena sacrificaal actor y además, como he-
mos visto, una gran parte de su efecto pictórico, ya que tiene que recortar la pintura,
lo cual es contrario al principio esencial de este arte, y no puede hacer participar al
suelo de la ilusión dada por las telas. ¿Qué resultaría si la subordináramos al actor?
¡En primer lugar podríamos dar libertad a la luz! En efecto, bajo el régimen
de la pintura la iluminación es absorbida completamente por el decorado: las
cosas representadas sobre telas verticales deben ser vistas; se ilumina, por tan-
to, las luces y las sombras pintadas ..., y, ¡ay! es de esta iluminación de la que el
actor toma lo que puede. En semejantes condiciones no preocuparía en abso-
luto ni la verdadera iluminación ni, consecuentemente, cualquier tipo de efec-
to plástico. La iluminación es en sí un elemento cuyos efectos son limitados. De-
vuelta a la libertad, se convierte para nosotros en lo que la paleta es para la
pintura: todas las combinaciones de color son posibles. Mediante proyecciones
simples o combinadas, fijas o móviles, mediante obstrucción parcial, mediante
diversos grados de transparencia, etc., podemos obtener una infinidad de mo-
dulaciones. La iluminación nos facilita así el medio de exteriorizar de algún
modo una gran parte de los colores y de las formas que la pintura fija sobre sus

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telas, y las vierte vivas sobre el espacio: el actor ya no se pasea ante las sombras
y las luces pintadas, sino que se encuentra inmerso en una atmósfera que le está
destinada. Los artistas comprenderán fácilmente la aportación de una reforma
semejanteS.
Llegamos ahora a una cuestión delicada, la de la plasticidad del decorado ne-
cesaria para la belleza de las actitudes y movimientos del actor. La pintura ha to-
mado la delantera sobre nuestros escenarios para remplazar todo aquello que no
podía ser realizado plásticamente, y esto con el único objetivo de producir la ilu-
sión de la realidad.
¿Son indispensables las imágenes que acumula de este modo sobre las telas
verticales? De ningún modo: no hay ni una obra que requiera la centésima par-
te, porque, insistamos en ello, estas imágenes no están vivas, están indicadas so-
bre las telas como una especie de lenguaje jeroglífico: significan únicamente aque-
llo que quieren representar, y precisamente por esto no pueden entrar en contacto
real, orgánico, con el actor. La plasticidad requerida por el actor apunta un efec-
to completamente diferente, porque el cuerpo humano no busca producir la ilu-
sión de la realidad, ¡dado que él mismo es realidad! Lo que exige del decorado es
simplemente que ponga de relieve esta realidad y esto tiene como consecuencia
natural un desplazamiento completo del fin del decorado: en un caso es la apa-
riencia real de los objetos lo que se pretende obtener, en el otro, es el grado más
alto posible de realidad del cuerpo humano.
Dado que hay un antagonismo técnico entre estos dos principios, se trata de
escoger entre uno u otro. ¿Será la acumulación de imágenes muertas y la rique-
za decorativa de las telas verticales, o bien será el espectáculo del ser humano
en sus manifestaciones plásticas y móviles?
Si dudamos, lo cual es prácticamente imposible, preguntémonos qué venimos
a buscar al teatro. Buena pintura la tenemos fuera, y sin recortar, afortunada-
mente; la fotografía nos permite recorrer el mundo en nuestro sillón; la litera-
tura nos sugiere los cuadros más seductores, y muy poca gente es tan pobre que

