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La literatura en la construcción de la ciudad democrática

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Conferencia pronunciada el 28 / 11 / 1991 en el centro cultural Bancaixa de Valencia y recogida en el


libro del mismo nombre publicado por Bancaixa*.

El título de la conferencia es "La literatura en la construcción de la ciudad democrática". Lo digo


porque tendría que aclarar, para iniciar, el concepto de ciudad que voy a utilizar. No me refiero al
papel o la influencia de la literatura en la construcción de una ciudad material con sus calles, sus
semáforos, sus plazas, su urbanismo, sino de una ciudad moral, de una ciudad como punto de
referencia, que se convierte en símbolo de un sistema de convivencia y de una determinada
organización de la convivencia.

La ciudad se representa inmediatamente a través del skyline, la línea del cielo, del dibujo que la
ciudad traza en el cielo y, de ese dibujo, deja como una rúbrica de toda su existencia. En una ciudad
pueden verse y pueden encontrarse toda clase de arqueologías a través de los edificios que
representan su historia pasada, incluso los edificios del presente. En una ciudad está depositada la
vida de generaciones, la formalización de esa vida, y ha dejado además un sustrato de carácter
cultural que va desde el comportamiento al lenguaje. Evidentemente una ciudad puede leerse y la
lectura más alejada, y quizá más poética y más definitiva de una ciudad, es su skyline, la línea que
dibuja en el cielo.

La ciudad se ha descubierto, desde la baja Edad Media, como el mejor escenario posible para la
sociedad civil. Los que sepan algo de historia, y todos sabemos algo porque la hemos estudiado en el
bachillerato, saben que la ciudad estaba mitificada en la Edad Media porque era el lugar de los
hombres libres, el lugar donde se podía establecer la comunicación, donde no se establecía el
dominio de la sociedad feudal y, por tanto, significa uno de los escenarios donde empieza a fraguarse
el nuevo orden, la nueva correlación de fuerzas históricas, políticas, la nueva dinámica social que va a
llevar al triunfo de la burguesía años después.

Cuando hablamos de la ciudad medieval, que significa ese embrión de nuevo escenario de la
tragedia de la historia, tenemos una visión de lo que esa ciudad ha representado, a la vez, como un
centro de comunicación y de ensimismamiento. La ciudad medieval es una ciudad en la que se
encuentran los comerciantes, intercambian sus productos, en la que los artesanos ejercen más o
menos libremente, según las categorías jerárquicas, su oficio y por lo tanto es, al mismo tiempo, un
lugar abierto de encuentro, de comunicación. Sin las ciudades no hubiera sido ni siquiera
comprensible la existencia de la comunicación, el sistema de comunicación, de las maquinarias de
comunicación, desde la etapa más primitiva a la más modernizada, y, al mismo tiempo, como centros
ensimismados, porque las ciudades eran entes aislados que tenían que defenderse y practicaban una
cierta cultura del ensimismamiento.

Se puede hablar de la ciudad socialista.

La ciudad socialista no es una ciudad concreta, aunque yo muchas veces, cuando he tenido que
referirme a una ciudad símbolo de lo que pudo haber sido la ciudad socialista y no fue, me he
referido a Moscú y a la propia historia urbanística de Moscú.

Pero, ¿qué hubiera sido para nosotros, como un referente de carácter cultural, una ciudad
socialista? Pues una ciudad en la que privaran las reglas del juego y de la comunicación, de la
participación, de la soberanía popular y de la vanguardia. Es decir, una ciudad libre en la que, exenta
de las leyes del mercado y de la ley del más fuerte, la posibilidad de inventar, de imaginar, de
cambiar, fuera una posibilidad sin fin, una posibilidad sin límites. La propia historia de la ciudiad
socialista nos tenía que haber advertido, hace cincuenta años, o sesenta, que era una ciudad difícil de
construir todavía en las condiciones del siglo XX.

Les voy a explicar muy brevemente la historia de Moscú. Brevísimamente. Es una ciudad que se
elige corno capital de la Revolución Soviética, por lo tanto se va a convertir en cl escenario de la
nueva propuesta universal, mundial. Hay que cuidiar pues todos los detalles de esa escenografía. Ahí
se va a desarrollar el nuevo ejercicio y la nueva propuesta de un modelo de conducta social que se va
a presentar ante todo el mundo corno una pauta.

Es una ciudiad que hay que inventarse, porque prácticamente sólo existe un núcleo urbano
histórico, que está en torno al Kremlin, y luego una ciudad feísima que se ha ido construyendo a
impulsos de una burguesía, que sobre todo ha hecho una ciudad bella y desarrollada en Leningrado,
y de una aristocracia, nunca en Moscú, ciudad que, por otra parte, carece, como toda la Unión
Soviética, de una burguesía equivalente a la que puede haber jugado un papel en la Europa
desarrollada que ha hecho la Revolución Industrial en su momento adecuado.

Entonces los revolucionarios de los años veinte se plantean la fisonomía de la ciudad, el aspecto de
la ciudad como reflejo de ese nuevo poder, de esa nueva propuesta de conducta universal. Y en un
primer momento, corno son vanguardistas y creen que la revolución es una vanguardia, convocan a
los vanguardistas del mundo entero, y Moscú se convierte en una especie de Lourdes de la época, de
Lourdes estético o de Fátima, porque allí va Le Corhusier, va toda la gente, Bauhaus, los
nacionalistas, los pintores de vanguardia, toda la vanguardia soñando con que, a través de Moscú,
van a encontrar un nuevo cliente, un cliente libre, ese nuevo destinatario social que va a propiciar el
experimento, la vanguardia, el cambio.

Y llegan allí y hacen propuestas que van diesde el extremismo de Le Corbusier, que plantea
destruir toda la ciudad y sólo conservar el Kremlin para que lo vean los turistas —él ni siquiera podía
pensar que quizá serían en el futuro turistas exclusivamente japoneses— y el resto de la ciudad
reconstruible según un plan y una idea de ciudad socialista que tenía y que llevaba en su cabeza y
que luego soñó incluso en poderla aplicar en Barcelona, en la Barcelona de la República; hasta los de
la Bauhaus. Todos fueron allí atraídos por esa convocatoria de la ciudad socialista nueva, del nuevo
skyline, y se encontraron con que en todos los concursos a los que se presentaban los innovadores
soviéticos y extranjeros iban siempre ganando los conservadores, iba ganando el clasicismo
socialista, porque la que estaba controlando los jurados y concedía los permisos para la construcción
de la ciudad era la burocracia. Y fue la burocracia la que evitó el gusto, la que construyó esas
catedrales góticas que son las universidades, esa fisonomía de la seguridad, del nuevo poder, que en
realidad imitaba la seguridad del antiguo poder y ni siquiera invertía el sentido de la forma y del
volumen.

Quizá, fijándonos en el fracaso de la aventura estética de la ciudad socialista en los años veinte,
hubiéramos podido darnos cuenta hace muchísimo tiempo de qué fracasos llevaba dentro de sí un
fracaso meramente estético.

