12/4/2018 A dos siglos de su nacimiento, comenzamos a entender a Nariño - Antonio Nariño, 1765-1823

Antonio Nariño, 1765-1823 Buscar en este sitio

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A dos siglos de su nacimiento, comenzamos a entender a Nariño

Discurso del doctor Alberto Lleras Camargo (1906-1990), ex-presidente de Colombia (1945-1946; 1958-1962), pronunciado en el Teatro Colón en Bogotá dentro de
los actos programados en 1965 por la Academia Colombiana de Historia para recordar al Precursor Antonio Nariño en el Bicentenario de su nacimiento. Luminosa semblanza
del prócer santafereño, de la pluma de uno de los intelectuales colombianos más destacados del siglo XX.

Comienza la lenta y compleja negociación que entrega al rebelde

en manos del Virrey y que, otra vez torticeramente, lo envía a la cárcel.
Se le pide que confiese y confiesa. Pero, ¿son ciertas esas confesiones
sobre el apoyo británico, sobre la simpatía francesa, sobre las armas y
los barcos participando en la revolución de independencia? Todo ello
tiene la apariencia de una picardía audacísima del aventurero. En todo
caso, los nombres que da o son de curas viejos, invulnerables por su
Orden y su senectud, o de personas a quienes no confesó sus
designios y que por lo tanto no son culpables.

El Virrey lo acosa pero activa la demora en cuanto a su parte del

compromiso. Nariño se queja, se indigna, se somete, se humilla. Y
pasan los años entre rejas desde 1797 hasta 1803 engañado,
desengañado y vuelto a engañar. Se está consumiendo de fiebre y de
revolución, de ira y de impotencia. El pecho se le desgarra.

Es un moribundo a quien no se atreven a matar —como después a

Señoras y Señores: Ricaurte— aquel a quien se excarcela para enviarlo con libertad vigilada
a Montes, fundo de la Sabana. A su contacto, Anteo revive. Pero las
tribulaciones por las cuales han pasado su inteligencia y su sensibilidad
no podrán menos de dejar una huella —mejor, una cicatriz— en su vida
y otra en la historia de Colombia.
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Con tanta generosidad como imprudencia quiso la Academia
Colombiana de Historia que yo llevase su voz para honrar la memoria
del Precursor en el segundo centenario de su nacimiento. Quiero
aseguraros que no fue la vanidad la que me movió a aceptar el
desmedido encargo. De un lado, la exigencia de la Academia a la cual
pertenezco y tanto debo en honores inmerecidos y, de otro, la
petición de uno de los más ilustres descendientes de Antonio Nariño,
a quien nada puedo negar, me llevaron a adquirir tan arduo
compromiso que tal vez en otras épocas no hubiera sido tan dificil.
Pero ocurre que en las últimas décadas el conocimiento de la historia
nacional ha tomado rumbos certeros y sus estudios son ahora tan
rigurosos que se descubre —aún más pronto— la audaz y errátil
mano del aficionado, en oposición a la experticia y sabiduría de los
auténticos historiadores.
Miembros de esta Academia nos están entregando, o
devolviendo, territorios vastísimos del patrimonio nacional
sumergido, náufrago de la indolencia, el descuido, la hirsuta pasión,
la crueldad de nuestra vida política y, por sobre todo, de la fría
insensibilidad de nuestra gente por lo que hicieron sus antepasados.
Entre muchos otros, el tratamiento dado al caso de Nariño es un
ejemplo de rehabilitación tardía, pero espléndida. Trozos enteros de
su existencia lancinante, totalmente desconocidos, fueron
restaurados. Con mano cariñosa recientes biógrafos han devuelto
calurosa humanidad al prócer y, en algunos episodios contenciosos,
aun la honra al gran perseguido.
Si la Academia doctísima tuvo alguna razón para designarme en
esta misión que a otros correspondía de derecho, no se me alcanza
cuál pudo ser. Pero me doy cuenta de que involuntariamente produjo
el inevitable contraste entre la vida del más desventurado de los
mandatarios de la Patria y la tan injustamente afortunada de
cualessquiera otros del tiempo presente. Tal vez el haber aceptado
esta comisión con torpe prisa lleva, recóndito, el escrúpulo de
quienes hemos aprovechado, con muy pocos padecimientos, la
destilación amarga de las acciones del más grande varón de dolores
de Colombia, su adivinador y su profeta.
Así, sin pensarlo mucho, atraído por la seducción que sigue
ejerciendo Nariño sobre aquel que pasa cerca de la trémula estela de
sus insucesos y su gloria, me atrevo a hablar de él ante quienes mejor
lo conocen y lo aman y quisieran, como yo, que cada uno de los hijos
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El renacimiento y la caída
Los días prodigiosos que siguen, bajo el sol sabanero, parecen
haber vuelto a don Antonio a su etapa de mercader de la Carrera de
Indias. La aparición milagrosa del cura de Turmequé, el padre Mesa, tío
de Magdalena, que será de ahora en adelante el protector y el mejor
amigo de Nariño, hace pensar que todo se arregla para que cuando
llegue el gran momento «El Precursor» alcance a verlo.
Vuelve a conocer la comida a manteles, el vino, la amistad y aún,
dentro de cierta pobreza rural, la abundancia; y la admiración y el
afecto de las gentes. Tiene de nuevo mujer, hijos, caballos, perros, un
puesto bajo el sol y sobre la verde llanura.
Y otra vez esa novela de Stendhal, de Balzac o de Hugo que es la
existencia de Nariño comienza a crujir bajo los pies del héroe. Sorel,
cuya vida toda es "una larga preparación para la desgracia", o Fabricio
del Dongo, o Valjean, son entes menos inverosímiles y novelescos que
Antonio Nariño y Alvarez, el aventurero involuntario.
Ahora, porque en Quito estalla la tensión que hace saltar la piel de
América cuando la vastísima monarquía continental absoluta se queda
súbitamente sin cabeza y ésta, además, se ha deshonrado, Nariño debe
ser puesto a buen recaudo. Tiemblan los virreyes, los oidores, la
chapetonería de aquí y de ultramar; y solo se calma cuando se le
ajustan a Nariño otro par de grillos sobre las antiguas huellas de su
tormento.
