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Coréuticas de la convivencia

Roberto Fratini
Conferencia inaugural para las Primeras Jornadas de Coreografía Política del Departamento de Filosofíía - UAB (La
Caldera les Corts, Barcelona 2018)

Nota: El siguiente escrito ha sido elaborado a partir de la transcripcioí n, amablemente realizada por la dra. Sara Goí mez, de la
conferencia que tuve el honor de poder impartir el Mayo pasado. Por razones de tiempo no pude entonces exponer en todas sus
partes mi argumentacioí n. Decidíí por ende anñ adir a la transcripcioí n de la conferencia real todas las informaciones y
especulaciones que me parecíían imprescindibles para ofrecer un cuadro suficientemente extenso (cuando no exhaustivo) de la
categoríía de fenoí menos que fue objeto de la presentacioí n. Al mismo tiempo, no quise modificar demasiado el tono relativamente
coloquial e informal de esa presentacioí n. El resultado es un texto bastante extenso, que me ha parecido correcto completar con
referencias muy sucintas a las fuentes utilizadas, sin pretender en lo maí s míínimo cumplir con los requisitos de un elaborado
acadeí mico. Mientras terminaba de poner orden en los materiales aquíí reunidos yo y muchos companñ eros del CSD recibimos con
mucho dolor la noticia de la muerte de Jordi Faà brega. Al amigo, al companñ ero, al coí mplice dedico, con infinita ternura, este
extranñ o viaje.

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En esta comunicacioí n se mencionaraí n y comentaraí n sucintamente algunos de los modelos o formatos
coreí uticos que en la danza de las uí ltimas deí cadas han encarnado, con o sin premeditacioí n (y en el
marco de agendas polííticas tanto conscientes como subliminales) otras tantas ensonñ aciones, profecíías,
alegoríías de lo comunitario. Precisamente por el hecho de que la agenda políítica subyacente en dichas
formalizaciones de la danza grupal no es siempre consciente (en algunos casos es claramente
subliminal), se trataraí tambieí n de ver en queí medida los mismos formatos coreí utico-comunitarios
consiguen ser eficazmente coreopolííticos (seguí n un marco conceptual al que se acogen estas jornadas)
y cuaí les factores culturales pueden impulsarnos a redimensionar, cuando no a poner radicalmente en
entredicho, la amplitud y eficacia de su prestacioí n políítica. Es de suponer que en esta cautela analíítica
anide, en resumidas cuentas, una duda maí s general sobre el real alcance teoreí tico e ideoloí gico de una
nocioí n actualmente tan aceptada (y a vario tíítulo “reconfortante”) como la de coreo-políítica. No es mi
intencioí n discutirla. Me conformareí con contribuir a la tarea, complicada y necesaria, de “des-obviarla”
y des-banalizarla: una hazanñ a que implica demostrar a queí cociente de banalizacioí n ideoloí gica (o peor,
de falsa conciencia y de disidencia inane) pueden exponerse proyectos incluso muy beneí volos de
convergencia directa entre praxis dancíística y accioí n políítica. Asumiendo el riesgo de aguar las fiestas a
esa “conciencia feliz” que viene siendo uno de los rasgos maí s cabalmente angelicales de las
vanguardias, he querido someter a un rastreo conceptuales tanto propuestas coreí uticas desarrolladas
desde la praxis independiente y minoritaria de la asíí llamada “danza de arte” (si se me perdona la
palabrota), como fenoí menos coreo-grupales maistream, surgidos espontaí nea o estrateí gicamente del
medio de la cultura popular, impulsados todos ellos, entre otros factores, por un trend de dimensiones
incalculables que llamaremos, a falta de mejor punteríía lexical, auto-estetizacioí n societaria: productos,
en suma, de una creciente porosidad, fomentada por la cosmovisioí n posmdoderna, entre la esfera
vivencial o privada, la esfera políítica o societaria y el campo - nebuloso, difuso e inflacionario - de la
creatividad o artisticidad: una tendencia del imaginario que podemos a vario tíítulo rastrear en las
praí cticas de creacioí n y edicioí n de la subjetividad (cuando no de auto-ficcioí n) facilitadas por los social
networks, en la creciente re-significacioí n esteí tica de las praí cticas deportivas (de la aeroí bica al Zumba al
Ballet-fitness), y en el reciente “giro performaí tico” de la idea de movilizacioí n (la nocioí n de “fiesta” o
“jornada” permite intuir de queí estoy hablando). El elenco podríía extenderse. Y desde luego que
tampoco las praí cticas independientes y minoritarias son del todo ajenas a este paradigma.
Si subrayo la amplitud de su aplicacioí n es porque la idea de “artisticidad” y el fastoso ajuar de
fantasmas que la acompanñ a, se han visto asignar con fuerza inaudita, en las uí ltimas deí cadas, un rol casi
exclusivo de mediacioí n precisamente entre los dos aí mbitos restantes, el puí blico y el privado: la accioí n
auto-creativa se ha convertido, en otros teí rminos, en la manera preferente, por no decir exclusiva, de
personarse el sujeto ííntimo en los fueros del debate políítico. Algunas las propuestas teoí ricas maí s
luí cidas sobre coreo-políítica (de Andreí Lepecki a Judith Butler) se han negociado, maí s o menos
acertadamente, en esta linde y en sus eventuales evaporaciones, para aconsejarlas o programarlas,
delegando casi invariablemente a las poeí ticas la gestioí n del diafragma micro-políítico entre espacio
puí blico y privado. Por eso mismo, tampoco he querido, al destacar el caraí cter poli-geneí tico de las
coreí uticas contemporaí neas (hijas algunas de la premeditacioí n poeí tica - que posee todos los rasgos de
un wishful thinking- otras de cierto automatismo consumista - que posee todos los rasgos de una
ensoñación -) olvidar que la contaminacioí n entre estos dos frentes de actuacioí n (una filtracioí n
progresiva de las praí cticas pop en los santuarios de la vanguardia y viceversa) ha sido y sigue siendo
uno de los fenoí menos maí s polííticamente elocuentes de los uí ltimos anñ os. Su principal beneficio
espiritual es habernos ensenñ ado que las ensonñ aciones son a veces muy programaí ticas; y que los
programas son a veces condenadamente onííricos.

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Dicho lo dicho, intentemos esbozar una especie de cataí logo de las coreuí ticas que visitaremos, y de las
“figuras de colectividad” que, por separado, esgrimen.
Hablareí de comunidades neo-tribales (en la cultura hip-hop, o en fenoí menos de marketing cultural
como el que concierne La Horde); de comunidades secretas o subliminales (en ciertos experimentos
coreí uticos contemporaí neos, como los Fernands de Odile Duboc); de comunidades aurales (en praí cticas
grupales como el flocking); de comunidades viscerales o de contacto (en el contact improvisation), de
comunidades exponenciales o de conflicto (en el Mosh Pit o en el Wall of Death de ciertos conciertos
punk), de comunidades de atención (en ciertas reinterpretaciones contemporaí nea del concepto de
sincronismo o uníísono) y de comunidades Sonrisas y Lágrimas (en la apoteosis empalagosa del
Flashmob y de otros formatos coreuí tico-festivos). Movernos por esos paisajes maí s o menos abyectos,
seleccionados seguí n una precisa acotacioí n cronoloí gica (son todos sucesivos al ’68), no nos ahorraraí
citar ocasionalmente las experiencias y formatos coreí uticos que han marcado la historia de la
modernidad antes de la epopeya contestataria, por una razoí n sencilla: las comunidades con las que
sonñ aron las generaciones de despueí s del ’68 son casi invariablemente una contrapartida poleí mica (y en
el peor de los casos un reflujo sintomaí tico) de los paradigmas opresivos, de las comunidades fracasadas
o denegadas, de las coreuí ticas “ingenerosas”, que esas generaciones imputaban, aborrecieí ndolas, a las
costumbres sociales y dancíísticas de las generaciones anteriores.

Puestos a empezar la casa por el tejado, vamos a esbozar aquíí un sucinto listado de rasgos comunes a
praí cticamente todas las categoríías coreí uticas que acabo de nombrar:
1) Todas ellas son, tomando prestado un concepto foucaultiano, heterotopías: representan en suma
otras tantas realizaciones concretas de una excepcioí n o alternativa consciente (en algunos casos
marginal) al status quo, que sin embargo, precisamente en virtud de la excepcionalidad y excedencia de
sus normas de funcionamiento, termina exponiendo y delatando - simplificaí ndolas - las reglas, los
paradigmas, las estructuras vigentes el propio status quo, es decir en la realidad que acepta incluirlas
soí lo al precio de programar su exclusioí n (el “parque temaí tico” con sus reglas del juego, con su
fenomenologíía tuneada, con su filosofíía festivo-regresiva, es un excelente ejemplo de “heterotopíía”: su
eí xito consiste en vendernos como risuenñ a excepcioí n al mundo invivible que vivimos una perfecta
alegoríía concreta de ese mismo mundo: Disneyworld es un resumen de la actualidad al desnudo). Por
mucho que las ensonñ aciones comunitarias aquíí representadas se presenten como excepciones o
praí cticas disidentes, subsiste el fuerte riesgo de que en lugar de ser utoí picas (o tal vez por querer serlo)
terminen siendo heterotoí picas: que proporcionen en suma un disfraz reconfortante, simplificado y
vivencial de las reglas vigentes en el sistema al que pretenden oponerse; o se conviertan en expresiones
muy vivenciales y directas de un consenso que consigue ser absoluto precisamente porque reposa sobre
una ilusioí n, un mito de disenso.
2) Todas ellas remiten a la hipoí tesis general de que la danza puede encarnar un mundo maí s justo; todas
remiten en suma a un extranñ o cortocircuito semaí ntico que ha cruzado por todo el siglo XX,
convirtieí ndose en un motivo insoslayable de la mitologíía de la danza moderna, y que consiste en
asociar espontaí neamente la danza (y su supuesta espontaneidad) a la idea de libertad y a la idea de
liberacioí n; seguí n el mismo reflejo semaí ntico condicionado, la danza es obviamente herede de todas las
promesas de felicidad y emancipacioí n formuladas o desatendidas por la historia planetaria; la
guardiana de los uí ltimos milenarismos (la aciaga alianza entre ideario New Age y poeí ticas de la danza
es, en muchos aspectos, sintomaí tica de esta incombustible forma mental).
3) Todas ellas tienden a funcionar paradigmáticamente: se asumen y presentan, con maí s o menos
premeditacioí n, como laboratorios en vivo, exempla de una norma general o de un nuevo orden de tipo
alternativo. Por un lado se publicitan como la vivencia directa de un colectivo de personas; por otro
pretenden, precisamente en fuerza de la auto-evidencia de su funcionamiento vivencial, encarnar un
modelo societario o comunitario potencialmente universal. No las entenderemos mientras no tengamos
en cuenta un modelo de cosmologíía - veladamente apostoí lico y evangeí lico - que apuesta por sustituir a
un sistema de reglas un ejemplo de vida, a una pregunta teoreí tica una respuesta pragmaí tica. Cristo fue
el primer artista de accioí n.
4) A raííz de esta ortodoxia vitalista, todas las coreí uticas en cuestioí n desafíían, desconvocan o
desatienden a vario tíítulo la idea de escritura, tanto en sentido literal (por aborrecer las virtudes
sumamente inhibidoras y destrempantes del comentario) como en sentido figurato (por aborrecer la
idea tradicional de coreografíía, al considerarla como una ingerencia indebida sobre la vitalidad del
cuerpo de los poderes amortizantes que la críítica posmoderna asocia a los actos de escritura); todas
desafíían cualquier idea de transcripcioí n; todas lidian de alguna manera con las retoí ricas (todavíía
condenadamente duncanianas) de la Improvisacioí n, incluso cuando no renuncian a planificarse y
programarse de forma detallada. Dicha planificacioí n iraí infaliblemente dirigida a garantir, como
veremos, una intacta sensacioí n de impromptu.
5) Todas resultan, de una forma maí s o menos paradoí jica, armónicas: aluden sustancialmente a la
posibilidad de reconstituir la unidad del colectivo en teí rminos estrictamente performativos, no ya a
partir de un imprinting exoí geno (como el ritmo musical o las instrucciones y deliberaciones de un
coreoí grafo); sino a partir de un cohesionante endoí geno, cuya naturaleza suele ser somaí tica. Se trata en
suma, casi siempre, de colectivos que exhiben una capacidad patente de auto-regulación (o en algunos
casos de auto-desregulación). Su metaí fora subyacente no deja de ser la nocioí n musical de “vibracioí n por
simpatíía”. Me atreveríía a decir que, si marcan una diferencia con respecto a las coreuí ticas tradicionales,
esta diferencia consiste fundamentalmente en haber remplazado una idea “meloí dica” de prestacioí n
colectiva con una idea “armoí nica”. Se trata en resumen de mantener a raya el espantajo ideoloí gico del
“cuerpo de baile”, herencia pesada del ballet tradicional y de mucha danza moderna, con tal de
desplegar un “baile de los cuerpos” emancipador y espontaí neamente cohesionado. Asíí pues, de un
colectivo “virtuosista” regulado por la melodíía musical y por el “esqueleto” ríítmico de esa melodíía (ver
el ballet claí sico como una especie de Totentanz generalizada es la miopíía favorita de la modernidad),
pasamos a colectivos cada vez maí s volcados en encarnar virtuosamente los aspectos armoí nicos de la
muí sica o en vehicular carnalmente un potencial de “concertacioí n” que atanñ e a la nocioí n misma de
pluralidad. Al prestigio del tiempo o tempo, que son prerrogativas musicales tradicionales (y que solíían
desplegar dispositivos lineales “indiferentes” al lugar en el que se inscribíían), responde una inaudita
sensibilidad por el espacio como res extensa y por los espacios como sede de materializacioí n de la
pluralidad real. Por la misma razoí n, y porque al ritmo es faí cil asociar valores de tipo militar, no hay
praí cticamente formato coreí utico de tipo pacifista o igualitario que no se acoja a una especie de
“aritmia” ideoloí gica; que no vislumbre la igualdad como producto de una pluralidad intensiva y, hasta
cierto punto, preterintencional.
6) Si el cuerpo de baile se teje por precisioí n, el baile de los cuerpos se texturiza por aproximacioí n: casi
todas las nuevas coreuí ticas cambian los criterios “textiles” y ortogonales de la composicioí n claí sica por
valores texturales de densidad, de concentración y de contacto, que priman, entre otras cosas, por la
promesa humanista que conllevan. Una interesante variante metafoí rica del mismo principio seríía la de
afirmar que, generalmente, los formatos coreí uticos inspirados en alguí n tipo de heterotopíía comunitaria
de los cuarenta uí ltimos anñ os, cambian la topografía del cuerpo de baile tradicional por una topología
del cuerpo colectivo (Fratini, 2012).
7) Al cultivar una fuerte confianza en la armoníía comunitaria como proceso abierto, por no decir work
in progress, casi todas las “coralidades” de nuevo cunñ o tienden a ser, a presentarse, o incluso a
disfrazarse, como sistemas emergentes: su regla del juego, su norma cineí tica, su estilo, su discrimen
formal o choregraphic intrigue (seguí n la expresioí n de Trisha Brown), atanñ en casi uí nicamente a la forma
especíífica que asume, en ellos, la emergencia de la sintoníía como valor acumulativo o coyuntural,
producto de la naturaleza o de la buena voluntad (o de la buena voluntad de la naturaleza). Las
metaí foras didaí cticas que alimentan su imaginario lo confirman: floracioí n, explosioí n, proliferacioí n,
contaminacioí n, contagio, epidemia. No es un caso que patrones climatoloí gicos o biomoí rficos de este
tipo fueran analizados ya en los anñ os 20 por Elias Canetti en el tentativo de elaborar algo asíí como una
taxonomíía del comportamiento cineí tico de las masas (Canetti, 1921).

3
En este punto se hace necesaria una pequenñ a digresioí n. Volvereí varias veces sobre las analogíías
insospechadas (ideoloí gicas y en algunos casos formales) entre las tipologíías coreí uticas tíípicas de la
posmodernidad y al amplio abanico de usos cineí ticos del colectivo (movilizaciones, manifestaciones,
ceremonias, Thingspielen, randonnées deportivas, etc.) en que los regíímenes totalitarios de la primera
mitad del siglo brindaron prestaciones siniestramente titaí nicas (Guilbert, 2000). Si es cierto que ambas
clases de ensonñ acioí n coreuí tica proponen una palingeí nesis general de las instancias comunitarias en
abierta poleí mica contra el modelo societario vigente, no es menos cierto que ambas cultivan una
imagen de colectividad muy graí ficamente influenciada por la nocioí n (fíísica y socioloí gica) de masa. La
paradoja de juntar en un uí nico alegato la nocioí n de comunidad y la de masa es tan evidente que explica
ella sola la enorme inversioí n de energíías poeí ticas y polííticas que se aplicoí , antes y despueí s del segundo
conflicto mundial, a reconciliar dos conceptos tan incompatibles. Quizaí s entender a queí tipo de
imaginario cultural se asocie la nocioí n de masa en los paisajes culturales de la primera y de la segunda
mitad del siglo ayudaraí a entender algunos caracteres destacados de las fenomenologíías coreuí ticas de
ambas eí pocas. Es sin duda parte del arsenal ideoloí gico del totalitarismo histoí rico atribuir a las masas -
concepto de cunñ o reciente a comienzos del siglo XX - un inaudito potencial de “agencia” políítica (el
programa de cualquier totalitarismo contiene infaliblemente la promesa de devolver a las masas el
supuesto protagonismo políítico que les fue arrebatado); al mismo tiempo, ninguna conspiracioí n
totalitaria ignora las ambivalencias de la masa: su climatologíía impredecible, su ingobernable caraí cter
timoí tico, su fuerza de impacto y capacidad destructiva; el espectro, en resumidas cuentas, de sus
espontaí neas derivas cineí ticas, de sus movilizaciones indebidas y letales. De aquíí que el programa
coreograí fico promovido por el reí gimen fuera de volver comunidad las masas regulaí ndolas en una festiva
simulacioí n de orden perfecto, de simetríías sublimes, de patrones compactamente geomeí tricos y
sincroníías oceaí nicas: enmendar el desorden que (al menos en el caso de la Alemania nazi) impedíía a las
masas dedicar su fuerza titaí nica a la constitucioí n unitaria de una Volksgemeinschaft o comunidad de
pueblo compacta.
Opuestamente, buena parte de las coreuí ticas surgidas a raííz del pensamiento disidente de la posguerra
pertenecen a un mundo ya ampliamente acostumbrado a desconfiar del comportamiento de masas (y
de la cultura inherente), precisamente porque, acogieí ndose a la visioí n de Durkheim, asocia tales
comportamiento y cultura a fenoí menos de conformismo extremo, obediencia, encasillamiento,
consenso. De aquíí que su programa coreograí fico apunte a volver comunidad la masa consensual
involucraí ndola o invitaí ndola a una simulacioí n - tambieí n festiva - de desorden fecundo, de asimetríías
terrenales, de patrones dispersivos y sincronismos aproximativos. Hacer en suma lo opuesto al
dictamen totalitario: enmendar precisamente el orden que impedíía a las masas convertir su movimiento
natural, su meteorologíía, su dinamismo impredecible en un nuevo factor de concordia universalis. La
diferencia entre las masas totalitarias de los 30 y los grooves contestatarios de los 60 no concierne ni el
“pacto con la inmanencia” (ambos comparten la idea de que la comunidad sea un advenimiento, y de que
su naturaleza sea incontrovertiblemente performativa), ni el pacto con la idea de “agencia colectiva”
(ambos comparten la idea de que el agente principal del porvenir y de la coreí utica que lo ilustra sea
siempre una “extensioí n continua de cuerpos” y no ya un “conjunto articulado de sujetos”). Concierne,
maí s bien, la nocioí n de “orden espontaí neo” que expresan los modelos de inmanencia invocados
respectivamente por la masa totalitaria y la masa contestataria: la primera es una masa cuya
espontaneidad desprende elevados valores de perfeccioí n porque la cuadradura entre inmanencia y
eternidad que propone se pretende absoluta y sin residuos: la manifestacioí n nazi no sirve para otra
cosa que para vehicular la sensacioí n de que, sincronizando sus partes, la masa estaí tambieí n
sincronizando su presente con la eternidad, el orden superior que es llamada a encarnar; la segunda es
una masa cuya espontaneidad desprende valores de imperfeccioí n porque renunciando al farol de la
eternidad atribuye un valor incontrovertiblemente constructivo y una autosuficiencia indiscutible al
momento presente. En el primer caso hablaremos de una masa fatal, cuya perfeccioí n es espontaí nea; en
el segundo de una masa casual, cuya espontaneidad es perfecta. Suprematismo kitsch versus
ecumenismo camp.
Ambas (tanto la organizacioí n marcial de la manifestacioí n nazi, como la desorganizacioí n pacifista de la
coreuí tica contestataria) confíían en la capacidad de un conjunto desordenado de alcanzar algo asíí como
un orden, una harmoníía impredecibles, autoí genos y a vario titulo “naturales”, y de vehicular, a traveí s de
este orden, un mensaje o exemplum especíífico. Todo es justamente entenderse sobre la nocioí n de
“orden natural”. Los totalitarismos se afirman sobre el trasfondo de una Weltansschaung ampliamente
vertebrada por conceptos “termodinaí micos”: la nocioí n de entropíía, que se ajustoí tan tempestivamente
en los anñ os 20 a las especulaciones sobre el comportamiento de masas, fue tambieí n la palabra clave de
un discurso muy general sobre disipacioí n, degeneracioí n, dispersioí n, peí rdida de energíía y amortizacioí n.
La nocioí n fíísica de entropíía pasoí insensiblemente de definir la posible muerte teí rmica del universo a
definir el posible fracaso histoí rico de civilizaciones, naciones, clases y razas. Y la obsesioí n psicoí tica del
reí gimen era imputar a los cruces y mestizajes raciales y culturales un poder veladamente cosmoloí gico
de disolucioí n. La extraordinaria “dureza” de los patrones coreí uticos adoptados por los organizadores
de las randonneí s del reí gimen eran por ende una manera graí fica de congelar la masa del pueblo en el
maí s acaí del desorden entroí pico, de la confusioí n, de la contaminacioí n y de la dispersioí n que los
ideoí logos del reí gimen asociaban tanto a las posibles derivas comportamentales de las masas
insurrectas como al eventual deterioro del genio bioloí gico de eí stas. La teoríía de la entropíía cualifica de
“ordenado” soí lo un sistema molar cuya configuracioí n esgrima simetríías suficientemente reconocibles y
relaciones suficientemente discretas como para que sea resulte altamente improbable que el sistema
mismo las produzca de forma aleatoria. Al mismo tiempo, la teoríía considera que soí lo este orden, fraí gil
e improbable, es productor de “informacioí n” (dicha informacioí n, en la coreuí tica totalitaria, es la
concordia milagrosamente espontaí nea de la masa sincronizada por su pacto con la eternidad y con la
pureza, siempre amenazado por los posibles agentes de confusioí n - judííos, bolcheviques y otras
naciones -). Opuestamente, la nocioí n de orden que se deja apreciar en las coreuí ticas posteriores
procede de climas culturales e imaginarios cientííficos que, ya a partir de los anñ os 60, se veíían
influenciados por la teoríía de la informacioí n. Dicha teoríía sigue afirmando que una configuracioí n
improbable del conjunto es productora de informacioí n pero, a diferencia de la teoríía de la entropíía,
niega que una configuracioí n altamente simeí trica sea maí s improbable o maí s informativa que cualquiera
de las configuraciones asimeí tricas o casuales que el sistema pueda producir si se le abandona a su caos
(antes de que el 68 lo cargara de cometidos ideoloí gicos, la elevada discrecioí n de los conjuntos de
movimiento o sonido creados por los procedimientos aleatorios de Cunningham y Cage brindoí la
ilustracioí n maí s coherente de este optimismo formal inherente al caos). En otras palabras, cualquier
desorden aparente puede considerarse como la emergencia espontaí nea de un orden que es
democraí tico, equivalente y ejemplar en todas sus posibles variantes. La informacioí n especííficamente
vehiculada por los conjuntos casual de las coreuí ticas contestatarias y poscontestatarias pasa a ser, por
ende, la de una harmoníía universal aleatoriamente producida por la libre aglutinacioí n de
subjetividades moleculares, emancipadas e interactuantes. Al estreí s simeí trico de la comunidad
termodinaí mica (con sus moles, bloques y chunks) sucede el asimeí trico relax de la comunidad
informaí tica (con sus bytes de subjetividad, flujos y grooves).