H Un artista conocido en París, M. Mario Fortuny, ha encontrado un sistema de iluminación


completamente nuevo, basado en las propiedades de la luz reflejada. Los resultados son extraordi-
nariamente felices, y esta invención genial va a provocar en la puesta en escena de todos los tea-
tros una transformación radical en favor de la iluminación. [Nota del autor.]
Mariano FORTUNYy de MADRAZO (1871-1943), pintor, fotógrafo y diseñador granadino, hijo del
conocido pintor Mariano Fortuny, se formó en París y residió en Venecia (cuya laguna fotografió en
diversas vistas panorámicas). En 1900 realizó los decorados de Tristán e !solda para la Scala de Mi-
lán y a partir de este momento concentró sus esfuerzos en la simplificación del decorado teatral y la
investigación sobre la iluminación. En 1901 presentó en París un sistema de iluminación eléctrica
mediante luz indirecta y al año siguiente hizo una demostración de su cúpula, que utilizaría en 1906
en el nuevo teatro de la condesa de Béarn, donde lo conoció Appia (lo que indica que la nota a pie
de página es posterior a la redacción del texto). La cúpula y el sistema Fortuny no tuvieron dema-
siado éxito en los teatros europeos, debido al ruido y a lo artesanal de sus mecanismos. J acques Rou-
ché dedicó unas páginas a los sistemas de iluminación de Fortuny en su libro L'Art Théátrale moder-
ne, ed. Cornély et Cie, París, 1910, pp. 67-75. Cfr. el texto de Marie L. Bablet-Hahn sobre Fortuny
en Adolphe ArrIA, Oeuvres completes, Bonstetten, L'Age d'Homme, 1986, va\. 11, pp. 370-378.

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no pueda de vez en cuando contemplar un hermoso espectáculo de la naturale-
za. No, al teatro venimos a presenciar una acción dramática. Es la presencia de
los personajes sobre la escena la que motiva esta acción: sin personajes no hay
acción. El actor es, pues, el factor esencial de la puesta en escena: es a él a quien
venimos a ver, es de él de quien esperamos la emoción y es esta emoción lo que
hemos venido a buscar. Se trata, pues, a toda costa de basar la puesta en escena
sobre la presencia del actor, y para conseguido, de liberada de todo aquello que
esté en contradicción con esta presencia.
El problema técnico queda así claramente expuesto.
Se me objetará que este problema está tal vez bastante bien resuelto en al-
gunos de nuestros teatros parisinos, en el teatro Antoine9, por ejemplo, o en otros.
Sin duda, pero, ¿por qué no es siempre sino para el mismo tipo de obras y de de-
corados? ¿Cómo harían estos directores escénicos para montar Troilo o La Tem-
pestad, El anillo del Nibelungo o Parsifal?lO.(En el Grand-Guignol saben perfec-
tamente cómo mostramos una portería, pero ¿que ocurriría, por ejemplo, cuando
se tratara de un jardín?)
Nuestra puesta en escena tiene dos orígenes distintos: la ópera y la obra ha-
blada. Hasta ahora, con escasas excepciones, los cantantes de ópera han sido con-
siderados como elegantes máquinas de canto, y el decorado pintado era lo más
visual del espectáculo, de ahí su prodigioso desarrollo. En el caso de la obra ha-
blada, el asunto es diverso: el actor ocupa el primer lugar, porque sin él no ha-
bría obra, y si el director escénico se cree forzado ocasionalmente a emular el lujo
de la ópera, lo hace con comedimiento y sin perder de vista al actor. (El lector
puede comparar en su memoria el efecto decorativo de piezas espectaculares:
Théodora, etc., con cualquier ópera) 11. El principio de ilusión escénica permanece,
sin embargo, idéntico tanto para la obra hablada como para la ópera, y es aque-
lla, naturalmente, quien se ve por ello más gravemente dañada. Al mismo tiem-
po los actores dramáticos conocen perfectamente las dos o tres combinaciones
por medio de las cuales la escena moderna puede procurar un poco de ilusión a
pesar de la presencia del actor y se cuidan de no salir nunca de ellas.
Sin embargo, desde hace algunos años las cosas han cambiado. Con los dra-
mas de Wagner, la ópera se ha aproximado a la obra hablada, y ésta (dejando a
un lado el naturalismo) intenta sobrepasar los límites de otras épocas y aproxi-

