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Malturian

En 1912 visitó la ciudad por primera vez el célebre mago Malturian. Se hospedó en el hotel Ancona, en la
Avenida de Mayo, y comenzó a dar funciones los viernes y los sábados a la tarde en el teatro Gloria. Al
mes de su llegada, cuando notó que empezaban a abundar las butacas vacías, citó al periodismo y al
público en la costanera con la promesa de un truco jamás visto. Allí, en una mañana de invierno, se hizo
atar con cadenas. Sonrió y habló interminablemente, sentado en el interior del baúl, antes de que lo
cerraran. Había contratado a dos Cantadores de pesas para que cumplieran con la ceremonia. Después de
cerrar los enormes candados de hierro, los dos forzudos levantaron el baúl y lo arrojaron a las aguas
agitadas. El silencio de la espera duró diez minutos. Los espectadores pidieron una respuesta a los
asistentes del mago, que prefirieron alejarse del lugar antes de que llegara la policía. La multitud se fue
desgranando de a poco; cada uno que se iba le daba una última mirada al río vacío. A la mañana siguiente
un buzo, con una escafandra de bronce, se sumergió en las aguas oscuras sin encontrar ni a Malturian ni al
baúl. En los diarios, prolijas necrológicas recordaron la trayectoria del mago, sus giras por el mundo, su
expulsión de París por haber dejado suelta una pantera por las calles después de haberla hecho
desaparecer del escenario. A los quince días Malturian apareció sano y salvo y retomó sus funciones en el
teatro Gloria. El público aplaudió su resurrección; los periodistas pidieron en vano que explicara su truco.
Había ganado nuevos admiradores, pero los más fieles desconfiaron. Lo encontraban distinto. Un poco
más alto, y más delgado. Malturian anunció que se quedaría a vivir en la ciudad. Después de unos días,
los periodistas dejaron en paz a Malturian, excepto Jorge Reinz. Había entrado a trabajar en el principal
diario de la ciudad pocos meses atrás, y su primera nota había sido la llegada de Malturian al país. Reinz
convenció al jefe de redacción, Artemio Prater, de que lo dejara viajar a Europa, con la promesa de
conseguir pruebas de una verdad escandalosa sobre la identidad de Malturian. Prater había sido un
periodista aventurero en su juventud, pero ahora prefería permanecer en el diario, renunciando a los
viajes; había descubierto que en las intrigas internas de un periódico se desarrollan aventuras que
prescinden de escenarios exóticos, pero que son un símbolo más depurado de la experiencia humana.
Aceptó que Reinz viajara, quizá porque se reconocía en la ciega determinación del otro, en la fe que ponía
en buscar la verdad, como si no fuera un trabajo arduo e incierto, sino el descubrimiento de una palabra
mágica que una vez obtenida quedaba así para siempre. Réinz viajó; a los dos meses volvió con recortes
de diarios, con una caja llena de fotografías y con una hipótesis. “Malturian no es un hombre. Quizás en
un principio lo fue, pero ya no. Es una sociedad internacional de magos suicidas. Cuando uno de ellos
muere en uno de sus trucos, otro lo reemplaza. Así perpetuaron en todo el mundo el nombre del mago”.
La hipótesis de Reinz fue publicada en el diario, pero Malturian, que desde hacía un tiempo se negaba a
salir de su cuarto en el hotel Ancona, no respondió a las acusaciones. Solo reapareció cuando se incendió
el teatro Gloria. El fuego comenzó en la sala de máquinas y se extendió a las butacas. Los bomberos no
podían entrar por temor a un derrumbe. Malturian, con su capa y su bastón, llegó hasta el cerco de los
bomberos y trató de cruzarlo, pero los policías lo alejaron. Media hora más tarde la multitud lo vio,
asomado a una ventana del teatro. Los bomberos acercaron una lona y le pidieron que saltara. Malturian
mostró una galera, sacó de ella tres conejos y los dejó caer sobre la lona. El humo rodeó al mago. Unos
minutos después el frente del teatro se derrumbó. Los diarios comentaron con brevedad, cautela y verbos
condicionales la muerte de Malturian. Entre las cenizas se encontró un cuerpo irreconocible. En los días
siguientes no se habló de otra cosa que de la nueva muerte del mago, y corrían las apuestas sobre su
desaparición definitiva o su regreso triunfal. A la semana, otros temas ocupaban la imaginación de la
gente, porque siempre hay nuevos personajes que suben a escena y que empujan a los viejos al depósito
de utilería. Solo Reinz no olvidó. Cuando leyó un pequeño artículo publicado en Milán sobre la actuación
de Malturian, le pidió a Prater que le permitiera viajar a Italia. Prater hizo que le entregaran el dinero para
el pasaje y para un mes de comidas y hotel. Cuando el plazo venció, llegó a la redacción un cablegrama
en el que Reinz anunciaba que seguiría la investigación por sus medios. En el año siguiente, Prater
comenzó a recibir las pruebas reunidas por Reinz: notas en distintos idiomas, declaraciones de testigos,
fotos en las que Malturian aparecía demasiado delgado, o gordo, o con aspecto de árabe… En una
fotografía tomada a la salida de un teatro su silueta parecía la de una mujer. Prater publicó todos los
artículos de Reinz (y que eran, en esencia, un solo artículo escrito en el recurrente idioma de la obsesión).
Si Prater publicó ese material, fue porque sabía que Reinz necesitaba el dinero, pero en realidad al público
habían dejado de interesarle hacía mucho tiempo las hazañas de Malturian. Después la correspondencia se
interrumpió. Cada tanto algún colega se acercaba al escritorio de Prater a preguntar si tenía noticias de
Reinz. El jefe de redacción respondía que había encontrado otro trabajo y que había abandonado hacía
mucho la investigación. No le dijo a nadie que estaba seguro de que la investigación, llegaran o no
informes, proseguía. Pasó casi un año hasta que llegó al diario un nuevo envío. Era un sobre sin
remitente; adentro solo había un aviso de un diario editado en alguna ciudad norteamericana. Malturian
asomaba la cabeza de un barril, junto a las cataratas del Niágara. Prater leyó con dificultad el texto,
saturado de adjetivos (“sorprendente”, “aterrador”, “vertiginoso”) y precisiones sobre la altura del salto y
la velocidad de la caída. Aunque en la foto la cara de Malturian era borrosa, Prater adivinó en su
expresión de inútil desafío los rasgos de Reinz.

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