El primer entusiasmo por la guerra. —Vacilaciones de los políticos y
de los militares. —El mundo llamaba a Francia. —Odio de los reyes a Francia. —Madame de Lamballe en Inglaterra. —Inglaterra y Austria querían adormecer y enervar a Francia. —Suicidio universal de los reyes en el siglo XVIII. —El pensamiento íntimo de Austria y de la reina. —Reinado y caída de Barnave (septiembre-noviembre). — Violencia interior del rey, de su hermana y de su hija. —El rey no quería a los emigrados. —Estaba dominado por los curas. Su poder. — Los curas, amenazados en París, eran omnipotentes en las provincias. —Francia comprende que el rey es su enemigo. —Apertura de la Asamblea legislativa. —Aparición de los girondinos. —Discusión entre el trono y la Asamblea, —Discusión relativa a los curas y a los emigrados. —Respuestas hostiles de las potencias. —Noticias del desastre de Santo Domingo. —Noticias de la matanza de Avignon.
La idea del libro en este momento es la guerra, el impulso
nacional contra el enemigo de dentro y de fuera. La nueva Asamblea, elegida bajo la impresión del peligro público, debía no llamarse legislativa sino Asamblea de la guerra. El asunto ahora es el descubrimiento progresivo de esta verdad demasiado cierta: que el rey es el enemigo, el centro (voluntario o involuntario) de todos los enemigos interiores y exteriores. Y el objetivo al que nos dirigimos es la salvación de Francia el 10 de agosto de 1792 por la caída del trono. La Francia que lee, habla y discute aunque había malgastado mucha palabrería, se preocupaba poco de la acción y prefería no ver los peligros de la situación y se las ingeniaba para engañarse a sí misma, esforzándose en creer que no llegaría la guerra. Pero la Francia que no lee (es decir casi toda la nación), la que habla menos, la que trabaja, como no tenía los mismos motivos para hacerse ilusiones, no imaginó que la cosa pudiera ser puesta en duda; creía en la guerra desde hacía mucho tiempo, creyó más firmemente en su posibilidad y se preparó para ella. Desde lo de Varennes pedía fusiles y a falta de ellos se dedicó desde enero a forjar picas. La impresión por la fuga del rey, su deserción al enemigo, aquel hecho importantísimo, aquel hecho capital de una significación decisiva, pudo oscurecerse para el público ocioso y hablador que sólo se ocupaba de las novedades del día. Pero para la verdadera Francia, trabajadora y silenciosa, el mismo hecho fue siempre nuevo, presente y amenazador. Aquella Francia al recoger la cosecha, el fruto de su trabajo, no pensó en otra cosa, y si la reja del arado tropezaba en una piedra dificultando la tarea, fue siempre la misma piedra la que se hallaba en todos los surcos. No eran lo bastante sabios como para pensar: “El Emperador es un filántropo. Catalina una filósofa”, y otras vanas razones accidentales y personales que no cambiaban lo más mínimo la naturaleza de las cosas ni de las necesidades profundas de la situación. Lo que sabían es que Francia por su Revolucion, única en su clase, se hallaba aislada como un monstruo, se la miraba con terror. Colocada entre los reyes, que temblaban de odio y miedo, y con los pueblos apenas despiertos, debía pensar ante todo en procurarse medios de defensa. Y esto es precisamente lo que hizo. Desde 1789, en el momento en que nació, se arrojó sobre sus armas. El instinto le hizo comprender que tenía un enemigo, algo desconocido, que la amenazaba, al que dio el nombre de los bandidos, y se dedicó a buscarles de aldea en aldea. En 1790, en las federaciones, al comenzar su armamento, pensó en la liberación de los pueblos, en su confederación universal sobre los derruidos tronos de los reyes. En 1791 conoció el pacto del rey con los reyes de Europa, comprendió el peligro que le amenazaba y se armó como prevención. “Porque (y este era el razonamiento sencillo pero sin réplica del último de los aldeanos) ¿olvidarán los reyes que hemos puesto nuestra mano sobre la monarquía al detener al rey en Varennes? ¿No se han visto todos cautivos en la persona de Luis XVI? El pueblo, en toda la superficie de la tierra, es siervo y prisionero del rey; sólo en Francia el rey es prisionero del pueblo. No hay arreglo posible< Gruñen todavía sin morder, como el perro que va a atacar; necio será el que espere a que hagan presa en su garganta”. A esta voz interior del sentido común respondía admirablemente la declaración de Pilnitz. Los reyes decían a Francia: “Sí, no os engañáis, ese es nuestro pensamiento”. Y esta declaración no circuló en los términos ambiguos de la diplomacia; corrió por los campos en la forma insolente y provocadora de la carta de Bouillé. Cayó como un reto y como tal fue saludado con un gran clamor de alegría. ¡Ah, eso es lo que pedíamos! Tal fue el grito general. Marsella, desde marzo de 1791, solicitaba marchar al Rin. En junio todo el norte, todo el este, desde Givet hasta Grenoble, aparece en un momento erizado de acero. El centro se conmueve. En Arcis de 10.000 varones parten 3.000. En alguna aldea, en Argenteuil por ejemplo, parten todos sin excepdón. La dificultad estribaba en que no se sabía adónde dirigirlos. El movimiento seguía extendiéndose como las vibraciones de un inmenso temblor de tierra. La Gironda escribió comprometiéndose a mandar en masa a todos los varones, 10.000 hombres; el comercio de Burdeos, al que arruinaba la Revolución, y los vinicultores, a los que enriquecía, se ofrecieron unánimemente. Una cosa basta para caracterizar aquella época, una frase digna de eterna memoria. En el decreto del 28 de diciembre de 1791, que organizó los guardias nacionales voluntarios obligándoles a servir un año, el castigo con que se amenazaba a los que abandonasen el servicio antes del año, era que “durante diez años se verían privados del honor de ser soldados”. He ahí un pueblo que se ha transformado. Antes de la Revolución nada le atemorizaba tanto como el servicio militar. A la vista tengo esta triste confesión de Quesnay (Enciclopedia, artículo Colono, pág. 537): que los hijos de los colonos sienten tal horror a la milicia que prefieren abandonar los campos y ocultarse en las ciudades. ¿Qué se ha hecho de aquella raza servil que humillaba su cabeza y se dejaba conducir como bestia de carga? Ya desapareció: hoy son hombres. Jamás se hizo labor semejante a la de octubre de 1791. El obrero alecdonado por el hecho de Varennes y la declaración de Pilnitz pensó por vez primera, aquilató en su cerebro los peligros que le amenazaban y vio que querían arrebatarle todas las conquistas de la Revolución. Estimulado por el ardor guerrero, cuando trabajaba en el campo creía ver en todas sus tareas actos militares. Labraba a lo soldado, imprimiendo al arado el paso militar y al aguijonear a sus bestias gritaba a una: “¡Anda, Prusia!”, y a la otra: “¡Arrea, Austria!”. Los bueyes adquirían la gallardía del caballo, la reja chirriaba contra la tierra, el negro sirco humeaba como si tuviera aliento y vida. Y es que el hombre no soportaba que le perturbasen en su reciente posesión, en aquel primer momento en que se había despertado en su alma la dignidad humana. Libre y trabajando en un campo libre, si lo golpeaba con el pie sentía debajo de él una tierra exenta de diezmos y gabelas, que era ya suya o que lo sería mañana< No más señores: todos señores, todos reyes, cada uno en su tierra, realizando el antiguo refrán: “El pobre en su casa es rey”. En su casa y fuera de ella. ¿Acaso Francia entera no es ahora su casa? Ayer venía temblando a mendigar justicia ante los señores como si pidiera gracia; tenía que pagar primero y después se burlaban de él. Hoy es él el juez y administra la justicia gratis a los demás. Ved al aldeano, asesor del juez de paz, miembro del consejo municipal, uno de los nuevos magistrados, elector (había de tres a cuatro millones) si paga tres jornadas al año. Y quién será el que no las pague, quién no será propietario al precio a que se ofrece la tierra y con tantas facilidades. Es como si dijera: “Tómame; ya pagarás cuando puedas”. La primera cosecha bastaba con frecuencia para pagar o la primera tala de árboles o alguna tierra que se revendía o algo de plomo quitado de un techo. Pero no es esto sólo, amigo, ya eres un hombre público, un ciudadano, un soldado, un elector; ya eres responsable. ¿Sabes que tienes una conciencia que es preciso interrogar? ¿Sabes que ese gran número de magistrados, incesantemente renovados, obliga a todo el mundo a que sean magistrados? Esta es en efecto la grandeza de la Constitución de 1791; debilitando el poder público, estrechando poco el lazo político, restringiendo poco, oprimiendo poco, hace por esto un llamamiento inmenso a la moralidad individual. Ley generosa y benévola que invita a todos los hombres a ser buenos y prudentes y a confiar sólo en sí mismos. Por su misma imperfección y por su silencio la ley dice al hombre: ¿no tienes ya en tu razón una ley interior? Sírvete de ella para suplirme en caso de necesidad y sea ella tu ley< Ya no eres un mísero siervo que puede confiar a su dueño el cuidado de la cosa pública: tuya es y cumplirla es tu deber. A ti te incumbe defenderla y gobernarla; y a ti, según tu fuerza, ser la providencia del Estado. Este llamamiento mutuo fue escuchado. Fue el despertar de la conciencia pública en el alma del individuo. Una solicitud siempre despierta por el interés de la patria y del género humano llenó todos los corazones. Todos se sintieron responsables de la felicidad de Francia y esta de la del mundo entero. Aun a costa de sus vidas, todos se dispusieron a defender en la Revolución el tesoro común de la humanidad. Éste fue el pensamiento santo y guerrero de las elecciones de 1791, obra de toda Francia y no el resultado especial de las intrigas jacobinas, como tantas veces se ha repetido. Las consecuencias lo demuestran de una manera palpable. La Asamblea, lo mismo que Francia, se declara a favor de la guerra. Los jacobinos (por lo menos la mayoría de ellos, los directores) fueron partidarios de la paz. No, ni la prensa ni los clubs ejercieron la principal influencia en este movimiento inmenso, sencillo y espontáneo. Si fue poderoso lo fue sobre todo en el pueblo que no lee, en las poblaciones diseminadas, aisladas por la naturaleza de su trabajo. Todos la hallaron en sí mismos, en el sentimiento de su nueva dignidad, en su fe naciente. El pensamiento que dominaba en las calles de las ciudades surgía también en ¡os campos, hasta en la labranza solitaria, y tal vez allí, como no tenía con quien comunicarse, se engendró más poderosa todavía. Fue siempre fermentando a medida que cesaron los trabajos y empezaron hacia noviembre a reunirse con frecuencia bajo los pórticos de las iglesias o en las tertulias nocturnas. A consecuencia de estas conversaciones de vez en cuando desaparecía un joven, después otro, que iban, a pesar de los rigores de la estación, caminando entre la nieve a inscribirse en el distrito para partir lo antes posible. “No hay armas”, les decían, y entonces volvían y se dedicaban a fabricarlas. En enero de 1792 un distrito de la Dordogne envió una comisión a la Asamblea para declarar que había forjado tres mil picas y que no comprendía cómo no se le había permitido partir. Así durante el otoño y el invierno circuló por Francia entera, contenido y como en voz baja, un gigantesco ça ira, canto verdaderamente nacional, que cambiando fácilmente de ritmo, respondió siempre y de maravilla a las emociones de nuestros padres. Fraternal en 1790, había removido el Campo de Marte, edificado el altar de la patria. En 1791 acompañó a los jóvenes voluntarios, que cuando iban a pedir armas lo cantaban para animarse mientras cruzaban los caminos en los rigurosos días de invierno. Si el bramido de los vientos, el alboroto de los dubs no os impiden oírlo, percibiréis las primeras notas bajas y enérgicas del canto heroico, que es ora rápido, ora gallardo y guerrero; 1792 va a darle el impulso de la cólera: de pronto estallará con el fragor de las tempestades. El mundo empezaba a oírlo desde la huida de Varennes como un vasto y profundo murmullo. La Asamblea cerraba los oídos. Los mismos directores de la prensa y de los clubs, desconocían su significación; sumidos en aquel ruido general, prolongado, sordo y monótono, no lo escuchaban precisamente porque lo oían constantemente. No adivinaban en manera alguna aquella cosa inmensa, fatal e invencible que estaba en el fondo de aquel ruido: el rugido del gran océano revolucionario que iba a traspasar sus orillas. ¡Cosa extraña y ridículalz disputaban con el océano, hallaban argumentos nimios con que objetarle, se preguntaban con gravedad: ¿le detendremos o no le detendremos?< Quizás podían contenerlo un momento, pero al acumular las olas se acumulaban los peligros. Los políticos pensaban: “Esperemos, la situación interior no ofrece seguridad”. Y los militares: “Esperemos, formemos un ejército: no se hace la guerra con hombres, sino con soldados”. La Asamblea constituyente, que restablecía al rey y trataba de aplacar a los reyes de Europa, no atendía al movimiento popular. Habría temido tanto a sus defensores como al enemigo. El 21 de junio, el día del peligro, había decretado una leva de 300.000 guardias nacionales, pero el 23 de junio redujo el número a 97.000. Como seguía asustándole este número ideó un medio ingenioso para reducirlo, y fue encargar a los directorios de los departamentos el gasto y sostenimiento del equipo de aquellos que no podían costeárselo (4 de septiembre). El 8 escribió el ministro a la Asamblea que no tenía armas más que para los 45.000 voluntarios que se enviaban a la frontera del norte y aun estas se habían recogido a duras penas. En la frontera no encontraban ni víveres ni alojamiento. Los oficiales aristócratas se burlaban de su miseria y de su miserable equipo; los espadachines les desafiaban; en algunos lugares se hablaba de poner frente a ellos a los regimientos regulares y de acuchillarlos. La misma Asamblea legislativa procedió con gran lentitud; hasta el 22 de noviembre no redactó un proyecto de organización para los voluntarios y no publicó el decreto hasta el 28 de diciembre. Estas dilaciones, al parecer prudentes, eran imprudentes en gran manera. Cuanto más se tardara más era de temer que pasara la oportunidad del momento, momento sagrado, irreparable, en que la guerra pudiera no ser guerra. Entonces, y lo sabemos por confesión de nuestros propios enemigos, el mundo amaba a Francia. ¿Por qué? Porque aún era pura. Se habían cometido algunos actos de violencia, pero Europa los consideraba crímenes individuales, excesos particulares que se producen siempre en todas las grandes transformaciones políticas. Hasta los asesinatos de septiembre de 1792 no se dirigió contra Francia ninguna acusación nacional. Se reconocía que jamás ninguna revolución había costado menos derramamiento de sangre. Francia en 1791 aparecía joven y pura como la virgen de la libertad. El mundo estaba enamorado de ella. Desde el Rin, desde los Países Bajos, desde los Alpes la invocaban voces suplicantes: en cuanto hubiera traspuesto las fronteras habría sido recibida de rodillas. No se presentaba como una nación, sino como la justicia, como la razón eterna, no pidiendo nada a los hombres sino queriendo realizar sus mejores pensamientos y conseguir el triunfo de su derecho. ¡Días sagrados de nuestra inocencia, quién no os echará de menos! Francia no se había entregado todavía a la violencia, ni Europa al odio y a la envidia. Desde finales de 1792 todo va a cambiar y los pueblos se dirigirán contra nosotros en unión de sus reyes. Pero entonces, en 1791, bajo la apariencia de una guerra inminente, había en el fondo de la gran alma europea una concordia conmovedora. Recuerdo dulce y amargo que ha dejado una lágrima hasta en los ojos secos de Goethe, del gran satírico, del gran doctor que se llamaba a sí mismo “el amigo de los tiranos”. Aquella lágrima la guardamos también en nuestro corazón y a menudo nos conmueve en sueños o despiertos con un profundo pesar por la fortuna de Francia: lágrima que muchas mañanas humedece nuestra almohada. Las miserables desconfianzas que hemos visto en nuestros días (Italia quiere obrar por su cuenta, Alemania quiere obrar por su cuenta) no habían nacido en ningún espíritu. Francia no daba un paso en el camino de la libertad sin que se conmoviera Alemania de amor y de alegría. Oprimida como estaba exclamaba: “¡Oh, si viniera Francia!”. En el norte una mano invisible escribía sobre la mesa de Gustavo: “Nada de guerra con Francia”. Entonces sabían todos que Francia trabajaba para todos, que no quería la guerra sino con el fin de establecer la paz. ¡Confiaban en ella y cuánta razón tenían! ¡Cuán poco pensaba Francia en sus intereses! No tenía más que uno solo: la salvación de las naciones. Excepción hecha de Lieja y de Saboya, dos pueblos que hablan el mismo idioma y que son nuestros hermanos, nada quería Francia. Por nada del mundo hubiera arrebatado una pulgada de territorio a las otras naciones. Nadie, y aún es desconocida esta idea, fue menos conquistadora que Francia en aquellos sagrados momentos; fueron precisos el tiempo, los obstáculos y la tentación del peligro para que pensara en su propio interés y se hiciera injusta. En 1791 Francia tenía el sentimiento de su virginidad poderosa y marchaba con la cabeza erguida, el corazón puro, sin interés personal; se sentía adorable y en realidad era adorada por las naciones. Comprendía perfectamente que el amor de los pueblos le aseguraba para siempre el odio invariable de los reyes, de los mismos reyes a los que hubiera podido ajustar las cuentas la revolución. Por instinto adivinaba esta verdad, tan poco conocida por los diplomáticos, acostumbrados a ver en todas partes el interés como el móvil de todos los actos: “Los hombres, aun contra el interés, se guían por la naturaleza, según sus costumbres, y al seguirla se imaginan que atienden sólo a la utilidad”. La única diferencia que hubo entre los reyes en relación con la Revolución, es que unos hubieran querido degollarla, mientras que otros, más temibles, llegaban suavemente para ahogarla con la almohada como Otelo. Dos personas odiaron la nueva Francia con odio profundo y feroz: la gran Catalina y Pitt. En vano dicen algunos que la primera estaba demasiado lejos para interesarse demasiado en el asunto. Nadie se apasionó, sin embargo, tanto contra Francia como ella. Hasta entonces aquella mujer alemana, usando y abusando del gran pueblo ruso1, había caminado sin obstáculos. Brillante, espiritual, risueña, desde el asesinato de Pedro III hasta las matanzas de Ysmail y de Praga, que ordenó ella misma 2, desafiaba a Dios con la risa en los labios. La terrible Pasiphae (¿diré Pasiphae o Minotauro?) que tuvo un ejército por amante, iba saciándose con todos los pueblos y con todos los hombres. No es necesario decirlo, basta con ver los retratos de aquella vieja con su greca de cabellos blancos, dirigidos al cielo, desnudo el seno, la mirada lúbrica y dura fija en su presa, el insaciable abismo que nunca dice basta. El 14 de julio de 1789 se sintió herida en el rostro; ni la distancia, ni la separación de los intereses importaron nada. Ella sintió que se alzaba una barrera en el extremo occidente, que en este mundo perecía la tiranía y que nacía su heredera: la libertad. Y comenzó a sufrir. Poseía Turquía, se preparaba para devorar Polonia. Empujaba a los alemanes hacia el oeste; parecía decirles: “Id, os lo permito, os he dado Francia”. Los fuertes no se ruborizan; ella se atrevió en una carta descarada, a reprochar a Leopoldo su inacción, su mal corazón, preguntándole cómo podía abandonar a su hermana María Antonieta. Por un ligero disgusto dado a la hermana del rey de Prusia, aquel príncipe caballeresco había invadido Holanda; ¿no era aquel un ejemplo bastante para avergonzar al emperador? Devolvió, sin abrirla, la carta en que Luis XVI anunciaba a las potencias que había aceptado la Constitución. Envió un embajador a los emigrados de Coblenza. Halagaba a Gustavo III con la esperanza de que con los subsidios de España y de Cerdeña le proporcionaría una flota que le permitiera lanzarse sobre Normandía y Bretaña. El 19 de octubre concluyó un tratado expresamente sobre este armamento. Pitt y Leopoldo manifestaban menos impaciencia. Y no era porque el primero sintiese menos odio hacia la Revolución. Desde sus dunas de Dakar, arrojando sobre Francia una mirada aparentemente distraída, Pitt gozaba profundamente. El inmenso negocio de la conquista de la India que hacía entonces Inglaterra, no le permitía distraerse. ¿Pero cuál no sería la alegría íntima, exquisita y deliciosa de aquel inglés que veía, sin ningún esfuerzo por su parte, bajar al fondo del abismo a aquel rey que había ayudado a América? María Antonieta sentía un miedo horrible hacia Pitt: “No hablo de él, decía ingenuamente, sin estremecerme”. En agosto envió a Londres a madame de Lamballe para interesar y pedir gracia. Era tan poco lo que la reina había comprendido la grandeza de la Revolución que siempre estaba dispuesta a considerarla como una venganza de los ingleses, como un complot del duque de Orleáns apoyado por ellos. En realidad la gran mayoría de los ingleses volvía a ser favorable a Luis XVI. La influencia del libro de Burke sobre ellos había sido inmensa. Los acontecimientos de Varennes les impresionaron vivamente. Los ingleses en su fidelidad a la tradición feudal y monárquico se indignaban de ver a Francia, no ya decapitar a su rey como ellos habían hecho con el suyo, sino lo que era más humillante, absolverle y perdonarle. Aquella indignación ocultaba en realidad un secreto temor: Francia se inclinaba a la República. ¡Qué sería de la vieja Europa en presencia de aquel fenómeno, una República colosal, joven, audaz, que pretendería hacer el mundo a su semejanza! Los constitucionales que dirigían entonces a la reina se apoyaban en los ingleses para impedir aquel acontecimiento. La amiga de la reina iba a decir a Inglaterra que Francia no tenía otra ambición que imitarla; que la Revolución francesa, enmendada y arrepentida, en la Revisión iba a caminar hacia atrás y a ajustar su Constitución al eterno modelo, la sabia constitución inglesa. Pitt respondió a estos avances con una sinceridad salvaje que ciertamente Inglaterra no toleraría que Francia fuese republicana, que salvaría la monarquía. Ni una sola palabra de que salvaría al monarca. Lo que convenía a Inglaterra lo mismo que a Austria era que Francia fuese débil, impotente, flotante, en el estado bastardo de una monarquía casi inglesa. Bajo un déspota era fuerte; como República era fuerte también. Con la unidad de principio y la simplicidad de gobierno se hacía formidable. Esto mismo era lo que hacía creer a los constitucionales (Barnave lo dice expresamente) que la Francia constitucional, como ellos la querían, ocupada por completo en el interior buscando un imposible equilibrio entre la vieja ficción real y la nueva realidad, entre la vida y el ensueño, sería tolerada por Europa. Y habría sido menester, en efecto, ser bien malvado para incomodarse contra un viejo pueblo joven, imbécil, que habría permanecido balbuciente en una chochez eterna, tambaleándose y balanceando la cabeza en el limbo de los niños. Esto es lo que le convenía a Pitt y no podría disgustar a la vieja Austria y al viejo príncipe de Kaunitz, con ochenta y dos años a cuestas y más joven todavía que su amo Leopoldo, que tenía cuarenta y cuatro. Éste, ya caduco en medio de su serrallo italiano que había trasladado a Viena, no tenía más que una aspiración, gozar siempre a pesar de la naturaleza. Le quedaban algunos meses de vida y quería aprovecharlos despertando, usando sus facultades debilitadas por medio de excitantes mortíferos que él mismo se fabricaba. A tal emperador, tal imperio: Austria estaba también enferma, y si había logrado levantarse después de su última crisis, lo debía al uso de excitantes no menos funestos. El encarnizamiento del placer no es un rasgo particular de Leopoldo. Es común en todos los príncipes del siglo XVIII. Solicitados por ideas contradictorias, medio filósofos, medio retrógrados, fatigados del divorcio que luchaba en su espíritu, prescindían voluntariamente de las ideas y buscaban en el abuso de los sentidos el olvido, la muerte anticipada. De aquí los extraños caprichos de Federico y de Gustavo, tomados de la antigüedad; de aquí las trescientas religiosas del rey de Portugal, el parque de los ciervos de Luis XV, los trescientos cincuenta y cuatro bastardos de Augusto de Sajonia, etc., etc. Ahora bien; haciéndose contrario a la naturaleza el gobierno de uno solo, no siendo más que una ficción en Europa (el rey moderno es la burocracia), ¿qué hubieran hecho la mayor parte de los príncipes con su energía personal? Les seguían diciendo que eran dioses, pero ejerciendo poco de hecho, esta divinidad la buscaban incesantemente en la pasión, en la epilepsia del placer. El siglo XVIII, estudiado en las costumbres de sus reyes y en la destrucción de cuerpo y corazón que se hacían ellos mismos, puede ser considerado como el suicidio de la monarquía. Austria, que políticamente es un monstruo, un Jano, de raza y de ideas, Austria devota y filósofa, imponía a sus príncipes una fatal hipocresía, una máscara pesada que ellos se apresuraban a quitarse en cuanto estaban en la intimidad. El aburrimiento mortal les sumía en el mortal abismo de los sentidos. Alguna decencia en la superficie, pero un rasgo permanente revela el fondo, un signo eminentemente sensual: el labio austriaco. La gazmoña María Teresa se reveló en sus hijos: contenida y graciosa todavía en María Antonieta, libertina en Leopoldo, atrevida y desbordada en la reina de Nápoles, en sus bacanales al pie del Vesubio. Austria, enervada, no podía aconsejar a la reina por conducto del anciano Kaunitz otra cosa que la política expectante que le aconsejaban Barnave y los constitucionales. La intención era evidentemente distinta, pero las palabras eran las mismas. Creo que Barnave era leal; no creía que Francia pudiera soportar un gobierno más democrático. Su ideal no era una constitución como la inglesa, no quería cámara alta ni conceder al rey la facultad que tiene en Inglaterra de disolver la Asamblea. Así lo dice en sus últimos escritos que tienen la autoridad del testamento de un muerto. ¿Que querían Kaunitz y Leopoldo? Ahora nos damos cuenta de ello. En primer lugar tener a Francia encerrada en un cordón sanitario que poco a poco se iría apretando, rodearla de un espeso muro de bayonetas, de un círculo de hierro, ésta es su frase. Durante este tiempo el rey en el interior ejecutaría literalmente la Constitución de tal manera que demostrara que era impracticable. La Constitución, ahogada por esta estrecha interpretación literal, ejecutada en el sentido propio como la víctima por el verdugo, los franceses se cansarían pronto de ella: 'Tienen la cabeza ligera”. Introducirían otra moda; la libertad pasaría (como el café y Racine, según madame de Sevigné). Se trataba de ganar tiempo, de dejar que Francia se enfriara y se hastiara de una Revolución imposible, hacer que perdiera el primer momento de la furia francesa que siempre es peligroso. Fascinada por negociaciones capciosas, amenazadoras a veces, deslumbrada y como atontada por las vueltas y revueltas que darían a su alrededor los micos de la aristocracia, caería con la cabeza baja, como un pájaro aturclido entre las patas de los zorros. Entumecida, perezosa, enervada por la corrupción y las mentiras acabaría por dejarse manejar y entonces, insinuaban finamente los Kaunitz y los Mercy, aún podría hacerse más. La Revolución de Polonia sería entonces aplastada; Rusia, con esa presa en los dientes, no mordería a Alemania. El emperador y el rey de Prusia se verían forzados a obrar más directamente. Esto hace que se comprendan perfectamente las contradicciones aparentes. La reina respondía a Kaunitz y a Barnave lo mismo: Sí, les decía mando pedían la Constitución. Sólo que para el segundo la Constitución era el objeto sobre el que Francia debía asentarse en la libertad, mientras que para Kaunitz era el circuito por el cual debía pasearse, fatigarse, para llegar cansada y rendida al reposo del despotismo. Este equívoco lo explica todo. Se hallaba vacante el ministerio de Marina, la corte eligió como ministro a un contrarrevolucionario hipóGita, Bertrand de Molleville, y el rey y la reina en su primera audiencia le declararon que era preciso cumplir la Constitución, nada más que la Constitución. No obstante, el rey recibió mal una memoria que en este sentido le envió Dumouriez. El hermano de madame de Campan, agente de Francia en San Petersburgo, escribía a su hermana que él era sinceramente constitucional y la reina, que vio la carta, dijo que “aquel joven estaba extraviado, que su hermana debía contestarle con hábiles advertencias”. El pensamiento real de la corte, descubierto aquí por una palabra, se reveló por un acto: cuando en julio pensaba la Asamblea en enviar comisionados a las provincias antes de las elecciones, el jacobino Buzot se opuso y se dio el sorprendente espectáculo de ver a Buzot apoyado por Dandré, el hombre de la corte. Más tarde, cuando en las elecciones municipales se presentó el constitucional Lafayette en competencia con el jacobino Pétion, la reina dijo a los realistas que votasen al jacobino, a aquel cuya violencia empujaría con más viveza la Revolución a su término y cansaría de ella antes a Francia. Esto tuvo lugar en noviembre y fue el momento en que Barnave debió comprender por fin, en que debió penetrar el verdadero sentido de las palabras que la reina le daba. Ella no se había atrevido a volverle a ver hasta el 13 de septiembre, día de la aceptación. Después le recibió, pero siempre con misterio, con frecuencia de noche y ella misma esperaba a la puerta para abrir como ya hemos dicho. ¿Estaba siempre Luis XVI presente? Hay motivo para creerlo; la camarera sin embargo no lo dice expresamente. Septiembre, octubre, total dos meses, tal fue el reinado de Barnave que lo pagó con la vida. En noviembre, convencida de la poca influencia que él conservaba en la opinión y en la Asamblea, la reina ya no le guardó consideración alguna ni tampoco a los constitucionales e hizo votar contra ellos a los realistas, contra los que Barnave apoyaba. Corto favor, bruscamente retirado sin miramiento ni respeto humano; él se volvió destrozado a su desierto de Grenoble. El rey, a pesar de su educación jesuítica y de la doblez común a los príncipes, tenía un fondo de honradez que le impedía hacerse cargo del plan demasiado ingenioso de destruir la Revolución por la Revolución misma. La única persona a quien él amaba, la reina, no tenía sobre él más que una influencia exterior, en cierto modo superficial. De corazón Luis XVI pertenecía a los curas lo mismo que Madame Isabel. Podían conseguirse de él algunas mentiras políticas, algunas falsas exterioridades, hacerle dar torpemente algunos pasos en la imitación de la monarquía constitucional, pero en el fondo era siempre el rey anterior a 1789. Estaba en relación directa con las potencias extranjeras. En 1790 tenía a Flachslanden, en Turín, cerca del Conde de Artois. Hasta junio de 1791 Breteuil negociaba por él con el emperador y los otros príncipes. En julio, aunque había dado sus poderes escritos a Monsieur, no prescindía de los agentes de este. Tenía cerca del rey de Prusia, junto al embajador constitucional, a un ministro particular suyo, el vizconde de Caraman. Estos agentes, la mayor parte de ellos muy indiscretos, eran conocidos por todo el mundo, tanto, que en 1790 Ségur, nombrado embajador en Viena, declaró que, como Breteuil gozaba ya de la confianza personal del rey en aquel puesto, no podía aceptarlo. Luis XVI no tenía en manera alguna la habilidad que su situación exigía. Alemán y de la casa de Sajonia por su madre, no tenía solamente la obesidad sanguínea de aquella casa, sino que también tenía de su raza violentos arranques de brusquedad. Su hermana los tenía así mismo y más frecuentes; estaba menos habituada a contenerse, era más sencilla y más sincera. El plan moderado constitucional de Dumouriez y otro de un secretario de Mirabeau, tuvieron mala acogida por parte del rey. En cambio aceptó un discurso altanero, vehemente, que el americano Morris había escrito particularmente y cuyo estilo había sido corregido por Bregase. No se atrevió a servirse de él, pero mandó decir al autor que más tarde oonstituiría su regla de conducta. Cosa extraña, Morris, hombre de negocios y banquero, que más adelante fue ministro en los Estados Unidos, hombre al parecer positivista y grave, hizo entregar aquel documento a una niña, a Madame, la hija del rey, que tenía trece o catorce años. Apasionada, violenta, altanera, impresionada fuertemente por la humillación de su familia, sobre todo después de lo de Varennes, aquella niña debía de ejercer alguna influencia sobre su padre y sobre su tía, a quienes se parecía mucho más que a su madre. La lucha sostenida en el seno de la familia real entre los partidarios de la astucia y los de la violencia, el combate de influencias interiores, los planes contradictorios que se forjaban en el exterior, torturaban el ánimo del rey, oscureciendo su espíritu. Por otra parte comprendía que existía en su conciencia un punto delicado al llegar al cual le sería imposible fingir más, y entonces, con seguridad, sería aniquilado. Así lo comprendía él mismo. El 8 de agosto de 1791, decía a Montmorin, quien a la vez se lo refirió a Morris: “Bien sé que estoy perdido. Ahora todo lo que se haga, que se haga por mi hijo”. Juzgaba mucho mejor que la reina la impotencia de los constitucionales y consideraba a la Constitución de 1791 como el fin de la monarquía. Una simple cuestión de etiqueta, poco grave en apariencia, reflejó su propio pensamiento de un modo tan expresivo, que no pudo contenerse y se desbordó su corazón. El día de la aceptación de la Constitución, el 13 de septiembre de 1791, al levantarse el presidente (era Thouret) para pronunciar su discurso y ver que el rey le escuchaba sentado, creyó que también él debía sentarse. Thouret era, como todo el mundo sabe, un hombre muy moderado, pero en aquellas graves circunstancias en que se trataba de una especie de contrato entre el rey y el pueblo, quiso, con aquel acto, hacer constar la igualdad de las dos partes contratantes. “Al regresar de la sesión, dice madame de Campan, saludó la reina a sus damas con precipitación y entró muy conmovida. El rey entró en las habitaciones de la reina por los departamentos interiores; estaba muy pálido y sus facciones fuertemente alteradas. La reina dio un grito de asombro al verle así. Creí que estaba enfermo. Pero cuál fue mi dolor cuando le oí exclamar, arrojándose sobre un sillón con el pañuelo en los ojos: “Todo está perdido< ¡Ah, señora! ¡Y habéis sido testigo de esta humillación! ¡Cómo! Habéis venido a Francia para ver<”. La reina se arrodilló a sus pies y le estrechó entre sus brazos. Media hora después me hizo llamar la reina para que anunciase a Goguelat que partiría aquella misma noche para Viena. El rey acababa de escribir al emperador. La reina no tenía esperanza en el interior<”. Aquel mismo día (13 de septiembre) o al siguiente, volvió la reina a ver a Barnave por primera vez después del regreso de Varennes. Se reanimó algo con su presencia, confiando en la influencia que los jefes de la Constitución tendrían sobre la nueva Asamblea. ¿Qué había escrito Luis XVI al emperador? Fácil es de adivinar: la expresión de su despecho, el relato de su humillación, el ultraje hecho a la monarquía. De modo que antes que la notificación oficial en que anunciaba el rey su aceptación, había salido la carta confidencial que la desmentía. Europa estaba advertida de lo que debía pensar acerca de la comedia constitucional; en la misma acta del contrato solemne entre el rey y el pueblo encontraba la pretendida injuria que anulaba el contrato. No es de extrañar que las potencias contestasen de una manera insolente y burlesca, o al menos afectaran responder a la persona de Luis XVI y en manera alguna a Francia. El rey se dirigía mejor a los reyes que a los emigrados. Se fiaba poco de sus hermanos. Conocía bien, sobre todo después del asunto de Favras, la ambición personal de Monsieur, los consejos que recibía para que procurase el destronamiento de Luis XVI. A Monsieur, como regente de Francia, se dirigió la emperatriz de Rusia en octubre de 1791 enviándole un ministro. Acaso lo que molestaba al rey más aún era la ligereza cruel de los emigrados, que fuera de Francia, sin peligro alguno, habían hecho burla de la desgracia de Varemies, escribiendo canciones “al cochero Fersen”. El rey se enteraba de estas burlas por los diarios de París. Los emigrados no se contentaban con haberle abandonado; aumentaban sus peligros con sus arrebatos irreflexivos. Pidieron brusca y aturdidamente al general patriota que mandaba Estrasburgo que les entregase la plaza. El rey tenía interés en que todos los torpes campeones de su causa que sin sombra de peligro pretendían trabajar por él, estuvieran alejados de la frontera. Creo que firmó con sinceridad la carta que sus ministros, Duport-Dutertre y Montmorin, escribieron para llamar a los emigrados y aquella en la que rogaba a las potencias que disolvieran el ejército de la emigración (14 octubre de 1791). El punto en que el rey estaba en desacuerdo profundo, irreconciliable con la Revolución, era la cuestión de los curas. La venta de los bienes eclesiásticos, la reunión de Avignon, el juramento cívico que se les exigía, eran las tres cuestiones que atormentaban su corazón. Probablemente, si se conociese la historia de su conciencia, de sus confesiones y de sus comuniones, se vería que le ocasionaban más disgustos sus directores que toda la Asamblea y toda la Revolución. ¿Cómo le tasaban la facultad de engañar y de mentir sobre tal o cual asunto? ¿A qué precio pagaba en el confesionario la duplicidad de sus actos casi revolucionarios? Lo único que se sabe es que respecto al artículo de los bienes de los curas y a la represión de los sacerdotes rebel des, eran inflexibles los curas con su real penitente. Sin embargo, la Asamblea constituyente había trabajado mucho para atraérselos. Su último acuerdo fue asegurar la pensión de los que no disfrutasen ningún beneficio público. Sus disposiciones referentes a los refractarios fueron muy benignas. Tenían abiertas un gran número de iglesias para que pudiesen celebrar en ellas la misa con toda libertad; sólo en una parroquia de París, la de Saint-Jaques-du-Haut-Pas, tenían siete. El clero constitucional les recibía perfectamente en sus iglesias. Tan sólo en ellos estribaba el aceptar un reparto como el celebrado hace tiempo en el Rin entre dos comuniones tan diferentes como son los protestantes y los católicos; en una misma iglesia celebraron en horas diferentes los unos y los otros. ¿Por qué persistir aquí, donde las dos partes eran católicas, separadas no por el dogma, sino por una cuestión disciplinaria, en aquel obstinaclo divorcio? Los curas ciudadanos, por lo menos, no tuvieron la culpa; algunos de ellos llevaron hasta los últimos límites la deferencia fratemal, la abnegación y la humildad. En Caen el cura constitucional se ofreció a ayudar en la misa al refractario y este, abusando de la humildad de su rival, le tuvo a sus pies y le enseñó con insolencia, haciendo ver que aquel acto cristiano era una expiación. Los curas refractarios, estrechamente ligados al rey, a la emigración, a los nobles no emigrados, a los magistrados constitucionales y lafayettistas que tenían con ellos muchas consideraciones, se daban aire de vencedores. Su actitud era la de un gran partido político; eran en realidad el corazón y la fuerza, toda la fuerza popular de la contrarrevolución. Temibles en los campos, eran débiles en París. París arruinado por la ausencia de los nobles y de los ricos, París, sin trabajo ni recursos a la entrada de un invierno cruel, achacaba la interminable duración de la Revolución a la resistencia de los curas. Comenzaba a considerarlos como enemigos públicos. El primero que perdió la paciencia fue el barrio del hambre, el pobre distrito de Saint-Marceau. Esperaron a las puertas de un convento a los devotos que asistían a los conventos de los refractarios para insultarlos. La municipalidad reprimió aquellos desórdenes, exigiendo, sin embargo, que el culto refractario se celebrase en las iglesias ordinarias y no en las capillas de los conventos, considerados por la imaginación popular como los focos misteriosos de la contrarrevolución. El directorio del departamento, por el contrario, intimó a la municipalidad en nombre de la tolerancia religiosa para que dejase a los curas rebeldes en completa libertad para celebrar sus conciliábulos donde quisieran. El joven poeta André Chénier, órgano en esta parte de los fuldenses y de los realistas en general, reclamó también tolerancia en nombre de la filosofía. Fue imitado y superado por el obispo constitucional Torné, que abogó por sus enemigos ante la Asamblea legisla tiva, con caridad verdaderamente magnánima. Desgraciadamente se podría contestar a aquellos apóstoles de la tolerancia no con un argumento, sino con un hecho. Si los rebeldes querían la tolerancia en París, no la querían en Francia. No querían ser tolerados, sino reinar y perseguir, ejerciendo una especie de terror sobre los curas constitucionales. Todas las noches disparaban tiros cerca de los presbiterios y a veces apuntaban a las ventanas. El 16 de octubre, en Beaujolais, vio el nuevo cura de una aldea al cura antiguo, que a la cabeza de quinientos montañeses que había buscado, invadía la iglesia y le arrojaba del altar. Este valiente cura se apoderó de la caja de los pobres que el cura constitucional había depositado en poder de las municipalidades. Muchos curas aterrados, y aun muchos magistrados municipales, presentaban las dimisiones. Estos últimos carecían de medios para asegurar la paz pública entre aquellas multitudes furiosas que amenazaban de muerte a los nuevos clérigos y a sus defensores. En algunas aldeas del oeste los aldeanos comenzaban a desarmar a los guardias nacionales partidarios del clero constitucional. En la Vendée tres ciudades estaban sitiadas por aquellos aldeanos fanáticos cuyos antiguos curas se habían convertido en capitanes y generales. No era posible cruzarse de brazos, como pedían fríamente los Sieyès y los Chénier, cuando habían comenzado las violencias, cuando las pretrmdidas víctimas inauguraban la guerra civil. Los filósofos, preocupándose únicamente de los sucesos de París, no veían en aquel partido más que a algunos curas aislados, algunas pobres mujeres crédulas. Para los que veían a Francia entera, aquel gran partido sacerdotal, reanimado por el odio de la Revolución, asustaba por su violencia, por la potencia y variedad de sus recursos. Imperaba en todas partes, desde las cabañas hasta las Tullerías. Explotaba al rey de dos maneras a la vez, en el confesonario como penitente, en los sermones populares como mártir legendario. Se apoderaba del corazón de las mujeres lloriqueando siempre que hablaba del pobre rey, del buen rey, ¡el santo rey, oponiendo al reinado de la justicia y de la Revolución una sublevación más temible: la de la piedad. Por la íntima unión del rey con el cura, Francia acabó por comprender que el rey era el enemigo. Enemigo por naturaleza, por sus arrebatos bruscos y coléricos. Ya hemos visto que el mismo día en que aceptó la Constitución, cuando la Asamblea, por la matanza del Campo de Marte y por la revisión, acababa de realzar al trono inmolándose ella misma, el rey lloró por una cuestión de etiqueta y por la noche, ab irato, escribió al emperador. Enemigo por su educación y sus creencias. Educado por Vauguyon, el jefe del partido jesuita, fue siempre y cada vez más, a medida que aumentaba su desgracia, esclavo de los sacerdotes. Enemigo fatalmente, como centro natural e involuntario y necesario de todos los enemigos de la libertad. Su situación le obligaba a ello de una manera invencible; hiciera lo que hiciera, ausente o presente, era el jefe obligado de la contrarrevolución. Luis XVI, sin querer seguir los planes de los emigrados, estaba con ellos en Coblenza. Luis XVI estaba en la Vendée, en todos los sermones de los curas y en todas partes donde el fanatismo preparaba sus artimañas. Todos los consejos de los curas o de los nobles, aunque estuviera ausente, él los presidía; por él y para él, mártir fatal de la monarquía, todos los reyes de Europa soñaban con exterminar a Francia. Jamás hubo Asamblea más joven que la Legislatura. Una gran parte de los diputados apenas tenía veintiséis años. Los que acababan de presenciar la de la Constituyente, los que aún la recordaban armónica, de diferentes edades, posiciones, trajes, quedaron admirados, casi aterrados a la vista de aquella asamblea nueva. Se presentó como un batallón uniforme de hombres casi de la misma edad, de la misma clase y vestidos de igual manera. Era como la invasión de una generación completamente joven y sin ancianos, el advenimiento de la juventud, que bulliciosa iba a despedir a la edad madura, a destronar la tradición. No más canas; una Francia nueva con el pelo negro tomaba aquí su asiento. Exceptuando a Condorcet, Brissot y algunos otros, los demás son desconocidos. ¿Dónde están aquellas grandes inteligencias de la Constituyente, aquellas figuras históricas, asociadas eternamente en la memoria de todos los hombres al primer recuerdo de la libertad? ¿Los Mirabeau, los Sieyès, los Duport, los Robespierre, los Cazalès? Sus asientos, tan conocidos, en vano están ocupados; parecen vacíos. No trataremos de caracterizar de antemano a sus sucesores. Su aire inquieto e impaciente, la dificultad que tienen de permanecer quietos nos aseguran que no tardarán en darse a conocer por sus actos. Por el momento basta con señalar allá bajo, en masa, la falange compacta de los abogados de la Gironda. Un testigo muy respetable, nada entusiasta, alemán de nacimiento, diplomático durante cincuenta años, Reinhart, nos refiere que en septiembre de 1791 había ido desde Burdeos a París en un carruaje público en compañía de unos girondinos. Eran los Vergniaud, los Guadet, los Gensonné, los Ducos, los Fonfrède, etc.; la famosa pléyade en que se personificó el genio de la nueva Asamblea. El alemán, espíritu muy cultivado, muy conocedor de las cosas y de los hombres, observaba a sus compañeros y estaba encantado. Eran hombres llenos de energía y de gracia, de una juventud admirable, de una verbosidad extraordinaria, de una ilimitada abnegación en sus ideas. Con todo, no tardó en ver que eran muy ignorantes, de una extraña inexperiencia, ligeros, habladores y batalladores, dominados (lo cual disminuía en ellos la invención y la iniciativa) por las costumbres del foro. Y sin embargo el encanto era tal, que no se separó de ellos. “Desde entonces, decía, he aceptado a Francia como a mi patria”. No conseguí hacerle hablar más; la voz del anciano cambió, se calló y miró a otro lado. Respetaré este silencio de un hombre infinitamente reservado, pero no puedo menos que creer que desconfiaba de su corazón y temía salir de su frialdad obligada, bajo la poderosa impresión de aquel recuerdo demasiado vivo. ¡Juventud amable y generosa que tan poco debía vivir!< La mayor parte de ellos había nacido para las artes de la paz, para las dulces y brillantes musas. Pero aquel tiempo era la guerra misma. Ellos, que llegaban entonces a la vida política, nacen de un soplo de guerra. La Gironda, que hablaba entonces de marchar en masa al combate, les enviaba como vanguardia. La situación les dio no sé qué inquietud, qué turbación, qué ceguedad política, que les obligó a cometer muchas faltas, y se aminoraría mucho su importancia en la historia, si no surgieran majestuosos de entre las grandes sombras de la muerte. Si se quiere medir el intervalo entre la nueva Asamblea y la antigua debe observarse este hecho. En esta la derecha es más numerosa. La derecha aristocrática ha desaparecido por completo. La Asamblea parece estar de acuerdo en contra de la aristocracia; se manifiesta especialmente animada contra la nobleza y el clero; su mandato estriba precisamente en anular su resistencia. En cuanto al rey, como luego veremos, está aún indecisa, poco predispuesta, es cierto, en favor del rey, manifestándosele hostil, mas sin tener contra él un plan determinado de guerra. Por lo demás, la monarquía, aun antes de ser atacada, ha perdido importancia desde la Constitución. Los únicos defensores que tiene el rey en la Asamblea legislativa le llaman el poder ejecutivo, olvidando la parte que tiene en el poder legislativo, confesando tácitamente que la Asamblea, único representante del pueblo soberano, es también la única que tiene el derecho de hacer las leyes a las cuales el pueblo prestará su obediencia. La primera ojeada de la Asamblea a la sala donde debía reunirse no le causó buena impresión. De antemano, y sin esperar a que diera su opinión sobre el particular, habían sido reservadas dos grandes tribunas en las que debían sentarse únicamente los diputados que habían formado parte de la Constituyente. Se notó con amargura que parecían una cámara alta, para dominar la Asamblea. Se preguntó a qué obedecía aquel comité censorial que se reunía allí para juzgar, tomar nota de los actos y de las palabras, dirigir por medio de señales, intimidar con miradas y, ¿quién sabe?, encargarse quizás en caso de duda de interpretar la Constitución con su propia autoridad, con la autoridad de los mismos que la habían hecho. Este comité, en caso de necesidad, apoyado por una protesta de veto real, hubiera dado al rey un falso derecho para obrar en contra de la Asamblea. Los mismos constituyentes dieron fuerza a estas hipótesis, manifestando, en una grave cuestión, su disentimiento desde lo alto de las tribunas. Tan bien lo hicieron que la Asamblea decretó que no reconocía ningún privilegio y que todas las tribunas estarían abiertas al público. Ante la invasión de una multitud turbulenta, la sombra intimidada de la Constituyente se desvaneció para no volver a aparecer jamás. Sin embargo, su obra, la famosa Constitución, hacía el 4 de octubre su entrada solemne en la Asamblea legislativa, rodeada, guardada por doce diputados de los de más avanzada edad, “los doce ancianos del Apocalipsis”. Camus, el archivero, no había querido confiarles este tesoro, no lo abandonaba, lo conservaba piadosamente, lo llevó a la tribuna y lo enseñó al pueblo, como otro Moisés. En este momento los curiosos observan maliciosamente cómo la Asamblea va a jurar la Constitución que varios de sus miembros atacaron y que inmediatamente va a infringir. Jura fría, tristemente, aumentándose el odio que siente hacia el poder difunto que le arranca aquella ceremonia tan poco sincera. El rey se estrenó ante la Asamblea con una extraña torpeza. Cuando le preguntaron la hora en que recibiría a la diputación, no respondió por sí mismo, sino por conducto de un ministro, diciendo que no la recibiría inmediatamente, sino a las tres. A la diputación le dijo que no iría enseguida a la Asamblea, sino que esperaría tres días. La Asamblea creyó ver en estas afectadas dilaciones una insolente tentativa de la corte para demostrar la superioridad de su poder al obligar a esperar al otro. Varios diputados, entre ellos Couthon, propusieron, y fue aprobado, que se suprimiera el título de Majestad, que no se reconociera más título que el de Rey de los Franceses, que al entrar el rey se levantaran todos los diputados pero que enseguida podrían sentarse y cubrirse, y en fin, que en el estrado habría en la misma línea dos sillones semejantes, y que el del rey estuviese a la izquierda del presidente. Esto equivalía a suprimir el trono y subordinar al rey. Si el cielo se hubiera desplomado sobre la tierra no se hubieran conmovido tanto los constitucionales como con esta supresión del trono. Habían llegado a ser guardianes más celosos de la monarquía que los mismos realistas. La banca, no menos asustada, manifestó sus temores con una baja enorme en los valores públicos. Del barrio de los banqueros, del batallón de los hijos de Santo Tomás, habían salido la mayor parte de los guardias nacionales que, unidos a la guardia asalariada, habían hecho los disparos en el Campo de Marte; aquellos guardias nacionales eran agiotistas o contratistas de palacio, gentes de la casa real, nobles oficia les. Todas aquellas gentes muy comprometidas empezaban a temer. El 9 de octubre el ejército parisiense, que constituía su fuerza, acababa de perder a su jefe, al que era hacía mucho tiempo su alma y la causa de su unión; me refiero a Lafayette. En virtud de la nueva ley, se había visto obligado a dimitir, ya no había comandante general; cada uno de los seis jefes de división se encargaba del mando por turno. Los realistas y los lafayettistas, muy alarmados, se agitaban, se multiplicaban, hacían propaganda en París, hasta el punto de hacer creer que iba a operarse en la opinión una verdadera reacción en sentido realista. Algunos fueron engañados por la prensa y por los hombres que de más cerca observaban de qué lado soplaba el viento popular. Hébert, el infame Padre Duchesne, aquel excremento del periodismo, bajamente ocupado siempre en servir todas las malas pasiones del pueblo, creyó que este se inclinaba otra vez a la monarquía y durante algunos días se dedicó a hacer propaganda realista en su periódico, anatematizando y execrando el “motín” revolucionario. ¿Qué más? Por una indigna farsa, aquel ateo hablaba de Dios y amenazaba a los malos con los castigos de Dios en la otra vida. La Asamblea, aún crédula, se engañó también, creyó que París era más realista de lo que era verdaderamente y temió haber ido demasiado lejos. Durante la noche del 5 al 6, los diputados, solicitados uno a uno, rodeados, rogados, seducidos por las mujeres, por los intrigantes, por los hombres de reputación y de autoridad, sus predecesores de la Constituyente, fueron convertidos. Se les dijo que el rey, si se sostenía el decreto, no abriría la sesión y que cambiaría sus ministros. ¿Era preciso dejar que apareciese ante Europa de una manera tan patente la discordia entre los poderes públicos? La Asamblea, cambiada de la noche a la mañana, deshizo su obra del día anterior. No derogó el decreto, pero acordó su aplazamiento. Alegría grande e insolente la de los realistas ante este hecho; pasaron repentinamente del temor a la amenaza. Royou, en El Amigo del Rey, hizo notar con desdén la inconsecuencia de la Asamblea y le dio una lección que esta aprovechó después. La autoridad que se ablanda está perdida. No se puede ni respetar ni temer a un poder que retira hoy la ley que hizo ayer. Este loco espíritu de provocación no se limitó a las palabras. Había entonces entre los oficiales nobles de la guardia nacional, en la guardia constitucional del rey que se trataba de formar, muchos espadachines, gentes que, seguras de su destreza, insultaban a todo el mundo. La corte estimaba mucho a esta gente, que todos los días le creaba una infinidad de enemigos. Uno de ellos, Ermigny, oficial de la guardia nacional, protagonizó un hecho verdaderamente grave. El 7, día de la sesión regia, por la mañana entró en la sala. Había aún pocos diputados, se dirigió al azar a uno de ellos, Goupilleau, quien el 5 había expuesto con claridad su opinión sobre la cuestión del trono, le puso el puño en la cara y dijo: “Ya nos conocemos: mucho cuidado; ¡si continuáis os haré acribillar a bayonetazos!”. Acudieron los ujieres indignados, pero el presidente Pastoret no se indignó y negó la palabra al diputado insultado, que quería denunciar el hecho. Insistieron varios diputados. Ermigny fue llevado a la barra, pero fue absuelto después de presentar algunas excusas. Mientras tanto los realistas, muy numerosos en las tribunas, hartaban sus ojos y su corazón con aquel trono disputado, que la Asamblea parecía haberles concedido por miedo y que se les presentaba como el símbolo profético de la próxima caída de la Revolución. Aplaudían a aquel trono de madera, sin inquietarse de si su alegría debía ser considerada por la Asamblea como un nuevo insulto. Un diputado respondió. El paralítico Couthon, dando pruebas de un vigor y de una iniciativa que contradecía su estado impotente y su dulce fisonomía, inició la cuestión que más personalmente atañía al rey, la que le tocaba en el corazón tanto o más que el trono: solicitó y obtuvo que se examinaran inmediatamente las medidas que debían tomarse con respecto al clero, relativas al terror que los sacerdotes refractarios hacían pesar sobre el clero sometido a la ley. Entró el rey, resonaron unánimes aplausos. La Asamblea gritó: “¡Viva el rey!”. Los realistas desde las tribunas, para causar despecho a la Asamblea, gritaron: “¡Viva Su Majestad!”. En un discurso conmovedor, hábil, obra de Duport—Dutertre, el rey enumeró las leyes nuevas, inspiradas en el espíritu de la Constitución, que la Asamblea iba a dar a Francia. Supuso que la revolución había terminado. Y él, como rey del clero, como jefe voluntario o involuntario de la emigración y de todos los enemigos de Francia, era el obstáculo contra el cual la revolución debía proseguir su lucha si no quería perecer. La Asamblea, muy joven aún, no se explicaba bien esto: no preveía nada de lo que ella misma iba a hacer. Se sintió conmovida cuando el presidente, Pastoret, aludiendo a una frase del rey, que decía que necesitaba ser amado, dijo: “Y también nosotros necesitamos, Sire, ser amados por vos”. Por la noche se produjo la misma impresión en el teatro adonde fue el rey con su familia; fue aplaudido por los hombres de todos los partidos y muchos lloraron; el rey derramó también lágrimas. Sin embargo, los hechos son los hechos; las dificultades de la situación persistían. El informe prudente y moderado de Gallois y Gensonné sobre los disturbios religiosos de la Vendée causó por su misma moderación una profunda impresión (9 de octubre). No podía tacharse de exagerado. El informe había sido escrito en gran parte bajo la inspira ción de un político muy clarividente, el general Dumouriez, que mandaba en el oeste, hombre tanto más tolerante cuanto que era indiferente a las cuestiones religiosas. Por consejo suyo, los dos comisarios habían modificado la decisión severa de los directorios de aquellos departamentos, que ordenaba a los sacerdotes refractarios abandonar los lugares que turbaban con su presencia y se establecieran en las capitales. Este informe abrió los ojos a Francia, que se vio arrastrada por el fanatismo al borde de la guerra civil. Las primeras medidas propuestas fueron sin embargo bastante suaves. Touchet solicitó solamente que el Estado dejase de pagar a los sacerdotes que declararan no querer prestar obediencia a las leyes del Estado, dando, sin embargo, pensiones y socorros a los viejos o enfermos. La Asamblea era entonces tan joven y estaba tan apegada a los principios absolutos, que varios de los diputados revolucionarios, entre otros el joven y generoso Ducos, se enfrentaron a Touchet en nombre de la tolerancia. Pero nadie lo hizo con más calor que el obispo constitucional Torné, quien para justificar a sus enemigos en cuanto le era posible declaró que “su negativa obedecía a grandes virtudes” que era preciso atribuirlas más que a ellos a la mala voluntad del poder ejecutivo, que bajo mano estimulaba la resistencia. Esto último era cierto y muy pronto se tuvo la prueba de ello en Calvados, en donde el ministro Delessart había animado a los adversarios de Touchet a trabajar en contra de él. Éste fue el principio de la guerra interior; el asunto de los sacerdotes era el lado más temible. La cuestión de la guerra interior se planteó al mismo tiempo, al principio con motivo de las medidas que habían de tomarse contra los emigrados. La emigración, para la cual se pedía tolerancia tanto como para los sacerdotes, tomaba, como estos, la ofensiva; una ofensiva que, no por ser siempre directa, no era más irritante. Los emigrados trataban de ganar las tropas alistando gentes entre los nobles de grado o por fuerza, amenazando a los caballeros o a sus deudos que no partían. Los caminos estaban llenos de coches que se dirigían a la frontera, llevando grandes cantidades de dinero adquirido sin reparar en los medios. La frontera estaba ocupada por los emigrados que se agitaban, establecían inteligencias, tanteaban las plazas fuertes y se impacientaban por entrar. Los ministros de Luis XVI, las administradones centrales o de departamentos hacían la vista gorda o ayudaban. Alguna administración económica, por ejemplo, multiplicaba, llevaba a sus empleados más activos a la frontera, aproximándolos a la tentación, teniéndolos dispuestos a pasar o a recibir a los emigrados que pasaran y a prestarles mano fuerte. Francia era como un desgraciado a quien se obligara a estar inmóvil mientras una nube de insectos le acosa, buscando con el aguijón la parte más blanda; le inquieta, le ataca, le pica, aquí y allí, bebe su vida, chupa su sangre. Brissot planteó la cuestión (20 octubre de 1791) de una manera humana, elevada, que aun hoy día da la pauta con la que la historia debe juzgarla. Pidió que se distinguiera entre la emigración del odio y la emigración del miedo, que se tuviese indulgencia para esta y severidad para aquella. Declaró, de acuerdo con las ideas de Mirabeau, que no se podía encerrar a los ciudadanos en el reino; era preciso dejar las puertas abiertas. Rechazó igualmente toda medida de confiscación y solicitó únicamente que cesara el abuso ridículo de pagar sueldo a gentes armadas contra nosotros, a un Condé, a un Lambesc, a un Charles de Lorena. Propuso que se ejecutara el decreto de la Constituyente, que imponía a los bienes de los emigrados un triple impuesto. Quiso que se castigara principalmente a los emigrados prisioneros, los jefes, los grandes culpables, refiriéndose especialmente a los hermanos del rey. Después, además de a los emigrados, dirigió los tiros a sus protectores, los reyes de Europa; señaló la tempestad en el horizonte. La alianza imprevista, monstruosa, de Prusia y Austria que de repente se habían hecho amigas. Rusia insolente, violenta, que prohibía al emperador que se exhibiera en las calles y enviaba un ministro ruso a los emigrados de Coblenza. Los principillos halagando a los grandes con ultrajes a Francia. Berna castigó a una ciudad por haber cantado los himnos de la Revolución. Ginebra armó sus fortificaciones y dirigía contra nosotros las bocas de sus cañones. El obispo de Lieja no se dignó recibir a un embajador francés. Con todo, Brissot no da una idea completa del odio furioso de las potencias contra la Revolución; no dice que en Venecia apareció una mañana en la plaza un hombre estrangulado por la noche por orden del Consejo de los Diez, con este lacónico rótulo: “Estrangulado por francmasón”. En España un pobre emigrado francés, realista, pero volteriano, fue prendido por la Inquisición por filósofo y deísta. Cuando estaba ya vestido con el horrible sambenito se le quiso arrancar una vergonzosa confesión contraria a su conciencia, mas el desgraciado prefirió darse muerte. Este hecho lamentable es conocido por la relación hecha por un agente de los inquisidores, el escribano Llorente, que lo presenció y lo describió (1791). Brissot indicó con precisión lo que querían nuestros enemigos, el género de muerte que preparaban a la Revolución: ¿el hierro? No, la asfixia, la mediación armada para emplear el dulce lenguaje de la diplomacia. Y añadió con la misma claridad que nos rogarían con la espada en la mano que nos hiciéramos ingleses, que aceptáramos la constitución inglesa, sus Pares, su cámara alta, sus vejeces aristocráticas. Si hoy día se leen las memorias, entonces inéditas, ya de los ministros extranjeros, ya de nuestros constitucionales, se encuentran en ellas pocas cosas que no fueran adivinadas por Brissot en aquel notable discurso. Y acabó diciendo: “Si las cosas llegan hasta aquí, no debéis contemporizar; es preciso que ataquéis vosotros”. Un aplauso inmenso partió de las tribunas y de la mayoría de la Asamblea. . Los acontecimientos se encargaron de aplaudir y confirmar con otra fuerza. Desastres, movimientos audaces de la contrarrevolución venían a asombrar a la Asamblea y, como otros tantos mensajeros de guerra, a arrojar el guante a Francia. A últimos de octubre se supo el efecto que había producido en todas las potencias la carta en que el rey anunciaba su aceptación. No hubo nación que creyera en su sinceridad. Rusia y Suecia devolvieron los despachos sin abrirlos y el 29 firmaron un tratado para un armamento naval con el fin de hacer un desembarco en nuestras costas. España anunció un cerco por el que ni recibiría ni enviaría nada a Francia. El emperador y luego Prusia se mostraron acaso más amenazadoras bajo formas más dulces (23 de octubre); amenazas para Francia, dulzura para Luis XVI. “Deseamos, decía el emperador, que se evite la necesidad de tomar precauciones serias contra la repetición de actos que dan lugar a tristes augurios<”. ¿Qué precauciones? Aclaraba esta palabra tan oscura en una circular a las potencias, en la que les advertía que era preciso continuar en observación y declarar a París “que subsistía la coalición”. Todavía no les convenía a los reyes comenzar el ataque. Esperaban que la guerra civil desgarrara Francia y se les entregase. La noticia de dos hechos horribles que llegaron a la Asamblea uno detrás de otro, a tìnales del mismo mes, podía aumentar aquellas esperanzas. Se vio, por decirlo de alguna manera, una espantosa columna de fuego que se elevaba sobre el océano. Santo Domingo estaba ardiendo. Digno fruto de las tergiversaciones de la Constituyente, que en aquella cuestión terrible, flotando entre el derecho y la utilidad, parecía que sólo había enseñado la libertad a los desdichados negros para quitársela enseguida dejándoles únicamente la desesperación. Un mulato, un joven heroico, Ogé, diputado de los hombres de color en la Asamblea, que había llevado desde Francia los primeros decretos, los decretos libertadores, intimó al gobernador para que aplicase la ley. Perseguido y entregado por las autoridades de la parte española de Santo Domingo, fue bárbaramente enrodado vivo. Se produjo una especie de terror: los plantadores multiplicaron los suplicios. Una noche se sublevaron sesenta mil negros y se entregaron a la matanza y al incendio, a la guerra de salvajes más espantosa que se había visto. El otro suceso, menos grave materialmente, pero terrible, más cercano a nosotros, contagioso para el Mediodía y que podía ser el princi pio de un vasto volcán, fue la tragedia de Avi gnon. La contrarrevolución acababa de dar el golpe más audaz. El domingo (16 de octubre de 1791) hizo asesinar por el populacho, al pie del altar, a Lescuyer, jefe del partido francés contra los papistas. El crimen de aquel hombre, nada violento y el más moderado de su partido, consistía en haber comenzado la venta de los bienes de los conventos y en haber pedido como magistrado el juramento cívico a los curas. Un milagro de la Virgen había incitado al pueblo a cometer aquel acto horrible. Los hombres le habían aplastado el vientre a palos. Las mujeres, para castigar sus blasfemias, le habían recortado a tijeretazos los labios festoneándoselos. Los papistas se habían apoderado de las puertas de la ciudad. Pero el partido revolucionario se rehizo y aquella misma noche vengó a Lescuyer dando muerte a sesenta personas que fueron degolladas en el palacio de los papas y arrojados al fondo de la torre de la Glacière. Vencida la contrarrevolución en Avignon, logró, sin embargo, con su impotente tentativa, una gran ventaja, acabando con la paciencia del partido revolucionario, de suerte que ciego y furioso con aquellas horribles represalias, se hizo odioso. 10 1791
Cómo el partido francés de Avignon salvó en 1790 al Mediodía. —Del
derecho del papa. —El reinado de los curas. —Irritación de la burguesía. —Revolución del 11 de junio de 1790. —El partido francés castigado por el servicio que hizo a Francia. —Avignon emprende, en nombre de Francia, la conquista del Condado. —Duprat, Rovère y Mainvielle. —Su primera expedición a Carpentras (enero de 1791), sufracaso. —Asesinato de la Villasse (abril). —Segunda expedición a Carpentras. —Jourdan cortacabezas. —Francia envía mediadores (mayo). —Influencia que ejercieron sobre ellos las damas de Avignon, —Seducido el intermediario Mulot. —Se ve obligado a huir de Avignon (agosto). —El pueblo cansado de la Revolución. —La Asamblea decreta la reunión (15 de septiembre), —Mulot reanima al partido francés realista. —Los papistas cobran valor. —La Virgen hace milagros, —Lescuyer es asesinado en la iglesia (16 de octubre).
El fatal suceso de Avignon, aunque en apariencia fue local,
ejerció sobre la revolución en general una gran influencia como vamos a ver. Tenemos que detenernos aquí. Avignon fue el punto donde al verse frente a frente, y violentamente contrapuestos el uno al otro, los dos principios, el viejo y el nuevo, mostraron lo horrible de una lucha furiosa. Reprodujo anticipadamente, y en pequeño, como en un espejo mágico, la imagen de las escenas san grientas que iban a representarse en Francia. En aquel espejo ya se veían septiembre, la Vendée y el Terror. Y no tan sólo Avignon en su reducido escenario mostró y produjo aquellos horrores, sino que lo más terrible fue que los autorizó de antemano, en cierto modo los aconsejó con su ejemplo, y dio, para una gran parte de los actos más bárbaros, un modelo que el inepto crimen imitó servilmente. Avignon había copiado y lo fue a su vez. Ahora explicaremos esta generación del mal, su repugnante fecundidad. Pero antes de referir los crímenes de aquel pueblo infortunado, que fueron en parte debidos a su situación, a la triste fatalidad de sus precedentes, justo es que digamos también todo lo que le debe Francia. Recordamos que las primeras tentativas de la contrarrevolución se hicieron en el Languedoc, por los restos aún calientes de las antiguas guerras religiosas. Millones de católicos, al hallarse en presencia de unos cien mil protestantes, si se pudiera equiparar la Revolución al protestantismo, la Revolución, como protestante, corría riesgo de ser degollada. Esta combinación ingeniosa fracasó por la actitud de los católicos del Ródano, especialmente de los de Avignon, que al manifestarse tan revolucionarios como los protestantes del Languedoc desbarataron aquellos propósitos. La guerra fue política, no llegó a ser religiosa; fue violenta y cruel, mas sin poder injertarse por completo en las viejas raíces malditas que se hundieron en la tierra desde los Albigenses en San Bartolomé, a los asesinatos de Cévennes. Si la epilepsia fanática, esa enfermedad eminentemente contagiosa, que en la guerra de Cévennes hirió a todo un pueblo, le hizo delirar y profetizar, si por desgracia hubiese renacido, hubiéramos presenciado un espectáculo extraño, horriblemente fantástico, como no nos lo ofreció más tarde el mismo Terror. En pocas palabras: la cuestión se embrollaba en el Languedoc con un elemento muy oscuro sumamente peligroso. La luz se hizo sobre el Ródano, luz terrible que sin embargo anunció el peligro. El partido francés de Avignon se hizo francés, prescindiendo de Francia y a pesar de Francia. Contra su voluntad, le prestó un señalado servicio. Tenía en contra suya generalmente a las autoridades realistas, lafayettistas y constitucionales. Encontró en su seno todos los recursos, nació y vivió de sí mismo. Cruelmente rechazado y renegado por Francia, sin rebelarse se arrojó en los brazos de aquella madre, tan poco sensible que le rechazaba siempre. Sin embargo, la sirvió con una obstinada abnegación. ¿Qué hubiera sucedido en junio de 1790 si el hombre de Nimes, Froment, que había sembrado por doquier un reguero de pólvora, que por Avignon y los Alpes se relacionaba con los emigrados, qué hubiera sucedido, digo, si hubiera podido elegir su hora? Avignon no lo permitió. Encendida la contramina, estalló a lo largo del Ródano. Proment se vio precisado a obrar demasiado pronto e inoportunamente; todo el Mediodía se salvó. El infortunado Lescuyer fue quien en aquel día memorable arrancó de los muros de Avignon los decretos pontificios. Lescuyer era francés de Picardía, exaltado y a pesar de ello reflexivo, más capaz de coordinar ideas que sus furiosos asociados. No era joven. Establecido hacía mucho tiempo en Avignon como notario, no tenía prejuicio alguno contra el gobierno pontificio; en cierta ocasión dedicó unos versos al legado (1774). Pero cuando conoció los horrores de aquel gobierno venal, la tiranía de los curas y de sus queridas, de los agentes italianos, que vendían a los deudores el derecho a no pagar, llegando al extremo de comprometerse a publicar una disposición determinada en virtud de la cual un proceso podría fallarse en el sentido que se conviniera, cuando vio la carencia absoluta de garantías, los procedimientos inquisitoriaiøs, el tormento y la estrapada, etc., entonces Lescuyer volvió los ojos a su patria, a Francia y deseó que llegase el día en que Francia, libre, lzihertara a Avignon. El parlamento de Aix había recordado cien veces a nuestros reyes la nulidad del título de los papas. Aquel desgraciado país había sido, no vendido, sino regalado por Juana de Nápoles, siendo menor de edad, a cambio de la absolución de un asesinato que habían cometido sus amantes. Al llegar a su mayoría de edad reclamó aquella cesión y afirmó que había sido arrancada contra su voluntad aprovechando su debilidad. ¿Qué importaba, por otra parte, esta antigua historia? Aunque le hubiera asistido el derecho al papa, debía perderle “por causa de indignidad”. ¿En qué estado de corrupción y de barbarie había sumido a aquel pueblo? La abominable guerra civil, ocasionada por la expulsión del papa, es una acusación contra él. Aquella Provenza, en otro tiempo tan civilizada, aquella tierra adorada de Petrarca, una de las grandes escuelas de la civilización ¿a qué había quedado reducida en manos de los curas? Desde hacía mucho tiempo Avignon llevaba la guerra en su seno, mucho antes de que estallase. En aquel pueblo de treinta mil almas había dos Avignones, el de los curas y el de los comerciantes. El primero, con sus cien iglesias, su palacio del papa, sus innumerables campanarios la ciudad carillonante, como la llamaba Rabelais. El segundo, con su Ródano, sus obreros en sedería, su tránsito considerable; doble comunicación: de Lyon a Marsella, de Nimes a Turín. La ciudad comercial, relacionada con el comercio protestante del Languedoc, con Marsella y con el mar, con Italia, Francia y con el mundo entero, recibía de todas partes un gran hálito, tanto que no le permitía respirar. Yacía ahogada, asfixiada, moribunda. Isla infortunada en el seno de Francia, como los muertos de Virgilio, miraba a la otra parte, ardiendo de envidia y de deseos. El mayor tormento que sufrían los pobres franceses de Avignon era el de ser un país de curas, el tener al clero por señor. Era para ellos una angustia constante el ver aquellos curas cortesanos, inactivos, elegantes, atrevidos, reyes del pueblo y de los salones, cortejantes de las damas hermosas, según la moda italiana, señores en las casas de las mujeres del pueblo que les recibían de rodillas y besaban sus blancas manos. El original de aquellos curas ítalo—franceses del Condado fue el hermoso abate Maury, hijo de un zapatero, más aristócrata que los grandes señores; Maury, el hablador admirable, el libertino, emprendedor, orgulloso como un duque o como un par, insolente como un lacayo. El retrato de aquel Frontin es precioso para los artistas, como tipo de desvergüenza y de falsa energía. En ninguna parte se aprende a odiar tan bien como en las ciudades de los curas. El suplicio de tenerles que obedecer produjo en Avignon un fenómeno nunca visto en tan alto grado: un negro infierno de odio que superaba a todo lo soñado por Dante. Y, cosa extraña, aquel infierno estaba en los corazones jóvenes. Excepción hecha del notario y de un escribano, todos los directores o actores principales del “San Bartolomé” de Avignon fueron jóvenes hijos de familias de comerciantes. Es raro que se nazca furioso y odiando; aquellos traían en el aliento y en la sangre, en lo más profundo de su corazón, la diabólica herencia de las antiguas enemistades. En el momento en que vieron brotar del seno de Francia aquella divina antorcha de justicia que juzgaba a sus enemigos, creyeron autorizados sus viejos odios por la razón nueva, y prendados violentamente de la deslumbrante luz, se pusieron a odiar más todavía en proporción a su amor. Fuese el que fuese el partido vencedor, el de los amigos de la libertad o el de la contrarrevolución, eran seguros horribles atropellos. Unos y otros tenían en el populacho un terrible instrumento, movible y bárbaro, raza mestiza y turbulenta, celta-greco-árabe, con mezcla de italiana. Ninguna tan inquieta y ruidosa como ella. Agréguese a esto una organización de cofradías, de corporaciones, sumamente peligrosa, bandas de marineros, de artesanos, de mozos de cuerda, los hombres más violentos. Y por si esto no fuera suficiente, los rudos viñadores de la montaña, raza cruel y feroz, vendrán a herir en caso necesario. Elementos verdaderamente indomables que se movían muy fácilmente; ¿pero quién era capaz de dirigirlos? Puede encauzarse el Ródano y los torrentes que atraviesan los abruptos valles del Condado, ¿pero quién podrá contener las tormentas repentinas que de pronto, negras y terribles, flotan alrededor del Ventoux? Cuando estallan, rompen, desgarran y arrasan cuanto se opone a su paso. En un país así predispuesto, todo debía convertirse en furor. El hermoso momento de junio y julio de 1790, el de las federaciones, fue marcado con sangre en Avignon. La ciudad, unida a Francia pacíficamente y con toda clase de respetos y consideraciones, rogó al legado que se fuese. Creó magistrados, erigió, con el fervor de una fe nueva y conmovedora, su altar a la libertad. Una burla, un insulto, suscitó en el pueblo en un momento una espantosa tempestad. Habiendo ahorcado los papistas, por la noche, un maniquí condecorado con una banda tricolor, pareció que Avignon se conmovía hasta sus cimientos; sacó de su casa a cuatro papistas sospechosos de ser los autores de aquel sacrilegio (dos marqueses, un burgués y un obrero) y fueron colgados en sustitución del maniquí en medio de furiosas carcajadas (11 de junio de 1790). Los directores revolucionarios, aunque hubieran querido, no hubiesen podido evitar la venganza del pueblo. Su situación era verdaderamente difícil entre aquel pueblo ingobernable en su nueva libertad, y Francia, a la que llamaban en vano y no les respondía. Les colocaba en la alternativa de perecer o de salvarse empleando la violencia. Se arrojaban en sus brazos y les enviaba al crimen o a los suplicios. Se celebraba la feria de Beaucaire; había acudido a ella todo el Mediodía, atraído por el comercio y la federación. Los libertadores de Avignon fueron a fraternizar con los que llamaban sus conciudadanos a los que habían prestado tan buen servicio en el terrible momento de Nimes. ¡Qué triste desengaño! Encontraron a las autoridades mal dispuestas, al pueblo ocupado en sus negocios, manifestándoles pocas simpatías, prestando oído a las mentiras de la aristocracia. La Asamblea constituyente llevó su indiferencia hacia ellos hasta la barbarie. Halagaba al papa en la gran cuestión del clero, lisonjeaba al rey por sus escrúpulos de conciencia, pero no apreciaban la sangre y la vida de los que venían a sacrificarse por Francia, de los que hacían donación al reino de la mitad de la Provenza, le devolvían el Ródano y le aseguraban el Mediodía. Entonces se verificaba el primer ensayo de la reacción; la Asamblea daba las gracias a Bouillé por la matanza de Nancy. Aplazó la cuestión de Avignon (28 de agosto de 1790) y con esto dio al partido antifrancés un funesto vigor y esperanzas insolentes. La reacción siguió su curso. El papa escribió con osadía que mandaba anular todo lo que se había hecho en el Condado, que se restablecieran los privilegios de los nobles y del clero y que de nuevo funcionara la Inquisición con el mayor rigor. Este documento está fechado el 6 de octubre de 1790, el mismo día en que Luis XVI escribía al rey de España su primera protesta que dirigió después a todos los reyes de Europa. Avignon se hallaba en una situación intolerable, aislada, como sitiada. A sus puertas, a la distancia que puede verse desde lo alto de sus torres Lisle y Cavaillon, pueblecillos que por un momento enarbolaron la bandera francesa, alzaron de nuevo la del papa. La consigna les fue dada por la antigua rival de Avignon, la orgullosa e insignificante Carpentras, el nido de la aristocracia. Los de Avignon, cuando fueron a Cavaillon para reanimar al partido de los patriotas, encontraron a quince o veinte alcaldes de municipios franceses, caballeros de los alrededores que se habían reunido allí en defensa del papa y contra el partido francés. En las prisiones de Carpentras se hallaban encerrados los mejores amigos de Francia, que habían sido apresados en Cavaillon y Lisle. La Asamblea constituyente, a la que se suplicó que interviniera en octubre de 1790, había enviado a Avignon el regimiento de Soissonnais y algunos dragones de Penthièvre. Fue una eficaz ayuda para la aristocracia. La mayor parte de nuestros oficiales estaban de su parte. En aquel momento creyeron los de Carpentras que habían puesto la guarnición en Avignon. En Cavaillon y en todas partes hicieron renovar el juramento al papa (20 de diciembre de 1790). En represalias Duprat y los otros jefes del partido francés fueron a Aix, a Toulon y a Marsella a pedir auxilio. Se presentaron en Nimes e hicieron a los protestantes las más tentadoras ofertas pidiéndoles que fueran a establecerse en masa, formando una gran colonia en el seno de la ciudad papal, siendo acogidas con frialdad sus proposiciones. Sin embargo, un rico comerciante les regaló algunos millares de cartuchos. Tenían dinero, pues desde octubre habían comenzado a apoderarse de la plata de los conventos y de las iglesias. Reclutaron mucha gente de los pueblecillos y del mismo Carpentras, de donde la minoría patriota se vio obligada a huir, y hasta de aquel regimiento francés en el que tanto había confiado la aristocracia. Halagaron y ganaron a una parte de los soldados, haciéndoles favorables o neutrales. Hecho esto se decidieron y volvieron a apoderarse de la alcaldía, del arsenal y de los puertos. Los oficiales aristócratas confiaban poco en sus soldados para librar la batalla. No fue esto todo: con una audacia increible, en la noche del 10 de enero, sin preocuparse de los oficiales, ni de los soldados fieles a su partido, ni de una gran parte de la población aún papista que dejaban en Avignon, partieron para volver a conducir a Cavaillon a los patriotas de esta ciudad. Iban con ellos ciento sesenta soldados franceses que marchaban en vanguardia, a fin de que su uniforme intimidase al enemigo. Los atrevidos directores de la empresa, los jefes verdaderos de la fuerza, eran dos jóvenes, Duprat, de 29 años, y Mainvielle, de 25. Para evitar cuestiones de amor propio habían elegido general, según la costumbre italiana, a un extranjero, el caballero de Patrix, catalán establecido en Avignon. La ciudad, poco fortificada, fue atacada y defen dida con mucho valor, obstinación y encarnizamiento; mas al final fue tomada y saqueada. En Carpentras fue tan grande el terror que produjo este saqueo, que inmediatamente enarboló la bandera francesa como una especie de pararrayos, sin cambiar sin embargo de partido ni libertar a los patriotas que tenía en sus prisiones. Los de Avignon estaban ebrios de alegría por su triunfo en Cavaillon. Ellos, los franceses de ayer no aceptados por Francia, eran los que acababan de asestar el primer golpe a la contrarrevolución. Este gran movimiento guerrero que comenzaba a agitar el reino era aún un vano alarde, palabras huecas en otras partes; pero allí se traducía en hechos. ¡Y con qué pocos recursos! ¡Con qué débiles medios! Poco importa. La pequeña Roma del Ródano se colocaba con este ensayo a la vanguardia del mundo en la guerra por la libertad. No es necesario decir que los que así hablaban eran los jóvenes sobre todo, y especialmente los que ya hemos nombrado, Duprat el mayor y Mainvielle, junto con Rovère; tres hombres que llamaban la atención a primera vista por su belleza, su energía y su simpatía meridional. Tenían algo, sin embargo, extraño y discordante. Los tres, además de su violento fanatismo, eran excesivamente ambiciosos, pero cada cual lo era a su modo. Duprat, bajo formas suaves, ex secretario de Montmorency, estaba acostumbrado a contenerse, pero tenía una necesidad terrible de poder, un alma de tirano, imperiosa, atroz en caso necesario. Lo que tenía él en su interior lo tenían los otros exteriormente. Rovère era el movimiento, Mainvielle la tormenta y la tempestad. El primero, de aspecto noble y militar, activo, intrigante, había hecho su carrera bajo el antiguo régimen. Guardia del papa, se presentaba como descendiente de los ilustres Rovère, de Italia; había hecho una buena boda y comprado un título de marqués; cuando estalló la Revolución probó que su abuelo había sido carnicero. Protegido al principio por los girondinos, se separó pronto de la Gironda; ardiente montañés, después termidoriano y reaccionario lleno de celo, en fructidor fue víctima de sus rápidas conversiones y murió en el desierto de Sinamary. El más joven de los tres, Mainvielle, era acaso el más sincero, el más profundamente convencido. En cambio era el más furioso. Era muy guapo, de rostro femenino, y daba miedo. Trastornado a cada momento por las tempestades de su carácter, se veía en él a un hombre trágico y fatal, uno de aquellos que por su violencia innata parecen destinados a las furias. Cruel por sus arrebatos, no se traslucía en su persona el signo innoble de la barbarie; su cabeza tenía la belleza de las Euménides. Mainvielle era el prototipo de la juventud de Avignon. Hijo de un rico comerciante de sedas, criado entre las costumbres galantes y feroces de su extraño país, tenía, para acabar de alterar su alma inquieta, dos amores, y los dos adúlteros, la mujer de su amigo Duprat y la Revolución francesa, de la que fue uno de sus más funestos e ilegítimos amantes. Al menos, murió por ella con una dicha frenética el día en que pereció la Gironda. En aquel tiempo en que todos morían como héroes, asustó a los que lo presenciaban por el ardor salvaje con que cantó La Marsellesa al subir a la guillotina y poner el cuello bajo la cuchilla. Tales fueron los tres audaces que, sin recursos, sin ejército ni hadenda, intentaron la empresa de conquistar el Condado en provecho de Francia. Hicieron un llamamiento a los proscritos del partido francés que de toda la provincia se concentraban en Avignon y llegaron a reunir seis mil hombres. De dinero no pudieron recoger más que el que habían obtenido de la plata de los conventos. Si Lescuyer y los demás que estaban encargados del material llegaron a equipar a aquel ejérdto, es indudable que lejos de aprovecharse del pillaje, como se les ha echado en cara, tuvieron que hacer, la mayor parte de ellos, sacrificios personales y combatir con su fortuna lo mismo que con su persona. En pleno enero partieron con Patrix y Manvielle a la cabeza, montado este sobre un brioso caballo blanco que resoplaba orgulloso presintiendo la victoria. Las mujeres a las puertas de sus casas, las damas en las ventanas, contemplaban el desfile de aquel ejército bizarro, compuesto por hombres pertenecientes a todas las clases. Muy pocos uniformes; unos relumbrantes, otros destrozados. Muchas sonrisas y muchos pañuelos blancos agitados desde las ventanas, pero pocos votos sinceros. El 20, cerca de Carpentras, encontró el ejército a los magistrados franceses de Orange, quienes por humanidad, acaso por simpatía hacia la ciudad aristocrática, intentaron intervenir, pero era ya tarde. Mainvielle se opuso a la conferencia con gran altanería e impaciencia; ardía en deseos de combatir. Apenas llegados a la vista de Carpentras, situaron los cañones en batería e hicieron algunos disparos. Pero de pronto, descienden del Ventoux unas negras nubes, sopla el viento y cae copiosa lluvia y granizo, una lluvia fría, helada, un granizo acerado y violento. Aquellas bandas poco aguerridas, compuestas en su mayoría por habitantes de la ciudad, empiezan por asombrarse. Corren en busca de abrigo y acaban por disolverse en un completo desorden. No es aquello una rápida tormenta de verano, sino una larga tempestad de invierno; las llanuras se inundan, los torrentes vienen crecidos. Poco a poco y tiritando nuesua gente vuelve a todo correr. ¿Quién había vencido? La Virgen; así lo aseguraron las señoras de Carpentras. Sensible a sus oraciones, se encargó de responder a aquel ejército fanfarrón y desalmado, al cual un poco de lluvia caída en el rostro le hizo volver la espalda y sirvió de objeto a las canciones de las mujeres y de los niños. Una plancha de bronce eternizó la memoria de este milagro; una fiesta votiva conmemoró todos los años el triunfo de la Virgen, la humillante decepción de los sacrflegos de Avignon. Estos, que hubieron de volver silenciosamente, también sufrieron la cruel alegría de los aristócratas. No se atrevían a burlarse en su cara, pero de lejos les lanzaban mil dardos que les herían por caminos indirectos. Las sonrisitas de las mujeres, las bromas que amigos caritativos se apresuraban a hacer llegar a aquellos que eran objeto de ellas, les llenaban de furor. Comenzaron a sentirse rodeados de enemigos; llenos de desconfianza y de temor, se volvieron hacia su adversario natural, el clero, y le exigieron el juramento cívico. Pero su fracaso de Carpentras les había hecho desmerecer en la opinión. El fanatismo, envalentonado, intentó un golpe desesperado, que si quedaba impune destrozaría el partido francés. Los magistrados patriotas de la ciudad de Vaison, Anselmo y La Villasse, les habían pedido que enviasen a Avignon un cura constitucional porque el antiguo había emigrado. Esta fue su sentencia de muerte. Se aguijoneó a los aldeanos; la Asamblea aristocrática les impulsó al crimen; se apoderaron de Vaison y estrangularon en sus casas a La Villasse y a Anselmo (23 abril de 1791). Este asesinato autorizado y legalizado, este ensayo para aterrorizar a los magistrados patriotas, produjo en todo el Ródano el efecto de una descarga eléctrica. El alcalde de Arlés, Antonella, noble patriota, militar, filósofo que había abandonado las letras para ayudar a la Revolución, fue a ofrecerse a los de Avignon con tropas y cañones; subió al púlpito de la catedral y arengó al pueblo incitándole a que vengara la muerte de sus magistrados indignamente asesinados. Duprat y Mainvielle partieron inmediatamente de Avignon con tres mil hombres, sin dinero, sin víveres, entregándose al bandolerismo, a las contribuciones forzadas. Mas por mucho que hicieran, Carpentras estaba preparado; antes del asesinato de La Villasse se habían apercibido a la defensa. Toda la aristocracia francesa, realista y lafayettista parecía haberse puesto de acuerdo para hacer experimentar al partido francés de Avignon una vergonzosa derrota. Carpentras no había recibido correos oficiales: todo había sido casual; por casualidad los oficiales franceses que iban a Italia se detuvieron en Carpentras; por casualidad los artilleros de Valence fueron a servir las piezas y por casualidad los fundidores de la Lorena fueron a fundir la artillería. También la habían recibido de Provenza, que los de Carpentras decían haber comprado. La artillería de los de Avignon, mal servida por soldados bisoños, no hizo daño alguno a la plaza. La población sitiada, al ver la impotencia de sus proyectiles, salía al campo a recogerlos con grandes risas. Para colmo de humillación las mujeres habían tomado las armas, entre ellas, una noble señora del Delfinado, de manera que los infortunados de Avignon oían decir que las mujeres bastaban para resistirlos. La inexperiencia y la indisciplina explican perfectamente este revés. Duprat y Mainvielle lo achacan a la traición, sospechando del caballero Patrix, de aquel catalán a quien habían elegido general, el cual había favorecido la evasión de un prisionero de gran importancia. Le dieron muerte y le sustituyeron por un hombre ignorante, grosero, pero que era completamente suyo. Para conducir aquellas partidas mal disciplinadas formadas por ganapanes, aldeanos y desertores franceses se necesitaba a un hombre del pueblo y eligieron a un tal Mateo Iouve, que se hacía llamar Jourdan. Era un francés nacido en una de las más rudas comarcas de Francia, pais de hielo y de fuego, tierra volcánica eternamente azotada por el cierzo, en las alturas casi desiertas que rodean Puy-en-Velai. En sus primeros años fue muletero, después soldado y luego tabernero en París. Trasladado a Avignon vendía allí raíz de rubia. Hablador y jactancioso hacía creer al pueblo que era él quien había cortado la cabeza al gobernador de la Bastilla y a los guardas de corps el 6 de octubre. A fuerza de oírselo repetir se le llamó Jourdan cortacabezas. La suya era muy cómica, efecto de una singular mezcla de hombría de bien y de ferocidad. Entre otras particularidades que distinguían a aquel hombre cruel en cuanto veía sangre, debe citarse la de que era muy accesible al llanto; se enternecía fácilmente y algunas veces lloraba como un niño. El sitio se convirtió en bloqueo, el ejército vivió como pudo cobrando a la fuerza las contribuciones, dando a cambio de todo cuanto tomaba bonos pagaderos sobre los bienes nacionales de Avignon. Hubo terribles y vergonzosos desórdenes. Después de una insignificante batalla, en la que los de Avignon fueron vencedores, la infortunada aldea de Sarrians, que se había defendido contra ellos, fue tratada como lo hubiera sido por los caribes. Seguían al ejército mujeres que tenían a gala comer carne humana. Estas atrocidades dieron fuerza al partido papista, el cual creó en Santa Cecilia una Asamblea federativa de los municipios, enfrente de la que el partido francés había formado en Avignon. Este, arrojado hasta del mismo Avignon por una sesión violenta, se encontró errante, residiendo, ya en el ejército, ya en Sorgues o en Cavaillon. Para colmo de desventura, la Asamblea constituyente, reaccionaria también, declaró el 4 de mayo que no aceptaba Avignon. Este pareció el golpe de gracia; Francia exterminaba con una palabra a los que por ella se habían perdido. El ejército que bloqueaba Carpentras se sublevó contra sus jefes, reclamó su soldada; Jourdan enseñó las cajas vacías y lloró ante sus soldados. Todo estaba perdido; hasta los que se llamaban constitucionales de Avignon, en el Club de los Amigos de la Constitución declararon a los jefes del partido francés, traidores a la patria. Todo aquel partido sólo una cosa podía esperar, ser asesinado en todas partes. Con el decreto de la Constituyente iba a producirse una inmensa catástrofe, tanto, que ella misma tuvo miedo de su obra y retrocedió. El 24 de mayo acordó, por humanidad, el envío de alguna tropa y de tres mediadores para desarmar a los partidos. No eran los mediadores hombres capaces de dominar aquella tempestad; eran tres literatos, escritores del antiguo régimen, conocidos como autores de producciones ligeras y galantes: uno por sus Amores de Essex, otro por sus Poesías fugitivas y el abate por una traducción graciosa de Dafnis y Cloe. Lejos de conseguir nada se vieron dominados y arrastrados como briznas de paja en el terrible torbellino. Las señoras de Avignon les secuestraron sin dificultad y se apoderaron de ellos. Sin ser hermosas como las de Arles, son diabólicamente vivas, hábiles y bonitas. En ninguna parte, ni en Francia ni en Italia, es tan expresiva la fisonomía, tan impetuosa la pasión. Son las hijas del Ródano; tienen todos los torbellinos; como él, son a la vez tiránicas y caprichosas. Son las hijas del aire, del viento que azota la ciudad, un viento constante en su agitación, pero ya vivo, seco, provocativo y que crispa los nervios, ya pesado, calenturiento y llevando consigo una turbación apasionada. Los extranjeros no pueden resistir el triple vértigo de las aguas, del viento, de las miradas ardientes e incitantes. Otra cosa también les embriaga y les entontece, el oír constantemente en las calles de Avignon, el eterno ¡zou! ¡zou! que silba y su silbido, ese ruido vertiginoso, imitado por el hombre del pueblo, es para él el grito del motín, la señal de la muerte. Las señoras Duprat y Mainvielle (esta elegida después como diosa de la libertad) ejercieron, según se asegura, sobre tales mediadores, una influencia irresistible, obligándoles a cumplir con su deber, en interés de Francia y de la Revolución. El abate Mulot, que llegaba animado de las mismas buenas intenciones, se inclinó bien pronto hacia el otro lado. Era un hombre débil y bonachón, de aquella generación más apasionada que fuerte de los electores de 1789, un compañero de los Bailly, de los Fauchet, de los Bancal, etc. Conocía y ya se había prendado de un joven de Avignon, hijo de un impresor de aquella ciudad que había ido a París a perfeccionarse en su arte. Este joven, o este niño, de corazón y de aspecto encantador, se apoderó de Mulot al desembarcar este y le condujo a casa de su madre. Madame Niel, que así se llamaba, todavía joven y tan bella como su hijo, era en su imprenta una señora completamente de la corte, elegante y graciosa; y cuando toda la nobleza de Avignon emigró, madame Niel y algunas otras de su clase siguieron siendo de la aristocracia. El pobre abate Mulot creyó ver a Laura y se sintió Petrarca. Pero esta Laura, más imperiosa, más apasionada que la antigua, una Laura completamente política, era una realista furiosa. Era naturalmente reina y necesitaba una corte. Ejerció una dominación soberana sobre los recién llegados, no sólo sobre el que daba órdenes, sino también sobre los ejecutores, sobre los oficiales más o menos aristócratas que conducían las tropas francesas. Bajo tal influencia se constituyó una municipalidad realista. El punto capital de la situación era resolver si en la extremada penuria en que había quedado la población, abandonada de todas las personas ricas, se pondría o no mano sobre los bienes eclesiásticos. Los mediadores licenciaban al ejército de Vaucluse, pero era menester pagarlo. Aquel licenciamiento brusco, inmediato, tenía aspecto de ingrafitud; brigantes o no, aquellos hombres habían combatido por Francia. Se les despedía dispersos para sus casas y en casi todas partes eran recibidos a tiros. Faltos de paga, habían tenido que vivir necesariamente del pillaje y de la violencia, y ahora se les pedían cuentas. Fueron objeto de venganzas atroces; seres oscuros, ni siquiera se ha averiguado el número de los que murieron. Pero hace creer que debió ser muy alto el dato de que en una sola aldea hubo once víctimas. La guardia nacional de Aix sintió tal indignación al ver que se asesinaba tan impunemente a los aliados de Francia que se presentó en masa en aquella aldea, hizo exhumar los cadáveres y obligó a los aristócratas a que les pidiesen perdón de rodillas. Aquellas gentes, rechazadas en todas partes, se concentraron en Avignon. Lescuyer y Duprat volvieron a ser los amos. La municipalidad les negaba el pago de las tropas, que sólo podía verificarse mediante la venta de los ornamentos de las iglesias, de las campanas, de los bienes eclesiásticos. La masa furiosa de los soldados se apoderó de la municipalidad y la encerró en el palacio de los papas juntamente con madame Niel, su hijo y unas cuarenta personas más. En vano Mulot, obligado a salir de Avignon, reclamó en favor de ellos. Habló como intercesor, rogó como hombre, pidió como justicia o como favor que se les entregasen. En el sombrío presentimiento que le torturaba llegó hasta a confesar el apasionado interés que sentía por algunos de ellos: “¡Cómo! decía en su carta; ¿He de ver yo entre cadenas al único amigo que encontré a mi llegada a Avignon?”. Le devolvieron doce prisioneros, gente extraña e indiferente, pero los otros, y sobre todo la madre y el hijo, continuaron presos. La nueva municipalidad procedió a la vasta y necesaria operación de vender los bienes eclesiásticos. Se decidió que las pequeñas comunidades en que había menos de seis religiosos quedarían suprimidas y que todos darían relación de sus bienes. Se empezaron a fundir las campanas, a reunir y a vender los ornamentos sagrados. Estas operaciones las practicaban Duprat y los exaltados con gran estrépito y sin consideración alguna con las creencias del pueblo. En vano les advertía Lescuyer que era necesario proceder de una manera regular y guardando las formas legales. Él solo quería la ley. En nombre de esta se presentó al capítulo de Avignon, mandó a los canónigos que eligiesen un jefe constitucional del clero y condescendió a que se negaran a prestar el juramento cívico. Todo anunciaba una tormenta. La opinión popular había cambiado por completo. La soledad y el abandono de la ciudad, la paralización del comercio y de los trabajos, la creciente miseria, la proximidad de un invierno cruel entristecían a Avignon. “¡Qué tiene de extraño, decían, que nos muramos de hambre, cuando las iglesias han sido violadas y el santo sacramento arrancado de los altares y vendido a los judíos!”. Lo que más les irritaba era ver destrozar las campanas; no se daba un martillazo sobre ellas que no repercutiera en el corazón de las mujeres; les parecía que la ciudad, al quedarse muda, había sido abandonada por Dios. La situación del partido francés, reducida a un exiguo número, se hizo muy peligrosa. Hizo un nuevo esfuerzo en el Consejo de Luis XVI; los ministros propusieron la reunión de la Asamblea constituyente. El ponente Menou lo reclamó. “En nombre de la humanidad< no expongáis, dijo, a ciento cincuenta mil individuos a que se masacren maldiciendo a Francia”. Se decretó la reunión el 13 de septiembre y el rey la sancionó al siguiente día. ¿Cómo se decidió al enorme sacrilegio de aceptar la tierra papal? Misterio es este que todavía no ha podido explicarse. Un artículo del decreto concedía indemnización al papa por sus dominios útiles, pero no sobre la soberanía. Sin duda se le hizo creer que el decreto de reunión llevaba consigo la disolución del ejército de Jourdan que tiranizaba al país, que el partido francés aparecería en su exigua minoría y que la masa libertada se retractaría del voto que en favor de Francia le habían arrancado y restablecería al papa. La corte estaba tan bien informada que creía que una vez libre de la Constituyente iba a tener en la legislativa una Asamblea realista que manejaría a su gusto. Esta Asamblea no se atrevería a rechazar a Avignon, que en nombre de su independencia nacional y de la soberanía del pueblo reclamaría de nuevo a su señor. El decreto de reunión sería fácilmente revocado. Tal era la novela de los curas y según todas las probabilidades también la del rey. Y no era del todo inverosímil. El pueblo de Avignon, bajo el dominio del papa, no pagaba ningún impuesto; por vejación, por extorsión, poco más o menos como en Turquía, se hacía un reparto, no entre el pueblo, sino entre los ricos, entre los pudientes. El comercio, escaso y abrumado, se ahogaba entre las aduanas francesas, pero esto mismo hacía que los géneros que no podían exportarse se consumiesen en el mismo país, y de este modo, los víveres se vendían a muy bajo precio. Por un sueldo o dos, me han dicho los ancianos, teníamos pan, vino y carne. Todo esto había cambiado de una manera cruel después de la Revolución. Casi interrumpido por la guerra civil el cultivo de los campos y llevándose fuera los víveres, la carestía era grande. Se preveía como próximo el momento en que el pueblo, como el de Israel en el desierto, iba a echar de menos las cebollas de Egipto; más le valdría volver a lo antiguo y renunciar para siempre a aquella tierra prometida y a la libertad que la había de adquirir al precio de la abstinencia y del ayuno. ¿Qué era menester hacer? Nada más que esperar, enviar pocas tropas y estas lo más aristocráticas posible e impedir sobre todo a los directorios de los departamentos vecinos que dejasen partir a los valientes guardias nacionales de Marsella, de Aix y de Nimes, que no deseaban otra cosa más que sostener a los patriotas de Avignon. Estos directorios procedieron perfectamente según el pensamiento de la corte. Los comisionados nombrados para ejecutar el decreto fueron detenidos en París. De los mediadores antiguos, dos volvieron, Verniac y Lescène; uno sólo se quedó, el realista, el abate Mulot, quien habiendo dejado como rehén en el palacio de los papas a una persona muy querida, a toda costa deseaba librarla. Mulot no podía obrar directamente sobre Avignon. No disponía de tropas. Los oficiales eran aristócratas, así como una parte de los soldados, sobre todo los húsares, pero el general era jacobino. Necesitaba una ocasión favorable para compeler a este a obrar, para dar en nombre de Francia un golpe que atemorizara a los patriotas, estimulara contra dlos a la gente de Avignon y libertara a los prisioneros. La ocasión se presentó el mismo día en que se recibió la noticia de la reunión. La dudad de Sorgues, castigada con excesivas contribuciones por los patriotas, había estrangulado, mutilado a varios. Fue después desarmada y el partido patriota había vuelto a dominarla. Al conocer la noticia de la reunión, los papistas de Sorgues, seguros del apoyo de nuestras tropas aristocráticas, quisieron volver a tomar las armas. El abate Mulot, llamado por ellos, obligó al general a que enviase tropas. Ocurrió después un motín; nuestras tropas hicieron fuego y mataron entre otros a un oficial municipal del partido de los patriotas, que escapaba por el tejado de su casa. El abate Mulot, vencedor en Sorgues, no resistió a la tentación de notificar a la hermosa prisionera el golpe que había dado y le escribió este billete: “Acabamos de dar el golpe que debíamos dar en nombre de Francia; todo lo espero; no queráis mal al amigo de vuestro hijo”. Esta última frase había sido escrita indudablemente, para que si el billete era interceptado en el camino, no se acusara a la señora N iel de haber aconsejado aquella represión violenta. Quizá también aquella señora, que tenía más ingenio y buen sentido que el abate, le había apartado de un acto odioso, peligroso, que sin libertarla, irritaría a sus enemigos y podía perderla. El partido realmente fuerte en Avignon, el partido papista, el de las cofradías y del pueblo bajo, trabajaba por su cuenta, siguiendo su camino y sin prestar obediencia a la señal de los realistas constitucionales, tales como los Niel y Mulot. El fatal billete fue interceptado. Los patriotas de Avignon escribieron al mediador dirigiéndole amargas acusaciones; entre ellas estas frases irónicas, copiadas de su billete: “No creemos que hayáis querido dar, en nombre de Francia, un golpe, con el único propósito de libertar a aquel que creéis vuestro amigo”. Otra imprudencia aún más grave: otro admirador de la señora Niel, Clarental, capitán de húsares, se atrevió a escribirle: “Calma, mi hermosa señora, secreto y nada más. Armaos de paciencia; su reinado no será largo; juegan su última carta, serán castigados”. Estas amenazas, sorprendidas por los directores de Avignon, les enfurecían tanto más, cuanto que eran muy verosímiles. El partido francés, reducido a un pequeño número3, a sus soldados licenciados, que seguían por el deseo de cobrar, estaba sentado sobre un volcán. No era solamente a Mulot y a los realistas constitucionales a quienes tenía que temer, sino más bien a los papistas. Los primeros, sin entenderse completamente con los segundos, les prestaban, sin embargo, el servicio de impedir a los patriotas de los departamentos vecinos que viniesen en su socorro. Los curas, envalentonados al encontrarse poco a poco a la cabeza de un gran pueblo, empezaban a contar o a hacer milagros como este: tras sustraer un patriota de una iglesia un ángel de plata, este hizo que se le rompiera un brazo; poco tiempo después su mujer dio a luz a un niño sin brazos. Cuando los ánimos estaban ya preparados, se apeló al último recurso. Desde 1789 la Virgen se había mostrado muy aristócrata. En 1790 había empezado a llorar en una iglesia de la calle de Bac. Hacia finales de 1791 empezó a aparecerse en una vieja encina, en el Bocage vendeano. Al mismo tiempo asustó al pueblo de Avignon de una manera terrible: su imagen en la iglesia de los cordeleros se enrojeció, se iluminaron sus ojos inyectándose de sangre y pareció que se enfurecía. Las mujeres acudían en tropel, llenas de miedo y de curiosidad, para verla y no se atrevían a mirar. Los hombres, menos supersticiosos, acaso hubieran dejado que la Virgen enrojeciera cuanto le diese la gana. Pero circuló un rumor que les conmovió mucho más. Había atravesado la ciudad un gran cofre lleno de ornamentos de plata de la iglesia. Se dijo, se repitió la noticia, y ya no fue una, sino dieciocho maletas las que habían sido sacadas de la ciudad durante la noche. ¿Qué contenían aquellas maletas? Los objetos del Monte de Piedad que, según se aseguraba, iba a llevarse consigo el partido francés. El efecto fue extraordinario. Aquellas pobres gentes que a causa de una gran miseria habían empeñado todo lo que tenían, sus pobres alhajas, muebles y ropas, se creyeron arruinadas. “No queda más que un recurso, se les dijo, apoderarse de las puertas de la ciudad y de los cañones que la guarnecen, y detener, si quieren huir, a Lescuyer, Duprat, Mainvielle y a todos los ladrones”. Era el domingo por la mañana (16 de octubre) y había acudido a Avignon una multitud de aldeanos, todos con armas, pues en los campos ya no se podía andar sin ellas. En un instante se apoderaron de las puertas; los realistas constitucionales, aprovechándose de aquel gran movimiento papista, cogieron las llaves de la ciudad y corrieron a Sorgues a llevárselas al abate Mulot, suponiendo que este iba a facilitarles tropas. Entretanto la multitud afluía a los Cordeleros, mujeres y hombres, artesanos de las cofradías, mozos de cordel y aldeanos, blancos y rojos, gritando todos que no se retirarían hasta que el municipio y su secretario Lescuyer no hubiesen presentado sus cuentas. En la iglesia doce o quince soldados de Jourdan, convencidos sin duda de que sofocarían el tumulto, presenciaban el hecho sin moverse; su vida pendía de un cabello. La multitud envió a cuatro hombres para que se apoderaran de Lescuyer y le obligaran a presentarse; lo encontraron en la calle, cuando iba a refugiarse en la alcaldía, y fue llevado a presencia del pueblo. Subió al púlpito, al principio sereno y animoso: “Hermanos míos, dijo valerosamente; he creído que la Revolución era necesaria. He hecho todo lo que he podido<”. Iba a hacer profesión de fe. Quizás su aspecto digno, su probidad que se reflejaba en su rostro y en sus palabras, hubieran tranquilizado los ánimos, pero le arrancaron del púlpito y desde aquel momento se vio perdido. Arrojado a la turba vocinglera, fue arrastrado hacia el altar de la Virgen, para que cayese como un buey pronto a ser sacrificado a los pies del ídolo. El grito de muerte de Avignon, el fatal ¡zou! ¡zou!, resonaba en toda la iglesia anonadando al desgraciado. Llegó vivo al coro y allí logró desasirse. Se sentó, pálido, sobre un sillón; alguien que quería salvarle le dio con qué escribir. Suspende la destrucción de las campanas, que se abriera y se viese el Monte de Pïedad, dando satisfacción al pueblo. Tal era el sentido de lo que escribió. pero no pudo leerse; los que deseaban su muerte ahogaron su voz entre silbidos. Un viajero, un extranjero, un caballero bretón, Rosily, se dice que al ir a Marsella entró en la iglesia con la turba, intentó con gran peligro salvar al desgraciado y colocándose ante él, gritó: “Señores, en nombre de la ley<”. Más no se le escuchó< “En nombre del honor, de la humanidad<”. Los sables se dirigían contra él, otros le apuntaban, otros tiraban de él para ahorcarle. Se salvó cuando alguien dijo que lo justo era matar primero a Lescuyer. El pobre Lescuyer, objeto miserable del debate, no esperando ya nada y viendo a su defensor en tan grave peligro, se levantó de pronto del sillón y corrió hacia el altar< Un hombre compasivo le señalaba una puerta por donde podía escapar, pero en aquel momento un obrero tejedor le asestó un golpe tan fuerte que el bastón se rompió en dos pedazos, haciéndole caer sobre la grada del altar. El pregonero de la ciudad entraba en aquel momento y tocó a silencio para publicar un bando. El formidable ¡zou! ¡zou! lanzado por millares de hombres ahogó la voz del pregonero. Aquella multitud enorme, amontonada en un punto, estaba como suspendida sobre un cuerpo yacente: los hombres le aplastaban el vientre a patadas, las mujeres, con sus tijeras, para que expiase sus blasfemias, cortaron con rabia atroz los labios que las habían pronunciado. En aquella espantosa tortura, una voz débil salia aún de este no sé qué ensangrentado, que ya no tenía forma humana: rogaba humildemente que se le diera muerte. Estalló una horrible carcajada y no se le volvió a tocar para que saborease a su placer la muerte. 16-17 1791
Duprat y Jourdan obtienen ventaja de nuevo. —Ensayo informe de
juicio. —Se decide el asesinato. —La torre Trouillas o de la Glacière. —Lo que debió ser para la Inquisición. —De que clases y de qué opiniones eran las víctimas. —El asesinato. —Los asesinos quieren detenerse. —Se les obliga a continuar. —Entierro de Lescuyer (17 de octubre). —Fin de la matanza. —Consecuencias fatales que tuvo para Francia.
Era la una de la tarde, poco más o menos, y Duprat y Jourdan,
advertidos desde hacía tiempo y con sus hombres dispersos, decidieron para reunirlos tocar en el castillo la famosa campana de plata, que sólo se tocaba en dos ocasiones solemnes: la consagración o la muerte de un papa. Aquel extraño sonido misterioso, que muchos no habían oído más que una vez en su vida, hirió las imaginaciones, hirió los corazones con un frío súbito. Quizás esto fue lo que apresuró la salida de las gentes que habían venido del campo, que temieron que iba a ocurrir algún suceso terrible en la ciudad. El efecto fue menor, a lo que parece, sobre los soldados de Jourdanz tan bravos para reclamar sus soldadas, se manifestaron ahora muy tardos; no se les podía encontrar por ninguna parte. Jourdan, con gran trabajo, logró reunir trescientos cincuenta, con los cuales volvió a tomar las puertas de la ciudad. Hecho esto, no le quedaron más que ciento dncuenta hombres para atacar a los cordeleros. Llevaba dos cañones bastante inútiles por las calles sinuosas y estrechas, pero que no dejaban de producir su efecto por el formidable estampido que hacía estremeoer el pavimento. Merced al retraso la multitud había disminuido; sólo quedaban papanatas y mujeres. Hizo fuego sobre el montón y mató e hirió a lo que halló por delante. En la iglesia no encontró más que a la Virgen y a Lescuyer, el desgraciado, que al cabo de tanto tiempo todavía agonizaba, nadando en su sangre y sin poder morir. Se lo llevaron con gritos de furor, exhibiendo aquel horrible cuerpo y sus vestidos ensangrentados. Todos huían cerrando puertas y ventanas. Aprovechando el terror producido, la minoría se impuso a la mayoría. Aquellos pocos centenares de hombres, dueños de treinta mil almas, hicieron durante todo el día en Avignon una razzia bárbara. Todos los detenidos protestaban y decían no haber entrado en los Cordeleros. Pero una docena de los hombres de Jourdan que habían estado en la iglesia podían servir para reconocerles. Muchos fueron detenidos por sus enemigos personales, muchos por sus amigos: tal era el fanatismo atroz de uno y otro bando. El día dura poco en octubre y era ya bien de noche. Algunos amigos de los prisioneros que habían conseguido franquear las puertas corrieron a Sorgues a advertir a Mulot y al general Ferrier. Este recibía al mismo tiempo a los enviados de Duprat, quien le advertía que el menor movimiento por su parte bastaría para levantar a la aristocracia y destruir la única fuerza del partido francés, el terror; Avignon se acordaría de que tenía treinta mil hombres y aplastaría a Jourdan. Por más esfuerzos que hizo el abate Mulot el general se obstinó en contestar que no contaba con fuerzas. Desesperado Mulot envió primero un tambor, después un trompeta, pero no le hicieron caso. En aquel mismo momento se dice que había división de pareceres entre los jefes. Los hombres de pluma querían una matanza general, los militares un juicio. Jourdan, que debería ser el encargado de la ejecución, fue, según se dice, de este parecer. Se hallaba algo sorprendido de su soledad; no había podido reunir todavía más que ciento cincuenta hombres para custodiar la inmensa extensión del palacio de los papas. ¿No era de temer que el clamor de la matanza atrajese sobre el palacio al pueblo en masa, despertado de su estupor? Entre los detenidos había un tal Rey, miembro de la terrible corporación de los mozos de cordel de Avignon, hombre popular, querido y estimado por su extraordinaria fuerza. Los demás, aunque aristócratas, ninguno de ellos era noble: la mujer de un impresor, la de un boticario; la de un carpintero, que era miembro de la municipalidad en agosto, eran los más distinguidos; los otros eran gentes de oficios menudos, obreros en seda, panaderos, toneleros, modistas o lavanderas, dos campesinos, un peón de albañil y hasta un mendigo. Entre las mujeres había dos preñadas. Prevalecía la idea del juicio. Se constituyeron en tribunal en una de las salas del palacio los administradores interinos de la ciudad para juzgar a los prisioneros. A ellos iba Jourdan remitiendo los que iban siendo detenidos, entre ellos, una mujer a quien salvó en la esquina de una calle de los que la querían matar. Eran estos administradores, además del escribano Raphel, un sacerdote de lengua populachera, gran perorador de plazuela llamado Barbe Savournin de la Rocca, al cual se le habían agregado tres o cuatro pobres diablos, y un prendero y un choricero que no se habían atrevido a rehusar. Duprat estaba allí amenazador y sombrío para vigilarles y ver cómo se portaban. La primera persona que les fue presentada, una mujer, Auberte, esposa de un carpintero, fue interrogada con dulzura, y al enviarla a la cárcel recomendaron que fuera bien cuidada. Siguiendo así las cosas, Duprat y los otros, que sólo en la matanza y el Terror veían la salvación, no tenían ninguna esperanza. Uno de ellos, un momento después (eran las nueve de la noche) entra furioso con la frente ensangrentada y da un golpe sobre la mesa. “Esta vez es menester que no se salve ni uno solo: debe correr la sangre. Mi amigo Lescuyer ha sido asesinado; toda esa canalla morirá y si alguien se opone haremos fuego sobre él<”. Los otros bajaron la cabeza; solamente Raphel y Jourdan repitieron cobardemente y en coro: “Sí, es menester vengar la muerte de nuestro amigo Lescuyer”. El hombre que así se interponía en medio del juicio y ordenaba la matanza, no era otro que Mainvielle. Y no influyó poco sobre Duprat, Mainvielle y los que determinaron la matanza, el ejemplo de Nimes. La falsa y desdichada idea de que la matanza de 1790 había sido el fundamento de la Revolución, era predicada por los nimesinos en una posada la misma noche del 16 de octubre. Espantosa generación desde los albigenses hasta San Bartolomé y de allí a las dragonadas, a las carnicerías de Cévennes. Nimes se acordó de las dragonadas. Avignon imitó a Nimes y París imitó a Avignon. Nada más imitador, nada menos original que el crimen. Esto se ve bien claro en el lugar mismo en que va a ser ejecutado el nuevo crimen. Se ve allí la sangre del 16 de octubre, el rastro de los furores de una noche. Pero se ve lentamente, acumulada a las cámaras sepulcrales de la Inquisición, a la hábil mazmorra oculta (inteligente mente construida para ahogar las muertes secretas); se ve allí la grasienta mancha que dejó la carne quemada. Allí está el mobiliario de la Inquisición felizmente conservado, la caldera todavía dispuesta y el hogar en el que se enrojecían los hierros para las torturas; los subterráneos, los calabozos, los sombríos corredores ocultos en el espesor de los muros, todo aquello en fin, que hasta entonces se había ocultado y negado, todo se ve allí; no se ha reparado ni en el gasto, ni en el esmero, ni en el arte. Allí la tortura es artística. Se ve bien que aquello no es barbarie, furor pasajero: es una guerra sistemática contra el pensamiento humano, sobriamente organizada, triunfalmente establecida. Todo ello es el palacio. Por fuera todo es informe, una monstruosa fortaleza. Una gigantesca torre, ni cuadrada ni redonda, Trouillas, o la Glacière, se prolonga para ver a lo lejos. Babel espantosa que construyó en su orgullo el primer papa, que no teniendo ni súbditos ni territorio se adjudicó la triple corona. Trouillas es la Torre del lagar. Quizá en su origen fue el lagar feudal, pero muy pronto fue una prensa para los hombres, una prisión para prensar carne humana. En lo más alto, como en lo más bajo, como en toda antigua fortaleza se colocaban los prisioneros. El amigo de Petrarca, Rienzi, tribuno de Roma, encerrado en la Cima, pudo entre el silbido de la eterna brisa, meditar a su gusto sobre su loca confianza en el papa. El fondo, el abismo de la torre, sin otra abertura que una trampa en el piso de en medio: ¿fue un vasto calabozo? ¿Era un osario? Así debe creerse; esta es la opinión del país. Una tradición de Avignon, que he recogido de boca de los más ancianos, dice que, cuando se exhumaron las víctimas de los furores revolucionarios, se encontró aún más abajo gran cantidad de osamentas arrojadas allí por la Inquisición. El hecho parece muy verosímil, pues sabido es que sus víctimas no podían ser enterradas. Arrojarlas a los campos hubiera sido devolverlas a las manos piadosas de sus familias, salvarlas de la parte de suplicio que quizás atemorizaba más a las imaginaciones débiles. No volver nunca a la tierra, no reposar jamás en el seno maternal de la nodriza común era, por decirlo así, la condenación del cuerpo añadida a la del alma. El alma, sin descanso en el féretro, erraba, larva infortunada para espanto de los vivos; se deslizaba por la noche y en la sombra e iba a advertir a sus parientes de la agravación de suplicio que la venganza de la iglesia imponía a aquellos a quienes condenaba. El ejemplo más célebre es el del emperador Enrique IV, quien como excomulgado que manchaba los elementos, no pudo a su muerte descansar ni sobre la tierra ni en la tierra, y su cuerpo yació durante muchos años oculto, pero no enterrado, en una profunda cueva de Worms. Todo gran centro de inquisición debía tener un osario semejante destinado a aquellos a quien se condenaba a quedar insepultos. Lugar de muerte, lugar de suplicio, sin duda lo más terrible para aquellas almas de hierro que nada podía domar, que se reían del tormento, era ser arrojados vivos a la gran cámara de los muertos; caminar allí sobre osamentas, ver a la débil luz que había podido penetrar hasta el fondo del abismo la terrible mueca de los esqueletos, su irónica risa. Desde arriba se arrojaba un poco de pan a la bestia; se le observaba vivo en aquella terrible compañía; se medían los grados de su debilidad, el languidecimiento progresivo de su firmeza, el momento en que el cuerpo sin desfallecer por completo, ya no obedece al alma. Se hubiera podido entonces libertarle, idiota, sacar de él alguna manifestación negativa de su propia personalidad, exponerle a la luz, al lúgubre engendro de las sombras, parpadeante, innoble, apagado y decirle al pensamiento humano: “¡Mira tu héroe!<”. De suerte que, en aquel duelo bárbaro de la fuerza contra un alma, el pueblo sencillo pudo creer que esta era la vencida y que la fuerza de los tiranos era la misma de Dios. He aquí el lugar de la matanza. Veamos ahora quiénes van a ser sacrificados. Los sesenta u ochenta que iban a ser matados en tropel no eran del mismo partido. Los cuarenta detenidos últimamente pertenecían casi todos al pueblo bajo, papistas de las cofradías de Avignon. Eran unos infelices obcecados, que instigados por sus jefes no habían sabido lo que se hacían. Pocos, muy pocos habían tomado parte activa; la mayor parte se había limitado a dar gritos. En cuanto a los treinta detenidos en agosto, no eran fanáticos, ni siquiera verdaderamente aristócratas. Eran, como los Niel, el partido francés, realista constitucional, a la manera de Mulot. Los maquiavelos, que creyeron dar un gran golpe político, no supieron lo que se hacían y tomaron medidas contraproducentes. Por una parte, queriendo dar a la matanza apariencia de venganza popular, de una invasión casual, hicieron practicar un agujero en el muro de las prisiones a fin de que el portero y los carceleros pudieran decir que ellos no habían abierto las puertas, cuando fueron abiertas de par en par. Por otra parte varios jefes fueron expresamente a dar la orden de la matanza. Uno de ellos, el mayor Peytavin, se presentó en el patio con el enviado del periodista Tournal y dijo a los que allí se hallaban reunidos: “En nombre de la ley hemos decidido ser franceses, lo somos; cumplid con vuestro deber”. Por su aspecto embrutecido demostraban que no habían entendido lo que se les quería decir, y el enviado del periodista, para explicarles mejor la cosa, les dijo al oído: “Es preciso matarlos a todos; si se salvara uno sólo, serviría de testigo”. En el patio no había más que una veintena de hombres, todos del pueblo bajo de Avignon, un peluquero, un zapatero, un joven carpintero, un albañil, etc. Excepción hecha de algunos que habían servido en el ejército de Jourdan, los demás no habían tenido nunca un arma en sus manos. Algunos se encontraban allí por casualidad, en cierto modo, porque habían ayudado a conducir a los prisioneros. Estaban muy mal armados; unos con barras de hierro, otros con sables y palos endurecidos por el fuego. Para mover aquella tropa se necesitaban medidas extraordinarias y se recurrió a una execrable. El cuñado de Duprat, el boticario Mende, se presentó en el patio con licores preparados exprofeso. ¿De qué se componían aquellos horribles brebajes? No se sabe; los efectos fueron demasiado visibles. Conforme bebían se exaltaban y enfurecían, entregándose a la sangrienta faena. Hubo algunos, sin embargo, que a los primeros golpes que dieron desfallecieron y se sintieron malos. Bajaban otra vez al patio y el boticario les escanciaba una nueva dosis de embriaguez y de furor. Nadie les condujo, les dirigió, ni les vigiló. Duprat, el alma de la empresa, no apareció por ninguna parte. Jourdan se encerró en su casa, con su enorme perro, del que jamás se separaba. Se embriagaba todas las noches y aquella noche bebió más que de ordinario. Quiso ignorarlo todo; únicamente, en medio de su embriaguez oyó (según dijo después), algún ruido en las prisiones. La matanza, entregada así al azar, a la inexperiencia de gentes tan mal armadas y que no sabían matar, fue infinitamente más cruel que si hubiera sido ejecutada por verdugos. No se verificó en un mismo lugar. Los unos fueron muertos en la entrada misma de las prisiones, otros en uno de los patios, otros en una escalera. Las puertas estaban abiertas; acudían gentes de la ciudad, unos para reclamar a algún miembro de su familia, otros atraídos por los gritos y por una invencible curiosidad; pero no podían permanecer allí, les faltaba valor; varios, sin embargo, consiguieron que seles entregasen algunos prisioneros. Uno de aquellos hombres que iba para salvar a otro perdió la cabeza en cuanto vio la sangre y empezó, sin saber por qué, a matar como los demás. No hubo orden de ninguna clase, todo fue dejado al capricho de aquellos brutos, a los que por una horrible embriaguez se les había hecho perder la razón. Algunos soldados de Jourdan intentaron hacer distinción entre las personas detenidas el mismo día y los prisioneros del 21 de agosto, que por encontrarse encerrados desde aquella época no habían podido con seguridad tomar parte en la muerte de Lescuyer. No consiguieron nada; hombres y mujeres, todos fueron confundidos. Si hubiera sido invadida primero la prisión de los hombres hubiera sido más fácil salvar a las mujeres, por hallarse cansados los verdugos. Desgraciadamente varias mujeres, por odios locales, por habladurías injuriosas, fueron objeto premeditado de la matanza. A las nueve y media de la noche, cuando aún no habían matado más que a algunos hombres, se encaminaron a la prisión de las mujeres, sacaron de allí a madame Crouzet, mujer de un boticario, y en el mismo patio en que el cuñado de Duprat, el boticario Mende, servía los licores, fue bárbaramente asesinada. Era una mujer muy joven, de las más bonitas de Avignon, muy habladora, muy apegada a la vida. Pidió compasión en términos conmovedores, dijo (lo cual estaba a la vista) que se hallaba encinta, suplicó en nombre de su hijo, a pesar de lo cual fue herida, degollada, arrastrada después a una escalera oscura y entregada a la infame curiosidad de sus verdugos. La joven costurera María Chabert, no menos bella, había inspirado a algunos el deseo de salvarla; nadie se atrevió a ello. Logró refugiarse al pie de una escalera oscura, donde se sentó envuelta y oculta por un gran pañuelo. Un hombre la señaló a otro que la reconoció, cayó sobre ella dándole tablazos y la mató. Aún pereció otra más. Pero parece que aquellas muertes de mujeres, cruelmente patéticas, detenían los brazos y turbaban los corazones. No mataron más hasta la medianoche. Los asesinos, a aquella hora un poco menos ebrios, no estaban ya en disposición de matar; pero ellos mismos no sabían dónde podían detenerse; desconfiaban los unos de los otros. Mainvielle les había dicho que si alguno quería detenerles era preciso hacer fuego sobre él. Entre ellos iba un niño borracho, de ferocidad singular, hijo de Lescuyer, de quince o dieciséis años. Hacía una terrible ostentación para vengar a su padre, dejando atrás a los más exaltados. A medianoche, cuando vivían todavía casi todas las mujeres, varios verdugos buscaron a Duprat y a Jourdan. Se hallaban cenando con Mainvielle y Tournal el periodista en una fonda cercana, y comían tranquilamente el plato del país, la sopa con queso. Los asesinos entraron cubiertos de sangre, refiriendo a gritos sus hazañas; había uno que mostraba un fusil roto en dos pedazos a fuerza de golpear, según decía, sobre la cabeza de los prisioneros. Uno decía: “¡Hay muchos muertosl”. Otro: “¡Los hemos despachado a todos!”. Otro: “¡No queda más que una mujer embarazada, Ratapiole!<”. En realidad quedaban todavía doce mujeres y dos hombres, los dos estimados y populares, el cura Nolhac y el mozo de cuerda Rey. El mayor Peytavin había pedido y obtenido de los asesinos la vida de Rey y la de Ratapiole, pero quería tener el consentimiento de los jefes y les envió a aquel hombre que no se atrevió a hablar de Rey y únicamente habló de la mujer. Como Duprat no contestaba nada, Jourdan comprendió su deseo y dijo: “Hay que despacharla”. Siguió un momento de silencio. Otro se adelantó y se atrevió a decir: “Sin embargo, está embarazada”. “Embarazada o no, dijo Jourdan, es preciso que muera”. Los asesinos se marcharon pero no mataron ni a Rey ni a Nolhac. Se pusieron a matar mujeres. Es seguro que ejecutaron a tres al azar, una planchadora y dos obreras en sedería. Antes de que las matasen entregaban sus alhajas o se les arrancaban y se las daban al carcelero. Una de las obreras opuso una resistencia desesperada: “Nadie, decían después, fue más duro para morir”. Enseguida volvieron a entrar y llamaron a madame Niel que estaba ya advertida por los horribles gritos que acababa de oír. Se hallaba enferma acostada en su lecho. Uno de ellos le dijo con dureza: “Alzaos; todos vuestros amigos han muerto y vuestro hijo, lo mismo que todos los demás prisioneros; os ha llegado la vez< ¿Dónde están vuestras alhajas?”. Se levantó, se vistió y se puso los pendientes y anillos. Reconoció entre sus verdugos a un joven carpintero llamado Belley y le suplicó que si la salvaba le daría rentas a él y a los demás. A lo cual repuso Belley: “No quiero que me ahorquen por vos”. Le hicieron bajar al patio y la golpearon: “Ve a buscar a tu abate Mulot”. “Señor, misericordia, Dios mío”, gritaba. Luego, de pronto, a la luz de las antorchas vio un cadáver: “¡Ah, mi querido hijol”. Era el cuerpo de su hijo. Fue muerta de una manera cruel. La mayor parte de las mujeres eran arrojadas en el estertor de la agonía sobre la escalera de la que ya he hablado. Los hombres, arrastrados por los pies, fueron precipitados, a medida que se les mataba, al fondo de la torre Trouillas. Algunos, heridos y destrozados por efecto de una caída desde sesenta pies de altura, aún llegaban vivos. A las cuatro fueron precipitadas nueve mujeres que al caer encima de los hombres los aplastaron en su caída. Los gritos oídos durante la noche, los comentarios que se hicieron sobre la terrible ejecución llevaron el estupor a todos los ánimos. Se comenzó a creer que los asesinos eran numerosos, puesto que a tanto se habían atrevido, y en efecto llegaron a ser muchos. Todos los soldados de Jourdan reaparecían en grupo. Una ceremonia lúgubre, el entierro de Lescuyer, que se verificó al mediodía les dio ocasión de exhibirse en sus filas. Fue aquel un ejército entero que atravesó Avignon. Se hizo recorrer al cortejo una gran parte de la ciudad. A pesar del estado repugnante en que se hallaba el cadáver, que no era más que una masa informe ensangrentada, se le enterró con la cara descubierta. El abate Savournin caminaba junto al cadáver, retorciéndose y haciendo contorsiones, llorando y gritando venganza. Mainvielle estaba espantoso; su dolor melodramático parecía reclamar sangre. Cada vez que se detenía el fúnebre cortejo, alzaba la cabeza del cadáver para enseñar sus labios bárbaramente cortados y entre sollozos volvía a dejarla caer. Aquella terrible fiesta de la muerte, en la que figuraban aseados y bien vestidos de negro los ejecutores de la noche última, parecía pro meter otra. La ciudad se hallaba en un estado de gran postración, de horror y de miedo; todo el mundo se decía: “¿Llegará mi turno?”. Renació en parte la calma y se creyeron felices las gentes cuando se supo que la nueva matanza se limitaba a las cuatro personas que vivían aún en las prisiones. Eran dos hombres y dos mujeres; uno el abate Nolhac, sacerdote estimado, caritativo, en cuya casa habían depositado dinero muchas personas, y esto es quizá lo que le perdió. El otro era Rey, el mozo de cordel, uno de los que habían contribuido al movimiento en contra del papa, hombre de una fuerza y una agilidad extraordinarias; solo y sin armas luchó contra seis hombres armados, se apagó la luz durante la lucha y los asesinos estuvieron a punto de matarse. Logró escapar Rey, se refugió en la portería, en donde de nuevo comenzó la lucha, hasta que al fin le abrieron el vientre de un sablazo. Le llevaron entre cuatro y fue arrojado vivo al fondo de la torre; tres cuartos de hora después aún llamaba por sus nombres a sus asesinos y les rogaba que por caridad le rematasen de una pedrada o de un tiro. Dos mujeres quedaban solamente, Auberte o madame Aubert y Ratapiole. La primera, mujer de un carpintero, había tenido en su casa de aprendiz a uno de los asesinos, al joven Belley, a quien desde los primeros momentos había suplicado que la salvara. La cosa era muy difícil. Aubert era hermana de un albañil del partido papista que se había singularizado y comprometido en junio y a quien el partido francés había condenado a muerte. Belley se golpeó la frente con la mano y la cabeza contra las paredes y dijo: “He salvado a vuestro marido, pero ¿qué haré para salvaros? Escondeos aquí (la llevó al fondo de la prisión y detrás de los bancos). Si pasáis esta noche os salvaréis”. Pasó aquella primera noche, pero en la del lunes se hallaba aún en mayor peligro. La otra mujer, Ratapiole, al contrario que Aubert, se manifestó muy ardiente por la Revolución; se había agitado y hablado mucho. El 16 de junio fue presa al azar en aquella ciega razzia y no era otro su delito, según ella, que haberse burlado de madame Mainvielle. No atreviéndose a liberar a las dos mujeres y queriendo a toda costa salvar a la aristócrata, Belley sentía deseos de ahogar a la patriota. A medianoche, seguido de otros dos asesinos de los más feroces, entró en la prisión y dijo a Ratapiole que el hermano de Duprat había llegado de París, que estaba en casa del general Jourdan, que era preciso hablarle y que sería absuelta dando algunas excusas. Ratapiole se echó a llorar y dijo que estaba encinta, que tuviese piedad de su hijo. Insistían en llevarla, pero tenía con ella una niña de nueve años, que cuando el domingo la sacaron de su casa se colgó de sus faldas y no hubo medio de desasirla; fue preciso arrastrarlas juntas. La niña, aún en tal situación, se cogió del cuello de su madre para impedirle andar. Después saltó sobre Belley y lo besó; él la rechazó, arrojándola a diez pasos. Volvió ella de un salto y le rodeó con los brazos el cuello. “¡Quiero que salves a mamá!”. Él se sintió conmovido. Los otros también se enternecían. Belley dijo candorosamente: “¿Y qué le voy a decir a Mainvielle que tanto me había recomendado que os matase? No tenemos más remedio que mentir diciéndole que habéis sido exterminada como los otros”. Y efectivamente, aquellas dos mujeres y un hermano converso, anciano de noventa años, que se volvió a encontrar allí, fueron salvados. Jourdan puso centinelas a la puerta de las prisiones para que no pudiese subir nadie. Sin embargo un insoportable hedor empezaba a salir de las profundidades de la Glacière, indicando bien claramente la rápida descomposición de los tristes restos. Tal vez sólo una víctima respiraba, el mozo de cordel Rey, que tanta resistencia opuso a la muerte. Jourdan el martes 18, sin averiguar quién estaba muerto o vivo, hizo arrojar por el agujero del fondo de la torre algunas espuertas de cal viva sobre aquella montaña de carne humana. En vano fue lanzar torrentes de agua por doquier para lavar las huellas; jamás se pudo conseguir que desapareciese el horrible rastro de sangre que todavía marca las aristas del muro interior de la torre. Cada cuerpo lanzado por el agujero había chocado allí y dejado su huella, su reclamación eterna. La sangre ha quedado como testigo. Y casi al lado queda también, en aquel lúgubre palacio, la huella de otros crímenes más antiguos que el ciego furor revolucionario creyó vengar por medio de este nuevo crimen: tal es la negra y repugnante grasa de la hoguera piramidal que la Inquisición alimentó durante tanto tiempo con carne humana. ¿Por qué me he detenido tanto en esta lamentable historia, a pesar del horror y el disgusto que me producía? ¡Ah! Ya lo he dicho: porque es el principio. La atrocidad misma del crimen, la sacudida que recibieron las imaginaciones la hicieron contagiosa. Las sesenta víctimas de Avignon emocionaron a todos aquellos a quienes los trescientos muertos de Nimes habían dejado fríos. El teatro solemne del crimen, el horror de aquella espantosa torre, aquel abismo al cual caían confundidos los muertos y los vivos, sus continuadas quejas y la lluvia de fuego que sobre ellos se vertió, todo prestó al acontecimiento una execrable poesía. Entró en la memoria por el camino más seguro, el miedo, y fue indeleble. La torre la Glacière se inscribió en el recuerdo atemorizado de los hombres cerca de la torre de Ugolino. Quede allí este hecho maldito para ser eternamente deplorado. Ésta es la primera de aquellas hecatombes humanas en las que cayeron sin distinción los revolucionarios moderados y los adversarios de la Revolución, los amigos de la libertad confundidos con sus enemigos. La matanza del 16 de octubre es el terrible origen de las matanzas de septiembre. Estos, que un año después parecen nacidos de un impulso de furor espontáneo, no fueron, sin embargo, para los meridionales, que tanta parte tuvieron en la ejecución, sino una imitación en grande de la carnicería de la Glacière. Varios de los verdugos dijeron que habían ido exprofeso para enseñar su método a los asesinos de París. Las consecuencias de estos acontecimientos han sido incalculables. Han creado contra la Francia inocente una opinión cruel. La Revolución se ofrecía al mundo con los brazos abiertos inocente, amante y bienhechora, desinteresada, verdaderamente fraternal; el mundo retrocedía, el mundo la rechazaba con una palabra, siempre la misma: septiembre y la Glacière. Que no se nos acuse, pues, por habernos detenido en este trágico momento. En él comienza una sombría carrera; durante un momento nos hemos sentado en esta piedra de dolor que marca la espantosa entrada. Ésta es la puerta del infierno, la puerta ensangrentada. Ahora ya está abierta y el mundo pasará por ella. 1791).
Inercia calculada del poder.—Debate sobre los emigrados.—Comienzo
de Vergniaud y de Isnard.—Vergniaud y mademoiselle Candeille.— Decreto contra los emigrados (8 noviembre).—Veto del rey (12 noviembre).—Danton contra los sacerdotes (29 noviembre).—Veto del rey (18 diciembre).—La cuestión de la guerra (noviembre-diciembre).
Ha producido asombro y casi espanto las escasas huellas que se
fallan en los monumentos contemporáneos de los terribles sucesos de Avignon. Visiblemente se hizo en la prensa y en el público un silencio causado por el estupor. Se calló, se volvió la cabeza para no mirar. ¿A quién acusar de aquel desastre? Demasiado se sabe; no fueron solamente los furiosos que ejecutaron los crímenes, sino también la falsa y pérfida política que había diferido las medidas de pacificación, de anexión a Francia; fueron la corte y el ministerio. La anexión a Francia, que debía detenerlo todo, fue votada por la Asamblea constituyente el 14 de septiembre, y el ministerio para nombrar los nuevos comisionados, esperó hasta octubre. No llegaron a Avignon hasta mediados de noviembre. ¡Cuánto tiempo después del crimen! Visiblemente el retraso fue calculado por la corte con la idea y con la esperanza de una reacción papista, que haría creer a la Asamblea que el pueblo de Avignon no quería ser francés. En todas las desgracias de la época se encuentra como causa principal la inercia calculada de la corte y del ministerio. ¿A quién acusar también de los desastres de Santo Domingo, sino a la reacción, y a Malouet y a Barnave? ¿No se deben al retraso arbitrario de los decretos libertadores? La misma dilación en la organización de los voluntarios que iban a la frontera. El 29 de octubre la Asamblea llamó al ministro Duportail y le pidió que se explicase sobre este último punto. El ministro contestó bastante bruscamente “que había dado sus órdenes”. ¿Bastaba esto para descargar su responsabilidad? ¿No debió además haber vigilado la ejecución? En favor de Luis XVI y sus ministros se alega que en la debilitación del poder, en el aflojamiento de todo lazo jerárquico, ni aun la voluntad más sincera daba resultados. Hay motivos para dudar de esta voluntad cuando la simple aceptación de los más urgentes decretos, sin más trabajo que el de tomar la pluma para firmar Luis, ocasionaba grandes retardos, y las más de las veces no se decidía sino en vista de las quejas amenazadoras que se producían en la Asamblea. El 2 de noviembre, a consecuencia de nuevas reclamaciones del joven y ardiente Ducos, se declaró que la Asamblea no consideraba suficientes las respuestas del ministro y quería que este “le diese cuenta cada ocho días”. La administración de la guerra se iba a ver trasladada bien pronto desde el gabinete y el consejo a los comités de la Asamblea. Las dos grandes discusiones sobre los emigrados y los curas se resintieron de semejante estado de desconfianza y de creciente irritación. El crescendo es curioso y fácil de observar. El 20 de octubre, como ya se ha dicho, todavía se contentó Brissot con un triple impuesto sobre los bienes de los emigrados. El 25, más severo Condorcet, quería que se pusiesen en secuestro todos sus bienes y que se les exigiese el juramento cívico. Pero Vergniaud e Isnard, respondiendo mejor al pensamiento de actualidad, declararon que tales medidas eran insuficientes. En efecto: ¿qué significaba eso de exigir juramento legal a enemigos en armas? Aquél fue elprimer día en que tanpoderosas voces, órganos magníficos y terribles de la indignación pública, comenzaron a enseñorearse de la Asamblea. Esta encontró en Vergniaud los momentos nobles y solemnes de Mirabeau, la majestad de su trueno, ya que no los fulgores de su rayo. Pero si el acento de Vergniaud era menos áspero y menos vibrante, la dignidad, la armonía de su palabra, reflejaban bien las de un alma mucho mejor equilibrada y que habitó siempre las más altas y puras regiones. Noble por naturaleza, por encima de todo interés y de toda necesidad, nadie ha honrado la pobreza en tan alto grado como el. Era un hijo de Limoges, nacido bajo buena estrella, apacible y un poco tardo, que fue distinguido entre todos por el gran Turgot, a la sazón intendente del Limousin, quien le envió a las escuelas de Burdeos. Vergniaud justificó admirablemente esta especie de paternidad. En el foro, en la Asamblea, en medio de crisis tan violentas, Vergniaud conservó siempre un alma profundamente humana. A pesar de que era orador nunca dejó de ser hombre; en medio de sus cóleras sublimes de tribuno, se deja oír siempre algún acento de naturaleza o de piedad. En el seno de un partido violento, malhumorado, disputador, permaneció extraño al spíritu de disputa que todo lo rebaja. Se le acusó de indecisión, de cierta especie de molicie y de indolencia, de la que no estaba exento su carácter. Se decía que su alma parecía errar con frecuencia por otras regiones. No eran infundados tales reparos. Aquella alma, hay que confesarlo, en los momentos en que la patria la necesitaba toda entera, habitaba en otra alma. Un corazón de mujer, débil y encantador, tenía como prisionero aquel corazón de león de Vergniaud. La voz y el arpa de la señorita Candeille, la bella, la buena, la adorable, le tenían ímcinado. Siendo pobre fue amado y preferido por aquella a quien la muchedumbre seguía. No tomó en ello ninguna parte la vanidad, ni fue por los éxitos del orador, ni por los de la joven musa cuya obra obtenía dento cincuenta representaciones. Se unieron con lazo indisoluble, por su atributo común, la bondad. Y este lazo fue tan fuerte que Vergniaud lo prefirió a la vida. Antes quiso morir cerca de ella que alejarse un instante. Cuando la muerte se presentó pudo haberla evitado; y parece ser que dijo tranquilamente: “Morir enseguida bien, pero quiero amar todavía”. Este tierno asunto me ha llevado lejos de la batalla: vuelvo a ella. La necesidad de proponer medidas eficaces y enérgicas contra los emigrados inspiró a Vergniaud un discurso severo, pero que no deja de cnnfirmar lo que acabamos de decir respecto al carácter profundamente humano del gran orador. En aquellas circunstancias críticas, cuando el rey iba a tener que sancionar una ley que amenazaba a sus hermanos con la pena capital, sólo Vergniaud opuso la objeción del corazón y de la naturaleza. Se dirigió al rey en persona y se esforzó en transportarle a la región heroica de aquellos antiguos padres del pueblo que inmolaron la naturaleza a la patria. Dijo noblemente: “Si el rey tiene el disgusto de no hallar en sus hermanos el amor y la obediencia, que se dirija como ardiente defensor de la libertad al corazón de los franceses y encontrará ai él quien lo indemnice de aquella pérdida”. Este discurso, noblemente equilibrado por cualidades tan contrarias, eminentemente justiciero a la par que humano, produjo mucha admiración, pero poco entusiasmo. El orador establecía los principios; en cuanto al éxito, sin preocuparse de él, con la majestad que da el valor, lo fiaba al porvenir. La Asamblea saludó a su gran orador, confiriéndole la presidencia al día siguiente. No adoptó sus severas conclusiones y dio la preferencia al proyecto de Condorcet, proyecto débil, algo ridículo, si puede decirse; difería el juramento a sus enemigos armados, fiando en su palabra; continuaba el pago de las pensiones y beneficios a los que sin respeto del juramento, no vacilarían en jurar. Por el contrario, a las gentes pundonorosas que preferían sacrificar sus pensiones a su conciencia, las castigaba Condorcet con el secuestro de sus bienes. El 31 de octubre fue combatido por Isnard, un diputado provenzal, que modificó violentamente las disposiciones de la Asamblea. Jamás se vio como entonces hasta qué punto es contagiosa la pasión. A las primeras palabras vibró la sala entera, como electrizada; todos se creyeron personalmente interpelados, obligados a responder, cuando aquel diputado desconocido, debutando por la autoridad y casi la amenaza, lanzó a todos este llamamiento: “Pregunto a la Asamblea, a Francia, a vos, caballero (designando a un interruptor) si hay alguno que, de buena fe y en lo íntimo de su conciencia, se atreva a sostener que los príncipes emigrados no conspiran contra la patria. Pregunto, en segundo lugar, si hay alguno en esta Asamblea que se atreva a sostener que cualquiera que conspira no debe ser cuanto antes acusado, perseguido y castigado. ¡Si hay alguno, que se levante!<”. El mismo Vergniaud que presidía, quedó tan sorprendido por aquel estilo tan imperioso y violento, que interrumpió al orador y le hizo presente que no podía continuar en sentido interrogativo. “En tanto que no se me conteste, continuó Isnard, diré que estamos aquí entre el deber y la traición, entre la estimación y el desprecio< Todos reconocemos que son culpables; ¿si no les castigamos, es porque son príncipes? Ya es tiempo de que el gran nivel de la igualdad pase al fin sobre la Francia libre< La larga impunidad de los grandes criminales es lo que hace que el pueblo se convierta en verdugo. Si, la cólera del pueblo, como la de Dios, es muchas veces el suplemento terrible del silencio de las leyes< Si queremos ser libres, es preciso que gobierne sólo la ley, que su voz vibrante resuene igualmente en el palacio como en la cabaña, que no haya distinción entre rangos ni títulos, inexorable como la muerte cuando cae sobre su presa<”. Un estremecimiento pasó sobre la multitud, y después de un corto silencio, prorrumpió en un aplauso terrible. Una sombría embriaguez de cólera invadió la Asamblea y las tribunas. Por un movimiento maquinal, todos seguían a aquel ardiente orador, aquella salvaje palabra africana: todos se habían identificado con él, arrebatados por el torbellino y no pisando ya la tierra. Entonces añadió, con una violencia extraordinaria en la voz y en los ademanes: “Se ha dicho que la indulgencia es el deber de la fuerza, que ciertas potencias se desarman< Y yo digo que es preciso velar, que el despotismo y la aristocracia no duermen ni descansan, que si las naciones se adormecen un instante, se despiertan encadenadas< El crimen más imperdonable es el que tiene por objeto volver al hombre a la esclavitud; si el fuego del cielo estuviera a disposición de los hombres, habría que castigar con él a los que atentan contra la libertad de los pueblos”. Aquel discurso desordenado, como una tromba del mediodía, lo arrastró todo a su paso. Condorcet trató de contestar y nadie le oyó. Por primera providencia se acordó incontinente: “Que si Luis-Estanislao-Javier, príncipe francés, no volvía dentro de dos meses, abdicaba su derecho a la regencia”. El 8 de noviembre, decreto general contra los emigrados, de acuerdo con Vergniaud e Isnard: “Si no vuelven el 1 de enero, culpables de conjuracíón, perseguidos y condenados a muerte. Son especialmente culpables los príncipes y los funcionarios. Las rentas de los contumaces quedan en beneficio de la nación, salvo los derechos de las mujeres, de los niños y de los acreedores. Los oficiales castigados como soldados desertores. La provocación a la deserción pena de muerte. En los quince primeros días de enero podrá ser convocada la alta cámara nacional”. Al día siguiente se supo la tentativa de contrarrevolución en Caen, que estuvo a punto de reproducir en un cura constitucional la horrible escena de Lescuyer, asesinado en la iglesia de Avignon. Allí los nobles armados, con sus criados también con armas, habían ido a sostener al cura refractario; habían amenazado a la guardia nacional, haciendo fuego sobre ella hasta que les desarmó. Lo más grave fue que habiendo querido la Comuna y el distrito, para evitar la repetición de aquellas colisiones, cerrar la iglesia a los refractarios hasta que decidiese la Asamblea, se negaron a firmar la orden los administradores del departamento. Tal era el funesto espíritu de aquellas administraciones, su connivencia con los facciosos aristócratas, que por doquier paralizaban la acción de las leyes y las medidas más indispensables de policía y de salvación pública. Cambon pidió que se convocara inmediatamente la alta cámara nacional. Al día siguiente se llamó al ministro Delessart para que diera explicaciones: se sospechaba, con fundamento, que había contribuido a perturbar Calvados, trabajando contra el obispo Fauchet y alentando contra él a los culpables administradores. ¿Por qué aquel celo del ministro contra los curas ciudadanos? El rey era reconocido aquí como el centro y el jefe de la resistencia devota. ¿No lo era también de la emigración armada? Así se le juzgó el 12 de noviembre, cuando opuso el veto al último decreto de la Asamblea. Alegaba que los artículos rigurosos de este decreto le parecían “incompatibles con las costumbres de la nación y los principios de una constitución libre”. Presentaba las cartas que él mismo había escrito a sus hermanos y a los emigrados para decidirles a que volvieran. Decía en ellas, entre otras cosas, “que la emigración se había detenido”, lo cual era visiblemente falso; “que varios emigrados habían vuelto”, lo cual era demasiado cierto. En junio Lescure y otros vendeanos habían regresado con la esperanza de la guerra civil. El rey pedía que se tuviera confianza en él, y en el mismo momento, su ministro confidente Bertrand de Molleville estaba convencido de haber ocultado la emigración de los oficiales de marina. Bertrand afirmaba con osadía que estaban todos en sus puestos, y más de cien estaban ausentes con licencia y cerca de trescientos sin ella, lo cual quedó demostrado por el consejo general del Finisterre. Los hermanos del rey contestaron prontamente a sus proclamas que no eran la expresión sincera de su pensamiento. Monsieur, además, dio a la Asamblea que representaba a Francia una respuesta irrisoria, una parodia indigna de la requisitoria que se le había dirigido para que volviera: “Gentes de la Asamblea francesa que se llama nacional: la sana razón os requiere en virtud del título I, capítulo I, sección I, artículo I de las leyes del sentido común, para que volváis en vosotras mismas, etc.”. La cuestión que más personalmente afectaba al rey, la de los curas, fue muy pronto resuelta, y nada contribuyó tanto a ello como un discurso de Isnard, el formidable intérprete del resentimiento nacional. Orador violento más que profundo, encontró sin embargo en la pasión misma que latía en él, aquella frase justa y profunda que demostraba el verdadero alcance de la cuestión religiosa: “La Revolución francesa necesita un desenlace”. El desenlace político está en la cuestión social, pero el de esta se encuentra, cada vez se verá mejor, en la cuestión religiosa. Sólo Dios puede cortar tales nudos. Los verdaderos cambios están en el cambio profundo de los corazones, de las ideas, de las doctrinas, en el progreso de las voluntades, en la educación dulce y tierna que mejora la naturaleza humana. Las leyes coercitivas pueden poco. Si el verdadero concilio de la época, la Asamblea, no quería poner la mano sobre el dogma, el casamiento de los curas podía al menos, en una cuestión de disciplina, atraer a la naturaleza, a la dulce humanidad, al espíritu nuevo, a una gran parte de sus adversarios. No se decidió francamente sobre esta grave cuestión que le fue sometida el 19 de octubre, y desde entonces perdió el asidero más fuerte que tuvo para el clero. Isnard tenía derecho a invocar la fe contra los facciosos, contra los curas rebeldes que querían el motín y la sangre; pero en su arrebato, estaba próximo a confundir la inocencia con el crimen: “Si existen quejas, el cura rebelde debe salir del reino; no se necesitan pruebas contra él, porque no le toleráis aquí más que por un exceso de indulgencia”. Terrible embriaguez que le hacía olvidar, en nombre del derecho, el derecho y la justicia. Al escucharle todos se contagiaron. Pareció que la Asamblea se oscurecía, que se espesaban las tinieblas, cuando aquel fanático furioso exclamó: “¡Combatiré a todos los facciosos: no soy de ningún partido! ¡Mi Dios es la ley; no tengo otro!”. Isnard tenía el temperamento de un devoto sombrío y violento. Entonces pertenecía a la Ley, a la Razón, que también era Diosa. Más adelante, bajo la impresión del Terror, veremos al mismo hombre, rodeado por la muerte, volver al misticismo; luego, feroz en la reacción, furioso en el arrepentimiento, atizar la hoguera civil con palabras que aumentaron cruelmente los furores del Mediodía. La Asamblea vacilaba en decretar la impresión de este desdichado discurso y finalmente la negó. Pero poco después pudo verse que participaba de su espíritu. El 22 de noviembre nombró cuatro jueces para el asunto de Caen; el 25 creó un comité de vigilancia; los nombres fueron significativos: Isnard y Fauchet, Goupillau (de la Vendée), Antonelle (de las Bocas del Ródano), los violentos jacobinos Grangeneuve y Chabot, Bazire y Merlin, Lecointe, Thuriot, etc. Esta elección hace presentir el decreto que se va a dictar (29 de noviembre de 1791): decreto violento, apasionado, que fue recibido como un reto del partido al que se quería herir y no produjo más efecto que el de una incitación a la resistencia. Considerandos notables por su gran lógica, parten de El contrato social, “que protege más que liga a todos los hombres del Estado”. El juramento, puramente cívico, es la canción que todo ciudadano debe entonar de su fidelidad a la ley. Si el ministro de un culto se niega a reconocer la ley (que asegura la libertad religiosa sin otra condición que el respeto al orden público), demuestra por esta negativa que su intención es no respetar la ley. El juramento cívico será exigido en el término de ocho días. Los que se negasen a prestarlo serán considerados sospechosos de rebelión y recomendados a la vigilancia de las autoridades. Si se encuentran en un municipio en el que ocurriesen disturbios religiosos, el directorio del departamento puede alejarles de su domicilio. Si desobedecieran sufrirán la pena de un año de prisión. Si provocaran la desobediencia, dos años. El municipio en el que la fuerza armada se vea obligada a intervenir sufragará los gastos. El magistrado que se niegue u olvide la represión será perseguido. Las iglesias no servirán más que para el culto asalariado por el Estado. Las que no fuesen necesarias podrán ser compradas para otro culto, mas no para los que nieguen el juramento. Las municipalidades enviarán a los departamentos, y estos a la Asamblea, las listas de los sacerdotes que hayan jurado y de los que se hayan negado, con observaciones sobre su coalición entre ellos y con los emigrados, para que la Asamblea estudie y acuerde los medios de extirpar la rebelión. La Asamblea considera como provechosas las obras que ilustren las pretendidas cuestiones religiosas; las mandará imprimir y recompensará a los autores. Este decreto se fundaba en el derecho con referencia a los sacerdotes, que no son en manera alguna ciudadanos ordinarios, pues tienen un privilegio enorme y tienen mayores responsabilidades, ya que ejercen una magistratura y la más autorizada. Si se dijera que es anterior y exterior a la acción del Estado, resultaría que esta autoridad exterior, colocada en los fundamentos mismos de la sociedad, podría a su antojo destruirlos y llegar un momento en que derrocara al Estado. La separación entre el Estado y el sacerdote causa este resultado extraño; el Estado dice al otro: “Toma el alma; yo te reservaré el cuerpo; gobernaré sus movimientos; para ti la voluntad: para mí la acción”. División pueril, imposible: la acción depende de aquel de quien depende la voluntad. El decreto tenía un gran defecto, que consistía en castigar precisamente un punto por el que todo el mundo tenía a honra ser castigado. ¡En una cuestión de conciencia imponía una pena de dinero! ¡Qué ventaja para el enemigo! A falta de fanatismo, sólo el honor, el honor del gentilhombre, la noble locura de la antigua Francia, iba de seguro, a hacer olvidar toda consideración de público deber, de amor de la paz. Aquellos mismos que en nombre de la salvación común y del verdadero cristianismo se hubieran sometido eran arrojados por tan baja penalidad a la cuestión del punto de honor y de la dignidad personal. Ni decreto, ni medida general alguna hacía falta. Lo que hacía falta eran hombres: hombres a disposición de la Asamblea que obrasen bajo la vigorosa dirección de sus comités, pero de diversa manera, según el estado moral de cada provincia, que en cada una era muy diferente. Pero aquellos hombres no se encontraban ni en la administración departamental ni en el poder judicial, ambos débiles, disgregados, sometidos al azar de las elecciones y de las influencias locales. Extraño espectáculo de este gran cuerpo de Francia, todavía no organizada ni centralizada. El centro orgánico (la Asamblea) quería, amenazaba, pero desde el centro a las extremidades que debían ejecutar, el lazo era incierto e infiel. La Asamblea decía en su decreto que quería levantar la espada; para levantar se necesita una mano, y la Asamblea no la tenía. Era aquél el caso de un pobre paralítico que grita, que amenaza desde su sillón, pero que no puede moverse. Para salir de su impotencia sería necesaria una extraña revolución, un terrible acceso de furor. Faltando la fuerza vino en su apoyo la cólera. No teniendo la Asamblea ni administración ni tribunales que fuesen suyos, la Revolución actuó por los clubs, por la apelación a la violencia y consiguió obrar, destrozándolo todo y destrozándose. Tal es el destino de un Estado imprevisor que no ha sabido organizar ni la acción ni la represión. Aquel Estado que no teniendo ni el principio ni el fin, careciendo de la iniciación moral y religiosa, cedida al sacerdote, no tiene tampoco en su mano lo que corrige y remedia, el poder judicial, semejante Estado, digo, está perdido. Desdichados los que como nosotros, por un supersticioso respeto a la inamovilidad, dejan este poder a sus enemigos. La Revolución, juzgada cada día por la contrarrevolución, perecería en plazo más o menos largo. Hecho el decreto, bueno o malo, faltaba hacerlo cumplir. Tal vez hubiese hecho poco daño si su aplicación se hubiese modificado o retardado, particularmente en el oeste. Pero en París provocó una resistencia fatal por parte de la corte y de los constitucionales. Estos últimos, excluidos de toda dirección, aun indirecta, sobre la Asamblea, sintieron gran gozo de servir de obstáculo. Se habían refugiado en un cuerpo y en un club, el Club de los Fuldenses y el cuerpo del departamento de París. El uno preparó y el otro firmó una protesta dirigida al rey, suplicándole que opusiese su veto al decreto relativo a los sacerdotes. No teniendo para nada en cuenta las circunstancias, manteniéndose en la abstracción, fingiendo creer que se trataba de hombres inofensivos y pacíficos, confundiendo por doquier al cura con el ciudadano, haciendo como que no sospechaban que el primero, investido de una autoridad sumamente peligrosa, es más responsable que el segundo, el directorio de París invocaba el veto del rey, como si en aquella época esto constituyese una verdadera fuerza. Poner al rey delante de los sacerdotes, contra la corriente, era querer que sacerdotes, rey y directorio de París todo fuese arrastrado por el mismo empuje. Los firmantes de aquella acta insensata eran sin embargo gentes de talento, como Talleyrand, Baumetz, etc. He aquí para lo que sirve el talento, la costumbre de estudiar minuciosamente las pequeñas relaciones de las cosas, de mirar con el microscopio, de manejar con destreza el mundo de la intriga. Para la Revolución no sirve la delicadeza. El genio para arrastrar a las masas necesita ser grande, sencillo, grosero, si me es lícito hablar así. Una respuesta mucho más ingeniosa, aguda y penetrante (el documento más francés que se ha escrito desde la muerte de Voltaire) les fue lanzada por Desmoulins, bajo la forma de una petición a la Asamblea Nacional. Él mismo lo llevó a la barra, y no fiándose de su voz, lo hizo leer por Fauchet. La originalidad de este documento estriba en que tratándose de una gran cuestión política y de equidad, el malicioso leguleyo no atestiguaba más que con el derecho escrito, con el texto de las leyes, de aquellas mismas leyes que habían hecho los miembros del directorio como miembros de la Asamblea constituyente; les combatía con sus armas, les hería con sus propias flechas. La ley contra los que envilecen los poderes públicos, la que castigaba las peticiones colectivas, demostraba perfectamente que aquí caían a plomo sobre sus propios autores, que eran culpables de haber intentado envilecer al primer poder, a la Asamblea, y concluía pidiendo que se procesase al directorio. Calificaba la petición del directorio como “la primera hoja de un gran registro de contrarrevolución, una suscripción de guerra civil puesta a la firma de todos los fanáticos, de todos los idiotas, de todos los esclavos permanentes, de todos los ex ladrones”, etc. Lo más grave en aquel documento, lo que dio en el blanco, fue la punzante ironía con que arrancó el velo a la situación y formuló claramente lo que estaba en lo más íntimo de todos los espíritus; fórmula de una terrible claridad, que hería al rey aparentando defenderle y que ha quedado como el juicio de la historia. “No nos quejamos ni de la Constitución, que ha concedido el veto, ni del rey que lo ejercita, acordándonos de la máxima de un gran político, de Maquiavelo: «Si el príncipe debe renunciar a la soberanía, sería muy injusta la nación, demasiado cruel, si le pareciera mal que se opusiera constantemente a la voluntad general, porque es difícil y contrario a la naturaleza el que se caiga desde tan alto voluntariamente»“. “Penetrados de esta verdad, tomando ejemplo del mismo Dios, cuyos mandamientos no son imposibles, no exigiremos jamás al ciudadano soberano un amor imposible a la soberanía nacional,`y no nos parece mal que oponga su veto precisamente a los mejores decretos”. Esto era poner el dedo en la llaga. La Asamblea se conmovió, reconoció su propio sentimiento, adoptó el documento como propio y decretó su inserción en el acto ordenando que se remitieran copias a los departamentos. Al día siguiente los miembros pertenecientes a los Fuldenses habían llegado muy temprano, en número de 260, y formaban una mayoría contraria que anuló el decreto de la víspera con gran indignación de las tribunas y del público. Desde aquel momento se entabló una lucha contra su club. A la puerta de la Asamblea y en el mismo cuerpo del edificio, se decidió la afluencia de dos multitudes, lo que debía ser ocasión de tumultos o colisiones tal vez. Esta lucha interior que agitaba a París estalló en el preciso momento en que la autoridad se hallaba desarmada, tanto por la retirada de Lafayette, que había dejado el mando, como por su derrota en las elecciones municipales (17 de noviembre de 1791). Ya hemos dicho que la reina, en su odio a Lafayette, había dado a los realistas la orden de que votasen al jacobino Pétion, que alcanzó 6.700 votos contra los 3.000 de su contrincante. La reina había dicho: “Pétion es un majadero, incapaz de hacer ni bien ni mal”. Pero detrás de él venía Manuel como procurador de la Comuna, y detrás de Manuel su sustituto, el formidable Danton, a quien la reina abrió las puertas al favorecer a Pétion. La guerra interior contra los sacerdotes y el rey que los defiende, la guerra exterior contra los emigrados y los reyes que les protegen, se acentúa cada día más, no todavía en los actos, pero sí en las palabras, en las amenazas, en el hervor visible de los corazones. El 22 de noviembre oyó la Asamblea un informe de Koch sobre el atado amenazador de Europa, sobre las vejaciones que sufrían los ciudadanos franceses de Alsacia por parte de los emigrados y de los príncipes que toleraban sus reuniones. Aquellas vejaciones denunciadas a Montmorin le habían conmovido escasamente; había contestado en términos vagos y no había hecho nada. La Asamblea no podía imitar semejante indiferencia. El comité diplomático pedía que se recordase a los príncipes la Constitución germana, que les prohíbe todo lo que puede comprometer al Imperio en una guerra extranjera, y que el poder ejecutivo francés, actuando de igual manera, tomase medidas para obligarles a que disolviesen aquellas reuniones armadas. La cuestión, tratada brevemente por Koch, fue ampliada por Isnard con la extensión e importancia que merecía. Era la cuestión de la guerra. Formuló con atrevimiento toda la ventaja que podía obtener Francia obligando a sus enemigos que se declarasen, y si era preciso que diera el primer golpe. “Elevémonos en esta circunstancia a toda la altura de nuestra misión; hablemos a los ministros, al rey, a Europa con la firmeza que nos conviene. Digamos a nuestros ministros que hasta ahora no está muy satisfecha la nación de la conducta de cada uno de ellos. Que en adelante deben escoger entre el reconocimiento público y la venganza de las leyes, y que la palabra responsabilidad es para nosotros sinónimo de muerte. Digamos al rey que su interés estriba en defender la Constitución; que su corona pende de aquel palladium sagrado que no reina más que por el pueblo y para el pueblo; que la nación es su soberano y que él es súbdito de la ley. Digamos a Europa que si el pueblo francés desnuda su espada, arrojará la vaina; que si a pesar de su poder y su valor sucumbiese defendiendo la libertad, sus enemigos reinarían sólo sobre un montón de cadáveres. Digamos a Europa que si los gobiernos comprometen a los reyes en una guerra contra los pueblos, nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los reyes. (Aplausos). Digámosle que todos los combates que se libren entre los pueblos por orden de los déspotas< (Continúan los aplausos). No aplaudáis, no aplaudáis; respetad mi entusiasmo, que es el de la libertad”. “Digámosle que todos los combates que libren los pueblos por orden de los déspotas se parecen a los golpes que se dan en la oscuridad dos amigos, excitados por un pérfido instigador; si surge la luz arrojan las armas, se abrazan y castigan a los que les engañaban. De igual manera, si en el momento en que ejércitos enemigos luchasen contra los nuestros hiriese su vista la luz de la filosofía, los pueblos se abrazarían a la faz de los tiranos destronados, de la tierra consolada y del cielo satisfecho”. La poderosa cólera de Isnard era verdaderamente adivinadora y profética. Todo lo que dijo el 29 de noviembre sobre la perfidia de los reyes y la necesidad de precaverse contra ellos, comenzó a evidenciarse poco después. El 3 de diciembre exhibía Leopoldo, desde Viena, un acta moderada en la forma, pero que colocando la cuestión en un punto verdaderamente insoluble, anunciaba la intención de suscitar una querella eterna y el pensamiento de obrar ulteriormente cuando estuviese preparado. Su conducta era evidentemente ambigua. Como Leopoldo y como austriaco era amigo de Francia y reprimía los insultos hechos en sus estados a los franceses que llevaban la escarapela nacional, pero como emperador impedía a los príncipes posesionados de Alsacia que aceptasen las indemnizaciones que les ofrecía Francia; rompía y anulaba los pactos que hubieran ya podido hacer, quería obligarles a que obtuviesen su entera reintegración, anunciando la resolución de sostenerlos y darles socorros. Y el motivo que alegaba era de los que hacen la guerra inevitable, fatal: la misma cuestión de la soberanía. Las tierras en cuestión, decía, no estaban de tal modo sometidas a la soberanía del rey que este pudiera disponer de ellas indemnizando a los propietarios. De manera que él veía allí unas encartaciones netamente germánicas del imperio en medio de Francia; Francia, sin saberlo, tenía al imperio en su seno, al enemigo en sus posiciones más peligrosas, detrás de sus líneas más expuestas. Colocada en tales términos la cuestión, fácil era prever que no se quería desatar, si no guardarla como un en cas de guerra y cortarla con la espada. El 14 de diciembre se presentó el rey en la Asamblea para declarar que consideraría como enemigo al elector de Trèves, si para el 15 de enero no había disuelto las reuniones armadas. Fue aplaudido, pero su popularidad no ganó gran cosa. No se explicó respecto al extraño mensaje del emperador que preocupaba a todo el mundo. Anunció que no se apartaría jamás de la Constitución; pero acto seguido la aplicaba de la manera más propia para provocar la indignación pública, oponiendo su veto al decreto sobre los sacerdotes (19 diciembre de 1791). La indignación popular recayó sobre los fuldenses, cuyos jefes eran los consejeros de la corte. En su club se produjeron escenas violentas y la Asamblea tuvo que declarar que en lo sucesivo no podría ningún club reunirse en el mismo edificio en que ella celebraba sus sesiones. El decreto contra los sacerdotes no era precisamente la guerra, pero era el punto en que la conciencia chocaba contra la conciencia y el rey se colocaba justamente en contra del pueblo, por lo que uno u otro había de ser destrozado. Y sobre esta tormenta baja, pesada y sombría de la lucha interior, flota la tormenta luminosa, grandiosa, de la guerra europea que se prepara al propio tiempo. De momento en momento se oyen sus truenos con relámpagos sublimes. El 18 de diciembre estalla en los Jacobinos de una manera original, fantástica y salvaje, a la cual no estaba acostumbrada aquella sociedad política, más disciplinada de lo que generalmente se cree. Presidía en aquella ocasión el profeta de la guerra, el violento predicador de la cruzada europea: Isnard. Acababa de ocurrir una escena infinitamente conmovedora: en presencia de un diputado de las sociedades inglesas se habían entronizado en la sala los pabellones de las naciones libres, francesa, inglesa y americana. El diputado, acogido como sólo en Francia se sabe hacer y rodeado de mujeres jóvenes y hermosas que aportaban como presente para sus hermanos los ingleses el producto de su trabajo, acababa de responder con el embarazo propio de una viva emoción. Virchaux, aquel suizo de Neuchâtel que en julio escribió en el Campo de Marte la petición de la República, presentó otro regalo. Era una espada de Damasco que ofrecía para el primer general francés que derrotase a los enemigos de la libertad. Aquella espada, dada por Suiza todavía esclava y suplicante a la Revolución francesa, que había de libertarla, era un símbolo conmovedor. Cuarenta suizos del cantón de Vaud, los pobres soldados del regimiento de Châteauvieux, se hallaban en las galeras de Francia como imagen viva del mundo encadenado que tenía puesta en nosotros su esperanza. Isnard fue acometido de un transporte extraordinario. Besó aquella espada, y blandiéndola cuan alto pudo, habló mejor que Ezequiel: “¡Miradla!< Esta espada será victoriosa. Francia dará una gran voz y todos los pueblos responderán. La tierra se cubrirá de combatientes y los enemigos de la libertad serán borrados de la lista de los hombres”. ( 1791, 1792).