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A su vez, tanto las fluctuaciones de la nocioí n de orden como las valoraciones del potencial de prestacioí n
semaí ntica que se atribuya a la pluralidad en tanto agente performativo reflejan, a lo largo de todo el
siglo XX, una incansable negociacioí n con la idea de coro, o choros. El coro es uno de los enclaves
conceptuales maí s bienintencionadamente regresivos de la Modernidad: aquíí la danza se ha topado con
ambivalencias polííticas suficientemente elevadas como para cultivar la ciega conviccioí n de que su
cometido fuera garantir un uso virtuoso de principios y valores que la políítica del uí ltimo siglo estaba
empleando con finalidades acentuadamente abusivas. Aquíí comenzoí la aventura heterotoí pica de las
coreí uticas modernas y posmodernas.
La raííz griega de la palabra choros se vincula semaí nticamente tanto a nociones generales de espacio
(sobre todo de “espacio” como aquello que da cabida; de espacio como vacíío o hueco producido por el
desplazamiento de algo o alguien) como a nociones generales de danza. Choros designa la forma “activa”
del espacio como praí ctica deliberadamente colectiva: el gesto compartido de tematización efímera que
convierte en espacio dado en espacio habitado y, hasta cierto punto (sobre todo si se piensa en su
relacioí n geneí tica con las configuraciones circulares - veí ase Carruesco, 2014 -) el acto de separacioí n,
segregacioí n o en sentido estricto localización (transformacioí n de algo en lugar) que reafirma la
diferencia especíífica entre la sede comuí n (el mundus co-creado por los miembros de la comunidad) y
todo lo que queda fuera de esta sede (lo inmundus en todas sus formas). Acto de inclusioí n-que-excluye,
cíírculo de una comunidad cercada por mil amenazas de disolucioí n, el choros se constituye a la vez por
exclusioí n activa de los elementos ajeno (el bandido, el extranjero, el homo sacer de la violencia ritual) y
por no inclusioí n deliberada de todo lo que rodea su rodeo (la tierra como marco y líímite del mundo
construido, de la ciudad, del sistema de leyes).
De la coralidad asíí entendida, y de todo el ajuar ideoloí gico que la acompanñ aba ha habido en el siglo XX,
ya a partir de los anñ os 10, un revival incansable: no se exageraraí diciendo que el choros ha representado
con toda evidencia el principal correlativo cineí tico del repertorio de mitos que estaí en las raííces del
totalitarismo. Es maí s, si el mundo proto-nazi, entre todos, se adhirioí con especial ahíínco al “mito del
coro” fue no tan solo porque el mito cuadraba en general con el alucinatorio apego de la cultura
alemana de entonces a temas “griegos”, sino porque precisamente de la naturaleza praí ctica e
inmanente de la accioí n coral (y de todas las hazanñ as colectivas cuya justificacioí n reposara sobre el
carisma autoimpuesto del hacer - tambieí n la guerra -) dependíía la posibilidad de darle al revival de
temas griegos una persuasividad, una vitalidad pragmaí tica, un potencial de encarnación que no teníía
precedentes en ninguna versioí n previa de neoclasicismo (Nancy y Lacoue-Labarthe, 1992).
Por muy radical que haya sido la transvaloracioí n postotalitaria, la fenomenologíía coreí utica de los anñ os
60 (sobre el que volvereí en breve) no ha sido del todo ajena a algunos de los lugares retoí ricos que
habíían regido ese revival. Si el paradigma biopolíítico es la maí s longeva de entre las enfermedades
hereditarias que atraviesan encriptadamente la aventura ideoloí gica de la posguerra, y si el “teatro del
cuerpo” de los 60 es en parte el reflujo sintomaí tico de un enfoque corpoí reo, de un somato-centrismo
que habíía hallado en la Körperkultur proto-fascista su expresioí n maí s primitiva, es sobre todo porque las
costumbres performativas de los regíímenes de antanñ o han conseguido trasmitir con eí xito a la
posmodernidad una fuerte tendencia a desprestigiar la Bekenntnis (el conocimiento mediado, que
supedita la accioí n a un acto mental de seleccioí n) en pos de la Erkenntnis (la vivencia como
conocimiento de primera mano pragmaí ticamente infalible). Las cataí strofes del siglo no han conseguido
extinguir el vicio de considerar las praí cticas corales como formas privilegiadas de auto-pedagogíía
experiencial y experimental del colectivo; o formas exquisitas de un “aprender jugando” que, con el
visto bueno de la pedagogíía posmoderna, ha condicionado catastroí ficamente nuestras costumbres en
materia de formacioí n y concienciacioí n (Fratini, 2015b).

5
No puedo prometer, aquíí, ninguna historia de la coreí utica del siglo XX (porque el tiempo del que
disponemos y mis conocimientos la haríían bastante impracticable). Si se asume que las retoí ricas del
coro (o el mismíísimo hecho de que la coréutica se convirtiera en un apartado pedagoí gico independiente
ya con Laban) fueran hijas de una neurosis cultural, seraí en cambio uí til y necesario, llegados a este
punto, aislar el modelo que todas las ensonñ aciones comunitarias, modernas y posmodernas, tienden a
renegar o inhibir - el prototipo coreí utico que, resumidas cuentas, todas se resisten a desear -. Mapear la
estructura del coro como complejo cultural significa detectar la deuda genealoí gica de la que las
praí cticas coreí uticas del uí ltimo siglo piden con insistencia sospechosa independizarse. Me limito a
esbozar el tema: en muchos aspectos, el que la idea de comunidad insista tan histeí ricamente (sobre
todo en sus peores aplicaciones polííticas, allaí por los anñ os 20 y 30) en la somatizacioí n, cuando no en la
“racializacioí n” de su principio unificador, autoriza a considerarla una expresioí n maí s del poderoso sino
anti-genealoí gico que ha determinado el destino de la modernidad occidental. Me explico: entendida
como performance de reconstitucioí n de una identidad plural y vinculada a delirios de palingeí nesis, de
re-inicio de la historia, la comunidad ofrece en fondo el fuerte aliciente ideoloí gico de oponer a las
deudas y a los deberes propios de la genealogíía tradicional (procedencia, descendencia, tradicioí n) las
libertades de una “familia humana” presencial, electiva, autógena y basada en la accioí n. El caraí cter
evangeí lico o cristoloí gico de mucho comunitarianismo posmoderno (sobre el que volvereí ) lejos de
contradecir este cariz antigenealoí gico, lo confirma: a maí s de ser el primer artista de accioí n, Cristo fue
pionero absoluto en alegar mecanismo autoí geno de identificacioí n con un padre que no era su pariente
histoí rico y terrenal - al siglo Joseí , artesano carpintero - (Sloterdjik, 2014). Los parentescos electivos son
siempre maí s implacables que los heredados. Y pocos fenoí menos son tan peligrosos como las
reivindicaciones de inocencia.
El modelo a repudiar, el padre a matar ha sido con toda evidencia, a lo largo del siglo XX, la especíífica
“receta coral” del ballet claí sico, romaí ntico o posromaí ntico. Doy por sentado que todos tengaí is una
experiencia, maí s o menos intuitiva, del tipo de danza de conjunto que suelen desplegar los ballets. Me
limitareí aquíí a algunas observaciones.
Un cuerpo de baile de tipo tradicional puede considerarse una alegoríía o metaí fora societaria. Ahora
bien, el objeto de esta metaí fora es sin lugar a duda y de forma exclusiva la sociedad cortesana: por
mucho que el ballet esteí representando campesinos felices, pastores enamorados y aldeanos festosos, y
por mucho que cierta críítica se obstine en interpretar su fenomenologíía como una representacioí n del
pueblo; y por mucho que algunos adoren ver en la subalternidad esceí nica del cuerpo de baile una
metaí fora o un sííntoma de la subalternidad del colectivo en general, la verdad es que un ballet siempre y
soí lo representaraí las relaciones simboí licas y los valores dinaí micos que rigen el entramado de la
sociedad cortesana tal y como la describe Norbert Elias en sus prodigiosos ensayos sobre el origen de la
nocioí n de sociedad (Elias, 1969). Al modelo de “cohabitacioí n políítica” que halloí en la rutina cortesana
de Versalles su expresioí n maí s graí fica, remite praí cticamente todas las prerrogativas del movimiento
grupal en los ballets del repertorio: sincronismo, orden, exactitud, aplomb, levedad simulada,
frontalidad respetuosa y respeto absoluto de unos “rangos” lineales que reproducen el sutil equilibrio
jeraí rquico del estamento aristocraí tico de ancien régime. Podríía decirse que el aspecto maí s molesto,
para varias generaciones de motivadíísimos democratizadores de la forma danzada, sea el espííritu
indudablemente jeraí rquico del ballet.
Pero si lo miramos con atencioí n, el valor maí s insoslayable de esta receta grupal, - y el que con maí s
virulencia se ve subvertido en las choro-políticas modernas y posmodernas - es propiamente la
distancia: un cuerpo de baile soí lo funcionaraí si sabe perpetuar un preciso patroí n meí trico-lineal de
distancias objetivas entre los cuerpos. Todo el universo de la nobleza de ancien régime es anaí logamente
un entramado de suspensiones, distancias e interacciones distales cuya tensioí n y resiliencia cuelgan
literalmente de un hilo (porque su privilegio depende de baremos arbitrarios, que encubren violencias
muy antiguas). Si hay algo igualmente arbitrario en el cataí logo de destrezas ortogonales que permite a
este colectivo moverse conjuntamente, es porque cualquier intento de comparar o compatibilizar con la
realidad su tupido protocolo dromoloí gico - su etiqueta cortesana y teatral - resultaríía simplemente
ruinoso; Versalles mantiene su poderíío gracias a la haí bil concertacioí n compartida de un artificio
fundamental, que es al comportamiento natural de los cuerpos lo que el disenñ o de Le Brun para los
jardines de Versalles es al paisaje. La ficcionalidad, las simetríías anti-realistas, la gratuidad ornamental
son sus uí nicas garantíías de persistencia y perdurabilidad. De aquíí proceden tambieí n dos prerrogativas
irrenunciables e interdependientes del comportamiento colectivo de un cuerpo de baile tradicional: la
resiliencia y la isometríía.
[Pregunta del público: Qué significa isometría?]
En el caso que nos concierne significa que, por mucho que haya movimiento, algunas relaciones de
distancia no cambian; se reconstituyen, tienden a recuperarse o recompensarse todo el tiempo, como
un algoritmo. Si de pronto, del campo de las relaciones entre cuerpos trasladamos el paradigma
isomeí trico al campo de las relaciones dentro del cuerpo, nos acercaremos a los procedimientos
improvisacionales y composicionales de un coreoí grafo como William Forsythe, que es quien con maí s
lucidez ha conseguido, en la segunda mitad del siglo XX, extraer de las normas y de las fraseologíías al
uso del ballet de repertorio un potencial “topoloí gico” (Fratini, 2018b).
Cualquier cambio en el conjunto de un cuerpo de baile (desplazamientos, subdivisiones,
aglutinaciones) obligaraí todo el conjunto a reequilibrarse, a reajustarse para reconstituir o salvaguardar
la armoníía, la simetríía y el orden piramidal de la imagen. Lo mismo ocurríía en la sociedad cortesana,
que reposaba sobre el mantenimiento ríígido de un sistema jeraí rquico de distancias claras o polaridades
netas entre individuos (este sistema, que supeditaba los privilegios de cada uno a la cualidad directa o
indirecta de su relacioí n con el monarca en el tetris de la corte, resultaba muy uí til para impedir la
insurgencia de cualquier solidaridad o de cualquier oportunidad de federar el malcontento dentro de la
misma sociedad): cualquier cambio de equilibrio o nuevo reparto de poderes dentro del conjunto de la
sociedad cortesana, obligaba a todo el conjunto a desplazarse para reconstituir la arquitectura colgante
de relaciones, la telaranñ a radial que le permitíía sobrevivir. De paso, el uí nico personaje que, pese a toda
consideracioí n de rango o tíítulo, gozara de cierta libertad de movimiento, que pudiera desatender
ciertas normas ortogonales y brindar fabulosas excursiones dinaí micas dentro del espectaí culo social de
la corte era, al fin y al cabo, la favorita o la putain du roi: la espectacular excepcioí n que confirmaba una
regla espectacular. Si hubiera que buscarle un significado metafoí rico a los roles tradicionales de la
prima ballerina o étoile, seríía sabio buscarlo precisamente en esta direccioí n (la historia del ballet lo
demuestra: hasta finales del siglo XIX, varias étoiles tuvieron el controvertido privilegio de dictar
subrepticiamente ley y de ejercer cierta influencia políítica por ser, a maí s de grandes artistas, las
mantenidas oficiales de zarevič y prííncipes de sangre real).
Tambieí n el aspecto maí s cansinamente denostado del ballet claí sico, la inmovilidad preternatural del
cuerpo de baile, obligado a hacer de decorado bioloí gico a las evoluciones de los solistas, llega a
entenderse soí lo si se lo lee en el marco de dromologíías exquisitamente cortesanas; no tan soí lo porque
la corte dieciochesca, el lugar en que la sociedad cortesana terminoí de fraguar como constructo social,
fue concebida para que una aristocracia desposeíída de prerrogativas polííticas, y convertida en el
decorado bioloí gico de un poder absoluto, no tuviera ya ninguna posibilidad praí ctica de “movilizarse”
(Versalles nacioí para alejar el espantajo de la Fronde y capar polííticamente una aristocracia muy dada al
sabotaje de la autoridad estatal); sino porque, mucho antes de que Luíís XIV la reeditara en clave
absolutista, la facultad de inmovilidad, suspensioí n, catapausis, era una parte insoslayable de la
antropologíía del cuerpo cortesano. Tal y coí mo seguimos entendieí ndola, la idea de danza se plasma en el
medio aristocraí tico de la Edad Media con el objetivo explíícito de distinguir la manera de bailar de los
aristoí cratas de la manera de bailar del populacho (danza vs ballo - tanzen vs springen): la idea de danza
remite en suma a una panoplia muy articulada de “tecnologíías de la imagen de síí” que fue la principal
aventura cultural aristocraí tica de la Baja Edad Media: coincidioí de hecho con una fase de la historia
políítica de Europa en la que los privilegios dinaí sticos y las garantíías materiales se consolidaron lo
suficiente como para que la nobleza de espada, acostumbrada hasta entonces a un ejercicio movedizo y
violento del predominio, pudiera sedentarizarse.
Seguí n el nuevo sistema de disyuntivas y distinciones, si los plebeyos bailan descontroladamente, y si
sus efusiones cineí ticas, cuando no son dictadas por la necesidad estricta, no son sino potlachs
dinaí micos, desmadres energeí ticos dictados por la incontinencia de los apetitos. Las epidemias de danza
que arrasan la poblacioí n de las ciudades en el crepuí sculo de la Edad Media (veí ase xxx) son en muchos
aspectos los sííntomas explosivos y a la vez inanes de una definitiva contraccioí n de los espacios de
movilizacioí n o insurreccioí n otorgados a las turbas urbanas. Viceversa, el verdadero talento del
aristoí crata, y el producto exclusivo de su proverbial autocontrol, es la capacidad de retener toda deriva
cineí tica. Pese a quien pese, la nocioí n occidental de danza procede maí s de la apuesta por la inmovilidad
como destreza superior que de la apuesta por el movimiento: un cuerpo de baile tradicional seguiraí
expresando ocasionalmente la inefables virtudes del freeze de abolengo que, como en los espejos de
Versalles, le devuelve a toda una sociedad aquella “imagen propia” de la que detiene el derecho
exclusivo.
Merece sin embargo la pena destacar que, pese a su marcado pedigríí estamentario, la prestacioí n del
cuerpo de baile en los ballets del repertorio no constituye un constructo alegoí rico consciente, y no estaí
vehiculando con premeditacioí n ninguí n “programa” o mensaje de tipo políítico. Si retrata tan fielmente el
paradigma de la sociedad cortesana, es precisamente porque el conjunto humano que la conforma no
es consciente de su auto-inscripcioí n ideoloí gica en un producto cultural como el ballet, tan cabalmente
destinado al entretenimiento. Esta despreocupacioí n se debe a que el ballet alcanza su forma teatral
definitiva en un perííodo (hacia finales del siglo XVIII) en que los residentes de Versalles, al tener ya muy
olvidadas las funciones polííticas primitivas de su complicadíísima etiqueta (esta ignorancia costaraí la
cabeza a muchos de ellos), la sufríían maí s bien como una obligacioí n acuciante pero insoslayable. En
resumidas cuentas, el ballet fue el producto de un ulterior “giro ornamental” de las costumbres
cortesanas: como geí nero “decorativo”, nacioí en el momento en que el mismíísimo ornamentalismo de la
etiqueta terminoí de emanciparse de sus razones materiales (cuando la publicidad del barroco cedioí el
paso al intimismo del Rococoí ). Por eso mismo, es simplemente demencial considerar el nuevo geí nero
como un formato de propaganda deliberada; es maí s bien, como todo constructo sintomaí tico, la
consecuencia de una estratificacioí n lenta y relativamente inmemorial de comportamientos sociales que
fueron “precipitando” insensiblemente en comportamientos esceí nicos. Si pudo darles un forma atleí tica
y espectacular a los privilegios de ancien régime, fue precisamente porque los heredes de esas mismas
jerarquíías ya se conformaban con bailar menuets muy discretos en sus espacios domeí sticos. ¿Por queí lo
subrayo? Porque una de las paradojas de la Modernidad (y uno de los efectos de su ADN
metadiscursivo) seraí , al contrario, tematizar y forzar deliberadamente la convergencia entre forma
coreí utica e instancias polííticas: la conciencia de que las dromologíías corales puedan expresar y
propagar valores polííticos es un invento genuinamente moderno y totalmente ajeno a la mentalidad del
ballet claí sico, cuyo necesario candor fue siempre y soí lo reflejar con obtusa exactitud, o reflejar
irreflexivamente , igual que los espejos de Versalles, la topografíía de las relaciones cortesanas coevas y la
esteí tica que de ellas procedíía.