Solo hay un consuelo en la rutina atroz del cautiverio: Va Antonio
Nariño Ortega con él; el hijo que ya no lo abandonará sino por sus
órdenes en el Ejido de Pasto. Ese adolescente compartirá su fuga, su
captura, su hedionda primera prisión; y luego mendigará para él en
Cartagena, cuando en Bocachica comienzan otra vez la agonía y el
hambre y la desnudez del castigado por su potencia de alborotador. No
olvidará el caballero a nadie que le ayude, así sea con una limosna; y
Enrique Somoyar pasa a la historia cuando firma con su nombre Nariño
las catilinarias contra Morillo.
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de la república, que salió desarmada y vacilante de su cabeza, lo
conociera y amara de igual modo.
Cómo conocí a Nariño
Mi infancia se desenvolvió sobre uno de los pocos teatros de
guerra en que Nariño no fue alcanzado por la fatalidad. En las
vecindades de San Victorino, la Alameda, Puente Aranda, Paiba —
donde fue la quinta de mi abuelo y su Colegio del Espíritu Santo—
corrió mi niñez, y por eso solía bordear el triángulo irregular de viejas
casas santafereñas, desconchadas y oscuras, en uno de cuyos
vértices, hacia el poniente, se levantaba la estatua del Precursor,
dramática y achaparrada, sobre su mezquino pedestal, en el supuesto
momento de entregarse al coro de pastusos enardecidos. Pasando
cada día al lado del hombrecillo que abría su levitón de bronce para
mostrar el pecho en un gesto de orgullosa desesperación fui —más
por curiosidad que por disciplina escolar— ahondando en la
legendaria biografía del prócer, y de allí surgió un sentimiento de
enardecida admiración, de adolorida piedad por su larguísimo sufrir y
hasta de exaltado regionalismo por el bogotano epónimo.  Allí nace el periodista, en la pueril «La Bagatela», que es la media
Años después, conversaciones morosas en Santa Ana con Tomás
Rueda Vargas y la lectura de sus diáfanos relatos históricos hicieron
atemperar esas pasiones juveniles. Buen baquiano, don Tomás, para
penetrar en el espíritu contradictorio del Precursor. Había, sin duda,
una especie de afinidad telúrica entre ellos. Ambos fueron
campesinos y sabaneros honorarios. A ninguno de los dos les
acomodaba bien la aldea, pequeñita y paupérrima en los días de
Nariño, gigantesca y descuadernada en los de Rueda. Y con ojos
sardónicos de labriegos examinaron ambos el contraste entre la
ruindad del ámbito físico y la ostentación de funcionarios españoles o
patriotas, sus tratamientos de nobleza, su protocolo y pedantería. A
don Tomás nada le costó esa actitud; a Nariño, buena parte de sus
desgracias que, encadenándose unas en otras, nacen en un incidente
ceremonial con el Oidor Mosquera, siendo don Antonio Alcalde de
segundo voto.
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El paso de Don Antonio Villavicencio, el enviado real que
desencadenará accidentalmente la conmoción del 20 de julio de 1810,
hace que el infortunio se arrope en sarcasmo. De no haber obtenido
para él la excarcelación, el gran suceso de Santafé lo habría tomado en
su calabozo y tal vez el pueblo lo hubiera sacado en hombros como al
canónigo Rosillo, tarde o temprano. Pero nadie se acuerda de Nariño,
libre y miserable, viviendo en su refugio al pie de La Popa de limosnas y
terca decisión de perdurar.
Después irá subiendo el río y llegará a su ciudad, casi sin que
nadie lo reconozca. Mientras echan a vuelo a cada rato las campanas,
queman cohetes, corren los chisperos y da sus primeros vagidos la
libertad, Nariño reclama que se le indemnice y acepta una posición
insignificante para cualquiera otro menos para él: Es uno de los dos
Secretarios del Congreso que va a organizar el Estado de
Cundinamarca.
«18 Brumario»
A Nariño no puede menospreciársele, y solo intentarlo es un error
gravísimo. A los pocos días, el Secretario del Congreso ya tiene
Presidente, nadie menos que su tío Manuel Alvarez; tiene amigos, tiene
seguidores y se va tornando en el más grande poder de la nueva patria.
lengua de la libertad; torpemente escrita, maliciosa, cruel; pero, sobre
todo, inflamada por la desesperación de ver que la Nueva Granada va
hacia el abismo, la anarquía y el caos, principalmente por ñoñería.
No ha de haber duda de que si la «Patria Boba» fue así bautizada,
es porque así la llamaba Nariño. El ve todo ese federalismo de ópera
cómica, toda esa ceremonia republicana, esa grandeza romana de
cartón, y la invencible ineficacia de los patriotas estrenando República.
Los azota con su sarcasmo, los injuria, los hostiliza; y, por último,
planea el «18 Brumario» que le ha de entregar el poder auténtico,
centralizado, y la dictadura de emergencia para defender a la juvenil
nación de la reconquista inminente.
Los zarpazos de «La Bagatela» caen sobre curas y españoles, sobre
funcionarios y militares federalistas, sobre el Congreso; y contra todos
aquellos que no ven como él que la libertad no es una fiesta sino una
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Santafé y la Sabana
Santafé, mientras vivió Nariño, fue apenas un pueblecito rodeado
por los cerros y sus quebradas de aguas transparentes, edificado con
materiales humildísimos y groseros, de muros de barro, techos
apoyados en troncos retorcidos, puertas de madera desvencijada o de
cuero templado, ventanucos desconfiados mirando al cielo gris y a los
montes adustos, azotado por los vientos del Páramo de Cruzverde y
habitado por seres enruanados y melancólicos. Aquí no hay, sino por
excepción, piedras como las quiteñas, ni templos espléndidos, ni
fasto limeño. En vano, en tal escenario propone el Virrey Ezpeleta a su
sucesor que se apliquen las reglas soberbias del ceremonial limeño
para enaltecer el decoro del cargo; y, en vano, Mendinueta advertirá al
suyo que no hay tal palacio virreinal que merezca ese nombre ni ha
habido modo de mejorar la condición y apariencia del vicario del
monarca en esta corte aldeana y empobrecida.
El Precursor no la pasará tan mal porque su cuna y su infancia
estarán enmarcadas por la casa de la Calle de la Carrera, propia para
el descendiente de funcionarios chapetones, y después adquirirá la de
la plazuela de San Francisco en donde, sobre la quina y el cacao de
las bodegas del primer piso, podrá montar un remedo de salón, un
proyecto de logia y una biblioteca, a la manera de los palacios
aristocráticos de la incandescente Europa del siglo XVIII.