Podemos hablar de la ciudad franquista.

Si nos fijáramos en lo que había sido el skyline, la silueta de la ciudad franquista, veríamos que era
una extraña combinación de destrucción, colosalismo y fealdad. La destrucción aportada por la
Guerra Civil, por un ejercicio sistemático de destrucción del antagonista histórico y, sobre todo, del
movimiento obrero, que había costado cien años de formación hasta adquirir lenguaje propio,
conocimiento propio, vanguardia propia, significa un ejercicio sabio de destruir el meollo del
antagonista. Es un espectáculo de destrucción que se puede ver —los que tengan memoria y edad
para recordar— en las mellas de las ciudades, las mellas que habían dejado los bombardeos y que
luego causaron las dinamitaciones y las destrucciones.

El colosalismo al servicio del nuevo régimen, esa estética neoescurialense, que trataba de crear
una referencia simbólica del pasado imperial convertido en una nueva propuesta en la arquitectura y
en la fisonomía de las ciudades. Comunicado de prensa comparando a
Franco con el Cid
Y luego esa tremenda fealdad de la corrupción que, a partir del final de la miseria y del hambre,
cuando hay dinero para corromper y para construir, ha dejado esas ciudades feísimas que, desde un
criterio puramente estético, la única solución posible para ellas, maximalista, sería destruirlas, pero
como estamos en plena época de minimalismo, las propuestas de destrucción de lo feo tienen que
contenerse ante la evidencia de que a veces lo feo es imprescindible.

Y finalmente quisiera utilizar como metáfora la ciudad democrática.

¿Cómo habíamos soñado durante treinta años de larga marcha hacia la ciudad democrática ese
nuevo ámbito? La habíamos soñado como una ciudad basada en la participación, como una ciudad
abierta, como una ciudad plural y como una ciudad donde la libertad de la estética repercutiría en la
libertad del comportamiento, de la forma, de la innovación. La larga marcha de la cultura española
desde el año 39 hasta el año 78 es, de hecho, la larga marcha de la reconstrucción de la razón y del
forjar esa ciudad democrática utilizada en un sentido metafórico. En cierto sentido, el franquismo
empezó a autodestruirse, como las grabaciones del telefilrn "Misión Imposible", en el año 45, en el
momento en que, perdido el impulso inicial imperial y arropado y respaldado por la prepotencia de
las potencias fascistas, el franquismo tiene que resituarse en un mundo normal, de situaciones
políticas, sociales y económicas normales, tiene que empezar a resituar todo su sueño fascista de
orden nuevo y de orden milenario y, paralelamente, empieza a fraguar lo que yo llamaría la
reconstrucción de la sociedad civil, de una historia civil crítica.

Los que se plantean la historia del franquismo, la historia de esa ensoñación y, finalmente, de ese
acceso, que hoy tendrá que ser forzosamente un acceso crítico a la ciudad democrática, muchas
veces utilizan términos que se complementan y que responden a un cierto nivel de realidad, que
serían el franquismo y el antifranquismo como elementos antagónicos y dialécticos que a lo largo de
cuarenta años van haciendo posible o imposible la evolución de la historia de España.

Yo creo que existe el franquismo, evidentemente que existió, existió el antifranquismo como una
actitud consciente, militante, directa, comprometida, clandestina, pero que luego hubo un tercer
elemento, conectado unas veces con uno y con el otro, que se llama la reconstrucción de una
sociedad civil, laica, al margen de la nueva religiosidad del sistema totalitario, que fue conquistando
parcelas de racionalidad en función de sus propias necesidades de entender. Ante una propuesta de
conocimiento total y totalitario que implicaba el franquismo, reaccionaron de una manera muy
consciente los que ya estaban armados de una verdad alternativa: serían las fuerzas de la
clandestinidad, los antifranquistas. Pero luego existían personas normales, de la calle, con más o
menos capacidad, que podían entender la monstruosidad de la propuesta. la irracionalidad de la
propuesta, y que entonces buscaron su propio espacio de libertad, su propio espacio de hallazgo de
una nueva racionalidad. Esta sociedad civil, extramuros del sistema y del aparato estricto del poder,
tuvo una larguísima maduración, una larguísima conformación; de hecho, no aflora con todas sus
consecuencias y se apodera del nuevo sentido de la historia de España a partir de la muerte de
Franco.
Dentro de esta reconstrucción de la sociedad civil que apuntaba hacia una nueva racionalidad
democrática, hay que tener muy en cuenta la forja de la sociedad literaria. Normalmente, cuando
hablamos de literatura nos la planteamos en términos separados: el escritor, el editor, el crítico, el
lector... y, en realidad, todos ellos conforman algo que llamaríamos una sociedad literaria, algo que
tiene pleno sentido desde que la literatura es un fenómeno social, concretamente desde el siglo XIX.
Esta sociedad literaria, en todos sus sectures, fuera el escritor, el crítico, el lector, el editor, fue
evolucionando en un forcejeo dialéctico constante con las reglas de permisividad o de intolerancia
que el Régimen había establecido. Sin embargo yo, a veces, cuando me hablan de periodos
demasiado estancos, deniasiado predeterminados de la evolución de la historia cultural de España,
suelo plantear un par de ejemplos para ver hasta qué punto el franquismo era un poder total,
omnipresente, pero la sociedad civil trataba de encontrar su propia música.

Si nosotros nos fijamos en cuál es la propuesta estética del flanquismo al día siguiente de la Guerra
Civil, veremos que es la apuesta por una literatura épico-imperial, por un cine épico-imperial, por una
arquitectura monumentalista, por algo que significa una propuesta, una oferta estética a la sociedad
que refleje esa visión colosalista del imperio y de la vida que trataba de inculcar el régimen neonato.
Sin embargo, tengamos en cuenta los dos éxitos literarios de los primeros años cuarenta. Veremos
qué caminos tan diferentes habían elegido los lectores que hicieron posibles estos éxitos literarios.

Voy a citar dos libros, nada sospechosos por la posición política de sus autores, "Pascual Duarte"
de Cela y "Nada" de Carmen Laforet, como dos libros que en sí mismos indicaban cómo esa voluntad
del receptor de la sociedad civil por leer algo que no fuera lo que inculcaba la estética oficial,
convertía esas dos obras en antagonistas de lo que podía ser la estética oficial, aunque Cela fuera de
origen franquista y hubiera ganado la Guerra Civil, o aunque Carmen Laforet nunca tuviera la menor
voluntad de convertirse en una escritora de resistencia; incluso Carmen Laforet fue
despiadadamente criticada por una revista cultural de la clandestinidad del Partido Comunista,
acusada en aquella época de escritora pequeño burguesa que reflejaba la decadencia de la sociedad
de Franco. El firmante de aquella crítica literaria se llamaba Federico Sánchez.

"Pascual Duarte" y "Nada". ¿Qué quieren decir "Pascual Duarte" y "Nada" dentro de aquellas
coordenadas de lo que era la estética propuesta por el Régimen?

