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Dalmaroni, Miguel. Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró.

Escritores
argentinos y Estado. Rosario: Beatriz Viterbo, 2006. 241 p.

Los escritores estatales

Sergio G. Colautti
Río Tercero, Córdoba
scolautti@atanor.com.ar

En Una república de las letras, un trabajo que se deja atravesar por la solidez de
la investigación y la frescura de la opinión crítica, Miguel Dalmaroni delimita y dilucida
un período bisagra de la evolución de la literatura nacional, aquel que va desde 1880 a
1910, tramo en el que la escritura se vincula de un modo singular con las políticas de un
Estado ya poderoso y organizado.
El recorrido por los textos de Lugones, Payró y Rojas da cuenta de esa relación
especial, que coloca a los intelectuales como colaboradores de un Estado que necesitaba
un capital simbólico —el que generosamente aportan esos escritores— para su proyecto
político, educativo y cultural.
Dalmaroni logra dejar en claro, desde su operación crítica sin concesiones, que
la producción antecedente (Sarmiento, Hernández), fecundada al calor vehemente de un
romanticismo envuelto en la violencia de la guerra civil, y la producción posterior
(Quiroga, Güiraldes, Borges...) en la que ya aparece un lenguaje literario rioplatense,
ponen en evidencia la mediocridad de los textos publicados al calor de un Estado que
amparaba y guiaba a los escritores. Desde las tesis de Pierre Bourdieu sobre el "campo
intelectual", Dalmaroni logra con soltura y sin exhibicionismo teórico, analizar las
carencias de los escritores frente a un mercado aún inexistente y un Estado fuerte y
omnipresente. En Lugones cifra la idea saintsimoniana del intelectual que protege a los
gobernantes superando la noción antigua del intelectual protegido por el poder. La
inversión, deja entender la pormenorizada evaluación de Dalmaroni, es insignificante
porque los resultados son los mismos.
Los itinerarios de Payró, la construcción de un espacio de legitimación para su
propia figura, le parecen a Dalmaroni entre patéticos y simpáticos; menos consideración
tiene con Rojas y su ególatra edificación de una palabra única y canónica al amparo de
los protectores gubernamentales y universitarios. Menos consideración tendrá para
Lugones, con quien su pluma, por cierto elegante y precisa, se convierte en cuchilla que
despedaza lo que queda -a esa altura del libro- del poeta cordobés. Allí las imputaciones
son certeras y contundentes cuando se refieren a la palabra "megafónica" de Lugones, a
su adhesión a los más desdeñables posicionamientos de la derecha política de esa época
(que incluyen su estentóreo apoyo al golpe del 30), a sus coqueteos con todo lo que
huela a poder, aún renegando de sus ideas socialistas juveniles. El embate de Dalmaroni
incluye al Lugones escritor que, si bien es cierto, tiene flancos débiles (como los que
profusamente cita Dalmaroni) en su escritura, pasajes que la tradición escolar acrítica
incorporó "políticamente" al canon, se eluden otras zonas de la poesía lugoniana, donde
aparece la verdadera dimensión del escritor, cuando la hojarasca, la rima mecánica y el
palabrerío hueca de sentido ceden ante trabajos más rescatables, aquellos que supo
elogiar uno de sus críticos más célebres y consecuentes, Jorge Luis Borges. Tras escribir
"El imperio jesuítico" por encargo e impulso del entonces ministro Joaquín V.
González, Lugones completa su proyecto con "El payador", que recoge sus conferencias
en el Odeón sobre el Martín Fierro, entre el 8 y el 24 de marzo de 1913. Allí expone su
conocida y amplificada idea de emparentar a Hércules con el gaucho de Hernández y
convertir en función política la serie que enlaza al héroe helénico con el pampeano.
La carga contra Lugones no admite descanso crítico. Dalmaroni traza el punto
final, la última puñalada del parricidio que Borges dejó inconcluso en "El hacedor" y
que Jitrik o Viñas, desde Contorno, prefirieron no sepultar. El crítico platense se afirma
en la contundencia de su argumentación aún a riesgo de la desmesura y apunta al
interior de la producción poética lugoniana (no sólo a su vocación estatal, no sólo a su
egolatría) para terminar desarticulando lo que de él parecía haber sobrevivido.
Cuando repasa la labor de Ricardo Rojas deja al descubierto cómo se construye,
o se intenta construir, una literatura funcional al poder, a un Estado que cuida y ampara,
y utiliza esa construcción para educar en el sentido más deleznable, como dominación y
manipulación. En el trabajo de Dalmaroni, Rojas es el ejemplo del profesor estatal.
Al cifrar en el período 1880-1910 la zona de la escritura estatal, de los escritores
al servicio y al amparo de un poder que diseñó una mirada controvertida pero
inconfundible sobre la política y la cultura nacional, Dalmaroni logra poner en
evidencia que ese vínculo afecta la calidad de la producción. Y lo hace desde la
minuciosa y lúcida investigación textual y contextual que emprende pero también desde
la visión comparativa: este periodo se diferencia del romanticismo sarmientista-
hernandiano, independiente por su vehemencia antiestatal, por su potencia
contracultural, pero también del brillante ciclo que madura desde los cuarenta (con
Quiroga, Bioy, Borges, Macedonio, Juanele...) que funda la mejor literatura nacional
también independiente (o en contra) de los moldes que venían de Lugones, Rojas,
Gálvez, Mallea...
Cuando el mercado fundado y sostenido por la industria cultural parece ser el
nuevo nombre de la dominación y la cooptación de la escritura, cuando reaparece el
signo de los "escritores estatales" ahora como "escritores de mercado" pero con similar
grado de dependencia, Dalmaroni decide traer al libro a Juan José Saer, el escritor más
importante del fin de siglo en la narrativa argentina para convertirlo en referencia de un
programa ejemplar en su concepción independiente, consecuente y lúcida en su
"adorniana" negatividad para aceptar los dictados de cualquier mercado.

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