7
Seraí uí til recordar que la mismíísima nocioí n de sociedad tal y coí mo se la adopta a partir de la revolucioí n
francesa, representa el desarrollo de un invento exquisitamente propio de la sociedad cortesana
aristoí crata, que es la civilisation (civilizacioí n) como precepto, destreza o conjunto de destrezas
rigurosamente aprendidas, garantíía de buena convivencia, cimiento del equilibrio social. Pese a un
articulado y torpe intento de arraigar en la naturaleza los derechos fundamentales, el concepto de
civilisation que los revolucionarios heredaron de la aristocracia de ancien régime, y al que pretendieron
universalizar, predica en resumidas cuentas el caraí cter deducible y razonable del conjunto de reglas que
distinguen a los civilizados de los baí rbaros. Como en un ballet, tambieí n aquíí la idea de equilibrio y la
idea de artificio van cogidas de la mano. Tras la pretensioí n de deducir de la naturaleza las normas
universalistas del nuevo orden republicano, el iusnaturalismo disimula una longeva tendencia a
legitimar maí s bien con argumentos naturales el constructo totalmente racional de esas normas. Auí n asíí,
inauguran una alianza entre polííticas y ciencias naturales (y por ende una peligrosa tendencia a
ratificar la igualdad como la maí s “natural” de las situaciones) destinada a legitimar futuros usos
polííticos, regularmente catastroí ficos, de la Madre Naturaleza y de sus leyes innegociables. La naturaleza
es un excelente mentor políítico mientras se la invoque para sostener argumentos racionales. En el
momento pos-ilustrado en que se oficie el divorcio entre razoí n y naturaleza; en el momento en que las
razones de la Madre Naturaleza se antojen incompatibles con los esfuerzos humano de racionalizacioí n y
superiores a eí stos, las comunidades que se creen naturales empezaraí n alegremente a enterrar la
civilizacioí n en fosas comunes.
En relacioí n al problema que nos concierne, la negociacioí n de los valores naturales lleva a una
disyuntiva bastante clara: si en la civilizacioí n del ballet claí sico los aristoí cratas se disfrazan de pueblo
creyendo llevar una máscara, en las coreí uticas de cunñ o moderno ocurriraí si acaso lo opuesto - el pueblo
se disfrazará de sí mismo creyendo haberse quitado todo disfraz -. La contrapartida de desnudar al rey es
proclamar la desnudez del pueblo como un valor absoluto. Dicha desnudez no es en realidad ni menos
fantasmal ni menos ideoloí gica que los vestidos nuevos llevados por el rey. Seraí un “disfraz identitario”:
trocaí ndose directamente sobre la arrogancia congeí nita, la falsa ilustracioí n de la danza moderna, que es
su conviccioí n de haber dado con la verdad del cuerpo tras siglos de supersticiones, la arrogancia
especíífica del colectivo danzante seraí coherentemente, a partir de comienzos del siglo XX, la pretensioí n
de haber desmantelado los mecanismos de la ficcioí n social y revocado el ballet esteí ril de los disfraces
estamentarios, para que la familia humana se encarne a síí misma sin filtros ni inhibiciones.
Soí lo a raííz de este prejuicio puede explicarse el hecho de que las primeras coreí uticas de la modernidad
(y de paso la nueva boga del nudismo) se pusieran con tanto entusiasmo al servicio de delirios
identitarios o “personajes colectivos”, como la nocioí n de pueblo, de nacioí n, de raza, etc. se alioí , en los
mismos anñ os, con los mismos delirios. Y en demasiados casos la coreografíía alardeoí de su
responsabilidad y capacidad por nombrar con persuasiva exactitud sentimientos vagos, energíías no
canalizadas, diagramas timóticos de las masas modernas, saludando con caí ndido optimismo los
colapsos de civilizacioí n y los inauditos reflujos de barbarie que son el legado maí s incoí modo del siglo
XX. Tal vez porque, a diferencia del cuerpo de baile claí sico, cuyo comportamiento esceí nico despliega
simplemente un corolario maí s de la Civilisation, el “coro moderno” o Bewegungschor (como se definiríía
en los anñ os 20 y 30 un formato coreí utico preferente de las poeí tica de Agit-Prop - Hake, 2017) procede
de una familia de valores que responde, ya desde finales del siglo XVIII, al concepto de Kultur y a la
violenta empresa mental de “naturalizacioí n” que supuso. Por eso, es oportuno recordar que, por mucho
que los dos teí rminos nos parezcan actualmente casi intercambiables, Cultura y Civilización fueron, en el
epíílogo de la Ilustracioí n europea, los polos de un debate encarnizado.
El lema Kultur corre como la poí lvora por los ambientes intelectuales alemanes de entonces (donde se le
vincularaí entre otras cosas a la configuracioí n ideoloí gica de los Nacionalismos romaí nticos). La
somatizacioí n de los mitos identitarios colectivos es parte de sus corolarios: la Kultur adora pensar la
nacioí n como un cuerpo uí nico. De aquíí a pensar el cuerpo como factor uí nico de nacionalidad soí lo hay un
suspiro. Es tambieí n parte de sus corolarios la hipoí tesis de darle una salida pragmaí tica a los instintos
gregarios y a los sentimientos identitarios. La Wanderung (el vagabundeo o viaje sin rumbo) que
funciona como motor de la subjetividad romaí ntica es la raííz de las errancias nacionalistas, del
excursionismo folkloí rico grupal promovido por movimientos juveniles (anaí logos al de los coevo scouts
ingleses) como el Wandervögel en las deí cadas de ascenso del nazismo. Y exactamente como la
Wanderung romaí ntica, que se basa en el impulso del sujeto a buscar erraí ticamente una identidad que
no se ve garantida por las angustias del mundo vigente, el nacionalismo viajero de la nacioí n como
Kultur activa es baí sicamente hijo de una frustracioí n muy compartida: el nacionalismo alemaí n fue
especialmente irreducible porque cuando nacioí no se objetivaba en ninguna configuracioí n políítica -
podíía, síí, subjetivarse en la contagiosa sensibilidad de todo un grupo de fe. La mismíísima Nacioí n
alemana es objeto de convocatorias espirituales y “llamadas de la sangre”, mucho antes de ser un hecho
geo-políítico. Surgida de este cuadro neuroí tico colectivo, la primera movilizacioí n simboí lica y esteí tica de
la historia alemana, la primera conversioí n de la fe en performance, es ya un passage à l’acte en sentido
lacaniano: la accioí n se emprende no en respuesta a una decisioí n consciente, sino para remedar con un
simulacro de irreparabilidad la absoluta ausencia de argumentos soí lidos para resolverse a la accioí n
misma. El suicidio colectivo (passage à l’acte por excelencia) de Alemania empezoí en un cierto sentido
entonces. Una loí gica parecida se amoldaríía en pocas deí cadas al passage à l’acte de las fantasíías raciales
proto-nazi.
Reivindicando la presencia activa, el gesto de auto-encarnación de un colectivo vivo e inmanente, los
incondicionales del giro kultural (muchos de ellos destacados intelectuales de la Ilustracioí n alemana)
rechazan casi en bloque las formas tradicionales de auto-representacioí n y auto-ficcioí n de ese colectivo -
trascendente por definicioí n - que habíía sido la aristocracia continental. Los mismos idealistas que se
auto-constituyen en las universidades de Alemania como una aristocracia alternativa y espiritual,
formalizan la idea y el concepto de Cultura sobre bases enfaí ticamente identitarias. Si la civilization de
cunñ o franceí s era trasnacional por definicioí n (cualquier aristoí crata franceí s se sentiraí maí s hermanado
con un aristoí crata prusiano que con cualquier plebeyo franceí s), la Kultur de cunñ o alemaí n se reveloí
congénitamente nacionalista por predicar como hecho, deber o destino la vinculacioí n electiva de los
comportamientos culturales a valores tambieí n “destinales” como los cuerpos, su supuesta identidad, su
supuesto territorio, sus supuestas aspiraciones, etc.
De nuevo, cuando invocamos cansinamente la dicotomíía entre Natura y Cultura solemos olvidar que la
Cultura no consistioí en otra cosa que en darle con una energíía sin precedentes avales “naturales” a
ciertos contenidos espirituales o fantasmales. Y que al sentimentalizar la Naturaleza, al dotarla de
virtudes religiosas, timoí ticas e instintivas, fueron peligrosamente maí s lejos que sus companñ eros
franceses recopiladores de la Déclaration universelle.
La idea, por ende, de una comunidad radical o destinal es a la nocioí n de Kultur lo que la idea de sociedad
es a la nocioí n de Civilisation. Seraí por ende obvio que, al invocar las incontables virtud de lo
comunitario como “fuero de verdades” (o de verdades naturales y somaí ticas), polííticos y artistas de la
primera mitad del siglo XX tiendan de forma maí s o menos explíícita a estigmatizar los vicios de lo
societario como fuero de todas las mentiras y alienaciones. Los coros de la Modernidad pretenderaí n
invariablemente oponer a la sociedad aparente, o la sociedad como dominio de las apariencias una
comunidad agente mensajera de verdades virtuosas; sustituir a la maí scara societaria (hecha de
objetividades individualistas) el rostro de una subjetividad altruista, plural, radical, natural.
Demasiado a menudo se olvida que el proceso de secularizacioí n empezado en la era romaí ntica puso
poco a poco en el lugar que habíía sido tradicionalmente ocupado por trasuntos religiosos como el alma,
al menos dos lemas fundamentales: sociedad y cuerpo. Al convertirlos ambos en el sucedaí neo moderno
de un problema teoloí gico, la misma secularizacioí n impulsoí a ejercer sobre ellos todo tipo de
“experimento”. El experimento social por excelencia seríía, a lo largo de todo el siglo XX, “aislar” lo
comunitario y extraerlo en toda su pureza de un compuesto quíímico altamente impuro llamado
sociedad (la destilacioí n del elemento cuerpo desde las complicaciones del sujeto seguiríía de hecho
dinaí micas muy parecidas).
La falsa dialeí ctica entre Sociedad y Comunidad tiene a su vez una manera muy especíífica de trocarse
sobre la dialeí ctica general entre la sociedad de estamentos (la de antiguo reí gimen) y la naciente
sociedad de clases; entre las garantíías inmemoriales de la aristocracia en descenso y la pasmosa
tendencia a proyectarse en el futuro de la burguesíía en ascenso, verdadera madre de todos los mitos
“colectivos” del nuevo orden. Cuando pensamos en los formatos coreí uticos de la Modernidad solemos
pensar en fenoí menos esencialmente igualitarios, y creer que, si hay un sujeto llamado de alguna
manera a expresarse en esos formatos, ese sujeto seríía por definicioí n alguna clase de muchedumbre
oprimida (pueblo, proletariado, minoríía), olvidando que quieí n llama (nombraí ndolo e invitaí ndolo) ese
sujeto es, de forma casi invariable, la misma burguesíía que lo sujeta - y que por supuesto, al movilizarlo,
le estaí conminando a sus propias pasiones cineí ticas.
¿Por queí ? Porque la sociedad de clases es una sociedad altamente dinaí mica y quienes maí s contribuyen
a elaborar la retoí rica de su dinamismo son los burgueses, interesados como nadie en el ascenso social y
en el desarrollo econoí mico. Totalmente suya es la autoríía del panegíírico de la movilizacioí n y de la
sinonimia de verdad y accioí n, de realidad y movimiento que todavíía aplicamos sin siquiera darnos
cuenta, cuando usamos expresiones como "en efecto" o "efectivamente" (Sloterdjik, 1989). La idea de
que la accioí n sea el agente definitivo e innegociable de la verdad, y que pueda conferir la patente de la
revelacioí n a los cambios que impone es geneí ticamente fascista por ser geneí ticamente burguesa. No es
un misterio que esta ontologíía dinaí mica fuese a ser un ingrediente determinante en la cocina poeí tica de
la danza moderna (Fratini, 2015).
En las bogas coreí uticas que, hasta la Segunda Guerra Mundial, predican escenificaí ndola una sociedad
sin clases, anida el entredicho fundamental de la sociedad clasista, que es el mito - el suenñ o que es uí til
sonñ ar - de la colectividad movilizada por un objetivo comuí n. Resulta maí s incoí modo recordar que esta
ontologíía dinaí mica, este ocasional ardor de movilizacioí n total ha permitido y permite al fascismo
socorrer eficazmente el status quo capitalista siempre que una crisis lo hace tambalearse. Y que los
mejores antíídotos a las revoluciones reales son desde siempre las revoluciones que alguí n reí gimen
coreografiará amparaí ndose en el mito cultu(r)al de la accioí n directa. Las poeí ticas modernas en general
renunciaron a la prudencia de considerar que el suenñ o del coro o de la colectividad danzante encarna
faí cilmente la eficiencia de los fascistas en servir intereses que se consiguen soí lo dando a la colectividad
la sensacioí n de ser movilizada mientras estaí siendo sedada.
Cinñ eí ndose a este programa utoí pico, las coreí uticas modernas han incurrido casi siempre en el mismo
mecanismo de amortizacioí n esteí tica de las utopíías que parecíían reivindicar. Para que esto ocurriera,
era preciso que tambieí n su cronicidad se configurara en teí rminos muy especííficos.
Ahora bien, el colectivo danzante de anteguerra (Bewegungschor, Festspiel labaniano, Thingspiel
olíímpico, etc.) no representa las garantíías del pasado. Al contrario, convoca el futuro en presencia. Pero
el eí nfasis puesto por los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX en los valores de presencialidad,
inmanencia y participacioí n, su libido del hic et nunc comunitario, no resultaríía a su vez tan eneí rgico de
no tener que afianzar en el imaginario colectivo una forma extrema de necromaterialismo (Michaud y
Lloyd, 2004), que consiste en supeditar la imagen del futuro a la realizacioí n de aspiraciones, revanchas
o emancipaciones cuyos representantes de prestigio son siempre los muertos. El presente del colectivo
en accioí n se carga de aura performativa (y de toda la ritualidad de pacotilla que venga al caso) gracias a
la clamorosa implosioí n sobre el momento actual de un pasado y de un futuro tan extraordinariamente
innegociables que su prestigio se ha vuelto religioso. Al fin y al cabo, la palabra slogan remite a un
teí rmino celta que designa el “grito de batalla de los guerreros muertos”
No voy a examinar en detalle la casuíística coral de la Alemania y la Italia fascistas de los anñ os 20 y 30 o
en la Rusia sovieí tica del mismo perííodo. Sin embargo me reservo la posibilidad de apuntar aspectos de
la fenomenologíía de esos formatos coreí uticos cuando hable de experiencias y formatos actuales, para
rastrear analogíías o diferencias. Tendreí que dar inevitablemente muchas cosas por supuestas, y pido
disculpa.

9
Saltemos directamente a 1968. Al analizar las costumbres y fantasíías coreí uticas de esta fase de la
historia reciente, sale espontaí neo someterlas a las categoríías analííticas recientemente acunñ adas por
Nicolas Bourriaud, y considerar muchos de los fenoí menos contestatarios de entonces como expresiones
precoces de una “esteí tica relacional” destinada marcar el sino de las poeí ticas durante 40 anñ os
(Bourriaud, 2006). Cabe sin embargo senñ alar el caraí cter levemente paradoí jico de una nocioí n tan
seductora como la de “esteí tica relacional”, que si por un lado permite interpretar correctamente
muchos de los fenoí menos que han configurado las costumbres culturales y performativas de la
actualidad, atestigua por otro de un posible prolapso semaí ntico de la esfera eí tica sobre la esfera
esteí tica y viceversa.
Al invocar con optimismo una estetizacioí n del campo relacional Bourriaud no parece míínimanente
tomar en consideracioí n la posibilidad de que precisamente esta estetizacioí n, presentada como un
hecho y celebrada como una ventaja social y poeí tica, podríía ser sintomaí tica de deí ficits o de confusiones
rastreables en otros niveles; que su significado cultural podríía no ser, en uí ltima instancia, tan
polííticamente alentador. En primer lugar porque la relacionalidad ha tradicionalmente pertenecido a la
esfera eí tica, y su formalizacioí n ha sido tradicionalmente políítica: su traspase a la esteí tica y a los modos
de formalizacioí n propios de eí sta deberíía ser todo fuera que innegociable; en segundo lugar, porque los
agentes polííticos que en pasado promovieron con maí s vigor el osmosis de dos esferas tradicionalmente
tan “estancas”, son para variar los regíímenes totalitarios. Walter Benjamin antes, Pier Paolo Pasolini
despueí s, no se han cansado de rastrear infaliblemente en el fascismo una deriva esteí tica de la políítica, o
una confusioí n auto-hipnoí tica entre paraí metros de gobierno y fantasmas de creacioí n.
No es un caso que, en anñ os recientes, Sloterdjik haya definido Hitler como otro gran pionero del “arte de
accioí n”. En fin de cuentas, es justamente la ambivalencia estructural de la nocioí n de esteí tica relacional
entregada por el ’68 a la posmodernidad la que autoriza cierta revisioí n del 68 mismo. Tampoco es de
excluir que algunos de los aspectos maí s progresivos de la cosmovisioí n contestataria procedieran
paradoí jicamente de una lectura muy superficial o muy equivocada de los eventos anteriores a la
segunda guerra mundial. Y que, como ocurre a menudo, aquíí tambieí n la confianza en el progreso
terminara ocultando poderosas pulsiones regresivas.
Vamos por orden: imprescindible para entender coí mo el 68 contribuya a reimaginar las fantasíías
coreí uticas de la posmodernidad es el concepto de prefiguración, formulado precozmente por Andreí
Gorz (Gorz, 1975). El mismo concepto ha sido retomado recientemente por Valeria Graziano en pos de
una deconstruccioí n de la idea de vanguardia: recuperando el valor de la prefiguracioí n seríía posible
acabar, de una vez por todas, con la idea veladamente militarista de una vanguardia artíística o cuerpo
de eí lite adelantado a las ideas y comportamientos de la mayoríía (Graziano, 2017).
La prefiguracioí n se refiere a la opcioí n deliberada de absorber o subsumir el programa de
transformacioí n políítica (por ejemplo el conjunto de horizontes utoí picos y emancipaciones futuras del
68) en el orden evenemencial y eventual de la vivencia directa como performance continua - y de la
performance continua como vivencia directa. Su consigna seríía: "Seí el cambio que estaí s deseando,
traslada a tu díía a díía las instancias y formas de la comunidad que estaí s fomentando a traveí s de tu
revolucioí n; que tu vida sea una ilustracioí n activa de tu postura políítica, y tu felicidad el modelo
vivencial de la felicidad que se depara a todos”, y un largo etceí tera de llamamientos a la auto-
evangelizacioí n.
En el trasfondo de la contestacioí n estudiantil este precepto se traduce en muchos de los
comportamientos colectivos propios del 68: experimentos comunitarios, comunas creativas, comunas
pedagoí gicas, y esbozos de estructuras de convivencia (casi) nunca vistos. Si como he dicho es parte de
los efectos de la secularizacioí n haber convertido la sociedad en un enclave experimental, y si el siglo XX
ha sido por excelencia el siglo de los experimentos sociales, no seraí insensato considerar el 68 como el
punto de mayor convergencia entre las instancias experimentales geneí ricas y los valores y
procedimientos que nuestro imaginario suele asociar a la nocioí n de “teatro experimental”: vino síí a
confirmar que el experimento social maí s sintomaí tico de la modernidad habíía sido el intento de
“destilar” una comunidad de la sociedad vigente; pero vino tambieí n a ratificar que el protocolo
experimental preferente seríía, para el futuro inmediato, la improvisacioí n. Si estetizar la vida habíía sido
un vicio desde el Romanticismo, el 68 dio voz, sin duda, a la pulsioí n neo-romaí ntica de convertir la
existencia diaria en el arte de accioí n maí s “espontaneíísta” de todos.
La forma mental del 68 tiende a interpretar la vivencia personal o comunitaria como una versioí n
mejorada (y no, maí s correctamente, como un atajo o sucedaí neo) de la programacioí n políítica: ante una
planificacioí n políítica desastrosamente deficitaria; y ante una idea de revolucioí n suficientemente
performativa como para que al agotarse la electrizante performance de las barricadas urbanas se diera
tambieí n por acabada la revolucioí n con su promesa de esparcimiento momentaí neo y futuros idíílicos, se
priorizoí la idea de que la vivencia directa pudiera desplegar sin maí s el paradigma de una revolucioí n; y a
esta solucioí n vivencial-performativa, de la vida como macro-performance fuera de marco, se acogioí
gustosamente toda una generacioí n porque, entre otras cosas, el cambio que codiciaba incluíía la
exigencia innegociable de abatir toda nocioí n tradicional de políítica -y con ella todo “programa” de
partido -. El mito de la “democracia directa”, objeto de mil revivals en tiempos recientes, fue elaborado
por entonces. La improvisacioí n debioí parecer con razoí n maí s tonificante que los ensayos de tipo
tradicional (los performers maí s irreducibles volcaríían sus impulsos esteí ticos en el terrorismo de todos
los colores y en el espontaneismo armado de la deí cada siguiente).
La nocioí n de experiencia se volvioí soberana en todos los apartados de la vida. De su dialeí ctica falaz
surgioí con prepotencia tambieí n la costumbre de definir alternativa cualquier “sobre-actuacioí n”
existencial. Nunca una insistencia tan histeí rica (al menos seguí n Lacan y Pasolini) en el prestigio de la
experiencia sirvioí para ocultar de forma tan sistemaí tica cierta incapacidad de organizacioí n, cierta
reticencia a la ponderacioí n y cierta tendencia a abrir incondicionalmente las hostilidades hacia el
mundo adulto y los frenos intelectuales o morales que ese mundo podíía suponer. Senñ alareí que el
Teenager Takeover de la edad del Rock’n Roll, acogieí ndose a este endiosamiento de la juventud como
valor absoluto y de la cosmovisioí n juvenil como imagen fehaciente del mejor de los mundos posibles,
reeditoí con pocos cambios viejas consignas fascistas. Una vez sepultado el 68, la misma retoí rica
volveríía paulatinamente a filtrarse en todos los pliegues de la cosmovisioí n neo-liberal. Hoy díía es uno
de los sííntomas maí s incontrovertibles del totalitarismo de facto que nos envuelve.
Mencionemos de paso el producto maí s aberrante de tantas alucinaciones comunitarias y estetismos
existenciales: la family de Charles Manson fue un brillante mejunje de impulso creativo,
experimentalismo socio-grupal, teatralizacioí n quíímica de los estados de conciencia, sincretismo
religioso (de Cristo a Sataí n pasando por el mismíísimo Charles Manson), nomadismo beatnik (la
Wanderung contestataria), disidencia políítica, terrorismo ceremonial y simple locura homicida. Como
sus adeptos han observado desde la caí rcel, la vida con Manson recordaba algo asíí como un Halloween
permanente, porque a cada díía el guruí asignaba un diferente argumento, un diferente temario
performaí tico: la ficcionalizacioí n continuada, el escenario unmarked de los comportamientos grupales
estaba garantizada y era, de todos los psicoí tropos consumidos por el grupo, el maí s poderoso (los
asesinatos de Sharon Tate y de 8 personas maí s fueron otra prestacioí n vivencial-poeí tica del mismo
tipo).
Las retoí ricas inherentes al estilo de vida, que hoy son la levadura favorita de todo marketing que se
respete es un producto exquisito del 68. El aumento a su vez de la porosidad entre datos esteí ticos y
vivenciales no hubiera sido posible de no coincidir contextualmente con un incremento de la porosidad,
o con un entusiaí stico colapso de los diafragmas entre el aí mbito privado y la esfera puí blica, entre la
intimidad y la socialidad: en San Francisco, una agencia turíística, todavíía a comienzos de los 70, llevaba
autobuses turíísticos a visitar los barrios hippies o yippies de San Francisco, para que los turistas
pudieran ojear, como en un safari, el modo de vida de ese grupo humano intensamente alternativo en su
“medio natural”. Los ciudadanos de los barrios involucrados fueron durante durante un tiempo
complacientes con este consumo ficcional, y se prestaron a ejecutar en horarios fijos, de acuerdo con el
itinerario del autobuí s, las variopintas actividades maí s caracteríísticas de su lifestyle.
El deterioro del temario del 68, su reciclaje como abono del “espectaí culo total” en que el capitalismo de
las uí ltimas deí cadas ha convertido occidente, empezoí en el 68 mismo. Asimismo, lejos de constituir la
gran antagonista de la Weltansschaung contestataria, y lejos de desaparecer gracias a la revolucioí n en
curso, la Sociedad del Espectaí culo tal y coí mo la diagnosticoí y describioí Guy Deí bord precisamente en 68,
halloí en esa Weltansschaung y en su performance de disidencia una fuente inagotable de futuros
incentivos (Frank, 2011).