"Pascual Duarte" era la presentación del tremendísmo español, con toda la carga de exageración y
de truculencia efectista que pueda partir de la estética de Cela, pero evidentemente no se parecía en
nada a aquel mundo armónico y lleno de marchas imperiales, de apología de la estética del imperio
que presentaban los novelistas oficiales.

"Nada" de Carmen Laforet era un retrato sórdido de la Barcelona vencida y ocupada en los años
cuarenta, en ninguna clave política, pero bastaba reflejar lo que era la vida, la sordidez y la
mediocridad de las interrelaciones personales y sociales, como para tener una respuesta a lo que era,
en cambio, la presentación de la estética oficial sobre la misma realidad.

Hay que establecer, pues, cómo estas novelas, como las de la Matute, como las de Delibes, como
las de esos novelistas de los años cuarenta que no están comprometidos políticamente, que no
tienen una militancia política, ni muchísimo menos, pero simplemente, por su voluntad de reflejar un
paisaje externo y un paisaje interior diferente, contribuyen a crear esos vehículos de comunicación
literaria que abastecen a una sociedad que en realidad está de espaldas a una propuesta de la
estética oficial.

No digamos ya lo que significa el segundo salto en ese camino de reconstrucción de la razón a


través de la literatura, cuando aparece el realismo social, que se basa fundamentalmente en dos
grandes empresas en la España cultural de aquella época: la recuperación de la memoria del vencido
y la descripción de la realidad en clave no triunfalista.

¿Por qué era importante la recuperación de la memoria para la construcción de esta ciudad
democrática? Porque una de las claves de la duradera victoria de Franco y de su duradera instalación
en el poder fue la destrucción de todo lo que había significado la vanguardia crítica del país. El matar
un millón de personas o sumar dentro de ese millón de personas a los muertos reales de la Guerra
Civil los represaliados en la posguerra, los fugitivos, los exiliados y los topos —los topos en el sentido
más amplio de la expresión, no el topo real que se escondía en su casa, sino el topo que renunciaba a
su identidad y que perdía incluso la memoria—, se complementaba con un empeño cultural de
primera magnitud; y es que, incluso la memoria estaba prohibida, la memoria del vencido, sólo
tenían derecho a tener memoria los vencedores. La operación cultural de desidentificación es una
operación total, no se deja buscar una conciencia crítica de lo real y, al mismo tiempo, se destruye la
capacidad de conservar una memoria del pasado crítico con respecto y actuante sobre el presente.
Por eso fue tan importante para los escritores de la generación de los años cincuenta utilizar a veces
una reivindicación en contra de la estética oficial, que se basaba en la recuperación de la memoria,
que parecía una recuperación más inocente que el forcejeo directo con la realidad. Bastaba que los
escritores de la generación del Realismo, como Fernández Santos, como el primer Juan Goytisolo,
como el primer Luis Goytisolo, que estos escritores de aquella época recordasen su infancia en la
Guerra Civil, no en una clave de memoria del vencedor, sino en una clave del contemplador del
sufrimiento del dolor, bastaba esa recuperación para recuperar una parcela de la razón prohibida, de
la razón oculta.

Y no digamos cuando en esa voluntad del realismo social de los años cincuenta, por ejemplo en la
novelística de García Hortelano, hay además un forcejeo crítico de esa opción moral en contra de la
realidad que se está ofreciendo; ya no se trata sólo de utilizar la reivindicación de la memoria vencida
y oculta como un elemento crítico contra el presente, sino de forcejear con la realidad y, por lo tanto,
cuestionada y presentar una propuesta de alternativa a esa realidad.

Evidentemente en todo ejercicio cultural hay una continuada propuesta y tensión entre lo que es
memoria y lo que es deseo. La memoria, como ese viaje al pasado que es en si mismo, la memoria es
materia de ficción, es esa novela que todos nos contamos a nosotros mismos, o que nos cuentan los
demás, y que la mayoría nunca escribe, pero que, en definitiva, es el territorio donde hemos
sepultado lo que más fundamentalmente sabemos sobre nosotros mismos y sobre los demás. Hay
memoria personal y memoria colectiva. Y ese forcejeo con la realidad es la clave de esa literatura de
realismo social de los años cincuenta, que se prolonga a través de la llamada literatura de la
experiencia y sobre todo de los llamados poetas de la experiencia. Cuando esos poetas o novelistas
de la experiencia, aparte de sancionar la realidad y recuperar la memoria, hacen una propuesta de
futuro en el territorio del deseo, tienen que moverse a través del lenguaje de la elipsis, porque el
Régimen llegó un momento en que toleraba una cierta recuperación de la memoria, una cierta
recuperación de la realidad, pero jamás toleraría la propuesta concreta de un nuevo plan, de un
nuevo programa de ciudad libre.

Dentro de ese territorio, yo quisiera que recordárais una oda de Jaime Gil de Biedma, "Oda a
Barcelona", en la cual están todos los componentes, en parte de la clave estética, de una generación
en cierto sentido privilegiada, no había vivido la Guerra Civil, casi todos ellos eran señoritos de buena
familia, o al menos buena parte de ellos, habían adquirido una conciencia crítica de la realidad,
muchas veces a través de la estética, de la vivencia estética, y en esa "Oda a Barcelona", de Jaime Gil
de Biedma, en un paseo, él supone a sus padres en el Montjuic, cuando él aún no ha nacido, durante
la Exposición de los años veinte, describe al mundo lo que ha sido la memoria de esa ciudad para la
burguesía que se había apoderado de ella, hace una descripción de la ciudad contemplada desde
Montjuic, la montaña desde la cual la ciudad se convierte en un espectáculo, por esa burguesía, y
hace una premonición de futuro soñando que algún día los vencidos de esa ciudad salten por encima
de las barreras y se apoderen de ella y hagan una nueva ciudad. En ese poema, de hecho, hay esa
apuesta por la nueva ciudad en función de una rememoración y en función de una crítica de la
realidad; de hecho, en ese poema estarían las tres claves, que serían la memoria, la realidad y el
deseo.

Desde 1939 a 1978 la cultural española, la vanguardia de esa cultura española se mueve en doble
esfuerzo, reconstruirse como tal y plantear un proyecto más o menos colectivo, que sería la
reconstrucción de la razón y la construcción de la ciudad democrática.

Si pensamos que en el año 39 había desaparecido la vanguardia del Movimiento Obrero, la


vanguardia del movimiento intelectual, la vanguardia del movimiento universitario, que había
desaparecido todo lo que había sido la punta de lanza de la acción de cambio que había aportado la
República, con todos sus éxitos y sus fracasos, y que eso fue perseguido despiadadamente en
cualquier intento de reconstrucción, no nos ha de sorprender que la reconstrucción de esas
vanguardias no se pudiera producir de una manera efectiva hasta veinticinco años después y que, de
hecho, no aflora hasta los anos sesenta. No es milagroso, ni es por casualidad, que sea en los años
sesenta cuando aflora de nuevo el Movimiento Obrero, cuando se reorganizan los profesores en las
universidades, cuando aparece un movimiento estudiantil con todas sus consecuencias, cuando
aparecen cuerpos de intelectuales capaces de dar una contestación y una respuesta crítica al
Régimen.