Oposición entre madame Roland y Robespierre.—Él quiere la guerra
el 28 de noviembre pero después está por la paz.—Madame de Staël hace a Narbonne ministro de la guerra, 7 de diciembre.—Diversos criterios de la corte de losfuldenses y de los girondinos.—La corte ternúi la guerra.—Robespierre supone que la corte quiere la guerra y que conspira con los fuldenses y la Gironda.—Los girondinos no pueden responder con claridad a Robespierre.—Doble: de su conducta.—Impotencia de Narbonne, enero.—Vaguedad e ineficacia de los medios que propone Robespierre.—Europa pretende aplazar la guerra, la Gironda decidirla.—Louvet contra Robespierre, Desmoulins contra Brissot.—Desconfianza e inercia de los jacobinos.—La corte y los sacerdotes organizan la guerra interior.—La Gironda confía las arrnas al pueblo.—Picas y gorros colorados, enero—febrero.—La Gironda ataca a la corte por medio de la acusación de los ministros, 18 de marzo.—La corte acepta el ministerio girondino.
En el momento en que Isnard blandía la espada de la guerra, en
que toda la sala, deslumbrada por el brillo del acero, casi se venía abajo aplaudiendo, Robespierre subió con aire sombrío a la tribuna y dijo fria y lentamente: “Suplico a la Asamblea que suprima esos gestos de elocuencia material: pueden arrastrar a la Opinión, que en este momento necesita ser dirigida por el ejemplo de una discusión tranquila”. Descendió de la tribuna y una atmósfera densa se cernió sobre la Asamblea. Couthon, el paralitico, levantándose de su asiento, pidió que se pasase al orden del día. La sociedad era tan dócil, tan perfectamente disciplinada, que, con gran extrañeza de la Gironda, votó el orden del día. Este último partido era el que, durante tres meses, había casi siempre, por Brissot, Fauchet, Condorcet, Isnard y Grangeneuve, presidido los Jacobinos. Su calor y su entusiasmo habían, en cierto modo, entusiasmado a la sociedad. En realidad, era exterior y extraño a ella, de un genio esencialmente contrario y no podía arraigar en su seno. La disidencia profunda estalló por la cuestión de la guerra. La Gironda quería la guerra exterior; los jacobinos la guerra a los traidores, a los enemigos de dentro. La Gironda quería la propaganda y la cruzada; los jacobinos la depuración interior, el castigo de los malos ciudadanos, la represión de las resistencias por el terror y las medidas inquisitoriales. Su ideal, Robespierre, expresaba perfectamente su pensamiento cuando dijo aquella misma noche (18 de diciembre de 1791): “La desconfianza es al sentimiento íntimo de la libertad lo que los celos al amor”. Desde hace algún tiempo hemos perdido de vista a ese sombrío personaje. Miembro de la Constituyente, se hallaba por eso mismo excluido de la Legislativa. Acababa de pasar dos meses en Arras. Fue aquel corto viaje el único momento de reposo que tuvo antes de morir y lo hizo con el propósito de vender la casa solariega de su familia. Quería, antes de las grandes luchas que preveía, recoger su existencia, concentrarla toda en su casa, es decir, en París, calle de Saint-Honoré, en los Jacobinos, en el seno de la sociedad que hemos visto, en septiembre, reorganizada por él, y que, en diciembre, dominaba todavía a despecho de la Gironda. Aquel viaje había sido un triunfo. Saliendo de la Asamblea constituyente casi en brazos del pueblo, Robespierre vio cómo de ciudad en ciudad salían a felicitarle las sociedades patrióticas. El papel que había desempeñado en la Asamblea, aquella actitud de defensor único del principio abstracto de la democracia, le había colocado a gran altura. Aparecía ya, a los ojos de los más perspicaces, como el primer hombre, el centro y el jefe probable de las asociaciones jacobinas que cubrían Francia. Madame Roland lo había creído así y desde su retiro, a donde había vuelto, le había escrito (13 de septiembre) una carta muy digna, pero lisonjera y bien meditada. A nuestro juicio, no correspondió aquel a estas esperanzas. Del girondino al jacobino había diferencias, no fortuitas, sino naturales, innatas, diferencias de especie, odio instintivo como el del lobo al perro. Madame Roland, particularmente, por sus cualidades brillantes y decididas, asustaba a Robespierre. Los dos poseían lo que al parecer debería unir a los hombres, y sin embargo, crea entre ellos las más vivas antipatías: el tener un mismo defecto. Bajo el heroísmo de ella y bajo la admirable perseverancia de él, existía un común defecto, apresurémonos a decirlo: la ridiculez. Los dos escribían siempre; habían nacido escribas. Preocupados, según luego se verá, por el estilo más que por los asuntos, escribieron de día, de noche, vivos y al morir; en las crisis más terribles y bajo la guillotina, la pluma y el estilo fueron su constante preocupación. Verdaderos hijos del siglo dieciocho, del siglo eminentemente literario y belletriste, como dicen los alemanes, conservaron aquel carácter de las tragedias de otra edad. Madame Roland, con tranquilidad notable, escribe, cuida y retoca sus admirables retratos, mientras los vendedores de diarios voceaban debajo de sus ventanas: “¡Muerte a la Roland!”. Robespierre, la víspera del 9 termidor, entre la idea del asesinato y la del cadalso, redondea sus períodos, menos preocupado, al parecer, de vivir, que de su fama de buen escritor. Como políticos y literatos, se estimaban poco desde aquella época. Robespierre, por otra parte, tenía una idea demasiado justa, una concepción demasiado perfecta de la unidad de vida necesaria a los grandes trabajadores, para acercarse fácilmente a aquella mujer, a aquella reina. Cerca de madame Roland, ¿qué hubiera sido la vida de un amigo? O la obediencia o el tormento. Le convenía más la humilde casa de los Duplay. Allí era el rey, mejor aún el Dios, el objeto de una devoción apasionada. Sin embargo, al regresar de Arras no pudo volver allí todavía; le acompañaba su hermana, la altiva señorita Charlotte de Robespierre, que no estaba dispuesta a ceder a nadie a su hermano. Fue preciso que se estableciese con ella en la calle de Saint-Florentin, con gran disgusto de la señora Duplay, que desde entonces declaró la guerra a la hermana, esperando impaciente el momento de reconquistar a Robespierre y rondando en torno suyo como una leona a la que le han robado su cachorro. Robespierre, que acababa de atravesar las campiñas inflamadas de ardor bélico de la Picardía conmovida y ardiendo en deseos de combatir, se mostró al principio de su llegada (el 28 de noviembre) más guerrero que nadie. Había prescindido de su plan de conducta, de su afectado respeto a la Constitución, para apresurar las medidas decisivas. Quería que la Asamblea, en vez de dirigirse al rey para que este hablase al emperador, intimase a Leopoldo a que dispersase a los emigrados o si no que le declarara la guerra en nombre de la nación, de las ilaciones enemigas de los tiranos: “Tracemos alrededor del emperador el círculo que Popilio trazaba alrededor de Mitrídates (quería decir Antíoco), etc., etc.”. Pronto tuvo, sin embargo, que arrepentirse de su precipitación. Graves consideraciones le obligaron bruscamente a ser partidario de la paz. 1ª Durante su ausencia, los girondinos, sus rivales, se habían apoderado de la idea popular de la guerra, colocándose como a la proa de aquel gran bajel de Francia en el momento en que un impulso enomiemente poderoso que llevaba en su interior iba a lanzarla sobre Europa. Estos hombres, ligeros la mayor parte, como los Brissot y los Fauchet, disputadores como Guadet, ciegos e iracundos como Isnard, todos poco capaces para dirigir la maniobra, sentados en la proa y no en el timón, hacían sin embargo el papel de pilotos, reivindicando para ellos todo lo que iba a ser obra de la fatalidad. Si Robespierre se hubiera decidido también por la guerra, habría equivalido a seguir sus huellas y confirmar la ilusión pública que les atribuía todo el honor de la iniciativa. 2ª El 5 de diciembre, con gran extrañeza de todo el mundo, recibió la corte de manos de los fuldenses, a los que odiaba y despreciaba mucho más que a los jacobinos, un ministro de la guerra. Los fuldenses, maltratados por la corte, por la que tanto habían trabajado, y Lafayette, rechazado por ella en las elecciones municipales, se habían coaligado para imponer como ministro a Narbonne, amante de madame de Staël. Esta, desde la partida de Mounier y de Lally, representaba con talento al partido inglés semiaristócrata, el que optaba por las dos cámaras. Robespierre, con su imaginación prodigiosamente desconfiada y crédulo a fuerza de odio, se apresuró a creer que sus rivales, los girondinos, estaban de acuerdo con el partido fuldense e inglés. Uno y otro partido querían la guerra, es cierto, pero con esta diferencia: los fuldenses para realzar el trono, la Gironda para derrocarle. 3ª El tercer punto, que puede parecer hipotético y conjetural, pero que para nosotros no ofrece duda, es que las sociedades jacobinas de las provincias, compuestas en gran parte por compradores de bienes nacionales e influidas por ellos, no querían la guerra: Robespierre, al combatirla, fue su órgano fiel. Distingamos entre los compradores. El aldeano que compraba una parcela pequeña con sus ahorros, con una dote recientemente recibida, o como hemos dicho ya, con los primeros frutos de la finca, no estaba comprometido; no necesitando recurrir al crédito, no temía la retirada de los capitales y no le asustaba la guerra. Pero el comprador en grande, el especulador de las ciudades, no compraba generalmente más que valiéndose de algún préstamo. La proposición de guerra sonaba mal a sus oídos; le sorprendía en una operación delicada, en la que a pesar de las prórrogas y el bajo precio, podía encontrar su ruina si la banca le cerraba de pronto sus cajas. No hay que preguntar si este hombre comprometido se echaba en brazos de los jacobinos; alborotaba la sociedad de su pueblo con gritos, quejas, recriminaciones y acusaciones de todo género para dificultar el movimiento. No se limitaba a gritar; escribía, hacía votar y escribir ¿a quién? A la Sociedad madre, a los jacobinos de París, al puro, al honrado, al intachable Robespierre. Le rogaban, le encargaban que detuviese el funesto impulso que en los azares de una guerra, podía poner Francia en manos de los traidores, entregar sus ejércitos, abrir sus fronteras, aniquilar su Revolución. Robespierre, desinteresado (aunque no en el odio y el orgullo), defendió sus intereses. Partidario de la guerra inicialmente, pareció sentir que era el movimiento natural y espontáneo de la Revolución. Luego, bajo otra influencia, llegó a persuadirse de que aquella gran cosa era el resultado de una intriga. He aquí, en realidad, la parte cierta que tenía la intriga en ello. Madame de Staël, hija de Necker, nacida en aquella casa de sentimentalismo, de retórica, de énfasis, tenía grandes necesidades de corazón, en proporción a su talento. Buscaba de uno en otro amor, entre los hombres de la época, a quien dar su corazón; hubiera preferido un héroe, pero no encontrándolo y contando con el aliento poderoso y ardiente que había en ella, intentó crear uno. Encontró un lindo joven calavera, valiente, ingenioso: Louis de Narbonne. Que tuviera poca o mucha ropa le importaba poco, creía que tendría suficiente estando forrado con su corazón. Le amaba sobre todo por las cualidades heroicas con que quería adornarle. Le amaba, hay que decirlo también (porque era una mujer), por su audacia y su fatuidad. Estaba muy a mal con la corte y con muchos salones. Era verdaderamente un gran señor, elegante y de buena presencia, pero mal mirado por los suyos y de una reputación equivoca. Lo que excitaba mucho a las mujeres es lo que se decía en voz baja de que era el fruto de un incesto de Luis XV con su hija. La cosa no era inverosímil. Cuando los jesuitas hicieron desterrar a Voltaire y a los ministros volterianos (los d'Argerson y Machault, que hablaban demasiado de los bienes del clero) fue preciso buscar un medio para anular a la Pompadour, protectora de aquellos innovadores. Una hija del rey, viva y ardiente, polaca como su madre, se sacrificó, como nueva Iudit, por aquella empresa heroica, santificada por su fin. Era extraordinariamente violenta y apasionadamente loca por la música, que le enseñaba el poco escrupuloso Beaumarchais. Se apoderó de su padre y le gobernó durante algún tiempo, a despecho de la Pompadour. De aquí resultó, según la tradición, aquel hombre interesante, espiritual, un poco desvergonzado, que poseyó desde su nacimiento una agradable perfidia para engañar a las mujeres. Madame de Staël tenía una cualidad muy cruel para una mujer: no era hermosa. Tenía las facciones bastas, sobre todo la nariz. Su talle era demasiado grueso y el cutis poco agradable. Sus ademanes eran más enérgicos que graciosos; de pie, con las manos a la espalda, delante de una chimenea, dominaba un salón con su actitud viril, con su palabra potente, que hacía gran contraste con el tono de su sexo y hacía dudar a veces que fuese una mujer. No tenía más que veinticinco años, hermosos brazos, un cuello incitante a lo Juno; magníficos cabellos negros que, al caer en gruesos bucles, daban gran realce a su busto y hacían relativamente más delicadas sus facciones, menos hombrunas. Pero lo mejor que tenía, lo que hacía que se olvidasen sus defectos, eran sus ojos, ojos negros brillantes, reflejando el genio, la bondad y todas las pasiones. Su mirada era un mundo. Se leía en ella que era buena y generosa entre todas. No había nadie, por enemigo suyo que fuera, que después de oírla un momento no dijese, aun a pesar suyo: “¡Oh, qué buena, qué noble, qué excelente mujer!”. Sin embargo, borremos la palabra genio; reservemos esta palabra sagrada. Madame de Staël tenía en realidad un gran e inmenso talento, cuyo origen estaba en su corazón. La profunda sencillez y la gran inventiva, esos dos rasgos característicos del genio, no se encuentran jamás en ella. Desde su nacimiento tuvo un desacuerdo primitivo de elementos que no llegaban hasta lo barroco, como en Necker, su padre, pero que neutralizó una buena parte de sus fuerzas, la impidió que se elevase y la retuvo en el énfasis. Los Necker eran alemanes establecidos en Suiza, burgueses enriquecidos. Alemana, suiza y burguesa, madame de Staël tenía algo, no pesado, pero fuerte, espeso, poco delicado. De ella a Jean-Jacques, su maestro, hay la misma diferencia que del hierro al acero. Precisamente porque continuaba siendo burguesa a pesar de su talento, de su fortuna y de su noble acompañamiento, madame de Staël tenía la debilidad de preferir a los grandes señores. No dejaba en completa libertad a su buen y excelente corazón, que la hubiera inclinado completamente del lado del pueblo. Sus juicios, sus opiniones se resentían de esto; admiraba entre todos al pueblo que creía eminentemente aristocrático, a Inglaterra, reverenciando la nobleza inglesa, ignorando que es muy reciente, conociendo mal su historia, de la que hablaba sin cesar, sin sospechar remotamente el mecanismo por el cual Inglaterra, tomando siempre del fondo, renueva constantemente su nobleza. Ningún pueblo sabe hacer mejor lo antiguo. Se necesitaba nada menos que el gran soñador, el gran fascinador del mundo, el amor, para hacer creer a aquella mujer apasionada que el joven oficial, el calavera casquivano, aquella criatura brillante y ligera, podía ponerse a la cabeza de tan gran movimiento. ¡La gigantesca espada de la Revolución hubiera pasado como prenda de amor de una mujer a un joven fatuo! Esto era ya bastante ridículo. Pero lo que era aún peor es que tan atrevida empresa quería intentarla dentro, en los límites de una política bastarda, de una libertad casi inglesa, valiéndose de una asociación con los fuldenses, partido ya gastado, y con Lafayette, casi tan gastado como él. De modo que la locura ni siquiera tenía lo que a veces hace posible su triunfo, el atrevimiento loco. Un hombre de talento, cuya prudencia y previsión se ha exagerado ridículamente posteriormente, Talleyrand, se había comprometido también irreflexivamente en aquella tontería. Sin pensarlo consintió en ir a Inglaterra comisionado por la coalición. Casi no le hicieron caso; en todas partes le volvieron la espalda. ¿Quién no veía detrás de aquel partido mixto e impotente a la ardiente Gironda? Esta no había tenido que tomarse el trabajo de soñar, de inventar la guerra. Ella era hija de la guerra; la guerra la había nombrado. Llegaba hirviente, sola, la ola belicosa del gran océano de la Revolución, impaciente por desbordarse. Madame de Staël tenía talento y genio intrigante, un salón europeo y sobre todo inglés, los restos de la Constituyente y al difunto Lafayette. La Gironda tenía el empuje, el impulso inmenso de seiscientos mil voluntarios dispuestos a ponerse en marcha; tenía su maquinaria popular con la que combatía a la vez a los fuldenses y a los jacobinos; me refiero a la fabricación de picas y de gorros colorados que había inventado en diciembre. La Gironda dejaba hacer a los fuldenses, a madame de Staël y a Narbonne; les favoreció con sus votos y le parecía muy bien que trabajasen por ella. Aquella espada, una vez desenvainada, ¿quién había de manejarla sino la Gironda? Pensaba hacer de ella un doble uso, contra el rey y contra los reyes; de un tajo derribar el trono y con la punta herir en la garganta al enemigo exterior, que a su espalda, en aquel momento, vería a sus propios pueblos sublevados. La corte tenía un miedo horrible a la guerra, lo sabemos de una manera cierta. Y aun cuando no lo supiéramos, sería fácil conjeturarlo sin gran esfuerzo, al ver la creciente desorganización en que dejaba al ejército, no sólo el personal que estaba indisciplinado, sino el mismo material, para el que la Asamblea votaba siempre recursos en vano. Se ha visto cómo bajo la influencia de la corte, redujo la Constituyente sus trescientos mil voluntarios a menos de cien mil, de los cuales, según declaración del ministro, no podían armarse más que cuarenta y cinco mil, que tampoco fueron armados. Estos hechos eran conocidos, palpables. Y sin embargo, un testigo muy observador, Robespierre, parece que no los había visto; como tampoco los vieron la prensa y los clubs, que le imitaban en su ceguera. Todos, siguiendo sus huellas, se lanzaron a su capricho al campo de las conjeturas, de las vagas acusaciones, sin dignarse prestar su atención a los hechos que saltaban a la vista. Robespierre partía de un principio excelente y juicioso, pero su imaginación sombría y sistemática en las deducciones de su odio, sacaba de ellas un vasto conjunto de conjeturas erróneas. El punto de partida muy cierto es que Narbonne y su musa, los fuldenses, etc., no podían inspirar confianza, ni como carácter ni como partido, y que era muy aventurado encomendar a tales manos la guerra de la libertad. Robespierre no sabía más. He aquí lo que añadía por conjeturas: “Es muy verosímil que haya un acuerdo profundo, un complot bien combinado entre la corte por un lado y los fuldenses, Staël, Narbonne y Lafayette por otro. Quieren comprometer los ejércitos de Francia, conducirlos mal organizados ante los cien mil soldados veteranos alemanes que rondan nuestras fronteras, simular alguna operación, dejarse vencer, o gracias a alguna pequeña victoria convenida, presentarse como salvadores y venir a imponernos su constitución inglesa, aristocrática, etc., etc.”. Esto era especioso, y sin embargo, era falso en cuanto al acuerdo con la corte; Narbonne le era impuesto. Odiaba a los fuldenses mucho más que a los jacobinos; y respecto a Lafayette, lejos de desearle éxito, acababa de hacerle sufrir la derrota más humillante en las elecciones de París. “También es muy verosímil, decía Robespierre, que Brissot y la Gironda se entiendan con la corte, y con los fuldenses, Narbonne y Lafayette. Brissot no ataca a Narbonne, etc., etc.”. Esto era también falso. Brissot, que hasta la matanza del Campo de Marte tenía esperanza en Lafayette, no volvió a verle desde aquella época, y sin atacarle vivamente, le fue hostil, figurando en adelante en el partido que a pesar de Lafayette y los fuldenses quería derribar el trono. Robespierre era al mismo tiempo demasiado desconfiado y demasiado sutil para encontrar la verdad. Lo cierto (hoy es evidente e incontestable) es que ni la corte ni los fuldenses ni los girondinos formaban la asociación íntima que él suponía, que la corte odiaba a Narbonne y se estremecía al pensar en el proyecto de guerra de aventuras en que querían comprometerla; juzgaba, con razón, que al primer fracaso, la corte, acusada de traición, iba a verse en un peligro espantoso, que Narbonne y Lafayette no durarían un momento y que la Gironda les arrancaría la espada en cuanto la desenvainasen y la dirigiría contra el rey. “Véase, decía Robespierre, cómo el plan de esta guerra pérfida, por medio de la cual quieren entregamos a los reyes de Europa, sale precisamente de la embajada de ese rey que sería el general de Europa contra nosotros, de la embajada de Suecia”. Esto era suponer que madame de Staël era verdaderamente la mujer de su marido, que obraba por cuenta de él y según las instrucciones de su corte; suposición ridícula, cuando tan públicamente se mostraba enamorada de Narbonne e impaciente por hacerle ilustre. La pobre Corina4 tenía veinticinco años, era muy imprudente, apasionada, generosa y se hallaba a cien leguas de toda idea de traición política. Los que conocen la naturaleza humana y los impulsos de la edad y de la pasión mejor que aquel Robespierre lógico y demasiado sutil, comprenderán perfectamente esto, que aunque enojoso e inmoral, era totalmente cierto: trabajaba por su amante y de ningún modo por su marido. Tenía prisa por hacer ilustre al primero en la cruzada revolucionaria y se preocupaba muy poco de que los golpes cayeran sobre el augusto dueño del embajador de Suecia. El 12 de diciembre, el 2 de enero, el 12, y más adelante todavía, expuso Robespierre, con una autoridad extraordinaria, el vasto sistema de desconfianza y de acusación en que mezclaba a todos los partidos; una serie de aproximaciones más o menos ingeniosas, venían a apuntalar de una manera más o menos feliz aquel edificio de errores. Todo ello fue recibido con aplausos por los jacobinos, cuyo carácter distintivo era la misma desconfianza, y que escucharon y acogieron con avidez pensamientos que eran suyos, penetrándose o identificándose con ellos. La ocasión era también oportuna: un París triste, perturbado, siniestramente tempestuoso, una miseria profunda, sin esperanza, sin fm ni término. Un invierno sombrío. Sombras por todas partes, tinieblas, brumas. “Veis allá, bajo aquella sombra que se desliza, aquella figura fantástica, aquel caballero del puñal embozado en una capa?< Ayer vieron sacar un furgón de las Tullerías< Aquí se oculta algo< etc., etc.”. Todo esto aceptado con extrema credulidad; se veía la sombra y se creía el cuento. El que se atrevía a dudar era mal mirado entre los grupos; se alejaban de él y a veces se le amenazaba. Hay que ver cuán apasionada, ciega y crédula es la prensa. No hay absurdo por grande que sea que no lo admitan Fréron y Marat. “Pobre pueblo, dice este, traicionado, entregado por la guerra, cuando para acabar con todos hubiera bastado con el puñal y la cuerda”. Desmoulins, que tenía tanto talento, no puede usarlo libremente. Va, viene, cree o duda, según Danton y Robespierre; según él, jamás. El más original, como siempre, es Danton. Cuando hablaba ante los jacobinos temía siempre no mostrarse suficientemente desconfiado. Él mismo dice temer que le acusen de no ser partidario de la energía. Vuelve, se extiende en largas declaraciones, diciendo que, en verdad, quiere la guerra, pero antes quiere que el rey obre contra los emigrados etc., etc. Brissot contestó varias veces a los argumentos de Robespierre sin poder jamás menguar la autoridad de este sobre los jacobinos. Además de su fatuidad, que de antemano les hacía echar a mala parte lo que les era contrario, tenían una poderosa razón para no escuchar a Brissot. Robespierre decía todo su pensamiento: Brissot la mitad del suyo. El primero demostraba de maravilla que la corte, los fuldenses y Narbonne eran demasiado sospechosos para confiarles la guerra. Pero Brissot, extendiéndose en generalidades que quedaban incontestadas, no decía, no podía decir su pensamiento íntimo, a saber: que la Gironda, dueña del movimiento que subía, estaba segura de descartar a Narbonne, de empuñar ella la espada y, tras derrotar al enemigo de dentro, el rey, marchar unidos contra el enemigo de fuera. Así la partida entre ellos no era igual; Brissot no podía emplear más que una parte de sus medios. Robespierre le estrechaba de cerca, decía y repetía esta frase evidentemente justa: “El poder ejecutivo es sospechoso; ¿cómo os conduciréis? Ese poder es el peligro, el obstáculo; ¿qué haréis?”. Brissot no podía decir su pensamiento: “Lo derrocaremos”. Este estado de reserva, de duplicidad, constituía la debilidad de la Gironda, por otra parte tan fuerte en aquel momento. En su conducta con respecto al rey había una especie de hipocresía que la colocaba en situación falsa. Admitía aquel rey, aún no le atacaba de frente, le invitaba a ser rey, a obrar como un poder constituido; pero al mismo tiempo, por la irritación de vejaciones sucesivas, le inducía a tentación, si así se me permite hablar. Contaba con impulsarle hasta que cometiese alguna falta decisiva, que poniéndole enfrente de la cólera de la nación, le hiciera caer en el polvo. El 11 de enero, Narbonne, habiendo en un viaje rápido reconocido las fronteras, fue a dar cuenta a la Asamblea. Verdadero informe de cortesano, ya por precipitación, ya por ignorancia, hizo un cuadro espléndido de nuestra situación militar, dio cifras enormes de tropas, exageraciones de toda especie que más tarde fueron pulverizadas por una memoria de Dumouriez. Sin embargo, en el discurso elegante y caluroso de Narbonne, en el que madame de Staël había puesto seguramente la mano, decía varias cosas de un gran sentido, que nadie entonces, es verdad, podía comprender bien. Dijo que había que hacer una distinción esencial entre los oficiales, que varios eran realmente amigos de la Revolución. Esto no será puesto en duda por aquellos que saben que varios de los más puros, de los más respetables amigos de la libertad que se hallaban en el ejército, Desaix, la Tour d' Auvergne y otros, eran oficiales nobles. El antiguo régimen estaba lejos de estimular a la nobleza de provincias, la cual no tenía en el servicio ninguna probabilidad de adelanto; todos los grados superiores pertenecían de derecho a la nobleza de antecámara, a las familias de la corte, a los coroneles del Ojo de Buey. Narbonne dijo también una cosa muy bella, muy justa, que probablemente salió del noble corazón de su amiga: “Una nación que quiere la libertad no tendrá el sentimiento de su fuerza si se entrega a terrores sobre las intenciones de algunos individuos. Cuando la voluntad general se pronuncia tan enérgicamente como lo ha sido en Francia no está en poder de nadie detener sus efectos. Aunque la confianza fuese un acto de valor, importaría al pueblo, como a los particulares, creer en la prudencia del atrevimiento”. Esta frase no sólo era exacta, sino profunda. No; nadie podía detener semejante movimiento. Aun con los jefes más indignos habría producido el mismo resultado. Invencible por su grandeza habría arrastrado a los débiles y a los traidores; todas las malas voluntades subyugadas, perdidas, absorbidas se habrían visto obligadas a seguirle. Una nación entera se alzaba desde el profundo abismo, colocándose de un salto inmenso a la cabeza de las naciones que le hacían señales, que la llamaban. Semejantes fenómenos que participan de la fatalidad, de los elementos y de las fuerzas de la naturaleza apenas se retrasan por los pequeños obstáculos. Colocad uno o varios hombres en el punto formidable en que la masa enorme del Niágara desciende al abismo y, ya sean fuertes o débiles, quieran o no quieran ir, que se resistan o no, caerán al abismo a pesar de todo. La misma tarde, 11 de enero, Robespierre pronunció en los Jacobinos un discurso infinitamente largo, infinitamente trabajado, sin añadir nada esencial a lo que ya había dicho varias veces sobre la utilidad de la desconfianza. Al final en tono sensible, lamentable y testamentario, presentándose siempre como mártir y recomendando su memoria a la joven generación, “dulce y tierna esperanza de la humanidad”, que reconocida levantaría altares a la virtud, decía que confiaba en las lecciones del amor maternal, que esperaba que sus hijos “cerrarían los oídos a los cantos envenenados de la voluptuosidad”, y otras banalidades morales, torpemente imitadas de Rousseau. Este era el tono de la época y su efecto siempre excelente sobre los jacobinos. En las tribunas de mujeres no se oían más que suspiros contenidos y sollozos. Pero en fin ¿qué quería? No lo decía de ningún modo. ¿Qué era preciso hacer, según él, de aquella revolución lanzada, de aquel movimiento del pueblo, de aquellas simpatías de Europa? ¿No podía temerse que aquel gran impulso al ser detenido no se volviera contra sí mismo? ¿Que el león no teniendo carrera se enfureciera contra sí mismo y se desgarrara? Y esto es lo que sucedió. Aquella dilación fatal cambió la cruzada en guerra decisiva atroz y desesperada. Nos valió septiembre, el cambió universal de Europa contra nosotros. Más tarde, el 10 de febrero, obligado todos los días a salir de sus declamaciones negativas, de su panegírico eterno de la desconfianza, se aventuró Robespierre (más que nunca lo había hecho) a indicar algunos medios prácticos. Son curiosos los medios y voy a reproducirlos en su cándida insignificancia. El primero es una federación, sin ídolos esta vez, Lafayette. El segundo es la vigilancia; declarar las secciones permanentes, llamar a los guardias franceses dispersos, trasladar la cámara alta de Orleáns a París, castigar a los traidores. Tercero: propagar el espíritu público por la educación. Cuarto: publicar decretos favorables al pueblo; “dedicar a la humanidad agotada y jadeante” alguna partícula de los tesoros absorbidos por la corte, etc. He aquí la receta vaga y débil, con seguridad, que sin embargo, fue violentamente aplaudida y admirada por los jacobinos. Una cosa era evidente. La Europa frente al Rin (los Países Bajos apenas contenidos, Lieja, Saboya, el país de Vaud) se lanzaba contra Francia. Europa en aquel momento quería retrasar la guerra, esperar tiempos más favorables. Podía presentársele la ocasión por los excesos de la Revolución, excesos probables si se contenía encerrada en su cubeta aquella fermentación que trataba salirse del vaso. Los príncipes, para detener a Francia, intentaban intimidarla y recurrían a medidas conciliadoras. El emperador había declarado que el elector de Trèves, alarmado, le había pedido socorros y que le enviaba al general Bender, el que había apagado la Revolución de los Países Bajos. Por otra parte, el elector ofrecía toda clase de satisfacciones, alejando a los emigrados y amenazando con la pena más grave, la de trabajos forzados, a aquellos que reclutaran gente para ellos o les proporcionasen municiones (6 de enero de 1792). Sin embargo, el 14 de enero, el comité diplomático, por conducto de Gensonné, se decidió a que el rey pidiera al emperador que declarase terminantemente, antes del 11 de febrero, si estaba a favor o contra nosotros, y que su silencio sería considerado como primer acto de hostilidad. La corte, asustada al ver planteada tan claramente la cuestión de la guerra, mandó decir inmediatamente que recibía de Trèves la seguridad positiva de que la dispersión de los emigrados había tenido lugar en efecto. Hizo saber también que el emperador había dado órdenes en este sentido al cardenal Rohan, quien desde Kieh inquietaba a Estrasburgo. Para calmar y hacer reflexionar a la Asamblea se le dijo que la frontera estaba amenazada por los españoles y que encaminándose hacia el Rin, iban a tenerles a sus espaldas. Un fuldense (Ramond), hacía notar lo poco que debía fiarse de los ingleses que en el momento de la guerra podían volverse contra nosotros. El día en que Gensonné propuso que se pidiera al emperador una explicación definitiva, uno de los primeros girondinos, Guadet (de SaintÉmilion), orador brillante, de palabra ardiente, rápida y provocadora, decidió responder por medio de una gran manifestación solemne y dramática, a la insinuación ordinaria de Robespierre contra la Gironda (la de que no se aventuraba la guerra sino para comprometer a Francia poniéndose de acuerdo con los reyes). Gaudet apoderándose de la frase del Congreso: “¿Cuál es ese Congreso, ese complot? Enseñemos, pues, a todos esos príncipes que la nación sostendrá su contestación íntegra o perecerá con ella< ¡Destinemos un lugar para los traidores, y ese lugar sea el cadalso! ¡Propongo que se declare traidor e infame a todo francés que tome parte en un Congreso para modificar la constitución o para obtener una transacción entre Francia y los rebeldesl”. La Asamblea se levantó en masa con indecible entusiasmo, en medio de los aplausos de las tribunas y prestó aquel juramento. Vergniaud, al día siguiente, en un discurso admirable, contestó a los partidarios de la paz que demostraban fácilmente que Francia se hallaba sola y sin aliados. Confesó que, en efecto, no tenía en su apoyo más que la justicia eterna, terminando con estas frases: “Un pensamiento brota en este momento en mi corazón. Me parece que los manes de las generaciones pasadas vienen a reunirse en este templo para conjuraros, en nombre de los males que la esclavitud les hizo sufrir, a que preservéis de ellos a las generaciones futuras, cuyos destinos están en vuestras manos. Escuchad aquel ruego: sed para el porvenir una nueva providencia; asociaos a la justicia eterna que protege a los franceses. Si merecéis el título de bienhechores de vuestra patria, mereceréis también el de bienhechores del género humano”. La sublime dulzura de estas palabras contrasta mucho con el ardor extremado de la lucha entablada en la prensa y en los Jacobinos. Se había animado aún más por la intervención de un joven de una facilidad singular, sin dirección ni medida, Louvet, el autor de Faublas. Muchos le tenían por el héroe de su novela, y en efecto, aquel belicoso Louvet, ardiente campeón de la guerra, era un hombrecillo rubio, de semblante dulce y lindo, que sin duda hubiera podido pasar por mujer, como Faublas. A pesar de su novela inmoral, fue en realidad el modelo del amante fiel; su Lodoïska, a la que hizo célebre, le salvó la vida en 1793 y más adelante Louvet murió de pesar por algunas burlas insultantes de que había sido ella víctima. Louvet, después de muchas aventuras, poseía en 1792 a su Lodoïska y vivía feliz. Sin embargo puso en peligro su felicidad. El valiente joven atacó a Robespierre de una manera viva y provocativa, aunque sin embargo respetuosa todavía y como se ataca a un gran ciudadano. Este llevó muy a mal el que en los mismos Jacobinos, en su reino, le discutiera y contradijera el joven autor de Faublas, combatiente ligero que multiplicaba los ataques, acometiéndole sin parar, hiriendo cien veces a Robespierre antes de que este se hubiera puesto en guardia. Éste no se indignaba con Louvet, sino con Brissot. Y su cólera iba creciendo. Brissot azuzaba a Louvet. Y él lanzaba contra Brissot un perro de presa, Camille Desmoulins. Precisamente en los Jacobinos acababan de obligar a los dos adversarios, Robespierre y Brissot, a que se reconciliaran y se abrazaran. El viejo Dussault, iniciador de esta falsa paz, lloraba enternecido. Sin embargo Robespierre manifestó que continuaría la lucha ya que “no podía subordinar su opinión a los impulsos de su sensibilidad y de su afecto a Brissot”. Esta palabra afecto hace estremecer. Desmoulins había tenido la desgracia de defender como abogado a cierto intrigante baratero de una casa de juego. Brissot, que aparentaba un puritanismo mayor del que tenía en realidad, le había censurado fuertemente por ello. La ocasión era oportuna para achuchar al colérico escritor contra su imprudente censor. Desmoulins investigó la vida privada de Brissot y encontró lo que buscaba. Antes de la Revolución, siempre hambriento, Brissot había estado a sueldo de los libelistas franceses de Inglaterra. Como todos los hombres de letras de la época, se había visto comprometido en algún negocio poco delicado, por ejemplo había recibido suscripciones para una empresa que no se realizó y no había podido devolver su importe. Brissot fue toda su vida, no pobre, sino indigente. Su influencia política de 1792 no mejoró su situación. En aquel mismo año, en que disponía de todo, en que daba los destinos más lucrativos a quien quería, no tenía más que un viejo vestido negro con los codos gastados: habitaba en un granero y su mujer le lavaba las camisas. La penuria absoluta en que dejaba a su familia, fue para él, en sus últimos momentos, el castigo más amargo. Desmoulins supo a su manera el triste pasado de Brissot. A las cosas verdaderas o verosímiles añadió otras absurdas que produjeron un gran resultado. Las pérfidas insinuaciones de Robespierre, tímidas, medio veladas, diluidas en su lenguaje fastidioso y monótono, no habían podido dar un golpe de efecto. Pero una vez referidas por Desmoulins fueron como un hierro candente que marcaron a Brissot para siempre con la marca de la vergüenza hasta su muerte. Verdad es que el cruel libelista sufrió una dura expiación en 1793, el día en que se dictó la sentencia de Brissot y de la Gironda. En aquella noche funesta, en el momento en que el jurado pronunció la sentencia de muerte, se hallaba presente Desmoulins y se mesaba los cabellos: “¡Ay!, exclamaba. Soy yo, es mi Brissot desenmascarado: mi Historia de los brissotinos lo que le ha puesto en este trance”. Una mano se ve por doquier en aquel hecho asesino: la del hombre que en aquella época dominaba al voluble artista y convertía su pluma en puñal, la del camarada del colegio, de que tanto se vanagloriaba Desmoulins, la del gran ciudadano “querido y venerable”, la mano en fin de Robespierre. Escrito por la misma mano, se conserva todavía el pérfido y mentiroso informe de Saint-Just que perdió a Danton. No cabe duda de que el plan del trabajo de Desmoulins contra Brissot fue sugerido por Robespierre, o al menos la indicación precisa de los principales puntos de la acusación. El más atroz se encuentra reproducido en el primer número del diario que Robespierre publicó poco después. Al leerlo cree uno soñar, tan inverosímil es la imputación y tan absurda. ¿Sabeis por qué proponía Brissot, en julio de 1791, la república? Era, según Robespierre y Desmoulins, para preparar la matanza del Campo de Marte. Todo lo que hacía Brissot era para hacer aborrecible al pueblo, de antemano, la libertad, para hacerle echar de menos la esclavitud, “para hacer abortar la libertad del universo por su apresuramiento en hacer que Francia diese a luz antes de tiempo”. He aquí el texto común del maestro y del discípulo. Después este se abandona a su verbosidad. ¿Por que instigó Brissot a Barnave y a Lameth? Para lanzarlos en brazos de la corte, darle fuerza y acabar con la Revolución. ¿Por qué precipitó la abolición de la esclavitud de los negros? Para incendiar Santo Domingo y que se calumniase a la Revolución. ¿Por qué en esta ocasión reprocha a Desmoulins el haber defendido las casas de juego? Para disgustar a los jugadores, multiplicar los enemigos de la Revolución y perder la libertad. El discípulo no es digno del maestro. Desmoulins no maneja todavía la calumnia como Robespierre. No la deja como este indecisa y nebulosa, desleída en una palabra vaga, insignificante, en la que se ve todo lo que se quiere. Pone demasiado talento en ella, demasiado ingenio, claridad, luz. Se hace extremado, se hincha, aumenta, exagera y llega al ridículo, por ejemplo, cuando compara a Carlos IX con Lafayette. Robespierre quedaba entregado a esta lucha personal. Retenía a los jacobinos y los ponía en ridículo, no queriendo nada, no haciendo nada más que hablar, acusar, temblar, decir siempre: “Tengamos cuidado, no avancemos, no nos comprometamos, abstengámonos, contentémonos con vigilar al enemigo<”. Un achaque del tiempo era atribuirlo todo a los jacobinos, como antes había estado de moda el imputárselo todo al duque de Orleáns. Aquella gran sociedad de inquisición y de charla era como una sombra siniestra erguida sobre Francia, a la cual se consideraba siempre, en la que siempre se creía ver el punto de partida de todo movimiento. Esto era falso, con seguridad, en aquel momento de que hablamos. Los jacobinos, retrasados por su carácter intrínseco (desconfianza y negación), retrasados por el interés de los jacobinos compradores de bienes nacionales, que temían mucho la guerra, no hacían nada. Permanecer inertes cuando el mundo marchaba, cuando los acontecimientos se precipitaban, les hubiera expuesto a desacreditarse muy deprisa. Pero el prejuicio del tiempo, las acusaciones continuas que hacían, contribuía a realzarlos. Un artículo ingenioso y elocuente de André Chénier, en que penetrando en el genio inquisitorial de la sociedad señalaba con precisión su principio fundamental (el deber de la delación) y decía que eran unos monjes, produjo gran sensación en el público y la mostró como todavía más temible de lo que se había creído. Lo que aumentó aún más su importancia fue que el emperador Leopoldo en las actas públicas que fueron comunicadas a la Asamblea (el 19 de febrero de 1792) señaló a “aquella secta perniciosa” como el principal enemigo de la monarquía y de todo el orden público. La acusación del extranjero ligó singularmente a Francia con la sociedad jacobina: la multitud se precipitó en ella. Europa contemplaba a Francia. La emperatriz de Rusia se había apresurado a tratar con Turquía y lo había hecho sin regatear, en condiciones moderadas, preocupada evidentemente por un asunto más grave todavía. ¿Cuál? Era fácil adivinarlo: el aniquilamiento de las revoluciones de Polonia y de Francia. El 7 de febrero se había firmado en Berlín un tratado de alianza ofensiva entre Austria y Prusia; sin embargo, estas potencias no debían obrar hasta que hubiera estallado aquí la guerra civil. Era cada vez más probable y comenzaba ya con los asuntos religiosos. Los curas que se casaban eran cruelmente perseguidos. La Asamblea, en esta materia del matrimonio de los curas, se había limitado a declarar que “al no ser contrario a las leyes era superfluo legislar expresamente sobre el particular”. Esto era una aprobación tácita, indirecta. Dos curas lo creyeron así, se casaron, y se vio al pueblo amotinado, capitaneado por los magistrados municipales, arrojarlos violenta e ignominiosamente de sus curatos. En revancha los patriotas de no sé qué lugar, furiosos por un entierro realizado por un refractario, quisieron desenterrar al muerto para hacerlo bendecir en nombre de la ley. En París la lucha parecía inminente, la sangre próxima a correr. La corte había encontrado medio de crear un ejército. Me refiero a la guardia constitucional del rey que había autorizado la Asamblea constituyente, pero que había llegado a ser muy numerosa y temible. Debía componerse de mil ochocientos hombres y ya constaba de cerca de seis mil. La Asamblea había dotado al rey de casa civil y casa militar; solamente se había organizado la segunda. Era un arma de la que la reina se había apoderado con avidez. “Vuestra majestad, le decía Barnave, es como el joven Aquiles, que se descubrió a sí mismo cuando le dieron a escoger entre la espada y los joyeles femeninos; él, sin vacilar, empuñó la espada”. No era una guardia de adorno como se había creído. Fue reclutada cuidadosamente, hombre por hombre, en dos clases de las más peligrosas: por una parte hidalgos de provincia, valientes y fanáticos como Henri de La Rochejaquelein; por otra maestros de esgrima, tiradores experimentados, hombres audaces y aventureros; basta con nombrar a Murat. Aquel pequeño número con los suizos y una parte de la guardia nacional de confianza, era en realidad una fuerza mucho más seria que las muchedumbres indisciplinadas de los barrios de París. Estas comenzaban a armarse. La Gironda, valiéndose de todos los medios de suscripciones y de la prensa, fomentaba en todas partes la fabricación de picas. Quería armar a todo el pueblo. A pesar de las faltas en que más adelante incurrió este partido, debemos reconocer sus méritos. Impulsó en aquella crisis el principio revolucionario con extraordinaria generosidad y grandeza. Por una parte (en una carta conmovedora de Pétion) dejaba traslucir la esperanza de la Revolución en una conciliación amistosa entre la burguesía y el pueblo, entre los pobres y los ricos. Y esta conciliación la fundaba sobre una confianza inmensa, poniendo las armas en manos de los pobres. Las armas para todos, la instrucción para todos; en fin, en provecho de todos, un sistema fraternal de socorros públicos. En ninguna parte ha sido expuesta esta fraternidad con un respeto más tierno hacia el pobre como en la proclama a Francia redactada por Condorcet (16 de febrero de 1792). La igualdad así establecida, debía mostrarse y hacerse visible por la adopción, si no de un mismo traje, lo cual es impracticable, al menos por un signo común. Se adoptó el gorro rojo, que llevaban entonces sin excepción los aldeanos más pobres. Se prefirió el color rojo a cualquier otro, como más alegre, más brillante, más agradable a la multitud. Nadie pensaba entonces que el rojo fuese el color de la sangre5. Una mujer, una madre, fue la que en medio de los peligros exteriores e interiores escribió (el 31 de enero de 1792) al Club del Obispado que era preciso abrir una suscripción para la fabricación de picas y el armamento universal del pueblo. Los asistentes, conmovidos, dieron inmediatamente todo lo que pudieron. La prensa girondina dio publicidad al asunto. Los jacobinos, poco partidarios de la guerra y mortificados sin duda por que les hubiesen ganado la delantera, no se entusiasmaron con las picas ni con los gorros colorados y guardaron un profundo silencio. El 7 de febrero un entusiasta saboyano, Doppet, les presentó un herrero que iba a ofrecerles las picas que él había forjado y se nombraron comisionados para que perfeccionasen aquella arma. El entusiasmo del barrio de Saint-Antoine, que en 1789 había utilizado tan bien las picas, fue extraordinario. Su famoso orador, Gonchon, fue al Club del Obispado a ofrecer las flámulas tricolores que debían adornar las picas. “¡Darán la vuelta al mundo, dijo Gonchon, nuestras picas y nuestras flámulas! Nos bastarán para derribar todos los tronos. ¡La escarapela tricolor ha nacido del gorro de lana y llegará hasta el turbante!”. Al expresar el rey sus inquietudes por aquel armamento general, no se atrevió la municipalidad a oponerse. Únicamente ordenó a los que se armaban con picas que lo declarasen en su sección y que no obedeciesen más que a los oficiales de la guardia nacional o de línea. De este modo no formaban cuerpo, no tenían oficiales propios. El rey y los jacobinos, a pesar de la poca simpatía que sentían hacia las picas, se vieron obligados a transigir. La diputación de Marsella, con Barbaroux a la cabeza, fue a quejarse al seno del club de la lentitud con que se les daban armas. “Se teme que se arme al pueblo, dijo, porque quieren oprimirlo todavía más. ¡Ay de los tiranos! ¡No está lejano el día en que Francia entera se levante erizada de picas!<”. Aquel mismo momento pidieron permiso los de las picas para entrar y se les dijo que el reglamento prohibía que se llevasen armas. “¡Que entren!, dijeron, pero para ser depositadas al lado del presidente”. (“¡Sí! ¡Sí!”. “¡No! ¡No!”). Pero entonces, Danton, con un impulso noble y generoso: “¿Es que no veis que las banderas colgadas en el techo están armadas con picas? ¿Quién es el que lo encuentra censurable? ¡Pongamos más bien en adelante una pica en cada bandera y sea esto la alianza eterna entre las picas y las bayonetas!”. Tempestad de aplausos. Las picas consiguieron entrar. Era la locura del día, la preocupación universal, conmovedora, ridícula. En el barrio de Saint-Antoine la mujer de un tambor dio a luz a una niña que fue apadrinada por un vencedor de la Bastilla, Thuriot, y bautizada por otro, Fauchet, también vencedor. Sobre la pila bautismal se había puesto una bandera de la Bastilla con el gorro de la libertad. El órgano tocó el Ça ira. El padre prestó en nombre de la hija el juramento cívico y fue bautizada con un nombre que no estaba en ningún calendario: Pétion-Nacional-Pica. La guerra era segura. Leopoldo, el soberano más contrario a ella, murió repentinamente el 1 de marzo. Y la Gironda derribó al ministro por medio del cual la corte, de acuerdo con Leopoldo, había conseguido hasta entonces dificultar el movimiento. El 18 de marzo Brissot acusó solemnemente, con documentos fehacientes, al ministro Delessart de haber eludido constantemente la ejecución de los acuerdos de la Asamblea y de haber negociado cobardemente la paz con el emperador que tanto la necesitaba, al no estar entonces preparado para la guerra y, por lo tanto, temerla. Aquel acto imprevisto, atrevido, era un golpe dirigido al rey en persona. Era demasiado evidente que Delessart no había desobedecido a la Asamblea más que para obedecer al rey. Era un golpe indirecto, pero bien dado a Robespierre. Todos los documentos que se leyeron para atacar a Delessart probaban, contra la opinión de Robespierre, que la corte no había querido la guerra de ningún modo, que, por el contrario, quería evitarla a toda costa. Francia se hallaba como un hombre con las manos atadas; la izquierda ligada por la corte, la derecha por Robespierre y la fracción jacobina que representaba realmente el genio de los jacobinos. Retraso fatal de un movimiento inevitablemente engendrado, que no se detenía y se convertía en agitación constante. Era un giro convulsivo de Francia sobre sí misma; parecía próxima a quebrarse. Los girondinos, con aquel acto decisivo que no era más que un golpe sobre el obstáculo, sobre el nudo que lo retenía todo, reproducían al pie de la letra la idea de Sieyès en 1789: “Cortemos el cable, ya es tiempo”. La unión de las Tullerías y de Viena, la completa identidad de pensamientos y de aspiraciones entre la corte y el enemigo, se habían declarado claramente en el acta de Leopoldo, donde parecía perfectamente informado de nuestra situación interior, de la actitud de los partidos, de la importancia de los clubs, etc. Habían hecho con bastante torpeza hablar al emperador como un fuldense, como Duport o Lameth. Lo cual no tenía nada de particular. El acta de Viena había sido redactada precisamente sobre las notas facilitadas por ellos a la reina. Ellos eran los que la aconsejaban. En cuanto a Barnave, había salido de París a finales de diciembre. La reina era el lazo entre los fuldenses y Austria, el fatal obstáculo que lo detenía todo. Señalado así el objetivo, la Gironda puso la espada nacional entre las potentes manos de Vergniaud. Éste resumió la acusación de Brissot, demostró, como él, la inercia calculada de la corte en todos los asuntos y luego añadió un hecho terrible que Brissot no había dicho: “Aquí no es a mí a quien vais a oír, es una voz lastimera que sale de la horrible Glaciere de Avignon. Ella os grita: El decreto de anexión a Francia se dictó en septiembre. Si hubiese llegado enseguida, habría producido la paz. Al hacernos franceses, quizás hubiéramos olvidado nuestro odio, nos hubiéramos convertido en hermanos. El ministro guardó dos meses el decreto. Nuestra sangre, nuestros cadáveres, son los que le acusan hoy”. Luego, recordando el famoso apóstrofe de Mirabeau (“Desde aquí veo la ventana”, etc., etc.): “Y yo también puedo decir: desde esta tribuna se ve el palacio donde se trama la contrarrevolución, donde se preparan las maniobras que deben entregarnos a Austria< Ha llegado el día en que podéis poner término a tanta audacia y confundir a los conspiradores. El espanto y el terror han salido con frecuencia de aquel palacio en los tiempos antiguos en nombre del despotismo; que vuelvan a entrar hoy allí otra vez en nombre de la ley<”. Un estremecimiento inmenso siguió al ademán admirable con que el gran orador devolvió tranquilamente el espanto al palacio de la monarquía. Ninguna frase de Mirabeau había producido tan gran efecto. Es que ahora el hombre era digno de la magistratura terrible que ejercía en la tribuna; el carácter estaba al nivel del mismo genio. Era la voz del honor. “<Que penetren allí los corazones, añadió. Que sepan bien los que lo habitan que la Constitución sólo hace inviolable al rey. La ley alcanzará a los culpables, sin hacer ninguna distinción. No hay cabeza criminal a la que no llegue su espada”. Este formidable discurso y el de Brissot eran, hay que decirlo, actos de gran valor. Si la Gironda amenazaba con las picas y los arrabales, tampoco la vida de los girondinos en medio de cinco o seis mil espadachines y matones de la nueva guardia, mucho más militar que la turbamulta de los barrios, estaba muy segura. Se les veía armados con puñales y pistolas asistir a las sesiones, llenar las tribunas y los corredores, sin estar muy lejano el día en que el puñal realista debía nerir a Saint-Fargeau. Aquí la palabra rompió la espada y el puñal. El espanto, como dijo Vergniaud, volvió a entrar en las Tullerías. Delessart fue abandonado, Narbonne no pudo sostenerse. Al haber intentado acusar a la guardia nacional de Marsella que había desarmado en Aix a un regimiento suizo, Narbonne fue silbado y cayó. La corte se dejó imponer el ministerio de la Gironda a finales de marzo de 1792. de 1792)
Ministerio mixto de Roland y Dumouriez.—Carácter doble de
Dumouriez.—Robespierre contra la Gironda.—Lucha de Robespierre y de Brissot.—Dominación de Robespierre en los Jacobinos.—Su poder sobre las mujeres.—Cómo explota el juramento religioso.— Crítica a Robespierre por parte de sus propios amigos.—Es enemigo de los filósofos.—La filosofía defendida por Brissot. —Robespierre ajeno al instinto popular.—No comprende el movimiento nacional de la guerra.—Gran corazón de Francia en 1792.—Cómo rehabilita a los soldados de Chateaavieax (30 de abril).—Odio de los príncipes alemanes hacia Francia.—Dareza hipócrita de Francisco II.— Amenazas a Francia.—Declaración de guerra a Austria (20 de abril).
La elección era difícil. Si Brissot y los jefes de la Gironda se
nombraban a sí mismos, abandonaban el gran puesto, el verdadero puesto del poder, es decir, la tribuna y la dirección de la Asamblea. Desde aquel momento la tribuna habría obrado contra ellos, les habría batido en brecha. Por otra parte, si escogían hombres inferiores y violentos, daban gusto a la corte, cuya aspiración era ver a la Revolución ridícula o furiosa, disgustar y hacerse aborrecible por Francia. Brissot, con mucho tacto, tomó, no de arriba ni de abajo, sino hombres hasta entonces poco conocidos, hombres especialistas ante todo: el ginebrino Clavières para hacienda, Dumouriez para asuntos exteriores, Roland para interior. Los dos primeros eran hombres capaces, atrevidos, proyectistas, ya avanzados en edad, postergados por la injusticia del antiguo régimen, caracteres, por lo demás, equívocos, inciertos todavía y que habrían de confirmarse con la práctica. Roland ya estaba juzgado. Nadie conocía el reino mejor que él, pues lo estudiaba desde hacía cuarenta años como inspector oficial y como observador filósofo. Bastaba ver su rostro un momento para reconocer en él al hombre más honrado de Francia, austero, severo, es cierto, como debía serlo un anciano, ciudadano de la monarquía, que había sufrido toda su vida con el aplazamiento de la libertad. Monsieur y madame Roland habían vuelto en diciembre a su modesta habitación de la calle Guénégaud y en esta nueva estancia en París tomaban menos parte en la vida pública. Pétion, que hasta entonces había sido el centro de sus relaciones, estaba ahora en el Ayuntamiento muy preocupado con su alcaldía. El 21 de marzo por la noche fue Brissot a buscarlos y ofrecerles el ministerio. Ya habían sido avisados y Roland, a pesar de su edad, activo y apasionado todavía, había creído que en aquella ocasión el deber le obligaba a aceptar. El 23, a las once de la noche, los presentó Brissot al ministro de asuntos exteriores, Dumouriez, que salía del consejo e iba a informar a Roland de su nombramiento. Dumouriez les sorprendió al asegurar “que el rey estaba sinceramente dispuesto a apoyar la Constitución”. Ellos miraron atentamente al hombre que así les hablaba. Era bastante pequeño, tenía cincuenta y seis años, pero parecía diez más joven, ligero, dispuesto y nervioso. Su cabeza muy inteligente, en la que brillaban dos ojos llenos de fuego, revelaba su verdadero origen, la Provenza, de done procedía su familia, aunque él había nacido en Picardía. Tenía el rostro atezado de un militar aguerrido, no sin nobles cicatrices. Y en efecto, Dumouriez, húsar a los veinte años, había sufrido que le acuchillasen, que lo hicieran pedazos, antes que rendirse, combatiendo a pie contra cinco o seis jinetes que le acosaban. Sin embargo, se había hecho viejo esperando el ascenso; aunque gentilhombre, no era de la nobleza de la corte, la única favorecida. Se arrojó por las vías oblicuas, en la diplomacia especial que Luis XV sostenía a espaldas de sus ministros, diplomacia secreta, medianamente honrosa, que tenía cierta apariencia de espionaje. Bajo Luis XVI Dumouriez se elevó mucho, consagrándose a un gran y noble proyecto, del que fue el primer agente: la fundación de Cherburgo. Nadie tenía más talento, más conocimiento de las materias más variadas ni aptitudes más diversas. ¿A qué las aplicaría? La suerte lo había de decidir. Dumouriez no profesaba ningún principio. Tan bravo y tan militar, tenía sin embargo en un grado sumamente débil el sentimiento del honor. Hay que creerlo: en sus memorias afirma sin empacho, sin vergüenza y sin jactancia, sencillamente, y como un hombre ajeno a toda noción moral, que presentó al ministro Choiseul dos proyectos referentes a los corsos, un proyecto para libertarlos, otro para sojuzgarlos. Fue preferido el último y Dumouriez se batió valientemente con este último objetivo. Lo mismo hizo en 1789. Había enviado, dice, un proyecto excelente para impedir que se tomase jamás la Bastilla, pero llegó demasiado tarde. En 1792, llevado al ministerio por los enemigos del rey, se convirtió inmediatamente a favor de este, secretamente de su parte. No era solamente por costumbres monárquicas e indiferencia de principios; era también, hay que decirlo, por generosidad. El rey y la reina, encerrados en aquella prisión de las Tullerías, estaban en peligro y eran desgraciados. Dumouriez, generalmente poco entusiasta por las ideas, lo era mucho por las personas. Era humano y accesible a la piedad. Hay que leer en sus memorias la conmovedora escena en que, hallando a la reina de antemano irritada contra él, la convenció más que por su firmeza, por su ternura. No olvidemos, sin embargo, al leer aquellas admirables memorias, que son un poco sospechosas. Fueron escritas por él cuando, refugiado en el extranjero, en medio de los emigrados, rodeado de aquellos a los que acababa de batir, necesitaba demostrar cuán respetuoso y sensible hacia los infortunios reales había sido el ministro jacobino. Todo esto le sirvió de mucho para conquistar la opinión; la del público jamás, pero sí la de los gobiernos, que vieron todo el partido que podía sacarse de semejante personaje. Lo vieron demasiado bien, si es cierto que fue el viejo Dumouriez, a los setenta años, quien redactó para los ingleses los planes de la guerra en España, ilustrando poderosamente a sus generales y colocando el fatal obstáculo en que finalmente se estrelló el Imperio Napoleónico. Volvamos al pequeño salón de la calle Guénégaud, a la primera entrevista entre Dumouriez y el matrimonio Roland. Ella no quedó favorablemente impresionada, ya que encontró que tenía la mirada falsa. Aquellos ojos sombreados por espesas cejas negras que ya empezaban a blanquear eran heroicos y se dulcificaban, pero el político inmoral, el escéptico, el cínico se traslucía demasiado. Dumouriez había amado siempre demasiado a las mujeres, con una perseverancia rara y romántica. A aquella edad amaba todavía, sin escoger mucho, es cierto, a una mujer de talento, muy aristocrática, la hermana del famoso Rivarol. Al primer golpe de vista sobre el marido viejo y sobre madame Roland, debió de tener la audaz idea de que a la realista podría añadir la republicana. Su ligereza desagradó a madame Roland y especialmente ciertas palabras que denunciaban el mal tono de la sociedad que frecuentaba. Ella se mantuvo grave y cortés y lo mantuvo siempre a distancia. Él comprendió que estaba siendo juzgando y desde aquel momento se colocó en la misma tesitura que ella. El verdadero Dumouriez, cortesano y demagogo, halagando al rey y al pueblo, se dio a conocer el siguiente día. Hizo entender al rey que a toda costa era preciso ganar y lisonjear a los jacobinos. Enseguida fue en su busca, se puso el gorro colorado y no regateó; conociendo el gran amor propio de las gentes con quienes trataba, no vaciló en colocarse bajo su tutela. Les pidió sus consejos y les rogó que no le guardasen consideración y le dijesen las verdades. Fue acogido con una respuesta arrogante de Robespierre, que habló con desdén de los “sonajeros ministeriales” y dijo que esperaría a que el ministro estuviese suficientemente probado, etc. Dumouriez, sin desconcertarse, corrió hacia él con una efusión admirablemente fingida y se arrojó en sus brazos. Toda la concurrencia se conmovió y algunos de las tribunas lloraron. El hombre de Francia más cruelmente mortificado por el ministerio girondino no fue el rey, fue Robespierre. Veremos a qué grado de enfurecimiento llegó en aquellos dos meses, revolcándose en su bilis, entreteniéndose en vagas y tenebrosas denuncias, sin apoyarlas jamás en un solo hecho, en una sola prueba. Estaba herido en el alma y por segunda vez. La primera ya se recuerda, solo en la Constituyente, objeto de risa al principio, luego de odio, por fin de terror, se había creído por su triunfo popular no solamente el vencedor, sino el heredero de la Asamblea. Participaba de la opinión de la corte y de todo el público, que suponía que los talentos solo estaban en la Constituyente y que la legislativa era débil e incolora. Y he aquí que aquella Francia inagotable acababa de lanzar una legión de hombres ardientes y enérgicos, de los cuales varios estaban a la altura, por lo menos, de sus antecesores; generación eminentemente joven, impresionable, apasionada. De suerte que en el momento en que Robespierre creía haber llegado a la cumbre, un monte nuevo, por decirlo así, se levantaba ante él. No se descorazonó y emprendió de nuevo el asalto con una fuerza y perseverancia que acaso nadie hubiese tenido. Desgraciadamente aquella pasión que constituía su fortaleza abrió en su corazón abismos de odio desconocidos. Nada más fácil que atacar a los girondinos. Ningún partido era más ligero en sus palabras, ninguno en sus actos más inquieto, más variable, más pronto a comprometerse. Ninguno de ellos tenía genio, a menos que se aplique este calificativo a las facultades oratorias, verdaderamente sublimes, de Vergniaud. El hombre activo del partido, Brissot, era un personaje vulnerable. Sin hablar de los precedentes bastante tristes de su vida de literato, como político cansaba al público y a la opinión con su exceso de actividad. Brissot iba, Brissot venía, Brissot escribía, hablaba, repartía todos los empleos; siempre y en todas partes Brissot. Era capaz de hacer grandes cosas, pero las mezclaba de buena gana con una infinidad de pequeñeces. Desinteresado para sí mismo, era insaciable para su partido, tenía el ardor y la intriga de un capuchino para su convento. El verbo brissoter, como sinónimo de intrigar, llegó a hacerse proverbial. Caminaba en línea recta, con la cabeza baja, los codos pegados al cuerpo, con su vestido usado, devoto de sus ideas, dispuesto a sacrificarlo todo por ellas. Y a pesar de esto, ligero, distrayéndose con cosas imprudentes, amando poco, no aborreciendo, no teniendo nada más que aquella amarga hiel que caracteriza a los verdaderos monjes, a los inquisidores de la época; hablo de los jacobinos, del gran jacobino Robespierre. Éste debía absolver a Brissot en un momento dado. Sin embargo, en el primer momento, al no haber hecho nada Brissot ni los girondinos, no era preciso el ataque. Ningún hecho había, pero a falta de él, halló Robespierre una novela y, bajo una forma más o menos velada, la expuso, la desarrolló y entretuvo con ella a los jacobinos durante varios meses. Según él, la novela no era otra cosa que una profunda y misteriosa alianza entre Lafayette y la Gironda, pero las memorias de Lafayette han demostrado suficientemente que aquella alianza no existió nunca, más que en la imaginación de Robespierre. Lejos de ello, se ve que Lafayette, indulgente con todos los partidos y que en general no od,ia a nadie, odiaba, sin embargo, a los girondinos. En aquel libro de memorias, tan frío por todas partes, no se conmueve más que al nombrarlos; habla de todos, de Roland, de Brissot, con una antipatía profunda, bajo una forma aristocrática. Frente a la Gironda vuelve a ser un gran señor orgulloso, un verdadero marqués. Lo más curioso es que para dar más gravedad a la novela, para meter miedo y ermegrecer las sombras, Robespierre pinta a un Lafayette puramente fantástico: cabeza privilegiada y muy peligrosa, en la que funda la corte sus “grandes esperanzas”. Se guarda muy bien de decir que Lafayette está ya acabado, que en París, en la burguesía, en la guardia nacional, donde los lafayettistas eran más numerosos que en toda Francia, no pudo, en las elecciones, reunir más que tres mil votos contra los siete mil de su adversario. Brissot contestó a Robespierre con muy buen sentido, como hubiera respondido la historia: “¡Cómo! ¿Lafayette un Cromwell? No conocéis, pues, ni vuestro siglo ni Francia. Cromwell tenía carácter y Lafayette no lo tiene< Y aunque lo tuviera, ¿se ha extinguido la raza de los Brutos? ¿Sería la nación lo bastante cobarde para dejar con vida al usurpador? Si viniera el mismo Cromwell en persona, ¿qué podría hacer aquí? Él adquirió el poder merced a dos auxiliares poderosos que ya no existen: la ignorancia y el fanatismo”. Sin tratar de negar lo noble y hermoso que hubo en Lafayette, basta mirar por un momento aquella frente hundida, aquella cabeza pequeña del honrado general, aquella cara inexpresiva, para comprender todo lo ridículo que era comparar este personaje con un Cromwell o con lo que luego sería Napoleón. La imaginación enfermiza, la credulidad miedosa, era el carácter propio de la infinita desconfianza de la sociedad jacobina. Robespierre, excitando esta cuerda, estaba seguro de ser aplaudido. Bastaba con mostrar siempre a lo lejos, entre nieblas, algo con vaguedad espantosa. Leed todos sus discursos de abril y mayo. Va a descorrer “el velo que cubre horribles complots”. Desenmascarará a los traidores, hoy todavía no, aún es pronto, pero a la mayor brevedad. Posee terribles secretos que podría revelar< Llegará el día en que descubrirá un sistema de conspiración< Todos los asistentes, llenos de impaciencia, estaban pendientes de sus labios, creyendo siempre llegado el momento en que el pálido y misterioso orador se decidiese a iluminar con un rayo vengador las tinieblas de que se rodeaban los traidores. De vez en cuando personas desconocidas hacen alguna denuncia con la que se entretiene la impaciencia de la multitud hambrienta. Simón del Rin denuncia a los fuldenses de su país. El ex capuchino Chabot, obsceno, innoblemente intrigante, entretiene al público con los planes de madame Canon (de este modo, a su manera, se burla de la belicosa madame de Staël). Chabot declara atrevidamente que Narbonne será protector; Fauchet trabaja para conseguirlo. Y el mismo Chabot, sin preocuparse por lo que se contradice, quiere que el mismo Fauchet entregue la dictadura precisamente a los girondinos que acaban de echar a Narbonne y de sucederle. Entramos en una nueva era en la que la calumnia va a emplearse con una fuerza, con una audacia, iba a decir con una grandeza, como no se encuentra en ninguna época. Triunfa, está como en su casa, se considera una virtud cívica. Jamás se aducen hechos ni se exigen pruebas; las habladurías vagas de un enemigo son siempre bastante para satisfacer las imaginaciones odiosas que necesitan odiar aún más. La culpa de los atacados consiste en que persiguen incesantemente a aquellos fantasmas que retroceden. En la persecución ardiente de las sombras, les prestan cuerpo, por decirlo así, y los hacen pasar por seres reales. De este modo los girondinos, impacientes, inquietos en medio de su provocadora insistencia, ocupaban sin cesar al público con Robespierre y con el secreto de Robespierre que no quería divulgar. Le apremiaban para que se explicase, con lo que iban agrandándole aún más, designándole cada vez con más fuerza como jefe de todos los odios, de todas las envidias, de todos los descontentos. Le echaban en cara el ser el ídolo del pueblo y con tan imprudente confesión aumentaban su idolatría. Él, por su parte, no hacía nada y no decía nada en el fondo. Caminaba siempre retrocediendo y retrocediendo se agrandaba. Por ejemplo, cuando Guadet con una mezcla de odio y de respeto dijo que un hombre semejante, por amor a la libertad, debería imponerse el ostracismo, le dio una bella respuesta: “¡Ah!, que se afirme la igualdad, que desaparezcan los intrigantes y yo mismo abandonaré la tribuna< Feliz con la felicidad de mis conciudadanos, pasaré días tranquilos en las delicias de una santa y dulce intimidad”. Y en otra parte: “Si se me impone silencio, abandonaré esta sociedad para encerrarme en un retiro”. Voz quejumbrosa de las mujeres: “¡Os seguiremos! ¡Os seguiremosl”. Y las mismas voces a los adversarios: “¡Sinvergüenzas! ¡Malvados!”. Robespierre había nacido para cura; las mujeres le querían como si lo fuese. Sus vulgaridades morales, que tenían mucho de sermones, les parecían muy bien; se creían en la iglesia. Ellas gustan de las apariencias austeras, bien porque al verse con frecuencia víctimas de la ligereza de los hombres se inclinen hacia los que las tranquilizan, o bien porque sin darse cuenta de ello, suponen instintivamente que el hombre austero, en general, es el que mejor conserva su corazón para la persona amada. Para ellas el corazón lo es todo. Sin razón cree la gente que necesitan que las distraigan. Por muy fastidiosa que fuese la retórica de Robespierre, solo con decir: “Los encantos de la virtud, las dulces lecciones del amor maternal, una santa y dulce intimidad, la sensibilidad de mi corazón” y otras frases por el estilo, ya estaban las mujeres conmovidas. Añádase que entre estas generalidades monótonas, había siempre una parte individual, más sentimental todavía, referente a su persona y a sus méritos y sufrimientos personales; todo esto en cada discurso y con tanta regularidad que se esperaba este pasaje con los pañuelos preparados. Luego, cuando empezaba la emoción, llegaba el trozo conocido, con alguna ligera variante, sobre los peligros que corría, el odio de sus enemigos, las lágrimas que algún día se derramarían sobre las cenizas de los mártires de la libertad< pero cuando llegaba a esto, ya era demasiado, los corazones se desbordaban, no podían contenerse más y prorrumpían en sollozos. Robespierre aumentaba sus efectos con su cara pálida y triste que de antemano preparaba a su favor los corazones sensibles. Con sus retazos del Emilio o de El contrato social parecía en la tribuna un triste bastardo de Rousseau, concebido en un mal día. Sus ojos parpadeantes, movibles, recorrían sin cesar toda la extensión de la sala, se fijaban en los puntos mal iluminados, frecuentemente se volvían hacia las tribunas de las mujeres. A tal efecto manejaba con seriedad y destreza dos pares de anteojos, uno para ver de cerca o leer y otro para mirar a lo lejos, como buscando a alguien. Cada una de las mujeres se decía: “Es a mí”. Había una dificultad, y era que se llegaba a un punto capital donde Robespierre no podía atraerse a las mujeres sin arriesgarse a chocar con los hombres. Los hombres eran filósofos, las mujeres eran religiosas. Lo difícil para él era encontrar en lo que un moderno ha llamado acertadamente “la delicadeza aguda de su táctica”, la medida exacta y precisa con que podría sin riesgo mezclar a la jerga política la jerga religiosa. Todo el tiempo que pudo (hasta mayo de 1791) le hemos visto con habilidad prescindir de los curas y a veces hasta hablar en su favor. Ahora que los curas se habían declarado enemigos de la Revolución no se trataba ya de apoyarse en ellos; se trataba, para el orador jacobino, de tomar su posición, de hacerse cura a su vez. Esto era arriesgado y no podía hacerse más que bajo el hábito filosófico, con las fórmulas de Rousseau, siguiendo de cerca, copiando y adaptando a las circunstancias el evangelio filosófico de la época, el Vicario saboyano, que el enemigo no atacaría sin peligro y detrás del cual, después de todo, estaba Robespierre seguro de encontrarse a salvo. Si la cosa salía bien, era un verdadero golpe maestro apoderarse de las mujeres y de los devotos para el que era ya amo de los jacobinos: era reunir dos fuerzas hasta entonces poco conciliables; era llegar valiéndose de las primeras hasta el punto donde la Revolución había penetrado poco todavía, al seno de las familias, al hogar. He aquí, pues, lo que Robespierre arriesgó en los Jacobinos. En una alocución sentimental, con tintes de misticismo filosófico, dijo entre otras cosas que “le había sido permitido al hombre más firme el desesperar de la salvación pública cuando la Providencia que vela por nosotros mucho mejor que nuestra propia sabiduría, al herir a Leopoldo había desconcertado los proyectos de nuestros enemigos”. Esta forma y otras parecidas, poco atacables en sí mismas, mesuradas y tímidas, recibían mucha claridad con la conducta general de Robespierre; anunciaban en términos bastante claros que en caso de necesidad pasaría del fariseísmo moral a la hipocresía religiosa. Las indiscreciones de Camille Desmoulins, su discípulo predilecto, servían para comprenderle. Se vio poco después al volteriano, al escéptico defender las procesiones por las calles, censurar al magistrado que las impedía, haciendo entender con ironía maquiavélica que era preciso divertir al pueblo: “Mi querido Manuel, decía Desmoulins, los reyes están maduros, es cierto; el buen Dios no lo está todavía”. El pensamiento mejor velado de Robespierre era, sin embargo, transparente. La intención política se traslucía en aquellas palabras religiosas. Aquel gran nombre de la Providencia, así explotado, hacía daño. La miel de la religión en una boca tan amarga era cosa intolerable. Mucho más para los hombres de entonces, imbuidos de la filosofía del siglo, más que nunca en lucha con los curas y que desgraciadamente no veían más que a los curas en la religión. El girondino Guadet, mezclando un elogio en su ataque, dijo que se admiraba de ver “que un hombre que con tanto valor había trabajado para sacar al pueblo de la esclavitud del despotismo, cooperase a sumirle en la esclavitud de la superstición”. El imprudente proporcionó a Robespierre la ocasión que esperaba. Fue un feliz recuerdo, producto de su memoria, uno de aquellos trozos hábilmente redactados a la luz de la lámpara encendida hasta después de medianoche en las buhardillas de Duplay. Hay que confesar también que no todo era habilidad; había en aquella elocuente respuesta algo de sentimiento verdadero. No hay duda de que Robespierre en su época de soledad y sufrimiento se habría sentido inclinado hacia Dios, que hubiera releído varias veces las consoladoras páginas del Vicario saboyano. Sólo que en esta ocasión contestó a lo que Guadet no había dicho. Repuso tratando de la existencia de Dios en general, de lo cual no se había hablado, y no sobre lo que Guadet llamaba superstición: la creencia de una intervención especial de Dios en ciertos asuntos particulares, la creencia de la acción personal de Dios fuera de la acción de las leyes del mundo, la fe en los golpes de Estado de Dios que destruyen toda previsión, toda la filosofía y toda la verdadera religión, puesto que esta nos enseña que es propio de la majestad divina el querer obedecer regularmente las leyes que ella misma ha hecho. Robespierre, sin contestar concretamente y saliéndose de la cuestión, no dejó de mostrarse muy hábil y verdaderamente elocuente. Con acento conmovedor recordó la época en que se había visto solo en medio de una Asamblea hostil y los consuelos que le había proporcionado el sentimiento religioso. Luego, dirigiendo a la Gironda y a las pretensiones filosóficas de sus adversarios un golpe muy diestro, elevándolos para luego derribarlos, reconociendo el patriotismo y la gloria del joven Guadet (todavía desconocido) añadió: “Sin duda todos los que están por encima del pueblo renunciarían de buena gana por aquella ventaja a toda idea de la divinidad; pero no es injuriar al pueblo ni a las sociedades a las que se dirige esta moción, hablarles de la protección de Dios que, según mi creencia, sirve tan felizmente a la Revolución”. De este modo hacía un hábil llamamiento a la envidia; con todos los recursos de su talento académico trabajaba por atraerse al pueblo y colocando pérfidamente a sus enemigos por encima del pueblo rompía sobre su cabeza el nivel de la igualdad. Aquella hipocresía visible, aquella delación sin prueba, aquella abrumadora personalidad, aquel interminable yo que se encontraba siempre en sus palabras de plomo, eran suficientes para enfriar a la larga a los más ardientes amigos de Robespierre. Y no era solo el efecto laborioso de aquella mandíbula pesada que mascaba y volvía a mascar siempre la misma cosa; era también un no sé qué falso y discordante que rechinaba de vez en cuando a pesar de todo su esmero, de todo su pulimento, de todo su esfuerzo académico. Únicamente había un pequeño núcleo, una pequeñísima iglesia formada por los menos listos de los jacobinos, que no quería ver ni oír. Los demás se encogían de hombros. Es cosa de leer en uno de los periódicos más favorables a Robespierre, Las Revoluciones de París, la severa aunque respetuosa crítica que se le dirige sin vacilación alguna< “¡Cómo!, le dice el articulista entre otras atinadas observaciones. ¡Nos decís que tenéis en vuestras manos los hilos de una gran conspiración, que se trata nada menos que de una guerra civil, y nos habláis siempre de vos, de las mezquinas provocaciones de vuestros enemigos! Los patriotas que os estiman, que os amarían si no fuese barrera vuestro orgullo entre vos y ellos, no pueden por menos que exclamar: «¡Qué lástima que ese hombre no tenga aquella antigua hombría de bien, compañera ordinaria del genio y de las virtudes!»“ (Número CXLVII, abril de 1792). El periodista toca en este pasaje un punto acertado, verdadero, profundo. Y semejante rasgo no es tan exclusivo del carácter de Robespierre que no pueda aplicarse también en grados diferentes a otros muchos personajes de la época. Con menos genio que otros muchos, con menos corazón y bondad, representa Robespierre la continuación, la persistencia de la Revolución, la perseverancia apasionada de los jacobinos. Si fue la personificación más saliente de la sociedad jacobina, es menos por el brillo de su talento que por la media, completa y equilibrada de las cualidades y defectos comunes a la sociedad, y aun a gran parte de los hombres políticos de aquella época que no fueron jacobinos. Para decirlo de una vez, aunque con alguna dureza y a reserva de subir o bajar el nivel según los individuos, el fondo es que carecían de dos cosas: por arriba la ciencia y la filosofía; por abajo el instinto popular. La filosofía que siempre estaban invocando y el pueblo de quien hablaban a todas horas les eran completamente extraños. Vivían en un Cierto punto inferior a la primera y superior al segundo. Este punto era la elocuencia y la retórica, la estrategia revolucionaria, la táctica de las asambleas. Y no hay nada que aleje más de la alta vida de luz que brilla en la filosofía y de la fecunda y calurosa vida que radica en el instinto del pueblo. El gran río del siglo dieciocho que corre caudaloso por Voltaire y Diderot, por Montesquieu y Buffon, se detiene en cierto modo, se fija en varios de sus resultados, se cristaliza en Rousseau. Esta fijación en Rousseau es un auxilio y un obstáculo. Sus discípulos no reciben ya, permítaseme la frase, la materia fluida y fecunda; puede decirse que la toman de él en cristales, bajo formas ya determinadas, inflexibles, rebeldes a las modificaciones. Fuera de esas formas, lo mismo arriba que debajo de ellas, ni conocen ni pueden nada. Un signo que les condena, admitiendo el último resultado del siglo dieciocho, es haber rechazado la gran tradición que produjo aquel resultado, no haber sabido ver entre otras cosas que Voltaire no es sólo opuesto a Rousseau, sino que es su correspondiente simétrico, natural y necesario, y que sin esas dos voces que alternan y se responden no hubiese habido coro. Pobres músicos, ignorantes de la armonía, que creen afinar la lira no conservando más que una sola cuerda. La unidad de tono, la monotonía en su sentido propio, esa cosa antiliteraria, antifilosófica, adecuada para esterilizar el espíritu, fue no obstante, hay que confesarlo, un excelente elemento político para Robespierre. Hizo sonar siempre la misma cuerda, hirió en el mismo sitio. Teniendo que habérselas con un público conmovido de antemano, ávido, infatigable y que no se cansaba de nada, su monotonía le dio mucha fuerza. La empleó en todo, no sólo en la oratoria, sino también en la vida, en el aspecto, en el traje; de modo que en aquel hombre idéntico, en aquel invariable vestido, en aquel peinado siempre igual, en aquel proverbial chaleco, se leyeron siempre las mismas ideas, se encontró la misma fórmula, o más bien toda su persona apareció como una fórmula que andaba y que hablaba. Fue un momento solemne, digno de la atención de los pensadores, aquel en que, por boca de Brissot, la filosofía del siglo dieciocho pidió cuenta a aquella fórmula escondida bajo un nombre, a aquel falso Rousseau, del vigoroso espíritu que había formado aquel siglo y aquella Revolución, y a Rousseau con sus imitadores. El último filósofo era Condorcet; su nombre fue la ocasión, el asidero por donde Brissot agarró a Robespierre, lo atacó, lo zarandeó. Retomémoslo un poco más arriba y veamos con qué oportunidad fue traído Condorcet a aquel hábil discurso de manera que cayese sobre el flaco jacobino con todo el peso del gran siglo, con el peso de la ciencia y de la tradición, con el peso de la humanidad. Después de haberse burlado del peligro de un Lafayette protector a lo Cromwell, dice Brissot: “Moriré combatiendo los protectores y los tribunos. Los tribunos son los más peligrosos. Son hombres que adulan al pueblo para subyugarle y que hacen sospechosa la virtud porque no quiere envilecerse. Acordaos de lo que eran Arístides y Phocion; no asaltaban a todas horas la tribuna, sino que estaban siempre en su puesto. No desdeñaban ningún empleo (Robespierre rehusaba el de acusador público) cuando era conferido por el pueblo. Hablaban poco, hacían mucho; no halagaban al pueblo: le amaban. Denunciaban, pero con pruebas. Eran justos y filósofos. Phocion fue, sin embargo, víctima de un adulador del pueblo< ¡Ah! ¡Esto me recuerda la horrible calumnia levantada contra Condorcet! ¡Justamente en el momento en que aquel respetable patriota, luchando contra la enfermedad, se entrega a ímprobos trabajos, en que termina el plan de instrucción pública, enseña a las potencias extranjeras a respetar al pueblo libre y se consume en cálculos infinitos para arreglar la hacienda del imperio, entonces es cuando calumniáis a ese gran hombre! ¿Quién sois vos para tener ese derecho? ¿Qué habéis hecho? ¿Dónde están vuestros trabajos? ¿Dónde vuestros escritos? ¿Podéis citar como él treinta años de asaltos realizados con nuestros ilustres filósofos al trono y a la superstición? ¡Ah! Si su genio abrasador no les hubiese revelado el misterio de la libertad que hizo su grandeza, ¿creéis que la tribuna resonaría hoy con vuestros discursos sobre la libertad? ¡Ellos son vuestros maestros, y en tanto que sirven al pueblo, vos los calumniáisl< La filosofía es el monumento más firme de nuestra Revolución. Todo lo que ha desaparecido no estaba fundado sobre la filosofía. El filósofo es patriota. Se le acusa de ser frío, hasta enemigo del pueblo porque trabaja en silencio para él< Tened cuidado, vos mismos seguís los impulsos de la corte. ¿Qué quiere esta? Hacer retroceder las luces del pueblo. ¿Qué quieren los filósofos? Que el pueblo se ilustre, que pueda prescindir igualmente de protector y de tribuno”. A este formidable ataque añadió otro Guadet todavía más directo ordenando a Robespierre que descubriese al fin aquel plan de guerra civil, de conspiración, del que hablaba sin parar. Robespierre, visiblemente herido en el punto vulnerable, la delación sin prueba, iba a embrollarse en un tejido de coincidencias que no podían probar otra cosa más que su debilidad y su derrota, cuando Bazire le prestó el servicio de impedirle que hablase; acudió con oportunidad en su ayuda, convenciéndole de que reservase su respuesta para los diarios. La Gironda insistía exigiendo que se explicase, pero él salió del paso con una triste retirada: dijo que por el momento sólo quería descubrir las maniobras que tendían a convertir la Sociedad de los Jacobinos en instrumento de intrigas y de ambición: “A esto llamo yo un plan de guerra civil”. Los amigos de Robespierre, aterrados al ver que no encontraban otra respuesta, se salieron en masa a fin de que tuviese que levantarse la sesión por falta de número. Uno de los hombres de Robespierre, Simón, para cubrir la retirada, se puso a gritar algunas palabras sobre los acontecimientos de Alsacia, atribuyendo la culpa a los Girondinos, y dando así en la fuga dos o tres buenas dentelladas a aquella jauría encarnizada. Con justicia acusaba Brissot a Robespierre de ser hostil a la filosofía. Mucho mejor se acusó y se convenció a sí mismo Robespierre de ignorar el instinto del pueblo. Era completamente belletrist, que dicen los alemanes. Todo en él era cultura, todo arte, a cien leguas de la naturaleza, del instinto y de la inspiración. La hombría de bien, como dice con mucha exactitud el periodista antes citado, un no sé qué sencillo y profundo que hace comprender lo que son las masas, le faltaba por completo. Las picas dadas a todo el pueblo, la igualdad en el armamento, el gorro de lana colorado del aldeano de Francia adoptado por todos como igualdad en el traje, estas dos cosas eminentemente revolucionarias, tan ávidamente cogidas por el pueblo, fueron rechazadas por Robespierre y poco agradables a los jacobinos. Luego, por la fuerza de los hechos les fue preciso transigir ante la unanimidad del pueblo. La misma oposición en el grave asunto de la declaración de guerra. Puede decirse que en esta cuestión (marzo-abril de 1792) Robespierre estaba a un lado y toda Francia en el opuesto. ¿En qué sentido? En el buen sentido. El tiempo ha juzgado, la luz se ha hecho: Francia es quien tenía razón. El 26 de marzo de 1792 se dio a los jacobinos la siguiente nota: “Examinando los registros de los departamentos, se halla que hay ya inscritos más de seiscientos mil ciudadanos para marchar contra el enemigo”. En París, en el Jura y en otras partes, declaraban las mujeres que podían partir los hombres, que ellas se armarían con picas y que bastaría con ellas para el servicio en el interior. Habían sentido tan vivamente los beneficios que a sus familias y a sus hijos les había proporcionado la Revolución, que a cambio de los mayores sacrificios ardían en deseos de defenderla. En aquel momento y en todo el año sagrado del 92, hubo escenas verdaderamente admirables y heroicas en el seno de muchas familias. Al marchar un hermano, todos los restantes de corta edad querían marchar también, jurando que ya eran hombres6. Las jóvenes ordenaban a sus amantes que cogieran las armas, aplazando la boda para el día de la victoria. La mujer casada, derramando lágrimas, con los pequeñuelos en los brazos, despedía a su esposo diciendo: “Vete, no pienses en que lloro; sálvanos, salva Francia, la libertad, el porvenir y a los hijos de tus hijos”. ¡Guerra sublime! ¡Guerra pacífica, para fundar la paz eterna! Guerra llena de fe y de amor, inspirada en este pensamiento tan conmovedor y tan verdadero entonces: ¡Que el mundo en aquel momento tenía el mismo corazón y quería la misma cosa; que se trataba de derribar con el hierro en la mano las barreras de tiranía que nos separan bárbaramente; que destruidas estas barreras ya no habría enemigos y que los que nosotros teníamos como enemigos vendrían a arrojarse en nuestros brazos! Lo hermoso de aquel momento es que el alma de Francia toda entera estaba abrasada por la fe, que volvió la espalda a los razonamientos, a los pequeños cálculos, que dejó a los discutidores como Robespierre, Lafayette y otros que se arrastrasen entre la lógica y la prosa, averiguando con inquietud qué era lo posible y lo razonable. Sí, la guerra era absurda en aquellas circunstancias. Para hacerla, se necesitaba una fe inmensa, creer en la fuerza contagiosa del principio proclamado por Francia, en la victoria infalible de la equidad; creer también que, en la inmensidad del movimiento en que se precipitaba toda la nación, todos los obstáculos interiores, las pequeñas rencillas, los intentos de traición, serían neutralizados y que no habría corazón humano por duro y pérfido que fuese, que no se ablandara ante aquel espectáculo único del encuentro de los pueblos, corriendo a buscarse como hermanos y llorando de emoción al darse el primer abrazo. ¡Oh, el gran corazón de Francia en el 92! ¡Cuándo volverá otra vez! ¡Qué ternura para el mundo, qué dicha al libertarle, qué ardor en el sacrificio y cuán poco se tenían en cuenta en aquel momento todos los bienes de la tierra! Aquel buen corazón se manifestó de la manera más conmovedora en el acto de devolver la libertad a los soldados del regimiento de Châteauvieux, del Vaudois, decretado por la Asamblea. Era una mancha infamante para el honor de la nación el que se constituyera en carcelera y verdugo por la tiranía de los suizos, que se encargara de custodiar en las galeras a cuarenta infortunados franceses, de un país francés por el corazón y el idioma, bajo el yugo alemán. Recuérdese aquel proceso feroz de los oficiales suizos en Nancy, que condenaron a muerte, enrodaron o ahorcaron a los soldados que, habiéndose refugiado en cierto modo en el hogar de Francia, reclamaban, como derecho, la ejecución de las leyes de la Asamblea; por gracia singular no fueron ahorcados cuarenta, y se les llevó a Brest para que remasen en los barcos del rey. Este rigor no fue bastante. Con pretextos fútiles, por haber cantado el Ça ira o por haber celebrado el 14 de julio, los magníficos señores se apoderaban de sus súbditos en el Vaudois y los encerraban en las cuevas del horrible castillo de Chillon, más bajas que el nivel del lago, con las ratas y las serpientes. El 30 de septiembre de 1791, en el anfiteatro solemne que domina el lago y Lausanne, frente a Saboya y toda la cadena de los Alpes, se constituyó un tribunal, donde se sentaron hinchados por la insolencia los diputados del Oso de Berna. Allí, entre los insultos y las risotadas de los soldados, fueron a hacer penitencia pública los magistrados humillados del país de Vaud, de Lausanne, Vevay y Clarens, y recibieron con la cabeza baja las amenazas y los insultos. ¿Y por qué aquel rigor? Hay que decirlo: la verdadera razón es que los del Vaudois son franceses. Era una pequeña Francia, impotente y desarmada, a la que la insolencia alemana hacía que se arrodillase a sus pies. Y quizás tenía razón para estar irritada. ¿Quién trabajó por la Revolución mejor que la Francia vaudesa? ¿No es de aquella población enérgica y sencilla, de aquellos lugares sublimes, de donde partió la inspiración de Rousseau, aquel poderoso impulso del corazón que conmovió al mundo? ¡Ah! ¡Aquellos lugares serán culpables siempre para los enemigos de la libertad! Cuando la Asamblea rompió las cadenas de los soldados de Châteauvieux, hubo independientemente del vivo espíritu de partido un singular arranque de generosidad y de delicadeza en toda la nación para reparar mediante una acogida lo más afectuosa posible aquella gran culpa nacional. Los guardias nacionales de Brest hicieron ex profeso el viaje a pie hasta París para acompañar a las víctimas, y como al quitarles la casaca de galeotes les dieran sus propios trajes, por el camino todos parecían igualmente bretones. De las villas y aldeas salían a recibirlos; los hombres les daban apretones de manos, las mujeres los bendecían, los niños tocaban sus ropas. Por doquier se les pedía perdón en nombre de Francia. Este hecho nacional es sagrado. Debe conservarse siempre independiente de la violenta polémica que estalló con tal motivo, del furor elocuente de los fuldenses, de las filípicas de André Chénier, Rouchet y Dupont, de Nemours. Y por otra parte las declamaciones de Collot en favor de los soldados de Châteauvieux, del apresuramiento de Tallien y otros intrigantes en apoderarse del suceso e inclinar el buen corazón del pueblo en beneficio del espíritu de partido. Los fuldenses consideraban el triunfo popular de los soldados de Châteauvieux como un insulto a los guardias nacionales muertos en la triste jornada de Nancy. Allí no había oposición entre unos y otros. Todos habían combatido por el orden o la libertad. El regimiento de Châteauvieux, saqueado por oficiales que no se dignaban rendir cuentas, había invocado las leyes de Francia y tenía razón. Los guardias nacionales, legalmente intimados por las municipalidades para que fuesen a combatir, fueron y combatieron; y tenían razón. Había que llorar a los unos y a los otros; así se reconoció noblemente en el homenaje que se celebró en honor de los soldados libertados: se llevaron dos féretros. El imprudente furor de los fuldenses fue verdaderamente reprobable. No fue culpa de Chénier y ni de Duport si entonces no hubo sangrientas colisiones en París. Por adelantado llenaron los periódicos de las más siniestras profecías; dijeron, repitieron, explicaron a los guardias nacionales de París que no pensaban en tal cosa, que el insulto iba dirigido a ellos. El directorio de París, los La Rochefoucauld, Talleyrand y otros, manifestaron un miedo ridículo, malévolo, por aquella fiesta popular. Mucho mejor que ellos comprendió Pétion que esos grandes movimientos no se pueden impedir; que vale más dejar que se produzcan y asociarse a ellos para regularizarlos. Únicamente prohibió, pero de una manera absoluta, que se llevasen armas; lo mismo picas que fusiles. El 30 de abril de 1792, los soldados de Châteauvieux llegados de Brest a París, con sus bravos amigos los bretones y un gran concurso de pueblo regocijado de verlos, se presentan en las puertas de la Asamblea y piden ofrecer el testimonio de su gratitud y presentarle sus homenajes. Dentro, gran discusión. Los fuldenses, con notoria imprudencia, quieren todavía ponerse frente al movimiento popular. Se reclama en nombre de la disciplina violada, en nombre de la política y de los miramientos debidos a los gobiernos de Suiza, con los cuales hay que mantenerse en buena inteligencia. El joven diputado Gouvion, hermano de un guardia nacional al que mataron en Nancy, declara que no se le puede obligar a acoger, a sufrir la presencia de los asesinos de su hermano. Y se va. La Asamblea, después de dos votaciones dudosas, decide que sean admitidos. Collot, su defensor oficioso, expresa por ellos su reconocimiento. Las tribunas les aplauden. Una muchedumbre de guardias nacionales sin armas, de parisienses, de bretones, de suizos, después una multitud mezclada de hombres y mujeres con banderas, desfila alegremente. Gonchon, el Cicerón acostumbrado del barrio de Saint-Antoine, dice en su nombre que se fabriquen diez mil picas para defensa de la Asamblea y de las leyes: “Aún diríamos más, pero hemos gritado tanto ¡viva la Constitución! ¡Viva la Asamblea Nacional! que nos hemos quedado roncos<”. Hubo aplausos y risas. La fiesta que siguió recibió poco después el hermoso nombre de Fiesta de la libertad. En el soplo de guerra que la vivificaba se sentía que esta vez se trataba del triunfo anticipado de las libertades del mundo y que allí la Suiza francesa, festejada en aquellos pobres soldados, era la venturosa vanguardia de la emancipación universal. La estatua de la libertad era conducida en un carro que imitaba la forma de una proa de galera. Las rotas cadenas de las víctimas eran llevadas, rasgo conmovedor, por nuestras mujeres y nuestras hijas. Aquellas vírgenes vestidas de blanco tocaban sin aprensión el hierro oxidado de las galeras que su mano purificaba. En el Gros-Caillou, en el Campo de Marte, comenzaron las danzas amenizadas por cantos cívicos. Aquellas alegres rondas participaban del ardor de las antiguas fiestas en que los esclavos se embriagaban de libertad por vez primera. Los hermanos abrazaban a los hermanos y en armonía con el carácter francés la fraternidad era mucho más tierna con las hermanas. Ningún vigilante, ningún desorden, ningún arma y ningún exceso; una alegría, una paz, una efusión extraordinarias. Cada cual, con su emancipación, sentía ya la del mundo; todos los corazones se abrían a la esperanza de que aquello fuese el principio de la salvación de las naciones. Y esto era, precisamente, lo mismo que los reyes por su parte temían de aquella guerra. Puede juzgarse por la orden que dio el rey de Prusia para que se desarmase a los aldeanos de sus provincias del Rin. No veía en sus súbditos más que aliados secretos, amigos de Francia, patrones de nuestros soldados, impacientes por dar alojamiento a los apóstoles de la libertad. El general probable de la coalición, Gustavo III, había muerto asesinado por los suyos (17 de marzo de 1792). No faltó quien imputase su muerte a los partidarios entusiastas que la Revolución tenía en Suecia. Él mismo, en sus últimos momentos, tenía siempre ante sus ojos aquella Francia que iba a combatir, y acaso no la hubiese combatido más que para ser alabado por ella, tanto se preocupaba de la opinión del público francés y de los diarios de París. Próximo a la muerte, decía: “Quisiera saber lo que va a decir de esto Brissot”. La emigración había ganado con la muerte de Leopoldo y el advenimiento de Francisco II, enemigo fanático de la Revolución. Nuestro embajador en Viena, Noailles, estaba casi prisionero en su palacio. El que enviamos a Berlín, Ségur, fue objeto de risa; se hizo correr el rumor de que había ido a conquistar por amor o por dinero a las queridas del rey de Prusia. En una audiencia pública el rey le volvió la espalda, y dirigiéndose al enviado de Coblenza, le preguntó cómo seguía el conde de Artois. Acaso ninguna figura caracteriza mejor la contrarrevolución que el nuevo emperador Francisco II, cuyo reinado comienza. De cortos alcances, débil y violento, mala mezcla de dos naturalezas, alemán nacido en Florencia, falso italiano y falso alemán, era el hombre de los curas, un devoto maquiavélico, cuya alma dura e hipócrita no estaba por ello menos dispuesta al crimen político. Era el que aceptó de manos de su enemigo a Venecia, su aliada; era el que por su hija comenzó la ruina de su yerno y luego, una vez en Rusia, le atacó por la espalda y consumó su pérdida. Vedle en sus numerosos retratos de Versalles, ¿puede asegurarse que aquello es un hombre? Está tieso y rígido, como marchando sobre ruedas, semejante a la estatua del Comendador o a la sombra de Banquo. A mí lo que me causa miedo es que aquella máscara está fresca y sonrosada en medio de su espantable fijeza. Es evidente que un ser de tal naturaleza no tendrá jamás remordimiento y hace el crimen a conciencia. La despiadada hipocresía se ve escrita en aquella faz petrificada. No es un hombre, no es una máscara, es un muro de piedra de Spielberg. Más fijo y mudo que el calabozo en que, para quebrantar el corazón de los héroes de Italia, les obligaba por hambre a hacer calceta como mujeres. Y esto “en interés de su enmienda, por la salvación de su alma”. Tal era la respuesta que daba invariablemente a la hermana de uno de los cautivos que hacía todos los años en vano el largo viaje a Viena para llorar a sus pies. Ése es el enemigo de Francia. En abril encarga a Hohenlohe, su general, que se entienda con el del ejército de Prusia, el duque de Brunswick. Por orden suya, su ministro, el conde de Cobentzel, asociado con el viejo Kaunitz, escribe una nota corta, seca y dura, en la que sin calcular ni la situación ni la medida de lo posible, ordena contra Francia el ultimátum de Austria: 19 Reconocer a los príncipes alemanes que tienen posesiones en el reino; dicho de otro modo, reconocer la soberanía imperial en el centro de nuestros departamentos; tolerar el imperio en la misma Francia. 29 Devolver Avignon, el gran paso del Ródano, de suerte que la Provenza quede desmembrada como en otro tiempo. 39 Restablecer la monarquía bajo el régimen del 23 de junio de 1789 y de la declaración de Luis XVI, lo mismo que las órdenes, la nobleza y el clero. “En verdad, dice Dumouriez, aunque el gabinete de Viena hubiera estado durmiendo treinta y tres meses desde la sesión de junio de 1789 sin haberse enterado todavía de la toma de la Bastilla ni de todo lo que siguió, no hubiera hecho unas proposiciones más extrañas, más incompatibles con la marcha invencible que había emprendido la Revolución” . Y aquella nota no era solamente la de la inepta e hipócrita Austria; expresaba al mismo tiempo el pensamiento del gobierno que se creía a la vanguardia del progreso de Alemania, del gobierno filósofo y liberal que había alentado la resistencia turca y polaca, al mismo tiempo que destruía las libertades de Holanda. En el fondo, áspero, ávido, inquieto, sin preocuparse de los principios, el gobierno prusiano, exagerando mucho su fuerza, se creía en disposición de pescar en río revuelto y metía sin reflexión en todas partes sus manos en forma de garras. Las tropas de la coalición se acercan poco a poco a Francia. En el centro, los prusianos que se escalonan en la Westfalia, hacia el Rin. En las dos alas, los austriacos; por una parte, van aumentando sus tropas de los Países Bajos; por otra, se hacen llamar por el obispo de Basilea, atraviesan el cantón y van a guarnecer el país de Porentruy, ocupando así una de las puertas de Francia, en disposición de invadir, en cuanto quieran, el Franco Condado. El 20 de abril de 1792 el rey y el ministro se presentan en la Asamblea Nacional. Dumouriez, en un largo y minucioso informe, demuestra la necesidad en que se encuentra Francia de considerarse como en estado de guerra con Austria. El rey declara “que adopta esta determinación, conforme al voto de la Asamblea y de varios ciudadanos de diversos departamentos”. Y propone formalmente la guerra. El mismo día, a las cinco, en la sesión de la noche, se entabló inmediatamente la discusión. La unanimidad sobre aquella gran cuestión estaba acordada de antemano. Un fuldense, Pastoret, fue el primero que al ver subir aquella ola invencible se asoció a ella hábilmente y propuso que se decretase la declaración de guerra. Otro fuldense, Becquet, intentó detener el impulso, asustando a la Asamblea con el cuadro que presentaba Europa, pintando a Europa poco segura, España amenazando por la espalda, la sedición en el interior, el ejército indisciplinado, la hacienda en desorden. Esta última frase proporcionó a Cambon la feliz ocasión de decir unas palabras que alejaron todo temor: “Nuestra hacienda no la conocéis; tenemos más dinero del que se necesita”. Y ya el 24 de febrero había dicho: “Francia tiene más numerario efectivo en caja que ninguna potencia de Europa”. En realidad, además de los 1.500 millones de bienes nacionales vendidos hasta el 1 de octubre de 1791, había recibido ya el Tesoro cerca de 500 millones. Desde noviembre de 1791 hasta abril de 1792, la venta, aunque algo paralizada, había sido de 360 millones, y quedaba todavía por vender una suma equivalente. Guadet añadió a las palabras de Cambon que ninguna potencia del mundo podía presentar una masa comparable a nuestros cuatro millones de guardias nacionales armados; que ninguna hubiera podido con una palabra movilizar ya a cien mil, como habíamos hecho nosotros. Los registros de inscripción de los departamentos arrojaban en marzo el admirable resultado de seiscientos mil voluntarios que pedían ponerse en marcha. Aquella era la voz de Francia, no podía negarse. En vano insistió el fuldense Becquet, haciendo observar que, de hecho, se iba a declarar la guerra no a Austria, sino al mundo; arrojar el guante a todos los reyes. En vano el jacobino Bazire, órgano en esta ocasión del puro partido jacobino, se admiró al ver que una decisión tan grave se tomaba con tanta ligereza. Intentó reproducir el texto ordinario de Robespierre, el peligro de la traición. Apenas le aplaudieron dos o tres diputados y otros tantos de las tribunas. Nadie le escuchaba. El entusiasmo lo invadía todo. Se desbordó con esta frase del diputado Mailhe: “Si vuestra humanidad sufre al decretar en este momento la muerte de varios millares de hombres, pensad también que al mismo tiempo decretáis la libertad del mundo”. Aubert Duboyet, figura eminente, noble y militar, se levantó, tomó la palabra y entusiasmo grandemente a la Asamblea: “¡Cómo! ¡El extranjero tiene la audacia de pretender darnos un gobierno! Votemos la guerra. Aunque hubiéramos de perecer todos, el último de nosotros pronunciaría el decreto< No temáis nada. En cuanto hayáis decretado la guerra, todos se verán obligados a decidirse: los partidos desaparecerán. Las hogueras de la discordia se extinguirán al ruido de los cañonazos y ante las bayonetas”. “Sí, votemos, dijo el valiente Merlin de Thionville, votemos la guerra a los reyes y la paz a las naciones”. La Asamblea se levantó en masa; sólo siete miembros permanecieron sentados. En medio de una tempestad de aplausos votó la guerra a Austria. Condorcet leyó una hermosa y humana declaración de principios que Francia hacía al mundo. No quería ninguna conquista, no atacaba la libertad de ningún pueblo. Esta frase se puso en el decreto. Orador generalmente frío, Condorcet, animado entonces por la grandeza de las circunstancias, tuvo un momento feliz al tratar del reproche de facción que los reyes hacían a Francia: “Y ¿qué es eso de una facción a la que se acusa de haber conspirado por la libertad universal?< Es la humanidad entera lo que ellos llaman una facción”. Vergniaud propuso una gran reunión fraternal, a semejanza de las federaciones de 1790, en que jurasen todos morir juntos sobre las ruinas del imperio antes que sacrificar la menor de las conquistas de la libertad. De este modo Francia, esperando la muerte o la victoria, iría por última vez, toda en masa, a darse las manos. “Momentos augustos, dijo: ¿Cuál es el corazón de hielo que no palpita, el alma fría que entre la aclamación de alegría de todo un pueblo no se eleva al cielo y no se siente ensancharse por el entusiasmo, más allá de los límites de lo humano?”. Esta hermosa y religiosa proposición no fue votada. No se compaginaba con la impaciencia guerrera de la Asamblea que ardía en deseos de avanzar. 1792)
Cómo quería el rey que se hiciese la guerra contra Francia.—
Inconsecuencia de Dumouriez, que quiere la Revolución en Bélgica para reprimirla en Francia.—La guerra empieza por una derrota, (28- 29 de abril).—Robespierre triunfa en los Iacobirios, ante Brissot y los partidarios de la guerra (30 de abril).—La Gironda hace licenciar la guardia del rey (29 de mayo).La Gironda acusada por Robespierre.— Hace que se decrete un campamento de veinte mil hombres en París y medidas contra los curas refractarios (27 de mayo).—Violencia de los realistas y de los fuldenses.—Carta de Roland al rey (12 de junio).— Los ministros girondinos son destituidos (13 de junio).
El rey, al que los jacobinos acusaban de querer la guerra, había
hecho todo lo posible para evitarla. Aun en el caso más favorable, siempre habían de ser para él funestos los resultados. Una victoria de Lafayette o de cualquier otro general no habría realzado al trono más que para ponerlo bajo la tutela de aquellos. Una derrota exasperaría a París, haría que se acusase al rey y lanzaría las turbas contra las Tullerías. Y si, por un imposible no sucedía así, ¿quién triunfaría? ¿Quién vendría? Monsieur y la emigración, el futuro regente de Francia, ¿aquel a quien Rusia había enviado ya embajadores? La reina en particular debía temerlo todo; sabía perfectamente que era odiada, que en Coblenza le habían escrito coplas, que Monsieur era su enemigo y que el conde de Artois se hallaba dominado por el suyo, Calonne. Si los príncipes volvían vencedores, el resultado podría ser muy bien no libertar a la reina, sino al contrario, procesarla y encerrarla; con frecuencia se había hablado de ello; Monsieur satisfaría así su antiguo odio personal y el de la nación. Por ello, aunque Luis XVI tuviese en Viena a su agente Breteuil y la reina mantuviese correspondencia con Bruselas por conducto del antiguo embajador de su familia, Merci d'Argenteau, creyeron que debían enviar un agente especial al gabinete austriaco para acordar con él la manera como convenía que se hiciera la guerra a Francia. Se trataba de conseguir que Austria no obrase por sí sola, lo cual hubiera confirmado la acusación ordinaria contra una reina austriaca, sino que Austria y Prusia, de acuerdo con las otras potencias en un manifiesto común dirigido contra la secta antisocial, en nombre de la sociedad, consignasen que hacían la guerra a los jacobinos y no a la nación, declarando a la Asamblea y a todas las autoridades que las hacían responsables de todo atentado contra la familia real, ofreciendo tratar, pero únicamente con el rey. Era preciso, sobre todo, recomendar a los emigrados de parte del rey, que se fiasen de él y de las cortes contratantes, que figurasen como partes en el debate y no como árbitros y que no se convirtieran, por la irritación que causaría su presencia, en motivo de guerra civil. Estas instrucciones, redactadas sin duda por los fuldenses, a los que la corte consultaba todavía, fueron confiadas a un joven ginebrino, Mallet Dupan, entusiasta del rey, de mucho talento e ingenio. Habló con mucho ardor, con el calor y el corazón de un hombre enternecido por las desgracias de la familia real, y salió victorioso en su empresa. Consiguió de los negociadores reunidos de Austria y Prusia lo que parecía tan difícil: que los emigrados, los que habían sacrificado su patria, su fortuna y su existencia a la causa de la monarquía, no fuesen utilizados por esta; al menos, que fuesen divididos en varios cuerpos, empleados aparte y, cosa intolerable para aquella orgullosa nobleza, colocados en segunda fila. Era una solemne declaración de la desconfianza que parecía tener el rey en sus más ardientes servidores. Se fiaba de los alemanes, de los austriacos, de los prusianos y no de los franceses de su nobleza. ¿Era esto político? Si la invasión hubiera tenido a los emigrados en la vanguardia, habría podido pasar por francesa, y Francia podía decir, después de todo, que era vencida por Francia. Aquellos franceses, aunque fuesen aristócratas, si continuaban juntos, si constituían un ejército en el seno del ejército enemigo, le vigilaban y le impedían que conservase lo que tomaba. El extranjero debía mirar con buenos ojos los planes de Luis XVI para dividir la emigración; era para él, en la invasión, un estorbo, un testigo, un compañero incómodo. Por el contrario, en el plan que se le presentaba en nombre del rey con la Francia noble eliminada y la Francia popular no organizada, el extranjero tenía más facilidades; ningún otro obstáculo probable; el reino estaba abierto a discreción. ¿Cuál era el plan de guerra según la mente de Dumouriez, que lo preparaba? Era, por la Revolución, conquistar un país en revolución, los Países Bajos austriacos, apenas reducidos por el emperador, mal sometidos y temblorosos. Dumouriez confiaba a dos viejos generales las dos alas de la batalla, a Luckner para guardar el Franco Condado y a Rochambeau para guardar Flandes. Unos cuerpos secundarios debían inquietar a Luxemburgo, llamando sobre él toda la atención. Pero de pronto, Lafayette, que mandaba en el ejército del centro, descendiendo rápidamente el Meuse, avanzando de Givet a Namur, apoyándose en un cuerpo de ejército que Rochambeau enviaría de Flandes al mando del general Biron, se apoderaría de Nemur y llegaría a Bruselas, donde la Revolución belga recibiría con los brazos abiertos a su libertador. Con razón dice Dumouriez que en su plan tenía Lafayette el gran papel; era la vanguardia de la invasión, se llevaba la primera gloria de ella, los primeros resultados inmensos y fáciles; en la situación en que se hallaba Bélgica, tenía la insigne suerte de conquistar un país que quería ser conquistado. En el interior los resultados podían ser decisivos. El general de los fuldenses, el hombre que el 17 de julio había ejecutado sus órdenes y por un momento creyó que restauraba el trono a tiros, ¿con qué autoridad no hablaría desde Bruselas a París, recomendando a las facciones el orden y el silencio en nombre de la victoria? ¿A quién se dirigirían los jacobinos aterrados, para no perecer, sino al ministro hábil, atrevido, que cubierto con el gorro colorado les había dado aquel golpe? Fuldenses, jacobinos, el pueblo y el rey, contrarrestados los unos por los otros, se hallarían en poder de Dumouriez. Este plan era ingenioso. Dumouriez, llevado al poder por la Gironda, por su triunfo sobre el rey, empleaba el poder que aquella acababa de darle en provecho del rey y de los fuldenses; en aquel momento, según todas las apariencias, se hubiera vuelto a hacer jacobino, lo bastante para neutralizarlo todo y dominar a los partidos. En sus memorias, llenas de ingenio, de artificio, de reticencias y de mentiras, hay, sin embargo, esta sencilla confesión, este rayo de luz: que no se atrevía, por temor al público y a la opinión, a nombrar al fuldense Lafayette general en jefe, pero que en realidad, una vez en país enemigo, siendo superior en graduación a los oficiales generales que Rochambeau le prestaba, Lafayette mandaría solo y solo tomaría Namur y Bruselas. Añadamos la conclusión que Dumouriez se guarda bien de decir, pero que no es menos cierta: que la victoria de un fuldense era en Francia infaliblemente la victoria del partido fuldense, con el cual Dumouriez (evitando siempre relacionarse personalmente con él) conspiraba al mismo fin. A este plan tan bien concebido le faltaron dos cosas. La primera, un general. Lafayette, partidario de la guerra defensiva, lo mismo que Rochambeau, no era de ninguna manera, a pesar de su imiegable valor, el hombre audaz y aventurero que se había de internar en el país enemigo. Con gran trabajo llevó diez mil hombres a Givet, haciendo una rápida marcha. Pero una vez allí, comprendió que tenía poca gente para tan gran empresa y ya no se movió. La otra dificultad estaba en que ni Lafayette ni Dumouriez (con todo su jacobinismo y su gorro colorado) estaban verdaderamente dispuestos a agitar Bélgica con una propaganda atrevida. Era preciso darle valor, animarla, levantarla, implicarla profundamente en la revolución. ¿Quién hubiese hecho esto y quién necesitaba hacerlo? Precisamente los que en Francia querían contener la revolución. La duplicidad de Dumouriez y su inmoralidad, hacían impotente su genio. La primera condición de su plan era obrar francamente en los Paises Bajos, inspirarles de antemano una fe profunda en la sinceridad de Francia, enarbolando muy alta, en aquella guerra, la bandera de la libertad. Lejos de esto, fue una guerra política, preparada, dirigida por un hombre sin fe, que sin embargo no tenía ninguna probabilidad de éxito más que en la fe. Explotaba un principio, para que triunfante este en los Países Bajos, le sirviera para neutralizar el mismo principio en Francia. ¿Y a quién confiaba la bandera de la Revolución? A aquel que en el Campo de Marte la había arriado del altar de la Patria, arrastrándola entre charcos de sangre. Aquella bandera que la Gironda quería convertir en su día en bandera de la República, era entregada por un realista a otro realista, por un intrigante a un hombre sin fe, por el hombre falso al hombre inseguro, para que se convirtiera en bandera de la monarquía. Combinación extraña e inmoral, que si hubiera prevalecido, habría sido el triunfo, no de Dumouriez ni de Lafayette, sino de la contrarrevolución y de los enemigos de Francia. Desde el principio de la campaña pudo convencerse todo el mundo del peligro enorme que se corría dirigiendo la guerra los partidarios de la paz. Dumouriez, ministro director que gobernaba el ministerio de la guerra mediante un hombre de su confianza, había conservado por deferencia a la corte todo el antiguo personal de aquel centro. Aquellos empleados del antiguo régimen no podían demostrar gran celo por el éxito de la cruzada revolucionaria, que en realidad, se hacía contra sus principios. Su mala voluntad, su apresuramiento en excusarse por la desorganización de los servicios, aumentándola si convenía, su mal humor, su negligencia, todo esto brotó sobre el terreno en el momento más peligroso. Los infortunados voluntarios de la guardia nacional, que, en el rigor del invierno, habían acudido llenos de entusiasmo a guarnecer la frontera, eran abandonados sin socorros de la administración. ¿Quién tenía la culpa? ¿El ministerio de hacienda? No, los impuestos se cobraban; los millones de la lista civil llegaban siempre a tiempo para pagar a los periodistas de la contrarrevolución, los Suleau y los Royou, mientras que estos voluntarios continuaban sin fusiles. Les ocurrió, durante dos o tres veces en el momento de entrar en campaña, que no tenían víveres. Los regimientos de línea tampoco estaban mejor. Todas las reclamaciones eran denegadas, recibidas con insolente desprecio. Los asentistas eran amigos del enemigo: todos los empleados de la guerra estaban por la paz a pesar de todo. El viejo mariscal Rochambeau no quería más guerra que la defensiva. Le mortificaba que Dumouriez dirigiese todas las órdenes a sus lugartenientes. Las dificultades que presentaba el movimiento de invasión no le desagradaban de ningún modo. Movía la cabeza, se encogía de hombros y no presagiaba nada bueno. Dumouriez, afectando caballerosidad con la reina y con el rey, como se lee en sus memorias, no por eso dejaba de estar en relaciones secretas con la casa de Orleáns. Necesitaba a toda costa un rey, una corte y las facilidades de disipación que sólo pueden existir en la monarquía. Veía en el joven duque de Ghartres una especie de en cas monárquico si caía Luis XVI. Con frecuencia utilizaba los oficiales generales partidarios de aquella casa, como Biron y Valence. Aquella vez el movimiento del Norte había de iniciarlo Biron, que debía reunirse en terreno enemigo con el ejército de Lafayette. El 28 de abril por la noche Biron se apoderó de Quiévrain y se dirigió contra Mons. El 29 por la mañana Théobald Dillon se trasladó desde Lille a Tournai. En ambos lados ocurrió lo mismo. La caballería, generalmente aristócrata, especialmente los dragones, en Tournai ante el enemigo, en Alons, sin verle siquiera, empezó a gritar: “¡Sálvese quien pueda! ¡Nos han vendido!” y pasó por encima de los regimientos de infantería, compuestos por voluntarios. Estos, desbandados, desmoralizados, se declaran en precipitada fuga. De regreso a Lille, furiosos, la emprenden contra sus jefes, acusándolos de que querían entregarlos. Asesinan a Dillon en una granja. El populacho de Lille interviene y ahorca a varios prisioneros. Perecieron trescientos o cuatrocientos hombres. Derrota pequeña en sí, grave al principio de una guerra, pero que produjo como resultado aumentar en sumo grado la confianza de nuestros enemigos, hinchándoles con necio orgullo. De este modo los famosos estrategas de Prusia pudieron poner mayor confianza en el soldado autómata y despreciaron aún más el soldado de inspiración. Brunswick decía a los oficiales que compraban caballos para la campaña: “Señores, no os toméis tanta molestia; esto no será más que un paseo militar”. Este paseo quería hacerlo a la alemana, lento, agradable, metódico. En vano le decía Bouillé, que conocía mejor la situación y el terreno, que todo se echaría a perder si no se hacía un avance atrevido y rápido por la Champagne, directamente sobre París. Brunswick no tenía tanta prisa. Cuentan que el novelesco ministerio de madame de Staël le había hecho la extrana proposición de darle, si la quería, la corona de Francia. No parece que se tomase la cosa en serio, pero sin embargo, tal es la debilidad de los hombres, que a pesar de lo extravagante de la idea, le turbaba el espíritu. Quería ver en qué iba a quedar aquella gran cuestión de Francia, no todavía madura ni suficientemente embrollada. Dumouriez, con la intrepidez y el descaro que brilla constantemente en sus memorias, da a entender que la Gironda, que había empujado hacia la guerra con un desesperado esfuerzo, fue precisamente la causante de la derrota. No lo dice en estos términos, pero lo da entender implícitamente al hacer estas dos afirmaciones: 1ª hubo complot; 2ª la Gironda estaba interesada en él. Este último punto es contestable, inadmisible. Los defensores de la guerra, que tantas veces habían respondido del éxito y de la victoria, recibieron de lleno en la mejilla el golpe del primer revés. Fue en la noche del 30 de abril, en el momento en que circuló por París la carta que anunciaba el desastre del 28. Brissot, que hasta entonces había luchado en los Jacobinos contra Robespierre, fue definitivamente aplastado por este. Entre ellos, y por mediación de Pétion, se había establecido una paz bastante equivoca. La noche del 30, creyendo Robespierre que por efecto de la gran noticia los girondinos estaban hundidos, los ataca con un furor, un clamor y una gesticulación que no eran naturales en él. Sostuvo que ellos habían falsificado en sus diarios la información de los últimos debates decididos por la pacificación. Les reprochó especialmente que hubiesen dicho que Marat le proponía para tribuno. En realidad, Marat no había dicho expresamente semejante cosa, sino que, en un número, hacía notar la necesidad de un tribuno; en otro designaba a Robespierre, alabándole como el más digno (después de él, sin duda alguna). Los girondinos sacaban la consecuencia que todo el mundo había de ver en ellos que Marat indicaba implícitamente para tribuno o a Robespierre o a Marat. Las tribunas, muy excitadas aquella noche, llenas de mujeres fanaticas, pesaban sobre los jacobinos y por momentos intervenían con gritos apasionados. Cordeleros muy ardientes, Legendre, Merlin, Fréron, Tallien, habían acudido para arrastrar a la masa de los indecisos. Brissot y Guadet no podían abandonar la Asamblea en aquel momento. El girondino Lasource, que presidía los Jacobinos, se vio obligado también a ceder su sillón a Dufourny para poder asistir a la Asamblea, un hombre de Robespierre. Bajo el influjo de tan feliz concurso de circunstancias, la cosa fue sobre ruedas. La sociedad declaró que “desmentía las difamaciones, las calumnias de Brissot y Guadet contra Robespierre” (30 abril de 1792). Éste consumó el golpe por medios bien extraños para un hombre que naturalmente deseaba el poder. En su periódico se lanzó en plena anarquía, enalteciendo a los soldados justamente en el momento en que acababan de huir asesinando a sus jefes, oponiéndose a las medidas severas que tomaba la Asamblea para asegurar la disciplina. Pedía que fuesen llamados los soldados licenciados, que según él no eran menos de sesenta mil, y que se formase con ellos un ejército, al cual, con la mayor frescura, pedía que se le diese doble sueldo. Como regla, en general, establecía la independencia absoluta del soldado con relación al oficial excepto en dos momentos: el ejercicio y el combate. Esta tendencia desorganizadora, notable en Robespierre, se manifestó el 20 de mayo en los Jacobinos, cuando combatió e hizo rechazar una proposición girondina, que los más violentos cordeleros, como Tallien por ejemplo, habían apoyado y que en aquella crisis extrema, en los comienzos de una guerra tan mal inaugurada, era verdaderamente de salud pública. Méchin, secretario de Brissot, proponía a los jacobinos que influyesen para acelerar el pago de las contribuciones, cuya regularidad era tan importante en aquel momento, que escribiesen con tal objeto a las sociedades afiliadas y que la sociedad madre diese ella misma el ejemplo, no entregando las tarjetas del próximo trimestre más que a los miembros que justificasen haber satisfecho el impuesto. Robespierre hizo una objeción verdaderamente extraña. ¿Un recibo de contribución es acaso garantía de patriotismo?< Un hombre repleto de la sangre de la nación aportará su recibo, etc., etc< A mí me parece mejor ciudadano el que pobre, pero honrado, gana su vida sin poder pagar los impuestos, que quien nadando en las riquezas hace presentes adquiridos en una fuente corrompida, etc. Después, tras esta cobarde adulación al populacho, esta invitación al egoísmo, a la desorganización en presencia del enemigo, volvía a su eterno texto, se lamentaba de sí mismo para impresionar mejor a los demás: “Pérfidos intrigantes, os encarnizáis en mi perdición, pero yo os declaro que cuanto más me habéis aislado de los hombres mas me habéis privado de comunicarme con ellos…”. Esta cita textual de las Ensoñaciones de Rousseau era soberanamente ridícula en aquel momento en que se hallaba más que nunca rodeada de los jacobinos que, por su causa, el 30 de abril habían roto definitivamente con la Gironda. El mismo Tallien, que había contribuido al triunfo de Robespierre, no pudo evitar un movimiento de indignación y de desprecio ante aquella fraseología hipócrita. Su maestro Danton, menos joven y más político, borró aquella mala impresión con un elogio entusiasta de las virtudes de Robespierre. Iba a necesitar unirse sobrehumanamente con él. Desmouriez, cada vez más sospechoso para los girondinos, había hecho sondear a Danton. Para perderlo y salvar a la corte, para cerrar el camino a la República, no se encontraba nada mejor que una conspiración monstruosa de los extremos contra el centro, del interés realista contra el interés jacobino. La Gironda, colocada entre ellos, debía perecer ahogada. La Gironda vacilaba. Había recibido dos golpes: en la frontera, por el primer fracaso de una guerra que había aconsejado, y en los Jacobinos, por la victoria de Robespierre sobre Brissot. Se rehabilitó por un golpe de audacia que hirió directamente a la corte e indirectamente a los que, como la corte, habían sido partidarios de la paz por consecuencia de Robespierre. La máquina había sido bien montada, con un exacto conocimiento de la necesidad de imaginación que había en aquella época conmovida, inquieta, crédula, hambrienta de misterio, acogiendo ávidamente todo lo que causaba miedo. Se trataba de una denuncia, hecha con estrépito, de la existencia de un comité austríaco que siempre, durante treinta años, había gobernado Francia y no pretendía nada menos al presente que exterminarla. El primer redoble de atención, rudamente alarmante dado con brío, a lo Marat, fue dado por el girondino Carra en los Anales patríóticos. El comité austriaco, decía, preparaba en París un San Bartolomé general de patriotas. Montmorin y Bertrand eran nominalmente designados; gran consternación: el juez de Paz del barrio de las Tullerías no vacila en dictar un mandamiento de comparecencia contra tres representantes en cuyo testimonio se había apoyado Carra. Así, audacia por audacia. La corte había organizado aquella temible guardia de la que hemos hablado antes, creía tener también a su favor a una gran parte de la guardia nacional. La noticia del desastre de Flandes había sido saludada por todos aquellos aristócratas con gritos de alegría. La Asamblea, por su derrota en Mons y en Tournay, no les causaba ya gran miedo, la despreciaban hasta el punto de lanzar contra ella un simple juez de paz, un ínfimo magistrado del barrio de las Tullerías. Perdieron esta confianza cuando Brissot (el 23 de mayo) reprodujo la denuncia en términos más serios, y entre algunas hipótesis articuló hechos ciertos que la publicación de los documentos y el progreso de la historia han confirmado plenamente. Demostró que los Montmorin y los Delessart, verdaderos maniquís, estaban dirigidos por el hilo que tenía Merci d'Argenteau, el antiguo embajador de Austria, a la sazón en Bruselas; él solo, en efecto, ejerció siempre influencia sobre la reina. Por otra parte, Luis XVI tenía a su ministro Breteuil en Viena, con anuencia de toda Europa. Apoyándose en numerosos documentos, sistematizando y relacionando hechos aislados, Brissot mostró al comité extendiendo sobre Francia una inmensa red de intrigas, creando atmósfera por medio de una inmensa edición de libelos. Uno de los documentos citados era curioso; era una carta de nuestro enviado a Ginebra, en la que se declaraba autorizado por el rey para alistarse en el ejército del conde de Artois. Brissot concluía con la acusación de Montmorin, y quería que se interrogase a Bertrand de Molleville y a Duport-Dutertre. Por lo que respecta a Bertrand, sus memorias nos prueban hoy que jamás hubo desconfianza más merecida. La Asamblea tuvo la prudencia de aplazarlo. Veía en manos de la corte el arma más peligrosa, la guardia constitucional, que era preciso romper antes de nada. Se temía que esta guardia pudiera herir a la Asamblea o llevarse al rey. Seis mil hombres, y de aquella clase, armados y equipados como estaban, no tenían más que obrar unidos, poner al rey en medio de ellos: no habría en París ninguna fuerza que pudiera impedir el golpe. La guardia constitucional continuaba reclutándose entre elementos extraños que contrastaban con aquel nombre. Poco a poco iban metiendo en ella, entre los matones y maestros de esgrima, entre los hidalgos bretones y vendeanos, una legión de fanáticos a los que en otra época les hubieran llamado la flor de los Verdets del Mediodía. Había en particular furiosos provenzales, de la ciudad de Arlés, de la facción arlesiana conocida con el nombre de la Chíffonne. Había también una colección de curas jóvenes y robustos, a los que la Iglesia, que dice aborrecer la sangre, había permitido, sin embargo, que colgasen los hábitos para empuñar la espada, el puñal y la pistola. Todo aquello era indecente, atrevido, procaz y fanfarrón. Como todos eran hombres escogidos o por su fuerza muscular o por su destreza en el manejo de las armas y creían tener grandes ventajas en cualquier lucha individual, iban, venían, se exhibían por los paseos públicos como diciendo: “Somos los conspiradores”, acumulando así el odio, la cólera y la irritación. La voz de París fue la que habló, el 22 de mayo, en una carta de su alcalde Pétion al comandante de la guardia nacional. Expresaba en ella el temor general de que se marchase el rey, e invitaba a aquel sin rodeos a que observase, que vigilase y multiplicase las patrullas en los alrededores (de las Tullerías, sin duda). El rey se quejó de ello amargamente al siguiente día en una carta que el directorio del departamento hizo fijar en las esquinas de París. Pétion no negó nada y replicó con energía. Aquella extraña guerra de palabra entre el rey y el alcalde parecía el anuncio de una guerra real y efectiva. A la Asamblea llegaban toda clase de delaciones. Hechos en sí mismos insignificantes, aumentaban la alarma. Ya fuera una masa de papeles quemados en Sèvres (un folleto contra la reina). Ya fuera Sombreuil, el gobernador de los Inválidos, que les había mandado que cediesen por la noche sus puestos a las tropas de la guardia nacional o de la guardia del rey en el caso de que se presentasen. El 28 de mayo propuso Carnot y decretó la Asamblea, que durante el peligro público estuviese en sesión permanente, y en efecto, así estuvo cuatro días y cuatro noches. El 29, Pétion, en un informe a la Asamblea sobre la situación de París, entre varias cosas tranquilizadoras decía esta alarmante: “Que la tranquilidad actual se parecía al silencio que sigue al rayo”. Todo el mundo reconocía, sin embargo, que el rayo todavía no había caído. La Asamblea fue quien lo lanzó. El 29, pasando por alto el miedo de los asesinatos, se hizo presentar por Bazire un informe acusador contra la guardia del rey, informe plagado de hechos terribles. Entre otros, se aludía a la alegría impía, bárbara, que había manifestado aquel cuerpo por el desastre de Mons, la esperanza de que Valenciennes fuese tomado por los alemanes y en quince días llegase el enemigo hasta París. Una declaración notable es la de un caballero, el famoso Murat, que al dejar de pertenecer a la guardia y presentar su dimisión dijo que habían querido ganarle a fuerza de dinero y mandarle a Coblenza. El mismo día, 29 de mayo, en la sesión de la noche, Guadet y Vergniaud con golpes repetidos martillearon sobre el yunque. Se veía que el asunto traería consecuencias. La Asamblea decretó el licenciamiento inmediato, ordenó que los puestos de las Tullerías se entregasen otra vez a la guardia nacional, añadiendo que este decreto sería válido sin necesidad de la sanción real. Se hizo una adición especial para que fuera detenido el duque de Brissac, comandante de la guardia del rey, a la que fanatizaba con sus frases violentas. Esta severidad con Brissac se explica quizás, en parte, por la insolencia de un diputado, el coronel Jacourt, que mientras se discutía, fue al banco de Chabot para amenazarle con darle cien palos. La Asamblea creyó que debía imponerse a los militares y hacer pesar sobre ellos la espada de la ley. La actitud amenazadora del pueblo y de las secciones, que fueron a la barra a pedir que se constituyesen en sesión permanente, dio mucho que pensar a los jefes del partido realista. No dijeron una palabra contra el decreto. Abandonaron sus puestos y se quitaron el uniforme azul, pero no lo hicieron para dar la partida por perdida; varios de ellos se vistieron de rojo y continuaron paseando por París armados hasta los dientes con el uniforme de los suizos. En el momento en que la Gironda hería de este modo a la monarquía, era ella misma a su vez atacada violentamente en los Jacobinos. Robespierre hacía allí una fuerza desesperada para arrebatarle la popularidad que ganaba con el licenciamiento de la guardia real. El 27 pronunció una solemne acusación contra Brissot, Condorcet, Guadet, Gensonné, etc. Les acusó de dar empleos. Les acusó de abandonar en todas partes la causa de los patriotas, la de los soldados licenciados, la de los asesinos de Avignon, etc. Les acusó de estar de acuerdo con los fuldenses, con Narbonne, Lafayette y la corte. Todo ello sazonado con esta mortífera, pérfida y aduladora acusación: “Conocéis el arte de los tiranos que provocan a un pueblo siempre justo y bueno a movimientos irregulares para inmolarle enseguida y envilecerle en nombre de las leyes”. Luego este penetrante saetazo: ¿Por qué habían hecho dar millón y medio a los generales y seis millones a Dumouriez con relevación de cuentas? De este modo hacía extensivas hábilmente a los girondinos las muy fundadas sospechas que inspiraba su equívoco asociado con todo cuanto se refería al manejo de dinero. Ellos mismos participaban de estas sospechas de tal modo, que la “relevación de cuentas” no constaba en la redacción definitiva del decreto. Dumouriez armó por ello tal ruido, gritó tanto en nombre de su honor ultrajado, llegando hasta ofrecer su dimisión, que la Asamblea no pudo negarse a volver a poner en el decreto aquellas palabras en las que tanto empeño demostraba. Justa o no la acusación de Robespierre, fue tan bien acogida en los Jacobinos, que consiguió el mismo día que suspendiera toda afiliación nueva, es decir, que los jacobinos no ampararían con su nombre las numerosas sociedades de provincia que se constituían en aquel momento bajo la bandera de la Gironda. Quería que los que viniesen de nuevo permaneciesen en cuarentena, o que, por el solo hecho de la tardanza que la sociedad empleaba en admitirlos, se hicieran sospechosos al pueblo de moderantismo y fuldenismo y vulnerables a los tiros de la prensa robespierrista, a las intencionadas acusaciones que ellos combinarían y enviarían desde París. La Gironda prestó cuerpo a estos ataques por una concesión que se vio obligada a hacer a la oposición general de la guardia nacional de París. Debía considerarla mucho en aquella ocasión en que no disponía de ninguna otra fuerza para llevar a cabo el licenciamiento de la guardia del rey; no estaban organizadas todavía las picas, ni tenía armas el pueblo; la guardia nacional lo era todo. Simoneau, el alcalde de Étampes, había sido asesinado al tratar de sofocar valientemente un motín originado por una cuestión de cereales; su muerte fue motivo para que manifestasen un gran entusiasmo todos aquellos que sufrían con las turbulencias y querían el mantenimiento de las leyes. Se sometieron a votación sus honras fúnebres; Brissot votó a favor, Robespierre en contra. Se dijo que Simoneau era un acaparador que había merecido la muerte. Aquella fiesta de la ley, así llamada, fue puesta en oposición a la fiesta de la libertad celebrada en abril por los soldados de Châteauvieux. Recordada y repetida en todas las acusaciones, se llegó a hacer de ella un crimen horrible con el que se abrumaba a la Gironda. El ministerio mixto constituido por la Gironda y Dumouriez se había desorganizado a consecuencia del desastre de Flandes, que recayó sobre Dumouriez y le costó un hombre, el ministro de la guerra, al que no pudo defender lo suficiente. En su lugar se vio precisado a admitir un ministro girondino, el coronel Servan, militar filósofo, ex gobernador de los pajes, escritor sabio, estimado, el hombre de confianza de madame Roland, que no se movía de casa de esta. El público, que a toda costa quería que tuviese un amante, se empeñaba en que entonces lo era Servan; lo mismo sucedió con todos los hombres que recibieron el impulso del corazón viril y político de aquella mujer, mejor podíamos decir: de aquel verdadero jefe de partido. Mereció este nombre en el momento cuya historia referimos. Se distinguió no tan sólo por el estilo y la forma elocuente, sino por la iniciativa. Suya fue una de las dos medidas que debían quebrar el trono. El consejo, neutralizado por Dumouriez, no adelantaba nada ni hacía nada. La Asamblea, excepción hecha del licenciamiento de la guardia, iba brissotando y no hacía nada. Y la guerra había revelado la lastimosa organización del interior y ahora continuaba siendo administrada por los empleados del antiguo régimen, por los enemigos de la guerra. ¿Por qué no avanzaba el enemigo y quién se lo impedía? No podía adivinarse. ¿El enemigo? Estaba en París. Aquella guardia licenciada, por más que hubiese cambiado de uniforme, estaba allí, con sus armas, en disposición de dar un golpe. Por lo menos podía, si el enemigo entraba en Francia y se dirigía a París, darle la mano, esperarle y ayudarle, de suerte que el día decisivo nuestros defensores verían al enemigo delante y detrás; no verían más que enemigos. Una carta, una hoja de papel lo deshizo todo. Servan, bajo la inspiración audaz de madame Roland, y quizás bajo su dictado, olvidando que era ministro y no acordándose más que de los peligros de la patria, escribió a la Asamblea proponiéndole que se estableciese aquí, con ocasión del 14 de julio, un campamento de veinte mil voluntarios; se conocía su entusiasmo y su patriotismo. Aquel pequeño ejército de ardientes ciudadanos, establecidos en París, neutralizaría las fuerzas irregulares y secretas que tenía allí la corte. Serían una amenaza suspendida sobre ella, una espada desenvainada sobre la cabeza de los restauradores intrigantes o caballerescos de la monarquía, los Dumouriez y los Lafayette. Aquí es donde se ve brillar todo lo absurdo de la calumnia tan repetida por Robespierre sobre la supuesta alianza de Lafayette y los girondinos. ¿De quién parte la proposición que debía hacer imposibles las reacciones monárquicas y militares de Lafayette? ¿De quién? De madame Roland, es decir, del verdadero genio indiscutible de la Gironda. Dumouriez se sintió herido por aquel golpe imprevisto y confiesa que en el primer consejo su emoción fue tan viva y la disputa tan fuerte, que a no ser por la presencia del rey hubiera terminado el consejo de una manera sangrienta. “¿Y si Servan, dijo Clavières (el ministro girondino de hacienda) para conciliarlo todo, retirase su moción?”. Las consecuencias hubieran sido terribles para el rey y para Dumouriez. Este comprendió el lazo que se le tendía y rechazó la oferta con furor, diciendo que al retroceder así, se excitaba más el ardor de la Asamblea, que se amotinaba al pueblo, que en lugar de veinte mil hombres vendrían cuarenta mil, sin necesidad de decreto, para derribarlo todo, y que él conocía bien el medio de evitar el peligro. Su idea era librar a París poco a poco de aquellos, con el pretexto de las necesidades de la guerra, obligándoles a que se dirigieran a Soissons. A Robespierre no le gustó el decreto mucho más que a Dumouriez. La gran y generosa iniciativa que tomaba la Gironda al llamar allí sin temor a aquella gente escogida y entusiasta de la Francia armada, mortificaba su corazón. Su temor, su hiel y su envidia se desbordaron ampliamente en su periódico y en los Jacobinos. Pero con ello dio ocasión a los hijos predilectos de la Gironda, como Girey-Dupré y Louvet, para que hicieran notar el acuerdo perfecto que existía siempre desde hacía algún tiempo entre las opiniones de Robespierre y las de la corte, sobre la guerra, por ejemplo y sobre el campamento de los veinte mil hombres. Como consecuencia insinuaban maliciosa y pérfidamente que aquel Catón no estaba limpio, que bajo mano, quizá, y por caminos misteriosos, podía muy bien existir algún pasaje secreto desde las Tullerías a los Jacobinos y que el comité austriaco podía tener un órgano en la tres veces santa tribuna de la calle de Saint-Honoré. La cuestión de los veinte mil hombres era circunstancial, accidental, exterior. La cuestión interior magna era la del clero. En espera de la Vendée, el clero hacía ya a la Revolución una guerra suficiente como para hacerle morir de hambre. Había añadido al Credo un nuevo artículo: “El que pague la contribución está condenado”. Ningún artículo de fe encontraba al aldeano mejor dispuesto; con esta sencilla frase, hábilmente divulgada, el cura, sin moverse, paralizaba la acción del gobierno, cortaba el nervio de la guerra y entregaba Francia al enemigo. Nada igualaba a su audacia. En plena Revolución, la antigua jurisdicción eclesiástica reclamaba su independencia, obraba como soberana. Un cura del barrio de Saint-Antoine se había casado; ninguna ley se lo prohibía, la Asamblea así lo había reconocido. Sin embargo, fue denunciado y perseguido por los superiores eclesiásticos. La fuerza de la contrarrevolución, nunca lo diremos bastante, estaba en los curas. Decir que se podía apartar el obstáculo es no tener idea de la situación. El clero se había puesto en todas partes frente a la Revolución para impedirle el paso; llegaba con la fuerza de un impulso inmenso, con velocidad acumulada por los obstáculos y por los siglos e iba a chocar contra aquella barra, rompiéndola o rompiéndose. El más dulce, el más humano de los hombres de la Gironda, Vergniaud, solicitó un decreto para la deportación de los curas rebeldes. Roland presentó en abril los acuerdos ya tomados contra ellos por cuarenta y dos departamentos. El 27 de mayo se acordó la urgencia del decreto. “La deportación se llevará a efecto dentro de un mes, fuera del reino, si la solicitan veinte ciudadanos activos y es aprobada por el distrito y pronunciada por el departamento. El deportado cobrará tres libras diarias por gastos de viaje hasta la frontera”. La sanción de este decreto era la verdadera piedra de toque que iba a servir para juzgar al rey. Si lo sancionaba, quitaba evidentemente su apoyo moral a aquella gran conspiración del clero que cubría Francia. Si se negaba a sancionarlo, continuaba siendo el centro de acción, el jefe, el verdadero general de la contrarrevolución. No era, como se ha dicho tantas veces, una simple cuestión de conciencia, la de un individuo sin responsabilidad que hubiera de consultar consigo mismo. Era el primer magistrado del pueblo que continuaba o dejaba de ser el jefe de una conspiración permanente contra el pueblo. Si su conciencia le ordenaba la ruina y la muerte del pueblo, su deber era abdicar. Los fuldenses, hechos realistas y privados del buen sentido por exceso de irritación, contribuyeron no poco a alentar la insensata resistencia del rey. Defendían el fanatismo en nombre de la filosofía; era, decían ellos, asunto de tolerancia, de libertad religiosa, tolerancia de conspiradores y libertad para asesinos. La sangre corría ya en varias provincias, especialmente en Alsacia. Simón, de Estrasburgo, afirma que habían sido degollados ya más de cincuenta curas constitucionales, saqueadas las casas de sesenta, devastados sus campos etc., etc< La obstinada negativa del rey a abandonar al clero enemigo de la Constitución, el apoyo tácito que prestaba a los curas rebeldes para que resistieran y persiguieran a los curas sometidos, equivalía a un perseverante llamamiento a la guerra civil. Podía decirse que tenía su bandera en las Tullerías, visible para toda Francia. El rey, a pesar de estar cautivo, veía todavía a su alrededor grandes fuerzas materiales. Creía contar con dos ejércitos: los realistas concentrados en París, donde había, según se decía, hasta doce mil caballeros de San Luis; además la guardia constitucional, que a pesar de estar licenciada, cobraba tranquilamente sus pagas y estaba dispuesta a obrar. El otro ejército eran los fuldenses, muy numeroso en la guardia nacional y que tenía todos los oficiales y muchos soldados en el campo de Lafayette. Bastaba, decían, que hiciese el rey la señal para que llegase Lafayette. La insolencia de los lafayettistas y la viva oposición de este partido y de la Gironda, a los que se acusaba de estar unidos, surgió en una visita que dos ayudantes de campo de Lafayette hicieron a Roland, sin objeto, sin pretexto aparente, como si sólo hubieran querido ver al ministro para buscar una ocasión de armarle una querella. Le dijeron lo que ya habían dicho en los cafés y en todas partes, que era preciso aumentar las tropas, que los soldados eran cobardes, etc. Roland tomó a mal esta última frase, defendió al ejército, el honor de la nación, dijo que debía acusarse a los oficiales antes que a los soldados y escribió a Lafayette los asertos infundados de sus ayudantes. Lafayette contestó, como un verdadero marqués del antiguo régimen, que no habían podido franquearse con un hombre “que nadie conocía, cuya existencia había sido revelada por su nombramiento inserto en la Gaceta, que no creía una sola palabra de su relato, que odiaba las facciones y que desprecíaba a sus jefes”. Semejante lenguaje dirigido a un ministro no debía tomarse como insulto individual; era un reto al ministerio, al partido gobernante, a la Gironda, una declaración de guerra. Se podía conjeturar que el que hablaba en tono tan soberbio a la Asamblea, aquel César, iba de un momento a otro a pasar el Rubicón. Los fuldenses, antes de la batalla obraban ya como vencedores. Uno de ellos, un representante en medio de las Tullerías, acometió a bastonazos al jacobino Grangeneuve, que era muy débil y raquítico, incapaz de defenderse, y que permaneció desmayado durante tres cuartos de hora. Aún continuaba golpeándole aquel furioso, cuando Saint-Huruge y Barbaroux se arrojaron sobre él, y a su vez les faltó poco para estrangularle. Esperando a los fuldenses, los realistas de París acababan de hacer un pedido de seis mil armas blancas, que fue interceptado por el juez de paz de la sección de Bondy. La tempestad amenazaba por todas partes. Y la Gironda, que al parecer dirigía la nave del Estado, no disponía del timón. Se daba aires de omnipotente y no podía nada, y excitaba la envidia, dando lugar a Robespierre a que la demoliese diariamente. Roland, ministro republicano de un rey que cada día se sentía más fuera de su centro en las Tullerías, no había puesto los pies en aquel sitio fatal, sino a condición de que un secretario nombrado ad hoc escribiese diariamente, con toda extensión, las deliberaciones y los acuerdos para que constasen, y en caso de perfidia se pudiera en cada asunto, decidir y distinguir, señalando la parte de responsabilidad que correspondía a cada cual. No se cumplió la condición, pues el rey no la aceptó. Roland entonces adoptó dos recursos que le ponían a cubierto. Convencido de que la publicidad es el alma de un estado libre, publicó diariamente en un periódico, El Termómetro, todo lo que tenía utilidad de las decisiones del consejo; por otra parte redactó, con la colaboración de su mujer, una carta franca, fuerte y enérgica para dársela al rey, y más adelante quizás al público, si el rey se burlaba de él. Esta carta no era confidencial; no prometía de ningún modo el secreto a pesar de lo que se ha dicho. Se dirigía visiblemente a Francia tanto como al rey, y decía, en términos propios, que Roland no había recurrido a este medio más que a falta del secretario y del registro, que hubiesen podido atestiguar en su lugar. Fue entregada por Roland el 10 de junio, el mismo día en que la corte empleaba contra la Asamblea una nueva arma, una petición amenazadora, en la que se decía pérfidamente, en nombre de ocho mil supuestos guardias nacionales, que el llamamiento de los veinte mil federados de los departamentos era un ultraje a la guardia nacional de París. El 11 o 12, en vista de que el rey no hablaba de la carta, tomó Roland el partido de leerla en voz alta en el consejo. Aquel documento, verdaderamente elocuente, es la protesta de una lealtad republicana, que sin embargo aún señala al rey la única manera de salvarse. Hay en él palabras duras, nobles y tiernas, y esta, que es sublime: “No; la patria no es una palabra, es un ser por el que se hacen sacrificios, al que cada día se adhiere uno más por los cuidados que necesita, que ha sido creado con grandes esfuerzos, que se eleva en medio de inquietudes y que se ama tanto por lo que cuesta como por lo que de él se espera<”. Siguen graves advertencias, profecías demasiado verídicas sobre las probabilidades terribles de la resistencia, que obligará a la Revolución a concluir con sangre. Aquella carta obtuvo el mejor éxito que podía desear su autor. Fue la causa de su destitución. La reina, aconsejada por los fuldenses, creyó que podía arrojar del ministerio a la Gironda, al partido que predominaba en la Asamblea, lo cual equivalía a prescindir de la Asamblea y a gobernar sin ella. Audacia extraña que se basaba en una suposición muy gratuita, a saber: que Dumouriez y los fuldenses podrían llegar a una avenencia, conciliar a los dos generales enemigos de la Gironda, Dumouriez y Lafayette, y con estas dos espadas romper las plumas de los abogados. Lo difícil era conseguir que Dumouriez continuase, destituidos Roland, Servan y Clavières, para soportar solo la indignación del público y de la Asamblea. Se logró gracias a una mentira y a una treta pueril. El rey engañó al ministro; el sencillo, el cándido supo más que el intrigante; dio a entender a Dumouriez que podría sancionar el decreto de los veinte mil hombres y el otro contra los curas, cuando le hubieran librado de los ministros girondinos. Dumouriez, contando con esta promesa, cometió la fea acción de destituir a sus colegas. En el mismo día los destituidos fueron felicitados por la Asamblea, que declaró que tenían gran mérito para la patria. Dumouriez trató de rehabilitarse con un golpe de audacia: en el mismo momento fue a presentar a aquella Asamblea irritada y conmovida una notable memoria sobre el estado real de nuestras fuerzas militares. Aquella memoria estaba en parte dirigida contra Servan, el último ministro. Sin embargo, no habiendo estado Servan más que quince días en el poder, era más bien contra Grave, y aún más contra Narbonne, su predecesor, contra quien se dirigían los reproches. El valor de Dumouriez, su continencia, le realzaron mucho. Sin embargo, no tenía más que un medio para durar, el obtener del rey la sanción de los decretos. Se había comprometido horriblemente, casi perdido, contando con aquella esperanza. Pero precisamente porque la corte lo creía así, no se preocupaba de disculparle. Los fuldenses habían dicho a Dumouriez que no tenía más que un camino, echarse en sus brazos, firmando la negativa de sanción, y que a ese precio le reconciliarían con Lafayette, que llegaba expresamente para perseguirle. De este modo le creían cogido sin remisión y preso en sus redes. El rey le habló con el tono imperativo y majestuoso del rey antes de 1789, ordenándole a él y a sus colegas que autorizaran con sus rúbricas y sellos el veto. Al día siguiente Dumouriez y sus colegas presentaron sus dimisiones. El rey estaba muy agitado. “Las acepto”, dijo con aire sombrío. Su doblez no había producido ningún resultado. El intrigante más intrépido no podía continuar. La corte se hallaba al descubierto, desenmascarada ante el pueblo. 20 1792.-
Peligro de la anarquía, —Peligro de un golpe de Estado. —Lafayette
escribe al rey para que resista (16 de junio).—Indecisión, variación de la Asamblea.—¿Quién preparó el 20 de junio ?—Parte que en él pudo tener Danton.—Discurso de un hombre del pueblo.—Robespierre contrario al movimiento.—Conciliábulo en casa de Santerre.—La Asamblea parece que autoriza el movimiento.—Marcha inofensiva del pueblo.—Los directores le obligan a forzar las puertas del castillo.—El rey sorprendido y amenazado.—Su fe y su valor.—Cómo divierte al pueblo.—Valerosa altivez de la reina.—Pétion en las Tullerías.— Última resistencia del rey.—El pueblo se cansa y se retira.