9 André ANTOINE(1858-1943), fundador del Théatre Libre y principal representante del na-
turalismo escénico en Francia. Estrenó en París obras de Zola, Ibsen y Strindberg, entre otros. Se
le suele considerar uno de los primeros directores escénicos en el sentido moderno de la palabra, y
su teatro se convirtió en una de las instituciones de referencia imprescindibles a principios de siglo.
10 Appia redactó un proyecto para la puesta en escena de Parsifal, de WAGNER, que comenzó
en 1892 y del que existe un manuscrito datado en Hellerau en 1912 y publicado en la revista Dcr
Tarmer en febrero de 1914.
11 Théodora, de Victorien SARDOU, había sido estrenada el 26 de diciembre de 1884 por Sarah
Bernhardt, quien había conseguido transformar un drama mediocre en un espectáculo de éxito gra-
cias a su propia interpretación y a la espectacularidad del dispositivo escénico y el vestuario, fruto
de un riguroso trabajo de documentación histórica.

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marse por su parte al drama musical. Y entonces, cosa rara, ¡nos encontramos
con que nuestra puesta en escena no responde ya ni a las necesidades de la una
ni de la otra! La ridícula exhibición que la ópera hace de su pintura no tiene
nada que ver con una partitura de Wagner (los directores escénicos wagneria-
nos, en Bayreuth como en otros lugares, no parecen aún figurárselo)lZ, y la mo-
notonía de los decorados del drama hablado no alcanza a satisfacer la imagi-
nación refinada de los autores dramáticos. Todo el mundo siente la necesidad
de una reforma, pero la fuerza de la inercia nos devuelve una y otra vez a la mis-
ma rutina.
En un caso como éste, las teorías son útiles, pero no llevan a ninguna parte.
Es preciso enfrentarse directamente a la práctica escénica y transformarla poco
a poco.
El método más simple podría ser coger una de nuestras obras de teatro, tal
como está, ya completamente montada, y ver el uso que podría hacerse de su pues-
ta en escena si se la somete al principio formulado más arriba. Naturalmente
haría falta elegir con cuidado una obra escrita especialmente para la puesta en
escena moderna, o bien una ópera que se acomode a ella a la perfección. Los
decorados de nuestra Academia de Música no podrían servimos. Sería preci-
so, por el contrario, tomar una obra dramática cuyas exigencias estén mani-
fiestamente en desacuerdo con nuestros medios actuales: un drama de Mae-
terlinck13, u otro del mismo tipo, o bien un drama de Wagner. Este último sería
preferible porque la música, al fijar definitivamente la duración y la intensi-
dad de la expresión, es una guía preciosa, y, por otra parte, el sacrificio de ilu-
sión será menos chocante que en una obra hablada. Constataríamos entonces
todo aquello que en la puesta en escena ya fijada se opone a nuestros esfuer-
zos: nos veríamos obligados a hacer concesiones que no serían en absoluto ins-
tructivas.La cuestión de la iluminación nos ocuparía desde un principio: ha-
ríamos en este punto la experiencia de la tiranía de la pintura sobre las telas
verticales, y comprenderíamos -ya no teóricamente, sino de un modo absolu-
tamente tangible- el inmenso perjuicio que aún se hace al actor y, por medio
de él, al dramaturgo.

IZ Después de haber escrito un proyecto completo para la puesta en escena de El anillo del
Nibelungo, Adolphe Appia le pidió al filósofo y crítico musical inglés H. S. Chamberlain que
le presentara a Cosima Wagner. La visita se produjo, pero Appia se encontró con la incom-
prensión de la viuda de! compositor, que se irritó ante la pretensión de! diseñador de cambiar
e! estilo escénico ideado por su marido (que había puesto en escena la obra en 1876). Cfr. la
introducción de Ferruccio MAROTTI a Adolphe Appia, Attore, musica escena, Milán, Fe!trine-
!li, 1975, pp. 26-28.
11 Maurice MAETERLINCK(1862-1949), dramaturgo simbolista belga, ligado al Théátre d'Art,
dirigido por Paul Fort, quien estrenó La intrusa y Los ciegos en 1891 y Pélleas y Melisande en 1893.
Maeterlinck había señalado la contradicción entre la dimensión conceptual del arte y su realiza-
ción material, muy evidente en la contradicción entre la dimensión simbólica del drama y la con-
tingencia y ambiguedad del cuerpo de! actor. Craig reformularía con otras intenciones esta idea
(M. MAETERLINK,«Menus Propos: Le Theatre», ed. cit., pp. 331-336).