9
Pre-figurada por el pensamiento disidente del Mayo, la absorcioí n y escenificacioí n de la sociedad sin
clases en el sistema cotidiano de las relaciones de produccioí n y de reproduccioí n, firma los exordios de
la posmodernidad con un inesperado revival del concepto de forma vitae (forma de vida). Giorgio
Agamben ha subrayado recientemente la importancia seminal de esta nocioí n para definir la conducta y
cosmovisioí n de las oí rdenes monaí sticas de la Edad Media: los miembros del cenobio (del griego koinós
bios - vida en comuí n) aceptaban que su existencia estuviera determinada y ritmada en cada aspecto por
la regla de la orden, cuyo guioí n se destilaba enteramente de la vida del fundador de esta (Agamben,
2011). En otras palabras, la vida del monje desplegaba el re-enactment fiel de un paradigma existencial
contenido en las gestas y andanzas del santo fundador. Regulada por este imperativo de reproduccioí n,
poseíía la enorme ventaja de mantener a raya los peligros del mundo y los posibles errores de la
subjetividad. Quien la eligiera adheriríía con abnegacioí n y devoción, a una forma vitae suficientemente
absoluta, a una performance existencial suficientemente incondicional como para no sufrir ya la tensioí n
entre libertad y obediencia, entre verdad y ficcioí n: el paradigma monaí stico delegaba la expresioí n de la
libertad espiritual a un ejercicio de obediencia absoluta. Trataí ndose de una forma de vida, era ademaí s
obvio que su sede de formalizacioí n no fuera ni el discurso ni la letra de ley, sino una vivencia directa
cuyo aval principal y renovable era de ser compartida. El “programa”, por decirlo asíí, precedíía al hombre
para reactualizarse en cada momento de su vida como una impensable combinacioí n de docilidad y
emancipacioí n, de sinceridad y simulacioí n, de espontaneidad e imitacioí n.
Salvadas algunas diferencias contextuales, no seríía insensato afirmar que los estilos alternativos de vida
que cunden en el 68 sean una reedicioí n singular de la alternativa de vida que las oí rdenes monaí sticas
habíían representado en la Edad Media (desde luego que toda la receta sesentayochesca se vio alinñ ada
por una poderosa mezcla de neo-mendicidad y neo-predicacioí n); que las comunidades errantes o
erraí ticas que salen del verano del amor sean cenobios de nuevo cunñ o; y que el mismíísimo dogma de
pre-figuracioí n que dicta el life-style de los nuevos disidentes constituya una curiosa modificacioí n del
dogma de pos-figuracioí n que habíía dictado la forma vitae de los antiguos monjes: si el cenobio medieval
se auto-legitimaba en el reenactment incondicional de un pasado, las comunidades del nuevo
milenarismo escenifican sobre bases permanente un reenactment del futuro.
Su utopismo especíífico es re-presentar con fervor, cuando no con devocioí n histeí rica, un modelo de
convivencia que se remite muy nebulosamente al futuro (y a un futuro que se pretende inmediato
precisamente porque es indefinidamente lejano), por la simple razoí n de que se halla en el pasado. Esto
explica dos hechos: circunstancialmente el que una confusa pulsioí n de palingeí nesis evangeí licas y neo-
cristianismos pueda filtrarse en el menuí de degustaciones paradisííacas propio de la contestacioí n; y
generalmente el que la performance generacional del ’68 inaugure un culto al presente y a su potencial
emancipador (Paradise now) cuyo tufillo a religioí n se extenderaí , con contadas excepciones, a todas las
retoí ricas de la performance posmoderna. De nuevo, soí lo un “presente” borracho del pasado que ya no
es y del futuro que no es auí n; soí lo un presente viciado por su des-tiempo estructural puede pretenderse
tan carismaí tico. Y soí lo un presente que invoque su carisma puede disimular bajo una llamativa
indocilidad la coaccioí n, la compulsioí n a la que obedece.
Cuando Pasolini tildoí de fascistas los estudiantes de Valle Giulia sabíía de queí hablaba. Retomemos algo
dicho con anterioridad: el fascismo - Benjamin docet - es invariablemente el sííntoma de que una
revolucioí n esperada y necesaria no tuvo lugar -; es fascismo es, en otras palabras, un verdadero
détournement estrateí gico de la Revolucioí n. ¿Coí mo explicar que un movimiento tan confiadamente
progre como la contestacioí n del 68 presentara tantos dejes y sííntomas comportamentales propios de la
mentalidad fascista? La respuesta instintiva seríía que, si los fascismos literales de los anñ os 30 habíían
expresado el fracaso de una revolucioí n previa (que fue el naufragio de la Social-democracia real), el
fascismo encriptado y figural que el 68, muy a pesar suyo, inauguroí , se explica soí lo como sííntoma de
que ninguna revolución real iba a ocurrir. El caraí cter extraordinariamente veleidoso y fantasmal de un
porvenir que se invocaba soí lo para exorcizarlo explica coí mo en las barricadas de Rue d’Ulm los mismos
que vitoreaban a Mao Tse Tung no tuvieran ni puta idea de quieí n fuese efectivamente Mao, y de en queí
consistiese la famosa Revolucioí n Cultural.
Asimismo, Anna Halprin, verdadera precursora de las “nuevas coralidades”, al organizar ya en los anñ os
50 unos eventos totalmente pioneros de improvisacioí n colectiva, los llamoí Myths (Ross, 2009). Hay al
menos dos razones por las que Halprin no resistioí el impulso de bautizar como “mitos” las que eran
fundamentalmente versiones light de rituales colectivos: la primera es que asociaba naturalmente al
“mito” en cuanto constructo cultural todo tipo de fantasíía sobre el concepto de creación colectiva y
protocolo identitario; la segunda es que, al reivindicar la etiqueta del mythos, abogaba implíícitamente
por un abandono de la tiraníía del logos (del modo de uso del lenguaje y del mundo que, en la
Antiguü edad, habíía precisamente acabado con la era del pensamiento míítico), en pos de una vivencia
maí s intuitiva y directa de las hipoí tesis de convivencia y relacionalidad. Por mucho que Halprin nos
caiga a todos bien, dejo a vuestra sensibilidad de decidir en queí medida esta estructura de pensamiento
se diferenciara de los empleos retoí ricos y mííticos de la coralidad promovidos trenta anñ os antes por la
esteí tica totalitaria. Es maleí volo pero acertado sostener que, al menos en cuanto concierne la historia
del siglo XX, el 68 ha comportado el mayor ataque al logos de occidente desde el tiempo del rector
Krieck, ideoí logo oficial del reí gimen nazi, quien precisamente de un retorno draí stico a los mitos y de una
renuncia balsaí mica al raciocinio habíía sido el abanderado maí s entusiasta (Ingrao, 2013).

Por eso, no es insensato reconsiderar la vuelta a la naturaleza o el fuerte apego del lifestyle
contestatario a las delicias de la acampada como capíítulos de una historia general del encampment
como guioí n socioloí gico del siglo XX. Se corresponde a las loí gicas del encampment cualquier modo de
convivencia cuya esencia sea reunir, aislaí ndolos en una estructura precaria pero delimitada, y
normalmente ubicada en la naturaleza o lejos de los escenarios urbanos, un grupo humano de cara a
procedimientos que siempre atanñ en a la nocioí n de experimento, y a los que suele por ende suponerse
una duracioí n limitada (el encampment posee siempre rasgos “iniciaí ticos” o, para usar un teí rmino
propio de la antopologíía teatral, “liminoides”): entran en esta categoríía todos los experimentos
comunitarios que tuvieron lugar durante la Lebensreform de comienzos del siglo XX, organizaciones
como los Boy Scouts, modelos urbaníísticos como el de la colonia o ciudad jardín (veí ase Casini Ropa,
1990), los campos de adiestramiento militar, los campus universitarios, los parques temaí ticos, las
comunas artíístico-pedagoí gicas, los acampamientos improvisados de las grandes randonnées rock
(como Woodstock), las playas nudistas, y la casuíística podríía extenderse. Cualquier fenoí meno de
encampment supone una naturalizacioí n de los modos de convivencia. Cualquier fenoí meno de
encampment supone un aprendizaje basado en la supervivencia y en la autosuficiencia del colectivo.
Cualquier encampment privilegiaraí una Weltansschaung basada en la reconquistada autoridad de la
esfera somaí tica sobre la esfera intelectual (su pacto con la naturaleza es en el fondo un pacto con la
corporeidad como herencia bioloí gica). Cualquier encampment articularaí sobre la norma del díía a díía
una idea muy performativa de comportamiento comunitario. Cualquier encampment, en medida mayor
o menor, con finalidades maí s o menos agresivas, seraí en suma expresioí n del gesto bio-políítico por
definicioí n: el aislamiento del cuerpo como agente políítico (y de la comunidad, que es la versioí n
colectiva de este proceso de somatizacioí n del sujeto), y su inclusioí n en un marco experimental,
estructuralmente precario, que lo pondraí a prueba precisamente excluyeí ndolo de la civilizacioí n vigente
(u otorgaí ndole el privilegio “exclusivo” de hallarse fuera de ella), y que le brindaraí una vivencia
compartida de paradigmas sociales, somaí ticos, mentales y esteí ticos adelantados a las costumbres de la
civilizacioí n misma (no hay encampment real sin desinhibicioí n).
Todo campo es, en suma, prefigurativo y heterotópico. Todo campo tiende a convertir casi sin filtros la
vivencia de sus habitantes en una esteí tica aplicada (o viceversa, a convertir una esteí tica en una
vivencia). Casi sin excepciones, todo campo tiende a sustituir la tensioí n de la exclusioí n por un mito
comunitario de inclusioí n y pertenencia. Cuando esto no ocurre, la exclusioí n absoluta tenderaí a
presentarse como la clave de la maí s forzada de las inclusiones: en el caso de los campos de
concentracioí n, que son el fenoí meno de encampment maí s traí gicamente paradigmaí tico del siglo XX
(Agamben, 1998). Auschwitz fue el ejemplo maí s extremo de un experimento social consistente en crear
una “comunidad somaí tica” (porque su uí nica ley era la de la supervivencia, la maí s bioloí gica de todas)
cuya atroz performatividad, expresada en varias parodias de deportes, artes, prestaciones laborales
absurdas, etc., se pensaba como laboratorio de una utopíía: Auschwitz concretaba con pragmaí tica
brutalidad ese mundo gobernado exclusivamente por baremos bioloí gicos, raciales o pulsionales al que
la realidad del Tercer Reich fuera del campo se parecíía de manera todavíía imperfecta o incompleta. En
Auschwitz la simple ausencia de futuro se daba como corolario natural y necesario de una absoluta
preponderancia del presente y de su naturaleza somaí tico-vivencial. Auschwitz fue probablemente el
lugar menos políítico, el menos societario y a la vez el maí s grotescamente comunitario de nuestra
historia reciente. Incluso en las versiones maí s inocentes o bienintencionadas, bucoí licas o rock’n roll, los
encampments que perpetuaron en el 68 y perpetuí an en la actualidad la fantasíía de la “acampada
experimental”, corren siempre el riesgo de presentar el carisma del hic et nunc como un sustituto
efectivo (cuando no como un antíídoto fantasmal) para la total ausencia de futuro. Corren siempre el
riesgo de convertirse en heterotopíías especialmente caí ndidas del totalitarismo espectacular.

Si la praxis de la prefiguracioí n consiente una codiciada redistribucioí n igualitaria del privilegio de vivir
y/o crear como si el futuro ya fuera presente, el resultado seraí una colectivizacioí n de los aspectos
disruptivos o revulsivos asociados a la nocioí n de creatividad, y de los heroíísmos o titanismos asociados
a la idea de genio (en teí rminos maí s generales, el ’68 es padre de una ominosa confusioí n entre creación
y creatividad; entre poesía y poeticidad). De entre todas las desinhibiciones predicadas por el 68, la
desinhibicioí n del instinto creativo, la idea de que sea la colectividad entera quien pueda adoptar el
comportamiento inconformista tradicionalmente asociado a ciertas vanguardias artíísticas, es
posiblemente la maí s longeva - el mito de la creatividad sigue arrasando. Y si es verdad que el
llamamiento a desinhibirse colectivamente y a convertirse a la vez en “colectividad de creadores”
(Lichtmenschen) es un inequíívoco sííntoma fascista, la uí nica verdadera diferencia entre los
totalitarismos histoí ricos y la forma mental del ’68, tambieí n en materia de colectivizacioí n esteí tica y
estetizacioí n de lo colectivo, consiste en remplazar el viejo llamamiento autoritario a desinhibir las
pulsiones de odio con el auto-invito de toda una generacioí n al desmelenamiento amoroso. El
totalitarismo que se trueca sobre la revolucioí n des-realizada (maí s que simplemente fracasada) de 1968
- como otros totalitarismos se trocaron en el fracaso de las revoluciones socialdemoí cratas de los anñ os
20 - estaí marcado en el fondo por una haí bil metaí tesis de la herramienta libíídica de disuasioí n, que
consiste en remplazar el imperativo “negativo” de la obediencia con una invitacioí n incondicional y
“positiva” al goce. Y en hacernos esclavos de los consumos experienciales de libertades y disidencias
performaí ticas que el Capitalismo en fase avanzada nos depara.

10
No voy a describir en detalle el epíílogo inmediato del 68: ducha fríía, descompresioí n, licuacioí n. El 68 se
desconvocoí solito. Ninguna represioí n espectacular dispersoí las muchedumbres del Mayo (mejor: la
uí nica represioí n fue efectivamente “espectacular”, y consistioí en la performance de una respuesta
policial sustalcialmente demostrativa a la performance de unas barricadas tambieí n demostrativas en el
primer “escenario mediaí tico” unificado de la posmodernidad). No analizareí las causas muí ltiples de esta
descompresioí n y licuacioí n. Principalmente, la fiesta acaboí porque había sido una fiesta. O porque habíía
revestido rasgos marcadamente carnavalescos (y porque muchas de sus utopíías eran disfraces). Al
recuperar genialmente sobre bases bajtinianas la idea de la fiesta popular como circunstancias
coreuí tico-insurreccional (De Marinis, 1974), los ideoí logos de la temporada contestataria parecíían
haber olvidado que la ecuacioí n entre Revolucioí n y Carnaval es siniestramente simeí trica: si todo
Carnaval es una revolucioí n, existe un fuerte riesgo de que ciertas revoluciones se resuelvan en
Carnavales.
En el mieí rcoles de cenizas del 68, la verve del subidoí n se vino abajo porque habíía sido inducida
psicotroí picamente, y porque su desencadenante timoí tico habíía sido una cierta pulsioí n de renuncia a la
realidad. Por el tema que nos concierne, seraí maí s interesante destacar que su evaporacioí n provocoí
resacas emotivas de tipo distinto en EEUU y en Europa. Tal vez porque mientras los EEUU volvieron sin
maí s a entretener una relacioí n privilegiada y pragmaí tica con la nocioí n de actualidad (y con el prestigio
material del presente) gracias tambieí n a la relativa ligereza de su parte del trauma histoí rico de la
Segunda Guerra Mundial, paradoí jicamente Europa, donde el peso del trauma habíía sido incalculable, y
donde el 68 se habíía tenñ ido de memorias y reivindicaciones, volvioí sin menos a entretener una relacioí n
obsesiva, temaí tica y estructuralmente infeliz con el pasado y con la memoria. Esta diferencia de
predisposiciones, anterior al 68, contribuyoí a que tambieí n las respuestas poeí ticas a la delicuescencia de
la revolucioí n se polarizaran; si por ende, en materia de coreí uticas post-sesentayochescas, las
propuestas estadounidenses terminaron configuraí ndose en teí rminos veladamente terapéuticos, las
europeas terminaron configuraí ndose en teí rminos veladamente sintomáticos.
Para que tengaí is una idea del tipo de disyuntiva que estoy presentando, no deja de ser emblemaí tico que
en un entorno relativamente breve de anñ os se dieran respectivamente en Estados Unidos el boom de
una praí ctica como el contact improvisation, y en Europa el boom de un geí nero como el Tanztheater. No
se pueden imaginar universos poeí ticos maí s diferentes, y sin embargo late en el corazoí n de ambos una
ideí ntica hipertrofia del tema del contacto y de sus significados psííquicos y/o polííticos, una ideí ntica
obsesioí n relacional. Si la foí rmula americana es extraordinariamente optimista, el Tanztheater sigue
representando a díía de hoy la expresioí n maí s articulada de un “pesimismo dancíístico” (referido tanto a
la existencia en general como a la vocacioí n redentora de la danza) que es un producto exquisitamente
europeo.
Tampoco es de extranñ ar que precisamente a raííz del 68 y de su destino la melancolíía volviera a estar
suficientemente de moda como para darle un prepotente giro “clíínico” o dialeí ctico (es suficiente pensar
en los ensayos de Susan Sontag o Julia Kristeva sobre depresioí n). Como constructo cultural y paradigma
clíínico, la melancolíía resume con cierta elocuencia la actitud del imaginario colectivo ante el suenñ o roto
del 68 y de su revolucioí n desatendida. La posmodernidad avanzada no haríía de hecho sino propiciar
una ulterior esclerosis de este sííndrome melancoí lico del 68, convirtieí ndolo por un lado en depresioí n
(que, como dice Susan Sontag, es la melancolíía sin los encantos de la melancolíía), y por otro en
humanismo vintage (los encantos de la melancolíía sin rastro de depresioí n). A este segundo apartado
pertenecen el slow food, los sincretismos de pacotilla y los bio-estoicismos que han constituido una
salida laboral y existencial preferente para muchos de quienes habíían vivido con fervor el 68.
Humanismo vintage, queriendo ser brutalmente maximalistas, seríía de hecho la casi totalidad del campo
fenomeí nico llamado actualmente Cultura.
Otro resultado notable de la descompresioí n del 68 seríía un violento reflujo de la intimidad, de la
privacidad y del particularismo. Intimidad y privacidad, para ser maí s exactos, que cuando no eran
sinoí nimo de una respuesta entusiaí stica al llamamiento neo-liberal al egotismo y a la capitalizacioí n de la
subjetividad, soí lo conseguíía entenderse como la part maudite, la parte maldita, el controvertido residuo
utoí pico de un proyecto fracasado de transformacioí n del mundo: el 68 se fue dejando a todos con el
corazoí n roto y rematadamente solos, condenados a lidiar con una subjetividad cada vez maí s expuesta a
los embates del mercado (y que terminaríía cultivando el mito de su auto-exposicioí n en ese mercado
como una emancipacioí n de segundo nivel). El resultado fue una compleja reprogramacioí n de la utopíía,
que siguioí configuraí ndose como un reenactment del futuro, solo al precio de tratar maí s que nunca ese
futuro como un pasado, como el objeto de una pérdida irremediable. De esta eclipse de futuro y de su
repercusioí n sobre las costumbres culturales de las uí ltimas deí cadas ha tratado magistralmente cierta
teoríía musical (Fisher, 2014); Los catecismos coreí uticos por venir se veríían muy a pesar suyo
empapados de la nostalgia, consciente o inconsciente, de un futuro que no vendríía porque, sin haber
“pasado” en ninguí n momento, ya era pasado.