Las dos fuerzas enemigas, la revolución y la corte, se hallaban
dispuestas a chocar frente a frente. El rey, al usar el veto, su alma constitucional, al aceptar las dimisiones de los ministros de la mayoría, le había quitado el poder a la Asamblea. Y la Asamblea era el único poder reconocido en Francia; lo que le podían arrebatar no volvía al rey. Resultaba, pues, la destrucción del poder y el advenimiento de la anarquía. Surgía en todas partes por la nulidad y la inercia de las autoridades, aun las más populares y nacidas de la elección. Un estado de división, de dispersión horrible se iniciaba por doquier. No había ninguna acción del centro a los extremos que uniese las partes al todo. Y en cada una de las partes la división iba subdividiéndose a su vez. El gobierno revolucionario que va a empezar, y que con frecuencia es conocido como el entronizamiento de la anarquía, resultó, por el contrario, el medio violento y horrible, sí, pero al cabo el único para que Francia se librase de ella. Aquella disolución se verifica en presencia del peligro que hubiera exigido la concentración más fuerte, ante una crisis de esas en que todo ser, en peligro de muerte, se estrecha y se recoge, buscando su unidad más fuerte. El enemigo estaba allí enfrente, y vencedor ya, parecía que no se dignaba entrar. Creía que no le quedaba nada que hacer, dado el lamentable estado de Francia. Permanecía en la frontera, mirando con desprecio una nación abandonada, próxima a devorarse a sí misma. Una cosa era evidente. La corte iba a dar un golpe. El asunto de Nancy y el del Campo de Marte iban a reproducirse a gran escala. Esta vez los realistas parecían dispuestos a dar la mano a los fuldenses, a los realistas constitucionales. Comenzaban a lamentar la enorme y monstruosa falta que cometieron a finales de 1791, sacrificando a los fuldenses y a Lafayette, ayudando a los mismos jacobinos, dándoles fuerzas contra sus encarnizados enemigos; ¿realistas y realistas constitucionales, si se unían un momento, constituirían un partido inmenso, suficientemente fuerte para vencer? No se sabía, pero con seguridad sería bastante fuerte para comenzar en toda Francia una espantosa guerra civil. Las primeras medidas que hubiesen tenido que tomar habrían sido terribles. La supresión del derecho de reunión; la supresión de los clubs, sin el acuerdo de la Asamblea, por orden de una autoridad inferior; la imposición a la Asamblea de una fuerza militar, de la insurrección armada. Bien mirado, la tentativa no era imposible; únicamente se hubiera necesitado una decisión muy viva, un acto fuerte y homogéneo. La gran fuerza militar de París, las sesenta mil bayonetas de la guardia nacional, estaba extremadamente dividida; una buena parte inerte; aun en la parte activa había mucha irresolución. Siendo esto así, la corte era dueña ciertamente de la fuerza, teniendo los cinco o seis mil espadachines, tiradores, nobles y guardia constitucional, que realmente no había licenciado, y por otra parte la guardia suiza, tropa escogida y fiel, compuesta por tres batallones de mil seiscientos hombres cada uno. Era poco para contener a París, bastante para un golpe de fuerza, para apoderarse, por ejemplo, en el mismo día y en la misma hora, de los cañones de las secciones, cerrar los Jacobinos, apoderarse de todos los directores, alistar en la guardia nacional a todos los realistas y recibir en París la caballería de Lafayette, que en tres días llegaría de las Ardennes a marchas forzadas. La dificultad real era la ausencia de decisión, la falta de unidad de espíritu. Los realistas hubieran dado sin vacilación un golpe seco y asesino; los fuldenses y los lafayettistas habrían obrado a medias, temiendo después de la anarquía matar la libertad. La corte, que conocía demasiado los escrúpulos de aquel partido, dudaba en utilizarlo. Le dejaba hablar, le mostraba como espantajo, no deseaba muy sinceramente que obrase. Triunfar gracias a Lafayette hubiera sido para la reina una amarga derrota. Hubiera pensado entonces que la Revolución moderada tenía probabilidades de durar, mientras que se hacía la ilusión de creer que los jacobinos, después de todo, tendrían, a causa de su mismo furor, el mérito de cansar a Francia, impulsando la Revolución a su término, agotando la fatalidad. El 12 de junio comenzó el ataque el directorio de París con una carta a Roland, ministro del interior. Invocaba las leyes que podían autorizar el cierre de los Jacobinos. El 16 de junio, desde el campamento de Maubeuge, enterado Lafayette de la destitución de los tres ministros girondinos y de la actitud de Dumouriez, adoptó la resolución decisiva de escribir a la Asamblea una carta severa, violenta y amenazadora, como la que hubiera podido escribir César al Senado de Roma al regreso de Farsalia. Empezaba con una reproducción de la carta del directorio de París contra los jacobinos. Luego seguían consejos a la Asamblea, o mejor dicho, condiciones impuestas con la espada en la mano: la condición de que se respetase la monarquía, la libertad religiosa, etc.; una comparación extraña entre París y el ejército, uno tan loco, otro tan prudente: “Aquí son respetadas las leyes, la propiedad sagrada, aquí son desconocidas las calumnias, las facciones”, etc., etc. Una frase muy grave y censurable para aumentar el descontento del ejército y afilar la espada de la insurrección: “El valeroso y perseverante patriotismo de un ejército, sacrificado quizás a combinaciones contra su jefe”. Y temiendo que esta carta no fuese bastante clara, envió otra al rey para animarle a la resistencia contra la Asamblea: “Persistid, Sire, fuerte con la autoridad que os ha delegado la voluntad nacional< Encontraréis a todos los buenos franceses agrupados alrededor de vuestro trono, etc., etc.”. Nada puede igualar a la estupefacción de la Asamblea cuando leyó aquel documento sorprendente. Pero el efecto que produjo fue aún más inesperado. La Asamblea se había cobijado hasta entonces bajo la bandera de la Gironda. La audacia de Lafayette cambió todo esto de pronto. Después de un momento de silencio se oyeron aplausos, mucho más numerosos de lo que podía esperarse de los doscientos cincuenta fuldenses; una gran masa de indecisos resultó que cambió de opinión. Se conoció en la votación. Una mayoría enorme acordó que se imprimiera. Faltaba votar la segunda cuestión, el envío a los departamentos. Si ocurría semejante cosa, estaba perdida la Gironda, la Asamblea era lafayettista, Francia pertenecía a los fuldenses. Indudablemente el partido que trataba de eludir la cuestión pasando al orden del día estaba en minoría. Vergniaud pidió la palabra y planteó muy bien la cuestión. No se trataba de consejos dirigidos a la Asamblea, en forma de petición, por un simple ciudadano, sino por un general del ejército al frente de sus tropas. ¿Y los consejos de un general qué otra cosa son más que leyes que impone? Aquellas palabras tan sensatas no producían efecto. Admírese el ingenio de los diputados. Por sorpresa, valiéndose de un pretexto cogido al vuelo, por una aserción evidentemente sin fundamento, Guadet hizo que vacilasen los indecisos y comenzó a impulsar la opinión en sentido contrario: “¿La carta es realmente de Lafayette? No, es imposible. Si la firma es la suya, es que la envió en blanco y se ha escrito aquí. Habla el 16 de junio de la dimisión de Dumouriez, cuando aún no la había presentado y no podía por consiguiente conocerla”. Esto contuvo a la Asamblea. Pero no había ni una sola palabra en la carta de Latayette que indicase su conocimiento de la dimisión de Dumouriez. Entonces Guadet, echándolo todo a barato, consigue distraer la atención, lanza una frase provocativa que ocasiona una discusión, aplaza la votación y consigue ganar tiempo: “Cuando Cromwell osaba hablar de esa manera<” (Grandes gritos: “¡Eso es abominable! etc., etc.”). El tumulto va en aumento. Pasada la primera impresión, la Asamblea, sin darse cuenta de ello, vuelve a ser lo que era. Bajo la influencia de la Gironda vota que la carta vuelva a examen de la Comisión de los Doce, y en cuanto a la proposición de que sea enviada a los departamentos, que no dé lugar a deliberar. La Gironda, que había visto el precipicio tan cerca, sin estar tranquila, pero sí advertida, consintió desde entonces, según todos los indicios, en la idea de un nuevo 6 de octubre, que fue el 20 de junio. El 20 de junio y el 10 de agosto fueron remedios extremos sin los cuales Francia perecía de seguro. El 20 de junio la salvó de Lafayette y de los fuldenses que, ciegos y engañados, iban a herir a la Revolución, a la cual amaban, y realzar, sin querer, el poder absoluto. El 10 de agosto, derribando el trono, arrebató a la invasión el puesto que en medio de nosotros tenía, su fuerte de las Tullerías, que ya ocupaba. De haberlo conservado, toda la existencia nacional se hubiera hecho imposible. El 20 de junio advirtió al incorregible rey del antiguo régimen, al rey de los clérigos. El 10 de agosto derribó al amigo del extranjero, al amigo del enemigo. No son estos actos accidentales, artificiales, simple resultado de las maquinaciones de un partido. Desde el principio de este libro, al marcar el primer arranque de la guerra, hemos visto venir de lejos estos dos grandes acontecimientos de la guerra interior, que le dejan a Francia libres los brazos y le permiten hacer frente al enemigo de fuera, a la Europa conjurada. Cuando llegó el momento, el buen sentido del pueblo, el instinto de conservación, la necesidad de la situación, decidieron de pronto el suceso. Las influencias individuales pesaron poco el 20 de junio, pero aún pesaron menos, a nuestro entender, el 10 de agosto. En la primera conmoción todavía pudieron influir algo los hombres, pero una vez dado el impulso, habiendo tomado el necesario curso el terrible crescendo de la cólera nacional, llegó el 10 de agosto, fatal, rápido, en línea recta, disparado como una bala. No hay que exagerar la parte escasa que pudo haber tenido el duque de Orleáns en el 20 de junio. ¿Estuvo mezclado en él su hombre, Sillery? Así se ha dicho, y erróneamente, a mi entender. ¿Corrió su dinero? No es inverosímil. Acababa de hacer el duque un ensayo de aproximación a la corte y había sido rechazado, insultado. Puede ser que Santerre y algunos otros cabezas de motín se gastasen algún dinero en bebidas y en víveres en los figones que, como siempre, fueron los focos de la insurrección. También se ha tenido la idea de que Marat y Robespierre habían concurrido a los conciliábulos preparatorios de la insurrección. Pero en primer lugar, fuera del 31 de mayo, nunca estos dos hombres procedieron unidos. Marat estimaba y despreciaba a Robespierre como un parlanchín, un pobre hombre, muy lejos de la altura y audacia que caracterizan al gran hombre de Estado, e incapaz de comprender una palabra de los dos remedios heroicos: la cuerda y el puñal. Desde luego Marat no intervino en el 20 de junio. No se descubre allí su mano sanguinaria. Robespierre no sólo no ayudó, sino que fue totalmente opuesto, pues no era partidario de estos grandes movimientos. Era un hombre hecho de una sola pieza y no había que sacarle de su táctica jacobina ni de sus costumbres. Acicalado, rizado, empolvado, era incapaz de comprometer en aquellas asonadas, y ni aun en la ruda sociedad que las producía, la economía de su persona. Ni la Gironda ni los jacobinos intervinieron. La primera ayudó con sus votos. Pétion con su connivencia, y aun algo menos de lo que se ha dicho. Los jacobinos se hallaban muy divididos: la gran mayoría era, como Robespierre, contraria al movimiento. Esta división de los jacobinos era quizás el mayor obstáculo. El movimiento natural y espontáneo del pueblo estaba por ello compro metido, pues era natural que vacilase ante la incertidumbre de la gran sociedad y ante la enorme autoridad de Robespierre. Allí se notaba la necesidad de una intervención individual del arte y del genio, para que entre tales obstáculos no abortase el movimiento, sino que siguiese su curso natural, y para que el alma del pueblo no permaneciese muda y comprimida por respeto a unos falsos sabios. No se había olvidado la célebre frase de Vergniaud: “Muchas veces ha salido el terror de este funesto palacio: que entre ahora en él, en nombre de la ley<”. Vergniaud lo dijo, pero si alguien lo hizo, o por lo menos contribuyó a hacerlo, no fue, en mi concepto, otro sino Danton. Entre todos los hombres de la Revolución, él fue quien tuvo el verdadero genio práctico, la fuerza, la sustancia, lo que le caracterizó fundamentalmente: ¿el qué? La acción, como alguien dijo. ¿Qué más? La acción. Y como tercer elemento, la acción. Hasta aquí le hemos visto reservándose siempre hábilmente, hacer en los momentos difíciles el maravilloso juego de encontrarse el más enérgico, sin tomar no obstante ninguna iniciativa temeraria. En los clubs, enfrente de la táctica y la desconfianza jacobina, y aún en los cordeleros, donde él se encontraba, por decirlo así, en su casa, aventuraba poco, no tenía confianza completa, contenía la mayor parte de su audacia; había allí poco espacio; no respiraba lo bastante; las más extensas naves eran insuficientes para su voz; le faltaba aire a su anchuroso pecho. Necesitaba ese club, ese salón, esa bóveda que se extiende desde la barrera del Trono a la Grève, y desde allí a las Tullerías, y para hacer acompañamiento a su voz, el cañón, el toque a rebato. Paradójicamente, la reina había sido quien le había colocado en el Ayuntamiento. Ya hemos dicho que ella fue quien, por odio a Lafayette, hizo que los realistas votasen a Pétion cuando las elecciones municipales; el triunfo de este produjo como consecuencia el de Manuel y Danton. Danton, hecho sustituto del procurador del común, vino a recibir, por decirlo así, de mano de los realistas, las armas con que había de combatir a la realeza. La Comuna de París fue desde entonces la máquina, la pieza de artillería que él manejó, sin dar todavía la cara. En el gran consejo de la Comuna, en el consejo municipal, contaba con una minoría muy ardiente que podía servirle de ayuda. No era posible esperar a los veinte mil federados del 14 de julio: el peligro era inminente. La espada de Lafayette estaba pendiente sobre París, que además tenía clavado en los riñones el puñal realista. En los jacobinos se discutía todos los días sobre las personas; nadie se acordaba de las cosas ni de las realidades. Robespierre empapaba todas las resoluciones en un torrente de agua tibia. Su manía era impedir la llegada de los veinte mil y empujar a la Asamblea a la revocación de su decreto, lo cual era volver a la vaina el acero. No había que pensar en combatir a Robespierre en los Jacobinos. Danton se hubiese estrellado. Había que neutralizarle de una manera indirecta. Era necesario conmover a la sociedad, hacerla salir de su prudencia casera, soliviantarla con la tonante voz del pueblo, de suerte que, si valiéndose de la espada de Lafayette intentasen un golpe de Estado los fuldenses y la corte, se pudiese responder al instante con un gran movimiento de París, sin que los jacobinos hiciesen la contra. Contra el general, contra el ejército que tal vez llevase en pos, era necesario el ejército popular. Danton, en quien rebosaba una existencia poderosa, en quien toda vida vibraba, tuvo siempre bajo su mano un vasto teclado de hombres que manejaba a su antojo, hombres de letras, hombres de acción, fanáticos, intrigantes, algunas veces hasta héroes: la escala inmensa y variada de las buenas y las malas pasiones. Como aquel intrépido fundidor que para limar el metal en fusión arrojaba mezclados los platos y las fuentes, los vasos innobles y sucios, que fundidos en un mismo crisol y a un mismo tiempo, produjeron por igual un dios, del mismo modo el gran artista de la Revolución tomaba de todas partes los elementos puros e impuros, los buenos y los malvados, las virtudes y los vicios, y vertiéndolos juntos en las profundas matrices, hizo surgir la estatua de la libertad. Tenía a su disposición a Camille Desmoulins, el Voltaire de la Revolución, y no lo utilizó. Manejaba también a un artista admirable, el autor de Philinte, Fabre d'Églantine, y no se sirvió de él. Prefería lanzar agentes anónimos. En aquellas circunstancias todo desconocido tenía sobre todo hombre conocido una inmensa ventaja, se llamaba “el pueblo”. ¿La escena que vamos a referir fue obra de Danton para embarazar a los jacobinos, o fue un hecho espontáneo, una inspiración verdaderamente popular? No intentaré decidirlo. El 4 de junio, el día mismo en que los fuldenses se habían arrojado a pedir la acusación de Pétion, un hombre de chupa, del barrio de SaintAntoine, se presenta en los Jacobinos y arrebata a los concurrentes con una oratoria admirable. No esa vana palabrería que la sociedad está acostumbrada a oír todos los días: es un discurso rudo, atrevido, profundamente calculado, prodigiosamente audaz< Allí se ve la sencillez del genio: no es posible negarlo. Aquel desconocido, fuerte en su traje de obrero y con sus manos callosas, habló como el aldeano del Danubio al Senado jacobino; le dijo las verdades. Para hacer tragar la pfldora, descargaba también golpes sobre todo lo demás, hombres y partidos: fuldenses, Gironda, etc. He aquí la síntesis de sus palabras: “Ya lo veis, dijo: soy un hombre de chupa; pues bien; yo me atrevo a reunir todavía diez mil hombres< He de advertiros, señores, que os ocupáis demasiado en personalidades. Siempre estáis agitados por disputas de amor propio, en tanto que la patria reclama vuestra atención< Yo mismo iré el domingo a presentar petición a la Asamblea Nacional; y si no encuentro jacobinos que me acompañen, no importa, la leeré yo solo< Aunque no llevemos calzones, no nos faltan sentimientos< Con Jean-Jacques Rousseau, os diré que la soberanía del pueblo es inalterable. Sostendremos a los representantes mientras cumplan con su deber: si faltan a él ya veremos lo que nos toca hacer< ¡Y yo mismo, también soy miembro del soberano!” (Grandes aplausos). De esta manera fue proclamado, en el seno mismo de los amigos de la Constitución, el derecho a destruirla, el imprescriptible derecho del pueblo de recobrar, en caso de necesidad, su soberanía por medio de la insurrección. No era aquella, de ningún modo, la tradición jacobina. El 13 de junio, cuando salieron del ministerio Roland y los girondinos, Robespierre, temiendo algún movimiento, habló largamente aquella noche para impedir que se ocupasen demasiado del ministerio caído. Y dijo que “era preciso cortar las insurrecciones parciales, que no hacen más que enervar la cosa pública”. “Juntémonos alrededor de la Constitución< Ninguna otra medida ha de adoptar la Asamblea más que la de sostener la Constitución< Si la tocamos, otros vendrán diciendo: El mismo derecho tenemos nosotros a modificarla<”. Jamás Robespierre estuvo más pesado, más ajeno a la situación. En aquel terrible momento de peligro exterior e interior, cuando Francia perecía precisamente por el uso que el rey hacía de la Constitución, predicarla, recomendarla, era por lo menos una torpeza. Aquella nulidad en un momento tan solemne habría matado y enterrado a Robespierre, él no habría sido el jefe y la esperanza de una pandilla determinada a apoyarle a pesar de todo, si no hubiera sido aceptado desde hacía largo tiempo como pedagogo y maestro de escuela, regente de los jacobinos. Danton dijo de él una frase muy vulgar, pero muy grave, y que caracteriza vigorosamente su incapacidad para cualquier cosa práctica, de ejecución inmediata: “¡Ese burro no es capaz de cocer un huevo!”. Robespierre concluyó tristemente con estas palabras, en verdad demasiado prudentes, que debían cubrirle y salvarle sucediera lo que sucediese: “Que conste que me he opuesto a todas las medidas contrarias a la Constitución”. Danton se guardó muy bien de contestar a aquella homilía. Pidió que se aplazase la discusión hasta el día siguiente: “Mañana, dijo, me comprometo a llevar el terror a una corte perversa”. Al día siguiente se contentó con reproducir poco más o menos lo que ya había sido dicho por uno de sus amigos, Lacroix: que era preciso destituir a los generales, renovar los cuerpos electorales, vender los bienes de los emigrados, interesar a las masas en la Revolución, haciendo pesar casi todos los impuestos sobre los ricos. Dijo que era necesario que fuese repudiada la reina y despedida con consideración y seguridad. Añadió que “una ley de Roma, hecha después de Tarquino, permitía que se matase sin juzgar a cualquiera que hablase contra las leyes”. Y otras muchas cosas vagas y violentas que podían distraer la atención y dar gusto a los jacobinos sin revelar ningún proyecto de actualidad. El 14, sin embargo, Legendre, hombre de pasiones sencillas, sincero y colérico, al que Danton manejaba a su antojo, fue al barrio de SaintAntoine para ponerse de acuerdo con el hombre influyente del barrio, el cervecero Santerre. Este, de raza alemana, grande, gordo y pesado, una especie de Goliath, sin ingenio ni talento (como lo demostró en la Vendée), tenía lo que conmueve a las masas: apariencia de valor, de buen corazón y de hombría de bien. Era rico, repartía pródigamente, de lo suyo sin duda, pero también, puede creerse sin esfuerzo, el dinero que el partido orleanista o el que fuera, quería distribuir. Comandante del batallón de los Quinze-Vingts, podía disponer del barrio; era muy estimado. Daba apretones de manos a todo el mundo; ¡pero qué apretones! Cervecero rico, oficial superior con grandes charreteras, yendo y viniendo por el barrio sobre su gran caballo, no se mostraba sin embargo orgulloso con la gente pobre. Era un patriota famoso y con una voz que podía oírse desde la barrera del Trono hasta la puerta de Saint- Antoine. El honorable cervecero iba casi siempre acompañado de buen número de pobres diablos, vencedores de la Bastilla, a los que daba de comer y de beber; y de otros menos honorables, oradores de plazuela, de los que se valía para promover asonadas; por ejemplo, un joven joyero holgazán, que a fuerza de hablar, de chillar y de audacia, llegó a general para desgracia de la República, el inepto general Rossignol, conocido en la Vendée por sus tonterías como perseguidor de Marceau y de Kléber. Estos eran los compañeros de Santerre. Veamos los que se unían a estos, los que desde el 14 al 20 se reunían en su trastienda reclutados por Legendre desde el barrio de San Guzmán o de otros. Había un gran número de cordeleros. Había desde luego cabezas de motín, hombres singulares que se hallaban indefectiblemente en todas partes donde había ruido, que se distinguían o por la potencia de su voz o por algún defecto físico o por cualquier ridiculez, que divertía a la muchedumbre y servía de bandera. Entre ellos un aullador admirable, Saint-Huruge, un marido célebre, encerrado antes de 1789 por los poderosos amigos de su mujer y que iba gritando que vengaría sus desdichas conyugales hasta la extinción de la monarquía. Grande y gordo, armado de un enorme bastón, en los motines, disfrazado a veces como los mozos de cuerda del mercado, Saint-Huruge daba miedo a la canalla misma. Había también un jorobado terrible (siempre se han distinguido estos en la Revolución), el abogado de Marat, Cuirette-Verrières. Ya hemos visto a caballo, el 6 de octubre y el 16 de julio, a este polichinela sanguinario. Hablador intrépido, no fue superado más que una sola vez: fue en una causa en que la parte contraria decidió que informase contra él un abogado con mayor joroba que la suya. Otro, Mouchet, era un hombrecillo negro, cojo, patizambo, especie de diablo cojuelo, que divertía con su actividad y sin estar en el complot, se agitó mucho el 20 de junio. Era juez de paz en el Marais, oficial municipal, y ceñía banda. El jefe natural del barrio debería haber sido el héroe del Club de los Mínimos, la contrafigura de Danton, el pequeño y furioso Tallien, pero se hubiera significado demasiado Danton. Luego un tartamudo ingenioso, angloitaliano, Rotondo, con las costillas aún doloridas por los golpes que había recibido en julio de 1791, pensaba desquitarse en junio del 92. Y juntamente con estos habladores, había un hombre que no hablaba, pero que mataba: el auvernés Fournier, conocido como “el americano”. El director del barrio Saint-Marceau, que iba por la noche a casa de Santerre, era un tal Alexandre, comandante de la guardia nacional. Allí iba también un hombre de acción, elegante y fatuo, que no habiéndose distinguido arriba se lanzaba abajo en brazos del pueblo, el polaco Lazouski. Era capitán de los artilleros de Saint-Marcel. Parece que del barrio de Saint-Iacques también iba a casa de Santerre un artista extraordinariamente exaltado y apasionado, Sergent, que tuvo la gloria de ser cuñado de uno de nuestros héroes más puros, Marceau, y que tuvo también la desgracia, la infamia (inmerecida, a mi juicio) de haber organizado la matanza de septiembre. El 16 el asunto fue planteado por el polaco Lazouski. Era ministro del consejo general de la Comuna. Anunció en el consejo que el miércoles 20 de junio los dos barrios presentarían peticiones a la Asamblea y al rey, y plantarían en la terraza de los fuldenses el árbol de la libertad en memoria del Juego de Pelota y del 20 de junio de 1789. Como el consejo denegase la autorización, declararon los peticionarios que prescindirían de ella, que si la Asamblea recibía bien a los peticionarios del otro partido (el mismo día 19 recibió a todo un batallón) no podía dejar de recibirles bien a ellos. Se decía que el rey acogería la solicitud presentada solamente por veinte personas. Chabot fue por la noche a las secciones del barrio de Saint-Antoine y les dijo: “La Asamblea os esperaría mañana sin falta con los brazos abiertos”. En realidad, aquella misma noche había recibido la Asamblea una moción fulminante de los marselleses: “Sobre el despertar del pueblo, de aquel león generoso que iba por fin a salir de su marasmo”. Había ordenado que esta demanda se enviase a los departamentos y con este favor parecía que autorizaba el movimiento del siguiente día. Todo el mundo se prometía asistir como a una fiesta. Algunos, más prudentes, se preguntaban: “¿Pero y si disparan contra nosotros?”. Los demás se burlaban de ellos: “¿Y por qué? contestaban; allí estará Pétion”. El directorio de París (La Rochefoucauld, Talleyrand, Rœderer, etcétera) prohibía la reunión y para impedirla acudía a la guardia nacional. Pétion, mejor instruido, sabía que la misma guardia nacional en los barrios constituiría una buena parte de la reunión. Impedirla era imposible, pero podía regularizarla, hacerla pacífica llamando a filas a la guardia nacional en masa y haciendo que tomase parte en el movimiento. Esto es lo que propusieron el 19 a medianoche los administradores de la policía. Convocado el directorio en el mismo instante, se negó, no queriendo a ningún precio legitimar una reunión ilegal. Pero no tenía ninguna fuerza para hacer respetar aquella negativa. Varias secciones no hicieron caso y autorizaron a los comandantes de batallón a que condujesen a sus gentes. Por otra parte, el comandante general reunió y colocó varios batallones en el Carrousel y en las Tullerías, de suerte que la guardia nacional corría peligro de chocar con la guardia nacional, renovando la terrible escena del Campo de Marte. Esto es lo que temía Pétion y lo que quiso evitar a toda costa. En junio amanece muy temprano. Desde las cinco de la mañana eran muy considerables los grupos en los dos barrios. Los municipales, con sus bandas, les arengaban en vano. Aquella multitud, mal armada con sables, picas y palos, compuesta por hombres, mujeres y niños, no se presentaba en manera alguna hostil ni violenta. Así lo afirman expresamente infinidad de testigos. Por regla general habían tomado las armas y los cañones por prudencia y para su seguridad, por miedo, según decían, a que hicieran fuego contra ellos. Temían que hubiera alguna asechanza en las Tullerías, alguna emboscada revelada de pronto en aquel antro de la monarquía. “No queremos hacer daño a nadie, decían a los municipales; no hacemos una asonada, queremos únicamente presentar una petición como han hecho los otros. A ellos les han acogido bien; ¿por qué excluirnos a nosotros?”. Luego todos, hombres y mujeres, les rodeaban y les decían cordialmente: “Vamos, señores, venid con nosotros, colocaos a nuestra cabeza”. La columna principal, salida de los Quinze-Vingts, con el alamo que se debía plantar, llevaba al frente una tropa de Inválidos, por jefe a Santerre y a un mozo de cuerda del mercado (ya sabemos que era Saint-Huruge). Cuando llegaron a la plaza Vendôme y atravesaron la calle de SaintHonoré, se encontraron enfrente de un puesto de guardias nacionales que les cerró el pasaje de los Fuldenses y el acceso a la Asamblea. El torrente, aumentado en el camino, se componía entonces de cerca de diez mil hombres; habría podido arrollar al puesto, pero existía generalmente en la multitud un espíritu de dulzura y de moderación. No intentaron luchar, abandonaron el proyecto de su árbol sobre la terraza y se dirigieron al patio vecino de los capuchinos, donde se entretuvieron en plantarlo. Entretanto sus comisionados reclamaban de la Asamblea el favor de desfilar ante ella. Aseguraban que depositarían su petición sobre la mesa y ni siquiera se acercarían a las Tullerías. Vergniaud, al pedir su admisión, quería que por si acaso se enviaran al rey sesenta diputados. La precaución era muy sabia. Cosa extraña, fue un fuldense el que se opuso a ello, diciendo que esta precaución sería injuriosa para el pueblo de París. Mientras la música que les precede toca el Ça ira, entran; un orador lee en la barra la amenazadora petición. Contenía alguna frase violenta que trascendía a sangre; esta, por ejemplo, dirigida a la mismaAsamblea: “La patria, la única divinidad que nos está permitido adorar, ¿encontraría hasta en su templo refractarios a su culto?< ¡Que se nombren los amigos del poder arbitrario! El verdadero soberano, el pueblo, está aquí para juzgarlos. Nos quejamos, señores, de la inacción de nuestros ejércitos (esto contra Lafayette). ¡Averiguad la causa de ello, y si proviene del poder ejecutivo, que sea aniquilado! Nos quejamos de las lentitudes de la alta cámara nacional< ¿Se quiere obligar al pueblo a que vuelva a empuñar la espada?”. Acto seguido pedían permanecer sobre las armas “hasta que fuera cumplida la Constitución”. La actitud del pueblo, en cuyo nombre se acababa de leer esta moción violenta, no respondía a su contenido; estaba bullicioso, pero más alegre que amenazador. El tiempo era admirable, uno de esos días en que el cielo, por el esplendor de la luz y lo agradable de la temperatura, da esperanzas a todos y parece encargarse de consolar las miserias más profundas. Las de París iban en aumento. A pesar de lo barato que se vendía el pan, como había cesado toda clase de trabajo y casi todo el comercio, había infinidad de personas hambrientas. Todo el mundo, sin embargo, obreros sin trabajo, pobres familias harapientas, madres cargadas de hijos, aquella masa inmensa de infortunados, se había levantado antes de amanecer de la paja o del camastro; había abandonado las buhardillas de los barrios, con la vaga esperanza de encontrar aquel día algún remedio a sus males. Sin conocer bien a fondo la situación, sabían en general que el obstáculo para todo cambio era el veto del rey, su voluntad negativa, inspirada sin duda por la reina. Era preciso vencer aquel obstáculo, hacer entrar en razón al señor y a la señora Veto. ¿Cómo y por qué medio? No habían pensado bastante en ello: excepto un pequeño número de directores, la multitud no tenía la menor intención de forzar la entrada de palacio. ¿Qué es lo que querían verdaderamente? lr. Querían marchar juntos, gritar juntos, olvidar por un día sus miserias, dar juntos un gran paseo cívico aquel día tan hermoso. Sólo el favor de ser admitido en la Asamblea era para ellos una fiesta. La Iglesia comenzaba a mostrarse como realmente era, la enemiga del pueblo; ¿a qué altar podían recurrir aquellos desgraciados? A ninguno mejor que al templo de la Ley, a la Asamblea Nacional. Allí iban en peregrinación, como en la Edad Media a los santuarios famosos en épocas de grandes calamidades. Llegaron demasiado tarde y ya muchos de ellos, levantados desde las tres o las cuatro de la madrugada, en pie todo el día, obligados para sostenerse a pedir fuerzas al vino adulterado de París, se hallaban ante la Asamblea en un estado poco digno de ella. Varios bailaban al pasar y gritaban: “¡Vivan los patriotas! ¡Vivan los sans-culottes! ¡Abajo el veto!”. En aquella muchedumbre que cantaba y danzaba, había ¡contraste cruel! caras lívidas y demacradas, verdaderas imágenes de la desesperación, infortunados que, a pesar del exceso de privaciones, se habían esforzado en arrastrarse hasta allí, mujeres pálidas y acaso en ayunas, llevando niños enfermizos. Parecía que sólo habían ido para enseñar a la Asamblea las miserias extremas que debía remediar. El pequeño momento de dicha, de confianza y de consuelo que tenían al atravesar aquel lugar de esperanza, lo demostraban con algún grito alegre, salvaje, o con una triste sonrisa si no podían gritar. Aquella alegría habría sido espantable si no hubiera sido dolorosa. Como nadie había preparado nada para dar paso a aquella gran multitud, se produjo en el exterior una obstrucción, una sofocación prodigiosa. Estaba cerrada la verja de las Tullerías y detrás de ella se hallaba un batallón de la guardia nacional con tres cañones. Detenida la turba, sin salida, golpeaba violentamente aquella verja; y detrás siempre, la multitud seguía acumulándose. Mientras se dirigen al palacio para pedir que abran, es forzada la verja. La muchedumbre atraviesa la terraza de los fuldenses. Pero en vez de salir por donde hoy está la calle de Rivoli, fuerza la entrada del jardín, y pasando pacíficamente por delante de la fila de los guardias nacionales formados a lo largo del castillo, va a buscar la salida del muelle para entrar en el Carrousel. Los postigos estaban custodiados; es rechazada la turba, se irrita y parece inminente una colisión. Dos oficiales municipales, Mouchet, el diablo cojuelo, y otro, intentan apaciguar a la gente, permitiendo el paso a la primera tanda que lo intentaba. Otros municipales que aún simpatizaban más con el movimiento, dejan pasar a los demás. Ya están en el Carrousel. En la puerta del patio real les arenga un municipal: “Es el domicilio del rey; no podéis entrar en él con armas. No tiene inconveniente en recibir vuestra petición, pero solamente presentada por veinte diputados”. “Tiene razón”, decían los que podían oír. Pero los que estaban detrás no oían nada y empujaban con todas sus fuerzas. Aquella multitud se veía amenazada por la espalda por los cañones de la guardia nacional. Pero el comandante de aquella artillería no era ya obedecido por sus artilleros. Al querer guiarlos dijo el subteniente: “No partiremos; el Carrousel ha sido forzado y es preciso que el castillo lo sea también< ¡A mí, artilleros!, dijo señalando con la mano hacia las ventanas del rey. ¡Frente al enemigo!”. Desde aquel instante apuntaron los cañones hacia el castillo. Eran las cuatro. La muchedumbre permanecía allí, en el Carrousel, inmóvil, inofensiva, sin saber qué hacer. Pero he aquí que Santerre y Saint-Huruge, concluido el desfile, llegan de la Asamblea: “¿Por qué no entráis?” gritan al pueblo. Entonces, todos a una vez se lanzan sobre la puerta y la golpean repetidamente; próxima a ceder, vacila. Iban ya a disparar un cañonazo cuando dos municipales, deseando evitar una resistencia inútil, ordenaron, o por lo menos permitieron, que se levantase la báscula que sujetaba las dos hojas. La multitud entró precipitadamente. Santerre, Legendre y Saint-Huruge marchaban a la cabeza. Detrás de ellos seguía un cañón. En el pabellón del Reloj, al pie mismo de la escalera, un grupo de guardias nacionales y de ciudadanos les hicieron frente valerosamente, dirigiéndose a Santerre: “Sois un malvado, inducís a estas buenas gentes; toda la culpa es vuestra<”. Santerre miró a Legendre, quien le animó con otra mirada. Entonces, volviéndose hacia su gente, dijo con ironía: “Tomad nota de que me niego a marchar a vuestro frente hacia las habitaciones del rey”. Sin detenerse más, la turba lo atropelló todo, y tal fue su empuje que el cañón que llevaban, a pesar de lo que pesaba, en un momento fue subido hasta lo alto de la escalera. El castillo no presentaba ninguna defensa. Los suizos estaban en Courbevoie. La guardia constitucional, a la que se seguía pagando y subsistía a pesar del decreto de licenciamiento, no había sido convocada. Doscientos caballeros, todo lo más, se habían presentado en el castillo, no atreviéndose ni aun a mostrar las armas, ocultándolas bajo sus vestidos. Evidentemente el rey había creído lo que Pétion decía y creía él mismo, lo que uno de los girondinos, Lasource, había afirmado de nuevo una o dos horas antes en la Asamblea, lo que el orador de la reunión había prometido expresamente: que no irían al castillo, o que a lo más enviarían la petición con una diputación de veinte comisionados. Por su parte, los guardias nacionales no tenían ninguna gana de repetir la terrible escena del Campo de Marte en defensa de una monarquía a la que consideraban, como todo el pueblo, pérfida y traidora. Los que ocupaban el castillo por la parte del jardín, cedieron sin dificultad a los ruegos de la multitud, que al pasar les pedía que quitasen las bayonetas de los fusiles. Los que ocupaban los puestos del interior se escurrieron tranquilamente. En el mismo momento, los gendarmes apostados en el Carrousel ponían sus sombreros en las puntas de los sables y gritaban: “¡Viva la nación!”. Ved a la multitud dueña del campo. Había llegado, con su cañón, a lo alto de la gran escalera. Allí dos oficiales municipales con sus bandas preguntaron a los invasores qué es lo que pensaban hacer con aquella artillería. ¿Creían que con semejante violencia iban a conseguir alguna cosa del rey? Aquella observación les sorprendió. “Es verdad, dijeron la mayor parte; es verdad, nos hemos equivocado y lo sentimos verdaderamente”. Y volvieron el cañón, queriendo bajarlo otra vez. Desgraciadamente el eje se enganchó en una puerta. No podían ya avanzar ni retroceder. El municipal patizambo, el pequeño Mouchet, intervino, dio órdenes. Los zapadores cortaron el marco de la puerta, desengancharon la pieza y consiguieron bajarla. Tal era la confusión que reinaba, que los de abajo, que no habían visto subir el cañón, creían que había sido encontrado en las habitaciones y gritaban que se había querido ametrallar al pueblo. La columna penetra sin obstáculo hasta el Ojo de Buey, que estaba cerrado. Era preciso abrirlo pronto, mejor que forzarlo. Un oficial superior de la guardia nacional penetró por otra entrada: advirtió a la familia real y rogó al rey que se dejase ver. El rey consintió en ello sin trabajo y se presentó. Su hermana Madame Isabel no quiso separarse de su lado. En el momento en que aquella multitud armada invadió toda la habitación, exclamó el rey: “¡A mí cuatro granaderos!”. Felizmente había allí algunos. Eran guardias nacionales, comerciantes del barrio de Saint-Denis, buenas gentes, que se portaron muy bien. Se colocaron ante el rey, desenvainando sus sables, pero él hizo que los envainaran. Un testigo ocular, Perron, dice que en general el pueblo no demostraba mala voluntad. Se oyeron, sin embargo, entre gritos confusos, frases amenazadoras: “¡Abajo el veto!”. “¡Llamad de nuevo a los ministros!”. La multitud abre paso y deja que se acerque Legendre. Cesa el ruido. El carnicero, con voz conmovida y colérica, dirigiéndose al rey: “¡Señor!<”. A esta palabra, que era ya una especie de destitución, el rey hizo un movimiento de sorpresa< “Sí, señor, continuó Legendre con firmeza; escuchadnos; tenéis obligación de oírnos< Sois un pérfido, nos habéis engañado siempre; nos engañáis todavía< Pero tened cuidado; la medida está colmada. El pueblo está cansado de ser vuestro juguete”. Luego leyó una petición violenta en nombre del pueblo soberano. El rey parecía impasible y repuso: “Soy vuestro rey. Haré lo que me manden hacer las leyes y la Constitución”. Esta última frase era para él el gran caballo de batalla. Había visto perfectamente que aquella Constitución de 1791, que permite al rey detener toda la máquina política, era una patente de inercia; que le daba medios de atar a Francia, de esperar los socorros imprevistos que vendrían de las circunstancias interiores o exteriores, de los excesos de los anarquistas o de la invasión extranjera. Desde entonces, Luis XVI, agarrado a la Constitución, aprendiéndola de memoria, llevándola siempre en el bolsillo, citándola a todas horas a sus ministros, había dominado sus escrúpulos y jugaba al juego peligroso de matar la Revolución con la Constitución. La multitud comprendía muy bien que el rey no haría nada y se enfurecía. Varios coléricos o embriagados hacían ademán de arrojarse sobre él. Le amenazaban desde lejos con sables o con espadas. ¿Querían matarle? La cosa habría sido muy fácil: el rey tenía poca gente a su alrededor y varios de los asaltantes, que tenían pistolas, podían herirle desde lejos. Es evidente que nadie, el 20 de junio, pensaba en ello. No lo pensaron ni aun el 10 de agosto. Bien sé que mucho tiempo después, el colérico Legendre, instigado por Boissy d'Anglas, el hombre de la reacción, que le preguntaba si verdaderamente habían querido matar al rey el 20 de junio, replicó con violencia: “Sí, señor, lo hubiéramos querido”. Para mí esto no prueba nada. Los sucesos posteriores demuestran que muchos de los que representaron el papel de furiosos, como Danton y como Legendre, se alabaron por jactancia de una infinidad de crímenes y de violencias en que jamás habían pensado. Lo que se quería era asustar, convertir al rey valiéndose del terror. Un hombre llevaba en el extremo de una pica un corazón de ternera con esta inscripción: “Corazón de aristócrata”. En otra bandera que llevaban se veía una reina ahorcada. El mayor peligro que corría el rey era el de ser ahogado. Se le había hecho subir sobre una banqueta cerca de una ventana. Allí permaneció cerca de dos horas con mucha firmeza, con una insensibilidad completa ante las amenazas y una perfecta indiferencia por su propia persona. El sentimiento que le animaba a sufrir por la religión le daba una calma admirable. Habiéndole dicho un oficial: “Señor, no temáis nada”, el rey le cogió con fuerza la mano, la puso sobre su corazón y dijo lo que hubieran dicho los primeros mártires: “No tengo miedo; he recibido los sacramentos; que hagan de mí lo que quieran”. Aquel momento de fe heroica realza infinitamente a Luis XVI en la historia. Lo que le perjudica, en cambio, es que en aquel mismo momento (fuerza verdaderamente singular de la educación y de la naturaleza) reaparecieron sus costumbres de duplicidad real. A todos los que le apostrofaban, les respondía que “jamás se había apartado de la Constitución”, refugiándose en la interpretación literal, judaica, de un acto cuyo espíritu falseaba. Aún más; uno de los asistentes le presentó desde lejos, valiéndose de un bastón, el gorro de la igualdad, y el rey, sin vacilación, extendió la mano para cogerlo. Luego, distinguiendo una mujer que tenía una espada adornada de flores y una escarapela tricolor, el rey le pidió la escarapela y la colocó en el gorro colorado. Esto conmovió tanto al pueblo que con todas sus fuerzas gritaron: “¡Viva el rey! ¡Viva la nación!”. Y el rey, con los demás, gritaba: “¡Viva la nación!”, y agitaba el gorro en el aire. Así entretenía a la multitud y rehusaba obstinadamente la sanción de los derechos. Por fin la Asamblea se había enterado de la situación del rey y se movía lentamente, juzgando sin duda que la lección debía de ser bastante fuerte para que produjera impresión. Sin embargo, la negativa del rey podía a la larga cansar y exasperar a algunos furiosos, ocasionando una escena trágica. Los primeros que lo comprendieron y se emocionaron fueron los dos grandes oradores de la Asamblea, Vergniaud e Isnard. Sin esperar a saber qué medidas se votarían, corrieron en persona al castillo y atravesaron la multitud con gran trabajo. Isnard se hizo llevar sobre los hombros de dos guardias nacionales y dijo al pueblo que si obtenía enseguida lo que pedía, se creería arrancado por la violencia, que se le daría satisfacción y que respondía de ello con su cabeza. Pero ni Isnard ni Vergniaud produjeron la menor impresión. Los gritos continuaban sin interrupción: “¡Abajo el veto! ¡Llamad a los ministros!”. Los dos oradores continuaron sin embargo, se convirtieron en guardianes del rey protegiéndole con su popularidad y en caso de necesidad con sus cuerpos. Entretanto la turba había penetrado en las habitaciones, observando con curiosidad aquellos lugares tan nuevos para ella, haciendo comentarios a veces con frases más groseras que hostiles o violentas. En la alcoba, por ejemplo, decían todos: “El gordo Veto tiene una buena cama; mejor, a fe mía, que la nuestra”. La reina se había quedado en la cámara del consejo, refugiada en el hueco de una ventana y protegida por una maciza mesa que habían colocado delante de ella. El ministro de la guerra, Lajard, había reunido en la sala a una veintena de granaderos. Tenía cerca de ella a su hija y a madame de Lamballe, con algunas otras damas; delante de ellas, sentado sobre la mesa, estaba el delfín. Esta era la mejor defensa contra la multitud que pasaba. Casi todos experimentaban un respeto inesperado, varios un súbito cambio en sus sentimientos en presencia de aquella madre, de aquella reina verdaderamente altiva y digna. Entre las mujeres más violentas, se detuvo una muchacha un momento y prorrumpió en mil imprecaciones. La reina, sin alterarse, le preguntó si le había hecho algún daño personalmente: “Ninguno, contestó, pero sois vos la que perdéis a la nación”. “Os han engañado, dijo la reina. Yo me he casado con el rey de Francia, soy la madre del delfín, soy francesa y ya no volveré jamás a mi país. Sólo puedo ser feliz o desgraciada en Francia; era muy dichosa cuando me queríais”. Entonces la muchacha le dijo llorando: “¡Ah! Señora, perdonadme, no os conocía, y ahora veo que sois buena”. Habían puesto al pobre delfín un enorme gorro rojo que le sofocaba. El mismo Santerre, al pasar, quedó conmovido y se lo quitó: “¿No veis, dijo, que el niño se ahoga con ese gorro?”. Por fin llegó Pétion, a las seis. “Señor, dijo, en este instante acabo de saber<”. “Es muy extraño, dijo el rey, porque ya hace dos horas que dura esto”. En realidad no se podía acusar al alcalde por su tardanza. Está probado de una manera indudable que no le habían advertido hasta hacía una hora, que en el mismo instante habían tomado un coche con Sergent y otros municipales, pero que en los patios, en las escaleras, en las habitaciones, no había podido penetrar sino a fuerza de una serie de arengas. Fueron precisos grandes esfuerzos para introducirle y lanzarle a través de la masa compacta que rodeaba al rey. Cuando al fin llegó, “agitado y sofocado”, dice un testigo ocular, le alzaron en un sillón sobre los hombros de un granadero. Habló con su placidez natural, sin embargo con bastante claridad: “Ciudadanos, ya habéis presentado vuestra petición y no podéis ir más lejos. El rey no puede ni debe responder a una petición presentada a mano armada. Con calma verá lo que debe hacer. Seréis imitados en los departamentos y el rey no podrá negarse a acceder al voto del pueblo” (Aplausos de la multitud). Un joven rubio de veinticinco años avanza entonces furioso y grita a voz en cuello: “Señor, señor, en nombre de cien mil almas que están aquí, vuelva a llamar a los ministros patriotas y sancione los decretos ¡o pereceréisl”. A lo cual respondió el rey con frialdad: “Os apartáis de la ley: dirigíos a los magistrados del pueblo”. Pétion callaba. Uno de los municipales le instó a que despidiera al pueblo, añadiendo que su conducta sería criticada por lo sucedido. Entonces se decidió: “Retiraos, ciudadanos, si no queréis comprometer a vuestros magistrados< El pueblo ha hecho lo que debía hacer. Habéis obrado con la fiereza y la dignidad de los hombres libres. Pero ya basta, retiraos”. Y el rey añadió con seriedad cómica y mucha presencia de ánimo: “He mandado que se abran las habitaciones: el pueblo, al retirarse por el lado de la galería, tendrá el gusto de verlas”. La curiosidad se apoderó de la gente. La sala se vaciaba ya, cuando llegó una diputación de veinticuatro representantes. El rey les dijo: “Doy gracias a la Asamblea; estoy tranquilo en medio de los franceses”. Y repitiendo la acción que había hecho al principio, tomó la mano de un guardia nacional, la puso sobre su corazón y dijo: “Ya lo veis, estoy tranquilo”. Entonces, rodeado de diputados, de guardias nacionales, protegido por su comandante, se dirigió bruscamente hacia una puerta excusada, cerca de la chimenea, y salió, cerrándose inmediatamente aquella tras él. Poco después, la reina enseñaba a la diputación el aspecto deplorable de la habitación con las puertas destrozadas. Se percató de que un diputado, el ardiente Merlin de Thionville, tenía lágrimas en los ojos. Aquel se excusó con viveza. “Lloro, sí, señora, lloro, pero por las desgracias de una mujer sensible y bella, de una madre< No lloro por la reina. Odio a las reinas y a los reyes< Tal es mi religión”. El rey, de regreso a sus habitaciones, conservaba, sin darse cuenta, el gorro colorado que se había puesto. Aquel gorro, demasiado pequeño para su cabeza, se había quedado sobre sus cabellos. Se lo hicieron notar y fue lo que más sintió; lo arrojó violentamente a sus pies, indignándose, en aquella jornada, en que por lo demás se mostró heroico, de hallar sobre sí aquella señal de fingimiento. 1792
El 20 de junio y el 10 de agosto comienzan la guerra.—Los
voluntarios de 1792.—La Marsellesa (marzo).—Un altar de la patria en cada Ayuntamiento.—Lafayette se declara a favor de la corte contra la Gironda.—Lafayette llega a París, se presenta en el tribunal de la Asamblea (27 de junio).—Lafayette no encuentra apoyo ni en la corte ni en París.—Peligros de Francia en el exterior y en el interior (junio- julio).—Discusión sobre el peligro de la patria (julio).—Discurso de Vergniaud contra el rey.—Lamourette intenta una conciliación (6 dejulio).—Fiesta del 14 de julio.—Declaración de la patria en peligro (22 de julio).—Impotencia de la Asamblea de los Jacobinos, de Robespierre y de Pétion.—Conducta prudente de Danton. —Francia no debió su salvación más que a sí misma.—Manifiesto del duque de Brunswick —La insurrección de París es preparada publicamente.— Recibimiento a los federados de los departamentos (julio).—Llegada de los marselleses (finales de julio).—Pétion acusa al rey ante la Asamblea (3 de agosto).—La Gironda vacila ante la insurrección.
El pueblo salió muy triste de las Tullerías. Todos decían: “No
hemos conseguido nada< Preciso será volver”. Los realistas estaban más gozosos que indignados. Aquella última afrenta hecha al rey les daba esperanza: les parecía que la Revolución había llegado al fondo del abismo y que desde aquel día la monarquía no podría más que realzarse. En realidad el hecho había producido dos resultados graves. Muchos corazones se conmovían en Francia y en Europa con recuerdo de aquella imagen trágica del real Ecce Homo, con el gorro colorado, firme, sin embargo, ante los ultrajes, diciendo “Soy vuestro rey”. Esto en cuanto al sentimiento. Pero la situación era la misma. El combate de las dos ideas se había precisado con claridad. La masa revolucionaria, yendo a chocar contra las Tullerías, había creído no encontrar allí más que al ídolo del despotismo, y resultaba que había hallado la vieja fe de la Edad Media, todavía entera y viva, y bajo la prosaica faz de Luis XVI, hermosa con la poesía de los mártires. ¡Gran espectáculo, donde desaparecen los hombres! ¡Quedan enfrente dos ideas, dos fes, dos religiones! ¡Cosa inaudita, espantosa, como si en pleno día viéramos dos soles en el cielo! ¡Los dos benditos o blasfemosl ¿Pero negarlo? ¿Quién podía? El sol de la Revolución, nacido ayer, ya inmenso, inundaba los ojos de luz, las almas de calor y de esperanza; siempre creciendo, de hora en hora, anunciaba ya que muy pronto su rival de la Edad Media iría palideciendo en las oscuras profundidades. Era duro, falso, injusto, reconocer la buena fe en la negativa de Luis XVI y no reconocerla en la petición del pueblo. No se debe considerar el 20 de junio como un motín, como un simple acceso de cólera. El pueblo de París fue allí el órgano violento, pero órgano legítimo, del sentimiento de Francia. Fue como la vanguardia del movimiento general que la arrastraba hacia la guerra. La guerra interior primero, para hacer enseguida frente a la otra. El hachazo dado en la puerta de la cámara del rey, aquel golpe, es preciso decirlo, fue asestado al enemigo. Apartad la vista de París y contemplad, si vuestra mirada puede abarcarla, la inmensa, la inconcebible grandeza del movimiento. Seiscientos mil voluntarios inscritos quieren marchar a la frontera. No faltan más que fusiles, zapatos y pan. Los cuadros están preparados, las federaciones pacíficas del 90 son los batallones entusiastas del 92. Con frecuencia son los mismos jefes los que los mandan; los que llevaron al pueblo a las fiestas van a guiarlo en los combates. Para no citar más que un ejemplo, fijémonos en aquel hijo del amor, el bastardo Championnet, jefe de la primera federación del Mediodía, la de la Estrella, cerca de Valence. Vedle mandando a sus federados: Sexto batallón de la Drôme. De igual suerte, en Hérault, los federados de Montpellier van a resultar aquel cuerpo famoso, la inmortal, la invencible 32ª media brigada. Aquellos innumerables voluntarios han conservado todos un carácter de la época verdaderamente única que les engendró para la gloria. Y ahora, estén donde estén, muertos o vivos, muertos inmortales, ilustres sabios, viejos y gloriosos soldados, todos están marcados con una señal que los distingue en la historia. La señal, la fórmula, la palabra que hizo temblar toda la tierra, no es más que este nombre sencillo: Voluntarios del 92. Sus maestros, los que les instruyeron y disciplinaron su entusiasmo, los que marcharon delante de ellos como columna de fuego, eran los suboficiales o soldados del antiguo ejército que la Revolución había puesto por delante; sus hijos, que sin ella no eran nada y que por ella habían ganado ya la batalla más grande: la victoria de la libertad. Generación admirable que en un mismo rayo vio la libertad y la gloria, y robó el fuego del cielo. Era el joven, el heroico, el sublime Hoche, que tan poco debía vivir, al que no pudo ver nadie sin adorarle. Era la pureza misma, aquella cara noble, virginal y guerrera, Marceau, llorado por el enemigo. Era el huracán de las batallas, el colérico Kléber, que, bajo un aspecto terrible, tuvo un corazón humano y bueno, y que en sus notas secretas lamenta por la noche las campiñas vendeanas que se ve precisado a devastar de día. Era el hombre del sacrificio, que quería siempre el deber y jamás la gloria para sí, que la da con frecuencia a los demás, hasta a costa de su vida, un justo, un héroe, un santo, el irreprochable Desaix. Y luego, detrás de estos héroes, llegan los ambiciosos, los ávidos, los políticos, los temibles capitanes que más adelante buscaron fortuna con o contra César: la espada más acerada, el áspero piamontés Masséna con su perfil de lobo; reyes o gente a propósito para serlo: los Bernadotte y los Soult, el gran sable de Murat. Y luego una gloriosa multitud, en la que cada hombre, en otro país y en otros tiempos, hubiera ilustrado un imperio. En Francia hay todo un pueblo. Los nombraré sin orden y omitiré muchos sin duda: Kellermann, Ioubert, Jourdan, Ney, Augereau, Oudinot, Victor, Lefebvre, Mortier, Gouvion Saint- Cyr, Moncey, Davoust, Macdonald, Klark, Sérurier, Pérignon, etc., etc. Tales fueron los oficiales, los maestros y los instructores de las legiones del 92. Grandes maestros que predicaban con el ejemplo. No hay que creer, sin embargo, que aquellos rudos y valientes soldados, como muchos de estos, los Augereau, los Lefebvre, representasen el espíritu, el gran soplo del momento sagrado. ¡Ah! Lo que le hacía sublime es que, hablando con propiedad, aquel momento no era militar. Fue heroico. Por encima del impulso de la guerra, de su furor y de su violencia, flotaba siempre el pensamiento grande, verdaderamente santo, de la Revolución: la liberación del mundo. En recompensa le fue dado a la gran alma de Francia, en aquel momento desinteresado y sagrado, el encontrar un canto que, repetido de boca en boca, ha dado la vuelta al mundo. Es cosa divina y rara el dotar de un canto eterno a la voz de las naciones. Fue encontrado en Estrasburgo, a dos pasos del enemigo. Su autor lo denominó Canto del ejército del Rin. Compuesto en marzo o abril, en los primeros momentos de la guerra, no necesitó más de dos meses para recorrer toda Francia. Resonó en el fondo del Mediodía como por un eco violento, y Marsella respondió al Rin. ¡Destino sublime el de aquel canto! Fue cantado por los marselleses en el asalto de las Tullerías; quebranta el trono el 10 de agosto. Se le llama La Marsellesa. Es cantado en Valmy, fortalece nuestras filas vacilantes y espanta al águila negra de Prusia. Y con aquel canto escalaron nuestros jóvenes y bisoños soldados la cuesta de Jemmapes, atravesaron los reductos austriacos y batieron las veteranas bandas húngaras, curtidas en sus luchas con los turcos. Ni el hierro ni el fuego podían con ellas; fue necesario para abatir su valor el canto de la libertad. De todas nuestras provincias, ya lo hemos dicho, la que experimentó quizás más vivamente la dicha de la emancipación, en 1789, fue aquella donde estaban los últimos siervos: el triste Franco Condado. Un joven noble nacido en Lons—le—Saulnier, Rouget de l'Isle, fue el compositor del canto de Francia. Rouget de l'Isle era oficial de ingenieros a los veinte años. Se hallaba entonces en Estrasburgo respirando la atmósfera ardiente de los batallones de voluntarios que acudían allí de todas partes. Había que ver aquella ciudad en aquellos momentos, su hirviente hogar de guerra, de juventud, de alegría, de placer, de banquetes, de bailes, de revistas, al pie de la flecha sublime que se refleja en el Rin; los instrumentos militares, los amigos que se encuentran, que se despiden y se abrazan en las plazas públicas. Las mujeres rezan en las iglesias, las campanas lloran y zumba el cañón como una voz solemne de Francia a Alemania. No fue, como se ha dicho, en una comida de familia donde se compuso el canto sagrado. Fue en medio de una multitud conmovida. Los voluntarios partían al día siguiente. El alcalde de Estrasburgo, Dietrich, les invitó a un banquete, en el que los oficiales de la guarnición fraternizaron con ellos y les estrecharon las manos. Las hijas de Dietrich y varias señoritas, nobles y tiernas hijas de Alsacia, embellecían aquel banquete de despedida con sus gracias y sus lágrimas. Todos estaban emocionados; se adivinaba que iba a comenzar la guerra de la libertad, que durante treinta años ha inundado Europa de sangre. Los que asistían a la comida, sin duda no veían tanto. Ignoraban que dentro de poco tiempo habrían desaparecido todos, el amable Dietrich entre otros, que tanto les obsequiaba, y que todas aquellas encantadoras jóvenes antes de un año vestirían luto. Más de uno, en medio de la alegría del banquete, soñó bajo la impresión de vagos presentimientos, como cuando estamos sentados a la orilla del océano. Pero los corazones estaban muy elevados, llenos de entusiasmo y de sacrificio, y todos aceptaban la tempestad. Aquel impulso común, que agitaba todos los pechos con un movimiento uniforme, necesitaba un ritmo, un canto que consolase los corazones. El canto de la Revolución, colérico en 1793, el Ça ira, no armonizaba bien con la dulce y fraternal emoción que animaba a los convidados. Uno de ellos la tradujo: ¡Vamos! Y al decir esta palabra todo se encontró. Rouget de l'Isle, porque era él, salió precipitadamente de la sala y escribió la letra y la música. Entró cantando la estrofa ¡Marchemos, hijos de la patria! Fue como un rayo celestial. Todo el mundo se conmovió entusiasmado; todos reconocieron aquel canto que oían por primera vez. Todos lo sabían, todos lo cantaron, todo Estrasburgo, toda Francia. El mundo, mientras haya mundo, lo cantará siempre. Si no fuera más que un canto de guerra, no lo hubieran adoptado las naciones. Es un canto de fraternidad, son batallones de hermanos que por la santa defensa del hogar, de la patria, van juntos con un solo corazón. Es un canto que en la guerra conserva un espíritu de paz. ¿Quién no conoce la santa estrofa epargnez ces tristes victimes!? Tal era entonces el alma de Francia, conmovida por el inminente combate, violenta contra el obstáculo, pero magnánima todavía, con grandeza joven y sencilla, en el mismo acceso de cólera, por encima de la cólera. La Asamblea experimentó verdaderamente aquel momento sagrado de Francia, ordenando (el 6 de julio) que en cada comuna se erigiese un altar de la patria. A él se llevarían los niños y allí se inscribirían los nacimientos. Allí irían los jóvenes esposos a unirse en la nueva fe. Allí se inscribirían también los que habían pagado su deuda a la vida. Estos grandes actos de la vida humana, nacimientos, matrimonios y defunciones, estos actos, siempre tan religiosos como legales, sea cualquiera el lugar en que se consagren, se hallaban de este modo transportados desde la antigua iglesia al nuevo altar de la ley. La cuestión solemne de la vida moderna, aplazada hasta entonces por la timidez de nuestras asambleas, era al fin abordada sencilla, valerosamente. No más compromisos bastardos, no más mezcla heterogénea del pasado con el presente. Lafayette y los fuldenses se obstinaban en colocar su esperanza en aquella mezcla. Eran, en realidad, la piedra de escándalo de la Revolución. Cosa extraña y propia para hacer sospechoso a Lafayette, si no le hubieran justificado las prisiones de Austria; quería él, republicano, él, amigo de Washington, hacer gravitar el movimiento revolucionario alrededor de un rey, de una corte incorregible. ¿Cómo calificar semejante ceguedad? En aquel gran peligro de Francia le había sido dirigido por los girondinos un último llamamiento, una intimación suprema para que se afiliara a los principios que en el fondo eran los suyos. Servan era aún ministro de la guerra; él fue, o mejor sin duda, madame Roland, que todo lo podía con aquel ministro, quien envió a Rœderer al general para saber si decididamente se declaraba por la Gironda o por la corte. Escogió este último partido, sea por antipatía personal hacia el matrimonio Roland, sea porque creyó que muy pronto la Gironda sería arrastrada y absorbida por los jacobinos. Y esto resultó ser cierto; ¿por qué? La razón más poderosa que acaso pueda encontrarse es precisamente que Lafayette lo creyó así. Esto sucede con frecuencia: la misma profecía, la creencia en la profecía, la hace verídica y produce el suceso. Si Lafayette se hubiera decidido por la Gironda, si al partido del impulso se hubieran unido las fuerzas del partido moderado, es probable que no hubiera habido necesidad del partido del terror. La corte no ignoraba nada de esto. Sin querer utilizar a Lafayette ni depender de él, se sentía como apoyada por su ejército de las Ardennes y aumentaba su confianza en él. Se veía claramente que la Asamblea, flotante e indecisa, estaba muy inquieta por el efecto que la violencia del 20 de junio iba a producir en todos los espíritus. Este temor se demostró el 21; por un decreto acordó que en adelante no pudiese presentarse en la barandilla, ni delante de ninguna autoridad constituida, reunión alguna de ciudadanos armados, apartándose así de la conducta que hasta entonces había observado y retractándose del aliento que había dado el 20 de junio por la acogida que dispensó a las peticiones que anunciaban el movimiento. De este modo, mientras la Asamblea retrocedía, la corte avanzaba. El 21 por la mañana, al presentarse en las Tullerías Pétion con otros municipales, fue insultado; los guardias nacionales del batallón de las Filles-Saint-Thomas le llenaron de injurias y de amenazas; uno de ellos le levantó la mano a Sergent, a pesar de su banda, y le abofeteó con tal rudeza, que le tiró de espaldas. Algunos diputados, como Duhem y otros, no fueron mejor tratados en el jardín de las Tullerías por los caballeros de San Luis o por los guardias constitucionales. Un hombre fue allí detenido por haber gritado: ¡Viva la nación! No fue esto sólo; en aquel desfallecimiento moral de la Asamblea se creyó posible sorprenderla y escamotearle la ley marcial, como se le había hecho a la Constituyente en julio de 1791. Se formó una pequeña reunión que fue empujada hasta el Louvre, y luego, a una señal convenida, bruscamente a la Asamblea, para producir más impresión. Pero advertido Pétion, llegó en el preciso momento y declaró que la alarma era infundada y que el orden reinaba por doquier. Desde la Asamblea volvió Pétion a las Tullerías. Estaban allí de muy mal humor al no haber podido, como esperaban, obtener la ley marcial. El alcalde comenzó en tono respetuoso y firme, pero el rey, sin ninguna precaución oratoria, le dijo secamente: “¡Callaos!” y le volvió la espalda. El 22 por la mañana se publicó una carta del rey a la Asamblea, una proclama real a la nación. En ella se hacía hablar a Luis XVI con el mismo tono que hubiera empleado si tuviese un ejército en París. Anunciaba que tenía “severos derechos que llenar, que no los sacrificaría”, etc., etc. Este tono amenazador indicaba que se creían fuertes. Se contaba con la indignación de los realistas y los constitucionales. El directorio del departamento, su presidente, el duque de La Rochefoucauld, respondía de los últimos. El 27 de junio por la noche, Lafayette, con gran admiración de todo el mundo, llega a París y se aloja en casa de La Rochefoucauld. El 28 se presenta en la barandilla de la Asamblea y pronuncia un discurso audazmente ridículo. Él, soldado fiel a su bandera, ligado por disciplina, él, general que dependía del ministro de la guerra, viene a regentar la Asamblea Nacional. No ha temido venir solo, salir de la honorable muralla que el afecto de sus tropas forma a su alrededor. Ha adquirido con sus compañeros de armas “el compromiso de expresar solo un sentimiento común”. Suplica a la Asamblea que persiga a los autores del 20 de junio “y que destruya una secta”, etc. Se refería a los jacobinos precisamente en los mismos términos que había empleado Leopoldo. Guadet preguntó si se había concluido la guerra para que un general abandonase de tal modo a su ejército, si este había deliberado para dar sus poderes a Lafayette; preguntó si tenía licencia del ministro y propuso que se interrogase a este sobre el particular y que se acordase redactar un informe acerca del peligro de conceder a los generales el derecho de petición. El fuldense Ramond pidió, por el contrario, una información sobre la desorganización que acababa de denunciar Lafayette. La moción de Guadet fue rechazada por una mayoría de 100 votos (339 contra 234). Aquella mayoría considerable a favor de Lafayette fue una cosa muy grave y decisiva en la historia de la Revolución. Se reconoció la misma y más fuerte el 8 de agosto. Demostró que jamás tendría la Asamblea la energía suficiente para abatir el gran obstáculo que neutralizaba desde el interior las fuerzas de Francia y la entregaba desarmada y en desacuerdo al enemigo. Aquel obstáculo, la monarquía, acababa de defenderlo Lafayette. Iustificar a aquel defensor del trono era proteger el trono y sostener la impotencia de Francia en el momento de la invasión; si la Asamblea no salvaba a la nación, esta procuraría salvarse a sí misma. Nada tan imprudente como la conducta de Lafayette. La corte, a la que él venía a defender, no le quería. En la familia real sólo tenía una voz que le defendiera, la de Madame Isabel, que comprendía su caballerosidad, pero la reina estaba en contra suya y dijo que antes de ser salvada por él era preferible perecer. No se limitó a esto. Debía verificarse una revista en la que Lafayette arengaría a la guardia nacional para reanimar su espíritu. La reina hizo que por la noche avisaran a Santerre y a Pétion, y este, una hora antes de que amaneciera, dio contraorden y suprimió la revista. Entonces Lafayette reunió en su casa a varios oficiales influyentes de la guardia nacional y les preguntó si querían marchar con él contra los jacobinos. Él mismo no refiere este hecho en sus memorias, pero fue afirmado por su amigo Toulongeon. Ofrecieron reunirse por la noche en los Campos Elíseos y apenas acudieron cien hombres. Se aplazó el acto para el día siguiente con el fin de ver si se reunían trescientos, y no llegaron a treinta. Lafayette vio al rey, que le dio las gracias sin aceptar sus ofrecimientos, y partió al siguiente día. ¿Cómo explicar la inacción de los fuldenses y de los guardias nacionales? ¿Por el miedo? Sin embargo, muchos que podríamos citar se distinguieron luego gloriosamente en las guerras de la Revolución y del Imperio. No; lo que más contribuyó a paralizarlos es que temían trabajar sólo en provecho de los realistas. Desconfiaban del rey más que nunca y se fiaban aún menos del buen sentido de Lafayette. El proyecto que este confiesa justifica aquella desconfianza. Habría llevado al rey a Compiègne, y allí, mejor rodeado, convertido de pronto en amigo de la Revolución, se habría puesto a la vanguardia, hubiera tomado, en caso de necesidad, el mando del ejército y marchado contra el enemigo. ¡Suposición extraña! El enemigo, en opinión de la corte, era precisamente el salvador. La reina habría llevado al rey a la frontera, pero para atravesarla y colocarle entre las filas austriacas. La indecisión de los fuldenses, su repugnancia en seguir a Lafayette en sus proyectos insensatos, demuestran que les quedaba más razón y patriotismo del que se les suponía. Pronto les veremos aplaudir en la Asamblea el discurso terrible con que Vergniaud aterró al trono en nombre de Francia en peligro. Este peligro era demasiado visible, lo mismo en el exterior que en el interior. El acuerdo de todos los reyes aparecía contra la Revolución. En Ratisbona, el consejo de embajadores se negó por unanimidad a admitir al ministro de Francia. Inglaterra, nuestra amiga, se preparaba con gran armamento. Los príncipes del Imperio, que hasta entonces se mostraban neutrales, recibían al enemigo en sus plazas y se aproximaban a nuestras fronteras. El duque de Bade había situado a los austriacos en Kehl. Se hablaba de un complot para entregarles Estrasburgo. Alsacia pedía a gritos armas que no se le enviaban. Los oficiales abandonaban esta tierra condenada y pasaban a la otra orilla. El comandante de artillería del Rin desertó, llevándose parte de sus mejores soldados. En Flandes aún era peor. El viejo soldado Luckner, ignorante, embrutecido, era el general de la Revolución. Tenía cuarenta mil hombres, contra doscientos mil que llegaban. Verdad es que los cuerpos de voluntarios demostraban el entusiasmo más ardiente. No podía contenerse su ímpetu más que amenazándoles con enviarles a sus casas. Pero carecían de hábiles militares y tenían muy poca disciplina. Luckner no avanzaba más que para retroceder. Se apoderó de Courtrai y de otras dos plazas; obtuvo éxito suficiente como para comprometer a los infortunados amigos de Francia, y luego se vio precisado a retroceder ante fuerzas superiores. Uno de sus oficiales, al retirarse, dejó, para memoria de nuestro paso, un cruel incendio en que desaparecieron los arrabales de Courtrai. He aquí las noticias dolorosas que llegaban a París una tras otra. Y el peligro era quizás más grande en el interior. Dos casos ocurrían que son precisamente causa de la muerte de todo cuerpo político. El centro no funcionaba, no quería funcionar. No solamente no se enviaban a los ejércitos ni armas ni provisiones, sino que las mismas leyes de la Asamblea no eran expedidas a los departamentos, no se daba conocimiento de ellas a Francia. Por otra parte, las extremidades, entregadas a sí mismas, querían y obraban por su cuenta. Por ejemplo, las Bocas del Ródano acordaron retener y cobrar contribución, con el pretexto de enviarlas al ejército de los Alpes, que ocupaba la Provenza. Nada impedía a los realistas que se aprovechasen de semejante desorganización. En las montañas más inaccesibles de Languedoc, en aquel país de piedra, en la Ardèche, sin vías ni caminos, apareció un lugarteniente general de los príncipes, gobernador del Bajo Languedoc y de las Cèvennes. Dijo que había exhibido a la nobleza del país sus poderes para gobernar durante el cautiverio del rey. Ordenó a todas las antiguas autoridades que volvieron a posesionarse de sus destinos, que detuvieran a los nuevos funcionarios y a todos los miembros de los clubs. Dio armas a los aldeanos y puso sitio a Jalès y a otros castillos. Miramos al Mediodía y detrás, el oeste comienza a prender el fuego. Un aldeano, Allan Redeler, publica a la salida de misa que los amigos del rey deberán tomar las armas cerca de una capilla próxima. Al primer aviso acuden quinientos. El somatén suena de aldea en aldea. El incendio se habría extendido por Bretaña si Quimper, sin perder un momento, no hubiese enarbolado la bandera roja, y empleando un cañón no hubiese aplastado aquel primer intento de guerra civil. El aldeano volvió a su hogar, pero sombrío, implacable, sediento de combate, de emboscadas nocturnas, de sangre. Desde entonces la chuanería tuvo su asilo en sus corazones. En general, en el reino, los directorios de los departamentos eran fuldenses o lafayettistas convertidos a la monarquía. Las municipalidades más revolucionarias sostenían contra los directorios, con la ayuda de los clubs, una lucha sin tregua, que producía anarquía por doquier. El directorio del Sena Inferior y el de la Somme, se significaron por la vehemencia de sus proclamas contrarrevolucionarias después del 20 de junio. El ministro hizo imprimir en la imprenta real y publicar gran número de ejemplares de la proclama de la Somme, insultante contra la Asamblea. La magnitud del peligro produjo un efecto singular, imprevisto, que a pesar de su corta duración prestó una fuerza de cohesión terrible a la Revolución. El28, Brissot, que ya no iba a los Jacobinos, fue, se presentó como acusador de Lafayette y pidió la unión y el olvido. Brissot, el hombre de la prensa, y Robespierre, el hombre de los jacobinos, reconciliados un momento, se dirigieron palabras de paz. El 30 de junio, Iean Debry, en nombre de la Comisión de los Doce, presentó a la Asamblea un informe “sobre las medidas que había que tomar en caso de peligro de la patria”, y trató especialmente del caso en que aquel peligro viniera precisamente del poder ejecutivo, cuya misión era rechazarle. De este modo estaba planteada la cuestión en todos los espíritus. Cuando Francia entera fue advertida por el informe y cuando en todas las aldeas y ciudades empezó a oírse esta frase: la patria en peligro, entonces, por segunda vez, la causa nacional contra la monarquía quedó encomendada al noble y puro Vergniaud. Su discurso, de estilo elevado y de desarrollo grandioso, con muchas redundancias, admira al leerlo. El procedimiento es muy diferente del de Mirabeau; cada cosa tiene aquí menos relieve y saliente, todo está subordinado al movimiento general, a un inmenso crescendo que al avanzar lo arrolla todo. Es como aquellos grandes ríos de América, de varias leguas de anchura, que al mirarlos tienen el aspecto de un mar tranquilo de agua dulce, pero que si os embarcarais en ellos, vuestra embarcación iría tan rápida como una flecha; se mide con terror la velocidad de la corriente; va arrastrada, sin medio alguno que la detenga, se desliza, corre y va al abismo, a las espumosas cataratas donde la masa de las aguas se rompe con el peso de un mar. La tesis del discurso es la respuesta a la frase que el rey decía y repetía el 20 de junio: “No me he apartado de la Constitución”, etc. Lo que caracteriza a aquel sublime discurso, lo que le coloca por encima de su tiempo y de las mismas circunstancias, es la leal reclamación del honor contra la pérfida interpretación literal que se apoya en la falsa conciencia, para matar y exterminar el sentido recto. En todos los hombres de partido se despertó la confianza cuando Vergniaud, haciendo un llamamiento en una hipótesis elocuente, que desgraciadamente estaba muy cerca de la realidad, pronunció estas memorables palabras: “Si tal fuera el resultado de la conducta que acabo de trazar, que Francia nadase en un mar de sangre, que el extranjero dominara en ella, que la Constitución fuese atropellada, que la contrarrevolución fuera un hecho y que el rey os dijera para justificarse: «Es cierto que los enemigos que desgarran Francia alegan que sólo obran para realzar mi poder que suponen aniquilado, vengar mi dignidad que suponen escarnecida y devolverme mis derechos reales que suponen comprometidos o perdidos, pero yo he probado que no era cómplice suyo, he obedecido la Constitución, que me ordena oponerme con un acto formal a sus intentos, toda vez que he puesto mis ejércitos en campaña; es cierto que esos ejércitos eran muy débiles, pero la Constitución no designa el grado de fuerza que debía yo darles; es cierto que los he reunido demasiado tarde, pero la Constitución no señala el tiempo en que yo debía reunirlos; es cierto que los campamentos de reserva hubieran podido sostenerlos, pero la Constitución no me obliga a crear campamentos de reserva; es cierto que cuando los generales avanzaban vencedores sobre el territorio enemigo les he ordenado que se detuvieran, pero la Constitución no me prescribe que alcance victorias, hasta me prohibe las conquistas; es cierto que se ha intentado desorganizar los ejércitos con las dimisiones combinadas de oficiales y por medio de intrigas, y que yo no he hecho ningún esfuerzo para detener el curso de aquellas dimisiones o de aquellas intrigas, pero la Constitución no ha previsto lo que yo debiera hacer en semejante caso; es cierto que mis ministros han engañado constantemente a la Asamblea Nacional sobre el número, la disposición de las tropas y su aprovisionamiento, que he conservado todo el tiempo que he podido los que dificultaban la marcha del gobierno constitucional y lo menos posible los que podían darle fuerza, pero la Constitución sólo hace depender su nombramiento de mi voluntad, y en ninguna parte me ordena que yo conceda mi confianza a los patriotas y que despida a los contrarrevolucionarios; es cierto que la Asamblea Nacional ha votado decretos útiles y necesarios, y que yo he rehusado sancionarlos, pero yo tenía ese derecho, es sagrado, porque me lo concede la Constitución; es cierto, en fin, que se hace la contrarrevolución, que el despotismo va a poner de nuevo entre mis manos su cetro de hierro, que os aplastaré con él, que vais a humillaros, que os castigaré por haber tenido la insolencia de querer ser libres, pero yo he hecho todo lo que la Constitución me prescribe, no ha emanado de mí ningún acto que la Constitución condene; no se puede, por consiguiente, dudar de mi fidelidad hacia ella, de mi celo para defender1a»“ (Vivos aplausos). “Si fuese posible que entre las calamidades de una guerra funesta, en medio de los desórdenes de un trastorno contrarrevolucionario, el rey de los franceses les dirigiera aquel discurso irrisorio; si fuese posible que les hablase de su amor a la Constitución con una ironía tan insultante, no estarían aquellos en su derecho respondiéndole: «¡Oh rey! que sin duda habéis creído, como el tirano Lisandro, que la verdad no valía más que la mentira y que era preciso entretener a los hombres con juramentos como se divierte a los niños con juguetes; que sólo habéis fingido amar las leyes para conservar el poder que os serviría para desafiarlas; la Constitución, para que no os arrojase del trono, donde necesitabais estar para destruirla; la nación, para asegurar el buen éxito de vuestras perfidias, inspirándole confianza; ¿pensáis engañarnos hoy con vuestras hipócritas protestas? ¿Pensáis engañarnos sobre la causa de nuestras desgracias, con el artificio de vuestras excusas y la audacia de vuestros sofismas? ¿Era defendernos el oponer a los soldados extranjeros fuerzas cuya inferioridad no dejaba duda sobre su derrota? ¿Era defendernos el rechazar los proyectos que tendían a fortificar el interior del reino, o a hacer los preparativos de resistencia para la época en que fuéramos ya la presa de los tiranos? ¿Era defendernos el no reprimir a un general que violaba la Constitución y encadenar el valor de los que la defendían? ¿Era defendemos el paralizar constantemente el gobierno con la desorganización continua del ministerio? ¿Os deja la Constitución la elección de los ministros para nuestra felicidad o para nuestra ruina? ¿Os hizo jefe del ejército para nuestra gloria o para nuestra vergüenza? ¿Os dio, en fin, el derecho de sanción, una lista civil y tantas y tan grandes prerrogativas para que perdieseis constitucionalmente la Constitución y el Imperio? ¡No, no! ¡Hombre al que no ha podido conmover la generosidad de los franceses, hombre al que sólo ha hecho sensible el amor al despotismo, no habéis cumplido el voto de la Constitución! ¡Quizás puede ser derribada, pero no recogeréis vos el fruto de vuestro perjurio! ¡No os habéis opuesto con un acto formal a las victorias que se alcanzaban en vuestro nombre contra la libertad, pero no recogeréis el fruto de estos indignos triunfos! ¡Ya no sois nada para esa Constitución que tan indignamente habéis violado, para ese pueblo que tan cobardemente habéis traicionado!»“ (Aplausos reiterados). El efecto fue el de una tromba. El movimiento, largo tiempo y hábilmente balanceado, aumentado, creciendo en fuerza y en velocidad, cada vez más grande y más terrible, se hizo irresistible. Nadie se libró de él. La Asamblea en masa, envuelta en el poderoso torbellino, fue arrastrada por él. Fuldenses y lafayettistas, realistas, constitucionales de todos matices, estuvieron de acuerdo con sus enemigos y todos juntos proferían gritos de entusiasmo. ¡Tal era la tiranía de aquella elocuencia, que nadie pudo librarse de ella! ¿O más bien debemos creer que todos, franceses en el fondo, olvidaron el discurso, y el hombre y el partido y su propia opinión, y en aquella voz solemne reconocieron, a pesar suyo, la voz de la patria? Pero cuando un diputado, Torné, propuso claramente lo que era sin embargo la conclusión lógica, que la Asamblea se apoderase del poder y gobernase Francia valiéndose de sus comisiones, cuando el positivo, el frío, el vasto espíritu de Condorcet llamó la atención sobre todos los medios prácticos que debía adoptar la Asamblea en su nuevo oficio de rey, entonces experimentó algún terror y se replegó sobre ella misma. Tuvo una última mirada, un sentimiento sobre el acuerdo de los poderes, que habría evitado la guerra civil si el rey hubiese tenido un poco de buena fe. Era 6 de julio. El nuevo obispo de Lyon, Lamourette, tomando como base una frase que había pronunciado Carnot sobre la concordia y la paz, dijo que era preciso a toda costa ponerse de acuerdo, que las dos mitades de la Asamblea debían tranquilizarse mutuamente sobre los temores que experimentaba cada una de ellas, que bastaba que el presidente pronunciara estas solas palabras: “Que los que abjuran y execran igualmente la República —y las dos cámaras— se levanten al mismo tiempo”. La Asamblea se conmovió y se levantó en masa. ¡Cosa extraña y de difícil explicación! ¿Qué es lo que quería, pues, aquella Gironda, que hasta entonces, bajo la inspiración de madame Roland, combatía al trono sin tregua? Sin duda cedieron a la emoción universal. No estaba en desacuerdo con su pensamiento íntimo. Desde el efecto inmenso producido por el discurso de Vergniaud, que tan profundamente había conmovido a Francia, sentía que todo temblaba, comenzaba a temer que triunfaba demasiado y que derribaba el trono para sentar sobre sus restos el trono de la anarquía, el reinado de los clubs. Sea lo que fuere, la escena fue tan extraña como imprevista. Movidas por un mismo impulso, la derecha y la izquierda se confundieron y se abrazaron; las filas superiores descendieron, la Montaña se arrojó sobre la Llanura. Se vio sentarse juntos a los fuldenses y a los jacobinos, Merlin al lado de Jaucourt y Gensonné al de Vaublanc. Estas efusiones sencillas no deben sorprendernos. Francia es una nación donde el buen corazón se desborda en las más violentas discusiones. ¿No se vio una hora antes de la sangrienta batalla de Azincourt a nuestros caballeros y nuestros barones, divididos por otros tan profundos, pedirse perdón y abrazarse? Aquí, lo mismo en vísperas de la sangrienta batalla de la Revolución, estos se conmovieron un momento, dijeron adiós a la paz y dieron un último abrazo a la Naturaleza, a la humanidad, a los más caros sentimientos del alma. La escena cambió pronto y se enfrió mucho, cuando una carta de Pétion puso en conocimiento de la Asamblea que había sido suspendido por orden del directorio de París y que este disponía persecuciones por los sucesos del 20 de junio. Se empezó a comprender que la escena tan hábilmente preparada por Lamourette no había sido más que un ardid de guerra, un medio de entorpecer a la Asamblea, obligándole a que aplazase la gran medida popular que se temía: la declaración del peligro de la patria. Y fue confirmada la suspensión y publicada por una proclama del rey, enviada por él a la Asamblea. Entretanto la población se movía en favor de su alcalde y llovían las peticiones en su favor. Se presentó una en nombre de los cuarenta mil obreros de París. El mismo Pétion fue a la barandilla y dijo como justificación principal esto, que es tan grave: “Que a ningún precio, y sucediera lo que sucediera, había querido arriesgarse a que corriese la sangre”. El 13 la Asamblea alzó la suspensión del alcalde y la mantuvo todavía, dato notable, para el procurador de la Comuna, Manuel, quien, según todas las apariencias, bajo la dirección de Danton, había tomado una parte muy activa en la organización del movimiento. La fiesta de aniversario del 14 de julio no fue otra cosa que el triunfo de Pétion sobre el rey. Los hombres, armados con picas, llevaban escrito en los sombreros con tiza: “¡Viva Pétion!”. Sin embargo, todo pasó tranquilamente, en medio, no obstante, de una emoción visible; era una calma con estremecimientos, como un descanso antes del combate. Entre los símbolos ordinarios que figuraban en el cortejo solemne, tales como la Ley, la Libertad, etc., algunos hombres vestidos de negro, coronados de ciprés, llevaban también una cosa misteriosa y temible, que se veía brillar a través de un crespón: era la espada de la ley. Velada todavía, iba a desgarrar su tenue envoltura y a convertirse en el hierro del Terror. El rey iba como a la fuerza y parecía la víctima. Víctima, más que de la Revolución, de sus obstinadas convicciones. Iba odioso con su doble veto, pensativo, melancólico, esperando ser asesinado, tranquilo por su muerte, inquieto por los suyos. Por vez primera, a sus instancias, llevaba un peto oculto. “Su aspecto, dice un escritor realista, era el de un deudor al que llevan a la cárcel”. Sin embargo, no se dejó llevar hasta el fin. Cuando le invitaron a que prendiese fuego al árbol del que pendían las insignias feudales, dijo que la cosa era innecesaria, y protestó así en cierto modo, aquel último día de la monarquía, en nombre del antiguo régimen expirante. La monarquía, ostensiblemente, había concluido. El ministerio habla presentado la dimisión el 9 de julio; el directorio de París presentó la suya el 20. Desapareció toda autoridad. El Estado quedó sin gobierno, la capital sin administradores, el ejército sin generales. Quedaba la Asamblea, indecisa y flotante. Quedaba la nación conmovida, indignada por los obstáculos, ignorando los remedios, buscándose a tientas, sintiéndose fuerte, atestiguando la Asamblea y no pidiendo más que un signo. Este signo era la Declaración de la patria en peligro. ¿Qué era en realidad? Robespierre lo dijo perfectamente: una confesión que hacía la autoridad de su impotencia, del estado horrible de crisis a que habían llegado las cosas, un llamamiento a la nación para que se salvara ella misma. Esta declaración, pedida el 30 de junio, formulada el 4 de julio, votada el 11, no fue promulgada hasta el domingo 22 de julio. Se acababan de recibir las noticias más alarmantes del Este. El directorio de París, en vísperas de su dimisión, se oponía al reclutamiento: fue acusado de ello positivamente por dos excelentes ciudadanos, Cambon y Carnot. Desde el 11 hasta el 22, no se pudo obtener del poder ejecutivo la autorización necesaria para proclamar el peligro de la patria. El alma de Francia estaba tan conmovida en aquel momento, los pechos tan próximos a estallar, que todos anhelaban alzar la bandera del entusiasmo. Se temía que la embriaguez degenerase en furor. Finalmente fue preciso conceder la declaración tan impacientemente deseada por el pueblo. El domingo 22 de julio se hizo la proclamación en las plazas de París. Fue repetida en todas las plazas de Francia. El decreto de la Asamblea mandaba que hecha la proclamación se constituirían en vigilancia permanente los consejos de los departamentos, de los distritos, de las comunas: que todos los guardias nacionales entrarían en activo; que todos los ciudadanos declararían las armas que tenían; que la Asamblea determinaría el número de hombres que había de proporcionar cada departamento; que el departamento, el distrito, distribuirían el cupo; que tres días después escogerían los hombres de cada cantón los que el cantón debía presentar; que los que hubieran obtenido este honor se presentarían dentro del tercer día en la cabeza del distrito, donde les darían el socorro, la pólvora y las balas. Nada de obligación para uniformarse: podían ir al combate con sus trajes de trabajo. En París se hizo la proclamación con una solemnidad austera, digna de la situación. El genio de la Revolución, allí se demostró, estaba verdaderamente en la Comuna: Danton influía ya en ella por Manuel, procurador de la Comuna, por los oficiales municipales y el consejo general. Su aliento parece haber animado al autor del programa, a Sergent, artista mediocre, pero poseído en aquel momento por un vértigo sublime; demasiado lo transmitió a las grandes y terribles fiestas que precedieron y siguieron al 10 de agosto. Parece como que Sergent fue en esta ocasión el artista de Danton, como más adelante David lo fue de Robespierre. Sergent, inferior como artista, parece que fue más poderosamente inspirado que David para la puesta en escena de aquellas representaciones populares. Produjeron un efecto verdaderamente espantoso. Una de ellas, la fiesta fúnebre, celebrada después del 10 de agosto, causó en la población una impresión de dolor furioso, que acaso deba considerarse como una de las causas de la matanza que se ejecutó después. El domingo 22 de julio a las seis de la mañana comenzaron a disparar los cañones del Pont-Neuf y continuaron de hora en hora, hasta las siete de la tarde. Un cañón del arsenal respondía y hacía el eco. Toda la guardia nacional, compuesta por seis legiones, agrupada alrededor de sus banderas, se reunió frente al Ayuntamiento y organizó allí los dos cortejos que habían de hacer la proclamación en París. Cada uno llevaba al frente un destacamento de caballería con trompetas, tambores, música y cañones. Cuatro alguaciles a caballo llevaban cuatro banderas representando la Libertad, la Igualdad, la Constitución y la Patria. Doce oficiales municipales con bandas y detrás un guardia nacional a caballo llevando una gran bandera tricolor donde estaban escritas estas palabras: “¡Ciudadanos! La patria está en peligro”. Seguían luego seis cañones y otro destacamento de guardia nacional. La caballería cerraba la marcha. La proclamación se hizo en las calles y en los puentes. En cada parada se ordenaba silencio agitando las banderas y con un redoble de tambor. Se adelantaba un oficial municipal, con voz grave leía el acta del cuerpo legislativo y decía: “La patria está en peligro”. Aquella solemnidad era como la voz de la nación, su llamamiento a sí misma. A ella le incumbía ahora el ver lo que debía hacer, la abnegación y el sacrificio de que era capaz, el ver quién quería combatir en defensa del inmenso patrimonio de libertades ayer conquistadas, quién quería salvar Francia y la esperanza del mundo. En todas las grandes plazas y en el atrio de Notre Dame se habían construido anfiteatros para registrar los alistamientos. Tiendas de campaña con banderas tricolores y coronas de roble; una tabla sencillamente colocada sobre dos tambores. Municipales con seis notables estaban sentados para escribir y dar a los afiliados sus certificados; a derecha e izquierda las banderas custodiadas por individuos de los respectivos batallones. El anfiteatro estaba aislado y defendido por un gran círculo de ciudadanos armados y dos piezas de artillería. En el centro estaba la música tocando himnos guerreros y patrióticos. Habían hecho bien al rodear así los anfiteatros. La multitud se precipitaba hacia ellos. El círculo de los centinelas apenas bastaba para contenerla. Todos querían llegar al mismo tiempo y alistarse a la vez. Se les contenía, se les apartaba para regular la inscripción, pasaban algunos, subían impacientemente las escaleras, apiñándose en las balaustradas; a cada momento llegaban otros, los inscritos bajaban yendo a sentarse alegremente en el gran círculo de la plaza, cantando al compás de la música y acariciando los cañones. Un periodista se lamentaba de no haber visto ya más picas, es decir, hombres de la clase inferior. Allí todo estaba mezclado; ya no había altos ni bajos, ni superiores ni inferiores, eran hombres nada más, era Francia entera la que se precipitaba al combate. Se presentaban muy jóvenes, tratando de demostrar que tenían dieciséis años y que tenían derecho a partir. La Asamblea, por un favor, había rebajado hasta aquella edad la facultad de alistarse. Había hombres maduros, hombres ya encanecidos, que por nada del mundo querían desperdiciar la ocasión, y más ligeros que los jóvenes, se dirigían ya a la frontera. Se vieron cosas extrañas. En el fondo de la Bretaña baja, el honrado Latour d'Auvergne, de edad madura, ya retirado, abandonó una mañana las hermosas antigüedades célticas que constituían toda su felicidad, se fue a abrazar a su maestro, un viejo sabio celtomaníaco, y partió sin más socorro que su querida gramática bretona, que llevaba sobre el pecho y que le libró de las balas. Se alistó en aquellas bandas a los cincuenta años y se consagró heroicamente a ilustrar a aquella juventud. Nadie podía ver aquello sin emocionarse. La joven audacia de aquellos niños, la abnegación de aquellos hombres que lo dejaban allí todo, hacían saltar las lágrimas. Algunos lloraban y se desesperaban por no poder partir ellos también. Los que marchaban cantaban y bailaban cuando los municipales les llevaban por la noche al Ayuntamiento. Decían a la multitud conmovida: “¡Cantad vosotros también! Gritad: ¡Viva la nación!”. El entusiasmo fue tal, la fermentación tan grande, los corazones y las imaginaciones tan poderosamente conmovidos, que los mismos que habían decretado la Declaración del peligro de la patria no estaban exentos de inquietud; se asustaron de su propia obra. Brissot advirtió al pueblo que “la corte quería un motín, que no buscaba más que un pretexto para que se alejase del rey”. No, no se necesitaba un motín, sino una insurrección grande y general, o Francia perecería. La Asamblea era impotente. No se atrevía a condenar a Lafayette, el apoyo de la monarquía. Los jacobinos eran impotentes. Robespierre, su oráculo, demostraba a las mil maravillas que la Asamblea no hacía nada, que la Gironda esperaba que Luis XVI, en último extremo, le devolviera el poder. Pero cuando le preguntaban qué remedio debía emplearse, no sabía decir sino que era preciso convocar a las Asambleas primarias, que elegirían electores, y que estos elegirían una Convención para que esta ffiamblea, legalmente autorizada, pudiera reformar la Constitución. Esta Constitución perfeccionada no dejaría sin duda de debilitar y desarmar al poder ejecutivo. Una medicina tan lenta hubiera producido el efecto natural de dejar morir al enfermo. Antes de que fuesen siquiera convocadas las Asambleas primarias, los prusianos y los austriacos, dando la mano a Luis XVI, podían llegar a París. ¿La impotencia de la Gironda y de la Asamblea, de Robespierre y los jacobinos, alcanzaría también a la Comuna de París? No era nada inverosímil. Pétion, su jefe, era hombre de palabras y de discursos, de ningún modo hombre de acción. Habiendo salido de la noble Constituyente, de una asamblea esencialmente habladora, académica, conservaba su carácter. El cargo de alcalde de París, aquel cargo que sin cesar obliga a parlamentar, parece que paraliza siempre a los que lo desempeñan. Pétion era, lo mismo que Bailly, su antecesor, majestuoso, frío y vacío, una ceremonia viviente. Vano como él, y más ansioso todavía de popularidad, todos sus discursos se resumen poco más o menos en las palabras que pronunció el 20 de junio y que repetía siempre: “Pueblo, has sido sublime< Pueblo, ya has hecho bastante, mereces descanso< Pueblo, vuelve a tus hogares”. Ninguna fuerza individual hubiera podido jamás poner en movimiento a aquel ídolo. Para sacarle de su inercia, lanzarle a acusar al rey, como vamos a ver luego, se necesitaba una de aquellas grandes mareas del océano popular, que le hiciera salir de su lecho con un movimiento invencible, arrastrándolo todo con sus olas, hasta las piedras inertes y pesadas. Repitámoslo: nadie en particular puede alabarse del 10 de agosto, ni la Asamblea, ni los jacobinos, ni la Comuna. El 10 de agosto, como el 14 de julio y el 6 de octubre, fue un gran acto del pueblo. Acto de energía, de abnegación, de valor desesperado, menos general sin embargo que los dos precedentes; pero si se considera el sentimiento universal de indignación que le inspiró, puede llamarse así: un gran acto del pueblo. Millones de hombres quisieron: veinte mil actuaron. El individuo hizo poco o nada. Sin embargo, es justo reconocer que nadie observó mejor el movimiento y se asoció a él más hábilmente que Danton. El 13 de julio propuso en los Jacobinos que los federados procedentes de los departamentos prestasen al siguiente día, en la fiesta del 14, un juramento suplementario: el de permanecer en París mientras estuviera la patria en peligro. “Y si los federados dijesen lo que toda Francia piensa, que el peligro de la patria no procede más que del poder ejecutivo, ¿quién les quitaría el derecho a examinar esta cuestión?”. El 17, el procurador de la Comuna, Manuel (indudablemente bajo la influencia de Danton), pidió y obtuvo que las secciones entonces permanentes tuviesen en el Ayuntamiento una oficina central de correspondencia, por medio de la cual se entendieran entre sí de una manera segura y pronta. Medida grave que creaba la unidad, ya no ficticia, sino real, activa, de aquel gran pueblo de París. El 27 decidieron los cordeleros, presididos por Danton, que: “Habiendo entregado la Constituyente el depósito de la Constitución a todos los franceses, todos, ante el peligro de la Constitución, ciudadanos pasivos como activos, son admitidos por la misma Constitución a deliberar, a tomar las armas para defenderla; que la sección del Teatro Francés les llama a sí, etc., etc.”. El acuerdo está firmado por Danton y dos secretarios, Momoro y Chaumette. De este modo, en aquel momento supremo, la famosa sección de los cordeleros y el mismo Danton se esforzaban por mantener todavía sobre la insurrección una capa de legalidad; atestiguaban la Constitución en el mismo momento en que la salvación de Francia obligaba a romperla. Francia fue salvada por Francia, por las masas desconocidas. El impulso fue dado por el mismo extranjero, por sus insolentes amenazas. Le somos deudores de aquel magnífico arrebato de cólera nacional, de donde salió la salvación. El 26 de julio salía de Coblenza el manifiesto imperiosamente insultante del general de la coalición, del duque de Brunswick. Este príncipe, que era de buen juicio, lo calificaba él mismo de absurdo; pero los reyes le imponían aquella obra insensata de la emigración. Se anunciaba en aquel documento una guerra extraña, nueva, completamente contraria al derecho de las naciones civilizadas. Todo francés era culpable; toda ciudad o aldea que opusiera resistencia debía ser demolida, incendiada. En cuanto a la ciudad de París, debía sufrir severidades terribles: “Sus Majestades hacían responsables con su cabeza de todos los acontecimientos, para ser juzgados militarmente, sin esperanza de perdón, a todos los miembros de la Asamblea, del departamento, del distrito, de la municipalidad, a los jueces de la paz, a los guardias nacionales y a todos los demás< Si se hacía la menor violencia al rey, seria vengada de una manera memorable, entregando París a una ejecución militar y a una subversión total, etc., etc.”. Aquel manifiesto del 26 fue conocido (cosa extraña) en París el 28; se hubiera creído que salía de las Tullerías y no de Coblenza. Cayó como un rayo sobre pólvora. La sección de Mauconseil abandonó el terreno de las vaguedades constitucionales y declaró: 1°, que era imposible salvar la libertad por la Constitución; 2°, que abjuraba de su juramento y no reconocía ya a Luis como rey; 3°, que el domingo, 6 de agosto, se trasladaría a la Asamblea y le preguntaría si quería por fin salvar la patria, reservándose, según la respuesta, el tomar la determinación ulterior que procediese, jurando sepultarse, si era preciso, bajo las ruinas de la libertad. Esta declaración fue firmada por seiscientos nombres, enteramente desconocidos. Jamás insurrección alguna fue anunciada más clara y francamente. Los que después de la victoria se la atribuyeron como suya y preparada por ellos, se vieron obligados, para hacer creer que ellos lo habían hecho todo, a suponer misterios a cuya sombra habían trabajado. Todo indica, digan lo que digan, que aquellos misterios no hicieron nada o casi nada. Fue una conspiración inmensa, universal, nacional, que se preparó a voz en grito en la plaza pública, en pleno día, a la luz del sol. Uno de los que trataron después de atribuirse el honor de la cosa habría dicho mejor antes: “En este momento somos un millón de facciosos”. De cuarenta y ocho secciones, votaron la caída de Luis XVI cuarenta y siete. Para pronunciarse sin riesgo de colisión, era preciso desarmar a la corte. En este punto estaban de acuerdo la Gironda y los jacobinos. El girondino Fauchet y el jacobino Choudieu pidieron y obtuvieron de la Asamblea que las tropas de línea fuesen enviadas a la frontera. La Asamblea, bajo esta doble influencia, ordenó el licenciamiento de la guardia nacional. Esto era romper en París la espada de Lafayette, ya embotada, pero aún en su poder. De este modo perdía la corte sus defensas y sus barreras. Aún fueron más allá; se pusieron en tela de juicio los suizos; se cayó entonces en la cuenta de que su jefe, su coronel general, estaba en Coblenza; era el conde de Artois y parte de sus oficiales eran pagados en Coblenza con el dinero de la nación. Mientras se procuraba desarmar a la monarquía llegaban cada día a París los ejércitos de la Revolución. Me refiero a los diferentes cuerpos federados de los departamentos. Estos federados no eran unos cualquiera, voluntarios escogidos al azar: eran los que se habían presentado en la elección para combatir los primeros, los que se destinaban a las armas, los elegidos bajo la influencia de las sociedades populares, como patriotas más ardientes y más firmes soldados. Los federados cayeron en medio de la fermentación de París como un exceso de ardiente levadura. Alojados en las casas particulares o concentrados en los cuarteles, inactivos y devorados por la necesidad de moverse, iban por todas partes, mostrándose por doquier, multiplicándose. Frescos y no fatigados, entusiasmados por verse al fin (la mayor parte por primera vez) en el terreno de las revoluciones, en el mismo cráter del volcán, aquellos terribles viajeros apresuraban la erupción. Tomaron dos resoluciones que les dieron gran fuerza: la de unirse y crear cuerpo, formando un comité central en los Jacobinos, y la de permanecer en París. El 17 de julio habían dirigido a la Asamblea una petición audaz: “Habéis declarado el peligro de la patria, ¿pero no sois vosotros los que la hacéis peligrar, prolongando la impunidad de los traidores?< Proceded contra Lafayette, suspended el poder ejecutivo, destituid los directorios de los departamentos, renovad el poder judicial”. La indignación de la Asamblea fue casi unánime; pasó al orden del día. Los federados, extrañados por tan mala acogida, escribieron a los departamentos: “Ya no nos volveréis a ver o nos veréis libres. Vamos a combatir por la libertad, por la vida< Si sucumbimos, vosotros nos vengaréis y la libertad renacerá de sus cenizas”. Mejor recibidos por los jacobinos, se sentían animados por la Comuna de París. El procurador de la Comuna, Manuel, expuso en los Jacobinos esta nueva doctrina: que los federados, elegidos por los departamentos, eran sus representantes legítimos. Pétion, que estaba allí, apoyó esta afirmación con su presencia, con su poderosa autoridad del primer magistrado de París. París, representado por Pétion, parecía que adoptaba a aquellos enviados de Francia y que les animaba al combate. El 25 de julio fueron obsequiados los federados con un festín cívico en el solar de las ruinas de la Bastilla y la misma noche del 25 al 26 se reunió un directorio de la insurrección en el Sol de Oro, pequeño figón de las cercanías. Asistieron cinco miembros del comité de los federados, los dos jefes de los barrios, Santerre y Alexandre, tres hombres de acción: Fournier, llamado el americano, Westermann y Lazouski, el jacobino Antoine y los periodistas Carra y Corsas, hijos predilectos de la Gironda. Fournier llevó una bandera roja con esta inscripción dictada por Carra: “Ley marcial del pueblo soberano contra la rebelión del poder ejecutivo”. Se trataba de apoderarse del Ayuntamiento y de las Tullerías, secuestrar al rey sin hacerle daño y encerrarle en Vincennes. El secreto, confiado a demasiadas personas, era conocido en la corte. El comandante de la guardia nacional fue en busca de Pétion y le dijo que había puesto el castillo en estado de defensa. Esa misma noche fue Pétion a disolver a los convidados del festín cívico, que creían que iban a combatir al hacerse de día. Se acordó entonces esperar la llegada de los federados de Marsella. Barbaroux, su compatriota, había escrito a Marsella pidiendo que enviasen a París “quinientos hombres que supiesen morir”. Rebecqui, otro marsellés, había ido a reclutarlos, a escogerlos él mismo. No debe olvidarse que desde hacía dos o tres años existía en el Mediodía la guerra bajo diversas formas. Los motines de Montaubad, de Toulouse, el sangriento combate de Nimes en 1790; la guerra civil de Avignon en 1790 y 1791; los sucesos de Arlés, de Aix, sobre todo los últimos, donde los guardias nacionales habían desarmado a un regimiento suizo, todo esto había excitado en aquellas comarcas el orgullo militar, el amor a los combates, la furia de la Revolución. Rebecqui y sus marselleses eran aliados y amigos del partido francés de Avignon; consideraban los crímenes como represalias disculpables. Los quinientos hombres de Marsella, que no eran todos exclusivamente marselleses, eran ya, aunque jóvenes, viejos soldados de la guerra civil, acostumbrados a la sangre, muy curtidos: unos, rudos hombres del pueblo, como lo son los marineros o los aldeanos de Provenza, población áspera, sin miedo ni piedad; otros, aún más peligrosos, jóvenes de la clase más distinguida, en su primer acceso de furor y de fanatismo, criaturas extrañas, turbias y tempestuosas, destinadas desde su nacimiento al vértigo, como sólo se ven en aquel cálido clima. Furiosos prematuros y sin objeto, como se presente ocasión encontraréis en ellos a los Mainvielle, que no retroceden por nada del mundo, ni por la Glacière. Puede decirse que una sola cosa sostenía su cólera y les hacía aptos para todo: que tenían fe. La fe revolucionaria, formulada por un hombre del norte en La Marsellesa, había fortificado el corazón del Mediodía. Todos, hasta los que ignoraban las leyes de la Revolución, sus reformas, sus beneficios, todos sabían, gracias a un cántico, por quién debían desde entonces combatir, matar y morir. La pequeña tropa de marselleses, atravesando las villas y ciudades, exaltó, asustó a Francia con su ardor frenético por el canto nuevo. En sus bocas tomaba un acento muy contrario a la inspiración primitiva, acento feroz y de muerte; aquel canto generoso, heroico, se convertía en un canto de cólera; pronto iba a asociarse a los aullidos del Terror. Barbaroux y Rebecqui fueron a Charenton a recibir a los marselleses. El primero, joven, entusiasta, generoso, ligado por una parte a los girondinos, por su amistad con los Roland, y por otra íntimo de aquellos hombres violentos del Mediodía, ideaba una insurrección grandiosa y pacífica, una fiesta temible en la que cuarenta mil parisienses acogerían a los marselleses, y tomándolos, por decirlo así, en sus brazos, con un solo impulso, sin necesidad de combatir, se llevarían al Ayuntamiento las Tullerías, arrastrarían a la Asamblea y fundarían la República. “Aquella insurrección por la libertad hubiese sido majestuosa como ella, santa como los derechos que debía asegurar, digna de servir de ejemplo a los pueblos; para romper sus hierros bastaba enseñárselos a los tiranos”. Santerre ofreció los cuarenta mil hombres y llevó doscientos. No tenía interés en proporcionar a los marselleses el honor de tan gran movimiento. Barbaroux pudo convencerse muy pronto de lo poco práctico de su romántico plan de una insurrección inocente, generosa y pacífica, ejecutada por manos furiosas y ya ensangrentadas. Desde la mañana siguiente los marselleses, invitados a un festín en los Campos Elíseos, se hallaron a dos pasos de los granaderos de los Filles-Saint-Thomas, e inmediatamente se produjo una sangrienta colisión. ¿Quién empezó? No se sabe. Los marselleses, atacando unidos, alcanzaron una fácil victoria; sus adversarios huyeron. El puente levadizo de las Tullerías se bajó para recibirlos y se volvió a levantar para detener a los marselleses, lanzados en su persecución. Varios heridos, acogidos en las Tullerías, fueron atendidos y curados por las damas de la corte. El reducido ejército federado, quinientos marselleses, trescientos bretones, etc., en total cinco mil hombres, estaba completo en París; la insurrección era inminente. Todo el mundo la esperaba. Un toque a rebato mudo resonaba en todos los oídos y en todos los corazones. El 3 de agosto resonó en la misma Asamblea. Pétion, a la cabeza de la Comuna, se presentó en la barandilla. Extraño espectáculo: el frío, el flemático Pétion, seguido de sus dogos, los Danton y los Sergent, que le empujaban por detrás, pronunció con su voz glacial un ardiente llamamiento a las armas. “La Comuna denuncia al poder ejecutivo< Para curar los males de Francia es preciso atacarlos en su origen y no perder un momento. Siguen los crímenes de Luis XVI; sus proyectos sanguinaríos contra París, los beneficios recibidos de la nación, su ingratitud, las trabas que pone a la defensa nacional, la insolencia de las autoridades de los departamentos, que se erigen en árbitros entre la Asamblea y el rey y quisieran constituir Francia en república federativa< Habríamos deseado poder pedir solamente la suspensión momentánea de Luis XVI; la Constitución se opone a ello. Él invoca sin cesar la Constitución; nosotros la invocamos a nuestra vez y pedimos su destronamiento< Es dudoso que la nación pueda fiarse de la dinastía; pedimos ministros nombrados fuera de la Asamblea, por la elección de los hombres libres, mientras esperamos que la voluntad del pueblo, nuestro único soberano y el vuestro, sea legalmente pronunciada en Convención nacional”. Hubo un silencio profundo. Se acordó que la petición pasase a un comité. La cuestión del destronamiento fue aplazada hasta el jueves 9 de agosto. Ya no se trataba de un arrebato popular, de una bravata de los federados. Era la gran Comuna la que se colocaba en la vanguardia y ordenaba a la Asamblea que la siguiese; era el rey de París, que iba a denunciar al rey. En el estado de miseria, de furor sordo en que se hallaba la población, podía temerse que la discusión de semejante arenga produjese el asalto a las Tullerías, que las palabras se tradujesen en actos, que la causa de la libertad, en vez de ventilarse por las batallas del Rin, quedase encomendada al azar de un motín en París. La sesión de la tarde fue corta. Cada cual se fue a su casa a consultar con los suyos. En esas grandes circunstancias los hombres inciertos, indecisos, fluctuantes, es cuando siguen, sin darse cuenta, la influencia de los que les rodean, de las personas de su intimidad. Cuando vacila la luz de la inteligencia se busca la del corazón. Sería curioso saber de qué se trató aquella noche en la mesa de los grandes jefes de la opinión, lo que dijo Robespierre en la de los Duplay, Vergniaud en casa de madame Roland o de mademoiselle Candeille. Según todas las conjeturas, sea por temor de la libertad que podía perecer en una hora, sea por instinto de humanidad, en el momento de ver correr la sangre, todos estuvieron vacilantes o retrocedieron ante la próxima aparición del terrible suceso. Robespierre no dijo nada por la noche en los Jacobinos y probablemente se abstuvo de ir para no manifestar ninguna opinión sobre las disposiciones que convenía tomar. Dejó pasar el día ordinariamente decisivo en las revoluciones de París, el domingo (5 de agosto). Se calló el 3, siguió mudo el 4, y no hizo uso de la palabra hasta que pasó el día, lunes 6 de agosto. Respecto a la Gironda y a los amigos de los Roland, que estaban en acción, no se abstuvieron, pero se dividieron. La Gironda propiamente dicha, su pensamiento, Brissot, su palabra, Vergniaud, temían la insurrección. Los amigos de los girondinos, el joven marsellés Barbaroux, la llamaban y la preparaban. Nada indica hacia qué lado se inclinó madame Roland. No puede acusarse a nadie. Verdaderamente no había tiempo para vacilar ni para reflexionar. Se podía apostar que la corte llevaría ventaja si se arriesgaba el combate. La Gironda había provocado y ordenado la organización del ejército de picas, pero apenas comenzaba. Nada menos disciplinado, menos ejercitado, menos imponente que las bandas de los barrios. Los mismos federados, aunque valientes, ¿eran verdaderos soldados? En cuanto al ejército de bayonetas, era muy probable que una gran parte no haría nada, y que otra, muy numerosa, estaría en contra de la insurrección. El ataque a las Tullerías no era cosa fácil. El castillo, sobre todo por el lado del Carrousel, era muy temible. No tenía verjas como hoy, no había ningún gran espacio libre, sino tres pequeños patios contra el castillo, cerrados por muros, cuyas luces daban sobre el Carrousel y permitían disparar muy cómodamente sobre los asaltantes. Si estos conseguían penetrar allí, estaban perdidos; aquellos tres patios eran tres trampas como las del patio del castillo de El Cairo, en donde años después el pachá fusiló a mansalva a los mamelucos. Una vez allí debían ser acribillados desde las ventanas, atacados por todas partes. La guarnición era muy segura. Se componía, además de los guardias nacionales más fieles, de los batallones suizos, milicia valiente y leal, de los restos de la guardia constitucional (ya hemos visto a los Murat, los Rochejaquelein) y de la nobleza francesa; así se llamaban ellos mismos los gentilhombres que se aprestaban a defender el castillo. Su jefe, D'Hervilly, era una espada temible; había formado y reclutado un cuerpo muy temido, compuesto únicamente por maestros de esgrima y espadachines que él mismo examinaba. Sí, era cosa de pensarlo. Si la insurrección iba a dejarse coger y sorprender en la ratonera de las Tullerías, la misma Asamblea quedaba herida de muerte y perdía la fuerza legal que hasta entonces había estado en sus manos. Si podía con esta fuerza vencer sin combatir, obligar al rey a que entregase otra vez el poder a los ministros patriotas, ¿por qué entregar la gran causa a los azares de un combate, a las probabilidades de una sorpresa, de un pánico acaso, de un revés irreparable? Tales fueron los pensamientos de la Gironda. Sin duda la ambición tuvo en ellos alguna parte. Pero aun dejando aparte la ambición, preciso es reconocer que había motivo para dudar. Digamos también que en aquella gran época, en aquel raro momento de patriotismo y de entusiasmo, el egoísmo y el interés personal, sin desaparecer enteramente, influyeron de una manera muy secundaria en las resoluciones de aquellos hombres. Hay que hacerles esta justicia a los hombres de todos los partidos. El 26 de julio había confesado Brissot el motivo muy serio que, en el momento de quebrantar el trono, hacía dudar a la Gironda; estaba fundado en la antigua superstición, absurda, pero muy real, y que no podía dejarse de apreciar: “Los hombres atribuyen a la palabra rey una virtud mágica que preserva su propiedad”. Añádase a esta idea un sentimiento propio del aspecto del furor que se veía germinar en el pueblo: el temor de una gran y terrible efusión de sangre que renovase las escenas de la Glacière, calumniase la libertad y deshonrase a Francia. Se supo que en Marsella un contrarrevolucionario había sido degollado por el pueblo. En Toulon, cosa deplorable y fatal a los amigos de la libertad, la misma ley, es decir, sus principales órganos, habían sido las víctimas de la venganza. El procurador general síndico (prefecto) del departamento, cuatro administradores, el acusador público, un miembro del distrito y otros ciudadanos habían sido asesinados. Si tales cosas ocurrían tan lejos contra magistrados secundarios cuya responsabilidad no podía ser muy grande, ¿qué harían con el rey? ¿Qué sucedería en París, donde desde largo tiempo los Marat y los Fréron pedían cabezas, sangre, suplicios atroces, mutilación y Carnicerías? Un hecho más tarde revelado, demuestra cuán asustados estaban Pétion y los mismos que estaban al frente, por el carácter de violencia äesina que iba a tomar la Revolución. Duval d'Éprémesnil, aquel que en otro tiempo la había iniciado en el Parlamento, pero que después se manifestó loco y furioso en sentido contrario, habló indiscretamente en favor de la corte eneljardín de las Tullerías,yreconocidoyperseguido por la muchedumbre, fue golpeado y maltratado; sus vestidos desgarrados eran arrancados a tiras o colgaban de él hechos jirones ensangrentados. Atravesó, vivo todavía, el Palais Royal y se refugió afortunadamente en la Tesorería que estaba enfrente. Se cerraron las puertas. La multitud rugía en la parte de fuera, iba a derribarlas. La pobre mujer de Duval (acababa de casarse) consiguió abrirse paso, queriendo morir con él. Fueron a buscar a toda prisa al alcalde de París. Llegó Pétion, en efecto, entró, y vio sobre un colchón un espectro pálido y ensangrentado. Era Duval, que le dijo: “Y yo también, Pétion, yo he sido el ídolo del pueblo”. No había concluido de pronunciar estas palabras cuando, sea por el exceso de calor, sea por terror y presentimiento demasiado verdadero de su próximo destino, Pétion se desmayó. Sí, era cosa de pensarlo, la víspera del 10 de agosto. No era solamente la Gironda la que dudaba, también lo hacían excelentes ciudadanos, Cambon, por ejemplo, que no pertenecían a la Gironda, que no participaron de su espíritu y no conocieron más sentimiento que el interés de Francia. El4 de agosto obtuvo Cambon que la Asamblea pidiese a su Comisión de los Doce un informe “para recordar al pueblo nuevamente los verdaderos principios de la Constitución”. Esta comisión trabajó en ello inmediatamente y Vergniaud acto seguido llegó a proponer en su nombre que se anulase el acta sediciosa de Mauconseil, lo cual fue decretado al instante sin discusión. Y sin embargo, hoy podemos apreciarlo mejor, Vergniaud y Cambon estaban equivocados. Solo la insurrección y una insurrección inmediata, podía aún salvar a la patria. No había que perder ni un solo día. La monarquía, siempre en las Tullerías, sirviendo de punto de enlace a los nobles y a los curas de todo el reino, era el auxiliar más formidable de los ejércitos de la coalición. La reina esperaba y llamaba a aquellos ejércitos día y noche. Confiaba a sus damas sus deseos y sus esperanzas. “Una noche, dice madame de Campan, que la luna iluminaba la habitación, ella la contemplaba y me dijo que dentro de un mes ya no vería aquella luna sin estar libre de sus cadenas. Me confió que todo marchaba bien para libertarla. Me dijo que iba a ponerse sitio a Lille, que temían que a pesar del comandante militar, la autoridad civil quisiera defender la ciudad. Tenía el itinerario de los príncipes y de los prusianos; tal día estarían en Verdun, tal otro en otra parte. ¿Qué sucedería en París? El rey no era cobarde, pero tenía poca energía: «Yo bien montaría a caballo, añadía ella, pero entonces anularía al rey<»“. Todo el mundo veía a las puertas de Francia dos ejércitos disciplinados temibles por sus precedentes; el prusiano orgulloso con la tradición del gran Federico; el austriaco y el húngaro ilustre por el éxito de la guerra contra los turcos. Aquellos dos ejércitos tenían además la grave particularidad de que acababan, casi sin disparar un tiro, de sofocar dos revoluciones, la de Holanda y la de Bélgica. Ningún político, ningún militar podía creer en una resistencia seria por parte de nuestros ejércitos desorganizados, de las masas indisciplinadas que iban detrás, de nuestros generales sospechosos, de una corte que llamaba al enemigo. Sólo un milagro podía salvar a Francia y muy pocos confiaban en él. Madame Roland confiesa sin rodeos que esperaba poco de la defensa del Norte, que calculaba con Barbaroux y con Servan las probabilidades de salvar la libertad en el Mediodía fundando allí una República. “Tomábamos, dice, unos mapas y trazábamos una línea de demarcación”. “Si nuestros marselleses no triunfan, decía Barbaroux, ese será nuestro recurso”. Esto no era sólo peculiar de los girondinos. Marat, la víspera del 10 de agosto, pidió a uno de aquellos que le pusiera a salvo en Marsella y se dispuso a huir disfrazado de carbonero. Vergniaud afirma que Robespierre tenía la misma intención y que quería retirarse también a Marsella. Aunque parezca sospechosa la afirmación de un enemigo contra un enemigo, confieso que el testimonio de semejante hombre, leal, de corazón y de honor, me parece de mucho peso. Sólo dos hombres, entre los que tenían influencia, parece que se opusieron invariablemente a la idea de salir de París: los dos hombres de genio, Vergniaud y Danton. La cosa es casi indudable respecto de Danton. El que después del 10 de agosto, cuando el enemigo se adivinaba, no pestañeó y se obstinó en hacerle frente, ese, antes del 10, en un peligro menos inminente, seguro que no tembló. Respecto de Vergniaud, no tiene duda. Dio su opinión en presencia de cerca de doscientos diputados. Contra la opinión de la mayor parte de sus amigos, dijo que “era en París donde se necesitaba asegurar el triunfo de la libertad o perecer con ella; que si la Asamblea salía de París, no podía ser más que como Temístocles con todos los ciudadanos, no dejando sino cenizas, no huyendo un momento ante el enemigo más que para cavar su sepulcro”. Vergniaud y Danton pensaron como Richelieu cuando la reina Enriqueta le mandó preguntar si podría refugiarse en Francia. Escribió al margen de la carta: “¿Será preciso decir a la reina de Inglaterra que el que abandona su sitio lo pierde?”. Y Luis XI decía: “Si pierdo el reino y me salvo con París, me salvo con la corona en la cabeza”. ¿Cómo iban a arreglarse para resistir en París? Lo primero que había que hacer era hacerse dueños de él. Pero París no podía apoderarse de París en tanto que el amigo de los prusianos estuviese en las Tullerías. Por las Tullerías era por donde había de comenzarse la guerra. ¿Se conseguiría de un pueblo poco aguerrido hasta entonces, un momento de cólera generosa, un violento acceso de heroísmo que hiciese aquella locura sublime? Era muy dudoso. Aquel pueblo parecía demasiado miserable, abatido quizás bajo el peso de sus males. El girondino Grangeneuve, en el amor de su fanatismo, pidió por favor al capuchino Chabot que le levantase la tapa de los sesos una noche, en una callejuela, para ver si aquel asesinato, que con seguridad se habría achacado a la corte, decidía el movimiento. El capuchino, hombre de pocos escrúpulos, se encargó del asunto, pero en el momento preciso tuvo miedo y Grangeneuve estuvo toda la noche esperando en vano la muerte, desolado por no poder obtenerla. 10 1792
Cómo se ha desfigurado la historia del 10 de agosto.—El 10 de agosto
estaba previsto.—Varios reclaman la iniciativa del 10 de agosto.—La Asamblea declara que no procede acusar a Lafayette (8 de agosto).—Se desespera ya de que la Asamblea pueda salvar la patria (8 de agosto).—Preparativos del combate (9 de agosto).—Las probabilidades en favor de la corte eran muy grandes.—El somatén, la noche del 10 de agosto.
No conozco ningún suceso de los tiempos antiguos ni
modernos que haya sido más completamente desfigurado que el del 10 de agosto, más alterado en sus circunstancias esenciales, más cargado y oscurecido con accesorios legendarios o falsos. Todos los partidos, a porfía, parece que han conspirado para exterminar la historia, hacerla imposible, enterrarla, sepultarla de modo que no pueda ser encontrada jamás. Varios aluviones de mentiras de sorprendente espesor le han caído encima. Si habéis visto las orillas del Loira después de las inundaciones, de qué modo ha sido la tierra removida, los enormes montones de fango, de arena, de guijarros, bajo los cuales han desaparecido campos enteros, tendréis una ligera idea del estado en que ha quedado la historia del 10 de agosto. Lo peor es que grandes artistas, no viendo en estas tradiciones, verdaderas O falsas, más que objetos de arte, se han apoderado de ellas, les han hecho el honor de adoptarlas, las han empleado hábilmente, magníficamente, consagrándolas con estilo eterno. De suerte que las mentiras que hasta entonces permanecían incoherentes, ridículas, fáciles de destruir, han tomado, entre aquellas manos hábiles, una consistencia deplorable y participan ya de la inmortalidad de las obras del genio que desgraciadamente las acogió. Se necesitaría nada menos que un libro para discutir una por una todas aquellas falsas tradiciones. Dejamos esta tarea a otras personas. Por nuestra parte, nos limitamos aquí a referir únicamente dos clases de hechos, los unos probados por actas auténticas, los otros vistos o realizados por testigos irrecusables, varios de los cuales viven todavía cuando esto escribo. Los he preferido sin dificultad a los historiadores conocidos o a los autores de memorias, por la razón grave y decisiva de que ninguno o casi ninguno de estos (ni Barbaroux, ni Weber, ni Peltier, etc.) tomaron parte en la batalla y ni siquiera la vieron. La batalla del 10 de agosto parece uno de aquellos leales combates en que los dos partidos, desde larga fecha, han tenido cuidado de avisarse de antemano. La población de París, por una parte, y la corte por otra, dieron la mayor publicidad a los preparativos. No hubo allí ninguna sorpresa. Se engaña completamente el que suponga que el rey fue atacado de improviso. Con una comuna en desacuerdo, un alcalde como Pétion, con la desorganización absoluta en que se hallaban todos los poderes, con la fuerza militar de que podía disponer el rey, tenía más libertad para huir que nunca. Las masas, como vamos a ver, se reunieron con gran trabajo, tarde y muy lentamente. El 10 de agosto, a las seis de la mañana, el rey pudo perfectamente irse, él y los suyos, con toda libertad, colocándose en el centro de un cuadro de suizos y de nobles. A dos leguas de allí montaba a caballo y llegaba a Normandía, a Gaillon, donde era esperado. Vaciló y la reina no trató de huir, creyendo seguro que por esta vez aplastaría la Revolución en el patio de las Tullerías. Desde el 3 de agosto, el barrio más miserable de París, el que sufría más el hambre en aquella parada cruel, sin paz ni guerra, Saint-Marceau, tomó su partido; envió comisionados a la sección de los Quinze-Vingts, invitando a sus hermanos del barrio de Saint-Antoine a que marchasen juntos con armas; estos respondieron que irían. Primera advertencia. Otra el 4. La Asamblea había condenado la declaración sediciosa de la sección de Mauconseil y la Comuna se negó a publicar este decreto. He aquí actos públicos y en verdad bastante claros. Al mismo tiempo muchos particulares querían obrar, se movían, conspiraban públicamente. Muchos reclaman aquí la gran iniciativa y pretenden haber hecho el 10 de agosto. “Soy yo”, dijo Danton varias veces. Sin duda contribuyó mucho, pero menos por su acción inmediata que por su impulso que dio o aumentó, mucho tiempo antes, por su influencia sobre la Comuna, sobre Manuel, sobre Sergent y otros, acaso sobre el mismo Pétion. “Soy yo, dijo Thuriot (el 17 de mayo de 1792), quien antes del 10 de agosto ha señalado y preparado el instante en que era preciso exterminar a los conspiradores”. “Soy yo, dice Carra a su vez, el que reunió el directorio insurrecto, el 4 de agosto, en el Quadrant-Bleu y escribió el plan de la insurrección. Desde allí nos dirigimos a casa de Antoine, en la calle de Saint-Honoré, frente a la Asunción, en la casa donde vive Robespierre. Su patrona se quedó tan sorprendida que fue a preguntar a Antoine si quería que degollasen a Robespierre. A lo cual repuso Antoine: “Si alguien corre peligro de ser degollado, somos nosotros; en cuanto a Robespierre, que se esconda”. Barbaroux, reconociendo que el 10 de agosto fue consecuencia de un movimiento irregular que prepararon muchos hombres, se atribuye sin embargo una buena parte en la dirección del movimiento. También él trazó el plan de la insurrección. Aquel documento importante, que hubiera podido revelarlo todo, confiesa que lo dejó en el bolsillo de un traje de verano y que aquel traje, con el plan, estuvo varios días en casa de su planchadora. Acabamos de ver que Robespierre no se daba prisa en obrar. No había aconsejado el movimiento, pero no lo perdía de vista, y sin mezclarse en él para nada, estaba dispuesto a aprovecharse del mismo. Mandó a decir a Barbaroux, con un abate andrajoso (después uno de los jueces de 1793), que Panis le aguardaba en la alcaldía con Sergent y Fréron. Estos dos últimos estaban influenciados por Danton. Pero Panis era un hombre de Robespierre. Advirtieron a Barbaroux que era preciso convencer a los marselleses de que abandonaran su cuartel, muy alejado, y que se establecieran en los Cordeleros. Allí, situados cerca del Pont-Neuf, estaban mejor dispuestos para obrar sobre las Tullerías, colocarse a la vanguardia del movimiento y darle un impulso y una fuerza que no podían darles las bandas poco disciplinadas de los barrios. La ventaja era indudable para el buen éxito del negocio. Sin embargo había que tener esto presente: Danton reinaba en los Cordeleros; ¿iba a ser el motor esencial, el agente principal? Esto fue motivo de inquietud para Robespierre. Salió de su reserva e hizo que rogasen a Barbaroux y a Rebecqui que se pasasen por su casa. La habitación de Robespierre, adornada por madame Duplay, era una verdadera capilla, que reproducía en las paredes y sobre los muebles la imagen de un dios solo y único, Robespierre. A la derecha estaba su retrato en pintura, a la izquierda grabado. En el fondo estaba su busto, enfrente su bajo relieve. Además, sobre las mesas había en grabados media docena de Robespierres. A cualquier lado que dirigiese la mirada, había de verse su imagen. Se habló de los marselleses y de la Revolución. Robespierre se jactó de haber apresurado su curso y contribuido más que nadie a la crisis en que se encontraban. ¿Pero no detendría la Revolución si no se escogía un hombre muy popular para que dirigiese el movimiento?< “No, dijo brutalmente Rebecqui, nada de dictador, ni de rey”. Salieron pronto, pero Panis, que era el que les había llevado, no les soltó: “Habéis entendido mal, dijo. Se trataría únicamente de una autoridad de un momento. Si se aprueba esta idea, nadie más digno que Robespierre”. Todo el mundo, según la antigua rutina, creía que el movimiento se verificaría un domingo, el 5 o el 12. El sábado 4 por la noche dos jóvenes marselleses fueron a la alcaldía y encontraron en el despacho a Sergent y a Panis. Aquellos jóvenes eran notables por su valor, su impaciencia y su dolor. Veían que se aproximaba el día del combate y no tenían nada en sus manos para combatir. Uno de ellos gritaba: “¡Pólvora! ¡Cartuchos! ¡O me pego un tiro!<”. Llevaba una pistola y se la acercaba a la frente. Sergent, hombre espontáneo que tenía corazón de artista, de francés, comprendió que acaso era aquel el verdadero grito de la patria. Su respuesta fue echarse a llorar; su emoción se comunicó a Panis. Se jugaron las cabezas a un golpe de dados y firmaron la orden que hubiera sido su sentencia de muerte (si no hubiera vencido Francia) para que se entregasen cartuchos a los marselleses. La corte no se descuidaba. Durante la noche del 4 al 5 hizo acudir silenciosamente desde Courbevoie a las Tullerías a los fieles y temibles batallones de suizos. Se habían enviado algunas compañías a Gaillon, donde debía hallar el rey un asilo. Aquel rumor de fuga circuló por París el lunes 6. Los federados decían que quería rodear el castillo. No eran más que cinco o seis mil. Pero la sección de los Quinze-Vingts declaró que también ella marcharía a las Tullerías. Lo que le faltaba para esto era su jefe ordinario. Santerre había sido arrestado en su casa por el comandante de la guardia nacional; se aprovechó de esto y tal fue su respeto a la disciplina, que cumplió al pie de la letra la consigna en aquel día que parecía que debía ser el del combate. Era imposible saber lo que quería la Asamblea. El 6 acogió una petición fulminante de los federados, que la amenazaban a ella misma, y dispensó a los federados los honores de la sesión. El 8 declaró que no había lugar a la acusación contra Lafayette. El informe de Iean Debry, el violento comentario que le añadió Brissot, no sirvieron de nada. La conducta ciertamente ilegal y audaz del general respecto a la Asamblea, aquel precedente que contenía la esencia del 18 brumario, fue disculpado. Cuatrocientos seis votos así lo declararon contra doscientos veinticuatro. Lo que acaso les disculpaba es la tentación natural a la resistencia que daban a los diputados las amenazas que se les dirigían. Varios de ellos fueron golpeados a la salida, otros estuvieron a punto de perecer, librándose gracias a una pronta y secreta evasión de la venganza del pueblo. En vano se quejaron en la sesión del 9. Las autoridades tuvieron que confesar que disponían de pocos medios para reprimir los desórdenes. Rœderer, procurador del departamento, acusó al alcalde porque no acudió a ponerse de acuerdo respecto de las medidas que debían tomarse. Advirtió que los Quinze-Vingts hablaban de tocar a somatén, de alzar el pueblo en masa, si no se acordaba el destronamiento del rey. Después el alcalde a su vez habló de los guardias de reserva que aquel colocaba en las Tullerías, dando a entender al mismo tiempo que no podían contar mucho con ellos, “que toda fuerza armada se había convertido en cuerpo deliberante y que, como todos los ciudadanos, tenían opiniones contradictorias”. Un diputado fuldense pidió que los federados saliesen de París y que se preguntase al alcalde si podía asegurar la salvación pública. “No, dijo el girondino Guadet, preguntádselo antes al rey”. Y el jacobino Choudieu añadió que a quien había que hacer la pregunta era a la Asamblea. “Los peligros de la patria, dijo, están en vuestra debilidad, de la que nos disteis ayer un vergonzoso ejemplo a propósito de Lafayette. Aquí hay hombres que carecen de valor para tener una opinión. Los que ayer tuvieron miedo de un general, de un ejército, esos no se atreverán jamás a poner la mano sobre el foco de las conspiraciones que está en las gradas del trono. Enviadme a la Abbaye si queréis, pero declarad que sois incapaces de salvar la patria”. Éste era el pensamiento de París. Por la noche se reunieron las cuarenta y ocho secciones. Nombraron comisarios para reemplazar el consejo general de la Comuna y los invistieron de poderes ilimitados, absolutos, para salvar la cosa pública. El antiguo consejo se reunía en el Ayuntamiento; los miembros del nuevo, enviados por las secciones, se reunieron allí por la noche, a medida que eran nombrados y les reemplazaron al llegar el día. La corte no podía ignorarlo. Pero se creía muy fuerte. Por de pronto acababa de obtener, con el voto a favor de Lafayette, la mayoría de la Asamblea, cuatrocientos votos contra doscientos. No debía temer que la hiriese la espada de la ley. La esperanza de la llegada de los ejércitos extranjeros y la casi total seguridad de que Francia sería aplastada, habían aumentado considerablemente el celo de sus partidarios. Jamás, dice un contemporáneo, había sido la corte más numerosa, más brillante quizás, que en los días que precedieron inmediatamente al 10 de agosto. Los suizos y los caballeros que la rodeaban constituían un núcleo muy seguro de fuerza militar, al que Mandat, el comandante de la guardia nacional, muy realista, podía añadir a voluntad sus batallones más celosos. Legalmente no podía obrar más que con autorización del alcalde. Se ha discutido mucho si la tenía o no. Él mismo ha afirmado y es muy verosímil, que varios días antes había obtenido del alcalde tal autorización; como las circunstancias no eran en manera alguna favorables a la insurrección, la autorización entonces carecía de importancia. El 10 de agosto aquella autorización atrasada ya no podía servir; Mandat la suplió con una requisitoria al departamento de París. Durante la jornada del 9 habían cortado la galería del Louvre para impedir por aquel lado la entrada al castillo. Se había hecho entrar, con gran publicidad, fuertes maderas de encina para obstruir y blindar las ventanas, excepto las que se reservarían para ametrallar al enemigo. Desde la medianoche sonó el somatén en los Cordeleros, donde estaban Danton y los marselleses, y luego se tocó en todo París. Pero produjo poco efecto; los barrios se conmovieron lenta y difícilmente; el viernes no es día favorable. Los directores mismos decían con lenguaje significativo que “el somatén no se oía”. Pétion había sido llamado a las Tullerías con cualquier pretexto y no se atrevió a negarse. Una cabeza tan querida por el pueblo, al ser retenida como rehén, quitaba grandes probabilidades a la insurrección. Se dice que a Santerre le parecía todo esto de mal agüero y no quería marchar. El barrio no se movía fácilmente sin el famoso cervecero. Así es que se hizo esperar cerca de una hora. Dejó que partiesen a la vanguardia los Ardents, que como luego veremos, se hicieron acribillar; luego aún dejó ir a los marselleses, que se quedaron solos un momento y estuvieron a punto de perecer. Aunque hubiesen sido mejores aquellas bandas, las disposiciones del comandante general Mandat parecían infalibles, por poco que hubieran sido obedecidas. Un cuerpo en el Ayuntamiento, otro en el Pont-Neuf, debían dejar pasar a las gentes de los dos barrios y luego atacarlas por detrás, mientras los suizos cargaban por el frente. Si las cosas sucedían así, los barrios debían ser no solo vencidos, sino exterminados. Y aun después de la defección de los dos cuerpos, muchos creen que la insurrección hubiera sido vencida sólo con que el rey hubiese permanecido en las Tullerías. Los suizos y los valientes caballeros que estaban con ellos no hubieran entregado sus vidas desesperados como lo hicieron. La resistencia habría sido terrible, larga y por consiguiente victoriosa. El pueblo contaba con pocos soldados verdaderos y habría netrocedido. Todo el mundo lo creía así. Los directores de los marselleses, Barbaroux entre otros, que dirigían el movimiento y le imprimían unidad, no pudieron combatir personalmente y no tenían el recurso de hacerse matar, a pesar de que se hallaban dispuestos a morir. Barbaroux iba provisto de un veneno, a fin de ser dueño de sí mismo y no caer en manos de la corte, que según todas las probabilidades iba a quedar victoriosa. La Revolución, bien mirado, a pesar del gran número de los que combatían por ella, tenía desventajas. La fuerza militar estaba por el partido contrario. Lo que ella tenía era la fuerza moral, la cólera, la indignación, el entusiasmo, la fe. Sabemos cuáles eran los pensamientos de aquella gran población, la emoción, la inquietud terrible de las mujeres y de las familias, cuando oyeron tocar el somatén, por un testimonio muy conmovedor, el de la joven esposa de Camille Desmoulins, la bella, la infortunada Lucile7. Reproducimos sin cambiar una palabra aquella sencilla página: “El 8 de agosto volví del campo; todos los espíritus se hallaban fuertemente excitados; tuve a comer a unos marselleses y nos divertimos bastante. Después de comer fuimos a casa de Danton. La madre lloraba y estaba de lo más triste; el pequeño estaba como asombrado. Danton parecía resuelto, yo reía como una loca. Temían que el suceso no se realizase; aunque yo no estaba segura del todo, les decía que sí, que se verificaría: «¿Pero cómo os podéis reír así?» me preguntaba madame Danton. «¡Ay de mí! le contesté. Eso me presagia que esta noche derramaré muchas lágrimas». Hacía buen tiempo; fuimos a dar una vuelta por las calles; había bastante gente. Varios sans-culottes pasaban gritando: «¡Viva la nación!». Luego tropas a caballo; finalmente tropas inmensas. Me dio miedo; tomé aparte a madame Danton y la dije: «Vámonos». Ella se rió de mi miedo, pero a fuerza de repetírselo, le dio miedo también. Yo le dije a su madre: «Adiós, no tardaréis en oír tocar a somatén<». Cuando llegó a su casa vio que todos se armaban. Camille, mi querido Camille, llegó con un fusil. ¡Oh Dios! Me escondí en la alcoba, me oculté el rostro con las manos y me eché a llorar. Sin embargo, por no querer mostrar tanta debilidad y decir a Camille en voz alta que no quería que se mezclara en todo aquello, aguardé el momento en que podía hablarle sin que nos oyesen y le manifesté todos mis temores. Me tranquilizó diciéndome que no se separaría de Danton. Después supe que se había expuesto. Fréron parecía dispuesto a sucumbir. «Estoy cansado de la vida, decía, y sólo busco la muerte». A cada patrulla que venía, creía verlos por última vez. Fui a refugiarme en el salón que estaba a oscuras, para no ver todos aquellos preparativos< Partieron nuestros patriotas; fui a sentarme cerca de un lecho, rendida, aniquilada, aletargándome a ratos, y cuando quería hablar desvariaba. Danton volvió a acostarse; no parecía muy preocupado y casi no salió. Se acercaba la medianoche; fueron a buscarle varias veces; por fin salió y se fue a la Comuna. El somatén de los Cordeleros sonaba, sonaba largo tiempo. Sola, banada en lágrimas, arrodillada ante la ventana, ocultándome con el pañuelo, escuchaba el sonido de aquella campana fatal. Volvió Danton. Vinieron varias veces a darnos buenas y malas noticias; creí comprender que su proyecto era ir a las Tullerías y se lo dije sollozando. Creí que iba a desmayarme. Madame Robert preguntaba a todo el mundo por su marido. «Si muere, me dijo, no le sobreviviré. Pero ese Danton, si mi marido perece, soy mujer para darle de puñaladas<» Camille volvió a la una; se durmió recostado en mi hombro< Madame Éanton parecía que se preparaba para la muerte de su marido. Por la mañana sonó el cañón. Lo oye, palidece y cae desvanecida<” “¿Qué va a ser de nosotros, oh mi pobre Camille? Ya no me quedan fuerzas para respirar< ¡Dios mío! Si es verdad que existes, salva a los hombres que son dignos de fe< Queremos ser libres. ¡Oh, Dios, que cueste tanto!<”. 10 1792
El pensamiento del 10 de agosto.—Los vencedores del 10 de agosto.—
Las secciones nombran comisionados y los envían al Ayuntamiento.— Precauciones militares de la corte que retiene a Pétíon en las Tullerías.—Pétion en libertad.—La nueva comuna prepara el camino a la insurrección.—Estado interior del castillo.—Los nobles, los suizos, la guardia nacional.—El rey intenta pasar revista.—El rey universalmente abandonado.—La Comuna detiene al comandante de la guardia nacional.—Muerte de Mandat.—El rey abandona el castillo con la reina.La vanguardia de la insurrección se presenta en las Tullerías; es sorprendida, degollada, dispersada.—¿Esperaba la corte descargar un golpe sobre la Asamblea?—La insurrección ataca las Tullerías.—El rey manda que cese el fuego cuando ya no tiene esperanzas.—Defensa obstinada de los suizos, su heroica retirada.— La guardia nacional en masa se decide en favor de la insurrección.— Matanza de los suizos.—Clemencia y moderación de los vencedores del 10 de agosto. La noche del 10 de agosto fue muy hermosa, iluminada dulcemente por la luna, tranquila hasta medianoche y aun un poco después. A aquella hora no había aún nadie o casi nadie por las calles. El barrio de Saint-Antoine estaba particularmente silencioso. La población dormía esperando la hora del combate. Y sin embargo, por la tarde había corrido el rumor de que una columna enviada por las Tullerías iba a atacar el Ayuntamiento. Se temía una sorpresa. Fuertes patrullas de guardia nacional iban y venían por el barrio. Todas las ventanas estaban iluminadas. Tantas luces en una noche tan hermosa, aquellas luces solitarias para no alumbrar a nadie, eran de un efecto extraño y siniestro. Se comprendía que aquella iluminación no era la de una fiesta. ¿Cuál era el pensamiento dominante con que se había dormido el pueblo y que sirvió de almohada a tantos hombres cuya última noche fue aquella? Uno de los combatientes del 10 de agosto, que vive todavía, me lo ha explicado claramente: “Se quería acabar con los enemigos públicos: no se hablaba ni de república ni de monarquía; se hablaba del extranjero, del comité austriaco que nos lo iba a traer. Un rico panadero del Marais, vecino mío, me dijo cuando era más vivo el fuego, en el patio de las Tullerías: «Es un gran pecado el matar tantos cristianos, pero menos serán para abrir la puerta a Austria»“. El 10 de agosto, digámoslo, fue un gran acto de Francia. Sin ningún género de dudas habría perecido sino hubiera tomado las Tullerías. La cosa era muy difícil. No fue en manera alguna ejecutada, como se ha dicho, por un hacinamiento de populacho, sino verdaderamente por el pueblo; quiero decir, por una masa compuesta por hombres de todas clases: militares y no militares, obreros y burgueses, parisinos y provincianos. Varios barrios de París enviaron sin excepción a todos los hombres que podían combatir; en la sección de los Mínimos, por ejemplo, de mil hombres inscritos se presentaron seiscientos, proporción considerable, cuando se sabía que no se trataba de una parada, sino de una cosa muy seria. Los hombres con picas componían casi en su totalidad los primeros grupos que se presentaron muy temprano ante el castillo; pero el verdadero ejército de la insurrección, el que se apoderó de él, tenía pocas, en comparación; estaba armado de fusiles. Su columna principal, que se reunió entre las siete y las ocho, se escalonó desde la Bastilla a la Grève. Constaba de ochenta o cien compañías, cada una de cien hombres armados regularmente; eran cerca de ocho o diez mil guardias nacionales. Había allí dos o tres mil hombres armados de picas, mezclados entre los batallones de aquellas diez mil bayonetas. Esto es lo que nos han referido los testigos y actores supervivientes del 10 de agosto. En cuanto a la vanguardia que afrontó el primer peligro y forzó la entrada del castillo, la más ruda y peligrosa operación, se componía, como es sabido, de quinientos federados marselleses, escogidos con cuidado entre antiguos militares, y de trescientos federados bretones, el honor y el valor en persona, de los cuales habían servido muchos. Y lo que no se ha dicho en ninguna parte, pero es más que verosímil, es que aquellos valientes debieron de ser apoyados por otros valientes, mucho más animados todavía, por la masa de los guardias franceses, convertidos por Lafayette en guardia nacional a sueldo y licenciados recientemente con tanta imprudencia como ingratitud. Ya volveremos sobre esto. Todo ello fue obra de un mismo movimiento de indignación y de patriotismo. No hubo ningún preparativo, ningún jefe, a pesar de cuanto se ha dicho8. Lejos de que hubiera ningún individuo con la suficiente influencia en aquel momento como para sublevar al pueblo, los propios clubs hicieron muy poco por ello. Estaban menos frecuentados en el mes de agosto que en ninguna otra época del año. Se cansaban de su charla eterna; se comprendía que lo que se necesitaba eran actos. Sus mejores oradores predicaban en el desierto. Lo que provocó la insurrección y la hizo estallar un día poco ordinario, un viernes, es que los marselleses, que carecían de recursos en París, querían combatir o marcharse. Parece que el somatén sonó primero en los Cordeleros, donde se hallaban alojados. Respondió el barrio de Saint-Antoine y siguió luego el resto de la ciudad. Las secciones, como ya hemos visto, estaban de acuerdo; de cuarenta y ocho habían votado el destronamiento del rey cuarenta y siete. El 9 de agosto, antes de medianoche, habían hecho el acto decisivo de nombrar cada una a tres comisionados para que se reunieran en la Comuna y salvasen a la patria. Tal fue el poder general y vago que recibieron. Aquellos comisionados fueron en su mayor parte hombres oscuros, desconocidos o, por lo menos, muy secundarios. No fueron nombrados ni Marat, ni Robespierre, ni ninguno de los grandes jefes de la opinión. Danton, lo mismo que Marat, pertenecía a la antigua municipalidad. Los comisionados fueron de uno en uno al Ayuntamiento, sin armas, y les dejaron entrar. Se encontraron con el antiguo consejo de la Comuna en sesión permanente, pero muy poco numeroso, pues disminuía de día en día su número. Cerca del Ayuntamiento, en el arco de San Juan, principal salida de la calle de Saint-Antoine, que desembocaba en la Grève, había sido apostada una fuerza considerable por el comandante general de la guardia nacional, Mandat, lafayettista entusiasta y realista constitucional. Aquella fuerza respondía del Ayuntamiento y guardaba el paso; su consigna era dejar que pasasen los del barrio y atacarlos por la retaguardia. Además Mandat había situado artillería en el Pont-Neuf, de suerte que si el barrio llegaba hasta allí, sería ametrallado y no podría operar su unión con los cordeleros y el barrio de Saint-Marceau. Todo esto no era lo más apropiado para dar ánimos a los comisionados de las secciones enviadas al Ayuntamiento. ¿Cómo había de reemplazar a la antigua comuna realista y constituirse en autoridad soberana de París? Esta era la cuestión. El somatén tocaba en todas partes sin producir grandes resultados. El ejército de la corte estaba en pie hacía largo tiempo, arma al brazo; el ejército de la insurrección estaba acostado; alrededor de los Quinze-Vingts no había reunidas mil quinientas personas. Únicamente escudriñando en las largas y profundas callejuelas que desembocan en las calles del barrio de SaintAntoine se empezaban a ver luces en movimiento, hombres que iban y venían. Algunos, más diligentes, estaban en las puertas preparados con armas, esperando a los demás. Muchos estaban perezosos; oían tocar a somatén pero no era costumbre empezar una asonada a medianoche; había sobre esto una tradición reconocida. Aquel retraso era espantoso. Varios comisionados de las secciones reunidos en el Ayuntamiento se lamentaban de que se hubiera tocado a somatén. La antigua comuna se había evaporado o poco menos. Pero para constituir la nueva, no se veían los comisionados suficientemente apoyados. Lo que aumentaba su confusión era que en aquel momento tenía la corte como rehén al alcalde popular de París, a Pétion. También tenía a Rœderer, procurador síndico del departamento. En caso necesario podía hacer hablar a las dos primeras autoridades de la ciudad, al departamento y a la alcaldía. Pétion, al que llamaron a las once desde el castillo, no se había atrevido a negarse a ir. Su primera conducta en los días precedentes había sido muy extraña. El 4, como ya hemos visto, había declarado la guerra a la monarquía. El 8 pareció que se interesaba todavía por la monarquía y advirtió al departamento que no podía responder de la seguridad del castillo. El 9 había pedido que se estableciese un campamento en el Carrousel para proteger las Tullerías. ¿Aquel campamento de guardias nacionales dominando la plaza la habria defendido? ¿O por el contrario, habría hecho imposible toda defensa? Esto es lo que no puede asegurarse. El castillo no habría podido disparar desde sus ventanas sino haciendo fuego sobre sus defensores. El9, todavía, Pétion, sea para adormecer a la corte, sea por cansancio, o por convicción de que el movimiento no se verificaría, había pedido al departamento la suma de 20.000 francos para despedir a los marselleses que, desanimados, querían alejarse de París. Pétion entró, pues, de buena o de mala gana en la caverna de los leones. Jamás había tenido el castillo un aspecto tan sombrío. Sin contar una masa de tropas de todas armas, de la artillería formidable que ocupaba los patios, tuvo que atravesar una muralla de oficiales franceses o suizos que le miraban de manera poco tranquilizadora. En cuanto a los guardias nacionales, su actitud no era más satisfactoria; los que estaban allí eran únicamente los más violentos realistas de los batallones, conocidos por su realismo, de los Filles-Saint- Thomas, de los Petits-Pères y de la Butte-des-Moulins. Los nombres de traidor y de Iudas eran lanzados al rostro del alcalde de París. Demostró su flema acostumbrada. Llegó sin obstáculo a las habitaciones del rey, llenas de gente, sombrías, a aquella misma habitación donde en la noche del 21 de junio le había hablado Luis XVI con tanta dureza; aquel mismo diálogo, si se hubiera repetido la noche del 10 de agosto, habría sido la sentencia de muerte para Pétion. Había allí muchos caballeros de rostro pálido a los que la sola presencia del alcalde de París producía estremecimientos nerviosos. Mandat, el comandante de la guardia nacional, sin calcular que acaso exponía a Pétion a ser asesinado, le sometió a esta especie de interrogatorio: “¿Por qué habían distribuido los administradores de la ciudad cartuchos a los marselleses? ¿Por qué él, Mandat, no había recibido más que tres cartuchos para cada uno de sus guardias nacionales?”. La corte, que desconfiaba mucho de la guardia nacional, no había exigido que estuviese mejor provista de municiones. En cambio, cada uno de sus suizos podía disparar cuarenta tiros. Pétion, sin intimidarse, repuso con el aire tranquilo que le era peculiar: “Habéis pedido pólvora, pero no estabais en regla para tenerla”. La respuesta no era muy satisfactoria; el mismo alcalde, Pétion, era el que debía hacer que la municipalidad lo acordase y diera poder al comandante; si este no estaba en regla, era porque el alcalde no lo ponía. La conferencia tomaba mal giro. Todo el mundo estaba conmovido, excepto el rey, que se separaba de su confesor; acababa de poner en paz su conciencia y no se inquietaba mucho por lo que pudiera suceder. Pétion no se encontraba bien. La habitación era pequeña, había en ella mucha gente y la atmósfera estaba viciada. “Se ahoga uno aquí, dijo; bajo a tomar el aire”. Y sin que nadie se atreviera a impedírselo, bajó al jardín. Su paseo fue largo, mucho más de lo que él hubiera deseado. El jardín estaba cuidadosamente cerrado. Pétion no estaba arrestado, pero le seguían y vigilaban de cerca. Los guardias nacionales que iban y venían le llenaban de injurias y de amenazas. Por un momento se cogió del brazo de Rœderer, procurador síndico del departamento, y se sentó hablando con él en la terraza que rodea el palacio. La luna iluminaba el jardín, pero aquella terraza, envuelta en la sombra que proyectaban los edificios, había sido iluminada por una fila de farolillos. Los granaderos de los Filles-Saint-Thomas les dieron la vuelta y los apagaron. Varios decían: “Ya le tenemos; su cabeza responderá por todo”. Otros, más jovenes o más exaltados por el vino y el peligro, aparentaban no comprender cuánto importaba conservar una cabeza tan preciosa. A cada momento llegaba el ministro de justicia a decirle: “Subid, no os vayáis sin haber hablado con el rey; el rey quiere hablaros a toda costa”. A lo cual respondía flemáticamente: “Está bien” y así ganaba tiempo. En el Ayuntamiento no podían hacer nada hasta que hubieran rescatado a Pétion. Se ideó pedir a la Asamblea que le reclamase. Algunos diputados, al toque de rebato, se habían reunido, aunque en pequeño número; sin embargo, decretaron como Asamblea Nacional que el alcalde debía presentarse en la barandilla. Pétion, obligado en nombre del rey a quedarse y en nombre de la Asamblea a partir, optó desde luego por la Asamblea, no hizo más que atravesarla y se volvió a pie a su casa. Entretanto, esperaba su coche en el patio de las Tullerías, como en representación suya: hasta las cuatro tuvieron en el castillo la candidez de creer que iba a volver de un momento a otro, entregándose nuevamente a sus enemigos. Los amigos de Pétion le recibieron con demostraciones de alegría, pero le pusieron a buen recaudo, encerrándole cuidadosamente, creyendo con razón que, en los momentos de acción, el ídolo popular no servía para nada. Teniéndole ya en seguridad eran libres de obrar. Los comisionados de las secciones reemplazaron a la antigua comuna en nombre del pueblo, mantuvieron en su puesto al procurador de la Comuna, Manuel, y a su sustituto Danton, y dieron como primera orden que se desalojase la artillería del Pont-Neuf, en donde estaba por mandato del comandante de la guardia nacional. De este modo restablecieron la comunicación entre las dos orillas y abrieron el paso al barrio de Saint-Marceau, a los cordeleros y a los marselleses. Éste era, en realidad, el acto decisivo de la insurrección. Danton, que hasta entonces había permanecido en el Ayuntamiento, volvió uanquilamente a su casa a tranquilizar a su mujer9. La suerte estaba echada y no había más que fiarla al destino. El interior del castillo en aquel instante ofrecía un espectáculo cómico y terrible. Todo era indecisión, debilidad, ignorancia. La única autoridad popular que había en el castillo era Rœderer, procurador síndico del departamento. Uno de los ministros le preguntó: “¿No nos permitiría la Constitución proclamar la ley marcial?”. El procurador sacó la Constitución del bolsillo y buscó en vano el artículo. Pero aunque se hubiese proclamado la ley, ¿quién la habría ejecutado? Cuando se supo que Manuel había ordenado que se desalojase el Pont-Neuf, es decir, que se había asegurado el paso a la insurrección, ni los ministros, ni Rœderer quisieron cargar con la resposabilidad de dar una orden contraria. Rœderer dijo que no podía hacer nada sin saber si Manuel había obrado con la autorización de la municipalidad; que era preciso, para discutirlo, hacer que fuesen todos los miembros del departamento a las Tullerías (cosa difícil a aquella hora). El departamento envió únicamente a dos de sus miembros; Rœderer quería que fuesen todos. Para esto se necesitaba una orden del rey. El rey dijo que constitucionalmente no podía ordenar nada sino por medio de un ministro. El ministro no estaba allí y se aplazó la cosa hasta el momento en que volviese. Eran cerca de las cuatro. Se oyó el ruido de un coche; abrieron un balcón: era el coche del alcalde que, cansado de esperar, se iba vacío. El día comenzaba a clarear; Madame Elisabeth se acercó a una ventana y dijo a la reina: “Hermana, venid a ver cómo se levanta la aurora”. La reina fue, el día era ya espléndido, pero el cielo tenía color de sangre. Examinemos, puesto que ya es de día, el estado de la plaza; calculemos sus fuerzas. Eran todavía impresionantes, menos que a medianoche, es cierto; una parte de los guardias nacionales había desaparecido. El núcleo de la guarnición eran 1.330 suizos, excelentes soldados, valientes y disciplinados, obedientes hasta morir. Este número es el que cita en su libro el comandante Pfyffer. Pero hay que agregar a él un número bastante considerable de guardias constitucionales licenciados, que habían adoptado el uniforme rojo de los suizos y fueron a combatir bajo aquel disfraz. Sus cadáveres, después del combate, se distinguían fácilmente por lo fino de sus ropas interiores y por la elegancia de sus peinados; los verdaderos suizos llevaban el pelo cortado al rape; sus camisas eran ordinarias. La presencia de aquellos falsos suizos en las filas de los verdaderos debió de extrañar sin duda a estos y no dejaría de causarles inquietud. Pudieron entonces comprender mejor que se trataba de una guerra civil, de una querella entre franceses, en la que no debían intervenir los extranjeros sin ciertas precauciones. El viejo coronel suizo Affry se abstuvo positivamente y no quiso pelear. Los demás prometieron hacer únicamente lo que hiciera la guardia nacional, ni más, ni menos. Aquélla, con mayor razón, se preocupaba con parecidos pensamientos. Aunque hubiesen sido escogidos minuciosamente entre los tres batallones realistas y ninguno de ellos hubiese respondido al llamamiento supremo de aquella noche sin ser partidarios decididos del rey, aquellos defensores burgueses del castillo no podían ver sin envidia a los nobles caballeros, a los que se había llamado para compartir el peligro y a los que sin duda alguna hubiera atribuido la corte todo el honor de la defensa. Aquellos nobles eran, por regla general, los mismos caballeros del puñal que la guardia nacional, mandada por Lafayette, había arrojado del castillo en abril de 1790. Sin embargo, aceptaron el peligro y fueron a defender al rey el 10 de agosto de 1792. Peligro real en más de un sentido. Para llegar al castillo tenían que atravesar por entre una multitud hostil sin armas ostensibles, con puñales o pistolas. Y dentro se encontraban con la malquerencia y la envidia natural de los guardias nacionales. Había motivos para vacilar, pero les habían enviado tarjetas personales de llamamiento a domicilio. Seiscientos acudieron al llamamiento, a los que hay que añadir la servidumbre de los castillos reales, los antiguos servidores que no faltaron en el día del peligro. El conjunto constituía una corte muy seria, sin orden ni etiqueta, pero verdaderamente imponente y militar. Aquellas gentes, vestidas de negro, todos oficiales o caballeros de San Luis, llevaban el traje civil, y por un extraño contraste, los comerciantes, los empleados, los proveedores, eran los que, como guardias nacionales, vestían de soldados. Ante el aspecto de aquellas fisonomías burguesas, las gentes de armas creyeron que no estaría de más el animarles algo y, dándoles palmadas en los hombros, les decían: “Vamos, caballeros de la guardia, este es el momento de demostrar valor”. “¿Valor? Estad tranquilos, replicó un capitán de la guardia nacional. Ya lo demostraremos, creedlo, pero no a vuestro lado”. En realidad no se tenía mucha confianza en la guardia nacional. Los nobles ocupaban las habitaciones de plantas inferiores, los puestos de confianza. Los suizos tenían cuarenta cartuchos cada uno y los guardias nacionales tres. Sobre todo la artillería de la guardia nacional fue objeto de una desconfianza excesiva, lo cual hizo, como sucede siempre, que realmente la mereciera. Detrás de los artilleros de cada pieza colocaron pelotones de suizos o de granaderos de los Filles-Saint-Thomas, que los vigilaban, con los sables desenvainados, prontos a lanzarse sobre ellos. Aquellos artilleros se hallaban colocados precisamente debajo de los balcones, a tiro de los mismos. Varias veces intentaron cambiar de sitio la batería, pero otras tantas fueron colocados por el estado mayor en punto donde podían fusilarlos a mansalva. ¿Quién mandaba en el castillo? Los guardias nacionales no reconocían más jefe que Mandat. La Comuna le mandó llamar. Su instinto le aconsejaba no ir. Al segundo llamamiento vaciló y consultó a los que le rodeaban. Los ministros le incitaban a que no fuera. El constitucional Rœderer le dijo que con arreglo a la ley el comandante de la guardia nacional estaba a las órdenes de la municipalidad. Entonces ya no dudó. Le pareció que, en efecto, había que aclarar lo de los cañones del PontNeuf y sin duda también asegurarse del puesto que había situado en la Grève para atacar y destrozar al barrio cuando pasase. En consecuencia trató de convencerse a sí mismo, ahogó sus presentimientos, hizo un esfuerzo y partió. Su marcha debilitaba la defensa del castillo. Dejó el mando a un oficial muy poco sereno. La reina, que también tenía sus presentimientos, llamó aparte a Rœderer y le preguntó qué creía él que debía hacerse. Y precisamente en aquel momento habían cometido los consejeros de la reina, sin saberlo los ministros, una verdadera imprudencia. A aquella guardia nacional indecisa y de mal humor, que se preguntaba por qué iba a pelear, y si no cometía una locura poniéndose al lado de los nobles y tirando contra la guardia nacional, pensaron en mostrarle lo que mejor debía convencerla de que tenía razón en dudar. Nada mejor que enseñarles al rey para confirmar a todo el mundo en la convicción de que la monarquía era imposible. Aquel pobre hombre pesadoypoltrón, ni aunen aquella extraordinaria noche para la monarquía había podido velar hasta el fin; había dormido una hora y acababa de levantarse. Se advertía por su peluca aplastada y desrizada de un lado. Entonces se pudo apreciar lo peligrosas que eran aquellas modas pérfidas en tiempo de Revolución. ¿Quién podía tener la seguridad, en una de aquellas crisis, de tener en el momento preciso dispuesto al peluquero?< Tal como estaba, le hicieron bajar aquellos torpes, le mostraron y le pasearon. Para colmo de la mala suerte, iba vestido de color violeta: este color es el luto de los reyes; entonces era el luto de la realeza. Aun en esto había algo, sin embargo, que podía conmover, pero tuvieron la desgracia de convertir una escena trágica en otra sumamente ridícula. El viejo mariscal de Mailly se arrodilla a los pies de aquel rey despeinado, desenvaina su espada y en nombre de los gentiles hombres que le rodean, jura vencer o morir por el nieto de Enrique IV. El efecto fue de lo más grotesco y excedió a cuanto inventó la caricatura de los volatineros de 1815. El rey gordo y pálido, paseando una mirada triste que no se fijaba en nadie, apareció, en medio de aquellos nobles, como lo que era realmente: la sombra y el espectro del pasado. Por un movimiento natural, todos aquellos guardias nacionales y hombres de todas clases, pasando violentamente de aquel pasado a la realidad viviente, exclamaron: “¡Viva la nación!”. Decididamente la nación no quería degollarse a sí misma; aquella matanza impía era imposible. A las insinuaciones de los oficiales municipales habían contestado los guardias nacionales: “ ¿Debemos disparar contra nuestros hermanos?”. El aspecto de aquel rey y de los nobles acabó de decidirlos. Aquello fue una deserción universal. Los artilleros no solamente querían marcharse, sino que querían llevarse los cañones. Al no poder hacerlo puesto que se hallaban expuestos al fuego que les amenazaba desde los balcones, inutilizaron las piezas, introduciendo en ellas a la fuerza una bala sin pólvora; para extraerla se hubiera necesitado una operación larga y difícil, imposible de realizar en el momento en que iba a empezar el combate. El rey volvió sofocado, jadeante por el ejercicio que había hecho, entró en su habitación, se sentó y descansó. La reina lloraba sin pronunciar palabra, pero se repuso pronto y se presentó con el delfín, valerosa y con aire despreocupado, con los ojos secos, aunque enrojecidos. La multitud de los concurrentes se hallaba reunida en la sala de billar, muchos de pie sobre las banquetas para presenciar mejor lo que iba a suceder. D'Hervi1ly, con la espada desenvainada, dijo en alta voz: “Ujier, abrid las puertas a la nobleza de Francia.” El efecto teatral que se creía que producirían aquellas palabras fue muy mediocre. Doscientas personas entraron en la sala, otras se alinearon en las habitaciones precedentes. Una buena parte de aquella nobleza se componía de burgueses. Muchos de ellos estaban ridículamente armados y se burlaban unos de otros. Un paje y un escudero del rey, por ejemplo, llevaban sobre los hombros, a guisa de mosquete, un par de tenazas que se acababan de dividir. La mayor parte, sin embargo, tenía armas menos inocentes, puñales, pistolas y cuchillos de caza. Otros llevaban trabucos. Se colocaron en orden de batalla en las habitaciones. Los que quedaban de la guardia nacional para defender el castillo, creyeron que se dirigía contra ellos la maniobra de aquella nobleza tan bruscamente llamada. El comandante de los guardias nacionales había ido a recibir órdenes y no se las habían dado. Se aprovechó aquel momento de ausencia para dividir su tropa, colocando veinte hombres en otro puesto. La guardia nacional, manifiestamente suspicaz, no se obstinó ya en defender a los que no querían ser defendidos por ella y acabó por desfilar, salvo un número insignificante de sus miembros. Entre estos estaba Weber, el hermano de leche de la reina. Trastornado de dolor y de inquietud por ella, volvió, entró en sus habitaciones y la encontró llorando: “Pero Weber, ¿qué hacéis?, le dijo ella. No podéis continuar aquí< Sois el único de la guardia nacional”. El abandono de las Tullerías era mucho más grande de lo que creía la reina. El castillo estaba ya solo y como una isla en medio de París. Toda la ciudad se mostraba hostil o en una neutralidad menos que simpática. La Revolución acababa de verificarse en el Ayuntamiento; se había vertido la primera sangre, la de Mandat, comandante general de la guardia nacional. Mandat, al llegar a la Grève, lo había encontrado todo cambiado. Una multitud inmensa llenaba el Ayuntamiento y toda la plaza. La guardia que había puesto en el arco de San Iuan había sido alejada de allí. Avanzar era peligroso; retroceder imposible. Se abandonó a la fatalidad, subió y se encontró enfrente de la nueva comuna, en presencia de la insurrección que había prometido sofocar. Caído en la trampa que él mismo les había tendido, interrogado en virtud de qué orden había reforzado la guardia del castillo, pretextó una orden del alcalde (orden ya antigua, sin relación con la jornada del 10); luego manifestó que no podía presentar más acta que una requisición dirigida por él al departamento. Por fin, al no saber ya qué decir, alegó que un comandante tenía el derecho de tomar precauciones súbitas para un suceso imprevisto. Se le recordó que había dicho en el castillo, hablando de Pétion: “Su cabeza nos responde del menor movimiento”. La de Mandat pendía de un cabello. Lo que decidió su suerte fue que arrojaron sobre la mesa la misma orden que él había dado al comandante del puesto del arco de San Iuan para que hiciese fuego sobre las columnas del pueblo, atacándole por detrás. Un clamor universal se alzó contra él: le cogieron por el pescuezo y le llevaron a la prisión de la ciudad, pero alguien comentó que le matarían en el acto y trataron de llevarle a la Abbaye. Hasta entonces había, al parecer, vacilación entre los jefes, incertidumbre sobre las disposiciones reales del pueblo, temor y dudas. Pareció al principio que el somatén no producía resultado y por un momento tuvieron la idea de hacerlo cesar; acaso lo habrían hecho si se hubiese podido, pero habría sido muy difícil hacer circular por todo París la contraorden y las campanas habían sido ya echadas al vuelo. A eso de las seis, cuando se presentó Mandat en el Ayuntamiento y fue detenido, intentó la Comuna justificar aquel acto. Envió a la Asamblea Nacional para que acusaran a Mandat, asegurando que era él el que había hecho tocar a somatén y que por esta causa le habían reprendido. Un accidente imprevisto desbarató estas intrigas políticas. Los exaltados no permitieron que Mandat llegase vivo a la Abbaye. A la salida del Ayuntamiento le rompieron la cabeza de un pistoletazo. Al perder así la Comuna su rehén más precioso no podía ya retroceder; se arrojó decididamente y sin escape a la insurrección y dio orden de tocar a generala. Eran las siete de la mañana y ya, desde la Bastilla hasta la iglesia de San Pablo, en la parte espaciosa y ancha de la calle de SaintAntoine, había, como hemos dicho, 80 o 100 divisiones, compuesta cada una por cien hombres armados de fusiles, cerca de ocho o diez mil guardias nacionales. Su apresuramiento había sido extraordinario, contra lo que podía esperarse dada la lentitud de la víspera. La masa, aumentada en la calle de Saint-Antoine por cada una de sus laterales, que habían servido de afluentes a aquel río, pasó sin dificultad el fatal arco de San Iuan, donde se había jactado Mandat de que la destrozaría. Una hora permaneció en la Grève, sin poder obtener ninguna orden; los unos decían que la Comuna esperaba todavía algunas concesiones de la corte, los otros que el barrio Saint-Marceau se atrasaba, que se temía que no pudiera realizar a tiempo su unión en el Pont-Neuf. A las ocho y media un millar de hombres con picas perdieron la paciencia y tomaron su partido, rompiendo las filas de la guardia nacional y diciendo que se pasarían sin ella. Estaban muy mal armados; entre todos no tenían una docena de fusiles; muchos no tenían ni picas, sino navajas o simplemente herramientas de sus oficios. Algunos federados marselleses y otros que no lo eran, soldados aguerridos, no pudieron ver que aquellas gentes marchasen solas, con tan pocas probabilidades de vencer; trataron de dirigirles y se arriesgaron a marchar a su cabeza para arrostrar el primer fuego. La familia real acababa de dejar las Tullerías El procurador síndico Rœderer había unido su ruego al de los celosos servidores que a toda costa querían librar al rey del peligro. Por ambas partes se parlamentaba. Un joven pálido y delgado, que entró como diputado de los asaltantes, había obtenido de Rœderer autorización para que entrasen veinte diputados en el castillo. Mientras tanto, varios, sin más ceremonia, se habían subido a caballo sobre la muralla y hablaban familiarmente con los pocos guardias nacionales que aún quedaban en los patios. Rœderer creyó que el peligro era inminente. Entretuvo al joven parlamentario con el ofrecimiento de introducir a los diputados de la insurrección, corrió a escape al castillo, atravesó rápidamente por entre la multitud que llenaba los salones y dijo al rey: “Señor, Vuestra Majestad no tiene un momento que perder; no hay salvación más que en la Asamblea Nacional”. Un administrador del departamento (proveedor de encajes de la reina, celoso constitucional) habló también en este sentido. “Callaos, Gerdret, le dijo la reina; cuando se ha hecho daño no se tiene derecho a hablar< No os está permitido alzar aquí la voz”. Luego, volviéndose hacia Rœderer: “Pero tenemos fuerzas<”. “Señora, todo París marcha<”. “Señor, no es un ruego lo que acabamos de dirigiros< No tenemos más que un partido que tomar< Os pedimos permiso para llevaros”. El rey levantó la cabeza, miró fijamente a Rœderer y luego dirigiéndose a la reina, dijo: “¡Marchemos!” y se levantó. El rey, al dirigir esta palabra a la reina, resolvió una cuestión delicada, que en otro caso se hubiera suscitado. ¿Iría él solo a la Asamblea? ¿O se presentaría a ella acompañado de una esposa tan impopular? Esta era en aquel momento la cuestión decisiva de la monarquía. LallyTollendal, en las supuestas memorias de Weber, confiesa lo que han disimulado todos los demás historiadores, a saber, que según el rumor público, el departamento y la municipalidad debían invitar al rey a que saliese solo de las Tullerías y se fuese solo a la Asamblea Nacional. Este proyecto ofrecía a la monarquía alguna esperanza de salvación. Verdad es que la reina quedaba en peligro; acaso estaba menos expuesta a que la matasen que a que la cogiesen y la juzgasen (cosa que ella temía más), sujetándola a un proceso escandaloso que la habría sepultado deshonrada y degradada en el fondo de un convento. Rœderer, obligado a llevar a la reina junto con el rey, insistió para que al menos no les acompañase nadie de la corte. Pero la reina quiso que la siguiesen madame de Lamballe y madame de Tourzel, institutriz de los niños. Las otras damas quedaron aterradas, inconsolables, al ser abandonadas. “Cuando estuvimos al pie de la escalera, dice Rœderer, me dijo el rey: «¿Qué va a ser de las personas que han quedado allá arriba?». «Señor, están con trajes de calle. Dejarán las espadas y os seguirán por el jardín». «Es verdad, dijo el rey< Pero no hay mucha gente en el Carrousel». «¡Ah! Señor, doce piezas de artillería, un pueblo inmenso que llega<»“. Este último recuerdo, esta vacilación, es todo lo que merecieron de Luis XVI sus defensores. Se dejó llevar y los abandonó a la muerte. Un oficial suizo, d'Affry, ha declarado que la reina le había ordenado que obligase a los suizos a que hicieran fuego. Otro, el coronel Pfyffer, en su libro publicado en 1821, dice que el viejo mariscal de Noailles anunció que el rey le dejaba el mando y que no debían dejarse forzar. La reina no dudaba de que la defensa sería victoriosa; al marchar dijo a las damas que dejaba: “Vamos a volver”. Los que se quedaban se vieron afectados de muy diferentes formas con la marcha del rey. Un oficial suizo preguntó tristemente a Rœderer: “¿Creéis poder salvar al rey llevándole a la Asamblea?”. Algunos se desesperaron al verse abandonados de aquella suerte; otros se arrancaron las cruces de San Luis y rompieron sus espadas. Varios, por el contrario, no teniendo ya que cuidarse del rey ni que proteger mujeres ni niños, experimentaron como un acceso de alegría furiosa por el combate a muerte que iban a entablar. Sirvieron a los suizos aguardiente sin tasa, y sin cuidarse de defender la larga línea de murallas que existían entre el patio y el Carrousel, dieron órdenes al conserje para que levantase las barandillas de la puerta real. La multitud que golpeaba aquella puerta se precipitó por ella con ciega confianza, se lanzó a través del estrecho patio sin fijarse en las ventanas de enfrente, erizadas de fusiles, ni en las barracas laterales que cerraban el patio por derecha e izquierda y les acechaban con ojos feroces. Los que entraban eran los impacientes de que ya hemos hablado, aquellos hombres armados con picas que habían tomado la delantera y que en el camino habían ido aumentando hasta llegar a dos o tres mil hombres. Llegaron sin detenerse, corriendo, hasta el vestíbulo. Allí, al fin, se pararon. El vestíbulo del palacio, mucho más grande que hoy, estaba verdaderamente imponente. La escalera grande por done se subía majestuosamente a la capilla y a las habitaciones, tenía ocupados todos sus escalones por una línea de suizos. Imnóviles, silenciosos, desde el pie hasta el final de la escalera, apuntaban a los asaltantes. ¿Cuáles eran las intenciones de aquellos suizos? Muy diversas, difícil de expresar. Muchos, sin duda, deseaban no hacer fuego. Un gran número de aquellos soldados eran del cantón de Friburgo, otros del Vaud, es decir franceses, franceses por el idioma y franceses por el carácter. Sin duda les parecía odioso e impío disparar sobre su verdadera patria, Francia. Un momento antes de la irrupción habían ido algunos artilleros de la guardia nacional a buscar a aquellos pobres suizos que, con lágrimas en los ojos, se habían arrojado en sus brazos. Dos de ellos no vacilaron en abandonar el castillo siguiendo a los artilleros. Estaban bajo un balcón desde donde les veían sus oficiales. Se oyeron dos disparos con tan certera puntería que cayeron los dos suizos, sin ser heridos los franceses. Dura lección para los demás. Sin duda también la disciplina, el honor de la bandera, el juramento, les mantenían inmóviles en sus puestos. La turba de los asaltantes, al ver a aquellos hombres de piedra, no tuvo miedo, sino que se echó a reír. Empezó a dirigirles pullas, pero los suizos no se reían. Se hubiera podido dudar de que estuvieran realmente vivos. El pilluelo se envalentona pronto y en cierto modo todo el pueblo parisiense se compone de pilluelos. Aquellos, con doce fusiles viejos, unas picas y unas navajas, no estaban en disposición de combatir con aquel ejército de suizos armados hasta los dientes. Sabían que varios suizos habían intentado pasarse a la guardia nacional y trataron de aprovechar aquellas buenas disposiciones. Algunos que llevaban garfios en las puntas de los palos, idearon arrojar aquella especie de anzuelos y enganchar primero uno y luego otro, cogiéndoles del uniforme y tirando de ellos entre grandes carcajadas. La pesca de suizos dio buen resultado. Cinco o seis se dejaron coger sin ofrecer resistencia10. Los oficiales empezaron a temer que llegaran a entenderse los atacados y los que atacaban, y dieron orden de hacer fuego. Entonces pudo apreciarse toda la fuerza de la disciplina. Disparaban sin vacilar. El efecto de aquel fuego escalonado de arriba a abajo, convergiendo todo y casi a boca de jarro sobre una masa viviente, fue espantoso. Jamás hubo en un sitio tan estrecho una carnicería tan horrible. Todos los tiros hacían blanco. La masa vaciló y cayó a un tiempo. Ninguno de los que entraron en el vestibulo salió vivo. Las únicas referencias que tenemos son las de los realistas que estaban en las escaleras. Dos horas después, uno de los asaltantes que atravesó el vestíbulo y vio aquella montaña de muertos, dijo que sofocaba aquel olor de carnicería y que no se podía respirar. No hay ni que decir que todos los que se hallaban en el patio echaron a correr con toda la celeridad que les permitieron sus piernas. No pudieron huir, sin embargo, tan aprisa como para librarse de ser acribillados al paso por el fuego de las barandillas de derecha e izquierda, que estaban llenas de soldados. Fue verdaderamente una caza al acecho; los cazadores tenían la caza en la boca de los fusiles y podían escoger. Tres o cuatrocientos hombres perecieron en aquel fatal desfiladero sin que pudiesen disparar un tiro. Dos salidas se hicieron a la vez de aquel palacio asesino, una por los suizos en el centro, bajo el pabellón del Reloj, otra por los nobles que, saliendo del pabellón de Flora, llevaron la persecución a lo lejos del muelle, hacia las callejuelas del Louvre y la calle de Saint-Honoré. Los suizos, formados en batalla en el Carrousel, haciendo fuego en todas direcciones, fusilaron la retaguardia de los que huían y sembraron toda la plaza de cadáveres. El castillo se creyó vencedor, imaginando que había aplastado a la insurrección, pero no era más que la vanguardia. En medio del fuego, mientras que los suizos disparaban todavía sobre la multitud amontonada en las embocaduras de las estrechas calles, d'Hervilly se dirige a ellos sin sombrero, sin armas y les dice: “No es eso, hay que ir a la Asamblea con el rey”. El viejo Vioménil gritaba: “Adelante, valientes suizos, adelante; salvad al rey. Vuestros antepasados le salvaron más de una vez”. Entonces creyó Rœderer (y varios de los actores del 10 de agosto lo creen todavía hoy, cuando esto escribo) que aquel momento había sido previsto y que con esta esperanza había deseado la corte el combate. Vencida la insurrección, o al menos descorazonada por el rigor del primer golpe, se replegaba la guarnición sobre la Asamblea Nacional; proclamaba su disolución y el rey, rodeado de sus tropas, salía de París, huía a Rouen, donde era esperado y otra vez volvería a ser rey. Yo creo que la reina, si no se hubiera creído segura del resultado, jamás habría abandonado en las Tullerías a tantos fieles servidores. Esperaba um la Asamblea, pálida y palpitante, el éxito de aquel terrible golpe a lo Jarnac dado a la Revolución. Por un momento la misma Asamblea creyó llegada su última hora, esperando ser acuchillada, o por lo menos prisionera del rey que había acogido en su seno. Y sin embargo, lejos de haber vencido la contrarrevolución, era la revolución la que avanzaba. La unión de Saint-Antoine y Saint-Marceau se había verificado en el Pont-Neuf. Desde el pabellón de Flora podía verse en el muelle del Louvre al ejército vengador del pueblo, el bosque de sus bayonetas reflejando las luces de la mañana. Habían tropezado con muchos obstáculos; el ejército, poco acostumbrado a las maniobras, había perdido mucho tiempo, teniendo que avanzar en columnas por aquellos muelles entonces tan estrechos. Los quinientos marselleses, los trescientos bretones y los otros federados, tropas muy militares, iban en el puesto de honor; caminaban al fuego los primeros; debían entrar en el Carrousel por los postigos próximos al puente Real. Los del Marais y las otras secciones de la orilla derecha debían penetrar por el Louvre; San Marcelo y la orilla izquierda se encargarían del puente Real, del muelle de las Tullerías, del de la Concordia y de la plaza, de modo que el castillo quedase entre dos fuegos. Saint-Antoine tenía dos cañones pequeños y Saint-Marceau otros tantos; esta era toda su artillería. Si la masa de los fugitivos hubiese sido empujada hacia el muelle, habría podido producir confusión y pánico entre las columnas que venían, pero como hemos dicho, fue repelida hacia la calle de SaintHonoré y las callejuelas del Louvre. Los marselleses y el barrio de Saint-Antoine no vieron aquel desconsolador espectáculo; llegaron frescos, confiados, con la cabeza alta. Sabían en general que habían atraído y fusilado a sus hermanos, y redoblaron el paso, furiosos. Las secciones del Marais, que llegaron al Carrousel por las encrucijadas del Louvre, vieron infinidad de heridos; pero aquellos heridos, llenos de entusiasmo, de odio y de cólera, pedían venganza por la perfidia de los suizos: “Aún teníamos nuestros labios en sus mejillas, cuando derramaron nuestra sangre”. Los marselleses atravesaron los postigos del muelle, vieron a los suizos formados en batalla en el Carrousel, se abrieron bruscamente dando paso a sus cañones y dispararon a boca de jarro dos metrallazos. Los soldados se volvieron sin esperar un segundo disparo, abandonando a sus heridos, sin duda un poco sorprendidos al encontrar viva hasta aquel punto la insurrección que creían haber matado. Los federados de Saint- Antoine avanzaron a paso de carga y ocuparon dos de aquellos patios: el real o del centro y el de los príncipes, próximo al pabellón de Flora y al muelle. Las secciones que habían venido por el Louvre habían llenado el Carrousel, mucho menos grande en aquella época; empujaban a los que habían llegado primero y penetraban en los patios todo cuanto podían. La inmensa y sombría fachada vomitaba rayos por sus cien ventanas. Además de todos los fuegos del frente, los nobles, al acecho desde las ventanas del pabellón Flora y de la gran galería del Louvre, tiraban sobre el flanco. Detrás del pabellón del Reloj, bajo los fuegos cruzados que detenían a los asaltantes, estaban formados los granaderos suizos, que contestaban con salvas a los tiradores de la insurrección. El tiempo estaba en calma, el humo era muy espeso; no había ni un soplo de aire que pudiera disiparlo; se tiraba a ciegas, lo cual era desfavorable a los asaltantes, pues apenas distinguían las ventanas, y sus tiros se estrellaban contra las paredes. Por el contrario, sus enemigos, apuntando a murallas vivas, quiero decir, a masas de hombres, tenían que dar en el blanco a la fuerza: cada tiro mataba o hería. Cansados los federados de recibir sin dar, en medio de una lluvia de balas, colocaron en batería, en la puerta grande, una pieza de a cuatro, dos de cuyos disparos obligaron a los suizos a abandonar el patio. Se replegaron al vestflaulo en buen orden y de cuando en cuando salían por pelotones para seguir tirando. En el momento en que los federados pasaron del Carrousel al patio, las barracas colocadas paralelamente al castillo hicieron fuego por detrás, creyendo obtener el mismo éxito que habían logrado una hora antes. Pero desde la primera descarga se lanzaron con furia los marselleses sobre las aperturas de las barracas, y al no poder forzarlas lanzaron sobre ellas dos cartuchos de artillería cuya explosión hizo saltar los tejados, derribó las paredes y lo incendió todo. El fuego se propagó en un abrir y cerrar de ojos de un extremo a otro, recorrió toda la línea y desapareció todo entre torbellinos de llamas y de humo, escena horrible de la que los mismos asaltantes apartaron las miradas con horror. ¿Fue entonces o mucho antes cuando un capitán suizo, Turler, fue a preguntar al rey si era preciso rendir las armas? Grave cuestión histórica que, resuelta en un sentido o en otro, debe modificar nuestras ideas sobre el carácter de Luis XVI. Según una tradición realista, los suizos, por un instante vencedores, iban a marchar contra la Asamblea; un diputado les detuvo, les intimó que entregasen las armas y el capitán consultó al rey, sin obtener otra respuesta que la de que era preciso entregarlas a la guardia nacional. Según otra versión más creíble, puesto que consta en el proceso verbal de la Asamblea, después de que el rey escuchara el informe del procurador general Rœderer anunciando a la Asamblea que el castillo se había rendido, entonces, y después del pánico que se apoderó de la Asamblea, fue cuando el rey advirtió al presidente que había hecho dar la orden a los suizos para que no hiciesen fuego. Esto aclara la cuestión que se ha intentado oscurecer. El rey quiso evitar una mayor efusión de sangre cuando supo que el castillo había sido tomado, cuando ya no tuvo ninguna esperanza. Esta orden podía tener la doble ventaja de disminuir la exasperación de los vencedores y de dejar a cubierto el honor de los vencidos, para que estos pudiesen decir, como efectivamente dijeron, que únicamente la orden del rey pudo quitarles la victoria. Para esa hora había sido tomado el castillo; los suizos que habían defendido palmo a palmo la escalera, la capilla, las galerías, habían sido arrollados en todas partes, perseguidos, muertos. Los más afortunados habían sido los nobles, que como dueños de la gran galería del Louvre, tenían siempre una salida dispuesta para escapar. Todos o casi todos escaparon; entre los muertos no se encontró ninguno. Los cadáveres, vestidos con ropa fina, llevaban también vestido rojo, eran los falsos suizos, antiguos guardias constitucionales y no los nobles. Los uniformes rojos eran muy numerosos, muchos más de los 1.330 verdaderos suizos que menciona su capitán. Suizos o no se portaron admirablemente. Se retiraron lentamente por el jardín, aguardando, recogiendo a sus camaradas con la sangre fría y el aplomo de tropas veteranas, maniobrando como en una parada, estrechando profesionalmente sus filas a medida que el fuego enemigo los aclaraba. Hicieron quizás diez paradas al atravesar el jardín (dice un testigo ocular11) para rechazar a los asaltantes con dos fuegos de fila perfectamente ejecutados. Una cosa debió de extrañarles mucho, la prodigiosa multitud de guardias nacionales que invadía el jardín y que iba en aumento. A las ocho, antes del combate, había habido en la Grève ocho o diez mil guardias nacionales armados con fusiles; entre las doce y la una, inmediatamente después del combate, el mismo testigo vio en las Tullerías hasta treinta o cuarenta mil. Descontando la parte ordinariamente numerosa de los hombres que corren siempre en auxilio de la victoria, resulta sin embargo evidente que el 10 de agosto fue realizado o consentido, ratificado en cierto modo, por el conjunto de la población, no por una parte del pueblo, y de ningún modo por una parte ínfima como tantas veces se ha repetido. Había un gran número de hombres uniformados entre los que tomaron el castillo. Estos mismos uniformes ocasionaron una fatal equivocación. Los federados bretones, que llevaban trajes rojos, fueron confundidos por los oficiales del castillo con suizos pasados al enemigo y eran blanco preferente: cayeron ocho a la primera descarga. La espantosa unanimidad de la guardia nacional, que por momentos se manifestaba a los suizos, acabó por quebrantarlos. Cuando llegaron cerca de la fuente grande, hacia la plaza de Luis XV, vacilaron sus filas, comenzaron a desbandarse; la idea mortal de la salvación individual, que casi siempre pierde a los hombres, se apoderó visiblemente de ellos. Vieron, o creyeron ver, que su valor, su admirable disciplina, les había perdido retrasando su retirada. Algunos centenares se lanzaron como ciervos furiosos al abrigo de los grandes árboles, rechazaron a los tiradores enemigos y ganaron la puerta que está enfrente de la calle de Saint-Florentin: escaparon aproximadamente trescientos; un grupo, perseguido muy de cerca, se refugió en el edificio de la marina; allí fueron encontrados y degollados. Los que permanecieron unidos intentaron pasar desde las Tullerías a los Campos Elíseos, pero apenas pusieron el pie en la plaza, un batallón de Saint-Marceau, que tenía dos piezas colocadas en batería a la bajada del puente, les disparó un cañonazo con metralla, un solo tiro, que derribó por tierra a treinta y cuatro. Los otros, dispersos por aquel terrible fuego, arrojaron sus fusiles y desenvainaron los sables, arma inútil contra las picas de sus encarnizados enemigos. Unos treinta se defendieron un instante cerca de la estatua de Luis XVI (donde ahora está el obelisco), al pie de aquel triste monumento de la monarquía, tan poco digna de su abnegación y de su fidelidad. Otros, que tuvieron la suerte de ganar los Campos Elíseos, fueron ocultados por buenas gentes que les disfrazaron y les lucieron escapar por la noche. En general, en aquella jornada sangrienta no hubo término medio, los vencidos encontraron o la muerte o la hospitalidad más cariñosa, generosa hasta el heroísmo, que en caso necesario llegó hasta afrontar la muerte para salvarlos. Y esto prescindiendo de toda opinión política; los violentos revolucionarios se comportaron como los realistas. En el mismo castillo, la multitud, horriblemente irritada por sus enormes pérdidas y por lo que pensaba de la perfidia de los suizos, no se mostró tan bárbaramente ciega como podía suponerse. Las damas de la reina, infinitamente más odiadas que los hombres, por ser consejeras y confidentes de la austriaca, no sufrieron la menor indignidad. La princesa de Tarento había hecho abrir las puertas y les encomendó a los primeros que entraron una joven señorita, Pauline de Tourzel. Algunas mujeres, madame de Campan entre otras, fueron detenidas un momento y amenazadas de muerte, pero no fue más que el susto; las dejaron libres con estas palabras: “Bribonas, la nación os perdona”. Los mismos vencedores las escoltaron para que escapasen y las ayudaron a disfrazarse para librarlas de las bandas de verduleras que les seguían gritando que hubieran debido matarlas. Uno de los asaltantes, Singier (luego conocido y estimado como director de teatro), ha contado que al entrar en la habitación de la reina vio que la multitud rompía los muebles y los arrojaba por las ventanas; un magnífico clavicordio, lleno de pinturas preciosas, iba a seguir el mismo camino. Singier no perdió ni un momento y se puso a cantar y a tocar con él La Marsellesa. Todos aquellos hombres furiosos, sangrientos, olvidaron en un momento su furor; hicieron coro, se colocaron alrededor del clavicordio y se pusieron a bailar, entonando el himno nacional. No, aquella multitud, tan abigarrada, de los vencedores del 10 de agosto no era, como tanto se ha dicho, una banda de bandidos, de bárbaros. Era el pueblo entero: sin ninguna duda se hallaban allí reunidos todos los caracteres, todas las condiciones, todas las naturalezas. Allí se encontraron las pasiones más furiosas, pero nada indica que en aquel momento de exaltación heroica se mostraran en nadie las pasiones bajas o las innobles. Hubo muchos actos magnánimos. Y la conmovedora frase del panadero que citamos al principio de este capítulo, demuestra suficientemente que el peligro, que con tanta frecuencia hace feroces a los hombres que lo afrontan por vez primera, no había apagado de ningún modo los sentimientos de humanidad en el corazón de los asaltantes. Una escena extraordinaria, patética en sumo grado, tuvo lugar en la Asamblea Nacional. Que pase a la posteridad para atestiguar eternamente la magnanimidad del 10 de agosto, del noble genio de Francia, que conservó aun en medio de los furores de la victoria. Un grupo de vencedores penetró en la Asamblea confundido con los suizos. Uno de ellos tomó la palabra: “Cubiertos de sangre y de polvo, ión el corazón traspasado de dolor, venimos a depositar en vuestro seno nuestra indignación. Una pérfida corte prepara la catástrofe desde hace mucho tiempo. No hemos podido penetrar en este palacio sino pasando por encima de nuestros hermanos asesinados. Hemos hecho prisioneros a estos desgraciados instrumentos de la traición. Muchos ie ellos han depuesto las armas; contra ellos sólo emplearemos la ¿generosidad (se arroja en brazos de un suizo y por el exceso de emoción se desmaya; los diputados le auxilian. Entonces recobra el uso de la palabra): Necesito una venganza. Ruego a la Asamblea que me permita llevarme a este desgraciado; quiero darle cobijo y mantenerle”. 10 1792