Han hecho falta veinticinco años para superar la destrucción, el miedo... y para crear una nueva
sentimentalidad crítica con respecto a un nuevo público, y, sobre todo, han hecho falta veinticinco
años, y el desarrollismo económico de los años sesenta, para que aparezca la ciudad como el
protagonista determinante de la vida española y que arrebate pautas de conducta, de
comportamiento, de moralidad y de creencia, a la España agraria, en gran parte determinante y
anterior a la Guerra Civil. Si nosotros contemplamos la literatura de esta época, veremos que es una
literatura, en gran parte, que pretende este proyecto de cambio y de construcción de la ciudad
democrática, ese proyecto de construcción de la democracia en España, ese proyecto de lo que en
términos convencionales llamaríamos dos o tres generaciones.

Hemos de entender ese proyecto, al menos yo así lo entiendo en una clave dialéctica, no en clave
orteguiana. La idea de proyecto histórico para Ortega sería la fijación de una voluntad de ser, fijada
por un sujeto privilegiado que, en función de pertenecer a una élite capaz de predeterminar y de
dotar de categorías y de lenguaje a ese proyecto, estuviera en condiciones de fijarlo como un
objetivo a la masa que se moviera en dirección a esa finalidad. Yo entiendo que ese proyecto fue
construido de una manera mucho más espontánea, aunque activado por la vanguardia clandestina
cultural, por la frustración que se planteaba para una persona medianamente inteligente en la
España de los años cincuenta y sesenta, entre sus necesidades culturales y las satisfacciones que
recibía. Esa mecánica entre necesidad y satisfacción, que en cultura es mucho más determinante que
las consignas, es la que hace que una sociedad se movilice hacia ese proyecto de democracia.

Si nosotros nos fijamos en la literatura que se estaba escribiendo en España en los años sesenta,
cuando ya se había producido la crisis del realismo social y aparentemente había desaparecido como
modelo una literatura crítica de combate contra las condiciones creadas por el franquismo, incluso
en los escritores que estaban apostando por una literatura más cerrada en sí misma, lo que
podríamos llamar una literatura más ensimismada y más pendiente de la evolución de la lógica
interna de lo literario, en todos ellos hay también una propuesta estética que es una alternativa a la
propuesta estética oficial.

Yo os cito casos como el Goytisolo de a partir de "Señas de identidad", como el Juan Benet de
"Volverás a región", como el de los benetistas, esa legión de escritores que, utilizando a Benet en
cierto sentido como bandera, se dedican a hacer una literatura ensimismada, pendiente del discurso,
sobre todo verbal, y de la organización de la masa, verbal, y que no tiene pretensiones de actuación
externa ni política... o los novísimos con sus distintas razas, dentro de esa raza estoy yo también,
están Gimferrer, Azúa... cada uno de nosotros tiene un código moral y político diferenciado,
apostamos por una dignificación fundamental de lo literario y por valorar lo literario por encima de
cualquier otra utilización de carácter social o político, pero evidentemente lo que estamos
proponiendo es una estética alternativa a la que se lleva y estamos apostando por una ciudad libre,
por una ciudad plural, en la que la libertad estética sea la traducción de la libertad política y esté
íntimamente interrelacionada. Esa búsqueda de la pluralidad estética en gran parte estaba ya
respaldada por un cambio fundamental de la composición social de España.

Los historiadores del franquismo, a la hora de inventariar cuál fue el desarrollo de una cultura, la
cultura del franquismo, los partidarios evidentemente del general Franco, la han establecido como
una mágica lucidez de personaje, en el sentido de que supo ser fascista hasta el año 43, supo ser
nacional-católico del año 43 hasta donde tocó, pero manteniendo la autarquía y manteniendo una
cierta concomitancia con el falangismo, y que supo ser neocapitalista a partir del año 57 o el año 58.
Hilando un poco más fino y penetrando en el saber y en la opinión y en la cultura real de Franco, lo
que se puede adivinar es una tremenda astucia para ir cambiando de camisa en función de cada uno
de los tiempos.

Pero, sobre todo, el gran despegue de la España de los años sesenta y los años setenta que
conduce a esa ciudad democrática, a esa ciudad burguesa, a esa hegemonía de la pequeña burguesía
del país, fue un cambio en parte impuesto por tres circunstancias fundamentales: por la quiebra
económica a la que estaba abocada España en el año 57, por el consignisrno y las directrices
económicas, que ya entonces dictaba el Fondo Monetario Internacional, y por una fuerza de
recambio político, económico, social y cultural que fue el Opus Dei, que fue el que le dijo que, o
cambiaba de pauta económica y convertía su régimen en un régimen típicamente neocapitalista, o se
iba a la más absoluta de las bancarrotas y, como consecuencia, a un fracaso político de envergadura.

Pero, ¿a dónde llevan estos cambios?, ¿qué ocurre a partir de este boom económico de los años
sesenta? Pues, evidentemente, que cuajan esas condiciones materiales que conducen a una nueva
sociedad, a esa hegemonía de la España urbana, a esa hegemonía de nuevos sectores sociales que
van a hacer posible lo que luego llamaremos la transición y el cambio democrático. Se reconstruyen
esas vanguardias y, en buena parte, como la universidad se nutría de hijos de la burguesía, esas
vanguardias también crean un nuevo prototipo de ciudadano, que serán esos hijos rojos de
vencedores de la Guerra Civil o esos hijos rojos de la burguesía en general que, en buena parte, van a
dar cara a esa vanguardia crítica de las fuerzas de la cultura, sean universitarias, sean en el campo de
la profesionalidad intelectual, sean en el campo de la escritura, de todos los campos del saber.

Esos sectores, durante un tiempo, crearon un tanto el efecto engañoso, el efecto óptico, el
espejismo de que un desarrollo en esa dirección, en la dirección de la ciudad democrática,
fatalmente podía conducir a un cambio cualitativo de fondo, cual era el salto hacia el socialismo por
cuanto que buena parte de esos vanguardistas, de esos hijos rojos de la burguesía y de las clases
dominantes tradicionales, estaban muy empeñados en un discurso crítico y combativo que asumía el
socialismo por una triple combinación complementaria que les hacía aceptarlo como un desideratum
para sus vidas. El socialismo era al mismo tiempo épico, ético y estético. Les abastecía de
satisfacciones de carácter épico, les permitía la estatura del luchador social por un cambio de fondo,
les permitía la ética de un cambio de las pautas de la conducta y de las normas de la conducta en el
orden de la razón y un cambio estético por cuanto que militar y luchar contra el franquismo
implicaba la estética del riesgo neorromántico.