Pero no es eso lo que echa de menos en sus innumerables
prisiones y trabajos. Aherrojado en San Agustin, en Santa Marta, en
Cartagena, en La Habana, en Pasto, en El Callao, en Cádiz, no sueña
apesadumbrado con sus muebles, sus libros, sus cuadros, sus
tapices, arrebatados por el fanatismo y la perfidia, sino con su mujer,
sus hijos y su Sabana. Desde allí ve los arrayanes, los barbechos de
tierra renegrida, los matorrales, las acequias, los caminos tortuosos
que labra y apisona el pie desnudo de los indios.
En carta desde Gibraltar en 1820, después de huir de ominosa
libertad gaditana, cuenta a su amigo Caicedo y Flórez la atropellada
marcha hacia la seguridad en la clara noche andaluza y dice cómo la
pasó "en éxtasis" con las visiones de su alta, plana, mínima patria
andina, y cómo se sentía viajando por Sesquilé o de cacería en
Tibabuyes.
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larguísima batalla todavía no empezada. A las peroraciones clásicas
que fluyen del Congreso transhumante —en Bogotá, en Ibagué, en
Leyva, en Tunja— replica con certero realismo, con una lógica
elemental de orejón sabanero. Va aprendiendo a escribir Don Antonio,
pero ya nunca abandonará su estilo antipático y socarrón que le ha
dado el poder, con esa hoja insignificante que tiene 116 suscriptores y
nunca tiró más de 420 ejemplares cada semana, el día de mercado.
Pero con la cual está creando una conciencia entre los jóvenes militares
y civiles que lograrán salvarse del Terror de 1816 y después serán los
enemigos cerrados del federalismo, en Cúcuta, aunque todavía militen
en sus filas y en sus ejércitos.
El poder, al fin
Sobrevendrán días de dificultades y también de gloria en el
ejercicio del poder supremo y con las primeras experiencias militares.
Pero ya no estará Magdalena Ortega de Nariño a su lado. Ella es la
única mujer en la vida del Precursor, que parece absorbido por la
pasión política, dominado por la 'libido imperandi' y minado por la
dureza de las prisiones y trabajos. Ninguna otra revuela alrededor del
eterno exiliado, del buen mozo de salón, del vencedor de Bogotá y de
Calibío. Ese rumor de faldas y ese olor de perfumes que anuncia el
paso del Libertador está ausente cuando se trata de Nariño. Tal vez
alguna pasión intelectual y fría intentó reproducir para él las delicias de
Coppet, los arrebatos de Constant o los encantos de Madame de
Chatelet para Voltaire, según se vislumbra de las 'Cartas del filósofo a
su amiga' en «La Bagatela». Pero, ¿quién en esa Santafé y aún en toda la
Nueva Granada, podía ser la Calipso que entretuviera a este Ulises,
lejos de su Itaca y su Penélope silenciosa? En la 'Carta' dice de su amiga
imaginaria que "… quien ha tenido la fortuna de oir a tu lado los
encantos de tu voz, y ese manejo inimitable de los asuntos más serios
tratados con la mano firme de las Gracias, no puede menos que
admirarte y que… quererte. "¿Es la declaración pública y oculta del
tímido amoroso? Y ¿dirigido a quién?, como no sea a una de dos reales
hembras: a la valerosa Manuela Sanz de Santamaría de Manrique,
esposa de uno de sus fiadores; o a su hija, organizadoras las dos de la
«Tertulia del Buen Gusto». Nada, sin embargo, sustancia la hipótesis.
El organizador
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Así también en parte se explica el vertiginoso regreso, por tantos
modos inexplicable, de 1796, atraído físicamente por la tierra y su
gente, ante el durísimo dilema de la entrega o la guerrilla. Hombre de
a caballo —a veces de mula— reventando terrones en la Sabana,
prendido a los cerros, Nariño, como conspirador nato, no fue, al decir
de Rueda Vargas, sabanero de altura sino de cabotaje, pero porfiado
navegante de su planicie nativa. Y al paso por una granja de Bretaña
en su primer destierro, huyendo de la mano pesada del rey español,
no olvidó recoger, para regalarle a la Sabana, las semillas de trébol,
que los orejones bautizaron 'carretón' y que poblaron la llanura de
hojas agoreras, impotentes, sin embargo, para detener el implacable
sino del fabuloso sembrador.
El Nariño último
Pero, ¿quién es Nariño Alvarez hoy? Mucho de lo que hasta hace
poco sabíamos cándidamente de él, está amenazado. En nuestro
tiempo se buscan interpretaciones dogmáticas del curso histórico y
en ellas los hombres apenas flotan un momento sobre las corrientes
submarinas e inconscientes de pueblos dominados por el
determinismo de la lucha entre castas y clases económicas.
En la novísima transfiguración, Nariño aparece como el único
revolucionario; y contra él confabulada la oligarquía terrateniente,
rapaz, altanera y dispuesta a entregar su cabeza en el patíbulo para
preservar sus intereses. En esa dialéctica se suele dar fenomenal
importancia al traidor de su clase, al que la representa pero la
entrega. Ese es el héroe. No en balde tales concepciones —como
todas las hebreas, monolíticas y cósmicas— son el producto de
burgueses frustrados que soñaban con el aniquilamiento de la clase
burguesa. He aquí, pues, al pobre Nariño con otro cargo más de
traidor, esta vez a su clase y a su gente, levantado por los últimos
panegiristas después de dos siglos. ¿Es eso realmente cierto?
El Precursor
No. No lo parece. La sabiduría del pueblo lo bautizó hace mucho
como «El Precursor» y ese concepto se acomoda mejor a su
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Comienza la prodigiosa tarea, ya asaltado el poder, para crear la
resistencia en una república que se disuelve antes de organizarse.
Moviliza todas las fuerzas que va encontrando, aún las más
inverosímiles. Ante todo su actividad, sus conocimientos, sus
experiencias de campesino, militarizado ahora, su realismo de
comerciante, su palabra de demagogo y sus escritos, que están sobre
la ciudad como el tábano socrático sobre el noble caballo para picarlo y
mantenerlo despierto. Y acude a la fe religiosa, inclusive y
principalmente a la superstición del pueblo santafereño: pasea las
imágenes sagradas, propaga leyendas, recurre a lo misterioso y a la
fábula. Pero también desata el miedo a la horca, al descuartizamiento,
a las ejecuciones cuando regresen los españoles.