Los vencedores del 10 de agosto, federados, guardias franceses, etc.—
Théroigne de Méricourt.—Asesinato de Suleau.—Impotencia de la Asamblea.—Inercia de los girondinos durante la noche del 10 de agosto.—El rey se refugia en el seno de la Asamblea.—Dos pdnicos en la Asamblea.—El rey, ya sin esperanzas, hace cesar el fuego.—La Asamblea ofrece a la monarquía una probabilidad de resurrección.— La Asamblea se anula a sí misma.—Desesperación de las familias de las víctimas del 10 de agosto.—Desconfianza y furor del pueblo.— Peligros de la situación.—El rey es hecho prisionero y encerrado en el Temple,—La Comuna exige la creación de un tribunal extraordinario.—Influencia de Marat sobre la Comuna.—Creación del tribunal extraordinario (17 de agosto).—Peligros que amenazaron a Francia; Longwy sitiado el 20 de agosto.—Amenazas de Lafayette, su fuga.—Firmeza magnánima de Danton. —Primeros movimientos de la Vendée.—El nuevo tribunal es acusado por la lentitud con que funciona.—Noticia de la toma de Longwy.—Fiesta de los muertos del 10 de agosto. No es fácil sondear el profundo volcán de furor de donde brotó el 10 de agosto, enumerar las cóleras de todas clases amontonadas, aumentadas, mutuamente recalentadas por una fermentación tan terrible. Si no podemos detallar su fuerza y su violencia, enumeremos al menos y analicemos los diversos elementos que amalgamados compusieron aquella ardiente lava. El sufrimiento del pueblo, su dolorosa miseria fue el elemento más débil. Y sin embargo la miseria era extrema. Hacía mucho tiempo que se habían consumido los últimos recursos; aunque el pan estaba barato, como el trabajo faltaba, no había medio de comprarlo. La muerte en un camastro, en una buhardilla ignorada o en la calle, en una encrucijada, era la última perspectiva. Aquellas pobres gentes, casi sin armas y nada aguerridas, no hicieron una gran cosa el 10 de agosto; se limitaron a ir los primeros a las Tullerías. Sus cuerpos recibieron la primera y mortífera descarga. Si no hubieran estado más que ellos no habría sido tomado el castillo. Había otro elemento en el que la corte no pensaba; un elemento muy militar, que obró ciertamente de un modo más eficaz. Se ha comprendido a todos los vencedores bajo la denominación de marselleses; se ha creído que casi todos eran federados de los departamentos, marselleses, bretones y otros. Pero con ellos iban otros hombres no menos aguerridos, tan furiosos por lo menos como ellos y exasperados además por una herida más reciente. ¿Quiénes? Los hijos mayores de la libertad, los antiguos guardias franceses. Había entre ellos jóvenes de una audacia y una ambición extraordinarias, varios de los cuales alcanzaron notoriedad. Por un momento, los guardias franceses se habían dejado debilitar por Lafayette, habían formado el núcleo, el nervio de la guardia nacional a sueldo. La conducta tan diferente de aquel cuerpo en la matanza del Campode Marte (una parte hizo fuego y la otra se negó a disparar) dio mucho que pensar. En enero, el ministro de la guerra, Narbonne, consiguió que fuesen asimilados a las tropas de línea, cesasen de recibir tan buena paga y no fuesen ya una tropa privilegiada. La mayor parte no aceptó este cambio y se dedicó a vagar por las calles, esperando los acontecimientos, mezclándose con los grupos, alentando a la guerra y al combate, dando seguridad al pueblo, comunicándole su espíritu militar. Una carta escrita un año después por uno de aquellos guardias franceses (que luego fue el general Hoche) dirigida a un periodista, carta altiva, amarga, irritada, describe maravillosamente a aquella juventud, el espíritu soberbio que la animaba, su indignación violenta contra todo obstáculo. Creeríase que fue la misma pluma que en enero de 1792 escribió el elocuente Adiós de los guardias franceses a las secciones de París. Aquellas filípicas militares respiraban el genio colérico que dio el golpe del 10 de agosto. Por la mañana uno de aquellos guardias franceses estaba en la terraza de los Fuldenses con la famosa amazona Théroigne de Méricourt. Estaba esta con armas y se disponía a combatir; fue allí y se distinguió tanto que mereció una corona que le ofrecieron los vencedores. No eran todavía más que las siete o las ocho, una hora antes del combate. Una falsa patrulla que acababa de ser detenida fue conducida a la terraza. Eran once realistas armados de trabucos que iban a reconocer los Campos Elíseos y los alrededores de las Tullerías. Había entre ellos varios hombres muy conocidos, muy odiosos, escritores violentos, designados como realistas durante mucho tiempo por el rencor popular, entre otros el abate Boujon, autor dramático, y Suleau el periodista, joven audaz, uno de los más furiosos agentes de la aristocracia. Suleau y Théroigne, el furor contra el furor, se hallaron frente a frente. Suleau era odiado personalmente por Théroigne, no solamente por las burlas con que la había zaherido en los Hechos de los Apóstoles, sino también por haber publicado en Bruselas uno de los diarios que aplastaron la Revolución de los Países Bajos y de Lieja, El somatén de los reyes. La infortunada ciudad de Lieja, unánimemente francesa y que, en masa, hasta el último ciudadano votó su anexión a Francia, había sido libre dos años y acababa de caer de nuevo bajo la innoble tiranía del clero por la violencia de Austria. Théroigne en aquel momento decisivo no dejó de cumplir lo que debía a su patria. Pero fue espiada desde París hasta Lieja y detenida por los austriacos a su llegada, acusada como culpable del atentado del 6 de octubre contra la reina de Francia, hermana del austriaco Leopoldo. Conducida a Viena y puesta en libertad mucho después por falta de pruebas, volvía exasperada, acusando sobre todo a los agentes de la reina que la habían seguido y entregado. Escribió su aventura, iba a imprimirla y había leído ya algunas páginas en los Jacobinos. El genio violento del 10 de agosto vivía en Théroigne. Era una mujer audaz, galante, pero no una perdida como decían los realistas; no se había degradado de ningún modo. Sus pasiones más conocidas fueron por hombres enemigos del amor: la primera por un italiano castrado que la arruinó, luego por el abstracto, el seco, el frío Sieyès, por el matemático Romme, austero jacobino, preceptor del príncipe Strogonoff; Romme no se privaba de llevar a su discípulo a casa de la hermosa y elocuente patriota. El honrado Pétion era amigo de Théroigne. Siempre, a pesar de alguna irregularidad que pudiera haber en su vida íntima, aspiró, en sus amistades, a lo más alto, a lo más puro; quería en los hombres lo que ella tenía, el valor y la sinceridad. Uno de sus biógrafos más hostiles confiesa que ella experimentaba el más profundo desprecio hacia la inmoralidad de Mirabeau, hacia su rostro de Iano. Y no demostró menos antipatía hacia Robespierre; detestaba su farisaísmo. Esta imprudente franqueza, que fue causa de una terrible aventura, se manifestó en abril de 1792. En aquella época en que Robespierre se desataba en calumnias, en denuncias sin pruebas, dijo con fiereza en un café que “le retiraba su estima”. La frase, referida por la noche irónicamente en los Jacobinos por Collot d'Herbois, produjo en la amazona un acceso de furor. Estaba Théroigne en una tribuna, en medio de devotos de Robespierre. A pesar de los esfuerzos que hicieron para contenerla, saltó por encima de la barandilla que separaba las tribunas de la sala, atravesó por entre aquella turba enemiga y pidió en vano la palabra; todos se taparon los oídos, temiendo escuchar alguna blasfemia contra el dios del templo; la pobre Théroigne fue expulsada brutalmente, sin ser oída. Este insulto presagiaba otro más cruel, que la hirió de muerte. Después del 10 de agosto y el 2 de septiembre, Théroigne (implicada sin la menor prueba y contra toda probabilidad en este últimasuceso) se decidió, con su violencia acostumbrada, por el partido que censuraba a los asesinos de septiembre. Aún era muy popular, amada y admirada por todo el pueblo por su valor y su belleza. Los montañeses idearon un medio para arrebatarle aquel prestigio, paraenvilecerla, cometiendo una de las violencias más cobardes que un hombre puede cometer contra una mujer. Se paseaba casi sola por la terraza de los Fuldenses; formaron un grupo alrededor de ella, cerraron el corro, la cogieron, le levantaron las faldas, y desnuda, entre las risotadas de la multitud, la azotaron como a un niño. Sus ruegos, sus gritos, sus aullidos de desesperación sólo sirvieron para excitar las burlas de aquella turba cínica y cruel. Cuando por fin la soltaron, la infortunada continuó sus rugidos; herida en su dignidad y en su valor por aquella bárbara injuria, había perdido la razón. Desde 1793 hasta 1817, durante aquel largo período de veinticuatro años (¡la mitad de su vidal), vivió loca, furiosa, aullando como el primer día. Era un espectáculo que partía el alma el ver a aquella mujer heroica y encantadora convertida en una fiera, golpeando los barrotes de su jaula, destrozándose a sí misma y comiendo sus excrementos. Los realistas se complacían en ver en esto una venganza de Dios contra aquella hermosura fatal que embriagó a la Revolución en sus primeros días; agradecieron infinitamente a los brutales hombres de la montaña el que la inutilizaran así. Aún hoy, realistas y robespierristas están de acuerdo, después de haberla envilecido en vida, para envilecer su memoria. He querido referir de una vez aquel destino trágico. Veamos el acto violento, culpable, por el que acaso mereció Théroigne aquel destino el 10 de agosto. Tenía delante de ella a aquel Suleau tan detestado, al que consideraba como el más mortal enemigo de la Revolución en Francia y en los Países Bajos. Era un hombre peligroso, no tan sólo por su pluma, sino por su valor, por sus infinitas relaciones en su provincia y en todas partes. Refiere Montlosier que Suleau, en un peligro, le decía: “En caso necesario enviaré toda mi Picardía en vuestro socorro”. Suleau, prodigiosamente activo, se multiplicaba; con frecuencia se le veía disfrazado. Lafayette dice que le encontró así, saliendo por la noche k la casa del arzobispo de Burdeos. Disfrazado también, armado, en la misma mañana del 10 de agosto, en el momento en que era más violenta la furia popular, cuando la multitud, ebria por adelantado con el combate que iba a entablar, no buscaba más que enemigos; cogido Suleau, podía darse por muerto. Desmoulins, picardo como él y su compañeroen el colegio de Luis el Grande, había tenido un presentimiento de lo que iba a suceder y ofreció a Suleau ocultarle en su casa. Pero este creía vencer y cayó en el lazo antes de empezar a combatir. Si perecía, al menos no era Théroigne la que podía matarle. Las mismas burlas que él había publicado contra ella hubieran podido protegerle. Desde el punto de vista caballeresco, debía ella defenderle; desde el punto de vista que dominaba entonces, la imitación feroz de los republicanos de la antigüedad, debía herir al enemigo público, aunque fuese también su enemigo. Un comisario, subido en un caballete, intentaba calmar a la multitud; Théroigne le derribó, subió en su lugar y habló contra Suleau. Doscientos hombres de la guardia nacional defendían a los prisioneros; consiguieron de la sección una orden para que cesasen en su resistencia. Llamados uno a uno fueron degollados por la multitud. Se dice que Suleau demostró mucho valor, se apoderó de un sable de los que le atacaban y trató de abrirse paso. Para exagerar el hecho, han querido suponer que la amazona (pequeña y endeble, a pesar de su ardiente energía) había acuchillado por su propia mano a aquel hombre de gran estatura, de un vigor y una fuerza multiplicados por la desesperación. Otros decían que fue el guardia francés que llevaba a Théroigne del brazo el que le dio el primer golpe. Este asesinato, cometido en la plaza Vendôme, ante la puerta de los Fuldenses y casi a la vista de la Asamblea, evidenció de una manera terrible la impotencia de aquella. Declaró por dos veces que los prisioneros se hallaban bajo la salvaguardia de la ley y no le hicieron caso. Se estableció un precedente fatal, un prejuicio terrible, a saber: que el primer llegado podía, a despecho de las autoridades nombradas por el pueblo, representar al pueblo soberano en su función más delicada: la justicia. Esta justicia de combate, hecha en el momento de la batalla por el enemigo contra el enemigo, va a reproducirse dentro de un mes, en septiembre, contra prisioneros desarmados. La Asamblea estaba en entredicho lo mismo que la monarquía. La mayoría, que acababa de absolver a Lafayette, había perdido, por esto mismo, en el concepto del pueblo, a la Asamblea. Verdad es que los girondinos, por conducto de Brissot, habían atacado al general y podían lavarse las manos en aquella extraña absolución. Pero era muy evidente que creían poderse valer todavía de la monarquía; enemigos o no de Lafayette, se parecían a él en esto: republicanos en principio, como él, pero como él realistas en política, no se diferenciaban más que en la extensión de los plazos que habían concedido a la institución real. Nada indica que tuvieran con la corte la menor relación directa. La famosa consulta entregada al rey, según se dice, por Vergniaud, y copiada dócilmente por todos los historiadores, no es más que una burda ficción. Por muy ligeros que fueran los girondinos, jamás hubieran entregado semejante escrito contra ellos mismos. ¿Y a quién? A aquella corte que en las elecciones y en todas partes prefería sin dificultad a los más violentos jacobinos. Hay una cosa evidente que hemos afirmado varias veces y que repetimos ahora: la corte, hasta el 10 de agosto, en toda ocasión consideró a los girondinos como sus enemigos más peligrosos. Se hubiera fiado de Danton más que de Vergniaud. Vergniaud, Brissot, Roland, Guadet, fueron para ella objeto de un odio profundo. Les consideraba muy cercanos al poder y capaces de conservarlo. Hubiese preferido cien veces el triunfo pasajero de los violentos a la victoria de los moderados, que, en un plazo muy corto, podían establecer la República. Los girondinos no se presentaron en la Asamblea la noche del 10 de agosto. Había comenzado aquella a reunirse a eso de las doce y media, al ruido del somatén. Los pocos diputados que acudieron eran fuldenses y fueron para salvar a la monarquía; se ve en el presidente que eligieron: el fuldense Pastoret. El referido Pastoret se eclipsó y entonces nombraron para que los presidiera a un diputado desconocido. ¿Dónde estaban entonces Brissot, Vergniaud, el pensamiento de la Gironda, su gran y potente voz? ¿Dónde estaban? ¿Qué pensaban? Esperaban y se reservaban. Cosa que nada tiene de particular, por otra parte, cuando vemos la vacilación de los actores conocidos de todos los partidos. Robespierre se abstuvo aquella noche, de la misma manera que Vergniaud. Evidentemente los girondinos se reservaban el papel de mediadores; esperaban que la corte, aturdida por el eco de las descargas, fuera a arrojarse en sus brazos. La Asamblea poco numerosa que se reunió aquella noche, en ausencia de los grandes jefes de la opinión, demostró mucha prudencia. Sobre todo evitó el lazo que le tendían llamándola a palacio. Algunos miembros propusieron que en vez de ir ellos, fuera el rey a la Asamblea. La discusión, frecuentemente interrumpida, duró hasta la mañana; los girondinos, avergonzados de su ausencia en semejantes momentos, acudieron al fin; a las siete ocupó Vergniaud el sillón. Y fue para verse obligado a saludar al poder, poder desconocido, misterioso, salido del volcán por la mañana, como para aplastar a la Asamblea: la Comuna del 10 de agosto. Un sustituto del procurador de la Comuna (¿no sería Danton? Entonces se titulaba así) entró con dos oficiales municipales y notificó sin preámbulos a la Asamblea Nacional que el pueblo soberano, reunido en secciones, había nombrado comisarios que ejercían todos los poderes, y que como primer acto, habían tomado el acuerdo de suspender el consejo general de la Comuna. Un miembro de la Asamblea propuso que se anulase todo, los comisarios y el acuerdo. Pero en el mismo instante otro miembro dijo prudentemente que era preferible una insinuación a un acto de violencia; que en caso de peligro era imprudente prescindir de los hombres útiles y que en todo caso era preciso esperar aclaraciones posteriores. La Asamblea decidió aguardar, lo cual era lo más fácil. Entre la victoria del realismo y la de la anarquía, entre el castillo y la Comuna, igualmente amenazada de ser devorada por las dos partes, respetó lo desconocido y guardó ante la esfinge un silencio terrorífico. Y en aquel mismo momento en que no se atrevía a obrar ni a decidirse, por una extraña contradicción, las circunstancias reclamaban de ella, en cierto modo, la fuerza que ya no tenía. En aquel momento fue cuando le pidieron que protegiese a Suleau y a los otros prisioneros. Intentó hacerlo y vio desconocida su autoridad (a las ocho). En el mismo instante le anunciaron también que el rey quería refugiarse en su seno. Contestó fríamente que “la Constitución le facultaba para ello”. Se pidió que se permitiese la entrada a la guardia del rey, pues temían que fuese asesinada si permanecía en la puerta. Pero la Asamblea, al recibirla, se exponía a convertir su propia sala en un campo de batalla; se atuvo a la letra de la ley, que prohibía las deliberaciones entre bayonetas; fingió creer que aquella guardia iba allí a proteger a la Asamblea y declaró que “no quería más guardia que el amor del pueblo”. En el capítulo precedente no hemos referido, cuando explicábamos la batalla, el viaje del rey a la Asamblea. Aquel viaje no era largo, pero parecía sumamente peligroso dado el estado de irritación en que se encontraba la multitud. No lo era sin embargo: no sirvió más que para probar que ni la vida del rey, ni siquiera la de la reina, estaban de ningún modo en peligro. Al partir, el rey, probablemente, no estaba tranquilo. Se quitó el sombrero, que tenía una pluma blanca, y se puso otro que tomó prestado a un guardia nacional. Las Tullerías estaban solitarias, cubiertas ya de hojas secas mucho antes de lo habitual; el rey lo señaló: “Este año caen muy pronto”. Manuel había dicho que la monarquía caería antes que las hojas. A medida que se aproximaban a la terraza de los Fuldenses, se distinguía una multitud de hombres y de mujeres muy animados. A unos veinticinco pasos de la terraza una comisión de la Asamblea fue a recibir al rey; los diputados le rodearon, pero aquella escolta no bastaba para contener a algunos de los más violentos. Un hombre, desde lo alto de la terraza, blandía una pértiga de ocho o diez pies de longitud: “¡No! No, gritaba. No entrarán; ellos son la causa de todas nuestras desgracias< ¡Es preciso que esto acabel< ¡Abajo! ¡Abajo!”. Rœderer arengó a la multitud y al ver que el hombre de la pértiga no quería callar, se la arrancó de las manos y la tiró al jardín sin más ceremonia; el hombre se quedó estupefacto y no volvió a decir nada. Tras un momento de confusión originado por el barullo, al llegar la familia real al pasaje que comunica con la Asamblea, un guardia nacional provenzal dijo al rey con el original acento del Mediodía: “Señor, no tengáis miedo; somos buena gente, pero no queremos que nos traicionen otra vez. Sed un buen ciudadano, señor< Y sobre todo no olvidéis el despedir del palacio a la clerigalla”. Otro guardia nacional (algunos aseguran que el mismo hombre de la pértiga que parecía tan furioso) se conmovió al ver al delfín oprimido por la muchedumbre en aquel pasaje tan estrecho; le tomó en sus brazos y fue a colocarle sobre la mesa de los secretarios. Todo el mundo aplaudía. El rey y la familia real se habían sentado en los asientos poco elevados que ordinariamente ocupaban los ministros. Dijo a la Asamblea: “He venido aquí para evitar un gran crimen<”. Palabras injustas y duras que no estaban justificadas. La multitud había invadido el 20 de junio las Tullerías, sin peligro para Luis XVI, y el mismo 10 de agosto nada anunció que hubieran querido atentar contra su vida ni contra la de la reina. El presidente Vergniaud contestó que la Asamblea “había jurado morir sosteniendo los derechos del pueblo y las autoridades constituidas” y entonces el rey subió y fue a sentarse a su lado. Pero un diputado hizo observar que la Constitución prohibía que se deliberase en presencia del rey. Entonces designó la Asamblea la tribuna del taquígrafo, que estaba separada de la sala por una verja de hierro y al nivel de los asientos elevados de la Asamblea. El rey se trasladó allí con su familia y se sentó de frente, indiferente, impasible; la reina un poco de lado, pudiendo ocultar en aquel sitio la terrible ansiedad por el resultado del combate. En aquel momento se oyó la terrible descarga que derribó a tantos hombres del pueblo e hizo creer a los nobles que ya no faltaba más que marchar contra la Asamblea, dispersarla y llevarse al rey. La reina no decía una palabra; tenía los labios apretados, dice un testigo ocular (David, luego cónsul y diputado); sus ojos estaban secos y ardientes, mejillas inflamadas, las manos sobre las rodillas. Combatía con el corazón, y ninguno sin duda, de los que se hacían matar en el castillo, sentía en la batalla una pasión más ardiente. Desde aquella tribuna, desde la sala ligeramente construida, se oían todos los ruidos. A la primera descarga siguió un gran silencio; luego a nueve o nueve y media, los cañonazos disparados por los marselleses hicieron vibrar todos los cristales. Algunos creyeron que en la sala habían entrado algunas balas. La Asamblea se mantenía muy digna, en actitud firme y tranquila, que conservó a pesar de los dos pánicos. Por un momento la fusilería muy próxima hizo creer a las tribunas que los suizos eran los vencedores y que llegaban para invadir la sala y dispersar la Asamblea. Todos los presentes gritaban a los diputados: “Ahí están los suizos: no os abandonamos, pereceremos con vosotros”. Un oficial de la guardia nacional estaba en la barandilla y decía: “Nos han vencido”. Diputados, tribunas, asistentes, guardias nacionales, todos, hasta los secretarios jóvenes que se hallaban al lado del rey, se levantaron con movimiento heroico y juraron morir por la libertad< ¿Contra quién semejante juramento, sino contra el mismo rey, al que entonces creían vencedor?< Jamás se demostró tanto como entonces su aislamiento. En aquel momento se despejaba la situación: a un lado, la Asamblea, el pueblo; al otro el rey< Enfrente, Francia y el enemigo. Otro pánico se produjo, pero en sentido contrario. La victoria del pueblo motivó los temores de la Asamblea por la seguridad del rey< Por un momento se creyó que los vencedores, arrebatados por la furia, podrían ir a herir en él al jefe de aquellos suizos, de aquellos nobles que habían hecho tan gran carnicería en el pueblo. Se arrancó la verja que separaba de la sala la tribuna del taquígrafo, a fin de que en caso necesario pudiera la familia real refugiarse en el santuario nacional. Varios diputados trabajaron para arrancarla y el mismo rey ayudó con su fuerza poco común y su habilidad de herrero. Rœderer, el procurador del departamento, fue a anunciar que el castillo había sido tomado. Poco después se oyó una descarga de artillería: era el barrio de Saint-Marceau, que desde el puente de la Concordia disparaba sobre los suizos fugitivos. Y sólo entonces, tarde, demasiado tarde en verdad, fue cuando el rey, perdida ya toda esperanza, hizo saber al presidente que había dado orden a los suizos para que no tirasen y se retirasen a sus cuarteles. Aunque la Asamblea había manifestado tan vivamente el temor de que el rey venciera, la victoria de la insurrección, realizada sin su ayuda, pareció que la abatía y la anulaba. Realmente la insurrección transfería el poder de hecho a una potencia nueva, la Comuna, a la que se atribuía el honor de la victoria. Cuando propusieron a la Asamblea que nombrase un comandante de la guardia nacional, declinó esta elección en la omnipotente Comuna. Luego, cuando los combatientes llevaron las joyas tomadas en las Tullerías, no aceptó tampoco la Asamblea esta responsabilidad, pretextando que no tenía dónde guardarlas. Y las envió también a la Comuna. Al parecer la Asamblea creía que el pueblo desconfiaba de ella. Por dos veces, siguiendo el impulso del exterior y queriendo tranquilizar a la muchedumbre, se levantaron de sus asientos los diputados y repitieron el juramento: Vivir libres o morir. Añadieron una súplica, pero muy general y vaga, en que se aconsejaba al pueblo que respetase los derechos del hombre. Guadet ocupaba la presidencia y respondía a las diversas diputaciones que se sucedían en la barandilla. Una sección venía a intimar a la Asamblea que jurase que salvaría el imperio: la Asamblea juraba. La Comuna llegaba para comunicar que había entregado el mando a Santerre y presentaba su voto para el destronamiento del rey. Luego un grupo de desconocidos iba a declarar que era preciso hacer justicia contra la gran traición: “Las Tullerías están ardiendo, decían, y no apagaremos el fuego hasta que no se satisfaga la venganza del pueblo< Necesitamos la caída del rey”. Y lo hicieron como decían, rechazando a tiros a los bomberos. Novecientas toesas del edificio estaban ardiendo. La Asamblea se sentía deslizar por la pendiente. Quiso refrenarse. ¡Refrenarse! ¿Pero con qué? Con la misma monarquía. Para detener su caída, buscó precisamente el peso fatal que debía precipitarla. Vergniaud entró con aire abatido para comunicar a la Asamblea el parecer de la comisión extraordinaria que se había creado expresamente. El gran orador sufría al tener que corresponder a la confianza del rey refugiado en la Asamblea con una medida de rigor. La cosa parecía dura, poco hospitalaria. “Me remito, dijo, al dolor que experimentáis para que juzguéis si importa a la salvación de la patria el que adoptéis esta medida imnediatamente. Pido la suspensión del poder ejecutivo, un decreto para el nombramiento del ayo del príncipe real. Una convención acordará las disposiciones ulteriores< El rey se alojará en Luxemburgo. Los ministros serán nombrados por la Asamblea Nacional”. En aquel mismo momento volvió el pueblo obstinado y golpeó en la puerta: “¡La destitución! ¡La destitución!”. Este era también el grito de los nuevos peticionarios. A lo cual repuso Vergniaud que la Asamblea había hecho todo lo que le permitían hacer sus poderes y que a la Convención correspondía el acordar sobre la destitución. Se fueron silenciosos, pero no satisfechos. La Asamblea que aseguraba que ella no decidía nada, no iba a prejuzgar audazmente el porvenir con el nombramiento de un ayo para el heredero del trono, cuando aún era dudoso si habría o no trono. ¡Alojar el rey en Luxemburgo en vez de en París, donde le era más posible escapar! ¿Quién ignora que Luxemburgo está edificado sobre las catacumbas y que por veinte subterráneos podía volver a poner la monarquía camino de Varennes? Esto fue lo que una sección hizo notar precisamente a la Asamblea. Ésta, hiciera lo que hiciera, ya no podía marchar sino en pos de la Comuna. A los ministros girondinos que restableció, añadió como ministro de justicia al hombre de la Comuna: Danton. Acordó que los comuneros tendrían derecho a hacer en todas partes visitas domiciliarias para averiguar si los sospechosos tenían armas escondidas. Esto era armar el nuevo poder, del que tanto desconfiaban poco antes, con una inquisición sin límites. Eran las tres de la madrugada. En aquella sesión de veintisiete horas, la Asamblea vencida, cerca de la realeza vencida, había abdicado en realidad. Aquel eclipse del primer poder del Estado, del único, después de todo, que fue reconocido por Francia, era terrible en aquella situación. El combate no había concluido; continuaba todavía en los corazones henchidos de venganza. La noche del 10 de agosto habían enterrado a toda prisa en el cementerio de la Magdalena los cadáveres de los setecientos suizos muertos. Pero el número de los insurrectos muertos era mucho mayor. Los suizos, por regla general, habían hecho fuego detrás de buenas murallas; los otros no habían tenido más que sus pechos para parar los golpes; mil cien insurgentes habían perecido, muchos de ellos casados, pobres padres de familia, a los que la extrema miseria había impulsado al combate, y que entre una mujer desesperada e hijos hambrientos, habían preferido la muerte. Recogidos en carretas eran llevados a sus barrios, donde los exponían para que fueran identificados. Cada vez que uno de aquellos lúgubres carros, cubiertos, pero reconocibles por el largo reguero de sangre que dejaban a su paso, entraba en el barrio, la multitud lo rodeaba muda, anhelante, con ansiedad horrible. Y después estallaban, con extraña variedad de incidentes a cual más patético, los lamentos de la desesperación. Cada escena de esta clase que se producía, arrojaba en el alma de los espectadores un nuevo fermento de venganza; los jóvenes volvían a tomar las picas y entraban de nuevo en París para matar< ¿A quién matar, dónde y cómo? Esta era la cuestión. Iban a la Abbaye, donde estaban los oficiales suizos. Iban a la Asamblea Nacional, donde habían buscado asilo ciento cincuenta soldados suizos. En vano se les explicaba que aquellos soldados habían hecho fuego contra su voluntad, que otros, por ejemplo los que llevaron de Versalles, estaban ausentes en la hora del combate. Iban ciegos y sordos, resonando en sus oídos los sollozos de las viudas, con los ojos llenos de la roja visión de los convoyes chorreando sangre. No querían más que sangre y golpeaban las puertas con sus cabezas. La Comuna, nacida del furor del 10 de agosto, no estaba para oponerse a aquellos movimientos de venganza. En la mañana del 11 tomó un acuerdo siniestro. La prisión de la Abbaye, donde se hallaban los oficiales suizos, estaba muy amenazada, rodeada de grupos; a pesar de la Asamblea Nacional, que para salvar a los soldados los enviaba al palacio Bourbon, decidió la Comuna que fueran a la Abbaye; y así se hizo. Había en aquella comuna elementos muy diversos. Una parte, la mejor, eran hombres sencillos, groseros, simples y coléricos, que eran incapaces de tener sentimientos generosos; desgraciadamente siguieron hasta el fin la máxima brutal y estúpida: acabar con el enemigo. Pero el asesinato no acaba con nada. Los otros eran fanáticos. Fanáticos por abstracción, geómetras políticos, dispuestos a recortar con el hierro todo lo que sobresalía de la línea precisa del contorno que se habían trazado con el compás. Finalmente, y este era el peor elemento, había habladores, confeccionadores de arengas, sanguinarios por aturdimiento (de este género era Tallien); había escribas malvados, naturalezas bajas y agrias, irremediablemente malas, sin mezcla ni compostura, porque eran ligeros, secos, vacíos, sin ninguna consistencia. Aquellas garduñas de hocico puntiagudo, dispuesto a bañarse en sangre, se caracterizaban con dos nombres: uno, Chaumette, estudiante de medicina y periodista; otro, Hébert, vendedor de contraseñas a la salida de los teatros, que rimaba coplas antes de hacerse horriblemente célebre bajo el nombre del Padre Duchesne. Estos escribas fueron desde luego la clavija maestra de la Comuna. Del 11 de agosto al 2 de septiembre llamó a su seno al escriba entre los escribas y al loco entre los locos, a Marat y a Robespierre. Ambos salieron de sus madrigueras y tomaron asiento en la Comuna. En la mañana del 11 la Comuna envió a la Asamblea a dos de sus miembros letrados, a Hébert y a Leonard Bourdon, un regente, pedante furioso, que fundó una pensión según las instituciones de Licurgo. En el camino no pudieron prescindir de subir a casa del alcalde, Pétion, que aún se hallaba acostado. Allí encontraron a Brissot, que se acercó a ellos muy conmovido: “¿Qué furor es este? ¡Cómo! ¿No se acabarán los asesinatos?”. Pétion habló en el mismo sentido. Hébert y Bourdon se encogieron de hombros y se fueron sin decir una palabra. Después denunciaron aquella debilidad de Pétion y de Brissot, aquella sensibilidad culpable, para llevarles a la muerte. La Comuna, sin duda inspirada por ellos, comprendiendo cuánto podía estorbarles Pétion para las grandes medidas de alta política que se proponía tomar, hizo saber a la Asamblea que, llevada de su tierna solicitud por la vida tan preciosa de aquel buen alcalde de París, de aquel padre del pueblo etc., etc., ante el temor de que fuese víctima del puñal realista, había puesto a su lado dos agentes que le siguiesen a todas partes sin perderle de vista, custodiándole día y noche. Aquella violencia hipócrita contrastaba con la sensibilidad sencilla y exaltada que mostraba el pueblo por doquier. Desgraciadamente su sensibilidad se manifestaba por dos efectos contrarios. Los unos, compadecidos de las familias de luto, conmovidos por aquel gran desastre público y privado, querían justicia y venganza, un castigo ejemplar; si no lo hacía la ley iban a hacerlo ellos mismos. Los otros, interesándose por los hombres desarmados, que culpables o no, sólo debían ser, después de todo, castigados por la ley, querían a toda costa salvar a sus enemigos, salvar la humanidad y el honor de Francia. Estos movimientos contradictorios de sensibilidad, humana aquí, allí furiosa, se produjeron más de una vez, cosa rara, en las mismas personas. Las tribunas de la Asamblea estaban llenas de hombres fuera de sí, que habían ido expresamente para obtener leyes sangrientas. Los suizos se hallaban allí, en el círculo de los fuldenses y la multitud en las tribunas, en los patios, en las calles próximas, esperando su presa. Un diputado hizo observar que aquellos infortunados suizos no habían comido en treinta horas; las tribunas se conmovieron. Un buen hombre fue a la barandilla y dijo que rogaba a las tribunas que le ayudasen a salvar a los suizos, que fuesen con él para hacer entrar en razón a la turba de fuera. Todos le siguieron; arrancaron de manos del pueblo a varios suizos de los que tenían en su poder y volvieron a entrar con aquellos desdichados; fue una escena extraordinaria y conmovedora; las víctimas se arrojaron en brazos de aquellos que poco antes pedían su muerte y que ahora les habían librado: los suizos alzaban al cielo los brazos, prestaban juramento por la causa del pueblo y se consagraban a Francia. El ministro de justicia, Danton, se mostró muy digno en su nuevo cargo, conduciéndose como defensor de los derechos de la humanidad. Expuso ante la Asamblea Nacional una idea de severidad magnánima, que latía en el corazón de los verdaderos vencedores del 10 de agosto: “Donde comienza la acción de la justicia, allí deben cesar las venganzas populares. Delante de la Asamblea Nacional me comprometo a proteger a los hombres que se hallan en su recinto; yo iré al frente de ellos y respondo de ellos”. La justicia era, en efecto, el único remedio contra la venganza. Había allí toda una población exasperada por sus pérdidas. Si la túnica de César, expuesta a los romanos, fue una señal de matanza, qué sería del vestido del pueblo, de la camisa ensangrentada de las víctimas del 10 de agosto, reproducida y multiplicada por todas partes, por doquier expuesta a las miradas indignadas, con la leyenda terrible de la traición de los suizos y aquella frase de los honrados federados bretones, que corría de boca en boca: “¡Aún teníamos nuestros labios en sus mejillas< y nos han asesinado!<”. ¿Los así acusados eran considerados por el pueblo como prisioneros ordinarios o como criminales? Después de la victoria, después de la batalla, pasado el peligro, el vencedor siente por los prisioneros un impulso de clemencia; pero la batalla duraba todavía. El gran partido realista, por muy grave que fuese el golpe recibido, continuaba entero. A los realistas puros había que agregar la masa de los realistas constitucionales, los veinte mil burgueses que habían firmado la protesta contra el 20 de junio y se habían declarado en favor del rey. Nadie, aun después del 10 de agosto, veía con claridad en favor de quién se decidiría en último término la cuestión. El 10, muchos temían que les viesen con los vencedores. El 11, temían muchos verse obligados a custodiar al rey. Santerre, el nuevo comandante de la guardia nacional, no era obedecido por nadie: dos ayudantes se negaron resueltamente a ir a vigilar al rey en los Fuldenses. Santerre se vio precisado a confesar en la Comuna que “la diversidad de opiniones hacía que tuviese poca fuerza”. Y al mismo tiempo un diputado, Thuriot, fue a declarar que temía noticias de su proyecto para libertar a la familia real. La Comuna por conducto de su procurador, Manuel, declaró en la Asamblea que si llevaban al rey a Luxemburgo, o como querían otros al ministerio de justicia, no respondía ya de él. La Asamblea le encomendó que se encargase de escoger el lugar y escogió el Temple, torreón aislado, antigua torre, cuyo foso se rehizo. Aquella torre, baja, fuerte, sombría, lúgubre, era el antiguo tesoro de la orden de los Templarios. Era, desde hacía largo tiempo, un lugar desmantelado, casi abandonado, señalado con una extraña fatalidad histórica. La monarquía quebrantó la Edad Media allí a manos de Felipe el Hermoso y fue allí quebrantada a su vez en la persona de Luis XVI. Aquella fea torre, cuyo destino se desconocía entonces, se hallaba allí como espantada, en pleno sol, en un barrio muy popular. Era por lo demás, como hoy, un barrio de pobre industria, de comercio miserable, de revendedores y pequeñas industrias ejercidas por fabricantes y a la vez obreros. El recinto del Temple se había poblado con gran facilidad por aquellas industrias explotadas por obreros sin patente, no autorizados, quienes al abrigo del antiguo privilegio del lugar, vendían libremente a los pobres cosas malas y viejas, tal cual remendadas. Aquel recinto, por un efecto de este triste privilegio, había también servido de asilo a los quebrados fraudulentos que según la ley enérgica de la Edad Media, pagaban sus deudas sin dinero, “poniéndose el gorro verde y dando con el culo sobre la piedra”. Caída rápida y cruel. Luis XVI, rey todavía el 10 si permanecía en Luxemburgo, residencia ordinaria de los príncipes, (y prisionero declarado el 11 si quedaba bajo la llave del ministerio de justicia), parecía en el Temple el cautivo de la quiebra real y el concursado de la monarquía. Luis XVI era un rehén; su vida importaba a Francia. Parecía seguro. Entonces todos, aun los más violentos, habrían defendido una cabeza de tanto precio. La venganza popular, contenida por esta parte, se revolvía mucho más furiosa contra los otros prisioneros. El único medio que acaso quedaba para sustraerlos a una matanza general, era considerarlos como prisioneros de guerra, someterlos a un consejo militar, que condenara únicamente a los que habían tenido mando, salvando de este modo a la mayoría que no había hecho más que obedecer. Un antiguo militar, el diputado Lacroix, propuso a la Asamblea que el comandante de la guardia nacional nombrase un consejo de guerra para que juzgase sin desampararlos a los suizos, oficiales y soldados. La parte principal que los federados, marselleses y bretones, casi todos viejos soldados, habían tenido en la victoria, sería sin duda causa de que los jueces fuesen escogidos entre ellos. Estos militares se habrían mostrado más indulgentes con un delito militar que los jueces populares salidos de entre la multitud ebria de venganza. Esto no es una suposición, sino una deducción legítima. La mayor parte de los federados de Marsella, lejos de participar del furor común, declararon que no considerarían a los vencidos como enemigos y pidieron permiso a la Asamblea para escoltar a los suizos, formando una muralla con sus cuerpos para defenderlos. Como soldados comprendían mucho mejor la verdadera posición del soldado, la inexorable necesidad de la disciplina que había pesado sobre aquellos suizos y les había convertido en culpables contra su voluntad. Lacroix, que dio este consejo, violento en apariencia, en realidad humano, para que inmediatamente fuesen juzgados los vencidos por un tribunal marcial, era un hombre demasiado secundario para que no busquemos más arriba a quién pertenece la iniciativa real de esta gran medida. Lacroix militaba entonces en las filas de la Gironda, pero ya, y cada vez más, estaba unido en espíritu a Danton. Lo que tenían en común era la facilidad de carácter, el amor a la vida, al placer; los dos eran hombres llenos de energía, y bajo formas ásperas, violentas, no eran en modo alguno enemigos de la humanidad. No creo que la proposición fuera inspirada por los girondinos, poco amigos de las formas militares. Los montañeses, en general, tampoco eran partidarios de ellas, ni Robespierre ni Brissot. Me inclino a creer que Lacroix era intérprete del pensamiento de Danton. Lo que hace suponer que aquella medida habría evitado el derramamiento de sangre, es que la rechazó la Comuna. Colocada en el centro mismo de la conmoción popular, lejos de calmar el espíritu de venganza, lo iba irritando. No se atrevía a decir claramente que temía que los federados militares fuesen demasiado generosos con los vencidos; el día 13 pidió únicamente que en vez de tribunal marcial se crease un tribunal formado en parte por federados y en parte por miembros de las secciones de París. El 15 se envalentonó, no habló ya de federados, y pidió que el juicio se hiciera por comisionados tomados de cada sección. Los que en tal momento se escogiesen habrían de ser precisamente los más violentos de las secciones, y probablemente los propios miembros de la Comuna. En otros términos, la Comuna rogaba a la Asamblea que encargase a la misma Comuna juzgar y condenar a muerte a todos los que habían sido detenidos y a los que se detuviera. ¿Hasta dónde llegarían? No podía preverse. El día 12 una banda de peticionarios había ido hasta los mismos bancos de la Asamblea Nacional a designar como traidor a un diputado, pidiendo que fuese juzgado. Nada puede extrañar de la Comuna, más aún cuando se sabe cuál es el oráculo que comenzaba a consultar. El día 10 por la noche una tropa horrible de gentes ebrias y de pilluelos había acompañado con gran alboroto hasta el Ayuntamiento al hombre de las tinieblas, al exhumado, al resucitado, al mártir y profeta, al divino Marat. Era el vencedor del 10 de agosto, según decían ellos. Le habían paseado triunfalmente por París, sin que se resintiese su modestia. Le llevaron en brazos, coronado de laurel y le depositaron allí, en medio del gran consejo de la Comuna. Varios se rieron, muchos se estremecieron; todos fueron arrastrados. Él era el único que no tenía ninguna duda, ni escrúpulo, ni vacilación. La terrible seguridad del loco que no sabe nada de los obstáculos del mundo ni de los de la conciencia se traslucía en su persona. Su frente amarilla, su vasto rictus de sapo, sonreían espantosamente bajo su corona de laurel. Desde aquel día fue asiduo de la Comuna, aunque no fuera uno de sus miembros, y habló siempre más alto. Los políticos se plantearon si seguirían hasta al fin a un alienado. ¿Pero cómo atreverse a contradecir a Marat delante de aquella multitud furiosa? Danton no se habría atrevido; se contentaba con ir poco a la Comuna. Robespierre, que formaba parte de ella, se habría atrevido menos aún. Todo esto debió costarle caro. La Comuna adoptó varias decisiones verdaderamente sorprendentes y entre otras, esta, dictada evidentemente por Marat: “Que en adelante las prensas de los envenenadores realistas serían confiscadas y adjudicadas a los impresores patriotas”. Antes de que se tomara tan hermoso acuerdo, Marat ya lo había ejecutado. Se había ido derecho a la imprenta real declarando que las prensas y la fundición de aquel establecimiento pertenecían al primero, al más grande de los periodistas, y no se limitó a decirlo, sino que tomó por derecho de conquista la prensa y la letra que le pareció y se lo llevó todo a su casa. Entonces la Asamblea tenía que decidir si entregaría a la Comuna, de tal modo dirigida, la espada de la justicia nacional. ¿Cuál sería esta justicia? Los unos querían un tribunal vengador, rápido, expeditivo. Marat prefería una masacre. Esta idea, lejos de oponerse a su filantropía, era, decía él, su característica: “Ponen en duda, decía, mi título de filántropo< ¡Ah! ¡Qué injusticia! ¿Quién no ve que quiero cortar un pequeño número de cabezas para salvar gran cantidad de ellas?<”. En lo que variaba es en este pequeño número; en los últimos días de su vida había fijado, no sé por qué, como cifra mínima la de 273.000. El tribunal de venganza podía evitar el degüello. La Comuna, por conducto de Robespierre, pidió a la Asamblea la creación inmediata de aquel. Presentada en forma suave, con distingos insidiosos, mezclados con amenazas, fue recibida la proposición con un profundo silencio. Un sólo diputado (Chabot) se levantó para apoyarla. Y sin embargo pasó. Se pensó eludir la proposición en la práctica, pero en principio fue acordada. Desde aquel momento, a cada hora, se presentaban peticiones amenazadoras para pedir la ejecución del decreto aprobado. En una noche se sucedieron en la barandilla tres diputaciones de la Comuna. La tercera llegó a decir: “Si no decidís nada, vamos a esperar”. El 17 se presentó una nueva diputación diciendo: “El pueblo está cansado; quiere vengarse. Temed que se haga justicia él mismo. Esta noche, a medianoche, se tocará a somatén. Es preciso un tribunal criminal en las Tullerías, un juez por cada sección. Luis XVI y Antonieta querían sangre, pues que vean correr la de sus satélites”. A esta brutal violencia, el jacobino Choudieu y Thuriot, amigo de Danton, contestaron noblemente. El primero dijo: “Los que vienen aquí a gritar no son los amigos del pueblo; son sus aduladores< Se quiere una inquisición; yo me opondré hasta morir<”. Y Thuriot esta frase sublime: “La Revolución no es solamente de Francia; somos responsables de ella ante la humanidad”. En aquel momento entraban los de las secciones, a los que la Comuna encargaba de formar el jurado. Uno de ellos dijo: “Estáis a oscuras de lo que sucede. Si antes de dos o tres horas no ha sido nombrado el director del jurado, si los jurados no están en disposición de funcionar, ocurrirán grandes desgracias en París”. La Asamblea obedeció inmediatamente y votó la creación de un tribunal extraordinario, con una precaución, sin embargo: la de la elección por dos grados, como para los diputados; el pueblo nombraba un elector por sección y estos electores nombraban a los jueces. Los negros nubarrones del exterior, la tormenta de la frontera, velaban, preciso es decirlo, el interior, con un negro velo; cada vez se distinguía menos la imagen de la justicia. Se recibían cartas, como otros tantos gritos de las ciudades fronterizas, como los cañonazos del cañón de alarma que a cada momento disparaba el buque nacional que parecía próximo a zozobrar. Thionville, Sarrelouis, llamaban a la Asamblea. Decía la primera que, abandonada por Francia, antes que abrir sus puertas volaría por los aires. Los prusianos habían salido de Coblenza el 30 de julio con un magnífico cuerpo de caballería de emigrados, noventa escuadrones. El 18 de agosto los prusianos operaron su unión con el general austriaco Clairfayt. El ejército combinado, compuesto por cien mil hombres, atacó Longwy el 20 de agosto. ¿Qué defensa había en el interior? Merlin de Thionville dijo en la Asamblea que en el comité de vigilancia había cuatrocientas cartas demostrando que el plan y la época de la invasión eran conocidos en París desde hacía mucho tiempo. En realidad la reina y muchos realistas tenían el itinerario del enemigo, lo veían caminar sobre el mapa y lo seguían día tras día. Parecía que Lafayette no veía enemigos más que en los jacobinos. En una proclama pedía a su ejército que restableciese la Constitución, deshiciese el 10 de agosto y restaurase al rey. Esto equivalía a meter al enemigo en París. No hay otro ejemplo de infatuación semejante. Afortunadamente no encontró apoyo alguno en su ejército. Pasó revista a las tropas y no oyó más grito que: “¡Viva la nación!”. Se vio solo y no tuvo más remedio que pasar la frontera. Los austriacos le hicieron el gran favor de detenerle y con esto le rehabilitaron. Sin aquella cautividad estaba perdido: sobre su memoria habría quedado una sombra muy negra. El día 16 la Asamblea decretó la acusación. El mando del Este le fue conferido a Dumouriez, y en el Norte, Luckner fuereemplazado por Kellermann. El mismo día 18 estaba ya organizado el tribunal extraordinario. Danton aprovechó la ocasión y creyó poder poner coto a las venganzas. En una proposición admirable en la que parece sentirse, junto con el gran corazón de Danton, el talento de sus secretarios, Camille Desmoulins y Fabre d'Églantine, planteó el derecho revolucionario, el derecho del 10 de agosto, hirió de muerte a la monarquía, demostrando que había hecho traición hasta a sus propios amigos, Pero al mismo tiempo, empleando los términos del terror, sentaba, para el nuevo orden, las bases de la justicia. Este discurso, inspirado a la par que calculado, tenía en cuenta a las dos potencias: una, la Comuna de París, “sancionada por la Asamblea Nacional”; la otra, la propia Asamblea, Danton la realzaba generosamente: “Felicitémosla, decía, por sus decretos libertadores”. Con un admirable espíritu de previsión, señalaba a lo lejos el mal social, muy profundo, que cubría la agitación revolucionaria. Los primeros rugidos subterráneos, que nadie oía bien todavía, aquel genio penetrante los adivinaba y señalaba el volcán. ¡Hecho extraño! En aquel discurso profético se ocupa Danton de Babeuf y le ve en espíritu; a aquel que no debe aparecer hasta que todos los grandes hombres de la Revolución descansen bajo tierra, Danton le ve y le condena, dejando a la sociedad, para que se defienda algún día, la autoridad de su nombre: “Todos mis pensamientos, dice, no han tenido más objeto que la libertad política e individual, el mantenimiento de las leyes, la tranquilidad pública, la unidad de los ochenta y tres departamentos, el esplendor del Estado, la prosperidad del pueblo francés, y no la igualdad imposible de los bienes, sino una igualdad de derecho y felicidad”. En resumen, en aquella proposición, hábilmente violenta, entre el rayo y los relámpagos del 10 de agosto, proclamaba Danton todo lo que la situación permitía de razón y de justicia. Hacía constar la unión de los poderes públicos, incluso la suya con la Gironda; decía que no dirigía a los tribunales más reproches que los que Roland, el ministro del interior, dirigía a los cuerpos administrativos. Se asociaba a la pasión popular, buscando calmarla; pedía a los tribunales la severidad que, únicamente en semejante momento, podía producir en los corazones una reacción en favor de la clemencia. La proposición terminaba con estas graves palabras: “Que comience la justicia de los tribunales y cesará la justicia del pueblo”. Por un momento pareció la Asamblea impregnada de ese espíritu. Todo se salvaría si enarbolaba con mano firme, como pedía Danton, la bandera de la Revolución y la tremolaba ante el pueblo. Dio dos grandes golpes revolucionarios: a los nobles, el secuestro de los bienes de los emigrados, que entraban en Francia con armas; a los curas no juramentados, la expulsión en el plazo de quince días. Esta última medida no parecía demasiado violenta, al saber que la Vendée, que Deux-Sèvres, excitados por sus predicaciones, acababan de alzarse en armas. La indignación llegó hasta el punto de que Vergniaud, el hombre más humano de todos, propuso que se deportase a los refractarios a la Guayana. Esta severidad no era suficiente para la Comuna. Los suplicios que comenzaron tampoco la calmaron. El tribunal extraordinario, sin dilaciones y sin apelaciones, creado el día 18, juzgó el 19 y el 20; el 21 por la noche fue guillotinado un realista en la plaza del Carrousel. La ejecución a la luz de las antorchas, ante la negra fachada del palacio, aún salpicada de sangre, resultó de un efecto siniestro. El mismo verdugo, a pesar de lo acostumbrado que estaba a tales espectáculos, no pudo soportarlo. En el momento en que cogía la cabeza del ejecutado y la mostraba al pueblo desde lo alto del cadalso, cayó de espaldas. Corrieron a sostenerle, pero estaba muerto. Aquella terrible escena y la ejecución de Laporte, el fiel confidente de Luis XVI, produjeron una terrible conmoción. Laporte había sido el principal agente de las corrupciones de la corte; no tenía más que una disculpa, que obedecía órdenes. Aparte de esto, en su vida privada era estimado y considerado. Su blanca cabeza cayó, no sin excitar alguna piedad. La crónica de París, diario de Condorcet, intentó en aquella ocasión ablandar los corazones. Parece que la Comuna debía estar contenta del nuevo tribunal que ella había pedido, creado y escogido. No daba menos de una cabeza por día; sin embargo, se quejaba de su lentitud y creyó necesario justificarse. En un libro preciosamente encuadernado, explicaron los miembros del tribunal el enorme trabajo que se habían impuesto para obtener tan satisfactorios resultados: “En conciencia, decían, no se puede ir más aprisa. El folleto está firmado por nombres que por ellos mismos ya dicen bastante, entre otros Fouquier— Tinvi1le”. Pero no era un juez, por severo que fuese, lo que se deseaba: hacía falta una matanza. El 23 por la noche una diputación de la Comuna, seguida de una multitud de gente del pueblo, se presentó a eso de la medianoche en la Asamblea Nacional y pronunció estas furiosas palabras: “Los prisioneros deben ser traídos de Orleáns para sufrir su suplicio”. No decían: “Para ser juzgados”, considerando sin duda esta formalidad como absolutamente superflua. Añadían esta amenaza: “Ya nos habéis oído y sabéis que la insurrección es un deber sagrado”. El presidente de la Asamblea, Lacroix, estuvo muy inspirado en aquel momento. Ante aquella turba furiosa o ebria que invadía la sala en aquella hora sombría de la noche, habló con el vigor de un amigo de Danton. Lacroix era un militar veterano, de formas atléticas, de estatura colosal; con majestuosa calma, dijo: “Nosotros hemos cumplido con nuestro deber< Si nuestra muerte es necesaria para probárselo al pueblo, puede disponer de nuestra vida< Decídselo a nuestros comitentes”. Los jacobinos más exaltados, como Chodieu y Bazire, se mostraron indignados por aquellas amenazas; propusieron y lograron que se pasase al orden del día. El 25 por la noche se guillotinaba en el Carrousel a un libelista realista; en las Tullerías se ocupaban de los preparativos de una fiesta nacional, la de los muertos el 10 de agosto. En la Asamblea y en París circuló el rumor de que la plaza de Longwy se había rendido a los prusianos. Los voluntarios de las Ardennes y de la Côte-d’Or se habían portado admirablemente. Pero la malevolencia había anulado y ocultado todos los medios de defensa. En el momento del ataque había sido imposible encontrar al comandante. La Asamblea recibió y leyó la misma carta en que los emigrados habían acordado su renuncia. La ciudad fue ocupada por los extranjeros “en nombre de S. M. el rey de Francia”. La traición era flagrante. Se decretó, en ese mismo momento, que todo ciudadano que en una plaza sitiada hablase de rendirse, sería castigado con la muerte. Inmediatamente se reclutaron treinta mil hombres en París y en los departamentos próximos. A pesar de esto, se confirmó la fiesta el domingo 27, pero aquella fiesta de los muertos, por un pueblo que se hallaba traicionado y vendido, resultó ser en realidad la fiesta de la venganza. El organizador de la fiesta era Sergent, uno de los admiradores de la Comuna, hombre de mucho corazón, de sensibilidad ardiente, pero como lo son a menudo las mujeres, sensible hasta el furor. Grabador y dibujante mediocre, encontró en su fanatismo una verdadera inspiración. Jamás hubo fiesta alguna más a propósito para inundar las almas de luto y de venganza, de dolor asesino. Había sido construida una pirámide sobre la gran fuente de las Tullerías, cubierta de sarga negra, con inscripciones que recordaban las matanzas que se achacaban a los realistas: las de Nancy, Nimes, Montauban, Campo de Marte, etc. Aquella pirámide de muerte erigida en el jardín tenía su réplica en el Carrousel, el instrumento de muerte, la guillotina. Y las dos funcionaban a un tiempo: una mataba, otra parecía que invitaba a matar. Entre nubes de perfumes, las víctimas del 10 de agosto, las viudas y los huérfanos, vestidos de blanco con lazos negros, llevaban en un arca la petición del 17 de julio de 1791, que desde entonces había pedido en vano la República. Les seguían enormes sarcófagos negros, que contenían al parecer, montañas de carne humana. Después iba la Ley, colosal, armada de su cuchilla, y detrás los jueces, todos los tribunales y al frente, el tribunal del 11 de agosto. Detrás de este tribunal marchaba el que había creado la terrible Comuna con la estatua de la Libertad. Y finalmente, la Asamblea Nacional, llevando coronas cívicas para honrar y consolar a los muertos. Los severos cánticos de Chénier, la música áspera y terrible de Gossec, la noche que llegaba y llevaba su luto, el incienso que subía como para elevar al cielo la voz de la venganza, todo inundó los corazones de una embriaguez de muerte o de presentimientos sombríos. Al día siguiente aún fue peor. Las dos estatuas de la Libertad y de la Ley, aquellas figuras adoradas por el pueblo, que el domingo eran miradas como dioses, fueron despojadas de sus adornos, expuestas tristemente a las miradas sus partes menos honorables que habían sido veladas con paños, no sin algunas burlas imprudentes de los espectadores realistas. La multitud se enfureció, corrió a la Asamblea pidiendo venganza, afirmando que aquella deshonra era una desesperación, que pérfidos obreros habían desnudado vergonzosamente a sus divinidades para entregarlas al desprecio de los aristócratas. Se apoderó de las estatuas, las vistió decentemente, las llevó como en desagravio a la plaza de Luis XV y allí les tributó un culto frenético. CAPÍTULO III LA INVASION.—TERROR Y EUROR DEL PUEBLO (FINALES DE AGOSTO DE 1792).
Terror de París ante la noticia de la invasión (agosto-septiembre).—
Espera de un juicio solemne de la Revolución por los reyes.—Francia se ve sorprendida y traicionada.—El rey, aunque prisionero, era aún formidable.—Heroico impulso de Francia entera.—Nuestros enemigos en este cuadro inmenso no han querido ver mas que un punto, una mancha de sangre.—Francia entera se da a la patria.—Abnegación y desesperación de las mujeres y de las madres.—Danton fue entonces la voz de Francia,—Pide las visitas domiciliarias.—Lucha de la Asamblea y de la Comuna.—Violencia de la Comuna.—La Asamblea intenta destruirla. —La Comuna quiere sostenerse por todos los medios.—Disposiciones a la matanza (finales de agosto).
La traición de Longwy y la de Verdun, que se supo muy poco
después, produjeron en París una sombría impresión de vértigo y de terror. Ya no había nada seguro. Era demasiado visible que el extranjero tenía espías en todas partes. Avanzaba con una seguridad, una confianza significativa, como en un país suyo. ¿Quién le detendría antes de París? Nadie seguramente. Aquí mismo, ¿qué resistencia sería posible, en medio de tantos traidores? ¿Y cómo distinguirlos? Todo el mundo sospechaba de su vecino; en las plazas y en las calles los transeúntes se miraban con desconfianza, inquietos; todos creían ver en todos a los amigos del enemigo. Es indudable que un gran número de malos franceses le esperaban, le invocaban, se regocijaban por su proximidad, saboreaban la esperanza de la derrota de la libertad y la humillación de su país. En unas cartas halladas el 10 de agosto en las Tullerías y que se guardan en nuestros archivos, se anunciaba con alegría que los tribunales llegaban detrás de los ejércitos, que los parlamentarios emigrados instruían, mientras caminaban, en el campo del rey de Prusia, el proceso de la Revolución, preparaban las horcas para los jacobinos. Sin duda, a fin de proveer a estos tribunales la caballería austriaca en los alrededores de Sarrelouis, detenía ya a las madres patriotas y a los republicanos conocidos. Con frecuencia, para ir más aprisa, los ulanos cortaban las orejas a los oficiales municipales que podían prender y se las clavaban en la frente. Este último detalle fue anunciado en el boletín oficial de la guerra y no es inverosímil, a juzgar por las terribles amenazas que el mismo duque de Brunswick lanzaba contra los países invadidos y las plazas sitiadas y también por el requerimiento que hizo a la de Verdun. Se reconocía en esto la mano de los emigrados, se encontraba su espíritu en sus palabras furiosas, que un enemigo ordinario no hubiera pronunciado. Ya Bouillé, en su famosa carta de junio de 1791, amenazaba con no dejar en París piedra sobre piedra. París se sentía en peligro; seguramente se le quería convertir en un gran ejemplo. Todo el mundo comenzaba a hacer examen de conciencia y no había nadie que pudiera sentirse seguro. Lafayette, el imprudente defensor del rey, que parecía haber lavado suficientemente su gestión de la Asamblea con la sangre del Campo de Marte y sus atrevimientos revolucionarios, ¿no estaba encerrado en un calabozo? ¿Qué les sucedería a los treinta mil, mucho más culpables, que habían ido a Versalles a prender al rey, a los veinte mil que habían invadido el castillo el 20 de junio, que lo habían forzado el 10 de agosto? Todos seguramente criminales, desde lesa majestad hasta el primer jefe. Las mujeres, en todas las familias, comenzaban a sentir gran inquietud, no dormían y sus imaginaciones turbadas, al no saber lo que ocurría, engendraban sueños terribles. Los mismos temores, las mismas calamidades, producen los mismos terrores. Aquellos espíritus aterrorizados por su propia debilidad se convertían en poetas, grandes y sombríos poetas, legendarios como los de la Edad Media. La filosofía no intervenía para nada en esto. A finales del siglo dieciocho, según Voltaire, después de todo un siglo de duda, la imaginación es la misma, ¿y por qué? Porque el miedo es el mismo. Como en los tiempos de las invasiones bárbaras, como en los tiempos de las guerras inglesas12, es el azote de Dios que se acerca, es el Juicio Final. Así es cómo se verificará este juicio (seguimos en esto el pensamiento popular tal y como los periódicos lo recogieron entonces). A una gran llanura desierta, probablemente a la llanura de Saint-Denis, se verá arrastrada toda la población, arrojada a manadas a los pies de los reyes aliados. Con anterioridad la tierra habrá sido devastada, las ciudades incendiadas: “Porque como han dicho los soberanos, los desiertos valen más que los pueblos sublevados. Poco les importará si queda un reino de Luis XVI, si vive o si muere; su peligro no les detendrá. Allí pues, ante aquellos vencedores implacables, se hará una separación de los buenos y los malos, los unos a la derecha, los otros a la izquierda. ¿Quiénes serán los malos? Los revolucionarios, sin duda alguna: perecerán, se les guillotinará. Los reyes aplicarán a la Revolución el suplicio que esta ha inventado< “Ya en el fondo de sus palacios, en medio de sus orgias secretas, los aristócratas saborean aquel espectáculo, hacen colocar entre los platos pequeñas guillotinas para decapitar a su gusto la efigie de los patriotas”. Mas si este gran juicio debe alcanzar a todos los revolucionarios, ¿quiénes se librarán? ¿Quién no ha participado de una manera o de otra en la Revolución? Todos perecerán y en Francia y en toda la tierra el juicio será universal. Ningún país, es algo convenido entre los reyes, servirá de asilo a los proscritos. Los que ya hayan pasado a países extranjeros serán perseguidos. Nada quedará sobre el globo de aquella raza condenada; sólo, tal vez, las mujeres, que se reservarán para ser ultrajadas por el vencedor. ¡Ah! No serán sólo los hombres los que perezcan, sino también el pensamiento de Francia. Hemos creído neciamente que la justicia era justa, que el derecho era el derecho y que la autoridad que llega, soberana y sin apelación, va a cambiarlo todo. No viene para vencer solamente, sino para juzgar, para condenar a la Iusticia. Esta será abolida y la Razón amordazada, como enajenada y loca. Los jueces llegan con el ejército de los bárbaros y con ellos los sofistas, para confundir a la pobre Revolución, para contrariarla y mofarse de ella, de suerte que quede balbuciente, ruborizada como un niño intimidado que ya no sabe lo que dice. Vendrá en el ejército del rey de Prusia el gran Mefistófeles de Alemania, el doctor de la ironía, para matar con el ridículo a aquellos a quienes no haya matado la espada. Por nada del mundo querrá Goethe perder una ocasión semejante para observar los desalientos del entusiasmo y las decepciones de la fe. Sorpresa dura y cruel, verdaderamente lastimosa. El pueblo cree, predica, enseña, trabaja en pro del mundo, habla por su salvación, y el mundo, su discípulo, vuelve la espalda contra él. Figuraos a un pobre hombre que se despierta asustado, que ha creído estar entre amigos y que no ve más que enemigos: “¡Mis armas! ¿Dónde están mis armas? —¡Si no tienes, pobre loco! ¡Te las hemos quitado!”. Ésta es la imagen de Francia. Se despertó y se sintió sorprendida. Era aquello como una gran cacería del mundo contra ella y ella era la presa. España y Cerdeña, por detrás, le tenían cerrada la red, por delante Prusia y Austria le enseñaban los venablos: Rusia la empujaba e Inglaterra se reía. Francia retrocedía a la madriguera y la madriguera estaba vendida al enemigo. La madriguera estaba completamente abierta, sin muro ni defensa. Desde que nos casamos con una austriaca, hemos dejado prudentemente, en la frontera más expuesta, nuestras murallas tiradas por el suelo. ¡Nación buena y crédula! Confiada en Luis XVI, había creído que querría seriamente detener los ejércitos de los reyes, sus libertadores; confiada en sus ministros, que se decían revolucionarios, había creído la palabra agradable de Narbonne. “Lo he visto todo”, había dicho; había visto armas y no las había, municiones y tampoco las había, ejércitos y eran nulos, desorganizados, moralmente destruidos. Un hombre poco seguro, Dumouriez, que no retrocedió ante aquella situación desesperada, se encontró en un momento con que no tenía más que quince mil o veinte mil hombres contra cien mil experimentados soldados. Y el peligro exterior no era el mayor. Los prusianos eran enemigos menos terribles que los curas; el ejército que venía por el este era poco en comparación con la gran conspiración eclesiástica para armar a los aldeanos del oeste. París estaba bajo el golpe de la traición de Longwy cuando supo que las campiñas de Deux—Sèvres habían tomado las armas; este era el comienzo de un largo reguero de pólvora. En ese mismo momento estalla y Morbihan se incendia. La democrática Grenoble es el hogar de un complot aristocrático. Los correos llegaban uno tras de otro a la Asamblea Nacional que apenas había tenido tiempo de reponerse de los efectos de una noticia, cuando llegaba otra más terrible. Se estaba bajo la impresión de estos peligros del interior, cuando se supo que en el norte se ponía en movimiento la retaguardia de la gran invasión, un cuerpo de treinta mil rusos. Todo esto no eran casualidades, hechos aislados; eran visiblemente partes de un gran sistema bien concebido, seguro de triunfar, que se desvelaba poco. ¿En qué confiaban el extranjero, el emigrado y el cura, sino en la traición? ¿Y el punto central, el nudo de la gran tela tejida por los traidores, dónde colocarlo? ¿Dónde se sostenía, para emplear la enérgica expresión de un autor de la Edad Media, el peligroso tejido de la universal araña? ¿Dónde sino en las Tullerías? Y ahora que las Tullerías estaban heridas por el rayo, el trono destrozado, el rey cautivo y arrojado al polvo, alrededor mismo de la torre del Temple, venía a reanudarse la tela hecha jirones; le red se formaba de nuevo. Al conocerse la noticia de que Longwy se había entregado, se celebraron reuniones de realistas alrededor del Temple, uniéndose a la familia real en una alegría común y saludando juntos el feliz éxito del extranjero. El 10 de agosto no había quitado nada a las fuerzas del enemigo. Setecientos suizos habían perecido, pero la masa de los realistas se mantenía oculta y en armas. Sin hablar de una parte muy considerable de la guardia nacional, comprometida para siempre con la monarquía, París estaba lleno de extranjeros, de provincianos, de agentes del antiguo régimen o del extranjero, de militares sin uniforme, más o menos disfrazados, de abates por ejemplo, cuyo aire guerrero y figura marcial desmentían su hábito. La misma Inglaterra, nuestra amiga, tenía aquí, en aquella época, innumerables agentes, pagados y no pagados, muchos espías honorarios que venían a ver y a estudiar. Uno de estos ingleses me lo refirió hacia 1820. El hijo del célebre Burke escribía a Luis XVI una frase profundamente verdadera: “No os inquietéis; Europa entera está por vos e Inglaterra no está contra vos”. Se mostraba favorable al rey, en la medida en que la monarquía era la enemiga de Francia. Así Luis XVI, destronado, caído, en el mismo Temple, era formidable. Había perdido las Tullerías y conservaba Europa; todos los reyes eran sus aliados y Francia estaba sola. Los curas eran sus amigos, defensores y abogados en todas las naciones; todos los días se predicaba por él en toda la tierra, se le debe el corazón de las poblaciones crédulas, se le hacían soldados y enemigos mortales de la Revolución. Podía apostarse cien contra uno a que no perecería (la cabeza de aquel rehén era demasiado valiosa), pero que Francia perecería, teniendo poco a poco contra ella no solamente a los reyes, sino a los pueblos, cuyo sentido se pervertía. La historia no guarda recuerdo de pueblo alguno que haya entrado tan allá en el camino de la muerte. Cuando Holanda, al ver a Luis XVI a sus puertas, no tuvo otro recurso que inundarse y ahogarse a sí misma, su peligro se aminoró; Europa estaba a su favor. Cuando Atenas vio el trono de Ierjes sobre la roca de Salamina, perdió tierra, se arrojó a nadar y no tuvo más que el agua por patria, fue menor el peligro en que se halló; estaba toda sobre su flota, poderosa, organizada, en manos del gran Temístocles, y no tenía la traición en su seno. Francia estaba desorganizada y casi disuelta, traicionada, entregada, vendida. Y precisamente en aquel momento en que sintió sobre sí la mano de la muerte, suscitó por medio de una violenta y terrible contracción, un poder inesperado, hizo salir de sí misma una llama que el mundo jamás había visto, llegó a ser como un volcán en ignición. Toda la fuerza de Francia se hizo luminosa y en todas partes surgió como un chorro candente de heroísmo que atravesó e iluminó el cielo. Espectáculo verdaderamente prodigioso, cuya inmensa diversidad desafía y hace imposible toda descripción. Escenas como aquellas se escapan al arte por su excesiva grandeza, por una multiplicidad infinita de incidentes sublimes. El primer movimiento impulsa a escribir, a comunicar a la memoria aquellos heroicos esfuerzos, aquellos impulsos divinos de la voluntad. Cuanto más se recoge, más se relata y más se encuentra que relatar. Viene entonces el desaliento; la admiración, sin agotarse, se cansa y se calla. Dejemos aquellas grandes cosas que nuestros padres hicieron y quisieron hacer por la libertad del mundo, dejémoslas en el depósito sagrado en el que nada se pierde, la profunda memoria del pueblo, que hasta en las aldeas guarda su historia heroica, confiémoslas a la justicia del Dios de la libertad, del cual fue Francia el brazo en aquel gran día y que recompensará estas cosas (esta es nuestra fe) en los mundos ulteriores. ¿Quién creería que, ante esta escena admirable, espléndidamente luminosa, Europa haya cerrado los ojos, que no haya querido ver tantas cosas que honran para siempre a la naturaleza humana y que haya reservado y fijado su atención sobre un solo punto, una mancha negra de lodo y de sangre, la matanza de los prisioneros de septiembre? ¡Líbrenos Dios de disminuir el horror que aquel crimen ha dejado en la memoria! Nadie seguramente lo ha sentido más que nosotros; quizás nadie ha llorado más sinceramente a aquellos mil hombres que perecieron, que casi todos habían hecho en su vida mucho mal a Francia, pero que con su muerte le hicieron un mal eterno. ¡Ah! Pluguiera al cielo que viesen aquellos nobles que llamaban al extranjero, aquellos sacerdotes conspiradores, que por el rey, por la Vendée, ponían ante los pies de la Revolución el obstáculo secreto, pérfido, en que debía chocar con la inmensa efusión de sangre, que aún no ha acabado. Los tres o cuatrocientos borrachos que los mataron han hecho por el antiguo régimen y contra la libertad, más que todos los ejércitos de los reyes, más que la propia Inglaterra con todos los millones que gastaron sus ejércitos. Aquellos idiotas han levantado la montaña de sangre que ha aislado a Francia y que en su aislamiento la ha forzado a buscar su salvación por los medios del Terror. Aquella sangre de un millar de culpables, aquel crimen de algunos centenares de hombres, ha ocultado a los ojos de Europa la inmensidad de la escena heroica que nos valía entonces la admiración del mundo. ¡Vuelva al fin la justicia, después de tantos años! y confiésese que, en toda nación, en el fondo de toda capital, existe siempre ese lodo sanguinario, el elemento cobarde y estúpido que en los momentos de pánico, como lo fue el de septiembre, se hace muy cruel. Lo mismo hubiera ocurrido en Inglaterra, en Alemania y en todos los pueblos de Europa; su historia no es estéril en matanzas. Pero lo que la historia de ningún pueblo presenta en tan alto grado, es la asombrosa erupción de heroísmo, el inmenso impulso de abnegación y de sacrificios que entonces presentó Francia. Cuanto más se sondee aquella época, cuanto más seriamente se investigue lo que verdaderamente fue el fondo general de la inspiración popular, más se hallará, en realidad, que en modo alguno fue la venganza, sino el sentimiento profundo de la justicia ultrajada, contra el insolente reto de los tiranos, la legítima indignación del derecho eterno. ¡Ah! Cuánto desearía poder presentar a Francia en aquel día grande y sublime. Es muy escaso ver París; quisiera que se pudieran ver los departamentos de Gard, de la Haute-Saône y algunos otros, todos alzados en ocho días y lanzando cada uno un ejército para ir contra el enemigo. Los ofrecimientos particulares eran innumerables, muchos excesivos. Dos hombres por sí solos armaron y equiparon cada uno a un escuadrón de caballería. Varios dieron todo lo que tenían. En una aldea no lejos de París se vio, cuando se levantó la tribuna para hacer el alistamiento y recibir las ofrendas, que toda la aldea se ofreció y que aportó la enorme suma de trescientos mil francos. Cuando el aldeano se decide a dar su dinero, no regatea su sangre, la da, la prodiga. Hubo padres que ofrecían a todos sus hijos, y creyendo no haber dado aún bastante, se armaban y partían ellos también. Los donativos llovían en la Asamblea en medio de las fúnebres escenas de septiembre. ¿Por qué pues, no se recuerda de aquellos días más que un solo hecho, un hecho local, el de los asesinatos? ¿Por qué no recordar que son dignos de memoria por el heroico impulso de un gran pueblo, de tantos millones de hombres, por mil hechos conmovedores sublimes? París presentaba el aspecto de una plaza fuerte. Hubiéramos podido creer estar en Lille o en Estrasburgo. En todas partes había consignas, precauciones militares, a decir verdad prematuras, puesto que el enemigo se hallaba aún a cincuenta o sesenta leguas. Lo que era verdaderamente más serio y conmovedor, era el sentimiento de solidaridad profunda, admirable, que en todas partes se revelaba. Todo el mundo se dirigía a todos, hablaba, rogaba por la patria. Todo el mundo se hacía reclutador, iba de casa en casa, ofrecía a aquel que podía partir con armas, un uniforme, lo que tenía. Todo el mundo era orador, predicaba, pronunciaba discursos, entonaba cantos patrióticos. ¿Quién no era autor en aquel momento singular, quién no imprimía, quién no anunciaba? ¿Quién no era actor en aquel gran espectáculo? Las escenas más sencillas, en las que todos figuraban, se representaban en todas partes, en los teatros, alistamientos, en las tribunas en las que se inscribía; todo eran cantos, gritos, lágrimas de entusiasmo o de despedida. Y sobre todos estos ruidos sonaba una gran voz en los corazones, voz muda y tanto más profunda cuanto que era la voz misma de Francia, elocuente en todos sus símbolos, patética en el más trágico de todos, la bandera santa y terrible del Peligro de la Patria, izada en las ventanas del Ayuntamiento. Bandera inmensa, que flotaba a los vientos y parecía hacer señales a las legiones populares para que marcharan apresuradamente de los Pirineos al Escaut, del Sena al Rin. Para saber lo que fue aquel momento de sacrificio, sería preciso, en cada casucha, en cada choza miserable, ver el arranque de las mujeres, la desgarradura de las madres en aquel segundo parto cien veces más cruel que aquel en que el hijo nació de sus entrañas. Se precisaría ver a las ancianas, con los ojos secos y el corazón desgarrado, recoger apresuradamente algunas monedas que él se llevará, las pobres economías, los sueldos ahorrados por el ayuno, lo que se robaron a sí mismas para su hijo, para aquel día de los últimos dolores. Dar a sus hijos para aquella guerra que comenzaba con tan poca fortuna, inmolarles en aquella situación extrema y desesperada, era más de lo que la mayor parte podía hacer. Sucumbían a estos pensamientos o bien, por una reacción natural, caían en accesos de furor. Ningún terror se siente en tal situación del espíritu: ¿qué terror existe para el que ansía la muerte? Se nos ha referido que un día (sin duda en agosto o septiembre) una bandada de aquellas mujeres furiosas encontraron a Danton en la calle y le injuriaron como hubieran injuriado a la misma guerra, reprochándole toda la Revolución, toda la sangre que sería vertida y la muerte de sus hijos, maldiciéndole, rogando a Dios que todo cayera sobre su cabeza. Él no se inmutó, y aunque sintió junto a sí las uñas, se volvió bruscamente, miró a las mujeres y se apiadó de ellas; Danton tenía mucho corazón. Se subió sobre un guardacantón y, para consolarlas, comenzó por injuriarlas en su lengua. Sus primeras palabras fueron violentas, burlescas, obscenas. Se quedaron anonadadas: el furor de él, verdadero o simulado, desconcertó el de ellas. Aquel prodigioso orador, instintivo y calculador, tenía un temperamento sensual y fuerte, todo hecho para el amor físico; en él dominaba la carne, la sangre. Danton era ante todo y sobre todo un varón, había en él algo de león y de dogo y mucho también de toro. Su rostro asustaba, la sublime fealdad de su cara agitada prestaba a su palabra brusca una especie de aguijón salvaje. Las masas que aman la fuerza sentían ante él ese temor y esa simpatía sin embargo, que hace experimentar todo ser poderosamente generador. Y además, debajo de aquel rostro violento, furioso, se sentía también un corazón, se adivinaba, sin duda alguna, que aquel hombre terrible que no hablaba sino amenazando, era en el fondo un hombre honrado. Aquellas mujeres amotinadas a su alrededor sintieron confusamente todo esto; se dejaron arengar, dominar y las llevó donde y como quiso. Les explicó rudamente para qué sirve la mujer, para qué sirve el amor, la generación, y que no se engendra para sí, sino para la patria. Y al llegar a este punto se elevó de pronto, no habló ya para nadie, sino para sí< Su corazón se le salía del pecho, con palabras de una violenta ternura para Francia< Y sobre aquel rostro extraño, picado de viruelas y que se parecía a las escorias del Vesubio o del Etna, comenzaron a caer gruesas gotas: eran lágrimas. Aquellas mujeres no pudieron contenerse; lloraron por Francia en lugar de llorar por sus hijos y sollozantes huyeron, ocultando el rostro en sus delantales. Danton fue en aquel momento, preciso es decirlo, sublime y siniestro, la voz misma de la Revolución y de Francia; en él habló el corazón enérgico, el pecho profundo, la actitud grandiosa que podía expresar su fe. No se diga que la palabra es cosa nimia en tales momentos. Palabra y hecho es todo uno. La poderosa, la enérgica afirmación que asegura los corazones es una creación de hechos; lo que ella dice, lo produce. La acción es aquí la sierva de la palabra, va detrás, dócilmente, como en el primer día del mundo: “Dijo y el mundo fue”. La palabra de Danton la explicaríamos si fuera este el lugar oportuno. Es una acción, algo tan heroico (sublime y práctico a la vez) que se sale de toda clasificación literaria. Entonces él fue el único que no provenía de Rousseau. Su parentesco con Diderot es exterior; Danton era nervioso y positivo; Diderot, hinchado y vago. Repitámoslo: su palabra no fue una palabra, fue la energía de Francia que se hacía visible, un grito del corazón de la patria. El trágico nombre de Danton, aunque manchado y desfigurado por él mismo y por los partidos, se conservará siempre en el fondo de los recuerdos queridos y de las penas de Francia. ¡Ah! ¿Cómo se desprendió ella de aquel que había formulado su fe en el día más terrible? Él mismo se sentía sagrado y no quería creer en su muerte. Sabidas son sus palabras cuando se le advirtió el peligro: “A mí no se me toca, yo soy el Arca”. Lo había sido, en efecto, en 1792, y como el Arca que contenía la fe de Israel, había entonces marchado delante de nosotros. Danton no tuvo nunca más que un acusador serio, él mismo. Más tarde se verán los motivos extraños que pudieron hacerle reivindicar para sí los crímenes que no había cometido. Estos crímenes son inciertos, improbables, por más que haya dicho la liga de los realistas y de los robespierristas, unidas contra su memoria. Lo que es más seguro es que tuvo la iniciativa de muchas de las grandes y prudentes medidas que salvaron a Francia; y no lo es menos que tuvo con su amigo, el gran escritor de la época, el pobre Camille, la iniciativa de las reclamaciones de la humanidad13. El 28 de agosto por la noche Danton se presentó en la Asamblea y reclamó la gran e indispensable medida de las visitas domiciliarias. En un peligro tan extremo, si un ejército realista estaba en París, moriríamos, sin duda alguna, si no hacíamos que notaran sobre sus cabezas la firrne mano de Francia. Era necesario que esa masa enemiga, materialmente muy fuerte, se volviera moralmente débil, que fuera paralizada, fascinada, que todos temblaran viendo la Revolución sobre sus cabezas, con los ojos atentos y el brazo levantado. Era necesario que la Revolución lo supiera todo en un momento semejante, que pudiera decir: “Conozco los recursos, conozco los obstáculos, sé dónde están los hombres y sé dónde están las armas”. “Cuando la patria está en peligro, como bien dijo Danton, todo pertenece a la patria”. Y añadía: “Autorizando a los municipios a que tomen lo que es necesario, nos comprometeremos a indemnizar a los poseedores”. “Cada municipio, dijo en la Asamblea, será autorizado a tomar los mejores hombres equipados que tenga”. Y al mismo tiempo propuso a la Comuna que alistara a los ciudadanos necesitados que pudiesen llevar armas y les fijara un sueldo. Había una ventaja indudable en dos sentidos, en dar mandos militares a esas masas confusas: al irse una parte al ejército París quedaría aligerado. El 29 a las cuatro de la tarde, en un hermoso día de agosto, se tocó a generala y se advirtió a todo el mundo que a las seis en punto debían encerrarse en sus casas, y París, que un instante antes estaba tan animado y populoso, se quedó en un momento desierto. Todas las tiendas y todas las puertas cerradas. Las barreras y el río estaban custodiados. Las visitas no comenzaron hasta la una de la mañana. Todas las calles fueron ocupadas por nutridas patrullas, cada una de sesenta hombres; los comisarios de secciones subían a las casas y llamaban a los pisos. “En nombre de la ley”. Estas voces, los golpes en las puertas, el ruido de las de los ausentes que se abrían a viva fuerza, resonaban en la noche de un modo que causaba espanto. Se recogieron dos mil fusiles, fueron detenidas cerca de tres mil personas, que en general fueron dejadas en libertad al siguiente día. Se obtuvo el efecto buscado y deseado: los realistas temblaron. Nada lo prueba mejor que la narración de uno de los suyos, Peltier, escritor embustero y muy mediocre, pero en esto sincero, elocuente y admirable de verdad y de miedo. Los demás historiadores le han copiado fielmente. Por lo demás, esta visita no hizo más que regularizar por la autoridad pública lo que el pueblo hacía ilegalmente por sí mismo. Por los rumores que corrían de que en ciertas casas había depósitos de armas, la multitud las había invadido; así ocurrió concretamente en la casa y en los jardines de Beaumarchais, en la puerta de Saint-Antoine. El pueblo las hizo abrir, lo examinó todo cuidadosamente, sin tocar ni tomar nada; el mismo Beaumarchais lo cuenta; sólo una mujer se atrevió a coger una flor y la multitud quiso arrojarla al pilón del jardín. Sobra decir que esta terrible medida de las visitas domiciliarias fue muy mal ejecutada. Confiada la operación a manos torpes e ignorantes, fue una obra de la casualidad, prodigiosamente arbitraria, y varió infinitamente en sus resultados. Varios comisarios creyeron que debían detener a todos aquellos que habían firmado la petición realista contra el 20 de junio. Los firmantes eran veinte mil. La Comuna se apresuró a declarar que era preciso dejarles en libertad, que bastaba con desarmarles. Dos cosas eran de temer: Las visitas domiciliarias habían abierto a la masa de los comisarios armados los palacios de los ricos, revelándoles un mundo desconocido de opulencia y de goce. Atizada su codicia, daba a los pobres no el deseo del pillaje, pero sí una excitación de la ira, de sombrío furor; no confesaban los diversos sentimientos que los minaban y creían no odiar a los ricos más que como aristócratas, como enemigos de Francia. Gran peligro para el orden público. Si el terror popular no hubiese circunscrito su objetivo, ¿quién sabe lo que hubiera pasado en los barrios de los ricos, especialmente en las casas de los vendedores de plata, que la Comuna, muy imprudentemente, había declarado dignos de la pena de muerte? Otro peligro, no menos grave, de las visitas domiciliarias fue que cambiaron en guerra abierta la sorda hostilidad que existía desde hacía veinte días entre la Asamblea y la Comuna. Volvamos a estos veinte días. La Asamblea, poco segura de sí misma, se había dejado arrastrar por la Comuna, tratando de deshacer lo que esta hacía; después, cuando enseñó los dientes, la Asamblea retrocedió con torpeza. La Asamblea hubiera debido suspender al directorio del departamento, enteramente realista: la Comuna lo hizo por sella. Entonces la Asamblea, precipitadamente, decretó que las secciones nombrasen nuevos administradores del departamento; por un decreto ordenó que la policía de seguridad, que pertenecía a los comunes, no obrara más que con autorización de los administradores del departamento, y que estos mismos necesitaban el consentimiento de un comité de la Asamblea, que de este modo habría sido el centro de la policía del reino y habría conservado los hilos en sus manos. Para conseguir que todo esto fuera aceptado tranquilamente por la temida Comuna, la Asamblea votó generosamente para ella la suma enorme, monstruosa, de cerca de un millón mensual para la policía de París. Pero este donativo no enterneció a la Comuna, la cual declaró que no quería intermediarios entre ella y la Asamblea, que no toleraría un directorio de París, añadiendo esta amenaza: “Si no, será preciso que el pueblo se arme con su venganza”. A la Asamblea le daba vergüenza revocar su decreto. Lacroix halló un medio de retroceder honrosamente; se decidió que hubiera un directorio, pero que no dirigiera nada, limitándose a vigilar las contribuciones. La Comuna, preciso es decirlo, había colocado su dictadura en las terribles manos, no de los hombres del pueblo, sino en las de los miserables escribas, los Hébert y los Chaumette. Confió a este último la facultad de abrir y cerrar las prisiones, de detener y decretar la libertad. Tomó también otra decisión, infinitamente peligrosa, la de anunciar en las puertas de las prisiones los nombres de los prisioneros. Estos nombres, leídos y releídos sin cesar por el pueblo, eran para él una constante excitación, un llamamiento a la violencia, como un cosquilleo de todos los deseos crueles, que debían producir el efecto de hacerlos irresistibles. Para quien conozca la naturaleza humana, semejante anuncio era una fatalidad de asesinato y de sangre. Esto no es todo: la extraña dictadura, lejos de inquietarse por la vida de tantos proscritos, no temió hacer otros. Hizo imprimir los nombres de los electores aristócratas de la Santa Capilla. Decidió que los vendedores de plata serían castigados con pena capital. Nada la detenía; se puso a dictar juicios sobre individuos en un momento en el que el derecho a manifestar una opinión equivalía a la muerte. No sé qué individuo fue a pedir a la Comuna que decidiera que Mr. Duport había perdido la confianza de la nación. Se hizo esta declaración y tuvo Danton que hacer los esfuerzos más perseverantes para impedir que el célebre diputado de la Constituyente, así designado a la muerte, no fuera inmolado. No contenta con pisotear toda libertad individual, la Comuna efectuó el 29 de agosto el ataque más directo a la libertad de prensa. Mandó a la barandilla, persiguió en París a Girey-Dupré, joven y atrevido girondino, por un artículo periodístico; llegó hasta a hacer registrar el ministerio de la guerra, en donde según se decía, se había refugiado Girey- Dupré. La Asamblea a su vez mandó a su barandilla al presidente de la Comuna, Huguenin, quien no se dignó comparecer, por lo cual tomó una resolución natural, pero muy peligrosa en aquella situación, y fue la de disolver la Comuna. Ésta se disolvía por sí misma, por su furioso espíritu de tiranía anárquica. Cada uno de los miembros de aquel extraño cuerpo ejercía la dictadura, obraba como dueño y por sí solo, sin preocuparse de ninguna otra autoridad anterior, con frecuencia sin consultar siquiera a la Comuna. Esto no era todo: cada uno de aquellos dictadores creía poder delegar su dictadura en sus amigos. Los asuntos más delicados, en los que se jugaba la vida, la libertad, la fortuna de los hombres, se entregaban a manos de desconocidos, sin mandato, sin misión, por celosos patriotas, desinteresados, llenos de buena voluntad, pero sin ningún otro título. Iban a casa de los sospechosos (y todo rico lo era), hacían pesquisas, inventarios, se apoderaban de las armas preciosas o de otros objetos que, según decían, eran de utilidad pública. Un hecho asombroso de este género fue revelado a la Asamblea. Un quídam que aseguraba ser miembro de la Comuna, mandó abrir el Garde-Meuble, y viendo un cañón de plata que en otro tiempo había sido regalado a Luis XVI, lo juzgó buena presa y se lo llevó. Cambon, el austero guardián de la fortuna pública, se indignó ante este desorden y llevó a la barandilla al hombre que tal uso hacía de la autoridad de la Comuna. Compareció el acusado y ni negó ni se excusó; dijo fríamente que había pensado que aquel objeto corría gran riesgo de que otros se apoderaran de él y que para evitar tal desgracia, se lo había llevado a su casa. La Asamblea no quiso saber más; aquel hecho hablaba muy alto. Una sección, la de los Lombardos, presidida por el joven Louvet, había declarado que el consejo general de la Comuna era culpable de usurpación. Cambon pidió e hizo decretar por la Asamblea Nacional que los miembros de aquellos consejos presentaran los poderes que tenían del pueblo: “Si no pueden, dijo, es preciso castigarlos”. El mismo día 30 de agosto a las cinco de la tarde, la Asamblea, a propuesta de Guadet, decidió que el presidente de la Comuna, aquel Huguenin al que ordenaba comparecer ante ella, fuera llevado a la barandilla y que se nombrara por las secciones y en el término de veinticuatro horas una nueva comuna. Para atenuar lo duro de la decisión, se decretó que la antigua había honrado a la patria. Se la coronaba y se la echaba. La Comuna del 10 de agosto se obstinaba en subsistir; no quería ser ni echada ni coronada. Su secretario, Tallien, en la sección de las Termas, cerca de los Cordeleros, pidió que se hicieran armas contra la sección de los Lombardos, culpable de censurar a la Comuna. Y lo que pareció aterrador fue que el presidente Robespierre habló en el mismo sentido en el seno del consejo general, en el Ayuntamiento. Un amigo de Robespierre, Lhuillier, en la sección de Mauconseil, sostuvo la opinión de que el pueblo se levantara y sostuviera con las armas a la Comuna contra la Asamblea. Era evidente que la Comuna estaba resuelta a mantenerse por todos los medios. Tallien se encargó de atemorizar a la Asamblea. Aquella misma noche fue con un grupo de hombres armados con picas y recordó insolentemente que “la Comuna había hecho subir a la Asamblea al rango de representante de un pueblo libre”, y elogió los actos de la Comuna, especialmente el arresto de los sacerdotes perturbadores. “Dentro de pocos días, dijo, el suelo de la libertad se verá libre de su presencia”. Esta última frase, horriblemente equívoca, levantaba una punta del velo. Los directores estaban decididos a conservar la dictadura, si era preciso, con una matanza. Tallien no hablaba más que de los curas, pero Marat, que por lo menos tuvo siempre el mérito de la claridad, pedía en sus escritos que se matara con preferencia a la Asamblea Nacional. Eran las dos de la madrugada. La banda que representaba al pueblo y que seguía a Tallien, solicitó que se la permitiera desfilar en el salón “para ver, decían, a los representantes de la Comuna”, haciendo creer que estaban en peligro en el seno de la Asamblea. Esta se mostró muy firme y mandó decir que no entraran. El orador de la banda, con un tono de candidez feroz, dijo: “Entonces no somos libres”. El efecto fue precisamente el contrario del que se había esperado. La Asamblea se irritó y se mostró decidida a tomar medidas severas y el procurador de la Comuna, Manuel, creyó prudente calmar aquella agitación haciendo prender al orador. Al siguiente día Huguenin, presidente de la Comuna, fue a entretener a la Asamblea con unas frases de reparación ilusoria. El objeto era, probablemente, encubrir lo que preparaban los directores. Firmemente convencidos de que sólo ellos podían salvar a la patria, querían, por medio del terror, asegurar su reelección. La matanza quedó desde entonces decidida en sus mentes. No era necesario ordenar: bastaba con dejar París en el estado de sordo furor que hervía en el fondo de las masas. Aquella gran masa de hombres, que desde la mañana a la tarde, con los brazos cruzados y el vientre vacío, paseaban por las calles, sufrían infinitamente, no solamente por su miseria, sino por su inacción. Aquel pueblo no tenía nada que hacer y pedía que se le ocupara en algo; vagaba, sombrío obrero, buscando al menos alguna obra de ruina y de muerte. Los espectáculos que tenía ante sus ojos no eran los más apropiados para calmarle. En las Tullerías se veía expuesto un simulacro de la ceremonia fúnebre de los muertos del 10 de agosto que seguían pidiendo venganza. La guillotina permanente en el Carrousel era una distracción, los ojos estaban ocupados, pero las manos permanecían ociosas. En algún momento se habían empleado en destrozar las estatuas de los reyes. ¿Pero por qué destrozar las imágenes y no a los representados? ¿En lugar de castigar a los reyes en pintura no hubiera sido mejor apoderarse del que estaba en el Temple, de sus amigos, de los aristócratas que llamaban al extranjero? “Vamos a combatir a los enemigos a la frontera, decían, y los dejamos aquí”. La actitud de los realistas era singularmente provocadora. No podía pasarse por cerca de las prisiones sin oírles cantar. Los de la Abbaye insultaban a las gentes del barrio a través de las rejas, con gritos, amenazas y ademanes insultantes. Así se lee en el estudio hecho más tarde sobre los asesinatos de septiembre. Un día los de la Force trataron de incendiar la prisión y fue preciso reforzar la guardia nacional. Ricos la mayor parte de ellos y sin importarles el gasto, los prisioneros pasaban el tiempo en alegres banquetes, brindaban por la salud del rey, por la de los prusianos, por su próxima libertad. Sus queridas iban a verles y a comer con ellos. Los carceleros, convertidos en ayudas de cámara y en recaderos, iban y venían por mandato de sus nobles dueños, llevaban, subían, delante de todo el mundo, vinos finos y manjares delicados. El oro corría en la Abbaye. Los hambrientos de la calle miraban y se indignaban; preguntaban de dónde les venía a los prisioneros aquel Pactolo inagotable: se suponía, y quizá la suposición no era infundada, que la enorme cantidad de asignados falsos que circulaba en París y desesperaba al pueblo, se fabricaba en las prisiones. La Comuna dio a esta sospecha nueva consistencia al ordenar una investigación. La multitud se sentía deseosa de simplificar el estudio matando a todos sin distinción, aristócratas, falsarios y monederos falsos, rompiéndoles en la cabeza la plancha falsa de los asignados. Otra idea se unió a la tentación de asesinato; idea bárbara, infantil, que tantas veces se encuentra en la primera era de los pueblos, en la más remota antigüedad; la idea de un expurgo moral, grande y radical, la esperanza de sanear al mundo por el exterminio absoluto del mal. La Comuna, órgano del sentimiento popular, declaró que prendería, no sólo a los aristócratas, sino a los estafadores, a los jugadores, a las gentes de mal vivir. El asesinato, y este es un hecho poco notado, fue más general en el Châtelet, donde estaban los ladrones, que en la Abbaye y en la Force, donde estaban los aristócratas. La idea absoluta de un esfuerzo moral dio a muchos de ellos una terrible serenidad de conciencia, un terrorífico escrúpulo de no ceder ante nada. Un hombre fue algunos días después a confesar a Marat que había tenido la debilidad de librar a un aristócrata y hacía esta confesión con los ojos llenos de lágrimas. El Amigo del Pueblo le habló con bondad, le dio la absolución; pero aquel hombre no se perdonaba a sí mismo, no lograba consolarse. (1 1792)
Ningún hombre, ni siquiera Danton o Ropespierre, domina la
situación.—Caracteres diversos de los que querían la matanza.— Influencia de los inaratistas en la Comuna.—La Comuna obstinada en no disolverse.—Preludios de la matanza.—La Asamblea, para tranquilizar a la Comuna, revoca su decreto.—Ropespierre aconseja a la Comuna que entregue el poder al pueblo.—Del comité de vigilancia, Sergent, Panis.—Panis, cuñado de Santerre, amigo de Robespierre y de Marat.—Él introduce a Marat en el comité de vigilancia.
En aquellas profundas tinieblas que todo contribuía a espesar,
donde la idea de justicia, bizarramente pervertida, contribuia a oscurecer el último fulgor de lo justo, quizás la conciencia pública se habría conservado si hubiera habido un hombre lo bastante fuerte como para guardar la suya propia, por lo menos, y mantener firme y elevado su corazón. No precisaba salir al encuentro del furor popular, sino planear en alturas superiores, hacer que el pueblo viera en aquellos que le inspiraban confianza una serenidad heroica que le asegurara, le afirmara, le elevara por encima de los bajos y crueles pensamientos del miedo. Una sola cosa faltó en aquella situación, la única que salva a los hombres cuando en ellos se oscurece la razón, un hombre verdaderamente grande, un aéroe. Robespierre tenía autoridad; Danton tenía fuerza; ninguno de ellos fue el hombre necesario, ninguno se atrevió. El jefe de los jacobinos, con su gravedad, su tenacidad, su poder moral; el jefe de los cordeleros, con su energía y sus instintos magnánimos, no tuvieron sin embargo, ni uno ni otro una sublime facultad, la única que pudo iluminar, transfigurar el sombrío furor del momento. Les faltaba enteramente ese algo, común después, pero más escaso entonces de lo que generalmente se cree. Para arrojar de los corazones el demonio de la muerte, hacerle avergonzarse de sí mismo, despeñarle a sus tinieblas, era preciso tener en sí el genio sereno y noble de las batallas, que hiere sin miedo ni cólera y mira en paz y tranquilidad a la muerte. El que hubiera tenido este genio, habría levantado una bandera, habría preguntado a las masas si no querían batirse más que con gentes desarmadas; habría declarado infame a cualquiera que hubiera amenazado a las prisiones. Aunque una gran parte del pueblo aprobaba la matanza, los asesinos, como después se verá, eran pocos. Y en manera alguna hubiese sido necesario matarlos para contenerlos; habríabastado, lo repetimos, con no tener miedo, aprovechar el inmenso ardor militar que dominaba en París, envolver a aquel pequeño número en la masa y en el turbión que se hubiese formado de voluntarios verdaderamente soldados y de la parte patriota de la guardia nacional. Hubiera sido preciso que la parte sana y buena del pueblo, incomparablemente más numerosa, fuera tranquilizada, animada por hombres de nombres populares. ¿Quién no habría seguido a Robespierre y a Danton, si ambos, en aquella crisis, unidos y no constituyendo más que un solo hombre para salvar el honor de Francia, hubiesen proclamado que la bandera de la humanidad era la de la patria? Observemos detenidamente a aquellos dos jefes y directores de la opinión, cuya autoridad moral se borró en presencia del vergonzoso acontecimiento. La autoridad de Robespierre, preciso es decirlo, estaba algo quebrantada. Francia entera había querido la guerra, Robespierre aconsejó la paz. La guerra al rey, la insurrección, no había sido de ninguna manera estimulada por él, que se encerraba en los límites de la Constitución. El comité de la insurrección del 15 de agosto se reunió en cierta ocasión en la casa donde vivía Robespierre y este no asistió a la reunión. Nombrado acusador público del alto tribunal criminal, declinó aquel triste y peligroso honor, pretextando que los aristócratas, a los que durante tanto tiempo había denunciado, eran sus enemigos personales y que por esta razón tenían derecho a recusarle. El Monitor le había designado como consejero de Danton en el ministerio de justicia; ¿qué hizo en él? Tomaba asiento como miembro del consejo de la Comuna y allí, excepto un discurso en la Asamblea Nacional, no se veían tampoco huellas de su actividad. Y sin embargo, se encontraba en el terreno de las pasiones más ardientes; allí no había medio de atenerse a los principios generales, como había hecho en la Constituyente, ni a las delaciones vagas, como hacía en los Jacobinos. Por primera vez en su vida se vio obligado a obrar, a hablar con claridad, o anularse para siempre. La Comuna del 10 de agosto, aunque era muy violenta, contaba sin embargo en su seno con dos partidos: los indulgentes y los atroces. Decidirse por los primeros era formar en el séquito de Pétion y de Manuel, dejar a Danton la vanguardia de la Revolución, probablemente la iniciativa de la violencia. Danton aparecía poco por la Comuna; ninguna medida atroz fue jamás aconsejada por él, pero el secretario de la Comuna era un exaltadísimo dantonista, que decía y hacía creer que tenía la representación de Danton; me refiero al joven Tallien. La competencia de Danton, el temor de dejarle engrandecer mientras él decrecía era, sin duda alguna, la preocupación de Robespierre. Había en esto como un impulso fatagjuepodía arrastrarle a todo. Encontraba en la Comuna y fuera de ella, entre los más avanzados, una clase de hombres que le molestaba especialmente, colocándole en situación de decidirá@ Engl, acto. Estos exaltados, que directa o indirectamente (algunos sin saberlo), impulsaban a la matanza, eran, por un contraste extraño, los mismos a quienes podía llamárseles artistas y hombres sensibles. Eran gentes que nacieron ebrias, si se me permite expresarme de este modo. Retóricos lacrimosos, todos tenían el don de las lágrimas: Hébert lloraba, Collot lloraba, Panis lloraba, etcétera. Además, como la mayor parte eran autores de tercer orden, artistas mediocres, actores silbados, tenían bajo su filantropía un fondo general de rencor y de veneno que en ciertos momentos llegaba a la rabia. El tipo medio del género podía ser Collot d'Herbois, actor mediano, escritor hueco, autor moral y patriotero, hombre sensible, siempre ebrio, ahogado en lágrimas y en aguardiente. Conocida es su borrachera de Lyon, la poesía de exterminio que buscó cuando se ametrallaba, gozando (como aquel otro artista, Nerón) ante la destrucción de una ciudad. Relegado a Sinnamary, tratando de aumentar la dosis de aguardiente y de emoción, acabó dignamente su vida con una botella de agua fuerte. No todos estaban a este nivel, pero todos, en aquella clase de artistas, querían seguir el genio del drama, llevar la situación hasta donde pudiera llegar. Necesitaban crisis rápidas y políticas, sobre todo transformaciones visibles. La muerte, bajo este último aspecto, parece artística y conmovedora; la vida parece menos artística, porque en ella los cambios son lentos y sucesivos. Son precisos ojos y corazón para ver y apreciar las lentas transformaciones de la vida, de la naturaleza que engendra, y en cambio la destrucción admira al hombre más vulgar. Los dramaturgos malos, los retóricos impotentes que buscan los grandes efectos, deben complacerse en las destrucciones rápidas. Se creen entonces grandes magos, dioses, cuando deshacen la obra de Dios. Encuentran hermoso poder exterminar con una sola palabra lo que costó tanto tiempo hacer, suprimir en un abrir y cerrar de ojos el obstáculo vivo, ver a sus enemigos desaparecer de un soplo, saborean la poesía estúpida y bárbara de la frase: “He pasado y ya no estaban<”. Esta clase de hombres, sin ser positivamente locos furiosos como Marat, participaban más o menos de su excentricidad, se agrupaban a su alrededor. Constituían la gran dificultad de Danton y Robespierre. Estos dos rivales no osaron contradecir a los maratistas porque cualquiera de ellos que hubiera aventurado una sola frase de objeción habría dado este partido a su rival y se hubiese anulado, como absorbido por la Gironda. Danton, ministro de justicia, tenía en sus funciones un pretexto más o menos engañoso para no aparecer por la Comuna en aquella terrible crisis. Ahora se verá cómo logró desaparecer antes y durante la matanza. Robespierre, miembro de la Comuna y sin ninguna otra función, no tenía más remedio que asistir a las sesiones. Esperó hasta el último momento para decidirse a abrazar el partido de los violento, pero una vez dado el paso, recuperó el tiempo perdido, los alcanzó y los dejó atrás. El gran día del 1 de septiembre debía decidir entre la Asamblea y la Comuna. La Asamblea, el 30 de agosto, había decretado que en el término de veinticuatro horas las secciones nombraran un nuevo consejo general de la Comuna. Las veinticuatro horas comenzaron a contarse desde el momento en que se dio el decreto (cuatro de la tarde) y debía ejecutarse al siguiente día a la misma hora. Pero la Comuna causaba tal terror en las secciones que la mayor parte no se atrevieron a ejecutar el decreto de la Asamblea, pretextando que no se les había notificado oficialmente. ¿Qué hubiera sucedido el 1 de septiembre si la Asamblea confirmaba su decreto, si el combate se hubiese entablado entre los que obedecieron y los que no quisieron obedecer? La Asamblea en este caso habría sufrido una desgracia, se habría visto a los realistas unirse a ella, quizá por ella se habrían armado y la habrían comprometido mientras esperaban vencerla. Victoriosa, habría estado perdida y quizá Francia con ella. La Comuna, por muy indignos que fueran muchos de sus miembros por su tiranía y su ferocidad, tenía esto a su favor, que los realistas jamás podrían pactar con ella, porque representaba el 10 de agosto. Todo el mundo reconocía o exageraba la parte que había tomado en aquel acto del pueblo. Gloria o crimen, cualquiera que fuese la opinión de los partidos, a la Comuna se le atribuía el derrumbamiento de la monarquía. Era evidentemente una fuerza antirrealista, la más segura contra el extranjero. Todo patriota debía pensarlo mucho, a pesar de los excesos de la Comuna, antes de declararse en su contra. Tenía la Comuna fe en sí misma; muchos de sus miembros creían sinceramente que sólo ellos podían salvar a Francia. Querían a todo trance conservar la dictadura de la salvación pública que creían tener en su mano. Otros, preciso es decirlo, estaban confirmados en esta fe por su instinto de tiranía, eran reyes de París por la gracia del 10 de agosto y querían seguir siéndolo. Disponían de fondos enormes, impuestos municipales, fondos de obras públicas, subsistencias, etc. Iban a recibir los monstruosos fondos de la policía: un millón anual, que había votado la Asamblea. En 1792, antes de la desmoralización que siguió a las matanzas de septiembre, aún no se robaba mucho. Se conservaba en todos cierta pureza de juventud y entusiasmo; la codicia se mantenía atrás. Los más puros, sin embargo, manejaban con gusto el dinero, disfrutaban de él, por lo menos, como poder popular. Por todas estas diversas razones, la Comuna estaba perfectamente decidida a no permitir la ejecución del decreto de la Asamblea y a mantenerse por la fuerza. La situación de París, tempestuosa en el más alto grado, no podía menos que ofrecer pretexto a los que querían desobedecer. El 31 de agosto había habido un alboroto en los alrededores de la Abbaye. Fue absuelto un individuo llamado Montmorin, a quien la multitud confundió con el ministro del mismo apellido y amenazó con forzar la prisión y hacer justicia por sí misma. El 1 de septiembre ocurrió una escena espantosa en la plaza de la Grève. Un ladrón a quien se exhibía y que sin duda estaba ebrio, tuvo la mala idea de gritar: ¡Viva el rey! ¡Vivan los prusianos y muera la nación! Inmediatamente fue arrancado de la picota e iba a ser despedazado cuando el procurador de la Comuna, Manuel, se precipitó; lo arrancó de las manos del pueblo y lo salvó metiéndolo en el Ayuntamiento, pero no sin correr grave peligro. Fue preciso prometer que un jurado popular juzgaría al culpable. Este jurado le sentenció a muerte, la autoridad confirmó la sentencia y fue ejecutado al día siguiente. Todo impulsaba a la masacre. El mismo día 1 de septiembre un gendarme llevó a la Comuna un reloj de oro que había cogido el 10 de agosto y preguntó qué debía hacer con él. El secretario Tallien le dijo que debía guardárselo. Gran estímulo para el asesinato. Varios sacaron la conclusión de que los despojos de los grandes señores, de los ricos que estaban en la Abbaye, pertenecerían a los que pudieran librar a la nación de estos enemigos públicos. La sesión del consejo general de la Comuna fue suspendida hasta las cinco de la tarde. La Asamblea, atemorizada por el acontecimiento que todo el mundo veía venir para el siguiente día domingo, intentó en aquel intervalo un último medio de prevenirlo. Trató de apaciguar a la Comuna y derogó el decretó que prescribía a sus miembros justificar los poderes que habían recibido el 10 de agosto. “Eso no es todo, dijo un miembro de la Asamblea. Habéis decretado hace dos días que la Comuna ha merecido tener de su parte a la patria. Esta redacción nada vale; es preciso un nuevo voto, en el que se diga expresamente: los representantes de la Comuna”. En efecto, elogiando a la Comuna en general, se hubiera podido después buscar y perseguir a algunos de sus miembros por tantos actos ilegales. La nueva redacción les aseguraba particularmente a cada uno una carta de indemnidad más tranquilizadora. La Asamblea no quiso discutir en aquel momento y votó lo que se quería. La sesión de la Comuna se reanudó a las cinco de la tarde. En un principio pareció que el decreto pacífico de la Asamblea no era todavía conocido. Robespierre habló de las nuevas elecciones, pero al darse a conocer el decreto durante la sesión, Robespierre, envalentonado por las tergiversaciones de la Asamblea, volvió a usar la palabra en un tono muy diferente, con una violencia inesperada. Habló extensamente de las maniobras que se habían empleado para hacer perder al consejo general la confianza pública y sostuvo que por muy digno que fuese el consejo de esta confianza, debía retirarse, emplear el único medio que quedaba para salvar al pueblo, devolver al pueblo el poder. ¿Devolver al pueblo el poder? ¿Cómo debía entenderse esta frase? ¿Signíficaba que era preciso dejar que el pueblo hiciera las nuevas elecciones, comenzadas según el decreto y bajo la influencia de la Asamblea? De ninguna manera: Robespierre acababa de hacer el proceso de la misma Asamblea enumerando las maniobras dirigidas contra la Comuna. No hubiera podido, sin contradecirse abiertamente, proponer que se dejara votar al pueblo a gusto de una Asamblea sospechosa. Devolver el poder al pueblo significaba evidentemente depositar el poder legal para someterse a la acción revolucionaria de las masas, llamar al pueblo en contra de la Asamblea. Sin estar elegido el nuevo consejo, y al retirarse el antiguo, París se habría quedado sin autoridad. Si la Comuna del 10 de agosto, la gran autoridad popular que parecía haber salvado ya la patria una vez, declaraba que nada podía hacer para su salvación, ¿'a quién entregaría el poder? A nadie más que a la desesperación, a la rabia popular. Diciendo que ella nada haría, que correspondía a las masas obrar, obraba verdaderamente y de la manera más terrible; era como retirar su defensa de las puertas de las prisiones, abrirlas de par en par. La matanza sería de esperar, pero el propio exceso de desorden, el espanto de París, habrían producido el efecto necesario de acudir otra vez a la Comuna. De rodillas irían a buscarla y a llamarla; volvería a entrar triunfante en el Ayuntamiento. La nulidad de la Asamblea estaba demostrada definitivamente; la Comuna de París, el gran poder revolucionario, reinaba sola y salvaba a Francia. Demasiado conocido es Robespierre para creer que el primer día precisaría sus acusaciones. Presentadas en el primer momento bajo formas vagas, a través de sombras terribles, habían causado mayor efecto. Todo el mundo comprendió, sin esfuerzo alguno, lo que los amigos de la Comuna decían desde hacía ocho días por todo París, lo que Robespierre articuló al día siguiente, 2 de septiembre, durante la matanza: que un partido poderoso ofreció el trono al duque de Brunswick. En aquel momento ningún partido era poderoso más que la Gironda. La culpable locura de ofrecer Francia al extranjero había sido del ministerio de Narbonne. Era una horrible calumnia imputarla a los girondinos, que habían expulsado a Narbonne. Los girondinos, esta era su gloria, habían comprendido el aliento guerrero de Francia; habían predicado contra Robespierre la cruzada de la libertad. Imputar a los apóstoles de la guerra el proyecto de aquella paz execrable, decir que Vergniaud, que Roland, madame Roland, las gentes más honradas de Francia, la vendían y la entregaban, era de tal manera increíble y tan ridículamente absurdo, que en cualquier otro momento esta calumnia habría caído sobre su autor, el cual habría muerto con su propio veneno. ¿Semejante absurdo podía ser sinceramente creído por un espíritu tan serio como el de Robespierre? Asombra el hecho y sin embargo responderemos sin dudar. Sí. Había nacido tan crédulo para todo lo que el odio y el miedo podían aconsejarle creer, de tal modo fanático y dispuesto a adorar sus sueños, que a cada denuncia que lanzaba contra sus enemigos nacía en él una firme convicción. Cuanto más avanzaba en sus asertos apasionados y trabajaba en darles color y verosimilitud, más se convencía y con mayor necesidad creía en lo que decía. El prodigioso respeto que tenía por su palabra acababa por hacerle creer que toda prueba era superflua. Sus discursos habrían podido resumirse en estas palabras: “Robespierre puede jurarlo, porque Robespierre lo ha dicho”. En el prodigioso estado de desconfianza en que estaban los espíritus, enfermos y llenos de vértigo, se creían las cosas precisamente en proporción a lo milagroso, a lo absurdo con que impresionaban a los ánimos. Si desde el consejo general llegaban a la multitud semejantes acusaciones, podían producir efectos incalculables. ¿Quién podía adivinar si la masa furiosa, ebria y enloquecida, no iba a forzar la Asamblea, en lugar de forzar las prisiones, y a buscar en sus bancos, empuñando el puñal, a aquellos traidores, aquellos apóstatas, aquellos renegados de la libertad a los que se señalaba como cien veces más culpables que los prisioneros realistas? El procurador de la Comuna, Manuel, respondió a Robespierre, pero no era un hombre capaz de oponerse a aquella autoridad, la primera del momento. Manuel era un pobre pedante, ex pasante o preceptor, hombre de letras ridículo, que para su desgracia había llegado, gracias a su palabrería, al fatal honor que le colocó la cuerda al cuello. Intentó, sin embargo, luchar; su buen corazón y sus sentimientos humanitarios le prestaron fuerzas. Prodigando enfáticos elogios a su terrible adversario, recordó el juramento de los miembros del consejo general de “no abandonar su puesto hasta que la patria no estuviera libre de peligro”. La mayoría pensó como él. La víspera del terrible acontecimiento que se preparaba y que parecía ineludible, varios quisieron acelerarlo con su influencia; otros por el contrario, pensaban que, si como cuerpo nada podían impedir, podrían al menos con su título y su insignia de miembros de la Comuna, salvar individuos. Manuel tuvo la dicha de emplear esa insignia tutelar en ese mismo momento. Recordó que estaba en prisión un enemigo suyo, Beaumarchais. Manuel era una de las víctimas literarias a quien el autor de Fígaro gustaba de acribillar con sus flechas. Manuel corrió a la Abbaye y ordenó que le llevaran a Beaumarchais, quien al verle se turbó y excusó: “No se trata ahora de eso, caballero, le dijo Manuel. Sois mi enemigo; si permanecéis aquí para ser asesinado mañana se diría que he querido vengarme; salid de aquí inmediatamente”. Beaumarchais cayó en sus brazos; estaba salvado y también lo estuvo Manuel para el honor y el porvenir. Nadie dudaba de la matanza. Robespierre, Tallien y otros reclamaron de las prisiones a algunos sacerdotes, antiguos profesores suyos. Danton, Fabre d'Églantine y Fauchet salvaron también a algunas personas. Robespierre había adquirido una responsabilidad inmensa. En aquel momento de suprema espera, en el que Francia se debatía entre la vida y la muerte, en que buscaba una posición firme que la asegurase contra su propio vértigo, Robespierre había acabado de hacer que fuera todo incierto, flotante, sospechosa toda autoridad. La fuerza que restaba quedó como paralizada por aquel poder de muerte. El ministerio y la Asamblea, heridos por su dardo, yacían inertes y nada podían hacer14. El mismo consejo general al que Robespierre había impulsado a declarar que se entregaría al pueblo y que no lo había hecho, no estaba menos profundamente turbado y con la duda de lo que le convenía hacer. ¿Quería? ¿No quería? Obraría o no obraría, apenas si lo sabía ella misma. Y si el consejo general nada quería, nada hacía, si se dispersaba el domingo o se reunía en número insuficiente, mínimo, como sucedió, ¿quién quedaría para ejecutar, sino el comité de vigilancia? En la gran asamblea del consejo general por violento que quisiera ser, los hombres de sangre jamás hubieran tenido mayoría. Por el contrario, en el comité de vigilancia compuesto por quince personas, el único disentimiento que existía era que los unos querían la matanza y los otros la permitían. Había dos hombres principales en esté comité, Sergent y Panis. Sergent, artista hasta entonces estimable, laborioso y honrado, hombre de corazón ardiente, apasionado, novelesco (que amó hasta la muerte), tuvo el honor de llegar a ser cuñado del ilustre general Marceau. Fue él quien con peligro de su vida, algunos días antes del 10 de agosto, conmovido por la desesperación y las lágrimas de los marselleses, se decidió, con Panis, a entregarles cartuchos, que les dieron la victoria. Sergent sentía antipatía (así lo afirma en sus Notas publicadas por Noël Parfait) por la hipocresía de Robespierre y los furores de Marat. Asegura que fue ajeno a los sucesos del 2 de septiembre. Había sido el ordenador de aquella terrible fiesta de los muertos que más que otra cosa, exaltó en las masas la idea de la venganza y de la matanza. Pero cuando llegó el día, se conmovió su corazón, y aunque compartió sin duda la idea absurda del momento de que la matanza podía ser la salvación de Francia, desapareció de París. Él mismo, en sus notas justificativas, hizo esta confesión terminante: que la mañana del 2 de septiembre se fue al campo y no volvió hasta por la noche. Panis, ex procurador, autor de versos ridículos, de espíritu mezquino, duro y falso, era incapaz de tener influencia, pero era cuñado del famoso cervecero del barrio, Santerre, nuevo comandante de la guardia nacional. Esta alianza y su posición en el comité de vigilancia le hacían muy importante. Daba órdenes en el comité y a través de su cuñado podía influir en la ejecución, obrar o dejar de obrar. Aun cuando la mayoría le hubiese sido contraria, habría podido impedir que ejecutase Santerre lo resuelto por la mayoría. Panis tenía una cosa que no siempre tienen los tontos, era dócil. Reconocía dos autoridades, dos papas, Robespierre y Marat. Robespierre era su doctor, Marat su profeta. El divino Marat le parecía quizá un poco excéntrico, ¿pero no podía decir otro tanto de Isaías y de Ezequiel, al cual Panis lo comparaba? En cuanto a Robespierre se podría decir que era la conciencia de Panis. Todas las mañanas se le veía en la calle de Saint-Honoré, ante la puerta de su director; iba a preguntar a Robespierre lo que debía pensar, hacer y decir durante el día. Así lo asegura Sergent, su colega, que casi no le abandonó mientras duró el comité de vigilancia. Panis era tan devoto de Robespierre que no podía contener su fervor; él fue quien antes del 10 de agosto, conduciendo a Barbarrouse y Rebecqui, dos individuos poco afectos a su dios, cometió la imprudencia de decir que “se necesitaba un dictador, un hombre como Robespierre” y recibió de los marselleses la violenta respuesta que se ha citado anteriormente. Robespierre, servido, adulado, adorado por Panis, sintió debilidad por él. Panis le era indispensable, como cuñado del hombre que gobernaba el barrio y que disponía de la fuerza armada de París. Panis fue, según todas las apariencias, quien disminuyó el alejamiento natural entre Robespierre y Marat. El primero, político de carácter fino, mesurado, atildado, empolvado, sentía disgusto por la suciedad del otro, por su personalidad a la vez trivial y salvaje, por su facundia ditirámbica. Marat, por otro lado, despreciaba a Robespierre como político tímido, sin grandes miras, sin audacia. Se visitaron un día y Marat, viendo que Robespierre no entraba enteramente en sus ideas de matanza, que conservaba aún algún escrúpulo de legalidad, alzó los hombros. La repugnancia era recíproca. La de Robespierre por Marat impidió a este, después de la ovación que se le hizo en la Comuna, llegar a ser miembro de la misma. El 23 de agosto, sin embargo, la Comuna decretó que se erigiera una tribuna en la sala para un periodista, para Marat. Su influencia iba en aumento; desde entonces, sin duda, Robespierre tuvo miedo de oponerse a él y recomendó a Marat las asambleas electorales. Panis, el hombre de Robespierre, su criatura, su servil discípulo, el que digámoslo otra vez, no pasaba jamás un día sin consultarle, fue quien llevó al comité de vigilancia (verdadero directorio de la matanza) al exterminador Marat. Robespierre dijo con verdadero atrevimiento que nada había hecho el 2 de septiembre y en efecto, de obra nada hizo, pero sí mucho de palabra, y en aquel día las palabras eran actos. El 3, una vez comenzado el suceso y lanzado (quizá aún más de lo que se quería), se sumergió y no volvió a reaparecer. Pero el 1 de septiembre había cubierto las violencias de su autoridad moral aconsejando a la Comuna que se retirara, que entregara la acción al pueblo. El 2 Panis entronizó en el Ayuntamiento al asesinato personificado, al hombre que desde hacía tres años pedía el 2 de septiembre. Este mismo día Robespierre habló durante la matanza y no para sembrar la calma, sino por el contrario, de una manera extremadamente irritante. La introducción de Marat fue extraordinaria e ilegal a todas luces. Ningún magistrado de la ciudad, ningún miembro de la municipalidad, especialmente del comité de vigilancia, podía ser elegido si no formaba parte de la gran Comuna popular de los comisarios de secciones que habían hecho el 10 de agosto. Marat no era de estos comisarios y no podía ser elegido, pero Panis, a la vez por Santerre y por Robespierre, pesaba con tal influencia sobre la municipalidad que le autorizó a elegir tres miembros que completasen el comité de vigilancia. Panis, investido de este singular poder de elegir por sí solo, no se atrevió sin embargo a ejercerlo. En la mañana del 2 de septiembre llamó en su ayuda a sus colegas Sergent, Duplain y Jourdeuil y nombraron a cinco: Deforgues, Lentant, Guermeur, Leclerc y Durfort. El acta original, con las cuatro firmas, tiene en el margen una nota15 confusamente escrita por uno sólo de los cuatro firmantes. Esta nota no es otra cosa que el nombramiento de un sexto miembro, agregado así, de pronto, y este sexto es Marat16. 2 1792
Proposición conciliadora del dantonista Thuriot.—Dos secciones de
cuarenta y ocho votaron la matanza.—La Comuna queria la matanza y la dictadura.—Discurso valiente de Vergniaud.—Se solicita a la Asamblea la dictadura para el ministerio.—La Asamblea desconfía de Danton, que sin embargo evita unirse a la Comuna.—El comité de vigilancia entrega veinticuatro prisioneros a la muerte.—Asesinatos en la Abbaye.—Danton no acepta la invitación de la Comuna.— Quiénes fueron los asesinos de la Abbaye.—Asesinato en los Carmelitas. —Impotencia de las autoridades.—La casa de los Roland es invadida.—Robespierre denuncia una gran conspiración.— Tentativa de los ministros para calmar al pueblo.—Intervención inutil de Manuel y de los comisarios de la Asamblea.—Asesinatos en el Châtelet y en la Conserjería.—Maillard organiza un tribunal en la Abbaye y salva a cuarenta y tres personas.—Abnegación de mademoiselle Cazotte, Sombreuil y de Geofiroy de Saint-Hilaire.
El domingo 2 de septiembre, al abrir la Asamblea a las nueve de
la mañana, el diputado Thuriot, amigo de Danton, presentó una proposición conciliadora que se creyó que podría impedir la desgracia que se preveía. Thuriot en más de una ocasión había defendido y justificado a la Comuna. La Comuna del 10 de agosto le parecía la Revolución misma; pensaba que deshacerla era deshacer la obra del 10 de agosto. Pero, por otra parte, se había resistido con extremada violencia a las insolentes órdenes que la Comuna osaba dar a la Asamblea. Su conducta en todo esto parece haber sido la atrevida expresión del pensamiento más contenido de Danton. Este en sus discursos, en sus circulares, fundaba la esperanza de la patria en el acuerdo entre la Asamblea y la Comuna. Él fue, no lo dudamos, quien buscó un expediente para restablecer este acuerdo y quien hizo que Thuriot lo propusiera a la Asamblea. La proposición era la siguiente: “Elevar a trescientos miembros el consejo general de la Comuna, de manera que pudieran continuar los antiguos, creados el 10 de agosto, y recibir a los nuevos, elegidos en aquel mismo momento por las secciones que obedecían los decretos de la Asamblea”. Esta proposición tenía dos aspectos completamente contrarios. Por una parte, tenía el efecto revolucionario de constituir sobre una base fija la representación de París, manifestar ante Francia entera la importancia real, la autoridad de la gran ciudad, que formada por todos los elementos de Francia, era la cabeza y el cerebro, y que tantas veces tuvo la iniciativa de las ideas que la salvaron. Por otra parte, en aquella situación la proposición tenía un efecto práctico: hacía la crisis mucho menos peligrosa. Neutralizaba la Comuna agrandándola, la aumentaba en número y modificaba el espíritu; introducía en ella, con elegidos de las secciones dóciles a la Asamblea, un elemento nuevo. Si aquella mañana hubiera sido votada, habría dado a sus secciones un poderoso impulso, sacándolas de su estupor. Los nuevos elegidos, encaminándose inmediatamente a la Comuna con el decreto en la mano, habrían paralizado a los maratistas, según todas las apariencias. Y esto no era todo. Un último artículo, muy apropiado para recordarle a la Comuna su espíritu del 10 de agosto, advertía simple y llanamente que los miembros del consejo general no eran inamovibles, que las secciones que los nombraban tenían siempre el derecho de destituirles. El artículo, tal como estaba colocado, parecía hablar a los nuevos miembros, establecía la regla, el imprescriptible derecho del pueblo, contra el cual los antiguos miembros no habrían osado reclamar. Debían, pues, pensarlo mucho; en el momento en que parecían dispuestos a tomar la terrible iniciativa, venía la ley, en cierto modo, a ponerle la mano en el hombro y a recordarles el gran juez, el pueblo que podía juzgarlos siempre. Thuriot adornó esta proposición con elogios y halagos a la Comuna y la justificó de muchas y muchas acusaciones. Dijo, sin duda para ganar a los miembros de la Comuna incluso en el acto que contra ellos proponía, que este aumento de número permitiría elegir en su seno a agentes que podía necesitar el poder ejecutivo. Llamamiento directo al interés; la Comuna iba a ser un plantel de estadistas a los que confería el gobierno las misiones honrosas y lucrativas. A Thuriot le sucedió lo que les sucede a todos aquellos que cuentan demasiado con la inteligencia de las asambleas. Su profundo maestro, Danton, le había aleccionado demasiado bien aquel día, inclinándole en exceso a la hipocresía. La Asamblea no le comprendió. Tanto había elogiado Thuriot a la Comuna que la Asamblea creyó favorable la proposición para aquella y pensó que comenzaba a asustarse y se valía de Thuriot para hacerle proposiciones conciliadoras. Recibió la proposición muy fríamente, no imaginó siquiera la ventaja que obtendría votándola inmediatamente. Pidió un informe, esperó y se retrasó. El informe llegó al mediodía y era poco favorable. A los girondinos que lo hicieron no les gustaba nada que procediera de los amigos de Danton. Le creían el hombre de la Comuna, como lo había sido el 10 de agosto; no comprendían los manejos de aquella política. Les desagradaba el proyecto porque aumentaba la importancia de París y regularizaba y fundaba aquel poder hasta entonces irregular, constituyendo un cuerpo temible, con el cual tendría que contar la Asamblea. Habrían querido que la Comuna se hubiese renovado totalmente. No arrastraron a la Asamblea que, comprendiendo al fin la utilidad de la proposición, acabó por votar contra los girondinos por influencia del dantonista Thuriot. Ocurrió esto a la una, pero ya era demasiado tarde: la tempestad ya se había desencadenado. Volvamos a lo que ocurrió por la mañana en la Comuna. ¿Qué quería? ¿Qué deseaban los pocos miembros que dirigían el consejo general? ¿Qué quería la mayoría del comité de vigilancia? Sin duda salvar la patria, pero salvarla por los medios que Marat aconsejaba desde hacía tres años: la masacre y la dictadura. La matanza no era todavía tan fácil de provocar como podía creerse, a juzgar por la terrible agitación del pueblo y sus violentas palabras. Por la noche y la mañana los furiosos charlatanes que predicaban desde hacía mucho tiempo la teoría de Marat recorrían las asambleas de las secciones casi desiertas, reducidas a minorías imperceptibles que decidían por la totalidad. Pidieron y obtuvieron detenciones individuales que valían tanto como sentencias de muerte. Pero en cuanto a las medidas generales, parece que sus palabras no hallaron suficiente eco. No hubo más que dos secciones (la de Luxemburgo y la sección Poissonnière) en las que la proposición de matar a los prisioneros fuera acogida. Dos secciones de cuarenta y ocho votaron a favor de la muerte. La sección Poissonnière tomó el acuerdo siguiente: “La sección, considerando los peligros inminentes de la patria y las maniobras infernales de los curas, determina que todos los curas y personas sospechosas detenidas en las prisiones de París, Orleáns y otras, sean condenadas a muerte”. En cuanto a la dictadura, era aún más difícil de organizar que la matanza. No había hombre alguno aceptado por el pueblo para que la ejerciera por sí solo; era necesario un triunvirato; el mismo Marat lo decía. El profeta Marat, a quien París acababa de entronizar en el comité de vigilancia, no dejaba de atemorizar de vez en cuando a sus propios admiradores. Pero su extremada violencia parecía apoyada, autorizada por Robespierre, quien el día 4 por la tarde había dicho que era preciso despertar la acción del pueblo. Marat era ya del comité; Robespierre fue a formar parte del consejo general. El tercer triunviro, si era necesario un triunvirato, no podía ser otro que Danton, pero este era sospechoso. En todas las ocasiones elogiaba a la Comuna y su amigo Thuriot le había hecho aún más sospechoso aquel mismo día, al proponer un plan que neutralizaba a la Comuna. ¿Estaba verdaderamente a favor de la Comuna o de la Asamblea? No se veía claro. Desde el 29 no iba al Ayuntamiento. ¿Preferiría compartir el nuevo poder con Marat y Robespierre o continuar como ministro de justicia, ministro omnipotente por consecuencia de la anulación de la Asamblea, recogiendo los frutos de la masacre sin haber intervenido en ella, llegando a ser finalmente el único hombre de la situación entre la Comuna ensangrentada y la Gironda humillada? Esta era la cuestión; la última opinión no era inverosímil. Danton era un político audaz y no menos astuto. Sea como fuere, estando reunida la Comuna el 2 por la mañana, bajo la presidencia de Huguenin, el procurador Manuel anunció el peligro de Verdun y propuso que aquella misma noche acampasen en el Campo de Marte los hombres alistados y partiesen inmediatamente. París se habría visto libre de una masa peligrosa que en espera de la marcha, vagaba, se emborrachaba y de un momento a otro, podía, en vez de una guerra lejana, iniciar aquí una guerra lucrativa contra enemigos ricos y desarmados. A esta prudente proposición se agregó otra excesivamente peligrosa que también fue votada. Se acordó que “se disparase el cañón de alarma al instante, que se tocara a somatén y a generala”. El efecto podía ser un pánico horrible en una ciudad tan conmovida, un pánico asesino: no hay nada tan cruel como el miedo. Dos miembros del consejo municipal fueron encargados de avisar a la Asamblea lo que ordenaba la Comuna. Fueron acogidos con un discurso enérgico de Vergniaud, de noble atrevimiento, pronunciado ante la inminencia de una matanza y casi amenazado por los puñales öesinos. Felicitó a París porque demostraba valor y desplegaba al fin la energía que se esperaba; aconsejó resistir al pánico. Preguntó por qué se hablaba tanto y se obraba tan poco. “¿Por qué las trincheras del campamento que está justo en las murallas de la ciudad no están más avanzadas? ¿Dónde están los picos, azadones y todos los instrumentos que erigieron el altar de la Federación y nivelado el Campo de Marte?< Habéis manifestado un gran ardor por las fiestas; sin duda demostraréis el mismo en los combates. Habéis cantado y celebrado la libertad; es preciso defenderla. Ya no tenéis que derribar reyes de bronce, sino reyes rodeados de ejércitos poderosos. Pido que la Comuna de París concierte con el poder ejecutivo las medidas que tiene intención de tomar. Pido también que la Asamblea Nacional, que en este momento es más un gran comité militar que un cuerpo legislativo, envíe al instante, y cada día, doce comisionados al campamento, no para que exhorten con vanos discursos a que trabajen los ciudadanos, sino para que trabajen ellos mismos, porque ya no es tiempo de discurrir; hay que cavar la fosa de nuestros enemigos o cada paso adelante suyo cavará la nuestra”. Este discurso, tan arriesgado en aquellas circunstancias, fue aplaudido, no solamente por la Asamblea, sino por las tribunas, por aquel pueblo cuya inacción censuraba tan severamente. El gran orador, como se ve, quería dar un cauce regular al torrente popular que giraba tan terriblemente sobre sí mismo, arrastrarle fuera de París en pos de los enviados de la Asamblea, para que con el entusiasmo militar perdiera el pánico y el terror. Trataba de subordinar la Comuna a los ministros, los ministros a la Asamblea. ¿Podía mantenerse obstinadamente en semejante día aquella jerarquía que en tiempos ordinarios estaba en la misma ley y en la razón? ¿No era preciso prescindir de las deliberaciones, de las palabras, cuando las decisiones, según las circunstancias, hubieran de ser inmediatas, rápidas como el pensamiento? No se podía dejar que flotase el poder en la esfera superior, alejada de la acción, en las débiles y torpes manos de una grave Asamblea que hablaba, hablaba, hablaba y perdía el tiempo. No se le podía confiar a la discreción de la Comuna, ciega y furiosa, disuelta en realidad, y que ya no era más que un caos sangriento bajo el aliento de Marat. El sentido común decía que entregado el poder, arriba o abajo, a los dos cuerpos deliberantes, a la Asamblea o al consejo de la Comuna, ya no sería tal poder. Era necesario fijarlo allí donde pudiera ser enérgico, donde por otra parte lo colocaba la naturaleza misma de las cosas: en las manos de los ministros. Era necesario fiarse de ellos en aquella gran circunstancia, rogarles, encargarles que fuesen fuertes, si no, todo iba a perecer. Desgraciadamente el ministerio no tenía unidad de pensamiento ni de voluntades. Habría sido preciso que se pusiera de acuerdo, que fuera unánimemente a pedir la dictadura, que la ejerciera bajo la inspección de los comisionados de la Asamblea. El ministerio tenía dos cabezas, Roland y Danton. Danton fue antes de las dos de la tarde a tantear por última vez las disposiciones de la Asamblea. Propuso que se votara que “el que rehusara servir con su persona o se resistiera a entregar sus armas fuese castigado con la muerte”. Y Lacroix (que entonces militaba al mismo tiempo en los Girondinos y a las órdenes de Danton) pidió además que “se castigase con la muerte también a los que directa o indirectamente rehusasen ejecutar o dificultaran, fuera como fuera, las órdenes dadas y las medidas adoptadas por el poder ejecutivo”. La Asamblea hizo como que lo aprobaba, pero en vez de votar en el acto, aplazó la cuestión y no quiso decidir nada sin oír la opinión de su comisión extraordinaria (Vergniaud, Guadet, la Gironda). Encargó a esta comisión que redactase los decretos, muy bien redactados ya, y duele presentasen lo redactado a las seis de la tarde. Esto era un retraso de cuatro horas, que quizás haya retrasado un siglo las libertades en Europa. Danton sufrió entonces el castigo de su mala reputación, de sus tristes precedentes; la Asamblea le negó los medios de salvar al Estado. No se atrevió a confiar el poder a un hombre tan sospechoso. Dos cosas le hicieron fracasar: 1° Que no fue Roland, que no le apoyó; Danton se encontró solo y parecía que se pedía para él solo un poder ilimitado. 2° Al mismo tiempo que solicitaba que la Asamblea compitiera con los ministros por dirigir el movimiento del pueblo, elogió las disposiciones tomadas por la Comuna; dijo estas palabras: “El toque de somatén que va a sonar no es una señal de alarma; es la señal de desafío a los enemigos de la patria. (Aplausos). Para vencerlos necesitamos audacia, más audacia y siempre audacia y Francia estará salvada”. La Asamblea no vio en Danton más que al hombre de la Comuna y se guardó muy bien de entregarle el poder. Si lo hubiera sido verdaderamente, como creía la Asamblea, se habría encaminado al Ayuntamiento, donde le esperaban, pero fue al Campo de Marte. Una gran multitud le seguía. Allí, en aquella llanura inmensa, a cielo descubierto, hablando a todo un ejército, predicó la cruzada como hubieran hecho Pedro el Eremita o San Bernardo. A lo lejos zumbaba el cañón, tocaba el somatén y la poderosa voz de Danton que lo dominaba todo, parecía la de la ciudad estremecida, la voz de Francia. El tiempo pasaba: eran más de las dos. Al salir del Campo de Marte tampoco fue Danton a la Comuna. Se fue a su casa. ¿Fue al consejo de ministros? La cuestión era controvertida. Visiblemente esperaba que el peligro obligase a la Asamblea a que diese la dictadura al ministerio, al único ministro popular que podía ejercerlo. Hubiese preferido tenerla de la Asamblea Nacional, reconocida por Francia entera; vacilaba en recibir de la Comuna de París una tercera parte de dictadura en compañía de Robespierre y de Marat. Habiendo votado temprano el consejo general de la Comuna, como se ha visto, la proclamación, el cañón y el somatén (que sonaron a las dos) suspendieron su sesión hasta las cuatro y se dispersó. No quedó mis que el comité de vigilancia, es decir, Panis, Marat y algunos amigos de Marat. El comité, desde muy temprano, pudo tener conocimiento de las proposiciones de matanza hechas en varias secciones y de la resolución que acababan de tomar dossecciones, y obró en consecuencia; ordenó y permitió el traslado de veinticuatro prisioneros desde el Ayuntamiento, donde tenía su residencia (lo/que después sería la Iefatura de policía), a la prisión de la Abbaye. De aquellos prisioneros varios llevaban el traje que más violentamente excitaba el odio del pueblo, el traje de los que organizaban la guerra civil del Mediodía y de la Vendée, el traje eclesiástico. En el momento en que se oyó el cañonazo de alarma, algunos hombres armados penetraron en las prisiones de la Alcaldía y dijeron a los prisioneros que era preciso ir a la Abbaye. Aquella invasión se hizo, no por una masa del pueblo, sino por soldados federados de Marsella o de Avignon, lo cual parece indicar que no fue un accidente fortuito, sino autorizado, que el comité, por una autorización verbal cuando menos, entregó aquellos prisioneros a la muerte. Fácilmente hubieran podido ser asesinados en la prisión, pero entonces no hubiera podido atribuirse el hecho a un acto espontáneo del pueblo. Se necesitaba que hubiera una apariencia de casualidad; si hubieran ido a pie, el azar habría favorecido más aprisa la intención de los asesinos, pero pidieron carruajes. Los veinticuatro prisioneros se acomodaron en seis coches; esto les protegía un poco. Era preciso que los asesinos encontrasen medio o de irritar a los prisioneros a fuerza de ultrajes, hasta el punto de que perdiesen la paciencia, se excitasen, olvidasen toda prudencia y pareciese que habían provocado y merecido su desgracia, o era necesario irritar al pueblo y excitar su furor contra los prisioneros; esto es lo que se intentó en primer lugar. La procesión lenta de los seis carros tuvo todo el carácter de una exhibición horrible: “¡Aquí están, gritaban los asesinos; helos aquí a los traidores, los que han entregado Verdun, los que iban a degollar a vuestras mujeres y a vuestros hijos!< ¡Vamos, ayudadnos, matadlos!”. Esto no daba resultado. La multitud se irritaba, es cierto, aullaba a su alrededor, pero no obraba. No se obtuvo ningún resultado a lo largo del muelle, ni al atravesar el Pont-Neuf, ni en toda la calle Dauphine. Llegaban al cruce de Buci, cerca de la Abbaye, sin haber podido agotar la paciencia de los prisioneros ni decidir al pueblo a que les pusiese la rnano encima. Iban a entrar en la prisión, no había tiempo que perder; si los mataban al llegar, sin que se preparase la cosa con alguna demostración popular, iba a hacerse visible que perecían por orden y mandato de la autoridad. En el cruce, donde estaba levantado el teatro para losialistamientos, había mucha concurrencia, una gran multitud. Allí los asesinos, aprovechando la confusión, tomaron su partido y empezaron a dar sablazos y golpes con las picas en el interior de los carruajes. Un prisionero que tenía un bastón, sea por instinto de defensa, sea por desprecio a aquellos miserables que herían a gentes indefensas, dio a uno de ellos un bastonazo en la cara. Así proporcionó el pretexto que se esperaba. Varios fueron asesinados en los mismos coches; otros, como vamos a ver, al bajar, en el patio de la Abbaye. Esta primera matanza se verificó no en el patio de la prisión, sino en el de la iglesia (hoy la calle d'Erfurth), donde hicieron entrar los coches. Eran cerca de las tres. A las cuatro se constituyó en sesión el consejo general de la Comuna, bajo la presidencia de Huguenin. El comité de vigilancia tenía prisa por que el consejo general aceptara y legalizara la horrible iniciativa que acababa de tomar. Lo consiguió indirectamente y no sin habilidad. Pidió y consiguió que se protegiera a los prisioneros… detenidos por deudas y otras causas civiles. Proteger únicamente a esta clase de prisioneros era como decir que no se protegía a los prisioneros políticos, que se les abandonaba, que les entregaban a la muerte y que los que habían muerto se consideraba que estaban bien muertos. El golpe maestro habría sido autorizar la matanza con una autoridad individual, inmensa en aquel momento, superior a la de ninguna otra corporación, con la autoridad de Danton. Desde muy temprano le había pedido por escrito la Comuna que acudiese al Ayuntamiento, pero él no se presentaba. Causó gran extrañeza, a eso de las cinco, cuando el consejo general vio entrar al ministro de la guerra, al girondino Servan, todo turbado y poco tranquilo, preguntando qué era lo que querían. Entonces se aclaró la equivocación. La carta dirigida al ministro de justicia había sido llevada al ministro de la guerra. El recadero, según se dijo, se había equivocado de dirección. Recuérdese que Tallien, el secretario de la Comuna, era un ardiente dantonista; servía a su maestro, sin duda, como quería ser servido17. Entre Marat y Robespierre, no tenía Danton ninguna prisa en tomar el tercer papel. Demostró suficientemente que no sentía la equivocación: podía ser reparada en menos de media hora. Se obstinó en no ser avisado y se mantuvo alejado de la Comuna como si hubiera cien leguas de distancia desde el Ayuntamiento al ministerio de justicia. No acudió ni el 2 por la noche ni mucho menos el 3. En la Abbaye continuaba la matanza. Es curioso saber quiénes eran los asesinos. Los primeros, ya lo hemos visto, habían sido los federados marselleses, los de Avignon y otros del Mediodía, a los que se unieron, si debemos creer en la tradición, algunos aprendices de carniceros, gentes de oficios rudos, sobre todo jóvenes, pilluelos ya robustos y dispuestos a hacer daño, aprendices cruelmente educados a fuerza de golpes y que en días semejantes los devuelven al primero que llega; había entre otros un aprendiz de peluquería que mató con sus manos a varios hombres. Sin embargo, la información que más tarde se hizo contra los septembrizadores18, no menciona ni a una ni a otra de aquellas dos clases, ni a los soldados del Mediodía, ni a la turba popular que desapareció y ya no pudo ser hallada. Designa únicamente a gentes establecidas, a las que se podía echar mano: en total cincuenta y tres personas de la vecindad, casi todos comerciantes de la calle de Sainte-Marguerite y de las calles próximas. Los había de todas profesiones: relojeros, botilleros, charcuteros, fruteros, zapateros, yeseros, panaderos, etc. No hay más que un solo carnicero con establecimiento. Varios sastres, dos de ellos alemanes o acaso alsacianos. Si ha de creerse aquella información, estas gentes se habrían vanagloriado no solamente de haber matado a un gran número de prisioneros, sino de haber cometido con los cadáveres las atrocidades más horribles. Estos comerciantes de las cercanías de la Abbaye, vecinos de los Cordeleros, de Marat, y sin duda sus habituales electores, ¿eran maratistas selectos a los que llamó la Comuna para comprometer a la guardia nacional en la matanza, cubrirla con el uniforme burgués e impedir que la gran masa de la guardia nacional interviniera para detener la efusión de sangre? No es inverosímil. Sin embargo, no es absolutamente necesario recurrir a esta hipótesis. Ellos mismos declararon en la investigación que los prisioneros les insultaban, les provocaban todos los días a través de las rejas y que les amenazaban con la llegada de los prusianos y los castigos que les esperaban. El más cruel ya lo estaban experimentando, era la paralización absoluta del comercio, las quiebras, el cierre de las tiendas, la ruina y el hambre, la muerte de París. El obrero soporta mejor el hambre que el comerciante la quiebra. Esto obedece a dos causas, sobre todo a una muy digna de tenerse en cuenta: a que en Francia la quiebra no es simplemente una desgracia (como en Inglaterra y en América), sino la pérdida del honor. Honrar al propio negocio es un proverbio francés que solo existe en Francia. El comerciante fallido aquí se hace feroz. Aquellas gentes habían esperado tres años a que se acabase la revolución; habían creído por un momento que el rey acabaría con ella apoyándose en Lafayette. ¿Quién lo había impedido más que los cortesanos y los curas que estaban en la Abbaye? “¡Nos han perdido y se han perdido, decían aquellos tenderos furiosos; pues que mueran ahora!”. Tampoco hay duda de que el pánico entró de lleno en su furor. El toque a rebato perturbó su espíritu; el cañón que se disparaba les produjo el mismo efecto que si fuera de los prusianos. Arruinados, desesperados, ebrios de rabia y de miedo, se arrojaron sobre el enemigo, por lo menos sobre el que se hallaba a su alcance, desarmado, fácil de vencer y al que podían matar a sus anchas, casi sin salir de casa. No costó mucho matar a los veinticuatro prisioneros; no hicieron más que darse el gusto. Entre ellos había sacerdotes. La matanza comenzó con los otros curas que estaban en la Abbaye, cuyo claustro ocupaban. Pero se cayó en la cuenta de que el mayor número estaba en los Carmelitas, calle de Vaugirard; varios corrieron hacia allí y dejaron a los de la Abbaye. En los Carmelitas había un puesto de dieciséis guardias nacionales; ocho estaban ausentes, pero de los ocho que quedaban, el sargento era un hombre de resolución poco común19, pequeño, robusto, rojo, extremadamente fuerte y sanguíneo. La puerta grande estaba cerrada; se colocó en la pequeña, obstruyéndola por decirlo así con sus anchas espaldas, y los detuvo en seco. Aquella multitud no era demasiado imponente; había muchos chillones, pilluelos y mujeres, y solamente veinte hombres con armas. Su jefe, un zapatero tuerto y cojo, con su mandil de cuero sobre su pantalón rayado de algodón, llevaba por toda arma un cuchillo atado al extremo de un palo. Los otros, a primera vista20, parecían aguadores borrachos. Detrás seguían los curiosos que se entretuvieron todo el día con tan hermoso espectáculo. El más conocido era un actor, hablador, ridículo, bello joven de costumbres extrañas y que podía pasar por mujer. En aquella ocasión se hacía el valiente y creía que era un hombre. El hombre colorado dirigió a la banda una mirada de desprecio y les dijo que de allí no pasarían, a menos que fuese relevado por el mismo oficial que le había puesto allí. Fueron a buscar una orden a la sección, pero él no quiso reconocerla; luego una orden del jefe del batallón, a la que tampoco hizo caso. No abandonó su puesto hasta que encontraron y llevaron a su capitán, un pintor de paredes de la calle próxima, que le relevó en el puesto. Los asesinos entraron gritando: “¿Dónde está el arzobispo de Arlés?”. La palabra Arlés era muy significativa; bastaba para recordar el más furioso fanatismo contrarrevolucionario, la asociación tan conocida con el nombre de la Chiffonne, el peligroso foco de la guerra civil en todo el Mediodía. Y a tal Obispado tal obispo; el de Arlés era el hombre de la resistencia, una dura cabeza que aun en los mismos Carmelitas confirmó en sus compañeros de cautividad la creencia obstinadamente estrecha que les hacía ver la ruina de lacreligión en una cuestión exterior y de disciplina. Estaban con él dos obispos, grandes señores que, por su nombre y su fortuna, se imponían a. aquellos pobres curas, les dominaban, sumiéndoles en su triste punto de honor. El cura más conocido, después del arzobispo de Arlés, era el confesor de Luis XVI, el padre Hébert, el que el 20 de junio y el 10 de agosto tuvo entre sus manos la conciencia del rey, fortaleciéndole en su obstinación, y el que le dio la absolución pocos instantes antes de la matanza. ¿Aquellos curas que perdieron al rey y se perdieron, eran sinceros? Así lo creemos de buen grado. Una sombra flota, sin embargo, sobre ellos y nos hace dudar si aquellos mártires fueron santos; es el ánimo que dieron a Luis XVI en la funesta duplicidad que le hizo atestiguar sin cesar la Constitución contra la Constitución para acabar con ella invocando la letra estricta, para anular mejor su espíritu. París demostró, para su desgracia, la más profunda indiferencia. Había en el Teatro Francés (Odeón) un grupo de voluntarios y guardias nacionales que se habían reunido al toque de somatén. Trescientos hacían el ejercicio en el jardín de Luxemburgo. A la menor señal de Santerre habrían ido a los Carmelitas, a la Abbaye, y sin la menor dificultad habrían impedido el degüello. Como no recibieron ninguna orden, no se movieron. El consejo general de la Comuna, constituido en sesión a las cuatro, recibió, como hemos visto, varios avisos, y tampoco se conmovió. Era en aquel momento la única autoridad real de París y envió a preguntar al poder legislativo, a la Asamblea, qué era lo que se debía hacer. Al mismo tiempo, como para desmentir aquella apariencia de humanidad, autorizó a las secciones “a que impidiesen la emigración por el río”. Llamaba emigración a la fuga demasiado natural de los que eran asesinados al azar y sin ser procesados. El alcalde de París había sido destituido hacía mucho tiempo. La Comuna había usurpado una por una todas sus funciones; no le quitaba ojo. Pétion no se alojaba en el Ayuntamiento, sino en la Alcaldía (después Jefatura de policía, como ya hemos dicho, en el muelle de los Orfèvres), bajo la vigilancia hostil, inquieta, del comité de vigilancia, que como dueño absoluto, ocupaba el mismo edificio, rodeado de sus agentes. Pétion escribió a Santerre, comandante de la guardia nacional, el 2 y el 3, y no tuvo respuesta. ¿Cómo había de responder si Panis, el cuñado de Santerre, era el que acababa de introducir a Marat en el comité de vigilancia, a Marat, la masacre personificada? Las autoridades de París no podían hacer nada o no querían hacer nada: faltaba por saber lo que podrían hacer los ministros. Los ministros girondinos habían sido atacados la víspera y atravesados por los dardos mortales de Robespierre. Los directores de la Asamblea, los traidores, los amigos de Brunswick, los que le ofrecían el trono, ¿dónde buscarlos?< ¿Había nombrado Robespierre a Roland y a los demás? No se sabe, pero es indudable que los designaba tan claramente que todo el mundo les nombraba. El 2, el 3 y el 4 solo se discutió en la Comuna si se dictaría un auto de detención contra el ministro del interior y lo enviarían a la Abbaye. Un funcionario denunciado por ello y sospechoso, hubiera sido anulado por solo este hecho aun cuando la Constitución de 1791 le hubiera permitido obrar; pero esta Constitución, combinada para enervar el poder central en beneficio del de las comunas, no permitía al ministro que obrase más que por mediación de la Comuna de París, a la que se trataba de reprimir. Para paralizar mejor a Roland, el 2 de septiembre, a las seis, durante la matanza, doscientos hombres rodearon tumultuosamente el ministerio del interior gritando y pidiendo armas. ¿Qué se pretendía? Aislar a monsieur y madame Roland, aterrorizar a sus amigos, hacer comprender que toda medida de rigor les exponía a ser asesinados. Los doscientos gritaban traición, blandiendo sus sables. Roland estaba ausente. Madame Roland no se asustó; les dijo fríamente que jamás había habido armas en el ministerio del interior, que podían registrar el edificio; que si querían ver a Roland debían ir al ministerio de marina, donde se hallaban reunidos los ministros en consejo. No quisieron retirarse hasta que se llevaron como rehén a un empleado de la secretaría21. En cuanto al ministro de justicia, ya hemos visto que Danton se obstinaba en ignorar que la Comuna le invitaba a que fuese; observaba una conducta expectante, equívoca, entre la Comuna y la Asamblea. Robespierre, el 2 de septiembre, renovando en el consejo general sus acusaciones de la víspera y precisándolas, dijo que había una gran conspiración para ofrecer el trono al duque de Brunswick. Billault-Varennes lo afirmó. El consejo general aplaudió. Todo el mundo comprendió que los conspiradores eran los propios ministros, que el poder ejecutivo quería entregar Francia. Al instante corrió este rumor por todo París. Se dijo, se repitió y se creyó que “la Comuna declaraba que el poder ejecutivo había perdido la confianza nacional”. El poco poder moral que conservaba el ministerio quedó anulado. Una sección (de la isla de San Luis) tuvo sin embargo el valor de informarse exactamente de lo que debía creer. Sea por un impulso espontáneo, sea por que fue obligada a ello por los ministros, envió a preguntar a la Asamblea si era cierto que la Comuna lo había acordado así. La Asamblea contestó negativamente y esta negativa no produjo efecto alguno en la opinión. Los ministros quedaron aniquilados. Parece, sin embargo, que por la noche trataron de recobrar fuerzas; hicieron obrar a Pétion. El inerte, el inmóvil alcalde de París, recobró de pronto el movimiento. Invitó a los presidentes de todas las secciones a que se reuniesen en su casa, para oír, según decía, un informe del ministro de la guerra sobre los preparativos de la marcha de los voluntarios. Reunida aquella asamblea, y formando una especie de cuerpo que, en cierto modo, podía oponerse al consejo general de la Comuna, se le propuso y se le hizo votar una medida muy atrevida, cuyo efecto hubiera sido neutralizar en gran parte a la Comuna, igualándola y excediéndola en su impulso revolucionario. Se decidió que independientemente de la soldada, se aseguraría a los voluntarios fondos para sufragar las necesidades de sus familias; además, que se elevaría a sesenta mil los treinta mil hombres pedidos por la Asamblea a la ciudad de París y a los departamentos limítrofes, completando por medio de la suerte a los que se presentaron voluntariamente a alistarse; y en tercer lugar, que se crearía una comisión de vigilancia para el empleo de las armas (que en efecto eran odiosamente malgastadas, con frecuencia robadas y vendidas) y que se fundirían balas, empleando hasta el plomo de los ataúdes. Esta proposición era triplemente revolucionaria. Por la simple autoridad de París hacía tres cosas que solo la Asamblea tenía derecho a hacer: creaba un impuesto (por largo tiempo y considerable), cambiaba el sistema de reclutamiento, haciendo sus resultados ciertos, precisos y eficaces, y doblaba el número de hombres pedido por una ley. Si Pétion reunió en su casa a los comisionados de las secciones para hacerles votar semejante acuerdo tan ilegal, es que sin duda se hallaba autorizado para ello por el consejo de ministros. El de la guerra al menos se hallaba presente en aquella reunión. Era la medida más prudente que podía tomarse en aquella situación. Podía tranquilizar los ánimos y aumentaba el entusiasmo militar. ¿Qué era lo que preocupaba a los que partían? No era el hecho de partir, era generalmente el abandono, el desamparo en que dejaban a sus familias. Pues bien, la patria estaba allí para recibirlas y adoptarlas; en el desconsuelo producido por la marcha, aquella mujer llorosa, aquellos hijos, no se apartaban de los brazos del padre más que para caer en las buenas y maternales manos de Francia. ¿Quién era el que no partiría entonces con el corazón heroico y tranquilo, con la valerosa serenidad con que el hombre acepta de antemano voluntariamente la vida y voluntariamente la muerte? Esta medida tomada el 1 de septiembre habría producido excelentes resultados. El 2, era ya tarde. No fue conocida hasta el 3 y apenas llamó la atención. El 2 por la noche, mientras discutían de este modo en casa de Pétion los medios posibles para calmar al pueblo, continuaba la matanza en los Carmelitas y en la Abbaye. En los Carmelitas habían matado al principio a los obispos y a veintitrés curas refugiados en la pequeña capilla que hay en el fondo del jardín. Otros que huían por el jardín, o trataban de escapar por encima de las tapias, eran perseguidos y rematados en medio de crueles risotadas. En la Abbaye se asesinaba a una treintena de suizos y otros tantos guardias del rey. No hubo medio de salvarlos. Manuel, que era muy estimado, fue desde la Comuna, predicó, hizo los últimos esfuerzos y tuvo el sentimiento de ver lo poco que sirve el amor del pueblo. Faltó poco para que los furiosos le atropellasen. La Asamblea había enviado también a varios de sus miembros más populares: el viejo Diesauh, cuya noble fisonomía militar y hermosos cabellos blancos podían recordar al pueblo su tiempo de heroica pureza, la toma de la Bastilia; también Isnard, el orador de la guerra, de ardiente palabra. Se les había agregado un héroe del populacho, violento, astuto, perfecto para responder a las malas pasiones, acaso para moderarlas, compartiéndolas; me refiero al capuchino Chabot. Todo fue inútil. La multitud estaba sorda y ciega; bebía cada vez más y comprendía cada vez menos. La noche se aproximaba; los sombríos patios de la Abbaye se volvían más y más sombríos. Las antorchas que se encendían hacían resaltar más la oscuridad de lo que no iluminaba con sus fúnebres reflejos. Los diputados, en medio de aquel tumulto espantoso, no estaban tampoco muy seguros. Chabot temblaba como un azogado. Más adelante confesó que creía haber cruzado por bajo una bóveda de diez mil sables. Por muy embustero que fuese de ordinario, creo de buena fe que entonces no mintió. El miedo le haría ver multiplicados hasta el infinito los objetos. Por lo demás, basta ver el lugar de la escena, los patios de la Abbaye, el atrio de la iglesia, la calle de Sainte-Marguerite, para comprender que algunos centenares de hombres llenarían excesivamente aquel lugar tan reducido, cercado por todas partes. Lo que comenzaba a dar un carácter terrible a la matanza es que por lo mismo por lo que la escena era muy limitada, los espectadores mezclados en la acción, rodeados de sangre y de muertos, estaban como envueltos en el torbellino magnético que arrastraba a los asesinos. Bebían con los verdugos y se convertían en verdugos. El efecto horriblemente fantástico de aquella escena nocturna, aquellos gritos, aquellas luces siniestras, les habían fascinado al principio y clavado en el mismo sitio. Luego llegaba el vértigo, terminaban de perder la cabeza; les seguían las piernas y los brazos, se ponían en movimiento, entraban en aquel horrible aquelarre y hacían lo que los demás. En cuanto mataban una vez ya no se reconocían y querían seguir matando. Una misma frase repetían sin cesar aquellas bocas balbucientes: “Hoy es preciso acabar”. Y con esto no aludían sólo a matar a los aristócratas, sino a acabar con todo lo malo que existía, a purgar París, no dejando en él nada al marchar que pudiera ser peligroso; matar a los ladrones, a los fabricantes de falsa moneda, a los fabricantes de asignados, matar a los jugadores, a los estafadores; matar hasta a las prostitutas< ¿Dónde se detendría el asesinato colocado en aquella fatal pendiente? ¿Cómo limitar aquel furor de depuración absoluta? ¿Qué sucedería y quién estaría seguro de conservar la vida si por encima de aquella embriaguez de aguardiente y de muerte se agitaba otra además, la embriaguez de la justicia, de una falsa y bárbara justicia que no medía nada; de una justicia al revés, que castigaba los simples delitos con crímenes? En esta horrible disposición de ánimo, a muchos les pareció que la Abbaye era un campo muy estrecho y corrieron al Châtelet. El Châtelet no era una prisión política; se encerraba allí a los ladrones y a los condenados a detención por faltas menos graves. Aquellos prisioneros, que habían oído decir la víspera que muy pronto se vaciarían las prisiones, creyendo encontrar su libertad en la confusión pública, pensando que con la proximidad del enemigo podrían abrirle las puertas los realistas, habían hecho el 1 de septiembre sus preparativos de marcha; varios con sus petates bajo el brazo, se paseaban por los patios. Salieron, pero de manera diferente. A las siete de la tarde llegó al Châtelet desde la Abbaye una tromba horrible; una matanza sin distinción comenzó a sablazos y a tiros. En ningún sitio se mostraron menos implacables. De cerca de doscientos prisioneros no se escaparon más de cuarenta. Estos obtuvieron la vida, según se dice, jurando que en verdad habían robado, pero que habían tenido siempre la delicadeza de no robar más que a los ladrones, a los ricos y a los aristócratas. El Châtelet estaba a un extremo del puente Change; la Conserjería estaba en el otro. Allí se encontraban, entre otros prisioneros, ochocientos oficiales suizos. En ese mismo momento, uno de ellos, el mayor Bachmann, era juzgado por el tribunal extraordinario; solamente él entre todos fue exceptuado y lo reservaron para el cadalso. La matanza de los suizos y de los otros prisioneros se verificó cerca del Tribunal y la audiencia fue interrumpida a cada instante por sus gritos. En aquellos días espantosos no hubo nada tan repugnante como aquella mezcla de la justicia regular y de la justicia sumaria, aquel espectáculo de los jueces temblando en sus estrados, continuando en el tribunal unas formalidades inútiles, apresurando un vano simulacro de proceso, cuando el acusado no tenía más probabilidad que la de ser asesinado en el día o guillotinado al siguiente22. Mientras se mataba así a los ladrones, los suizos o los curas, los asesinos herían sin vacilación. La primera dificultad surgió en la Abbaye, cuando muchos curas que todavía vivían declararon que querían morir, pero pedían tiempo para confesarse. La petición les pareció justa y les concedieron algunas horas. En aquel momento quedaba poca gente en la Abbaye. Además del destacamento enviado temprano a los Carmelitas, muchos, como hemos visto, trabajaban en el Châtelet. Se intentó (probablemente a eso de las siete de la tarde) organizar un tribunal en la Abbaye, de suerte que no se matase ya indistintamente y se libraran algunas personas. Aquel tribunal produjo el resultado de salvar un gran número de individuos. Demos a conocer al hombre que formó el tribunal y lo presidió. Había en el barrio de Saint-Antoine un personaje extraño, del que ya hemos hablado, el famoso ujier Maillard. Era un fanático sombrío y violento, bajo formas muy frías, de un valor y de una sangre fría poco frecuentes y singulares. Cuando la toma de la Bastilla, al romperse el puente levadizo, fue sustituido con una plancha, y el primero que pasó por ella cayó al foso desde una altura de treinta pies y se mató en el acto. Maillard pasó el segundo y sin vacilación, sin vértigo, llegó a la otra orilla. Se le volvió a ver el 5 de octubre, cuando la conducción de las mujeres, sin permitir en el camino ni pillaje ni desorden; mientras estuvo a la cabeza de aquella turba no hubo ninguna violencia. Su originalidad era conservar las formas regulares y casi legales en los movimientos más tumultuosos. El pueblo le amaba y le temía. Tenía cerca de seis pies; su talle, su vestido negro, honrado, usado, pero limpio, su figura colosal, solemne, lúgubre, imponían a todos. Maillard quería la matanza, sin duda, pero hombre de orden ante todo, aspiraba igualmente a dos cosas: 1° a que los aristócratas fuesen asesinados; 2° a que lo fuesen legalmente, con algunas formalidades, por la sentencia del pueblo, único juez infalible. Procedió con método, se hizo llevar el registro de la prisión y con él a la vista hizo los llamamientos, así que comparecieron todos por turno. Se constituyó un jurado, elegido no entre los obreros, sino entre personas establecidas, padres de familia de la vecindad, modestos tenderos. Estos burgueses se encontraron, por gracia de Maillard, con la aprobación de la multitud, formando parte de un tribunal popular formidable, que con una señal decidía la vida o la muerte. Pálidos y mudos, se establecieron allí aquella noche y los días siguientes, juzgando por señas, dando su opinión con movimientos de cabeza. Varios, cuando veían a la multitud algo favorable a algún prisionero, pronunciaban frases de indulgencia. Antes de la creación de este tribunal, sólo se había librado un hombre, el abate Sicard, profesor de sordomudos, reclamado además por la Asamblea Nacional. Desde que Maillard tomó asiento con su jurado, hubo distinción, hubo culpables e inocentes; muchas gentes se libraron. Maillard consultaba a la multitud, pero en realidad su autoridad era tal que imponía su opinión. Era respetada, fuese la que fuese, aun cuando absolvía. Cuando el fantasma negro se levantaba, ponía la mano sobre la cabeza del prisionero y le proclamaba inocente, nadie se atrevía a decir: No. Aquellas absoluciones, solemnemente pronunciadas, eran acogidas generalmente por los asesinos con clamoreos de alegría. Varios, por una extraña reacción de sensibilidad, derramaban lágrimas y se arrojaban a los brazos de aquel al que un momento antes habrían degollado. No era una prueba pequeña el recibir aquellos apretones de manos sangrientas, el ser estrechado sobre el pecho de aquellos asesinos sensibles. No se contentaban con esto. Acompañaban a “aquel buen hombre, a aquel buen ciudadano, a aquel buen patriota”. Le enseñaban con alegría, con entusiasmo, le recomendaban a la piedad del pueblo. Si no le conocían y no tenían nada que decir de él, lo suplían con su exaltada imaginación y componían su leyenda; la contaban por el camino, y cosa extraña, a medida que la improvisaban y se la hacían creer a los transeúntes, acababan por creerla ellos mismos. “Ciudadanos, decían; ¿veis a este patriota? Pues bien, le habían encerrado por haber hablado demasiado bien de la nación<”. “¿Veis a este desgraciado? gritaba otro. Sus parientes le habían hecho encerrar para apoderarse de sus bienes”. “Al mismo tiempo, dice el que nos ha referido estos detalles, los transeúntes se apiñaban para verme alrededor del coche donde yo estaba, me abrazaban a través de las ventanillas<”. Los que acompañaban a un prisionero tenían a gala no recibir nada, contentándose con aceptar a lo más un vaso de vino de los amigos o parientes a cuya casa le llevaban. Decían que estaban suficientemente pagados con presenciar aquella escena de alegría y con frecuencia lloraban de satisfacción. Había, por lo menos al principio de la matanza, un desinterés muy real. Sumas considerables en luises de oro que se encontraron en la Abbaye en las primeras víctimas, fueron inmediatamente llevadas a la Comuna. Lo mismo ocurrió en los Carmelitas. El zapatero que había entrado el primero y se había hecho capitán, tuvo un cuidado escrupuloso de todo lo que se cogió. Un testigo ocular, que me lo ha referido, le vio por la noche entrar con su banda en la iglesia de SaintSulpice, llevando bajo su delantal de cuero ensangrentado, una gran masa de oro y alhajas, anillos episcopales y sortijas de gran valor. De todo hizo fiel entrega, ante testigos, a la autoridad. Al día siguiente, en la mañana del 3, hubo un notable ejemplo de desinterés. Se acordó que la matanza de los ladrones del Châtelet quedaba incompleta si no se agregaba a ella el de unos sesenta forzados que estaban en los Bernardinos esperando su conducción. Fueron a degollarlos y arrojaron sus despojos a la calle con prohibición de que se tocasen. Un aguador que pasaba miró con curiosidad un traje, lo cogió para mirarlo mejor y lo asesinaron en el acto. Aquella justicia al azar, alterada tan pronto por el furor como por la piedad, por el desinterés y el sentimiento del honor, hirió a más de un republicano salvando a los realistas. En el Châtelet d'Éprémesnil se hizo pasar por asesino, tal era el desorden. Lo que más extraña es que hubo realistas perdonados por el mero hecho de confesar valerosamente que eran realistas, alegando que lo habían sido de corazón y por sentimiento, sin tener nada que reprocharse. Así es como se libró un periodista muy aristócrata, uno de los redactores de los Hechos de los Apóstoles, Journiac de Saint-Méard. Había atraído la atención de uno de sus guardianes, provenzal como él, que le proporcionó una botella de vino; la bebió de un trago y habló con una seguridad que cautivó al tribunal. Maillard proclamó que la justicia del pueblo castigaba los actos y no los pensamientos y le despidió absuelto. A través de este hecho se ve la audacia extraordinaria del juez de la Abbaye. A veces puso a prueba la obediencia de los asesinos. Algunos se indignaron, reclamaron y entraron en el tribunal con el sable en la mano. Una vez delante de Maillard se intimidaban y se iban. Había en la Abbaye una joven encantadora, la señorita Cazotte, que se había encerrado allí con su padre Cazotte, el ingenioso visionario, autor de óperas cómicas. Era muy aristócrata; había contra él y sus hijos pruebas escritas muy graves23. No había grandes probabilidades de salvarle. Maillard concedió a la joven el favor de asistir al juicio y a la matanza y de circular libremente por todas partes. Aquella joven valerosa se aprovechó de ello para captarse las simpatías de los asesinos; los conquistó, los encandiló, se ganó su corazón y cuando se presentó su padre ya no hubo nadie que quisiera matarle24. Esto ocurrió el 4 de septiembre. Hacía tres días que Maillard permanecía inmutable en su asiento: condenaba y absolvía. Había salvado a cuarenta y dos personas. La que hacía la cuarenta y tres era muy difícil, imposible de salvar, al parecer. Era Sombreuil, conocido como enemigo declarado de la Revolución. Sus hijos estaban en aquel momento en el ejército enemigo y uno de ellos se batió también contra Francia y fue condecorado por el rey de Prusia. La única suerte de Sombreuil estaba en que su hija se hallaba encerrada con él. Cuando compareció ante el tribunal aquel realista encarnizado, aquel culpable, aquel aristócrata, se vio, no obstante, a un antiguo militar que en otras épocas había servido valientemente a Francia. Maillard, haciendo un gran esfuerzo, pronunció estas nobles palabras: “Inocente o culpable, creo que sería indigno del pueblo salpicarse las manos con la sangre de este anciano”. La señorita de Sombreuil, animada por estas frases, cogió intrépidamente a su padre y le llevó al patio abrazándole y estrechándole entre sus brazos. Estaba así tan hermosa y tan patética, que excitó la admiración de todos. Algunos sin embargo, después de haber derramado tanta sangre por lo que creían de justicia, tenían escrúpulos en seguir los impulsos de su corazón, cediendo a la piedad y perdonando al más culpable. Se ha dicho, sin ninguna prueba, que para conceder a la señorita de Sombreuil la vida de su padre, le exigieron que jurase la Revolución, abjurando la aristocracia, y que en odio a los aristócratas, bebiese sangre de estos. No es posible que la señorita de Sombreuil hubiese obtenido de este modo el perdón de su padre. Pero ni le habrían hecho esta proposición, ni deferido el juramento, si el juez de la Abbaye no hubiese apelado a la generosidad del pueblo y si la palabra que le dio la vida no hubiera brotado de los labios de la Muerte. Éste fue el último acto de la matanza. Maillard salió de la Abbaye llevando la vida de cuarenta y tres personas a las que había salvado y la maldición de la posteridad25. 3 4 1792
Terror universal en la noche del 2 al 3.—Inercia calculada de
Danton.—Progreso de la barbarie el 2, 3 y 4 de septiembre.—En la Abbaye la matanza se convierte en un espectaculo (3 de septiembre).— Tentativa sobre el hospieio de mujeres.—Peligro de las mujeres en la Force. —Matanza en la Force (3 de septiembre).—Muerte de madame de Lamballe.—La cabeza de madame de Lamballe llevada al Temple (8 de septiembre).—Los ministros piden en vano que la Asamblea llame a las armas a la guardia nacional.—Carta de Roland a la Asamblea. — Circular de Marat en nombre de la Comuna aconsejando la matanza en los departamentos.—Degüello de las mujeres y los niños en la Salpêtriere y en Bicêtre (4 de septiembre).