Con el tiempo, yo creo que se quedó sola, en gran parte, esa sociecIad civil, neoburguesa,
neoliberal, capitalista o paracapitalista, neodemocrática, como un sector hegemónico, dominante,
mayoritario socialmente, que iba a imponer las reglas del juego a la hora de construir la ciudad
democrática y que iba, por lo tanto, a impedir cualquier capacidad de sorpresa o de maravilla en el
momento en que se produjera la transición. Incluso buena parte de sus hijos rojos, que marcharon al
campo del enemigo, regresaron como los espías de la novela de Le Carré, regresaron del frío y
volvieron del campo del enemigo además apoderándose de su lenguaje. Yo creo que una de las
mejores inversiones que ha hecho la burguesía de este país ha sido tener hijos que en una época de
su vida fueran marxistas, porque se fueron al campo del marxismo, le quitaron el lenguaje al
marxismo, se lo pasaron a sus padres y esos lenguajes y ese saber dialéctico sobre la mecánica del
enemigo han sido utilísimos a la hora de entender los puntos débiles del antagonista y, al mismo
tiempo, ha creado una coartada de nosotros-ya-sabemos-porque-podemos-doininar-el-lenguaje. Una
clave en esa línea me la apurtó el jefe de la Patronal en una época determinada, el señor Ferrer Salat,
que hizo su tesis doctoral sobre el Manifiesto Comunista de Marx y, al preguntarle al señor Ferrer
Salat qué le había parecido el libro, que ya era de por sí una pregunta un tanto frívola, Ferrer Salat
me contestó."Es una monada".

Ese viaje hacia la construcción de la ciudad democrática que los escritores perseguíamos en una
clave, los vanguardistas universitaríos, los profesores, en otra, era de hecho, insisto, el proyecto
cultural de toda una generación que había recuperado un cierto valor histórico y un cierto sentido de
la impunidad histórica. Pero también teníamos, en el fondo, una cierta lucidez. Así como los
vanguardistas que habían soñado esa ciudad socialista a la que me he referido antes, de los años 20,
pensaban que la clave de bóveda, era el nuevo destinatario social, pensaban que legitimaría todo ese
cambio, toda esa profunda conmoción cultural, el que sería el sujeto protagonista de esa nueva
ciudad, sería el nuevo destinatario social, es decir, el proletariado, nosotros ya sabíamos que eso era
una pura quimera o pertenecía a una cierta metafísica de la comprensión del problema. Desde el
campo de la literatura habíamos adivinado que los fundamentales destinatarios de lo que
escribíarnos eran o el yo del propio escritor -esa respuesta que suelen dar muchos escritores cuando
se les pregunta ¿Y usted para quién escribe? y te contestan "Para mí mismo", lo cual es
evidentemente verdad, pero oculta muchas veces que escriben para ellos mismos y para un lector de
sí mismos que llevan dentro, que siempre es corno un embrión, como una reducción a pequeña
escala de los escritores que luego tendrán-, y luego un público concebido corno extensa minoría, ese
público que ya había fraguado esa sociedad literaria española reconstruida en función del desarrollo
de la pequeña burguesía ilustrada, que va a ser el elemento o factor clave de la evolución del gusto y
de la evolución de la literatura española en los años sesenta, en la segunda parte de los años sesenta,
y en los años setenta. Pero está fraguando algo que es evidente, está fraguando ya las claves de lo
que va a ser una cultura de mercado, una política de mercado y una verdad de mercado.

Eso ya está establecido en la sociedad española en los años setenta, quizá no lo acabábamos de
ver, sobre todo si operaban, a la hora de contemplar esa realidad, el subjetivismo de pertenecer a
unas posiciones de vanguardia que nos hacía creer que todo el monte era vanguardia o que todo el
monte era orégano, pero la mayoría social determinante, esa mayoría de la sociedal civil que estaba
construyendo la ciudad dlemocrática, iba por ahí, iba hacia esa cultura de mercado, esa política de
mercado y esa verdad de mercado que fue en definitiva la que se impuso con la transición. Vivíamos,
hay que reconocerlo, dentro de las ciudades, dentro de esas ciudades que estaban a medio camino
entre la ciudad franquista y la ciudad democrática del futuro, dentro de una cierta esquizofrenia.

Yo quisiera recordarles aquella época. Quizá ustedes han tenido la suerte o la desgracia de estar
más lejos de la frontera, pero desde Barcelona se asistía al espectáculo de esa esquizofrenia de una
sociedad que durante seis días de la semana tenía que creer las verdades oficiales, o hacer ver que
las creía, y el séptimo día cogía el coche para irse a Perpiñán a ver a Marlon Brando en "El último
tango en París". Esa esquizofrenia que se podía plasmar, por ejemplo, cuando asistíamos a la
representación de "Los Locos de Gharenton" de Peter Weiss, el "Marat-Sade". Entendíamos la clave
que estaba proponiéndonos Weiss, que era casi el fondo del discurso moral y político de la progresía
europea de los años setenta, el choque entre la aspiración de la emancipación colectiva y la
emancipación individual. Sade como la emancipación individual, el derecho del individuo a ultimar su
pulsión de placer y de realización en función del placer, y Marat como el no-derecho del individuo y,
en cambio, la apología de lo colectivo de las reivindicaciones de la emancipación colectiva. Nosotros
sabíamos quizá, no sé si bajo la influencia del bolero o de la simple contemplación de lo real que se
vive solamente una vez, que hay que aprender a querer y a vivir, y quizá, uniendo a Marx y a Machín,
habíamos llegado a la conclusión de que esa oposición Marat-Sade daba, en cierto sentido, la clave
de nuestra propia perplejidal a la hora de actuar en casi todas las dimensiones del espíritu y de la
materia. Pero en España, que entendíamos este discurso, sabíamos que esa curiosa escenificación de
la dialéctica Marat-Sade tenía un extraño convidado de piedra, alguien que la contemplaba siempre
desde detrás de la puerta o que derribaba la puerta aplicando con una cierta precocidad la ley
Corcuera. Y ese personaje que estaba contemplando la dialéctica Marat-Sade era Franco. Es decir, en
España el binomio Marat-Sade era de hecho un ménage a trois, era Franco, Marat y Sade.

La muerte de Franco, cuando se contempla desde el extranjero, aparece entonces como si se


produjera el milagro que, de pronto, de una bruma histórica extraordinaria aparece la ciudad
democrática A mí eso me ha recordado muchas veces a aquella espléndida película, creo que es de
Minnelli (soy un cinéfilo pero no tanto como para dejarme matar defendiendo que la película es de
Minnelli), que se llamaba "Brigadoon". "Brigadoon" representa el mito de una ciudaol celta que
desaparece por un extraño encantamiento durante todo el año, o durante muchos años y, de pronto,
un día determinado, tiene el don de la reaparición. Entonces cuando reaparece esta ciudad, da la
casualidad de que están ahí Cyd Charisse y Gene Kelly, y bailan espléndidamente bien. Pero eso sólo
pasa en el cine. En la vida real "Brigadoon" supongo que aparece en algún lugar céltico de las islas
Británicas y que luego desaparece. Para los extranjeros, la aparición de la ciudad democrática
española fue algo asi como "Brigadoon". De pronto, de una nebulosa, de una historia literaria
confusa que había fundado Cervantes y que había terminado el día en que Franco fusíló a García
Lorca, aparecía una extraña ciudad democrática dentro de la cual había las mismas cosas que había
en las ciuolaoles democráticas europeas: escritores, comerciantes de embutidos, incluso se vendía
foie gras francés.