11
En este aspecto, los paradigmas coreí uticos de los que hablamos son soí lo parte del inmenso dispositivo
nostaí lgico y ana-croí nico expresado por la nocioí n de Cultura tal y coí mo surgioí (o re-surgioí ) de las
cenizas de la performance colectiva que en el 68 habíía sido. Herede servicial o acompasada notaria de
todas las utopíías, en boca de los polííticos que asumíían heroicamente la tarea de suministrarla, la
Cultura se convirtioí en el teatro de compensacioí n del triunfo del capitalismo de consumo. De alguna
manera cargoí con el trabajo sucio, con la labor de la nostalgia: entreteniendo, con su rico muestrario de
emancipaciones posibles, fantasíías de cambio, disidencias prêt-à-porter y antiguallas simboí licas, una
colectividad cada vez maí s esclava y contenta. La Cultura, asíí entendida, corre siempre el riesgo de
funcionar como un incalculable dispositivo de sedacioí n. Pocas cosas la debilitan (o, seguí n los puntos de
vista, la refuerzan en tanto que Cultura) como la propensioí n - encriptadamente fascista - a convertirla
en administradora y proveedora de utopíías “performables”.
Asíí pues, en el peor de lo casos los nuevos formatos coreí uticos seríían la escenificacioí n reconfortante y
contenida del mito de la comunidad en un marco societario definitivamente alienado; raciones
homeopaí ticas de comunidad para una metaí stasis social ya descontrolada; pííldoras de políítica en la
menos políítica de todas las sociedades humanas. Hijos de un compromiso o de una “astucia de la razoí n”,
los coros de nuevo cunñ o funcionaríían en suma como sedes privilegiadas de un masivo “retorno del
reprimido” ideoloí gico: un fenoí meno hauntológico.
Aquíí tocamos el punto maí s sensible de las poeí ticas/polííticas comunitarias del siglo XX, cuyo principal
aliciente (y cuya prerrogativa maí s toí xica) ha sido, en todo momento, la de sostenerse en una ontología:
de pretender en suma que la comunidad fuese un hecho, y de predicar que, en el caso de que ya no
hubiese comunidad, las virtudes inmanentes de la performatividad permitieran al colectivo encarnarla.
El mito de lo comunitario reposa sobre la ilusioí n de una continuidad imperturbable de las filiaciones
ontoloí gicas (y si lo comunitario termina cayendo en alucinaciones apostoí licas, es porque el dogma por
excelencia de la filiacioí n ontoloí gica es propiamente la base del cristianismo). Ahora bien, el problema es
que, precisamente las comunidades maí s pretendidamente radicales del siglo XX (las que se acogieron a
razones bioloí gicas de cohesioí n), y las maí s performáticas, fueron fatalmente hauntológicas, en dos
sentidos: en primer lugar porque se dejaron por lo general poseer por el fantasma de comunidades ya
muertas o nunca existidas; en segundo lugar porque al invocar un prototipo fantasmal y al cederle la
responsabilidad de guiar sus acciones, dejaron - Benjamin diríía - que “lo imposible trabajara lo real”
(volvereí sobre este tema al final del recorrido).
En el mejor de los casos, las coreuí ticas posmodernas intentaríían ser laboratorios efectivos del cambio y
en sedes de una negociacioí n que no podíía hacerse a síí misma descuentos fantasiosos: pesimismos
organizados, y por ende negociaciones formales y ficciones deliberadas. Alimentando una duda
sistemaí tica sobre la viabilidad de las recetas definitivas y de las promesas de felicidad, esas coreí uticas
se preocuparíían maí s por formular preguntas correctas e incoí modas que por elaborar respuestas
balsaí micas. Lo haríían, en muchos casos, de-construyendo sin piedad el mito regresivo del choros y de la
coralidad, la míística simplificada de la fusioí n y dividualidad.
No deja de ser intrigante que el irresistible ascenso de las recetas coreí uticas, a partir de los 80, coincida
cronoloí gicamente con el triunfo progresivo de la homeopatíía, de las terapias alternativas, y del tupido
linaje de los masajismos mentales salidos de la psicologíía dinaí mica y del anti-psicoanalismo. Muchos
de los formatos de accioí n colectiva de los que estamos hablando delatan de hecho una vocacioí n
gestaí ltica que se habíía estrenado muy encubiertamente en las barricadas del 68: al igual que la
performance contestataria curoí a muchos de los estragos de la responsabilidad individual, la
parafernalia retoí rica y festiva de lo comunitario se vio ascendida, despueí s de 68, a mejor medicina
posible: el sustituto ideal de un escenario de curacioí n que habíía sido tradicionalmente ííntimo, y que se
habíía expresado histoí ricamente en el paradigma psicoanalíítico. La accioí n colectiva volvioí a ofrecer una
terapia diversiva a los desgarros del sujeto. Y de la misma manera que el miserable coaching actual
tonifica la subjetividad entretenieí ndola en un cataí logo de ilusiones positivas, el fervor comunitario
posmoderno sirvioí sobre todo a impedir que varias generaciones lidiaran con el significado
estructuralmente traumaí tico de su insuficiencia políítica; enmendoí la posibilidad de que a la
negociacioí n de los valores y de las convicciones se aplicara el mismo escepticismo que suele emerger de
la relacioí n subjetiva, ííntima, secreta, cíínica entre el paciente y su analista. En muchos aspectos, el diktat
gestaí ltico de la accioí n (y de una “espontaneidad de disenñ o”) se propuso aprovechar la parte maí s
supuestamente saludables de las pasiones sesentayochescas. El coro proporcionaríía, en suma, algo asíí
como un tratamiento de choque de la subjetividad en cuanto receptor preferente de las alienaciones de
origen societario, y adquiriríía un formato extranñ amente confesional: versioí n bonita, somaí tica, gestaí ltica
y en uí ltimo anaí lisis consensual de una colectivizacioí n o socializacioí n de la intimidad cuya versioí n
bruta hallaríía en el semio-capitalismo la maí s gloriosa de las expansiones.
El dilema principal de mucho de esos formatos estriba, si nos paramos a pensar, en la disyuntiva entre
ventaja existencial y beneficio políítico, en el riesgo de que la ilusioí n reconfortante de la vivencia directa
termine anulando la capacidad efectiva del colectivo agente de repercutir sobre el colectivo ausente y de
transformarlo. El clima devocional de muchas de las praxis inherentes es ya altamente indicativo de una
fuerte tendencia a desviar las tensiones polííticas hacia lugares precisamente no políticos; en
proporcionar atajos sustancialmente religiosos al zarzal dialeí ctico de la ponderacioí n. La estructura
motivacional de la movilizacioí n performaí tica no es en el fondo tan diferente a la aberracioí n
motivacional que subyace en la prestacioí n terrorista: una mezcla de passage à l’acte y ciega confianza
en algunos absolutos satisfactoriamente innegociables. Otro aspecto indicativo de deterioro políítico es
la fuerte insistencia de muchos de los formatos coreí uticos recientes en la deconstruccioí n o revocacioí n
de la nocioí n de público (Fratini y Bernat, 2016). La pregunta es: el coro que se presenta a síí mismo
¿consigue o no re-presentar la colectividad en su conjunto? ¿en queí medida la abolicioí n de la nocioí n de
puí blico y el desmantelamiento (políítico y teatral) del principio de representacioí n invocados por
muchos de estos paradigmas coreí uticos, pueden contribuir a debilitar su significado políítico? Ninguna
coreí utica que renuncie a ponerse esta pregunta y a negociar los riesgos que supone conseguiraí ser una
coreo-políítica creííble. Porque en muchos casos al poner eí nfasis en la vocacioí n identitaria de la
comunidad agente y auto-nombrada (porque es su comportamiento performativo el que la hace
hacer(se) comunidad) los “constructores de paz” de uí ltima generacioí n consiguen pasar por alto que el
principal agente políítico y el grupo humano en el que se negocian las instancias de tipo políítico en
nuestra fase histoí rica es precisamente el público, como representante por excelencia de una no
identidad estructural; la entidad colectiva de la que ya Kierkegaard habíía intuido la novedad, que
estribaba en desafiar cualquier definicioí n; el monstruo de mil cabezas cuya indeterminacioí n operativa
se ve ulteriormente complicada, a partir de los anñ os 60, por el hecho de que soí lo se “circunscribe” como
agente de un consumo expandido y sin circunscribir (es emblemaí tico que la publicidad sea ya sinoí nimo
exclusivo del conjunto de estrategia que movilizan este aspecto de su agencia). Ofertada en el marco de
los consumos culturales, las experiencias comunitarias posmoderna se dirigen, incluso cuando son
circunstancialmente gratuitas, a un puí blico pagante. El contrato de compra es, literalmente, su
obscenidad (el detalle que hay que omitir para que evitar grietas en su evangelio experiencial).
Mientras el coro sea lugar de aparicioí n, emergencia o fabricación de una identidad compartida, su
capacidad de influjo sobre el conjunto del puí blico y sobre el destino políítico de ese conjunto se veraí
draí sticamente reducida: habraí siempre el riesgo de perder de vista, en nombre de la prefiguracioí n, el
diafragma figural entre la felicidad comunitaria como proyecto formal y la comunidad feliz como vivencia
material. El resultado suele ser no tan soí lo una cierta desmaterializacioí n praí ctica del signo artíístico
(muchas de la coreí uticas que se analizan aquíí se proclaman ajenas a preocupaciones esteí ticas, y casi
todas tienden a tratar la corporealidad como un antíídoto a la tiraníía de la imagen), sino una tendencial
miopíía ante los antagonismos reales que anidan detraí s de la decisioí n de hacer arte políítico. La
homeopatíía es en el fondo tambieí n esto: pretendiendo curar lo mismo por lo mismo termina des-
realizando la dialeí ctica real entre enfermedad y cura.

12
Pasemos a algunos ejemplos.
De todas las experiencias que emergen dialeí cticamente de la crisis de consciencias posterior a 68, la
maí s interesante, compleja, rica, y la maí s polííticamente profunda remite al paradigma del Contact
Improvisation y obviamente a su especíífica vertiente coreí utico-grupal, que es la jam del contact
improvisation. Aimar domina este tema mucho mejor que yo. Me limitareí aquíí a algunas observaciones.
Es interesante que el contact se presentara oficialmente en un congreso sobre danza y deporte de 1972,
y que Steve Paxton lo presentara como una praxis concebida en la frontera entre estos dos universos.
Era 1972, en plena bajada de la borrachera de eventos de 1968, en el inicio de la crisis econoí mica, y en
pleno encauzamiento, desvíío o reciclaje de las perspectivas de amplio alcance propias de la fase
contestataria. Un tiempo en el que el détournement situacionista vino aplicaí ndose con puntualidad
inaudita al conjunto de los valores y experiencias de la contestacioí n, que pasaban a ser Cultura, pasaban
a ser Consumo, o pasaban a ser “consumo de cultura”.
¿Por queí es interesante que el Contact se publicitara a partir de un congreso de danza y deporte? Por un
lado, porque el deporte conteníía, expresaba ya muchos de los valores destinados a alimentar las
poeí ticas corales de los uí ltimos cuarenta anñ os: el caraí cter de la concrecioí n, el caraí cter de la diversioí n, la
idea de que creacioí n y diversioí n pudieran ir conjuntamente, la persuasioí n de que el trabajo fíísico y
corpoí reo fuera suficientemente objetivo como para contribuir al control de las enajenaciones
subjetivas, y sobre todo, la idea de que se diera, dentro del deporte, una reconciliacioí n posible entre el
aí rea semaí ntica del trabajo y el aí rea semaí ntica de la creacioí n. Desde entonces, y a todos los niveles (del
fitness raso a la competicioí n de eí lite), el deporte se ha convertido en una de las herramientas
preferentes de produccioí n de la subjetividad, en un apartado dominante de los consumos, en una
impagable herramienta de sedacioí n políítica, en un ingrediente insoslayable de integracioí n social y
obviamente en el mayor medio de adiestramiento del imaginario colectivo a los paraí metros que
vertebran el sistema del capitalismo autoritario (competitividad, accioí n directa, ganancia, crecimiento,
agresividad, e idiotez). Aunque no venga al caso del objetivo de esta comunicacioí n, cualquier discurso
sobre las costumbres coreí uticas de la posmodernidad deberíía tener en cuenta los aspectos esteí tico-
performativos de eso que, en los gimnasios, suelen llamar “actividades dirigidas”.
Ahora bien, teniendo en cuenta muchas de las cosas previamente dicha sobre el modelo utoí pico que
emerge de la derrota de 68, ¿Coí mo describir el la tipologíía de colectividad que suele darse y vivirse en
una jam de contact? Primero: el Contact supone una simplificacioí n radical y necesaria de los modos de
convivencia, comunicacioí n, contacto y movilizacioí n, deducieí ndolos todas de una simple norma
ponderal. Segundo: el Contact se hace en un ambiente “controlado” y, en un cierto sentido, “protegido”:
de no haber proteccioí n del marco, tampoco seríía posible el despliegue de intimidad o “desproteccioí n”
del que el sistema alardea como de una de sus prerrogativas maí s humanizadoras. He aquíí uno de sus
factores melancoí licos.
Me explico: el contact pertenece a la historia del dispositivo coreograí fico, porque lo que hace es
segregar o asignar una ceí lula de espacio (en la fase pionera solíía tratarse de esterillas, que delimitaban
el campo de validez de las reglas cineí ticas asignadas) y obtener que dentro de esta ceí lula, como si de de
un moí dulo experimental se tratara, valgan reglas de movimiento otras, normas de comportamiento
alternativas y socialidades inconformistas dictadas por la aplicacioí n desacomplejada de reglas de juego
compartidas desde el inicio; el moí dulo encierra un evento que es a la vez experiencia somaí tica, vivencia
relacional y experimento societario de desinhibicioí n o, hasta cierto punto, de renaturalizacioí n. El
Contact consistioí sustancialmente en “aclimatar” la utopíía amorosa de 1968. Pronto o tarde habraí que
analizarlo a luz de los conceptos “inmunoloí gicos” que persuadieron Sloterdjik a ver en el invernadero
una de las figuras síímbolo de la Cultura occidental y de su manera de lidiar con la alteridad (Sloterdjik,
2014). No quiero infravalorar la grandeza del invento de Paxton: si hay un aspecto absolutamente
conmovedor en eí l, es el hecho de que redescubrioí o hizo re-descubrir con elocuencia ineí dita la relacioí n
entre amor y precisión. Si pensamos en la precisioí n de la madre en captar las necesidades afectivas y
somaí ticas del bebeí , que no tiene discurso para expresarlas, estaremos pensando en algo muy parecido
al intercambio de responsividad ponderal entre sujetos somaí ticos que el Contact Improvisation tiende a
fomentar. Si es cierto que esta “maternalidad”, esta poeí tica del cuidado instintivo remite a la especíífica
militancia de Paxton en pos de una revisioí n de los estatutos del contacto y del deseo masculinos, no es
menos cierto que la “ley amorosa” de la responsividad como virtud cognitiva y subjetiva fue a su manera
una somatizacioí n directa de la fantasíía estructural del 68, que consistíía en declarar guerra al mundo de
los padres y a todo cuanto pudiera representar ese mundo en concepto de responsabilidad, discurso, ley,
programa, prescripción.
La coreí utica de una jam de Contact que reuí na a muchos improvisadores representa asíí la extensioí n
aleatoria o la proliferacioí n de un ethos taí ctil cuyo modelo no deja de ser, en uí ltima instancia, la pareja:
en el corazoí n de su mensaje políítico estaí una propuesta de adopcioí n sin filtros del paradigma de la
privacidad como paradigma de la colectividad. Poderosa herencia de la geografíía eroí tica del 68, que
volverííamos a encontrar intacta, entre otros, en hitos performativos como Paradise Now del Living
Theatre (1968) u Orghast (1971) de Richard Schechner (Helfer y Loney, 2012), y en incontables himnos
pop (la demencial Imagine de John Lennon en cabeza); y que consistíía en predicar la conviccioí n de que
las formas del contacto ííntimo y de la proximidad amorosa pudieran convertirse sin maí s en paraí metros
generales y literalmente tangibles de convivencia: all you need is love.
Se precisa aquíí una cierta cautela: suele haber mucho eí nfasis sobre la nobleza del contact en desviar o
sustraer el contacto fíísico a las regiones tanto eroí ticas como “agoí nicas” que habíía tradicionalmente
habitado en el imaginario colectivo de occidente. Ha habido mucha retoí rica sobre su castidad a la hora
de sumir cuerpos en situaciones de proximidad bastante extremas y en predicar una disponibilidad
subjetiva al contacto total, precisamente porque este caraí cter indiscriminado y total del roce, que finge
desconocer toda topografíía eroí gena, termina paradoí jicamente por de-genitalizar la intimidad. El
Contact es, digamos, sexual sin ser sexo. La vigorosa recomendacioí n para todos los participantes a
ducharse antes de lanzarse al groove de los rolletes ponderales es parte de este programa de
“sanitizacioí n” simboí lica. Es sabido con queí ira solíían reaccionar improvisadores de improvisadoras
navegados a las erecciones ocasionales y a palpaciones impuras de esos improvisadores novatos que
patentemente no entendíían los cometidos superiores del nuevo deporte. Mal afortunadamente, la
exeí gesis del Contact como dispositivo aneroí tico y la fuerte insistencia en la castidad de sus dinaí micas
sensuales, sesgan un poco la verdad de los hechos. El contact puede síí parecer el escenario de un
erotismo maternal y, por extensioí n, una versioí n taí ctil o haí ptica de amor universal, una evangeí lica orgíía
de bien intencionados, pero soí lo porque, anñ os antes, el 68 ya habíía fomentado una histoí rica
descompresioí n del eros. La contestacioí n fue tambieí n esto: el teatro de las mil distensiones de Eros, que
por primera vez desertaba la esfera de la privacidad pecaminosa, de las irregularidades subjetivas, de
las tensiones e insatisfacciones, de los antagonismos sexuales, para convertirse en una experiencia
socializable, luí dica y natural o naturalizable. En el horizonte del coito campestre sesentayochesco
acecha el candor pre-genital de Adaí n y Eva (que desde luego, seguí n los exegetas medievales, tambieí n
hacíían sexo, antes del pecado original, en total desconocimiento de intensidades o discreciones
eroí genas: su contacto era a la vez total e inmaterial; su placer absoluto y des-localizado. Puede que lo
improvisaran en una esterilla).
El proyecto contestatario de revisioí n del imaginario eroí tico dio lugar sustancialmente a un curioso
juego de retroalimentaciones, en que la ensonñ acioí n comunitaria de una sociedad natural y sin clases se
filtraba en el paso a dos de la relacioí n ííntima, que a su vez repercutíía en los escenarios de la ensonñ acioí n
comunitaria. Lo bonito de la “maí scara de eros” que el contact improvisation esgrimioí era que por un
lado la praí ctica aspiraba por primera vez a sortear todo acto de sublimacioí n; por el otro, terminaba
ofreciendo paradoí jicamente una ilustracioí n bastante pura del concepto de sublimacioí n tal y coí mo lo
entendioí Freud, al sugerir que solo una energíía libidinal oportunamente desviada consigue convertirse
en fuerza civilizadora, constructora de sistemas sociales, y formatos de convivencia. La castidad
paradoí jica del Contact, que se pretende absolutamente fíísico pero tambieí n absolutamente casto, traza
con precisioí n los confines del problema. Un eros luí dico, maternal, natural, no sabríía a largo plazo
satisfacer ni las expectativas eroí ticas ni las expectativas polííticas de occidente. Y me atreveríía a decir
que esto ocurrioí , en el caso especíífico del Contact Improvisation, porque al intuir que ambas esferas, la
políítica y la libidinal, obedecíían a insoslayables paraí metros de poder, Paxton obedecioí al instinto
benigno de crear un campo de interacciones en el que el poder se viera sustituido integralmente por la
posibilidad.
Las consecuencias formales del Contact a raííz de esta herencia eroí tica son incalculables. La primera fue
que la danza se convirtiese paradoí jicamente en la sede simboí lica de una progresiva eclipse del rol de la
pareja como lugar preferente de la intimidad, y una progresiva evaporacioí n de su caraí cter de
“excepcioí n” dentro del marco social. Al dejar de constituir una excepcioí n a la norma societaria, la
intimidad se propuso por primera vez la eventual raííz de una reforma integral de esa misma norma.
La segunda fue que esta hipertrofia de la intimidad y de su paradigma de literalidad (contacto fíísico
contra la proximidad simboí lica de las relaciones sociales) comportoí , tanto en el contact improvisation
como en su contrapartida europea, el Tanztheater (Fratini, 2018) una paradoí jica eclipse del formato
paso a dos, uno de los maí s tradicionales de la danza, y el maí s representativo de la civilizacioí n del Ballet:
imposibilitado o desatendido por disavowal (y abocado por ende a formas violentas de contacto) en el
Tanztheater; neutralizado por totalizacioí n, por extincioí n de su “diferencialidad” en las poeí ticas del
Contact.
El decaí logo relacional del 68 y de sus retornos improvisativos no es inmune, desde luego, al terrible
deí ficit de “programa” que fue la enfermedad primitiva de la contestacioí n. Es maí s: en muchos aspectos
representoí la epíítome de esa carencia, su expresioí n maí s carismaí tica. Puede que conozcaí is una hermosa
pelíícula de Michelangelo Antonioni, titulada Zabriskie Point (1970). Curiosamente protagonizada por la
hija de Anna Halprin, Zabriskie Point es un extraordinario alegato sobre el legado de melancolíía del 68.
En una de sus secuencias maí s famosas se muestran varias parejas o trííos de joí venes, como si fueran la
extensioí n y proliferacioí n oníírica de la relacioí n sexual entre los protagonistas, haciendo el amor en
alguí n paí ramo polvoriento del desierto americano. El escarceo empieza como un juego harto infantil
para ir progresivamente a maí s, sin perder en ninguí n momento su caraí cter luí dico, pueril, inocente. Al
ambientar en pleno desierto todo este retozar de coitos juveniles, Antonioni habíía encontrado una
manera muy empaí tica de celebrar el suenñ o amoroso del 68, y al mismo tiempo una manera muy luí cida
de aislar la fuerza mayor y la debilidad maí s insoslayable de ese suenñ o, su infecundidad políítica: su
ampararse en una ausencia, caí ndida y total, de pasado y de futuro.
Los chicos del 68 son la encarnacioí n maí s extrema del proyecto anti-genealoí gico de occidente: sin
maestros, sin padres, sin madres, sin historia, sin programa, sin futuro, sin ropa, sin miramiento, sin
astucia, sin parar. El amor fue para ellos este momento aí lgido de pura presencialidad, y un
extraordinario condensado del uí nico mundo que efectivamente les interesara, del uí nico programa que
se les antojara tangible. El Contact supo en un cierto sentido reproducir las condiciones de
inmemorialidad que ese suenñ o precisaba para perpetuarse como ejercicio cultural; o para esbozar una
hipoí tesis de politizacioí n del comportamiento cotidiano a condicioí n de que la misma politizacioí n no
tuviese ninguna salida polííticamente plausible (que el amor prescindiera del sexo; que la políítica
prescindiera de la políítica). Si duda la comunidad del Contact es menos caí ndida, maí s “concertante” que
un juego de amor en el desierto. Al mismo tiempo es mucho maí s intencional y depuradamente
somaí tica. Sin embargo, su sola manera de configurarse como alegoríía somaí tica de un futuro políítico es
dotarse de las condiciones y protecciones que la aííslan de toda confrontacioí n directa con la políítica y la
historia reales. Segregar es, en un cierto sentido, su uí nica manera de emancipar homeopaí ticamente. El
futuro puede jugarse, vivirse y experirse porque, una vez maí s, ya no va a venir.
Contact quaterly, revista oficial de la comunidad internacional del contact, durante varios anñ os permitioí
a improvisadores de todos los niveles entrar en contacto, viajar, conocerse y experimentarse
precisamente a traveí s del contact. Un par de deí cadas antes del boom de internet, de los chats y de los
social networks, Contact quaterly logroí efectivamente ser el primer medio operativo de intercambio de
intimidades entre desconocidos. Lo digo un poco en broma, aunque la broma merece una reflexioí n: las
comunidades telemaí ticas y los modelos coreí uticos determinados por esas comunidades (en un tiempo
en el que la conexión ha sustituido la norma del contacto, y en el que la digitalizacioí n ha absorbido todos
los paradigmas de la somatizacioí n), seríían el cumplimiento coherente y paradoí jico, la versioí n invertida
(como ocurre con muchas cosas de la posmodernidad tardíía), de la misma utopíía o de la misma norma
de intimizacioí n de la socialidad, que el contact improvisation habíía predicado como utopíía vivible: a la
intimizacioí n de la socialidad se sobrepondraí la socializacioí n del aislamiento; a la totalizacioí n del
contacto su banalizacioí n; a la normalizacioí n de la excepcioí n relacional una monstruosa normalizacioí n
de la excepcioí n pornograí fica; al sexo sin genitalidad una impensable genitalidad sin sexo. El Contact
Improvisation es parte de la historia cultural de eros. Y por muy deprimente que nos parezca, existe una
analogíía reveladora entre la difusa conviccioí n actual de que follarse sea la manera maí s directa de
conocerse y la creencia, compartida por tantos en los anñ os 70, de que la improvisacioí n de contacto
tambieí n fuera la manera mejor y maí s directa de conocerse. Haber avalado la idea de que el sexo sea
depositario de alguna verdad (por no decir de la Verdad), y haberle asignado a la sexologíía los
privilegios de una ontologíía ha poderosamente contribuido al deterioro de nuestro “instinto de
colectividad”. Como bien establece la etimologíía real de la palabra, lo público no ha sido nunca tan
púbico.
De una forma totalmente impredecible y preterintencional, las distensiones eroí ticas del 68
representaron el wishful thinking en el que se trocaríía la poderosa campanñ a consumista por venir de
socializacioí n de la sexualidad, de transicioí n insensible de los valores de normalizacioí n a los diktats de
normativizacioí n. No estoy seguro de que quitaí ndole misterio, pecaminosidad y irritabilidad a los
asuntos ííntimos los chicos del 68 nos beneficiaran tanto. En primer lugar porque, si su revolucioí n sexual
fue de las pocas herencias que no conocieron vuelta atraí s despueí s de la desbandada, fue uí nicamente
porque el Neoliberalismo intuyoí en esta vaí lvula de desahogo un poderoso instrumento de disuasioí n y
un titaí nico motor de rentabilidad (era en suma muy oportuno que el sexo se convirtiera en producto, en
experiencia cultural y, por queí no, en frente de disidencia soft). En segundo lugar porque la progresiva
socializacioí n de la sexualidad que se dio a raííz del encauzamiento de esa revolucioí n es tambieí n
responsable de que Eros haya ido a refugiarse en estructuras de deseo cada vez maí s asociales, en
fantasíías cada vez maí s violentas y en una pornografíía cada vez maí s homicida. Existe un fuerte riesgo de
que las nuevas comunidades basadas en la intimidad fíísica pasen a ser no ya la subversioí n, sino la
contrapartida cultural, el complemento necesario o el penchant socializable de este Eros cada vez maí s
asocial; que en el trasfondo de los actuales (ab)usos sociales, todos altamente toí xicos, del contacto
fíísico, de la intimidad y de la sexualidad, la comunidad visceral termine desempenñ ando una funcioí n
detox o chill out, que es loable mientras se la enfoque terapeí uticamente, pero bastante deleznable como
respuesta políítica.