Nadie, en la noche del 3 al 4 de septiembre, se daba todavía
cuenta del alcance y del carácter del terrible suceso. Al velo de la noche añadían un doble velo el vértigo y el terror. Muchos hombres que más adelante supieron morir sobre el cadalso o en el campo de batalla, se aturdieron aquella noche y tuvieron miedo. Extraño poder de la imaginación, de las ilusiones nocturnas, de las tinieblas< Después de todo sólo era la muerte. Nadie podía figurarse cuán reducido era el número de los actores de la tragedia. El gran número de los espectadores y de los curiosos engañó a todo el mundo. Los asesinos, cuando empezaron, no llegaban a cincuenta, y por más que reclutaron a algunos, jamás pasaron de los tres o cuatrocientos. La Abbaye fue su cuartel general; allí trabajaron tres días y desde allí fueron la mayor parte a las diversas prisiones: el 2 a los Carmelitas, al Châtelet, a la Conserjería; el 3 a la Force, a los Bernardinos, a San Fermín. El 4 salieron en gran número de París e hicieron la expedición a la Salpêtrière y el saqueo de Bicêtre. Pero las imaginaciones no lo vieron así: Chabot, presente en la Abbaye, creía haber visto diez mil sables. Los ausentes vieron cien mil. El contagio de los furores populares es a veces tan rápido y tan grande, que podía creerse que la primera chispa produciría un gran incendio. ¿No iba la masa de los voluntarios, cuyo número no sabía nadie, a ponerse en movimiento, librar la batalla en las prisiones, luego quizás en la Asamblea, después de palacio en palacio a los aristócratas?< No podía adivinarse. ¿Qué se podía hacer si así ocurría? ¿Qué fuerza podía oponérseles? A menos que no se pidiera auxilio a los realistas, o dicho de otro modo, al enemigo; a menos que se abriese el Temple y se deshiciese lo hecho el 10 de agosto. A la una de la madrugada del día 3 algunos comisionados de la Comuna fueron a llevar noticias de la matanza a los pocos diputados que a aquella hora tan avanzada de la noche representaban solos a la Asamblea Nacional. Dieron a entender que todo había concluido y hablaron de la matanza como de un hecho consumado. Uno de ellos, Truchon, relató con dolor los débiles resultados que había producido su intervención en la Force. Pero Tallien y otro no tuvieron escrúpulo en demostrar una especie de aprobación de la justa venganza del pueblo, que por otra parte sólo había recaído sobre criminales reconocidos; hablaron del desinterés de los asesinos y de la hermosa organización del tribunal de la Abbaye. Todo esto era escuchado en medio de un lúgubre silencio. Todos los poderes públicos se hallaban paralizados. Los ministros, por regla general, creían que no tenían más que hacer que salir de París. Y del mismo modo parecían anulados todos los poderes morales. Robespierre estaba escondido. Aquella noche había abandonado la casa de los Duplay y se había refugiado en casa de uno de sus fervientes discípulos, recién llegado a París, entonces desconocido, pero que después fue demasiado conocido, Saint-Just. Se asegura que Robespierre no se acostó. Si se ha de creer a Thuriot, amigo de Danton, este fue el único en aquella noche terrible que permaneció en pie y firme, que estuvo decidido a salvar al Estado. El violento y colérico Thuriot había pronunciado una frase hermosa, oponiéndose en la Asamblea a las exigencias asesinas de la Comuna: “La Revolución no pertenece exclusivamente a Francia; somos responsables de ella ante la humanidad”. Estamos en nuestro derecho de suponer que pidió a Danton cuentas de la sangre que había derramado. Salvar al Estado, esta frase expresaba dos cosas: quedarse en París a pesar de todo, quedarse hasta la muerte y obligar a que se quedasen los demás; por otra parte conservar o restablecer la unidad de los poderes públicos, evitar una colisión entre los dos poderes que quedaban, la Asamblea y la Comuna. Alzar la mano contra la Comuna, en aquella crisis desesperada, romper el último poder que aún tenía fuerza, era una operación terrible en la que Francia, agonizante, podía expirar. Por otro lado, dejar obrar a la Comuna, someterse, cerrar los ojos sobre la matanza, era envilecerse con aquella tolerancia forzada, dejar decir que tenían miedo, que eran débiles, cobardes, infames y lacayos de Marat. Quedaba una tercera opción, la del orgullo, decir que la matanza estaba bien hecha, que la Comuna tenía razón o hacer creer que se había deseado el degüello, que se había ordenado, y que la Comuna no hacía más que obedecer. Este tercer partido, terriblemente descarado, tenía la ventaja de que al adoptarlo, se ponía Danton a la vanguardia de los violentos, se subordinaba a Marat y apartaba las denuncias vagas con las que se trataba de envolverle. Había en aquel hombre, ya lo he dicho, algo de león, pero algo también de dogo y de zorro. Y, a toda costa, conservó la piel del león. ¿Qué dijo en la noche del día 2? No puedo creer que hubiese aceptado ya la responsabilidad plena del crimen. El éxito estaba todavía demasiado oscuro. Ya veremos por qué serie de grados llegó Danton a adoptarla y a reivindicarla. Las cosas fueron entregadas a la fatalidad, al azar, al terrible crescendo que el crimen en libertad sigue inevitablemente. En la noche del 3 al 4 se pudo ver que la matanza iría cambiando de carácter, que no conservaría el aspecto de una justicia popular, salvaje y desinteresada que se le creía dar al principio. Los asesinos, ya lo hemos visto, estaban compuestos por elementos diversos que, el primer día, indistintos y contenidos unos por otros, se manifestaron enseguida; los peores fueron llevando ventaja. Había gentes pagadas; había ebrios y fanáticos; bandidos que surgieron poco a poco. Salvo los cincuenta y tantos burgueses que mataron en la Abbaye y que, sin duda, se alejaron poco de allí, los otros (en total dos o trescientos) fueron de prisión en prisión, embriagándose, ensangrentándose, manchándose cada vez más, recorriendo en los tres días una larga vida de crímenes. La matanza que el día 2 fue para muchos un esfuerzo, se convirtió el 3 en un placer. Poco a poco se mezcló con el robo. Comenzaron por matar a las mujeres. El 4 se cometieron violaciones y hasta mataron niños. El principio fue modesto. En la noche del 2, o en la del 2 al 3, varios de los que mataban en la Abbaye y carecían de medias y zapatos, miraron con envidia el calzado de los aristócratas. No quisieron cogerlos sin estar autorizados a ello; subieron a la sección, que tenía sus oficinas en la misma Abbaye, y pidieron permiso para calzarse los zapatos de los muertos. Como lo lograron sin dificultad, les entraron ganas y pidieron más; buen vino en casa de los vendedores, para sostener a los trabajadores y animarles al trabajo. La cosa no paró aquí. A medida que se iban aturdiendo, varios se atrevieron a robar algunas prendas. Uno de los que trabajaron aquella noche con más ardor en este sentido, era un ropavejero del muelle del Louvre, llamado Laforêt. Su horrible mujer también mataba y robaba descaradamente; eran canallas conocidos. Más adelante, el 31 de mayo, se quejó amargamente Laforêt de que no había habido saqueo en las casas: “En un día como aquel, decía, deberían haberme tocado por lo menos cincuenta casas”. Sea porque a Maillard le parecería que aquellos ladrones le echaban a perder su matanza y se lo advirtió a la Comuna, sea porque ella misma hubiera querido conservar una especie de pureza en medio de aquella hermosa justicia popular, uno de sus miembros llegó a eso de la medianoche a laAbbaye, un hombre de aspecto afable, Billault-Varennes. No trató de contener el degüello; el ejemplo de Manuel, Dussauh y otros diputados demostraba suficientemente que la cosa era imposible. Insistió únicamente en que se salvaran los despojos. Sin embargo, como todo trabajo merece una recompensa, prometió a los obreros un salario regular. Esta odiosa medida, que implicaba una aprobación, produjo sin embargo buen efecto; desde el momento en que fueron pagados regularmente, trabajaron mucho menos, se tomaron más tiempo y se dieron menos prisa. Una gran parte de los asesinos se había trasladado al Châtelet y a la Force. La matanza de la Abbaye se convirtió en un negocio de placer, de recreo, en un espectáculo. Se amontonaron algunas ropas en medio del patio, formando una especie de colchón. La víctima, lanzada desde la puerta a aquella arena, pasando de sable en sable, por las lanzas o por las picas, iba a caer a aquel colchón mojado y empapado de sangre. Los asistentes se interesaban por el modo de correr, de gritar y de caer de cada cual, en el valor o en la cobardía que habían mostrado y juzgaban como entendidos. Sobre todo las mujeres gozaban mucho con ello; una vez vencidas sus primeras repugnancias, se convertían en espectadoras terribles, insaciables, furiosas de placer y de curiosidad. Los asesinos, encantados por el interés con que se tomaban sus trabajos, habían colocado bancos alrededor del patio, muy iluminado por candilejas; bancos separados para los espectadores de los dos sexos; los había para los caballeros y para las señoras, en pro del orden y de la moralidad. Dos espectadores producían gran admiración y formaban parte del espectáculo; eran dos ingleses; uno gordo, otro delgado, con largos levitones que les llegaban hasta el suelo. Estaban de pie; uno a la derecha y otro a la izquierda con botellas y vasos en las manos; se habían encargado de refrescar a los trabajadores y para ello les servían toda la noche vino y aguardiente. Se dijo que eran agentes del gobierno inglés. Según la hipótesis más probable (confirmada por una obra publicada en Londres al parecer por uno de los dos ingleses) no eran sino viajeros curiosos, excéntricos, en busca de emociones violentas, radicales exaltados, y lamentando tan sólo una cosa, que el hecho no se verificase en Londres. La matanza, convertida para los unos en una ocasión para robar y para los otros en un espectáculo, se ponía cada vez más fea. Se notaba demasiado que varios gozaban matando. Esta tendencia monstruosa se empezó a observar en la misma noche, en el suplicio rneditado que se hizo sufrir a una mujer. Era una florista muy conocida en el Palais Royal. El abominable placer que habían obtenido haciendo sufrir a una mujer, había envilecido los ánimos y corrompido la propia masacre. Por la mañana un grupo de hombres se dirigieron al gran hospicio de las mujeres, a la Salpêtrière. Había allí mujeres de todas las edades y de todas las clases, viejas y enfermas, pequeñas y jóvenes, e incluso mujeres públicas. Estas, ya lo hemos dicho, con razón o sin ella, eran sospechosas de realismo. Sin embargo aquel furor patriótico, que se encamizaba en mujeres, en su mayoría jóvenes y lindas, ¿era puro fanatismo o es que la idea de la violación había comenzado a germinar en sus espíritus?< Sea como fuere, encontraron allí un grupo de guardia nacional, y como eran poco numerosos todavía, aplazaron la expedición. El día 3 se caracterizó sobre todo por la matanza en la Force; había en esta prisión muchas mujeres y en situación muy peligrosa. La misma noche había ordenado la Comuna que fueran retiradas de allí, o por lo menos las que estaban por deudas. Eran ya las doce y media de la noche y los asesinos se hallaban ya ante las puertas, poco numerosos, para ser sinceros. Era una cosa vergonzosa el ver a unos cincuenta hombres sin ningún apoyo por parte del pueblo y haciendo retroceder a sus verdaderos representantes, a los miembros de la Comuna. Estos magistrados populares no fueron respetados lo más mínimo; levantaron los sables sobre ellos. Sin embargo se llevaron no solamente a las prisioneras por deudas, sino también a madame de Tourzel, aya del delfín, su joven hija Paulina, a tres camareras de la reina y a la de madame de Lamballe. En cuanto a esta princesa, amiga personal de la reina, claramente señalada por el odio público, no se atrevieron a llevársela. La Comuna no tenía ninguna razón para desear que se matase. La matanza en cuatro prisiones había producido un desmesurado efecto de terror que la mantenía en el poder. Tenía aterrorizada a la Asamblea, a la prensa y a París. En la mañana del 3, a las siete, para producir más directamente el efecto de terror, envió a dos de sus comisarios a casa del hombre más importante de la prensa, Brissot, con el pretexto de buscar entre sus papeles las pruebas de la gran traición, de las relaciones con Brunswick que había denunciado Robespierre el 1 y el 2 de septiembre. Se sabía que no se encontraría nada y en efecto nada se encontró; no se quería más que sembrar el pánico, aterrar a la Asamblea, quebrantarla sin romperla, matar a la prensa y hacerla callar. Los dos efectos se lograron. Ningún periodista podía creerse seguro, cuando Brissot, un miembro tan importante de la Asamblea, era buscado y amenazado en su casa. El horrible estupor que reinó el 2 es visible en los diarios que se redactaron aquel día y se publicaron al siguiente día y los sucesivos. Allí es donde hay que estudiar el fenómeno fisiológico, vergonzoso, humillante del miedo. Más adelante aquellos periodistas murieron heroicarnente; ni uno demostró debilidad. Y bien, hay que confesarlo; efecto verdaderamente admirable de aquella fantasmagoría nocturna, de aquel sueño espantoso, de aquellos arroyos de sangre que se creía ver correr al resplandor de las antorchas en la Abbaye< el 2 se quedaron como helados; no se atrevieron ni siquiera a callar; balbucearon en sus diarios, se equivocaron, casi alabaron la justicia terrible del pueblo. Dos miembros de la Comuna presidieron la matanza en la Force (¿Hébert, Lhuillier, Chépy? Hay duda en algunos nombres). Si querían salvar a las víctimas, su misión parecía más fácil que la de los jueces de la Abbaye. La Force contenía menos prisioneros políticos. Los asesinos eran menos numerosos, los espectadores más animados. La población del barrio presenciaba fríamente el asunto y no intervenía en él. En cambio los jueces estaban muy lejos de poseer la autoridad de Maillard; no dominaron a los asesinos, sino que fueron dominados por ellos, más bien fueron sus instrumentos, y salvaron a muy pocas personas. “Dejar hacer, dejar matar” era al parecer, el día 3 por la mañana, la idea de la Comuna. A esta hora recibió a algunos de los Quinze-Vingts, que hablando como si tuvieran poderes de su sección, pedían no sólo la muerte de los conspiradores, sino también la prisión para las mujeres de los emigrados. La prisión en semejante día se parecía mucho a la muerte. La Comuna no se atrevió a decir que no y contestó cobardemente que “las secciones podían con su prudencia tomar las disposiciones que juzgaran indispensables”. Manuel y Pétion, que fueron a la Force para tratar de intervenir, vieron con horror a sus colegas de la Comuna sentados, y con sus bandas, legalizando la matanza. Manuel quiso salvar al menos a la última mujer que quedaba en la Force, madame de Lamballe, y no se retiró hasta que creyó asegurada su salvación. Ya la víspera, en la Comuna, había tenido la suerte de salvar a madame de Staël. Su título de embajadora de Suecia no era suficiente para protegerla; Manuel lo consiguió demostrando que estaba embarazada. Volviendo a la Force, Pétion arengó a los asesinos e hizo que le escucharan; habló muy sabiamente y creyó que los había convertido a la humanidad y la filosofía; hasta logró que se fueran y les hizo salir por una puerta. Cuando él salió, volvieron ellos a entrar por la otra y continuaron a más y mejor. El distrito y el barrio de Saint-Antoine continuaban ajenos al asunto. Por un momento pudo creerse que saldrían de su inacción, que la masa honrada se decidiría a arrojar a los asesinos. Algunos fueron a buscar un cañón a la sección (hablo por referencias de un testigo ocular) y empezaron a arrastrarlo hacia la Force. Cuando llegaron muy cerca de la iglesia, vieron que no les seguía nadie y abandonaron sin más su cañón. Los asesinos continuaron. La víctima que esperaban y que deseaban era madame de Lamballe. Habían perdonado a cuatro o cinco ayudas de cámara del rey y del delfín, reconociendo que la obediencia forzada de un servidor puede no ser un crimen, pero a madame de Lamballe la consideraban como la principal consejera de la austriaca, su confidente, su amiga y algo más. Una curiosidad obscena y feroz se mezclaba al odio que su sólo nombre excitaba y hacía que deseasen su muerte. Se equivocaban, ciertamente, en la influencia que ejercía sobre la reina. Más cierto era lo contrario. Si la reina era ligera, no era dócil; tenía cualidades masculinas y fuertes, dominadoras, un carácter intrépido. Madame de Lamballe era, propiamente, una mujer. Su retrato, más que femenino26, es el de una jovencilla saboyana; se sabe que era, en efecto, de aquel país. La cabeza es muy pequeña, salvo el enorme y ridículo promontorio de cabellos que entonces se llevaba; las facciones son también muy pequeñas, más graciosas que hermosas; la boca es bonita, pero apretada, con la sonrisa fina del saboyano y del cortesano. Aquella boca no expresa gran cosa; se sabe efectivamente, que la gentil princesa tenía poca conversación y ninguna idea; era poco entretenida. El retrato, que responde muy bien a la historia, es el de una persona agradable y mediocre, nacida para depender de otros y obedecer, para sufrir y para morir (aquel débil cuello hace pensar demasiado en la catástrofe). Pero lo que el retrato no transmite lo suficiente, es que estaba también hecha para amar; a su muerte se demostró. La reina le quería bastante, pero fue con ella como con todos, ligera y desigual. Se entregó al principio a ella con todo el arrebato de su carácter. La pobre joven, extranjera, desgraciada porque su marido la abandonó y murió pronto, fue agradecida y entregó todo su corazón y lo hizo para siempre. Bien o mal tratada, permaneció cariñosa y fiel con la constancia de su país. Aquella mujer joven y linda era de dos personas, del viejo duque de Penthièvre, su suegro, que la miraba como a una hija, y de la reina, que la olvidaba por madame de Polignac. La reina no tenía ninguna necesidad de tratarla bien; estaba segura de su ciega abnegación en todo, fuese o no decoroso; se servía de ella para todos los asuntos y toda clase de intrigas, la comprometía de mil maneras y usaba y abusaba de ella. Juzguemos esto por un hecho: envió a madame de Lamballe a la Salpêtrière para que ofreciese dinero a madame de Lamotte, recientemente azotada y marcada; la reina temía sin duda que publicara sus memorias sobre el feo asunto del collar. El dócil instrumento de María Antonieta oyó de la superiora del hospicio esta contundente frase: “Está condenada, señora, pero no a veros”. La reina, en 1790 y en 1791, se sirvió de madame de Lamballe de una manera menos vergonzosa, pero muy peligrosa, y le puso en camino de la muerte. Dispuso de su salón para recibir; en su casa o por su conducto trató con los hombres más importantes de la Asamblea, a los que intentaba corromper; allí hizo que acudieran los periodistas realistas, los hombres más odiados, los que más podían comprometerle. De este modo daba a su amiga una importancia política que en ningún caso le habrían dado su carácter, su debilidad y su falta absoluta de capacidad. El pueblo comenzó a considerar a aquella mujer como a un gran jefe de partido. Lo único cierto es que poseía todos los secretos de María Antonieta, que la conocía por completo, sin haberse dignado jamás ocultar nada a una amiga tan sumisa, tan débil y que la amaba a pesar de todo como quiere un perro a su dueño. Aquella desgraciada estaba a resguardo cuando supo que la reina estaba en peligro. Sin reflexión, sin voluntad, su instinto la llevó a morir si aquella moría. Estuvo con ella el 10 de agosto y en el Temple. No permitieron que permaneciese allí; le arrancaron del lado de María Antonieta y la encerraron en la Force. Entonces empezó a comprender que su abnegación le había llevado demasiado lejos, hasta una prueba que su debilidad no podía soportar. Estaba enferma de miedo. En la noche del 2 al 3 había visto partir a madame de Tourzel y ella continuaba allí. Esto le anunciaba la suerte que le esperaba. Oía ruidos terribles, escuchaba y se escondía en su lecho como los niños que tienen miedo. A eso de las ocho entraron bruscamente dos guardias nacionales: “Levantaos, señora; hay que ir a la Abbaye”. “Pero señores, para cambiar una prisión por otra prefiero esta; dejadme”. Ellos insistieron y entonces les rogó que salieran un momento a fin de que pudiera vestirse. Al fin lo consiguió, pero no podía sostenerse; temblorosa se apoyó en el brazo de uno de los guardias nacionales; bajó y llegó ante aquel tribunal infernal. Vio a los jueces, las armas, la cara seca de Hébert y de los demás hombres ebrios y sus manos ensangrentadas. Cae y se desmaya. Vuelve en sí y vuelve a desmayarse. No sabía que muchas gentes deseaban ardientemente salvarla. Los jueces estaban predispuestos a su favor; entre aquellos mismos que la trataban con rudeza, hasta entre los asesinos, le habían aparecido amigos. Todo lo que se necesitaba era que hubiera podido hablar un poco27, que hubiera podido salir de su boca una palabra que se hubiese podido interpretar para motivar su salvación. Se dice que contestó bastante bien sobre el 10 de agosto, pero cuando la pidieron que jurase odio a la monarquía, odio al rey, ¡odio a la reina! su corazón se encogió de tal modo que ya no pudo hablar; perdió la calma, se tapó los ojos con las manos y se volvió hacia la puerta. En el momento en que la franqueaba, encontró a un tal Truchon, miembro de la Comuna, creo, que se apoderó de ella, y por otro lado, un asesino, el gran Nicolás, la cogió también. Los dos, y otros más, habían prometido salvarla. Hasta se dice que varias gentes de su servidumbre se habían mezclado entre los sacrificadores y la esperaban en la calle: “Grita ¡Viva la nación!, le decían; no te haremos daño”. En aquel momento distinguió en un rincón de la calle Saint- Antoine algo horrible, una masa blanda y sangrienta, sobre la que uno de los asesinos pateaba con sus zapatos claveteados. Era un montón de cuerpos desnudos, blancos, que habían amontonado allí. Sobre ellos debía poner la mano y prestar juramento: aquella prueba era demasiado fuerte. Se volvió de espaldas y gritó: “¡Ah! ¡Qué horror!”. Sin duda había fanáticos furiosos entre los asesinos, que después de haber matado a tantos inocentes desconocidos, se indignaban al ver que esta, la más culpable, a su juicio, la amiga y la confidente de la reina, iba a ser perdonada. ¿Por qué? Porque era muy rica, y había sin duda mucho dinero que ganar si la sacaban de allí. Se asegura que se habían distribuido sumas considerables entre los que se proponían salvarla de la muerte. La lucha por ella, según las apariencias, se hallaba entablada entre los mercenarios y los fanáticos. Uno de los más exaltados, un peluquero, Charlat, tambor en los voluntarios, se dirigió hacia ella y con su pica le arrancó su toca: sus hermosos cabellos se despeinaron y cayeron. La mano torpe o ebria que le había inferido este ultraje temblaba, la pica le rozó la frente y brotó sangre. Varios se arrojaron sobre ella; uno llegó por detrás y le lanzó un madero, cayó y en el momento fue atravesada varias veces. Apenas había expirado, los asistentes, con una indigna curiosidad, que pudo ser la causa principal de su muerte, se echaron encima de ella para verla. Los observadores obscenos se mezclaban con los asesinos, creyendo sorprender sobre ella algún vergonzoso misterio que confirmase los rumores que habían circulado. Le arrancaron todo, vestidos y camisa, y desnuda como la había creado Dios, fue expuesta en un rincón a la entrada de la calle de Saint-Antoine. Su pobre cuerpo, relativamente bien conservado (ya no era muy joven), atestiguaba por ella; su pequeña cabeza de niña, más conmovedora por su muerte, mostraba demasiado su inocencia, o al menos demostraba claramente que no había podido ser culpable más que por obediencia o exceso de amistad. Aquel cuerpo lamentable permaneció desde las ocho hasta las doce sobre el pavimento inundado de sangre. Aquella sangre, que brotaba de sus innumerables heridas, la cubría por momentos y la velaba hasta los ojos. Un hombre se colocó a su lado para contener la sangre y enseñaba el cuerpo a la multitud: “¿Veis qué blanca era? ¿Veis qué hermoso cutis?”. Hay que notar que esta última circunstancia, lejos de excitar la piedad, animaba su odio, considerándola como un signo aristocrático. Fue una de las que en la matanza más ayudaba a los asesinos en sus extraños juicios contra los que iban a matar. La frase: “Señor de la piel fina” era una sentencia de muerte. Entretanto, sea para aumentar la vergüenza y el ultraje, sea por miedo a que los concurrentes se enternecieran, los asesinos empezaron a desfigurar el cuerpo. Uno llamado Girsen le cortó la cabeza; otro tuvo la indignidad de mutilarlo en el mismo sitio que todos debemos respetar, ¡puesto que por él salimos todos! Apresurémonos a decir que de aquellos dos bandidos uno fue guillotinado más adelante como jefe de una cuadrilla de ladrones; el otro, Charlat, fue asesinado en el ejército por sus camaradas, que no quisieron tener en su compañía a un hombre tan infame. Fue una escena horrible el verles partir de la Force, llevando en el extremo de las picas, por la ancha y triunfal calle de Saint-Antoine, sus horribles trofeos. Una multitud inmensa los seguía, muda de admiración. Excepto algunos chicos y algunos borrachos que daban gritos, los demás iban horrorizados. Una mujer, para no presenciar aquel espectáculo, se metió en casa de un peluquero, y he aquí que la cabeza cortada llega a la tienda y entra< Aquella mujer, anonadada por el miedo, cae de espaldas; afortunadamente cayó en la trastienda. Los asesinos arrojaron la cabeza sobre el mostrador y dijeron al peluquero que era preciso peinarla; la llevaban, decían, a ver a su querida al Temple; no hubiera sido decente que se presentara así. Su capricho era, en efecto, obligar a la reina a que presenciase aquel suplicio atroz e infame, forzándola a que viese el corazón, la cabeza y las partes vergonzosas de madame de Lamballe, ¡aquel corazón que tanto le había amado! El Temple inspiraba grandes temores. La intención de los asesinos, manifestada desde muy temprano, hizo temer a la Comuna dos cosas muy funestas: o que el rey y su familia, rehenes tan preciosos, fuesen degollados, o que la Asamblea, para protegerlos, autorizase una requisa de armas que hubiera proporcionado a los realistas un pretexto para sublevarse. La Comuna envió a la Asamblea al Temple. Los comisionados idearon un medio ingenioso para proteger el Temple y evitar tocla probabilidad de colisión: rodear la muralla con una sencilla cinta tricolor. Por muy críticas que fueran las circunstancias, sabían perfectamente que la gran masa del pueblo respetaría aquella cinta y la haría respetar: varios, según se dice, la besaron con entusiasmo. No era de temer que los degolladores se atreviesen a forzarla; ellos mismos no lo querían; sólo querían circular bajo las ventanas de la familia real para que la reina les viera. No se atrevieron a negárselo; hasta invitaron al rey a asomarse a la ventana en el momento en que la lívida cabeza de madame de Lamballe, con sus largos cabellos, llegaba balanceándose sobre la pica y era elevada a la altura de las ventanas< Uno de los comisarios, por humanidad, se colocó delante del rey, pero no pudo impedir que la viese y la reconociese< El rey contuvo a la reina, que iba a asomarse, y le evitó tan espantosa visión. El paseo continuó por todo París sin que nadie pusiese el menor obstáculo. Llevaron la cabeza al Palais Royal y el duque de Orleáns, que estaba comiendo, se vio obligado a levantarse de la mesa y asomarse al balcón para saludar a los asesinos. Era una amiga de la reina, por consiguiente, una enemiga suya. Vio también el porvenir y lo que él mismo debía esperar muy pronto, y volvió a entrar aterrado. Su querida, madame de Buffon, exclamó juntando las manos: “¡Dios mío! También llevarán mi cabeza por las calles”. Aquel triunfo de la abominación, la infamia y la insolencia de un pequeño número de bandidos que obligaba a todo un pueblo a ensuciar así sus ojos, produjo una violenta reacción de la conciencia pública. El pesado velo de terror que cubría París pareció por un momento que iba a descorrerse. Los ministros de la guerra y del interior fueron a pedir a la Asamblea medidas de orden y paz, no en nombre de la humanidad (nadie se atrevía ya a pronunciar esta palabra), sino en nombre de la defensa. El enemigo avanzaba, acababa de tomar Verdun. Este suceso, negado, afirmado, vuelto a negar, fue anunciado esta vez de una manera oficial. El enemigo avanzaba, marchaba hacia París, e iba a encontrarle en el estado de extrema debilidad que sigue a una orgía sangrienta, en el innoble despertar de un día de embriaguez furiosa, embrutecido por el miedo, borracho de sangre. Los ministros tuvieron razón al afirmar que los excesos cometidos en París eran producto de la debilidad y no de la fuerza, que eran un obstáculo, una traba para la defensa; pidieron que la Asamblea continuase reunida toda la noche y que pusiera a la guardia nacional en armas. No hicieron mención alguna de la Comuna ni del comandante de la guardia nacional, Santerre: parecía difícil pedir que concluyese la matanza a los mismos que la habían empezado. La Asamblea no hizo lo que pedían los ministros Roland y Servan; no obró por sí misma, no llamó a la guardia nacional, pero constitucionalmente, obró por la Comuna, por el comandante Santerre. Esto no era obrar. No veía más que a dos ministros, los dos girondinos; no veía a Danton; siempre ausente de la Comuna, lo estaba también de la Asamblea. Esta temió sin duda crear una división en el poder ejecutivo: se contentó con declarar a la Comuna y al comandante responsables de lo que se hiciera. Les ordenó, lo mismo que a los presidentes de las secciones de París, que fuesen a jurar a la barra que velarían por la seguridad pública. Vana medida, tímida, insuficiente: ¡un juramento, palabras! A lo que el ministro Roland añadió otras, una carta que había escrito su mujer, sin duda, y que hizo leer en la Asamblea. Era más valerosa que hábil; amenazaba a París. En aquel momento en que la defensa pedía la mayor unidad, en que era preciso evitar todo lo que quebrantaba la fe en esta unidad, hablaba de separación. Decía que ya, sin el 10 de agosto, “el Mediodía, lleno de fuego, de energía, de valor, estaba dispuesto a separarse para asegurar su independencia, y que si en París no había libertad, los prudentes y los tímidos se reunirían para establecer en otra parte el centro de la Convención”. La carta reflejaba visiblemente las conversaciones de Barbaroux y de madame Roland. Era imprudente provocar así el amor propio de París, injusto reprocharle los excesos que le mortificaban más que a nadie, excesos cometidos por un pequeño número, por hombres que, en su mayor parte, no eran de París. “Ayer, decía la carta, fue un día sobre cuyos acontecimientos hay que correr un velo; sé que el pueblo, terrible en su venganza, comete una especie de justicia<”. ¡Débil, demasiado débil condenación de tantos atentados, a los que alaba al censurarlos!< Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esto fue escrito el 3 de septiembre, que Roland, que madame Roland, estaban los dos bajo la amenaza de los puñales, designados desde el 1 de septiembre por la noche, después de las acusaciones de Robespierre. Madame Roland, muy intrépida y sin ningún temor a la muerte, tenía otro, que ella misma confiesa, desgraciadamente muy natural: conocía a sus adversarios, su cobarde ferocidad; sabía que, en el desorden del momento, podían prepararle la casual apariencia de un mortal ultraje, de una invasión nocturna, en la que aquella que sabían que era más que un hombre, sería tratada como una mujer. La aventura sufrida en pleno día por otra mujer, de la que hemos hablado, demuestra bastante lo que podía esperarse del cinismo calculado de los maratistas y robespierristas. La que fue ultrajada no había hecho más que hablar mal de Robespierre. Madame Roland, mucho más en peligro, quería ser, en todo caso, dueña de su vida y tenía siempre dos pistolas debajo de la almohada. Lo que levantó los ánimos en la Asamblea Nacional, no menos que la carta de Roland, fue el ver a un individuo aislado llegar a decir a la Asamblea que, por su parte, le daba las gracias por el decreto que había votado. Y al mismo tiempo dijo lo que acababa de oír; se excitaba a la multitud para que saquease a los fabricantes: “Yo, dijo, no soy sospechoso, soy voluntario y parto mañana”. Era uno de los artilleros de las secciones parisinas que tan bien se habían portado el 10 de agosto. Su opinión era ciertamente la de París y no había duda de que era también la del ejército. La reacción de la humanidad parecía que se hacía sentir en todas partes, hasta en el seno de la Comuna. El consejo general, reunido por la tarde y por la noche, fluctuaba con bruscas alternativas, violentas, desde la humanidad a la crueldad, desde Manuel a Marat. Por un instante pareció que el primero triunfaba. Consiguió una medida general que parecía una reprobación de la matanza. El consejo general, a propuesta de Manuel, acordó que se dictaría un acuerdo “sobre la necesidad de encargar a la ley el castigo de los culpables”. Lo que fue igualmente destacable es que habiendo dicho un ciudadano que él se encargaría de alojar y mantener a un pobre prisionero escapado del degüello de la Force, fue aplaudido con entusiasmo y colmado de bendiciones. Entretanto, esta Asamblea estaba de tal modo indecisa, que a un periodista realista, Duplain, que fue conducido ante ella, lo envió a la Abbaye, o lo que es lo mismo, a la muerte. El propio Billaud-Varennes había propuesto otro acuerdo más benigno. Los maratistas se sublevaron y obtuvieron del consejo esta decisión atroz que le endosaba la responsabilidad de los asesinatos. Era la noche del 3 de septiembre (a las ocho o las nueve). Desde la imprenta de Marat salía para toda Francia, en ochenta y tres paquetes, una espantosa circular que había redactado él solo y que había firmado intrépidamente con los nombres de todos los miembros del comité de vigilancia. Denunciaba en ella la versatilidad de la Asamblea, que había alabado, roto y restablecido la Comuna; glorificaba la matanza y recomendaba que fuese imitada. Marat envió su circular al ministerio de justicia, pidiendo que la repartiesen con sobre del ministerio. Gran prueba para Danton. No iba a la Comuna y esta iba a él y le obligaba a decidirse. La más elemental prudencia imponía a todo el que conociese a Marat el averiguar si aquella acta, impresa en su casa por sus obreros y con sus prensas, emanaba efectivamente del comité de vigilancia. ¿Las firmas impresas de sus miembros eran firmas verdaderas? Porque, aun suponiendo que la circular emanase realmente del comité, ¿podía realizar un acto tan grave, dirigir a Francia aquellas terribles y mortíferas palabras, sin estar autorizado para ello por el consejo general de la Comuna? Esto es lo que Danton debía examinar; no se atrevió a hacerlo. Digámoslo (es la frase más dura para un hombre que durante toda su vida hizo ostentación de su audacia): sintió miedo ante Marat. Miedo de quedarse atrás, miedo de ceder a Marat y a Robespierre la posición de la vanguardia, miedo de que pareciese que tenía miedo. ¿Hay que suponer que había llegado a creer él mismo que esta bárbara ejecución era un medio de aguerrir al pueblo, de darle el valor de la desesperación, de quitarle toda posibilidad de retroceder? ¿Que lo creyó el 2, cuando se asesinaba a los prisioneros políticos? ¿Que lo creyó el 3 y el 4, cuando se asesinaba a los prisioneros de todas clases?< Aceptó hasta el fin la horrible solidaridad. ¡Miserable víctima del orgullo y de la ambición, o de un falso patriotismo, que le hizo ver en aquellos crímenes insensatos la salvación de Francia! Y sin embargo, por muy horrible que fuese el querer demostrar la utilidad de un asesinato político, era evidente que no tenía este carácter. El 4 de septiembre hubo muy pocos asesinatos políticos; uno solo bien comprobado, el de un tal Guyet, a quien el comité de vigilancia envió a la Abbaye y que fue asesinado al instante. El 4 de septiembre de 1792 el horror llegó al colmo. Hacía ya treinta y seis horas que bandas salidas de París habían ido a amenazar a Bicêtre. Los que habían asesinado a los ladrones del Châtelet, a los forzados de los Bernardinos, creían continuar su obra. En vano se les demostraba que el enorme, el inmenso castillo de Bicêtre, que contenía millares de hombres, alojaba además de a criminales a un gran número de inocentes, de pobres buenos, de viejos, de enfermos de todas clases. Había también en reclusión, por diversas causas, infortunados que se hallaban allí recluidos hacía mucho tiempo por el arbitrario antiguo régimen, como locos, y que no eran puestos en libertad precisamente porque ya nadie sabía por qué habían entrado. Allí había estado Latude durante mucho tiempo. Salió de Bicêtre por el heroísmo de madame Legros. Resulta imposible expresar lo que sufrían en Bicêtre los prisioneros: los enfermos, los mendigos, durmiendo hasta siete en un lecho, comidos por los gusanos, alimentados con pan enmohecido, amontonados en lugares húmedos, a veces en cuevas, y molidos a golpes por el menor motivo, envidiaban el presidio como si fuera un paraíso. En Bicêtre no se perdía ninguna ocasión para pegar. ¡Quién podía creer que en 1792 existía todavía la bárbara costumbre de azotar a los jóvenes que iban allí a curarse las enfermedades venéreas! Crueldad eclesiástica medieval renovada. El pecador, cuando llegaba allí, debía expiar, despojarse, humillarse, someterse al pueril castigo que envilece al hombre y le quita toda dignidad del hombre. En el correccional había unos cincuenta niños aún más cruelmente tratados, apaleados todos los días. La mayor parte sólo estaban allí por delitos muy leves; varios no habían cometido más crimen que tener unos padres muy severos o una mala madrastra. Otros eran huérfanos, aprendices, domésticos; habían sido encerrados por una simple orden de sus dueños. Estos huérfanos eran los preferidos para el servicio doméstico, porque así podían tratarles como quisieran. Un gran señor que encontraba poco dócil a su jockey, le castigaba con una sola palabra: “Bicêtre”. En las colonias, en las plantaciones, se oyen los golpes, los gritos y los chasquidos del látigo: el señor participa en el suplicio por el placer de oírlo. Los voluptuosos palacetes de París no oían nada de esto. El dueño se ahorraba el trabajo y la sensibilidad: enviaba al niño al correccional. Lo que allí se sufría sólo lo sabían las paredes. Si se dignaban sacarle volvía domado, temblando, humilde, embustero y adulador, dispuesto a todos los caprichos vergonzosos. Si había algún lugar que la Revolución debía respetar era aquel lugar de misericordia. ¿Qué eran Bicêtre, la Salpêtrière, aquel gran Bicêtre de mujeres, más que el verdadero infierno del antiguo régimen, donde mejor podía este ser aborrecido, al encontrar allí reunido todo lo más bárbaro, vergonzoso y abusivo? ¿Quién hubiera creído que aquellos locos furiosos que en septiembre asesinaban irían a arrojarse sobre los que ya habían sido tan cruelmente atormentados por el antiguo régimen, que aquellas víctimas infortunadas hallarían en sus padres o sus hermanos, vencedores por la Revolución, no libertadores, sino asesinos? Nada hace comprender mejor la ceguera, la imbecilidad que presidió las matanzas. Muchos de los que mataron al azar en aquellos dos hospicios podían muy bien tener a su padre en Bicêtre entre los mendigos o a su madre en la Salpêtrière: era aquello el pobre matando al pobre, el pueblo estrangulando al pueblo. No se conoce otro ejemplo de tan insensato furor. Las primeras bandas que amenazaron a Bicêtre eran poco numerosas. Los enfermos y los prisioneros se pusieron a la defensiva. De aquí el rumor calumnioso, ideal para exterminarlos, de que estaban en plena sublevación. Los asesinos llevaron cañones para forzar las puertas. Parte de ellos no llegaron a Bicêtre: se detuvieron ante la Salpêtrière y tuvieron el horrible antojo de entrar en el hospicio de las mujeres. El primer día fueron detenidos por una fuerza militar bastante considerable, pero al día siguiente forzaron la entrada y empezaron por matar a cinco o seis ancianas, sin otra razón ni pretexto más que eran viejas. Después se arrojaron sobre las jóvenes, las mujeres públicas, y mataron a treinta28, de las cuales gozaron antes o después de la muerte. Esto no fue suficiente; entraron en los dormitorios de las huerfanitas, violaron a varias de ellas, e incluso se dice que se llevaron a algunas para abusar de ellas fuera de allí. Aquellos abominables salvajes no abandonaron la Salpêtrière más que para ir a ayudar a sus compadres de Bicêtre. Allí fueron asesinadas sesenta y seis personas sin distinción de clases: pobres, locos, dos capellanes, el administrador, los escribientes. La inmensidad del local daba a las víctimas facilidades para luchar, para aplazar al menos su muerte. Fueron empleados los medios más bárbaros: el hierro, el fuego, el agua, hasta la metralla. En 1840 se ha encontrado en el registro fúnebre de Bicêtre (véase el libro de Maurice) el hecho más execrable de las matanzas de septiembre, escondido, ignorado hasta hoy; y es que no contentos con las huerfanítas de la Salpêtrière penetraron asimismo en el correccional de Bicêtre, donde había cincuenta y cinco niños. En su mayoría, ya lo hemos dicho, eran poco culpables: muchos habían sido llevados allí únicamente para dominar su carácter por medio de los castigos. Cubiertos de golpes, de cicatrices, continuamente azotados por el menor motivo, incluso sin motivo alguno, habrían partido los corazones más duros. Había que sacarlos de allí, devolverlos al aire y al sol, curarlos y cuidarlos, entregarlos en manos de mujeres. Su mal y su vicio, en su mayor parte, venía de ahí, de que no habían tenido madres. Septiembre les dio por madre y nodriza la muerte. Libró sus jóvenes almas de aquellos pobres cuerpos que ya habían sufrido tanto. Treinta y tres perecieron. La mayoría de los que escaparon fueron arrebatados por los voluntarios que ofrecieron convertirlos en soldados. Los asesinos habían llegado a tal estado de vértigo, de horrible deslumbramiento y como de furor hidrófobo, que apenas les dejaba distinguir a quién herían. Sin embargo, dijeron una cosa que hace comprender todo lo culpables que fueron. A pesar de este extravío no dejaron de observar que aquellas tiernas vidas apenas comenzadas, no se resignaban de ningún modo, huían de la muerte con un invencible horror y se obstinaban en vivir. “Preferiríamos matar hombres: cuesta más rematar a estos chiquillos”. 5 20 1792
Postración moral después de la matanza.—El pueblo y el ejército la
miraron con horror. —Opiniones de Marat y de Danton sobre la matanza.—La Asamblea jura combatir a los reyes y a la monarquía (4 de septiembre).—Cambon ataca a la Comuna.—Reacción de la humanidad.—Continúa sin embargo la matanza (5 y 6 de septiembre).—Temores de la Comuna. —Los maratistas intentan extender la matanza por toda Francia.—Los prisioneros de Orleáns asesinados en Versalles (9 de septiembre).—Danton salva a Adrian Duport a pesar de la Comuna.—Lucha entre Danton y Marat.— Elecciones bajo la impresión de las matanzas. —Federación de mutua garantía.—Robos y pillajes.—Homicidios y temores de matanza. — Temores de la Asamblea (17 de septiembre).—Discurso de Vergniaud y solemne abnegación por la Asamblea Nacional.—Su clausura (20 de septiembre).
El efecto inmediato de la matanza para la mayor parte de la
población de París fue la sensación intensamente cruel que conocen demasiado bien todos los enfermos del corazón cuando después de haber latido apresuradamente y con horrible precipitación durante algunos minutos se para de repente< En todo el organismo se nota un silencio mortal< Después viene la sofocación, los espasmos, el anonadamiento completo, el abandono del ser< a lo sumo aquel grito interior, aquella voz muda que dice: “¡Oh, muerte!”. Para las personas débiles y pobres de espíritu, muy viejas ya, abrumadas de años o de desdichas, el acceso fue seguido de una cesación absoluta de ideas, de un aniquilamiento de la personalidad muy parecido al idiotismo. Los que sobreponiéndose al terror se atrevían a salir se refugiaban en las iglesias, hacía mucho tiempo abandonadas, y maquinalmente se ponían a orar; se les veía murmurar, moviendo la cabeza, cuyos ojos estaban sin luz. Otras permanecían encerradas en sus casas y se abismaban en los éxtasis de un extraño misticismo, diciendo como más tarde diría Saint-Martin, que aquello era seguramente una escena del juicio final, un acto de la terrible comedia del Apocalipsis. Había cerebros en que todo esto se mezclaba confusamente: la religión y la revolución, Marat y el Anticristo, todo se confundía para aquellos pobres espíritus completamente ofuscados; cuanto más se empeñaban en reflexionar, en meditar, en distinguir, más perdidos se veían. Otros, para no extraviarse, adoptaban una idea fija, se aferraban a una sola palabra y no cesaban de repetirla en todo el día. En una buhardilla de la calle Montmartre (valga este hecho como ejemplo para juzgar los demás) en el séptimo piso, vivía una pobre anciana que los vecinos de las ventanas de enfrente veían siempre arrodillada. Sobre la chimenea tenía colocados dos pequeños bustos de yeso, alumbrados por dos velas, y ante ellos decía sin cesar sus oraciones. Los curiosos aplicaron el oído a la puerta y pudieron comprobar que desde por la mañana hasta por la noche repetía esta invariable letanía: “Dios salve a Manuel y a Pétion, Dios salve a Manuel y a Pétion”. Los dos magistrados populares que durante las matanzas, impotentes para evitarlas, habían mostrado por lo menos sus sentimientos humanitarios, se habían convertido para ella en dos santos cuyas imágenes honraba y por los cuales pedía al Todopoderoso. En el naufragio de las antiguas ideas religiosas, y cuando la nueva fe se hallaba tan cruelmente comprometida en su cuna, sobrevivía la humanidad, y el horror de la sangre era la única religión del pobre corazón abandonado. Débil, viejo, indigente, en su totalidad lleno de horror, trataba de tranquilizarse, de hacer renacer la esperanza, nombrando a los amigos de la humanidad. ¡Hilo frágil, miserable apoyo! De los dos patronos de la anciana, el uno, al cabo de un año, perecería en el patibulo; el otro, un poco más adelante, sería encontrado muerto de hambre y de miseria y devorado por los perros. Una señal infinitamente grave, deplorable, del singular estado en que se hallaban los espíritus, es que en aquella ciudad inmensa en que la miseria era excesiva desde hacía mucho tiempo, nadie quería trabajar. La Comuna no encontraba a ningún precio obreros para los trabajos de nivelación del campamento de Montmartre. Ofrecía dos francos diarios y no se presentaba nadie. Llegó hasta hacer requisa de los constructores ofreciéndoles el salario más elevado que ganasen en su industria, y tampoco acudió ninguno. Por fin lo intentaron con la prestación personal haciendo turnar a las secciones. Nadie, o casi nadie, respondía a los llamamientos de la guardia nacional; a duras penas se completaba la guardia de la Asamblea, la de los depósitos de objetos preciosos, la del Garde-Meuble, por ejemplo, que una noche quedó, como vamos a ver, casi abandonado. En los clubs reinaba la soledad. Muchos de sus miembros se habían ausentado, el disgusto se apoderaba de los restantes. Esto era muy evidente en las actas de los Jacobinos. La ausencia de todos los oradores ordinarios hizo figurar en ellos en primera línea a gente completamente desconocida. Los que han dicho que el crimen era un medio de fuerza, un cordial poderoso para hacer de un cobarde un héroe, esos no conocían la historia y han calumniado a la naturaleza humana. Sepan esos culpables ignorantes que con tanta ligereza hablan de cosas tan terribles, la profunda enervación que emana de tales actos. ¡Ah! Si al día siguiente de los placeres vulgares (cuando el hombre, por ejemplo, ha prodigado su vida al viento y el amor a los bajos placeres) entra en su casa embrutecido y. triste, sin osar mirarse a sí mismo, ¡cuánto más el que ha buscado un execrable placer en el dolor y en la muerte! El acto más contra natura es sin duda el asesinato; quebranta cruelmente la naturaleza del que lo comete; el asesino ve después que se ha matado él mismo; se inspira él mismo la repulsión que produce un cadáver, siente unas náuseas horribles y quisiera vomitar su propio ser. Los historiadores han adoptado con ligereza la opinión de que la matanza había sido el punto de partida de la victoria, que semejante crimen había abierto un abismo, que el pueblo comprendió que era preciso vencer o morir y finalmente que los asesinos de septiembre habían arrastrado al ejército, formando la vanguardia de Valmy y de Jemmapes. ¡Triste confesión, verdaderamente, si fuera cierta, hecha para humillar! El enemigo se ha apresurado a acoger esta opinión, fingiendo creer a esos extraños franceses que piensan que Francia venció por la energía del crimen. Vamos a demostrar la falsedad de aquella creencia. De los trescientos o cuatrocientos hombres que intervinieron en la matanza, muchos de los cuales son conocidos, pocos, muy pocos eran militares. Los que participaron fueron recibidos en el ejército con horror y con asco; Charlat, entre otros, que se vanagloriaba insolentemente de su crimen, fue acuchillado por sus camaradas. Hemos comprobado con documentos irrecusables y con la unánime afirmación de testigos oculares a quienes entrevistamos, el número infinitamente pequeño de los asesinos. Eran a lo sumo cuatrocientos. El número de muertos (contando incluso los dudosos) es de 966. El barrio de Saint-Antoine, en particular, que había hecho el 10 de agosto, fue completamente ajeno al 2 de septiembre. Gonchon, su célebre orador (hombre honrado que murió pobre), pudo decir seis meses después (el 22 de abril de 1793) sin temor a ser desmentido: “El barrio no recela de los hombres tranquilos. La jornada del 2 de septiembre no ha hallado cómplices entre nosotros”. No es menos curioso el juicio que los hombres, a quienes se acusaba de haber tomado parte en el asunto, han formado sobre aquellos sucesos: “Suceso desastroso”, dice Marat en octubre de 1792 (n° XII de su diario). “Jornadas sangrientas, dice Danton, por las cuales ha gemido todo buen ciudadano” (9 de marzo de 1793). “Recuerdo doloroso”, dice Tallien (en su apología, publicada dos meses después de las matanzas de septiembre). ¡Sí, desastrosos, sí dolorosos, dignos de que se gima eternamente!< Sin embargo estas lamentaciones tardías no curaban la incurable llaga hecha al honor, hecha al sentimiento de Francia< La vitalidad nacional, sobre todo en París, parecía herida; una especie de parálisis de muerte quedaba al parecer en los corazones. Se trataba de saber dónde comenzaría nuevamente la vida. Podía dudarse que empezara en la Asamblea legislativa. ¿Vivía esta? No se le había visto en aquellos días horribles. Enfadada desde hacía tiempo por sus tergiversaciones, estaba moribunda, no, muerta, acabada, exterminada por la calumnia. Parecía tocada y convencida de dos crímenes perfectamente opuestos: hacer un rey y rehacer un rey, restaurar a Luis XVI, hacer rey a Brunswick. Una sencilla palabra habría bastado y nadie se atrevía a pronunciarla: aquella Asamblea acusada de traición, acababa de deshacerse de los medios para ello; se quebrantaba ella misma, convocando para dentro de algunos días a la Convención que la reemplazaba. Representantes y ministros, todos iban a ser anulados al momento ante aquella Asamblea soberana. En la mañana del 4 de septiembre llevaba Guadet en nombre de la comisión extraordinaria (creada en la Asamblea el 10 de agosto) una proposición en que los representantes rechazaban los rumores injuriosos que se hacía correr, jurando combatir con todas sus fuerzas a los reyes y a la monarquía. Chabot tuvo noticia de ello y arrebató la iniciativa a la Gironda. En cuanto se abrió la sesión, propuso que se prestase juramento de odio a la monarquía. “¡No más rey!” fue el grito, el juramento de la Asamblea entera, conmovida por su palabra. Entonces se levantó un militar, Aubert-Dubayet, y con voz fuerte y sonora dijo: “¡Jamás capitulación!< ¡Jamás rey extranjero!”. Y el joven girondino Henri Larivière: “¡No, ni extranjero ni francés!< ¡Ningún rey mancillará ya el suelo de la libertad!”. Produjo sorpresa el oír a Thuriot contener aquel movimiento: “Señores, dijo, seamos prudentes, no nos anticipemos a lo que puede decidir la Convención”. A lo cual, Fauchet, usando del derecho que parecía darle su noble iniciativa (su diario era el primero que había propuesto la República), con un gran impulso de su corazón dijo: “No, que la Convención decida lo que quiera; si restaura al rey, nosotros podremos continuar siendo libres y huir de una tierra de esclavos que retomarían a un tirano”. Para conciliarlo todo, la proposición reservó a la Convención su derecho: el juramento fue individual; cada diputado se comprometió por sí mismo. La comisión extraordinaria, por conducto de Vergniaud, dijo entonces que acusada en el seno de la Comuna, pedía concluir y devolver sus poderes. La Asamblea no lo aceptó. Entonces tuvo Cambon un arranque heroico (téngase en cuenta que en aquellos momentos se asesinaba en Bicêtre, e incluso en la Force y en la Abbaye). Se indignó de la timidez de la comisión: “¡Cómo! dijo. ¡Acabáis de jurar la guerra a los reyes y a la monarquía y ya dobláis la cabeza ante no sé qué tiraníal< Si queremos que gobierne la Comuna, sometámonos tranquilamente. Alguna vez he combatido a la comisión; hoy la defiendo< Veo a unos hombres que se cubren con la máscara del patriotismo para trabajar contra la patria. ¿Qué quieren esos agitadores? ¿Ser nombrados en la Convención, reemp1azarnos?< Pues bien, que tomen de mí esta lección”. Continuó valerosamente, con una profecía fúnebre sobre las revoluciones, con las que los intrigantes luchando unos con otros, acabaría Francia por entregarse al extranjero. Este gran hombre, sólo conocido como el severo e irreprochable hacendista de la República, tuvo entonces, y con frecuencia después, en las crisis más tempestuosas, una rara originalidad: el heroísmo del buen sentido, al que nada hacía retroceder. Resistió toda la Revolución firme, solo y respetado. No quería la Gironda y la defendió; no amaba a Robespierre y le apoyó cuando fue necesario. Y el día en que Robespierre, en un último acceso de rabia denunciadora, llegó hasta a atacar la probidad de Cambon, cayó herido él mismo. Cambon había roto el hielo llamando por su nombre a la victoria de la Comuna: una tiranía, una resurrección de la monarquía bajo otro nombre. La reacción fue muy fuerte. Sucedió lo que ocurre en esos momentos en que nadie se atreve a hablar: en cuanto uno habla todos rompen a hablar con valentía. Los comisionados de la Asamblea, enviados por ella a las secciones, fueron recibidos por estas, contra lo que se esperaba, con amor y alegría. Es que la multitud había vuelto a las asambleas de las secciones; desiertas el 2 y el 3 fueron numerosas el 4. Todo el mundo tenía prisa por agruparse alrededor de los comisionados, para tranquilizarse y creer que había allí una Francia, una patria, una humanidad todavía y un mundo de vivientes. El pueblo, en cierto modo, surgió de lo profundo, salió de las tinieblas de la muerte para abrazar en sus representantes la imagen sagrada de la ley. Los calumniadores de la Asamblea creían que ya no les quedaba más que ocultarse; se excusaban con gran esfuerzo. En la sección de Luxemburgo uno de ellos alegó que había obedecido a la autoridad de Robespierre, a pesar de lo cual se acordó que merecía ser expulsado de su sección. En la de Postas, Cambon fue recibido como un dios salvador. Las mujeres y los niños que trabajaban en las tiendas de los equipos militares, los rodearon a él y a sus colegas con verdadero delirio. Todos en la sección, hombres y mujeres, querían arrojarse en sus brazos; le estrechaban y le abrazaban, y cuando llegó el decreto que anunciaba que la Asamblea iba a cerrarse, a dar fin a sus trabajos, a disolverse, todos los rostros estaban inundados de lágrimas. Todo parecía diferente desde la noche del 4. Oficiales municipales fueron a la Asamblea a presentar al abate Sicard, salvado de la Abbaye (así lo daban ellos a entender) gracias a su valerosa humanidad. Un miembro de la Comuna, el mismo que había ido a la Asamblea con Tallien en la noche del 2 al 3 y que entonces había elogiado la hermosa justicia popular, fue el día 5 con un inglés al que dijo que había salvado de la matanza. Lo que también resultó característico fue la humanidad repentina, los sentimientos generosos de que hizo alarde Santerre. Severamente amonestado el 4 por el ministro del interior, se excusó de la inercia de la guardia nacional, y dijo que, si persistía, su cuerpo serviría de escudo a las víctimas. Realmente no podía censurar aquella inercia, ya que no había hecho ningún llamamiento, ningún esfuerzo, ni mandado que tomaran las armas. ¿Y cómo podía haber dado semejante orden, cuando su cuñado Panis hacía que Marat, el apóstol de la matanza, tomase asiento en el comité directivo? Fue un espectáculo extraño el ver a Santerre convertido bruscamente, predicando en la gran sala del Ayuntamiento a la multitud que llenaba las tribunas, explicando las ventajas del orden y el peligro que había en creer a la ligera en acusaciones poco fundadas, en matar antes de esclarecerlas. La Comuna, privada durante tanto tiempo de la presencia de Danton, le vio llegar por fin el 4 por la noche, asombrado: iba a proteger a Roland quien, en aquel momento, ya no necesitaba protección. Pidió que se revocase el extraño acuerdo que se había dictado el día 2 contra el ministro del interior y que se mantenía aún suspendido sobre su cabeza como una espada, sin atreverse a dejarla caer. Los vientos no eran ya de matanza, todo el mundo la miraba con horror. Sin embargo, continuaba. Entonces se vio que lentamente los espíritus, una vez quebrantados, vuelven a recobrar la fuerza y el valor. Un extraño letargo, una parálisis inexplicable encadenaba a las masas. Había todavía unos cincuenta hombres en la Abbaye y otros tantos en la Force que mataban tranquilamente. Nadie se atrevía a molestarles. No mataban a muchos; los de la Abbaye, al haber hecho tabla rasa, no tenían más víctimas que los que el comité de vigilancia se encargaba de enviarles. En cuanto a la Force, los magistrados no se atrevían a turbar a aquellos asesinos en el ejercicio de sus funciones; únicamente se aventuraban a robarles algunos prisioneros que ocultaban en la cercana iglesia. Habían adquirido ya la costumbre, los asesinos no querían ni podían hacer otra cosa. Era una profesión. Ellos mismos se consideran verdaderos funcionarios encargados de ejecutar la justicia del pueblo soberano. La Comuna declaró el 4 que le habían afectado los excesos de la Force y de la Abbaye, pero al mismo tiempo rehusó salvar a los infortunados de Bicêtre, permitiendo que se alistasen. El consejo general, reducido a escaso número, estaba compuesto por los más violentos. Invitó a las secciones a que completasen el número de sus comisarios. De este modo las elecciones municipales se verificaron en pleno terror, durante la matanza. Las de la Convención se hicieron bajo la misma influencia. El primer elegido de París el 5 de septiembre fue Robespierre. Nada indicaba que la Comuna quisiera seriamente contener la efusión de sangre. El 4 y el 6 le propusieron que amnistiase a ciertos hombres que estaban con mortales angustias, los veinte o treinta mil firmantes de las peticiones lafayettistas y constitucionales en favor del rey. Un gran número de voluntarios que partían para los ejércitos habían hecho generosamente el juramento de olvidar el error de sus hermanos. La Comuna rechazó violentamente la proposición de votar el olvido. El 4 la comisión extraordinaria de la Asamblea había propuesto a Danton un medio muy sencillo para cambiar de golpe la situación: prender a Marat. Remedio radical, heroico. Sólo que se corría el riesgo de producir una violenta reacción. Prender a Marat era ejecutar el decreto de acusación que el partido lafayettista, realista, constitucional, había hecho publicar contra él. Era hacerse acusar como cómplice de Lafayette, era realzar la esperanza de los realistas, iniciar un movimiento que podía llegar demasiado lejos. En tales momentos el viento va deprisa; la tempestad una vez desencadenada en sentido inverso, hacía posible que los realistas constitucionales triunfasen desde el primer día, a los ocho días los realistas puros, ocho días después los prusianos. Danton contestó que antes que hacer prender a Marat, presentaría su dimisión. Brissot, a su vez, fue a casa de Danton y le instó vivamente a que obrase: “ ¿Hay algún modo de impedir, le dijo, que los inocentes perezcan con los otros?”. “No hay ninguno”, repuso Danton. Retrayéndose así la autoridad de una manera tan absoluta, no podía cambiar la situación, a no ser por una manifestación vigorosa de la indignación del pueblo. No se atrevió a manifestarse el 5 y no se produjo hasta el 6. Este mismo día aún hubo algunos asesinatos. Pétion había ido al consejo general y se pronunciaba contra los agitadores que pedían nuevas víctimas. Se oyeron aplausos confusos, luego voces distintas que manifestaban el asentimiento más decidido; finalmente, gritos de furor contra los bebedores de sangre: “Nosotros los perseguiremos. ¡Nosotros los prenderemos!” fue la frase unánime que salió de aquella tempestad, la verdadera voz del pueblo, que al fin se manifestaba. Pétion se puso en marcha, arrastró como vencedor a la Comuna humillada, fue a apoderarse de la Force y cerró sus ensangrentadas puertas (6 de septiembre). Aquellas voces de indignación parece que debieran hacer hundirse en la tierra a los sanguinarios idiotas que habían creído salvar a Francia deshonrándola. El 5 un miembro del consejo dejó oír amargas quejas contra Panis, el que furtivamente había introducido a Marat en el comité de vigilancia. Panis se presentó a contestar el 6 por la noche; no se sabe lo que pudo decir, pero el consejo se declaró satisfecho. Su apología había sido precedida por una extraña disertación de Sergent sobre la sensibilidad del pueblo, su bondad, su justicia, etc. Estas habladurías causan horror cuando tienen lugar entre la matanza de París y la matanza de Versalles, que la Comuna preparaba, que quería expresamente. Quería, podemos afirmarlo; de otro modo, no hubiera mostrado una obstinación feroz en violar por tres veces los decretos de la Asamblea. La Asamblea había ordenado que los prisioneros de Orleáns continuasen allí, luego que fuesen a Blois, y finalmente, a Saumur. La Comuna, oponiendo atrevidamente sus decretos a los de los representantes de Francia, ordenó que los prisioneros fuesen conducidos a París, mejor dicho, a la muerte: que se empezara de nuevo la matanza. Los directores de la Comuna necesitaban un nuevo golpe de terror no ya para salvar a Francia (como tantas veces habían repetido), sino para salvarse ellos mismos. El 7 el consejo general, apremiado de nuevo, se había visto obligado a nombrar una comisión para que examinase las quejas presentadas contra Panis. La maldición pública comenzaba a pesar sordamente sobre las cabezas de aquellos hombres, y en medio de su terror, se unían cada vez más a Marat, a la idea del exterminio. En el cambio universal de los espíritus había un hombre que no cambiaba. Sólo Marat mostraba una notable constancia en su opinión. Para él, los principios eran ante todo, quiero decir, un solo principio y muy sencillo: matar. No contento con los prisioneros enviados a las prisiones durante la misma ejecución, continuaba poblándolas con la esperanza de que un día u otro se vaciarían de una vez. Todos los días afirmaba que la salvación pública exigía “que se asesinara cuanto antes a la Asamblea Nacional”. Su sueño más dulce hubiese sido un San Bartolomé general en toda Francia. París era poco para él29. Había obtenido del comité de vigilancia que enviara comisionados para propagar el hecho con este título nuevo: Comisarios de los administradores de la salvación pública. Uno de los medios de salvación que estos comisarios proponían en Meaux, era fundir un cañón del calibre exacto de la cabeza de Luis XVI a fin de que al primer paso que se atreviesen a dar los prusianos se les enviase dicha cabeza en lugar de una bala. La circular en que Marat recomendaba la matanza en nombre de la Comuna y que había hecho circular bajo sobre del ministro de justicia (gracias a la cobardía de Danton) corría de departamento en departamento. El ejemplo de París, siempre tan poderoso, la autoridad respetable de la gloriosa Comuna, causaban gran impresión. En todas las ciudades hay siempre un puñado de alborotadores violentos (o que fingen serlo), un buen número también de imitadores imbéciles, que se reunían en la plaza y decían: “¿Y nosotros? ¿Es que no vamos a hacer algo atrevido<?”. La debilidad de los periódicos parisinos, que no se atrevían a censurar la matanza, contribuía bastante a engañar a los provincianos. ¿Qué decir cuando se lee en el pálido y frío Monitor estas vergonzosas palabras, “que el pueblo había formado la resolución más atrevida y más terrible”? Y ¿quién es el que en Francia se conforma con parecer menos atrevido? En Reims, en Meaux, en Lyon, se hizo a conciencia todo lo posible para no quedar muy por debajo de París. Se mataron a muchos prisioneros, curas, nobles y también a algunos ladrones; cerca de treinta personas perdieron la vida. Ningún prisionero estaba tan expuesto como los de Orleáns; eran unos cuarenta los que esperaban el juicio del alto tribunal que allí tenía asiento. La mayor parte eran hombres que se habían significado de una manera odiosa contra la Revolución. Estaba entre otros el ministro Delessart, conocido instrumento de las intrigas de la corte, de sus negociaciones con el enemigo. Estaba también allí Brissac, comandante de aquella guardia constitucional tan perfectamente reclutada entre los nobles de provincia más fanáticos, los burgueses más retrógrados, los maestros de armas, los espadachines reconocidos en los garitos. Brissac reunía condiciones estimables, era amigo personal de Luis XVI; en la corte se le citaba como un perfecto modelo de caballero francés, lo cual no le impedía ser amante de la Dubarry. Fue hallado escondido en casa de su amante, en el pabellón de Luciennes. La expedición de Orleáns fue confiada a dos hombres cruelmente fanáticos, Lazouski y Fournier, llamado el americano. Este estaba tan entusiasmado por el tema que sufragó los gastos necesarios con ayuda de un joyero y algunos otros. Adelantó unos veinte mil francos que más adelante le fueron reintegrados por la Comuna. Lazouski estaba doblemente furioso, doblemente exasperado, con rabia polaca y francesa. Hay que tener presente que en aquellos momentos (en el verano de 1792) los tres asesinos de Polonia consumaban su obra execrable, hipócrita, de desmembramiento. Lazouski se vengaba aquí de los crímenes de Petersburgo. Ya que no podía asesinar a los reyes, asesinaba a los realistas. La Asamblea, con su apasionado deseo de evitar la efusión de sangre, se humilló una vez más. Se convino tácitamente con la Comuna. Se acordó que los prisioneros no llegarían a París, sino que se quedarían en Versalles. Roland lo hizo preparar todo allí. Se envió por delante, para protegerlos, una masa de guardia nacional. Versalles no era menos peligroso que París. Ya lo hemos visto el 6 de octubre. En ninguna parte era más odiado el antiguo régimen. Había además entonces, en aquella ciudad, cinco o seis mil voluntarios, sin armas, sin uniformes, que esperaban el momento de partir, desocupados, aburridos y descontentos, vagando por las calles y tabernas. Sobra decir que la noticia de la llegada de los prisioneros de Orleáns les conmocionó. Se podía apostar que si llegaban a Versalles perecería hasta el último. Se asegura que un magistrado de Versalles, adivinando el peligro, fue a París y corrió a casa de Danton, que le recibió muy mal. Danton no podía ordenar que el cortejo retrocediera sin cortar el gran litigio, sin declararse por la Asamblea contra la Comuna. La Comuna acababa de lograr una victoria; aquel mismo día había sido nombrado Marat diputado por París. Danton, gruñendo, dijo al pronto estas palabras en voz baja, como un perro: “—Esos hombres son muy culpables. — Concedido, pero el tiempo apremia< —¡Esos hombres son muy culpables! —¿Pero qué queréis hacer finalmente? —¡Eh, caballero!, exclamó entonces Danton con voz de trueno. ¿No veis que si tuviera algo que responderos hace tiempo que ya lo habría hecho?< ¿Qué os importan esos prisioneros? Cumplid con vuestro deber. Ocupaos de vuestros negocios”. La cosa ocurrió como podía preverse. La escolta formada delante y detrás, no protegía los flancos del convoy. En la verja de la Orangerie una tropa confusa rodeó las carretas y las asaltó. Un jardinero al que en otro tiempo había despedido Brissac le dijo: “¿Me reconoces?” (sabemos este detalle por un testigo ocular). Le cogió por la solapa y le rompió en la cabeza un jarro de barro que tenía en la mano. Este fue el principio de la matanza. El alcalde de Versalles hizo esfuerzos increíbles para salvar a los prisioneros; él mismo estuvo en peligro. Todo fue inútil. Una vez excitados con la vista de la sangre corrieron a la prisión y mataron allí todavía a una docena de personas más. Lazouski y Fournier volvieron tranquilamente a París con sus carretas vacías y no encontraron allí el recibimiento que se habían hecho la ilusión que tendrían. Sus hombres, inquietos al no ver París tan enérgico como lo habían dejado, intentaron tranquilizarse con alguna demostración de aprobación del ministro patriota. Fueron ante la casa del ministro de justicia y gritaron: “¡Danton! ¡Danton!”. Contestó a este llamamiento, y apareciendo en el balcón, el miserable esclavo, acostumbrado a ocultar la debilidad de sus actos con el orgullo de su palabra, dijo (al menos así se asegura): “El que os da las gracias no es el ministro de justicia, es el ministro de la Revolución”. Danton se veía entonces en una crisis peligrosa en la que iba a encontrarse frente a la terrible Comuna, en oposición con ella; la máscara que había adoptado peligraba que se la arrancasen. Disputaba a la Comuna la vida de un prisionero mucho más importante para él que todos los que habían perecido en Versalles, el célebre constituyente Adrien Duport. La corte le había consultado, lo mismo que a Barnave y a Lameth. En el mismo manifiesto de Leopoldo, en el retrato poco halagador que el emperador hacía en él de los jacobinos, se había creído reconocer la pluma demasiado hábil del famoso triunvirato. Estas culpables inteligencias con el enemigo eran demasiado creíbles, pero no estaban de ningún modo probadas. Lo que lo estaba mejor, lo que era cierto, histórico, eran los inmensos servicios que Adrien Duport había prestado, en la Constituyente, a Francia y a la Revolución. La vida de semejante hombre era en verdad sagrada. La Revolución no podía atentar contra ella sino con mano parricida. Danton quería salvarle a toda costa y con ello pagaría la deuda de la patria, mejor aún, la de la humanidad entera. ¿Quién no recordaba las palabras conmovedoras de Duport en su discurso contra la pena de muerte: “Hagamos al hombre respetable ante el hombre<”? Todo esto estaba ya olvidado. ¡Y apenas hacía un año, tan rápido había pasado el tiempo desde el 91 al 92! Pero Danton se acordaba y quería salvar a Duport a toda costa. Danton podía tener alguna razón personal para temer que un hombre que sabía tantas cosas fuese interrogado e hiciese pública confesión. En la primitiva organización de los Jacobinos y más adelante, quizás en algunas de sus intrigas con la corte, habría probablemente empleado Duport a Danton. ¿Era interés? ¿Generosidad? Acaso los dos motivos a la vez le hacían desear apasionadamente salvar a Duport. Éste era precisamente uno de los que el comité de vigilancia había tenido cuidado de buscar, en el momento de las visitas domiciliarias, el 28 de agosto. Sin embargo no estaba de ningún modo comprometido por los últimos acontecimientos. Hacía más de seis meses que la corte no se servía de Duport ni de los constitucionales; no se dignaba ya engañarlos; no tenía esperanza más que en el apoyo del extranjero. Duport, que continuaba en París, en su casa del Marais, no se ocupaba más que de cumplir sus deberes como presidente del tribunal criminal; era un magistrado, un burgués inofensivo, un guardia nacional; había hecho su guardia en la noche del 10 de agosto, había permanecido en su puesto y no había estado en el castillo. Durante las jornadas de septiembre había estado en su casa de campo de Nemours; el 4, cuando volvía de paseo con su mujer, fue arrestado por el alcalde del lugar acompañado de unos treinta guardias nacionales. El ilustre legista dijo a aquel alcalde de aldea que su autorización de un comité de policía de París no tenía valor alguno fuera de París. Pero la población estaba muy agitada y las amenazas de los voluntarios que estaban allí obligaron al alcalde a conducirle a las prisiones de Melun. Si hubiera sido llevado a París, habría perecido con seguridad; aún mataban allí el 5 y hasta el 6. Afortunadamente Danton fue avisado a tiempo y ordenó a la municipalidad de Melun que le conservaran prisionero, fuesen cual fuesen las órdenes que se le comunicasen. Además, y por temor a que su mensaje no llegara o no produjera efecto, dio orden a todas las autoridades de las localidades del camino que detuviesen a tan importante prisionero en cualquier punto del viaje en que se hallara. Entretanto los celosos de Melun no perdían el tiempo. Hicieron creer a Duport que iban a reclamar ante la Asamblea Nacional contra la ilegalidad de su detención y en realidad lo que hicieron fue pedir al comité de vigilancia una nueva orden para sacarle de la prisión de Melun y conducirle a París. Llegó esta orden a Melun y quedó la municipalidad de esta ciudad entre el comité de vigilancia, que ordenaba que se le entregara, y el ministro de justicia, que mandaba que lo conservarán. En la duda creyó lo más prudente no hacer nada, dejar las cosas en el mismo estado en que se hallaban y mantuvo al prisionero. Danton había previsto muy bien el conflicto. Al día siguiente del día en que lo envió a Melun, se proveyó de un decreto de la Asamblea (8 de septiembre) que encargaba al poder ejecutivo (es decir a Danton) que acordase acerca de la legalidad de la detención de Duport. Con este acto vigoroso, arrancaba Danton una víctima a la Comuna; era la primera vez que se mostraba valiente contra ella y que se atrevía a ponerse en su contra, desmintiendo su falsa unanimidad con los hombres de sangre. Duport continuó en Melun, pero Danton no se atrevió a llevar más adelante su ventaja. Rogó al comité de vigilancia que comunicase los antecedentes a los tribunales. El comité repuso con dureza que no necesitaba instruir proceso para prender a semejante hombre, que por otra parte habían encontrado a Duport cartas singularmente sospechosas. El comité se sentía fuerte. Las matanzas se habían traducido inmediatamente en elecciones favorables a la Comuna. En los días de terror en que las asambleas electorales eran poco numerosas, los violentos luchaban con ventaja. El 5 eligieron a Robespierre y el 8 a Marat. Dos días después de la matanza de Versalles, el 11, resultaron elegidos Panis y Sergent. Entonces creyó Marat que podría obligar a Danton, poniéndolo en el caso de adoptar una situación más clara que la que hasta entonces había mostrado. Le tenía cruelmente cogido por el asunto de Duport. El 13 publicó junto con las cartas de Danton y del comité, las que habían encontrado a Duport, cartas enigmáticas y propicias para excitar la curiosidad. Estas cartas, publicadas primero en El Amigo del Pueblo, se insertaron después en otros diarios; todos aprovecharon la ocasión para perder a Danton, mostrándolo en connivencia con un conspirador realista. Marat creyó haberle herido de muerte; entonces le escribió una carta injuriosa, insultante, en la que le anunciaba que desde los periódicos-folleto y pasquines iba a arrastrarle por el lodo. El león, furioso, sintió la cadena, se vio cogido por un perro< Ni siquiera rugió. Cedió a las circunstancias, devoró su corazón y corrió a la alcaldía. En el mismo edificio residían el inocente alcalde de París, Pétion, y la dictadura de la matanza, el comité de vigilancia, Marat y los maratistas. Danton no fue desde luego derecho al que quería ver, sino a casa de Pétion, Gritó, gesticuló, declamó contra la insolente carta que Marat se había atrevido a escribirle. “Pues bien, le dijo Pétion, bajemos al comité y os explicaréis juntos”. Bajaron. En presencia de Marat el orgullo se volvió a apoderar de Danton y trató a aquel duramente. Marat no desmintió nada, sostuvo lo que había dicho, añadiendo que por lo demás, en semejante situación debía olvidarse todo. Y entonces tuvo un arranque de sensibilidad, como le sucedía con frecuencia, desgarró la carta que había mortificado a Danton y se arrojó en sus brazos. Danton soportó el beso, sin perjuicio de lavarse enseguida. No por ello dejaba de sentir la cadena ceñida al cuello. Marat le tenía cogido por Duport. Si Danton defendía a Duport, estaba perdido, mordido de muerte por Marat. Si Danton entregaba a Duport, probablemente estaba perdido; Duport hablaría, sin duda, antes de morir y arrastraría consigo a Danton. Éste debía esperar, ganar tiempo. Los maratistas podían perecer por sus mismos excesos. Lo que parecía que debía romper en muy poco tiempo aquella tiranía anárquica, no era solamente el horror de la sangre, sino el temor al pillaje. Los robos se multiplicaban. Los que se creían dueños de la vida de los hombres se creían con mayor razón dueños de sus bienes. Si Marat no aconsejaba el reparto de las propiedades, su amigo Chabot aseguraba que era porque no creía a los hombres todavía lo bastante virtuosos. Muchos no lo creían así; se juzgaban suficientemente virtuosos y para empezar, intentaban hacer el reparto con sus propias manos; primero el de las alhajas y los relojes, en pleno día, en los bulevares. Si el hombre despojado gritaba, los ladrones gritaban mucho más alto: “¡Al aristócrata!”. La multitud pasaba con la cabeza baja ante aquel grito tan temido y no se atrevía a intervenir. París volvía al estado salvaje. Y como sucede en tales casos, como los individuos no esperaban nada de la protección de la ley, intentaron asociarse para protegerse ellos mismos. Las antiguas fraternidades bárbaras, los ensayos antiguos y groseros de solidaridad, de protección mutua, encontraron imitadores en París a finales del siglo dieciocho. En la Abbaye, la sección ensangrentada, temblando todavía por la matanza, propuso a las otras secciones “una confederación entre todos los ciudadanos para garantízarse mutuamente los bienes y la vida”. Debían hacerse reconocer llevando siempre consigo una tarjeta de la sección. De este modo cada uno tenía su sección por garantía, estaba protegido por ella. Debía esperarse que ya no se vería a un desconocido, a un quídam con banda, llamar a la puerta en nombre de la ley, romperla si no la abrían, coger a un ciudadano, llevárselo y arrojarle en las prisiones todavía húmedas de sangre. Luego, cuando se quería buscar el origen, no se encontraba nada. ¿En el comité de vigilancia y de policía? Ni él mismo sabía nada. Se acababa por descubrir que era uno de sus miembros, a menudo uno sólo, y lo más a menudo Marat, quien por todos, sin prevenirlos, había firmado con sus nombres, redactado el mandato de detención, autorizado al quídam. Las autoridades de París no se contentaban ya con reinar en aquella ciudad. Extendían su reino a treinta y a cuarenta leguas. Daban a las gentes a las que llamaban administradores de salvación pública, poderes concebidos en estos términos: “Autorizamos al ciudadano tal para que se traslade a tal ciudad para que se apodere de las personas sospechosas y de las pertenencias valiosas”. Desde las ciudades, aquellos comisarios, con su espíritu de conquista, circulaban por los campos, iban a los castillos cercanos y cogían y se llevaban todos los objetos de valor. La ocasión era la ideal para atacar a la Comuna. La Asamblea tomó sus medidas y esta vez con una temible unanimidad, que demostraba que los dantonistas obraban de acuerdo con la Gironda. La Asamblea publicó un decreto prohibiendo que se obedeciera a los comisarios de una municipalidad fuera de su territorio. Un golpe no menos grave se asestó a la Comuna y a toda aquella red de agentes que creaba a su capricho, delegando su tiranía en el primero a quien se le antojaba ceñirle su terrible banda. A propuesta del dantonista Thuriot decretó la Asamblea que “todo el que usara indebidamente la banda municipal sería castigado con la muerte”. No nos cabe duda de que en esta ocasión habló Danton por boca de Thuriot, tomando la revancha del beso de Marat. Se quería hacer creer para justificar tan violento decreto, que todas aquellas gentes con banda, que sin derecho ni autoridad ponían los sellos, hacían embargos y se llevaban lo que les parecía, eran unos canallas. ¿Acaso los mismos municipales estaban completamente limpios? Tentados estamos de dudarlo. Su ilimitada autoridad, la disposición absoluta que en todos los asuntos se atribuían, les colocaba en una pendiente muy resbaladiza. Era de temer que aquellos brutos, inflexibles por naturaleza, inaccesibles a la piedad, verdaderos estoicos para los demás, lo fuesen menos para ellos mismos. ¿En el vértigo del momento, con el manejo confuso, indistinto de tantos asuntos y de tantos objetos, no se impondría la pasión dominante? (porque todos tienen una, éste las mujeres, aquél el dinero, etc.). Se cuenta que el comité de vigilancia que tenía en su poder los despojos de los muertos de septiembre, una gran masa de alhajas, tuvo la idea, en un momento de apuro público, de convertirlas en dinero. Quizás demasiado pronto (algunos días después de la matanza); apenas había habido tiempo para lavar las manchas; aquellas joyas olían a sangre. Anillos abollados por el sable que había cortado los dedos, pendientes arrancados con trozos de orejas, eran en verdad cosas demasiado tristes que no convenía enseñar; mejor hubiera sido enterrar aquellos tristes despojos marcados con las huellas de la muerte, que no podían llevar la buena suerte a nadie. Los miembros del comité trataron de venderlos en pública subasta, pero por muy pública que fuese no era menos sospechosa; ¿quién se hubiera atrevido a pujar por ningún objeto si se les antojaba decir que ellos compraban tal o cual? Y esto es precisamente lo que ocurrió. Sergent, por su condición de artista, miraba y daba vueltas sin cesar a un camafeo de ágata de gran precio: “No era, dice en sus justificaciones, un camafeo antiguo”. Poco importa; fuese antiguo o moderno, se enamoró de él. Nadie se atrevió a pujar por él. Sergent lo adquirió por el precio de tasación. ¿Lo pagó? Aquí comienza la disputa. Sergent, en sus Notas, dice: Sí; la información conservada en la Jefatura de policía parece que dice: No. Se inclina uno a creer que el artista necesitado, que recibía una pequeña indemnización por su asistencia al rey de Francia, obró en aquella ocasión realmente, se reservó el derecho de pagar cuando quisiera y provisionalmente se adjudicó el objeto que había excitado su capricho. No hay duda de que pudo coger otras cosas mucho más preciosas. Sea como fuere, Sergent, en su larga vida, muy honrada, sufrió esto miserablemente, hablando de ello sin cesar, escribiendo de ello sin parar, apostándose al paso de los extranjeros de Europa, deteniéndolos, obligándolos por decirlo así, a oír su apología. Hasta su muerte, estuvo como perseguido por aquella fúnebre joya, que parece haberle tentado pérfidamente para amargarle sus días con el recuerdo de septiembre. Todo el mundo, en realidad, en aquellos momentos, actuaba como un rey. Tras descubrirse bajo los escombros del Carrousel unas cuevas con toneles de aceite y de vino, los transeúntes, como pueblo soberano, herederos naturales del rey, decidieron que el aceite y el vino les pertenecían. Bebieron el vino, vendieron el aceite, y todo ello sencillamente, en pleno día, sin reparos ni escrúpulos. Eso no fue todo. Se recordará que un miembro de la Comuna había creído en el mes de agosto que debía retirar del Garde-Meuble un cañoncito de plata. Este hecho llamó la atención de algunos sobre dicho depósito. Notaron que apenas estaba custodiado; no se podía ni reunir ni mantener un destacamento lo bastante numeroso de guardia nacional. En el saqueo universal que imperaba por doquier, se adjudicaron la mejor parte, los diamantes de la corona. Se llevaron entre otros el Regente, y esperando la ocasión de poderse deshacer de él, lo ocultaron bajo una viga de una casa de la Cité. La audacia de semejante robo revelaba bien a las claras la debilidad de los poderes públicos. El ministro del interior iba invariablemente todas las mañanas a la Asamblea a confesar que no podía hacer nada, que no era nada y que la autoridad ya no existía. La conciencia pública flotaba, conmovida por la matanza; muchos hombres juzgaban problemático el derecho del prójimo a la vida. Un cura, el superior de Sainte-Barbe, había obtenido el día 10 un pasaporte de Roland, a título de humanidad; ésta era la nota del ministro. En el momento de partir hizo noche en casa de un pariente suyo, que le septembrizó. El hecho fue revelado por una muchacha que durmió con el asesino aquella misma noche. Circulaban rumores horribles; las prisiones, llenas de nuevo y atestadas, temían de un momento a otro que empezase otro degüello general. Los prisioneros de Sainte-Pélagie, con la agonía del miedo, dirigieron una petición a la Asamblea para que no se les matase, por lo menos antes de juzgarles. La misma Asamblea estaba tan en peligro como todo el mundo. Marat pedía todos los días que fueran degollados aquellos traidores, aquellos realistas, aquellos partidarios de Brunswick. Asesinar a la Legislativa era su tema habitual. Lo más extraño, lo que no se hubiera podido adivinar jamás, es que al parecer quería ya que se degollase a la Convención, que no existía todavía. Recomendaba al pueblo que la rodeara, “que quitase a sus miembros el talismán de la inviolabilidad, a fin de poder entregarlos a la justicia popular< Importa, decía, que la Convención esté sin cesar a la vista del pueblo y que pueda apedrearla<”. Degollar a la Asamblea antigua, amenazar de muerte a la nueva que llegaba, era el medio infalible para impedir el restablecimiento del orden, toda resurrección del poder público. Y afortunadamente, hubo diputados enérgicos que, importandoles poco vivir o morir, insistieron con indignación para salvar al menos su honor,para rechazar el infame dictado de traidores que tanatrevidamente se prodigaba contra los miembros de la Asamblea. Aubert—Dubayet instó a la comisión encargada de examinar los papeles cogidos el 10 de agosto, a que dijera si había alguien que inculpase verdaderamente a alguno de los representantes. El irreprochable Gohier, miembro de esta comisión, repuso que “examinados aquellos papeles en presencia de los comisarios de la Comuna, no habían ofrecido nada que pudiese arrojar la menor sospecha contra ninguno de los miembros de la Asamblea legislativa”. Cambon se expresó entonces con la profunda indignación de la virtud ultrajada: “¡Se dice, se publica que cuatrocientos diputados son traidores y continuaríamos aquí repitiéndonoslo al oídol< ¡No, no, muramos si es preciso pero que se salve Francia!< La soberanía está usurpada. ¿Por quién? Por treinta o cuarenta personas asalariadas por la nación< ¡Que se armen todos los ciudadanos! ¡Requiramos la fuerza armada! Ella aplastará a esas gentes de barro que venden la libertad a cambio de oro. Pido que las autoridades comparezcan ante la barra, que la Asamblea les hable del estado de París y les recuerde su juramento”. Esta violenta exclamación con que el hombre más considerado por su probidad hacía una especie de llamamiento a las armas contra la Comuna era menos terrible por sí misma que por la ocasión que la había motivado; la ocasión era nada menos que el robo del Garde-Meuble. El suceso del cañón de plata, el de la plata robada, el del camafeo de Sergent, un gran número de embargos ilegales de objetos preciosos, la falta de orden y de contabilidad, hacían demasiado verosímil esta acusación (en realidad, injusta). Aquel mismo día, 17 de septiembre, Danton creyó que la Comuna estaba bastante quebrantada y tuvo un atisbo de audacia. Sin preocuparse de lo que dijera el comité de vigilancia ni de los ladridos de Marat, encargó el asunto de Duport, no al tribunal extraordinario, como había ofrecido él mismo, sino sencillamente al tribunal de Melun, encargándole que fallase acerca de la legalidad de la detención de Duport. Este tribunal no perdió un minuto y el 17, en cuanto se recibió el correo, declaró ilegal la detención y puso en libertad al prisionero30. Danton aprovechó la ocasión para hacer una cosa muy humana. Hizo abreviar para todos los detenidos que habían escapado de la matanza, el tiempo de su detención. Un hecho demostró cuánto había cambiado la situación en pocos días: una comuna del Franco Condado no temió prender a dos de aquellos terribles comisarios de la salvación pública. La Comuna del Champlitte, en nombre de la igualdad, declaró que no obedecía a la de París. Este ejemplo fue imitado por un gran número de ciudades. El consejo general de la Comuna comprendió que ya era tiempo de sacrificar a su comité de vigilancia. El 18 por la noche se sublevó violentamente contra este comité, arrojó sobre él la responsabilidad de todo lo que se había hecho, le anuló y recordó que ninguna persona ajena al consejo general podía formar parte del comité de vigilancia. Esto en contra de Marat, introducido subrepticiamente, y contra Panis, el culpable introductor de Marat. La loca y furiosa audacia de los maratistas era tan conocida que no podía creerse que recibiesen aquel golpe sin contestar con un crimen, con alguna nueva tentativa de matanza. Estos temores aumentaron en vez de disminuir cuando el 19 el consejo general declaró que estaba dispuesto a morir por la seguridad pública. El mismo día proclamó la Asamblea en un manifiesto, para terror de Francia, el rumor que corría. Que el día en que cesara la Asamblea en sus funciones serían asesinados los representantes del pueblo. Sancionó medidas de seguridad para la ciudad de París, especialmente aquella federación de defensa mutua de la que había dado ejemplo la sección de la Abbaye y la obligación que tenían todos los ciudadanos de llevar siempre consigo una tarjeta de seguridad. A pesar de todas estas precauciones nadie estaba tranquilo. Nadie se persuadía de que Francia franquearía sin algún nuevo y terrible choque el temido paso de la Legislativa a la Convención. Aquellos que para sostenerse habían empuñado una vez el puñal del 2 de septiembre, ¿vacilarían en volverlo a empuñar? Nadie lo creía. Un gran número de diputados estaban convencidos de que les quedaba muy poco tiempo de vida. La mayor parte pensaba que era inminente una nueva matanza en las prisiones. Vergniaud halló en aquella espera, temible para los corazones vulgares, en un rapto de inspiración sublime, una frase sagrada que repetirán los siglos venideros. Otros que no tenían derecho a decirla han usurpaclo aquella frase. Han dicho siguiendo a Vergniaud: “¡Perezca mi memoria por la salvación de Francia!”. Para que se inmole su memoria es preciso primero que sea pura. La víctima debe ser pura para que sea agradable a Dios. Vergniaud, después de haber hablado de la tiranía de la Comuna y demostrado que Francia estaba perdida si no derrocaba aquella nueva realeza, dijo: “Tienen puñales, ya lo sé< ¿Pero qué le importa la vida a los representantes del pueblo cuando se trata de su salvación?< Cuando Guillermo Tell ajustó la flecha para disparar contra la fatal manzana colocada sobre la cabeza de su hijo, dijo: “¡Perezcan mi nombre y mi memoria, con tal de que Suiza sea libre!”< Y nosotros también diremos: ¡Perezca la Asamblea Nacional, con tal de que sea libre Francia! ¡Que perezca, si evita una mancha al nombre francés! ¡Si su vigor enseña a Europa que a pesar de las calumnias hay aquí algún respeto a la humanidad y alguna virtud públical< ¡Sí, perezcamos y ojalá sobre nuestras cenizas puedan nuestros sucesores, más felices, asegurar la dicha de Francia y fundar la libertad!”. La Asamblea en masa se levantó, lo mismo que el público de las tribunas. Aquella generación heroica se sacrificó en aquel momento por las que habían de venir. Todos repitieron a una voz: “¡Sí, sí, perezcamos, si es preciso< y perezca nuestra memoria!”. El pueblo que decía esto no merecía perecer. Y en aquel mismo momento se había salvado. Francia ganó tres días después la batalla de Valmy. (20 1792)
Impulso de la guerra.—Muerte heroica de Beaurepaire (1 de
septiembre).—Ofrecimientos patrióticos.—Admirable concordia de los partidos.—Dumouriez apoyado por los girondinos, por los jacobinos y por Danton.—Abnegación unánime de todos.—Profunda ínmoralidad de las potencias invasoras.—Duda e incertidumbre de los alemanes.— Goethe y Fausto.—Indecisíón del duque de Brunswick.—Los prusianos hablan de restaurar el clero y de obligar a que sean devueltos los bienes nacionales.—Pureza heroica de nuestro ejército; cómo recibe a los septembrízadores.—Dumouriez se deja envolver.— Unanimidad para upoyarle.—Estado formidable de los campos del Este.—Dumouriez y Kellermann en Valmy (20 de septiembre).— Firmeza del joven ejército bajo el fuego.—Los prusianos avanzan dos veces y se retiran.
El gran orador había sido, en aquel momento sublime, el
pontífice de la Revolución. Había hallado y dado la fórmula religiosa de la abnegación heroica. Así, en las antiguas batallas de Roma, cuando la victoria estaba indecisa, cuando vacilaban las legiones, avanzaba el pontíflce, vestido de blanco, al frente del ejército y pronunciaba las palabras del rito sagrado; se presentaba un hombre, Decio o Curtio, que las repetía palabra por palabra y se sacrificaba por el pueblo. Aquí, Vergníaud fue el pontífice, pero no fue un hombre el que repitió su fórmula, fue todo el pueblo. Francia fue Decio. No, la anarquía de París no debía engañar a nadie sobre el carácter de aquel momento. Aquella muerte era una vida. El alejamiento que se reprochaba a la población por los trabajos interiores obedecía a su impulso por la guerra. Comprendía instintivamente que la batalla del mundo no se libraría aquí. La defensa está en la mano y no en el corazón. Preparar la defensa de París es siempre el augurio más triste. Sepan bien que el día en que el pesado materialismo de la monarquía fortificó a París, lo debilitó. El día en que queráis que sea inexpugnable derribad sus murallas. La defensiva no es para Francia. Francia no es un escudo. Francia es una espada viva. Ella misma se dirigía a la garganta del enemigo. Cada día salían de París 1.800 voluntarios, y así hasta 20.000. Hubiera habido muchos más si no los hubieran retenido. La Asamblea se vio obligada a retener en sus talleres a los tipógrafos que imprimían las actas de sus sesiones. Fue necesario decretar que cierta clase de obreros, los herreros, por ejemplo, útiles para fabricar armas, no debían partir. No habría quedado ninguno para forjarlas. Las iglesias presentaban un espectáculo extraordinario, como no lo ofrecían hacía muchos siglos. Habían vuelto a adquirir el carácter municipal y político que tuvieron durante la Edad Media. Las asambleas de las secciones que en los templos se celebraban recordaban las de las antiguas comunas de Francia o las de los municipios italianos que se reunían en las iglesias. La campana, ese gran instrumento popular cuyo monopolio se ha apropiado el clero, había vuelto a ser lo que fue entonces, la gran voz de la ciudad, el llamamiento al pueblo. Las iglesias de la Edad Media habían recibido a veces las ferias y las reuniones comerciales. En 1792, ofrecieron un espectáculo análogo (pero menos mercantil, más conmovedor) las reuniones de la industria patriótica que trabajaban para la salvación común. Allí se habían reunido millares de mujeres para preparar las tiendas, los vestidos, los equipos militares. Trabajaban y eran felices, comprendiendo que con aquel trabajo daban albergue y vestían a sus padres y a sus hijos. Al principio de aquella ruda campaña de invierno que se preparaba para tantos hombres, hasta entonces pegados a la chimenea, calentaban de antemano aquel pobre traje de soldado con su aliento y su corazón. Cerca de aquellos talleres de mujeres, las mismas iglesias ofrecían escenas misteriosas y terribles, y numerosas exhumaciones. Se había acordado que se aprovecharía para el ejército el cobre y el plomo de los féretros. ¿Por qué no? ¡Y cuán cruelmente no se ha injuriado a los hombres del 92 por aquel trasiego de las tumbas! ¡Cómo! ¿La Francia de los vivos, tan próxima a perecer, no tenía derecho a pedir socorro a la Francia de los muertos y obtener de ella armas para defenderse? Si para juzgar semejante acto es preciso conocer la opinión de los muertos, la historia responderá, sin vacilar, en nombre de nuestros padres cuyos sepulcros se abrieron, que las hubieran dado para salvar a sus hijos. ¡Ah! Si hubieran sido interrogados los mejores de aquellos muertos, si se hubiera podido conocer la opinión de un Vauban, de un Colbert, de un Catinat, de un canciller l'Hôpital, de todos estos grandes ciudadanos, si se hubiera consultado el oráculo de la que merece no una tumba, sino un altar, de la Doncella de Orleáns< toda aquella antigua y heroica Francia habría contestado: “No vaciléis, abrid, registrad, tomad nuestros féretros, nuestros huesos si aquellos no bastan. Todo lo que resta de nosotros lleváoslo, sin dudar, para hacer frente al enemigo”. Un sentimiento muy parecido hizo vibrar a Francia estremeciéndola profundamente, cuando en efecto, la atravesó un ataúd, traído desde la frontera, el del inmortal Beaurepaire, que no con palabras, sino con un hecho y de un golpe, le dijo lo que debía hacer en aquellas extraordinarias circunstancias. Beaurepaire, antiguo oficial de carabineros, había formado y dirigido desde 1789 el intrépido batallón de los voluntarios de Maine y Loira. En el momento de la invasión aquellos valientes tuvieron miedo de no llegar lo bastante rápido. No se entretuvieron hablando en el camino; atravesaron toda Francia a paso de carga y se metieron en Verdun. Tenían el presentimiento de que en medio de las traiciones que les rodeaban, debían perecer. Encargaron a un diputado patriota que diese a sus familias el último adiós, que las consolase y les dijese que habían muerto. Beaurepaire acababa de casarse, se separaba de su joven esposa, y no por ello tuvo menos firmeza. El comandante de Verdun reunió un consejo de guerra para que le autorizasen a entregar la plaza. Beaurepaire rechazó todos los argumentos de la cobardía. Viendo por fin que no conseguía nada de aquellos nobles oficiales, cuyos corazones realistas estaban ya en el otro campo, dijo: “Señores, he jurado no entregarme sino muerto< Sobrevivid a vuestra vergüenza< Soy fiel a mi juramento; he aquí mi última palabra, yo muero”. Y se voló la tapa de los sesos. Francia se reconoció y se estremeció de admiración. Se puso la mano sobre el corazón y sintió que la fe volvía a él. La patria no flotó ya incierta e indecisa; se le vio real y viva. No se duda de los dioses ante los que así se sacrifican. Con un verdadero sentimiento religioso, millares de hombres apenas armados, mal equipados todavía, pedían desfilar ante la Asamblea Nacional. Sus palabras, a menudo enfáticas y declamatorias, que atestiguaban su impotencia para expresar lo que sentían, rebosan del sentimiento vivísimo de fe que henchía sus corazones. No es en los discursos preparados de sus oradores donde hay que buscar aquellos sentimientos, sino en los gritos, en las exclamaciones que brotan de sus pechos: “Venimos como a la iglesia”, decía uno. Y otro: “Padres de la patria, aquí nos tenéis; bendeciréis a vuestros hijos”. En aquellos días el sacrificio fue verdaderamente universal, inmenso y sin límites. Varios cientos de miles dieron sus cuerpos y sus vidas, otros su fortuna, todos sus corazones, con el mismo impulso< De entre las interminables columnas de aquellas ofrendas infinitas de un pueblo, entresaquemos cualquier línea, al azar. Unas pobres mujeres del mercado llevaron cuatro mil francos, el producto sin duda de algunas toscas alhajas, acaso sus anillos de boda< Varias mujeres de los departamentos, especialmente las del Jura, habían dicho que si partían todos los hombres ellas harían las guardias. Esto fue también lo que ofreció en la Asamblea Nacional una tendera de la calle de Saint-Martin que iba con su hija. La madre dio su cruz, un corazón de oro y su dedal de plata. La niña dio lo que tenía, un pequeño cubierto de plata y una moneda de quince sueldos. ¡Aquel dedal, el instrumento de trabajo para la pobre viuda, la pequeña moneda que constituía toda la fortuna de la niña! ¡Ah! ¡Tesoro! ¿Y cómo así no había de vencer Francia?< ¡Dios te lo premie en el cielo, niña! ¡Con tu dedal y tu moneda de plata va Francia a organizar ejércitos, ganar batallas, derrotará a los reyes en Jemmapesl< ¡Tesoro sin fondo!< Y cuantos más enemigos vengan más se encontrará todavía< Al cabo de dos años habrá para pagar a nuestros doce ejércitos. Ningún partido, es preciso decirlo, se mostró indigno de Francia en aquel momento sagrado. Digamos mejor que si había violentos disentimientos sobre la cuestión interior, sobre la cuestión de la defensa no hubo partidos. El pueblo fue admirable y nuestros jefes fueron admirables. Demos gracias a la vez a la Gironda, a los jacobinos y a Danton. La salvación de la patria dependió ciertamente de un acto muy hermoso de acuerdo, de unanimidad, de sacrificio mutuo, que realizaron en aquel momento esos encarnizados enemigos. Todos se pusieron de acuerdo para confiar la defensa nacional a un hombre al que la mayoría odiaba y detestaba. Los girondinos odiaban a Dumouriez y no sin razón. Ellos le habían hecho llegar al ministerio, él les había arrojado de él con tanta falsedad como ingratitud. Ellos fueron a buscarle al ejército del Norte, en la modesta situación que ocupaba, y le nombraron general en jefe. Los jacobinos no querían de ningún modo a Dumouriez; comprendían bien su doble juego. Sin embargo, juzgaron que aquel hombre querría, ante todo, la gloria, que querría vencer. Esta fue la opinión de un joven muy influyente entre ellos, Couthon, amigo de Robespierre; aprobaron y sostuvieron su nombramiento de general en jefe. Danton hizo más. Dirigió a Dumouriez. Le envió sucesivamente sus ideas, Fabre d'Églantine, y su brazo, Westermann, uno de los combatientes del 10 de agosto. Rodeó aquel espíritu intrigante del antiguo régimen del gran aliento revolucionario, que de otro modo le hubiera faltado. Hubo así perfecta unanimidad en la elección del hombre y la misma unanimidad para concentrar todas las fuerzas en su mano. Fueron separados o se le subordinaron todos los oficiales generales que podían pretender una parte del mando. El viejo Luckner fue enviado a Châlons para que formase reclutas. Se ordenó a Dillon, de rango más elevado que Dumouriez en la jerarquía militar, que obedeciese a Dumouriez. La misma orden se dio a Kellermann, que gruñó, pero obedeció. Todas las fuerzas de Francia y su destino fueron entregadas a un oficial poco conocido y que hasta entonces no había mandado en jefe. Así es como el genio soberano de la Revolución elevaba a quien le agradaba. ¿Por qué adivinaba tan bien a los hombres? Porque era él mismo quien los hacía. Esta vez hizo un hombre. Aquel Dumouriez que había vivido miserablemente en los grados inferiores, en una diplomacia próxima al espionaje, le coge la Revolución, le adopta, lo eleva por encima de sí mismo y le dice: Sé tú mi espada. Aquel hombre eminentemente valiente y espiritual no fue indigno de las circunstancias. Demostró una actividad, una inteligencia extraordinaria; sus memorias lo atestiguan. Lo que no se ve en ellas, sin embargo, es el espíritu de sacrificio, el ardor y la abnegación que halló por todos lados y que hizo fácil su tarea; es la fuerte resolución que se encontró en todos los corazones para salvar a Francia a toda costa, sacrificando no sólo la vida, no sólo la fortuna, sino el orgullo, la vanidad, lo que se llama el honor. Sólo un hecho para hacerlo comprender. El valiente coronel Leveneur, que se hizo célebre por haber tomado (él solo, puede asegurarse) la ciudadela de Namur, había tenido la desgracia de seguir a Lafayette en su fuga. Se arrepintió y volvió. Ingresó de nuevo en el ejército, pero como soldado, y sin murmurar ciñó el sable de sencillo húsar hasta que nuevos servicios le hicieron acreedor a que se le devolviese su espada. La unidad de acción era fácil con semejantes hombres. Hasta las bandas indisciplinadas de voluntarios que llegaban de París, una vez contenidos en los cuadros, el mismo Dumouriez lo confiesa, se hacían excelentes, soportaban las fatigas y las privaciones mejor que los soldados veteranos. En sus memorias se ve bien todo lo que hizo por el ejército, pero no se ve bastante cómo fue sostenido aquel ejército. Le sucede a Dumouriez, como a la mayor parte de los militares, que no tiene suficientemente en cuenta las causas morales31. Hace abstracción del gran y terrible efecto que produjo sobre el ejército alemán la unanimidad de Francia. No ve, al parecer, todos aquellos campamentos de guardias nacionales que erizan las colinas de la Meurthe, de los Vosgos y de tantos otros departamentos. No ve desde el Rin al Marne, al aldeano armado y de pie sobre su surco. Pero el enemigo le ha visto bien y es por esto por lo que ha insistido tan poco, por lo que ha combatido tan poco y se ha aprovechado tan poco de las faltas de Dumouriez. He aquí el secreto de toda aquella campaña. No hay que buscarlo exclusivamente en las operaciones militares. Aquí, entre un desorden inmenso, pero exterior, había una profunda unidad de pasión y de voluntad, y del lado de los alemanes, con todas las apariencias del orden y de la disciplina, había división, vacilación, incertidumbre absoluta sobre los medios y el fin. Para juzgar el principio de la guerra hay que ver el fin. Es preciso f para apreciar la estimación que merecen aquellos cruzados que aqui levantaron la bandera contra la Revolución, es preciso, digo, saber a qué precio se arreglarán con ella dentro de algunos años. Después de tantas frases sonoras sobre el derecho y la justicia, los caballeros se mostrarán tal y como son, como unos ladrones. Prusia robará en el Rin y Austria en Italia. Una y otra, al no haber podido ganar nada al enemigo, ganarán a costa de sus amigos. Cosa extraña, se les verá tender la mano a Francia y hacerse entregar por ella (una enemiga victoriosa) a sus propios amigos y decir poco más o menos esto: “No he podido tomar tu vida. Dame la vida de mi hermano”. Así Prusia devorará a los pequeños príncipes alemanes y Austria absorberá a su fiel aliada, Venecia. Todo esto se verá muy pronto. Pero sin esperar tanto, en el mismo año en que estamos, en 1792, ¿cómo ver sin horror la escena que tenía lugar en el Norte?< Por mi parte, no pido que se muestre humanitario el oso blanco de Rusia, ni los buitres de Alemania. Que Polonia sea devorada, no me extrañará. Pero que aquellas bestias salvajes hayan podido tomar formas humanas, voces dulces, palabras de miel, eso conmueve y hiela< ¿Qué necesidad tenía Prusia de comprometer, de ofrecer, de empujar a Polonia hacia la libertad? ¡Cómo! Miserable, ¿para que amenazada por los dientes del oso le diese Thorn y Dantzig? ¿Hay cosa más horrible que ver a la misma Rusia hablar de libertad, quejarse de que Polonia no sea lo bastante libre? Luego, mezclando la burla con la execrable hipocresía, acusar a su víctima tan pronto de ser realista como jacobina< Por fin aquellas honradas gentes dirán en 1793 que, en su afán por la pobre Polonia y por miedo a que se perjudique a sí misma, creen conveniente para ella que se encierre, aún más, entre ciertos límites. En Francia es donde Prusia y Austria debían encontrar su expiación. Entraron como conquistadores y salieron como ladrones, sin guerra formal y sin combate. Algunos cañonazos y los silbidos de nuestras mujeres, esto es lo que nos costó. El famoso duque de Brunswick se fue sin mirar hacia atrás< ¡Líbrenos Dios de insultar a la Prusia del gran Federico ni a sus excelentes soldados, a los que llevaba a la muertel< La mala conciencia de sus jefes, la vacilación natural del político inmoral que sólo obedece al interés del día, he ahí lo que perdió a aquellos pobres alemanes y les puso en ridículo. Digámoslo también, su bondad excesiva, su dulzura, su paciencia para seguir a sus indignos reyes. Los dos ladrones, Prusia y Austria, no obraban para nada de acuerdo. El prusiano, solicitando hacía mucho tiempo negociar aparte, era por esto mismo sospechoso a ojos de su camarada. El austriaco, que se mostraba como pariente de la reina de Francia, tenia sin embargo el pensamiento secreto de robar por su parte, de meter las manos en Alsacia o en los Países Bajos, aprovechándose de la miseria de Luis XVI, al que venía a poner en libertad para despojarle al mismo tiempo. Con tan buenas disposiciones y tales secretas miras, se guardaron muy bien de conceder a Monsieur el título de regente de Francia, que hubiera agrupado a su alrededor a todos los realistas, dando una nueva energía al ejército de los emigrados. No querían, de ninguna manera, triunfar gracias a los franceses. Querían obtener la victoria y temían obtener demasiada. Querían y no querían. Si en el ejército de los emigrados había algún oficial inteligente, intrépido como Bouillé, se guardaron bien de emplearlo; se le mantuvo en la última fila, dejándole en el bloqueo de Thionville, enviándole al Rin, a Suiza, a todas partes, en fin, donde era inútil. Es curioso ver al ejército de la contrarrevolución caminar pesadamente por Coblenza y Trèves; hermoso ejército, por lo demás, bien organizado, rico, sobrecargado de equipajes magníficos, con un tren real y otro de no sé cuántos príncipes. Brunswick, el general en jefe, había dicho: “Es un paseo militar”. El rey de Prusia había abandonado a sus queridas para dar aquel paseo. Su presencia, la conservación de su apreciada persona, habría hecho prudente a Brunswick, aun cuando él no lo hubiera sido. Lo esencial no era vencer; el interés capital estaba en no exponer demasiado al rey de Prusia, devolviéndole sano y salvo. Ésta es la idea que el prudente Brunswick debió de acariciar sin cesar y a esto se limitó el éxito de la expedición. Brunswick era ya un hombre de edad; era él también príncipe soberano; era un hombre prodigiosamente instruido, además de vacilante y escéptico. El que sabe mucho, duda mucho. Lo único en que creía era en el placer. Pero el placer prolongado más allá de cierta edad, no sólo debilita el cuerpo, sino también la facultad de querer. El duque se había conservado valiente, sabio, espiritual, lleno de ideas y de experiencia; no había perdido más que una cosa, por lo que era eunuco; ¿qué era lo que había perdido? La voluntad. En aquel ejército de reyes, de príncipes, había entre otros un príncipe soberano, el duque de Weimar, y con él, su amigo, el príncipe del pensamiento alemán, ya lo hemos dicho, el célebre Goethe. Había venido a verla guerra, y de paso, en el fondo de un furgón, escribía los primeros fragmentos de Fausto, que publicó a su regreso. Aquel asiduo cortesano de la opinión, que la expuso fielmente, sin adelantarse a ella jamás, expresaba entonces, a su manera, la descomposición, la duda, el desfallecimiento de Alemania. En una obra sublime poetizaba su vacío moral, la viva agitación de su espíritu. Alemania salió de este estado gloriosamente gracias a hombres de fe, a Schiller, a Fichte y sobre todo a Beethoven. Pero aún no había llegado la hora. Ninguna idea, ningún principio predominaban en aquel ejército. Avanzaba lentamente, como era natural, sin tener razón alguna para avanzar. Allí estaban los emigrados, rogando, suplicando, muriéndose de impaciencia. Brunswick soñaba. Es verdad que podía tomar un partido, pero este no valía más que otro, a menos que un tercero fuese mejor todavía. Por fin, cuando después de pensarlo se había decidido a hacer algo, comenzaba a ejecutarse lentamente por el prudente prusiano Hohenlohe, o por el más prudente aún, el austriaco Clairfayt. Hay que tener presente que no había habido guerra desde hacía treinta años. La guerra, veloz como el rayo, del gran Federico había sido olvidada. La prudente táctica de los generales austriacos era muy apreciada. ¿Qué necesidad había de ir tan deprisa, si se podía, casi sin moverse, esperar los mejores resultados? “No debería, decía el duque de Brunswick a nuestros fogosos emigrados, dar algo de tiempo a esos realistas cuyos refuerzos me prometéis, para que se decidan y se pongan en movimiento. Sin duda van a llegar las diputaciones de un pueblo feliz al ser libertado, que vendrán a saludar y alimentar a sus libertadores. Aún no los veo”. Y en vez de verlos, el aldeano, en toda la línea, permanecía maliciosamente inmóvil, guardaba y ocultaba sus granos, los recogía a toda prisa y se los llevaba. Los alemanes se extrañaban de encontrar tan pocos recursos. Se apoderaron de Longwy y de Verdun, como hemos visto, pero por la traición de algunos oficiales realistas, por el miedo de algunos burgueses que temieron el bombardeo; dos accidentes y nada más. Los soldados de las guarniciones, los voluntarios de Ardennes, los de Maine y Loira, forzados a entregarse, demostraron la más violenta indignación. El joven oficial al que se obligó a llevar al rey de Prusia la capitulación de Verdun, obedeció dando muestras de verdadera desesperación, con el rostro inundado por las lágrimas. El rey preguntó el nombre de aquel joven, que se llamaba Marceau. Mézières, Sedan, Thionville, demostraron mejor voluntad para resistir que Verdun. Thionville fue sitiado con fuerzas considerables (recibieron los sitiadores un refuerzo de doce mil hombres). Wimpfen, el general francés que mandaba la plaza, hizo un alarde de vigor; su defensa era ofensiva: a cada momento iba a visitar al enemigo con audaces salidas. Cuando Brunswick entró en Verdun, se encontró tan cómodamente, que permaneció allí una semana. Los emigrados que rodeaban al rey de Prusia comenzaron ya allí a recordarle las promesas que había hecho. El príncipe había pronunciado, al partir, estas palabras extrañas (Handenberg las oyó): que no se intervendría en el gobierno de Francia, que solamente devolvería al rey la autoridad absoluta. Devolver al rey la monarquía, los caras a las iglesias, las propiedades a los propietarios, era su única ambición. Y a cambio de estos beneficios, ¿qué pedía él a Francia? Ninguna cesión de territorio, nada más que los gastos de una guerra emprendida para salvarla. Esta sencilla frase devolver las propiedades significaba mucho. El gran propietario era el clero; se trataba de restituirle unos bienes que valían cuatro mil millones, de anular las ventas hechas por valor de mil millones desde enero de 1792 y que habían aumentado enormemente en nueve meses. ¿En qué iban a convertirse una infinidad de contratos de los que aquella operación inmensa había sido la causa, directa o indirecta? No eran solamente los compradores los que resultarían perjudicados, sino los que les habían prestado dinero, los que a ellos se los habían comprado a su vez, una multitud de terceras personas< Un gran pueblo verdaderamente ligado a la Revolución por un interés respetable. La Revolución había dado su verdadero destino a aquellas propiedades distraídas hacía varios siglos del objeto a que las habían destinado los fundadores piadosos, dedicándolas a la vida y sustento del pobre. Habían pasado de la mano muerta a la viva, de los perezosos a los trabajadores, de los abates libertinos, de los obesos canónigos, de los fastuosos obispos, al honrado labrador. En aquel corto espacio de tiempo se había formado una Francia nueva. Y aquellos ignorantes que traían al extranjero no lo sospechaban siquiera. Ni los dos agentes de Monsieur, ni Caraman, agente secreto de Luis XVI, que estaban al lado del Rey de Prusia, no le advirtieron del grave peligro que se corría al tocar tan delicado asunto. Apenas llegó a Verdun ordenó (o se ordenó en su nombre) a los oficiales municipales de todas las ciudades que expulsasen a los curas constitucionales y restablecieran a los que no habían jurado, entregándoles los registros del estado civil, a fin de restituir a los religiosos lo que les pertenecía. Lo mismo ocurrió en la frontera del Norte. En todas las ciudades del Flandes francés en que penetraban momentáneamente los austriacos, su primer cuidado era volver a colocar a los curas que no habían prestado juramento. Si Danton, si Dumouriez, hubiesen tenido el honor de pertenecer al consejo del rey de Prusia, le habrían aconsejado, sin duda alguna, semejantes medidas. Al oír estas significativas palabras de restauración de los curas, de restitución, etc., el aldeano aguzó el oído y comprendió que era la contrarrevolución la que entraba en Francia y que iba a tener lugar una mutación inmensa de las cosas y las personas. No todos tenían fusiles, pero los que tenían los cogieron. El que tenía una horquilla, tomó la horquilla y el que tenía una hoz, una hoz. Sobre la tierra de Francia se verificó un extraño fenómeno. Apareció cambiada de pronto al paso del extranjero. Se convirtió en un desierto. Los granos desaparecieron, y como si hubieran sido arrastrados por un torbellino, se trasladaron al Oeste. En todo el camino sólo quedó una cosa para el enemigo, los racimos verdes, la enfermedad y la muerte. El cielo estaba de su parte. Una lluvia constante, incesante, caía sobre los prusianos, mojándolos hasta los huesos, siguiéndolos fielmente y preparándoles el camino. En Lorena encontraron ya barro, en Metz y en Verdun la tierra comenzaba a empaparse y finalmente la Champagne se les apareció como un verdadero pantano donde se hundían en baches de mortero, como cogidos con lazo. Los trabajos eran poco más o menos los mismos en los dos ejércitos. La lluvia, pocas subsistencias, mal pan y mala cerveza. Pero en lo moral la diferencia era muy grande. El francés cantaba y en la avena o en el centeno saboreaba alegremente el pan de la libertad. También aquel atrevido gascón32 que les llevaba al combate tenía en la mirada y en la palabra un rayo del Mediodía que brillaba en aquel tiempo sombrío. Se sabía que a los veinte años, siendo húsar, había sido machacado, pero ahora, a los cincuenta estaba incluso mejor< El general estaba contento y el ejército lo estaba también. El cuerpo al que había mandado en Flandes, y que fue a su encuentro, muy atrevido, muy aguerrido, no dejaba pasar un día, en sus primeros campamentos, sin dar bailes, y con frecuencia los daba sobre terreno enemigo. En los bailes y en las batallas figuraban en primera línea dos jóvenes y lindos húsares, que si hemos de creer las crónicas, eran nada menos que dos señoritas, dos hermanas, muy juiciosas. Aquel ejército no tenía la culpa de los excesos del interior. Tuvo conocimiento de ellos con horror y dio una violenta lección al populacho armado que le mandaron de Châlons. Era una turba de voluntarios, mitad fanáticos y mitad bandidos, que al leer la circular de Marat la habían puesto en práctica al momento, matando a varias personas. Llegaban, vociferando ante Dumouriez, gritando al traidor, pidiendo su cabeza, y quedaron admirados del vacío inmenso que se hizo a su alrededor. Nadie les habló. Al día siguiente, revista del general. Se vieron rodeados de caballería, muy numerosa y muy hostil, dispuesta a acuchillarlos, con la artillería amenazándoles por otra parte, que les hubiera ametrallado a la menor señal. Entonces llegó Dumouriez con sus húsares y les dijo: “Estáis deshonrados. Hay entre vosotros criminales que os instigan al crimen; arrojadles vosotros mismos. A la primera sedición os mando hacer pedazos. Aquí no consiento asesinos ni verdugos< Si os igualáis a aquellos entre los que tenéis el honor de ser admitidos, encontraréis en mí un padre”. No pronunciaron una palabra y llegaron a ser muy buenos soldados. Adquirieron el espíritu general del ejército. Aquel ejército era magnánimo, verdaderamente heroico por su valor y su humanidad. Más tarde pudo observarse, en la retirada de los prusianos. Cuando los franceses les vieron hambrientos, enfermos, lívidos, casi arrastrándose, les miraban con piedad y les dejaban pasar. Todos los que llegaban para entregarse veían el campamento francés convertido en hospital alemán y encontraban enfermeros en vez de enemigos33. El ejército francés, al principio muy débil, era en cambio mucho más ligero y móvil que el prusiano. Se trataba de reunir a los cuerpos dispersos: esto es lo que realizó Dumouriez con un golpe de vista, una audacia y una vivacidad admirables, tomando todos los desfíladeros del bosque de Argonne en presencia del enemigo. El austriaco, que había pasado el Meuse, se hallaba junto al bosque; podía perfectamente oponerse a Dumouriez. Este, con un falso ataque, les hizo repasar el Meuse, les escamoteó, por decirlo así, la posición ocupada y tomó los desfiladeros en las barbas del austriaco, asombrado (el 7 de septiembre). Él solo, así lo asegura, sostuvo contra todos que era preciso defender la línea de Argonne, que separa el rico país de Metz, Toul y Verdun de la Champagne Pouilleuse. En vano insistían para que se retirara hacia Châlons y defendiera la línea del Maine. Pudo despreciar aquellos murmullos: cualquier otro general se hubiera visto precisado a ceder. Pero Dumouriez tenía a su lado, cerca de él, durante la campaña, para responder por él y apoyarle, a Westermann, es decir, a Danton. Solamente cometió el error de escribir a París que “Argonne sería las Termópilas de Francia, que él las defendería y que sería más afortunado que Leónidas”. El Leónidas francés estuvo a punto de perecer como el otro. Confiesa él mismo, con una sinceridad propia tan sólo de los hombres excepcionales, que defendió mal uno de los pasos del Argonne y que se dejó cercar (13 de septiembre). Dos de sus lugartenientes se hallaban en plena retirada y ya no sabía ni dónde estaban. Por un momento se vio reducido a quince mil hombres, perdido sin recursos, si los austriacos que habían forzado los desfiladeros se aprovechaban de sus ventajas. Una vez más estos perdieron el tiempo. Dumouriez, en una lluviosa noche, sin ruido, verificó su retirada, y fue seguido con tal lentitud, que pudo reunir a sus tropas y hacer venir a Beurnonville desde Rethel con diez mil hombres. Aquella retirada fue turbada dos veces por inexplicables pánicos, en los que 1.500 húsares austriacos, con alguna artillería volante, dispersaron cuerpos seis veces más numerosos. Lo peor fue que dos mil hombres, corriendo treinta o cuarenta leguas, iban publicando por todas partes que el ejército había sido destruido. El rumor llegó hasta París, causando viva alarma, hasta que el mismo Dumouriez escribió lo ocurrido, con toda exactitud, a la Asamblea Nacional. La Asamblea y los ministros en aquella ocasión se mostraron admirables. A pesar de este doble accidente, los ministros girondinos por una parte y Danton por otra, sostuvieron unánimemente a Dumouriez. La opinión se mantuvo enérgica y firme a favor del general en retirada. Dumouriez, arrollado, el ejército perseguido, se detuvieron, sostenidos por el corazón invencible de Francia. El 17 de septiembre ocupó el campamento de Sainte- Menehould y ante él los prusianos tomaron posesión de las colinas opuestas, que se llamaron el campamento de la Luna. Ellos estaban más cerca de París, él más cerca de Alemania. ¿Cuál de los dos contenía al otro? Era discutible. “Nosotros les aislamos de París”, decían los prusianos. En realidad, su situación era muy comprometida. Su pesado ejército, sobrecargado, no podía proseguir su camino fácilmente ante un ejército ligero, ardoroso, que le estrechaba por la retaguardia. No podía alimentarse; sus convoyes venían de lo más profundo de Alemania y se quedaban en el camino. El suelo de Francia le rechazaba y no le ofrecía nada para vivir más que el mismo suelo. Su ejército, con todos aquellos equipajes reales, no era ya más que una procesión lúgubre, que iba dejando a todos sus hombres en los caminos. El desfallecimiento era extremo. Se veían atascados en la fangosa Champagne, bajo una lluvia implacable, como tristes babosas que se arrastran, sin avanzar un paso, entre el agua y la lluvia. Dumouriez, al que se le unió el día 19 Kellermann, se encontró al frente de setenta y seis mil hombres, más fuertes que los prusianos, que no eran más que sesenta mil. Estos, internados en Francia, habiendo dejado a un lado Thionville y otras plazas, se enteraban de que en el mismo momento un ejército francés invadía Alemania. Custine marchó contra Spire, asaltándola el 19. Le llamaban en Maguncia y en Fráncfort. Una Alemania revolucionaria, una Francia, por decirlo así, se alzaba inopinadamente para dar la mano a Francia desde la otra orilla del Rin. Aquí corría la población al combate con tal arranque, que la autoridad comenzaba a asustarse y la retenía. Masas compactas, casi sin armas, se precipitaban hacia un mismo punto; no sabían cómo alojarlas ni cómo mantenerlas. En el Este, especialmente en la Lorena, las colinas y todos los puestos elevados se habían convertido en otros tantos campamentos groseramente fortificados con árboles caídos, a la manera de nuestros antiguos campos en tiempo de César. Vercingetorix se hubiera creído, ante aquel espectáculo, en plena Galia. Los alemanes se preocupaban con razón, cuando avanzaban, al dejar tras de sí aquellos campamentos populares. ¿De qué modo volverían? ¿Cómo habría sido una derrota a través de aquellas masas hostiles, que habrían bajado contra ellos de todas partes, como las aguas cuando se produce un gran deshielo?< ¿Debian apercibirse? No era con un ejército contra lo que tenían que luchar, sino contra toda Francia. ¿Qué era, comparado con ella, aquel ejército de setenta mil alemanes? Desaparecía como una mosca en aquel espantoso océano de poblaciones armadas34. Tales eran sus preocupaciones, realmente serias, cuando vieron que se llevaba a cabo, sin haber podido impedirlo, la reunión de Dumouriez y Kellermarm. Este, antiguo soldado alsaciano de la Guerra de los Siete Años, celoso de Dumouriez, no había seguido de ningún modo sus indicaciones. Se había alejado un poco de él. En el valle que separaba los dos campamentos, el francés y el prusiano, se había colocado delante, sobre una especie de promontorio, de protuberancia avanzada, donde se hallaba el molino de Valmy. Buena posición para el combate; detestable para la retirada. Kellermann no hubiera podido retroceder más que haciendo pasar su ejército por un solo punto, con el mayor peligro. No podía replegarse sobre la derecha de Dumouriez sino atravesando un pantano donde se habría atascado, y aún menos sobre la izquierda de Dumouriez, del que estaba separado por un pantano y por un profundo valle. No había, pues, retirada fácil, pero para el combate, la posición era tan ventajosa como atrevida. Los prusianos no podían llegar a Kellermann más que recibiendo en el flanco todos los fuegos de Dumouriez. ¡Hermoso lugar para vencer o morir! Aquel ejército entusiasta, pero poco aguerrido todavía, quizás necesitaba que le cerrasen la retirada. Por otra parte, para los prusianos era materia de gran reflexión; debieron comprender que los que se habían situado allí no querían retroceder. Suprimimos de una narración seria las circunstancias épicas con que la mayor parte de los historiadores han creído que debían adornar aquel gran hecho nacional, lo bastante hermoso como para poder prescindir de adornos. Con mayor razón prescindiremos de las ficciones torpes con las que se ha pretendido confiscar en provecho de tal o cual individuo lo que es la gloria de todos. Reservamos solamente la parte real que corresponde a Dumouriez. Aunque Kellermann se había colocado de distinto modo a como él le había ordenado, aunque, contra su parecer, hubiese tomado por campamento aquel puesto avanzado, Dumouriez demostró un celo extremo en sostenerle por la derecha y por la izquierda. Cualquier pasión pequeña, cualquier rivalidad desaparecían en tan solemnes circunstancias. ¿Hubiera ocurrido lo mismo entre generales del antiguo régimen? No puedo creerlo. ¡Cuántas veces las rivalidades, las intrigas de los generales cortesanos, continuadas en el campo de batalla, han sido causa de nuestras derrotas! No; el corazón se había agrandado en todos nosotros; estuvieron por encima de ellos mismos. Dumouriez no fue ya el hombre sospechoso, el personaje equivoco; fue magnánimo, desinteresado, heroico, trabajó por la salvación de Francia y por la gloria de su colega; fue el mismo en diversas ocasiones a sus filas para compartir con él el peligro, animarle y ayudarle. Y Kellermann no fue el oficial de caballería, el valiente y mediocre general que fue toda su vida. Fue un héroe aquel día, a la altura del pueblo, porque fue ciertamente el pueblo el que estuvo en Valmy, más que el ejército. Kellermann se acordó siempre con cariño y ternura del día en que fue un hombre, no un simple soldado, del día en que su modesto corazón fue visitado un momento por el genio de Francia, y pidió que su corazón pudiese descansar en Valmy. Los prusianos ignoraban tan perfectamente con quién tenían que habérselas, que creyeron que habían copado a Dumouriez, cerrándole el camino. Se figuraron que aquel ejército de vagos, de sastres y de zapateros, como decían los emigrados, tenía prisa por ir a esconderse en Châlons, en Reims. Se quedaron algo admirados cuando les vieron audazmente apostados en aquel molino de Valmy. Supusieron por lo menos que aquellas gentes, de las que la mayor parte no habían oído jamás el cañón, se asombrarían al oír el nuevo concierto de sesenta bocas de fuego. Sesenta les contestaron, y todo el día aquel ejército, compuesto en parte por guardias nacionales, soportó una prueba más ruda que ningún combate; la inmovilidad bajo el fuego. Se tiraba entre la bruma de la mañana y más tarde entre el humo. La distancia, sin embargo, era pequeña. Se tiraba sobre una masa: poco importaba apuntar. Aquella masa viva, de un joven ejército conmovido por su primer combate, de un ejército ardiente y francés que se consumía de impaciencia por avanzar, se mantenía allí bajo las balas, recibiéndolas a millares, sin saber si las suyas daban en el blanco; aquel ejército soportaba la prueba más dura que pueda darse. Sin razón se pretende disminuir el honor de aquella jornada. Un combate de ataque o de asalto habría honrado menos a Francia. Por un momento los obuses de los prusianos, mejor dirigidos, sembraron la confusión. Cayeron sobre dos cajas de munición, que explotaron hiriendo y matando a mucha gente. Los conductores de los carros se apartaron a toda prisa de la explosión y algunos batallones comenzaron a vacilar. La desgracia hizo que en aquel momento una bala matase al caballo de Kellermann, derribándole. Montó en otro enseguida, con gran sangre fría, y rehizo las líneas indecisas. Ya era hora. Los prusianos, dejando a la caballería en batalla para apoyar a la infantería, formaban esta en tres columnas que se dirigían hacia el llano de Valmy (a eso de las once). Kellermann vio este movimiento, formó también tres columnas de frente y mandó decir a toda la línea: “No disparéis; esperad y recibidlos con la bayoneta”. Hubo un momento de silencio. El humo se disipaba. Los prusianos habían descendido y franqueaban el espacio intermedio con la gravedad de un ejército veterano de Federico el Grande, subiendo donde estaban los franceses. Brunswick enfocó su anteojo y vio un espectáculo sorprendente, extraordinario. A imitación de Kellermann, todos los franceses, con sus sombreros en las puntas de los sables, de las espadas y de las bayonetas, habían lanzado un gran grito< Este grito de treinta mil hombres atronaba todo el valle: era como un grito de alegría, pero admirablemente prolongado; duró al menos un cuarto de hora; cuando acabó, empezó de nuevo, con más fuerza cada vez: la tierra temblaba< Era: “¡Viva la nación!”. Los prusianos subían firmes y sombríos. Pero por firmes que fuesen, las líneas flotaban, se producían vacíos por momentos y luego volvían a llenarse. Era porque por la izquierda recibían una lluvia de hierro que les mandaba Dumouriez. Brunswick contuvo aquella carnicería inútil e hizo tocar el alto el fuego. El espiritual y sabio general había reconocido muy bien, en el ejército que tenía enfrente, un fenómeno que no se había visto desde las guerras religiosas: un ejército de fanáticos, y si hubiera sido preciso, de mártires. Repitió al rey lo que había sostenido siempre contra la opinión de los emigrados: que el asunto era difícil y que con las grandes probabilidades que tenía Prusia en aquel momento para entenderse con el Norte, era absolutamente inútil e imprudente comprometerse con aquellas gentes. El rey estaba sumamente descontento y mortificado. A eso de las cuatro o las cinco se cansó de aquel eterno cañoneo, que no producía más resultado que aguerrir al enemigo. No consultó a Brunswick y dijo que se tocase a carga. Él mismo, según dicen, se acercó con su estado mayor para reconocer de cerca a aquellos furiosos, aquellos salvajes. Llevó su valerosa y dócil infantería, bajo el fuego de la metralla, hacia el llano de Valmy. Y al avanzar, reconoció la actitud firme de los que les esperaban allá arriba. Estaban ya acostumbrados al trueno, que oían desde hacía tantas horas, y comenzaban a reírse de él. Una seguridad visible reinaba en sus filas. Sobre todo aquel ejército gravitaba algo, como un brillo heroico, del que no comprendió nada el rey (sino la vuelta a Prusia). Aquel brillo era la Fe. Y aquel alegre ejército que le miraba desde arriba era ya el ejército de la REPÚBLICA. Fundada el 20 de septiembre en Valmy por la victoria, fue decretada en París el 21, en el seno de la Convención. 1792).
Impulso universal del mundo hacia Francia.—Fácil conquista de
Niza.—Saboya se entrega a Francia (finales de septiembre).—Las poblaciones del Rin llaman a Francia.—Spire, Worms, Maguncia (septiembre-octubre).—Lille bombardeada rechaza a los austriacos (6 de octubre).—Francia, conquistadora contra su voluntad.—Los pueblos libertados quieren ser franceses.—Francia no les acepta más que para salvarlos.—Encuentra a un enemigo en su seno.—Ingratitud de la Vendée.—Su primer combate (24-25 de agosto).—Parcialidad de la Revolución por el campesino (26 de agosto).—La Revolución más cristiana que la Vendée.
La Convención había enarbolado el 21 de septiembre, en el
pabellón de las Tullerías, la bandera de la República. No habían transcurrido dos meses y todos los pueblos de los alrededores habían besado aquella bandera, izándola sobre las torres de sus ciudades. El 24 y 29 de septiembre Chambéry y Niza abren sus puertas, la puerta de Italia. Maguncia recibe el 24 de octubre a nuestras tropas con el aplauso de Alemania. El 14 de noviembre es izada la bandera tricolor en Bruselas; Inglaterra y Holanda la ven, horrorizadas, flotar en la torre de Anvers. En dos meses la Revolución había inundado a su alrededor todas las orillas; subía, como el Nilo, saludable y fecunda, entre las bendiciones de los hombres. Lo más maravilloso de aquella admirable conquista, es que no fue una conquista. No fue otra cosa más que un mutuo impulso de fraternidad. Dos hermanos, largo tiempo separados, se encuentran y se abrazan; esta es aquella gran y sencilla historia. ¡Hermosa victoria! ¡La única! ¡Como no se ha vuelto a ver jamás! Allí no había vencidos. Francia dio un solo golpe y se rompió la cadena. Este golpe lo dio en Jemmapes. Lo dio con la autoridad de la fe, cantando su himno sagrado. Los soldados bárbaros se estremecieron en sus reductos, bajo tres líneas de fuego, cuando vieron venir un coro de cincuenta mil hombres que marchaban hacia ellos cantando: “¡Marchemos, hijos de la patria!<”. Todos los pueblos repitieron: “¡Vamos, hijos de Francia!<” y se arrojaron en nuestros brazos. ¡Era un espectáculo extraño! Nuestros cantos hacían caer todas las murallas de las ciudades. Los franceses llegaban a las puertas con bandera tricolor, las encontraban abiertas y no podían pasar; todo el mundo salía a su encuentro y les reconocía sin haberlos visto jamás; los hombres les abrazaban, las mujeres les bendecían, los niños les desarmaban. Les arrancaban las banderas y todos decían: “Es nuestra bandera”. ¡Grande y hermosa jornada para ellos! ¡Ganaban por nosotros, en un día, toda la conquista de los siglos! Aquella herencia de razón y de libertad por la cual suspiraron en vano tantos hombres, aquella tierra prometida que hubieran querido entrever a costa de sus vidas, la generosidad de Francia se las daba de balde a quien las quería. Ya había formulado en leyes aquella sabiduría de los siglos, durante tres años; ya había sufrido por aquellas leyes, las había ganado con su sangre, con sus lágrimas< Aquellas leyes, aquella sangre y aquellas lágrimas, las daba a todos, diciéndoles: “Ésta es mi sangre: bebed”. No hay exageración en nada de esto. Se ha podido dudar y sonreír. Hoy la cosa está juzgada. ¿No los veis a todos (hasta la orgullosa Inglaterra) haciendo un acto de contrición, que reclaman como su mejor progreso leyes que Francia ya poseía en 1792 y que desde entonces ofrecía generosamente a las naciones? Y las naciones, en cambio, se ofrecían, se entregaban ellas mismas. Todas hacían señas a Francia, le rogaban que las conquistase. Refiramos una conquista, la de las puertas de Italia, del condado de Niza, tomado y vuelto a tomar en otro tiempo, regado con tanta sangre. Veamos lo que nos costó. El rey de Cerdeña había hecho preparativos formidables. Tenía sobre la frontera un ejército para invadir Francia, una numerosa artillería, doscientos cañones; los franceses tenían cuatro. Él tenía tropas veteranas. Nosotros no teníamos más que guardias nacionales. El general Anselme recibió la orden de entrar; era, al parecer, ordenar lo imposible: lo imposible se hizo sin disparar un tiro. Una flota francesa simuló ir a atacar a los piamonteses por la retaguardia; Anselme dispuso alojamientos para cuarenta mil hombres (no tenía ni doce). Esto bastó: el grueso ejército retrocedió. Niza se entregó. Las fortalezas se apresuraron a abrirse. Anselme fue solo con catorce dragones, ordenó la rendición a Villefranche, la amenazó y la tomó; encuentró allí cien cañones, cinco mil fusiles, municiones inmensas y dos barcos artillados en el puerto. Saboya costó menos aún; no se necesitó ni astucia ni amenaza. Debió su libertad a su violento amor por la escarapela francesa. Los emigrados, numerosos en Chambéry, insolentes, pendencieros, habían arrancado la escarapela tricolor a un negociante. Los saboyanos, en venganza, ataron la escarapela realista en la cola de sus perros. Este fue el principio de su revolución. Fue unánime, sin contradicción de nadie. El general francés Montesquiou llegaba con precaución; al entrar en Saboya había enviado un cuerpo para forzar ante todo los reductos que se le opusieron. Fueron tomados sin esfuerzo; no había nadie en ellos, los piamonteses se habían ido. Montesquiou, sin esperar a su ejército, que le seguía lentamente, partió al galope a Chambéry. Él solo conquistó el país, entró triunfalmente en aquella ciudad, entre los gritos de un pueblo ebrio de alegría. Los comisarios de la Convención, que se reunieron con él muy pronto, quedaron admirados, profundamente conmovidos, al descubrir una Francia desconocida, una antigua Francia sencilla, que en el idioma de Enrique VI balbuceaba la Revolución. Nada más original ni más conmovedor que encontrar allí, vivas y jóvenes, todas nuestras antiguas historias. Se canta todavía en el valle de Chamounìx, como cosa nueva, la balada de Biron, muerto en 1602. Simpático pueblo de Saint François de Sales, pueblo hecho por Rousseau (¿quién lo ha hecho si no?). ¡Cuánto le debía Francia a ese pueblo! ¡Qué alegría para unos y otros el encontrarse después de tantos siglos! ¡Y con qué ardor se abrazaron los dos hermanos reunidos bajo el árbol de la libertad! Desde que aquel excelente pueblo supo que llegaban sus libertadores ya no hubo manera de contenerlo. Salió en masa a su encuentro. Fue como un alzamiento universal de la comarca; sólo los hombres partieron, pero los árboles y las piedras, toda la tierra de Saboya, hubiese querido ponerse en camino. Una multitud inmensa descendió de todas las montañas hasta Chambéry, con espontáneo impulso, con un mismo éxtasis de alegría y de reconocimiento. Aquellas pobres gentes, cruelmente oprimidas por Piamonte, que les prohibía a la vez la industria y el comercio, tenían desde hacía mucho tiempo la costumbre de ir a buscarse la vida a Francia. Y ahora, era Francia la que iba a verles, a sentarse en su hogar; iba hacia ellos, con las manos llenas de los dones de Dios, llevándoles, todos en uno, el tesoro de la libertad. Salvados por ella del bárbaro faraón, entonaron como Israel un cántico de libertad. Sesenta mil saboyanos a la vez, de acuerdo con el ejército francés, cantaron La Marsellesa con inexplicable devoción. Y cuando aquellos infelices llegaron a la estrofa ¡Libertad querida! se produjo un gran estruendo, como el producido por una avalancha: una avalancha de hombres por delante de los Alpes. ¡Conmovedor espectáculo! Todo aquel pueblo se había arrodillado; de este modo acababa el cántico y regaban la tierra con sus lágrimas. En el Rin resultó igualmente fácil, salvo un pequeño combate en Spira. El general Custine tenía orden de operar sobre el Mosela y habría asegurado así la derrota de los prusianos. Pero los mismos alemanes fueron a buscarle y le llevaron al Rin. Dueño de Spira, cuyas puertas forzó, fue llamado a Worms; un profesor de esta ciudad puso en ella al ejército francés y escribió en nombre de Custine, en nombre de Francia, el llamamiento de Alemania a la libertad. No era esta la primera vez que Francia le hablaba así. En el siglo XVI las mismas proclamas por el rey Enrique II, adornadas como en 1792 con el gorro de la libertad. Aquellos ardientes patriotas alemanes que guiaban a Custine le prometieron Maguncia. Él vaciló y por un momento, temiendo ser copado, retrocedió hacia Landau. Pero no soltaron su presa: fueron a buscarle, le llevaron de grado o por fuerza y le obligaron, en contra de su voluntad, a hacer aquella conquista que le cubría de gloria. Uno de los suyos dirigía a los ingenieros en Maguncia y decidió la rendición. Produjo gran admiración saber que se había rendido semejante plaza, con todo un ejército por guarnición y una artillería inmensa, recogida por toda Alemania. Enviados de Nassau, de Deux-Ponts, de NassauSaarbruck, se presentaban en la barra, ante la Convención, y pedían su unión a Francia. En aquel momento los prusianos, muy contentos por haberse librado de su expedición conquistadora, llegaban a Coblenza; volveremos a ocupamos de ellos enseguida. Habían debido su salvación al alejamiento de Custine y a la moderación política de Dumouriez. Éste quería separar a Prusia de la liga contra Francia. Creía que era bastante hermoso el haber detenido semejante ejército, el primero de Europa, con un ejército joven, compuesto en parte por guardias nacionales. Ésta era también la opinión de Danton, tan prudente como audaz. El 25 de septiembre una carta del poder ejecutivo había autorizado al general a negociar la evacuación. Los prusianos se retiraron tranquilamente. Los tiros que se dispararon fueron tan sólo sobre los emigrados. Nuestros enemigos no actuaban de forma coordinada. En el momento en que salieron los prusianos entre los imperiales, su general, el duque Alberto de Sajonia, inducido sin duda por falsos informes, fue con veintidós mil hombres a acampar delante de Lille. Un ejército tan débil no servía para reducir semejante plaza; bastaba para incendiarla. Doce morteros, veinticuatro piezas de grueso calibre, dispararon durante ocho días bombas incendiarias, con preferencia sobre los barrios poblados y pobres, sobre las casas pequeñas, en cuyos sótanos se refugiaban las familias. Los bárbaros no perdonaron ni las iglesias, ni siquiera el hospital militar, haciendo pedazos las bombas a los heridos en sus propios lechos. Todo esto sólo sirvió para mostrar Francia a Europa bajo un nuevo punto de vista. Con frecuencia se hablaba de la furia francesa, de aquel arranque que cede al menor obstáculo, retrocede, etc. Fue preciso cambiar de opinión. Francia apareció allí, como en Valmy, indomable. Y aquí no eran los hombres, como en Valmy; eran las mujeres y los niños. No había ultraje o burla que no se hiciera a las bombas: recogidas en cacerolas, eran apagadas sin esfuerzo y después jugaban con ellas a la pelota. Una de las bombas austriacas fue cogida por unos muchachos y adornada con el gorro colorado. Un peluquero se estableció en una plaza sobre la que caía una granizada de balas; utilizó como bacía un casco de bomba y todo el mundo se hacía afeitar en ella. La locura del bombardeo sin objeto duró ocho días, al cabo de los cuales se fue el alemán bastante deprisa, abandonando buena parte de su material. Una mujer, la archiduquesa Cristina, hermana de la reina de Francia, había ido a ver desde las baterías aquella guerra contra las mujeres y los niños. La dama partió poco satisfecha. Pero amenazaban tres ejércitos franceses. Primero el de Lille, donde unos cuantos batallones de voluntarios habían entrado en la plaza. Luego otro que guiaba Bourdonnais, un poco tarde, por cierto. Finalmente, Dumouriez, libre de los prusianos, no podía tardar en llegar. Grande era la gloria de Francia después de aquella resistencia heroica, aquella huida miserable de dos ejércitos enemigos. No contenta con rechazar a los prusianos y a los austriacos, había penetrado en el corazón de Alemania, puesta la mano sobre el Rin, y cogido el águila imperial. El mismo día en que acababa el bombardeo de Lille, las banderas alemanas, el águila cautiva, enviada desde el Rin por Custine, comparecieron ante la barandilla y fueron colgadas de las bóvedas de la Convención. Pero mucho más gloriosas que aquellos trofeos de la guerra y de la victoria eran las diputaciones que enviaban los pueblos pidiendo ser franceses. Francia era dos veces victoriosa; tenía para vencer mucho más que la fuerza: el amor. Le bastaba una mano para romper la espada de los tiranos y con la otra mano abrazaba a los pueblos redimidos y los estrechaba contra su seno. ¿Cuál era su intención? Protegerlos y no conquistarlos. En aquel primer momento no tenía ninguna idea de conquista. Esta idea no se le ocurrió hasta más adelante, y por una especie de necesidad. Todo lo que al pronto pedía a las naciones libertadas era que permaneciesen libres para guardar sus derechos, que amasen a Francia como a una hermana. No puede leerse sin emoción la conmovedora y sencilla proclama que el filósofo Anacharsis Clootz escribió a los saboyanos (alos allobroges, como entonces se decía) en nombre de la Convención: “La República de los conquistadores de la libertad os felicita, amigos< Los allobroges del Dauphiné abrazan a los del Mont- Blanc< Nos ayudaremos mutuamente para fundar la libertad duradera. La única autoridad que Francia quiere tener sobre vosotros es la de aconsejaros. ¿Con qué objeto? Con el de vuestra felicidad< ¡Pueblo feliz! Al haceros libres sin efusión de sangre, olvidamos todo lo que os hemos sacrificado. Tendréis una transición incruenta de los reyes a las leyes, una revolución benigna; será límpida como vuestros ríos y pura como vuestros lagos<”. Añadía que era una Francia desmembrada que volvía a su patria: “Ved el desmenuzamiento aristocrático de Suiza, ved la igualdad, la unidad democrática de Francia< Escoged< Todo os predica la unidad indivisible. ¿No estaría la frontera mejor colocada en la cúspide de los Alpes? ¿No os guardará mejor Briançon si lo volvemos sobre San Bernardo?<”. La Convención, con una moderación admirable, vaciló antes de enviar este escrito, que parecía prejuzgar la anexión de Saboya y quizás le hubiera hecho creer que no se le dejaba libertad completa para decidir ella misma sobre su destino. Ésta era la preocupación de Francia en aquel momento. Había dicho que no quería conquistas, y las hacía contra su voluntad. Aquellos pueblos decían que no les bastaba con ser libres; tenían la ambición de ser franceses. La Convención tenía una corte extraña; sus alrededores estaban ocupados por hombres de todas las naciones, que iban a intrigar, a solicitar< ¿Para qué? Para hacerse franceses, para desposarse con Francia. Perderse en ella, no ser ya ellos, éste era su más ardiente deseo. Jamás se vio semejante impaciencia de suicidio nacional; su pasado les abrumaba; deseaban aniquilar su yo de esclavitud y no vivir ya más que en esta amada Francia, en la que ellos no veían ya una nación, sino una idea sagrada: la libertad, la vida y el porvenir. Francia se resistía. “Tened cuidado, decía, desconfiad del primer arrebato< ¿Sabéis bien lo que es el seguirme en las grandes empresas en que me veo comprometida? Daréis la sangre a ríos, el dinero< El impuesto será doble o cuádruple”. Pero no querían oír nada, asegurando que la supresión de los diezmos, de los derechos feudales y de toda especie de impuestos bárbaros les producirían recursos inmensos, inagotables, que dándolo todo no echaban de menos nada; que hasta entonces nada habían tenido, ni siquiera sus personas; que no darían a la libertad y a Francia más que lo que habían recibido de la libertad. Los refugiados belgas, para hacerse franceses, alegaban el brillante ardor que demostraron en Valmy y en Lille. El enemigo, creyendo herir sólo a Francia, había encontrado pechos belgas ante sus balas. Los saboyanos se hallaban entre nuestros héroes del 10 de agosto. La víspera formaron una legión y el día del combate marcharon entre los bretones y los marselleses. Libertadores de Francia y después libertados por ella, ¿qué eran, pues, sino franceses? Francia estaba conmovida. Pero lo que le decidía era la salvación de los propios pueblos. Ióvenes, niños para la libertad, no podían mantenerse libres sin el apoyo y la ayuda de la gran nación. Dejarles entregados a sí mismos era dejarles perecer. Tal fue la hermosa y generosa deliberación que hubo en el seno de la Convención, tal la noble reserva que empleó Francia para aceptar aquellos pueblos que acudían a sus pies rogándole que los recibiese. Léase sobre todo el informe de Grégoire, en el que discute estas cosas con motivo de las súplicas de Saboya, que pedía su anexión. Mirad con qué alteza de miras, con qué noble y benévola prudencia hace resaltar el pro y el contra. La conclusión a la que llega es que fuera cual fuese el interés de Francia, Saboya no se defenderá ya en adelante, no vivirá sin ella, y que a toda costa debe Francia abrirle su seno. Esto ocurrió el 28 de noviembre. Y el 19, con motivo de la proposición de la Reveillère-Lepeaux, declaró la Convención que “todo pueblo que quisiera ser libre encontraría en ella apoyo y fraternidad”. Por esta sola frase se había constituido la bandera de Francia en bandera del género humano, de la libertad universal. Con ella, el Escaut, cerrado desde hacía cerca de dos siglos, corría por fin libre al mar. El Rin, cautivo bajo sus cien fortalezas, cobraba esperanzas, viendo reflejar en su superficie los tres santos colores que Maguncia miraba en sus aguas. Saboya los había colocado en la cima del MontBlanc; Europa, conmovida por el amor y el terror, las veía brillar sobre su cabeza en las nieves eternas, en el cielo y en el sol. El mundo de los pobres y de los esclavos, el pueblo de los que lloran, se estremecía ante aquella gran insignia; en ella leían distintamente lo que en otro tiempo leyó Constantino: “Con esta señal vencerás”. ¡No hubo más que un pueblo! ¡Ay! ¿Lo diremos? Querríamos detenernos aquí. Y sin embargo, aunque el corazón se oprima hay que decirlo. En el momento en que el mundo se lanza y se entrega a Francia, se hace francés por el corazón, hay un país que constituye la excepción; existe un pueblo tan ciego y tan raramente extraviado, que se arma contra la Revolución, contra su madre, contra la salvación del pueblo, contra sí mismo. Por un milagro diabólico, esto ocurre en Francia; es una parte de Francia la que da este espectáculo; este extraño pueblo es la Vendée. En el momento en que los emigrados, conduciendo al enemigo de la mano, le abren nuestras fronteras del este el 24 y el 25 de agosto, aniversario de la San Bartolomé, estalla en el oeste la guerra de la Vendée, la guerra impía de los curas. Cosa notable: el 25 de agosto, el mismo día en que el aldeano vendeano atacaba la Revolución, la Revolución, con su generosa parcialidad, sentenciaba en favor del aldeano el largo proceso de los siglos y abolía los derechos feudales, sin indemnización. Y no solamente los derechos propiamente feudales, sino los censuales. Esta sola palabra contenía un equivoco inmenso, favorable al arrendador. Se establecía una jurisprudencia nueva, en beneficio del aldeano contra el señor, que no era sino una reacción violenta contra la antigua, una reparación apasionada de la iniquidad feudal. La Revolución parece que decía: “Durante mil años, con razón o sin ella, se ha juzgado contra el pobre. Pues bien: yo hoy juzgaré a su favor. Bastante ha sufrido, trabajado y merecido. Lo que no pueda adjudicarle como suyo, se lo adjudico como indemnización”. Esto no es todo. La ley del 25 de agosto decía al señor: “Si verdaderamente esa renta que cobráis del pobre fue fundada y no arrancada, probadlo: presentad a la justicia el acta primordial que pruebe que en efecto le dabais tierra para fundar esta renta”. En muchos países no existía tal acta. En varios, por ejemplo, en el país bretón, el señor tenía el subsuelo, la tierra: el aldeano el suelo, la casa. Y el señor, pagándole la casa, podía expulsarle de la tierra. El aldeano se creía, sin embargo, el hombre de la tierra nacido en ella, habiéndola ocupado desde Adán, su verdadero propietario. Lo cierto es que él la había hecho, él había creado aquella tierra; sin él, no existiría: habría sido el arenal inculto, la roca y el guijarro. Los anticuarios estaban en un compromiso. La Revolución no lo estuvo. No desató el nudo, pero lo cortó. Dio la tierra al hombre, al que se podía despedir, y despidió al señor. ¿Era legal esta decisión? Puede discutirse, pero era cristiana. Pronto hará dos mil años que el cristianismo nos dice que el pobre es miembro vivo de Jesucristo. ¿Cómo pesar el derecho del pobre con tal doctrina? En cuanto se intenta, el mismo Cristo se coloca en la balanza y baja desde el cielo hasta el abismo. La Revolución no se limitó a decir: hizo. Y lo hizo de una manera admirable. Consagró la propiedad (bajo pena de muerte en marzo de 1793), la propiedad, es decir, el hogar; la estabilidad de las costumbres morales, la fecunda acumulación, regulada, claro está, por la ley del Estado, con ventaja para el Estado y para todos. Pero en caso de duda, en todo litigio entre la propiedad y el trabajo, se decidió por el trabajo (base originaria de la propiedad, la propiedad más sagrada de todas). Mientras que la feudal Inglaterra, en Escocia y en el resto, ha fallado en favor del feudo contra el hombre, la Revolución, en Bretaña y por todas partes, ha fallado por el hombre contra el feudo. Decisión santa, humana, caritativa, tanto como razonable, según Dios y según la razón. Que se calle el mundo y que se admire. Que trate de aprovecharse. Que reconozca el carácter verdaderamente religioso de la Revolución. La Vendée no hizo la guerra más que por un monstruoso malentendido, él la había creado por un increíble fenómeno de ingratitud, de injusticia y de absurdo. La Revolución, atacada por impía, era ultracristiana; realizaba los actos que hubiera debido realizar el cristianismo. Y el cura, ¿qué hacía? Valiéndose del aldeano, hacía una guerra ultrapagana que hubiera restablecido la feudalidad, el dominio de la tierra sobre el hombre y de la materia sobre el espíritu. ¡Cruel equivocación! Aquellos vendeanos eran sinceros a pesar de sus errores. Murieron con fe leal. Uno de ellos, herido de muerte, yacía al pie de un árbol. Un republicano le dijo: “¡Devuélveme las armasl”. El otro le contestó: “¡Devuélveme a mi Diosl”. ¿Tu Dios? ¡Pobre hombre!< ¿No es el nuestro? ¿Hay acaso dos? No hay más que un Dios, el de la igualdad, el de la equidad, el que viene al cabo de mil años a ofrecerte esta reparación, el que ha juzgado en tu favor el 25 de agosto, el día mismo, insensato, en que has levantado tu brazo contra él. El mismo Dios y la misma fe. Se desconocerán, bajo el lenguaje diferente, en aquella frase del soldado patriota, que teniendo ya, como el vendeano, el hierro en el corazón, dijo: “¡Plantadme aquí el árbol de la libertad! “. El alcalde republicano de Rennes, Leperdit35, un sastre, que libró la ciudad del Terror y de la Vendée, fue asaltado un día por un populacho furioso, que con el pretexto del hambre quería apedrear a sus magistrados. Bajó intrépidamente de la casa del pueblo en medio de una lluvia de piedras; herido en la frente, se limpió la sangre sonriendo y dijo: “No puedo convertir las piedras en pan< Pero si mi sangre puede alimentaros, es vuestra hasta la última gota”. Y cayeron a sus pies< Veían en ello algo superior al Evangelio. Se ha reprochado a la Revolución el no ser cristiana; fue más. La frase de Leperdit lo hizo realidad. ¿De qué ha vivido el mundo más que de la sangre de Francia? Si está macilenta y pálida, no os extrañeis. ¿Quién puede dudar de que también ha convertido las piedras en pan? En 1789 se dijo: “No puedo alimentar a veinticuatro millones de hombres< Pues bien; alimentaré a treinta y cinco”. Y ha cumplido su palabra. 1792)
La mujer fue el agente de la Vendée.—La mujer en general fue
contrarrevolucionaria.—La mujer impide al marido que compre los bienes nacionales.—¿Estaba el Oeste sometido al cura y al noble antes de 1789?—Relación del cura y de la mujer, sobre todo en el oeste.—El cura estaba menos influido por el ama que por su penitente.— Entusiasmo apasionado de las mujeres del oeste por el cura.— Desesperación de las mujeres cuando la ley aleja al cura. —Los conventos, focos de conspiración.—Los curas anuncian la guerra civil (9 de febrero de 17 92 ).—De qué modo la fomentan.—Apariciones, milagros, etc.—Primeras matanzas (junio). —La nobleza se contenta con dar dinero.—Asociación noble de la Rouërie.—Una carta del rey es el motivo de la guerra civil en Bretaña (julio).—Formidable alzamiento de la Vendée y primer combate de Châtillon y Bressuire (24 y 25 de agosto).—Nantes y Finisterre afavor de la Revolución.— La Vendée, poco contagiosa para Francia.—El aldeano compra en todas partes los bienes nacionales, lo que tranquilizaba su conciencia.—Nulidad de las actas feudales.