La ciudad se va prendiendo con su entusiasmo. Los primeros
encuentros de una guerra civil, que trata de evitar aún a costa de su
dignidad y con enorme arrojo personal, son desfavorables e inciertos. Y
cuando viene el sitio a la capital, saca sus cañones que Mercedes
Neriño Ortega ha ensayado con mano grácil. Son los cañones que no
abandonará sino cuando reposen, clavados, en el Páramo de Tacines.
La victoria aplastante del 9 de enero es el momento que escoge
para hacer la mayor demostración de generosidad, de perdón, de
unidad republicana, de amnistía. Y ahí mismo comienza a formar los
dos cuerpos de ejército: el que el Congreso le ha ordenado entregar a
Bolívar con los mejores oficiales granadinos --entre ellos Antonio
Ricaurte, Atanasio Girardot y Ortega y los París-- que irán a la
fulgurante Campaña de Venezuela y a la «Guerra a Muerte»; y el del
Sur, que él mismo habrá de comandar.
Cundinamarca, antes de la partida, declara solemnemente la
independencia y también "se deja de reyes". Nariño planta el 'Arbol de
la Libertad' en la Plaza de Santafé, hace cantar «Te Deum» y promueve
fiestas, procesiones, rogativas y toros. Ese hombre que recorre a
caballo en uniforme de general las calles de la capital de una Provincia
que, a pesar de la victoria del 9 de enero, no ha logrado dominar la
arrogancia del Congreso, otra vez sesionando en Tunja, no parece
seguro y feliz.
Pero no nació Antonio Nariño para la felicidad. Y recibe en esos
días noticias de Rodríguez Torices, desde Cartagena, en que le cuenta
que Gregorio Nariño, el hijo enviado a Inglaterra desde 1804, ha sido
apresado cerca de Mompox como agente contra-revolucionario y espía
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formidable destino de inquietud, de dolor, de incomprensión
obstinada.
En 'Carta a una dama su amiga', publicada en «La Bagatela», hay
un grito de desaliento. Dice que está cansado de machacar en hierro
frío y que a los oídos de sus compatriotas se les sale la pólvora, como
a los cañones viejos. "En el momento de recibir una impresión —
agrega— se exaltan, se acaloran, y ya los crees penetrados hasta las
médulas de los huesos; pero a los cinco minutos todo ese fuego se ha
disipado y, como de la buena pólvora, no quedan ni vestigios".
¿Cómo han de entenderle ni de seguirle fácilmente, si es el que
debe dar las voces en la oscuridad para el alba de mañana? En todo
campo esa es su tarea. Aún luciendo la apariencia normal de señorito
santafereño, amigo de virreyes y virreinas que premian con larga
mano su ingenio y su hospitalidad en este monte adusto y lejanísimo,
comienza a inquietarse con grandes operaciones de negocios,
comercio e industrias que cambien la corrugada corteza de
burocrática indolencia y den paso en el Reino a una existencia
diferente y activa.
El recuerdo de Galán
A los diecisiete años el enfermizo adolescente presencia, tal vez
vistiendo la coraza de los aristócratas criollos movilizados contra la
revuelta comunera, la ejecución y el atroz descuartizamiento de
Galán. Pero no sabemos si este recuerdo le sirvió de lastre o de
acicate.
Sin embargo, a poco define su ruta, la más fácil hacia el poder,
que nadie perturba y ante la cual los propios funcionarios
peninsulares se inclinan, así esté en manos criollas. Se hace mercader
en grande. Asegurada la Tesorería de Diezmos por favor virreinal,
cuyos fondos tradicionalmente se han empleado como en la banca de
hogaño los depósitos de la clientela, Nariño negocia en cacao, en
quinas, en añil, en azúcar; y las ramas de su casa mercantil llegan
hasta Europa o a Jamaica, adondequiera que sea lícito comprar o
vender para el Nuevo Reino granadino.
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enviado por la Gobernación de Cuba. No es, sin embargo, un espía
cualquiera. Como su padre, con convicciones inamovibles, pero
antagónicas, le ha pedido permiso a los españoles para venir a
convencer a Nariño de sus errores. Gregorio, desdeñoso de la grandeza
del padre, realista y aristocrático, erguido ante quien va a dar la batalla
decisiva por la libertad de su patria, debió ser uno de los más intensos
dolores del maltratadísimo Precursor.
Pero no hay mucho tiempo qué perder; y con Antonio Nariño
Ortega, jefe de la improvisada caballería, Don Antonio se aleja de
Gregorio, respondiendo a los vítores de un pueblo que parece adorarlo
y al que le han dolido más sus grillos y prisiones que a este vástago de
Magdalena Ortega, la auténtica precursora en el martirio de Colombia.
El militar Nariño
En la breve expedición que culmina otra vez en la cárcel apenas
seguiremos a Nariño fugazmente para observar su conducta de militar
cuando ya su nombre comienza a inspirar miedo y a ganar, por sí solo,
las batallas. Así, en Palacé. El concepto estratégico de la Campaña
parece clarísimo. De haberse logrado el primer objetivo —Pasto, la
elusiva ciudad ante la cual habrían de estrellarse Valdés, Sucre, el
mismo Bolívar, los mejores soldados de la República— Nariño habría
entrado en Quito sobre la sublevación entusiasta de todas las
Provincias del Sur. Tácticamente no es mejor ni peor que cualquiera de
los oficiales de su tiempo. Las batallas de esa época son cuestión de
suerte, principalmente, y la del Precursor ya la conocemos.