13
Como su mismo nombre sugiere, el Contact configura un universo de relaciones eminentemente
haí ptico. A raííz de esta primacíía del contacto, el Contact constituye tambieí n la primera “teí cnica”
cabalmente posmoderna, en la medida en que sustituye los paraí metros de conocimientos y destrezas
aprendidas, propios de las grandes teí cnicas modernas, con nuevos valores de cognicioí n. Tambieí n en
esto - en proponer un paradigma pedagoí gico alternativo todo sistema de ensenñ anza previo, y en
unificar aprendizaje, prestacioí n y creacioí n - el Contact prefigura poderosamente unos cuantos rasgos
del que se llamaraí dispositivo coreograí fico a partir de los 90. Ahora bien, la palabra “cognicioí n” designa
un conjunto de conceptos elaborado en su tiempo por la biologíía, que adoptoí el teí rmino para definir la
especíífica inteligencia, el saber aural o instintivo de conjuntos emergentes como los ecosistemas. En el
medio bioloí gico, la cognicioí n es conocimiento inmanente: un saber por inmersión y por contacto, que no
precisa de ninguí n acto de memorizacioí n.
Posiblemente, uno de los problemas de las coreí uticas que se desplegaraí n en las deí cadas posteriores (a
partir de los 70), seraí poder negociar una desvinculacioí n de estos dos principios: descubrir una
cognicioí n capaz de prescindir del contacto (y por ende entrenar un cierto potencial intuitivo, una cierta
cualidad de atencioí n o de tensioí n inmanente, una cierta phronesis). La uí nica alternativa seraí reeditar la
cognicioí n en una versioí n maí s extrema o pre-humana, entregaí ndola a valores regresivos de des-
subjetivacioí n total. La coreí utica posmoderna es en suma angelical o animal. La paradoja es que
precisamente el Contact Improvisation, que en muchos aspectos abre la víía a estas opciones regresivas,
no es bajo ninguí n concepto un lugar de anulacioí n de la dialeí ctica o de neo-animalismo (tal vez porque
su ethos especíífico es darle una forma somaí ticamente graí fica al intercambio dialeí ctico en síí); humanista
y progresivo en sentido estricto (expresivo, tambieí n, de cierto humanismo laico) el Contact se mantiene
maí s bien en una especie de umbral críítico, en el que la singularidad concreta remplaza la subjetivacioí n
abstracta precisamente para evitar las derivas ideoloí gicas de una de-subjetivacioí n sin flecos. Y si cabe
un ulterior giro paradoí jico en esta argumentacioí n, lo que permite al Contact ser maí s polííticamente
toí nico que muchas de las coreí uticas que lo emularaí n o sustituiraí n, es precisamente el hecho de que,
muy a pesar suyo, sigue siendo atravesado por fuertes dejes de neurosis histoí ricas, y sigue manteniendo
amplios maí rgenes de proyeccioí n personal (amplios maí rgenes, por ejemplo, de tergiversacioí n eroí tica).
Su debilidad es tambieí n su mayor antíídoto al sííndrome peace, love & patchouli que afectaraí muchos de
los experimentos posteriores.
¿En queí consistiraí la diferencia entre ensonñ aciones coreí uticas progresivas y regresivas? Que en las
segundas primaraí n las retoí ricas anti-pedagoí gicas del desaprendizaje desinhibidor (“olvida todo cuanto
hayas aprendido, vueí lvete bebeí , cuadruí pedo o paramecium, y deí jate transportar arrobado por la onda
de la dividualidad”). En las primeras, al contrario, se priorizaraí n las retoí ricas neo-pedagoí gicas de la
mathesis reinhibidora: el colectivo tendraí que aprender a conspirar y a evolucionar a partir no ya de una
abolicioí n sino de un uso discrecional y astuto de singularidades irreducibles.
De este doble sino cognitivo (que termina siendo un gradiente de madurez políítica) sale el tupido linaje
de las comunidades coreí uticas que han protagonizado la praxis de los treinta uí ltimos anñ os. Las
llamaremos comunidades de atención o comunidades de percepción. Responden de forma maí s o menos
consciente, y con efectos maí s o menos “lenitivos”, a la vaga sensacioí n de que la comunidad se haya
suficientemente esfumado (o haya suficientemente dejado de ser un destino) como para necesitar una
reconstruccioí n cautelosa, un ejercicio de intuicioí n, y un gesto compartido, siempre dudoso, de
orientación. No es un caso que coreuí ticas de este tipo casi siempre insistan en desplazamientos
mutidireccionales, y que por efecto de estos desplazamientos el grupo humano que las escenifica
parezca, por decirlo asíí, cohesionadamente errático (no sabe adoí nde va, pero compartir esta ignorancia
le permite mantener su unidad). Si se interpreta esta desorientacioí n compartida como una figura de la
migración, la accioí n grupal seraí una metaí fora eficaz de la situacioí n en la que se encontraron las
colectividad en el momento, allaí por los 90, de mayor disgregacioí n de todo instinto de colectividad
(cuando literalmente lo colectivo y lo social emigraron a otra parte del mundo); si se la intepreta como
figura de la emulación, seraí una buena metaí fora de la nocioí n de tendencia - la fuerza que, a partir de la
eclipse de lo colectivo, se ha convertido en el uí nico principio de convergencia de las voluntades -; si se la
intepreta como una figura de la irresolución, representaraí en cambio una buena metaí fora
metadiscursiva del mito de la comunidad tal y coí mo se presenta en la sociedad de consumo y
explotacioí n que sigue al desmoronamiento de las ideologíías: un wishful thinking que va dando vueltas
encerrado en la esterilidad de su “cíírculo virtuoso”. Y si es cierto que todas estas coreí uticas son hijas de
la vaga intuicioí n de que lo colectivo, lo social y lo comunitario esteí n esfumaí ndose en pos de una
entidad, seguí n los puntos de vista, manipulable o inmanejable como la masa, no es menos cierto que
todas intentan precisamente desglosar, templar, discrecionalizar la pesadilla de la masa, convirtieí ndola,
si se me pasa el juego de palabras, en masa crítica. Todas ellas describen un flujo (y en muchos aspectos
remplazan con paraí metros de flujo los paraí metros de aclamacioí n o concentracioí n propios de
coralidades maí s antiguas); pero tambieí n todas ellas, conociendo los peligros y ambivalencias del
mainstream o flujo mayoritario, intentan hilar algo asíí como la hipoí tesis de un “flujo minoritario”, un
meanstream. Demasiado sigilosas como para parecer religiosas u orgiaí sticas, le deben todas ellas a su
sigilo, a su cariz metodoloí gico, la capacidad de precipitar la incertidumbre políítica en una modalidad
poética.
No por ende de extranñ ar que las “comunidades de atencioí n” que en los 90 cautivan las poeí ticas de
danza sean perfectamente contemporaí neas de la fase avanzada del semio-capitalismo, con su ajuar de
hiper-estimulaciones, digitalizaciones y virtualidades. Todas ellas son “coreí uticas analoí gicas”: se basan
en impresiones, infidelidades, intuiciones, semejanzas, inexactitudes y destiempos armoí nicos. Este
cariz de aproximacioí n es realmente un sucedaí neo formal, en ellas, de los valores de proximidad fíísica
que el contact improvisation habíía en su tiempo destacado, y que a partir de la descompresioí n post-
sesentayocho se convirtieron en la libido nuestra de cada díía. Como el trabajo de Aimar ha intentado
demostrar, en los 80 soí lo la enfermedad consiguioí desbanalizar el contacto y re-negociar su potencial
semaí ntico.
Por extranñ o que pueda parecer, los dos verdaderos mellizos de la globalizacioí n son la de-
responsabilizacioí n garantida del sujeto y su responsabilizacioí n sin garantíías. El sistema nos invita e
insta a consumir cada vez maí s irresponsablemente; pero a la vez, precarizaí ndonos y acelerando una
contraccioí n sin precedentes del estado de derecho, nos hace rematada y salvajementemente solos,
responsables uí nico de nuestra propia productividad; consumidores desquiciados por un lado -
trabajadores desesperadamente “autoí nomos” por otro. O mejor auí n, trabajadores dispuestos a
cualquier precarizacioí n, y a la eclipse de cualquier garantíía con tal de acceder al uí nico derecho al que
seamos ya sensibles, que es el derecho al sobre-consumo. Como Mark Fisher subraya, la boga
terapeí utica light que desemboca en el demencial invento del coaching existencial es absolutamente
coí mplice del mismo paradigma de empresarializacioí n de la subjetividad que nos hace a todos creadores
autónomos de nuestra felicidad, y que es una extensioí n antropoloí gica del mito americano (mierdoso
donde lo hubo) del self made man (Fisher, 2016). La epíítome del actual modelo de hiper-consumo
fundamentado en la mismíísima precarizacioí n que produce sin miramientos es la AirBNBificacioí n de las
ciudades provocada por el turismo de masa. El consumo de experiencia proporcionado por la industria
turíística, si por un lado satisface la imperiosa necesidad de una disidencia de pacotilla (“ciudadanos de
un lugar llamado mundo”), por otro proporciona una apreciable descompresioí n a la opresioí n capitalista
que la genera. Es, en muchos aspectos, el nuevo ridíículo modelo de “emigracioí n” occidental. Habraí cada
vez maí s ciudadanos de Europa dispuestos a vivir y trabajar precariamente toda la semana para pagarse
el lujo de vivir durante el fin de semana en lindos pisos de disenñ o de otras ciudades: la posibilidad de
ejercer este capitalismo homeopaí tico, performativo y espectacular le valdraí a cada vez maí s gente un
actitud tolerante hacia los estragos del capitalismo de verdad. Cuando ofertamos al puí blico laboratorios
de sentimiento comunitario, hemos de vigilar que estas experiencias no se conviertan en formas de
turismo ideoloí gico. Proporcionar pííldoras de vivencia emancipadora soí lo sirve, en muchos casos, para
dejar intacta la no emancipacioí n, el cataí logo de manipulaciones al que el mismo puí blico se veraí
sometido una vez acabada la experiencia.
Ahora bien, la responsividad celebrada como un recurso inaudito en materia políítica y social por
muchas de las poeí ticas grupales posteriores al 68 se caracteriza de hecho por una ambivalencia
pronunciada. Por un lado no coincide con la nuestra ideas recibidas sobre el concepto de
responsabilidad (no pasa por instancias eí ticas, sino “etoloí gicas”; sus transmisores son de tipo
perceptivos o somaí tico; resulta “distensiva”, porque el grupo carga con una parte considerable de las
decisiones). Por otro, sus automatismos, sus prerrogativas aurales y carismaí ticas la exponen a toda
posible deriva míística. Concebida para reformular la responsabilidad políítica en teí rminos menos
“duros”, corre sin embargo el riesgo de fomentar una teodicea de las pulsiones colectivas. La dialeí ctica
planteada por Paxton es maí s actual que nunca: se trata de saber diferenciar entre las vibraciones
imprecisas del amor universal, y la cautelosa precisioí n del cuidado singular. Puede que en uí ltimo
anaí lisis descubramos que el amor propiamente no constituye ni una garantíía ni de lucidez políítica, ni
una fuente infalible de justicia social. En el gran artíículo de Lepecki sobre coreopolíítica, hay mucha
insistencia sobre la necesidad de la planificacioí n, sobre la idea de que la espontaneidad no representa
ninguna arma políítica, al contrario: expone faí cilmente sus usuarios a cierto tipo de mercantilizacioí n
(que tratareí en la uí ltima parte de esta reflexioí n). Maí s en general, tenemos un problema si la relacioí n
con el futuro promovida por las izquierdas tiende a reposar cada vez menos sobre el deseo (que es un
agente estructurante) y cada vez maí s sobre la pulsioí n (que es un poderoso disolvente): porque el
caraí cter maí s exquisitamente propio de las pulsiones es el de proporcionar a la psique un goce
paradoí jico a través del fracaso. Vividas pulsionalmente, las veleidades de cambio no hacen sino
retroalimentar su determinacioí n a fracasar.
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Salvando algunas diferencias operativas, podemos rastrear varios de los aspectos mencionados hasta
aquíí en praí cticas improvisativas grupales como el flocking; en cierto tipo de coreografíía
“polisincroí nica”, como la que se expresa en los meí todos composicionales de Thomas Hauert (pienso en
trabajos como Accords de 2008); o en performances colectivas como los Fernands inventados por Odile
Duboc en los 90. Me limitareí a algunas observaciones sobre cada uno de estos formatos.
El flocking es la aplicacioí n maí s literal de las metaí foras migracionales y de las ideas de flujo que he
evocado anteriormente. Comunidad aural cuya cohesioí n reposa sobre un ejercicio colectivo de escucha
e intuicioí n (en el flocking supuestamente no hay copia directa - su retoí rica se vendríía debajo de tener
admitir que alguien “hace trampa” -), en ausencia de toda instruccioí n por un lado, de todo contacto por
otro. Es sin duda la coreútica maí s soft de todos los tiempos (lo que le ha brindado cierto eí xito en las
arenas de la danza de inclusioí n), y la mejor descripcioí n fenomenoloí gica para el tipo de accioí n que
exhibe seríía la de “flujo de discreciones”. Todo maravilloso, de no ser que, persiguiendo las analogíías
zoomoí rficas que ennoblecen su cometido (bandada de paí jaros, rebanñ o de ovejas, y un largo etceí tera de
figuras bucoí licas de la togetherness), los practicantes del flocking pierden de vista otras analogíías, maí s
preocupantes. Existe de hecho una continuidad entre las figuras de flujo que el flocking (juntamente con
mucha coreografíía contemporaí nea) intenta afianzar y la religioí n del flujo de datos que, en la era digital,
conforma eso que Roberto Calasso ha recientemente definido como “Dataíísmo” (Calasso, 2017): basado
en un fuerte desprestigio de la vida interior como coto de caza de las verdades, el dataíísmo es la
tendencia de todos a confiar, con proyecciones maí s o menos transhumanas, en la autoevidencia del flujo
de datos y de nuestra inmersioí n en ellos como sucedaí neo vivencial de toda contemplacioí n. El
agilipollamiento delante de la pantalla no deja de ser un Nirvana al alcance de todos. Puede decirse que
el flocking¸en ciertos aspectos, somatiza esta nueva estructura fenomeí nica, o esta nueva tipologíía de
ensimismamiento extaí tico. Es maí s: puede temerse que, con esta tierna indiferencia autoinmune, con su
beato andar a ninguí n lado (porque emigrar es maí s importante que llegar), la onda corta del flocking, su
flujo discrecional, termine siendo una especie de tapadera poeí tica para los verdaderos flujos indiscretos
y continuos de la posmodernidad - los uí nicos realmente cargados de polaridad políítica - : turismo e
inmigracioí n; termine en suma escenificando la ceremonia identitaria de una pseudo-comunidad que se
encuentra a síí misma perdieí ndose en sí misma propio en anñ os en que la cuestioí n políítica maí s candente
concierne esas no-comunidades que, de forma voluntaria o involuntaria, por exceso de consumo o por
carencia de todo, se pierden a sí mismas.

El meí todo de composicioí n de Thomas Hauert, y de muchos de los artistas que se remiten a su
imprinting poeí tico, ofrece una buena metaí fora cineí tica de “navegacioí n grupal a vista”: los bailarines
tienen una idea nebulosa y abierta de los lugares formales por los cuales han de pasar; pero al no haber
jerarquizacioí n entre los inteí rpretes, aunque todos los componentes del grupo escuchen la misma
muí sica, cada uno de ellos estaraí en todo momento trabajando en la interseccioí n sutil entre su idea
personal de musicalidad y su imitacioí n de los movimientos ejecutados por los demaí s. Lejos de migrar
hacia una simplicidad holíística (como ocurriríía en un Flocking) su atencioí n estaí desdoblada, por no
decir dividida. Intentaraí por ende respetar en todo momento el cometido (políítico donde lo hubo) de no
hacer nada que sea absolutamente personal, asegurando al mismo tiempo un cierto margen concertable
de singularidad fenomeí nica. No limitarse a copiar, y verse obligados a proporcionar una interpretación
de los signos ajenos que pueda inscribirse sin desafinar en el conjunto, es igual o maí s difíícil que cenñ irse
a un sincronismo perfecto.