Recuerdo la perplejidad de una corresponsal de Le Monde que vino a hacernos una entrevista a
Juan Marsé y a mí. Estábamos almorzando en su casa, en un apartamento que tenía en Barcelona, y
de pronto sacó una lata de foie gras, y sacó el foie gras y dijo: "Le foie gras... vous connais?".
Entonces tuvimos que, más o menos, demostrar que teníamos una cierta experiencia sobre el foie
gras. Luego, a continuación, cuando nosotros nos lanzábamos con el cuchillo y el pan de una manera
discreta y civilizada, a pesar de nuestros orígenes sobre el taco de caviar, la señora nos dijo, nos
empezó a dar instrucciones sobre cómo se comía el foie gras, instrucciones que nosotros le
agradecimos muchísimo. Bien, desde la dimensión de la sospecha que había en el extranjero de que
en España no había ni autopistas, ni foie gras, ni escritores, desde la perspectiva del extranjero, es
cierto que aparece la ciudad democrática como un milagro de "Brigadoon".

Desde dentro estamos obligados a saber que eso no fue ningún milagro, que se habían creado las
condiciones materiales, las condiciones sociales, para que el supuesto milagro político de la
transición no fuera tal milagro, sino simplemente la adecuación de unas superestructuras de poder a
lo que en la base material ya se había dado, que era la construcción de una sociedad
fundamentalmente burguesa, donde su vanguardia era una vanguardia burguesa ilustrada, que ha
sido la gran protagonista de toda la transición y la que ha repartido cuadros, cargos políticos,
dirigentes a casi todas las formaciones políticas, y buena parte de ellos, esos ex-lectores de "Triunfo",
ex-lectores de "Cuadernos para el Diálogo"... o incluso co-fundadores de "Cuadernos para el
Diálogo"... si seguimos los currículos de los políticos hoy día en ejercicio, es la revista que ha tenido
más co-fundadores de la historia, porque casi todo el mundo en su curriculum pone ex-fundador de
"Cuadernos para el Diálogo".

Aparece entonces la ciudad democrática y a esa ciudad democrática, desde la perspectiva de la


literatura, se le van a pedir cosas excesivas para sus fuerzas. Por ejemplo, se le va a pedir un salto
cultural. Todo el mundo dijo: Bueno, ahora que ha acabado el franquismo, sacad de los cajones las
obras que no podíais publicar. A ver tú... tú que has escrito un Proceso, saca "El Proceso" del cajón de
tu despacho... o tú que has escrito un Quijote que no has podido publicar, sácalo... o tú que has
escrito "En busca del tiempo perdido" y Franco no te lo ha dejado publicar, sácalo. Claro, era una
pregunta que nos dejaba en una cierta perplejidad porque nosotros veíamos que, entre el 19-N y el
21-N, la evolución de la cultura no había experimentado serios trastornos. De hecho, la lógica interna
de la cultura estaba más en conexión de la evolución de la sociedad civil y se había ido preparando en
función de ese nuevo destinatario, que era ese lector pequeño-burgués ilustrado y capaz, que no en
clave de una catarsis. Por otra parte, la propia vida política del país, de la transición no había
experimentado ninguna catarsis, el dictador había muerto en la cama y los pactos de la transición se
hicieron en las trastiendas de importantes restaurantes de Madrid.

La sociedad literaria, por lo tanto, se entrega a esa experiencia de la muerte de Franco siendo fiel a
sí misma y siguiendo lo que ya era, y ahora lo voy a tratar de connotar, el 19-N, más un valor añadido
importantísimo, evidentemente, que es entregarse a un ejercicio de una cierta desintoxicación
autorrepresiva. De hecho, para entender la evolución de la literatura española entre el antes y el
después de Franco, del final de los años setenta hasta ahora, hay que entenderla como una
perpetuación de tendencias y de pautas de conducta literaria ya existentes antes de la muerte de
Franco a las que se incorpora ese ejercicio de desintoxicación autorrepresiva.

¿Qué literatura existía en España o qué propuestas literarias se plantearon en España el 19-N, el
día anterior a la muerte de Franco? Pues, si hacemos un inventario, están casi las mismas propuestas
de tendencias que hay hoy en día, algo que pudiéramos llamar esa literatura ensimismada, que
convierte a la novela, por ejemplo, o a cualquier género literario, en un conocimiento cerrado en sí
mismo que se nutre de un instrumento de conocer fundamental y autosuficiente, que sería la
materia prima de la palabra. Eso ya estaba. Eso ya estaba desde Juan Beneyto hasta Javier Marías,
con tomas de posición que iban desde una cierta contemporización hasta el maximalismo de Javier
Marías, que renegaba completamente de todo lo que era la influencia de la tradición literaria
española, pero eso ya estaba allí presente y sólo ha hecho que evolucionar siguiendo su propia
lógica. El memorialismo, es decir, el derecho a recuperar la memoria y sobre todo la memoria de
vencido como instrumento de conocimiento de la propia realidad, ése era Juan Marsé. Juan Marsé
como la cima de un proceso de escritura en esa dirección. La búsqueda de un conocimiento lúdico en
el que se va pasando desde lo que puede ser crítico y acrítíco, de lo que puede ser realidad y ficción,
en un juego constante, incluso que puede llegar a marear y desorientar al lector y colocarle en la más
total inseguridad. Eso ya estaba, eso era Eduardo Mendoza, y Eduardo Mendoza ya lo había
insinuado en una primera novela, "El caso Savolta", novela que por cierto había podido publicar cinco
años antes y que no se había publicado porque la habían rechazado algunos editores con una
clarísima visión, evidentemente, literaria.

La ironía, como una especie de melancolía ética, como la nostalgia de una capacidad de
intervención de la literatura y como la comprobación de que, de hecho, las palabras influyen y el
pensamiento influye y, como ante el fracaso de la razón, sólo te queda el sentimiento para dictar el
recurso de la ironía. Pues ése era yo, pero ése era yo en el año 68, y en el 69, y lo soy ahora. El utilizar
la diferencia social como provocación y como espectáculo, ése era Terenci Moix, y lo era en sus
primeras novelas y lo es ahora con todos los cambios que haya podido experimentar.

Cada edificio aparentemente obedece a su ritmo. Esa ciudad conserva las arqueologías del pasado,
las ruinas antiguas y las ruinas contemporáneas. Todo el franquismo, de hecho, yo creo que puede
leerse en clave de ruina contemporánea, pero es que cada época construye sus ruinas, cada época,
sin que lo sepa ella misma, ha construido sus propias ruinas.