Pero donde se ve la personalidad militar de Nariño es como
conductor de sus tropas, como el animador de esos hombres bisoños y
asustadizos, como el empresario de la libertad armada. Es el general
cristiano y fuerte en Calibío, cuando «El Mosco» Rodríguez, oficial que
viene de las milicias de Baraya, corta la cabeza del coronel Asín, muerto
de un balazo, y —dice Espinosa— comienza a perorar y en su
embriaguez se la ofrece a Nariño, creyendo hacerle un obsequio. No
vuelve simplemente, como César en la rada de Alejandría el rostro ante
la desgajada cabeza de Pompeyo, sino que reprocha al oficial su
conducta, indigna de un hombre civilizado. Ahí deja sembrada la
semilla de su infortunio: El coronel José Ignacio Rodríguez, en el
campamento de Tacines con el ejército que ha debido reforzar y salvar
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Prospera a ojos vista. Compra tierras, buenas tierras sabaneras
en el Valle de Sopó, con su hermano; y emprende arreglos en su casa
que llena de insignificantes refinamientos, que ya deberían parecer
lujos. Y con la riqueza, el mayor ocio y la necesidad de alimentar a los
contertulios en las larguísimas veladas santafereñas, apenas hendidas
por los campanazos de San Francisco y La Tercera, o las lechuzas de
La Veracruz, se le va abriendo al joven Nariño un portentoso mundo
casi inverosímil por su movilidad y sacudido ahora mismo por
tremendos derrumbes, ante la audacia de novísimas concepciones.
Se asoma así a Montesquieu, a Voltaire, a Rousseau, a la
«Enciclopedia», con el temblor de una primera pasión y el escándalo
de una virginidad hecha pedazos. Concibe a Franklin "arrebatándole
el rayo a los cielos y el cetro a los tiranos", como ornamento para su
estudio y motivo de pasmo para sus amigos. El frío sudor que corre
por su rostro y su cuerpo con persistente morbilidad, aumenta
cuandoquiera que en esas lecturas un dogma se raja, una cosa
inaudita se dice, una impensable se piensa.
A su lado la esposa doña Magdalena Ortega, mujer fuerte y
sencilla, se sienta e hila, como en los epitafios romanos, sin entender
las tribulaciones del joven comerciante que trata inútilmente de
adaptar ese mundo torrencial, ese 'Sturm und Drang', a su pueblo, su
Sabana, su aldea, su patria.
Solo el amanecer le devolverá la calma. Saldrá a caballo, con sus
zamarros de cuero de león, los estribos moriscos, riendas y jáquimas
enchapadas con estoperoles argentados y espuelas de acero plateado,
por la Sabana envuelta en su niebla, fría, suave, bajo el paso
castellano de los cascos herrados, y toda la tempestad y el
desasosiego se despejarán hasta el próximo cajón de Europa con más
libros y papeles.
¿Pero está pensando en destruir su clase? No. Quiere elevarla al
poder; hasta donde dejen los españoles, o contra ellos. Piensa en el
grupo de amigos, que hoy llamaríamos la 'oligarquía criolla',
consolidado alrededor del Cabildo, donde siempre se guardaron los
fueros en España, para defenderse, si ha lugar, de la Real Audiencia,
burocrática y española; del funcionarismo suspicaz, del regalismo
absorbente, de la deshonestidad rampante.
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a su jefe, a la primera noticia de lo que ocurre en el Ejido de Pasto clava
los cañones y ordena la retirada.
Pero Nariño es, como militar, el impulso, la fe, la improvisación; y,
si a ratos el genio, siempre el infortunio. En esta Campaña se ciernen
sobre los expedicionarios todos los augurios que hubieran hecho
devolverse a cualquier general romano. Los ríos se desbordan; la
langosta pasa por sobre los campos asolándolos y oscureciéndolos; el
granizo cubre de blanco el páramo inhóspite. Pero allá van los
soldaditos de Nariño detrás del jefe y de la nueva bandera, invitados
por él "a comer pan fresco a Pasto". La mejor proclama: comparable a
la de Napoleón cuando ofrece a sus tropas el pillaje de Italia. Lo
defienden cuando cae su caballo muerto; lo siguen cuando comete la
locura de atacar las alturas de Tacines. Se van muchos detrás de él y
ven, desde las faldas de la montaña, el espectáculo medieval de la
procesión por la plaza, con cirios y paños de luto, llevando a Santiago
de Compostela, entre cantos y clamores, mientras las tropas de
Aymerich se retiran vencidas. Y luego el salvaje asalto de los pastusos:
el desorden, la retirada, la traición; y Nariño, destruido otra vez por su
destino implacable, escondiéndose en la montaña de Lagartijas, solo,
hasta que se entrega.
¿Es más militar que Bolívar, tantas veces vencido y a quien Camilo
Torres llamara 'general desgraciado'? Si se gana esa batalla decisiva, en
la cual no combatió a tropas enemigas sino a paisanos fanáticos y a la
invencible imagen del santo español, ¿no habría sido igual que Sucre?
Pero estaba escrito que «El Precursor» no debía ser más que eso. Y era
bastante para su gloria y para su sufrimiento.
Las prisiones finales
Resulta inverosímil cómo escapa de las turbas de Pasto,
embriagadas con su victoria, enardecidas con sus rezos, su aguardiente
y su realismo. Si se hubiera precipitado al balcón a ofrecerse, como la
leyenda nos lo ha presentado, lo hubieran arrastrado por las calles;
pero pronuncia el que debió ser su mejor discurso para despertar en
esos fieros combatientes del Ejido la magnanimidad, la grandeza, la
caridad con el jefe vencido. Y luego dice quién es. Un gran silencio
reinaba ya sobre la plaza helada cuando Nariño se identifica; y los
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12/4/2018 A dos siglos de su nacimiento, comenzamos a entender a Nariño - Antonio Nariño, 1765-1823
El sabe que no hay mucho más fuera de ese limitadísimo grupo y
que es tan pequeño que no podrá conducir, ni aquí ni en otros reinos
americanos, una revuelta y crear un gobierno perdurable. Pero
pretende ensancharlo. Y sobre sus amigos riega, en las tertulias, la
duda sistemática y, entre gracejos y donaires, les insinúa un mundo
nuevo. Parpadean los ojos de los señores de Novillero, brillan los de
los estudiantes del Rosario, disimulan su sorpresa los de los
funcionarios del Cabildo. Pero se desinteresan, otra vez, los
mercaderes y agricultores santafereños.
Nariño va seleccionando a los más audaces y a los que no tienen
mucho que perder como el aventurero Rieux, francés, medio médico,
medio filósofo. Poco a poco, quedan de un lado en la tertulia los
jugadores de cartas, las señoras, los bebedores de chocolate; y pasan
al «Santuario» los mejores. A esa especie de logia masónica, con
todos los secretos, los juramentos, las convenciones de un juego de
muchachos pero ejecutado por varones maduros que van por los
treinta años con la angustia de que nada ha pasado que valga la pena
en todo ese tiempo.