Los fernands de Duboc representan un fenoí meno incluso maí s extremo. Un fernand (Duboc creoí y
nombroí este ejercicio grupal a comienzos de los 90) es fundamentalmente una improvisacioí n en
espacio puí blico llevada a cabo por una pandilla de inteí rpretes “compinchados” (en este aspecto un
fernand funciona como un détournement situacionista). Suele consistir en improvisar pequenñ as
acciones a condicioí n de que dichas acciones no se presenten nunca como “pasos de danza”. Las
“incidencias” gestuales asíí producidas son acto seguido retomadas por otros inteí rpretes que se
encuentren a una cierta distancia (el procedimiento es parcialmente deudor de ciertas praí cticas de
Trisha Brown, como Fire and Roof pieces de 1973). A medida que esta estrategia de emulación
disimulada o de telepatíía gestual va desarrollaí ndose, un fernand puede desembocar en algo asíí como
una coralidad coincidental (porque la parte de transeuí ntes que consigan captarla la intepretaraí en un
primer momento como una pura “coincidencia”). El puí blico, tambieí n advenedizo o incidental, podraí
reconocer o no reconocer la existencia o pregnancia de esta comunidad subliminal, invisible,
premeditada, conspiratoria. Mantener los paraí metros de cohesioí n en un curioso punto “anadiomeno”,
de emergencia y desaparicioí n, de visibilidad e invisibilidad, es probablemente la alegoríía políítica maí s
sutil de Duboc: la comunidad que viene (para usar una expresioí n de Giorgio Agamben) no es
precisamente una reivindicacioí n plateal de identidad compartida, y no es una circunstancia causal
(porque quiere si acaso trasmitir una sensacioí n de casualidad significante). La comunidad que viene
hace conscientes de su venida porque juega el juego de su propia eclipse, de su retiro hacia lugares de
observacioí n maí s pensativos; y lo juega con medios paradoí jicos. Es una circunstancia fatal.
En resumen, es significativo que buena parte de los formatos coreí uticos mencionados cundiera sobre
todo a finales de los 80, cuando con la caíída del muro el neo-capitalismo hedoníístico-subjetivo terminoí
de afianzarse como un modelo uí nico de convivencia, y el suenñ o de colectivizacioí n se fue a la papelera de
la historia. Podríía decirse que, para todas estos correlativos grupales de la idea de comunidad, la utopíía
ha dejado de ser el “lugar ausente”, el Paíís de Nunca Jamaí s que habíía sido para las generaciones
sonñ antes de la deí cada anterior, y se ha convertido en un “lugar de la ausencia”. De entre todos, el
fernand es posiblemente el que con maí s pertinacia ha intentado producir una estrategia de “ausencia
colectiva”. Duboc fue profeí tica: mucho antes de que la epidemia telemaí tica diezmara nuestra
inteligencia social, ya habíía intuido que el potencial de disuasioí n ideoloí gica y de inanidad políítica, la
receta de opresioí n consensual implíícitos en la nocioí n de social network o comunidad virtual estribaríía
precisamente en la hiper-visibilidad (y en la elevada tasa de desinhibicioí n) que la performance de la co-
presencia virtual impone como un must. Y contra el espectro de esta comunidad abstractamente
concentrada que el capitalismo deparaba avanzoí la hipoí tesis de una comunidad concretamente des-
concentrada (por no decir dispersa), invisible, inaparente, e imperformativa (al menos en la medida en la
que no poníía ninguí n eí nfasis especíífico en su accioí n, y no invocaba a gritos la atencioí n del puí blico).
En los dos extremos de las fantasíía colectivas sobre coralidad estaí n un paradigma de aparicioí n y uno de
desaparicioí n. Todo el intervalo mediano se ve ocupado, literalmente, por praí cticas de transmigracioí n
cineí tica que a su vez, cuando no delatan una cierta erraticidad ideoloí gica, atestiguan (exactamente
como la migracioí n animal) de un claro esfuerzo por conseguir la supervivencia ideoloí gica de la utopíía
en otros lugares, bajo microclimas maí s favorables.
Ahora bien, la diferencia entre visibilidad e invisibilidad - entre la comunidad como agente de
ocupación o reconquista del espacio societario, y la comunidad como sujeto de desocupación y cesión de
ese espacio - ritma la disyuntiva, muy propia de nuestra eí poca, entre las praí cticas coreí utico-
comunitarias impulsadas desde el microclima de la alta Cultura (vanguardias incluidas) y las praí cticas
coreí utico-comunitarias que emergen del nuevo universo del consenso; entre disidencias discrecionales
y disidencias espectaculares.

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Hablaríía en suma (para hacer un juego de palabras) de una disyuntiva entre prácticas de invisibilidad y
visibilio de la praí ctica. Visibilio de la práctica es la prestacioí n especíífica (deportiva, autoí gena, auto-
esteí tica, cosmeí tica y mediaí tica) que en tiempos de totalitarismos espectacular resume los efectos
consensuales de una disidencia bien encauzada y bien rentabilizada. Involucra a vario tíítulo (y con un
objetivo incombustiblemente uí nico): 1) el Flashmob; 2) el cataí logo infinito de las especialidades de
fitness especialmente dirigidas a cabalgar endebles fantasmas de agresividad (Body Kombat, Body
Attack, Camp Training, Crossfit); 3) el cataí logo infinito de las actividades deportivas dirigidas a cabalgar
endebles fantasmas de creatividad (Aerobica, Zumba, Ballet Fit, Total Cycle, etc.); 4) Una cierta variedad
de dromologías o comprtamientos grupales asociados al consumo de muí sica, en el clubbing o en los
conciertos; 5) La casi totalidad del universo Hip-Hop, tanto como praí ctica que como representacioí n.
Hablamos de un espectro de fenoí menos tan amplio que lo maí s praí ctico seraí , una vez maí s, formular
diagnoí sticos de tipo general para remitir a ejemplificaciones muy puntuales.
Como he dicho en la primera parte de este recorrido, no hay una sola praí ctica coreuí tico-improvisativa,
en el medio de la danza contemporaí nea reciente, que no sea, de una manera o de otra, analógica.
Tambieí n he insistido en que este analogismo estaí en todo momento atestiguando de la peí rdida del
original (la comunidad como hecho o la comunidad como credo) que se intenta reproducir, reencarnar,
reconstruir o conjurar. Siguiendo el hilo de la misma metaí fora, puede resultar conceptualmente eficaz
definir las ensonñ aciones coreuí ticas restantes (las que acaparran la atencioí n de los medias), como
prácticas digitales: quizaí s porque su relacioí n con los medios virtuales goza de una salud inimaginable
en el medio de la danza de arte; quizaí s porque parte de su poeí tica (pienso sobre todo en el Hip Hop)
estaí patentemente dictada por valores icoí nicos y dinaí micos que se han dado uí nicamente en el medio de
las imaí genes teí cnicas y editables (Fratini, 2016b); quizaí s porque, frente a la cautela utoí pica de otras
praxis, la comunidad happy happy del Capitalismo festivo somete su inmanencia a preceptos casi
absolutos de alta fidelidad: aquíí la comunidad aparece auto-evidente en la medida en la que es tambieí n
del todo inexistente. Como todo fenoí meno virtual en sentido propio, posee la doble facultad de ser y a la
vez no ser ahíí donde la vemos darse espectaí culo. Si lo analoí gico se mueve todavíía en la linde angustiosa
entre ontologíía y hauntologíía (de ahíí su cautela); lo digital ha enterrado toda ontologíía en pos del
espectaí culo (de ahíí su protervia). Por eso mismo, si las coreí uticas independientes tienden a rehuir los
atajos perceptivos o los alicientes espectaculares, es natural que las coreí uticas mainstream
repropongan sin complejos, en pleno siglo XXI, todos los valores formales inaugurados en su tiempo por
los “ornamentos de las masas” del totalitarismo histoí rico (rangos, simetríía, sincronismo, frontalidad,
etc.), y heredados tempestivamente por la esteí tica del musical (Kracauer, 1921).
Coreí uticas digitales seraí n , en resumidas cuentas, todas las que reproducen las heterotopíías regresivas
de la comunidad en teí rminos muy unilateralmente conflictivos, disidentes o concordes., que todos ellos
resultan perfectamente consensuales, por la simple razoí n de que el equilibrio del sistema necesita
entretener la colectividad en el espectaí culo de las loí gicas oposicionales y de los contrastes histeí ricos.
Una disidencia que se deja ubicar y consumir como espectáculo es suficientemente inane como para
poderse permitir todo tipo de sobreactuacioí n. O viceversa: una disidencia se sobreactuí a soí lo para
encubrir neuroí ticamente su total inanidad políítica.
Durante algunos siglos la revolucioí n ha sido, a su manera, una tipologíía especíífica de fiesta (y la fiesta
una tipologíía especíífica de revolucioí n - veí ase De Marinis, 1974). Las coreí uticas de la posmodernidad
dan opuestamente voz al deterioro de esta analogíía: cuando no son revoluciones sin fiesta (del lado de
la danza contemporaí nea) son directamente fiestas sin ninguna revolucioí n (del lado de la cultura
mainstream), y poco importa que se proclamen “revolucionarias”: las llamadas fiestas revolucionarias
que Jacques-Louis David organizoí en pleno Terror, o los reenactments multitudinarios que Eizenstejn
montoí a pocos anñ os de la Revolucioí n de octubre no teníían otra funcioí n que la de presentar el consenso
en la forma de una espectacular pantomima de disidencia. El nuevo orden, en otras palabras, estaí
sediento de disidencias juveniles (o simples pataletas) que entrenan el imaginario de todo a simplificar
draí sticamente los polos de las tensiones polííticas. Heredera digital de los clamores de 68, la disidencia
pop-rap no conoce ni melancolíía ni anacronismo: le va como un guante el comentario cíínico que Lacan
dedicoí en su tiempo a las barricadas de la Rue d’Ulm y a su insurreccionalismo oniroide, tildando los
sonñ adores del 68 de “histeí ricos en busca de un nuevo amo”. La uí nica diferencia seraí que, en este caso, el
amo es tan atempado y asentado que las rabietas rap le resultan tonificantes e indispensables.
Si hay una diferencia general y fundamental, pues, entre coreuí ticas de arte y coreí uticas mainstream, no
seraí en el caraí cter utoí pico (que comparten: todas ellas siguen erogando evangelios de convivencia
alternativas y futuros mejorados), sino en el hecho de que, mientras las primeras conservan un caraí cter,
en todos los sentidos, composicional, las segundas exhibiraí n siempre - incluso en las circunstancias maí s
festosas o maí s amorosas - un caraí cter oposicional.

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Un sííntoma interesante de este viraje, en lugares todavíía relativamente libres de la mano negra del
mercado, fueron ya a partir de los 70 costumbres grupales inherentes a la cultura punk y heavy metal
como el Mosh Pit o el Wall of Death: El Mosh Pit, objeto de una actuacioí n colectiva semi-espontaí nea en
salas de baile o espacios de concierto, es el espacio circular o pozo que viene a crearse cuando la
muchedumbre, siguiendo a menudo las sugerencias de los artistas desde el escenario, se abre. Acto
seguido algunos espontaí neos empiezan a correr en espiral hacia el centro del pozo, y por un efecto de
contagio y emulacioí n, muy pronto decenas de personas se uniraí n a este Maeü lstrom de cuerpos en caíída
hacíía un centro, con todos los riesgos de impacto o estampida que la velocidad puede suponer. Algunos
mosh pits son poleí micamente maí s violentos que otros. Ninguno acaba sin heridos (Ambrose, 2010). Su
vacíío circular - un claro en la espesura de la masa - es, si queremos, una ilustracioí n bastante paradoí jica
de lo que fue un Choros en la antiguü edad: porque si el Choros describe el vacíío como consecuencia de un
cíírculo creado activamente por el colectivo, el pozo del concierto punk se asemeja maí s bien a un
fenoí meno de des-presurizacioí n pasiva: el lugar comuí n es algo asíí como una burbuja a punto de estallar
bajo el prolapso de las tensiones que se generan en sus maí rgenes. Es, si se quiere, una imagen fidedigna
de la idea de “espacio puí blico” que ha venido afirmaí ndose en las uí ltimas deí cadas: no ya el lugar de una
confluencia “calibrada” o de una cautela compartida, sino el objeto de una invasioí n siempre inminente,
cuyo vocabulario cineí tico obedeceraí por lo general a leyes preterintencionales y climaí ticas
(condensacioí n, concentracioí n, caíída, turbulencia, aceleracioí n, choque). El espacio puí blico dejaraí de ser
un enclave de mediaciones, para convertirse en un teatro de “inmediaciones” en sentido propio:
proximidades violentas, contactos invasivos y, si acaso, ciegas externaciones del malcontento social. El
principal argumento polémico del colectivo es hacer catarsis de su pulsioí n auto-destructiva. Una Wall of
Death expresa la misma dinaí mica en teí rminos incluso maí s simplificados: “Muro de la muerte” es el
mosh pit longitudinal, la zona franca o franja de espacio vacíío que un puí blico de concierto crea para que
las dos mitades enfrentadas de la muchedumbre que lo conforma puedan colisionar libremente, en el
momento en que el cantante deí la orden de correr (recuerda, en este apecto, el sca practicado en ciertas
discotecas, que consiste en provocar saltando lateralmente todo tipo de choques con los otros cuerpos
en pista). Otro de los valores que el moshpit y el wall of death preconizan de cara a usos futuros de la
coreí utica en el marco del entretenimiento colectivo es la velocidad: ni siquiera la esteí tica del B-dancing
seraí ajena a esta norma de aceleracioí n incondicional. Siempre pienso en las palabras de Paul Virilio, que
afirmoí que los coches no fueron inventados a pesar del riesgo de accidente que suponíían, sino para
garantir ese riesgo (Virilio, 1998). Tal y coí mo la han analizado en anñ os recientes Sloterdjik y Lepecki
(Sloterdjik, 1989; Lepecki, 2006) La pasioí n de la modernidad por la velocidad, por la aceleracioí n, por el
movimiento y por la movilizacioí n - de capitales, de cuerpos, de mercancíías y de datos - denuncia en el
fondo una terrible pasioí n colectiva por el choque catastroí fico. Si no hubiera accidentes, el mosh pit
seríía un fracaso. Y si no hubiera crisis perioí dicas, el capitalismo del desastre no seríía tan
incombustiblemente proí spero.
Ahora bien, por mucho que praí cticas del tipo de mosh pit o del wall of death sean ya indicativas de una
especie de polemiologíía coreí utica, es tambieí n verdad que su elavada dosis de autolesionismo, su
relativa brutalidad (en el contexto de feíísmo ideoloí gico promocionado por musicalidades anoí micas
como el Punk o el Hard-core) son en muchos aspectos indicios de la pervivencia de algo asíí como una
pulsioí n políítica de la muchedumbre. No extranñ a que el capital se haya dedicado, en los 20 uí ltimos anñ os,
a encauzar, rentabilizar, sedar, reeducar estas fuerzas de disipacioí n e incidentalidad. A hacerlas, en un
cierto sentido, maí s saludables (sobre todo para el capital mismo).

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Todos recordareíís la campanñ a promocional del programa televisivo Fama Revolutions: el esloí gan
enarbolado entonces - “La gente estaí tomando las calles” (clara referencia a la Street Dance y Urban
Dance que habíía terminado convirtieí ndose en el “estilo” preferente de la astuta emisioí n) - decíía mucho
de la absoluta neutralizacioí n políítica del colectivo, y al mismo tiempo de la absoluta vitalidad del
fantasma de disidencia que el capitalismo totalitario habíía procurado confeccionar para uso y consumo
de todos ellos. El recurso a la danza como sinoí nimo de revolucioí n no se ha revelado nunca tan
intríínsecamente blasfemo. Que esta revolucioí n festiva y abaratada (subproducto del mismo programa
consensual que ha dictado las incontables y chillonas Love Parades de la uí ltima deí cada) se apoye
ademaí s en el irresistible argumento de que la danza no precisa argumentos porque es danza no soí lo
constituye una temible reedicioí n de loí gicas fascistas (igual que todas las nuevas fiestas y díías temaí ticos
que abarrotan nuestro calendario); es tambieí n el principal punto de contacto entre la praxis
mainstream (que e en nombre del carisma de la accioí n tira deportivamente por la borda toda
teorizacioí n) y el conjunto teoí rico-praí ctico de las poeí ticas de vanguardia y de sus penchants acadeí mico
(que tambieí n parecen tristemente determinado a argumentar todo el rato la derrota del discurso ante
la elocuencia holíística de la praxis directa, y la puta magia del danzar - veí ase Muray, 2005). Si la fantasíía
regresiva inherente a estas dimisiones del discurso legíítima, en el contexto de las vanguardias, un cierto
cariz devocional (y una cierta poeí tica del cuidado), la misma fantasíía legíítima, en el contexto de las
praí cticas mainstream, un cariz desacomplejadamente tribal (y una inherente poeí tica del descuido).
Hablaremos por ende de comunidades tribales, incluyendo en esta categoríía todos los comportamientos
coreuí ticos espontaí neos (y todas las dromologíías grupales formalizadas) que proceden la cultura de la
urban tribe como excitante banalizacioí n de los antagonismos polííticos. La batalla de Hip Hop es, en este
aspecto, sumamente ideoloí gica: al emplear la danza como baremo de un fairplay enteramente
constituido sobre valores prestacionales (es indudable su cercaníía con el deporte), y al subdividir el
mundo en winners y losers estaí mimando con eficacia la misma regresioí n a la barbarie que el
capitalismo autoritario fomenta a golpes de precarizaciones crecientes, exclusiones estrateí gicas y
monetarizaciones de sectores cada vez maí s amplios de la realidad (Fratini, 2016b). Que el uso
espectacular del cuerpo estuviera en víía de convertirse en un sucedaí neo del poder de adquisicioí n; y
que la fama estuviera en víía de convertirse en el mejor sucedaí neo de capital bajo los auspicios del
semio-capitalismo telemaí tico, era una profecíía perfectamente expresada por el speech de la profesora
de danza durante los creí ditos de la teleserie Fama (la maí s danñ ina de los 80): “Teneí is suenñ os
ambiciosos: eí xito, fama…. Pero estas cosas tienen un precio, y es justamente aquíí donde empezaí is a
pagar, con el sudor.”
A maí s de reeditar con siniestra eficacia las retoí ricas marciales que huestes de joí venes mamaron
deportivamente bajo la guíía de los totalitarismos histoí ricos, el realismo atleí tico y belicoso del universo
Hip Hop, casi enteramente dirigido a producir un cuerpo cuya prestacioí n imita las prestaciones del
cuerpo virtual, corre el riesgo de convertirse en una deslumbrante pantomima de la des-realizacioí n del
mundo lograda con eí xito por los amos de ese mundo. Heterotopía incomparable de un “no haber lugar a
cambios posibles”. Va en la misma direccioí n el bombardeo de clips de deportes extremos que
entretiene a los usuarios de gimnasios en una especie de llamada permanente a las armas. Este
fascismo desplegado en incontables fantasíía de super-homismo barato explica tambieí n la desoladora
facilidad con la que empresas como Red Bull, especializadas en deportes de riesgo, han tomado casi
incondicionalmente el control del calendario competitivo en materia de danza Hip Hop. Con su cohesioí n
de trazos gruesos y elocuencia gutural, la tribu urbana representa, en el fondo, la avanzadilla
involuntaria de una regresioí n absolutamente seminal para los logros del absolutismo capitalista: el
revival de la civilizacioí n de la verguü enza. Me explico: al elaborar la disyuntiva entre civilizaciones de
culpa y civilizaciones de verguü enza, los antropoí logos han reconocido de forma unaí nime que la historia
de occidente se ve marcada, ya a partir de la filosofíía griega y de la democracia ateniense, por una clara
transformacioí n del antiguo miedo a pasar verguü enza en un ineí dito miedo a ser culpables de algo. Y por
mucho que el concepto de “culpa” nos parezca una fuente inagotable de enajenaciones histoí ricas, es
innegable que permitioí el configurarse de la cosa llamada políítica. En estructuras de convivencia maí s
arcaicas (como las que retratan los poemas eí picos y narraciones de gestas) era muy claro que el
principal objetivo en esta vida fuera cubrirse de gloria, y el espantajo maí s temido exponerse a la
verguü enza de un final inglorioso. La edad heroica no concebíía que un escruí pulo moral pudiera frenar la
ansiedad de distincioí n. El Edipo homeí rico muere cubierto de honores y su incesto y parricidio no le
suponen ninguí n cargo destinal. Tres siglos despueí s, el Edipo traí gico se arranca los ojos por una culpa
tan extrema que ni siquiera puede decirse suya. El 68 contribuyoí indudablemente a fomentar un cierto
desprestigio de la culpa y del peso que pudo suponer. Esta utopíía de de-responsabilizacioí n hallaríía un
espacio de realizacioí n paradoí jica, algunas deí cadas despueí s, en los paradigmas de competitividad
enarbolados por los deportes extremos y por la cultura Hip Hop, donde la irresponsabilidad del sujeto
posmoderno (que se enfrenta a riesgos fuí tiles con tal de conseguir una porcioí n razonable de
vanagloria) se convierte en praí ctica artíística, y donde la verguü enza vuelve a cobrar vidas por Internet.
Asíí se cierra el cíírculo fantasmal de la revolucioí n-soí lo-sonñ ada. “Programados para ser libres” es el
eslogan maí s reciente de un famoso refresco de propiedad de Coca-Cola. Soí lo un mundo rematadamente
agilipollado por los catecismos liberatorios de la publicidad puede no percatarse de que la fusioí n de
“programacioí n” y “libertad” dentro de la misma frase no es soí lo un oxíímoron bueno a embaucar bobos,
sino tambieí n el indicador alarmante de una definitiva amortizacioí n de cualquier significado hayan
podido tener previamente palabras como libertad o disidencia. No es por ende de extranñ ar que el
refresco en cuestioí n se llame “Aquarius”, y que su nombre esteí oficialmente inspirado en el primer tema
musical de la pelíícula Hair (1979) - dirigida por Milos Forman y coreografiada por Twyla Tharp -; es
decir de la primera pelíícula que se dedicoí , no sin ironíía, a convertir el 68 y la cultura hippie en un
intrigante tema para tratamientos vintage. Tiene guasa que el Aquarius de las fantasíías astroloí gicas del
68, cuyo cometido general habíía sido una especie de “musicalizacioí n del mundo” se viera a su vez
“convertido en musical” por una peli de comienzo de los 80, en sponsor de una bebida para el deporte a
comienzos de los 90, y en el nombre tristemente actual de un barco de emigrantes que varios gobiernos
decidieron no acoger en el anñ o del senñ or 2018.