Esa ciudad, aparentemente, es una ciudad abierta, es una ciudad en la que podemos adoptar toda
clase de comportamientos, en la que la iniciativa del individuo es el elemento determinante. Eso
responde a la teoría de la ciudad abierta, de la ciudad democrática.

Y durante un largo tiempo, yo creo que concedimos una tregua a la hora de ser críticos de la
ciudad, a la hora de criticar esa nueva propuesta del skyline de la ciudad democrática. Primero
porque conocíamos su fragilidad —y ustedes, en Valencia, más que nadie, porque vivieron de muy
cerca desde aquí la experiencia de la posibilidad de un golpe de estado—. Éramos conscientes de la
fragilidad de esa ciudad democrática y no había por qué ser demasiado exigentes con sus resultados
y con su materialización. Sin embargo, al cabo de unos años, yo he llegado a una cierta sospecha, a la
sospecha de que estuvimos, durante cuarenta años casi, construyendo ese final feliz del skyline de
ciudad democrática, que ese final feliz no ha sido tal, y que, en segundo lugar además, nos ha
ocupado todo el horizonte y nos ha impedido el forjarnos la posibilidad de otra ciudad diferente, de
una ciudad que fuera, de hecho, una conquista más allá de ese horizonte ocupado por esa ciudad
democrática.

Porque, si leemos en profundidad esa sociedad democrática, está de hecho presentada como un
final de trayecto, como un cul de sac, como una ciudad predeterminada por una serie de reglas
materiales donde no caben ideologías alternativas, una ciudad que no puede ser repensada, que ya
está hecha, donde las cosas son como son, desde una predeterminación de carácter neopositivista
conduce y considera cualquier tipo de comportamiento y de conciencia de la propia ciudad, donde
está establecido el final de la historia y donde todo está dictado por un determinismo de carácter
economicista, desde la entrada en la OTAN, desde la política económica del señor Solchaga hasta la
Guerra del Golfo. En esta ciudad aparentemente abierta, de conductas libres, al parecer todo está
predeterminado, y luego explicaré, o trataré de explicar en la parte última de mi intervención, en
nombre de quién, de qué sujeto histórico democrático determinante convertido en el nuevo gran
hermano de la ciudad democrática.

Estarnos ante esa ciudad que ocupa todo el horizonte y, si hacemos una investigación entre el
mundo y las propuestas culturales que nos rodean, llegamos a la conclusión de que se nos están
planteando determinados skylines, determinadas líneas del cielo, de ciudades democráticas eximias,
que van a ser como emblemáticas de cara a ratificar esa conquista de la ciudad democrática en
general: Sevilla, Barcelona, Madrid. La ciudad democrática está conquistada, es esa ciudad-mercado
a la que me he referido, pero va a tener que ratificarse en tres ubicaciones históricas determinantes
que van a ser emblemáticas: Sevilla, escenario de la Exposición Internacional y del centro de
conmemoración del V Centenario, nadie sabe todavía de qué exactamente, Barcelona como sede
olímpica y Madrid, como capital europea de la cultura.

Si nosotros examinamos qué se nos está ofreciendo en el skyline de esa ciudad democrática que es
Sevilla, veremos que es una extraña mezcla de Lope de Aguirre, interpretada por Kinski, por el
malogrado Klaus Kinski, y por la tecnología punta. Es decir, es esa propuesta de reconciliación con un
pasado, con todas sus connotaciones, y con un futuro tecnológico, que sería esa apuesta por la
tecnología punta, y con una incapacidad total de dar una sanción crítica al pasado, al presente y de
apostar por un proyecto alternativo de futuro. Es la instalación en la ciudad espectáculo, en la ciudad
democrática como espectáculo.

Barcelona, lo mismo. Ahí sería una curiosa mezcla entre el primer falangista que ha llegado a ser
catalan universal —ustedes saben que los catalanes siempre nos hemos sentido muy orgullosos por
nuestra galería de catalanes universales— y el primer falangista que ha llegado a catalán universal ha
sido el señor Samaranch. Entonces, esa ciudad democrática, ese skyline de la ciudad democrática que
será Barcelona, por antonomasia, corno emblema de la nueva situación, pues será una mezcla de
Samaranch y Cobi. Es otra vez la propuesta de la formalización del estuche de la ciudad democrática
convertida en espectáculo.

Y Madrid. Madrid en estos momentos ya hay serios problemas incluso para plantearla como oferta
de capital de la cultura, porque lo más que se puede llegar a plantear es la resaca de la movida, lo
que queda de la resaca de la movida y como demostración de cuán impotente puede ser incluso un
generoso Presupuesto General del Estado para conseguir una capital cultural artificial.

Estamos, pues, dentro de esa ciudad democrática que nos ha traído la transición, por la cual, la
escritura, la literatura, la cultura en general, han apostado durante largos años, y de pronto
descubrimos que estamos amenazados por una nueva inquisición, es una inquisición que no me voy
a referir a los datos groseros de la inquisición material, sino de una inquisición, vamos a llamarla,
incluso, espiritual. Leonardo Sciascia, un escritor italiano de una lucidez envidiable, dijo que
asistíamos a una época en la que se planteaba una lucha tremenda entre el presente como
inquisición frente a la memoria, se combatía el derecho a la memoria y se sentaba la dictadura del
presente, y que no era evidentemente una apuesta inocente, porque conservar la memoria significa
conservar el recuerdo de cuáles eran nuestros deseos.

El instalarse en el presente significa, de hecho, declarar la inutilidad de cualquier tipo de deseo,


significa la instalación dentro de las cosas como son, del fatalismo de lo que nos es dado, del
fatalismo de la mecánica de lo histórico y de lo económico, conduciéndonos a la situación en la cual
nos hemos instalado. Aquel que recuerda se convierte en desestabilizador, porque el que recuerda
puede soñar en el salto hacia el futuro y de nuevo retornar el discurso de la utopía. El skyline de la
realidad, de esa ciudad democrática a la que hemos llegado es, de hecho, yo creo que es un diseño,
un estuche, y un estuche que enmascara el carácter cerrado, real de la ciudad abierta. Tenemos las
conciencias controladas, las identidades uniformadas, y la ciudad se conviene fatalmente en una
continua interrelación, en una continua interacción entre su carácter de laberinto y su carácter de
madriguera.