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Sin duda no será más que un modesto ensayo, pero resulta muy difícil llevar
a cabo una reforma como ésta de un solo golpe, porque se trata tanto de refor-
mar el gusto del público como de transformar nuestra puesta en escena. Por otra
parte, el resultado de un trabajo material, técnico, sobre un terreno ya dado, pue-
de ser más seguro que el de una tentativa radical.
He aquí, por ejemplo, el segundo acto de Sigfridol4• ¿Cómo representar un
bosque en escena? En primer lugar, pongámonos de acuerdo en este punto: ¿es
un bosque con personajes o bien unos personajes en un bosque? Estamos en el
teatro para presenciar una acción dramática; por tanto, algo debe ocurrir en
este bosque que evidentemente no puede ser expresado por la pintura. He aquí
pues el punto de partida, pero tenemos que representamos minuciosamente en-
seguida todos los hechos que ocurren en este bosque. El conocimiento perfec-
to de la partitura resulta, pues, indispensable, y la visión que inspirará al di-
rector de escena cambia, así, completamente de naturaleza: sus ojos deben
permanecer dirigidos hacia los personajes. Si piensa entonces en el bosque, será
como en una atmósfera especial en torno a y sobre los actores, atmósfera que
no podrá establecer más que en sus relaciones con los seres vivos y móviles, de
los que no debe apartar los ojos. El cuadro ya no será, pues, en ninguna de las
fases de su visión, un arreglo de pintura inanimada, sino que será siempre algo
animado. La puesta en escena se convierte de este modo en la composición de
un cuadro en el tiempo: en lugar de partir de una pintura requerida por no se
sabe quién a no se sabe quién para reservar enseguida al actor las mezquinas
instalaciones que ya sabemos, nosotros partimos del actor, es su actuación lo
que queremos poner artísticamente de relieve, y estamos dispuestos a sacrifi-
carlo todo por ello. De modo que tendremos: Sigfrido aquí, Sigfrido allá, y nun-
ca: el árbol para Sigfrido, el camino para Sigfrido. Repito: no intentaremos dar
la ilusión de un bosque, sino la ilusión de un hombre en la atmósfera de un bos-
que. La realidad aquí es el hombre, al lado del cual no tiene cabida ninguna
ilusión. Todo lo que este hombre toque debe estarle destinado, todo lo demás
debe contribuir a crear en torno a él la atmósfera indicada. Y si perdemos por
un instante de vista a Sigfrido y elevamos los ojos, el cuadro escénico por sí
no tiene por qué producimos necesariamente ninguna ilusión: su disposición
no tiene más fin que Sigfrido, y cuando el bosque, suavemente agitado por la
brisa, atraiga la mirada de Sigfrido, nosotros, espectadores, contemplaremos a Sig-
frido bañado por luces y sombras en movimiento y ya no jirones recortados mo-
vidos mediante hilos.
La ilusión escénica es la presencia viviente del actor.
El decorado de este acto, tal como nos es ofrecido en cualquier escenario del
mundo, no cumplirá correctamente nuestras condiciones. Deberemos simplifi-

14 Tercera de las óperas que integran la tetralogía El anillo del. Nibelungo, de WAGNER, para la
que Appia realizó el proyecto escénico que presentó a Cosima Wagner. En 1909 realizaría otro pro-
yecto de decoración para Sigfrido.