La Revolución es la luz misma. Los solemnes debates de la
Convención comienzan ante los ojos de Europa. Las puertas se abren de par en par. Amigos y enemigos, todos pueden llegar, ver y oír. La prueba de la Revolución, su primer Juicio de Dios, la batalla de Jemmapes, es ganada alegremente por el joven ejército de Francia, cantando La Marsellesa, a la luz del sol, a mediodía. Y al mismo tiempo comienza en los bosques y entre las brumas del oeste la vasta guerra de las tinieblas. En los arenales de Morbihan, a lo largo de las brumosas islas, en las sombrías malezas del Maine, en el húmedo laberinto de los bosques vendeanos, aparecían con formas dudosas los primeros ensayos de la guerra civil. Una casa ha sido incendiada, un patriota asesinado, y allá otro más. ¿Por quién? Nadie se atreverá a decirlo. La guerra, que dentro de un ano llevará un gran ejército bajo los muros de Nantes, se ensaya todavía tímidamente durante el crepúsculo o por la noche. Aquel silbido, aquella queja, ¿son la voz del búho o de la lechuza? Creeríais que es el pájaro de la muerte< Sí, y del seto vecino sale un tiro. Es una guerra de fantasmas, de espíritus impalpables. Todo es oscuro, incierto. Entre el público circulan los informes más contradictorios. Las investigaciones no descubren nada. Después de algún suceso trágico llegan los comisarios enviados, inesperados en la parroquia, y todo está tranquilo; el aldeano está trabajando, la mujer en la puerta, en medio de sus hijos, sentada, hilando, con su gran rosario al cuello. ¿El señor? Está comiendo; invita a los comisarios, que se retiran encantados. Los asesinatos y los incendios comienzan de nuevo al siguiente día. ¿Dónde podremos coger al fugitivo de la guerra civil? Observemos. No veo nada, más que allá en el arenal una monja que camina humildemente, con la cabeza baja36. No veo nada. Solamente entreveo entre dos bosques una dama a caballo, que seguida de un criado, camina rápidamente saltando los fosos, deja el camino y toma el atajo. Sin duda desea no ser vista. Por el mismo camino va una honrada aldeana, con el cesto al brazo, llevando huevos o frutas. Va deprisa y quiere llegar a la ciudad antes de que anochezca. Pero la monja, pero la dama, pero la aldeana, ¿adónde van? Por tres caminos distintos llegan al mismo sitio. Las tres van a llamar a la puerta de un convento. ¿Por qué no? La dama tiene allí a su hija para que la eduquen; la aldeana va a vender; la monja pide asilo para una sola noche. ¿Queréis suponer que van allí a recibir órdenes del cura? No está hoy. Sí, pero estuvo ayer. Tenía que ir el sábado a confesar a las religiosas. Confesor y director, no les dirige sólo a ellas, sino por medio de ellas a otros muchos; confía a aquellos corazones apasionados, a aquellas lenguas infatigables, el secreto que quiere que se sepa, el falso rumor que se quiere divulgar, la señal que se desea hacer correr. Inmóvil en su retiro, por medio de aquellas monjas inmóviles agita a toda la comarca. Mujer y cura, ahí está todo: la Vendée, la guerra civil. Conviene señalar que, sin la mujer, el cura no habría podido hacer nada. “¡Ah, bandidas!, decía una noche un comandante republicano, al llegar a una aldea donde sólo habían quedado las mujeres, cuando aquella guerra horrible había hecho perecer a tantos hombres. Las mujeres son, decía, la causa de nuestras desgracias; sin las mujeres estaría establecida la República y nosotros estaríamos tranquilos en nuestras casas… Andad, pereceréis todas, mañana os fusilaremos. Y pasado mañana los bandidos vendrán a matarnos a nosotros” (Memorias de madame de Sapinaud). No mató a las mujeres. Pero había dicho la verdadera causa de la guerra civil. La sabía mejor que cualquier otro. Aquel oficial republicano era un cura que había colgado la sotana: sabía perfectamente que todas las obras de las tinieblas se realizaban por la íntima y profunda inteligencia entre la mujer y el cura. La mujer es la casa, pero es también la iglesia y el confesionario. Aquel sombrío armario de encina, donde la mujer, de rodillas, entre lágrimas y rezos, recibe y envía más ardiente la chispa fanática, es el verdadero foco de la guerra civil. ¿Qué es además la mujer? El lecho, la influencia poderosa de las costumbres conyugales, la fuerza invencible de los suspiros y de los lloros sobre la almohada< El marido duerme fatigado. Pero ella no duerme. Se vuelve, se revuelve, consigue despertarle. Sin cesar suspira profundamente, a veces solloza. “¿Pero qué tienes esta noche? —¡Ay! ¡El pobre rey en el Templel< ¡Ay! ¡Le han abofeteado como a Nuestro Señor Jesucristol”. Y si el hombre vuelve a dormirse un momento: “¡Dicen que van a vender la iglesia! ¡La iglesia y el presbiteriol< ¡Ah! ¡Desgraciado el que lo compre!<”. De este modo, en cada familia, en cada casa, la contrarrevolución tenía un predicador ardiente, celoso, infatigable, nada sospechoso, sincero, sencillamente apasionado, que lloraba, que sufría y no decía una palabra que no fuese o pareciese el lamento de un corazón destrozado< Fuerza inmensa, verdaderamente invencible. A medida que la Revolución, provocada por las resistencias, se veía obligada a dar un golpe, recibió otro, la reacción de los lloros, el suspiro, el sollozo, el grito de la mujer, más agudo que los puñales. Poco a poco comenzó a revelarse aquella inmensa desgracia, aquel cruel divorcio; generalmente37 la mujer se convertía en el obstáculo y la contradicción del progreso revolucionario que pedía el marido. Este hecho, el más grave y el más terrible de la época, ha sido demasiado observado. El hierro cortó la vida de muchos hombres. Pero un hierro invisible corta el nudo de la familia, dejando a un lado al hombre y al otro a la mujer. Este fenómeno trágico y doloroso ocurrió en 1792. Sea por amor al pasado, fuerza de la costumbre, debilidad de corazón y piedad muy propia de las víctimas de la Revolución, sea en fin por devoción y dependencia de los curas, la mujer generalmente (la gran mayoría) se convirtió en abogada de la contrarrevolución. Generalmente se producía la disputa moral entre el hombre y la mujer al tratar la cuestión material de la adquisición de los bienes nacionales. ¿Cuestión material? Sí y no. Desde luego era cuestión de vida o muerte para la Revolución. Si no cobraba el impuesto, no tenía más recursos que los producidos por la venta de los bienes nacionales. Si no realizaba esta venta, quedaba desarmada, entregada a la invasión. La salvación de la revolución moral, la victoria de los principios, dependía de la revolución financiera. Comprar era un acto de civismo, que afectaba muy directamente a la salvación del país. Acto de fe y de esperanza. Era decir que se embarcaban decididamente en el navío del Estado en peligro y que con él se quería llegar al puerto o zozobrar. El buen ciudadano compraba; el mal ciudadano impedía que se comprase. Impedir por una parte el cobro del impuesto, por otra la venta de los bienes nacionales, quitar los víveres a la Revolución, hacerla morir de hambre, he aquí el plan sencillo, muy bien concebido, del partido eclesiástico. El noble traía al extranjero y el cura impedía que pudiéramos defendernos. Uno apuñalaba a Francia, mientras el otro la desarmaba. ¿Cómo se oponía el cura al movimiento de la Revolución? Llevándola a la familia, oponiendo la mujer al marido, cerrando, gracias a ella, la bolsa de cada familia a las necesidades del Estado. Cuarenta mil púlpitos, cien mil confesonarios trabajaban en este sentido. Máquina inmensa, de fuerza incalculable, que luchó sin dificultad contra la máquina revolucionaria de la prensa y de los clubs y obligó a estos, sí querían vencer, a organizar el Terror. Pero ya en el 89, en el 90, en el 91 e incluso en el 92, el Terror eclesiástico maltrataba en los sermones y en la confesión. La mujer volvía a su casa con la cabeza baja, llena de terror, aniquilada. Por todas partes veía infierno y llamas eternas. No se podía hacer nada sin condenarse. No podían obedecerse las leyes sin exponerse a la condenación. Pero el fondo del abismo, el horror de los tormentos sin remedio, la garra más aguda del diablo era para los compradores de los bienes nacionales< ¿Cómo se hubiera atrevido a continuar comiendo con él? Su pan no era más que ceniza. ¿Cómo acostarse con el réprobo? Ser su mujer, su mitad, su misma carne, ¿no era arder ya, entrar viva en la eterna condenación? ¡Quién podrá decir de cuántas maneras era perseguido el marido, asaltado, atormentado para que no comprase! Jamás un hábil general, un astuto capitán, dando vueltas a los muros de la ciudad en que quisiera entrar, empleó recursos más diversos; eran bienes malditos; ya se había visto por lo que le había ocurrido a cierto comprador. Jean, que compró, había perdido las cosechas a causa del granizo; Jacques había sufrido una inundación. Pierre, aún peor, se había caído del tejado, y a Paul se le había muerto su hijo. El señor cura lo ha dicho muy bien: “Así perecieron los primogénitos de Egipto<”. Generalmente el marido no contestaba, se volvía de espaldas, fingía dormir. No tenía qué oponer a aquel torrente de palabras. La mujer le aturdía por la viveza del sentimiento, por la elocuencia sencilla y patética, cuando no por los lloros. No respondía o contestaba con una sola palabra que ahora mismo diremos. No se rendía, sin embargo. No se convirtió fácilmente en enemigo de la Revolución, su bienhechora, su madre, la que tomaba su defensa, sentenciaba en su favor, le manumitía, le hacía hombre y le sacaba de la nada. Aunque él no hubiese ganado nada, ¿cómo no alegrarse de la liberación general? ¿Podía desconocer el triunfo de la Iusticia, cerrar los ojos ante el espectáculo sublime de aquella creación inmensa, todo un mundo que nacía a la vida? Se resistía. “No, decía, no; todo es justo, por más que digan; y aunque yo no fuera el hombre que se aprovecha de ello, también lo creería justo”. He aquí lo que ocurría en casi toda Francia. El marido resistió, el hombre permaneció fiel a la Revolución. En la Vendée, en una gran parte de Anjou, del Maine y de Bretaña, la mujer triunfó, la mujer y el cura, estrechamente unidos. Nada lo hubiera hecho prever. Los aldeanos del oeste no habían sido tan insensibles como parece al sublime rayo de la Revolución. Se había visto, en 1790, en la federación de Mans, a aquellos mismos aldeanos que más tarde se convirtieron en chuanes, rendir culto a la libertad, y emocionados besar el altar del dios desconocido. Prescindamos de las novelas38 que se han escrito sobre la vida patriarcal de las comarcas del oeste antes de la Revolución. Los señores llenos de deudas, en la Vendée como en todas partes, no podían ser los patronos indulgentes que nos han pintado. Quisieran o no, entregaban sus arrendadores a los hombres de negocios, a los que hipotecaban sus bienes. Así se vio en 1789, cuando las gentes de Maulévrier tomaron las armas contra aquellos cuervos que iban a devorarlos. El odio del aldeano contra el procurador se remontaba a los señores, a los nobles en general. De los cuatro bueyes que uncía a la carreta, al peor, a aquel al que golpeaba más, le llamaba nobliet, es decir, haragán. Sin embargo, hay que tener presente que el aldeano vendeano, generalmente dedicado a la cría de ganado, realizando sus ventas en dinero, que no sabía cómo colocar, se lo confiaba frecuentemente al noble y se hallaba de este modo interesado en la fortuna de su señor. Fácilmente se comprende con cuánta desesperación vería emigrar a aquel señor y cómo la Revolución atentaba por medio de las leyes contra aquella fortuna. El aldeano, en todo el oeste, estaba unido al cura por una razón muy natural. Porque el cura era el mismo aldeano, su hijo, su hermano o su primo. El bajo clero salía en masa de los campos. Aquel cura tenía influencia por lo mismo que constituía la pasión del aldeano; la tenía por la tierra, es decir, por el poder que el cura y el hechicero tienen para bendecir o maldecir, para echar o no mal de ojo a la tierra y a los animales. El diezmo, sin embargo, era un impuesto tan pesado, tan odioso, especialmente por la fiscalización vejatoria que ejercía el cura en tiempo de la recolección, que antes de 1789 eran comunes los procesos, lo mismo en el oeste que en otras partes, entre los curas y sus feligreses. La Revolución, al suprimir el diezmo, los reconcilió; suprimió precisamente lo que neutralizaba la influencia del clero y dio al cura un poder moral del que carecía por completo antes de 178939. El aldeano podía consultar a dos personas: al procurador y al cura. Desde el momento en que este no cobró ya el diezmo, fue el único consultado. Sus consejos, apoyados, repetidos, inculcados día y noche por la mujer, se hicieron irresistibles. ¿Y por qué fueron los consejos del cura tan violentamente hostiles para la Revolución? ¿Hay que buscar la causa en la oposición (demasiado real) de los principios revolucionarios a las doctrinas del cristianismo? No; esta oposición, que ya hemos hecho notar en otra parte, no influyó sin embargo más que de una manera muy secundaria. Las doctrinas originales del cristianismo estaban muy relajadas. La cuestión profunda y vital que le hace ser o no ser (la cuestión de la justicia y la gracia) no se debatía ya. ¡Cosa rara! El clero la juzgaba ridícula y se burlaba de los obstinados que querían dilucidarla todavía. Que la Revolución, como doctrina, fuese o no fuese contraria a las doctrinas del cura, no se había mostrado lo más mínimo hostil hacia él. Se había preocupado por él más que sus mismos jefes. Al arruinar al alto clero, a los grandes señores eclesiásticos, había mejorado la suerte del clero inferior. Si le había quitado el diezmo, aquel impuesto variable, odioso, que le ponía en guerra con el aldeano, le daba, de los fondos del Estado, una renta superior, fija y regular, que le recompensaba en exceso. ¿Cuáles eran, pues, las causas de la exasperación de los curas rurales? La autoridad del papa y de los obispos, el espíritu de cuerpo, bastaría, sin duda alguna, para explicar la resistencia. Acostumbrados a obedecer, obedecieron los curas cuando fue preciso decidirse entre los tiranos eclesiásticos y la Revolución que los libertaba. Si sólo hubiera sido impuesta la resistencia por la autoridad superior, habría sido pasiva, inerte, por decirlo así, y no habría tenido el carácter activo, ardiente, apasionado que tuvo especialmente en el oeste. Hubo además otra causa muy grave y muy profunda que es preciso analizar. Todo el esfuerzo de la mujer tendía a impedir que su marido comprase los bienes nacionales. En el momento en que la ley le entregaba, por decirlo así, aquella tierra tan deseada por el aldeano, se interponía la mujer y le apartaba de ella en nombre de Dios. Y en presencia de aquel desinterés (ciego, pero honorable) de la mujer, ¿era posible que el cura se hubiese aprovechado de las ventajas materiales que le ofrecía la Revolución? Seguramente habría desmerecido en el concepto de sus feligreses, habría perdido su confianza, habría descendido del alto pedestal en que su corazón amante gozaba en mantenerle. Se ha hablado mucho de la influencia de los curas sobre las mujeres, pero no lo bastante de la de las mujeres sobre los curas. Nuestra convicción es que ellas fueron más sinceramente y más violentamente fanáticas que los propios curas; que su ardiente sensibilidad, su piedad por las víctimas culpables o inocentes de la Revolución, la exaltación que les produjo la trágica leyenda del rey en el Temple, de la reina, del delfín, de madame de Lamballe, en una palabra, la profunda reacción de la piedad y de la naturaleza en el corazón de las mujeres, fue la causa real de la fuerza de la contrarrevolución. Ellas arrastraron, dominaron a los que al parecer las conducían, empujaron a sus confesores por el camino del martirio y a sus maridos a la guerra civil. El siglo XVIII conocía poco el alma del cura. Sabía que la mujer tenía influencia sobre él, pero creía, de acuerdo con la tradición y las habladurías de la aldea, que la mujer que dirige al cura era su ama, la que duerme bajo su mismo techo, la sirvienta dueña, la señora del presbiterio. Y en esto se engañaba. No hay duda de que si el ama hubiera sido la mujer del corazón, la que influye profundamente, el cura habría recibido con alegría los beneficios de la Revolución. Funcionario con sueldo fijo y suficiente para la familia, habría hallado pronto en el progreso natural del nuevo orden de cosas su emancipación verdadera, la facultad de poder convertir el concubinato en matrimonio. El ama no era indigna de ella40. Desgraciadamente, por mucho que sea su mérito, es generalmente de más edad que el cura y de aspecto tosco y vulgar. Aunque fuese joven y bella, tampoco le pertenecería el corazón del cura. Su corazón, sépase bien, no está en el presbiterio, está en el confesionario41. El ama es su vida cotidiana y vulgar, su prosa. La penitente es su poesía; con ella tiene sus relaciones del corazón, íntimas y profundas. Y estas relaciones en ninguna parte son tan estrechas como en el oeste. En nuestras fronteras del norte, en todas las comarcas de paso frecuentadas por las tropas, donde se respira un hálito de guerra, el ideal de la mujer es el militar, el oficial. La charretera es casi invencible. En el Mediodía, y sobre todo en el oeste, el ideal de la mujer, por lo menos el de la aldeana, es el cura. El cura de Bretaña, especialmente, debe agradar y gobernar. Hijo de aldeano, está por su condición al nivel de la aldeana; está en relación con ella por el lenguaje y por el pensamiento; está por encima de su cultura, pero no muy por encima. Si fuera más letrado, más distinguido de lo que es, habría logrado menos influencia. La vecindad, a veces la familia, ayudan a crear relaciones entre ellos. Ella ha visto de niño a aquel cura, ha jugado con él, le ha visto crecer. Es como un hermano joven a quien gusta confiar sus penas, la mayor pena sobre todo para la mujer: que el matrimonio no siempre es un matrimonio, que la más feliz necesita consuelo, y la más amada, amor. Si el matrimonio es la unión de dos almas, el verdadero marido era el confesor. Este matrimonio espiritual era muy fuerte, sobre todo cuando era puro. El cura era con frecuencia amado con pasión, con abandono, con entusiasmo y celos que se disimulaban poco. Estos sentimientos se revelaron con extremada fuerza en junio de 1791, cuando al volver el rey de Varennes se creyó en la existencia de una gran conspiración en el oeste y varios directorios de los departamentos encarcelaron bajo su responsabilidad a los curas. En septiembre fueron puestos en libertad, cuando juró el rey la Constitución. Pero en noviembre se adoptó una medida general contra los que se resistieron a jurar. La Asamblea autorizó a los directorios a que separasen a todos los curas refractarios de las comunas en que se produjeran disturbios religiosos. Esta medida fue motivada no tan sólo por las violencias de que eran víctimas en todas partes los curas constitucionales, sino también por una necesidad política y financiera. La consigna que todos aquellos curas habían recibido de sus superiores eclesiásticos, y que ellos cumplían fielmente, era, ya lo hemos dicho, sitiar por hambre a la Revolución. Hacían imposible el cobro del impuesto. En Bretaña era esto tan peligroso, que nadie quería encargarse de cobrarlo. Los alguaciles y oficiales municipales se hallaban en peligro de muerte. La Asamblea se vio obligada a publicar el decreto del 27 de noviembre de 1791, que enviaba a la cabeza de partido a los curas refractarios, les alejaba de su comuna, de su centro de actividad, del foco del fanatismo y de rebelióndonde atizaban el fuego. Les trasladaba a la gran ciudad, sometidos a la inspección, a la inquieta vigilancia de las sociedades patrióticas. Imposible referir todos los clamores que suscitó este decreto. Las mujeres atronaron el espacio con sus gritos. La ley había creído en el celibato del cura, le había tratado como a un individuo aislado, que puede cambiar de domicilio más fácilmente que un padre de familia. ¿El cura, el hombre espiritual está ligado a las personas? ¿No es esencialmente móvil como el espíritu cuyo ministro es? A todas estas preguntas contestaban negativamente; ellos mismos se acusaban. En el momento en que la ley arrancaba de la tierra al cura, se enteraba de las raíces vivientes que tenía en la tierra, sangraban, gritaban. “¡Ay, desterrado tan lejos, llevado a la cabeza de partido, a quince leguas, a veinte de la aldea!<”. Lloraban aquel lejano destierro. Por la extrema lentitud de los viajes de entonces, cuando se invertían dos días para franquear aquella distancia42, aún afligía mucho más. La cabeza de partido era el fin del mundo. Para emprender semejante viaje se hacía testamento y se arreglaban todos los asuntos de conciencia. ¿Quién podrá referir las dolorosas escenas de aquellas separaciones violentas? Reunida toda la gente de la aldea, arrodilladas las mujeres para recibir aún la bendición, anegadas en lágrimas, sofocadas por los sollozos< Unas lloraban día y noche. Si el marido se extrañaba de algo, no era por el destierro del cura, era por una iglesia que iban a vender, por un convento que iban a cerrar< En la primavera de 1792 las necesidades financieras de la Revolución obligaron a decidir la venta de las iglesias que no eran indispensables para el culto, la de los conventos de hombres y mujeres. Una carta de un obispo emigrado, fechada en Salisbury, dirigida a las Ursulinas de Landerneau, fue interceptada y demostró de una manera evidente que el centro y el foco de toda intriga realista estaba en los conventos. Las religiosas no olvidaron nada para dar a su expulsión un aparato dramático; se agarraron a las rejas y no quisieron salir hasta que los oficiales municipales, obligados ellos mismos a obedecer la ley y responsables de su ejecución, no las separaron violentamente de las rejas. Semejantes escenas, relatadas, repetidas, sobrecargadas con episodios patéticos, perturbaban todos los espíritus. Los hombres comenzaban a conmoverse casi tanto como las mujeres. ¡Cambio sorprendente y rápido! En 1788 estaba el aldeano en guerra con la iglesia por el diezmo, inclinado siempre a disputar con ella. ¿Quién le había reconciliado tan pronto y tan bien con el cura? La misma Revolución aboliendo el diezmo. Con esta medida, más generosa que política, devolvió al cura su influencia en los campos. Si hubiera continuado el diezmo, jamás habría cedido el aldeano ante su mujer ni habría tomado las armas contra la Revolución. Los curas refractarios, reunidos en la cabeza de partido, conocían perfectamente este estado de las campiñas, el dolor profundo de las mujeres y la sombría indignación de los hombres. Esto les infundió una gran esperanza y se propusieron comunicárselo al rey. En multitud de cartas que le escribieron, o hicieron que le escribiesen en la primavera de 1792, le animaban a que se mantuviese firme, que no tuviera miedo a la Revolución y que la paralizara valiéndose del obstáculo constitucional, el veto. En todos los tonos y con argumentos variados le predicaban la resistencia bajo nombres de personas diversas. Unas veces eran cartas de obispos, escritas con frases de Bossuet: “Señor, sois el rey cristianísimo< Acordaos de vuestros antecesores< ¿Qué habría hecho San Luis?”, etc. Otras veces eran cartas escritas por religiosas, o en su nombre, cartas lastimosas. Aquellas palomas quejumbrosas, arrancadas de sus nidos, piden al rey la facultad de permanecer allí y morir. En otros términos: quieren que el rey suspenda la ejecución de las leyes relativas a la venta de los bienes eclesiásticos. Las de Rennes confiesan que el municipio les ofrece una casa, pero no es la suya, y ellas jamás aceptarán. Las cartas más atrevidas, las más curiosas, son las de los curas: “Señor, sois un hombre piadoso, no lo ignoramos. Haréis lo que podáis< Pero sabedlo, al fin, el pueblo está cansado de la Revolución. Su espíritu ha cambiado: le ha vuelto el fervor, frecuenta los sacramentos. A las canciones han sucedido los cánticos< El pueblo está con nosotros<”. Una carta terrible en este género, que debió de engañar al rey43 y darle ánimo, inclinándole a la resistencia, es la de los curas refractarios reunidos en Angers (el 9 de febrero de 1792). Puede considerarse como el acta originaria de la Vendée, la anuncia y la predice, como quien tiene a su disposición un ejército disponible, una partida de aldeanos. Aquella página sangrienta parece escrita por la mano, con el puñal de Bernier, un joven cura de Angers, quien más que nadie fomentó la Vendée, la manchó con sus crímenes, la dividió con su ambición y la explotó en su provecho. “¿Se dice que excitamos alas poblaciones?< Pero es todo lo contrario. ¿Qué sería del reino si no contuviéramos al pueblo? Vuestro trono no se apoyaría más que en un montón de cadáveres y ruinas< Ya sabéis, demasiado sabéis, señor, lo que puede hacer un pueblo que se cree patriota. Pero no sabéis de lo que sería capaz un pueblo que ve cómo se le arrebatan su culto, sus templos y sus altares”. Hay en aquella atrevida carta una confesión notable. Se ve que el cura se juega el resto, su último grito antes de la guerra civil. No vacila en revelar la causa íntima y profunda de su desesperación, a saber: el dolor de verse separado de aquellas a quienes dirige: “Se atreven a romper aquellas comunicaciones que la Iglesia no sólo permite, sino que las autoriza”, etc. Aquellos profetas de la guerra civil estaban seguros de sus profecías, no era fácil que se equivocasen al predecir lo que ellos mismos habían de hacer. Las mujeres de los curas, las amas y las otras se declararon las primeras, con una violencia más que conyugal, contra los curas ciudadanos. En Saint- Servan, cerca de Saint-Malo, hubo un motín de mujeres. En Alsacia, fue el ama de un cura la primera que tocó a rebato para lanzarse contra los curas que habían prestado juramento. Las bretonas no tocaban, golpeaban; invadían la iglesia armadas de escobas y pegaban al cura en el altar. Las religiosas daban golpes aún más fuertes. Las ursulinas, en sus inocentes escuelas de niñas, preparaban la guerra de los chuanes. Las Hijas de la Sabiduría, cuya casa madre estaba en Saint-Laurent, cerca de Montaigu, iban atizando el fuego; aquellas buenas hermanas enfermeras, al curar a los enfermos, les inoculaban la rabia. “Dejadles hacer, decían los filósofos, los amigos de la tolerancia. Dejadles llorar y gritar, que canten sus viejos cánticos. ¿Qué mal hay en todo ello?<”. Sí; pero entrad por la noche en aquella iglesia de aldea, donde el pueblo se precipita en tumulto. ¿Oís aquellos cantos? ¿No os estremecéis?< Las letanías, los himnos con las letras antiguas, se convierten por el acento en otra Marsellesa. ¿Y aquel Dies iræ aullado con furor, qué es más que un canto de muerte, un llamamiento a los fuegos eternos? “Dejadles hacer, decían; cantan, pero no obran”. Sin embargo, ya se veía conmoverse grandes muchedumbres. En Alsacia se reunieron ocho mil aldeanos para impedir que se pusieran los sellos sobre una finca eclesiástica. Aquellas buenas gentes no tenían en verdad, según decían, más armas que sus rosarios. Pero por la noche tenían otras, cuando el cura constitucional, recogido en su casa, veía que le rompían los cristales a pedradas y que a veces una bala le agujereaba las ventanas. No se utilizaban pequeñas intrigas tímidamente realizadas ni medios indirectos para empujar a las masas a la guerra civil. Se empleaban atrevidamente los medios más groseros para perturbar su espíritu, embriagándoles por el fanatismo; les servían el error y el asesinato a vasos llenos. La buena virgen María se aparecía y quería que se matase. En Apt, en 1792, como en 1790 en Avignon, se movió, hizo milagros, declaró que no quería permanecer en poder de los constitucionales, y los refractarios la libertaron a costa de un violento combate. Pero en Provenza hay demasiado sol; la virgen prefería aparecerse en la Vendée, entre brumas, en los espesos bosques, entre los setos impenetrables. Aprovechó las antiguas supersticiones locales; se mostró en tres lugares diferentes y siempre cerca de una vieja encina druida. Su lugar predilecto era Saint-Laurent, en donde las Hijas de la Sabiduría divulgaban sus historias milagrosas. Los mendigos las secundaban: eran excelentes propagadores de noticias, muy buenos agentes. Eran muy numerosos, la mayor parte activos y robustos. De trescientas mil almas que residían en la Vendée, cincuenta mil vivían de la limosna, especialmente de las limosnas del clero; vivían gracias a él sin hacer nada y habrían muerto por él antes que trabajar. Hoy se conocen los medios y los agentes de aquella guerra impía. El elemento político, el rey y la nobleza fueron muy secundarios. El cura lo fue en ella casi todo. Si se preguntaba al vendeano qué es lo que quería, no respondía sino que le devolviesen a su cura, que dejasen volver a su cura a la aldea. Hay que ver en una relación auténtica a uno de aquellos aldeanos que custodiaba unos prisioneros republicanos a los que iban a matar, y que queriendo salvar al menos su alma, les rogaba que se confesasen. A uno de ellos, magistrado muy estimado, le decía: “Señor, nosotros os queremos de veras; habéis hecho todo el bien que habéis podido. Nos disgusta mucho teneros aquí. No nos importan los nobles, no pedimos rey. Pero queremos a nuestros buenos curas y vosotros no los queréis< Confesaos, os lo ruego, confesaos, porque tenemos piedad de vuestra alma, y sin embargo, es preciso que os matemos<”. Esta frase es bastante clara: “Queremos a nuestros buenos curas”. Se dijo en 1793. Volvamos a junio de 1792 y veamos el proceso verbal de uno de los primeros actos de aquella triste guerra de asesinato. Sin ninguna duda se incoaron otros cien, parecidos a este, que lo fue por dos comisarios del Loira Inferior, enviados el 6 de junio desde Nantes al distrito de Savenay. Parece que los curas refractarios tuvieron el proyecto de crear un centro de insurrección en el Loira Inferior, posición en efecto central entre las dos guerras inminentes de Bretaña y la Vendée. Habían conseguido ya armar una parroquia, la convencieron y se dirigieron a otras siete a las que creían convencer igualmente. Pero encontraron en ellas resistencia, incendiaron varias casas y mataron a varios hombres, entre ellos dos dragones. Estos dragones rojos de Bretaña eran patriotas voluntarios, que demostraban un celo admirable y gran intrepidez. “A las tres de la madrugada nos hemos presentado con la fuerza armada en las islas Brières; las casas estaban vacías, los habitantes se precipitaban a los pantanos. Sin embargo, una mujer de cincuenta años se ofreció a nuestra vista cerca de la iglesia, tenía un crucifijo sobre el pecho y un rosario en la mano. La interrogamos acerca de la causa de los asesinatos cometidos durante la noche del domingo 3 de junio. Nos contestó «que no había tenido ninguna noticia de ellos, que estaba dispuesta a sacrificar su vida por la causa de Dios»“. “Nos dirigimos a la aldea donde habían sido asesinados los dragones e incendiadas tres casas. Otras casas se hallaban abandonadas y los muebles destrozados. Nos fue presentado el llamado Guy Vinsse y le obligamos a que nos guiase al lugar de la matanza; el sitio se hallaba cubierto de turba pulverizada y la tierra acababa de ser removida; en vano buscamos las huellas de sangre. Las respuestas equivocas de aquel hombre y una herida reciente que le vimos en la cabeza, encima de la oreja, nos decidieron a prenderle. Desde allí nos encaminamos a la aldea de las islas, donde dos casas incendiadas humeaban todavía<”. ¿Qué apoyo prestaría la nobleza a aquellas rebeliones populares iniciadas por los curas? Esta era la gran cuestión. Los nobles de provincias, tanto tiempo sacrificados, bajo el antiguo régimen, a la nobleza de la corte, temían mucho, al emprender la campaña, no conseguir otra cosa más que el triunfo de sus antiguos enemigos. No querían a Coblenza, conocían a los emigrados. Varios habían ido allí a verlos y se habían vuelto. Si ellos sacaban la espada y atraían sobre sí las fuerzas de la Revolución, con toda probabilidad conseguirían que volviesen los emigrados con los ejércitos enemigos; los cortesanos, la banda de la reina y del conde de Artois, los caballeros del Ojo de Buey volverían a Versalles, pedirían, exigirían y se lo llevarían todo, y en cambio se permitiría a los nobles rurales que volviesen a sus casas, que viesen de nuevo sus tierras arruinadas, que se dedicasen otra vez a su vida monótona, pobre, oscura, fastidiosa; la misa y la caza por toda diversión. Nada tan juicioso como estas reflexiones; nada más difícil que sacar de aquí a los nobles del campo. Los intrigantes que dirigían la emigración, que pensaban explotar la victoria, no omitían nada para ofuscar el buen sentido de aquellos nobles; predicaban la cruzada en todos los tonos, haciendo alarde de honor y de caballería. Se escribían cartas anónimas a los perezosos y se les enviaban ruegos. Uno de estos agentes realistas, Tuffin de la Rouërie, muy mala cabeza, personaje equívoco, que había desempeñado cien papeles, oficial, monje trapense, voluntario de América, revolucionario, luego enemigo de la Revolución, fue a Coblenza a ofrecerse, prometiendo sublevar, según decía, a toda Bretaña. Sólo se necesitaba que en la insurrección se observasen las mismas formas de los antiguos Estados de la provincia, que los comités de la insurrección, sacados de los tres brazos, fuesen Estados en miniatura. Al pronto no se pediría ningún acto, ningún esfuerzo, únicamente dinero. Este último punto agradó a Calonne y obtuvo su sufragio. Hizo que el conde de Artois aceptase el plan y el 5 de diciembre de 1791 los hermanos del rey autorizaron a La Rouërie. Realmente el plan era hábil. Los nobles que no emigraban, apremiados, insultados por su inacción, atormentadas sus conciencias realistas por sus propios escrúpulos, obtenían una tregua dando a la asociación las rentas de un año. A este precio lograban un salvoconducto para ellos y para sus propiedades, que quedaban libres del saqueo de los realistas. Y por otra parte la asociación les garantizaba también, permitiéndoles, ordenándoles que se reconciliasen con las autoridades constituidas, hasta que pudieran hacerles traición. Un número considerable de nobles encontraron cómodo este arreglo, lo suscribieron y dieron su nombre y su dinero. De este modo se hallaron insensiblemente comprometidos, afiliados sin darse cuenta, y metidos en la misma guerra que querían evitar. Era evidente que el día en que se descubriese la asociación, los asociados más pacíficos se verían obligados a tomar las armas en su defensa, si no querían ser apresados. Lo que precipitaba a La Rouërie y podía obligarle a adelantar los sucesos, es que tenía un rival en Botherel, ex procurador síndico de los Estados de Bretaña, que dirigía a los emigrados, de Jersey y Guernesey, bajo la protección de Inglaterra, lisonjeándoles con la esperanza de que les desembarcaría una flota inglesa. Rouërie tenía de su parte a Coblenza, a los príncipes y a los hermanos del rey. En efecto, obtuvo de los príncipes (el 2 de marzo de 1792) una comisión que le confería todos los poderes y le nombraba jefe de los realistas del oeste, con orden de que le obedecieran. Había tan poco acuerdo entre los realistas, que La Rouërie quería esperar para aumentar la asociación una señal fortuita de guerra civil, hecha desde las Tullerías. En los primeros días de julio los curas que dirigían al rey obtuvieron de este una carta para el directorio de Finisterre, pidiendo que fueran puestos en libertad los curas refractarios prisioneros en Brest. En aquel momento creía el rey que era muy fuerte; le habían hecho creer que la afrenta del 20 de junio, su palacio invadido, su familia insultada, el gorro colorado sobre su cabeza real, habían provocado una reacción inmensa de la opinión pública a su favor y que era preciso aprovecharla. Todos los púlpitos, en efecto, los confesonarios, los conciliábulos devotos, habían sacado un partido increible de aquel hecho patético, muy a propósito para la leyenda; el rey, en opinión de las mujeres y de una gran parte de los hombres del campo, había recibido como una especie de nueva consagración, por una afrenta que recordaba la Pasión de Nuestro Señor. Muchos lloraban ante la sola y conmovedora idea del Ecce Homo de la monarquía. El acto del rey en favor de los curas de Brest era poco y mucho. Podía interpretarse como un acto de caridad humana, que no comprometía lo más mínimo a su autor, que no se podía censurar. Y era, en aquellas circunstancias (se vio luego por lo que ocurrió), en el estado de combustión terrible en que se hallaba Bretaña, una señal de incendio, un rayo sobre pólvora. En Fouesnant, cerca de Quimper, un aldeano que era juez de paz, Allain Nedellec, agente del marqués de Cheffontaine y administrador de sus bienes, comenzó (el 9 de julio), después de misa, a predicar para los aldeanos delante de la iglesia: quinientos tomaron las armas. Los agentes de Nedellec recorrieron el país, amenazaron con incendiar las casas de los que no tomaran la defensa de Dios y del rey; el rey lo quería, él mismo había escrito que ordenaba la libertad de los curas y su reposición. Al siguiente día, 10 de julio, a las tres de la madrugada, ciento cincuenta guardias nacionales de Quimper, con algunos gendarmes y un cañón, caminando rápidamente a través de campiñas cuya topografía desconocían, partieron con dirección a Fouesnant. Los magistrados, con la bandera roja, iban al frente. Los recibieron con una descarga mortífera que les hicieron a boca de jarro trescientos aldeanos; disolvieron aquella partida, tomaron la aldea, se establecieron en ella y pasaron la noche en la iglesia, con sus muertos y heridos. Al otro día regresaron a Quimper y toda la ciudad salió a recibirles. Aquel vigor admiró a los sublevados y les hizo reflexionar. La ausencia de los nobles en todo esto indicaba bastante que las cosas no estaban en sazón. La Rouërie quería esperar; en Bretaña tenía razón. En París, sin embargo, los acontecimientos se precipitaban, parecía que tenían alas. Hiere el 10 de agosto. El contragolpe se dio, no en Bretaña, entregada a mil influencias contrarias, sino en un país donde menos se esperaba un pronto alzamiento. La Vendée estalló. Estalló con un arranque, con un espíritu de unanimidad notable, que contrastaba mucho con el de resistencia individual y solidaria de los bretones y de los chuanes. Cuarenta parroquias a la vez, ocho mil hombres del campo, en las cercanías de Châtillon, se armaron el mismo día (24 de agosto). Allí, como en todas partes, los magistrados pérfidos de la Revolución fueron los que se sublevaron contra ella. Delouche, alcalde de Bressuire, fue el verdadero jefe del motín. Un comandante de la guardia nacional, un noble, se hizo raptar de su castillo por los aldeanos, para ser su general. En primer lugar cayeron sobre Châtillon, lo devastaron y quemaron los documentos del distrito. De allí se dirigieron a atacar Bressuire. Detenidos por una tormenta que les tuvo dispersos algún tiempo, perdieron el momento oportuno. El somatén revolucionario, que contestó al somatén realista, reunió en una noche a los guardias nacionales de las cercanías. Hubo un entusiasmo extraordinario. Los de las ciudades lejanas, desde Angers a la Rochelle, se pusieron en movimiento. Los que primero llegaron, pocos en número, defendieron Bressuire. Bajo los muros se llevó a cabo un combate en que perecieron cien aldeanos. Fueron apresados quinientos y se dice que los vencedores que recorrieron las campiñas tomaron duras represalias por los hombres que habían perdido. Lo que es cierto, es que, a pesar de ello, los prisioneros fueron tratados con humanidad. Se contentaron con llevarlos ante el tribunal criminal de Niort. Esta ciudad era un foco de ardiente patriotismo. El tribunal creyó que debía ser indulgente con aquellos hombres extraviados y los puso en libertad, suponiendo magnánimamente que sólo los muertos habían sido culpables. La Vendée permaneció muda ante este golpe. Pero por aquel siniestro suceso pudo adivinarse lo que fermentaba en su seno. Por el 92 se pudo prever el 94. Era indudable que las ciudades, pequeñas y poco pobladas en aquel país, no podrían, por mucha que fuera su energía, contener a los del campo, que estos lo dominarían todo y que tarde o temprano la Vendée en masa se alzaría como un solo hombre, que marcharía unida con los curas a la cabeza, disciplinada de antemano, bajo las banderas de sus parroquias. Pero no se podía prever que aquel gran y terrible esfuerzo (la Vendée era secundada por una parte de tres departamentos vecinos) no sería sin embargo contagioso para Francia, que quedaría pronto circunscrito, encerrado dentro de una zona limitada, y que muy pronto, cada vez más, quedaría planteada la cuestión en estos términos: de un lado la Vendée y de otro Francia. Lo que hacía desde luego improbable e imposible el triunfo de la Vendée, es que no obraba de acuerdo con Bretaña. Estos dos países diferían profundamente. Y Bretaña, por su parte, tampoco estaba de acuerdo consigo misma. Los curas estaban allí también divididos. El cura noble, llamado exclusivamente el Señor abate, despreciaba y tiranizaba al cura aldeano, al que hubiera influido sobre el pueblo. Entre los nobles había también poca concordia: ya hemos visto las diversas direcciones de Rouërie y Botherel. Por el contrario, los revolucionarios bretones encontraron, por lo menos los de Finisterre, un principio común en las hermosas leyes de agosto de 1792; estas leyes, favorables al aldeano, le reconciliaron con la opinión de las ciudades, con la Revolución. Produjeron un efecto inmenso y quizás salvaron a Francia afiliando a la Revolución la mitad de Bretaña, la temible punta que forma la retaguardia del oeste. La otra Bretaña, Anjou, el Maine y la Vendée, comprendieron en todos sus movimientos que, teniendo a París y la Revolución delante, tenían a su espalda Brest y Finisterre, que eran también la Revolución. La Vendée, a pesar de cuanto se ha dicho, era un hecho artificial (al menos en una gran parte), un hecho sabiamente preparado por un hábil trabajo. En aquel rincón de tierra, oscuro, retirado y sin caminos, había encontrado el cura un admirable elemento de resistencia, un pueblo naturalmente opuesto a toda influencia extraña. Allí, bien ayudado por las mujeres, había podido crear por largo tiempo, y a su gusto, una obra de arte extraña y singular: una revolución contra la Revolución, una república contra la República. Pero este hecho, muy artificial, se hallaba en oposición con el gran hecho natural que ofrecía Francia como espectáculo, hecho necesario, derivado legítimamente del fondo de los siglos, que venía, invencible, como viene el océano a su hora, y que como el océano, podía absorberlo todo. El vendeano, encerrado, cegado en su maleza salvaje, no veía de ningún modo lo que pasaba a su alrededor. Si lo hubiera visto, se habría descorazonado y no habría combatido. Habría sido preciso que le hubieran llevado a un sitio muy alto, a la cúspide de una montaña, y que allí, dando a su vista un alcance extraordinario, le hubieran hecho ver aquel espectáculo prodigioso. Se habría persignado, se habría creído en el Juicio Final y habría dicho: “Esto es de Dios”. El espectáculo que Francia habría ofrecido a sus ojos era como un torbellino inmenso, una circulación rápida, violenta de los hombres y de los bienes, de las cosas y de las personas. Las aduanas entre provincias, los impuestos en las puertas de las ciudades, los portazgos, los pontazgos, todas aquellas barreras del antiguo régimen habían desaparecido de repente. Las cercas se derribaban, los muros caían, los antiguos castillos se abrían. Las cosas, lo mismo que los hombres, habían encontrado nuevamente el movimiento. Una fórmula poderosa, que se oía por todas partes, las evocaba y parecía animarlas: ¡En nombre de la ley! Despertados con estas palabras, los edificios adquirían alas. Dos mil millones de bienes del clero volaban, en hojas ligeras, en forma de asignados. Los dominios, divididos, cortados, se prestaban a las nuevas necesidades de un pueblo inmenso, inmensamente multiplicado. Por todas partes ventas y compras; se compraba fácilmente, el asignado se daba antes de lo que se habría dado el dinero. En todas partes se celebraban matrimonios (fueron innumerables, por lo menos en los primeros años de la Revolución) y la nación constituía la dote. Daba bienes nacionales, con frecuencia por el producto del primer año; una casa se pagaba con sólo el plomo de los canales, un bosque con el importe de la primera tala. Desaparecía aquel viejo bosque y la llanura, inmediatamente sembrada, proporcionaba el trigo a la alegre nidada, nacida de la tierra y del sol de la Revolución. Jamás movimiento tan grande se realizó con el alma más tranquila, con menos escrúpulo, con mayor tranquilidad de conciencia. Jamás la violencia y la fuerza estuvieron mejor apoyadas en el derecho. La reclamación de la mujer no produjo ningún efecto en el hombre. A todas sus palabras no opuso más que dos. Palabras sin réplica, que en su concepto concluían la cuestión. La primera le sirvió para los bienes eclesiásticos, bienes de prelados, de canónigos y de monjes. Esta palabra fue: ¡Holgazanes! La segunda le sirvió para las rentas y los derechos debidos a los señores, y más adelante para los bienes de los emigrados. Esta palabra fue: ¡Feudal! “Es un bien feudal”, y esta poderosa palabra tranquilizaba su conciencia. Los bienes de la iglesia le parecían, no sin razón, manchados de feudalismo. ¿Cómo juzgarlos de otro modo, cuando veía en el palacio del obispo, del abate, lo mismo que en los castillos laicos, el horno del señor, la prensa obligada, la grada para el juicio, la argolla señorial, la horca y todo el aparato de las antiguas justicias? Si no conservaban en especies los derechos feudales, los percibían en dinero. Feudal: esta palabra estaba sin cesar en la boca y en la mente del aldeano. No comprendía ni su esencia ni su historia, pero sí el sentido y la inteligencia instintiva. Las veinte o treinta generaciones que murieron en el trabajo, sin monumento, sin tradición, habían dejado, sin embargo, un mismo testamento a sus hijos, por testamento una palabra, que bien conservada debió ser para él una prenda infalible de reparación. El labrador libre de los tiempos antiguos, privado de libertad por la fuerza o por la astucia, sin bienes ni título, habiendo perdido su tierra, su cuerpo, ¡ay! y su persona (¿qué digo? el alma y el recuerdo), vivía sólo por una palabra< Esta palabra, repetida en voz baja durante ochocientos años para impedir la prescripción, esta palabra que en 1789 explotó con más rapidez que el rayo, esta palabra que en francés significa violencia, tiranía, injusticia, es la palabra Feudal. A todo lo que se le objetaba al aldeano, a todo aquel que le hubiera presentado títulos y actas, movía la cabeza y decía: Feudal. La Constituyente, al suprimir los derechos feudales, se esforzó por establecer una distinción sutil. Hay dos feudalismos, decía el aldeano: el feudalismo dominante, impuesto por fuerza a vuestros antecesores, este lo abolimos; pero hay también un feudalismo contratante, que resulta de un libre acuerdo entre el señor y el aldeano; no podéis sacudir el yugo de este feudalismo consentido más que indemnizando al señor. El aldeano tiene la cabeza dura; se obstinó en no comprender, no dijo una palabra y continuó su camino. Un contrato firmado entre el fuerte y el débil, entre el que lo era todo y el que no era nada; una convención pactada libremente por un hombre no libre, por un hombre que ni siquiera era dueño de su cuerpo, que no era persona, que legalmente no existía, eran cosas buenas para litigar entre legistas, pero difíciles de sostener entre hombres de buen sentido. El castigo aplicado al sistema feudal y la expiación de su tiranía, fue que el día del juicio todo acto suyo pareció tiránico, y si alguna vez había respetado la libertad, pedido consentimiento, contratado libremente, no encontró nadie que lo creyera. A cualquier acto que alegase, libre o no, se reían, decían: Feudal, y ya estaba todo dicho. La Asamblea constituyente y sus legistas habían cortado con ligereza una cuestión muy grave de antigüedad y de derecho. Habían supuesto que el señor poseía originariamente toda la tierra y que por tal servicio, por tal recompensa, se había dignado dar parte de sus tierras a este y al otro. Veían el origen de toda propiedad en las concesiones de los feudos. Negaban los orígenes de la propiedad, ignoraban la historia. ¿Quién no sabe que los hechos ocurrieron con más frecuencia en sentido inverso? ¿Que por el contrario, fue el propietario libre, el débil, el pequeño y el pobre, el forzado por mil vejaciones a encomendarse, como se decía, a su poderoso vecino, a tomar a censo su propia tierra, a dar al señor la propiedad para conservar al menos el uso? “Tú eres libre, buen hombre; la tierra y tu familia también; no te quitamos nada. Piensa, sin embargo, que la tierra libre, en medio de los feudos, tiene la propiedad singular de que ya no produce. No te quitamos nada. Solamente que tus vecinos, como buenos vecinos, visitarán esa tierra; los caballos y los perros del señor la correrán a su capricho; es el camino más corto para ir al bosque. Los pajes del señor son alegres; pegarán fuego a las colas de tus vacas, sin malicia, para reírse nada más. Tomarán a tu hija de los campos, no para hacerle daño, sólo para reírse; te la devolverán al día siguiente<”. Cuando le había sucedido todo esto, cuando había sufrido los males del siervo, entonces aquel hombre libre iba libremente, no sin lágrimas, y ponía sus manos en las del señor< “Monseñor, os doy mi fe, mi tierra, todo lo que yo tenía lo pierdo, os lo ofrezco, os lo doy. En adelante es vuestro y yo lo recibiré de vos<”. He aquí un contrato libre del buen tiempo feudal. Lo horrible de este contrato es que aquella tierra así dada y ofrecida, lejos de aliviar la suerte del propietario, le esclavizaba haciendo que después de haber dado su tierra se encontrara con que había dado su cuerpo y el de los suyos. ¡Todos siervos!< Esto no es una metáfora, a pesar de cuanto se ha dicho. Lo vemos claramente hoy mismo en los países en que aún hay esclavos44: la mujer y la hija del esclavo pagan literalmente con sus cuerpos, si no al mismo señor de la propiedad, al intendente, o a los lacayos del señor, una serie interminable de vergüenzas. Al llegar aquí me detiene una cosa. ¿Cómo he de ser justo con la Revolución, cómo hacerla comprender, si antes no doy a conocer la Edad Media, aquel terror de mil años?< Y sin embargo no puedo. No se resume la Edad Media. Lo que hay de esencial es su terrible duración, y al abreviarlo no se dice nada de ella. Sería preciso poder reproducir, con su lentitud implacable, los mil años que pasó la humanidad bajo aquella lluvia de dolores que caía gota a gota, cada una de las cuales penetraba hasta los huesos. E incluso si abreviara, necesitaría un libro enorme para poder hacerlo. ¿Cómo ponerlo aquí, metiendo el grande dentro del pequeño? Este último no lo contendría, reventaría, dislocado y roto. Seré, pues, injusto; no diré lo que sería preciso saber; nuestros adversarios podrán decir a su antojo que la Revolución fue un accidente, un capricho, que fue la reparación de males imaginarios, de sufrimientos que no existían. Sin haber explicado de qué modo, en la Edad Media la esclavitud de la tierra esclavizó a la persona. No podré hacer comprender cómo la liberación de la persona, con la Revolución, produjo la liberación de la tierra. Porque fue liberada en 1789 también ella, que conste. Salió de las manos del señor, del que se llamaba el hombre de espada, el hijo de la conquista, del que vela en la tierra un despojo, una cosa para usar y abusar. Pasó a las manos del hombre de la tierra, del que no sabe nada de su persona sino que ha nacido de aquella, que estuvo siempre ligado a la tierra, y tan bien ligado, en verdad, con tal encarnizamiento, que la ama más que a su familia; que está casado con ella (tres veces más que con su mujer); y si lo dudáis, cavando la tierra encontraréis en el fondo el corazón del aldeano. Este matrimonio de la tierra y el hombre que la cultivaba fue el capital de la Revolución. Las historias, diarios y memorias no dicen casi nada de ello. Y este hecho lo era todo. Danton lo dijo, pero tímidamente: “Anteo había tocado la tierra” y sacaba fuerzas de ella. Tocar, es decir muy poco. Había entrado en ella con alma y corazón, y eran una misma persona. La identidad del hombre y la tierra, aquel misterio terrible, al realizarse en Francia, hacía de esta tierra una tierra sagrada, inatacable; el que la violase estaba seguro de morir. La cuestión de la guerra estaba resuelta de antemano. Francia era demasiado fuerte para el mundo. 1792)
Divisiones de la Convención.—Constituyen el mayor peligro para
Francia.—Acasaciones mutuas de los dos partidos, igualmente injustas.—Desconfianzas mutuas de París y los departamentos.— Apertura de la Convención (21 de septiembre).—La Convención, en general, apoya en principio a la derecha (septiembre y octubre).— Danton y Robespierre quieren tranquilizar a la Convención (21 de septiembre).—Danton pide que se garantice la propiedad.—Abolición de la monarquía,—Primera oposición de Danton y de la Gironda sobre la capacidad del pueblo (22 de septiembre).—Acnsaciones mutuas de desorganización y desmembrainiento (23 de septiembre).—Apología de Danton: sus consejos pacíficos (25 de septiembre).—Apología de Robespierre.—Apología de Marat.—Apología de la Comuna, que desautoriza a los hombres de septiembre.
Era Francia, lo repetimos, demasiado fuerte para el mundo.
Pero si se hacía la guerra a sí misma, ¿lo sería igualmente? He aquí la cuestión. Cierto es que la nación que improvisaba un millón de propietarios, armaba a tres millones de guardias nacionales y que combatía con un capital de diez mil millones, podía burlarse de Europa. El peligro capital no estaba en la invasión. No estaba en el rey, al menos por el momento. Éste se había declarado y reconocido embustero desde 1791 y degradado de su carácter sagrado por la declaración de Varennes: “Un rey no miente nunca”. Francia en 1792 le creía traidor y cómplice de la invasión. En su mayoría Francia era, si no republicana, antimonárquica por la cólera y la indignación. Desprestigiado y deshonrado el rey, estaba caído en el lodo para siempre si la misma Revolución no lo elevaba por medio del patíbulo. Si en Francia había algún peligro real, este era el cisma. Cisma religioso en el oeste que armaba al pueblo contra el pueblo. Cisma político en el seno de la Convención entre republicanos y republicanos. Congregada para asegurar la unidad de Francia escribiendo su nuevo credo, fue muy pronto desgarrada por el cisma y la herejía. ¿Dónde estaba el corazón de Francia más que en la Convención? Y ¿qué sería de la vida de cada ser si en el corazón mismo estaba el germen de la división? Ningún mal más cercano a la muerte. Incluso antes de tener existencia, ya estaba dividida. Abría sus sesiones el 21 de septiembre, y en los días que precedieron a la apertura ya sonaban los nombres de realistas y hombres de septiembre. Desde los de la derecha a los de la izquierda se cruzaban estos epítetos mortíferos. Se podía ver ya el río de sangre que había de costar el separar los dos bandos. En vano Danton, en nombre de la patria, tendía su mano poderosa desde la Montaña a la Gironda. Los girondinos forzaron a Danton a que los perdiera, entregándolos a Robespierre, quien destruyó a Danton y a sí mismo, y la República con ellos. Todos estos terribles acontecimientos van a desarrollarse con la rapidez de una piedra que cae en el abismo. Un intervalo de apenas cuatro meses separa estas revoluciones, que en otras circunstancias hubieran necesitado para desarrollarse una edad entera de la historia. Aquí cada intervalo es un siglo. ¿Qué digo? Olvidaba el carácter extraordinario de este sueño sangriento. Allí no había ni siglos, ni años, ni meses: allí el tiempo no existía. La Revolución, para estar a sus anchas, había empezado por destruir el tiempo. Libre del tiempo, corría sin detenerse. Lo que parte el corazón es pensar que aquellos hombres se destruyeron mutuamente sin conocerse: se desconocieron profundamente. Si hay algo después de la muerte, ellos saben a estas horas lo injustas que fueron sus mutuas acusaciones, y sin duda alguna se han reconciliado. No es dudoso que estos grandes ciudadanos muertos tan jóvenes, y que murieron para crear esta patria, se hayan abrazado fraternalmente en la eternidad. No, sus acusaciones no fueron merecidas. Todos fueron excelentes patriotas y ardientes amigos de Francia. Sintieron el amor fuerte, celoso, inquebrantable por la República y esto les perjudicó. Se destruyeron porque amaron demasiado. El tiempo ha venido a esclarecerlos y también el juez inexorable, la muerte. En la Convención no hubo un solo traidor. La República no tuvo un enemigo. No ha habido jamás una Asamblea más noble. El miedo y el odio influyeron en algunos de sus miembros, el interés en ninguno. Salvo dos o tres conocidos y castigados, los demás murieron pobres. Aunque la violencia o el furor les arrastrara a algunos actos reprobables, de cada uno de ellos se pudo decir lo que los suizos ante el cadáver de Zwingle: “Tú fuiste un hombre sincero y amaste a tu patria”. Contentémonos aquí con poner un sello sobre nuestro corazón prohibiéndole hablar. Debemos este respeto a los hombres heroicos, no deplorar su muerte, sino hacerles un panegírico civil digno de ellos. Repitámoslo otra vez: las dos acusaciones fueron igualmente falsas. Los girondinos no eran realistas. Fundadores de la República, la llevaban en el corazón. Era su esperanza y su Dios. Ella les alentó, no les faltó, les acompañó en la carreta desde la Conserjería a la plaza de la Revolución. El último pensamiento de aquellos hombres no fue para ellos mismos, sino para la República. Los de la Montaña no eran los autores de los acontecimientos de septiembre. Salvo Marat y otros dos o tres, ninguno de los de la izquierda participó. Este partido, en el que estuvieron los hombres más violentos, fue el que también tuvo a los defensores de la humanidad. Los Carnot, los Cambon, los Merlin de Thionville, los Prieur y tantos otros no fueron hombres sanguinarios. La gran mayoría de los de la izquierda desaprobaba lo hecho en septiembre, pero creía que el castigo era imposible. Los que, como Danton, sabían que Francia estaba sobre un volcán, comprendían que debía dedicarse a cuidar de sí misma y que tratar de castigar o de luchar era perderse. Pensamiento tanto más razonable cuanto que las provincias acusaban a París y le hubieran juzgado cruelmente. Danton y la Montaña asumieron la responsabilidad y dijeron: “Somos nosotros los que hemos cometido el crimen”. Los nuevos representantes trajeron de sus distritos el terror hacia los hechos de septiembre. El relato de lo sucedido había sido aprovechado por los enemigos de la Revolución, coreados por los provincianos. El odio a París hacía que se creyera todo. Creyeron en los diez mil muertos de que hablaban los realistas. Se decía que llevaban a las gentes de cárcel en cárcel y que había en París una mancha de sangre de doce pies de profundidad; se decía que la sangre había llegado hasta el primer piso. Se exageraba también el número de asesinos. Unos hablaban de diez mil, otros de cien mil. Toda la capital había tomado parte en la carnicería. Los convencionales llegaban a París y llenos de espanto entraban en la ciudad sangrante, y todo les parecía sombrío y lúgubre. La inmensa mayoría de estos representantes llegaban con el espíritu inquieto, receloso y dispuesto a cambiar según las diversas impresiones. La Convención se conmovió por la emoción que vio que había causado en Francia el golpe de septiembre. Procedía todo de la burguesía. Tenía hasta ciertas elecciones aristocráticas, como efecto de haber llamado a votar a los criados. Por esto los convencionales eran médicos, abogados, profesores, literatos, comerciantes. No había más que un obrero, un cardador de lana de Reims. Estos burgueses eran gentes de bien, amigos del pueblo y menos crueles de lo que se cree. De setecientos cuarenta y cinco individuos que componían la Convención, quinientos no eran ni girondinos ni de la Montaña. La Gironda les inspiraba aversión, la Montaña horror. Era evidente que el triunfo sería del que supiera apoderarse de esta masa flotante de quinientos individuos, que eran la Convención misma. Su moderación natural y el terror a septiembre les llevaba a la derecha, pero un terror más grande los podía llevar a la izquierda. Los prejuicios que ellos traían sobre París no disminuyeron ciertamente por las impresiones recogidas al pasar por calles y plazas. Oían decir a su paso esta extraña e inocente frase45: “¿Para que traer tanta gente para gobernar Francia? ¿No había bastante en París?”. Estas frases escapadas de labios imbéciles entraron en la Convención y fortificaron la idea de que París quería ser rey de Francia. Esta idea falsa, injusta e irritante para los parisinos, hizo que se acogiera otra acusación contra la Gironda, la de que pretendía hacer de Francia algo parecido a lo de los Estados Unidos, dividiéndola en repúblicas como la de Marsella, la de Burdeos, la de Calvados, etc., destruyendo así la unidad de la patria apenas establecida. Hubo por ambas partes la misma credulidad. Los veinte diputados de París que gobernaban la Montaña, los veinte o veinticinco girondinos que influían en la derecha, creyeron estas cosas y las hicieron creer a los demás. Ellos se apoderaron del campo desde el primer día, se impusieron a la Convención y la gastaron en este debate fatal. Tantas arengas y esfuerzos; tantos días terribles y tantas noches tenebrosas; la terrible lucha en que se empeñó Francia, todo vino a reducirse a un simple diálogo. La Gironda decía a la Montaña, a la diputación de París, a Danton y a Robespierre: “Vosotros queréis la desorganización social para que el desorden haga necesaria la dictadura”. La Montaña a la Gironda, a Brissot, a Vergniaud, a Roland: “Vosotros deseáis la desmembración de Francia en varias repúblicas federadas para que la guerra civil obligue a restablecer la monarquía”. Error en ambos bandos, error e injusticia profunda. Si los de la Montaña no querían obstáculos que impidieran el ímpetu revolucionario que había de salvar a Francia, no por esto eran anarquistas, sino que querían una república vigorosa en que las leyes fuesen obedecidas. Los girondinos, que más tarde habían de buscar apoyo en los distritos para defender sus derechos y los de la Convención, sólo pensaban en esto. Ni entonces ni nunca pensaron en la desmembración de la patria. Unos y otros eran excelentes ciudadanos capaces de dar su sangre por la unidad de la patria. He aquí, pues, la Asamblea reunida en la sala de las Tullerías que había servido de teatro. Este teatrillo de corte va a contener un mundo, el mundo de las tempestades infernales, el pandemónium de la Convención. Y cuanto más pequeño es el campo, tanto más furiosos serán los combates que en él se libren. Todos desde el primer día sufrieron por verse tan extremadamente juntos. El corto espacio que separa a estos combatientes no permitirá que se pierda ningún ataque y ninguna mirada hostil. Los unos y los otros se dispararán a quemarropa. Incluso en los momentos de tregua se respirará allí un ambiente de odio; reinará una especie de magnetismo que oprimirá todos los pechos y turbará todas las cabezas, llenando los ojos de visiones. Esta Asamblea tan dividida desde sus comienzos tenía no obstante un principio de unión, aquel del que había nacido: el 10 de agosto. Tenía este pensamiento: que Francia era definitivamente mayor de edad; que su institutriz, la monarquía, había caído para siempre como cómplice del enemigo; que todo rey era imposible y no había más rey que el pueblo. Sobre esto no había nada que discutir ni que razonar. La Convención tenía conciencia de la fuerza del movimiento y del volcán de cólera que la habían engendrado. Cualquiera que fuera el poder que tuviera, no se presentó como soberana: no dictó un código, sino que lo propuso al pueblo. Todo lo que de lejos o de cerca hubiera parecido monarquía, habría sublevado el sentimiento nacional. La Convención se desentendió de Manuel, que proponía honores casi reales para el presidente, y aplaudió estas palabras de uno de sus miembros: “Francia ha manifestado su voluntad enviando aquí a doscientos miembros de la Asamblea legislativa, que han hecho el juramento de combatir los reyes y la monarquía. ¡No; no habrá nunca presidente de Francia!”. El presidente escogido por la Asamblea fue Pétion; los secretarios fueron dos constitucionales, Camus y Rabaut— Saint-Étienne; los girondinos Brissot, Vergniaud, Lasource y Condorcet, amigo de la Gironda. Ni un solo hombre de la izquierda; la Asamblea se inclinaba del todo a la derecha. La elección había sido dictada visiblemente por el horror hacia los hechos de septiembre. Este sentimiento, honroso sin duda, ¿debió sin embargo, en la crisis suprema por la que atravesaba Francia, cuando no se tenían ni siquiera noticias de Valmy, haberse subordinado al interés de la nación? Sin la enérgica legión de la Montaña, de cien representantes y sin el apoyo de dos jefes, Robespierre y Danton, ¿era posible la salvación? Robespierre, la gran autoridad moral de las innumerables sociedades jacobinas; Danton, la gran fuerza, el genio político que tenía en sus manos los hilos de la diplomacia y los de la policía, negociando por un lado la retirada de los prusianos y por otro la prisión de los realistas del Mediodía y de Bretaña. La gran mayoría de la Convención no veía esto. Estaba dominada por el recuerdo del fúnebre acontecimiento, por la estima que inspiraba la Gironda, por sus celos de París y su diputación y por la aversión y el estremecimiento nervioso que le causaba la Montaña. Por un movimiento instintivo y sin darse cuenta, el centro apoyaba a la derecha. Desde allí miraba constantemente y como fascinado a la terrible Montaña sin poder apartar los ojos de ella. Veía en aquellos bancos la famosa Comuna representada por sus miembros más violentos y con su comité de vigilancia, de tristes recuerdos. Los jefes de la Montaña no eran tipos que transmitieran tranquilidad. La figura inquisitorial de Robespierre, enfermizo, ocultando sus ojos bajo las gafas, era la de una esfinge rara que miraba sin cesar, muy a su pesar, y que sufría mirando. Danton, con la boca torcida, medio hombre y medio toro, con su fealdad extraordinaria daba miedo; dijera lo que dijera, su voz y sus gestos parecían los de un tirano. Este grupo sombrío, donde estaba representada toda pasión violenta, tenía en su cima una corona grotesca, una visión terrible y ridícula, la cabeza de Marat. Salido de su bodega, sin costumbre de ver la luz, este personaje extraordinario de cara bronceada no parecía de este mundo. El notaba el asombro de los sencillos y disfrutaba con él. Con la nariz levantada, vanidoso y embriagándose con el aura de la popularidad, los labios46 siempre dispuestos a vomitar injurias y calumnias, daba asco, indignaba y hacia reír; pero este conjunto recordaba septiembre y entonces ya nadie reía. Robespierre y Danton comprendían perfectamente que era necesario tranquilizar cuanto antes a la Convención y refutar las acusaciones de tiranía y dictadura que se hacían contra ellos. Nada había contribuido tanto a fortificar tales rumores como las palabras de Marat, que pedía sin cesar un dictador. Muchos de los de la Montaña habían llegado a creer que, en efecto, Francia no se salvaría más que por la unidad de poder, puesto todo en la misma mano. Hablar contra la dictadura era hablar contra Marat, desautorizarle, separarse de él. Desautorizar al hombre de septiembre, era algo político en este momento y podía atraer hacia la Montaña a una parte de la Convención. Robespierre lo hizo con una extrema prudencia; no habló él mismo, sino que hizo hablar a su amigo y discípulo, el paralítico Couthon, que se sentaba a su lado y que recibía sus inspiraciones. Couthon propuso un juramento de odio a la monarquía, de odio a la dictadura y a todo poder individual. Danton habló y dimitió del ministerio de justicia de esta manera: “Antes de exponer mi opinión sobre lo primero que debe hacer la Asamblea Nacional, permítanme dejar en su seno los poderes que un día me dio la Asamblea legislativa. Yo los recibí entre los estallidos del cañón. Ahora que ya se han unido los ejércitos y que la unión de los representantes se ha llevado a cabo, ya no soy más que un mandatario del pueblo, y con tal carácter voy a hablar< No puede haber más Constitución que la que sea aceptada textualmente por la mayoría de las Asambleas primarias. Estos vanos fantasmas de dictadura con los que se quiere amedrentar al pueblo, es necesario que los disipemos. Declaremos que no hay más Constitución que la que él ha aceptado. Hasta aquí no se ha hecho más que agitarle; es necesario despertarle contra los tiranos. De ahora en adelante, que las leyes sean tan terribles contra quien las viole, como el pueblo lo ha sido destruyendo la tiranía; que castiguen a todos los culpables< Abjuremos, declaremos que toda propiedad territorial e industrial será eternamente defendida”. Gran discurso, hábil para la disposición en que se encontraba Danton, y que respondía maravillosamente a la situación general y a los secretos pensamientos de Francia. Francia estaba inquieta, y la inquietud después de la matanza de septiembre no era, como podría creerse, por que volvieran las matanzas. La violencia contra las personas no habría amenazado más que a un pequeño número. El temor general no era tanto por la seguridad personal como por la propiedad. París temblaba. Los tenderos parisinos habían visto con pena la matanza de los aristócratas, pero los robos en pleno día cometidos en el mismo bulevar les impresionaron más. El tendero de ultramarinos abría su tienda temblando. Francia temía. En este movimiento inmenso de propiedades, autorizado y pedido por la ley, podían ocurrir mil accidentes que la ley no había previsto. La inviolabilidad del dominio feudal se había perdido y los antiguos muros se habían derrumbado. Y no era solamente el antiguo propietario el que temía, sino que el nuevo temía también. El aldeano propietario de ayer, sin haber pagado todavía su propiedad, era ya un ardiente conservador. Se le veía mañana y tarde hacer la guardia junto a su campo armado con un fusil. No valían, pues, engaños; una palabra de Danton contra la propiedad, una broma imprudente (como lo había sido la de un maratista en los Jacobinos), podía hacer surgir en un momento millones de enemigos de la Revolución. Todos querían la propiedad, y la querían sagrada, incluso los mismos que no eran aún propietarios. Estos contaban con serlo mañana. Ése era el pensamiento de la Revolución: que todos fueran propietarios, fácilmente, pagando poco, justa y sólidamente, pagando con su trabajo y con sus ahorros. La propiedad que adquirimos gratis se va como ha venido. Por eso la Revolución no daba nada, sino que lo vendía. Ella exigía al hombre que probara por su esfuerzo y por su actividad que era digno de ser propietario. Adquirida así la propiedad, es sagrada y dura tanto como la voluntad y el trabajo de donde procede. La Constituyente y la Legislativa habían iniciado la Libertad. Pero la Libertad no estaba asegurada más que al abrigo de la Propiedad. Así debía haber sido la obra de la Convención: fundar la propiedad para todos, fundar el hogar del pobre, su hogar permanente, el nido para la familia. Las dos proposiciones de Danton tenían una gran importancia. Marcaban el camino que debía seguir la Revolución. Era la misma Revolución marcando sus límites y sus principios: su principio, el derecho del hombre a gobernarse libremente a sí mismo; su límite, el derecho del hombre a poseer los frutos de su libre actividad. Entre la libertad y la propiedad no puede haber contradicción, puesto que la propiedad no es más que la consagración de los frutos de la actividad libre. Y sin embargo, la aparente oposición de estas ideas constituía el peligro de Francia. Tan ciegos todos como sinceros, iban a luchar estando de acuerdo. Danton, el primer día, propuso manifestar este acuerdo consagrando a la vez los dos principios en una fórmula que contenía la paz. Esta fórmula de paz ofrecida a los partidos encarnizados, tenía una fuerza especial por los labios que la pronunciaban. Era precisamente el hombre a quien se miraba como un ciclón y como el genio de las tempestades el que venía, en el momento en que el navío peligraba, a echar las dos anclas que habían de salvar a Francia. Los partidos se caracterizaron al instante. Dos reclamaciones se elevaron en sentido inverso. En el lado izquierdo, el dictador financiero de la Revolución, Cambon, dijo que él hubiera preferido que Danton se atuviera a su primera proposición, que establecía solamente el derecho del pueblo a votar su Constitución. Cambon, que no era enemigo sistemático de la propiedad, quería sin duda, en medio del peligro público, que el pueblo tuviera siempre el derecho de reglamentarla para el bien común. ¿Qué importaba, en efecto, que subsistiera la propiedad, si perecía la persona? Se recordaba a este propósito la frase tan exacta de Danton: “Cuando la patria está en peligro, todo pertenece a la patria”. En el lado derecho, en el grupo de la Gironda, surgió el principio contrario. El girondino Lasource sostuvo que Danton, pidiendo que se consagrara la propiedad, la comprometía. El tocarla, incluso para robustecerla, es quebrantarla. La propiedad, dijo, es anterior a toda ley. La Convención decretó las dos proposiciones de Danton, pero en la forma siguiente, sin explicarse en la segunda acerca del derecho de propiedad: 1° No puede haber Constitución si no es aceptada por el pueblo. 2° La seguridad de las personas y de las propiedades está bajo la salvaguardia de la nación. “Esto no es todo, dijo Manuel. Vosotros habéis consagrado la soberanía del verdadero soberano, el pueblo; es necesario ahora desembarazarle de su rival, el falso soberano, el rey”. Objetando un diputado que solo el pueblo debía juzgar esta cuestión, Grégoire, en un arranque de su corazón, dijo: “Ciertamente nadie propondrá en Francia que se conserve la raza funesta de los reyes. Sabemos demasiado bien que todas las dinastías no han sido más que razas devoradoras que vivían de carne humana, pero es necesario tranquilizar del todo a los amigos de la libertad. Es necesario destruir ese talismán cuya fuerza mágica todavía puede influir en muchos hombres. Yo pido, pues, que por una ley solemne consagréis la abolición de la monarquía”. Bazire, perteneciente a la Montaña, quería que se huyera de toda precipitación y que se esperara el voto del pueblo. Él proporcionó a Grégoire una ocasión para manifestar del todo su propio pensamiento. La grandeza del entusiasmo le arrancó del corazón lo que su espíritu no hubiera encontrado jamás, la fórmula original que zanjaba la cuestión: “El rey es en el orden moral lo que en el orden físico es el monstruo”. Verdaderamente, al ser que se sienta en un trono en lugar de un pueblo, que cree contener en sí un pueblo, que se cree infinito, que se imagina concentrar en sí la razón de todos, ¿cómo se le puede calificar? ¿Es acaso un loco, un monstruo, un Dios? Lo que sí es seguro es que no es un hombre. La monarquía fue abolida. Los primeros que entraron en la Convención y supieron la feliz noticia fueron unos jóvenes voluntarios que partían al día siguiente. Arrebatados por el delirio del entusiasmo, dieron gracias a la Convención y fuera de sí corrieron a difundir la noticia por todas partes. Tal era la convicción de que el único obstáculo era el rey, el peligro de la situación, que una muchedumbre de hombres, que eran monárquicos, tomaron parte en la alegría común. El crédito se elevó y la banca significó por el alza de los fondos que la situación se consolidaba al hacer una franca declaración que era un hecho y un principio. Francia, en efecto, después de un año, se gobernaba a sí misma. La abolición expresa de la monarquía tenía la ventaja, además, de que no solamente destronaba al rey presente, sino al futuro. ¿Era el duque de Orleáns este rey? Nombrado miembro de la Convención, llegó en el momento preciso para sentarse a votar la abolición de la monarquía junto a los demás. Los intrigantes como Dumouriez no se dieron por vencidos. A falta del padre mostraron al hijo en Valmy y Jemmapes, sin escatimar recursos para ponerlo en evidencia. En la segunda sesión, donde se decidió que todos los cuerpos administrativos, municipales y judiciales fueran renovados, tuvo lugar una discusión luminosa entre la Gironda y Danton sobre si el juez había de ser elegido necesaria y exclusivamente entre los legistas. Los girondinos, todos abogados, se mostraron aquí tal cual eran e hicieron ver que no estaba en ellos el espíritu de la Revolución. Si la Revolución significa algo, es que frente al derecho indudable de la ciencia y de la reflexión, el instinto, la inspiración natural, el buen criterio del pueblo, también tienen sus derechos. Al legista y al cura, la Revolución ha opuesto el hombre y lo ha colocado al mismo nivel. La Revolución proclamó la mayoría de edad del hombre, sujeto al cura y al legista como una criatura impotente y oscurecida por el pecado original. Danton, con su talento sin igual, puso la cuestión en su verdadero terreno: “Los legistas son como los curas y, como ellos, engañan al pueblo”. Fue apoyado por uno de sus mismos adversarios, que confesó que “era de desear que en todos los tribunales hubiera un magistrado ajeno a las leyes que impusiera allí la simplicidad del sentido común natural”. Thuriot hubiera querido que en los tribunales sólo el presidente fuera legista, todos los hombres magistrados. El diputado Osselin pronunció esta frase notable: “También se quería evitar el establecimiento de jueces de paz. La experiencia ha demostrado lo necesarios que son. Lo mismo ha sucedido con las jurisdicciones consulares. Debemos dar el último golpe a la aristocracia parlamentaria”. Danton había elevado mucho la cuestión y la mantuvo en el terreno de la sabiduría práctica, reconociendo el derecho de la ciencia y librándose de cuestionarlo, declarando que él no quería alejar a los jurisconsultos, sino a la nube de escribanos y procuradores, y que era necesario, a falta de jueces patriotas, dar al pueblo el derecho de elegir a otros ciudadanos. Después de una declaración como esta todos debían entenderse y terminar el debate, pero los girondinos se obstinaron. Vergniaud habló todavía más y logró que el proyecto admitido en principio fuera examinado antes de su ejecución por una comisión. La lucha, comenzada así en el terreno especulativo, estalló al mismo tiempo en la gran cuestión política y, desde el primer momento, fue más bien un duelo que un debate. Brissot dio la señal de inicio el 23, cuando dijo en su diario que en la Convención había un partido desorganizador. El partido aludido recriminó a los jacobinos. Chabot aseguró que los girondinos querían establecer en Francia un gobierno federativo, reducir la República a una simple federación, o sea que deseaban un desmembramiento. Esta acusación tenía poca importancia en boca de Chabot, pero la tuvo muy grande cuando la repitió Robespierre en el seno de la Convención. La torpeza de los girondinos fue enorme. Su respuesta a estos ataques de los diputados por París se revolvió contra el mismo París, que no tenía la culpa. El 24 de septiembre, Kersaint, Buzot y Vergniaud, aprovechando la ocasión de nuevas escenas de sangre que habían tenido lugar en Châlons, obtuvieron de la Convención una ley especial contra los que incitaran al asesinato y una guardia especial compuesta por provincianos que defendiera a los convencionales. Ya Roland, en un informe, había expuesto la necesidad de vigilar la Convención y rodearla de soldados. Nada más antipolítico que mostrar esta desconfianza hacia París. Porque ¿qué es París sino Francia, una población mixta de todos los departamentos? ¿Y era culpable esta población de los hechos de septiembre? De ninguna manera, ya lo hemos visto. Si la Comuna había provocado o tolerado la matanza, si la guardia nacional no había podido hacer nada, ¿a quién había que acusar? A la Asamblea por haber creado la Comuna y la guardia nacional como garantía del orden público. Ya que la Legislativa no lo había hecho, debía hacerlo la Convención. Aquí es donde debía haberse promovido el debate sobre esta cuestión, y no sobre la guardia departamental. Hacer sospechoso a París, corazón y cabeza de Francia, era injusto e insensato. Convenía, por el contrario, hacer un llamamiento al mismo París y mostrarle confianza, dar al auténtico París la posibilidad de hablar y de actuar, y si la Comuna era tiránica, reemplazarla bajo la autoridad de la Convención, restablecer así la unidad. Ésta no corrió ningún riesgo en aquella época. Se fundaban entorno a la joven Asamblea grandes esperanzas. Se apelaba a ella en todos los apuros, se confiaba en ella y en ella se creía. ¿Qué había de temer cuando el gran tribuno, el futuro dictador, Danton, le había, desde la primera sesión, entregado su autoridad abjurando de toda exageración? Y, para mayor seguridad, el 25 pidió la muerte de todo el que quisiera un dictador. Esta sesión fue una batalla en toda regla. La Gironda, con mucha violencia, pero poca habilidad, atacó a tres hombres muy diferentes aparentando confundirlos: Danton, Robespierre y Marat. Se les asociaba como un triunvirato posible, tal como Marat lo había pedido en septiembre y en otras muchas ocasiones. La Gironda fracasó en este ataque, sobre todo por haber mezclado a París en la cuestión. Se creyó ver en estos ataques no más que el deseo de hacer ver la necesidad de una guardia departamental que protegiera a la Convención de los ataques de París. Danton respondió en un discurso elevado y hábil al mismo tiempo. Empezó por desautorizar a Marat, recordando la carta amenazadora que le había escrito. Puso las cosas en el terreno del buen sentido y dijo que el famoso Amigo del Pueblo era comparable a un panfletario realista por sus exageraciones, ridículo por sus violencias, añadiendo que su sótano le había turbado el espíritu. Su discurso, en general, fue menos una apología que una profesión de fe y una exposición de principios. Se podía condensar en estas frases: “¡Muera la unidad perjudicial, la dictadura! ¡Muera la libertad perniciosa, el espíritu local y departamental, el espíritu de división y de desmembramiento!”. En este último punto increpó (sin acritud) a los girondinos, diciendo que de acusadores podían convertirse en acusados. “Es un gran día para la nación, un gran día para la República, este que nos ha traído a una explicación fraternal. Si hay alguien que quiera dominar despóticamente, el pueblo hará que se le corte la cabeza. Se habla de dictadura y triunvirato. Esta acusación debe hacerse de un modo claro, no vagamente; yo voy a hacerla< No es a la diputación de París a la que hay que recriminar. No disculpo o justifico a todos sus miembros. No respondo más que de mí. Yo no soy parisino, pertenezco a una provincia hacia la cual se vuelven continuamente mis ojos llenos de cariño, y sin embargo, creo que no pertenezco a mi provincia, sino a mi patria toda entera. ¡Que aproveche esta discusión toda Francia! Decretemos la pena de muerte para todo el que defienda la dictadura o el triunvirato. Se sospecha que alguno de nosotros quiere dominar Francia; disipemos esa idea absurda poniendo pena de muerte para el que la sostenga. Francia debe ser un todo indivisible. Debe tener unidad de representación. Los ciudadanos de Marsella deben dar la mano a los de Dunkerque. Yo pido la pena de muerte para todo el que quiera desmembrar la patria y propongo que la Convención declare que la base de todos sus acuerdos será la unidad de representación y de ejecución. Los austriacos recibirán, llenos de coraje, la noticia de esta santa armonía. Entonces, creedlo, nuestros enemigos están muertos”. Robespierre habló en el mismo sentido. Recordando, como siempre, sus grandes servicios a la libertad, aseguró que jamás en las asambleas electorales había atentado a la propiedad. Formuló claramente la sospecha de que un partido quería reducir a Francia al estado de una federación. Notando que su discurso era acogido con frialdad, se dirigió al público de las tribunas, se humilló, se prosternó, y rechazando el dictado de adulador del pueblo, dijo que él no adulaba jamás ni al pueblo ni a la divinidad. Todo esto fue mal recibido. Pero Robespierre quedó bien por la torpeza de uno de los girondinos que le siguió en el uso de la palabra. Barbaroux se ofreció a firmar la acusación de dictadura y afirmó que todo el mundo presentía que se quería hacer dictador a Robespierre. Atacó a la Comuna, declarando que por París mismo no tenía desconfianza. Por lo tanto, aconsejó que se reunieran en una provincia los suplentes de la Convención, para que la Asamblea subsistiera si los representantes perecían en París. Anunció que Marsella enviaba doscientos caballeros, todos jóvenes y de buena posición, los cuales habían recibido de sus padres caballos, armas y quinientas libras. ¿Hay algo más peligroso que una doble asamblea? ¡Y en medio de una guerra civil! Por otra parte, nada más humillante para los parisienses que el envío de una tropa aristocrática para contenerlos o amedrentarlos. Desde el principio de la sesión, Lasource había dicho que era preciso reducir París al estado de una de tantas provincias con su parte correspondiente de influencia. Visiblemente los representantes del Mediodía ignoraban el verdadero estado de Francia y el importantísimo papel que jugaba el principal organismo nacional. La gran ciudad es el foco eléctrico donde todos los demás vienen a electrizarse, a buscar chispas, a imantarse. Toda Francia tiene que pasar por París, y cada vez que tiene contacto con él, se hace más Francia, por decirlo así. Un solo diputado del Mediodía estuvo firme en medio de los dos partidos: Cambon. Declaró en nombre de los meridionales que todos querían la unidad de la República; que si el espíritu de egoísmo y tiranía se encontraban en alguna parte, era en la Comuna de París. No atacó a París, sino a la Comuna. Vergniaud evitó también la influencia de los girondinos. No atacó a la Comuna en masa ni a la diputación de París colectivamente; reconoció que en ambas partes había buenos ciudadanos, como el venerable Dussauh, el gran artista David y otros. Atacó directamente a Robespierre; recordó que Robespierre en la noche vergonzosa del 2 al 3 de septiembre había afirmado que existía un complot en el que entraban Brissot, Vergniaud, Guadet y Condorcet, para entregar Francia a Brunswick. Tras desmentirle alguien, añadió con una moderación que daba más fuerza a sus palabras: “Yo no he tenido nunca para Robespierre más que palabras de estima< todavía hoy hablo sin amargura; yo me felicitaría de que Robespierre así acusado probara plenamente que había sido calumniado”. Y esperó. Había llegado para Robespierre el momento de explicar su discurso del 2 de septiembre y sincerarse para siempre. Su adversario declaró que le creería bajo palabra. Entonces, delante de la Convención y de Francia, debió negar lo que luego negó ya tarde, fuera del debate y en un largo discurso. Como no contestó a Vergniaud, quedó manchado, y manchado está para siempre. Vergniaud recordó la espantosa circular firmada por Marat, Sergent y Panis y enviada a todas las provincias para extender por ellas las matanzas de París. Un estremecimiento de horror corrió por toda la Asamblea, pero los murmullos se convirtieron en gritos de reprobación cuando un diputado sacó del bolsillo un decreto firmado por Marat el 21 de septiembre y publicado el 22. En él se decía que no había que esperar nada de la Convención, que era necesaria otra insurrección y que al cabo de cincuenta años de anarquía vendría la dictadura. Acababa con estas palabras significativas al día siguiente de septiembre: “¡Oh, pueblo estúpido, si tú supieras obrarl”. Cogido así, dando este grito de asesinato y con las manos manchadas de sangre, Marat debía quedar aterrado. Pero sucedió todo lo contrario. Él, que siempre se había ocultado, pareció feliz de mostrarse a la luz del día; aceptó valientemente la luz y la desafió. El hombre de las tinieblas vino a colocarse al sol sonriendo con su boca enorme y con todo el aire de decir a los que, como madame Roland, dudaban de que fuera un ser real: “¿Vosotros lo dudáis? Helo aquí”. Su sola presencia en la tribuna sublevó a todo el mundo; parecía deshonrada. Aquella figura ancha y baja que apenas asomaba la cabeza, aquellas manos gruesas y grasientas que colocaba en la barandilla, aquellos ojos saltones, no parecían de un hombre, sino más bien de una hiena. “¡Abajo! ¡Abajo!”, gritaron. Él, sin desconcertarse, dijo: “Yo tengo en esta Asamblea un gran número de enemigos<”. “Todos, todos”, exclamó la Asamblea levantándose casi en masa. Ni siquiera esto le turbó. Devolviendo ultraje por ultraje, dijo: “Yo os invito a tener pudor”. Marat era audaz, pero no valiente. Lo que aquí le envalentonaba era que sabía que hablaba a la vista de los suyos. La batalla estaba prevista; algunas palabras imprudentes de Barbaroux la habían anunciado la víspera. Los maratistas, advertidos, habían llenado las tribunas. Comprendían que se hacía el proceso a septiembre y a ellos. Todos los hombres comprometidos habían venido a ver si la Convención se atrevía a atacarlos, comenzando por el castigo a Marat por las vías de la justicia. Castigado él, todos sabían que lo serían a su vez. Se les conocía en gran número por sus condiciones, oficios y domicilios. Estas gentes tenían que triunfar con Marat o perecer con él. Su destino era el suyo. Iúzguese, pues, si serían puntuales en ocupar las tribunas. Desde la noche anterior estaban en la puerta formando cola en tropel y echaban a los que eran de otro partido; si dejaban pasar a alguien era a algún obrero simple, al que pronto convencían. El traje estrambótico de Marat, su casaca grasienta, su cuello desnudo, causaban gran efecto en estas gentes. No sabían todo lo que había de ambicioso en aquel descuido y de soberbio en aquella suciedad. Marat estuvo más hábil de lo que podía esperarse. Sus palabras fueron perfectamente calculadas para las tribunas. Glorificó septiembre. “¿Me imputaréis como un crimen haber llevado el hacha del pueblo a herir la cabeza de los traidores? No; si vosotros lo imputarais, el pueblo os desmentiría porque, obediente a mi voz, él ha comprendido que no había otra manera de salvar la patria y, dictador por un momento, se ha desembarazado de los que le traicionaban”. Fue una gran sorpresa para la Asamblea, un efecto cruel, ver que las palabras execrables de Marat eran acogidas por los asistentes con murmullos de aprobación; vio con horror que Marat no estaba solo en la tribuna, sino en su cabeza, que se sentaba entre Marat y Marat. Uno de los girondinos no pudo contener la indignación y se quiso marchar. El oficial de guardia le dijo: “No salga usted, se lo ruego, no se muestre, todas estas gentes están de su parte, y como se le condene, esta misma noche volverá a empezar la matanza”. Marat, cada vez más orgulloso, se elevaba en la tribuna: “¡La dictadura!, dijo. Pero Danton y Robespierre no han aprobado nunca tal idea. Esa idea es mía; no hay razón para acusar a la diputación de París; la inculpación no tendría ningún valor si no fuera porque yo soy miembro. Sí; yo mismo he temido los movimientos del pueblo; he pedido que se nombre a un buen ciudadano al cual se ate corto sin dejarle más autoridad que la de cortar cabezas. (Murmullos). Si vosotros no estáis a la suficiente altura como para comprenderme, tanto peor para vosotros”. Después de haber declarado ingenuamente que deseaba un dictador y por dictador a Marat, se recomendó a la benevolencia de las tribunas y mostrando su gorra grasienta y abriendo sus vestidos sucios exclamó: “¿Me acusaréis de ambición? Vedme y juzgadme<”. Destacando, sin embargo, el horror que inspiraba a la Convención, temió la votación y sostuvo que el número de su periódico, aparecido el día 22, había sido escrito diez días antes; se había dado manuscrito y sólo por un error se había impreso. “Leed, dijo, el primer número de El Republicano y veréis los elogios que allí hago de la Convención por sus primeros trabajos y cómo deseo marchar con vosotros, con los amigos de la patria”. Este número, que fue leído, no contenía tal cosa. Marat en él acusaba cruelmente, prometiendo no acusar más. Allí se decía entre otras cosas: “Yo ahogaré mi indignación al ver la cara de los traidores. Yo oiré sin furor el relato de viejos y niños estrangulados por viles asesinos”. Esta declamación sangrienta empezaba ridículamente por un apóstrofe copiado de La Marsellesa: “¡Amor sagrado de la patria!”, con un desarrollo tan sentimental como el estilo de La nueva Eloisa. La lectura de esta pieza, para nada justificante, fue seguida de una comedia lamentable que tuvo que sufrir la Convención por respeto a las tribunas, que la tomaban en serio. Marat pareció enternecerse: “¡He aquí el fruto de tres años de esfuerzos y trabajos! ¡El fruto de mis vigilias y de mis sufrimientos! ¿Acaso si mi justificación no hubiera aparecido me hubierais echado al montón de los tiranos? Ese furor es indigno de hombres libres, pero yo no temo nada bajo el sol. (Aquí sacó una pistola de su bolsillo y se la puso en la frente). Declaro que si el decreto de acusación hubiera pasado, me habría levantado la tapa de los sesos”. Muchos se rieron, otros se indignaron; aquel comediante remedó lo que habían hecho dos jóvenes marselleses que amenazaron con suicidarse si no les daban cartuchos. Las tribunas aplaudieron, pero en la Convención el asco llegó al colmo; muchos llegaron a levantar el puño gritando: “¡A la guillotina!”. Él dijo: “Permaneceré entre vosotros para desafiar vuestros furores”. La Asamblea estaba cansada. El centro temía a las tribunas y se inclinaba a la izquierda. Un hombre de septiembre, Tallien, pidió que “se dejasen estas discusiones escandalosas, que se dejase a los individuos”. Obtuvo el orden del día. Se decretó la segunda de las proposiciones de Danton: “La República francesa es una e indivisible”. Su primera proposición (pena de muerte al que proponga la dictadura) no fue decretada. El orden del día fue solicitada por Chabot. Muchos creyeron aparentemente que después de una crisis tan violenta, podría ser conveniente una dictadura. Los girondinos habían fracasado en todos sus ataques; hasta Marat había conseguido escapar. Esta violenta sesión dio un gran resultado. París se conmovió. El juicio de los hechos de septiembre, por lo mismo que no fue hecho por la Convención, quedó más grabado en los corazones. Los adversarios de septiembre habían fracasado en el salón de sesiones, bajo la presión de las tribunas maratistas y también por la debilidad del centro. Otra cosa fue en la masa del pueblo. Allí los girondinos obtuvieron una corona, la victoria de la humanidad. Aquella misma tarde una diputación de la Comuna fue a la barra de la Convención, desautorizó a los enviados en su nombre a las provincias y declaró que no querían más que propagar la unión fraternal. La Comuna llegó a decir: “Os denunciamos a la junta de vigilancia. Ha obrado sin saberlo nosotros. Nosotros hemos depuesto a varios de sus miembros. Vosotros debéis castigarlos”. La humanidad estaba vengada, septiembre negado y denunciado por la propia Comuna del 10 de agosto. El 10 de agosto y el 2 de septiembre, o sea la vergüenza y la gloria, no podían confundirse; la conciencia pública se había establecido sobre la base de la invariable moral eterna. 1792)
La Gironda cree ver a Danton inclinarse hacía la tiranía.—La
Gironda, hasta entonces democrática, se apoya en la burguesía contra la dictadura.—Los jacobinos ocupan el puesto que ocupaba la Gironda, defensora de la igualdad.—La incapacidad de los girondinos había obligado a Danton a ejercer el poder.—Los girondinos persiguen a Danton como cómplice de septiembre.—Persiguen a Danton y a la Comuna como malversadores de los caudales públicos.—Danton no puede dar cuenta de sus gastos secretos.—Como Danton había predicho, detenida la gran conspiración del oeste.—Cómo Danton negoció la evacuación del territorio.—Dumouriez en París (del 12 al 16 de octubre).—Danton y Dumouriez quieren conciliarse con la Gironda.—Últimas negociaciones de Danton con los girondinos (finales de octubre).—La Convención, en realidad, no estaba dividida en las cuestiones de actualidad.
El último voto de la Convención había sido muy conveniente
para ella. Había pronunciado una orden del día sobre la proposición de imponer la pena de muerte a todo aquel que intentase establecer una dictadura. Aunque la proposición estaba hecha y apoyada por los jefes de la Montaña, los individuos de aquel grupo votaron el orden del día. Chabot había pretextado el respeto a la soberanía del pueblo, sosteniendo que la Convención no podía imponerle una forma de gobierno. Este argumento iba muy lejos. Podía llegar hasta deshacer lo hecho el 10 de agosto y hacer ilusorio, al cabo de tres días, el decreto del 21 de septiembre, aboliendo la monarquía. Los girondinos se confirmaron en la sospecha de que la Montaña quería, por medio de la anarquía, ir a la dictadura, que sólo Marat había expresado sinceramente el pensamiento de todos. ¿Pero Marat había dicho todo? Acordaos de que el 21 de septiembre, cuando llena de entusiasmo, la Asamblea votaba la abolición de la monarquía, un solo hombre reclamó: “Sería de un ejemplo espantoso que la Asamblea decidiera en un momento de entusiasmo”. Este hombre tan prudente era uno de los más violentos montañeses, Bazire, amigo de Danton. Se había visto aparecer en la gran batalla del 25 a los tres hombres a quienes se llamaba el triunvirato de septiembre. Pero no se les confundía. Marat parecía inamovible. El antiguo charlatán de plaza, vendedor de específicos, había aparecido y la ira había remplazado al horror. Robespierre no había brillado; sus adulaciones a las tribunas, precisamente cuando decía que no se debe adular al pueblo, fueron acogidas fríamente incluso por los mismos a quienes iban dirigidas. Se sabía el ascendente que tenía sobre las sociedades jacobinas, pero esas sociedades, a pesar de la opinión de Robespierre, se hicieron partidarias de la guerra. Vencido en esta cuestión eminentemente nacional, el adversario de la guerra, refutado por la victoria, parecía anulado, al menos por mucho tiempo. Danton había estado más hábil en la famosa sesión. Su apología, de una bondad aparente, había tenido el carácter de audacia y de grandeza que caracterizaba a sus palabras. Temible político que, descartando a la izquierda y al jefe de los violentos, tomaba ascendente sobre los moderados. Esto era lo que llenaba de miedo a los girondinos. Creían siempre ver a Danton llegar a la tiranía: “¿No le habéis visto desde el primer día (él, Danton, el más ardiente amigo de los expoliadores) tomar la iniciativa reclamando garantías para la propiedad, quitándonos el mérito de satisfacer los deseos de la opinión pública? Ese mismo día, en el momento en que dejó el poder, en que abdicó de un modo tan monárquico, ¿no sentimos todos que lo conservaba y que no podía descender?”. Tal era el motivo de los temores de los girondinos y la base de las novelas que, a fuerza de imaginación, se forjaban con respecto a Danton. Por lo demás, tenían el mismo carácter los dos lados de la Asamblea. El exceso de apasionamiento hacía el mismo efecto. Todos se habían hecho extraordinariamente imaginativos, recelosos, crédulos y afectados por los menores resplandores, y obcecados una vez, no tenían fuerza para salir de tal estado. Algunos, debido al estado de su espíritu, estaban también enfermos del cuerpo. El tipo de estos enfermos, Robespierre, estaba a la izquierda, pero había muchos a la derecha que también sufrían estos males. Muchos que no hablaban, pasaban las largas sesiones contemplando a sus adversarios, examinándolos, adelgazando de mirarlos, palideciendo y agotándose al indagarlos, creyendo adivinar su pensamiento, y por una palabra o por un gesto se formaban las más terribles sospechas. El doble enigma que ocupaba las dotes adivinatorias de estos nuevos Edipos, era Danton y Robespierre. Acerca del segundo se tenía el convencimiento de que no era hombre de acción y creían erróneamente que no sería más que un instrumento en manos de su poderoso rival. Algunos se inclinaban, por lo mismo, a romper este instrumento y atacar en primer lugar a Robespierre. Otros, viendo a Danton muy cerca de la tiranía, creían que se le debía desenmascarar inmediatamente. Todos, a fuerza de soñar, se habían forjado con el futuro una extraña novela que prueba cómo los hombres más razonables pueden ir muy lejos en el absurdo, una vez que la pasión ha turbado el espíritu y la razón. Sin duda, también el terror hacia el 2 de septiembre, la sombra de aquellas noches sangrientas en que cada uno se sintió morir, contribuyeron bastante a turbar los ánimos y tenerlos en un estado de ilusión perpetua. Parece como que la Montaña y los hombres de septiembre se habían mezclado, según aquellas imaginaciones enfermas, con la famosa historia del Viejo de la Montaña y los Asesinos. Según ellos, desde el 89 se había fraguado un complot en favor de los Orleáns. ¿Por quién? Según ellos, por Laclos, el vano autor de Las amistades peligrosas. Lafayette y Mirabeau, unidos íntimamente (¡!), habían sido los autores de la trama; habían enviado a Orleáns a Inglaterra para arreglarlo todo con Pitt. “Danton, Marat, los cordeleros que empujaban al asesinato a los septembristas, abogarán un día por todo el partido de la derecha y harán rey al duque de York. Orleáns asesinará al inglés, pero será asesinado por Marat, Danton y Robespierre. ¿Cuál quedará de los tres? Danton, que es el más hábil, y por lo tanto será el rey”. Este andamiaje de locuras no asombraba a nadie. Se creía verosímil y cada uno encontraba bien los hechos que parecían apoyarlo. Si alguno de los girondinos contestaba, era para tejer otra novela no menos absurda. El único que conservó serena la cabeza fue Condorcet, pero ya no se le escuchaba. Lo que sí era verdad es que Danton, al dejar el ministerio, no había abandonado nada; no tenía ningún título, pero la fuerza que había tenido durante la gran disolución la conservaba. Conservaba los hilos de la diplomacia y de la política; parecía el dueño de París y del ejército. Él parecía que dirigía a Dumouriez en la campaña y parecía también que, con las armas en la mano, dirigía a los prusianos para que evacuaran el territorio francés. Una porción de hombres comprometidos creían tener la seguridad en el patrocinio de Danton; él los había defendido proclamándose su cómplice. Estos hombres le pertenecían, le rodeaban de continuo, escuchando con avidez sus palabras y venerando sus gestos. Le formaban una corte aumentada por los curiosos que le seguían a todas partes, le amaban y le admiraban, Al verle, podíamos haber pensado que el dictador no había que buscarlo, que estaba allí y era el rey de la anarquía. Los girondinos se creían fundadores de la República; la defendían contra la dictadura, no solamente por patriotismo, sino por amor propio de autor. Aunque Camille Desmoulins hubiera tenido en la prensa la valiente iniciativa; aunque Danton, maestro de Desmoulins, concibiera la grandiosa idea, eran, sin embargo, los escritores girondinos los que, en el momento decisivo, habían acostumbrado a la opinión pública a la idea de la abolición. Sus místicos Fauchet y Bonneville, en La boca de hierro, y los razonadores Brissot, Condorcet y Thomas Paine, habían convencido al público y puesto la primera piedra de la República. Los jacobinos y Robespierre se habían callado sobre la cuestión. Los cordeleros se habían declarado republicanos, pero no todos ni los más influyentes; Marat y Danton, en sus vagos y violentos discursos, no habían hablado claro. La Gironda, en la República, creía defender su obra contra la dictadura y la monarquía, que volvía con la anarquía. Contra la autoridad real de Danton, de París y de su comuna, del populacho. Y también contra la de Robespierre y la de las sociedades jacobinas, que si hasta entonces habían sido burguesas, como hemos visto, ahora crecían y no rechazaban al pueblo. Los girondinos hasta entonces habían tenido una confianza admirable en las clases inferiores y en la totalidad del pueblo. Burgueses la mayor parte, pero ante todo filósofos, imbuidos en la filosofía generosa del siglo XVIII, habían aplicado sin reservas la idea de legalidad que llevaban en el corazón. Esto se vio en 1790 de una manera clara en las poblaciones donde dominaron, como Burdeos y Marsella. Se organizaba la guardia nacional como en París, como Lafayette, y se recomendó el uniforme. Las nobles ciudades, bajo la inspiración del futuro partido girondino, declararon esta distinción odiosa y propia para crear rivalidades. Nada de uniforme: una cinta, una simple cinta tricolor para reconocerse; un signo poco costoso que pudieran llevar igualmente los ricos y los pobres. La Gironda, todopoderosa en el invierno de 1791, en la primavera de 1792 permaneció fiel a sus doctrinas. Ella, voluntariamente o a la fuerza, y a pesar de la resistencia de los jacobinos, impuso a todo el mundo el gorro de lana roja que llevaban los aldeanos antes del 89 y que el 20 de junio de 1792 fue puesto sobre la cabeza de los reyes. Y la Gironda no se limitó a un signo; buscó la igualdad tanto como fue posible, la igualdad de la fuerza, dando armas a todos, secundando el anhelo de guerra y, a falta de fusiles, autorizó a todo el mundo a forjar picas. Entendió la guerra bajo sus dos sentidos más santos, bajo los cuales la guerra es verdadera madre de la paz, es decir, como una verdadera cruzada de la libertad y como la prueba legítima de que había nacido una Francia nueva, la iniciación del pueblo en la legalidad y la derrota de la aristocracia. La verdadera manera de destruir la nobleza era dársela a todo el mundo, ceñir a todos la espada. En esto la Gironda había interpretado el deseo de Francia. Nadie pensaba en la igualdad de bienes, pocos comprendían la igualdad ante la ley; todos querían, deseaban la igualdad bajo las banderas. He aquí los antecedentes de la Gironda, sólo tenía que permanecer fiel. ¿Por qué extraño y súbito cambio la vemos tras septiembre, abandonar el puesto que había ocupado en la Revolución, el de vanguardia de la igualdad? Fatal comparación. Marsella en 1790 había rechazado la idea del uniforme para la aristocracia y en 1792 pronuncia la aristocrática amenaza en la Convención de que envía a ochocientos jóvenes ricos que venían a meter en cintura a París. Eso era precisamente lo contrario de lo que hacía falta. Para defender la Convención, impedir los asesinatos y los robos, ¿para qué llamar a los ricos? Lo que hacía falta eran franceses, y si se quería elegir, elegir pobres y hacer un llamamiento a su honor. Nosotros analizaremos más tarde el elemento aristocrático que se encontraba en la Gironda, el elemento legista, el municipal y el mercantil de las ciudades del Mediodía. Notemos aquí el horror que turbó su vista y lo hizo inclinarse poco a poco en este sentido; creyó ver la propiedad en peligro. A pesar de los grandes desórdenes, no había nada que temer; al contrario, la propiedad, comunicada a todos, tenía una base más firme porque era más ancha. Bajo la influencia de este error, la Gironda acudió al socorro de Francia contra la dictadura y contra las leyes agrarias que el dictador hubiera podido dar. Ella se fió de los móviles e intereses de a quienes mañana pudiera convenir que el rey volviera: en una palabra, por rechazar la monarquía revolucionaria se apoyó en una clase que se inclinaba fatalmente a la monarquía. Barbaroux, con su aturdimiento provenzal, hacía ver todo esto. Él dijo contra los suyos, el 25 de septiembre, lo que no habrían dicho sus más crueles enemigos. A estos mostró el punto vulnerable donde podían pegar. Él pareció haber dictado a Robespierre el programa del nuevo periódico que debía aparecer pocos días después (Cartas a sus electores y a todos los franceses). Decía así: “No es nada lo que hemos hecho derribando el trono: lo interesante es levantar la santa igualdad sobre sus escombros< El reinado de la igualdad comienza”. Pensamiento justo y noble que él desenvolvió con grandeza de ánimo. Menos feliz estuvo cuando habló de los medios para establecer esa legalidad: “¿Cómo obtenerla? Protegiendo al débil contra el fuerte. Porque lo más fuerte que hay en el Estado es el gobierno<”. De aquí dedujo que el objeto de las leyes constitutivas debía ser luchar contra los gobiernos; conclusión trivial y falsa, pues si esto fuera así, el Estado se convertiría en un combate continuo, sin nada positivo, infecundo. Esto sería venir a las pequeñeces de la política inglesa, que consiste no más que en una cierta noción de oposición y de garantía. De esta manera la Gironda, que había sido, particularmente en la primavera de 92, el auténtico partido nacional, el partido de la igualdad, abandonó su papel y se dejó vencer por sus enemigos, por la Montaña, por los jacobinos. La incapacidad de este partido se revelaba todos los días por el contraste que ofrecían su posición dominante y su impotencia. Tenía mayoría en la Convención y en el ministerio y había nombrado al presidente y los secretarios. En la administración daba todas las plazas. Dominaba la prensa, era propietario de la mayor parte de los periódicos. Parecía así que tenía las dos armas más fuertes: la autoridad y la publicidad. Él lo tenía todo y no tenía nada. Tenía en la mano el poder, pero no la podía cerrar. Era nulo en los clubs; ¿por qué? Porque los clubs girondinos habrían sido impotentes para contrarrestar la conspiración eclesiástica y realista que se presentaba amenazadora en el oeste. El partido que se pasaba el tiempo hablando era inhábil para dirigir la política. Danton quiso entregarle esa dirección, como vamos a ver, pero advirtiendo su nulidad, tuvo que recobrarla él y rodearse de hombres tomados de todas partes. No habían podido coger el poder y no perdonaban a Danton el tenerlo y conservarlo. Ese partido se encarnizó con Danton y atacó imprudentemente al hombre que simbolizaba, el genio revolucionario, el genio de la acción y el de la salvación pública. Este empeño imposible, ¿era desinteresado? Se podía dudar. Danton era el verdadero rival por elocuencia y por influencia. Solo él, en la gran crisis, parecía no desesperar de la salud de la patria. El matrimonio Roland, a pesar de su gran valor, estaba mortificado por no haber igualado a Danton en el momento del peligro: se vieron neutralizados y no pudieron hacer nada. Era una desgracia para ellos y para la Gironda, había que consolarse. Debían saber que el hombre que había sabido sobreponerse a todos, mantenerse erguido frente al abatimiento universal, llevaba ya para siempre un sello de gloria y de genio que nada borraría jamás. Pasara lo que pasara, Francia no podía abandonar al hombre que la había salvado en su día más terrible. Danton había dicho el 21 de septiembre: “Dejemos las exageraciones y protejamos la propiedad”. Y el 25 desautorizó de manera expresa a Marat. No podía ir más lejos sin perder la gran posición que ocupaba para salvar a la República, su posición de vanguardia, su papel de jefe de los violentos. Era una fortuna que hubiera un hombre de tan gran espíritu que, a pesar de sus palabras insolentes y amenazadoras, conservaba siempre su cabeza política dispuesta a recibir toda idea razonable. Él no era enemigo de los girondinos ni quería guerra con ellos. Desde su primer discurso, ya se ha visto, trató de atraerlos. Era una ocasión preciosa para que Danton se alejara de Robespierre. Un partido desligado de los otros se hubiera creado entonces en la Convención. No el partido de los débiles y los impotentes, como era el del centro, sino el de los fuertes, el de los hombres de genio e independientes como Danton y Vergniaud. Unid a estos a Cambon, Carnot y a otros hombres especiales, que eran fuerzas que se negaban a unirse a los jacobinos. A estos se habrían aproximado Condorcet, Barrère y otros imparciales que no amaban a la Gironda ni a la Montaña, sino que las seguían a su pesar, deseando no tener otro partido que Francia y la Revolución, libre de esas malas mezclas. Así se entiende el espíritu formalista y luchador de los unos, el fariseísmo de los otros o su ciega furia, y los odios envenenados de todos. Era necesario aceptar, adoptar a Danton. Si él avanzaba un paso, era necesario dar dos hacia él. Había desautorizado a Marat y esto bastaba. Por lo demás, si él quería cubrir con su autoridad a la Comuna de París, había que cerrar los ojos. Se proclamaba culpable, debía no creérsele, dejarle hacer lo que pedía en su política, esto es, que fuese el más violento de los violentos. No pedir que dejara de ser Danton, sino que siéndolo, mezclara su magnanimidad con los intereses de partido. Los girondinos no tuvieron esta penetración ni estos miramientos justos y políticos. Avanzó hacia ellos y no se fiaron de él. Para hacerse creer hubiera sido necesario que se comprometiera y se perdiera para la Montaña. Mucho tiempo después un joven representante de la izquierda le dijo que había un medio de atraer a los de la derecha, pero Danton le contestó: “No tienen confianza”. El joven insistió, pero no arrancó a Danton más que estas palabras: “No, no tienen confianza”. Trágica respuesta, pero verdadera. Como que contiene la historia de la Convención, su fúnebre destino y a su vez contiene en potencia la triste Ilíada de nuestras desgracias, la libertad comprometida y tantos argumentos terribles que la Revolución ha usado contra sí misma. Todo consistió en este divorcio fatal: “No tienen confianza”. Yo no he podido escribir estas palabras sin recordar todos los males de mi patria, sin sentir cómo llegaban a mi corazón. Acogido en la Convención con miradas hostiles y maltratado por los periódicos, Danton hizo la guerra a su pesar. Acosado y acorralado, el jabalí dio oblicuos golpes de defensa que causaban la muerte. El primer golpe que dio fue el 29 de septiembre, cuando Roland, nombrado diputado, dimitió en el ministerio y se le quería invitar a que continuara siendo ministro. Danton dio una dentellada. Con una jovialidad violenta y grosera que tuvo incluso más efecto dijo: “Nadie hace más justicia que yo a Roland, pero ya que le invitáis a seguir en el ministerio, invitad también a su mujer, pues todo el mundo sabe que es ella la ministra. Yo estaba solo en el mío< (Murmullos) Puesto que se trata de exponer mi pensamiento, declararé que cuando no había quien quisiera ser ministro, Roland tuvo la ocurrencia de marcharse de París”. Danton no pudo descargar sobre los girondinos un golpe más sensible. Riéndose o haciendo como que se reía había tocado a lo más santo: ¡madame Roland! Era precisamente lo más extraordinario del partido tener por jefe a una mujer. Era duro, pero hábil, hacerlo constar claramente. A este partido que le decía: “Sois un hombre sanguinario”, contestaba: “¿Qué sois? Una mujer< y habéis querido huir”. Los girondinos, en su puritanismo, celosos del honor de Francia, no eran consecuentes. Ellos fueron los que en el mismo año, el 19 de marzo, habían obtenido de la Asamblea legislativa la amnistía para los terribles sucesos de Avignon, llamados con razón “el 2 de septiembre del Mediodía”. Sus amigos de Marsella, Barbaroux, Rebecqui, eran los protectores de Duprat y de Minvielle. Rebecqui los devolvió triunfantes a Avignon y en su reconocimiento hicieron a Barbaroux miembro de la Convención. Jean Duprat, también elegido, y Minvielle, nombrado suplente, tomaron asiento en la Gironda. No era seguro que Danton hubiera hecho septiembre, pero sí era cierto que Minvielle había hecho la Glacière. ¿Por qué los girondinos habían amnistiado a los hombres de la Glacière? Porque los monárquicos hubieran sacado partido de esta lucha interior de los amigos de la Revolución. El mismo motivo debía obligar, en una crisis aún más peligrosa, a cesar en las persecuciones por motivo de los hechos de septiembre, y sobre todo, a no comprometer a un hombre que estaba en lo más alto de la República y al que no se podía perder sin comprometer el destino de la Revolución y arriesgarse a perder a Francia. La frase de Danton acerca de Roland y su mujer agrió hasta lo sumo el ánimo de sus enemigos. Los girondinos no habían hecho más gestiones para que Roland continuara en el ministerio, y en realidad, era mejor que fuera ministro otro, no tan expuesto a las críticas de la prensa, a través del cual hubiera seguido administrando él. La palabra de Danton lo cambió todo; los Roland, puestos en evidencia sobre el tema de su valor, decidieron quedarse, sucediera lo que sucediera. Aesta Asamblea, que no le rogaba que se quedara, contestó: “Me quedo”. Este documento, escrito por madame Roland y con su estilo más vivo, tenía el tono valeroso, pero conmovido, que produce la irritación del desafío. El debate de la Convención y sus intenciones manifiestas no permitían dudar< “Ella me muestra el camino y yo me lanzo a él con valor. Permanezco porque hay peligros< Yo renuncio al merecido reposo, que tan agradable me sería en mi vejez, consumo el sacrificio y me consagro por entero y me entrego hasta la muerte”. Roland negó que hubiera querido huir, sino que solamente había pensado “si acercándose el enemigo, la salida de la Asamblea, del Tesoro, del rey, del poder ejecutivo, no sería una medida de salvación”. Pero el poder ejecutivo, el ministerio, era el propio Roland; incluso esta misma salida tenía algo que ver con la huida. Describía después de un modo admirable la ciega violencia del partido del terror y hacía el retrato de su jefe, “un individuo superior, por su fuerza y sus talentos, a la horda insensata que servía a sus ambiciosos designios. Tal era el camino de los usurpadores, de Sila, de Rienzi<”. No añadía más, pero todo el mundo podía imaginar sin dificultad: el camino de Danton. Una pequeña palabra, pero agria, resaltaba al final de la carta: “Yo desconfío del civismo de todo aquel que no tiene moralidad”. Esto era anunciar el terreno para la nueva persecución que la Gironda iba a emprender contra el que odiaba. Quería una cosa apolítica, imposible; no solamente perder a Danton, sino deshonrarle. No se deshonra a una gran figura; cuando se la acusa de criminal, si no se tiene una prueba concluyente, se corre el riesgo (tal es la parcialidad del género humano con la fuerza) de rehabilitarla. Los esfuerzos de los girondinos se dirigían a envolver a Danton en el proceso de dinero que se seguía en la Comuna, exigiendo cuentas regulares de todo lo gastado durante la gran crisis. Durante los meses de septiembre y octubre los de la Comuna habían sido citados para rendir cuentas sin que pudieran hacerlo. Había habido, según las trazas, sumas mal empleadas y sustraídas. No había, sin embargo, ningún robo, sino que la contabilidad había sido casi imposible. No eran solamente los enemigos políticos de la Comuna los que así la perseguían. El áspero y austero Cambon, celoso defensor del tesoro público, denunciaba cada día estos hechos sospechosos. Esta Comuna del 10 de agosto, que había perdido a algunos miembros y había creado nuevos, cuerpo variable, monstruoso, tiránico, estaba decidida a dos cosas: a no rendir cuentas y a no consentir que se renovara su personal a través de elecciones regulares. Lo odioso de esta conducta se extendía a los amigos de la Comuna, a su defensor Danton. El tampoco quería o podía rendir cuentas. Estaba convenido entre los ministros que, con respecto a los gastos secretos, se rindieran cuentas unos a otros. Esto fue lo que Danton alegó cuando tuvo que explicarse en la Convención. Roland, inexorable en este momento decisivo, dijo que a él no le había dado cuenta alguna y que tampoco en las actas de los consejos de ministros constaba nada de eso. Danton dio una explicación muy sustanciosa. Dijo que en el momento de peligro la Asamblea le había dicho: “No escatime usted nada, prodigue el dinero. Hay gastos que no se pueden explicar, misiones revolucionarias que piden grandes sacrificios, emisarios que es injusto e impolítico descubrir<”. Esta respuesta le pareció una derrota a la Gironda, y sin embargo, era seria. Lo que antes era un misterio, ahora estaba a la vista. Danton tenía en su mano todos los asuntos de la diplomacia y de la política y tenía que dar el dinero sin contarlo. ¿Por qué estaban los asuntos solamente en la mano y en la cabeza de Danton? Porque la Gironda, antes como después del 10 de agosto, había sido incapaz de gobernar. Ella hablaba, escribía, pero nada más. En el momento en que había que obrar, y un momento de vacilación podía perderlo todo, ella tergiversaba y deliberaba. Por eso Danton tomó las riendas. El primer negocio en que Danton tuvo que dar el dinero a manos llenas fue la conspiración realista de Bretaña y del Mediodía, que descubrió por casualidad antes del 10 de agosto. Él era querido por individuos de todas clases como buen amigo, llano y corriente y, por lo tanto, seguro cuando alguien se confiaba a él. En julio un joven médico de Bretaña, llamado Latouche, fue a buscarle y le dijo que tenía que revelarle un gran secreto que le pesaba guardar. Un tal La Rouërie, al que había curado una enfermedad, le envió una porción de oro por mediación de su sobrino. Este sobrino, un atolondrado, creyó que Latouche estaba afiliado a la gran conspiración y le reveló todos los detalles y su inmensa extensión. El médico no era un traidor, sino un hombre que veía el abismo al que Francia iba. Danton, sin perder un momento, acudió al comité de seguridad. Era julio, cuando estaba reunida la Legislativa; el comité estaba compuesto por girondinos. Se espantaron, pero ¿qué hacer? La legalidad los frenaba. Por un “se dice<” no iban a prender a tan gran número de personas. No podían hacer nada y nada harían. Danton, sin desanimarse, corrió a ver al médico, le dijo, le demostró, que tenía en sus manos la salvación de la patria, que debía penetrar en el complot, conocerlo mejor, obtener pruebas. ¿Qué hacer para conseguirlo? Volver a Bretaña y encontrarse con La Rouërie, que le creía su amigo, que tenía confianza en él, apoderarse de las pruebas, traicionarle y denunciarle. .. y al denunciarle salvar a Francia. Esto después del 10 de agosto. Se esperaba la invasión prusiana y se creía que una armada inglesa, llevando a Saint- Malo a los emigrados de Jersey , daría una gran fuerza moral a los conspiradores bretones de La Rouërie. Estos estaban tan seguros del éxito, que tenían ya fijado el día de su entrada en París, al mismo tiempo que los prusianos. Los bretones pensaban entrar por los Campos Elíseos y los prusianos por las puertas de Saint-Martin y Saint-Denis. ¿Qué argumentos empleó Danton con el médico? ¿La elocuencia? ¿El dinero? Probablemente las dos cosas. Danton era entonces ministro de justicia. Habló del asunto con los otros ministros, pero pronto, viendo su lentitud, su indecisión, no dijo nada más y tomó por sí mismo las iniciativas y medidas convenientes. La vergonzosa y peligrosa comisión que el médico llevaba a Bretaña, consistía en ir a decir a su amigo, a su enfermo, La Rouërie que Danton era realista, que cansado de los excesos del populacho, quería el restablecimiento del antiguo régimen, que él, el médico, había recibido de Danton autorización para alejar a las tropas de Bretaña. En efecto, temiendo la invasión prusiana se les hacía marchar hacia el este. La Rouërie se dejó engañar, creyó a Latouche, esperó y una mañana recibió el golpe de la victoria de Francia en Valmy. Ya no había esperanza para él; el ejército prusiano se retiraba. Desesperado, desanimado, quería abandonarlo todo en ese punto, huir a Inglaterra. Un consejo secreto fue celebrado por los conspiradores en un castillo de Bretaña. Uno de los jefes era una amazona romántica e intrépida de las que hicieron tan novelesca la guerra civil y que, sin embargo, de ligereza en ligereza, ofreciéndose como premio a los más locos, encendían la llama, pero que a menudo, por su torpeza sirvieron a la causa de la República. Esta, Thérèse de Moelen, avergonzó a La Rouërie por su debilidad y le animó a persistir. Se convino en que no fuera a Inglaterra, que se enviara al hombre sospechoso, a Latouche, que llegaba de París y que se decía amigo de Danton. La conspiración realista tuvo así por agente ante Calonne, ante los ingleses, al mismo que tenía la República, y a través de él la fortuna de Francia puso en manos de Danton todos los proyectos de los príncipes, las indicaciones de las más peligrosas relaciones. Otro Latouche, un aventurero realista, Laligant-Morillon, denunció los secretos de Coblenza, las relaciones de los emigrados con los realistas del Mediodía. Fue enviado allá y descubrió una vastísima conspiración, cuyas ramificaciones se extendían por ochenta leguas del entorno. Los príncipes ya habían nombrado un gobernador del Languedoc y de Cévennes, que se había establecido en el castillo de Jalès. Fue sorprendido y asesinado. Los actos secretos de salvación pública fueron cumplidos por el mismo Danton como ministro o bajo su poderosa influencia cuando no estaba en el ministerio. Él solo, entre los hombres de su tiempo, tuvo la energía necesaria para estas cosas, la destreza y la ardiente energía; él solo, aunque se le alabe o se le repruebe, tuvo la rapidez de seducción, infalible, para tener contactos en el partido enemigo y lograr que algunos de los adversarios hicieran traición, que de otra manera no la habrían hecho. Ni Latouche ni Morillon tenían madera de traidores ni de espías; Latouche era patriota; Morillon, humano. Era necesario para seducirles el torrente magnífico con el que este genio de la Revolución seducía a amigos y enemigos. Él envolvía en oro a los hombres, pero esta era su menor seducción; prodigaba sobre todo su elocuencia invencible, su magnánima palabra, diciendo al uno: “¡Salva a Francial”, al otro: “¡Abrevia la lucha! ¡Termina la guerra civil!”. A los más rebeldes al oro y a la palabra, les tomaba la mano y entonces ninguno resistía; una fuerza superior los arrastraba; sus escrúpulos, su honor, su pasado, su porvenir, todo desaparecía ante la amistad de Danton. Este gran y terrible defensor de la República, que, fuera como fuera, la salvaba, no podía detenerse a escoger hombres puros para confiarles sus comisiones. Escogía a los más entusiastas, a los menos escrupulosos, que marchaban con los ojos cerrados. Sobre todo se le entregaban los que estando manchados por los hechos de septiembre, no tenían más esperanza que el triunfo de la libertad. Se le entregaban los que no habían nacido para el crimen, pero, arrastrados por el vértigo de la sangre, tenían necesidad de rehabilitarse por el sacrificio y la abnegación. Con tal de que no se les hablara de los días nefastos, habrían con mucho gusto dado la vida por Francia. Danton los acogía sin dificultades para servirse de ellos. Hombres menos comprometidos habrían dudado más. Fueran buenos o malos, la verdad es que muchas veces Danton no disponía de otros. Un día en que se le reprochaba por enviar a tales agentes, replicó con violencia: “¿Qué quiere usted, que envíe señoritas?”. Gracias a estos agentes y a estos medios, Danton consiguió la evacuación del territorio. No hay nada que indique que comprara la retirada de los prusianos. Lo que es indudable es que los agentes menores que intervinieron en el asunto no lo hicieron de balde; Westermann y Fabre d'Églantine, de los que hablaremos más tarde, eran vividores que no hacían nada si no era por dinero. La conspiración bretona se había paralizado en la idea de que Danton la defendía. Y de la misma manera, los prusianos, sabiendo que tenían enfrente dos hombres, dudosos y dispuestos a dar un giro, como Dumouriez y Danton, creyeron mejor ceder en una lucha en la que tenían que vencer a todo un pueblo. Pero tan oscuro como estaba el asunto de Bretaña, estaba claro el de Champagne. La dificultad consistía en comunicarse con el enemigo para hacer que se retirara sin combatir. El engaño era incompatible con el orgullo nacional, aumentado por el inesperado éxito de Valmy. Francia quería batirse. Prusia era partidaria de la guerra; París, repuesto de la terrible impresión que le causó el 2 de septiembre, había pasado al extremo opuesto. Los clubs rebosaban de ardores bélicos; se preguntaban: “¿Por qué el rey de Prusia no está ya aquí, atado, agarrotado?”. En realidad, los prusianos no habían perdido nada, ni había nada por lo que debieran retirarse. Permanecieron inmóviles doce días después de la batalla. Habían recibido víveres y el orgullo del rey de Prusia le ataba, le arraigaba, por decirlo así, al territorio francés. Dos generales ilustres de nuestra antigua monarquía, los duques de Broglie y de Castries, no dejaban de aconsejarle, persistían en considerar fácil la expedición, la superioridad real de su armada, la probabilidad infinita de vencer mientras a los ejércitos organizados solamente se opusieran milicias. El rey de Prusia estaba confuso y dividido; en su tienda y en su campo había una discusión que también estaba en su corazón. El negocio de la invasión le preocupaba menos que una intriga de corte y de cambio de favoritos. De estos, algunos, quizás pagados por Rusia y Austria, eran partidarios de la guerra a todo trance. Los pacíficos, que se llamaban el verdadero partido prusiano, estaban apoyados por la amante del rey, la condesa de Litchtenau, y le enviaban todos los días cartas empapadas en lágrimas. Ella había llegado hasta las aguas de Spa y desde allí, quejosa y doliente, llamaba a su real amante. Temía tanto a las balas francesas como a las mujeres francesas, pues el corazón del rey era muy inconstante. Creía que si el rey avanzaba en terreno francés, el conquistador acabaría siendo conquistado. La derrota de Valmy fue un argumento en favor de los consejeros pacíficos del rey de Prusia. Brunswick se unió a ellos. Estos hicieron ver al rey que trabajaba en favor de Austria, que le asistía tan mal. Los emigrados le habían engañado; les debía pocas consideraciones. Pero ¿la causa de la monarquía, la libertad de Luis XVI? ¿No era un asunto de honor que el rey, aunque solo fuera por vergüenza, no podía abandonar? El rey de Prusia tenía a su lado a dos franceses: su secretario Lombard y el general Heymann, que acababa de emigrar y de hacerse prusiano. Estos insistían en que Luis XVI debía recobrar la libertad y el reinado constitucional. Lombard pidió permiso para hacerse aprisionar por los franceses y negociar con ellos. Dumouriez, ante quien fue conducido, dijo que si era la salvación de Luis XVI lo que deseaba el rey de Prusia, no debía dar un paso más, pues su avance supondría la muerte del prisionero. Para convencer a los prusianos, les envió con Lombard al hombre de confianza de Danton, Westermann, que debía tratar secretamente con el emigrado, el franco- prusiano Heymarm, para concertar un intercambio de prisioneros. Brunswick supo en estas conferencias que desde el 4 de septiembre la Asamblea se había declarado violentamente contra la intrusión de un rey extranjero; que un diputado, tras decir que se quería hacer rey a Brunswick o al duque de York, provocó que la Asamblea jurara que no habría más reyes. Que los jacobinos habían querido perder a Brissot sólo reprochándole como crimen digno de muerte, haber llamado a Brunswick. Este se quedó pasmado. Hacía unos seis meses que un periodista le había adjudicado la corona. El había rehusado prudentemente. Sin embargo, conservaba una reminiscencia de aquella proposición. Este príncipe, como tantos alemanes, era cliente de Inglaterra tanto como de Prusia; casado con una hermana de la reina de Inglaterra, era, por lo tanto, anglo- alemán. Inglaterra habría apoyado con todo interés tal candidatura. Una de las razones que este tenía era que esperaba la orden de los ingleses, pues se debía combatir aliado con ellos y no de otra manera. Por eso esperaba. Dumouriez había mandado urgentemente a Westermann a París, a pedir la opinión de Danton, del consejo ejecutivo, para predisponer la opinión pública, advertir a la prensa, impedir que este difícil asunto no fuera echado a perder por la intemperancia de los periodistas y de los clubs. No había nada más difícil. Era necesario, en pleno entusiasmo, hacer aceptar algo frío y práctico, es decir, el convencimiento de que no había mejor victoria que no combatir y hacer ver al mundo que Europa abandonaba a Luis XVI y a los emigrados, sin verse forzada por una derrota, abandonándolo libre y voluntariamente, dando al mundo un ejemplo de cómo tratar con la joven República y su gobierno, que hablando seriamente, apenas había nacido. Esto fue lo que Danton dijo en el consejo de ministros, que vio con sorpresa cómo se quitaba la máscara de hombre furioso y violento para mostrarse como un gran político. Lo difícil no era convencer a los ministros, sino a los conductores, a la opinión republicana, y Danton lo consiguió. Dumouriez recibió dos cartas: una del consejo de ministros ostensible y orgullosa. La República no trataría con el enemigo más que cuando este hubiera evacuado el territorio francés. La otra era particular de Danton: explicaba la primera; admitía la conveniencia de tratar con el enemigo y anunciaba a Dumouriez que salían de París tres emisarios de la Convención: Prieur de la Marne (jacobìno), Carra y Sillery (girondinos). Pudo temerse que este mensaje pacífico no sirviera para nada. La noticia de la abolición de la monarquía había hecho caer otra vez al rey de Prusia en su humor negro y en su cólera. Quería combatir y, a pesar de Brunswick, dio la orden para que fuera el día 29 de septiembre. Brunswick lo dijo a los emigrados, que saltaron de gozo. El 28, para aliviar la pasión del rey, lanzó un manifiesto lleno de injurias y amenazas. Dumouriez rompió el armisticio, sintiendo no poder usar la autorización que tenía para entrar en negociaciones. El 29 de septiembre la cólera del rey prusiano se había evaporado en palabras y tuvo menos necesidad de traducirse en hechos. Por toda batalla hubo un consejo en el que Brunswick leyó cartas de Inglaterra y de Holanda negándose a entrar en la coalición y aliarse con Prusia. Lo que más influyó fue que un oficial de Dumouriez había revelado a un general prusiano, de modo muy confidencial, que Custine marchaba por el Rin. Iba a encontrar indefensa toda la frontera de Prusia; no se habría encontrado ni un soldado entre Maguncia y Coblenza. ¿Quién le impedía tomar esta fortaleza? Entonces el regreso del rey de Prusia se hubiera visto muy comprometido. El rey, lleno de cólera, al no poder descargarla en sus enemigos, la descargó en sus amigos. Llenó de injurias a los emigrados y ni siquiera trató de protegerlos ni de cubrir su retirada, sino que los abandonó por completo. Se vieron en un gran apuro, sufrieron graves pérdidas, teniendo que seguir los flancos del ejército prusiano, que ya no los protegía. El rey de Prusia se inquietó todavía menos por Austria. Brunswick, en una entrevista con Kellermann, en la que este le pedía noticias sobre las condiciones del arreglo, dijo: “Nada más sencillo: nos vamos cada uno a nuestra casa, como los invitados de la boda”. “De acuerdo, replicó el francés, pero ¿quién pagará los costes? Porque me parece que el emperador, que ha atacado el primero, nos debe los Países Bajos, para indemnizar a Francia”. A lo que Brunswick contestó fríamente que “los prusianos querían la paz, y lo mismo les daba tratar de ella en Luxemburgo que en los Países Bajos”, dando a entender que no los defenderían. El rey, abandonando a sus amigos, no se inquietó más que por la suerte de Luis XVI, y esto no como rey, sino como persona. Preguntó cómo era tratado en el Temple y Danton mostró a través de Westermann todos los decretos de la Comuna que pudieran demostrar que vivía rodeado de cuidados. Si se debe creer a los prusianos, stos no se habrían retirado si Danton y Dumouriez no les hubieran dado palabra de salvar a todo trance la cabeza del rey. El día 29 de septiembre empezó a retirarse el ejército prusiano e hizo una legua; una legua más el 30 y así los días siguientes. Los franceses, al no estar enterados del arreglo, a veces los molestaban. Los comisarios de la Convención les hacían retroceder. Retomaron pacíficamente Verdun, luego Longwy. El enemigo volvió a pasar la frontera y aceleró el paso hacia Coblenza al sentir el ruido de los pasos de Custine. Una parte del ejército francés había girado del este al norte y se encaminaba hacia Bélgica. El 12 de octubre Dumouriez fue a París con el pretexto de preparar sus planes de campaña, pero, en realidad, lo hizo para estudiar de cerca la situación, tantear los partidos y ver qué vientos corrían. Encontró a todo el mundo muy atento a sus planes, con más idea de sus intenciones de lo que hubiera querido él mismo. Fue a ver a madame Roland en el mismo gabinete del ministerio del interior, de donde él había hecho salir a Roland, destituido por Luis XVI. Le llevó un ramo para ganarse su benevolencia y ella le recibió, pero le dijo con franqueza romana que se le consideraba realista, que tenía demasiado talento y esto le hacía peligroso y que el gobierno se guardaría mucho de subordinarle otros generales. Esta desconfianza era natural. Dumouriez, cuando fue presentado a la Convención, había eludido hacer lo que más se deseaba de él, un juramento de fidelidad a la República. Él dijo con una ligereza atrevida que no impresionó a nadie: “No haré mas jaramentos; yo me mostraré digno de mandar a los hijos de la libertad y de defender las leyes que se ha dado el pueblo soberano a través de vuestro órgano”. Por la tarde fue recibido por los jacobinos con una frialdad extrema. En un discurso dijo Collot d'Herbois que “había acompañado al rey de Prusia con demasiada finura”. Hasta el mismo Danton, que parecía identificado con Dumouriez y que se vio obligado a seguir la opinión de la sociedad que había querido presidir ese día, le dijo: “Consoladnos con la victoria sobre Austria de no ver aquí al déspota de Prusia”. Cualquiera que fuera la desconfianza que inspirara Dumouriez, habría sido insensato deponerle después de haber prestado tan grandes servicios. No se puede andar en regateos con la victoria; él la había comenzado y él debía continuar con ella. El peligro no había pasado. Francia no estaba salvada mientras no pudiera tomar la ofensiva y vencer al enemigo en su propio territorio. Había un hombre que había triunfado, que tenía buena estrella, parecía feliz, que es la primera cualidad que se pide a un general. Era, pues, necesario fiarse de él y hacer creer a todos la íntima unión entre el poder ejecutivo, la Convención y el poder militar. Asustar a Europa con la unidad de estas tres fuerzas: el brazo, la cabeza y la espada. Las desconfianzas excesivas del poder militar tienen razón de ser en una República caduca, pero no en una República joven y vigorosa. Entonces los hombres no son nada y las ideas lo son todo. Esto se vio en Lafayette, que tenía hondas raíces en el ejército y en la armada, pero en el momento en que quiso reprender a la Revolución se encontró solo. Dumouriez era un general nuevo, y si algunos cuerpos de infantería y caballería le querían personalmente, el ejército entero, aquella avalancha enorme de voluntarios, no tenía más dios que la República. ¿Qué hombre, en ese primer momento, habría tenido la audacia insensata de poner su personalidad miserable junto a la Patria, subir al altar? Se le habría hecho bajar a latigazos a tal dios. El peligro contrario era más de temer. Por la universal desconfianza que reinaba y estos pánicos y gritos de traición, podía muy bien suceder que se desautorizara al hombre que había de combatir al enemigo. A Danton le había ya costado mucho trabajo apoyarle. Por dos veces Dumouriez habría caído en el descrédito sin la ayuda de Danton. Primero cuando volvió de las Termópilas, de las que se había creído el Leónidas, y luego cuando negoció la retirada de los prusianos, tratando con ellos y enviando regalos de café al rey de Prusia. Danton le cubrió en esos momentos; toda la prensa le defendió, salvo Marat, que como ladraba siempre con o sin razón, había perdido toda autoridad. Desde que Dumouriez llegó a París, Danton no se separó de él; se mostró con él en todas partes: en los teatros, en los Jacobinos, en las fiestas de reconocimiento y de amistad que se ofrecieron al general. Estas fiestas, la alegría de todos por la salvación de todos, los últimos triunfos de la Revolución en Niza, en Saboya y en el Rin, el anhelo nacional de la invasión de Bélgica y la espera de la victoria, hacían que los espíritus se remontaran a la región superior donde no existen los odios. El momento de unirse todos era este. La Gironda festejaba a Dumouriez, pero como no podía separarlo de su protector y amigo Danton, tenía que festejar a este también. Los dos hombres verdaderamente superiores, Danton y Dumouriez, comprendían perfectamente que la salvación de Francia consistía no tanto en la victoria sobre los enemigos exteriores como en la paz entre los interiores, reconciliándose la Gironda con Danton. No omitieron medio alguno para llegar a este resultado. Danton conocía el carácter difícil de los girondinos: su amor propio inquieto, la severidad triste de Roland, la susceptibilidad de madame Roland, el virtuoso y delicado orgullo que sentía por su marido, no perdonando a Danton sus palabras brutales ridiculizando a Roland. Danton, en su atrevida bondad, quiso, sin negociación ni explicación, romper el hielo de un golpe. Llevó a Dumouriez al teatro y entró, no en el mismo palco, sino en el de al lado, para hablar con el general. Este palco era el del ministro del interior, de Roland. Danton, como antiguo compañero, se instaló allí familiarmente con dos señoras, su madre y su mujer (a la que quería con pasión). Si no nos equivocamos en esta conjetura, tal gesto, realizado en familia, era ya una señal de paz. Todo el mundo sabía que madame Danton se vio muy afectada por los hechos de septiembre; enfermó y murió al poco tiempo. Se podía apostar que las señoras se unirían, pues si madame Roland entraba en el palco sería conquistada. Por lo demás, que los Roland tomaran bien o mal la cosa podía tener admirables resultados políticos. Los periódicos dirían que habían visto juntas en un palco a la Gironda y a la Montaña, que los partidos y las discordias habían desaparecido, que todos eran uno. Esta sola apariencia de unión habría beneficiado a Francia más que ganar una batalla. Madame Roland llegó, y en efecto, la detuvieron en la puerta, diciendo que su palco estaba ocupado. Ordenó abrir la puerta y vio a Danton en el sitio que ella hubiera ocupado y cerca del héroe de la fiesta. No le gustaba Dumouriez, pero parece que tampoco quiso favorecerle con una proximidad amistosa, coronarle con la marca solemne de su simpatía austera; sólo se creía digna de felicitarle tácitamente en nombre de Francia. Ella se había hecho acompañar por Vergniaud para sentarse entre el gran orador y el general, simbolizando la alianza del genio y de la victoria y apoyando valientemente al partido girondino. Danton echó a perder el plan. A madame Roland no le preocupaba tenerle cerca, que estuviese entre ella y Dumouriez. En esto fue injusta. Tras Dumouriez, era Danton el hombre que más había contribuido al éxito. La Gironda había hecho muy poco a su favor. Su ministro de la guerra, Servan, quería, incluso después de lo de Valmy, que se retirara hacia Châlons, plan absolutamente contrario al que después triunfó. Sea como fuera, el caso es que madame Roland tomó como pretexto a las señoras. Vio, según decía, unas mujeres de mal aspecto, y sin averiguar si a pesar del aspecto eran respetables, cerró el palco sin entrar y se retiró. Vergniaud no participaba del odio de los girondinos hacia Danton. La mujer a quien amaba, la bondadosa señorita Candeille, hizo un conmovedor esfuerzo para unir a los dos partidos. La ocasión fue una fiesta que ella ofreció a Dumouriez. Danton y Vergniaud estaban allí. Los literatos, los artistas, las gentes de todas clases procuraban unirlos, hacerles olvidar por completo sus odios, situarles de nuevo lejos de los partidos en el terreno de la paz, de los sentimientos afectuosos y gratos. Era la Francia civilizada que en cierto modo, en vísperas del terror, pedía perdón a la Francia política que iba a destruir. La mayor parte de los que estaban allí iban a vivir muy poco. Vergniaud, un ano; Danton, dieciocho meses apenas, y Dumouriez, el héroe de la fiesta, más desgraciado todavía, debía caer en la infamia y presenciar desde un destierro de treinta años las más gloriosas victorias de Francia. Afortunadamente un velo cubría a todos ellos el porvenir y todos se juzgaban dichosos, disfrutando de la fiesta, gozando del rayo de paz que había en los ojos de su musa. La Gironda y la Montaña parecían mezclarse. Un acontecimiento inesperado vino a turbarlo todo: Santerre, que asistía a la fiesta y que permaneció un momento en un salón cercano a la puerta, volvió triste y cambiado. “¿Qué tiene usted?”, le preguntaron, y contestó: “Marat está ahí y pregunta por el general<”. Fue un efecto teatral. Muchos desaparecieron y se marcharon a otras estancias, y los que se quedaron, palidecieron. Hacía muchos días que Marat buscaba a Dumouriez. Tomó el encargo de los jacobinos de pedir cuentas de un castigo que en el ejército se había hecho de unos voluntarios afectos a Marat. Explicaremos este asunto en el próximo capítulo. La amarilla figura entró, ancha y baja, entre dos jacobinos que le sacaban la cabeza. Marat se había propuesto producir un gran efecto haciendo sufrir al general un interrogatorio delante de todo el mundo. Dumouriez no le quiso dar esta satisfacción. A la primera palabra, le miró con desprecio de arriba a abajo y dijo: “¿Usted es Marat? Pues no tengo nada que decirle a usted”. Y le dio la espalda. Seguidamente aclaró todo tranquilamente a los dos jacobinos. La sangre fría de Dumouriez se contagió a los demás. Los militares increparon duramente al periodista. Marat fue a quejarse y a gritar a los Jacobinos. Lo que le dolió sobre todo fue el tono de broma con que los periódicos de sus adversarios dieron cuenta de la escena. “Podemos perdonarles el haber reído, dijo con maldad, porque nosotros les haremos llorar”. Cuando Marat se marchó, pretendieron todos que continuara la fiesta, pero las señoras seguían asustadas. Los hombres se esforzaban en sonreír para tranquilizarlas. Cada uno, sin embargo, observaba que su vecino estaba pálido y que todos estaban turbados. ¿Por qué? El suceso era pequeño como para producir tanta emoción. La ridícula aparición no debía significar nada para tantos hombres que eran la fuerza y la ilustración de Francia. Las amenazas, las predicciones siníestras del sanguinario agorero, la misma muerte, no hubieran espantado a aquellas gentes. Lo que habían visto en Marat era el genio de la división y de la irremediable discordia, que por un momento había parecido eclipsarse. Se quedaron tristes, silenciosos, y se fueron aislando. La mezcla amistosa cesó e instintivamente cada uno buscó rodearse de los suyos. Antes, pues, de salir ya se habían renovado los bandos. Dumouriez no quería dejar París sin hacer un último esfuerzo para la conciliación. Reunìó en su mesa a Danton y a los girondinos. Les hizo así partir el pan juntos y creyó haber adelantado algo, pero se engañó. La Gironda permaneció firme. Si daba la mano, era la mano sin el corazón, la mano fría de un muerto. Después de la marcha de Dumouriez, Danton aprovechó en la Convención dos ocasiones razonables para votar con la Gironda y demostrar así que no tenía ni cólera ni odio, ningún resentimiento. El 23 de octubre, con motivo de votarse las leyes contra los emigrados, él se adhirió a la opinión de Buzot, que había dicho: “La emigración no merece la muerte, pero desterremos a los emigrados de manera que les castiguemos con la muerte apenas pongan el pie en Francia”. Danton dijo que en efecto con el destierro bastaba. Pero la ocasión más notable en que se puso al lado de los girondinos, fue la del día 16 de octubre. Un representante había presentado una proposición inoportuna en la que se pedía que se sometiese al pueblo la abolición de la monarquía y el establecimiento de la República. Buzot rechazó tal proposición y Danton apoyó a Buzot con estas palabras: “La República está ya sancionada por el ejército, por el pueblo y por el genio de la libertad, que rechaza a todos los reyes. Si, por lo tanto, no se permite poner en duda que Francia es republicana, ocupémonos de hacer una constitución acorde con este principio, y cuando la hayáis hecho habréis sancionado, por decirlo así, la opinión pública y tendrá una aceptación rápida por parte de todos, desapareciendo los distintos partidos y garantizándose la estabilidad”. Gran cuestión de iniciativa. Los republicanos, que estaban en minoría, ¿tenían el derecho a imponerse a los demás? Sí, porque la mayoría, si no comprendía la República, la amaba instintivamente, era antirrealista, sentía que la monarquía, cómplice de la invasión, se había vuelto imposible. La minoría no hacía, por tanto, más que explicar y formular lo que deseaba la mayoría. Sobre esta solemne cuestión, que no es más que la eterna del derecho de la autoridad, el genio revolucionario de la Montaña estuvo de acuerdo con el espíritu legista y filósofo de la Gironda. Sucedía lo mismo con las demás cuestiones esenciales del momento. A través de las violentas disputas se veía la unidad de miras que reinaba en esta ilustre Asamblea. Con admiración y dolor hemos de exclamar: “¿Por qué esos dos partidos se tirarán a degüello?”. ¡Qué espectáculo ver a aquellos hombres de inmenso talento y de corazón más grande todavía que, estando de acuerdo en todo lo importante para la salvación de la patria, se empeñan en una lucha que no ha de dejar a nadie con vida! ¡Verlos encerrados en aquella salita, sobre aquella arena de cuatro pies en cuadro, que ha de verse empapada en sangre! ¿De qué les servía todo su talento y genio? Iban ciegos, sin ver lo que todo el mundo veía. Estos ilustres ciudadanos hubieran querido morir por la patria y ellos iban a matarla. Esto fue lo que les dijeron, llenos de dolor, los pobres vecinos del barrio de Saint-Antoine, que veían con mayor claridad que la Convención. Fue una escena conmovedora. Era este el verdadero pueblo soberano (soberano por la razón) que venía a corregir a los sabios, a los prudentes, a los listos, rogándoles con lágrimas en los ojos que fueran simples, que dejaran las sutilezas y empezaran a ver la realidad. Ellos no estaban separados más que por cosas que entonces eran accesorias, asuntos del futuro, por cuestiones que no afectaban a la salvación de la patria. Todos tenían su unión en Francia, a la que llevaban dentro del alma47. Estos honrados trabajadores justificaron a la ciudad de París, dijeron que se la calumniaba, que no había necesidad de que se llamara a los soldados. Pero no rechazaban a los federados de los departamentos: “Que vengan seis, siete, ocho o veinticuatro mil hombres, los que quieran; los recibiremos con los brazos abiertos y encontrarán los mismos hogares que encontraron cuando la Federación”. Cuando los hombres del barrio de Saint-Antoine hacían estos nobles alardes de fraternidad, todo el mundo se preguntaba cómo la Convención no seguía su ejemplo: “Con profundo dolor vemos que se odian los hombres que deberían estar unidos< ¡Ah! ¿No sois vosotros, como nosotros, los defensores de la República, el azote de los reyes y los amigos de la justicia? ¿No tenéis los mismos deberes que cumplir y los mismos peligros que evitar? ¡Creed a ciudadanos que son ajenos a la intriga! Se atribuyen mutuamente crímenes que no se han cometido; si seres apegados a la cábala están a la cabeza de los partidos, la masa del pueblo es buena y se le está engañando. Creed que los hombres no son tan malos como creéis. Que se calle el amor propio y al momento desaparecerán las luchas intestinas. Las opiniones distintas engendran el recelo, pero este no es la certidumbre. ¡Ah, el día que la luz de la legalidad aparezca y los ciudadanos no gasten el tiempo en prepararse trampas y combatirse! Vosotros, legisladores, debéis preparar los ánimos. Temed más los anatemas de la posteridad que el puñal del asesino o el arma del extranjero”. A estas justas acusaciones del pueblo, la Convención no contestó más que una palabra que era su disculpa para lo porvenir: la palabra de Isnard al final de la sesión en que se pidió una leva de 300.000 hombres. No podemos resistir al deseo de ponerla aquí: “¡Soldados! ¡Marinos! ¡Que una saludable emulación os anime! ¡Que el mismo éxito os corone! Si morís en el combate, nada igualará a vuestra gloria y nosotros grabaremos vuestro nombre en lo más alto del templo de la libertad humana. Las generaciones dirán leyéndolos: «He aquí los héroes que rompieron los hierros de la esclavitud del hombre y se sacrificaron por nosotros antes de que existiéramos<»“. Después, pasando del ejército a la Convención, de los soldados a los legisladores: “Nosotros, firmes en nuestro puesto, os daremos el ejemplo de valor y de fidelidad. Nosotros esperaremos, si es preciso, la muerte sin abandonar nuestros sitiales. Se os ha dicho que estamos divididos; no lo creáis. Si nuestras opiniones difieren, nuestros sentimientos son los mismos. Todos vamos a un mismo fin, aunque por distintos caminos. Nuestras deliberaciones son apasionadas, pero ¿cómo no entusiasmarse al tratar cuestiones tan interesantes? Es la pasión por el bien la que nos agita, pero, una vez dado el decreto, el ruido cesa y la ley subsiste”. Noble discurso en sí mismo y sublime por las circunstancias. Isnard lo pronunció cuando su partido iba a perecer, y por lo tanto, fue como una voz salida de la tumba. Los mismos que mueren justifican a los que viven, la Convención en su totalidad, sin distinción de partidos, sin excluir a los que los matan. Por un noble pudor cívico, no dejan ver al ejército las discordias que van a costarles la vida, y dicen al caer, víctimas de la división: “Os dicen que estamos divididos, no lo creáis”. Este sublime discurso, heroicamente desinteresado, fue al mismo tiempo justo y profundo. Estas discordias tan sangrientas no afectaban para nada a la salvación de la patria. Versaban sobre cuestiones del porvenir, muy prematuras todavía. La cuestión de la burguesía y del proletariado no debió preocupar a una Asamblea que tenía tantas propiedades para distribuir al pueblo. Los diputados de la Convención discutían todavía sobre tesis de filosofía política, sobre pequeños matices de ortodoxia revolucionaria. Esta Asamblea, que semejaba un concilio, trataba de política por la noche en los comités y consagraba el día, su atención, sus esfuerzos, a discutir incansablemente el símbolo de la nueva ley. Lo más fuerte de sus combates estuvo en la discusión de temas aéreos, espirituales. Éste es precisamente el espectáculo extraño, pero verdaderamente noble, que ofreció al mundo. Sobre las cuestiones de interés real, actual, se ponía fácilmente de acuerdo. Hija de la filosofía del siglo XVIII, no prestaba atención más que a las ideas, por ellas vivía y moría. Los hombres a quienes tan cruelmente condenó, no los condenó por conspiradores, no amenazaban para nada la salvación de la Revolución. Murieron como herejes. Francia entraba con tal fuerza en la vida de unidad, que sentía horror por todo lo que a ella atentara. Los matices más ligeros le parecían con frecuencia anomalías monstruosas y dignas de muerte. Las otras naciones, por el contrario, al no haber alcanzado ninguna unidad de ideas, no se privaban de las más fuertes disonancias. Bárbaros que no sabían que lo eran aceptaban sin problema la diversidad de clases que llevaban en su seno. Triunfaban en su indigesto caos, que no servía siquiera para desear la unidad. Esto era Francia, esta la Convención. El que sepa distinguir la unidad de principios que allí reinaba a pesar de la diversidad de opiniones, dirá como Isnard y brindará este testimonio a la Convención: “No, Asamblea gloriosa; no estuviste dividida”. (6 1792)
Importancia de la batalla de Jemmapes.—Posibilidades que el ejército
de Jemmapes tenía contra ella.—La guerra en grandes masas salió del instinto francés y de la fraternidad.—Lo que fueron nuestros grandes ejércitos.—Lo que fue el ejército de Jemmapes.—Exaltación filantrópica de este ejército.—Probidad firme y modesta de nuestros oficiales plebeyos.—Severidad del ejército para los hechos sanguinarios.—El ejército no fue vencido en una sola acción (4 de noviembre).—Formidable posición de los austriacos en Jemmapes (5 de noviembre).—La batalla comenzada por La Marsellesa (6 de noviembre).—Valor de nuestros voluntarios a la derecha del ejército.—La batalla de Jemmapes, decidida por La Marsellesa, inspiró el canto de salida.
Francia tenía unidad y el mundo estaba dividido.
Ella no conocía su unidad, pero lo probaba con la victoria. Ganó el 6 de noviembre la batalla de Jemmapes. Aquí no se podía decir, como en Valmy, que se trataba de un mero cañoneo, de una batalla ganada con el arma al hombro. Fue una batalla en la que, mezclados los ejércitos, se combatió con arma blanca y en que nuestros soldados, sin haber recibido aún ni calzado, ni ropas de invierno, sin tener ni pan ni aguardiente, aún en ayunas a mediodía, tras una noche glacial en un terreno fangoso, se lanzaron desde esa Ciénaga y subiendo la montaña, pelearon heroicamente y tomaron los reductos cubiertos por una triple valla de fuego que defendían los granaderos de Hungría. ¡Oh juventud! ¡Oh esperanza! ¡Oh fuerza de la razón y del derecho! Nuestros voluntarios tuvieron un momento de duda cuando se encontraron frente a frente con la boca de los cañones, que vomitaban metralla. Pero encontraron dentro de sí mismos algo que les hizo avanzar como una avalancha: el sentimiento del derecho del género humano. “El derecho no puede retroceder”. El derecho va a los reductos y los deshace. Entró con nosotros en las filas de los vencidos. La libertad, venciéndolos, los emancipaba, los hacía hombres libres. Parecía que Francia había descargado más sus golpes sobre las cadenas que sobre los enemigos. Los belgas fueron libertados de un golpe; los alemanes empezaron un camino nuevo; su derrota de Jemmapes fue el comienzo de una era de libertad. Desde entonces fue necesario que sus príncipes les tratasen como a hombres48. ¡Verdaderamente Dios estaba con Francia! La espada con que peleaba, en vez de herir, curaba a los pueblos. El golpe de hierro les despertaba, deshacía el encanto fatal que los había tenido miles de años reducidos al estado de bestias que pacen la hierba de los campos. Esta primera victoria de la República, esta victoria de la fe, tuvo por enemigos a todos los que se tenían por pensadores. Los jacobinos dijeron que no se vencería y los demás que si se había vencido era contra todas las reglas del arte de la guerra. Verdaderamente la batalla fue absurda, como lo es todo milagro. El ejército republicano era hasta ridículo a los ojos de los tácticos, mal instruido, mal equipado, miserablemente vestido, discordante en todo. Compuesto por voluntarios sin instrucción, sin uniforme, presentaba un conjunto abigarrado. Había un batallón en el que los soldados iban todavía con gorros de aldeanos. Y eso no era todo. Había cuerpo de ejército de todos los nombres: cazadores, nacionales, etc< Esto no era un ejército, era el pueblo, era Francia que acudía al campo de batalla llena de vigor y juventud. Robespierre había probado, hacía ya un año, que la guerra era absurda. Había hecho decir a Camille Desmoulins que la Gironda era traidora porque deseaba la guerra. Y tan arraigada estaba esta convicción en el ánimo de los jacobinos, que fue una de las razones más poderosas que hizo valer Billaud-Varennes, el 25 de julio de 1793, para condenar a muerte a los girondinos. Sí, la guerra era absurda. Era necesario estar loco para ir a buscar al enemigo a su territorio cuando en Francia se había establecido un gobierno nuevo. Era entonces precisamente cuando pasaba el poder de los girondinos a los jacobinos. El ministerio de la guerra, el más importante en aquellos momentos, pasó del girondino Servan al jacobino Pache, que al instante cambió a todos los empleados, que desorganizó todos los servicios. La guerra era también absurda porque los generales de la República eran realistas. Dumouriez, Dillon, Custine lo eran y no lo ocultaban. Ya se ha visto cómo Dumouriez eludió el juramento de fidelidad a la República. Habiendo vivido treinta años bajo la monarquía, no podía no tener temperamento monárquico; le gustaba el placer, el dinero, necesitaba los abusos del antiguo gobierno, su facilidad, un buen maestro. Él dijo por todas partes en sus memorias que el fruto que esperaba de sus victorias era el restablecimiento del rey. En caso de que el rey fuera imposible, tenía la candidatura del joven duque de Chartres. Algunos generales realistas, obrando en nombre de la República, habían de tener en sus movimientos algo de equívoco y de falso. Tenían necesidad de excitar el entusiasmo republicano y temían excitarlo, y cuando la llama quería levantarse echaban agua al fuego. Cuando, por ejemplo, los republicanos alemanes, embriagados con la nueva idea, preguntaron a Custine cuál sería el gobierno definitivo de Francia, contestó: “La monarquía; y ¿quién reinará? El delfín”. Los sentimientos de Dumouriez se manifestaban en los cargos que distribuía entre los generales subordinados suyos. Al general Valence, amigo íntimo de los Orleáns, y en particular del duque de Chartres, le confió el encargo glorioso de ocupar la Meuse y detener a los austriacos que llevaban socorros. Al jacobino Labourdonnais le dio el encargo oscuro de seguirle de lejos y reunírsele cuando la campaña terminara. Ni Valence ni Labourdonnais podían hacer nada de provecho. Las alas de ejército que dirigían resultaban demasiado separadas para obrar. Valence tuvo que dejar pasar a los austriacos. Labourdonnais, irritado, hizo lo menos que pudo, y lo hizo mal. La ventaja de número que llevaba Dumouriez se perdió de esta manera. Reunido el ejército, contaba cien mil hombres; disperso, el número mayor que se presentaba era cuarenta mil. Los austriacos podían reunir cuarenta y cinco mil soldados veteranos y disciplinados. Si lo hubieran sabido manejar, habrían aplastado a Dumouriez. Esto lo reconoció él mismo. No había comprendido la guerra moderna hecha por grandes cuerpos de ejército49. Estos ejércitos, que son todo un pueblo lleno de entusiasmo y de vigor, deben pelear sin dividirse, los amigos con los amigos, como dice el soldado; amigos con amigos, parientes con parientes, vecinos con vecinos, franceses con franceses, que se fueron dando la mano. Lo difícil es separarlos, no reunirlos. El aislarlos era quitarles la mayor fuerza con que contaban. Estas grandes masas eran como cuerpos humanos. Desmembrarlos era matarlos. Estas masas no eran multitudes confusas: cuanto más numerosas se hacían más orden tenían. “Cuanto más amigos somos, mejor va todo”, reza todavía el dicho popular. Los generales acabaron por comprender dónde estaba la fuerza del ejército. El mundo vio el espectáculo de cien mil hombres unidos en un mismo anhelo y un mismo corazón. He aquí el verdadero origen de la guerra moderna. Al principio no se hizo así por arte ni por sistema. Salió del corazón de Francia y de su sociabilidad. Los tácticos no hubieran ideado jamás tal cosa. No había cálculo. Los calculadores tuvieron que confesar que lo creían porque lo veían. Los generales monárquicos no habrían podido nunca comprender el sublime y profundo misterio de la solidaridad moderna en las grandes guerras de amistad. Las federaciones de 1790 hicieron presentir algo de esto. Cuando se vio a todo un cantón abrazarse en armas, se pudieron predecir las brigadas de la República. Cuando aparecieron aquellos ejércitos inmensos formados por muchos cantones que se daban la mano y se unían íntimamente, ya se pudo vaticinar que surgiría el republicano ejército de Sambre-et- Meuse; el pacificador ejército del Oeste; el firme e invencible ejército del Rin, victorioso hasta en sus retiradas; el rápido y fulminante ejército de Italia. No eran ejércitos, eran personas con su carácter distinto. Tal fue el espíritu de fidelidad y de entusiasmo que animó a sus hombres. Ellos se confundían con algunas legiones, que para ellos era cada una como una Francia en tierra extranjera. Estos admirables soldados, muchos de los cuales no iban a volver más, llevaban consigo el hogar y la patria. Donde estaban ellos estaba Francia. Y Francia reina en todas partes donde aquellos fieles amigos sembraron sus huesos. ¡Vosotros, extranjeros, que contempláis las colinas de huesos que dejaron nuestros ejércitos, sabed que no solamente eran terribles, sino también venerables! Lo que les dio la victoria fue la unidad de sentimientos y de corazones. Guardaos bien de atribuir tales hechos a este o a otro hombre. Cuando Francia se despierte levantará monumentos en honor de aquellos ejércitos, no de sus generales. Los calculadores no podrán adjudicarse la gloria de un pueblo de héroes. Será bastante con que el nombre de los caudillos aparezca escrito en la base del monumento. Miremos con atención aquellos gloriosos ejércitos, en su primitivo impulso del 92, en todo el vigor candoroso de la cuna. Considerándolos fríamente, presentaban un aspecto extraño: el de un pueblo entero lleno de desprecio por la vida y de entusiasmo que, sin contar con diplomacias ni consideraciones, llevaba por todo el mundo la filosofía del siglo XVIII en la punta de las bayonetas. Aquellos principios, que los mismos filósofos parecían no tomar en serio, fueron tomados en serio por sus discípulos armados, aplicados con una violenta sinceridad que nada podía detener. Los éxtasis filantrópicos de Raynal y de Diderot estaban ahí, no en los papeles, en las declamaciones, sino en actos, bien o mal llevados a cabo en las ciegas efusiones de una terrible sensibilidad que no medía ni calculaba nada. Toda esta filosofía flotaba vaga en su espíritu. Y su corazón no estaba quizás más violentamente poseído. «Uno de los caracteres singulares, embarazosos, de la Revolución tan joven, era precisamente no tener un símbolo preciso, ningún elemento tradicional, ningún monumento literario sobre el que el pensamiento pudiera apoyarse. Y precisamente su misma vaguedad era la que causaba verdadera embriaguez y locos transportes de entusiasmo. Una sola cosa hacía las veces de credo revolucionario, la canción de La Marsellesa. Todos la sabían y la cantaban hasta que se encontraban sin voz y sin fuerzas. Era todo su Evangelio. Se aplicaba en buen y en mal sentido. Ella hizo correr sangre y ejercitar también nobles generosidades. Ya lo hemos dicho: cuando los revolucionarios franceses vigron pasar las carretas en que iban los soldados austriacos, muertos de hambre, de frío y de disentería, las dejaron pasar respetuosamente. Y si detuvieron a algunos fue para llevarlos a los hospitales franceses. En Estrasburgo, soldados y paisanos trataron a los prisioneros como a hermanos. Se compartió con ellos el pan y la sopa, y cuando partieron hacia el interior de Francia les llenaron los bolsillos de tabaco por medio de una suscripción general. El gasto no fue pequeño, pues se trataba de tres mil. Generosidad admirable en el momento en que los nuestros no tenían ni calzado. Los resultados fueron admirables. Los prisioneros pedían pluma y papel para escribir a Alemania que allí ya no había nacionalidades, sino que todos eran hermanos. La sensibilidad es pasajera y la exaltación dura poco. Pero en este ejército descollaba un elemento resistente y fuerte: “Nuestros suboficiales del antiguo régimen eran superiores a todos los oficiales de Europa”, había dicho Lafayette. Hechos oficiales por las leyes de la Revolución, empezaron a ser aquellos de que habla el general Foy en una página admirable de sus Guerras de la península, testimonio de la verdad más sincera y título de gloria para Francia: “Nuestros oficiales de infantería eran el honor mismo, la virtud modesta y la resignación. El ideal de estas honradas gentes, devotas del deber, era Latour d'Auvergne, granadero primero de la República e instructor del ejército de España. Estos oficiales, tan mal pagados, algunos casados y seguidos de lejos por sus valientes esposas, mostraron un desinterés tan grande, que muchas veces vertían su sangre por enriquecer a los generales del Imperio”. Estas honradas gentes, a las que la Revolución acababa de ofrecer una carrera, le eran por completo adictas. Menos expansivas que los soldados, tenían por la patria un amor callado, serio, pero no menos ardiente. Guardadores fieles del honor de la patria, se esforzaban por inocular en las muchedumbres el amor al orden y al deber. Reprimían los excesos más por medio de la censura y del desprecio que por la autoridad. ¿Cómo no había de respetarlos todo el mundo si les veía partir su pan con el soldado y marchar en la batalla veinte pasos delante? Tanto en Valmy como en Jemmapes se vio, en lo más crudo del desorden, cuando el peligro de Francia, el exceso de entusiasmo, el delirio patriótico, inspiraban a los voluntarios los más violentos actos, que sin embargo habría en el ejército, bajo la afortunada influencia de sus oficiales plebeyos, una honradez tan grande que no admitía tacha en el uniforme militar. Este ejército naciente se justificó a sí mismo castigando y rechazando el crimen. Un suceso muy desagradable tuvo lugar en Rethel. Acababan de llegar dos batallones de voluntarios parisinos (el Republicano y el Mauconseil). Venían llenos de fanáticos. Lo primero que hicieron fue asesinar a cuatro pobres soldados, criados de emigrados que habían vuelto a servir en el ejército. Es verdad que la ley sentenciaba a muerte a los emigrados que volvieran a Francia. La Convención acababa de acordar que se quemara por mano del verdugo una bandera de los emigrados que se había cogido en Valmy. Esto, sin embargo, no hacía menos odioso el hecho de asesinar a unos pobres diablos que arrastrados primero por sus amos, volvían deseosos de servir a la nación. Este crimen, además de bárbaro, era impolítico, pues ponía un muro infranqueable entre nosotros y los enemigos. No podía haber tránsfugas. Se debe advertir que afortunadamente el crimen no lo cometió todo el regimiento. Fueron unos cuarenta hombres de doscientos, y estos fanatizados por las declamaciones del revolucionario Palloy, un artista ridículo, un arquitecto intrigante, que se había enriquecido vendiendo las piedras de la Bastilla. El sacaba de quicio a las gentes con sus declamaciones y luego hacía del robo y del asesinato su negocio. Él creía que si el general en jefe hubiera sido asesinado, le habrían puesto en su lugar. Pero todo sucedió de manera muy diferente. Palloy hizo bastante con salvarse. Los dos batallones fueron desarmados y conducidos a los fosos de Mézières. El general Beurnonville les fue a buscar allí y les dijo que estaban perdidos si no delataban a los culpables. Aquellos hijos de París se echaron a llorar y los dos batallones fueron luego el modelo de todo el ejército, tanto por su buena conducta como por su bravura. Con semejante ejército, tan lleno de entusiasmo, el éxito estaba asegurado. Francia estaba en uno de esos momentos en que el hombre fuera de sí no encuentra nada imposible. Mirando este ejército se podía decir: “Los Países Bajos están conquistados”. Dumouriez lo creía así y escribió a la Convención: “El 15 estaré en Bruselas y el 30 en Lieja”. Se equivocó, porque estuvo en Bruselas el 14 y el 28 en Lieja. Este ejército novel tuvo que soportar una prueba que los ejércitos más veteranos no habrían soportado. Debutó con una derrota. Nuestros refugiados belgas llegaron a la frontera sin más deseo que posesionarse del país natal, y sin esperar nada atacaron al enemigo. Como no pudieron retenerlos, se les dieron húsares para que los protegieran. Se apoderaron de una avanzada, y luego, dejándose llevar por un arranque de juventud y de valor, bajaron al llano, donde fue a envolverlos la caballería austriaca. Habrían perecido sin nuestros húsares. Beurnonville era partidario de replegarse y reforzar las filas. Dumouriez creyó mejor seguir la ofensiva y avanzar. Los imperiales, a pesar de su ventaja, reculaban y perdieron una buena posición. Querían atraernos hacia Jemmapes, que juzgaban inexpugnable por la fuerza de la naturaleza y por los trabajos de arte que habían añadido a eso. Este era el parecer del austriaco Clairfayt, y arrastró al general en jefe, el duque de Saxe-Teschen, que después de su vergonzoso percance de Lille deseaba a todo trance rehabilitarse con una victoria. Uno de sus subordinados, el belga Beaulieu, le aconsejó no aceptar la batalla, sino presentarla él mismo cayendo inopinadamente sobre los franceses y deshaciendo aquel conjunto de jóvenes soldados. Los veintiocho mil soldados veteranos de que disponía bastaban para esto. El duque dudó en dar este golpe, que parecía más propio de un guerrillero. Príncipe del imperio, duque y lugarteniente del emperador, no podía comprometerse en un ataque peligroso. Le pareció mejor esperar majestuosamente a los franceses en la posición inexpugnable de Jemmapes. Nuestro ejército se encontró el 5 de noviembre a la vista de aquella fortaleza, que no solamente es formidable, sino que es imponente y solemne. Habla a la imaginación, e incluso sin saber que se llama Jemmapes, hace detener en su presencia. Es una línea de rocas delante de Mons, un anfiteatro que baja hasta tocar los bordes de dos pueblos: Cuesmes a la derecha y Jemmapes a la izquierda. Jemmapes sube a la montaña y cubre un flanco. Cuesmes ayuda menos para la defensa, y por eso aquel lado estaba lleno de reductos, donde estaban los granaderos de Hungría. Estos reductos y los dos pueblos formaban una serie de posiciones que era necesario tomar. Las pendientes del centro estaban llenas de empalizadas. Si nuestros soldados forzaban las empalizadas, los pueblos y los reductos, todavía encontrarían detrás diecinueve mil excelentes soldados. No es gran cosa como ejército, pero sí como guarnición de una fortaleza. Tan segura parecía, que el duque de Saxe dejó para defender a Mons los miles de soldados que le sobraban. La superioridad del número le servía de poco a Dumouriez, pues no podían aproximarse a las posiciones austriacas más que por sitios estrechos, que no permitían desplegarse. No se podía atacar más que por columnas. El valor de las cabezas de columna tenía que decidir el ataque. El ataque de los caseríos, de los reductos y de las empalizadas exigía una lucha terrible cuerpo a cuerpo. La posición tiene cierta analogía con la de Waterloo. Como los ingleses en Waterloo, los austriacos en Jemmapes tenían detrás un pueblo de donde podían recibir los auxilios que quisieran. Pero ¡cuánto más formidable era la fortaleza de Jemmapes, donde se coronó de gloria la República, que la pequeña cuesta donde se quebró el Imperio! También hubo la semejanza de que en las dos batallas el ejército tuvo que estar toda una noche en un terreno húmedo y a la madrugada, cuando estaba rendido y destemplado, se le llevó al combate. Esta noche pasada sobre el fango habría enfriado y deshecho al ejército si este no estuviese caldeado con el fuego del entusiasmo y el valor. Porque al fin y al cabo, estaban con los pies desnudos en un verdadero estanque, y cuando buscaban refugio en alguna eminencia sentían que se desmoronaba bajo su peso. No ha habido país más transformado por la industria, y sin embargo, todavía hoy es aquel un país húmedo y fangoso. Desde el fondo de esta pradera y tiritando de frío, nuestros soldados vieron por la mañana en los formidables reductos a sus enemigos: los húsares con sus vistosas pieles, los granaderos con el lujo bárbaro de su uniforme extraño y los dragones majestuosamente envueltos en sus mantos blancos. Por lo que los nuestros les envidiaban aún más era porque habían comido. Los austriacos esperaban bien alimentados; Mons estaba detrás y proveía de todo. A los franceses se les había dicho que la batalla sería corta y era mejor comer después de la victoria. Un belga, venerable anciano del pueblo de Iemmepes, que fue el único que vio la batalla al haber huido todo el país, dijo que no se borraría nunca en él la impresión que le causó. En el momento en que nuestro ejército empezó a moverse envuelto en la niebla de noviembre, se oyó un concierto majestuoso, una música grave, imponente, lleno el valle, subió por las colinas, una armonía majestuosa parecía caminar por delante de Francia. Era que todas las bandas militares tocaban La Marsellesa. Durante la batalla y en los momentos de intervalo entre el ruido del cañón, se oía el mismo himno sagrado. El estruendo de la artillería no podía ahogar del todo el acento de la guerra fraternal. El corazón del entonces joven, envuelto por esta inesperada tranquilidad, le arrastraba. La artillería no le asustaba; la música la vencía. Era el ejército de la justicia, que venía a devolver al mundo sus derechos olvidados, la Fraternidad misma que venía a liberar s sus enemigos, y enviaba al enemigo ráfagas de civilización y de libertad. El mayor esfuerzo tenían que hacerlo por la izquierda para tomar el pueblo de Jemmapes y aun más por la derecha. El veterano general Ferrand mandaba el ala izquierda y el valiente Beurnonville la derecha. Este era un puesto de honor por ser el de mayor peligro, y allí se había puesto a nuestros voluntarios parisinos, jóvenes que acababan de empezar su servicio y no habían entrado en fuego todavía. Dumouriez tenía a su lado en el centro al duque de Chartres para lanzarlo del lado en que se creía que estaba la victoria, y así el candidato a la corona de Francia se asociaría al movimiento del ala victoriosa, atacando de frente, y llevándose todos los honores. Las dificultades a derecha e izquierda eran tremendas. El ala derecha no adelantaba casi nada, a pesar de que llevaba peleando tres horas, y en la izquierda la victoria parecía imposible. A las once Dumouriez envió al ala izquierda a su segundo, persona de toda su confianza, el inteligente Thouvenot, que tomó el mando y atacó Jemmapes. Dumouriez acudió a la derecha a ver si se podía forzar el obstáculo que detenía a Beurnonville. Nunca general alguno ha llegado más a tiempo. Los voluntarios parisienses daban un paso adelante llevados por Dampierre50 que marchaba solo delante de ellos con el regimiento de Flandes. Estaban en gran peligro, pero no reculaban. Estaban bajo las miradas de los soldados más adictos a Dumouriez, a quienes no les gustaban los voluntarios y observaban fríamente si permanecerían firmes. En el momento en que hubieran cedido lo más mínimo, un regimiento de dragones imperiales estaba preparado para acuchillarlos. Al fin llegó Dumouriez. Encontró a los voluntarios parisienses muy agitados y sombríos. Los batallones jacobinos creían que se les había llevado allí para acabar con ellos. Sin embargo, allí también se encontraba, peleando a su lado, el regimiento de los Lombardos, de opinión girondina. Hasta en el campo de batalla se presentaba la diferencia política, pero seguramente contribuyó a que aquella gente se batiera mejor. La caballería era la que flaqueaba un poco. Dumouriez corrió allá, cuando he aquí que los dragones inesperados caen como una avalancha sobre nuestros voluntarios. Estos demostraron entonces una gran sangre fría; esperaron a que la caballería estuviera cerca e hicieron una descarga a bocajarro que puso fuera de combate a más de cien caballos e hizo que el enemigo saliera huyendo hasta refugiarse en Mons. Dumouriez entonces se dirigió a la infantería y empezó con todas sus fuerzas a cantar La Marsellesa. Fue el delirio del entusiasmo. Los voluntarios se lanzaron, arrasaron los reductos, tomaron las posiciones; pasaron por encima de los granaderos húngaros, que miraban espantados aquella furia, y los dominaron y acuchillaron. Dumouriez dijo que la victoria se debía a dos de sus regimientos veteranos de caballería y de húsares (Berchiny y Chamborand). La parte de honor de la infantería parisina no la nombra. Pero la índole de la batalla, las cuestas y los obstáculos, indican que allí debió llevar la mayor parte la infantería. Su malevolencia es tal para nuestros parisinos, que habiendo hecho mención en su informe que la caballería imperial fue detenida por el primer batallón de París, en sus memorias lo corrigió para no nombrarlos y dar los honores a sus viejas tropas. Hay sin embargo una carta escrita por el mismo general a la sección de Lombardos a raíz de la batalla en la que hace justicia a los voluntarios. Vencedor a derecha e izquierda, el general no se inquietó gran cosa por el centro. Por otro lado, no lo había abandonado hasta no saber a ciencia cierta que Thouvenot, a su derecha, había ganado Jemmapes y que yendo hacia el centro, se iba a volver a acercar a él. Los acontecimientos ocurrieron de esta forma. El centro, poniéndose en marcha para atravesar la llanura, dobló el paso y así no le dio tiempo a perder mucha gente. Sin embargo, dos brigadas tuvieron un momento de duda y pudieron haber cedido. Una de ellas, al ver que unos caballeros imperiales se acercaban a la llanura, se alejó y se ocultó tras una casa. La otra, bajo un vivo fuego, se detuvo un momento y no avanzó más. Un joven sin ningún grado y que no era sino el ayuda de cámara de Dumouriez, reunió de un movimiento a una de las brigadas y uníéndola a un cuerpo de caballería francés, llevó a todos a combate. El duque de Chartres hizo lo propio con la otra brigada, la enderezó con un valor que no podía esperarse de sus pocos años. El centro al completo forzó los reductos que se le oponían51. Dumouriez quiso llamar la atención de todos hacia el centro para que se luciera el duque de Chartres, que lo dirigía. Si le hubiera enviado a París habría descubierto su juego. Tomó otro medio. El ayuda de cámara que dio cuenta de la batalla a la Convención, atribuyó el mayor mérito al centro, al que se creyó lugar del esfuerzo decisivo del combate. Las gentes de Mons opinaban, no obstante, de otra manera. Cuando nuestras tropas entraron en la ciudad, la sociedad Amigos de la Constitución de Mons ofreció una corona al general y otra a Dampierre, el que al frente de nuestros voluntarios había tomado terribles posiciones cuando aún el enemigo no estaba quebrantado. Allí había estado, en efecto, el heroísmo más grande, pues heroico era hasta sostenerse en medio de aquel fuego terrible. El campo de esta victoria lo visitamos, llenos de emoción y de respeto, el mes de agosto del año 1849. Vimos llenos de tristeza que allí no hay un monumento que la conmemore, ni una tumba para los muertos, ni una piedra, ni un símbolo. Francia, que cerca de allí restauraba la tumba del tirano de los Países Bajos, Carlos el Temerario, no tuvo un recuerdo para los héroes de la libertad. Los belgas, que por nosotros fueron libertados, pudieron reabrir el Escaut, el mar, el futuro y que pudieron así comenzar la guerra de Inglaterra, no han tenido un recuerdo para los muertos de Jemmapes. ¿Es que el hecho tuvo poca importancia? Ha habido, es cierto, batallas más grandes, más sangrientas y más calculadas, pero ninguna tan grande como fenómeno moral. Ésta, en el torrente de nuestras victorias, no puede confundirse, es la que engendró a las otras: es la que puso el triunfo en el corazón de nuestros soldados. Fue, por decirlo así, el Juicio de Dios a la Revolución el que les aseguró la justicia de su causa. Fue la victoria del pueblo y no del ejército. Hubo una armada después de la batalla, no antes. Gran revolución. La infantería francesa tomó posesión de los campos de batalla y la alemana se eclipsó. Lo que la batalla de Rocroi fue para los españoles, fue la de Jemmapes para los austriacos. Cada vez que la infantería se apodera de un territorio significa una revolución política más que una revolución militar, una nueva fase de la vida del pueblo. Tuvieron lugar allí acontecimientos demasiado importantes como para que no los conmemore un monumento. Nada de monumentos y así está bien. Basta el lugar para contar y narrar. El solemne anfiteatro, con su ruda cuesta, siempre estará allí para recordar el esfuerzo titánico de Francia. Un signo material simbolizaría mal una victoria que se debió toda al espíritu. El espíritu y la fe ganaron la batalla. Todo lo demás estaba contra nosotros. “En esta época, dice el general republicano con noble orgullo, no era necesario entusiasmar al soldado para llevarle al combate, pues él estaba embriagado de entusiasmo y espíritu guerrero”. En el momento supremo, aquella gente se sentía arrastrada por la embriaguez de los cantos. La Marsellesa ganó la batalla; el Ça ira venció las dudas. Cuando a las dos de la tarde los vencedores de Jemmapes se sentaron sobre un montón de muertos a comer el pan que tan ganado tenían, extendieron la vista por la llanura de Mons y entonces fue cuando del corazón de Francia brotó una frase de esperanza heroica. Esta frase fue un cántico que bastó para veinticinco años de batallas: “La victoria cantando nos abre la barrera”. Una nueva edad se abre por este cántico, que es un sonido de clarín. Partió del ejércitoã y el pueblo le dio eco. Y sin embargo, ¡cuántas cosas han cambiado! ¿Ha llegado la hora de que se cumplan ciertos destinos? Dios lo sabe. “Del norte al Mediodía la trompeta guerrera Da la señal del combate”. 1792).
