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“Se puede distinguir en el bien y mal moral dos aspectos que, aunque
inseparables, son formalmente diversos. El primero, por el cual un acto es
conforme o disconforme con el último fin y de donde se deriva inmediatamente
el que sea honesto o deshonesto, conveniente o no con nuestra perfección, aun
prescindiendo de toda ley… Pero en el acto moral hay, además, un segundo
aspecto, por el cual se nos manifiesta mandato, prohibido y permitido por la ley
divina eterna… La ordenación final condiciona y fundamenta el mandato
divino… Ambos aspectos del bien y del mal moral, dimanados del último fin
impuesto por Dios al hombre como ley, están sintéticamente expresados en la
definición de ley eterna de San Agustín: “Razón divina o Voluntad de Dios
(primer elemento) que manda conservar el orden natural (segundo elemento)
y prohíbe quebrantarlo”.[15]
El hombre está ordenado por naturaleza a Dios, pero esa ordenación puede
realizarse de diversos modos; es decir, podría haber sido colocado por Dios
en un orden puramente natural, o también ser elevado a un orden
sobrenatural. De hecho, en la actual economía de salvación, el fin último del
hombre -de todo hombre- es la visión beatífica de Dios. Por tanto, la
regulación de sus actos en orden a alcanzar ese fin sobrenatural es postulado
primario de la ley divina.
La necesaria inserción del hombre en Cristo -Camino, Verdad y Vida, (Jn
14:6)- para orientarse y alcanzar dicho fin sobrenatural, no comporta un
cambio en la naturaleza de la estructura de la moralidad, sino una elevación
de la misma. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.
Aunque existan dos ciencias morales, la ética y la teología moral, no existen
dos modalidades prácticas yuxtapuestas e igualmente subsistentes, pues todo
comportamiento humano, plenamente moral, ha de estar ordenado -al menos
radicalmente- al fin sobrenatural.
El verdadero sentido de la existencia humana se realiza en tender hacia Dios
mediante los actos humanos, que se constituyen en morales
precisamente por su referencia al fin último.
La ley moral encauza este proceder del hombre en su tendencia hacia Dios,
mostrando el camino e impulsando a recorrerlo, es decir, ilustrando el
entendimiento y fortaleciendo la voluntad. La ley así entendida es una
potenciación, no una cortapisa del desarrollo de la persona humana. Con
profundo sentido teológico se ha podido definir la ley como el itinerario o el
pedagogo de la felicidad.
El hombre no está determinado físicamente hacia su fin, está tan sólo obligado
moralmente. La ley moral no suprime la libertad, sino que la presupone
y la potencia en cuanto que la dirige -obligándola-, a su plena realización, a
su máxima felicidad.
El hombre, por ser creatura, no se da a sí mismo el ser y, por tanto, ni el fin ni
la ordenación al fin; por consiguiente, tampoco su norma moral: todo ello lo
recibe continuamente de la acción creadora y conservadora de Dios. Dios lo
graba en la entraña más profunda del ser y lo impone con el rigor de la
absoluta dependencia de la creatura respecto del Creador.
la ley divina es común a todos los hombres, sin embargo, es algo personal en
cuanto que su ordenación a Dios es personal e irrepetible. El hombre debe
considerar a través de su conciencia cómo esa conducta regulada por la ley es
adecuada para su ser personal. Por esto la formación de la conciencia es
un factor muy importante en el comportamiento del hombre: sin crear la
ley, la descubre y la aplica a su actuar personal. La conciencia descubre las
formas de actuación y advierte además que aquello es bueno para mí. La
conciencia actúa como regla próxima de mi obligación, pero esa
obligatoriedad no proviene de mi juicio, sino del conocimiento que tengo de
que ese actuar es obligante, lo mismo que la obligatoriedad de la ley humana
proviene de la divina, aunque la formulación y promulgación sea fruto de la
deliberación humana.
En la formación de la conciencia intervienen radicalmente las disposiciones
morales: la voluntad y la afectividad rectificadas, llevan a una autenticidad
que trata de cumplir la perfección del propio ser, sabiendo que el acto es tanto
más libre, en cuanto más está en conformidad con la ley divina.