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carlo mucho, renunciar a iluminar las telas pintadas tal como exigirían, renovar
casi completamente la disposición del suelo, y sobre todo dotamos para la ilu-
minación de aparatos eléctricos instalados en diversos puntos y dirigidos con gran
precisión. El proscenio, ese monstruo desconcertante, casi no será utilizadol5.
Añadamos que la mayor parte de este trabajo de recomposición se hará con los
personajes y no podrá ser fijado definitivamente hasta después de numerosos en-
sayos con la orquesta (¡condiciones sine qua non que parecen actualmente exor-
bitantes y que, sin embargo, son elementales!).
Una tentativa de este tipo no puede dejar de mostramos el camino a seguir
para transformar nuestra puesta en escena rígida y convencional en un material
artístico, vivo, flexible y dispuesto a realizar cualquier visión dramática. Nosotros
mismos nos sorprenderemos de haber podido olvidar durante tanto tiempo una
rama tan importante del arte y de haberla abandonado, como algo indigno de
lo que ocupamos directamente, a personas que no son artistas. Nuestro senti-
miento estético está aún ciertamente anestesiado en lo que respecta a la puesta
en escena: aquel que no toleraría en su residencia un objeto que no fuera del gus-
to más exquisito, encuentra natural alquilar un lugar costoso en una sala ya de
por sí fea y construida en contra del buen sentido, para presenciar durante dos
horas un espectáculo después del cual las cromo litografías de un vendedor de fe-
rias resultan obras delicadas.
El procedimiento de la puesta en escena descansa, como otros procedimien-
tos artísticos, sobre las formas, la luz, los colores. Ahora bien, estos tres elementos
están en nuestro poder y podemos consecuentemente disponerlos en el teatro
como fuera de él de un modo que sea artístico. Hasta ahora se ha creído que la
puesta en escena debía aspirar al grado más alto posible de ilusión, y es este prin-
cipio (¡antiestético donde los haya!) el que nos ha condenado a la inmovilidad.
Yo me he esforzado en mostrar en estas páginas que el arte escénico debe basar-
se sobre la única realidad digna del teatro: el cuerpo humano, y hemos visto las
consecuencias primeras y elementales de esta reformal6.
El tema es difícil y complejo, sobre todo a causa de los malentendidos que
lo envuelven y del hábito inveterado que nuestros ojos tienen de espectáculos
modemos. Sería necesario, para adiestrar la convicción, impulsar mucho más
allá el desarrollo de la idea: habría que hablar de la tarea completamente nue-
va que incumbirá al actor, de la influencia que un material escénico flexible y

15 En e! teatro decimonónico, era habitual que el actor o actriz principal ocupara e! proscenio,
iluminado por las candilejas y evitara e! escenario propiamente dicho, ya que, entre otras razones,
como e! propio Appia ha señalado, cuanto más se acercaba e! intérprete al fondo pintado, más au-
mentaba la desproporción de su figura con la de! decorado ilusionista.
In En su último libro, La obra de arte viviente, ApP1A radicalizará su reflexión sobre e! cuerpo
humano, después de su colaboración con Dalcroze y llegará a decir que «ser artista significa ante
todo no tener verguenza del propio cuerpo, sino amado en todos los cuerpos, comprendido e! pro-
pio», y que «nuestro cuerpo es e! autor dramático. La obra de arte dramático es la única obra de
arte que se confunde con su autop,.

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artístico no dejará de ejercer sobre el autor dramático, de la potencia estilizado-
ra de la música sobre el espectáculo, de las modificaciones que sería necesario
introducir en la construcción de la escena y de la sala. Me resulta imposible ha-
cerla aquí, pero puede ser que el lector haya encontrado en mi deseo estético
alguna cosa que él ya tenía presente, y en ese caso, le será fácil continuar por
sí mismo este trabajo.

Adolphe ApPIA, «Comment réfonner notre mise e scene» (escrito en 1902), en La Re-
vue, 1 de junio de 1904, pp. 342-349. Reproducido en A. ApPIA, Oeuvres complé-
tes, ed. de M. L. Bablet-Hahn, Bonstetten, L'Age d'Hom, 1986, vol. n, pp. 347-352.