Inglaterra se une a la coalición.—Alegría de las poblaciones marítimas
de los Países Bajos. —Terror de Inglaterra.—Inglaterra trabaja contra nosotros.—La verdadera y la falsa Bélgica. —Francia anatematizada por los mismos a quienes liberta.—Doblez de Dumouriez.—Se encarga de proteger al clero belga.—Los belgas rehúsan la libertad en nombre de la libertad —¿Serán unidos a Francia los Paises Bajos?— Cambon contra Dumouriez.—Dictadura financiera de Cambon.—Fe financiera de Inglaterra y Francia.
La batalla de Jemmapes fue ganada el 6 de noviembre y el 25
entraba Inglaterra en la coalición contra Francia. Lo que había rehusado a Prusia en septiembre, lo ofreció en noviembre y envió un emisario a Viena a solicitar que se le admitiese en la coalición y Prusia enviase un cuerpo de ejército para proteger Holanda. Inglaterra no había visto ni previsto nada, para que se vea cómo la gran maestra en fuerzas materiales no sabía nada de movimientos del espíritu. No había adivinado lo que iba a hacer la Revolución. Creyó que nuestro ejército huiría al primer tiro. Pitt temía, pero ¿qué temía? Que Prusia absorbiera a Francia. He aquí lo que los Pitt y los Greenville habían entendido de la Revolución. Este colosal acontecimiento, el triunfo de estas ideas y el de la bandera tricolor, no lo vieron hasta que se les puso materialmente delante de los ojos. Los políticos miopes no vieron nada hasta que esta gran nación, que se creía amada por la vieja Inglaterra, le pegó duramente. Fue un pánico terrible el que se extendió por la gran Inglaterra. ¡Francia inundando a Europa! ¡Francia en el Rin, en los Alpes, en los Países Bajos! Más aún: en Ostende, en Amberes amenazando a Inglaterra. Atreviéndose con mi Escaut, con mi Holanda. ¡Cielo santo, iba a entrar en Londres! Toda la costa de Bélgica, tiranizada durante tantos años, saludó con entusiasmo la llegada de los franceses, no tanto por traerles la libertad como por abrirles el camino al mar. Un oficial americano al servicio de Francia (Moultson) que entró en Ostende y vio tal delirio de alegría, creyó que estaban locos. Era precisamente lo contrario. Los que estuvieron locos fueron los reyes y los gobiernos que por saciar la ambición de Inglaterra cometieron un crimen de esa naturaleza cerrando el Escaut, que fue sacar los ojos de Europa para que no viera el despotismo de Londres. Los miedos de Inglaterra tienen un carácter eminentemente cómico. Por lo mismo que es un pueblo protegido por el mar, tiene como una obsesión con las invasiones. Esta nación naturalmente valiente, pero poco ejercitada en el manejo de las armas, al menor peligro se trastorna por completo. Este espectáculo se dio en 1792. Francia se desbordaba y vencía en todas partes paseando en triunfo la bandera de la libertad sin sospechar que metía tanto miedo a su querida hermana mayor. El miedo en 1805 era más fundado. Entretanto, viendo el mar oculto bajo las flotas inglesas, viendo por todas partes Nelsons y Collingwoods ir, venir, sudar, cubrir la temblorosa Inglaterra con sus buques y con sus cuerpos, parece que verdaderamente habría podido tranquilizarse. Otro pánico, pero esta vez por un peligro interior, se vio en 1842, cuando la petición constitucional de tres millones de firmas se llevó al Parlamento y la propiedad creyó vivir sus últimos momentos. Nunca los corderos, en un día de tormenta, se han apretado tanto, hasta llegar a asfixiarse los unos a los otros. Quien quiera que sea el pastor, llamese Pitt o Robert Peel, demuestra ser muy fuerte en esos días de espanto. El miedo inocente de Inglaterra le hace exagerar los elogios y entusiasmos por todos los que considera libertadores. Les entrega el poder, todo el dinero, todos los medios de acción. Y cuando han concentrado en este individuo esta enorme y monstruosa concentración de fuerzas, entonces se sorprenden, se admiran de su obra, se entusiasman del dios que han creado, de este Mesías, de este Salvador. Y el salvador, a menudo no es más que un secretario. Esto sucedió con Pitt, el rabioso secretario, hombre animado por dos grandes pasiones: el miedo y el odio, con los cuales anduvo pronto el camino de la gloria. La apertura del Parlamento fue algo grande. Allí ya no hubo wighs ni torys, sino un solo rebaño tembloroso que rodeaba a Pitt. No era una conversión razonada de ideas políticas, no era una adhesión ciega inconsciente, la aplicación del consejo del famoso jansenista: “¡Embruteceos!”. Todos entonaban el mea culpa por no haber creído jamás en la libertad, haber tenido sueños de reformas parlamentarias, y gemían y se daban golpes en el pecho. Fox, que tenía menos miedo y estaba menos convertido, les preguntó que por qué no temían el crecimiento de los reyes que llegaban hasta a repartirse Polonia y temían el de la libertad. Les suplicó que antes de empezar una guerra terrible que nadie sabía dónde iría a parar, se enviara un embajador a París a ver si efectivamente los agravios hechos a Inglaterra eran tales que no podían lavarse más que con el exterminio de una de las dos naciones. No se podía lograr nada con gentes que veían el infierno al otro lado del canal, el infierno jacobino, como se le llamaba, llegándose a temer que de un momento a otro desembarcaría en Inglaterra con todos sus diablos y fantasmas. Temblaban también viendo que en Londres se establecían clubs al estilo de París. Veían extenderse la epidemia y con mucho gusto se habrían hecho aplicar exorcismos, como más tarde se los aplicó Suwarow a los prisioneros jacobinos. Una palabra sobre todo había hecho que todos aquellos hombres arrojaran la máscara liberal y se mostraran tal cual eran, es decir, aristócratas, la palabra de Grégoire, como presidente de la Convención, contestando a las felicitaciones de una sociedad inglesa: “Amigos republicanos: la monarquía muere sobre los escombros del feudalismo. Un fuego devorador va a hacerla desaparecer, y este fuego es la Declaración de los Derechos del Hombre”. Esta frase, “los Derechos del Hombre”, era la desaparición de la vieja Inglaterra con sus fanatismos, sus novelas de Blackstone, su vieja máscara. Esa vieja Inglaterra mostraba su verdadera cara ante Europa: la aristocracia. Un solo hombre, Sieyès, comprendió esto y lo dijo en 89: no hay ningún parecido entre Francia e Inglaterra. No se puede esperar nada de ella. No se tuvieron en cuenta estas palabras de un profundo pensador y Francia hizo a su hermana mayor libre las concesiones más imprudentes. Los periodistas llegaron incluso a querer hacer rey de Francia a un inglés, el duque de York. Otros a un semiinglés, el de Brunswick. La prudente madame de Staël se decía que se inclinaba a esto. El ministerio Staël-Narbonne había enviado un emisario a Pitt, Talleyrand, el cual seguía una negociación en público y otra subterránea revolucionaria. Y al mismo tiempo, para dejar otra puerta abierta, espiaba para Luis XVI. Talleyrand, admitido al lado de Pitt, era el zorro al lado del dogo. Con sus graciosos halagos, no había conseguido nada, ni la alianza defensiva, que pidió en primer lugar, ni la mediación que solicitó (abril de 1792) cuando se declaró la guerra. Inglaterra temía tanto al poder de Rusia como al de Prusia. Por eso al principio guardó neutralidad negando su ayuda a Prusia, como hemos visto, dejándola empantanada en la Champagne, sin echarle una mano (septiembre de 1792). Y cuando Prusia se volvió hacia oriente e invadió Polonia, entonces Inglaterra temblorosa y arrepentida, bajo el golpe de Jemmapes, rogó a Austria y a Prusia que no dejaran sin defensa su querida Holanda, que era ella misma: los puertos de Holanda y el mar de Bélgica son el camino más corto entre Amberes y Londres. Inglaterra, “ese campeón, ese caballero de las libertades del mundo”, como la llamó madame de Staël, defendida por sus flotas y por sus balas de algodón, enviaba al continente donde pensaba combatir la espada y el puñal. La espada fue Alemania, siempre devota del oro inglés, y el puñal fue el viejo catolicismo con sus frailes, sus monjes y sus curas, arma herrumbrada, pero excelente para golpear por detrás. Los ingleses, para librarse de ellos, han hecho varias revoluciones; los colgaban en su tierra y los querían en la nuestra. Las islas inglesas de Jersey y Guernesey, emplazadas como espinas en las bahías francesas, estaban llenas completamente de curas y de frailes, que formaban un concilio y un cuartel general. Los ingleses tenían así en la mano el verdadero centro de la conspiración realista. Allí se daban esperanzas a los bretones de que de un momento a otro iba a partir la escuadra inglesa, que no partía nunca. Bélgica, en el momento mismo en que la libertamos, en el momento en que por ella rompimos con Inglaterra, se hizo un centro de conspiraciones fanáticas contra nosotros, una segunda Vendée, menos guerrera, alegando contra la libertad los derechos de la libertad misma. Hay que distinguir, sin embargo, y no acusar a un pueblo donde Francia tuvo tantos amigos. ¿Quiénes eran los verdaderos belgas? Los que querían la vida de Bélgica, que respirase libremente por el Escaut, por Ostende y por el mar que es la piedra de toque entre la verdadera y la falsa Bélgica. Los que querían mantener al país asfixiado y cautivo no eran hijos del país. ¿Quiénes eran los verdaderos belgas? Los que querían la vida de Bélgica, arrancarla de las holgazanas manos de los monjes y devolvérsela a las manos trabajadoras, artistas, que le dieron y la darán la gloria. ¿Quiénes eran los verdaderos belgas? Los que abjuraban sinceramente, de corazón, del viejo pecado de los Países Bajos, la tiranía de las ciudades, los que querían la libertad también para el campo, los que no hacían de la patria ni una hermandad ni una corporación. Estos eran los que llamaban a Francia. Pero resultaba que precisamente estos, por no formar parte de ninguna corporación, por no estar agrupados en hermandades, eran los más débiles. En los dos extremos del país, en Lieja y en Ostende, eran todo el pueblo; en las provincias marítimas estaban en mayoría, pero en el interior, especialmente en Brabante, formaban una minoría insignificante. Nuestros franceses entraron en Bélgica con la idea de que un pueblo que había hecho ya una revolución contra los austriacos sería partidario de la libertad. Por eso se encontraron sorprendidos al ver que allí se vivía en plena Edad Media, con frailes, con capuchinos, y cosas por el estilo que ya hacía mucho tiempo no se veían por Francia, como las fraternidades bajo sus banderas góticas, las viejas burguesías, ignorantes, limitadas, viendo únicamente sus campanarios, obstinados en sus prejuicios y en sus costumbres, en sus cafetines, su cerveza y su sueño. No había más que una fuerza, y era la de un clero ignorante, grosero, y no obstante muy conspirador. Este clero, dirigido en 1790 por Van Tupen, utilizando hábilmente a un Van der Noot, charlatán de caminos, se levantó contra José II, que quería suprimir los frailes en los Países Bajos, como los había suprimido en su casa. José II se mostró mejor belga que todos sus predecesores haciendo esfuerzos para abrir el Escaut. Toda Europa se revolvió contra él. Pero él se fue entonces de Amberes a Ostende, de la que intentaba hacer un gran puerto. Las provincias del interior Bruselas, Malines y Brabante, no veían aquello con buenos ojos. Los proyectos de centralización no les agradaban, pues habían vivido divididos y divididos querían seguir. Entonces siguieron a los curas, que tuvieron la habilidad de escribir la palabra libertad en las banderas del privilegio. Pero cuando la libertad entró con el ejército francés, cambiaron de sistema. El primero de sus periodistas, el jesuita Feller, uno de los héroes de su revolución, desmintiendo de golpe sus mentiras, enseñó, imprimió, refiriéndose al juramento que pedía Francia: “Antes mil muertes que prestar ese juramento execrable, ¡igualdad!, reprobado por Dios y contrario a la autoridad legítima que él ha establecido. ¡Libertad!, es decir, ¡licencia, libertinaje, un monstruo de desorden! ¡Soberanía del pueblo! ¡Palabra seductora inventada por el demonio!”. Este credo de los jesuitas fue aceptado por los curas, por todas las mujeres y por muchos hombres, y muy bien recibido en Bruselas y alrededores hasta el punto de que, firmada por treinta mil personas, se envió a la Convención una solicitud pidiendo la conservación de los privilegios. La solicitud podía reducirse a esta frase: “Nosotros hemos vivido siempre en la desigualdad y queremos seguir en ella”. Las elecciones fueron en esta dirección. Las representaciones provisionales de Bruselas, en vista de tales cosas, desesperaron de la salvación del país. “Pobres de vosotros, decían a los belgas; pobres de vosotros, que os habéis dejado engañar. Los gritos de vuestros nietos maldecirán un día la memoria de los que os traicionaron”. Lo que más había animado al partido retrógrado era la conducta equívoca de Dumouriez, dudosa entonces, hoy tras su confesión, claramente pérfida. Este jefe del ejército, admirador de la fe y del entusiasmo, pretendía corromperlo y hacer de él un instrumento de engaño. Lo condujo a Bélgica; creó a la carrera otro ejército belga y lo mezcló con él para centralizar el espíritu republicano. ¿Qué haría después? Ni él mismo lo sabía. ¿Dirigiría este ejército contra Francia y contra la Revolución, que lo habían puesto en sus manos? ¿Lo emplearía en crear para su provecho una situación independiente? ¿O bien, en vez de traicionar a Francia traicionaría a la misma Bélgica, entregándola a los austriacos como precio de la paz? Lo único cierto por entonces era que Dumouriez era un traidor. Él había enviado delante a dos agentes, uno revolucionario y otro retrógrado. El primero, el célebre ladrador Saint-Huruge, el marqués mozo de cuerda, que había brillado el 20 de junio, tenía que gustar a un pueblo acostumbrado a los ladridos de Van der Noot. El segundo tenía la misión de hablar con el austriaco Metternich y decirle que el ejército francés no conquistaba sino para negociar, no tomaba más que para devolver, y por lo tanto, que dejara una persona en Bruselas con quien tratar. Llegó a Bruselas y le ofrecieron las llaves de la ciudad. “Guardadlas vosotros; que no tengáis que soportar más extranjeros en vuestra ciudad<”, dijo. De esta manera la cuestión de saber si aquel país heterogéneo, que nunca pudo unirse para defenderse, podía formar un pueblo, subsistir por sí mismo, el general francés la resolvía contra su patria. Sin embargo, la cuestión estaba clara y se ha resuelto por la experiencia. Si este país no es Francia, es la puerta de Francia y el camino por donde pueden avanzar los ejércitos de sus enemigos53. Los belgas comprendieron enseguida que aquel ambicioso, sin ningún arraigo en el país, buscaba en ellos un apoyo que le hacía falta para sus planes. Para empezar, para sobrevivir, en vez de pedir ayudas y víveres en reconocimiento del país libertado, se dirigió a los capitalistas belgas, a los suministradores belgas, y pidió un préstamo al clero. Por este empréstito hizo imposible de un modo maquiavélico la causa de la Revolución. Esta no podía ganarse la voluntad del pueblo más que suprimiendo los impuestos. Esto no podía hacerse más que vendiendo los bienes eclesiásticos. Tratar con el clero era reconocerle y garantizarle como propietario; era prometerle implícitamente que no habría abusos, era cortar de antemano la raíz de la Revolución en el momento en que se implantaba. Así lo que pasó fue que Dumouriez no ganó la confianza de Bélgica y perdió la de Francia. Él rogó a Bélgica que se hiciera un pueblo, pero aquel monstruo de cien cabezas no entendió lo que se decía. Cada cabeza entendió de modo diferente. El monstruo siguió y quiso seguir siendo monstruo. Dumouriez les rogó que formaran un ejército nacional para equilibrar el nuestro, pero cada ciudad tuvo el suyo y no hubo ejército. Necesitaban también para tener cierta unidad, una organización judicial análoga, armónica. Cada pueblo conservó sus tribunales, sin relaciones ni jerarquía. Dumouriez les metía prisa para que reunieran una Convención belga enfrente de la francesa. Bruselas, a la espera, y en los casos de urgencia, ofrecía las decisiones de sus representantes como si fueran las del país. Todas las ciudades estuvieron en contra de Bruselas. Se dio por centro de reunión Alost y las elecciones comenzaron, pero fueron detestables y retrógradas. El primer uso que se hizo de la libertad reconquistada fue para matar la misma libertad. No hay ejemplo en la historia de ceguedad semejante. Este pueblo, al que Francia ofrecía el medio de librarse de tributos para las clases pobres, quiso permanecer pobre para que fuera riquísimo el clero, seguir delgado para engordar a sus curas. Votó contra la libertad y el pan que Francia le ofrecía. La fanática población, que en octubre rezaba a Santa Gúdula y hacía de rodillas el camino del Santo Sacramento pidiendo “la desaparición de la casa de Austria”, a partir del fin de noviembre rezaba contra Francia, aullaba en torno a los clubs y amenazaba de muerte a los patriotas belgas. Dumouriez se esforzó por hacerle ver su interés, pero el 27 hubo ya una sublevación contra él. Se sentía que dudaría en emplear la fuerza. Intentó hacer unas amonestaciones paternales y fue ignominiosamente abucheado. Los malvados que dirigían este pueblo ciego y que querían volver a someterle al yugo, no cesaban de hablar en sus panfletos de soberanía nacional. “¿El pueblo belga no es soberano, un soberano libre e independiente?”. Reclamaban para él la libertad del suicidio. ¿El pueblo? Pero ¿en qué conocer que aquello era un pueblo si más bien presentaba el aspecto de una reunión de villas y aldeas sin unión alguna ni orden ni concierto? La traición del general francés habría sido una ocasión única, inesperada para que se unieran. Los antiguos odios, el sentimiento de aislamiento, que eran tan fuertes en 1792 como lo fueron en el siglo XV y XVI, los conducían bajo el poder austriaco, como les habían puesto en aquel entonces bajo el poder de la casa de Borgoña y luego bajo el de los españoles. ¿Cómo llevaba todo esto Francia? ¿Tenía impacienciapor aprovecharse de esta impotencia radical de Bélgica? Nada hay más curioso de observar. Nada honra más a Francia, a la memoria de nuestros padres, que su desinterés, su fidelidad a los principios, la inocencia, la pureza admirable de la Revolución. Sigamos con cuidado la conducta de nuestros hombres de Estado, sus escrúpulos; es evidente que en ellos no había nada sistemático ni premeditado. En el primer momento se ensancha su corazón. Ven desbordarse a Francia por Europa y se embriagan con su grandeza. En el momento de Jemmapes y de la entrega voluntaria de Saboya, Brissot escribía a Dumouriez estas palabras llenas de emoción: “¡Ah, mi querido general! ¿Qué son los proyectos de Richelieu y los de Alberoni comparados con este levantamiento del mundo entero que nosotros estamos llamados a hacer? No nos ocupemos de la alianza con Inglaterra o con Prusia: Novus rerum nascitur ordo. Que nada nos detenga< Ese fantasma del iluminismo (Prusia) no será para vosotros el Sta, sol< La Revolución de Holanda no será frenada. Aquí se expande una opinión: «La República no debe tener más límite que el Rin»“. Esta opinión no era, sin embargo, general. El primer movimiento fue de alegría desinteresada. E incluso más tarde, muchos girondinos, ya por miedo a alarmar a Europa, ya por respeto al principio de la soberanía de los pueblos, apoyaron las quejas de los belgas, las de Dumouriez, sosteniendo así aquel fantasma de pueblo, peligroso instrumento de la coalición y de la tiranía con máscara de libertad. Dos hombres no se equivocaron entonces y mostraron en este asunto una sobresaliente firmeza de carácter y de sentido común; contra la opinión de sus amigos, trabajaron por la reunión de Bélgica. Danton, identificado hasta allí con Dumouriez, se separó de él, fue a Bélgica, procuró inocularle la idea de la anexión y trabajó por ella a pesar del general. Cambon, que parecía inclinarse por los girondinos, desautorizó a Dumouriez, deshizo sus empréstitos y destrozó sus peligrosos proyectos. Dumouriez, como el cardenal de Retz, había aprendido en la vida de César que no hay nada mejor en política que deber mucho y tener así muchos acreedores interesados en la fortuna del gobierno. Él había aplicado rigurosamente este sistema, haciendo sus acreedores no solamente a los grandes banqueros del país, sino al gran propietario del país, al clero. Él había obtenido sin garantía de la Convención, solamente con la del nombre de Dumouriez, la enorme cantidad de cien millones de francos. Iúzguese con cuánto interés le apoyarían los que no tenían más esperanza de pago que su confirmación en el poder. Entonces estuvo en condiciones de tratar con Francia de potencia a potencia. Le concedió la limosna de tres millones, pidiéndole que le dejara guardar el resto y respetara a los acreedores, es decir, al clero y a la banca, al feudalismo, a los que abusaban de Bélgica. A pesar de su talento, él no conocía el genio violento de la Revolución y fue a estrellarse contra él. No conocía el misterio moral y financiero. Cuando Dumouriez se fue a Bélgica pronunció una palabra que seducía a la gran empresa Cambon y a todo espíritu sinceramente revolucionario: “Yo me encargo de dar valor a vuestro papel”. Esta palabra tenía un día importancia, porque la Revolución, además de serlo en las ideas, lo era en los intereses, en la propiedad. La Revolución tenía un papel en que estaba su crédito, el pagaré. Un signo que no era nada vano en aquella época, ya que se podía cambiar al momento aquel papel por bienes bien sólidos, que vendía la nación. Todo el que tomaba un pagaré hacía tácitamente profesión de fe y decía: “Creo en la Revolución”. Y el que compraba bienes nacionales, decía en cierto modo: “La creo duradera, eterna”. La antigua religión de la tierra, la devoción que el aldeano de Francia, el hombre del pueblo, tenía a la Revolución, se convertía en la fe revolucionaria. El pagaré era la hostia. El centro de esta religión estaba precisamente frente a la plaza Vendôme, en el antiguo jardín de los capuchinos, en el mismo edificio donde hoy se encuentra el Timbre, en la calle de la Paix. Dos cañones cargados con metralla colocados en la puerta daban idea a los que pasaban por allí del misterio que se verificaba dentro. Una gran caja de hierro imposible de abrir para los profanos encerraba el tesoro, el relicario y las reliquias; me refiero en primer lugar a la sacrosanta Constitución, los borradores de las leyes (desde las matrices más venerables de las tablas hasta los pagarés), el maravilloso papel que tenía la virtud de convertirse en dinero. Todo esto era, no dirigido, sino vigilado de cerca, día tras día, por Cambon. Era el inflexible y salvaje pontífice del símbolo nacional. Cambon estaba persuadido de que los pagarés serían dinero; que Francia, a fuerza de pagarés, sería la nación más rica del mundo. Nadie más que él contribuyó a acabar la guerra el 20 de abril de 1792, cuando dijo: “Nosotros tenemos más dinero que todos los reyes de Europa”. ¡Nosotros tenemos! Fe admirable, hubiera estado mejor dicho que lo haríamos. ¡Cosa extraña! Precisamente en aquel momento decía Pitt al parlamento inglés: “Cuanto más se debe, más rico se es”. Y como prueba acumulaba cifras absurdas que no demostraban nada. El parlamento lleno de fe pareció decir como San Agustín: “Credo quin absurdum”. Francia e Inglaterra se lanzan al gran combate por un acto de fe. Cambon, como garantía de sus pagarés, mostraba la tierra. ¿Pero aquella inmensidad de terreno podía ser vendida al momento? Pitt como garantía no mostraba nada. Era el gran movimiento industrial que iban a iniciar dos hombres: Arkwright y Watt. Todo se encontraba hipotecado sobre el futuro y lo invisible, sobre el aire y el vapor. Ellos iban a dar cuerpo a las quimeras de Pitt. Cambon creía fuertemente porque tenía necesidad de creer. Su fe robusta era puesta a prueba a cada momento por los abismos y peligros que se abrían a sus pies. Él los llenaba por un momento, pero los abismos seguían amenazando. Muy difícilmente podía medirse su profundidad. Cuando fue necesario formar un ejército, no sobre el papel, sino de verdad, esto constituyó un nuevo abismo. Hubo que pagar a la multitud enorme de voluntarios que acudían de todas partes. Todos los días se veía que las cajas del erario estaban vacías y todos los días también llegaba a París una turba de gentes que pedían batalla con el enemigo y el pan de la República. Los cajeros del erario, sentados en sus despachos, amenazados, ahogados, gritaban todos y clamaban al gobierno de París. Los clamores de todos venían a retumbar en el mismo sitio. Esta terrible penuria de dinero y abundancia de hombres venía a formar como un ciclón de armas y de batallones. Los antiguos agentes de negocios, aptos para tiempos ordinarios, eran insuficientes para una crisis tan terrible. Permanecían mudos y temblorosos. Los banqueros, banda de aves de rapiña, permanecían alejados esperando el momento del desorden para acercarse y morder. Solamente un hombre tuvo valor en esta situación, Cambon. Presidente del comité de hacienda y su invariable director, se apoderó del caos, lo encauzó e hizo resurgir el orden. Albañil intrépido, tomando de todas partes ruinas y escombros, edificó el Gran libro, el libro mayor. Si se quiere conocer cuál fue la cabeza tan fuerte que sufrió aquel torbellino de cifras en que el debe y el haber libraron tantas batallas, es necesario tener delante el retrato que le hizo David. Este temible personaje, que fue el alma de Colbert durante el terror, no aparece de ninguna manera en sus retratos sombrío y triste como Colbert. Al contrario que el ministro de Luis XIV, que decía: “No se puede ir más allá”, la cara de Cambon parece que exclama: “Ça ira”. De aspecto sano, rudo, salvaje, representando unos treinta años, así era Cambon. El aspecto inteligente, pero franco, de un comerciante de provincia. La tradición severa del Languedoc que enseñó contabilidad a Francia aparece en él. Los abastecedores debían encontrarse mal ante la mirada de aquel hombre, al que era imposible engañar. La fuerza y el vigor de la nueva Francia estaban allí; estaba también la pureza, la probidad de un hombre que podía ser intransigente con los demás porque lo era consigo mismo. Este hombre fue avaro, rapaz, duro, pero en favor de la República. Yo tengo a mi disposición la cuenta exacta de su fortuna antes y después de la Revolución. De ella resulta que entró en el manejo de los negocios teniendo seis mil francos de renta y salió teniendo tres mil. Vuelto a su casa, administró sus bienes con la severidad con que había administrado los de la República. A fuerza de economía y de trabajo, y explotando una alquería de que era dueño, en la que vendía leche, llegó en veinte años a reponer los seis mil francos de renta. Lo que más sorprendió a muchos fue que en 1815, desterrado junto con alguno más a Bruselas, cubrió con su corta renta la manutención de todos. “Yo le he debido cien veces la vida”, decía el duque de Gaëte, pero él salvó a muchos otros que, por el desprecio general, habrían muerto si no hubiera sido por él. En el momento en que nos encontramos, durante 1792, con sus grandes apuros, en que hubo que hacer ventas rápidas, él fue el gran agente de la Revolución. El compró, vendió, administró y llenó aquellos armarios que no se llenaban. Echado hacia delante, como un dogo, manifestaba por sus gruñidos el hambre y la sed del fisco. La Convención de cuando en cuando le echaba para roer un decreto. Durante el terror de 1793, él también fue un objeto de terror. Raras veces se atrevió nadie a atacarle, y nunca impunemente. Él mordió una vez a Brissot y otra a Robespierre. Quien tiene la desgracia de ser mordido, muere. No tiene espera; representa la cosa que todos temen. ¿Cuál? La necesidad. Los 1.500 millones de bienes vendidos en 1791, parecía que no habían hecho otra cosa que aumentar el hambre. En los primeros meses de 1792 se gastaron de un tirón 500 millones; sin embargo, Cambon continuaba teniendo hambre. Entonces insistió en que se vendiera la parte de los bienes eclesiásticos reservados aún, los edificios, las iglesias y conventos inclusive. Proposición audaz. Pronto veremos sus resultados. La dificultad más grande era la de incitar a nuestros asambleístas a la venta de los bienes de los emigrados. La Legislativa había manifestado un verdadero y profundo horror por la confiscación. ¿Podría obrar por sí misma la Convención? En el momento de la invasión de emigrados armados no faltó el golpe que revelaba la presencia de Cambon. Un diputado de la villa de Ardennes se acercó a la barra a lamentar la devastación de sus campos, el saqueo de sus viviendas, sus granjas incendiadas. La Convención decretó un pequeño socorro de 50.000 francos tomados de los bienes de los emigrados. ¿Hay algo más justo que indemnizar a las víctimas de la guerra a expensas de los enemigos? Esto es lo que esperaba Cambon. Por este agujero se introdujo en el arca, procedente de los bienes de los emigrados, riqueza inmensa que se valoraba en cuatro mil millones. El mismo día hizo decretar que, en un plazo de veinticuatro horas, los banqueros, notarios y otros depositarios de fondos de la emigración, declararían qué cantidades tenían en su poder y veinticuatro horas más tarde las ingresarían en la caja de los distritos. Sobre este y otros puntos, encontró Cambon como obstáculos los escrúpulos de una parte de la derecha y del centro. Se ha visto en octubre de 1791 la duda de la Legislativa sobre la cuestión de los bienes de los emigrados. Tomarlos era violar la Constitución, que suprimía la confiscación. Respetarlos, era dejar armado al enemigo, a los mismos que arrojaban sobre Francia los ejércitos extranjeros; era concederles toda la fuerza moral a quienes ya eran poseedores de las grandes fortunas. Muchos emigrados aún tuvieron medios para proveerse de recursos. Los intendentes y hombres de negocios, previendo su regreso, continuaron enviándoles los frutos de bienes que no habían sido secuestrados. Nada se ganó contra la emigración hasta que sus bienes no fueron vendidos, y sobre todo vendidos por parcelas, divididos entre una muchedumbre de adquirentes, quedando los bienes desnaturalizados y desfigurados al pasar por el crisol de la Revolución, agregándose bajo una forma nueva a la vida general. Gran parte de la Gironda (con Condorcet a la cabeza) en ese momento titubeó, retrocedió. Querían la Revolución, pero sin la Revolución. Querían la guerra, pero sin emplear los medios de la guerra. Cambon estaba contra ellos. Por otra parte, Cambon había arrojado contra sí el odio de una buena parte de la Montaña por su inflexibilidad al exigir las cuentas a la Comuna de París. Robespierre lo aborrecía especialmente, pero por otros motivos. Lo aborrecía, como a todo el que tenía alguna autoridad en la Convención, y además por naturaleza. El hombre de palabras y de discursos, incapaz para los negocios, detestaba al hombre que sabía emprenderlos. Robespierre no osaba atacarle, pero indirectamente le minaba el terreno en todos los periódicos. Hacia finales de noviembre no pudo contenerse más. Lanzó contra él una fuerza revolucionaria nueva, temible, al violento SaintIust, que principió así en la Convención. Entre la indecisión de la Gironda, que apenas lo apoyaba, y la malquerencia de una parte importante de la Montaña, Cambon siguió su camino como si nada. Tenía Cambon sus ojos fijos en un tema, que era la cuestión dominante de la Revolución: la venta de los bienes nacionales, por la que distribuyendo la tierra entre todos alcanzaría la Revolución una fuerza poderosa, sólida e irrevocable, y la movilización y circulación de estos bienes bajo la forma de asignados. Para Cambon no había más amigos que los que querían la venta y el asignado. La invasión de Bélgica, país aristocrático y de curas, había revelado en él una esperanza infinita. Cambon amaba el dinero en general, pero mucho más el dinero de los curas. Lo que más odiaba en el mundo era a los curas y frailes. Nada más vivo en el corazón de los franceses que el odio a los haraganes. Todo esto, irritado por una circunstancia personal, separaba aún más a Robespierre y Cambon. Cambon, de Montpellier emigró a Cholet, a la puerta de la Vendée; allí estableció una fábrica que la afrentosa guerra de los curas convirtió en un montón de cenizas. En este punto Cambon pudo estudiar y ver de cerca las intrigas de los curas en los pueblecillos contra las ciudades fabriles y revolucionarias. Cambon les guardó rencor. Bélgica llegaba a punto de pagarle la Vendée. Fue para él una fiesta poderse sentar en espíritu al banquete eclesiástico, comiendo con toda su hambre de los bienes de frailes y canónigos. Cambon aguzó sus dientes. La venta de bienes, circulando en moneda y asignados, arrastró a Bélgica a la causa revolucionaria. Este país ayudó a Francia en la gran lucha por la libertad común mientras se enriquecía, dando valor a los bienes que habían permanecido inertes en las manos del clero. Cuando supo que Dumouriez, por un tratado precipitado con el clero belga, le devolvía sus bienes, fue presa de violento furor. Rechazó los tratados que el audaz general arrojaba sobre el tesoro, hizo romper los contratos con los abastecedores, los mandó arrestar, conduciéndolos a la barra de la Convención, y revolvió iracundo todos los proyectos de Dumouriez. Romper la espada de un general vencedor es una cosa grave en todos los países. Y sin embargo, Cambon lo hacía. La ruptura con Inglaterra hizo más grave la situación de Cambon frente a Dumouriez. ¿Dónde se apoyaría Cambon para evitar los golpes de aquella nación? ¿Sobre qué bancos de la Convención podría sentarse tranquilamente? Los girondinos tardaron, titubearon y no se pusieron de acuerdo. Respecto a Cambon, obraron como hombres ligeros e ingratos, como se verá más adelante. Ayudados por él en un caso decisivo, ni lo sostuvieron en su guerra contra Dumouriez ni contra los ataques de Robespierre y de Saint-Just. Esta fue una de las causas de su caída. Cambon quedó fijado a la izquierda de la Convención. Con él votaron hombres sin interés de partido, amantes de la Revolución embarcada en la importante cuestión de los bienes nacionales o arrastrada en la pesada carreta de los asignados. de 1792)
La Gironda fuerte en octubre.—Pétion obtiene la unanimidad de París
(15 de octubre). —Peligro de la Revolución si se detiene.—En el proceso al rey empujan las violencias.—La Comuna lanza un documento contra la Convención (19 de octubre).—La violencia de la Comuna compromete a la Montaña y a la sociedad de los jacobinos.— Muda irritación de Sieyès y del centro.—La Convención ataca a Danton y a la Comuna.—División del partido girondíno.—Una fracción de la Gironda (la fracción Roland) ataca a Robespierre por Louvet (29 de octubre).—Apología de Robespierre a los jacobinos y a la Convención (5 de noviembre).—Barère la salva insultándola.—La Gironda pierde su influencia en París.—Se abre el proceso al rey (7 de noviembre).—Peligro de este proceso para Francia.
Un hecho precipitó la batalla interior de la Convención y de la
Comuna. La ciudad de París, que la Comuna pretendía poseer, se le declaró contraria de un modo ruidoso. El primer uso libre que pudo hacer de su voluntad fue desmentir por una elección significativa cuanto se había dicho en su nombre. Los violentos, desenmascarados así, viendo con terror su nombre publicado por el resultado de la elección, no encontraron salvación más que en un golpe de audacia: precipitando la Revolución. El acontecimiento que cambió la faz de las cosas fue la elección de Pétion para la alcaldía de París (15 de octubre) tras dejar la presidencia de la Convención. Pétion fue elegido por unanimidad, excepto contadísimos votos. De 15.000 electores obtuvo el voto de 14.000, y de los mil votos restantes los candidatos de la Comuna no obtuvieron, juntos, ni quinientos. París se justificó así ante Francia y ante Europa. Manifestó su horror hacia septiembre y su cariño a la moderación y a la probidad. Si, por lo tanto, la Revolución debía en lo sucesivo apoyarse en la probidad inerte y la moderación impotente, es seguro que combatiría la parálisis que la amenazaba. Pétion, dispuesto perfectamente para ocupar un sillón, lo mismo el de presidente de la Asamblea que el trono del Ayuntamiento, el rey Pétion, como se le llamaba, estaba dotado de la cualidad que se busca especialmente en un rey constitucional: la incapacidad de tratar, de realizar un acto propio. Para las funciones vegetativas que la constitución inglesa exige a su rey o Sieyès a su gran elector, Pétion no tenía precio. Bastaba como símbolo, como bandera, como ficción. Pero el tiempo despiadado proscribía la ficción. Hacían falta realidades, un hombre de acción, de actos rápidos y enérgicos en la terrible crisis que atravesaba Francia. En este sentido, la elección de Pétion (bueno y respetable) era alarmante. Era una declaración de inercia. La gran mayoría, no solamente de gentes acomodadas, sino también del pueblo, se componía de honradas gentes, extremadamente fatigadas ya por la Revolución y que nada querían hacer en lo sucesivo, ni avanzar ni retroceder. Nombrando a Pétion contaron con que se moverían poco. Se equivocaron en su cálculo. Al no avanzar más, se retrocedió rápidamente de Pétion a Bailly, a los hombres del 89, que no habían podido detener la reacción. Ésta nos hizo rodar por su horrorosa pendiente hasta la sima del antiguo régimen, al triunfo de los emigrados, al triunfo de los extranjeros, a las miserias de la invasión. Porque la reacción no retumbó solo en 1788, sino aún más en 1815, un 1815 pero sin la Revolución, sin el imperio, sin la gloria, sin la universalidad de las ideas francesas en Europa, sin el respeto de los vencidos. La Revolución existía, pero faltaba un hombre. Faltaba que a este ser se le viese combatir, moverse, avanzar. Por delante había mil peligrosas aventuras, pero atrás quedaba ya un temible remolino. Retroceder por temor a los daños era un daño mayor, sería la ruina, la caída segura, el abismo. La Revolución, para que viva, debe marchar para sí y fuera de sí con un mismo movimiento. ¿Cuál? Ya lo hemos dicho: la magnanimidad en la justicia. ¿Qué movimiento? Una gran e inmensa dilatación del corazón que ponga a la humanidad en el camino del desinterés heroico, del sacrificio sin límites. Hacía falta que aquellos a quienes la Revolución pedía justicia, a los dichosos que hasta entonces se habían aprovechado de ella y voluntaria o imprudentemente se aprovecharon de los abusos, contestaran: “¿Qué queréis, justicia? No os haremos esperar más tiempo”. Esta es la gloriosa respuesta que dieron muchos patriotas dueños de las primeras fortunas de Francia. Hubo hombres admirables. La mayor parte de los ricos, en 1793, hicieron esfuerzos para descender, ambicionando la legalidad. Había que hacerlo en 1792 para adelantar los anhelos de Revolución. No se trataba de promover ruidos, de cometer groserías, de adular al pueblo, sino de ser más pueblo de corazón que él mismo, de marchar en primera fila delante de él, de suerte que pudiera avanzar: el pueblo encontró grandes corazones. Francia adoptó a Francia, derrochándose con noble abundancia los sentimientos generosos que penetraban en el corazón de todos los hombres. Francia se prodigó magnánimamente. ¡Desgraciada de ella si hubiera pretendido ser justa y libre para ella sola! Los dones de Dios no son tales si se los guarda para sí. Debía Francia conquistar los pueblos con una nueva táctica, como hicieron los franceses en Estrasburgo por los alemanes, como hicieron por una plaza sitiada en la que se morían de hambre: entraron con la espada en la mano y el pan en la punta de la espada. Así la espada de Francia debía ofrecer y dar el pan a toda la tierra. He aquí cómo la Revolución debía avanzar por fuera y por dentro con un movimiento rápido, pero ordenado. Su genio no era contemplativo. Introducirle en la cabeza la inercia de Pétion o la facundia de abogados girondinos, era obligarla a sufrir la enfermedad contraria a su espíritu, o sea la furia de los movimientos desordenados que sobradamente tomó la Montaña por acción real y progreso de la vida. Este refrán profundo de la Edad Media, tan verdadero en moral, lo es asimismo en política: “El corazón del hombre es una muela que da vueltas todo el día: si no ponéis nada a moler, se corre el peligro de que se muela ella misma”. No había que perder un momento entre Valmy y Jemmapes; hacía falta dar a la Revolución algo para moler, según su naturaleza y su verdadero sentido. La rueda se engancha; el progreso tarda. Y entonces la Revolución comienza a molerse a sí misma. Imnediatamente empieza a comer débilmente: la cabeza de un rey, sin detenerse un momento; la muela da vueltas, rechínando los dientes y pulverizando sus propios restos. Esta fatal impulsión le fue dada antes de la batalla de Jemmapes, antes de las grandes leyes revolucionarias de la Convención, que tranquilizaron a los pueblos, garantizándoles para siempre la victoria de la legalidad. Si la Revolución hubiera caminado con pasos firmes en el sagrado camino de esta legalidad, no habría cometido la locura de matar a un hombre que ya no era rey, ni mucho menos el crimen de emplear la Convención para matarse ella misma. La batalla se ganó el día 6 de noviembre y el mismo día tuvo lugar el decreto contra Luis XVI. Si la batalla hubiera sido ganada antes, la opinión pública habría tomado otro rumbo. Si el proceso se hubiera detenido entonces, seguramente no habría tenido tan sangriento resultado. Fue antes de la batalla, y muy probablemente en los primeros días del mes de octubre, cuando las sociedades jacobinas de los departamentos debieron de recibir desde París la orden de la Montaña y de la Comuna: “Somos una minoría; es preciso moverse y provocar miedo: poner a la Gironda en peligro de perderse si se salva al rey o envilecerla si lo condenan contra sus sentimientos ya conocidos< Pidamos la muerte del rey”. La cólera nacional, terrible en junio de 1791, terrible también en agosto de 1792, se extinguía. Sobrevino el olvido. La nación estaba muy lejos de pedir la cabeza de Luis XVI. Un observador excelente, Dumouriez, que se encontraba en París a mediados de octubre, dice que en esta época nada indicaba que el rey estuviese en peligro; hacía falta mucha fuerza para despertar al país de su sueño. Las sociedades de jacobinos se portaron admirablemente; funcionaron con una docilidad y una energía que habría excitado la envidia de las corporaciones sacerdotales y políticas de la Edad Media. De todos modos, su trabajo habría resultado inútil si en el pueblo no se hubieran encontrado elementos predispuestos para la excitación. Por esto, la inquietud extrema que se sufrió en esta gran crisis, en la que Valmy no dio más que una tregua momentánea. La Revolución podía perecer todavía, perecer en beneficio del rey: “Arrebatemos al rey; venguemos por adelantado nuestra suerte para que él no se aproveche”. He aquí lo que se decía al pueblo. Se le encontró bien dispuesto, sufriendo, irritado, a la entrada de este invierno. ¡Un invierno más sin trabajo y sin pan! Era el cuarto desde 1789 y por un progreso natural resultaba más duro, porque los recursos se agotan, los socorros desaparecen, la caridad se enfría; los mismos ricos se creen pobres< “Decidnos: ¿la causa principal de tanto mal, no es el rey?”. Durante la elección del alcalde, hacia el 10 de octubre, un supuesto herido del 10 de agosto, con un brazo en cabestrillo y un emplasto sobre un ojo, pidió que la Convención le hiciera justicia. Un comité se encargó de dictaminar en el asunto del rey. Pétion fue elegido alcalde el 15 de octubre y el 16 se recibió una petición de los jacobinos de Auxerre, no apoyando el proceso del rey, sino sencillamente solicitando su muerte. Esta petición fue apoyada con gran violencia por un hombre profundamente sincero, que estuvo siempre en la vanguardia (como lo demostró en la Vendée), el montañés Bourbotte, que indudablemente no sabía lo que se fraguaba. La comisión encargada del examen de documentos dijo que necesitaba algún tiempo todavía. El 19 nueva maquinación. La Comuna envía una enérgica comunicación a la Convención contra la Convención y contra los reyes que piden una guardia. Así, el partido violento ocultó su derrota electoral con un acto de audacia, comenzando en cierto modo el proceso a una Asamblea soberana, investida por Francia de los poderes más absolutos. Y para perderla se la emplazó, no solamente sobre el terreno de la guardia departamental, sino sobre el terreno más escabroso todavía del asunto del rey. El debate debía versar sobre la cabeza del rey Luis XVI. Los hombres a los que la Convención acusaba de haber derramado sangre, pensaban derramarla otra vez. Ellos mismos hacían responsables a la Asamblea cuando ya casi se había lanzado contra ella la acusación. Continuamente decían: “Quien no mata, traiciona”. Lo que había de enorme en la comunicación de la Comuna sobre la guardia departamental es que, alzando la voz sobre la de la Convención y llamándose el Soberano (el Pueblo), la Comuna disputaba a la Asamblea el derecho a formular leyes. La Convención, investida de poderes ilimitados, había prometido en su generosa modestia someter a la Constitución a la sanción de las Asambleas primarias. Esta generosidad se tornó contra ella misma. Se sostenía que este decreto de seguridad era un decreto constitucional, que debía, como el resto de la Constitución, ser sometido a la sanción del pueblo. La Comuna no reconocía a la Convención el derecho a legislar, ni siquiera provisionalmente, ni simples decretos de urgencia. Siguiendo este principio, hasta la lejana época de una sanción general de la Constitución, Francia habría vivido sin leyes. Si la comunicación no hubiera sido un acto de demencia, habría podido calificarse de un llamamiento a la insurrección contra la nueva Asamblea, nacida apenas de una elección que llegó con todas las fuerzas de Francia. Era un reto lanzado, no por París, sino por algunos centenares de hombres que París, por un voto unánime, acababa de rechazar. Estos hombres, en trece secciones, habían exigido, contra un decreto de la Convención, que se votara en alta voz, sin que por esto fueran menos rechazados. De cuarenta y ocho, en una sola sección se les siguió hasta el fin, decidiendo que si el escrutinio se hacía secreto marcharían en armas contra la Convención. Puede creerse que estas locuras no fueron aconsejadas por la Montaña. Vieron con pena, sin duda, que la imprudente comunicación del 19 de agosto había lanzado contra ellos la ira unánime de la Asamblea. Los jóvenes que llevaban la Comuna (Tallien, Chaumette, Hébert, etc.) arrastraban a la Montaña y a sus jefes por una rápida pendiente que los hubiera anulado en la Convención, sin dejarles más fuerza que el amotinamiento, ni otro campo que la calle, de suerte que Robespierre y Danton se habrían convertido en segundos o subalternos de Hébert y Chaumette. Robespierre se hallaba en una situación crítica. Se le atribuía cuanto se hacía en el municipio y él no osaba negarlo. Los agitadores de la Comuna lo maltrataban diariamente, usándole como bandera. Le conocían muy a fondo y sabían que por conservar esta posición de elevada autoridad moral y de jefe aparente era capaz de cometer las más grandes insensateces. Su loca comunicación del 19, que ni Robespierre ni nadie osó apoyar con una palabra en la Convención, fue enviada, por acuerdo tomado durante la noche en la Comuna, a todos los municipios. La Convención anuló su acuerdo. Entonces obtuvieron el apoyo de Robespierre, no en la Convención, ni en los Jacobinos, donde no se hubiera atrevido, sino en una oscura asamblea de su distrito, en la sección de Picas. Se le conducía así poco a poco. Se quiso obtener de él el elogio de Marat. Lo hizo, sin embargo, pero de modo que pudiera en algún caso desautorizarlo: lo hizo a través de su hermano, Robespierre el joven, en los Jacobinos. Se consiguió más de Chabot. Se consiguió que dijera que septiembre era la obra de París y que perseguir septiembre era abrir un proceso a todo el pueblo parisién. Entonces, cuando estaba abierto el camino, apareció en la tribuna de los jacobinos un cualquiera, que se dijo federado, dispuesto a salir hacia la frontera, el cual dijo sin avergonzarse: “Yo trabajé en el 2 de septiembre, puedo hablar. Estad tranquilos; no hemos degollado más que a conspiradores, a embaucadores de falsos asignados”. Ya se había colmado la medida. Aquello era ya demasiado. Se quería disminuir el horror, y se aumentaba. El desvergonzado fue mal recibido. La sociedad de los jacobinos hacía gala de cierto decoro; el cinismo del septembrino causó estupor. De un golpe penetró en la sociedad. Esta se vio entrar, lo quisiera o no, en el camino de las violencias, en el cual las sociedades de provincias podrían no seguirla. Marsella había ya roto sus relaciones con ella. Burdeos imitó esta conducta y después les siguieron Lorient, Saint-Étierme, Agen, Montauban, Bayona, Perpignan, Riom, Châlons, Valognes, etc., etc., y las que mayor significación tenían, Nantes y Le Mans, nuestras vanguardias republicanas contra la Bretaña y la Vendée. En el seno de la Asamblea existía el mismo desastre. La Montaña, aunque no apoyó la desdichada comunicación de la Comuna, se encontró con que tenía contra ella, no los treinta girondinos, ni los cien de la derecha, sino más de seiscientos miembros, es decir, la Convención. La Asamblea, generalmente inerte, envidiosa de la Gironda, fue muy lentamente para acordar medidas enérgicas. Contaba con muchos miembros de la Constituyente, de la Legislativa, mudos, tan agriados ya que se creían mayores y demasiado viejos para tomar por tutores a abogados de veinticinco años. En el fondo mismo del centro (del vientre, como se decía) se tenía envuelto en sombras de miedo y de silencio al abate Sieyès, como aterido e inerte. Resumía toda la timidez y la envidia sorda de esta parte de la Asamblea. Tras descender de su elevado pedestal de la Constituyente, rechazó la luz y se quedó en tinieblas sobre la tierra. Se le llamaba muy propiamente el topo de la Revolución. Jamás pronunció Sieyès una palabra sin que se le obligara a ello. Detestaba a los girondinos, como a quienes se burlaban de sus sistemas. Sieyès era muy violento. El buen abate, cuando los jóvenes le consultaban sobre qué medios prácticos utilizar, contestaba: “El cañón, la muerte”. Viendo a los girondinos indecisos, los abandonó. En la época a la que nos referimos, Sieyès no desesperaba de la Gironda. Fue a visitar de noche a los Roland. Puede ser que fuera él quien los guiaba, quien les prestó las luces de su odio de sacerdote, de su experiencia, y los hizo marchar más rectamente de lo que ellos hubieran ido. La dirección, aunque débil, fue marcada con precisión para lastimar durante mucho tiempo, separando la cuestión financiera, la responsabilidad pecuniaria y la cuestión del dinero. La Convención entera (excepto algunos miembros obstinados de la Montaña) atacó a la Comuna, decretando que presentara sus cuentas en el término señalado de tres días. Al mismo tiempo atacó a la Montaña ordenando que el poder ejecutivo (esto afectaba a Danton) justificara en el término de veinticuatro horas la forma en que se habían invertido los fondos para los gastos secretos. ¿Había habilidad siquiera al descargar este golpe sobre Danton para hacer descender esta noble figura del republicanismo a las miserias de un deudor vulgar? Ninguna. Danton, comprometido para siempre, inutilizado: ¿a quién había de aprovechar esto sino a Robespierre? La Montaña, la fracción de los violentos, tan naturalmente fuerte en los momentos de violencia, era débil desde el momento en que se dividía, mejor dicho, en que se duplicaba bajo el mandato de dos jefes. Para que resultara fuerte era necesario anular a uno de los dos. Este servicio fue el que los Roland prestaron a sus enemigos. Danton, una vez inutilizado, reducido a la defensiva, no llevaba más la bandera: a su abrigo la conducía Robespierre. El jefe moral de los jacobinos se convirtió en jefe político de la Montaña, de la Comuna, y la Revolución, a partir de entonces fría y terrible, tenía detrás un consejero que no representaba ciertamente los sentimientos magnánimos. Robespierre, dicho propiamente, avanzó a fuerza de no hacer nada. Sus adversarios o sus rivales se inmolaban los unos a los otros, trabajando por él y ensalzándolo continuamente. Por él, en 1791, los Lameth mataron a Mirabeau; los girondinos, ayudados por el centro, comenzaron a destrozar a Danton. Los girondinos, por lo mismo, no estaban conformes con la táctica que se seguía contra Danton y Robespierre. Su hombre de genio, Vergniaud, quería que se respetara el genio de la Montaña, que amenazaba a Danton. Brissot, tan ardiente como fuera en atacar moralmente a Robespierre, no se mostró conforme en atacarlo jurídicamente en un proceso en regla en que se le envolvió. Rabaut de Saint-Étienne, el ilustre pastor protestante (el hijo del mártir de las Cévennes), iniciado a la vida política por la larga tradición de los partidos, no quería que se atacara a ningún enemigo si no se tenía la seguridad de perderlo. Brissot y Rabaut en sus periódicos desautorizaban claramente los ataques que los Roland hicieron, a pesar suyo, sin duda y sin consultarles. Madame Roland llegó en su odio contra Danton y Robespierre a un grado tal de irritación, que se asombró de poseer un alma tan fuerte. Ella no tenía más vicio que el de la virtud. Yo doy este nombre a la tendencia de las almas austeras, no sólo a condenar a quienes se consideran malos, sino a aborrecerlos; es más, a dividir el mundo en dos partes exactamente, imaginando que todo el mal está en un sitio y todo el bien en otro, a excomulgar sin remedio a todo lo que se separa de la línea recta que ellas se jactan de seguir solamente. Es esto lo que se ha visto en el siglo XVII en el muy puro, muy austero y muy odioso partido jansenista. Es esto lo que se vio en la virtuosa tertulia de la familia Roland. La señora se hizo más áspera, alejada por su sexo de los asambleístas, no pudiendo, según su carácter, entrar en la pelea ni calmar su pasión por el movimiento. Encerrada en su templo, entre sus amigos arrodillados, esta divinidad adorada por ellos como la virtud y la libertad mismas, debió tomar excesiva repugnancia a la prensa. En tal adoración, las injurias parecían blasfemias. Fue aquello como la guerra de los dioses. Había tres: madame Roland era, para cuantos la rodeaban, un objeto de culto. Robespierre tenía sus devotos, sobre todo sus devotas. Danton era adorado extraordinariamente por quienes le adoraban, ávidamente observado, escuchado y seguido; era aquello como una religión de amor y de terror. El entusiasmo público, que no separaba las figuras de Dumouriez y Danton como defensores del territorio, se manifestaba mas débilmente respecto de madame Roland, ya indignada por el calificativo que se lanzó contra ella desde la tribuna. ¡Mucho más se indignó todavía por la fiesta que Iulie Talma dio a Dumouriez y en la que vio a Danton al lado de Vergniaud! Madame Roland deseaba excomulgar a Vergniaud, borrarlo de la lista de los escogidos. Aquel mismo día, o al siguiente, el 14 de octubre, escribió a Bancal, su íntimo amigo, estas agrias y duras palabras: “Decid sin temor a Vergniaud que ha de trabajar mucho para restablecerse en el concepto público, si tiene aún algo de hombre honrado, lo que yo dudo”. En cuanto a Robespierre, lo aborrecía, pero nada más que por natural antipatía. Dos veces intentó tratar con él; dos veces, por interés de la patria (no por otra cosa), quiso adelantársele. Robespierre retrocedía siempre, se alejaba. Ignoraba la influencia que las damas Duplay ejercían sobre él. Robespierre, con un perfecto sentido, que más que otra cosa demostró su superioridad, evitó su paso por los salones, temiendo a la mujer de letras, a la Julie pura y valiente en la que la sociedad reconocía el ideal de Rousseau. Robespierre, imitando al autor de El contrato social, precoz discípulo literario y político, seguía sus ejemplos en la vida privada, con inteligencia, en el verdadero sentido de su papel. Robespierre amó con el pueblo. No se hizo ebanista como el Emilio de Rousseau, pero amó a la hija del carpintero. Así, su vida fue siempre regulada, metódica en la intimidad, y mientras otros difícilmente conciliaban sus sentimientos con los principios políticos y sociales que profesaban, Robespierre predicaba la legalidad no con palabras vanas, sino con el ejemplo. Sobre este importante extremo insistiremos más adelante. Madame Roland había creído, no sin razón, que Robespierre tenía un corazón sensible para las mujeres, que era susceptible a los sentimientos delicados, que la palabra de la mujer virtuosa ejercería mucho poder sobre él. En 1791 le escribió ella con muchas reservas. El estilo correcto y fino. Nueva carta en agosto de 1792; esperaba madame Roland que él fuese digno de ella. La carta fue muy severa. Quería arrancarlo de la fatal Comuna. En efecto, no hubo respuesta alguna. Desde entonces le declaró la guerra. Se ha visto su débil apología el 25 de septiembre. Después Robespierre vivió tranquilo y no pensó en elevarse jamás. En octubre el imprudente ataque de los Roland lo elevó en cierto modo sobre su pedestal. Ya no descendió. Los papeles se distribuyeron convenientemente. Se fijó la fecha para el 29 de octubre. Roland debía atacar inmediatamente a la Comuna en general. Después, un amigo de los Roland, joven lleno de anhelos y entusiasmo, debía atacar a Robespierre, batirse cuerpo a cuerpo. Roland, en un hermoso trabajo, trazó un cuadro patético de la anarquía que reinaba en París. Señaló los abusos de autoridad que cometía la Comuna. Aesta atribuyó todos los desórdenes de la situación. El hombre más autorizado de la Comuna era Robespierre. Roland no lo nombraba, pero sobre él iba todo el plomo de esta violenta acusación. Robespierre quiso hablar, pero la Asamblea, demasiado emocionada, se obstinó en no escucharlo. Entonces subió a la tribuna un hombre pequeño, delicado, rubio, bastante calvo, de ojos azules y dulce voz. Louvet (el famoso novelista), aunque con este exterior femenino, no era menos ardiente, fogoso. Lo había demostrado en la sección de los Lombardos, al frente de los cuales se puso, demostrando extraordinaria energía en días terribles. Hijo de un sombrerero, dependiente de una librería, tenía en su figura de joven hermoso algo que revelaba fáciles triunfos de libertinaje con las mujeres que estaban de moda. Su novela Faublas, sacada enteramente del querubín de Fígaro, no era otra cosa que la historia del mismo Louvet, una confidencia hecha al público de sus aventuras. Sea lo que fuere, Louvet se elevó por el amor, un amor puro y exaltado. Olvidó a Faublas cerca de su Lodoïska; sintió la necesidad de ser un hombre, un ciudadano. Se entregó de nuevo a las manos puras y severas de madame Roland, que le hacía escribir el periódico El Centinela para su marido. A pesar de su metamorfosis, el ardiente y brillante escritor no fue ni menos ligero ni menos novelesco. Nada más alejado de la gravedad. Si realmente se hubiera vuelto grave y serio, nadie lo habría creído. Su voz, su tono, repugnaban. Su joven rostro era de los que no envejecen nunca. Se le conocía demasiado bien. La fatal celebridad de su novela le perseguía hasta en la tribuna. Parecía que le estaba prohibido hablar en serio. Cuando él aparecía, se oía un murmullo o una sonrisa y sus mismos amigos decían: “¡Es Faublas!”. He aquí el hombre a quien los Roland cometieron la imprudencia de encargar el papel de acusador de Robespierre. Frente al pálido rostro de éste, que respiraba austeridad, ¿se apoyaba al rubio Louvet, el novelista, el hablador, el hombre de palabras ligeras? ¿Hombre? ¿Lo era realmente? Parecía una niña. E indudablemente un tipo así debía pertenecer al sexo femenino. En efecto, Louvet pertenecía a los Roland. Roma, cuya historia tanto madame Roland como sus amigos habían estudiado profundamente, debió enseñarle la importancia de la acusación como acto público. Los romanos sabían perfectamente que en estas cosas el efecto decisivo dependía menos de la elocuencia que del carácter, de la autoridad del acusador. Era necesario que antes de hablar, cuando se presentaba a los jueces, con su conocida gravedad apareciendo en toda su persona, abatiera ya al enemigo con sus miradas severas y silenciosas, sufriendo más que otro insoportable martirio, el de la austera acusación de Catón. ¡Y aquí no era Catón el que acusaba! ¡Era Louvet! El nombre no suplía sin embargo a las personas. Louvet estuvo violento, vivo, elocuente, vago siempre. Le acusó de amañar un gran complot y añadió que las pruebas estaban en poder de los comités; él no las aportó. Todo lo que dijo en claro era lo que se sabía desde hacía mucho tiempo, esto es, que el día 2 de septiembre, cuando las palabras no eran ya palabras, sino hechos terribles, cuando una palabra era peor que un puñetazo, Robespierre en el seno de la Comuna designó a sus enemigos, y por lo tanto los apuñaló con su palabra. Que los hubiera nombrado o vagamente designado, esta es la cuestión. El acta de la Comuna (que tenemos a la vista) es muy breve en esto, como en todo, y da cuenta del discurso en tres líneas. La Convención no pudo, pues, encontrar más luz que nosotros hoy. A juzgar por todo lo que sabemos de Robespierre y de las vagas calumnias amontonadas contra él, es probable que no lo nombrara, y entonces su discurso no sería otra cosa que lo que se ha dicho cien veces: “Existe un gran complot, se debe librar a Francia”, etc., etc. Solamente que estas habladurías en días ordinarios nada significan, pero en un día como aquel pudieron tener una terrible importancia. Louvet no enseñó nada a la Convención, no dio más que alegaciones. No recogió más que aplausos. Ni un solo hombre importante de la Gironda se levantó para apoyarlo. Si Brissot y Rabaut Saint-Étierme estuvieron en la Convención, tal y como se leía al día siguiente en los periódicos, su frialdad fue muy grande y la Convención pudo examinar la discordia interior del partido, las mudas desavenencias, observando en el discurso de Louvet las imprudencias de sus graves consejeros. La Comuna, convencida definitivamente, viendo que la Gironda, el lado derecho, no hacía nada y la Convención tampoco, no se contuvo más. Sus insolentes agitadores, los Hébert, los Chaumette, creyeron poder tratar a la Convención como los niños tratan a un viejo chocho, como un Cassandre imbécil, le molestaron, le importunaron, hasta que el buen hombre largó el brazo y les dio con el bastón. El día 19 le dirigieron una comunicación llena de ultrajes, enviándola al correo para todos los departamentos. Roland la detuvo y la denunció a la Convención. Ésta, al fin, pareció reanimarse al sentir la mordedura. Comenzó a oler a piel quemada cuando el hierro casi le tocaba el hueso. Si en aquel momento la Gironda hubiera propuesto la disolución de la Comuna, se habría hecho. Barbaroux la salvó, si bien pasando los límites pidió demasiado contra ella. Quería no solamente que se llamara a París a los federados, sino que la Convención se constituyera en tribunal de justicia, que se declarara que una población donde fuese deshonrada la representación nacional, perdería el derecho a poseer cuerpo legislativo. Demanda insensata que parecía hacer la guerra a París en el momento mismo en que esta capital, con su voto unánime a favor de Pétion, se mostraba contraria a la Comuna y favorable a la Asamblea. En la Comuna mismo era preciso distinguir. Atacar indistintamente la Comuna del 10 de agosto, era apagar las voces de los realistas; una Asamblea republicana, debía, en la Comuna, respetar el 10 de agosto, que era la República; aislar, separar a los agitadores. Cambon lo propuso en vano: “Haced que os presenten los registros, dijo con buen sentido, y sabréis si el delito lo comete el cuerpo entero o alguno de sus individuos”. La Convención, pudiendo tener hechos, estimaba más las palabras. Envió a diez miembros a la Comuna para preguntar lo que verdaderamente había ordenado aquella. Los agitadores, ante tan suaves procedimientos, mintieron cuanto les vino en gana. Chaumette, con hipócrita humildad, clamó contra los anarquistas (es decir, contra él mismo), apoyando sus palabras con ayes y gemidos: “¡Ah, es muy cierto, no faltan prevaricadores en la Comuna; a los hombres puros los colocarán bajo el hacha de la ley! ¡Ah, no confundáis a los inocentes con los culpables! Si separáis la confianza que en nosotros tienen los ciudadanos, ¿cómo queréis que descubramos a los provocadores del asesinato?”, etc., etc. Hay suficiente para vomitar. Los mismos girondinos pidieron el orden del día. Los días siguientes ofrecieron una serie de enmiendas respetuosas. Tallien enseñó un dibujo en el que aparecía él, llorando sobre septiembre, diciendo que “él no había tomado parte más que para salvar a algunos individuos”. Robespierre debía comparecer en la tribuna de la Convención para justificarse el día 5 de noviembre. Se preparó para esta sesión un discurso muy estudiado “sobre el poder de la calumnia”, que debía a los jacobinos. La historia de la calumnia, trazada por un maestro en este género, se reanuda al principio de la Revolución, redactada hábilmente, de modo que Brissot y la Gironda son los continuadores del abate Maury; todo tendía a la calumniosa acusación de desear la destrucción de París. Todo se basaba en la envidia y la concupiscencia; mostraba a los girondinos dando todos los cargos a los suyos, excluyendo a los jacobinos. Él, Robespierre, estaba solo, sin partido, sin influencia, sin cargo alguno ni dinero. Y después de esto aún osaban acusarle de dictador. “¡Desgraciados los patriotas que no tengan apoyo! ¡Serán exterminados!”. Júzguese el efecto de estas palabras, de estos lamentos en tribunas atestadas de mujeres. ¡Qué de sollozos! Llegó, finalmente, el 5 de noviembre y Robespierre pronunció ante la Convención una humilde y hábil apología. A una acusación vaga como la de Louvet bastaba con una respuesta vaga también. Y Robespierre dio una respuesta precisa sobre un punto. Dijo lo que era cierto: que él celebró una entrevista con Marat y que Marat lo dejó por no descubrir en él ni la audacia ni las miras del hombre de Estado. No elogió septiembre; lo deploró por una razón singular: “Se asegura que ha perecido un inocente< ¡Oh, es demasiado!”. Robespierre en su discurso hizo juegos peligrosos que habrían perdido a un hombre apoyado en menor medida por los jacobinos, este partido maquiavélico que en su fanatismo, como partido de curas, una vez descubierto el engaño en los suyos, los estimaba aún más. Robespierre mintió temerariamente sobre dos puntos que en el mismo instante habrían podido ser refutados con pruebas irrecusables, acusándole de mentir. 1.° Dijo que nunca tuvo la menor relación con el comité de vigilancia de la Comuna. Es cierto que no había ido a la Comuna, pero su miembro más importante, el que introdujo Marat el 2 de septiembre, Panis, no se despegaba de Robespierre. Además, cien testigos veían a Panis todas las mañanas recibir órdenes de Robespierre en la casa Duplay, en la calle de Saint-Honoré. 2.° La segunda mentira, más desvergonzada que la primera y que podía ser refutada enseguida por prueba escrita y auténtica por el libro de actas de la Comuna (que tenemos ante nuestros ojos), fue la siguiente: “Se ha insinuado que comprometí la seguridad de varios diputados denunciándolos a la Comuna durante las ejecuciones. He de responder a esta infamia manifestando que dejé de ir a la Comuna antes de las ejecuciones”. El acta hace constar que los días 1 y 2 de septiembre, durante las ejecuciones, Robespierre estuvo en la Comuna e hizo denuncias. ¿Qué significa la palabra antes y qué importa? No se trata de saber si vino antes (el 31 de agosto, por ejemplo) a la Comuna, sino más bien de saber si la víspera, el 1 de septiembre, el día de los preparativos y si el 2, el día de las ejecuciones, durante las ejecuciones, fue a la Comuna, denunció y con su lengua mató a sus enemigos. Louvet y Barbaroux, que pedían la palabra, querían decir, sin duda: “La Gironda iba a triunfar”, pero la masa de la Convención no lo permitió. Un hombre de agradable espíritu y nacido para ayudar siempre a la fuerza, colocándose a su lado, observó que esta existía en la envidiosa masa de 500 diputados neutros. Salió del centro el bearnés Barère y con la presteza y agilidad propia de los danzadores de su tierra, lanzó a Robespierre un humillante puntapié que le salvó, sin embargo, devolviéndole el aplomoz “No levantéis, dijo, pedestales a los pigmeos; no deis importancia a hombres que la opinión sabrá juzgar y colocar en el sitio que les corresponde. Para acusar a un hombre de dictador hace falta ante todo suponerle carácter, genio, la audacia de los grandes éxitos políticos o militares. Si un gran general, por ejemplo, viniera aquí coronado de laureles, dominando a los legisladores, insultando los derechos del pueblo, atraería, sin duda, la atención de vuestras miradas y caería la ley severa sobre la cabeza de este culpable. Pero que hagáis este honor a quienes en sus coronas cívicas tienen mezcladas las ramas de ciprés, eso es lo que no puedo concebir. Estos hombres han dejado de ser dañinos en una república. No se llega tan fácilmente al poder supremo en un país que debe elevar a la humanidad el primer templo que esta ha tenido en el mundo<”. Barère fue aplaudido por todos; gustó a la Montaña, excepto a Robespierre; al centro y a la derecha los humilló; a la Convención generalmente le dio un pretexto para que continuara sin hacer nada. Sin embargo, reclamaron dos individuos. Barbaroux, a quien no se quería escuchar, y Robespierre, cruelmente mortificado, que no quería marcharse de esa manera. Barère propuso que en el orden del día figurara un nuevo punto en que no resultaban injuriados. La Convención no debía ocuparse de otra cosa más que de los intereses públicos. Robespierre decía que esto era una injuria para la Convención; hizo eliminar estas palabras y votar el orden del día pura y simplemente, lo que produjo el grave efecto de borrar de la opinión el discurso de Barère. Robespierre, que al inicio de la sesión era un acusado sentado en el banquillo, triunfó al fin y se colocó a gran altura. Aunque solo una fracción de la Gironda, el bando Roland, fue quien atacó a Robespierre, el partido se comprometió enteramente. Era evidente que la Gironda no era apoyada por el centro, la gran masa de la Convención. París vio, como la Gironda misma, que si vivía dividida en fracciones no vencería más y con un sano instinto de prudencia comenzó a abandonarla. La Gironda, unida el 15 de octubre con el centro, había obtenido en París la unanimidad para la figura de Pétion. Dividida, quebrantada por sus discordias y por la envidia del centro, vio del 15 al 30 de noviembre cómo se alejaba París de ella y aproximarse, con mucha pena, por muy poco tiempo, sin duda. Durante los varios días que duró la elección del alcalde (Pétion había rechazado la candidatura) el hombre de confianza de Robespierre, Lhuillier, el ex cordelero de la calle Mauconseil, agitó el nombre de Chambon, médico, que a duras penas fue designado. Signo grave para la Gironda. Estaba ya arrastrándose por la pendiente. No podía negarse a la Montaña para seguirla por el escabroso y sangriento camino del proceso del rey. Incluso entonces estaba dividida. Muchos girondinos, tan ardientes y violentos como puros, creían de buena fe que el rey era digno de la muerte; se daban cuenta de la fatalidad que encerraba la situación54, de la debilidad de carácter del rey, esclavo de los curas, víctima de los escrúpulos religiosos. Con esta diversidad de puntos de vista el ataque podría ser muy vivo, pero no franco, manifestándose la discordia interior del partido. El 6 de noviembre, el mismo día de la batalla de Jemmapes, el girondino Valazé hizo el primer informe sobre la acusación al rey, informe declamatorio y vago, y sin embargo violento, en el que, saliéndose ya de los límites de la cuestión, quería enterarse de la pena que había de sufrir el rey, proponiendo que era conveniente otra que no fuera el destronamiento; no se atrevía a decirlo: la muerte. La Montaña, al día siguiente, lanzó también su informe, algo menos vago, más sinceramente violento. El jacobino Mailhe, en nombre del comité de legislación, examinó este asunto: “¿Se le puede juzgar? ¿Y quién lo hará? La Convención”. Redujo a la nada la quimera de la inviolabilidad del rey. La emulación era visible entre los dos partidos. Estaba claro que si este hombre vivía, era como un cuerpo muerto sobre el cual se batían unos y otros, creyendo que cada golpe era una herida para el enemigo. Nada más propio para atraer sobre él el interés público, la piedad. El rey ya no existía. Había perecido el 10 de agosto; quedaba un hombre: la piedad pública no vio otra cosa. El proceso fue seguido tan torpemente, que hizo llorar a los hombres de septiembre; Hébert derramó lágrimas. Cuando el tirano fue conducido a la barra y se vio que era un hombre como los demás, un padre de familia, con aire muy simple, un poco miope, pálido por la cárcel, sintiendo ya la muerte, todos se vieron turbados. Se podía sentir ya el golpe tremendo que los autores de este proceso daban a la República. La triste defensa que los abogados del acusado le dictaron no quitó importancia ni interés al acto. El golpe fue asestado, para el provecho de los realistas, con todas sus consecuencias, las faltas del rey olvidadas, la República aborrecida por el realismo culpable, y este culpable canonizado por el patibulo. Esta verdad, tan limpia y tan clara hoy, no era, sin embargo, desconocida entonces por algunos hombres. Vergniaud la conocía en la Gironda y Danton la veía igualmente clara desde la Montaña. ¿Quién osaría proclamarla antes, advertir a Francia del peligro? Hacía falta para esto sentirse fuerte; para ser fuerte, unirse. Unos y otros eran débiles si continuaban en sus bandos, si no prolongaban la longitud de la sala, el estrecho espacio de la derecha a la izquierda; estrecho, pero de tal manera, que es como las hendiduras del océano glacial, profundas hasta lo infinito. 1792)
Danton perseguido por la Gironda (octubre).—Los tres enemigos de
Danton: Lafayette, Roland, Robespierre; sus acusaciones sin pruebas.—Carácter de Danton; su despreocupación.—Danton no quería otra cosa más que ser Danton.—En qué se diferenciaba de los girondinos y de los jacobinos.—Fue humilde de origen, no acomodado.—No tuvo nada de fariseo.—Los indulgentes: Danton, Desmoulins, Fabre d'Églantine.—Palabra peligrosa de Danton a favor del rey.—Situación embarazosa de Danton.—Su esposa enferma.— Virtudes y fin de madame Danton.—Inquietud de Danton.—Éste no puede quedarse en París.—Su última entrevista con los girondinos (noviembre o diciembre).
Hacía mucho tiempo que la Gironda se aproximaba a Danton.
Era muy tarde ya. El fatal declive del proceso, brusco y precipitado por el furor de unos y el miedo de otros, se veía muy claramente. Los girondinos iban arrastrados. Si había alguna probabilidad todavía, no para el rey, sino para ellos mismos, fue por un rápido acuerdo con una de las dos fuerzas que componían la Montaña. ¿Había algo de inexplicable entre estos y Danton que les impedía aproximarse? Nada se veía. Ni Danton ni nadie había ordenado los hechos de septiembre. La dictadura de Danton, si realmente hubiera debido temerse, no existía ya con la importancia que los gastos de los girondinos aseguraban a Robespierre. Esto es lo que hacian los más sabios de entre ellos. Ni Vergnìaud, ni Condorcet, ni siquiera el mismo Brissot lo ignoraban. Tampoco Clavières, el ministro de hacienda, quien con los ministros de marina y de asuntos exteriores, Monge y Toudu-Lebrun, recibieron las cuentas de Robespierre. Clavières, ex banquero ginebrino, afirmó que las grandes cuestiones de policía política (y más en una crisis como aquella) no se podían tratar como cuentas domésticas de sueldos y menudencias. Danton habría quedado completamente limpio si su principal acusador, Roland, hubiese querido asistir al Consejo y firmar con los demás ministros. Roland se abstuvo. Transcurrió un mes sin que apareciera y después ya no quiso volver más. Danton no quedó nunca completamente purificado ante la opinión. Los Roland y sus amigos se encontraron con que habían neutralizado en él a una de las más grandes fuerzas de la República, la que más le había servido y que aún podía salvarla. Habían destruido para siempre la confianza que podía inspirar y quizás aún más la confianza que tenía en sí mismo. Desde la primera ocasión, el 29 de octubre, en la acusación solemne de Roland contra la Montaña, no encontramos ya en las palabras de Danton la precisión vigorosa que le era peculiar. Se contenta con responder vagamente; camina hacia la frialdad, evita, elude. No recrimina ya a la Gironda como el 25 de septiembre. La única cosa clara y positiva de su discurso es que desautoriza a Marat más elocuentemente de lo que lo había hecho: “Declaro ante la Convención y la nación entera que no estimo a Marat; declaro con franqueza que he estudiado su temperamento; no solamente es volcánico y díscolo, sino también insociable”. En el momento fatal en que vemos debilitarse, palidecer el soberano vigor de una cabeza en cuya poderosa fuerza se apoyó la patria un día, permítasenos examinar en dos palabras si verdaderamente Francia estaba obligada, por la justicia y el honor, a una ingratitud, a renegar de aquel a quien tanto debía. Todas las acusaciones contra la probidad de Danton descansan sobre las alegaciones de tres de sus enemigos. Solamente la primera tiene algo de veracidad. Lafayette afirma que Danton vendió su cargo de abogado al consejo por diez mil libras (cifra muy baja, ciertamente). La corte, sin embargo, le dio cien mil. De aquí la esperanza de la reina, y sobre todo de Madame Elisabeth, de que Danton defendería, si no la corona, al menos la vida de la familia real. La segunda acusación era la de los Roland, relativa a los fondos que Danton había dilapidado en su ministerio. Hemos visto a cada momento las necesidades terribles de la época, que exigían dar, arrojar muchísimo dinero. Estas negociaciones subrepticias que exigía la salvación pública no eran precisamente de las que podían explicarse, poniéndolas en estado de limpieza indudable. En estos momentos de crisis el dinero se escurre, desaparece sin saber cómo. Cada ministro tenía cuatrocientos mil francos para gastos secretos. Sólo Danton empleó los suyos y salvó a la patria. Lo que costó la negociación prusiana, y por otra parte el contra-complot de Bretaña, la traición de los traidores, no se podía saber, pero 400.000 francos parecen muy poca cosa en asuntos semejantes. Los demás ministros ni gastaban ni hacían nada. ¿No eran, pues, estos realmente quienes necesitaban una amnistía? La tercera acusación era la que Robespierre y sus amigos repetían incesantemente. Danton, enviado a Bélgica, se apoderó, para cubrir las necesidades urgentes del ejército, de los objetos de las iglesias y de muchos objetos preciosos. ¿La prueba? Las acusaciones de los propios belgas. Débil prueba, si existía. ¿Quién no conoce el odio y la rabia que se desencadenó contra quienes por entonces querían la unión de Bélgica? ¿Pero esta prueba existe? No, ha existido. ¿Dónde? En un expediente de Lebas, el íntimo amigo de Robespierre, expediente que había sido quemado más tarde por los dantonistas. ¿Pero todo esto, quién lo prueba? Es como un círculo vicioso. La palabra de Robespierre es para apoyar el expediente. ¿Y el expediente? Es la palabra de Robespierre. Es muy extraño aceptar por única prueba contra el honor de un hombre las palabras de sus enemigos. Se dirá que los tres son honrados. Sí, desde luego, pero inspirados por el odio y después crédulos en proporción directa con esta misma pasión. Lo que está fuera de duda era la fuerza incalculable que dan a las acusaciones la perseverancia, la unanimidad con la que innumerables sociedades jacobinas repetían, reproducían la fórmula enviada de París, cantando invariablemente, sin que faltara ni una sola vez el mismo coro. Se vio en el siglo XVII, sobre todo en la guerra de los jesuitas contra Port-Royal, la fuerza invencible de una palabra repetida a todas horas, todos los días, por un coro de treinta mil voces. Y aquí no eran treinta mil, sino doscientas mil o más. El oído, una vez habituado, acaba por aceptar este rumor como opinión general, la voz del pueblo y la voz de Dios. Se comienza dulcemente, por un tono bajo, muy bajo: se eleva lentamente con un crescendo hábilmente preparado y se llega hasta la violencia sin detenerse ya. Sobreviene el estallido; el enemigo queda aturdido, hundido< La fortuna de Danton, de la cual tengo un detalle auténtico (que usaré a su debido tiempo), parece haber podido variar de 1791 a 1794. Consistía en una casa y algunos pedazos de tierra en Arcis, que ensanchó un poco y que posee aún su honrada familia. Yo no digo que Danton y todos los hombres que entonces manejaron los negocios en medio de la tempestad no hayan vivido con largueza, no hayan amontonado y perdido, no hayan sido malos administradores de la fortuna pública. Pero que hayan robado, que en medio de tantos peligros, seguros de morir al día siguiente, hayan tenido la baja e innoble prevención de llenar sus bolsillos para vaciarlos en el patíbulo, no lo creeré jamás. Danton, con una naturaleza propicia para los vicios, no tenía ninguno que fuera costoso. No era bebedor, ni jugador, ni tuvo ningún lujo, ni pudo tenerlo. Era precisamente aquella la época en que los hombres de lujo tenían necesidad de arrojarlo de sí. Amaba a las mujeres, es verdad, y sobre todas a la suya. Las mujeres eran la parte sensible por donde los partidos le atacaban, queriendo conquistar alguna influencia sobre él. Así el partido de Orleáns trató de hechizarlo por medio de la amante del príncipe, la hermosa señora Buffon. Danton, por imaginación, por exigencia de su temperamento fogoso, era muy inconsecuente en este campo. Sin embargo, su necesidad de amor real le conducía todas las noches a su hogar, al lado de la buena y querida mujer de su juventud, a la oscura cámara del viejo Danton. En realidad no tenía ningún vicio caro, sino una larga e inevitable hospitalidad, una mesa siempre preparada, a la que sus amigos (y el número era grande) debían sentarse por placer o a la fuerza. Siempre fue el mismo, incluso en sus épocas de pobreza, ignorando siempre el valor del dinero. Abogado sin pleitos, sin dietas, socorrido por su buen padre, el limonero de Pont-Neuf, que le proporcionaba algunos luises cada mes, vivía regiamente en París, sin preocupaciones ni inquietud, ganando poco, sin desear nada, derramando por todas partes el oro inapreciable de su palabra. Era muy ignorante, no leía nunca. Tenía horror a la pluma, hasta el extremo de no encontrarse escritos suyos55. Cuando le faltaban víveres se marchaba a Fontenay, cerca de Vincennes, donde su suegro poseía una pequeña finca. Suponer que tal personaje pudiera convertirse en un ser calculador, egoísta, es hacer demasiado honor a su previsión. Suponer que amaba locamente y por encima de todo el dinero, es una metamorfosis original, rarísima, increíble. Lo que sí es muy probable, verosímil, es que en su ministerio hubiera el mismo orden que en su casita del pasaje del Commerce, pues Danton ni era fuerte en aritmética ni sintió jamás predilección por los logaritmos. Habituado a vivir como un bohemio, de cualquier forma, hace el mismo caso al dinero de la República como al de su suegro, con la diferencia de que en lugar de la buena y sabia madame Danton, que aún lograba poner un poco de orden en el hogar, tuvo en el gran hogar de la República por administradores y amas de gobierno a sus amigos Lacroix, Fabre, Westermann y otros, quienes para el juego o el amor abusaban frecuente y escandalosamente de su demasiado fácil amistad. Los hombres de esta época, acostumbrados a ver en cada hombre y en cada cosa un fin premeditado y positivo, preguntaron: “¿Qué quería Danton? ¿Hacia dónde mira? Si no soñaba con el dinero, ¿aspiraba entonces al poder? ¿Anhelaba la dictadura?”. Ésta fue la cuestión planteada por los girondinos y esto prueba elocuentemente su espíritu superficial, poco capaz para penetrar en las profundidades de la naturaleza bien observada. Un estudio atento y minucioso de este carácter nos autoriza a decir lo que del resto han dicho dos contemporáneos bajo otra forma: Danton no quería ser otra cosa que ser Danton, es decir, dar expansión a toda la fuerza que residía en él. No tenía ambición política; se sentía instintivamente una potencia natural, un elemento, como el rayo, el mar. ¡Ser rey! ¡Qué miseria! ¿Trocarse en el rey de la Revolución destruyéndola? Esto hubiera sido descender para quien se creía la Revolución misma. Madame Roland jamás comprendió nada de esto. Desconocía profundamente a quien aborrecía. Madame Roland y la Gironda, lo mismo que Robespierre y los jacobinos, pertenecían, como ya hemos dicho, al siglo XVIII, a Rousseau, a la burguesía filosófica. Todo eran espíritus de análisis y lógica. Danton era una fuerza orgánica: diferencia profunda de naturaleza y de método, que debía convertirlos a aquellos y a este en enemigos irreconciliables, más irreconciliables aún que su odio. Danton, a pesar de su notable relieve como figura de actualidad, no ha sido exclusivamente hombre de su siglo. Pertenece a un elemento muy denso de las masas que jamás varía. Ocurre como con el océano: creeréis sin duda que el movimiento, las variantes que aparecen en la superficie revelan la agitación profunda del mar. Nada más equivocado. A veinte o treinta pies de la superficie, salvo ciertas corrientes, el océano permanece inmóvil. Así es eternamente la masa de campesinos de Francia. Todo cambia menos ellos, que no cambian jamás. Danton, de raza agricultora, tenía sobre las condiciones de abogado, de tribuno, de gran orador, una corteza de campesino. Se le adivinaba sin dificultad por su recia estructura, sus anchas espaldas o sus manos rudas. Su rostro de cíclope, cruelmente minado por la viruela, recordaba el de la gente del campo, donde los niños no reciben más cuidados que los de la naturaleza. La escuela no le modificó gran cosa, gracias a su holgazanería como alumno. Con modificaciones de educación y situación, subsiste en él el personaje enérgico, conocido entre los campesinos de Champagne, los astutos compatriotas del bueno de La Fontaine. Estos hombres que se consideran sencillos no lo son tanto como para aceptar principios de muy dudosa ortodoxia. Admiten, por ejemplo, sin dificultad, la falsa doctrina de que existen dos morales, una pública, otra privada, y que la primera, si es necesario, debe ahogar a la segunda. Es la teoría de todos los políticos de la época. Se creían hijos de Bruto, siéndolo de Maquiavelo. Los jesuitas no se hubieran expresado de mejor modo: todo se permite para conseguir el mayor bien posible. Grave principio de corrupción para los hombres revolucionarios. En Danton se reveló siempre incontestablemente la inconsecuencia de principios opuestos: nunca las ideas de violencia y humanidad se ligaron en su alma en maridaje bastardo, sino al contrario, repudiándose. No fue siempre sincero; como los demás, intrigó, mintió. Desde luego, no mintió por aparentar bondad. Entre el cúmulo inmenso de palabras improvisadas, lanzadas en el variable curso de los acontecimientos, no se encuentra una que revele al fariseo. Su defecto fue todo lo contrario. Lo que ocultó y lo que brilló frecuentemente en sus discursos, y muchas veces en sus actos, esto fue lo que tuvo de bueno. Una multitud de hombres a quienes él salvó (cada día la tradición revela hechos de este género) afirman la humanidad de Danton. Sus enemigos no se equivocaron: vieron ese lado sensible de Danton, es decir, que tenía corazón. Tanto él como los suyos fueron bautizados desde entonces con una palabra: indulgentes. Sus fanfarronadas terroristas no les sirvieron de nada. No se pudieron lavar de este crimen. Danton, Camille Desmoulins, Fabre d'Églantine abrieron y cerraron la Revolución con la palabra proscrita: clemencia. El último, en su Philinte, escribe al final de su obra esta palabra, esta voz del verdadero corazón de Francia: “Nada hay grande sin la piedad56”. Se ha visto en nuestras citas de Camille Desmoulins, cómo este intentaba eludir las terribles exigencias de Marat, compartiendo con él, dándole alguna cosa para salvar mucho más. Esta fue la opinión común, su contradicción. Creyeron en el Terror como principio, lo admitieron como necesidad absoluta para la salvación pública y creyeron que organizándolo podrían limitarlo. Desde que terminó 1792 se necesitaba excesivo valor para arriesgar una palabra de piedad. Danton, cuando comenzó el proceso del rey, se aventuró, intentando despertar no la misericordia, sino la generosidad del vencedor, el instinto magnánimo de no acabar con el enemigo arrastrándole por los suelos. Este detalle lo hace constar en honor de Danton un historiador digno de crédito y enemigo suyo. La obra no era difícil si se hubiera podido hablar a Francia. ¿Pero cómo? ¿A través de los periódicos? Danton se abstuvo siempre. Nada hubiera sido más inseguro. Prefería dirigirse a los clubs, seguro de que una palabra elocuente que expresara la justicia y prendiera en la muchedumbre, se extendería rápidamente hasta el infinito, como lo hacen las vibraciones del día y de la luz que en un momento iluminan a millones de leguas. Danton creía que en un pueblo eminentemente vivo, nervioso, la chispa de la magnanimidad puede provocar un incendio inmenso de misericordia, transformándolo todo. Se guardó muy bien de hacer sus ensayos con los jacobinos en el centro de la política revolucionaria. Prefería el Club de los Cordeleros, la antecámara del furor y de la violencia, porque Danton creía en el corazón de los furiosos. Un día que algunos cordeleros le censuraron porque no hablaba ya del proceso del rey, retardando su muerte, contestó: “Una nación se salva, pero no se venga<”. Se admiraron los cordeleros, pero la frase ganó poco terreno. Acerca de esta cuestión existía un partido, una emulación, una especie de apuesta entre los furiosos. Luchaban en el fatal terreno del honor y la fe revolucionarios, en el que no se podía retroceder ni un paso. La situación de Danton era muy embarazosa. Al no poder tratar con los furiosos, debía dirigirse a los moderados, dar la mano a la Gironda, ganar por ella el lado derecho y arrastrar el centro y dar el sorprendente espectáculo de un Danton moderado, afrontar el epíteto de traidor que de un golpe le arrancaría a todos sus amigos de la Montaña, siéndole fiel sólo la derecha y quedando a la piedad de sus nuevos amigos< Esto no podía ser. El efecto que produjeron las declaraciones de Danton fue el de debilitar a la Montaña y a la Convención y el provecho no fue realmente para la Gironda, sino para los realistas. No sólo para los realistas sino también para el extranjero, para el enemigo. Hacía falta que la Gironda no obligara a Danton a ser girondino, dejándole como era, que fuera Danton, y que el combate continuara sobre puntos secundarios. Danton hizo un supremo esfuerzo para la unidad de la patria. Solicitó (hacia el 30 de noviembre o quizás algo después) una última entrevista con los jefes de la Gironda. Era indispensable para él que fuese secreta. Si tal encuentro hubiera sido público, Danton irremisiblemente se habría perdido. La entrevista tuvo lugar en una casa de campo, a cuatro leguas de París, en los alrededores de Sceaux. En este país de bosques había entonces una arboleda muy espesa todavía, por lo que merecía el nombre que uno de sus cantones lleva: Val-aux- Loups. ¿Cómo siendo tan conocido Danton se atrevió y consiguió salir de París sin llamar la atención? Es muy probable que en el pueblecillo de Cachan, que está en el mismo camino, lo recibiera Camille Desmoulins con su madre, la madre de Lucile, amiga íntima de madame Danton. La influencia de ésta, muy decisiva sobre Danton, fue durante mucho tiempo la brújula de este si no nos equivocamos. Danton amaba con pasión a su mujer y la veía morir. La aplastante rapidez de aquella Revolución descargó sobre la buena mujer golpe tras golpe, quebrantándola. La reputación terrible de su esposo, que gozaba de la espantosa fama de haber hecho la Revolución de septiembre, la había matado. Fue esto como una sombra que surgió en la casita del pasaje del Commerce, en la triste casa que hace de arcada y bóveda entre el pasaje y la calle (triste por cierto) de los Cordeleros. Hoy se llama calle de la Escuela de Medicina. El golpe fue muy fuerte para Danton. Llegó al punto fatal en que el hombre, habiendo cumplido por la concentración de sus facultades con la misión principal de su vida, se reduce, se achica en su unidad. El resorte de la voluntad pierde tensión, vuelven con fuerza la naturaleza y el corazón, lo que fue primitivo en el hombre. Todo esto, en el curso ordinario de los sucesos, llega en dos distintas épocas de la vida, divididas por el tiempo. Pero entonces, ya lo hemos dicho, no existía ya este tiempo. La Revolución lo había matado junto con otras muchas cosas. Llegó el momento para Danton. Su obra hecha, la salvación pública en 1792, tuvo, contra su voluntad, un momento de flaqueza, la insurrección de la naturaleza que le mortificó el corazón, despertando el orgullo y el furor, sacudiéndole casi hasta la muerte. Los hombres que viven en la calle, popularizados, que nutren los pueblos con su palabra, con el poderoso ímpetu de su pecho y ardiente sangre de su corazón, sienten una extraordinaria necesidad del hogar. Necesitan que se tranquilice su espíritu, que se les calme el corazón. Y esto no lo puede hacer nadie más que una mujer y muy buena, como la de Danton. Si juzgamos su físico por su retrato, era bella, tranquila, dulce. La tradición de Arcis, adonde ella iba frecuentemente, la hace piadosa, naturalmente melancólica, de un carácter tímido. Tenía el mérito de haber querido, en su situación tranquila y feliz, correr la azarosa vida con un hombre joven, genio ignorado sin reputación ni fortuna. Virtuosa, lo escogió a pesar de sus vicios, que delataba su semblante descompuesto. Se asoció a su destino oscuro y vago, que se fue forjando en la tempestad. Sólo una mujer, pero llena de corazón; había atrapado al vuelo este ángel de la luz y de las tinieblas para seguirlo a través del abismo, atravesar el Puente Sirat< pero en ese momento se quedó sin fuerzas y se deslizó en las manos de Dios. “La mujer es la Fortuna”, se ha dicho en algún lugar de Oriente. No fue solamente la mujer lo que perdió Danton: fue su fortuna, su destino; era la juventud y la gracia. Una mujer de un profeta árabe le preguntó por qué recordaba tan frecuentemente a su primera mujer: “Lo hago, dijo, porque creyó en mí cuando nadie me creía”. Yo no dudo de que fuera madame Danton la que hizo prometer a su esposo que salvaría la vida del rey si peligraba o en todo caso, la de la reina, la piadosa Madame Elisabeth y los dos niños. Ella tenía también dos hijos: uno, concebido en el momento solemne que siguió a la toma de la Bastilla (se sabe por las fechas); el otro en 1791, cuando muerto Mirabeau y la Constituyente extinguida, se abría el porvenir de Danton, quien se convirtió en rey de la palabra en la nueva Asamblea. Esta madre, entre dos cunas, gemía enferma, asistida por la madre de Danton. Cada vez que entraba, estrujado, herido por las cosas de la calle, dejando a la puerta la armadura del político y la careta de acero, encontraba esta otra herida, esta llaga terrible, dolorosa, la certidumbre de que dentro de poco le habrían de desgarrar el alma, le habrían de guillotinar el corazón. Danton amó siempre a esta excelente mujer, pero su ligereza, su prisa, sus ocupaciones le llevaban a otra parte. Y he aquí que ella partía mientras Danton se apercibía de la fuerza, de lo profundo de su amor. Y él nada podía hacer; su esposa huía, se escapaba de su lado. Lo más duro es que él no la podía ver hasta el último instante y recibir su último adiós. No podía permanecer allí. Tenía que abandonar el lecho mortuorio. Su situación contradictoria iba a aparecer; le era imposible poner de acuerdo a Danton con Danton. Francia, el mundo, iba a fijar sus ojos sobre él en este fatal proceso al rey. No podía hablar ya, debía callarse. Si no encontraba medios para reunir a la derecha y al centro, la masa de la Convención, Danton tendría que alejarse de París, desterrarse a Bruselas para volver sólo cuando el curso de las cosas y el destino hubieran desligado o roto el nudo. ¿Pero entonces, esta pobre mujer tan enferma viviría? ¿Encontraría en su amor suficiente aliento y fuerza para vivir hasta entonces, a pesar de la naturaleza, y guardar el último suspiro para su marido cuando regresara?< Sería muy tarde; lo presentía. No encontraría más que la casa en plena soledad, sus hijos sin madre y este cuerpo amado hasta lo infinito en el fondo del ataúd. Danton no creía en el alma. Era el cuerpo a quien perseguía y deseaba ver de nuevo. Un velo cubría este trágico porvenir. Danton tuvo la presciencia de su porvenir cuando conferenció con sus enemigos en Sceaux pidiéndoles amnistía. Ya encontramos a este hombre fiero, arrastrado por la necesidad, aislado, sombrío por los primeros soplos del invierno. Desgraciadamente ignoramos los detalles de la entrevista. Sólo el azar hizo conocer el resultado tan fatal para Francia. Tampoco sabemos el nombre de los girondinos que fueron llamados a la misteriosa cita. Parece que algunos (Vergniaud, sin duda, Pétion, Condorcet, Gensonné, Clavieres y quizás Brissot) lo amnistiaron; los demas no quisieron trato. Los otros eran amigos personales de los Roland, Buzot y Barbaroux. Los otros eran tres girondinos propiamente dichos, abogados de Burdeos: Guadet, Ducos y Fonfrède. Los dos últimos, en su ardiente entusiasmo de pureza republicana, querían que la Revolución, su virgen adorada, llevara su ropa sin mancha. Guadet, el atleta ordinario de la derecha, hablador fogoso e infatigable, había combatido muy frecuentemente a Danton para perder el amargor de la lucha. ¿Qué palabras tuvo Danton, qué respuestas, qué encontró en su corazón en este momento decisivo para defenderse él y defender la unidad de la patria? Nadie lo ha sabido, ni nadie lo sabrá. La historia enmudece aquí. Sólo se conocen las últimas palabras que dijo a Guadet, cediendo a su orgullo: “Guadet, Guadet, no tienes razón; no sabes perdonar< No sabes sacrificar tus resentimientos por la patria< Tú eres obstinado y perecerás”. Objeto de los capítulos siguientes.—Circunstancias atenuantes en favor de Luis XVI. —Mentiras del rey constatadas por los realistas.— Llamamiento del rey a las potencias extranjeras.—No había en 1793 ningún documento contra él.—Su jesuitismo político y su sumisión a las doctrinas de la razón de Estado y de la salvación pública.—Los reyes y príncipes, formando una familia, desconocen y traicionan la nacionalidad.—Cada nación se convierte en un ser, la violación de una nación es el crimen más grande.
Somos conducidos ya por el drama revolucionario sin que nada
nos pueda detener. Del proceso al rey a la catástrofe de los girondinos, al Terror, no hay detención posible. Este drama, sin embargo, no es toda la Revolución. I. Ofrece, aparte, un hecho inmenso que es independiente y que podría llamarse la gran corriente de la Revolución, corriente regular, invariable, invencible, como las grandes fuerzas de la naturaleza. Es la conquista interior de Francia por ella misma, la conquista de la tierra por el trabajador, el cambio más grande que tuvo jamás lugar en los anales de la propiedad desde las leyes agrarias de la antigüedad y de la invasión bárbara. II. Estos dos movimientos, sin embargo, no lo abarcan todo. Bajo la conquista del territorio y el drama revolucionario se descubre un mundo inmóvil, una región dudosa a la que hay que descender, inundada por el marasmo de la indiferencia pública. Se había observado este hecho ya en algunas poblaciones, especialmente en París, desde el fin de 1792. Marat lo deploró en diciembre. Las secciones son poco frecuentadas, los clubs están casi desiertos. ¿Dónde están las grandes muchedumbres de 1789, los millones de hombres que rodearon en 1790 el altar de las federaciones? No se sabe. El pueblo, en 1793, entró en sí; al final de este año hará falta asalariarlo para que vuelva a las secciones. III. En esta reciente apatía, y para remediarla, se rehace, se recompone la temible máquina que descansó en 1792, la máquina de la salvación pública y su principal resorte, la sociedad de los jacobinos. Éstas son las tres cuestiones graves donde debemos detenernos antes de entrar en el torrente del que no saldremos más. Sin el conocimiento previo de cuanto afectaba al proceso del rey, no podemos juzgar el proceso mismo. Sin embargo, no suspenderemos hasta entonces la atención del lector, sin duda interesado en esta cuestión de derecho y de humanidad. Diremos inmediatamente y sin titubear que estamos convencidos de la culpabilidad del rey Luis XVI, cosa independiente de la narración del proceso. El proceso era imposible en el año 1793; no había ningún documento decisivo contra él. El proceso podría hacerse hoy perfectamente, porque tenemos en nuestro poder pruebas irrecusables. Luis XVI era culpable. Es suficiente para convencerse de poner frente a sus alegaciones las de la parte contraria, las aplastantes confesiones que han hecho, sobre todo después de 1815, los realistas franceses y extranjeros, los más devotos servidores del rey. Nos apresuramos a confesar, de todos modos, que había a su favor importantes circunstancias atenuantes. La fatalidad de raza, de educación, de medio ambiente, le transmitían una terrible ignorancia. Cosa extraña, entre sus innumerables mentiras, no se reprochaba nada y se consideraba inocente. Su ministerio Turgot, la gloria marítima de su reino, Cherburgo y la guerra de América eran hechos que pedían clemencia para él. Aproximemos sus alegaciones y los desmentidos que les dan los realistas. I. Yo no tuve jamás la intención de salir de mi reino, dijo el 26 de junio de 1791 en su declaración a los comisarios de la Constituyente. El 20 de junio dijo a Valory, guardia de corps: Mañana iré a acostarme a la abadía de Orval, abadía situada fuera del reino, en tierra austriaca (publicado en 1823, pág. 257 del tomo Affaire de Varennes, colección Barrière). No existe testigo más grave que el del propio Valory, que dio la vida al rey en el peligroso viaje de Varennes y, sobreviviendo milagrosamente, desplegó en 1815 su fanatismo realista como presidente de la cámara de Doubs. II. Yo no tengo ninguna relación con mis hermanos, dijo el rey en la misma declaración del 26 de junio de 1791. Y diez días después, el 7 de julio, dijo Bertrand de Molleville: El rey expedía sus poderes a Monsieur. Las memorias judiciales de Froment, primer organizador de las Vendées meridionales, nos informaron hacia 1820 de que el rey tenía como agente ordinario entre él y sus hermanos al alemán Flachslanden. III. Yo no tengo ninguna relación con las potencias extranjeras ni les he dirigido ninguna protesta (declaración del 26 de junio de 1791). Las Memorias de un hombre de Estado (I, 103) nos dan textualmente el documento que dirigió a Alemania el 3 de diciembre de 1790 y atestiguan que dirigió iguales documentos a España y otras potencias. MalletDupan fue especialmente enviado en 1791 a los príncipes alemanes para explicar de viva voz lo que no quería escribir. El mismo día en que el rey aceptó solemnemente la Constitución, recibiendo en cierto modo la amnistía nacional, lo vimos entrar llorando de cólera, humillado por la nueva ceremonia, y en este exceso, escribir inmediatamente, ab írato, al emperador (Madame Campan, II, 169). El ligero testimonio de la camarera se trueca en grave cuando se trata de esta escena interior, tan pacífica, de la que ella y muchas más personas fueron testigos. IV. Si niega toda relación con las potencias extranjeras, con más razón negará que haya pedido auxilio a los ejércitos extranjeros. Sin embargo, los Bouillé, en sus justificaciones dirigidas a los realistas, dijeron con franqueza militar lo que había. El padre explicó y dijo ya algo en 1797. El hijo (Mem. 1823, pág. 41) habla más claro todavía. Enviado para preparar el viaje de Varennes, exigió un escrito del rey y de la reina. “La reina decía en este escrito que era necesario asegurarse la alianza con las naciones extranjeras y que se debía trabajar con calor< La carta del rey era de su puño y letra y estaba detallada. Decía que hacía falta buscar socorros extranjeros y ser pacientes hasta entonces”. Dio amplios poderes a Breteuil para tratar con el extranjero. Todos los escritores realistas lo confiesan sin dificultad. En 1835 la Revista retrospectiva publicó la carta que la reina escribió al emperador su hermano el 1 de junio de 1791 para obtener de él un socorro de tropas austriacas, diez mil hombres para comenzar; pero una vez el rey libre, dice, verían con alegría a las potencias apoyar su causa. Hue, ayuda de cámara del rey, que el 10 de agosto lo acompañó de las Tullerías a la Asamblea, le vio enviar un gentilhombre al rey de Prusia. ¿Con qué fin? La invasión inmediata de las tropas lo indica demasiado elocuentemente. Durante toda la expedición de Longwy a Verdun, de Verdun a Valmy, un agente personal de Luis XVI, Caraman, va con el rey de Prusia (Memorias de un hombre de Estado, I, 418) sin duda para equilibrar la influencia de los jefes de los emigrados y para conservar el carácter de socorro de la expedición pedido por Luis XVI, dirigido por él mismo, y aprovecharlo en beneficio propio. Cautivo en los Feuillants, en el Temple, el rey temía a los emigrados y a sus hermanos tanto como a los jacobinos. Tomó, desde luego, sus precauciones contra ellos manteniéndose cerca de los soberanos. Lector asiduo de Hume, lleno de recuerdos de Carlos I, que pereció por haber provocado la guerra civil, quiso evitarla más que cualquier otra cosa. Pensó que cuando penetraran los extranjeros en Francia no apartarían de las furiosas pasiones de los emigrados su espíritu de venganza, su insolencia, su espíritu de reacción. Su primer plan fue introducir al extranjero, pero en tal medida resultó ser un maestro; llamó a un cuerpo considerable de suizos, los veinte mil hombres que autorizaban las antiguas capitulaciones, otro cuerpo de españoles y piamonteses, doce mil austriacos nada más y pocos prusianos. Él desconfiaba de Austria y todavía más de Prusia. Fue ya en los últimos momentos, después del 10 de agosto, cuando se arrojó en brazos de esta última nación. Se puede decir que en realidad sus hermanos le perdieron. Implacables enemigos de la reina, no habrían vuelto más que para hacer el proceso del rey, anulándolo y arrogándose la realeza como tenencia general. Luis XVI temía sobre todo al conde de Artois, pupilo del avispado Calonne. Lo que pudiera ser más agradable para esta corte de intrigantes, es la muerte de Luis XVI. Se bailó en Coblenza (si debemos creer a un libro muy monárquico) el 21 de enero. La Convención ignoraba totalmente esta situación de Luis XVI con respecto a la emigración. Habría tenido alguna piedad si hubiera sabido que este hombre desafortunado estaba entre dos fuegos y temía hasta a su propia familia. La Convención ignoraba asimismo los hechos graves y reales que se le inculpaban a Luis XVI. Ni uno de los que le acusaron en la Convención, ni Gohier, ni Valazé, ni Mailhe, ni Rulh, ni Robert Lindet supieron nada, ni articularon nada positivo. Declamaban generalmente, divagaban, caminaban en tinieblas, queriendo averiguar a tientas. Acusaban por tres series de cosas: por cosas amnistiadas (Nancy, Varennes, el Campo de Marte) por su aceptación de la Constitución en septiembre de 1791, por cosas inciertas y difíciles de probar (¿ha dado dinero para pagar un decreto? ¿Ha descuidado voluntariamente la organización de un ejército?) o por cosas que no pueden motivar la acusación más que indirectamente (se censura, por ejemplo, que no señalara un día a la semana para leer las cartas de Francia, mientras que diariamente y en el acto de la recepción abría las del extranjero). Ahora que conocemos los hechos y vamos caminando hacia la luz, nos queda un punto oscuro, y es explicar cómo un hombre que nació honrado, que vivió creyendo serlo, pudo mentir en tantos puntos. No hablo siquiera de esos actos pasajeros que los políticos acuerdan sin escrúpulos, según circunstancias, y que parecen formar parte de la comedia de la realeza. Hablo de sus discursos diarios, de conversaciones continuadas hasta hacer creer, aun en junio de 1791, en su celo constitucional, mientras escribía el 20 su declaración desautorizando todas estas palabras, proclamándose a sí mismo hombre falso, prevaricador, informal. La educación jesuítica que recibió y la libertad que los curas le ofrecían para mentir, no resultan aún suficientes para explicar sus grandes contradicciones. En su dependencia misma, Danton conocía demasiado a los jesuitas y no los obedecía si sus consejos estaban reñidos con su conciencia. El fondo de esta conciencia, lo conocemos por el más grave de todos los testigos, Malesherbes, era la tradición realista heredada directamente de Luis XIV, pero mucho más antigua. El principio de salvación pública o de la razón de Estado. Ya en los tiempos de Felipe el Hermoso se empleaba la primera razón, pero en el siglo XVIII, bajo Richelieu, Mazarino, Luis XIV, prevalece la segunda. Luis XVI, desde su juventud, estaba imbuido en la idea de que la salvación pública es la suprema ley y que en su nombre todo está permitido. Su ayuda de cámara, Hue, cuenta en sus memorias que, encerrado durante el Terror cerca de Malesherbes, fue a verlo por la noche y a recoger sus últimas palabras. El ilustre anciano le habló sin cesar de Luis XVI, de sus buenas intenciones y de sus virtudes. Sobre un punto, sin embargo, la rehabilitación de los protestantes, encontró dificultades por parte del rey. Una ley que no solamente excluía a los protestantes de los empleos, sino que no les permitía vivir y morir legalmente, le parecía muy dura: “Pero en fin, decía, es una ley del Estado, una ley de Luis XIV; no mudemos los signos de lo antiguo; desconfiemos de una ciega filantropía. —Sire, le respondía Malesherbes, lo que Luis XIV juzgaba útil entonces hubiera podido convertirlo hoy en nocivo, ya que la política nunca va contra la justicia. — ¿Dónde puede residir más dignamente la justicia? ¿La ley suprema no es la salvación del Estado?<”. Esta tradicional máxima hacía inflexible al rey. Malesherbes no obtuvo para los protestantes más que la supresión de las leyes penales formuladas contra ellos, y su rehabilitación fue menos conseguida que arrancada diez años después, gobernando Loménie, es decir, por la Revolución misma, que ya llamaba a la puerta, amenazadora y terrible. La doctrina de la salvación pública, atestada contra los reyes, no fue el fondo de su política, el gran misterio de Estado, arcanum imperii, que se transmitían todas las familias reales. Los jesuitas la enseñaban contra los mismos papas si estos no obedecían a los jesuitas. Luis XVI había recibido estas doctrinas por dos fuentes a la vez, por su gobernador, La Vauguyon, jesuita de sayo corto, y por la tradición de Luis XIV, por el respeto hereditario de la familia hacia la memoria del gran rey y del gran reino. Este indulgente príncipe (verdadero jesuita político), de acuerdo con la política del jesuitismo religioso, permitía todo desafuero a los reyes e incluso justificaba el asesinato. Una casa honrada, la devota casa de Auche, no rechazó el asesinato de Waldstein y de otros asesinatos menos conocidos. Luis XIV, un hombre honrado, adjudicó a la razón de Estado y a su devoción por ella la proscripción de 600.000 franceses. ¿Quién llenó todas las Bastillas bajo Luis XV, quién las conservó llenas durante sesenta años (y eso en tiempos de paz), quién, sino la razón de Estado? ¿Cuánto más debió absorber a Luis XVI este principio en aquella terrible crisis de falsas murmuraciones, donde la mentira se profesaba habitualmente, cuando se hizo un llamamiento al extranjero? Pero el mismo principio se volvió contra su maestro, repitiendo despiadadamente los argumentos monárquicos para demostrar que la razón de Estado exigía la muerte del rey. La Revolución, convertida en reina, entró en las Tullerías, encontró este viejo mueble real y lo empleó inmediatamente, arrojándolo a la cabeza de los reyes que tanto lo habían utilizado. El rey, a decir verdad, era menos culpable que la realeza. Esta hacía de los soberanos una clase de seres aparte, que no se aliaban más que entre sí, constituyendo una sola familia todos los reyes de Europa. Todos se convirtieron en parientes y encontraban demasiado natural ayudarse mutuamente contra los pueblos. El rey de Francia, por ejemplo, más próximo pariente de España que ningún otro francés (más que el mismo Orleáns, más que los Condé), llamó sin escrúpulo a sus primos, los españoles, contra Francia. A medida que la idea de las nacionalidades se fortificaba, se precisaba, se volvía sagrada para los hombres, los reyes, que no eran más que una misma raza, una misma sangre, formando una sola familia aparte de la humanidad, perdían enteramente de vista la noción de la patria. Marchaban así al revés de la corriente general de la humanidad; pueden decirse sin pasión las apasionadas palabras de Grégoire, hablando, sí, francamente sin acusación personal alguna, calificando a los más honrados de más desleales, los reyes se volvían monstruos. La originalidad del mundo moderno es que, conservando, aumentando la solidaridad de los pueblos, fortifica el carácter de cada uno, precisa su nacionalidad, hasta que cada pueblo obtiene su unidad absoluta, aparece como una persona, un alma consagrada ante Dios. La idea de la patria francesa, oscura en el siglo XVII y como perdida entre la generalidad católica, va apareciendo, estalla en la guerra de los ingleses y se transfigura en la Doncella de Orleáns. Se oscurece nuevamente en las guerras de religión del siglo XVI; hay católicos, hay protestantes. ¿Quedan todavía franceses? Sí; las brumas se disipan; hay y habrá una Francia; la nacionalidad se señala con fuerza irresistible; la nación no es ya una colección de seres diversos, sino un ser organizado, aún más, un ser moral: se revela un admirable misterio: la gran alma de Francia. La persona es cosa santa. A medida que una nación toma el carácter de una persona y se convierte en alma, su inviolabilidad aumenta en proporción. El crimen de violar la personalidad de la nación se convierte en el más grande de los crímenes. Es esto lo que no comprendieron jamás los príncipes ni los grandes señores, aliados, como los reyes, con familias extranjeras. Se sabe con qué ligereza los Nemours, los Borbones, los Guise y los Conde, los Biron, los Montmorenci y los Turenne trajeron al enemigo a Francia. Las lecciones más severas no les hicieron comprender el derecho. Luis XI trabaja, Richelieu trabaja en este sentido también, y la historia, dócil esclava de señores que la pagan, ha escarnecido la memoria de estos preceptores de la aristocracia< Y, sin embargo, sin estos ¿cómo se hubiera comprendido lo que todo el pueblo sentía? ¿Cómo rudas cabezas feudales habrían podido convertirse en ciudadanos, en franceses? Hacía ya doscientos años que la Doncella de Orleáns había dicho: “El corazón se me parte al ver correr la sangre de un francés”. Y este sentimiento nacional estaba tan poco desarrollado entre la aristocracia francesa, que cuando Richelieu condenó a muerte a un Montmorenci, aliado de los españoles, empuñó las armas y derramó sin escrúpulo la sangre de la guerra civil, lo que supuso para la nobleza motivo de escándalo y asombro. ¿Las naciones no tienen, pues, su inviolabilidad? ¿Francia no es como una persona, como un ser viviente, una vida consagrada a garantizar por las penalidades del derecho? ¿Es, por el contrario, un objeto cualquiera contra el cual todo se permite? Matar a un hombre es un crimen. ¿Qué será matar a una nación? ¿Cómo se calificará este atentado? Y hay, sin embargo, algo peor que matarla, y es envilecerla, entregarla a los ultrajes del extranjero, violarla, arrancarle el honor. Hay para una nación, como para la mujer, algo que defender, o si no, prefiere morir. No hace falta para esto consultar a los sabios ni los libros de derecho público. Los libros son nuestras provincias asoladas por el extranjero. Estas ya no se restablecen más. La Provenza, en muchas zonas, es hoy un desierto, provocado hace trescientos años por la traición de los Borbones. Las provincias conocen esto perfectamente, sobre todo en las campiñas del este, que tanto sufrieron después de 1815 por la invasión del extranjero. Si el egoísmo de las capitales ha podido olvidarlo, los campesinos no olvidan nunca el día en que les incendiaron la hacienda y les mataron las bestias< ¡Anatema a quienes nos han puesto en semejante caso, abriendo las puertas al cosaco; que en la casa del francés desarmado, entre la madre que llora y la joven que tiembla, ayudaron al jefe bárbaro! Los que de cerca o de lejos provocaron estos acontecimientos serán eternamente responsables. Este crimen es para el único para el que no puede haber clemencia. Muchos realistas leales, los que en 1813 siguieron con los ojos cerrados su legítima impaciencia por destruir el insoportable juego imperial, han sido duramente castigados; entre tan triste suceso, ni siquiera les quedó el consuelo de absolverse a sí mismos de haber abierto las puertas (al menos indirectamente) al extranjero. Yo tengo una prueba que debo mencionar aquí. Esto me ha hecho experimentar que, si la ilusión, el instinto mismo de la libertad, han conducido muchas veces a los hombres a violar la patria, es inmenso también el remordimiento, la inquietud que sienten por los juicios del porvenir. En el momento en que publiqué el principio de la Historia de Francia, vi llegar hasta mí un hombre de respetable edad, de venerable aspecto, uno de los más fieles realistas, Lainé. Vino para una consulta que quería hacer en los archivos sobre una comuna que pretendía desahuciar a no sé qué personaje, proceso desgraciadamente muy común entonces y a partir de entonces. Esta cuestión hizo que nos aproximásemos, y a pesar de la distancia de nuestras opiniones generales, Lainé me habló de mi Historia y me animó a que la continuara: “Ya llegaréis, me dijo, al 1815; no os olvidéis de que si nos hemos decidido a izar bandera blanca en Burdeos es porque muchos hablaban de que los ingleses iban a ocupar la población y a enarbolar la bandera roja”. Lainé, enfermo entonces, próximo a su fin, débil y jadeante, alto, seco (parecía un fantasma), habló de este triste suceso con tanta fuerza, con tanto calor, que me sorprendió y me conmovió; sentí el aguijón profundo que mortificaba su alma y respeté en él, no sólo sus años y su talento, sino su carácter, su moralidad y sus remordimientos. 1792)
Por que parecía necesario el proceso.—Agitación de los campos y
cambio general en la propiedad.—Ningún acontecimiento impide la venta de los bienes nacionales.—Ya se habían vendido algunos por valor de tres mil millones.—El campesino no creyó nunca en el regreso del antiguo régimen.—El movimiento está fuertemente comprometido.—La población de las ciudades se desanima.—El país permanece indiferente a los asuntos públicos (diciembre).—Estampa de París, especialmente del Palais Royal.—La sociedad parisina irrita a los políticos.—Influencia funesta del mundo financiero,— Descomposición de la Gironda. —Individualidades insociables.— Espíritu legista; espíritu escriba; fracciones meridionales.—La autoridad no figura nunca en las fracciones de este partido.— Indecisión: no hay genios de acción.—Vergniaud y mademoiselle Candeille (diciembre).—La Bella Granjera.
Luis XVI era culpable, pero no se tenían pruebas de su
culpabilidad. La Francia victoriosa, conquistadora, a cuyos brazos se arrojaba el mundo, ¿qué peligro inmediato podía temer? Indudablemente ninguno externo. ¿La salvación pública exigía que se acelerase el proceso del rey y que se le llevara a la muerte? Si se busca una explicación del ardor y la persistencia que los políticos de entonces mostraron, se encontrará, sin duda, una razón muy fácil en la oposición encarnizada de los partidos de la Convención, su sombría furia de jugadores que apuestan unos y otros su cabeza sobre la cabeza del rey. Pero sería cometer una injusticia con estos grandes ciudadanos si no se les reconociera que en esta lucha se inspiraron en un sincero patriotismo, creyendo verdaderamente que no podían fundar la nueva sociedad más que aniquilando la sociedad vieja en su principal símbolo. Creyeron que la muerte de Luis XVI era la vida de Francia. Todo el mundo estaba asustado por la desorganización universal. Se quería un gobierno. Los girondinos creyeron no poderlo crear más que con el castigo de las matanzas de septiembre, los de la Montaña con el castigo de las matanzas del 10 de agosto y con la muerte del rey que, según ellos, la había ordenado. Toda soberanía se constata con la jurisdicción. Todo antiguo señorío comenzó realizando un acto de justicia, plantando la horca en el palacio. Muchos creyeron que la Revolución debía hacer lo mismo, asentando su soberanía y empuñando su cuchilla, haciendo auto de fe, probando que creía en sus propios derechos. La sociedad les parecía transformada en polvo que arrastraban los cuatro vientos. Había necesidad de reunir, voluntariamente o por la fuerza, a todos los elementos indóciles, de reconstruir de nuevo la unidad sobre un nuevo edificio social. ¿Cuál sería la primera piedra? Una vigorosa negación del viejo sistema. ¿Qué hicieron los romanos para fundar su Capitolio? Colocaron en su fundación una cabeza sangrienta, sin duda la de un rey. Dos cosas parecían espantosas más aún que el peligro exterior: la parálisis creciente de las ciudades, en las que las masas permanecían indiferentes a los negocios públicos, y la agitación en los campos, donde la propiedad estaba transformada; tanto en unos y como en otros estaba aniquilada la autoridad pública. El campo, esta Francia durmiente que se mueve cada mil años, daba miedo y vértigo por su nueva agitación. El viejo hogar fue destruido y el nuevo apenas si estaba fundado. Desgarrado el antiguo dominio, rotas sus barreras, vendidos los muebles señoriales, destrozados, arrojados por la ventana, sillones dorados, retratos de nobles antepasados avivaban el fuego. Los comunales, este patrimonio del pobre que fue durante mucho tiempo granjería de los ricos, quedaron al fin en poder del pueblo. Él mismo abusaba, no conocía límites, toda propiedad corría el riesgo de ser comunal. Los animales, dóciles, hacen como los hombres; inteligentes imitadores, parecen comprender que todo ha cambiado; marchan, se confían a las libertades de la naturaleza, haciendo suavemente ellos también, su 92. La democracia animal, invasora, insaciable, franqueó las vallas, los fosos. El toro pace gravemente por la señorial dehesa. La cabra, más pícara, hace sus reconocimientos en el seno de las seculares florestas: sin piedad su níveo diente hiere de muerte el árbol feudal. Los bosques nacionales tampoco estaban mejor tratados. El nuevo rey, el pueblo, no tenía grandes miramientos hacia sus propios dominios. El campesino, para hacerse un par de Zuecos, escogía aquel árbol, señalado por la marina, con el que podía hacerse la arboladura de un barco, lo atacaba por el pie, prendiéndole fuego, y lo derrumbaba, destrozándolo. Saqueaba el monte, arrasaba el bosque mismo que en el invierno sostenía las nieves protegiendo de las avalanchas a la población. No hace falta más que una mirada ligera para reconocer en medio de todos estos accidentales desórdenes el nuevo orden que se fundaba. Una misma voz, sobre todos los rumores, se elevaba poderosa, pronunciando el Ça ira de la conquista y no la voz de la anarquía. Entre las bandas de voluntarios que sin medias ni zapatos marchaban alegremente hacia el norte, habréis visto otras bandas no menos ardientes, las de campesinos que marchaban a la subasta de los bienes nacionales. Jamás ejército en batalla, jamás soldado que entra en fuego tuvo un corazón más duro. Fue aquello como la revancha del antiguo régimen. Asunto capital y supremo para la Revolución, que no siente las mismas crisis de la Revolución. Influye sobre las crisis y no recibe su influencia57. Camina sordo, ciego. ¿Insensible? No se sabe, pero marcha< Traza un camino invariable, de una regularidad fatal, recto, en la misma línea. Es como la nerviosa pendiente de la catarata. Se trata de la compra de bienes nacionales. El campesino ha jurado comprar o morir. Los acontecimientos ni le detienen ni le importan. Se declara la guerra y compra. Se derrumba el trono y compra. Se acerca el enemigo y no siente emoción, continúa comprando sin pestañear; la proximidad de sesenta mil prusianos le hace encogerse de hombros. ¿Qué haría esta gente por la expropiación de un pueblo? En esta época se había vendido ya por valor de TRES MIL MILLONES de bienes nacionales (informes del 21 de septiembre y del 24 de octubre). Sólida por su masa, la venta de los bienes alcanzó una división infinita. Las partes divididas en parcelas, las parcelas en átomos y casi no quedó nadie a quien no tocara algo. Millones de hombres, directa o indirectamente, de cerca o de lejos y aun sin quererlo, formaban esta liga: si no como adquirentes, subadquirentes, asociados o interesados, era como prestatarios, acreedores, deudores, como parientes o finalmente, como herederos lejanos, posibles. Era una muchedumbre que intimidaba por su número, no menos por su fuerza, su pasión, su espíritu de protección para los suyos. Tocar a uno era tocarlos a todos. El interés individual se convertía en interés colectivo. Procesar a un adquirente hizo surgir de la tierra más hombres que la invasión. Intereses sensibles hasta este extremo, mezclados, enredados, habían adquirido el carácter de inacatables. Una revolución fundada sobre estos cimientos era sólida, fuerte necesariamente. Figuraos un inmenso bosque en el que en muy poco tiempo, por virtud de un terreno feraz y fértil, crecen los árboles entrelazándose sus ramas, trenzándose unos con otros materialmente, pegándose sus resinas hasta tal punto que la mirada no llega a descubrir donde hay un tronco aislado. Podrán llegar al bosque todos los huracanes del mundo, pero no lograrán arrancar un solo tronco. Pero justamente por ser la nueva creación una máquina complicada, se comprendía menos; no se veía más que el azar, el desorden exterior; no podía vislumbrarse el orden perfecto y profundo que la naturaleza coloca en todas sus obras. Asustaba la complicación del fenómeno, pero precisamente en esta complicación radicaba su fuerza. Decían los políticos a voz en grito: “Vamos a perecer”. El campesino reía. No hubo un momento de vacilación. Nunca se les ocurrió la ridícula idea de la reconstitución del antiguo régimen. ¿Para revivir había vivido? ¿Alguna vez fue un ser? Miserable tablero de cien piezas góticas, no había nada organizado. Vivía fuera de la naturaleza y contra la naturaleza, pero apenas destruido, al día siguiente nadie creyó en él. Había entrado en el período histórico, pertenecía al pasado, al mundo de la quimera; era como una pesadilla durante una larga noche. Este carnaval de monjes blancos, morenos, grises, negros, de polvorientas gentes de espada, llevando mangas como las mujeres, había concluido. Había vuelto la luz del día y las máscaras se habían alejado. Parece cosa increíble que a Europa le costase tanto echar a los capuchinos. ¡Holgazán! era la ruda maldición del hombre de trabajo, la frase que destinaba a la bestia perezosa, al burro estúpido o a la mula indócil. ¡No trabajas, holgazán, pues no comerás! Éste era su sermón ordinario. Es la fórmula de excomunión que empleó para expropiar al antiguo régimen, condenándolo por absurdo y anacrónico. Que los holgazanes pudieran encumbrar al mundo con su inutilidad es cosa muy poco verosímil. Que la propiedad, devuelta a su primitivo dueño, al trabajo, le fuera arrebatada, todavía esto parece monstruoso. Tenía esta máxima en el corazón: propiedad obliga. La Revolución estaba fundada, muy bien fundada, sobre los intereses, inspirándose en la opinión. Las masas agrícolas tenían la fe profunda de que la Revolución sería duradera, eterna. La naturaleza no sería la naturaleza, ni la crisis la crisis, si en un cambio tan rápido no se produjeran mil excesos, mil accidentes violentos. El punto de vista por el que debía guiarse el legislador era que el movimiento no era una fuerza ciega ni se volvía contra sí mismo. Sus excesos eran su único obstáculo, la pasión de las propias masas. La Revolución, ofreciendo al campesino los bienes por tan poca cosa, aumentó prodigiosamente en él la pasión del dinero, la codicia. Era muy difícil arrancar los impuestos. Dar un sueldo precisamente en el momento en que este sueldo bien empleado podía hacer a uno propietario, era como un mal de corazón. Por la misma razón, muchos escondían el trigo esperando la carestía para venderlo, incluso provocándola. Las leyes más terribles contra el acaparamiento y el monopolio no surtían efecto; la pena de muerte no los atemorizaba; preferían morir a vender. Una campesina me dijo: “¡Qué buenos eran los tiempos de mi padre! Escondía su trigo< ¡Oh, qué buenos eran aquellos tiempos! Se adquiría entonces todo un campo por un saco de trigo<”. Muy pronto se formaron asociaciones de adquirentes de bienes nacionales; los amigos compraban juntos. Se recuerda la asociación proyectada por Bancal y Roland. Las compañías, propiamente dichas, tuvieron su origen de fundación en la venta de las iglesias suprimidas, de los conventos, que comenzó en la primavera de 1792. Estos grandes inmuebles, poco susceptibles de división, poco útiles (Francia tenía entonces pocas manufacturas que almacenar), se ajustaron a precios viles por lo bajos; puede decirse que por nada para las primeras bandas negras, que los demolían. Las asociaciones no se limitaban a comprar lotes indivisibles, sino que extendían su especulación, y uníéndose, realizaban mil maquinaciones para dominar la venta, para llevarse la mejor tajada. La rapidez de la operación, la excesiva urgencia de las necesidades públicas, el desorden inevitable de un movimiento tan amplio, facilitaban extraordinariamente el fraude. Era ya tiempo para que una autoridad previsora echase sus miradas sobre los verdaderos intereses del pueblo. Lo que se hace sentir en este instante, aún más que la necesidad de un gobierno, es que las grandes masas de las poblaciones, especialmente de París, pierden su deseo de intervención en la política, no quieren gobernar. El pueblo no acude a las asambleas populares, a los clubs, a las secciones, etc., etc. Es creíble lo que dijo Marat: “El tedio y el disgusto deja desiertas las Asambleas” (diciembre de 1792; n° 84). “La permanencia de las secciones es inútil, dice aún< (12 de junio de 1793); los obreros no pueden asistir”. Robespierre dice precisamente lo mismo (17 de septiembre de 1793); alega los mismos motivos y pide indemnización para los que asistan. La Gironda está de acuerdo al respecto con la Montaña. Atestigua los mismos hechos. En una sección que contiene tres o cuatro mil ciudadanos, tan sólo veinticinco forman la Asamblea (diciembre de 1792). En la de más allá treinta o cuarenta. Un agente de Roland le escribe en una comunicación de aquel tiempo: “Muy raramente se ven sesenta individuos por sección, de los cuales diez son del partido agitador; el resto escucha y levanta las manos maquinalmente”. ¿Qué significa este cambio? ¿Dónde está ahora la vida? ¿Adónde va la muchedumbre? Aquellas multitudes asombrosas que tomaron parte en las primeras escenas de la Revolución, ¿se han esfumado, han desaparecido, dónde se han escondido? La masa, como no halló mejora en el gobierno de la charla, se descorazonó. Diremos por qué arte se opera aún hoy, en los grandes días, el descenso en los barrios. La tímida gente de los barrios se ha escondido, desde septiembre, en su madriguera. Apenas si se atreve a asomar la cabeza y lanzar una temblorosa mirada a la calle. La guardia nacional está sorda; no oye el llamamiento. Los ladrones del Garde-Meuble tuvieron tiempo sobrado para llevar a acabo su operación; el puesto se había quedado desierto y pese a los diferentes intentos no se pudo enviar a nadie. Pero si los cuerpos de la guardia, los clubs y las secciones eran cada vez menos frecuentados, los sitios de placer en cambio estaban atestados. Los cafés siempre llenos; los espectáculos lo mismo, y había cola en las casas de juego y en otras peores todavía. Ni la impresión reciente de las matanzas ni el drama sangriento del proceso del rey eran motivo suficiente para separar a los parisienses de su grave ocupación: el placer. Si los realistas lloraban, como se ha dicho, derramarían sus lágrimas por la mañana solamente; por la noche, como los demás, se divertían, brillaban en los palcos de los teatros, reían en las comedias y reían aún más en las obras serias sobre asuntos patrióticos. El asunto del rey iba mal, pero los realistas muy bien; esta era la opinión. La discordia de la Convención era muy visible. La Comuna yacía sobre la sangre de septiembre y no podía incorporarse. Los depar tamentos cada día se mostraban más hostiles a la tiranía de París. Septiembre había hecho mucho bien. La muerte del rey, si tenía lugar, por penosa que fuera, produciría asimismo algún bien. Estos eran los razonamientos de los realistas. Muchos concibieron la loca y generosa idea de salvar al rey. Después, viendo que la cosa era imposible, se resignaron y aprovecharon su estancia para otros asuntos; se sumergían con avidez increíble en los placeres que proporcionaba París. Los defensores del rey mártir, los caballeros de la reina, hacían su campaña en el Palais Royal entre el juego y las muchachas. Estas pensaban muy bien; eran ingenuas, ardientemente realistas y se sentían dichosas al ayudar de todos los modos posibles a los amigos del rey. Estos, perfectamente puestos en orden, provistos del necesario pasaporte, ajustado a buen precio, provistos de barajas que escamoteaban en las secciones, se burlaban de la policía; es verdad también que, en el fondo, esta no existía. Las visitas domiciliarias anunciadas con antelación, ejecutadas lentamente, no producían más que un temor puramente imaginario. Los más comprometidos iban y venían furtivamente. Vivían generalmente en el centro, alrededor del palacio real; este era como una especie de cuartel general mucho más poblado entonces que ahora. Los distritos lejanos, los barrios de Saint-Germain, Chaussée de Antin, estaban desiertos. La hierba crecía en los muros de los palacios abandonados e incluso en las mismas calles. Buscando a los dueños de estos edificios en Coblenza, se les encontró durmiendo en el desván de una muchacha, durmiendo en la ropería de un teatro o roncando en el sillón de algún antro. Como los insectos o las ratas, se adivinaba su presencia, pero no se les encontraba por ninguna parte. Encontraban seguridad en el fondo mismo de la ratonera. Los patriotas, irritados, hacían de vez en cuando razias en los teatros, pero sin resultado. Hacían lo mismo con el juego, cuyas casas siempre tenían la misma afluencia. Aquel era arrestado y conducido, pero este castigo ni servía de escarmiento ni acobardaba a los demás. Cuando partía la patrulla victoriosa y estrepitosamente, después de haber quemado las barajas, destrozado y arrojado por la ventana los dados o los tableros de damas, se reparaba todo inmediatamente: “Ya no volverá a ocurrir esto. El temporal ha pasado. —¿Y si vienen otra vez y nos arrestan? —¡Bah! No será a mí”. Las emociones demasiado vivas, las alternativas violentas, las caídas y recaídas no solamente habían herido el nervio moral, sino que habían embotado en muchos hombres el sentimiento de la vida; se le hubiera creído muy arraigado en estos hombres que se entregaban ciegamente al placer, pero resultó todo lo contrario. Muchos aburridos, disgustados, poco enamorados de la vida, tomaban el placer como un suicidio. Esto se ha podido observar desde el principio de la Revolución. A medida que un partido político se debilitaba, degeneraba en enfermo, miraba hacia la muerte, los hombres que lo componían no soñaban más que con jugar. Se vio en Mirabeau, Capellier, Talleyrand, ClermontTonnerre, para el Club del 89, reunido donde el primer restaurador del Palais Royal, junto a los juegos. La brillante tertulia se convirtió en una compañía de jugadores. ¿Qué era este palacio real, tan vivo, deslumbrante de luz, de lujo y de oro, adornado de hermosas mujeres, sino el palacio de la muerte? Se presentaba allí bajo todas las formas. En el Perron, los mercaderes de oro; en las galerías las muchachas, las masas. Los primeros ofrecían los medios para arruinaros. Prestaban dinero y una vez la cartera repleta se dejaba una parte en los cafés, otra en el Perron, otra en las mesas del primer piso y el resto en el segundo. Cuando se llegaba al tejado todo se había evaporado. No fue en estos últimos tiempos del Palais Royal cuando los cafés se convirtieron en iglesias de la Revolución naciente, donde Camille, más concretamente en el café de Foy, predicaba la cruzada. No fue en estos últimos tiempos de inocencia revolucionaria cuando el buen Fauchet profesaba en el circo la doctrina de los Amigos y la asociación filantrópica del Círculo de la Verdad. Sí; se frecuentaban mucho estos establecimientos, pero tenían algo de sombríos. No se predicaba ya la Revolución entre las agitaciones de la concurrencia. Eran sitios fúnebres. El restaurador Février vio cómo mataban en su local a Saint- Fargeau. Iusto al lado, en el café Corazza, se fraguó la muerte de la Gironda. La vida, la muerte, el placer rápido, grotesco, violento, el placer exterminador: esto fue el Palais Royal de 1793. Hacían falta juegos, y que se pudiera jugar todo a una sola carta, jugárselo todo de un golpe. Hacían falta muchachas, no de esas débiles de las que van por las calles y que suelen reafirmar a los hombres en la continencia. Las muchachas se escogían entonces como se escoge en los grandes campos normandos el gigantesco animal exuberante de carne y de vida que se monta durante los días de Carnaval. Desnudos los pechos, las espaldas, los brazos, en pleno invierno; la cabeza empenachada de enormes ramilletes, dominaban con su altura a todos los hombres. Los viejos se acuerdan, los que vivieron del Terror al Consulado, de haber visto en el Palais Royal a cuatro rubias gigantescas, colosales, enormes, verdaderos Atlas de la prostitución que llevaron todo el peso de la orgía revolucionaria. ¡Con qué menosprecio veían agitarse en las galerías el enjambre de inventores de modas de espiritual semblante que con sus miradas picarescas rescataban las carnes para cubrir su delgadez! He aquí los lados visibles del Palais Royal. Pero quien haya recorrido las calles de Gomorra que existen a su alrededor, quien haya escalado los nueve pisos del pasaje de Radzivill, verdadera torre de Sodoma, habrá encontrado cosas muy distintas. La mayoría preferían estos antros oscuros, agujeros tenebrosos, pequeñas garitas, impregnada la atmósfera de insípido olor de casa vieja, al mismo Versalles con sus pompas y sus perfumes. La vieja duquesa de D. al volver a las Tullerías en 1814, cuando se la felicitaba por el regreso de los buenos tiempos, decía tristemente: “¡Sí, pero aquí no hay el mismo olor que en Versalles!”. He aquí el mundo sucio, infecto, de vergonzosos juegos, en donde se refugió una muchedumbre, unos contrarrevolucionarios, otros sin partido, desgastados, abatidos, abrumados por los acontecimientos, sin corazón ni ideales. Buscaban alivio en el juego y las mujeres, envolviéndose, escondiéndose allí dentro decididos a no pensar. El pueblo moría de hambre y el ejército de frío. ¿Qué les importaba? Enemigos de la Revolución que los llamaba al sacrificio, parecían decirle: “Vivimos en tu cavema, escondidos; puedes comernos uno a uno, a mí hoy, a él mañana; para esto estamos de acuerdo, pero para hacer de nosotros hombres, para despertar nuestro corazón haciéndonos generosos, sensibles a los sufrimientos infinitos del mundo< para esto te desafiamos”. Nos hemos sumergido en el egoísmo, abierto la sentina: volvamos la cabeza. Existían entonces casas de mujeres en las mismas casas de juego servidas por jóvenes de equivoca virtud. Los teatros llegaron al mismo nivel que los salones de mujeres de letras, intrigantes políticos, y las actrices desarrollaban todo su ingenio para rivalizar en la intriga. Triste escala en la que la elevación no signífica mejora. El más bajo es el menos dañino. Las mujeres sirven en estas circunstancias para embrutecer y señalar el camino de la muerte. Pero una muerte peor que la otra: la muerte de los principios, de las creencias, la enervación de las opiniones, un arte fatal para ablandar y destemplar los caracteres. Se mueven en París hombres que son caracteres nuevos, pero se agitan en un sitio donde todo está de acuerdo para debilitarlos, arrancándoles el nervio cívico, el entusiasmo, la austeridad. La mayor parte de los girondinos perdieron bajo esta influencia, no el ardor del combate, no el coraje, no la fuerza para morir, sino más bien la de vencer, la fuerte y viril resolución de alcanzar la victoria a toda costa. Se dulcificaron, perdieron la “acritud en la sangre que hace ganar las batallas”. Ayudándose el placer con la filosofía, hizo hombres resignados; desde el momento en que un hombre político se resigna es hombre perdido. Estos hombres, la mayor parte jóvenes, hasta entonces envueltos en las oscuridades de la provincia, se veían transportados repentinamente ante la presencia de un lujo nuevo para ellos, envuelto en un lenguaje cortés, las caricias del mundo elegante. Cortesías, caricias, más poderosas cuanto menos sinceras. Las mujeres sobre todo, las mujeres más hermosas, en estos casos ejercen una dañina influencia a la cual nadie se resiste. Seducen por sus gracias más aún que por el interés que inspiran, por la alegría con que viven a nuestro lado y por el espanto que uno les puede calmar. Tal hombre llegaba bien dispuesto, armado, acorazado; la belleza no le seducía. ¿Pero qué hacer contra una mujer que tiene miedo, que os abraza? “¡Ah, señor! Vos podéis salvarnos todavía, hablad por nosotros; haced por mí tal ruego, tal pregunta, tal diligencia, tal discurso. Yo se que no lo haríais por otra, pero por mi sí< ¡Sentid cómo me palpita el corazón!”. Estas mujeres eran habílísimas. Se cuidaban muy bien de enseñar el doble fondo de su pensamiento. En el primer día no se veían en sus salones más que buenos republicanos, moderados, honestos. El segundo ya os presentaban lafayettistas, realistas y durante algún tiempo no os volvían a enseñar nada. Finalmente, seguras de su poder, habiendo conquistado un débil corazón, teniendo acostumbrados los oídos, los ojos a la degradación de las sociedades republicanas, desenmascaraban el verdadero fondo y aparecían los antiguos amigos realistas. ¡Dichoso del pobre joven, que llegado muy puro a París, no se encontraba sin saberlo mezclado con espías gentilhombres, con intrigantes de Coblenza! La Gironda cayó así casi enteramente en las redes de la sociedad parisina. No hace falta pedir a los girondinos que se hagan realistas; basta con hacerse girondino. Este partido se convirtió poco a poco en el asilo del realismo, la máscara protectora bajo la cual podía mantenerse en París la contrarrevolución frente a la Revolución misma. Los hombres de dinero, de banca, se habían dividido unos en girondinos y otros en jacobinos. Durante la transición de sus primeras opiniones, muy conocidas, hasta las opiniones republicanas, les parecía más cómodo inclinarse del lado de la Gironda. Los salones de artistas, sobre todo de mujeres a la moda, eran un terreno neutral donde los banqueros encontraban por azar a los hombres políticos, hablaban con ellos y sin más presentación acababan por entenderse. Más directamente todavía entraba el mundo de la banca en la Gironda, por el girondino Clavières, banquero ginebrino, nombrado ministro de hacienda. Clavières fue republicano, hombre honrado. Se dio prisa después, como Brissot, por mezclarse mucho en las cosas. Del ministerio de hacienda se lanzó sobre el de la guerra y el del interior, sobre todos. Era una cabeza ardiente, de iniciativas, un poco novelesca. Arrojado de Ginebra en 1782 por su republicanismo exaltado, quiso fundar entonces una colonia, una sociedad nueva desesperando de la vieja. Esta colonia se estableció en Irlanda y América. Para realizar este intento envió a sus expensas a los Estados Unidos a Brissot para que estudiara el terreno. Pero la Revolución, que estalló muy pronto, le descubrió en Francia un terreno a propósito para sus especulaciones políticas y financieras. Clavières fue el Law de la Revolución; inventó los asignados, dando el invento a la Constituyente, a Mirabeau, que apreciaron su valor. Desde entonces tuvo por enemigos a todos los que, antes de los asignados, emitían papel, la gente de la Caja de Descuento, cuerpos poderosos en los que figuraban muchos hacendistas generales. Tuvo al mismo tiempo en su contra a banqueros políticos, seres equivocados, anfibios, quienes, como cónsules agentes de gobiernos extranjeros con diferentes títulos, se agitaban solapadamente en intrigas y negocios. Nombremos en primer término al ministro de los Estados Unidos, Morris, testigo odioso de la Revolución, cuyas crisis de Bolsa explotó en beneficio propio. Se han publicado sus cartas. Puede leerse su pena por los sucesos del Campo de Marte. Reconoce abiertamente (17 de mayo de 1791) la legitimidad de la deuda de los Estados Unidos, con las condiciones onerosas que impuso Francia para que se realizara el empréstito. En septiembre de 1792, en el momento en que Francia, próxima a perecer, lanza a los americanos su gemido de agonía pidiendo que les devuelvan una parte de este dinero que en su día los salvó, Morris se niega a pagarlo, oponiéndose fríamente a poner su firma. Todos estos jugadores a la baja tenían prisa por ver cómo se hundía la Revolución y, como si se tratara de un buque, de vez en cuando echaban la cala. El ministro de hacienda, batido por la prensa conjurada, Marat y otros, fue trabajando en beneficio de estos dañinos insectos. Clavières daba pasto a los ataques de la prensa; al contrario que Brissot y Roland, que iban con vestidos raídos y con los codos desgastados, a Clavières le gustaba el fausto. Madame Clavières, envidiosa del genio de madame Roland, figuraba la primera, al menos en lujo. Al verla en el trono de los salones dorados donde figuró madame Necker nada menos, se diría que nada había cambiado, que estábamos todavía en 1789, en la capital de los estados generales. La rápida descomposición de la Gironda aparecía ante todas las miradas. Había sido un partido durante el anhelo de guerra (contra el rey, contra Europa) al comenzar 1792; le dio unidad de acción o al menos de idea. Después del 10 de agosto presentaba fracciones, grupos, mejor dicho, tertulias que se sostenían juntas por el odio a septiembre y al furor que desplegó la Montaña. Estos grupos mismos ofrecían diferencias internas que hemos de señalar y que se resolvían en individuos; el partido se convirtió en polvo. La notable individualidad de tal o cual de los girondinos contribuyó bastante a esta disolución. Vergniaud hablaba desde alturas inaccesibles a sus amigos y estaba solo. El sombrío Isnard, envuelto en su fanatismo, permaneció salvaje, insociable. Madame Roland, que con tantos títulos podría atraer, reunir los hombres por el culto común que se le profesaba, estuvo altanera y dura; su pureza no perdonaba nada; todos se le aproximaban, pero con temor; rodeada, admirada, estaba sola o casi sola. Lo mismo puede decirse del extraño Fauchet, el místico, el filósofo, el tribuno, el cura de cabeza quimérica, frecuentemente vulgar o ridículo por sus cosas desmedidas; se sentía transfigurado en la luz, hablaba como Isaías< ¿Era un loco? ¿Un profeta? ¿Quién hubiera seguido a uno u otro? ¿Los curiosos o los niños? La Gironda, nombrada así ya no sé por qué, comprendía todos los elementos, toda la opinión. No tenía más que tres hombres en Burdeos; el resto no eran todos meridionales; al lado de los provenzales y languedocenses había parisinos, normandos, lioneses y ginebrinos. Las profesiones no eran menos diversas. Siempre dominaban los abogados. El espíritu legista era una enfermedad de la Gironda. ¡Cosa extraña! Entre estos jóvenes emancipados, elevados por la filosofía del siglo XVIII, se encontraban trazos de un tímido formalismo diametralmente opuesto al espíritu revolucionario. Esto surgió precisamente en la discusión que sostuvieron con Danton: “El juez debe ser necesariamente un legista”. Otro defecto de la Gironda es el espíritu periodista, belletriste, por decirlo como los alemanes. Brissot era el prototipo, pluma rápida, inagotable, la facilidad misma; escribió más volúmenes que discursos sus enemigos. Madame Roland, más severa, escribía también mucho. Tantas palabras, por elocuentes y brillantes que fuesen, fatigaban de igual modo al público, excitaban los nervios, los odios. Nada enerva tanto a un partido como el continuo fuego que se pone en las palabras, produciendo infinidad de escritos, materia de disputas, siempre discutibles. Los Roland tuvieron que lamentar en su guerra contra Robespierre el papel que desempeñó Louvet, cabeza aturdida que acusó sin pruebas, que ladró sin morder. Brissot tenía en su poder a un hombre ingenioso, brillante, dotado de una mordacidad que Brissot no encontró frecuentemente. Se llamaba Girey-Dupré y redactaba El Patriota. Una mañana publicó una canción en la que Robespierre, Danton y toda la Montaña fueron tan cruelmente mordidos que en la mordedura debieron de sentir la quemadura. Danton sobre todo, quedaba traspasado de parte a parte; se le arrancaba su misterio, su máscara de audacia. El despiadado poeta le atribuía en el drama de la Pasión el papel de Poncio Pilatos, que se lava las manos y no dice ni que sí ni que no. Espíritu legista, escriba; las dos enfermedades de la Gironda. La tercera era la malvada herencia de las facciones del Mediodía. Los provenzales Barbaroux, Rebecqui, los moderados de la Convención, con palabras imprudentes comprometieron más de una vez los asuntos de la Gironda, perjudicándola aún más por su estrecha intimidad con los hombres de Avignon. Estos ardientes franceses, fogosos revolucionarios, dieron su país a la Francia por un precio afrentoso como se sabe. Barbaroux, a la cabeza de sus marselleses, había conducido en Avignon al triunfo a los hombres de la Glacière, los Duprat, Minvielle y Jourdan. Estos, en recompensa, le ayudaron en la unión dándole los votos de Avignon. Cuando estos reclamaban contra los hombres de septiembre, se les hubiera podido contestar: “¿Y a vos, quién os ha elegido?”. Las viejas rencillas y rencores del Mediodía se mezclaban indiscretamente en las cuestiones generales. Quien obtuvo de la Legislativa la amnistía para Avignon fue el protestante Lasource, ilustre pastor de Cévermes, elocuente, honesto, sinceramente fanático, quien no olvidó, sin duda, que Avignon había hecho lo mismo que Nimes. En Nimes, en el año1790, comienzan los católicos; los revolucionarios de Avignon les siguen en 1791; París lo hace en 1792. Pero Lasource, excusando a los unos, no disponía de gran autoridad para incriminar a los otros. Los protestantes eran una causa de disolución de la Gironda. Al lado del violento Lasource se sentaban los moderados como Rabaut SaintÉtienne y Rabaut-Pommier, dos constitucionales de noble carácter. Rabaut Saint-Étienne no apoyó ni en la Asamblea ni en su periódico el ataque de Louvet contra Robespierre. Pero hizo un retrato de Robespierre cura, en medio de sus devotos, amargo, odioso, despreciador. Robespierre no sintió los ataques de Louvet, pero esta imagen le hizo un tremendo daño. Tampoco Brissot, ya lo hemos visto, apoyó a Louvet ni secundó a los Roland. Los periódicos de la Gironda iban aparte, tiraban a derecha o izquierda sin consultar. El Patriota, de Brissot y Girey, El Centinela, de Roland y Louvet, Los Annales, de Carra, Los Amigos, de Fauchet, La Crónica, de Condorcet y Rabaut, parecían, en ciertos momentos, representar cinco partidos distintos. ¿Dónde estaba la autoridad? En ninguna parte. Ni en el genio de Vergniaud, ni en la virtud de Roland, ni en la habilidad de Brissot, ni en la universalidad enciclopédica de Condorcet residía autoridad alguna. ¿Y la iniciativa, el orden, el mando en estos momentos decisivos? En octubre, por ejemplo, los girondinos eran muy fuertes en París. La mayoría de los vencedores del 10 de agosto, marselleses, bretones, permanecían aún fieles. Los numerosos federales, llamados de todas partes, no juraban más que por la Gironda. El marsellés Granier, hombre valiente, que entró el primero en las Tullerías para alcanzar a los suizos y salvarlos, se declaró en octubre enemigo jurado de Marat. Estos eran los sentimientos del batallón de los Lombardos (el que figuró en primera línea en la batalla de Jemmapes). Todos estos elementos estuvieron en manos de la Gironda en octubre y no supo aprovecharlos. Los federados fueron ganados por los jacobinos, en cuyo partido ingresaron. Granier, por ejemplo, se fue como teniente coronel al ejército de Saboya; el batallón de los Lombardos se incorporó al ejército del norte. En el invierno, la Gironda deploró su descuido por no haber aprovechado todas estas fuerzas; ni siquiera supo mantener lo que de federados quedaba en su espíritu. De esta incapacidad absoluta para la acción, de esta impotencia, se descubría una cosa: que los espíritus vanos y quiméricos (Louvet, Fauchet, incluso Brissot) se volvían más vanos, más superficiales y seguían inconscientemente este o el otro resplandor. El gran espíritu de Vergniaud vivía lejos de la tierra, inadvertido de la realidad, balanceándose en sus sueños, sonriendo con melancolía a las amenazas del destino. Poseía un mundo en él, un mundo de oro que lo hacía insensible al mundo de hierro: la posesión de su genio, de su corazón libre en el amor. Una mujer hermosa y arrebatadora, llena de gracia moral, atractiva por su talento, por sus virtudes interiores, por la ternura de su piedad filial, buscó y amó a este perezoso genio que dormía sobre las alturas. Vergniaud se dejó amar. Envolvió su vida en este amor y continuó sus sueños. Demasiado clarividente para dejar de comprender que marchaban los dos por el borde de un abismo donde iban a precipitarse, aumentó esto su pena. Otra amargura más. Esta hermosa mujer que se entregaba a él no podía ser protegida. Pertenecía al público. Su piedad, la necesidad de mantener a su familia, la lanzó al teatro, expuesta a los caprichos de un atormentado mundo. La que quería gustar a uno solo, estaba obligada a agradar a todos, dividir entre esta muchedumbre ávida de sensaciones, deshonesta, inmoral, el tesoro de su belleza, al cual sólo un hombre tenía derecho. ¡Cosa humillante y dolorosa, terrible, cuando se piensa que un partido puede jugar con una mujer, convirtiéndola en una bárbara diversión! Aquí era vulnerable el gran orador; no tenía hábito, ni coraza que le defendiera el corazón. Durante este tiempo amó el daño. Era, precisamente, en medio del proceso al rey, bajo las miradas homicidas de los partidos, que pedían su muerte. Vergniaud acababa de conquistar el mayor de sus triunfos, el triunfo de la humanidad. La propia mademoiselle Candeille descendió hasta el teatro para representar su propia obra La belle fermière. Esta obra asombró al público hasta el extremo de que se llegó a olvidar el peligro que corría la patria. Triunfó la experiencia. La belle fermière obtuvo un éxito inmenso; los mismos jacobinos perdonaron y respetaron a esta mujer encantadora, que vertía sobre todos el elixir del amor. La impresión de la Gironda no fue menos favorable. La obra de Vergniaud revelaba demasiado que su partido era el de la humanidad más que el de la patria, que en él se refugiarían todos los vencidos; partido que no tenía la inflexible austeridad que aquella época parecía necesitar. ( 1792)
Necesidad de los jacobinos.—Su doble papel: la censura, la iniciativa
revolucionaria. —¿Pudieron desempeñarlas? —Los jacobinos dieron una especie de unidad a la Revolución.El exclusivismo y la concentración de su sociedad.—Ésta se debilitó en 17 92 .—Las elecciones de septiembre se hicieron en el local de los jacobinos.—La Sociedad Jacobina adquiere nueva fuerza.—Ataca a la Gironda, en Fauchet (19 de septiembre).—La ataca en Brissot (10 de octubre).— Amenaza a las reuniones mixtas de representantes.—Disuelve una reunión mixta de miembros de la Convención (octubre).—Prudencia y silencio de Robespierre (octubre).—Éste teme haber empujado demasiado a la Convención.—Pide, por el órgano de Couthon, que los jacobinos corrijan y castiguen a los exagerados (octubre).—Los jacobinos castigan a los exagerados y se arrepien ten (14 de octubre).—Robespierre se resigna y sigue a los exagerados.
