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Érase una vez un rey que tenía una hija tan bella como orgullosa. La princesa ya
tenía edad para casarse pero no encontraba el marido adecuado. Para ella, todos los
pretendientes tenían defectos o no eran lo suficientemente importantes como para
hacerles caso ¡Ninguno merecía su amor!
Un día, su padre el rey, organizó una fiesta en palacio por todo lo alto para que
eligiera de una vez por todas a su futuro esposo. Acudieron muchos jóvenes venidos
de varios reinos colindantes. Por supuesto, todos pertenecían a familias muy
importantes y gozaban de una educación exquisita. Distinguidos príncipes y nobles
formaron fila frente a la princesa que, de manera arrogante, se paraba ante cada
uno de ellos y sin ningún tipo de pudor, hacía un comentario lleno de desprecio. A
uno le llamó gordo grasiento, a otro calvo como una pelota, a otro feo como un
sapo… Cuando llegó al último de la fila, pensó que su cara le recordaba a la de un
pájaro. Espantada, le dedicó otro de sus desagradables comentarios.
– ¡Tú lo has querido, niña caprichosa e insolente! Te casarás con el primer hombre
soltero que se presente en las puertas de palacio ¡Así lo ordeno y así será!
Y dicho esto, salió del gran salón dando un gran portazo y dejando a todos los
invitados sin saber qué decir.
Al cabo de tres días, llamaron al portón principal. Era un mendigo vestido con
harapos que, al parecer, se ganaba la vida pidiendo limosna. El rey le mandó pasar
y llamó a su hija.
– ¡Pero padre…! Yo… ¡Yo no puedo casarme con este hombre andrajoso, sin clase ni
educación!
– ¡Por supuesto que puedes! Tu conducta fue inadmisible y ahora debes asumir las
consecuencias.
– Caramba… Si le hubiera elegido como marido, ahora todo esto sería mío… – meditó
la princesa con tristeza.
Era noche cerrada cuando llegaron a casa. Su nuevo hogar se reducía a una cabaña
muy humilde, llena de rendijas por donde entraba el frío y sin ningún tipo de
comodidades. La princesa estaba desolada… ¡Qué sitio más horrible!
Su marido le pidió que encendiera el fuego, pero ella no sabía cómo hacerlo.
Siempre había tenido criados que hacían todas esas labores tan desagradables.
Tampoco sabía cocinar, ni limpiar, ni hacer la cama, que en este caso era un
mugriento colchón tirado en el suelo. El hombre, resignado, echó unos troncos en la
chimenea y enseguida entraron en calor.
– No tenemos nada para comer. Tendrás que trabajar para ganar algo de dinero. Toma
estas tiras de mimbre y haz unas cestas para venderlas en el pueblo.
La joven puso interés, pero de nada sirvió. El hilo cortó sus dedos y de ellos
salieron finísimos regueros de sangre.
– ¡Está bien, olvídate de eso! Mañana irás al pueblo a vender las ollas de cerámica
que yo mismo he fabricado ¡Es nuestra última oportunidad para ganar unas monedas!
– ¿Yo? ¿Al mercado? ¡Eso es imposible! Soy una princesa y no puedo sentarme allí
como una pordiosera a vender baratijas ¡Si me reconocen seré el hazmerreír de todo
el mundo!
– Lo siento por ti, pero no queda más remedio. Si no, nos moriremos de hambre.
– ¡Ay! ¡Qué desgracia! ¿Qué voy a hacer ahora?… ¡No me queda nada para vender! ¡Mi
esposo se va a disgustar muchísimo!
Regresó con el saco vacío, sin vasijas y sin dinero. Cuando entró en casa, se
derrumbó y comenzó a llorar sin consuelo. Su marido fue muy tajante.
– Tenía el presentimiento de que esto tampoco saldría bien, así que fui al palacio
del rey y le pedí trabajo para ti. Sólo hay un puesto de fregona y tendrás que
aceptarlo.
La princesa se giró y dio un grito ahogado. El joven, aunque era apuesto y desde
luego muy refinado, tenía la barbilla ligeramente torcida ¡El príncipe era Pico de
Tordo!
Se sintió tan abochornada que echó a correr por el salón. Estaba sucia, despeinada
y vestida con ropa vieja y descolorida. A su alrededor, los ilustres invitados
estallaron en carcajadas. La princesa se puso tan nerviosa que tropezó y cayó a la
vista de todo el mundo. Se tapó la cara con el mandil y sus llantos fueron tan
grandes que el salón enmudeció. Entonces, notó que alguien le tocaba el hombro
suavemente. Levantó la mirada y ahí estaba el príncipe Pico de Tordo tendiéndole la
mano.
La princesa se levantó del suelo y clavó sus ojos en los del príncipe.
– Lo siento mucho… Fui una estúpida y una orgullosa. Gracias a ti ahora soy mejor
persona. Perdóname por haberte insultado el día que nos conocimos.
– Lo sé y me alegro de que así sea ¿Ves todo esto? ¡Lo he preparado para ti!
Entre los asistentes estaba su padre el rey, que por fin se sintió tremendamente
orgulloso de ella. Emocionada corrió a abrazarle y vivió el momento más bello de su
vida.