18
Hay dos maneras culturalmente complementarias de licuar la herencia del 68 (o de realizarla
siniestramente): la primera la hemos tratado, y tiene que ver con la polemologíía de baratija desplegada
en el mundo de la Street Dance - que es lo queda de la belicosidad contestataria; la segunda, que
trataremos ahora, remite maí s bien a la harmoníía de baratija desplegada en los corolarios coreí uticos y
mediaí ticos de la cultura del musical - que es lo que queda de la festosidad contestataria (De Marinis,
1974). Hablaremos por ende de comunidades Sonrisas y Lágrimas: el empalagoso modelo de
convivencia happy happy que se desprende de la cosmovisioí n de Oprah Winfrey (entre otros) y cuya
expresioí n coreuí tica es por definicioí n el Flashmob. Su diosa madre es realmente Julie Andrews,
impagable monja cantamanñ anas que se enfrenta cantando incluso a los nazis. Queí entredichos esgrime
un Flash Mov? Primero: contra toda posibilidad de que el colectivo elabore “dramatuí rgicamente” una
lectura críítica de la realidad, el Flash Mov exhibe el colectivo maí s taumatuí rgico de todos (me apoyo en
una disyuntiva entre taumaturgia y dramaturgia elaborada en Virilio, 1997): su taumaturgia especíífica
consiste en vehicular la impresioí n de un sincronismo espontaí neo e irresistible (la gente se pone a
ejecutar coreografíías grupales en la calle, como inspirada por un abrupto instinto de performatividad
liberatoria, bendecida por la muí sica que, se sabe, es a lengua misma de la libertad). Dicho sincronismo
espontaí neo ofrece gratis (como la publicidad, que tambieí n “se ofrece” a todos) la figura persuasiva de
una indocilidad compartida (os recuerdo que Flashmob conlleva en el nombre una contraccioí n de la
palabra ingleí s que significa “movilizacioí n” o “motíín”), que es en realidad la resultante de un consenso
radical - es decir de un consenso que es anterior a su manifestacioí n puí blica, por mucho que intente
presentarse como un fenoí meno de concordia automaí tica -. A nadie como a los ciudadanos fresquitos
que adhieren a la llamada al Flashmob se adapta el eslogan “Programados para ser libres”: porque su
performance extemporaí nea de emancipacioí n espectacular es de hecho la consecuencia de un acto de
programacioí n gestionado internaí uticamente. Ninguno de esos ciudadanos parece percatarse del
parecido inquietante entre la expresioí n Flash Mob (Motíín relaí mpago) y la expresioí n Blitz Krieg (guerra
relaí mpago), tan en boga en la Alemania hitleriana. La posibilidad que las redes otorgan de entrenar
coreograí ficamente un colectivo demasiado extenso como para reunirse antes del díía de su estreno, y de
conjurar la improvisacioí n urbana como un efecto especial tiene un uí nico precedente: el empleo que en
los anñ os 30 se hizo de la Labanotation o kinetografíía para entrenar ciudadanos de todas partes del paíís
de cara a las coreografíías y randonnées oceaí nicas del reí gimen nazi. Las redes reproducen y mejoran las
funciones de programacioí n y optimizacioí n que en su tiempo las partituras labanianas. Se podríía objetar
que el Flashmob representa a su manera la expresioí n fiel de una comunidad, que es la community
misma de los internautas danzarines. Y es sin duda asíí: demuestra efectivamente que esa comunidad
sólo existe como espectáculo.
La hazanñ a colectiva Sonrisas y Laí grimas es radical tambieí n en la medida en que sus homologíías
internas y harmoníías construidas pretenden poseer un caraí cter explosivo y efusivo: vuelven a
escenificar el mito (fascista donde lo hubo) de una unidad natural previa a las complicaciones,
subdivisiones y distancias generadas por la historia y por la sociedad; son volcaí nicas y proliferantes;
son maí s irresistibles que las ganas de bostezar. Su resultado es conocido: una parodia definitiva de
revolucioí n que esgrime retoí ricas totalmente involutivas (la muí sica como gran simplificadora: la pííldora
azucarada de Mary Poppins; los soldados marchando a la masacre al sonido de pitos, flautas y tambores,
porque la muí sica “aprueba la accioí n”, seguí n una hermosa observacioí n de Albert Camus), y que
representa el despertar de la colectividad soí lo como excelente ocasioí n de subir otro eslaboí n en el
delirio. Arrimada al evangelio fitness del movimiento como sinoí nimo de vida, la gente ha despertado
para fliparlo. El flash mob es sustancialmente una incidencia alucinatoria el vaiveí n de los consumos. Y
es la nueva versioí n del “Erwache Deutschland!” (despierta, Alemania!) que ascendioí a evangelio de
toda la propaganda nazi, y que llamaba el pueblo a despertar en el sueño de la supremacíía racial y de
una concordia absoluta y somaí tica (Michaud, 2004). El onirismo identitario se ha a su vez recalificado:
las coreuí ticas del totalitarismo histoí rico (Thingspiel nazi, Tai Chi de estado, Slet balcaí nico, Teatro di
massa fascista, etc.) entreteníían al conjunto de la colectividad en una identificacioí n delirante con el
ejeí rcito, invocado como ejemplo del confort de la obediencia total, como epíítome de una idea de accioí n -
la guerra - finalmente emancipada de todo imperativo de reflexioí n, y como teatro de mil superaciones y
abnegaciones (las colectividades pusilaí nimes necesitan como al aire que alguien les recuerde lo
heroicas que son). Es el caso de recordar que el suenñ o no es otra cosa que una premonicioí n de futuros
posibles o pasados imposibles vivida en un marco empííricamente puro: en el suenñ o, y tan soí lo en eí l, se
da una ecuacioí n insoslayable entre vivencia y pensamiento (vivimos lo que pensamos; pensamos lo que
vivimos). Soí lo la perfeccioí n de esta ecuacioí n, anñ ado, permite la asociacioí n entre suenñ o y descanso. El
suenñ o de la razoí n (sobre todo de la colectiva) genera mosntruos, pero tambieí n relax.
Las coreuí ticas del nuevo totalitarismo espectacular entretienen coherentemente el conjunto de la
colectividad en una identificacioí n delirante con el cine-teatro musical y el víídeo-clip, que a maí s de
encarnar la triple esencia de la performatividad (un mundo que se mueve, canta, baila y ama) saben
ocasionalmente esgrimir versiones extraordinariamente baratas de retoí rica de la superacioí n y
abnegacioí n (todos hemos visto Chorus Line) o presentarnos los nuevos fascismos como fenoí menos
entranñ ables (todos hemos visto Evita). El musical es el abecedario del totalitarismo soft. Guerra y
Musical representan el paradigma terminal de las “religiones polííticas” respectivas, la totalizacioí n del
totalitarismo que los pone en el punto de fuga de su cosmovisioí n: todo el récit ideoloí gico fascista
converge sobre el evento de la guerra; todo el récit cultural mainstream converge sobre el espectaí culo
musical (para que quede maí s claro: nos hemos acostumbrado a que los récits de todo tipo pasen por
diferentes fases metaboí licas - de la historia al mito a la literatura al teatro al cine -, que casi siempre
marcan otras tantas menguas de la vitalidad semaí ntica del récit o cuento en cuestioí n. En la actualidad,
cuando un récit se convierte en mierda los tiempos son maduros para convertirlo en Musical). Se
dibujan extraordinarias cadenas de subjetividad totalitaria: cuerpo ario -trabajador- artista-soldado en
el caso de los totalitarismos histoí ricos; cuerpo fit-consumidor-creativo-street dancer en el caso del
totalitarismo espectacular. En las fases maí s recientes de consolidacioí n de este giro antroí pico, cuando ya
la boga del flashmob conoce cierta flexioí n, se vuelve incluso maí s evidente que el nuevo paradigma
puede prescindir de las antiguas disyuntivas entre obediencia y disidencia, entre orden e insurreccioí n:
la “artistizacioí n” del colectivo cumple fundamentalmente con el objetivo de extender al conjunto de la
poblacioí n una ambivalencia que los artistas han conocido durante siglos: gozar de una libertad maí s
amplia y estrictamente inherente a sus competencias creadoras (que el conjunto de la sociedad
interpreta como expresioí n de ocio), pero al precio de una precariedad que desemboca para casi todos
ellos en alguí n tipo de servidumbre: el artista es el esclavo maí s libre de todos; y tambieí n el maí s esclavo.
El sistema actual tiene todo el intereí s del mundo en halagar la incontenible creatividad del consumidor
raso. Asíí pues, si el Flash Mob ha sido la mejor ilustracioí n de la oleada de optimismo cretino que saludoí
la caíída del muro, la coreuí tica que mejor expresa la ecuacioí n actual de ocio creativo/trabajo productivo,
el derecho de todos al desorden, es el Harlem Shake: asíí se llama un clip musical de produccioí n casi
siempre casera (Youtube rebosa de ejemplos y antologíías) que representa cualquier tipo de escenario
“productivo” (oficina, tienda, faí brica, cuartel, agencia, etc.) en el que varias personas esteí n muy
seriamente atareada en los quehaceres de la profesioí n. La uí nica excepcioí n es un personaje
generalmente enmascarado (lo tíípico es que lleve una bolsa de papel en la cabeza) quien, de forma muy
incongruente, baila blandamente al ritmo de la muí sica del víídeo. Llegados a este punto suele haber un
corte de edicioí n muy abrupto: la parte restante del víídeo muestra, con el mismo encuadre, la misma
location presa de un ataque de desmadre cineí tico: como si todos los trabajadores, contagiados por el
irresistible virus danzaríín del enmascarado, liberados de la tediosa obligacioí n “adulta” de trabajar, se
dedicaran durante un rato a bailar, agitarse, desenfrenarse, hacerse los memos y pasaí rselo pipa (un
harlem shake recuerda siempre el memorable momento de Aterriza como puedas en el que un letrero
luminoso del avioí n, tras haber invitado los pasajero a la compostura con la foí rmula “NO PANIC”, insta
lacoí nicamente a los mismos pasajeros “Ok, PANIC”) (Fratini, 2016b). La versioí n maí s reciente de
sublevacioí n al uso es esta, que escenifica en los lugares mismos del trabajo y de la explotacioí n el trabajo
de la diversión; y que termina sugiriendo una verdad bastante siniestra: si el trabajo para el sistema
puede convertirse en discoteca, si el negocio puede adquirir el perfil del ocio (veí anse los estilos
empresariales rock&roll de incontables empresas, sobre todo telemaí ticas) es simplemente porque la
discoteca en síí, el ocio al que confiamos nuestra racioí n de desobediencia, ya se ha convertido en una
parte del trabajo. Existe el fuerte riesgo de que vuelvan a ser actuales los diagnoí sticos de La Boeí tie
sobre el concepto de “servidumbre voluntaria” (Van Boxsel, 1999), y que la revolucioí n pos-figurada del
nuevo milenio termine siendo igual de homeopaí tica que la miserable parcela de bienestar que el
crecimiento monstruoso del capital de pocos pone en el bolsillo de muchos - brutalidad del producto
interior bruto -.

19
No hay nada maí s polííticamente imperdonable que la inocencia. Que al final del camino encontremos
siempre la espectacularizacioí n de las praí cticas disidentes o la mistificacioí n consensual de las energíías
grupales es de achacar tanto a las toxinas del sistema cuanto a la profunda inmuno-indefensioí n de esas
praí cticas y energíías. El uí ltimo de los casos en anaí lisis es nada menos que el fenoí meno dancíístico que ha
arrasado Francia en los cinco uí ltimos anñ os: el colectivo (La) Horde (La Horda), fundado por Marine
Brutti, Jonathan Debrouwer y Arthur Hamel protagoniza actualmente una verdadera epopeya del
consenso (y tiene arrobados a los impresionables crííticos franceses). Rentable y sublime, la ocurrencia
de los creadors de (La) Horde fue de reunir en un escenario la comunidad dispersa de los bailarines
autodidactas de Jumpstyle que se habíían hasta entonces intercambiado skills, tricks y hallazgos
coreograficos únicamente por Internet (el primer espectaí culo construido sobre este principio fue To da
Bone, 2017). Es importante recordar que el Jumpstyle es una danza de alta velocidad enteramente
constituida de saltos en el sitio; que los clips de Jumpstyle difíícilmente superan los 20” de duracioí n, a
causa del enorme esfuerzo que supone la ejecucioí n (adaptada a un patroí n de metroí nomo de al menos
140 pulsos por minuto); que los jumpers no tiene nunca maí s de 25 anñ os (La Horde es a la danza lo que
una boy band masiva seríía a la muí sica pop); que en sus víídeos bailan invariablemente de perfil para que
las figuras de la danza puedan caber en el encuadre casero (todos los víídeos de Jumpstyle son a la vez
micro-creaciones coreograí ficas y tutorials teí cnicos). Reunir todos estos artistas en una performance en
vivo significaba celebrar el enorme potencial de diseminacioí n (por imitacioí n o emulacioí n) que una
danza de autodidacta habíía hallado en las redes (algo parecido habíía ocurrido anñ os antes con el
Mannequin Challenge), y a la vez premiar el solipsismo virtuoso de una praí ctica cineí tica que es a la
nocioí n tradicional de coreografíía lo que la cultura de dormitorio seríía a la nocioí n tradicional de Cultura
seguí n el giro fringe de la uí ltima deí cada. No es un caso que los crííticos acunñ aran en propoí sito la
expresioí n Post-Internet dance. Asíí pues, la poeí tica de La Horde estaí en un aromaí tico punto de
interseccioí n entre la asocialidad solitaria del Hikikomori (el sujeto que se autorecluye en su habitacioí n
guardando con el mundo una relacioí n exclusivamente virtual) y la asocialidad gregaria de la baby gang:
combina en un cierto sentido el prestigio del aislamiento freak con la energíía cabalmente matona de la
tíípica agrupacioí n para-militar (SA, Freikorps, etc.), lanzada a improbables cruzadas de
rejuvenecimiento redentor de las loí gicas del mundo (tal vez porque las organizaciones juveniles
paramilitares de la era totalitaria ya eran la salida maí s natural a neurosis singularíísimas). No es
infrecuente que (La) Horde reproduzca en teatro el deí cor pos-industrial (descampados, faí bricas
abandonadas) que muchos de sus inteí rpretes eligen como escenario natural para los víídeos. De paso,
“la horda” es tambieí n, en opinioí n de Freud, la maí s arcaica de las organizaciones societarias. Es
igualmente interesante destacar que el Jumpstyle es mucho maí s antiguo que los social networks que le
han dado difusioí n. Formaba parte de la cultura de clubbing ya a comienzos de los 90. Cuando lo
eclipsaron nuevos estilos, literalmente se refugioí en las mazmorras de Internet, donde prosperoí ,
paradoí jicamente, como una praí ctica vintage, para terminar aglutinando una entera comunidad
fantasmal de performers nostaí lgicos. En este aspecto, (La) Horde representa tambieí n un masivo
experimento colectivo de retroalimentacioí n del solipsismo y del anacronismo: la melancolíía grupal de
la que he hablado en otras partes de este recorrido adquiere en su caso rasgos agresivos y mimeí ticos: la
belicosidad vuelve a ser un fenoí meno de imagen - el mismíísimo vestuario del colectivo gusta de imitar
el estilo de gangs juveniles como los Teddy Boys, los Sharks, los Jets -. En Novacieries (2015), los
inteí rpretes bailan con pasamontanñ as, como miembros de una gang que se preparen para una rapina. No
se escatiman elogios a este poderoso chute de vitalidad teen-ager. Lo preocupante es que admirable,
para crííticos y espectadores, sea precisamente la fusioí n de “la belleza de una comunidad compartida”, el
“lado dark agresivo” y la “marcialidad casi militar” de la accioí n grupal escenificada por el colectivo, con
el intrigante aliciente de que casi todos sus miembros son poco maí s que ninñ os. Esta inocencia hace que
la ambivalencia del mensaje pase completamente desapercibida. Caso extremo de comunidad tribal,
(La) Horde es tambieí n el uí ltimo formato coreuí tico que queríía tratar en este largo excursus. La pregunta
seraí : queí tipo de convivencia prefigura? Mejor auí n: con queí modelo de colectividad, en queí potencial de
convivencia se identifica, o en queí suenñ o societario se reconoce la parte de humanidad que en este
desastroso coletazo de capitalismo se pasma ante las piezas de (La) Horde? Difíícil decirlo:
probablemente en una comunidad hecha soí lo de ninñ os y criminales. Agresiva y agredida en todo
momento.

20
Queda claro que, a lo largo y ancho de la aventura coreuí tica del Occidente moderno, ha existido un
problema seminal de confusioí n entre aspiraciones ontológicas y derivas hauntológicas. La manera maí s
expeditiva de resumir el problema seríía de decir que casi todas las coreí uticas analizadas pretendieron
ser, o se publicitaron, como ontologías - y que esta confianza fu su aspecto maí s cabalmente
hauntológico.
Al inventar como un juego de palabras el concepto de hauntología Jacques Derrida quiso poner de
relieve la extraordinaria capacidad de lo no-existente y fantasmal por imantar lo existente y movilizarlo,
con una fuerza a la que lo tangible y concreto no sabe siquiera aspirar (Derrida, 1993). En la
composicioí n de la palabra Hauntología entra el verbo ingleí s haunt (que se refiere a la posesioí n, al
embrujo de ciertas casas o de ciertas personas, y cuya raííz es la misma que la de home - haunting define
en primera instancia la “ocupacioí n” de un receptor vacíío). Mitad de la historia de la modernidad políítica
se compone de fantasmas que piden todavíía encarnarse, y que seria a menudo maí s oportuno exorcizar
o “desenmascarar”. Puede que la comunidad sea uno de estos espectros voraces. No estoy diciendo que
las hazanñ as de reconstitucioí n del tejido comunitario ausente sean necesariamente errores de
procedimiento: estoy diciendo que toda su temperatura políítica dependeraí de la tasa de “conciencia
hauntoloí gica” que sepan desplegar; en queí medida sepan renunciar a los atajos del ser y a los mitos de
encarnacioí n, para considerar que una propuesta comunitaria soí lo seraí viable en la medida en la que se
la asuma como una ficcioí n, y como tal se la negocie. Hay dos tipos de hauntología: una es la que invoca
espectaculares fenoí menos de posesioí n real - el problema es que quien es poseíído difíícilmente consigue
ser polííticamente operativo, y que los colectivos poseíídos son los maí s manipulables de todos -; la otra
es la que considera la posesioí n como un efecto especial, cuando no como una estafa haí bilmente
concertada. El medium es un farsante. En un caso tendremos la estructura cerrada de la liturgia
religiosa (que funciona por creencias); en el segundo la estructura abierta de la sesioí n espiritista (que
funciona por credulidades negociables). El colectivo que sabe lidiar con las ambivalencias goí ticas de sus
pretensiones de ser comunidad tendraí siempre maí s posibilidades polííticas. Incluso la melancolíía que
anidaba en ciertos experimentos coreuí ticos de despueí s del 68 fue, a su manera, un tentativo imperfecto
de contener los fervores ontoloí gicos. Hauntologíías dolientes, porque no se basaron en la labor del duelo
(que consiste en dejar marchar el fantasma del difunto) sino en la del sííntoma (el fantasma se niega a
abandonarnos, o le impedimos marcharse). Uno de los líímites maí s evidentes de muchas de las
coreí uticas de las que estamos hablando es su apego totalmente prejudicial a la sinceridad o, si se
quiere, su dramaí tica falta de cinismo operativo. Cultivan por lo general el mito de que la exposicioí n de
la fragilidad represente de por síí una garantíía de fuerza políítica, cuando, salvando la sensatez de las
tesis de Judith Butler sobre la relacioí n entre fragilidad, necesidad y políítica (Butler, 2017), suele ocurrir
lo opuesto: una fragilidad sincera haraí faí cilmente maí s indefenso el colectivo que se sincera en ella.
Siempre he preferido decantarme por prototipos de colectivos que sepan mentir, porque creo que su
capacidad por mentir, esconderse e incluso invisibilizarse seraí maí s eficaz que sus conmovedoras
decocciones de verdad y presencia. Entre otras ventajas, la capacidad de un colectivo de este tipo por
negociar su ficcioí n le curaraí del riesgo, siempre elevadíísimo, de mentirse a síí mismo. El trabajo que
hago con Roger Bernat va un poco en esta direccioí n: en uí ltimo anaí lisis se basa en una duda sistemaí tica
alrededor del prestigio políítico de la presencia. Llevamos anñ os preguntaí ndonos si puí blico “activo” es el
puí blico que hace cosas; si un puí blico presente es necesariamente un puí blico “inmanente”; si la
participacioí n como hecho es efectivamente preferible a la participacioí n como realidad, o si no ocurriraí ,
como creemos, que una participacioí n faí ctica es a menudo una participacioí n ficticia. Esto nos ha
impulsado a otorgarle un significado poeí tica y polííticamente activo incluso al caraí cter
performativamente deficitario de la prestacioí n del puí blico en los dispositivos de participacioí n: la
imperfeccioí n es como el crack de la punta del tocadiscos en cierta muí sica, tambieí n hauntológica, de los
anñ os 80 (Fisher, 2014), que servíía a evocar la ilusioí n de la presencia fíísica del vinilo, y a recordar que,
en tiempo de digitalizacioí n, la dotes de presencia de lo concreto soí lo podíían subsistir como efectos
especiales, tergiversaciones haí biles. Al hablar de una “edad hamleí tica” del puí blico estamos de hecho
invocando las habilidades polííticas de un puí blico de baja fidelidad (que sea sobre todo muy
escasamente fiel a su eventual fantasíía de ser una comunidad), que lidie muy imperfectamente con las
demandas del espectro paterno, que sea capaz de elaborar su hipoí tesis de disidencia soí lo
desobedeciendo a la reproduccioí n exacta de la melodíía ideoloí gica (eso que Ceí line llamaríía petite
musique) que lo ha configurado como corriente pasiva de la historia. Las metamorfosis de ese puí blico
que renuncia a toda identidad radical, a toda esencia, nos parecen infinitamente maí s interesantes que
toda encarnacioí n.
El resultado de esta hauntología crítica es una curiosa inversioí n de los teí rminos tradicionales del
problema de la identidad: mientras la dimensioí n coreuí tico-participativa suele seducirnos con mitos de
presencia e inmanencia, la hauntologíía críítica nos ofrece la constatacioí n de que el pasado (por ejemplo
los trascursos gloriosos de la lucha obrera) es un fantasma tan poderoso precisamente porque fue maí s
concreto, menos espectral que cualquier fenoí meno presente de grupalidad. Los muertos dejan de
dominarnos cuando renunciamos a revivir sus supuestas perfecciones, y optamos si acaso por
interpretar como podamos su muchas imperfecciones.
Nos preguntamos si en fin de cuentas no se hizo un garrafal error de caí lculo al recalcar la emancipacioí n
del colectivo sobre un molde “performativo”; al creer en suma que la uí nica manera, para el colectivo, de
hacerse comunidad, fuera de convertirse en un colectivo de performers. Nos preguntamos queí ocurriríía
si de pronto los esfuerzos fueran en la direccioí n opuesta: la de convertir el colectivo en una panda muy
mal intencionada de “dramaturgos”, es decir, de negociadores de ficciones (Bernat y Fratini, 2016).

Barcelona, julio 2018

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