Cae el alborotador
Cuando como un rayo vienen las delaciones de los cobardes y el
desbarajuste del grupo, Nariño, el traductor —y con él, el benemérito
y cándido Espinosa de los Monteros, el impresor— de «Los Derechos
del Hombre», atrincherado en su amistad al más alto nivel, en la
fortaleza financiera que dan los Diezmos del Arzobispado, en la
certidumbre de que herirlo a él es imposible porque encarna la
grandeza y la inteligencia americanas, espera confiado.
Pero sobre él se cierne un ave de presa. Es el oidor Joaquin de
Mosquera y Figueroa, de ojos exaltados y negrísimos, de labios
delgados como tajados por una cuchillada, que odia al próspero
mercader de la Carrera de las Indias por su facundia y su ostentación.
Mosquera es tan criollo y tan español como Nariño pero solo piensa
en su Rey y en la fabulosa estirpe peninsular de su familia que ha de
venir de un Rey godo, de varios Duques, de los Condes de Niebla, de
Guzmán el Bueno.
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pastusos, si no lo quieren, lo respetan. Es su victoria más grande:
mayor aún que la del Congreso de 1823.
Pero no lo fusilan allí como a Cayzedo y a Macaulay. Otra vez los
grillos se ciñen a los pies del gran aventurero. Por dos veces, Montes
ordena desde Quito que se le ejecute; y Aymerich vacila. ¡Cuánto dolor
se hubiera ahorrado al Precursor si la orden se cumple!
En cambio, comienza el penosísimo viaje en que rodea a su
América desde Guayaquil y El Callao, pasando por el Cabo de Hornos, y
de allí a Cádiz. En la celda estrecha, a la cual llega el rumor del mar
golpeando contra las murallas invictas, es seguro que el prisionero
sigue todos los episodios sangrientos de la reconquista. La cabeza de
Torres, el Justo pero su adversario, ha caído. Y la de Caldas. Se
desgrana la pequeña oligarquía, bañada de púrpura; la que habría
podido, con su inteligencia y su valor, salvar la Primera República.
Nariño había anticipado este desastre. En sus discursos y en sus
escritos anunció la venida del cadalso y pidió que se ahorrara a la
nación un sacrificio estéril en el altar de una concepción irrealizable.
Pero Nariño entiende, admira y llora a esos mártires que fueron sus
amigos. Y probablemente envidia el abrupto final que ahorra
padecimientos y humillaciones e inicia el ascenso a la gloria
republicana, purificando al mártir de escoria y de lucha.
No sabe aún cuánto más habrá de sufrir. Decimos brevemente su
prisión, porque en las prisiones nada ocurre. Pero qué horrendos,
largos días, uno tras otro; y los meses; y la primavera sin sentido; y el
estío insoportable; y el viento invernal quejándose por sobre los
murallones de La Carraca. Un día se sabe, por las vías ocultas que los
prisioneros establecen con su prodigiosa paciencia, que Miranda --el
otro Precursor-- ha muerto allí mismo. Pero Nariño tiene que seguir
esperando: enfermo, viejo, encadenado y en apariencia vencido.
1820. Riego, en vez de ir a América a acabar la obra siniestra de la
pacificación, se insurrecciona. Un viento de libertad sopla sobre
España, y Nariño sale de la prisión. La censura de prensa ha cedido.
Comienza a escribir las «Cartas de Enrique Somoyar», que relatan los
padecimientos de América y denuncian el «Terror» del Conde de
Cartagena. Pero, como siempre, va muy lejos. Y cuando sabe que va a
ser preso otra vez, huye a Gibraltar.
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12/4/2018 A dos siglos de su nacimiento, comenzamos a entender a Nariño - Antonio Nariño, 1765-1823
No es, pues, la lucha de criollos con españoles; o, al menos, no
es eso solamente. Es, como lo sabíamos hace tiempo, que ha pasado
sobre América la tremenda ráfaga de la revolución igualitaria y ella
fecunda a quienes tienen el espíritu más libre para recibir el mensaje.
Es que se está pensando en crear un mundo americano nuevo, a
semejanza del angloamericano, en la región equinoccial; y Nariño
entiende esa posibilidad, cuando Mosquera la detesta.
Nariño, por eso, es «El Precursor»; y el año 94 —eco retardado
del magnicida 93— es el momento supremo en que los primeros
criollos concibieron lo inconcebible. En el Proceso está dicho que
importunado Nariño, en aquellos días de inquietud y borrascas
internas, por un vendedor que le ofrece una tela "Como para el Rey",
distraído y malhumorado le replica: "¡Déjese vuesamerced de reyes!".
Esa frase persigue a Nariño en adelante más que «Los Derechos del
Hombre», más que los diezmos y los libros franceses que los golillas
no entienden, hasta la mañana triunfal de 1813 en que los
cundinamarqueses, al fin, se dejan de reyes.
La ordalía sin fin
Ya entrado Nariño a la primera prisión, ¡qué interminable ordalía!
Lo primero porque la salud, siempre débil y frágil, se aniquila y ya
nunca la recuperará el Precursor. La confianza rota, quebrantada su fe
en la buena suerte que hasta ahora no lo desamparó jamás, Nariño
vacila un momento ante los golpes de Mosquera, y se derrumba.
De allí en adelante, sus momentos de incertidumbre, sus fallas
hondísimas, sus debilidades incomprensibles están ligadas no a una
salud que flaquea sino a una enfermedad que no desaparece.
Centenares de veces se referirá a las fiebres en los calabozos, en el
Páramo de Tacines, en Pasto, en los caminos socorranos, en las
confesiones en San Agustin. Y, sin embargo, sus adversarios lo
juzgan como si fuera vigoroso y sano para inculparle que no hubiera
resistido más, que no hubiera callado cuando se le exigían
delaciones, que no hubiera sido de piedra y de hierro en vez de de
carne martirizada, temblorosa e hirviente.
De la primera prisión no sale sólo como mártir, sino como
deudor fallido. Nadie le menciona el supuesto abuso de la Tesorería
https://sites.google.com/site/anarino1765/textos/19650409
Rosario de Cúcuta
Como un fantasma —'un revenant', dice Rueda Vargas; 'un
portento', dice él mismo— aparece Nariño en Rosario de Cúcuta en
1821, nombrado como Vicepresidente Interino por Bolívar para instalar
el Congreso Constituyente de Colombia. Está hinchado, cojea y sus
ojos, acostumbrados a la oscuridad de las celdas, apenas ven en esta
agresiva luz tropical. Lo que a la Villa del Rosario ha llegado no es sino
una ruina. Y además es, políticamente, una ruina prehistórica. La
historia son ahora los oficiales del Ejército Libertador, los abogados
jóvenes, la República.