Adolphe Appia (1862-1928), creador escénico suizo. Partiendo de la ópera wag-


neriana, Appia elaboró un modelo de puesta en escena basado en la articulación del sue-
lo y la iluminación eléctrica que tendría enormes repercusiones en la obra de escenógrafos
y directores escénicos de la primera mitad de siglo. Su colaboración con Jaques-Dalcro-
ze le llevó a complementar sus estudios sobre escenografía e iluminación con su interés
por el cuerpo dinámico del actor.
Nacido en Ginebra, hijo del doctor Louis Appia, estudió música en Ginebra, París,
Leipzig y Dresde, asistiendo regularmente a espectáculos teatrales y operísticos. Dos mon-
tajes le produjeron una fuerte impresión: Fausto, de Goethe, puesto en escena en Leip-
zig por atto Devrient, y El anillo del Nibelungo, que contempló en la ópera de la corte de
Dresde. Se decidió entonces a diseñar la puesta en escena completa de El anillo del Ni-
belungo, que realizó en Glérolles entre 1891 y 1892. Fue éste el proyecto que Appia presen-
tó a la viuda de Wagner, y que fue rechazado. Su fracaso en Bayreuth le llevó a publicar
La puesta en escena del drama wagneriano (1894), obra en la que justifica teóricamente su
proyecto escénico para El anillo del Nibelungo. En su segunda obra, Música y puesta en es-
cena (1899), argumenta contra la incompatibilidad de la iluminación y la pintura como
elementos para la construcción del espacio escénico y propone un modelo de obra de arte
total orgánica, recurriendo a la filosofía de Taine, Schopenhauer y Hegel. Entre tanto,
Appia había continuado elaborando diseños para otras óperas: Tristán e Isolda, Parsifal.
La primera oportunidad para poner en práctica sus ideas le llegó en 1902, cuando la con-
desa Martine de Béarn le ofreció su teatro privado en París. Appia presentó en 1903 es-
cenas de Carmen, de Bizet, y del Manfred, de Byron, con música de Robert Schumann.
Decisivo para Appia fue su encuentro con Jaques-Dalcroze en 1906. Dalcroze había de-
sarrollado un sistema de gimnasia rítmica que enseñó en el Conservatorio de París en-
tre 1904 y 1909 y que entusiasmó a Appia. El diseño de los denominados espacios rít-
micos tiene mucho que ver con ello. Cuando Dalcroze fundó su Instituto en Hellerau,
Appia se unió a él y juntos pusieron en escena diversas obras, entre ellas: Orfeo y Euri-
dice, de Gluck (1912), y El anuncio hecho a María, de Claudel (1914). Poco an tes de co-
menzar la guerra, Appia ocupó junto con Dalcroze un puesto destacado en la Exposición
Internacional de Teatro en Zurich, dance conoció a E. Gordon Craig. El conflicto béli-
co impidió la continuidad del trabajo, que sólo se reanudó después del traslado del Ins-
tituto a Ginebra: Appia montó allí en 1920 un ballet-pantomima del propio Dalcroze,
Eco y Narciso. En 1921 apareció su último libro teórico, La obra de arte viviente (1921),
donde vuelve sobre la idea de arte total, pero con una especial atención al protagonis-

63
mo de! cuerpo humano. También en esta obra plantea la idea del «socialismo estético»,
que tiene que ver con e! interés de Appia por el resurgir de los «Festspie!e» suizos, es-
pectáculos de masas que combinaban coros, cortejos, danza y pantomimas. En 1923 se
presentó en la Scala de Milán su puesta en escena de Tristán e [solda, de Wagner, y al año
siguiente e! teatro municipal de Basilea le ofreció montar El anillo del Nibelungo, proyecto
que sólo fue realizado parcialmente por un discípulo suyo, Oskar Wae!terlin, quien es-
trenó El oro del Rhin (1924) y La Walquiria (1925) utilizando escenografías de Appia. Sin
embargo, la principal aportación de Appia son sus proyectos utópicos, los espacios rít-
micos, y sus reflexiones teóricas sobre la obra de arte total, que él denominó viviente,
por tener que configurarse orgánicamente a partir de la realidad primaria del cuerpo del
actor.

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