Conciencia controlada, pero no evidentemente por un poder represivo directo que aparece de
pronto en unas pantallas televisivas por las calles, como en las utopías negativas, sino en nombre de
un sujeto que nadie ha comprobado si existe o no existe, pero que sería algo así como el consumidor
mayoritario, ese consumidor mayoritario de verdades políticas, de leche en polvo, de pautas de
conducta, de fines de semana, de itinerarios ideales de verano, ese consumidor mayoritario en
nombre del cual prácticamente se hace todo, se crea todo y se planifica todo, desde una campaña
electoral hasta una programación de televisión e, incluso, unas propuestas de cambio. Por ejemplo,
en esta ciudad democrática, donde una de las aspiraciones democráticas ha sido leyes como la del
divorcio o la del aborto, esas leyes no se han afrontado nunca en nombre de su necesidad objetiva,
sino en nombre de lo que podía asumir el consumidor mayoritario, en nombre de lo que estaba
dispuesto a aceptar el consumidor mayoritario y que. lógicamente, se convertía en el votante
mayoritario. Las identidades uniformadas, ese honesto centrista medio, que es ese consumidor
mayoritario, es el que está creando una identidad de referencia a la cual, o nos acoplamos, o nos
convertimos en marginales, en marginales con mayúscula o en marginales con minúscula, en
excéntricos en todo el sentido de la palabra: aquel que no está en el centro. Y luego, la ciudad se
conviene en una relación de laberinto y madriguera. Laberinto que te expulsa de sí mismo, que te
provoca la inquietud, el miedo, la sensación de que no estás en tu territorio, de que nunca estarás en
tu territorio y que te urge volver a casa. Y tu casa se conviene en una madriguera, en una madriguera
a la cual van llegando los únicos mensajes posibles que te transmiten una conciencia y un
conocimiento sobre el mundo y que, además, sabes que es una madriguera cada vez más vigilada,
porque una de las claves que hacen posible una sociedad permisiva, es que esta sociedad permisiva
pueda vigilar todo lo que permite y, por eso, no es extraño que esa madriguera cada vez sea más
afectada por leyes Corcuera o por leyes sobre la de la Comunicación que está todavía en el telar.

Estamos, pues, descubriendo que, al final de ese recorrido de construcción de la ciudad


democrática, hemos llegado a una situación de libertad vigilada, en la cual el gran hermano ya no es
el gran hermano de la utopía de Orwell de 1984, sino que el gran hermano somos nosotros mismos,
el gran hermano es ese setenta por ciento de la población emergente de la ciudad, que es el que
escribe, el que lee, el que tiene conciencia de lo que ocurre y el que, además, tiene pautas para
imponer su conducta y para sobrevivir, y que puede prescindir perfectamente de la opinión de un
treinta o cuarenta por ciento restante de la sociedad, desintegrado, no vertebrado, y que, por lo
tanto, no está en condiciones de ejercer una función crítica de la ciudad construida.

La literatura española durante este período, desde apostar por la construcción de esa ciudad
democrática, cuestionando las claves estéticas de lo que había sido el franquismo, hasta instalarse en
la evidencia de la pluralidad de la oferta, ha rechazado, desde un cierto pudor, mayoritariamente,
salvo contadas excepciones, el intervenir con un discurso critico sobre esa ciudad que había
heredado de la etapa de la transición. Yo creo que estamos ante una situación límite, una situación
límite en la que la propuesta que se nos hace es un mundo terminado que, aparentemente, está
regido o tiende a las sociedades abiertas, en el que sólo hay una verdad, un mercado y un ejército.
Inútil que diga cuál es la verdad, inútil describir qué es el mercado, inútil que me refiera al único
ejército que existe como gran patrulla universal y policíaca de ese final de mundo feliz.

Un mundo que, en nombre de los principios del liberalismo, es un mundo en el que prácticamente
no se puede practicar el liberalismo en ningún territorio de la conducta. Para empezar, ni siquiera en
el de la conducta económica, donde todos los precios están fijados, la única materia del mundo que
aún no tiene precio fijado es la cocaína y la heroína, y se están dando todos los pasos para que sea
finalmente un producto que tenga el precio fijado en centros de decisión económica de carácter
internacional. Estamos en un mundo en el que curiosamente se resucita al pobre Popper, al que un
escritor contemporáneo, el otro día, equiparaba a un autor de recetas de cocina, es decir, algo así
como "Carmencita la buena cocinera de la supuesta sociedad abierta", dice... "el autor de recetas
que en un momento determinado van a solucionar todos los problemas de guisos que tiene una
sociedad abierta", y a la hora de la verdad, cuando examinas a qué sociedad pueden aplicarse las
recetas de Popper, te das cuenta de que se está refiriendo a los centros del imperio, a ciudades y,
sobre todo, a esos centros sociales dentro del imperio que pueden regalarse a sí mismos la condición
de sectores abiertos. Es decir, se está refiriendo, de hecho, ese recetario de la sociedad abierta, de la
ciudad abierta a la gastronomía caníbal del centro del imperio.

Ante esa situación que la literatura empieza a adquirir, yo no pretendo que eso sea una pauta ni
una norma moral para todos los escritores, pero sí que se lo planteen como un problema a
considerar, el de volver, o una parte al menos, de un discurso de carácter lingüístico, a hacer una
lectura crítica de la ciudad que nos han entregado, y pasar más allá de ese estuche diseñado, de esa
apariencia de verdad de ciudad democrática a la que nos enfrentarnos, que en cada lugar adquiere
unas dimensiones y unas coordenadas diferentes, pero hasándose en una lógica interna similar.

Si quitamos el estuche de esa ciudad... Fíjense que ahora se ha puesto de moda, cuando hay una
obra pública, encargar a algún artista que haga unos dibujos o unas figuraciones para que el
ciudadano pueda pasar al lado de la obra pública sin ver el espectáculo real de qué significa destruir y
construir, entonces asiste de pronto a unos dibujos que ha hecho algún artista celebrado de la
ciudad, un dibujante... Esa podía ser casi una metáfora de toda la ciudad, una ciudad envuelta en un
estuche que enmascara es su realidad.

Si quitamos el estuche de esa ciudad democrática que ha construido la transición, veríamos que es
una suma de pavorosas pobrezas, no me refiero ya estrictamente a las pobrezas económicas, aunque
esa ciudad acumula la antigua pobreza, la nueva pobreza, sino de terribles pobrezas morales,
ideológicas y de proyecto. Aplicar la literatura a esa crítica me parece una necesidad, sobre todo para
la propia realización del escritor que se pueda enfrentar a esa confusión o a esa falsificación de los
códigos que plantea la sociedad. El escritor lo puede hacer incluso desde la instalación en lo que se
llama la posrnodernidad, no hace falta que renuncie a ese eclecticismo de carácter técnico o de
conocimiento que plantea la posrnodernidad, es decir, puede instalarse incluso en un cierto
escepticismo, en una cierta aceptación de todo lo que ha sido el patrimonio, no es necesario que se
decante por una tendencia ni estética, ni política, ni ideológica determinada. Basta que se enfrente a
la realidad y que se dé cuenta que está deshistorificada y que ha de devolverle un discurso histórico.

Es decir que, en cierto sentido, la posmodernidad tendría que volver a rehistorificarse y


redescubrir que la necesaria ciudad del futuro, que en esta ciudad que nos han puesto delante corno
el skyline final de la ciudad democrática supuestamente abierta y cerrada, no es el skvline definitivo
de la última ciudad de la historia, sino que hay que aspirar a otro skvline, el de una ciudad global,
futura, que a la vez sea igualitaria, solidaria y libertaria.

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