Nariño ha estudiado la Constitución que ésta debería tener en la
prisión gaditana; ha confrontado sus conceptos con Benjamin Constant
en Paris, con Zea en Londres; y trae en sus maletas apuntes, esbozos,
trozos de papel amarillentos como los que suelen manejar los
ancianos, con manos temblorosas. Los ofrece a la Asamblea
Constituyente. Esta no entiende sino que después de haber sido, contra
todos, el campeón del gobierno fuerte y centralizado de una gran
nación que cubriría todo el Nuevo Reino de Granada, ahora Nariño es
federalista.
En realidad, la lógica de Nariño es buena todavía; pero
imperceptible para esos guerreros apresurados y para esos abogados
rigurosos. En 1810 el federalismo de las provincias era una insensatez
y, peor aún, una cosa ridícula. Pero ahora se trata de una inmensa
nación que Bolívar ha ido forjando con la diversa suerte de sus armas; y
esa nación no se puede manejar, por nadie, desde un solo centro si se
pretende conservarla unida. Pero Nariño es como el viejo maestro que
chochea ante el coro impaciente de los alumnos. No se le entienden
sus ideas. Y él mismo, con un desprecio que solo el orgullo de la obra
precursora puede dar, le envía al Congreso pedazos de sus propuestas
anticipando que solo si son aceptadas se tomará el trabajo de
concluirlas.
Viene luego el incidente con D'Evereux, en que al más casto de
nuestros próceres se le pretende inventar una aventura senil con una
vieja pedigüeña que reclama, detrás de los ejércitos libertadores y de
los primeros Congresos, una pensión como viuda de un soldado de
fortuna que acompañó, sin pena ni gloria, a los ejércitos del Orinoco a
Apure.
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de Diezmos porque ese delito simplemente no existió, como lo
prueban los propios fiscales al replicarle que no debió imprimir «Los
Derechos del Hombre» para venderlos puesto que tenía la Tesorería
de Diezmos si necesitaba dinero.
El hecho que lo deshonra, como comerciante y ciudadano, es ser
deudor fallido y que tengan que lastar sus fiadores. En las Leyes de
Indias y en nuestras propias Constituciones esa es objeción infamante
para el ejercicio de puestos públicos. Pero, como la mayor parte de
los cargos contra Nariño, este es también monstruosamente injusto
porque no es deudor fallido voluntario y doloso, sino por causa del
remate acelerado de sus bienes y los de su esposa y por la sevicia con
que se le impidió, no solo entonces sino años después, restablecer
sus negocios como lo pedían los propios fiadores.
¿Y por qué se procede así con él? ¿Por qué se ciega la pasión
contra Nariño cuando a todos los comprometidos les llega amnistía,
perdón real, rehabilitación; y aún cargos, inclusive, a Rieux? Menos,
eso sí, a su defensor José Antonio Ricaurte, cuyo malicioso escrito es
el más vigoroso panfleto liberal de su tiempo y debió sacudir de ira a
fiscales y oidores como conmovió, ciertamente, a la Corte de la
Península con irritación incontenible. A ese Ricaurte se le asesina
judicialmente con una frialdad que aterra, calculando sus
enfermedades, agravándoselas hasta producir la ejecución en 1809,
sin dictarla, en la cárcel cartagenera. Otro tanto ocurre al impresor
Espinosa. Pero, aparte de ellos, es a Nariño a quien se quiere humillar
y envilecer. Muchos años después se buscará que confiese, que
reniegue, que acuse a sus amigos, para mostrarlos como un
chisgarabís ante quienes lo admiraron y siguieron.
Es que Nariño, entre todos, es el más peligroso; y España lo sabe.
Está el monarca ante el típico aventurero del siglo XVIII: el carbonario,
el conspirador, el perturbador insomne de la paz tiránica, el
afrancesado cuando España lucha contra Francia, el partidario de los
ingleses cuando España combate contra Inglaterra, el supuesto
hereje; o, para resumirlo, el hombre que ha conocido de cualquier
modo el acre sabor de la libertad y ya no se calmará hasta que la
beba a grandes sorbos.
Son Miranda, Nariño, Pedro Fermin de Vargas y centenares de
seres extraños, en viajes misteriosos por el Viejo Mundo o llenando
las cárceles, hasta que algún día culmine su sueño sin ellos y sin que
https://sites.google.com/site/anarino1765/textos/19650409
¿Por qué, otra vez, esa crueldad con Nariño? ¿Quiénes promueven
los debates del Congreso sobre este asunto, y más tarde tratan de
impedir que Nariño sea electo Vicepresidente en propiedad y, por
último, Senador de Colombia? Son los jóvenes abogados de la nueva
patria. Es que recuerdan al Nariño que salió de otra prisión después del
20 de julio y abandonado, olvidado, llegó a ser, de Secretario del
Congreso, el Jefe del Estado y el Dictador de Cundinamarca. Todavía a
Nariño se le teme. Su fama de alborotador permanente ha pasado,
intacta, a la República naciente que quiere orden, disciplina y gobierno
poderoso: es decir, lo que pedía Nariño en 1812. Las armas innobles y
afiladísimas que se utilizaron contra él no son sino un testimonio más
de cómo se le temía.
Ultimos infortunios
Todavía, antes de morir, Nariño tendría ocasión de erguirse contra
la iniquidad que le ha perseguido, sin tregua. Se pretende que no
puede ser Senador en el Congreso de 1823 porque es deudor fallido de
los Diezmos del Arzobispado y de quienes lo lastaron. Se pretende que
se entregó voluntariamente al enemigo, en Pasto. Se pretende que ha
estado ausente del nuevo territorio, por su gusto, en los últimos años.
Allí el anciano se ofusca. Su tremendo Discurso de Defensa, es un
exabrupto. Nariño, el Padre de la Patria, «El Precursor», defendiéndose
de esos tres cargos lanzados por jóvenes demagogos y atacando con la
agresividad de los días de «La Bagatela» es un espectáculo de vitalidad
que admira, pero que no seduce.
No. No queremos ver a Nariño así. Lanzando, como sus
acusadores, especies irresponsables e infundadas con una vehemencia
de enfermo en una hórrida explosión de amargura.
No. No queremos recordar las horas lamentables de «Los Toros de
Fucha», aún a sabiendas de que el anciano enfermo está notificando a
sus adversarios mezquinos de que podrá todavía dar muchos zarpazos;
y, algunos, mortales.
En ese mismo Senado, en austero y despectivo silencio o
limitándose a recordar, con su sola presencia, los servicios a la Patria
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nadie se acuerde de sus méritos y sufrimientos. Esos, los precursores;
ese su sino.
A todos se les acusará de delitos horrendos o de pequeñas
infamias; y la historia tendrá no solo que sacarlos del olvido y del
lodo sino que purificarlos de deshonra para que brille, prístina, su
gloria.
Nariño, conspirador
La primera prodigiosa aventura termina —¿Hay algo que termine,
en Nariño?— o, mejor, se desenvuelve en la fuga de Cádiz, el viaje a
Madrid y la huida a Francia. Dos meses emplea en recorrer tribunales,
examinar algunas de las nuevas leyes y la Constitución francesa, pero
sobre todo la historia de la revolución. Claro, sigue la rutina de los
precursores: intentos de hablar con los poderosos, entusiasmos por
las caritativas banalidades caídas desde los escalones del trono o de
las asambleas, rechazos a las propuestas de cambiar un imperialismo
español por uno británico, enredos con negociantes que sueñan con
el fabuloso mundo americano: el Perú, el Potosí, las esmeraldas, el
oro.
Y luego, decepcionado del apoyo exterior pero más honda aún su
convicción, regresa al Nuevo Reino por Venezuela. A poco lo vemos, o
lo ven los Mendozas santafereños, cabalgando cerca de San Gil en
una mula pequeña, de ruana blanca, bota fuerte y sombrero quiteño
de jipa. ¿Qué hace allí? Está pensando levantar a los pueblos con
tácticas guerrilleras sorprendentemente similares a las de hoy, a las
que emplearán muy pronto aragoneses y navarros, castellanos y
andaluces contra el ejército de la ocupación napoleónica. Con
contrabandistas y corsarios antillanos, como un tal Pedrote, para traer
armas; con las cuadrillas de Palo Gordo, socorranos temibles ("gentes
viciosas y fáciles de ganar") se podría caer sobre los pueblos en días
de mercado, persuadir a los campesinos con su envolvente elocuencia
y empujarlos a la revolución. Es un desesperado.
Pero entre casas curales, haciendas de amigos, cuevas de
bandidos, trota en su mulilla «El Precursor», echándose al coleto
algún aguardiente bravío. A hurtadillas visita Santafé, saltando por las
bardas de los solares, besa a Magdalena y a los hijos y se echa otra
https://sites.google.com/site/anarino1765/textos/19650409
que ahora se desconocen, Nariño hubiera sido espléndido.
Es cierto que cuando termina su alegato y su acusación y su voz,
que ha subido a los extremos mejores de la elocuencia, se apaga, los
representantes de la nueva nación, conmovidos y confundidos, le
tributan una ovación inolvidable. Pero es simplemente que lo han
recordado; y no habría sido preciso que él mismo les dijera quién fue
«El Precursor» de Colombia y cuántos sufrimientos ha pasado por esa
patria juvenil que finge ignorarlos.
¡Oh Padre de la Adversidad! Hasta esa horrenda prueba no le ha
sido ahorrada. ¿Por qué? Porque fue «El Precursor» por excelencia; y el
verdadero precursor, que vive antes de su tiempo, no puede
impunemente vivir después de que él ha pasado. Nariño pagó con
prisiones, destierros, confiscaciones, enfermedades, desastres, el haber
anunciado el advenimiento de Colombia; y la infinita perfidia de su
castigo político fue haberle prolongado la vida para que viera su idea
ejecutada por otras manos.
Su muerte
Su muerte fue admirable. Era para lo único que había venido
preparándose en el aislamiento, en la víspera de las batallas, con los
progresos constantes de la enfermedad. No teme morir. Va como a una
fiesta, como a una ceremonia, como a una función religiosa. Va
valerosamente, porque Nariño no ha conocido el miedo a cosa alguna.
Se pone una cita con la muerte en Villa de Leyva, ciudad antigua,
rodeada de montañas cárdenas, de buen sol, y en donde el espectáculo
será íntimo y sencillo. Y la cumple, reloj en mano.
Tomás Rueda dijo con exactitud que Bolívar era, en nuestra
Historia, la Independencia; Santander, la República; Nariño, la Patria.
Eliminemos hipotéticamente a cualquiera de los tres fundadores:
Eliminemos a Bolívar, y no habría habido Independencia; eliminemos a
Santander y, aún con Independencia, no habríamos tenido República;
Nariño ni aún en hipótesis puede eliminarse porque es la Patria antes
de serlo: la intuición de la Patria, la profecía de la Patria.
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vez al campo, hacia la subversión. Va a levantar un ejército de

desarrapados, gente que no pedirá nada, sobria y sufrida, descalza y
resuelta. Las rentas del Rey, sobre las cuales caerá Nariño, van a
pagar la empresa. No hace sino dos siglos que vino al mundo Antonio Nariño. Y
apenas comenzamos a entenderlo. Es porque todavía la nación que
soñó, entre sus libros y en sus prisiones, sigue formándose. No es
Pero Magdalena, que suspira hondo y calla, llorando sobre sus sorprendente que todavía no practique bien la gratitud para con quien
grandísimas miserias, sus infinitas humillaciones y aún su predijo su nacimiento y su curso histórico.
mendicidad, hace retroceder al conspirador en su aventura. Además,
por de a caballo que sea, Nariño es un enfermo y bajo el estrellado
cielo de los Andes tiembla de fiebres y ahogo. Deja a Magdalena que
recurra en su angustia al arzobispo. Alberto Lleras Camargo

Fuente:
Vejarano, Jorge Ricardo
Nariño
Biblioteca Colombiana de Cultura
Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1978.
Prólogo, xi-xxvii.

Ernesto Wilson Caicedo Bogotá, COLOMBIA

Universidad Javeriana, Bogotá, 1974; Georgetown University, Washington DC, 1997 Comentarios / inquietudes a: ernestowilson@gmail.com

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