Hablar de la descomposición, de la impotencia de la Gironda y
de los signos de desorganización que aparecían en toda la sociedad, es hablar de las necesidades de los jacobinos. A falta de una asociación natural que diera a la Revolución la unidad viviente, quizás bastara con una asociación artificial, una liga, una conjura que le diera al menos una especie de unidad mecánica. Una máquina política necesita una gran fuerza de acción, una poderosa palanca de energía. La prensa no podía realizar esta misión; era insuficiente. Su acción es inmensa, pero entre tantas cosas contradictorias que dice, esta acción es vaga, insólita. Nunca falta el momento para las palabras: siempre falta para la acción. Muchos de los que han leído los periódicos han satisfecho su pasión, se han recreado, pero nada más. La Asamblea no era tampoco la fuerza de que hablamos. La gran masa de la Convención, quinientos diputados lo menos, tímidos, indecisos, frecuentemente pensaban de un modo y votaban lo contrario; agitaban los brazos, nadaban, pero no podían avanzar. La situación requería una fuerza que, sin llevar precisamente a la Asamblea a remolque, marchara ante ella allanando los obstáculos que pudieran derribarla; escogiendo, depurando con antelación los hombres y las ideas, sosteniéndola en la estrecha e inflexible línea de los principios. Gran misión, que suponía una autoridad extraordinaria. Implicaba dos hechos completamente diversos y que exigían virtudes raramente conciliadas: la censura moral y política, fuerza negativa, y la iniciativa revolucionaria, fuerza positiva. La censura exige, ante todo a quien debe ejercerla, una idea del derecho muy profunda, muy arraigada. Los jacobinos, como se verá, oscilaron entre las dos ideas. Se renovaron muchas veces sin por ello resultar más consecuentes. Organizados por el abogado Duport y los Lameth, como máquina de polémica y de vigilancia, cambiaron muy poco de carácter. Sus veleidades morales, bajo Robespierre, fueron impotentes. El encarnizamiento hacia las personalidades los separaba de los principios que establecían: hacía falta una censura y ellos no fueron más que una policía. En cuanto a la gran iniciativa revolucionaria, jamás la tuvieron; ninguno de los actos solemnes de la Revolución surgió de los jacobinos. Nacidos tras la toma de la Bastilla, fueron ajenos al llamamiento de las Federaciones. Se declararon claramente contra la guerra, contra la cruzada para la liberación universal, pensando que Francia ante todo debía pensar en ella misma y salvarse. No tuvieron más que una parte muy indirecta en los sucesos del 10 de agosto para la creación de la República. La iniciativa revolucionaria pedía un don supremo que raramente se encuentra en las sociedades disciplinadas, donde la cohesión se ajusta al precio de la inmolación común. Este don es el genio y la magnanimidad. Sus grandes facultades, poco disciplinables, eran mal vistas por los jacobinos, como obra de su suspicacia. El genio (Mirabeau, Danton) les sentaba mal a los jacobinos. Los hombres fuertes, los especiales, Cambon, Carnot, no pusieron jamás los pies en sus sociedades. Elevados principios de vida y de luz que nadie tuvo en esta espantosa noche de combate, pedían ante todo la grandeza de corazón que eleva los sentimientos. Las bienhechoras medidas que oportunamente habrían calmado los ánimos, dejando inútiles todas las violencias de la Revolución, no podían ser inspiradas más que por una cualidad absolutamente extraña al espíritu jacobino: la bondad heroica. La lucha los absorbía; luchadores encarnizados, sucesivamente destruyeron todos los obstáculos. Hacía falta dominarlos y arrojarlo desde lo alto. ¿Arrojarlos? No, lo que hacía falta era elevar el mundo hasta la fraternidad. Tuvieron fe, sin ninguna duda, pero esta fe no fue ni amada ni inspirada. Fueron abogados fogosos, encarnizados, procuradores encarnizados de la Revolución, cuando ella pedía apóstoles y profetas. ¿Quién negará a pesar de todo esto los grandes servicios que prestaron a la patria? Su vigilancia inquieta a la Asamblea, su mirada fija sobre los políticos, su exclusión severa de los débiles darán a la Revolución un nervio poderoso. Lo que más les honra es que, apenas salidos del antiguo régimen, frecuentemente corrompidos ellos mismos, por odio a la general podredumbre realista, reformaron las costumbres. Hicieron grandes esfuerzos para reformarse a sí mismos y reformar a los demás. Noble esfuerzo que, con su patriotismo sincero y ardiente, se les tiene en cuenta en el porvenir. ¿Quién puede ver hoy todavía, sin emoción y temor, las tres pequeñas puertas de los jacobinos en la negra y húmeda calle que da al mercado? Por detrás conducían al claustro. La entrada principal estaba por la calle de Saint-Honoré, pero la de la pequeña calle era frecuentemente preferida a las demás por los principales agitadores. Robespierre, Couthon, Saint-Just, subían por la sombría escalera. La barandilla de hierro trabajado al estilo Luis XV, el pasamano de madera de la sala que sobre el muro sirve de apoyo, todo esto no ha desaparecido y aún parece sentirse el cálido contacto de las manos febriles y secas que se apoyaron entonces. Este viejo y desagradable convento de frailes, sin muebles, deteriorado, producía mala impresión cuando se entraba en él, daba pena. Todo era estrecho y mezquino. El claustro, de un estilo seco y árido; la escalera reducida (para dos personas juntas), apoyada sobre cuatro evangelistas de media talla58; la biblioteca raquítica, mostrando un cuadro jansenista; la capilla desnuda, pobre, desparramadas las tribunas, que parecían patíbulos, por encima de las tumbas de los monjes; todo daba una penosa impresión. No había aire; se respiraba mal. A tal casa tales huéspedes. Los nuevos, como los anteriores, tenían por idea fija una estrecha ortodoxia. Los antiguos jacobinos, encerrados en su hábito de Santo Domingo, habían tenido la pretensión de ser los únicos que marchaban por la verdadera senda del catolicismo. Y los nuevos jacobinos se jactaban de ser los únicos que poseían el depósito de la fe revolucionaria. Era una compañía exclusivista, concentrada en sí misma. Ellos se conocían entre sí y no se conocían más que para ellos; todo lo que no era jacobino les era sospechoso; puede decirse que trataron de asegurarlo todo; movían la cabeza con aire de incredulidad ante todo lo que no era suyo; tenían sus palabras, sus santos, sus devociones, fórmulas que ellos repetían: “¡Los principios ante todo! ¡Los principiosl< ¡Sobre todo hombres puros, etc., etc.!”. No se oía otra cosa, cuando hacia las siete de la noche esta muchedumbre de cabelleras negras y gruesas hopalandas del tiempo, mostrando una pobreza calculada, iban devotamente a escuchar el sermón de Robespierre. La rigidez de la actitud, la fijeza exterior, les eran más necesarios en realidad, que su propio credo. Algunos cambios que se operaban en la situación, algunas desviaciones que esta imponía a sus doctrinas afirmaban su unidad59. Esta unidad aparente, esta rigidez o fijeza exterior en ciertas fórmulas, esta intolerancia para los que animados por un mismo espíritu, no pronunciaban las mismas palabras, sirvieron a la Revolución en muchas circunstancias, siéndole en otras fatales. La Francia de 1792, en sus inmensos y vehementes anhelos de república y de combate, al primer toque de corneta parece olvidar momentáneamente a sus fatigosos preceptores. El gran soplo de Danton, el cañón del 10 de agosto anunciaba otras fiestas. Tan alto se entonaba La Marsellesa, que no se oía casi el murmullo de los jacobinos (¡Los principios ante todo, los principios!). La jornada del 10 de agosto se hizo sin ellos, y lo que es más llamativo, se preparó cerca de ellos. En el recinto mismo de los jacobinos había una caverna. Allí el 10 de agosto, y puede ser desde antes del 20 de junio y la primera invasión de las Tullerías, se reunían por la noche los más ardientes defensores de la Asamblea legislativa. No llegaban hasta la medianoche, una hora después de la clausura de la Asamblea y de los Jacobinos. A esta reunión acudían mezclados hombres que más tarde se dividieron en girondinos y montañeses; al lado del girondino Pétion se sentaba el dantonista Thuriot. Ignoramos enteramente cuál fue la parte que tomó este conciliábulo en el trastorno de la realeza. ¿Esta pequeña Asamblea Nacional autorizó el cambio de la Comuna, dio órdenes a Manuel y a Danton y tuvo conocimiento de los trabajos practicados por el comité insurreccional para el 10 de agosto? Lo ignoramos. Lo que es seguro es que los representantes no se fiaron de la sociedad, demasiado mezclada, de los jacobinos; que esta sociedad que guardaba obstinadamente su título de Amigos de la Constitución, no habría aceptado de sus audaces actos ni los compromisos de la victoria incierta. Se ha visto con qué intención Robespierre se preservó de todo contacto con el comité revolucionario. El hospedero de Robespierre, temiendo que se le comprometiera, no quiso sufrir al comité revolucionario en la cámara de una misma fonda y puso a la Revolución de patitas en la calle. Marsella, como otras poblaciones, no correspondía ya a los jacobinos. Fue sin su aviso cuando Marsella reclutó lo más selecto, envió una serie de verdaderos valientes que fueron la vanguardia del 10 de agosto. La inercia de la sociedad no equivocó mucho a sus miembros en estas circunstancias. Muchos fueron llamados, si no el 10, al menos el 11, a la nueva Comuna. Se aprovecharon muchos de la victoria ocupando plazas de preferencia como las de jueces, misiones especiales, presidencias o secretarías de secciones. El club quedó desierto. Había que temer una cosa: el caso era que los jacobinos, triunfando como individuos, no perecieran como sociedad. Ya la correspondencia con las provincias estaba desorganizada. ¿Qué sobrevendría si mientras París se despoblaba día tras día, tomaban cuerpo las reuniones que sus representantes celebraban en su mismo recinto? ¿Acabarían por reemplazar a la antigua sociedad, tomando su nombre (que no era otro que el del local), denominándose los Jacobinos? La Sociedad amenazada hasta este extremo debía hacer un esfuerzo decisivo para vivir o resignarse de lo contrario con la muerte. Ésta era la situación simplificada y resuelta el 2 de septiembre. Se encontró medio para hacer las elecciones de París desde este día en el mismo seno de los jacobinos. Robespierre, sin perder una parte directa en el terrible acontecimiento, supo aprovecharse estupendamente de él. El cuerpo electoral, llamado el mismo día por la Comuna para elegir los diputados de la Convención, fue temblando al municipio: quinientos veinticinco electores solamente60. Estas pobres gentes se aseguraron nombrando presidente y vicepresidente a los famosos patriotas Collot d'Herbois y Robespierre. Se les persuadió entonces para no hacer las elecciones en el lugar ordinario, que era una sala del arzobispado, sino buscar otro más tranquilo, más alejado del lugar de las matanzas, el local de los jacobinos. No estuvieron tranquilos durante los días 4 y 5, hasta que se vio llegar frecuentemente a muchos que decían ser voluntarios y que antes de partir para la guerra querían arrojar del censo a cual o tal aristócrata. Robespierre hizo constar que no dejaría votar a nadie de los que firmaron las famosas peticiones constitucionales. Se sabe el resultado de las elecciones. Condujeron a la Asamblea además de a Robespierre, Danton, Desmoulins, etc., a los hombres de Septiembre, Sergent, Panis y Marat. Era un verdadero golpe maestro haber hecho de un club desierto el teatro popular del gran acontecimiento del día, las elecciones de París. Hechas las elecciones la sociedad se reanima, poco numerosa todavía, es verdad, pero apoyándose sobre el punto de partida del cuerpo electoral, dominado por Robespierre: depurar la Convención, reservar al pueblo la facultad de revocar a sus diputados, depurar los decretos de la Convención, sometiéndolos a la revisión, a la sanción popular61. La Asamblea futura antes de ser nombrada fue colocada bajo la tutela de los clubs, que es como si dijéramos de la revuelta y del motín. La muchedumbre emprendía de nuevo el camino de los jacobinos. En octubre mismo un miembro se asombró de ver menos jacobinos que en su pueblo, donde la Asamblea se componía de seis o setecientos individuos. La sociedad fraternal de hombres y mujeres que tomaba asiento en un local inmediato, se quejó de la soledad en que estaba y pidió ayuda al consejo. Sólo el terror, el temor a la excomunión jacobina, podría devolver fuerzas a la sociedad. Le quedaba gran autoridad en la opinión, que usó maliciosamente para intimidar a la Convención, no atacando, es verdad, más que a diputados jacobinos y pidiendo jurisdicción solo sobre sus propios miembros, de modo que pudiera imprimir en todos los actos el terror de sus justicias. El experimento se probó con Fauchet. Este personaje ligero, quimérico, que se creía a la vez revolucionario y cristiano, obispo de Calvados, y como tal poco relacionado con sus cofrades de la Gironda, voltairianos en su mayoría, fue el primero de los girondinos que atacaron los jacobinos. Es como un miembro exterior de la Gironda, al cual había necesidad de destruir inmediatamente. Su crimen fue haber pedido un pasaporte al comité de defensa general para el ministro Narbonne: “ ¡Un pasaportel, había dicho Bernard de Saintes, presidente del comité. ¿Un pasaporte? He expedido lo que merecía, que es el mandato de arresto”. Fauchet entonces se turbó, balbuceó: en realidad no conocía a Narbonne, pero él sostuvo lo que nadie creyó, que el pasaporte que pidió para aquel era realmente para una persona desconocida. Fauchet, sin duda, era culpable de haber querido sustraer del examen jurídico a un hombre responsable, un ministro que no había rendido cuentas. Y sin embargo, en tal momento, cuando todo el mundo entrevé los sucesos de septiembre, cuando hay tan pocas probabilidades de un examen serio, de una sentencia equitativa por las turbulencias populares, ¿quién de nosotros habría cometido esta falta de humanidad? Fauchet fue destituido el l9 de septiembre y pocos días después, el 10 de octubre, enardecida la Sociedad, hacía lo propio con Brissot. Se hizo inflexible, despiadada. Uno de sus miembros más exaltados, Albitte, que aventuró un día ciertas frases de humanidad, diciendo que al castigar a muerte a los emigrados que combatían contra la patria debía tenerse en cuenta a los que emigraron por miedo< provocó una tremenda indignación, escuchando murmullos que desaprobaban sus palabras. Albitte, asustado, se enmendó, declarando enrojecido que se arrepentía de haber cedido por un instante a este movimiento instintivo de sensibilidad y debilidad. La Sociedad recuperaba su ascendiente terrorista. Declaró que excluiría de su seno a todo diputado que perteneciera a una sociedad no pública, o en estos términos, que no permitiría más a la Convención que continuara haciendo lo que había hecho la Legislativa; que los representantes, muy numerosos (doscientos aproximadamente), que se reunieran fuera del club en el mismo recinto no podrían ser jacobínos. ´ Verdadera tiranía. Descontando todo espíritu de partido, se debía convenir en que una infinidad de asuntos políticos y diplomáticos que no podían ser tratados en la Convención ante las tribunas, no podían tampoco ser entregados al público, anticipadamente, con frecuencia heterogéneo, que visitaba la asamblea de los jacobinos. La reunión (que así la llamaban los doscientos), mezclada de girondinos y dantonistas, había provocado no solamente los celos de los jacobinos, sino también su temor. Alguien propuso, después del 2 de septiembre, que se acusara a Robespierre. Entonces, los jacobinos, ya resucitados, amenazaron y enseñaron los dientes: “Nada de términos medios: o estáis con nosotros o contra nosotros”. El primero que sintió miedo fue Guirault, concesionario del local y de los edificios de los jacobinos. Viendo la excomunión de sus terribles inquilinos suspendida sobre su cabeza, rogó a los doscientos diputados que no le comprometieran. Agraviar a la Convención era cosa poco importante, pero ofender a una sociedad tan exaltada y rencorosa constituía un daño muy grande. Girault conferenció con los jacobinos y presentó sus excusas. La imperiosa Sociedad, no contenta con haber arrojado a los diputados de sus proximidades, los emplazó para que presentaran sus excusas por no asistir a las sesiones. Exigencia grande, maliciosa, la de querer que hombres de una Asamblea apenas nacida y apenas al corriente de los sucesos, empleados durante el día en la sesión y por la noche en las comisiones, tuvieran tiempo todavía para asistir al club, escuchar las infinitas arrogancias de una sociedad amalgamada de charlatanes infatigables, que casi nunca abandonaban la tribuna, como Chabot y Collot, Collot y Chabot. El comediante de provincias encendido de embriaguez lanzaba de vez en cuando frases picarescas. El capuchino apoyaba después la farsa, con su rostro iluminado por la lujuria, moviéndose en la tribuna de las mujeres, haciendo reír incluso sin hablar. Superior a Collot, lleno de fuerza y sentimiento, este excelente titiritero, espiritualmente trivial, ponía el condimento, encontraba insípido o salado el gusto del público mucho mejor que su padre, el cocinero de Rodez. Hemos visto cómo el 23 de septiembre la guerra comenzó con la prensa del lado de la Gironda. Chabot ocupaba este día el sillón presidencial y Collot hablaba: “¿No es cosa escandalosa ver a diputados que llamándose jacobinos celebran sus reuniones lejos de los jacobinos? ¿Qué buscan estos patriotas? ¿No está aquí la cálida estufa que hace germinar la planta republicana extendiendo sus ramas por todo el imperio francés? ¿No es aquí solamente donde se la puede cultivar?”. Este requerimiento fue entendido y Pétion, al día siguiente, regresó a la sociedad de la que era presidente nominal. Es conocida esta sesión. Todo adquiere relieve, señalándose independientemente. Chabot dice que hacía falta ante todo obligar a la Convención a que constituyera un gobierno. Respondiendo a los artículos de Brissot, que denunciaba un partido desorganizador, Chabot señaló a un partido federalista que quería desmembrar Francia en beneficio de la aristocracia. Acusación calumniosa que parece confirmada por las amenazas insensatas del atrevido Barbaroux. Los dantonistas quieren a toda costa figurar en la vanguardia de la Revolución, adelantándose a los jacobinos, maldiciendo a la Gironda. Entretanto es probable que conserven la esperanza de continuar la reunión mixta que previno el divorcio absoluto de la Convención. Thuriot (expresando aquí, según creo, el pensamiento de Danton) pidió aún el 1 de octubre que los jacobinos revocasen su decreto de exclusión; dijo que la reunión había tenido lugar a medianoche, después de la sesión; no dijo, pero todo el mundo lo comprendió, que tratándose de asuntos que demandaban el secreto no podían ser divulgados por los jacobinos. Estas sensatas palabras no sirvieron más que para aderezar un triunfo a Collot. El declamador sostuvo, con los aplausos de las tribunas, que no podía haber secretos para el pueblo soberano, que nada se puede hacer como no sea con el pueblo, que todo debe hacerse bajo las miradas del pueblo, es decir, tratar los más secretos asuntos de diplomacia, confidencias de los agentes realistas y espías extranjeros, mezclados con el pueblo en las tribunas. La Sociedad confirmó su decreto de exclusión. Los doscientos cedieron y no se reunieron más. La cosa era muy grave. Desde este momento no es posible encontrar campo neutral. Siempre se vive en el campo de batalla; en la Convención o en los Jacobinos; siempre bajo las miradas de las tribunas, con la máscara oficial en la tenida obligada de los gladiadores políticos. Toda esperanza de acuerdo entre los partidos desaparece. Todo gobierno por la Convención resulta imposible. Estaría obligada a tratar con comités, pequeños grupos que los jacobinos influenciarían, dominarían, o que salidos de los jacobinos resultarían los tiranos de la Asamblea. ¿Qué hacía durante este tiempo Robespierre? Nada, al menos ostensiblemente. Durante este acto de dura presión que los jacobinos ejercían sobre la Asamblea, se hacía el muerto. Como hábil resu rreccionista, aprovechó el 2 de septiembre y las elecciones de París que se celebraron en la casa de los jacobinos para galvanizar la sociedad. Pero una vez revelado, lanzado de nuevo a la vida y a la acción, el ser singular de Robespierre quería creer que todo estaba sobre Collot, Chabot, pero no sobre Robespierre. El fondo propio del jacobino, el patriotismo, verdadero y sincero, era (Robespierre lo sabía muy bien) motivo de envidia y orgullo. Si en sus principios este hábil restaurador de la Sociedad, a quien ella debía tanto, no hubiera tomado precauciones para mantenerse en un segundo plano, el jacobino, silencioso y rígido habría podido volverse contra su padre y creador: habría mordido al ama que lo amamantó. Robespierre, pues, estaba tranquilo en su puesto, soltando maniquíes parlantes y no diciendo él ni una palabra. Apenas dice una palabra el día 3 y otra el día 5 de octubre. El 3 se habló de él para alcalde de París: “Ninguna fuerza humana me hará abandonar el cargo de representante del pueblo”. El 5 habló de enviar a las sociedades afiliadas el número de diputados convertidos al jacobinismo para denunciar indirectamente a los que nose habían convertido. Robespierre, con una moderación que todo el mundo admira pide que se apruebe en el orden del día: “Toda medida coercitiva es indigna de una sociedad de hombres libres”. La sociedad encontró que Robespierre tenía muy buen corazón y sin consultarlo envió los nombres. Su dulzura y su paciencia se revelaron aún más cuando un miembro osó decir que la diputación de París deshonraba a la capital; Robespierre calmó a los diputados y pidió por toda pena, el orden del día y el olvido. Esta conducta daba sus frutos. Robespierre, incluso sin hablar, ejecutaba, por medio de Collot y otros, el golpe decisivo que meditaba desde hacía mucho tiempo, la exclusión de Brissot y su condenación solemne por la sociedad, con una publicidad inmensa, más homicida que lo que pudiera haber sido el mandato de arresto, dirigido el 2 de septiembre, para encerrarle en la Abbaye. Cualesquiera que hubieran sido las faltas de Brissot, su espíritu bullicioso, inquieto, su ardor por desempeñar todos los puestos de sus amigos, su miserable credulidad por Lafayette y Dumouriez, nos confunde leer la comunicación que los jacobinos lanzaron. Enviada a dos o tres mil sociedades jacobinas, leída en las tribunas, repetida de boca en boca, multiplicada en proporción geométrica, debió de llegar en ocho días a conocimiento de un millón de hombres, todos convencidos desde entonces de que una cosa examinada por la Incorruptible estaba decididamente juzgada y sin examen todos la condenaban a muerte sobre la palabra de Catón. No hay ningún ejemplo en la memoria de los hombres de un documento tan brutalmente calumnioso. Nunca el furor del espíritu del cuerpo, el fanatismo monástico, la embriaguez de cofradía que anunciaba a todos y de grado en grado, marchando sin contradicción en la calumnia hasta los límites del absurdo, ha hecho cosa semejante. Brissot, entre otros delitos, había redactado la petición republicana del Campo de Marte para brindar a los realistas la ocasión de degollar al pueblo. La Gironda ha calumniado, antes del 10 de agosto, a los federados de los departamentos, acusación verdaderamente extraña, vergonzosa, incluso imprudente, que demuestra hasta dónde sus redactores contaban con la credulidad de los jacobinos de las provincias. ¿Quién no sabía que la Gironda era la que había hecho un llamamiento en junio a 20.000 federados y que se retiró el ministerio girondino al rechazarlo el rey? ¿Quién no sabía que los federados del 10 de agosto, los de Marsella cuando menos, habían sido embaucados por los girondinos Rebecqui y Barbaroux? En aquel mismo momento, en octubre, los girondinos llamaban a París a todos los federados que rechazaban los jacobinos. ¿Cuáles eran las disposiciones de la Convención, de la gran masa, del centro? No se conmovía mucho del golpe descargado sobre la Gironda. Como una banda de niños, se divertía con el hecho de que a su preceptor y pedagogo, Brissot, le atacasen los jacobinos. Lo que les gustaba menos era la excomunión que estos lanzaron contra una reunión mixta de los doscientos de todos matices, montañeses inclusive, porque en cierto modo, les prohibían reunirse con ellos, a la puerta del santo de los santos. ¿Qué era, pues, esta Sociedad reclutada fácilmente que, sin misión ni título juzgaba la Convención, a los representantes elegidos por Francia con poderes ilimitados? ¿Qué era ese poder superior al poder supremo? ¿Era un concilio? ¿Era un papa? Robespierre, afortunadamente, no había dicho una sola palabra. Él hacía hablar pero no hablaba. No habiendo avanzado podría retroceder sin pena. ¿Retroceder por él mismo? No, por otro. Esto es lo que se aventuró a hacer por medio del órgano de Couthon, el primer jacobino después de él. Era un joven representante auvernés, de una gravedad poco común, inmóvil por enfermedad (estaba paralítico), de una voz muy dulce, de un carácter áspero y duro y de una fuerza poderosa y concentrada. No se habló de él una sola vez que no se dijera: “el respetable Couthon”. Para dar un mal paso podría darse con el hombre más estimado de la sociedad. Hay que saber que Robespierre, persiguiendo a la Gironda, sentó sobre sus costillas un partido exaltado, violento, que podía ser más dañino que la Gironda misma. Hablo de la Comuna, donde se alojó la fracción más exaltada de los cordeleros, Hébert, Chaumette, Momoro. Detrás de la Comuna venían extrañas figuras de agitadores sospechosos: el cura Roux, una bestia salvaje, el pequeño Varlet, tribuno del arroyo, del que hablaremos frecuentemente, y Guzmán, un español que se hacía pasar por grande de España. Guzmán era militar y vino a poner su espada al servicio de la libertad; muy poderoso en los barrios, siempre se le había visto a la cabeza de los movimientos, sobrepasando de lejos las más violentas mociones; muchos suponían que era un agente extranjero. Este dañino personaje fue nombrado el 1 de octubre presidente de la sección de picas de la plaza Vendôme, sección de Robespierre, donde se sentaban hombres como Lhuillier, que fue alcalde de París, Dumas, futuro presidente del Tribunal revolucionario, o Duplay, huésped de Robespierre, quien lo hizo nombrar jurado de este mismo tribunal. Evidentemente la marea subía más de lo que quería Robespierre. El plan de Guzmán y sus amigos (tolerado por la Comuna) parece haber sido formar de las reuniones frecuentes de comisarios una Asamblea casi permanente, una contra- convención, que pudiera, en caso necesario, hundir a la Asamblea Nacional. En principio Robespierre vio con inquietud la creación de esta fuerza anárquica. Después, la marcha de los acontecimientos le obligó, como se verá, a arreglarse con ella, a valerse de eso para mutilar la Convención y destruir la Gironda. Estaba lejos de prever esto en el momento en que nos encontramos (12 de octubre). Creyó útil entonces atacar a estos exagerados por voz de Couthon y la desaprobación de los jacobinos. Couthon era muy valiente. No profesaba ninguna teoría de equilibrio. Decía que frente a los intrigantes de la Gironda había exagerados que caminaban hacía la anarquía. Los jacobinos en toda época se vanagloriaban de ser los sabios de la Revolución, quienes sostenían la balanza. Couthon entró en sus propósitos, les mostró en ellos mismos el equilibrio de la Montaña, de la Convención, de Francia, es decir, del mundo. Elevada así la cuestión, todos se dejaron transportar por el más absoluto entusiasmo. Los propios dantonistas, poco satisfechos de la sociedad, cedieron a sus anhelos. Thuriot apoyó a Couthon: “Los hombres del 89 y del 90 nos hemos reunido el 10 de agosto y nos uniremos cuando sea necesario”. Todos vieron la patria salvada, salvada por ellos; tomaron las palabras de Thuriot como una declaración de los dantonistas para unirse sin reservas a los jacobinos. Todos se precipitaron en el local; no contentos sólo con el discurso de Couthon, querían firmar su discurso. El viejo Dussauh fue el único que no quiso poner su firma al pie y no reconoció doctrina de equilibrio en un discurso cuyo punto de partida era la muerte de la Gironda, la supresión de la derecha y que buscaba la línea central, no en la Convención, sino solamente en la izquierda. Por una razón contraria, los cordeleros tomaron a mal la cuestión. Muchos jacobinos creyeron que todo estaba preparado en la Revolución y no pudieron criticar las exageraciones que se observaban. ¡Movilización de los asambleístas, actividad! Todo había cambiado del 12 al 14. Tallien, el hombre de la Comuna, Camille Desmoulins, representando a los cordeleros, los jacobinos Bentabole, Albitte, Chabot mismo, piden una modificación del discurso que han firmado. ¿Por qué hablar de exaltados? No hay nadie exaltado; sólo uno puede serlo, Marat, y un solo individuo no puede llamarse partido. La Sociedad ruega a Couthon que modifique su discurso; este se niega, pasa al orden del día y no se aprueba el discurso, no se le envía a los departamentos. Grave golpe para Robespierre. Se sabe que Couthon no hizo otra cosa más que expresar su pensamiento, pero los jacobinos se habían dicho: “Robespierre está aún muy moderado, muy suave; no podemos seguirle; es un filósofo, un sabio, más aún que un político; es un moralista, un santo<”. Los exaltados, enardecidos por esta manifiesta derrota de Robespierre en los Jacobinos firmaron e hicieron firmar una furiosa petición, redactada por Guzmán y sus amigos y aprobada por Tallien, Chaumette y Hébert, reconociendo a la Convención el derecho a formular las leyes. Este acto insensato estableció provisionalmente la anarquía. El efecto fue tal en la Convención, que la Montaña acogió la petición con silencio de desaprobación. Robespierre no sufrió lo más minimo y Guzmán, sin desanimarse, presentó la petición en la sección de la que era presidente (sección de Robespierre) y recibió felicitaciones consoladoras62. Se le agregó un individuo para que llevara la queja a los jacobinos. Fue muy bien acogido, a pesar de las reclamaciones de muchos representantes. Lo que fue más grave, tanto al menos como la petición, es que Santerre, viendo que los exaltados triunfaban, vomitó contra la Asamblea palabras de hombre ebrio: “Yo ya lo avisé, pudieron oírlo; tienen las orejas largas< Que se marchen al Mediodía, donde se les pondrán los estribos<”. He aquí a un hombre a quien se le confió el orden y la seguridad públicos. Robespierre, afortunadamente para él, no había profesado la doctrina del equilibrio; como había hablado otro, el estaba a tiempo de pactar con los exaltados y volver sobre sus pasos. Nosotros lo veremos, en efecto, en el proceso Luis XVI, apoyarse sobre la Comuna, renovada y fanatizada, y finalmente en su combate con la Gironda recurrir a la fuerza anárquica, que en su primer movimiento había querido reprimir. 1792
Los jacobinos de 1792 son la tercera generación que ha llevado ese
nombre.—Esfuerzo de Robespierre por disciplinarlos.—Austeriand creciente de sus habi†os.—Robespierre establecido en la familia de un carpintero hacia finales de 1791.—Su desconfianza y su acritud crecen.—Murat le recrimina que se incline hacía la inquisición.—Sus virtudes y sus vicios lo convierten en hombre despiadado.—Los jacobinos hacen temer un nuevo desastre en la Convención.—Cambón hace decidirse a la Convención de que mantenga en París a los federados (10 de noviembre).
¿La ventaja obtenida por ios exaltados sobre Robespierre en el
seno de la sociedad jacobina, es un azar, un movimiento de ceguera, inconsciente, como en todas las asambleas? ¿Significa desconfianza para Robespierre, que siente impacientes vehemencias por manumitir su autoridad moral? No es ni una cosa ni otra; es el efecto de un cambio grave y esencial en el fondo de la sociedad jacobina. Continúan llamándose jacobinos, pero bajo esta nominación generalmente hay otros seres. Entra en la Sociedad una tercera generación. Ha existido el iacobinismo pariamentario y nobiliario de Duport, Barnave y Lameth, el que acabó con Mirabeau. Ha habido jacobinismo mixto, de periodistas republicanos, orieanistas, Brissot, Laclos, etc., etc., en el que ha prevašecido Robespierre. Finalmente, esta segunda iegión, habiéndose fundido en 1792, con sus misiones diversas, su administración, da vida al tercer jacobinismo, al de Couthon, Saint-Just, Dumas, etc., etc., y el cual debe usar Robespierre. Esta tercera legión, convocada de algún modo bajo el nombre de la legalidad, difería mucho de las otras dos. Por lo pronto era más joven. La mayoría era gente poco letrada, como el carpintero Duplay, el sillero Rigueur, etc. Estos apreciables ciudadanos, excesivamente apasionados, pero generalmente honrados y honestos, tenían una fe sólida, dócil. Profundamente fanáticos de la salvación de la patria, confesando su ignorancia, no deseaban más que un jefe, un director; les hacía falta un hombre honrado, de profundas convicciones, que supiera aprovecharlos; finalmente, pusieron su conciencia en las manos de Robespierre. Eran, si no me equivoco, más ingenuos y más apasionados, menos fríos y menos penetrantes que el pueblo de hoy. Cuando le convenía al jefe que su pensamiento llegase indirectamente (como hizo con Couthon) podía realizarse en la seguridad de que no comprenderían nada. Tan alta colocaban la santidad política de Robespierre, que frecuentemente se creían en el deber de ahorrarle el rigor de tal o cual medida que imponía la soberana ley de la salvación pública, por temor a que sufriese su corazón o la pureza de su carácter. Si necesitaba practicar algún intento maquíavélico preferían hacerlo ellos solos lejos de Robespierre, para que no se gastase su impecable figura, fuera o no este intento con arreglo a la política palpitante predicada por él. No faltaba quien los desviara de esta forma, llevándoles aún más allá que Robespierre: gente de letras de la peor especie, artistas adolescentes famélicos que jugaban con su candidez. . El fanatismo sincero poco explorado de unos, la violencia verdadera o simulada de otros, rivalizando todos por montar antes en cólera patriótica, hacía la sociedad (a pesar de su aparente régimen disciplinario) difícil de manejar. Frecuentemente se extralimitaba. Robespierre aprovechó el terror de septiembre para hacer las elecciones de París. Le convenía mucho que la Convención conservara aquellos restos de terror que la convertían en enemiga del motín, más aún que el revoltoso partido de los jacobinos. El grado de autoridad o de presión que quería ejercer sobre laAsamblea está gráficamente bien expresado en las palabras que hizo pronunciar al representante Durand de Maillane en las primeras sesiones de la Convención. Cura, canónigo galicano, tímido entre los tímidos, le dijo que se sentara a la derecha, al lado de Pétion. Robespierre comprendió perfectamente que el pobre hombre le tenía miedo a la Montaña y que como tantos otros no tenía más partido que su seguridad. Un amigo de Robespierre atravesó la sala y le dijo: “Creéis que ha terminado la Revolución y os equivocáis. El partido más seguro es el que tiene más vigor y fuerza contra los enemigos de la libertad”. Para sacudir a la derecha, al centro, por amenazas o dulzuras, por prudentes consejos o amenazadoras profecías, el motín no le merecía la pena. Era necesario que los jacobinos, moderados, disciplinados en las violencias, pudieran servir de intermediarios entre la Asamblea y la calle, espantar a la Convención y asegurarla, garantizarla. Su gran proyecto era, pues, disciplinar a los jacobinos, cosa muy difícil, con la invasión de los bárbaros que la sociedad acababa de sufrir. La disciplina política se sujeta poco o tiende menos a las costumbres de decencia, a pesar de su aparente expresión de condiciones morales. Robespierre, fuera la que fuera la autoridad de sus discursos, nada alcanzaba más que con su ejemplo. Ninguna palabra tenía poder suficiente, pero su conducta personal, su vida conocida, la atmósfera de honradez que lo envolvía, hablaban de moralidad, al menos exteriormente. En este sentido puede decirse que jamás practicó un acto de su vida privada que no fuera también un acto de su vida pública. Los discursos son la menor parte de su influencia. La muda impresión de una personalidad tan fuertemente arraigada era mucho más eficaz. Toda la vida de este hombre fue un trabajo de cálculo, un esfuerzo, una tensión no interrumpida de la voluntad. Aunque haya variado de un modo notable, como se verá, en sus costumbres y sus principios, sus variaciones fueron estudiadas, no ingenuas, de suerte que incluso al evolucionar fue sistemático, se presenta en una pieza. Nadie ha podido ordenar su vida más afortunadamente, en purificación progresiva de sus costumbres. Llegado a la Constituyente y por la amistad de los Lameth, sintió, en esta sociedad de jóvenes nobles, la corrupción del tiempo. Puede ser que aún siga a su maestro, el Rousseau de las Confesiones. Se separó a tiempo63. El Emilio, el Vicario saboyano, El contrato social, lo elevaron y ennoblecieron; así fue siempre Robespierre. En sus costumbres jamás descendió. Lo vimos el mismo día de las matanzas en el Campo de Marte (17 de julio de 1791) cobijarse en la casa de un carpintero; un afortunado azar lo quiso así; pero él volvió en sí, meditó y vio que en nada parecía aquello un azar. Al regreso de su triunfo de Arras, después de la Constituyente, en octubre de 1791, se alojó con su hermana en un apartamento de la calle de Saint-Florentin, calle distinguida, aristocrática, de la que los nobles habían emigrado. Charlotte de Robespierre, de un carácter rígido y duro, tenía en su primera juventud actitudes y refunfuños de vieja; sus inclinaciones, sus gustos eran exactamente los de la aristocracia de provincias. Robespierre, más fino, más femenino, tenía en su semblante no menos rígido, en la dureza de su aspecto, un aire de distinción aristocrática parlamentaria. Su palabra era siempre noble, incluso en la familiaridad; sus predilecciones literarias, nobles y elevadas: Racine o Rousseau. No era miembro de la Legislativa. Rechazó el cargo de acusador público, porque según él dijo, al haberse pronunciado violentamente contra los que se perseguían, lo hubieran podido recusar como enemigo personal. Así se suponía que realmente Robespierre no había aceptado el cargo por sentir repugnancia hacia la pena de muerte. En Arras se decidió a abandonar su plaza de juez de la Iglesia. En la Asamblea constituyente se declaró contra la pena de muerte, contra la ley marcial y contra toda medida violenta de salvación pública, porque repugnaba a sus sentimientos. En este año, de septiembre de 1791 a septiembre de 1792, Robespierre, fuera de las funciones públicas, sin misión ni otra ocupación que las de periodista y miembro de los Jacobinos, apareció poco en el teatro de los sucesos. Los girondinos brillaban por su acorde perfecto con el sentimiento nacional en la cuestión de la guerra. Robespierre y los jacobinos adoptaron el partido de la paz, tesis esencialmente impopular, que les causó grandes perjuicios. Sin ninguna duda, en esta época la popularidad del gran demócrata no tenía necesidad esencial de fortificarse y rejuvenecerse. Había hablado mucho, se había prodigado durante tres años, ocupando y fatigando la atención; finalmente obtuvo un triunfo y su corona de laurel. Era de temer que el público, ese rey, caprichoso como un rey, fácil de hartar, cansado de Robespierre, fijara sus miradas sobre algún otro favorito. La palabra de Robespierre no podía cambiar; no tenía más que un estilo; podrían cambiar solamente su teatro, su puesta en escena. Hacía falta una máquina; Robespierre no la buscó; vino a sus manos, en cierto modo. La aceptó, la examinó y sin duda alguna creyó que era providencial, afortunada: la de alojarse en la casa de un carpintero. La puesta en escena sirve para mucho en el teatro revolucionario. Marat lo sentía instintivamente. Pudo, muy cómodamente, quedarse en su primer asilo, el espacioso granero del matarife Legendre; prefirió, sin embargo, la lúgubre caverna de los cordeleros: este retiro subterráneo, donde sus incendiarias palabras hacían erupción todas las mañanas como un volcán desconocido, atraía su imaginación; debía seducir a la del pueblo. Marat, muy imitador, sabía perfectamente que en 1788 el Marat belga, el jesuita Feller, adquirió gran popularidad por haber elegido domicilio a cien pies bajo tierra, en el fondo de una mina de hulla. Robespierre no imitó a Feller ni Marat, desde luego, pero aprovechaba todas las ocasiones para imitar a Rousseau, para poner en práctica el libro que imitaba en sus palabras, para copiar el Emilio tan pronto como pudiera. Estuvo enfermo en la calle de Saint-Florentin, enfermo de sus fatigas, enfermo de una inacción nueva para él, enfermo de su hermana, cuando madame Duplay montó a Charlotte una espantosa escena por no haberle advertido de la enfermedad de su hermano. Madame Duplay no se marchó sin llevarse a Robespierre, que se dejó conducir de muy buen grado. Lo instaló cerca de sí, a pesar de lo menguado del local, en una habitación alta con los mejores muebles de la casa, un bonito lecho azul y blanco y algunas sillas. Sobre unos listones de abeto colocaba los libros poco numerosos del orador; sus discursos, informes, memorias, etcétera, muy numerosos, llenaban el resto. Salvo a Racine y Rousseau, Robespierre no leía más que a Robespierre. En las paredes la mano apasionada de la señora Duplay había colocado imágenes y retratos que tenía de su dios. No podía volver la cabeza para evitarlo: a derecha e izquierda Robespierre, siempre Robespierre. La más hábil política no habría podido arreglar un aposento tan propio como lo hizo el azar. Si no era una cueva como el teatral alojamiento de Marat, la pequeña sala tétrica y sombría valía tanto como una cueva. La casa, cuyas verduscas tejas atestiguaban la humedad, como un jardincillo sin aire que poseía a la otra parte, parecía como ahogada entre las aristocráticas y gigantescas mansiones de la calle de Saint- Honoré, barrio mixto en aquella época de nobles y banqueros. Más abajo se encontraban los principales palacetes de la manzana y la espléndida calle Royal, con los odiosos recuerdos de los 1.500 asfixiados del día de la boda de Luis XVI. Más allá, estaban las casas de los hacendados generales de la plaza de Vendôme, construidos con la miseria del pueblo. ¿Cuáles eran las impresiones de los visitantes de Robespierre, sus devotos, los peregrinos, cuando en este barrio impío, donde todo hería la vista, iban a contemplar al justo? La casa predicaba, hablaba Desde el umbral, el aspecto pobre y triste de la habitación, la covacha, el cepillo, el suelo, todo le hablaba del pueblo: “¡Aquí vive el íncorruptible!”. Si subían, la casa les admiraba aún más. Pobre y limpio, laborioso, en las planchas de abeto se veía el trabajo infatigable de Duplay, su honradez perfecta, una vida entregada al pueblo enteramente. Allí no había golpes teatrales y fantasmagóricos como los de Marat lanzándose en su cueva, maniático, variable de palabra y postura. No había nada caprichoso; todo era honesto, todo serio. Todo respiraba ternura. Se creía haber visto por primera vez la mansión de la virtud. Obsérvese que la casa, bien mirada, no parecía la de un obrero. El primer mueble ya lo revelaba. Era un clavicordio, instrumento raro entonces, incluso entre la burguesía. El instrumento dejaba adivinar la esmerada educación que las señoritas Duplay habían recibido en un convento cercano, al menos durante algunos meses. El carpintero no era precisamente carpintero, sino contratista del maderamen para barcos. La casa, aunque pequeña, era de su propiedad. Todo esto tenía dos aspectos: de una parte aparecía el pueblo; en la otra no existía. Ha sido, si se quiere, el pueblo laborioso elevado recientemente, por sus esfuerzos y su trabajo, a una modesta burguesía. La transición era visible. El padre, buen hombre, fogoso y rudo, y la madre de una poderosa fuerza de voluntad, los dos llenos de energía, de amor, son gente del pueblo. La más joven de sus cuatro hijas tenía caprichosos anhelos. Las otras eran diferentes, especialmente la mayor, a quien los patriotas llamaban con respetuosa galantería, señorita Cornelia. Esta decididamente, era una señorita, comprendió a Racine cuando Robespierre hubo hecho algunas lecturas en familia. Tenía una gracia de fiera austeridad, lo mismo en las tareas de la casa que cuando arrancaba sonidos al clavicordio; cuando ayudaba a lavar a su madre o a preparar la comida de la familia, siempre era Cornelia. Robespierre pasó allí un año lejos de la tribuna, como escritor y periodista, preparando diariamente los discursos que por la noche debía distribuir o vender entre los jacobinos; un año, el único que, en realidad, vivió en este mundo. La señora Duplay encontró muy dulce cobijarlo, rodearlo de solicitud. Se puede juzgar su cariño por la vivacidad con que contestó al comité del 10 de agosto, que buscaba en su casa un sitio seguro: “Marchaos de aquí; vais a comprometer a Robespierre”. Era el pequeño de la casa, el dios. Todos estaban disponibles para él. El hijo le servía de secretario, copiaba y volvía a copiar sus discursos, tan limados. El señor Duplay y su sobrino le escuchaban insaciablemente, devoraban todas sus palabras. Las señoritas Duplay le querían como a un hermano. La más joven, vivaracha y encantadora, no perdía ocasión de alegrar al pálido orador. Con semejante hospitalidad ninguna casa es triste. La pequeña casa, alegrada por la familia y los obreros, no perdía movimiento. Robespierre, sentado a su mesa de madera donde escribía sus discursos, levantaba los ojos y veía ir y venir a la señorita Cornelia o a alguna de sus amables hermanas. ¡Cómo debió de fortificarse en su imaginación la idea democrática por una tan dulce imagen de la vida del pueblo! ¡Del pueblo, menos la Vulgaridad grosera, menos los vicios, compañeros de la miseria! Se eleva el nivel moral de esas familias populares que todo lo ennoblecen con su asiduidad y su amor. Las casas más humildes del hogar adquieren belleza cuando las prepara la mano amada. ¿Quién no ha sentido todas estas cosas? No dudamos que el infortunado Robespierre, en la vida árida, seca, sombría, artificial, que las circunstancias le habían creado desde su nacimiento, sintiera en aquel momento los encantos de la naturaleza despertando a sus adorables caricias. Se comprende, desde luego, que viviendo con aquella familia, ofrecer una pensión, una compensación, era imposible. Iuzgo que debe ser así por las palabras que un jacobino disidente dijo a Robespierre: “< explotando la casa Duplay, dejándose mantener por ellos, como Orgon mantenía a Tartufo”. Reproche bajo y grosero de un hombre indigno de sentir la fraternidad de la época y la alegría de la amistad. Si Robespierre se aventuró algún día a ofrecer un pago, es seguro que fue reprendido por el señor y la señora, y mirado con enojo por las hijas; y seguro que nunca volvió a intentarlo. Lo que causa asombro es que un año pasado de este modo no dulcificara el corazón de Robespierre y modificara su carácter. ¡Hecho inesperado! Sucedió lo contrario. La amistad, lo que a otros sirve de placer, a esta alma áspera, trabajada desde la infancia por la desgracia, producía efectos contrarios. Todo lo que poseía en su teoría de amor y predilección al pueblo, fortificado por el espectáculo que tuvo en esta excelente familia, parece haber exaltado su odio contra los enemigos del pueblo; el amor, los sentimientos más puros y dulces, le sirvieron de amargura. Se hizo despiadado como nunca lo había sido hasta entonces. Su odio, más grande de día en día, le hacía desear la muerte de sus enemigos, de los de la Revolución; para él era lo mismo. En este número incluía a los que no estaban sobre la línea señalada por él. El justo medio de la Montaña que él creía haber encontrado fue un trazo preciso, línea excesivamente estrecha, como el hilo de una lámina acerada, sin torceduras. Los dos lados eran igualmente la condenación. La mediocridad, que fue su ideal en política, en fortuna, en costumbres y en todo, era recordada sin cesar en sus frases morales y sentimentales, especie de homilías y diatribas; aún lo era más en su persona, en sus costumbres, en su aspecto. La blancura purísima y honesta de sus medias, de su chaleco y su corbata, vigiladas severamente por la señora y las señoritas Duplay; los calzoncillos de nanquín y su traje a rayas64; empolvados los cabellos, partidos en dos alas, todo en Robespierre daba la idea de un rentista mediocre, el tipo mismo que el gran demócrata tenía en espíritu: el hombre de tres mil libras de renta. Al primer vistazo se descubría que este rentista vivía a la antigua, lo que era verdad. Le molestaban las ingenuas franquezas del espíritu revolucionario, el tuteo fraternal; todo le era insoportable; durante mucho tiempo impidió estas familiaridades entre los jacobinos como cosas inconvenientes. Lo primero la decencia. La suya era menos la de un tribuno que la de un moralizador de la República, de un censor impotente y triste. Su risa, y raramente se reía, era aguda; si sonreía adquiría su semblante un aspecto de tristeza, como si su corazón no pudiera soportar la sonrisa. Tenía la idea, justa en el fondo, de que si fundía la estatua de la República mitad oro y mitad cieno, el cieno arrastraría al oro y la estatua se derrumbaría. ¿Cómo impedir esta mezcla con la triste herencia del antiguo régimen? ¿Cómo distinguir el oro del patriotismo y de la virtud? ¿Por qué signos se le conocería? Se había abusado de todos. El Terror, solapadamente, se enmascaraba con los signos patrióticos. El distintivo de los partidos políticos era una máscara del 89. El traje sencillo, de colores sombríos, los cabellos plata y negro, todo fue adoptado en el 91 por los aristócratas. ¿Quién practicaba la filantropía? No se puede culpar a Robespierre como autor del origen de este estado. Los especialmente exaltados le eran muy sospechosos; los creía traidores, pagados por Pitt o por Coblenza para deshonrar a la Revolución. Todas estas penosas ideas, mortificándole interiormente, dieron a su rostro el carácter de un objeto extraño. Desmadejado, enfermo, sufriendo desde 1789 las risotadas de la Constituyente, montó en odio y se fortificó a los aplausos del pueblo. Su modo de andar automático parecía el de un ser de piedra. Sus ojos cada vez más inquietos, con brillantez de acero pálido65, expresaban el esfuerzo de un miope que quiere profundizar hasta el corazón y la abstracción confiada de un hombre que renuncia a ser hombre para ser un principio viviente. ¡Vano esfuerzo! Siempre fue hombre —para odiar aún más—; fue un principio inflexible que jamás perdonó Marat le había dicho en 1790 (24 de octubre) que tendía a la Inquisición. Quería comprender entonces entre los criminales de lesa nación no solamente a los que atacaban la existencia física de Francia, sino su existencia moral. Desde entonces, como muy bien dijo Marat, condenaría a muerte a los libertinos, porque atacan con golpes directos las costumbres de la nación. Ni el mismo Evangelio está seguro; su precepto de obedecer a las potencias corporales puede resultar un ataque directo a la moralidad política de la nación. Esta tendencia ultramoralista se habría arraigado profundamente con Robespierre, si las circunstancias violentamente políticas le hubieran sido propicias. Se empieza a llevar, sea a la Comuna, sea a los Jacobinos, causas por adulterio y otras causas morales, que en la Edad Media se sometían a la autoridad eclesiástica. Robespierre tenía una condición muy propia en la naturaleza de los curas y es que sus vicios y sus virtudes se adaptaban perfectamente, prestándose una especie de fraternal asistencia. Su rigor de costumbres y su elevación de ideas santificaba sus odios. Sus enemigos, sus rivales, incluso sus amigos poco dóciles, los que se llamaban Indulgentes (Danton, Desmoulins, Lacroix, Fabre d'Églantine) fueron sacrificados por él, condenándolos con todo el rigor que pudo como censor de las costumbres66. Finalmente creyó inspiradas en la justicia y el derecho sus acusaciones y juzgó dignos de la muerte a quienes él tenía interés en perder. El sueño atroz de una selección absoluta para la República se arraigó en él. Imitador por temperamento, bárbaramente imitador, parece inspirarse no sólo en los pasajes más duros y amargos de Rousseau, sino en un pequeño libro que conocía profundamente: el paradójico Diálogo de Sila y Eucrates. Le gustaba repetir estas enfadosas palabras (que tanto habría sentido Montesquieu si hubiese sabido el uso que iban a tener): “La posteridad puede ser que piense que hubo poca sangre derramada y que no todos los enemigos de la libertad fueron proscritos”67. Él se creía lo suficientemente puro y capaz de desempenar este papel. He aquí el error. ¿Quién es puro? ¿No podía entonces descubrir en su alma enferma, a través del patriotismo que cubría su fondo, el mal terrible que reside en él? Hablo de la exasperación de rivalidades y competencias. Nada fue más fatal que sus celos por no haber participado en las grandes jornadas de la República, ni en julio de 1791, ni en agosto de 1792. La prensa girondina se lo recordaba sin cesar y él sufría cruelmente. Aun estrechándose en los moldes de la continencia, sintió las picaduras de estos insectos venenosos. Le perjudicó también su insaciable interés en acusar a Brissot de autor de los sucesos del Campo de Marte, proclamándole asesino del pueblo. Aún sufría veleidades, desequilibrios y dio alguna vez la mano a los furiosos que quiso arrestar, antes de dirigir aquel insensato documento a la Convención. Los jacobinos descendían. Una escena inesperada reveló hasta qué extremo podían encontrar auxiliares. Tenía Robespierre en lo más bajo de la escalera de la tribuna a un muchacho llamado Varlet, que apenas tenía veinte años y a quien se había visto ya en todas partes donde se había derramado sangre. Marat más de una vez habló con horror del joven tigre. Marat hablaba de la muerte, pero de la muerte política, como en septiembre. Varlet seguía su camino riéndose del buen Marat. Se le veía generalmente con un palo en la mano derecha y un caballete de tijera en la izquierda. Si la ocasión le parecía propicia saltaba sobre la tribuna portátil y hablaba. Sobre todo le gustaba hablar a la puerta de los fuldenses, a la puerta de la Asamblea, pues el hablar de las matanzas era su texto ordinario. Los jacobinos hasta entonces no habían recibido a Varlet más que a silbidos. Una vez, el 7 de noviembre, entró con un gorro frigio en la punta de su palo, se le concedió el uso de la palabra y dijo que en su tribuna ambulante se había constituido en defensor de Robespierre, acusador de la Gironda, etc., etc. La audacia de aquel bribón hizo enrojecer a muchos. Uno sólo osó hablar para quitarle el uso de la palabra, un hombre honrado, el carnicero Legendre. Los demás se llenaron de valor entonces y lo arrojaron. Triste hecho. Un miembro importante de la Convención y de la Montaña, Bazire, tomó su defensa y exigió que se le creyera. Entró Varlet triunfante, se instaló en la tribuna, habló cuanto quiso y fue aplaudido. La aparición de un cómico de encrucijada, de un farsante que habitualmente rogaba por la reproducción de los hechos de septiembre, ¿era un accidente? ¿Esta afrentosa sed de sangre era un fulgor fortuito? Nada de eso. Dos días antes (el 5 de noviembre) el orador ordinario de la Sociedad, el que frecuentemente ocupaba la tribuna con grandes aplausos, Collot d'Herbois, declaró: “Nuestro credo es septiembre”68. La Sociedad se envilecía. Danton, nada hostil a los hombres más violentos y exaltados, no quiso acercarse más, disgustado por el triunfo de las fanfarronadas y la falsa energía. Nombrado presidente en octubre, no asistió más que dos veces, en dos ocasiones solemnes, para felicitar a Dumouriez, vencedor, y para acoger a los saboyanos que se entregaban a Francia. Una parte de la Montaña, Cambon, Carnot, Thibaudeau y otros, no pudieron nunca dominar la instintiva repugnancia que sentían hacia los jacobinos por la violencia de unos y la hipocresía de otros. Se respiraba a la entrada de la caverna un olor a sangre, soso y meloso, que muchos no soportaban. Nadie dudó entonces de que con los jacobinos era imposible constituir un partido que hiciera otro 2 de septiembre. El hecho de vanagloriarse de haber lanzado la turba sediciosa en sus más viles representantes suponía en ellos siniestros designios. La guardia departamental aún no había sido creada, pero un gran número de federados se agrupaban para la defensa de la vida de sus diputados en peligro; los otros para unirse más lejos al ejército; estos se quedaban para impedir los motines. La Convención casi entera acordó que los federados estuvieran en París. Estaba profundamente impresionada por unas palabras de Buzot, palabras proféticas de un hombre nada tímido: “¿Se os va a hacer votar el orden del día forzosamente? ¿Qué gobierno queréis entonces? ¿Qué aprestos fúnebres son estos que os prepardis para vosotros mismos?”. La Asamblea sintió frío, quedó en silencio. Después tomó bríos, cuando un hombre independiente de la tertulia girondina, Cambon, les mostró su verdadera situación, el abismo al que se dejaba arrastrar fascinada por la violencia. Los jacobinos querían obligar a los federados a que partieran, esto es, desarmar la Convención. Se hizo presentar hipócritamente la demanda por el ministro de la guerra so pretexto de necesidades públicas. Cambon estalló en palabras terribles, concisas, como un hombre que dijera: “No, yo no puedo morir”. La Convención rechazó la demanda del ministro, esto es, votó por que los federados estuviesen en París. El discurso de Cambon, falto de elocuencia y pretensiones, decía poco más o menos: “¿Quién ha hecho el 10 de agosto? No los que se alaban, sino nosotros, la Legislativa, que hemos desarmado al rey y hemos arrojado su guardia. Y bien, la Convención, si arroja a los federados, no hace más que prepararse un 10 de agosto contra ella misma”. Después habló de Septiembre con violencia y horror, censuró las afrentosas escenas de entonces y recordó amargamente que la Convención no estuvo prevenida para apoderarse de la fuerza municipal. “Es todavía, dijo, por los terrores de septiembre por lo que el ministro de la guerra ha hecho esa demanda de alejar a los federados, de desarmar a la Convención< Se dice que los meridionales quieren federalizar a Francia. Si ellos quisieran ese gobierno, nosotros no estaríamos aquí. Si quisieran lo tendrían. Pero ocurre todo lo contrario. A la partida de los diputados del Mediodía nos dijeron: «Nosotros queremos ser franceses, ser uno con nuestros hermanos del Norte y que no haya más que una Francia… Vuestras cabezas nos responderán<». Se ha hablado de una dictadura de Cromwell; otros han dicho: «No queremos Cromwell». ¡Sin duda, ya no se le quiere! Pero llegará un día en que un ambicioso habrá ganado victorias y os dirá: «¡Hacedme rey y seréis más dichosos!…». Sí, he aquí lo que se os dirá, pero no será así. ¡Mueren los reyes, los dictadores, los protectores, los Cromwell!”. De un solo golpe atacó a Dumouriez como pérfido y a Robespierre como impotente. (13 1792).
La idea moral de la Revolución.—Unanimidad moral de la Francia
revolucionaria hasta los últimos meses de 1792.—Prueba única y terrible que sufrió entonces Francia.—Había motivos suficientes para tomar medidas de seguridad personal.—El proceso mal determinado por la Gironda (13 de noviembre).—Discurso homicida de Saint-Just. —Figura de Saint-Just.Sus antecedentes, sus primeros intentos.—Es nombrado, antes de la edad reglamentaria, miembro de la Convención.—Su discurso es una amenaza para la Convención (13 de noviembre).—La derecha atemorizada por la audacia de la Montaña.
Los federados de los departamentos permanecen en París;
Francia guarda la Convención. Desde entonces esta tiene menos que temer materialmente. Falta que sepa conservarse moralmente. Se podrá ejercer sobre ella el terror en la opinión si permanece vacilante, si no está firme en su asiento y falla su tribunal, inspirándose en principios invariables que hagan olvidar las vanas agitaciones pasadas. En el momento mismo en que comienza un proceso criminal, un juicio a muerte, la primera necesidad es que el juez, con la mano puesta sobre el corazón, siente bien sus principios, sus leyes, su fe, la idea por la cual se quiere violar lo que es inviolable: la vida humana. Siendo una la idea del derecho, el derecho judicial y el derecho político tienen el mismo fundamento. Determinar el principio en virtud del cual ha de morir el acusado, es determinar el principio en que vive la sociedad que lo juzgó. La Revolución, juzgando a Luis XVI, se juzgó a si misma implícitamente, se decía de qué ideas morales se componían su vida y su derecho. ¿Cuál era la idea moral de Francia?< Todos los políticos eminentes de Francia sonríen, mueven la cabeza ante la palabra idea. Saben que el glorioso enemigo de los ideólogos pereció por faltarle una idea. Los que viven, viven por un ideal; los otros, son los muertos. Su idea vital de la Revolución estalló con incomparable luz de 1789 a 1792: La idea de Iusticia. Y por primera vez se ha visto lo que es la justicia. Se había hecho hasta entonces de esta virtud soberana una seca, una estrecha virtud. Antes de que Francia la revelara al mundo, aún no se había supuesto su inmensidad. Justicia generosa, humana, amante hasta la ternura por la pobre humanidad. Toda la tierra, antes de septiembre, adoró la Iusticia de Francia. Se la admiraba viendo cómo en uno de los pliegues de sus vestiduras llevaba lo mejor de la herencia de la Edad Media. Su justicia dulce y magnánima parecía inspirada por la Gracia. Era la Gracia misma, pero sin sus arbitrariedades ni sus caprichos. Su gracia es según el que no varía nunca, según Dios. Por primera vez en este mundo, la ley y la religión se abrazaron penetrándose y fundiéndose. La Asamblea constituyente, usando su derecho, el derecho de los héroes salvadores, bienhechores del género humano, le levantó un altar, el primero verdaderamente que se le ha elevado a la humanidad. Ordenó que este altar existiera en todas las municipalidades, que en él se hicieran las prácticas civiles, que se santificaran los tres grandes actos del hombre: nacimiento, matrimonio y muerte. El primer creyente que llevó su hijo a este altar fue Camille Desmoulins, y sin embargo, el altar no existía aún. No había sido construido. Si en algún lugar existía, era en las leyes. No pueden leerse estas leyes humanas y generosas, llenas de amor hacia el hombre, sin sentir ternura. Se manejan con respeto las actas de las grandes discusiones que las prepararon. Si algo se les puede reprochar es el ser excesivamente confiadas; creen demasiado en la bondad de la naturaleza humana, y siendo leyes para juzgar y reprimir, lo hacen por procedimientos muy clementes y suaves. Suprimieron el derecho de Gracia y en su legislación se encontraba en cada línea. El alma del siglo XVIII, su mejor inspiración, la más humana y la más tierna, la de Voltaire, Montesquieu, Rousseau y algunas veces también la utópica de Bernardin de Saint- Pierre, se expusieron aquí. Disidentes en tantas cosas, los jefes de la Revolución están perfectamente de acuerdo sobre los dos puntos esenciales: 1°) nada hay más útil que lo justo, 2°) lo más sagrado es la vida humana. Leed a Adrien Duport, leed a Brissot y a Condorcet, leed a Robespierre (en la Constituyente), el acuerdo es perfecto. “Hagamos al hombre respetable ante el hombre”. Esta gran frase de Duport es el pensamiento de Robespierre en su discurso contra la pena de muerte. Quiere, al menos, que para condenar haya perfecta unanimidad entre los jueces. Brissot, antes de 1789, había publicado un libro sobre las instituciones criminales, inspirado en el espíritu de Beccaria, en la dulzura de los cuáqueros americanos, que acababa de visitar. Condorcet va más lejos de sus últimos escritos. Espíritu profundamente humano, sus propias desgracias no sirven más que para ahondar en él el amor a la humanidad, la piedad, el amor universal de la vida; confía en que gracias al progreso de las ciencias el hombre, en un futuro, llegará hasta suprimir la muerte. El hombre, bien, pero ¿y los animales? Morirán siempre. Su muerte es necesaria para la vida general. Condorcet se entristece con las últimas palabras que escribe. Su muerte quedará como una luz fatal del mundo; no puede consolarse. ¡Ah, dulce genio de Francia y de la Revolución!< ¡Que no pueda romper la pluma y terminar aquí este libro! La humanidad en la Justicia no es una idea que flota, sino fundamentada, la Justicia es la reina absoluta; he aquí el credo, la fe de esta nueva era, su símbolo tres veces santo, más aún que el de Nicea. “El derecho, ha dicho Mirabeau, es el soberano del mundo”. Robespierre: “Nada es justo más que lo que es honesto; nada es útil más que lo que es justo” (16 de mayo de 1791). Y Condorcet (25 de octubre de 1791): “Es un error creer que la salvación pública pueda condenar una injusticia”. Durante el año 1792 continúa el mismo lenguaje. Todos caen entonces en la tentación. Se levanta el peligro por todas partes, como necesidad terrible; la amenaza de Europa, las traiciones de los de dentro. Ya se habla menos de justicia. Todos se dicen en voz baja: “¿Qué se sabe? Vamos a perecer sin duda si somos justos ahora. Salvemos a Francia hoy y ya seremos justos mañana”. La Gironda hace los primeros intentos y perece la primera. La duplicidad de la corte le enseña su verdadera situación. Juzga a su rey, que le juzga a ella; tratando con él se quebranta. El honor aquí está comprometido. Aún existe humanidad, respeto a la vida. Viendo la segunda tentativa, la invasión de septiembre, ¿qué dirán los filántropos? Sobreviene después el proceso del rey, la ocasión de aplicar la justicia o desacreditarla. ¿Ha de perecer él para ser justos? ¿Perecer? Pensemos serenamente en que no se trata de juzgar hechos que no han producido más que un daño sencillamente individual, no sólo daño a la patria. Si temió el rey a la Francia revolucionaria, no fue por Francia en sí. Apóstol y depositario de los derechos comunes del género humano, conducidos a través de los mares, entre las más terribles tempestades, ¿podía Francia tener la suficiente sangre fría para abandonarlos sobre las crestas de las olas? Esta luz tan esperada, ¿había de extinguirse con Francia en su común naufragio? Esta tenía derecho a vivir, viendo que su muerte era la muerte de la humanidad. Todo esto, sin embargo, tiene aún algo de hipotético. Lo que resulta evidente, incontrovertible, es que Francia quiso salvar la primera y la última palabra de la nueva ley que le dio al mundo: la Justicia. Esta nueva ley se condensaba en muy pocas palabras: la humanidad exige derecho y justicia absolutos. Justicia ciega al interés, sorda a la política. Justicia ignorante, divinamente ignorante de las razones del hombre de Estado. ¡Ah! Jamás pueblo alguno sufrió tan terrible prueba como Francia ni fue sometido a tan espantosa tentación. Ioven todavía, sin experiencias de la nueva ley, al principio de una nueva vida, sin tiempo aún para afirmar su corazón y su conciencia en el derecho, aparece una mañana frente a esta prueba. ¿Qué hubierais hecho todos vosotros, los que calculáis fríamente estas cosas? Ni uno solo de vosotros hubiera dejado de gritar con humana y heroica fe: “¡Que muera Francia! ¡Que perezca el género humano, cuando se iba a recoger la cosecha de la Justicia! ¡Viva la Justicia, pura, abstracta, viva, como sea! Ella marchará inviolable, inmaculada. ¡Ella sabrá construir un mundo para reinar!”. ¡Fe terrible, más grande quizá de lo que se puede esperar de la naturaleza! ¡Despreciar toda cosa calculada! ¡Ver si la Revolución, desligada de la política, podía vivir! Nuestros padres no profesaban esta fe. Pero ¿quién la hubiera tenido? Creyeron ellos que salvaban a Francia y le dieron su salvación, la fortaleza de su alma, el temple de los sentimientos de su corazón, su honor, y más aún, sus principios. No vieron en ese momento, ni nadie podía vislumbrar lo que hoy se ve y que hemos dicho más arriba: que la Revolución, sumergida, se construyó una base sólida y profunda. Estaba fundada dos veces: en la tierra y en la fe del pueblo. Éste, sorprendido por la tempestad en uno de los fuertes del dique de Cherburgo, vio cómo sobre su cabeza, hendiendo el espacio, pasaba la espantosa nube, pero no advirtió que bajo sus pies tenía una base que se ríe del mar: la inmóvil y sólida montaña de granito de la Revolución. Tres mil millones de propiedades vendidas y divididas hasta lo infinito. Millones de espadas arrojadas, rotas. ¡He aquí lo que llamo la base, el granito de la montaña! Una montaña viviente. Si hace un movimiento, tiembla el mundo. No hay necesidad de que Francia sea bárbara o débil ante el temor a los sacrificios humanos. Debía ser justa. ¿Clemente? No, el momento era crítico, de infinitas revueltas y gravísimos peligros. Hacía falta una justicia acerada y fuerte, pero una justicia al fin. Robespierre dijo en uno de sus discursos de enero que su corazón había dudado. Lo creo, verdaderamente. Palabra escapada de su corazón, de la naturaleza, de un alma torturada por ella misma. Sí, dudó, cuando por la muerte de un hombre culpable comprendió que se abría a la muerte un ancho camino en el que ya no se detendría. En los primeros meses de 1792 Robespierre y todo el mundo hablan aún de humanidad. La tinta de sus discursos ardientes, sinceros, aún no se había secado sobre el papel en que proclamaban la fuerza inviolable de la vida humana. Lo repetían los montes, y el eco aún no se había extinguido. ¡Cuanto más nobles eran estas palabras, mayor era el sufrimiento de quienes habiéndolas pronunciado iban a pasar tan rápida y bruscamente de la civilización, de la humanidad, a la barbarie! Francia fue cogida, ardiente de bondad, de bienestar universal, elevada por una mano de hierro y arrojada a la fría región de los muertos. La discusión comenzó el 13 de noviembre. Pétion pidió previamente que se discutiera si el rey era inviolable. Pregunta inepta, que causó a la derecha de la Gironda grandísimo daño, haciéndose sospechosa desde este momento, en el proceso del rey, como si quisiera hacerlo abortar. La inviolabilidad era una cuestión olvidada, perdida. ¿Cómo podía ignorar Pétion los ejemplos de tantos siglos y de tantos hechos precedentes? Se sabía que existía una Constitución, la de 1791, compuesta por leyes antiguas, cargadas de años y achaques, enterradas en las catacumbas de la historia entre Licurgo y Minos. En cuanto a la inviolabilidad, no se acordaba nadie. Para que resultara más manifiesto el error cometido por Pétion, no le faltaba más que lo hubieran apoyado los realistas. ¿Los había en la Convención? Uno de la Vendée se presentó, audaz y trémulo, y dijo que el no defendía a Luis XV l, pero que a pesar de tod as sus equivocaciones, el rey era inviolable. Principios torpes y funestos que no sirvieron para otra cosa más que para anular y comprometer a una buena parte de la Asamblea, la mitad. Estalló la indignación en las tribunas del pueblo de un modo formidable y la sangre del 10 de agosto comenzó a hervir. Los exaltados produjeron gran alboroto. No había en la Montaña ni sesenta que quisieran la muerte del rey, pero desde el momento en que los insensatos campeones de la inviolabilidad quisieron cubrirla con el manto de la ley, los sesenta se convirtieron en ministros de la indignación pública y se vieron seguidos por una muchedumbre. La moderación y la clemencia eran ya imposibles. ¿Quién lleva la cuchilla? Los jefes de la Montaña se abstuvieron, se quedaron en sus bancos. La cuchilla de la Montaña fue empuñada por Saint-Just. Se necesitaba un hombre nuevo, sin que adornara su vida ningún precedente filantrópico, que no hubiera pronunciado jamás una palabra de dulzura ni de piedad, que hubiera hecho caso omiso de las nobles discusiones de la Asamblea en las que se juró el respeto a la vida y sangre humanas. Saint-Just subió lentamente a la tribuna y pronunció sin apasionarse, un discurso atroz. Dijo que no convenía extenderse mucho en el proceso del rey, que lo que había que hacer era matarlo. Hay que matarlo, ya no hay leyes para juzgarlo; él mismo las ha destruido. Hay que matarlo, como a un enemigo; no se juzga más que a un ciudadano; para juzgar al tirano, primero hay que hacerle ciudadano. Hay que matarlo, como a un culpable, sorprendido en flagrante delito, con las manos manchadas de sangre. La realeza es, desde entonces, un eterno crimen. Un rey está fuera de la naturaleza; entre el pueblo y el rey no hay relación humana. Vemos que Saint-Just se preocupa poco por unir todas estas razones, estos medios; los toma prestados indiferentemente a sistemas contrarios; todos los medios son buenos para matar al rey. Tenía dos frases terribles, dos ultrajes violentos, sanguinarios: “Llegará un día en que los hombres alejados de nuestros prejuicios, se asombrarán de la barbarie de un siglo para el cual fue cosa sagrada juzgar a un tirano<”. Y por una odiosa irrisión: “Se intenta agitar la piedad, se comprarán a buen precio las lágrimas como en los entierros de Roma<”, etc. El día en que la piedad adopta una figura burlesca, comienza la etapa de la barbarie. Saint-Just había obtenido de la Montaña y de Robespierre la terrible iniciativa de dar este primer golpe. Pero estamos tentados de creer que su discurso no fue comunicado. Llegó a decir en dos pasajes que ni siquiera el pueblo podía obligar a ningún ciudadano a que votara por el perdón del tirano, porque cada uno en este asunto era juez; recordaba Saint-Just que, para juzgar a César, no hicieron falta más formalidades que dar veintitrés puñaladas, etc., etc. Y terminaba aconsejando a la Asamblea que juzgara con rapidez. Era de temer que algún individuo de la Asamblea se creyera autorizado por las violentas palabras de Saint-Just, a ser juez y verdugo. También lo temía el propio Robespierre y en su discurso (3 de diciembre) dijo que era necesaria una detención y que no hacía falta advertirlo. Pudo comprenderse desde entonces que el joven Saint-Just no sería un discípulo de Robespierre, sino que acelerando su paso se adelantaría al mismo Robespierre, llegando a constituir una peligrosa competencia. Y esto llegó sin necesidad del golpe de termidor. La atrocidad del discurso tuvo un éxito asombroso. A pesar de las reminiscencias clásicas que se observan en su discípulo (Luis es un Catilina, etc.) nadie mostraba deseos de reírse. El modo de declamar de Saint-Just no era vulgar; se notaba en el joven orador un verdadero fanatismo. Sus palabras lentas, mesuradas, causaban el deslumbramiento del cuchillo de la guillotina. Por un contraste raro estas palabras salían fríamente, despiadadamente, de una boca que parecía femenina. Sin sus ojos azules, fijos y duros y sus cejas fruncidas, Saint-Just hubiera podido pasar por una mujer. ¿Era la virgen de Tauride? No; ni los ojos, ni la piel blanca y delicada dejan en el espíritu sentimiento de pureza. Esta piel, muy aristocrática, con un carácter singular de blancura y transparencia, parecía muy hermosa y dejaba la duda de si Saint-Just estaba sano. La enorme corbata atada, que solamente llevaba entonces, hizo decir a sus enemigos, puede que sin causa, que ocultaba la escrófula69. El cuello estaba como suprimido por la corbata y por el alzacuello alto y tieso; efecto llamativo, tanto más cuanto su talla elevada no hacía suponer tan corto cuello. Tenía la frente muy baja y la cabeza como deprimida, por lo que los cabellos, sin ser largos, le llegaban hasta los ojos. Pero lo más extraño era su paso, de una rigidez automática que a nadie semejaba. La rigidez de Saint-Just era característica. ¿Revelaba altanería, orgullo, altivez calculados? Poco importa. Intimida y por ello no resulta ridícula. Se comprendía que un hombre inflexible en sus movimientos lo fuera también en sus palabras. Lo mismo cuando pronunció su discurso contra el rey, que cuando habló contra la Gironda, se movió de una pieza hacia la derecha y no hubo nadie que no sintiera el frío del acero. Debemos saber quién es este joven que para su debut escogió el fúnebre papel de hablar en nombre de la muerte, en nombre de la venganza del pueblo, quien por encima de la Montaña, por encima de Robespierre, imponía a la Asamblea el asesinato político. Sus precedentes contrastaban fuertemente con esta audacia. Había publicado Mis pasatiempos o el nuevo Organt de 1792, por un diputado de la Asamblea Nacional, poema que imitaba a La Pucelle de Voltaire. Esta obra, que tiene sin embargo, algún mérito, murió apenas hizo su primera aparición en 1789 y su segunda aparición en 1792. La terrible celebridad de que gozaba entonces su autor no le sirvió al libro. Sus amigos fueron, se puede creer así, los más empeñados en enterrarlo. Saint-Just nació en Nièvre, una de las más rudas regiones de Francia y que ha producido más de un hombre de savia áspera y amarga (Bèze, entre otros, el brazo derecho de Calvino). Su padre era un soldado afortunado, uno de esos militares del antiguo régimen que después de una larga vida de esfuerzos obtienen la cruz de San Luis y acaban siendo nobles. Todo este esfuerzo acumulado se resumía en Saint-Just. Nació serio, ásperamente laborioso; esto se observa en sus cuadernos de estudiante, que todavía existen. El que tengo a la vista prometía un espíritu exacto, un poco pesado, llamado a los trabajos de erudición. Es una cansada historia del castillo de Coucy. Su familia tenía bienes en Aisne (Blérancourt), cerca de Noyon. Enviado a Reims para estudiar derecho, el joven no encontró en estas escuelas, vergonzosamente deficientes entonces, más que vacío, aburrimiento y malas costumbres. De vez en cuando hacía un viaje a Blérancourt y hacía (si hemos de juzgar por los versos que entonces escribía) la vida de los jóvenes gentilhombres de campo. Una vez le absorbió una idea y escribió un poema70. El autor valía mucho más que la obra. No había nacido para cultivar la poesía. Poseía el gusto natural por las grandes cosas, una poderosa voluntad, un alma elevada y emprendedora. Se devoraba a sí mismo en esta vida de tedio. Se dice que en Reims pintó su dormitorio de negro con lágrimas blancas y que pasaba largas horas en esta especie de sepulcro creyendo que había muerto ya en la antigüedad. Los seres heroicos de la antigua Roma visitaban con mucha frecuencia esta cámara, penetrando en la fogosa alma de Saint-Just. Este repetía con frecuencia: “El mundo ha quedado vacío después de los romanos”. Saint-Just sentía vehementes deseos de llenarlo. Para salir de la provincia y vivir al día, se dirigió al brillante periodista de Aisne, a Camille Desmoulins; este, de una naturaleza contrapuesta a la suya, no hizo una gran acogida al altivo estudiante; no vio en Saint-Just más que fatuidad y pretensión; no encontró ni al romano ni al poeta; Camille Desmoulins se burló de los dos. Saint-Just se quedó nuevamente con su soledad, irritado, impaciente, indignado de permanecer aún en la oscuridad leyendo sus Plutarco, Sila, Mario71. Se le presentó una magnifica ocasión. Saint-Ju st había recobrado sus ánimos. Blérancourt iba a perder un mercado que era su vida. SaintIust escribió a Robespierre sin conocerlo, rogandole que apoyase la reclamación del pueblo. Ofrece dar sus escasos bienes, todo lo que tiene, a la propiedad nacional. ¿Fue aceptada la oferta? Lo ignoro. Lo cierto es que Robespierre, que amaba a las gentes desinteresadas, aceptó desde entonces al joven que entregaba sus bienes tan noblemente, sin reservas ni escrúpulos. Fue feliz cuando pudo situar en el Aisne a Saint-Just, fanático suyo, para que se opusiera a los hombres de este departamento, a Condorcet, que detestaba, y a Camille Desmoulins, poco seguro. Por esto fue, sin duda alguna, y empleando su poderosa influencia, por lo que Saint-Just fue nombrado a los veinticuatro años miembro de la Convención. El presidente del cuerpo electoral, lean Debry, protestó en vano. La magnitud de los sucesos y el desinterés con que procedió Saint-Just, fueron como una revelación. Si su poema reaparece en 1792 no es por Saint-Just, sino por el librero. El autor parece purificado. Llegó lleno de elevadas ideas. Vivía en la intimidad de Robespierre, participaba de su austeridad. Participaba de sus desconfianzas y sus odios, adoptando también el carácter de un áspero censor, de un purificador despiadado de la República. El programa que el mismo Robespierre dio en las elecciones de París, recibido por los jacobinos, depurar la Convención, era el pensamiento de Saint- Just. Entraba en la Asamblea y miraba a todas partes como si escogiera a quienes debían morir y quienes debían vivir. Así se sentía en su primer discurso, persiguiendo al rey, amenazando a la Convención, haciendo a la vez el proceso de Luis XVI y el de los jueces que dudarían antes de condenarlo. Para él había ya acusados que debían separarse en distintas categorías. Aseguraba Saint-Just que sólo la muerte del tirano podía asegurar la unión de Francia. “Unos sienten miedo, decía, otros lástima por la monarquía. Otros temen un acto de virtud que sería un lazo de unidad para la República”. Los cimientos para la unión han de ser, pues, de sangre. Lo que Callot se aventuró a decir en la sociedad de los Jacobinos, el joven y grave SaintJust, que se sentaba cerca de Robespierre, lo repetía, lo proclamaba en el seno de la Convención. La sangre era la prueba, el signo fatal que sólo debían reconocer los patriotas. Este discurso ejerció en el proceso un efecto enorme, un efecto que ni el mismo Robespierre pudo adivinar y dio ocasión a su discípulo para que en adelante llevara la bandera más lejos todavía. La violenta brutalidad de la idea, la forma clásicamente declamatoria, la dureza magistral de su discurso, todo impresionó a las tribunas. Sintieron la mano del genio y temblaron de gozo. Hasta entonces sus ídolos habían sido los habladores, los pedagogos de la oratoria. Ahora era un tirano. La Gironda sonrió para asegurarse. Aparentó no ver en el joven SaintIust más que al estudiante. Brissot en El Patriota lo elogia: “Entre ideas exageradas que revelan los pocos años del orador”, encuentra en su discurso “luminosas ideas, un talento que puede honrar a Francia”. Joven o no, exagerado o no, tuvo el poder de dar el tono para todo el proceso. Él determinó el diapasón. Dio la tónica. Se continuará cantando al tono de Saint-Just; apenas si se osa aventurar una palabra de moderación. El primer orador, Fauchet, no encuentra, para salvar al rey, más que esta razón piadosa, ridículamente hipócrita: que sus crímenes son tan grandes que su muerte resultaría un castigo muy dulce; se le debía condenar a vivir. 1792)
Barère intimidado se inclina a la izquierda (5 de noviembre).—Fuerte
posición de Cambon.Quiere la guerra universal y la revolución territorial.—Cambon, hostil a Robespierre, a la Comuna.—Es atacado por los jacobinos, los curas y los banqueros.—Sus peligrosos intentos de que Dumouriez revolucione Bélgica ( 15 de noviembre).—Es denunciado a los jacobinos (16 de noviembre).—Robespierre a favor de los curas y contra Cambon.—Su artículo contra Cambon.—Le pide que reprirna y limite la guerra.—Saint-Just ataca al asignado y a Cambon (29 de noviembre).—La Gironda no apoya a Cambon.— Cambon no se somete a los jacobinos, pero los aventaja.—Proclama la guerra revolucionaria (15 de diciembre).—Limita el poder de los generales.—Danton apoya el decreto de Cambon.—En adelante Cambon se sienta a la izquierda.—Cambon y sus amigos votaron la muerte del rey.
La derecha estaba profundamente quebrantada por la audacia
de la Montaña. ¿Quién podía imaginar que componían el centro quinientos diputados, de setecientos cincuenta aproximadamente, con que contaba la Asamblea? Esta masa muda y pesada era sólida como masa; en su número, en su silencio, encontraba su seguridad. ¿Cómo influir sobre ella? Directamente era imposible, pero podía ser indirectamente, atacando a los hombres más importantes y que figuraban como jefes de sí mismos, independientes, que actuaban una vez en la derecha, otra en la izquierda, según su libre opinión. Llamémosles neutros. Hablo especialmente de dos personas: del orador flexible y fácil, Barère, muy agradable, muy estimado en la Asamblea, y del hombre importante a quien esta obedecía dócilmente en las cuestiones financieras, el temible Cambon. Si estos dos hombres figuraban en la izquierda, era de esperar que el centro, especie de amontonamiento de diputados, se sumara íntegro, en breve, a la izquierda también. El mismo día (5 de noviembre) en que en un momento de la más afortunada audacia, deslumbró a la Convención, salvó a Robespierre, mortificándolo y abatiéndolo, tembló por su éxito y corrió por la noche a la sociedad de los Jacobinos a explicar sus palabras y a demandar gracia. Sucedió a Callot que elogiaba la fecha del 2 de septiembre y afirmaba que esta sintetizaba el credo de los jacobinos. Barère manifestó que sus opiniones eran como las de Collot, y que, en efecto, el 2 de septiembre “tenía mucho de bueno a los ojos de los hombres de Estado”. Barère temía ser vencido por dos puntos peligrosos. Por una parte, su nombre constaba en las cartas de Laporte al rey, comprometiéndose (en febrero de 1792) a escribir un informe puramente realista en la cuestión de competencia. Por otra, sus relaciones íntimas con madame de Genlis le daban un título de la casa de Orleáns, el de tutor de la linda Pamela, hija natural del príncipe, que se educaba con sus hijos. Barère, joven espiritual, ligero de costumbres, de carácter, estaba muy lejos de merecer este título, que siempre revela gravedad en quien lo tiene. ¿Cómo se le retribuía? ¿En dinero o en amor? No se sabe72. Lo que resulta innegable es que a consecuencia de los violentos ataques que la Gironda dirigía a la casa de Orleáns, Barère, temiendo verse perdido, se escondió al fondo mismo de la izquierda, en el seno de la Montaña, y en el proceso del rey, se convierte en una especie de procurador general contra él, resume las opiniones de todos y pide la muerte del rey en sus conclusiones. Cambon era un hombre distinto y difícilmente se le podía atemorizar. Estaba fuertemente asentado en la Convención, representando la importante cuestión de los asignados y la venta de los bienes nacionales, cuestión eminentemente revolucionaria que removía el fondo de la tierra, cambiando sus condiciones de arriba abajo. La fuerza de este problema arrastraba a Cambon, deseando la guerra a todo trance (contrariamente a Robespierre), para difundir por todas partes el asignado. Los girondinos igualmente deseaban la guerra y la liberación de todos los pueblos; solamente por un excesivo respeto a la libertad, funesto para la propia libertad, querían dejarles libres de decidir si ingresar más o menos en la Revolución. Cambon no secundaba estas reservas ni sufría semejantes indecisiones; ansiaba una revolución profunda en toda Europa; una revolución territorial; quería, según la frase de Adrien Duport, labrar el suelo profundamente. No aceptaba componenda alguna ni con girondinos ni con jacobinos; se sentía más que jacobino en la cuestión de la guerra, más que girondino en el espíritu de invasión, de nivelación común, de asimilación de los pueblos a la Francia ordenada y nivelada. El genio de la gran revolución agraria que residía en él le hacía indiferente, despreciativo hacia todas las entidades políticas. ¿Compartir la tierra significaba para él distribuirla entre los trabajadores? ¿Regalarla? No. Esta división significaba la venta, la venta a bajo precio y por anticipado, de modo que resultara siempre la prima del trabajo hecho o del trabajo por hacer. Su idea constante, fija, que era también la que sustentaba Danton, era revolucionar completamente Bélgica, transformarla vendiendo todos los bienes eclesiásticos o feudales en provecho de la guerra, nivelar el país. “Entonces —le dijo una vez Dumouriez en una conferencia que celebraron—, ¿vos queréis aparentemente que ellos sean como nosotros, miserables y pobres?”. “Sí, señor, precisamente —replicó sin inmutarse Cambon—. Que sean miserables como nosotros, pobres como nosotros; entonces se asociarán a nosotros y los recibiremos<”. “¿Y después?”. “Después iremos mucho más lejos; iremos nosotros delante de nosotros mismos; toda la tierra hecha a nuestra imagen será la Revolución”. El general retrocedió: “Es un loco furioso”. La locura de la Revolución: aquí estaba la sabiduría, la prudencia. La Revolución no haría nada, no sería útil si no lo transformaba todo. Su primera condición para ser imperecedera era la de ser universal. Su segunda era la de profundizarlo todo, tocándolo todo en la propiedad, cimentándose en la tierra. La genial violencia de esta teoría, que era la Revolución adquiriendo forma palpable y material al atacar los intereses territoriales, parecía una pirámide, ruda, inatacable, levantada en medio de la Convención. Faltaba encontrar el hierro o la lima que mordiera su granítica mole, atacándola por su base y derrumbándola. Robespierre daba vueltas alrededor de esta mole para perforar sus fundamentos. Le vemos todavía emplear la puntiaguda cuchilla de Saint-Just para esta dificilísima obra. Por granítico que fuera Cambon, como idea, como principio, era al fin un hombre de carne, y por ello, destructible. Daba pie a ello sobre todo por el furor que despertaban en él los obstáculos, el odio a los falseadores de la República, la cólera contra la charla interminable, la insuficiencia de los recursos, la inmensidad de las necesidades, el clamor de un mundo infinito que llamaba a todas partes. El vértigo de esta situación no turbó su sereno espíritu, pero le mantenía en un estado de violencia y cólera continuos. Llevaba en el alma recuerdos que le ulceraban, que le humillaban, como el de que la Legislativa podía haber sido anulada, aterrorizada el 2 de septiembre. Se impuso a la Comuna, la que antes de esta época había amenazado a la Asamblea por el órgano de Robespierre. También cuando Louvet recordó estas escenas fúnebres con el apoyo de la Convención y de una parte de los girondinos, Cambon no pudo contenerse, y lanzándose desde su banco hasta el medio de la sala, gritó a Robespierre enseñando los puños: “¡Miserable! He aquí el decreto del dictador”. Inflexible a cuanto decía la Comuna, Cambon respondía: “¡Vuestras cuentas! ¡Entregad vuestras cuentas inmediatamente!”. A través de todas las crisis fue imposible retroceder un paso, hasta que en el mes de marzo se abrió la información que tan tristes confesiones escuchó de Sergent73. Contra Cambon existía una hostilidad general, singular, extraordinaria. La Comuna quería perder con él a su principal acusador. Los jacobinos querían anularlo. No le perdonaban su ausencia, su alejamiento de la Sociedad, el olvido en que aparentaba tenerla. Los curas querían inutilizarlo. Vendía sus bienes en Francia y quería venderlos también en Bélgica. Pero los más furiosos enemigos de Cambon y su asignado eran los banqueros. La banca, derribada en Bélgica, amenazada en su capital, quiero decir, en Holanda, incluso en Inglaterra, se agitaba contra él moviendo sus brazos invisibles. Cambon los sentía por todas partes, pero no podía descubrirlos. Todo lo que vislumbraba desde las ventanas de la Tesorería era el Perron, los mercaderes de plata del Palais Royal, corredores de sangre y de dinero. Los veía, incluso bajo sus propias ojos, tramar a su antojo, sembrar falsas noticias, desacreditar el asignado, matar a Francia. Los veía allí y a menudo intercambiaba con ellos miradas de odio y de furor. Adoptó una actitud violenta contra el mundo del dinero, de la banca. Se jugó su cabeza. Decidió, el día 15 de noviembre, que cesara la antigua administración para los suministros del ejército y que comenzara la nueva administración el primero de enero. Durante seis semanas, por virtud de este decreto, el ejército sería lo que pudiera ser. Dumouriez gritó. Dijo que Cambon estaba loco. Cambon sabía que un ejército establecido en la nación más grande del mundo no podía perecer; creyó que por su destreza, obligaría a que se tocaran los bienes eclesiásticos y feudales, estableciendo los asignados. Esta cuestión tan sumamente grave, sobre la cual dudaba la Convención, fue zanjada por la necesidad. Bélgica, a pesar de Dumouriez, se había transformado desde el fondo a la superficie. El ambicioso general, que deseaba que Bélgica fuera lo que había sido, con su clero, sus nobles, su viejo sistema gótico, se arregló con este clero, esta banca, queriendo vivir sin hacer la Revolución. Cambon se encontró en una situación terrible, después de haber arriesgado al ejército y haber concitado contra él lo que nunca hubiera creído, las tres grandes fuerzas del mundo: la banca, los curas y los jacobinos. Los jacobinos creyeron que había llegado el momento y que este hombre, a quien ninguna persona pudo hincar el diente, estaba en sazón ya, se reblandecía, se ponía en condiciones de ser mordido. El 16 de noviembre un miembro del comité de hacienda, un colega de Cambon, lo denunció a la sociedad: “Se ha creído a Cambon enemigo de los banqueros, de los agiotistas y se ha cometido una equivocación. A estas gentes no se les hiere más que con el impuesto mobiliario y Cambon quiere eximirlo. Quiere suprimir las patentes. Un proyecto presentado por él suprime asimismo el salario que el Estado da a los sacerdotes. ¿Qué medio hay más eficaz para irritar al pueblo, para preparar la guerra civil?”. En realidad, el completo aniquilamiento de la industria, la clausura general de los comercios, hacían que el impuesto sobre patentes fuera poco productivo. El impuesto mobiliario rendía poco. Los ricos o se habían marchado o se habían empequeñecido y humillado. El impuesto no sabía dónde atraparlos. Al contrario, nada hubiera sido más razonable que impulsar el impuesto sobre la propiedad en un momento en que sufría un cambio tan favorable. El nuevo propietario, deslumbrado por su adquisición, era demasiado dichoso poseyendo la tierra. En cuanto a los curas, Cambon había tomado su partido. Creía, no sin razón, que los curas, incluso juramentándose, siempre son curas. Se ha visto la facilidad con que la Iglesia, que se creyó algunas veces revolucionaria, se sometió a los juegos del papa. Las tres cuartas partes de esta gran masa de clérigos eran enemigos de la Revolución y constituían su principal obstáculo; la otra parte, sin autoridad moral y sin fuerza, era un apoyo débil sobre el que la Revolución no podía reclinarse sin peligro de darse un batacazo. Cambon, que había vivido mucho tiempo a la puerta de la Vendée, creía que esta cuestión de salario no produciría crisis alguna. Danton opinaba lo contrario. Temía que estas economías fueran el pretexto para la erupción. Para Robespierre era esta cuestión un apoyo excelente. Se ha visto que durante el período de la Constituyente fue el defensor de los curas. Era este uno de los puntos menos variables de su política; fue fiel a él aun en pleno Terror; por ellos, por mantener su antiguo culto, atacó a Hébert y a Chaumette. Los curas agradecieron infinitamente este sacrificio y siempre confiaron en él. Fuerte base para un político asentarse a la vez sobre las únicas asociaciones que existían en Francia: actual jefe de los jacobinos y dueño de la sociedad eclesiástica, siempre fuerte. Este papel, sin embargo, tenía sus peligros. Robespierre, al atacar el proyecto de Cambon, mostró una excesiva prudencia. No habló, escribió. En una Carta a sus comitentes alegó contra el proyecto razones puramente políticas, recordando que los antiguos legisladores habían preparado los prejuicios de sus conciudadanos y aconsejando “que se esperase el momento en que las bases sagradas de la moralidad pública pudieran ser reemplazadas por las leyes, las costumbres y la luz”. Después parece que fía poco de la fe del pueblo hacia el viejo culto: “No pagar este culto o dejarlo perecer es más o menos lo mismo”. Hacia el fin de la carta desliza un ataque a Cambon, directo, personal. Si quiere economizar puede hacerse por otro lado. Dice: “Serían de tal suerte que imposibilitarían las depredaciones del gobierno< tales que no dejarían a uno solo la administración casi arbitraria de los inmensos dominios de la nación, con una dictadura tan ridícula como monstruosa”. Las palabras administración y dominios eran muy intencionadas. Cambon nunca quiso administrar nada, ni tuvo entre sus manos la menor parte de los dominios de la nación, ni manejó un solo céntimo del Estado. Vigilaba solo. Eso era todo. Era, si puede decirse así, censor general de las finanzas, de mirada despiadada y severa, siempre abiertos los ojos sobre las cuentas, los suministros, etc., etc. Estas palabras completamente inexactas, administración y dominios, estaban hábilmente combinadas para despertar la imaginación. Todo vago; ninguna acusación precisa. Pero esto originaba comentarios suspicaces; el público podía añadir: “Robespierre no lo dice todo; se ve que alude a Cambon. No importa; se adivina fácilmente que un hombre que administra toda la riqueza pública no puede empobrecerse<”. Hipótesis más naturales que el reproche de administrar arbitrariamente los dominios, precedido a dos líneas de distancia por la palabra depredación< No le falta arte a todo esto. Emplear el hierro y el fuego para derribar un roble es un procedimiento grosero, es hacer ruido, resplandor. Más mérito tendrá quien al pasar coloque un gusano en su raíz. Podrá seguir su camino, desempeñar sus negocios. El gusano continuará también, tácitamente, lentamente, su obra de destrucción. La carta aconsejaba además, si se quería economizar, “fijar sabios límites a nuestras empresas militares”, entrando en el templo de las equivocaciones políticas, que nos hacen suponer si este gran táctico del club carecía de genio revolucionario. ¡Contener una revolución semejante en unos límites sabios y prudentes! Eso equivale a amurallarla, a encerrarla, cosa imposible, injusta y ridícula. La Revolución pertenece al mundo. Nadie puede intentar circunscribirla. Debe perecer o extenderse infinitamente. Es una idea ridículamente infantil la de decirle al Etna: “Tú harás erupción pero hasta cierto punto<”. Es tratar este terrible volcán como esos pequeños pozos de fuego que en China se usan para las necesidades domésticas, pequeños volcanes inocentes que no tienen más empleo que calentar las marmitas. Robespierre, como era habitual en él, no indicaba para solucionar los daños públicos más que remedios muy vagos. Se ha de temer a la intriga; hay que evitar medidas mezquínas, tener vistas generales y profundas. Nunca descendía al terreno escabroso, difícil de las vías y de los medios. Dejó este cuidado al aventurero Saint-Just, quien el 29 de noviembre, en una ocasión en que se discutía apasionadamente sobre la cuestión de las subsistencias, atacó al sistema de Cambon, a toda la economía de aquel tiempo, especialmente a la del asignado. La Convención prestó a este discurso benévola atención. La transportó a un mundo diferente a donde había vivido fatigada; un mundo fijo y sin movimiento, una economía política cuyo primer punto era que la tierra no podía ser objeto de comercio. Era el principio inmueble de antiquísima legislación, adoptado por nuestros filósofos Licurgo y Mably. Todo esto dicho con notoria autoridad, con una gravedad poco común, un estilo sentencioso, imperioso, de temple brusco y fuerte, de efectos como los de Montesquieu. De vez en cuando, entre las utopías, cosas de muy buen sentido práctico, revelando que el joven orador había vivido en los campos y había hecho un acabado estudio. Se inquietaba, por ejemplo, por la inmensidad del terreno inculto, por la disminución de bosques, de pastos y de ganado. Pero sobre la causa real de la carestía de subsistencias, se equivocaba acusando al asignado y a la resistencia que opone el campesino a recibir el papel. Este papel era recibido; no perdía mucho en el comercio y se le podía devolver al Estado, sea como pago de impuestos o para comprar bienes nacionales. La carestía se originaba en los obstáculos que las comunas ponían a la circulación de granos y en la avaricia de los campesinos, que conservaban, esperando vender más caro al día siguiente, adquirir, como ellos decían, “todo un campo por un saco de trigo”. ¿Qué remedio económico proponía Saint-Just a los inconvenientes de la época? El antiguo remedio de Vauban, el impuesto en especies, en géneros. Sin examinar todo lo que este sistema tiene de complejo, sus dificultades prácticas, es bastante el observar la lentitud que imprime a la marcha del Estado. Era en el momento de la crisis más terrible, de las necesidades más urgentes, cuando ni el metal ni el asignado encontraban amplio desarrollo; era, repetimos, proponer la inercia de las sociedades bárbaras. Era aconsejar la parálisis, el hombre que pide a Dios alas para correr a salvar su casa que se incendia. Al día siguiente, Brissot, en El Patriota, hizo este elogio del discurso de Saint-Just: “Saint-Just trata la cuestión a fondo bajo todos sus aspectos morales y políticos. Despliega las facultades de su espíritu, filosofa y honra su talento defendiendo la libertad del comercio” (n° 1.207, pág. 622). Este elogio, obra insensata de un aturdido, dado por el más importante de los hombres de la Gironda al adversario de Cambon, debió demostrar a este que no podía esperar apoyo de la derecha. La reclamación del joven orador fue acogida por él sin darse cuenta de que su discurso volvía del revés la piedra angular de la Revolución: el asignado. Conmover la fe apoyándola sobre una base de papel, haciéndola vacilar durante aquella crisis, cuando existían necesidades tan imperiosas y cuando en realidad no se proponían medios serios de sustitución, era una gran ligereza, una asombrosa ignorancia de la situación. Triple falta. Robespierre quería una guerra pequeña, limitada; le descorazonaba la gran guerra de la revolución universal. Saint-Just desgarró el papel que representaba esta guerra, inmovilizaba la tierra movilizada por el asignado, cortaba las alas a la Revolución. ¿Y qué decía a todo esto la Gironda? ¿Anatematizaba la guerra y el asignado? ¿La Gironda? Cosa increíble, aplaudía. Existía una rivalidad enfadosa, una envidia interior poco edificante. A los girondinos les molestaba la vigilancia que Cambon ejercía sobre Clavières, su ministro de hacienda. Cambon, desligado de la Gironda, debía tomar una determinación. O marcharse a los Jacobinos como Barère, someterse a Robespierre, subordinar los negocios a las palabras y pedir consejos a la ciencia de Saint-Just, o pasar por encima de todo esto, precipitar más allá del jacobinismo el carro de la Revolución, empujar la guerra y reglamentar la conquista de modo favorable a la Revolución. No se dirigió ni a la Gironda ni a la Montaña, sino a la Convención, y contrariamente a las ideas de Robespierre, propuso el 15 de diciembre el gran y terrible decreto de la guerra revolucionaria, de la conquista, o mejor dicho, de la liberación. Nadie se opuso. La Revolución habló esta vez por sí misma. Era el segundo golpe de trompeta que sonaba en el mundo. El 18 de noviembre la Convención proclamó la guerra política diciendo que apoyaría a toda nación que quisiera la libertad. Y el día 15 de diciembre dio a la guerra un carácter social, como de defensor del pueblo, de los pobres en toda la tierra, renovando los gobiemos por medio del sufragio universal, y finalmente (Cambon lo dijo) en todo país invadido donde se tocara a somatén. El documento escrito por él en nombre de los comités (hacienda, diplomacia y ejército), es un manifiesto solemne, el testamento eterno que Francia legó al porvenir, no por un acto accidental, sino por actos que revelaban el poder de Francia cuando esta despertaba y volvía en sí. Este manifiesto es la negación del viejo régimen. “Cuando Francia se levantó en 1789, dijo: Todo privilegio de los que son menos es una usurpación; anula y sepulta cuanto se creó sobre el despotismo, por un acto de mi voluntad. He aquí lo que deben hacer todos los pueblos que quieran ser libres y merecer la protección de Francia”. “Por ella misma, por sus efectos allá donde penetre, se debe declarar francamente poder revolucionario, sin disfraz alguno, tocar a somatén< Si no lo hace así, si con palabras disfraza los actos, los pueblos no tendrán fuerzas para romper sus cadenas< Ved a Bélgica. Vuestros enemigos han triunfado, se presentan amenazadores, hablan de Vísperas Sicilianas. Vuestros amigos están abatidos; han llegado aquí temblorosos y tímidos, sin ni siquiera tener el valor de confesar sus principios, y os tienden las manos diciéndoos: «¿Nos abandonaréis?»“. “No; no es de este modo como debe proceder Francia. Cuando los generales penetran en un país, deben conciliar, unir al pueblo nombrando jueces, autoridades interinas, administradores provisionales, una autoridad nueva que destruya y aniquile a la vieja< ¿Queréis que vuestros enemigos continúen a la cabeza de los negocios? Es preciso que los sans- culottes participen en todas partes en la administración. (Trueno de aplausos) “Nuestros generales deben garantizar las vidas y asegurar la propiedad. Pero las del Estado, las de los príncipes y sus satélites, las de las comunidades laicas o eclesiásticas deben monopolizarlas (es como la fianza de los gastos de guerra), no entre sus manos, sino entre las de los administradores que nombrará el pueblo libertado”. “Deben suprimir toda servidumbre, todo privilegio, los derechos feudales, los diezmos, los impuestos tradicionales. Si son necesarias las contribuciones, no es a nuestros generales a quienes corresponde establecerlas; es a los administradores accidentales, a vuestros comisarios, que las deben implantar sobre los ricos solamente; el indigente no debe pagar nada. Nosotros no somos agentes del fisco. Nosotros no venimos a vejar a la población”. “Tranquilizad a los pueblos invadidos; garantizadles solemnemente que jamás trataréis con su antiguo tirano. Si hay algunos cobardes que se confabulen con él, Francia les dirá: ¡Faera, vosotros sois mis enemigos! Ella los tratará como tales”. Ni Robespierre ni nadie osó hacer una objeción. No podía disimularse sin embargo que un decreto de esta naturaleza declarando la guerra revolucionaria, social, la declaraba universal. Francia se declaraba institutriz de los pueblos jóvenes, se encargaba de acompañar a los pueblos en el camino de la libertad. Se fió Francia de sí misma, de su gran independencia. No creía que los esclavos debilitados por una larga prisión, con las carnes surcadas por las cadenas, parpadeando bajo la luz del sol que de repente hiere su vista, estuvieran en estado de luchar solos contra la astucia y la fuerza del viejo mundo conjurado. Temía con razón que se acobardasen y se arrojasen de nuevo asustados al mundo de las tinieblas y de la muerte. Francia gritaba con voz de trueno: “Vivid para vosotros mismos, para vuestra libertad. Si preferís la muerte, ¡jamás os lo perdonaré!”. No se hizo ninguna objeción. Solamente se añadió algo muy razonable expuesto por la Gironda. Buzot pide y consigue que en cada país invadido, los nobles, los miembros de las corporaciones privilegiadas, no puedan ser elegidos entre los nuevos administradores, con exclusión momentánea además y limitada a la primera elección. Otro girondino, Fonfrède, quería (cosa notable en un diputado de Burdeos) que se excluyera a los “banqueros, a los capitalistas, a todos los enemigos de la libertad”. Muchos amigos de Robespierre, como no osaban atacar en general el manifiesto de Cambon, se indemnizaron combatiendo la adición de Buzot. Pero Rewbell y otros de la Montaña, más razonables, la apoyaron, demostrando con hechos que si Bélgica iba mal era precisamente porque en las primeras elecciones nombró a nobles, aristócratas y curas. Constituyó a los lobos en guardas de los corderos. El decreto del 15 de diciembre desplegó al viento la verdadera bandera de Francia sobre todos los partidos. Si alguien ha podido dudar, con sólo mirar a tal club, a tal Asamblea, podría convencerse de lo que pensaba el gran pueblo, el país. Se estremecía entero sintiendo la necesidad suprema que llegaba de lo alto. El nuevo manifiesto era el de la cruzada para la liberación de todos los pueblos; anunció a los tiranos que Francia partía para salvar la tierra< ¿Cuándo terminará tal situación? ¿Cómo se detendrá? Es imposible adivinarlo. Pero si Francia se estremecía, se estremecía también todo el viejo mundo. Previeron nuestra audacia, pero no hasta tal extremo. Advirtió con terror que Francia llamaba a la alianza universal a tribus sin nombre y sin número, infinitas como el polvo, como el polvo arremolinadas. Era la evocación de una creación inferior, olvidada, muda, que, a la voz de Francia, salió de las sombras de la muerte. Inglaterra arroja su antifaz hipócrita, que para nada servía ya. Se arma. Este gran golpe cayó de lleno sobre Holanda y Bélgica. ¿Qué sobrevendría a Inglaterra si la costa de enfrente, cuya anulación hizo la grandeza británica, resucita al soplo de la Revolución? Dumouriez y sus aliados, los banqueros y los curas, iban de cabeza. ¿El ambicioso general había recibido los golpes de los decretos? No, recibió puñetazos. Antes de ser César se encontró a Bruto. Con el decreto del 15 de diciembre recibió uno del 13 que prohibía a los generales presentar cuenta alguna. Creaba ordenadores cerca de estos, los cuales no ordenaban nada sin informar antes al ministro, y el ministro, después, rendía sus cuentas cada ocho días a la Convención. El ministro era Pache, un ex amigo de Roland, convertido a los jacobinos y que poblaba sus salones solamente de jacobinos. Toda esta pureza cívica no impidió que la Convención, desconfiada con el general, no lo fuera con el ministro. Un ministro que rendía sus cuentas cada semana fue destituido. Así Cambon supo fijar, y por decirlo así, entregar el gran gobierno de la guerra en las manos de la Convención; esto no le permitía confiar ni en un lado ni en otro. La Gironda se habría fiado de Dumouriez y la Montaña de Pache, el ministro jacobino. Él condujo a la barra a los amigos de Dumouriez, grandes potencias monetarias que creían hacerlo todo con la mayor impunidad. Después los espulgó, escudriñó hasta lo más recóndito. Cambon decía que uno solo, un abate gascón, había realizado sobre las subsistencias suministradas al ejército, una ganancia moderada y honesta de 21.000 francos diarios. Dumouriez tenía cerca de sí a Danton, en Bélgica, cuando recibió este profundo golpe del decreto del 15 de diciembre. Presa de gran consternación, se lo enseñó a Danton y le pidió su opinión: “Lo que yo pienso —dijo Danton— es que yo soy el autor de todo esto”. Es una gloria duradera para Danton la de haber, si no hecho, al menos apoyado la gran medida revolucionaria que Cambon firmaba con su nombre. Este, en sus apremios por hacer economías, algunas veces mal entendidas, había favorecido demasiado a los enemigos de Danton, pidiéndole a este unas cuentas imposibles. Indudablemente debió el decreto a su gran influencia en la Convención. Los dantonistas, al votar el decreto del 15 de diciembre, fueron aplaudidos por el pueblo. Si los robespierristas hubiesen votado en contra, habrían arrostrado una extrema impopularidad. Fue enviado un ordenador general para que vigilara a Dumouriez, y fue escogido entre los exaltados que Robespierre hizo atacar en octubre en la sociedad de los Jacobinos. Era un íntimo amigo de los hombres de la Comuna y su futuro general, el poeta y militar Ronsin. Robespierre más tarde lo hizo guillotinar junto a ellos. ¿Fue elegido con el consentimiento de Cambon? Sin ninguna duda. Si fue así, debemos creer que el violento dictador de la revolución agraria, desligado de la Gironda, atacado por los jacobinos, no tuvo escrúpulos en buscar aliados en lo más profundo de la Montaña, y por encima de Robespierre, fuera de la Montaña misma y de la Convención. Cambon entonces se sentó en la izquierda, casado con la izquierda, sin esperanzas de divorcio, decidido a seguirla a todas partes, no sólo hasta la muerte del rey (que yo creo que le costó muy poco), sino a todos los extremos, incluso a las últimas miserias de 1793. Lo aguantó y lo sufrió todo excepto el 31 de mayo, que le arrancó el corazón. Esto no lo perdonó nunca. Él arrastró a la Montaña el 15 de diciembre y él a su vez fue arrastrado. Mató al rey con la Montaña, creyendo que rompía los obstáculos que detenían a la revolución agraria, impidiendo que se desbordara. El rey parecía ser el límite, la barrera. Muchos creyeron que era imposible pasar la frontera como no fuese sobre su cadáver, que hacía falta un sacrificio humano, un hombre inmolado al dios de las batallas. La autoridad y el ejemplo de quien representaba la revolución agraria debieron de pesar mucho. Esta revolución no sangrienta hasta ahora, distinta de aquel drama, se convirtió en su auxiliar; la venta se envolvió en el proceso, creyéndose garantizada con la condenación del rey; el asignado apareció sentado sobre la cabeza de Luis XVI. 1792).
El proceso del rey debió de haber sido el mismo que el de la realeza.—
Opiniones de Grégoire y Thomas Payne.—La Montaña y la Comuna cometen la imprudencia de excitar la piedad. —Estado de la familia del rey en el Temple.—Gastos considerables para los prisioneros.—Cómo se alimentaba el rey.—Interés que la Comuna demuestra por los servidores de Luis XVI. —Qué credito merece la leyenda del Temple.—Documentos que el rey tenía en el armario de hierro.— Roland se incauta de los papeles y se los lleva.—Estos documentos no acusan mas que al rey y a los curas.—Se reanuda el proceso el 9 de diciembre.
Una vez acordado el proceso, sólo se debía aspirar a una cosa
para Francia, para el género humano, y es que no significara la sentencia de un individuo, sino la condenación eterna de la institución monárquica. Conducido así este proceso tenía una doble utilidad: la de reemplazar a la realeza donde se encontraba verdaderamente, en el pueblo, constatar el derecho de éste y comenzar para él el ejercicio de sus facultades en toda la tierra; por otra parte, sacar a la luz el ridículo misterio del que la humanidad bárbara ha hecho durante muchos siglos una religión, el misterio de la encarnación monárquica, la extraña teoría que supone que la sabiduría de un pueblo se halla concentrada en el cuerpo de un imbécil, gobierno de la unidad que se llama, como si esta pobre cabeza no fuera ordinariamente el juego de mil influencias contrarias que se la disputan. Hacía falta que la realeza fuese sometida a la luz del sol, abierta para que el pueblo viera dentro del ídolo carcomido, la dorada cabeza llena de insectos y gusanos. La realeza y el rey debían ser útilmente condenados, juzgados, puestos bajo el cuchillo. ¿Debía este caer? Esto ya es otra cuestión. Él, confundido con la institución muerta, no es más que una cabeza de madera vacía y hueca, sólo un objeto. Sólo si se le golpeaba y se le hacía derramar algunas gotas de sangre, se constataría que tenía vida; se empezaba a pensar que esta cabeza estaba viva; la realeza revivía. Desde este punto de vista, la opinión más prudente, más sabia, que se emitió en el proceso del rey, no surgió ni de la Gironda ni de la Montaña. Salió de Grégoire y de Thomas Payne. Grégoire votó con la izquierda y no pertenecía ni a la Montaña ni a la Gironda. Payne fue acogido por la Gironda, tenía relaciones con ella, pero no era girondino. Eran dos espíritus bravamente independientes que pasaban por raros. Grégoire, sanguíneo, colérico, exaltado, inquieto, estaba en desacuerdo con su indumentaria de cura. Payne más flemático que un inglés, que un americano, cubría con la placidez aparente de un cuáquero un alma más naturalmente republicana, como quizás no fue la de ninguno de los grandes defensores de la República. El discurso de Grégoire fue un ataque fulminante para Luis XVI. “Es preciso juzgarle —dice—, pero tanto ha hecho para que se le desprecie, que no ha dejado lugar para que se le odie”. El rasgo final fue abrumador. El día 10 de agosto sus servidores morían por él, mientras el rey comía tranquilamente en la Asamblea. Payne, en una carta que escribió a la Convención, se pronunció contra la inviolabilidad. Deseaba el proceso del rey no por Luis XVI, pues esto no valía la pena, sino como el principio de la instrucción judicial contra la banda de reyes. “De estos individuos tenemos uno en nuestro poder. Él nos pondrá en camino para la conspiración general. Hay grandes prejuicios sobre Guelfe, elector de Hannover, en su calidad de rey de Inglaterra. Si por el proceso de la realeza se averigua que el rey compró alemanes dando dinero inglés al landgrave de Hesse, al execrable traficante de carne humana, será un beneficio para Inglaterra sentar estos hechos. Francia, convertida en República, tiene interés en realizar una revolución universal. Luis XVI es muy útil para demostrar a todos la necesidad de las revoluciones”. Que la forma fuera o no arrogante, no importa. El fondo fue la propia sabiduría. Había que procesar al rey, a la realeza, hacer el proceso general de los reyes. El único pueblo que fue república, es decir, que fue grande, se agitaba por todos los demás que aún eran muy pequeños, procediendo contra los tutores infieles que les retenían en minoría. Engrandeciendo el proceso y transportándolo a una esfera superior, Francia se elevaba. Se sentaba como juez en la causa general de los pueblos, mereciendo el reconocimiento del género humano. Ni la Montana ni la Gironda parecían haber comprendido esto. Una y otra dieron al proceso un carácter sobradamente individual. Cabe dudar si hubiese sido más conveniente no comenzar el proceso. Pero una vez decidido, era necesario entrar franca y resueltamente, sin poner obstáculos, sin demora, vigorosamente. No fue esto lo que hizo la Gironda. Se dejó arrastrar y se hizo sospechosa. Fue tan torpe, que concluyó por inspirar la creencia de que era realista (lo que era falso) y de que quería proclamar la inocencia del rey (lo que era falso también). La desconfianza y el espíritu de contradicción fueron aumentando; una muchedumbre, moderados hasta entonces, se indignaron ante la idea de que se quería escamotear al culpable y desde aquel momento desearon con mayor encarnizamiento la cabeza de Luis XVI. La Montaña, por otra parte, mostró una pasión verdaderamente furiosa, hasta el extremo de que excitó la piedad hacia el rey. Ella fue en realidad la que hizo creer en la inocencia del rey. Un hombre tan cruelmente perseguido no puede ser culpable. Esta fue su disposición de ánimo, más generosa que lógica. La Montaña vence al fin a la Gironda, la aplasta, la envilece. Enalteció a Luis XVI, lo glorificó colocando una aureola en su frente. Ganó la partida en la Convención y la perdió ante el género humano. Pero el golpe más grave, el más cruel que pudo descargarse sobre la Revolución, fue la ineptitud de los que pusieron a Luis XVI en constante evidencia a los ojos de la población y en comunicación con ella, dejando que lo vieran todos como hombre y como prisionero, que desvelaran los pormenores más interesantes de su persona, de su hogar, mostrándolo rodeado de su familia, prisionera como él, sin olvidar ningún detalle que no inspirara piedad, que no arrancara lágrimas. Dadme un prisionero, el menos interesante de los hombres, por culpable que sea y abominables que sean sus crímenes, y con el régimen que la Comuna estableció en el Temple, os hará llorar a todos. Cada día la Comuna enviaba nuevos guardias municipales al Temple. Diariamente un nuevo destacamento de guardias nacionales hacía el relevo interior y exterior. Llegaban estas gentes, la mayor parte de ellas contrarias al rey, saturadas de la pasión de la época, con los ultrajes en la boca. ¿Cómo salían al día siguiente? Enteramente cambiados. Muchos llegaban siendo jacobinos y volvían convertidos en monárquicos. He aquí una conversación entre un guardia y su mujer, que lo esperaba impaciente: “—Y bien: ¿has visto al rey? —Sí, contestó triste el hombre. Pero ¿cómo está? ¿Qué hace? —A fe mía que no puedo decir sino que el tirano tiene cara de ser un buen hombre. Lo habría tomado, si no hubiera sabido que es el rey, por un rentista del Marais. Pasa el tiempo, después de hechas sus oraciones, estudiando con su hijo, leyendo latín. — ¿Y qué más? —Busca descifrar los misterios del Mercurio para distraer a la reina. —¿Y qué más? —Por la noche seguramente cuida de su ayuda de cámara. Se levanta en camisón para darle un vaso de tisana”. Que se juzgue el efecto de estos ingenuos detalles. La mujer prorrumpe en sollozos y el marido deja que se le escapen las lágrimas. Lo que más sorprendía a los guardias nacionales, haciéndoles creer en la inocencia del rey, era la tranquilidad de su sueño. Todos los días, después de comer, dormía dos horas, rodeado de su familia y entre el ruido de los que iban y venían. Era el sueño de un hombre de tranquila conciencia, que se sentía justo y bien con Dios. Grueso como estaba, el ejercicio le era muy necesario. Sufría mucho en la cárcel. La humedad de la torre le hizo coger, a la entrada del invierno, reumas y fluxiones. Su hermana, Madame Elisabeth, joven y robusta, de veintiocho años de edad, tenía el mismo temperamento. En su virginidad pura sufría mucho de la sangre, de los humores. Fue necesario instalar en el Temple una estufa. Pasaba el tiempo cosiendo, arreglando los muebles o leyendo los oficios. La pobre princesa no tenía por cierto elevadas devociones, ni mucha instrucción, si se juzgan estas cualidades por sus cuadernos de muchacha que tengo a la vista. En las Tullerías intentó aprender inglés e italiano, estudiando este último idioma en el libro religioso más necio que persona alguna haya conocido, la Canonización del bienaventurado Labre, escrito en el siglo XVIII. Aunque la vigilancia fuera escrupulosa en el gobierno de la Convención, joven aún en los procedimientos tiránicos, era muy fácil llegar hasta el rey. Bastaba al ciudadano ponerse furioso, gesticular y vomitar injurias contra Luis XVI. No solamente la guardia se aproximaba al rey para contemplarlo, sino que los obreros que trabajaban en la torre y otros desconocidos se acercaban sin pretexto ni motivo, por curiosidad exclusivamente. Algunos acechaban por medio de esta comedia de cólera patriótica el momento de servirle y serle útil. Esto no lo comprendió siempre la familia real. Esta comía, engordaba con ostentación, mientras el rey ayunaba. Se indignó la familia del rey contra un médico que solicitó permiso a la Convención para dar en la cámara real una conferencia sobre la educación democrática que convenía al delfín. El objeto de la más viva aversión de aquella familia era el conserje, el zapador Rocher, que no perdía ocasión de insolentarse. Este hombre era un agente de Pétion, colocado allí por la Gironda. Pertenecía al partido que quería ahorrarse la sangre del rey. Detestado por la familia real, fue denunciado a los clubs y ni siquiera quiso justificarse ante los jacobinos. Fue sustituido en diciembre. Los tratos de que el rey hubiera podido quejarse no los aprobaba la Convención, ni los autorizaba. Pétion concibió la idea de trasladar al rey al centro de Francia, lejos del motín, lejos de París, donde su presencia agitaba a las masas, en una residencia digna de un rey holgazán, en Chambord. Se temió alguna tentativa de la Vendée. Se pensó en Luxemburgo, pero existía el peligro de una fuga por las catacumbas. La Comuna exigía que se le tuviera en el Temple y la Convención lo votó así. Fue en el mismo instante del traslado y cuando Pétion había conducido a la familia real al palacio, cuando la Comuna, alarmada por una denuncia, decidió encerrarla en el Temple. La ejecución de esta orden era difícil; nada estaba preparado. La torre jamás había sido habitada, más que por un portero, desde hacía dos siglos. Este alojamiento abandonado no ofrecía en su reducido circuito más que miserables desvanes y viejas camas muy sucias. El mismo Manuel enrojeció cuando condujo al rey. Se intervino inmediatamente para convertir la torre en sitio habitable. La Convención no había adquirido provisiones para el rey. Votó enseguida la suma de 500.000 libras. De esta suma se gastó en cuatro meses 40.000 libras en comida solamente, es decir, 10.000 libras cada mes, 333 cada día; era un gasto considerable para tiempos de hambre y miseria general. Luis XVI tenía en el Temple tres criadas y trece oficiales a mesa y mantel. Los platos de su comida se componían de “cuatro principios, dos asados, cada uno de tres trozos, cuatro entremeses, tres clases de conservas, tres fruteros, una garrafa pequeña de Burdeos y otra de Malvoisie o de Madeira”. Este vino sólo era para él; su familia no bebía. Esta alimentación, apropiada para quien ha pasado un día de caza en los bosques de Rambouillet o de Versalles, era demasiado abundante para un prisionero. Por todo paseo tenía no una sala, ni un jardín, sino un terreno seco y árido con dos o tres arriates de Céspedes marchitos y algunos árboles desmedrados y deshojados por el viento del otoño. Todos los días a las dos de la tarde la familia real salía a tomar el aire y dejaba al niño que jugase. Eran objeto de la curiosidad, poco respetuosa por cierto, de los guardias nacionales, que se relevaban diariamente. Palabras groseras, ultrajes, se escapaban con frecuencia; algunas veces frases licenciosas que no debieron escuchar las princesas. La actitud de la reina (hablo ahora por el testimonio de mi padre, que montó guardia en el Temple) era soberbiamente provocadora e irritante. La joven delfina, a pesar del encanto de sus pocos años, interesaba muy poco; más austriaca aún que su madre, era toda María Teresa. Armaba sus ojos de fiereza y desprecio. El rey con su aire de miope, la mirada vaga, la marcha pesada, con el balanceo peculiar de los Borbones, causaba en mi padre la impresión de un gran granjero de la Beauce. El niño era hermoso e interesante. Tenía (puede verse en sus retratos) los ojos de un azul crudo, duro, como son generalmente los ojos de los príncipes de la casa de Austria. Muy bien educado por su madre, comprendía todo lo que pasaba, sentía la situación, demostrando una penetración política sorprendente en un muchacho tan inocente y tan joven. ¿Cómo era en realidad el trato que la Comuna daba a la familia real? Riguroso, lleno de desconfianzas y vejaciones. No se hacía otra cosa más que pensar en tentativas de fuga, en reuniones sospechosas que se verificaban cerca del Temple y que la guardia nacional estaba mezclada con realistas. Se comprende perfectamente la inquietud de la Comuna, que respondía ante Francia de tal depósito. No olvidemos que estos terribles acusadores de la Comuna eran los hombres menos libres, pues a cada instante han de obedecer a un tirano más terrible, el capricho popular, movido por el azar de una delación o de cualquier rumor falso. Por una palabra mal entendida corrían al Ayuntamiento y ordenaban a la Comuna que tomara tal o cual medida para vigilar el Temple. No había otro remedio que obedecer. El ayuda de cámara, Hue, encarcelado en el Ayuntamiento, cuenta que en septiembre no encontró en Manuel más que dulzura y humanidad. Manuel se ausentó y fue sustituido por Tallien, con gran pesar del ayuda de cámara. Vio entrar en su calabozo a un hombre joven, de suave fisonomía, que le demostraba mucho interés, lo consolaba y le daba esperanzas. Este hombre era Tallien. Hue salió de la cárcel y solicitó con insistencia que se le permitiera ingresar en el Temple, yendo a pedir la protección de Chaumette, que se convirtió en el procurador, como se verá, de la Comuna. Chaumette lo recibió muy cariñosamente y cerró la puerta para hablarle más tranquilamente. Le contó toda su historia, su encarcelamiento en la Bastilla por un artículo de periódico, como si quisiera justificar su actual violencia con el rigor de las persecuciones que sufrió entonces. Citó a Hue el nombre de los traidores que se encontraban entre los servidores del rey y habló con interés sobre el delfín: “Yo le procuraría alguna educación —dijo—, pero será mucho mejor que se aleje de su familia para que pierda la idea de su rango. En cuanto al rey, perecerá”. Dirigiéndose a Hue, dijo: “El rey os ama”. Y como Hue se deshizo en lágrimas, añadió: “Llorad, dad curso a vuestro dolor< Os despreciaría si no sintierais pesar por la muerte de vuestro señor”. Chaumette ha sido guillotinado, como toda la Comuna. Una buena parte de la Montaña también lo ha sido. No han tenido tiempo para escribir, han abandonado su memoria a los azares del porvenir. Los realistas, que se presentan como únicas víctimas y reclaman para ellos la conmiseración pública, han sobrevivido y han tenido tiempo y lugar para arreglar a su gusto estos acontecimientos. ¿Quién nos los ha contado? Ni un jacobino, ni uno de la Montaña, ni uno de la Comuna. Los únicos testigos por los cuales conocemos los detalles de la estancia del rey en el Temple son sus ayudas de cámara. Es Hue quien en 1814 imprime en la tipografía real sus memorias en plena reacción. Es Cléry quien imprime en Londres en 1798 entre ingleses y emigrados, quienes tenían interés en canonizar al que con su muerte les causaba un bien. Observad que las anécdotas, muy ingenuas y sencillas, de la primera edición, han sido maliciosamente suprimidas en la edición francesa. Tenemos también pretendidas memorias de madame de Angoulême, escritas en la Torre del Temple, donde no tuvo jamás papel ni tinta. Los que fueron a libertarla vieron por toda escritura mucho carbón en las paredes. Los realistas van empleando santas mentiras, piedad de fraude en sus actos de mártires (especialmente en la Vendée). Nosotros los sorprendemos en flagrantes delitos, pues nos han legado pruebas acerca de la leyenda del Temple, en las que sólo ellos hablan de su propia causa. Muchas veces se contradicen. No intentaré discutir sobre ello. Siento solamente que los historiadores hayan copiado servilmente estos documentos, e incluso, en alguna ocasión, desarrollado la prolija leyenda de los cronistas del partido. Esta cuestión torpemente, brutalmente llevada por el gobierno de la muchedumbre y del azar, ha sido presentada hábilmente por el punto de vista legendario para que ejerciera sobre la opinión un efecto terrible, desencadenando el odio contra la Francia revolucionaria. Los tiranos son más hábiles; no enseñan a sus víctimas; las esconden, las entierran en Spielberg o en los pozos de Venecia. En su prisión abierta, incluso sobre el patíbulo, Luis XVI reina todavía. ¿Quién conocía el destino, quién se compadecía de los sufrimientos de los mártires de la libertad, que durante este mismo tiempo Catalina asesinaba en Siberia? Había muchas razones para acelerar este fatal proceso, que diariamente creaba nuevos partidarios del rey. Hecho notable e inesperado fue la suspensión de las sesiones de la Montaña hasta el 3 de diciembre. Quería ante todo y razonablemente, como confesó, que se examinará severa y escrupulosamente en los papeles de las Tullerías si, como circulaba el rumor, muchos diputados de la Legislativa convertidos en miembros de la Convención estaban comprometidos. Una comisión quedó encargada de este examen y la Gironda nombró representante al diputado Rulh, exaltado miembro de la Montaña que era como la quinta esencia del jacobinismo. Estos documentos despertaban una vivísima curiosidad. Era Luis XVI quien los había escondido en un muro de las Tullerías. El príncipe herrero, sin otro testigo que su ordinario compañero de fragua, había construido una puerta de hierro, que cubierta con una tabla de madera ensamblada escondía la caja con los documentos. El compañero, espíritu débil, no pudo soportar mucho tiempo el secreto. Había oído frecuentemente historias de príncipes que hacían desaparecer al depositario de sus secretos. Cuando se adjudicó para él tan trágicas escenas perdió la tranquilidad y no pudo dormir sosegadamente. Temió los sortilegios, se imaginó que el rey lo había envenenado. Recordó que un día, viéndole el rey intranquilo, le dio de beber con su propia mano. Desde este día comenzó a languidecer. Su mujer le confirmó en esta creencia. Quiso vengarse antes de morir y corrió a revelar el secreto al ministro del interior, Roland. Éste y su esposa creyeron que no había momento que perder. No llamaron a nadie ni a nadie hicieron partícipe del descubrimiento. Roland corrió a las Tullerías, abrió el armario misterioso, envolvió los papeles en una servilleta y fue a arrojarlos sobre las rodillas de su esposa. Después de un examen rápido de los esposos, después de que Roland tomara nota de cada legajo e inscribiera su nombre, sólo entonces el fatal tesoro fue llevado a la Convención (20 de noviembre). La conducta de Roland en este asunto fue extraña, difícil de justificar. Cuando recogió los papeles, ¿no debía presenciarlo una comisión de representantes? ¿No debía llevarlos inmediatamente a la Asamblea Nacional? Sí, según la costumbre, la razón, la ley. Con su conducta, al entregarlos a la Convención, confiándolos a una comisión, bajo la llave de los comisarios, se hubieran podido falsificar algunos documentos y otros ser sustraídos. Aquellos despachos eran inseguros. Un miembro de la comisión podía abrirlos y trabajar a su antojo. No era la primera vez que habían desaparecido documentos o que hábilmente alterados habían servido como instrumentos para levantar odios. En la Convención ocurrió un hecho vergonzoso: se aprovechó un nombre muy similar al de Brissot; por medio de una ligerísima enmienda, cambiando una letra o dos, un enemigo trató de perder al gran girondino haciéndole pasar por traidor. ¿A quién se podía acusar? ¿A los empleados del edificio o a los mismos representantes que todos los días, en el seno de las comisiones, tenían los documentos a discreción haciendo anotaciones y exámenes? Los papeles del armario de hierro, guardados hoy en los Archivos Nacionales, tienen la firma de Roland. Estoy dispuesto a creer que el desconfiado ministro no los dejó escapar de sus manos sin haber tomado esta precaución contra la Convención, es decir, contra las manos desconocidas, a las cuales la Convención debía confiar su custodia. Releyendo atentamente este montón de papeles, cartas, memorias, actas de todo tipo, encuentro que no contienen compromiso grave alguno más que para el rey y los curas que le dirigían. Ni un solo político de importancia aparecía implicado en ningún acto que pudiera ser probado. Allí aparecían los curas como verdaderos autores de la guerra civil. Después de los funestos vaticinios del obispo de Clermont, oráculo consultado diariamente por Luis XVI desde el año 1789, hasta las fatales y homicidas filípicas de los sacerdotes del Maine y Loira que en 1792 le inspiraron valor para resistirse precipitando así su caída, esta correspondencia eclesiástica presenta la última escena de la Revolución, sus miserables bastidores. El propio rey aparecía en sus papeles de un modo enfadoso, ingrato, agrio, de espíritu estrecho, aborreciendo a cuantos querían salvarlo: Necker, Mirabeau, Lafayette, son los principales objetos de su odio. Lo que más apena es ver cómo este príncipe devoto entra caprichosamente en los planes de corrupción que le presentan un ministro confidente, Laporte, un magistrado de aptitudes especiales para cuestiones policíacas, Talon, que escamoteó el fatal papel de Favras, y demás intrigantes, aventureros, como Sainte-Foy y otros. Ningún escrúpulo, ninguna repugnancia parece sentir el rey. Con asombro le vemos pasar del confesionario a la manipulación de las conciencias políticas. ¿Y esta corrupción escrita, en proyectos, llega hasta los hechos? Las personas que los intrigantes se vanaglorian de haber comprado, ¿lo fueron realmente? No hay nada aquí que lo indique. Yo no he visto los recibos. Lo que sí he visto es que la mayor parte de estos comisionistas de conciencias eran gentes miserables a quienes nadie les hubiera prestado atención ni crédito en nada. ¿Quién nos asegura que el dinero que dicen haber repartido no se quedara en sus bolsillos? Al único al que tengo ganas de creer es a Laporte, cuando habla de las sumas que Mirabeau exigía para organizar su ministerio de la opinión pública. Madame Roland, sin duda, deseó ardientemente encontrar algún dato contra Danton. Nada encuentra, ni entonces ni después. Hoy aún no queda más que una alegación de sus enemigos Lafayette y Bertrand de Molleville. Rulh busca, como puede imaginarse, documentos contra la Gironda y tampoco encuentra nada. Solamente hay una frase contra Kersaint. Y esta frase en realidad era un elogio; un consejero quiere acabar con el mal por el exceso del mal y propone colocar en el ministerio de marina a un exaltado patriota: Kersaint. Los secretos salvadores de la monarquía escribían al rey indicándole que si les proporcionaba la pequeña suma de dos millones, se comprometían a comprar a dieciséis miembros de los más notables por su talento y su patriotismo, los que dirigían la Asamblea. Una palabra de Guadet, una palabra de Barère, acusado vagamente, como se ha visto, demostraron que ningún compromiso existía para la Legislativa, que sus miembros podían proceder al juicio del rey. Barbaroux pidió que el rey fuera procesado. “No —dice Charlier—; que sea puesto en estado de acusación”. “Pero que sea escuchado antes”, añadió un diputado de la derecha. Jean-Bon Saint-André: “Luis Capeto ha sido juzgado el 10 de agosto; poner nuevamente en cuestión su juicio es hacer el proceso a la Revolución; os declaráis rebeldes si procedéis así”. Robespierre se asió a esta idea, desarrollándola en un discurso muy calculado que nadie esperaba, que él guardaba desde hacía tres semanas (después del discurso de Saint-Just), y que lanzó en el momento en que la Comuna de París expresaba después de su renovación, con su voto, el deseo de que el rey fuera ejecutado inmediatamente. El discurso de Robespierre en estos momentos adquiere una autoridad terrible. Una palabra acerca de la renovación de la Comuna que viene a cambiar la faz de los acontecimientos. La nueva Comuna (2 de diciembre).—Discurso de Robespierre contra el rey (3 de diciembre).—Versatilidad singular de la Gironda y de la Montaña (4-9 de diciembre).—Credulidad hacía las acusaciones.— Madame Roland en la Convención (7 de diciembre).—Actas de acusaciones de Lindet y Barbaroux.—El rey comparece en la barra (11 de diciembre).—No recusa a la Convención.—Sus mentiras evidentes.—Regreso del rey al Temple.—Interés que inspira el rey.— Los defensores del rey.—Vida y muerte de Malesherbes.—Olimpia de Gouges quiere defender al rey (diciembre).—Su muerte en 1793.
La Comuna del 10 de agosto desaparece el 2 de diciembre y se
instaura la Comuna de 1793. Es ya otra generación, otra raza de hombres, la que toma asiento en el Consejo general; la mayor parte de estos son obreros de todos los oficios, de hábitos rudos y groseros, muy distintos a los obreros de hoy, sin su marcialidad ni su temple militar, ni su vivacidad espiritual, ni sus anhelos caballerescos, sin la experiencia que estos han recibido durante sesenta años de historia (¡y de una historia como estal). A estos hombres de manos callosas y nervudos brazos, de gritos salvajes, los dirigían, como ahora, los hombres de letras. Llamo así a tres personajes ya influyentes en la Comuna del 10 de agosto: en primer lugar Lhuillier, el hombre de confianza de Robespierre (ex zapatero), un poco cura y que entonces adoptaba el título de hombre de leyes; después, aparte de Robespierre, los aventureros periodistas Hébert y Chaumette. Se hicieron nombrar procurador y procurador-síndico de la Comuna. Sólo el alcalde fue girondino; se ha podido observar en septiembre, por la alcaldía de Pétion, que este cargo lo era más de honor que de autoridad. El 2 de diciembre, la víspera del discurso de Robespierre, la nueva Comuna apenas nombrada, arrolló como ola furiosa a la Convención. ¿Este furor era simulado o verdadero? Si el énfasis ridículo hacía sospechosas las palabras, se creerá sin grandes dificultades que la comunicación contra aquel organismo, fría y violenta, hinchada hasta parecer burlesca, salió de la pluma de un hipócrita (quizás de la de Hébert). El nuevo rey, el pueblo, lanzaba de vez en cuando entre sus banalidades las siguientes significativas palabras: “El pueblo puede aburrirse… La muerte puede librar a vuestra víctima< y entonces se diría que los franceses no tuvieron valor para juzgar a su rey”. El discurso de Robespierre, pronunciado el día 3, fue como la traducción literaria, académica, de esta bárbara retórica. El discurso, trabajosamente modelado, que más parecía hecho para la lectura que para la declamación (salvo alguna antítesis), tenía una gravedad triste y noble, poca agudeza, poco filo. Por mi parte prefiero la romana fuerza de Saint-Just, más atroz y más odiosa. Saint-Just, más violento en apariencia, más hábil en realidad, no insiste en si se trata de una cosa justa. Para él la realeza es una cosa antinatural; un rey no puede estar en comunicación con el pueblo; un rey es un monstruo a quien hay que decapitar, y si es un hombre, es un enemigo a quien hay que matar lo antes posible. Robespierre retoma esta tesis, pero la hace más odiosa a fuerza de querer profundizar en ella, queriendo ser justo, remontándose a lo que él cree el origen, la cuna de la justicia, que no es otro, según él, más que la voluntad popular. Hace del pueblo no el órgano natural y verdadero de la justicia eterna, sino que quiere confundirlo con la justicia misma. Insensata deificación del rey que avasallaba el derecho. Había en su discurso muchas confusiones, discutibles, sobre el orden de la naturaleza que nosotros tomamos por desorden y sobre el estado de la naturaleza que, según él, es de continua guerra y otras banalidades del siglo XVIII. Hablaba de los majestuosos movimientos de un gran pueblo, que nuestra inexperiencia toma por erupción, volcán, etc. Lo más serio, y que Saint-Just descuidó, era la tesis del interés expuesta por Robespierre mucho mejor que la de la justicia: “El rey está en guerra con nosotros y nos combate desde el fondo de su calabozo< ¿Qué ocurrirá si el proceso dura hasta la primavera, cuando los déspotas libren contra nosotros un ataque general?”. Robespierre se encontraba en terreno firme. Tuvo tiempo para pensar en si la vida del rey en esta época era un peligro nacional: “Determinemos, pues. Nada de proceso, sino una medida de salvación pública, un acto que sea como de providencia nacional. Luis debe morir para que la patria viva< Declarado traidor a la nación, criminal de la humanidad, que muera en el mismo sitio donde el 10 de agosto murieron los mártires de la libertad<”. Robespierre decía algo en este discurso que podría volverse contra él y que sus adversarios podrían aprovechar: “Han matado al rey< ¿Quién tiene derecho a resucitarlo para dar pretexto a nuevas revueltas y rebeliones?”. Es precisamente lo que decía la Gironda: “Han matado al rey. Vosotros lo resucitáis queriéndolo matar aún”. Y en efecto, el hecho llegó así. El rey, asesinado el 10 de agosto, revivió por el proceso y el 21 de enero consumó su resurrección en el alma y el corazón de Europa. “Pido —dice Buzot el 4 de diciembre— que quien hable de restaurar la realeza sea castigado con la muerte< Así se sabrá si hay realistas en la Asamblea”. Gran tumulto. La Montaña pide que se le reserven al pueblo sus derechos, el de las Asambleas primarias. Y la Gironda grita: “¿Entonces vosotros sois realistas?”. La Asamblea, por aclamación, aprueba la proposición de Buzot, pero concede a la Montaña que el rey sea juzgado sin que sea desamparado. Robespierre quería que no fuese oído. Buzot pidió y consiguió que se le dejara hablar, al menos para que nombrara a sus cómplices. La Montaña, el 4 de diciembre, afirmó el poder supremo del pueblo en las Asambleas primarias, su derecho absoluto sobre todas las cuestiones, incluso contra la República, lo cual implicaba el absurdo de que el pueblo tenía el derecho de renegar de sí, de abdicarse, de suicidarse, de no ser el pueblo. ¡Piedad para la naturaleza humana que sufre el espantoso vértigo de una tempestad en el cerebro del hombre! Esta dañina tesis del derecho ilimitado del pueblo es adoptada nuevamente por la Gironda el día 9, conduciéndola a otra cuestión. Pero entonces la Montaña no conserva el recuerdo de los absurdos que realizó el día 4, se muestra razonable y rechaza la teoría que defendió cinco días antes. Se trata esta vez del funesto principio que causó la muerte a la Convención y que desde su nacimiento fue sustentado contra ella por Robespierre en los Jacobinos: “Que el pueblo tenga derecho a revocar sus diputados, que en cada momento pueda anular la elección que acaba de hacer, de suerte que no haya elección sólida ni Asamblea segura de poder vivir; el diputado se sentará temblando y votará bajo la censura previa de las tribunas públicas, sometiendo diariamente su conciencia al mandamiento de la muchedumbre”. A lo cual añadía Marat que el pueblo soberano iría a escuchar a sus diputados con los bolsillos llenos de piedras, para en caso de que no procedieran rectamente, no sólo anular la elección, sino aniquilar a los elegidos. El día 9 los girondinos reanudaron la tesis jacobina de la revocabilidad de los diputados, como un arma contra la Montaña. Este día firmaron su muerte. Con esta arma querían destruir al apóstol de septiembre, Marat. Pero no sólo era Marat el que llevaba la representación nacional; violarla en uno sólo era destruir la de todos; arrancar a todos la toga de representantes del pueblo, y desnudos, descarnados, despojados, dejarlos a las violencias de la fuerza, al furor de los facciosos. Era mucho más peligroso discutir este asunto en la Convención, por cuanto esta no era creación del sufragio universal; no fue nombrada por las Asambleas primarias, sino por elección gradual, llamémosle así. Los electores, elegidos ellos mismos, que habían nombrado esta asamblea, le daban la misma fuerza que si hubiera surgido, sin intermediario, del pueblo. Era ésta una cuestión delicada de resolver, espantosa por sus consecuencias, que podrían ser diez años de anarquía. La Gironda, por parte del órgano de Guadet, cometió la insigne torpeza de apoyar una comunicación de Bouches-du- Rhône, invocando contra Marat el principio jacobino de la revocabilidad de los diputados. Guadet pide, y la Convención aprueba por aclamación, que “las Asambleas primarias se reunirían para pronunciarse sobre el llamamiento de los hombres que hubiesen traicionado a la patria”. Afortunadamente quedaban algunos hombres de buen sentido, de diversos matices políticos, que declararon lo absurdo del principio jacobino y los daños que este podía causar. Manuel, Barère, Prieur, mostraron a la Convención el abismo que esta abría bajo sus pies. Prieur dijo que el llamamiento a las Asambleas primarias en tal instante era concertar las influencias aristocráticas, mezclándolas en una cuestión de puritanismo democrático, y que cuando iba a celebrar un juicio, la Asamblea se suicidaba si proclamaba que su autoridad era incierta, provisional. El mismo Guadet pidió el aplazamiento de su proposición y la Convención revocó su decreto. Entre las dos jornadas del 4 y del 9, en las que los dos partidos dieron el extraño espectáculo de cambiar de papel, encargándose el uno de sostener la tesis que el otro abandonaba, la Convención tuvo un vergonzoso paréntesis, el día 7, en el que se vio el exceso de credulidad o de pasión que rebajaba a los hombres. Un intrigante llamado Viard comunicó a Fauchet y al ministro Lebrun que tenía contactos con algunos individuos del partido realista, medio del que se valía para enterarse de los secretos de aquel partido. Realizó una misión que se le encargó y cuando regresó, no satisfecho, sin duda, con la recompensa, buscó a Chabot y a Marat, a quienes ofreció los hilos de un gran complot girondino en el que figuraban el propio Roland y su esposa. Marat se arrojó sobre el anzuelo como un tiburón. Cuando a un pez voraz se le arroja madera, piedras o hierro, se los traga indiferentemente. Chabot era muy ligero, un papamoscas, de espíritu débil, pobre, sin delicadeza. Creyó enseguida sin necesidad de examinar. La Convención perdió todo un día disputando, injuriándose. Se hizo a Viard el honor de llamarlo, y apenas se le vio, produjo el efecto de un espía de oficio que probablemente trabajaba para todos los partidos. Se llamó a madame Roland, que convenció a toda la Asamblea por su gracia, su modestia, su tacto y su buen sentido. Chabot estaba acabado. Marat, furioso, escribió por la noche en su periódico que todo el mundo estaba en comunicación con los rolandistas para burlarse de los buenos patriotas y ridiculizarlos. Hacía cerca de un mes que ya comenzado el proceso, se había detenido; ni se movía ni avanzaba; en realidad había cedido su puesto a un proceso mucho más grande: la lucha de exterminio entablada entre la Montaña y la Gironda, lucha torpe, de gladiadores inexpertos que necesitaban tantear el cuerpo para encontrar el corazón. Finalmente el día 10, en nombre de los veintiún individuos encargados del proceso, Robert Lindet leyó una especie de historia del rey desde 1789, historia hábilmente acusadora y en la que se reconocía la mano de un legista normando, consumado maestro de la sagacidad. Los Lindet eran dos hermanos, Robert y Thomas, el abogado y el cura. Los dos se sentaban en la Montaña. Robert, en su exposición histórica, concentraba todas las acusaciones en la persona del rey, impidiendo que se volviesen contra los ministros. Estableció, de un modo indudable, que los ministros habían ejercido muy poca influencia sobre el rey. Lo que no dijo Lindet fue que durante algún tiempo la influencia de la reina en la corte había sido la misma que la de los curas. Las piezas del proceso lo evidenciaban demasiado. Cada partido quería tener su parte en la acusación. La comisión dio a la Montaña la parte histórica e indemnizó a la Gironda, encargando al girondino Barbaroux que presentara el capítulo de cargos, acta en la que cada artículo suministraba al presidente la materia de acusación y la forma en que debía dirigirse al acusado. “El día 11 de diciembre Luis se levantó a las siete de la mañana. Sus oraciones duraron tres cuartos de hora. A las ocho de la mañana escuchó con inquietud el redoble del tambor; se paseó por la cámara y escuchó con atención. «Parece, dijo, que oigo el trote de los caballos». Después almorzó en familia. Una enorme agitación reinaba en todos los semblantes. Después de comer, en vez de la cotidiana lección de geografía, jugó un rato con su hijo. Se le anunció que iba a llegar el alcalde, pero que este no le hablaría en presencia de su hijo. Abrazó a su hijo y lo despidió. El alcalde leyó al rey el decreto en que se condenaba a Luis Capeto a que compareciera en la barandilla del tribunal. «Yo no me llamo Capeto; mis antepasados llevaron este nombre, pero yo nunca me he llamado así. Lo demás es una serie de calificativos que escucho desde hace seis meses a la fuerza<». Y después añadió: «Me habéis privado de un agradable rato con mi hijo». Pidió su redingote color avellana. Abajo, en el patio, le esperaba un ejército con fusiles, picas y los caballeros azul celeste cuya formación desconocía. Pareció inquietarse. Lanzó una última mirada a la torre donde dejaba a su familia y partió. Llovía”. “Durante el camino no dio señal alguna de preocupación ni de tristeza. Habló poco. Frente a las puertas de Saint-Martin y Saint-Denis, preguntó cuál de las dos se iba a demoler. Llegó finalmente, y Santerre, cogiéndolo de un brazo, lo condujo a la barandilla, sentándolo en el sitial mismo en que aceptó la Constitución”. El rey hasta entonces estaba sin consejo. Sin embargo, había reflexionado ya sobre lo que tenía que hacer. La historia de Carlos I, quien primero se negó a hablar y quiso hacerlo cuando era tarde, instruyó al rey, decidiéndose a seguir una marcha completamente opuesta. No recusó a sus jueces. Dio a entender que sin ceder a las imposiciones de la fuerza, al responder a las preguntas del presidente lo aceptaba como una autoridad legítima. Primer punto: “¿Por qué rodeasteis la Asamblea el 23 de junio de tropas queriendo imponer vuestras leyes a la nación?”. El rey: “No existía ley que me lo prohibiera. Yo era dueño de enviar a todas partes al ejército, pero no quise derramar sangre”. Después continuó contestando con acierto y tranquilidad de espíritu, bien disculpándose con los ministros, bien alegando a la Constitución que le autorizaba a ejercer los cargos que se le imputaban y para los hechos pasados decía que la Constitución que aceptó en septiembre de 1791 los había borrado. Sostuvo que el 10 de agosto no hizo más que defender a las autoridades constituidas reunidas en el castillo. Varias de esas respuestas, de una evidente mala fe, estaban condenadas a causarle un gran daño en la opinión. Y cuando se le citaron, por ejemplo, los millones que había dado para comprar conciencias, contestó fríamente: “Mi placer más grande ha sido dar dinero a quien lo necesitaba”. Aseguró que no tenía noticia de ningún proyecto de contrarrevolución. Acerca de las cartas, actas y memorias contrarrevolucionarias que se le presentaron fechadas y anotadas de su puño y letra, siempre contestó lo mismo: “No las reconozco”. Esta triste manera de embrollar su vida con mentiras evidentes, disminuyó el interés hacia él. Entretanto, la fuerza poderosa de la situación, el carácter terrible de la tragedia, hacían olvidar las miserias y pequeñeces de la defensa. Todos se conrnovieron, incluso los más exaltados, que pedían desde el principio la muerte del rey. Al salir de la Convención Luis estuvo en la sala de conferencias; como eran cerca de las cinco, el alcalde le preguntó si deseaba tomar alguna cosa. El rey contestó negativamente, pero después, viendo a un granadero que, sacándose un pan del bolsillo, daba la mitad a Chaumette, se acercó para pedirle un trozo. Chaumette retrocedió. “—Pedid lo que queráis, señor. —Os pido un pedazo de pan. —De buena gana; tomad, es una comida espartana”. Al descender al patio fue acogido el rey por un formidable coro de gente que cantaba a voz en grito aquellas palabras de La Marsellesa: “¡Que una sangre impura riegue nuestras huellas!”. El rey subió a su coche. Comía solamente la corteza del pan. No sabía cómo desembarazarse de la miga y habló con Chaumette. Este cogió el pan y lo arrojó por la portezuela. “—¡Oh, repuso Capeto; es inoportuno arrojar el pan así y más en momentos en que escasea! —¿Y cómo sabéis que anda escaso? —Porque el que he comido sabe un poco a tierra”. El procurador de la Comuna, después de un corto silencio, añadió: “—Mi abuela me repetía frecuentemente: chiquillo, no pierdas ni una miga de pan, porque ya no podrás recuperarla. —Señor Chaumette, dijo el rey, vuestra abuela debió de ser una mujer de gran sentido”. Silencio. Chaumette enmudeció, hundiéndose en el coche. Poco después, ya sea porque su desayuno no fue mejor que el del rey, ya sea porque las fatigas y la fuerza de las impresiones violentas triunfaran sobre su naturaleza, Chaumette confesó que no se sentía bien. El rey lo atribuyó al balanceo del carruaje. “—¿Habéis viajado por mar?, preguntó Luis. —Sí, contestó Chaumette; hice la guerra con Lamotte—Piquet< Lamotte— Piquet, añadió el rey, era un hombre valiente”. El rey parecía transportarse a su pasión favorita, la marina, a esta gloriosa época de su reino, ya lejana, en la que sus buques eran vencedores en todos los mares, cuando él mismo daba instrucciones a La Peyrouse, destacando el puerto de Cherburgo. ¡Ah, si hubo contrastes en su vida, este fue uno! Pensar en el pasado cuando el rey joven, poderoso, exuberante de vida, con su deslumbrante uniforme de almirante, bajo el humo de cien cañones, atravesó la rada creada por él y visitó el famoso dique en el que Francia, más que Inglaterra, había vencido al océano, y compararlo con su estado actual, era doloroso. ¿Quién lo hubiera reconocido el día ll de diciembre con su aspecto recogido, envuelto durante este largo día de invierno en su oscuro ropaje, navegando, por decirlo así, entre la lluvia que caía y el barro de los bulevares? ¡Dura confesión! Los detalles de estas miserias, lejos de aumentar el interés, lo neutralizan. La vida del rey no estaba realzada por efectos dramáticos. No era ningún espectro lívido, la sombra de Ugolino, que la imaginación cree ver siempre en un prisionero. Era el hombre grueso todavía, bien conservado, pero de piel pálida, como de enfermo, blanda, de grandes pliegues en el cuello. Hacía tres días que no le habían afeitado. La antevíspera le habían quitado las cuchillas y las tijeras. Ni corta ni larga, su barba era inculta y sucia, como una vegetación desigual, fortuita; rebeldes pelos rubios daban un aspecto salvaje a su cara áspera. Cuando regresó sobre todo, la fatiga, la debilidad, le daban un aspecto compasivo. Este hombre que parecía fuerte, pero era pesado, blando, nada podía soportar. Se vio la noche del 10 de agosto; esta noche terrible y suprema para la monarquía, no pudo permanecer en vela. Tuvo que acostarse. El día 11, enfurecido en cierto modo, lanzó sobre la muchedumbre una mirada que, vaga, incierta, nada decía. Solamente cuando atravesaban una calle a la altura de los bulevares, la facultad proverbial de los Borbones, la memoria automática, le hacía decir: “He aquí tal calle”, y después repetía lo mismo, como un niño somnoliento que repite maquinalmente una lección. Una cosa pareció despertarle; preguntó por la calle de Orleáns. “La calle de la Igualdad, querréis decir, señor”, le dijeron. “¡Oh, sí!” dijo. Desde entonces se calló y no dijo una palabra. Su paso no produjo manifestación alguna. Reinó un gran silencio y no hubo gritos de muerte. Había mucha gente, pero aislada, ni un solo grupo. Miraban, escudriñaban, pero contenían su pensamiento. Sin embargo, se inició un movimiento de piedad en todos los corazones. Los que menos temieron manifestarlo fueron los que habían pedido con más ahínco la muerte del rey. Las Revoluciones de París, periódico donde Chaumette había escrito frecuentemente y puede ser que escribiera aún entonces, no dudó en expresar el sentimiento público. Este periódico condenó las manifestaciones de un comisario de la Comuna “que se permitió bromear a costa de un prisionero que iba a sufrir un juicio de muerte”. Condenó a la Comuna misma: “Luis se ha quejado, con razón, de que se le ha negado la compañía de su hijo. Es así de fácil conciliar los derechos de la justicia con la voz de la humanidad. Se ha seguido con los prisioneros del Temple tal conducta, que han acabado por mover a compasión, suscitando la piedad y el sentimiento”. Ésta era la impresión general que se reflejaba con fuerza en la Convención. Manifiestó atrevidamente el deseo de que el proceso del rey se hiciera de un modo regular. El día 12 Thuriot pidió que se acelerara el proceso del rey y que “a la mayor brevedad llevara el tirano su cabeza al patíbulo”. Movimiento de indignación en la Asamblea. Se le gritó: “¡Recordad vuestro carácter de juezl”. Se le obligó a explicarse: “Quiero decir, que si los crímenes imputados a Luis son demostrables, debe perecer<”. Un miembro insistió en que se diera al acusado tiempo suficiente para que examinase los documentos, diciendo: “Nosotros no tememos al odio de los reyes, sino a la execración de la historia”. El día 15 un representante, hasta entonces entre los más exaltados de la Montaña, el hombre del 6 de octubre, Lecointre, de Versalles, sorprendió a la Asamblea pidiendo que Luis pudiera ver a su familia, a sus hijos. La oposición furiosa de Tallien, que llegó hasta el extremo de decir: “En vano lo querría la Convención si la Comuna se opone”. Dio mayor fuerza a la proposición de Lecointre. Se vota que el acusado pueda ver a sus hijos, pero que no podrían estos ver a su madre y a su tía hasta después de los interrogatorios. Lo que fue más significativo es que Barère, al salir de la presidencia, fue sustituido por Fermont, que el 11 pidió que el acusado pudiera sentarse al ser conducido a la barra. Los secretarios fueron girondinos, o lo que es lo mismo, de opinión moderada: Louvet, Creusé-Latouche y Osselin. El rey nombró sus defensores a abogados que pudieran conducirle rectamente en tan triste defensa, que era como una recopilación de mentiras, negaciones y contradicciones. Uno de ellos, Target, dijo que estaba enfermo y agotado, lo que era verdad, y que no podía aceptar. El rey lo sustituyó por un hombre conocidísimo en el foro, el abogado Desèze. El gentilhombre que el rey envió al rey de Prusia, Aubier, quiso volver para defenderle. Un tal Gourdat, de Troyes, hizo el mismo ofrecimiento, diciendo osadamente “que si defendía a Luis XVI era por estar convencido de su inocencia”. El ofrecimiento de Aubier llegó tarde; no tuvo más efecto que el de obtener una pensión de doce mil libras que le dio el rey de Prusia. Los otros dos que se ofrecieron habían merecido, por diversos títulos, la gratitud de la Revolución y nada tenían que ver con la corte. Menos afortunados que el abogado realista, por recompensa no tuvieron otra cosa que la guillotina. La primera víctima fue Malesherbes. La otra víctima fue una mujer, la brillante improvisadora meridional de la que ya hemos hablado, Olimpia de Gouges. He de decir aquí mismo lo que pienso sobre el destino de estas personas generosas. No puedo esperar hasta 1793; pasarán entre la muchedumbre, mezclados con otros, en el fatal carromato. Ahora quiero colocarlos aparte, en el lugar en que se convirtieron en héroes. Malesherbes pertenecía a la familia Lamoignon, laboriosa donde las haya, que trabajó útilmente con Luis XIV en la reforma de las leyes; honrada familia que nunca tuvo la bajeza servil de sumisión monárquica. Malesherbes era sobrino de Lamoignon de Basville, el tirano de Languedoc, el verdugo de los protestantes, que cubrió este país de horcas, ruedas y hogueras. El sobrino por esto mismo, sin duda, fue filósofo. Vivió intelectual y moralmente en la parte opuesta y si he de creer a uno de sus más íntimos, fue el más incrédulo de los incrédulos. No se encontraba mejor hombre, más honrado, más generoso. Sin esperanzas de un gran porvenir (que por sus virtudes merecía), sin el apoyo y el consuelo que se encuentra en las creencias divinas, siguió su senda rectamente, con fortaleza, inspirándose en las ideas del bien y del deber. Jamás la magistratura escuchó palabras más dignas que las advertencias y amonestaciones de Malesherbes, presidente de la Corte de Ayudas. Fue ministro con Turgot y cayó con él. Era poco adaptable a los accidentalismos del poder, pues nació sin conocimiento de los hombres. Entre los muchos servicios prestados a su patria que consagran la memoria de este hombre, uno sólo basta para que se le recuerde eternamente. Sin él, ni el Emilio, ni la Enciclopedia, ni la mayor parte de las grandes obras del siglo XVIII hubieran aparecido. Era entonces director de la biblioteca; extendió su protección a la libertad del pensamiento y enseñó a los escritores del tiempo a eludir la absurda tiranía de la época. El mismo se modifica, no censura ya, corrige con respeto las pruebas de Rousseau. La edad no alteró la vida de Malesherbes; tenía en 1792 setenta y dos años y conservaba sano su espíritu, su corazón apasionado, como en su edad viril. Era un contraste notable encontrar en este hombre de pequeña estatura, rechoncho, un poco vulgar (auténtica figura de boticario bajo una empolvada peluca), a un héroe de los tiempos pasados. Tenía en la palabra la savia, la malicia, el humor algo cáustico de la pasada magistratura. Nobles rasgos de su carácter se escapaban unidos a sus párrafos, revelando un alma sublime. Al preguntarle un miembro de la Convención por qué discurría en tal sentido sobre el proceso del rey, dijo: “Porque desprecio la vida”. Permaneció tranquilo en el campo durante 1793. Un hombre como Malesherbes no piensa en emigrar. ¿No vivía bajo la protección de las grandes sombras del siglo XVIII? ¡Quién le hubiera dicho a Rousseau que sus inteligentes discípulos matarian al benévolo censor, al propagador del Emilio, en nombre de sus doctrinas! En octubre de 1793 fue arrestado su yerno, el presidente Rosambo, a consecuencia de una protesta del parlamento formulada en 1789; falta censurable, pero ya antigua, de un hombre inofensivo. Al día siguiente, sin causa ni pretexto, arrestaron a Malesherbes. Se mostró indiferente o más bien contento. Deseaba terminar. El único testigo que existía contra él era un criado que al decir en 1789 a su amo que las viñas se habían helado, le contestó Malesherbes: “¡Tanto mejor; si nos quedamos sin vino nuestras cabezas estarán más despejadas!”. No quiso defenderse y tranquilamente marchó a la guillotina. El conserje de Monceaux, adonde se llevaba entonces a los ajusticiados, tuvo una prueba de la sangre fría de Malesherbes. Cuando lo desnudó encontró su reloj puesto a las doce. Habitualmente Malesherbes arreglaba su cronómetro a las doce del mediodía. Dos horas antes de morir hizo la misma operación. Se creerá inconveniente que junto a un nombre tan venerable coloque el de Olimpia de Gouges, una mujer ligerísima; esta mujer se acercó a Malesherbes por analogía de pensamiento y él también la aproximó a la muerte. ¡Que sea acogida, pues, con él en esta historia con la bondad paternal y la indulgencia que Malesherbes demostró en vida! Ella no estaba protegida por larga lista de servicios prestados al país como Malesherbes. Su cabeza hacía tiempo que peligraba. Estaba muy comprometida. Muchos amigos, entre ellos Mercier, le aconsejaron que se contuviera. No escuchó los consejos de nadie; hablaba fuerte, andando de un lado a otro, según su sensibilidad y los dictados de su corazón. Revolucionaria por naturaleza y por tendencias, cuando vio el día 6 al rey y a la reina prisioneros, se sintió realista. La mala fe de la corte y su evidente traición le hicieron republicana y después contó ingenuamente al público su conversión en un folleto: La Nobleza de la Inocencia. Fundó entonces sociedades populares de mujeres, intentando sostenerse en un difícil medio entre jacobinos y fuldenses. Sus relaciones con la Gironda, su Pronóstico sobre Robespierre, le ponían en inminente peligro, cuando la conmovedora escena del 11 de diciembre, elevándola sobre la consideración de sus peligros personales, le hizo ofrecer sus servicios al rey. La oferta no fue aceptada, pero ella estuvo perdida desde entonces. Las mujeres, en sus opiniones públicas, sirven para embravecer a los partidos, corren más riesgos que los hombres. Fue un odioso maquiavelismo de los bárbaros de aquel tiempo poner las manos sobre las mujeres, cuyo heroísmo hubiera podido excitar el entusiasmo, ridiculizándolas brutalmente. Se han oído las quejas de madame Roland y el insulto que se le dirigió a Théroigne en 1793. Olimpia fue tratada igual o más cruelmente todavía. Un día la detuvo un grupo; un canalla sujetó su cabeza y le arrancó el gorro frigio. Sus cabellos cayeron desordenados, cabellos grises a pesar de sus treinta y ocho años. La fiebre y el talento la habían consumido. “¿Quién quiere la cabeza de Olimpia por quince soles?”, gritó el bárbaro. Olimpia, sonriendo dulcemente, sin turbarse, dijo: “Amigo mío, yo doy treinta”. Se rieron y ella se escapó. No duró su libertad mucho tiempo. Conducida ante el tribunal revolucionario, sufrió la amarga y afrentosa pena de ver cómo su hijo renegaba de ella con desprecio. Entonces perdió toda su energía. Apareció la mujer, débil, temblorosa, deshaciéndose en lágrimas, crisis del espíritu, reacción que sufren incluso las almas más templadas. Cobro espantoso miedo a la muerte. Le dijeron que las mujeres embarazadas lograban el aplazamiento de su ejecución. Con lágrimas en los ojos solicitó un favor de un amigo< Las matronas y los cirujanos, sin embargo, fueron tan crueles, que aseguraron que si había embarazo era demasiado reciente como para poderlo constatar. Ante el patíbulo, Olimpia de Gouges recobró todo su coraje, toda su alma y al morir encomendó a la patria su venganza y su memoria. Plan de educación, por los girondinos (diciembre).—Los curas y los jacobinos de acuerdo para no aceptar más que un solo grado en la instrucción (diciembre).—Arrebato del filosofismo girondino.— Robespierre destroza el busto de Helvetius (5 de diciembre).— Debilidad moral de los dos partidos en sus planes de educación.— Continuación del proceso.—Diversión contra la casa de Orleáns (16 de diciembre).—Cómo se ha formado y conservado la fortuna de la casa de Orleáns,—La Montaña salon al duque de Orleáns (19 de diciembre).
La Convención llenaba los intervalos del proceso con una
cuestión no menos grave, la primera organización de un sistema de educación nacional. La Constituyente, que había llegado al fin de su larga carrera sin tener tiempo para colocar la primera piedra de la nueva sociedad, dejó a la Legislativa en herencia un fastuoso informe de Talleyrand sobre la instrucción en general. Disertación literaria, elegante, que exponía los principios con una vaga generalidad. La Legislativa añadió un trabajo más filosófico, el informe de Condorcet sobre el mismo tema. En esta obra seria, importante a la vez por lo elevado de sus puntos de vista y por su tendencia práctica, se señalaban cuatro grados de instrucción, desde las escuelas primarias hasta el instituto. La Convención, a principios de diciembre, recibió y discutió un proyecto de organización de escuelas primarias propuesto por su comité de instrucción pública, inspirándose en este informe de Condorcet. Este proyecto, aportado por Lanthenas, amigo de Roland y ante todo jefe de negociado de su ministerio, contenía el pensamiento más democrático de la Gironda, el procedimiento por el cual creía que se llegaría a la nivelación de la sociedad74. La escuela primaria gratuita para todos era la puerta por la cual el hijo del pobre podía entrar en la escuela superior de los discípulos de la patria para cursar gratuitamente los demás grados de la instrucción. Los maestros eran elegidos por sufragio universal por los padres de familia. El cura no podía enseñar más que renunciando a sus hábitos. La enseñanza era común a todos sin distinción de cultos. “Lo que concernía a los cultos no se enseñaba en las escuelas, sino en el templo”. El proyecto girondino se basaba, como se ve, en la separación de la Iglesia y del Estado; a los curas, incluso a los constitucionales, se les alejaba de la escuela, se les enviaba al templo a que proporcionaran las enseñanzas estrictamente religiosas; el cura Durand de Maillane, sentado a la derecha, en los mismos bancos de los girondinos, protestó vivamente contra el proyecto, pidió que los curas pudieran ser instructores y sostuvo la tesis popular de que la instrucción se compone de un solo grado. Se acordó esto conforme al criterio de Robespierre, que creía herida la legalidad por una jerarquía de escuelas cuya elevación impedía que fueran visitadas por todos. ¿Qué hacer en la práctica? Los partidarios de esta tesis serían obligados a admitir una de las dos siguientes conclusiones: o que se suprimiera la enseñanza superior, destronando la ciencia, suprimiendo a la vez las escuelas filosóficas que la representan y las escuelas especiales que la profundizan, nivelando la ciencia para nivelar a los hombres, rebajándola, haciendo una especie de ciencia menos sabia, mejor dicho, una ciencia que no fuera tal ciencia, o bien llevar a la enseñanza primaria elevados principios científicos, profesándolos los que apenas deletrean y desconocen el cálculo infinitesimal y las dificultades de la metafísica75. Durand de Maillane era un canónigo galicano que tenía reputación de hombre sabio. Asombró oírle decir que una sola escuela era suficiente, esto es, que debían cerrarse las escuelas superiores. El cura no hacía en esto más que seguir las inspiraciones de Robespierre. Había comprendido perfectamente el consejo de este: “La seguridad está en la izquierda”. No se sentó en la izquierda, pero encontró muy político hacer constar, mientras estaba en la derecha, que era independiente de las opiniones de esta y que sobre cuestiones doctrinales pertenecía realmente a la sociedad jacobina, a la que se agregó. Se le respondió desde la derecha y desde la izquierda. Chénier, que estaba en la izquierda, pero que no dependía en nada de la iglesia jacobina, protestó contra la clausura de los altos centros de instrucción y del rebajamiento de las ciencias. Un diputado de la derecha, Dupont, respondió con viveza a las declamaciones clericales y jacobinas de Durand contra la filosofía, diciendo con fortuna: “Vos sois diputado de Marsella< y bien, ¿sabéis quién ha armado a vuestros marselleses contra el trono y quién ha hecho el 10 de agosto? ¿Es la filosofía? Vos preguntáis bárbaramente si las artes mecánicas deben o no ser tan recomendadas como la ciencia. Vos ignoráis que todo tiene íntima relación y que el maderaje de un buque, su construcción, tienen todo lo que poseen las ciencias de elevado y abstracto<”. Después, atacando directamente al cura y perdiendo su sangre fría, Duport lanzó un furioso ditirambo, al estilo de Diderot, muy poco filosófico y menos aún político, propio para comprometer a su partido: “Los tronos, dice, están derribados; los reyes perecen, los altares destruidos. Por lo mismo, los tronos abatidos dejan sin apoyo a los altares y basta sólo un soplo para derrumbarlos. ¿Creéis posible fundar, pues, la República con otros altares que no sean los de la patria<?”. Sus palabras fueron apagadas desde la derecha y desde la izquierda por la vociferación de curas y obispos constitucionales, muy numerosos en la Convención. Entonces Duport repitió las palabras de Isnard: “La Naturaleza y la razón son los dioses del hombre, mis dioses<”. (El abate Audiren: “No puedo escuchar más<”. Y se marchó). Duport se animó aún más: “Yo lo confesaré ante la Convención: soy ateo. (Rumores; algunas voces dicen: “¿Y qué importa? Vos sois un hombre honrado”). Pero yo desafío a todos a que ataquen mi vida, mis costumbres. Yo no sé si los cristianos de Durand podrán lanzar el mismo reto”. El arrebato del girondino, que creía no poder negar al cura como no fuera negando al mismo Dios, cayó contra su partido. Los efectos fueron alejar de la Gironda muchas almas religiosas, una buena parte del pueblo. Robespierre, mucho más hábil, durante esta discusión se declaró en los Jacobinos enemigo irreconciliable de la filosofía inmoral, irreligiosa del siglo XVIII. Propuso ante su sociedad que se proscribiera esta filosofía, lo mismo que la corrupción política. Un miembro pidió que se destrozaran los bustos de Mirabeau. Robespierre propuso que se destruyera el de Helvetius: “Un intrigante, dijo, un miserable perseguidor de Juan Iacobo< Helvetius aumentó la muchedumbre de intrigantes que desolan la patria<”. Se buscaron escaleras, se bajaron los bustos y fueron hechos trizas y polvo bajo los pies de la muchedumbre y quemadas sus coronas. La gente aplaudía con entusiasmo. Los girondinos habían no sólo defendido, sino patrocinado la filosofía del siglo XVIII (sin comprender los distintos matices de que constaba). Destrozar el busto de Helvetius era inferirle un grave golpe. Se ha visto también que este partido estaba necesitado de unidad de espíritu y se ha podido adivinar que era incapaz de crear una fe sencilla. Esta es la censura más grave que se puede dirigir contra el plan de Condorcet en el proyecto especial de Lauthenas y de los Roland. No se inspira en una robusta idea moral, en la autoridad de la fe. Condorcet pretende que el estudio de las ciencias físicas y de las matemáticas debe ser anterior y superior al estudio de las ciencias morales, sin advertir que las matemáticas son un instrumento, un método, un procedimiento que, aparte de la educación, nada dan para la sustancia. En cuanto a las ciencias naturales, estas suministran fuerza a la sustancia moral sin duda, a condición de que sean envueltas y penetradas, vivificadas profundamente por lo que vivifica todo, por el alma. Por lo demás la gran sencillez de la idea moral, la religión del derecho absoluto, son condiciones de las que carecen los dos partidos, la Montaña y la Gironda, Condorcet y Robespierre. Es éste precisamente el momento en que Robespierre, abandonando su doctrina primitiva (nada hay útil más que lo que es justo), invoca una ley suprema, el interés, la salvación pública. Si invoca a la providencia no es como testigo del Derecho absoluto, es como un consuelo en la tierra, como una esperanza, un porvenir, algo que interesa poco, que está muy lejos. Su espíritu, como el de su maestro Rousseau, flota en el Emilio y coloca el Derecho absoluto como algo independiente de Dios y tan absoluto, que comprende al Dios mismo. En El contrato social siente la necesidad de dar al derecho otra base que no sea sólo el derecho: cree encontrar esta base en el interés (interés público, interés privado. Libro II, capítulo IV). La piedra de toque de los corazones y de las doctrinas se encuentra en las dos cuestiones que ocupaban a la Asamblea, la cuestión del juicio (¿matar? ¿Inspirándose en qué fe?) y la cuestión de la educación (¿crear? ¿En virtud de qué principios?). Ni uno ni otro partido contestaban categóricamente. ¿Qué enseñanza era la que Condorcet proponía en su informe sobre la instrucción? Un poco de moral y otro poco de historia. ¿Pero qué moral? Hay que decirlo. La sociedad será enteramente distinta si en su base colocáis una moral diferente. Lepelletier Saint-Fargeau, en su notabilísimo plan de educación leído en la tribuna por Robespierre, es respecto a este punto muy breve, muy vago. Adopta, dice, las proposiciones del comité respecto a la elección de los estudios; se darán a los alumnos principios de moral y se grabarán en su memoria las más bellas páginas de la historia de los pueblos libres. Saint-Just, en sus Instituciones políticas, no toca este punto. Se ocupa del marco de la educación, pero no del fondo. Ni una palabra de moral. El proyecto de Lakanal, inspirado por Sieyès, presentado después del 9 termidor y votado por la Convención, no es más explícito sobre esta íntima cuestión. Todos hablan de la forma exterior de la educación, pero nadie llega al fondo, a la sustancia, al alma de la educación. En esta incertidumbre sobre el principio moral, las discusiones necesariamente han de ser accidentadas. En la Convención no sólo se exasperan las pasiones, sino que se fluctúa entre principios; no hay base fija y fuerte. La historia, a su costa, ha querido sistematizar, metodizar estas discusiones descosidas. No debe hacerlo. Debe seguirlas, pero no dejarse seducir por ellas, sin querer ser más sabia. El día 16, a consecuencia de no sé qué rumores de traición realista, de pacto con el extranjero, surgen dos acusaciones imprevistas. Thuriot: “¡Muerte a quien atente contra la unidad de la República, la de su gobierno o quiera desmembrar partes de su territorio para unirlos a un territorio extranjero!”. La derecha, toda la Convención, responde sin titubear a este grito de la Montaña. La derecha pide por voz de Buzot que todos los Borbones sean expulsados de Francia, especialmente la rama de Orleáns. Indicó con precisión y fuerza los peligros que existían para que esta rama subiera al poder: por una parte sus amistades poderosas con Europa (quiero decir con Inglaterra) y por otra sus esfuerzos para captar la popularidad en Francia con el nombre de Igualdad que la casa de Orleáns acababa de adoptar, su ambición, la precoz intriga de sus hijos. Louvet apoyó otra moción más diciendo que no podía ver sin temor las armas en manos de los generales orleanistas (Dumouriez, Biron, Valence). Buzot y Louvet eran los órganos ordinarios, no de la Gironda en general, sino de la fracción Roland. No encontraron ningún apoyo en los otros girondinos. Brissot creyó inoportuno un ataque sin que no se comprendiera antes a Dumouriez, el general afortunado, el hombre indispensable para el problema de Bélgica. Pétion y otros, girondinos o neutros, Barère, por ejemplo, tenían una razón personal para apoyar a la casa de Orleáns, ya que estaban íntimamente relacionados con madame de Genlis. Las mujeres de esta casa parecían haberse repartido la obra de corrupción. Madame de Genlis y su esposo, Sillery, influían en la Gironda. Madame de Buffon, amante del príncipe, tenía influencia sobre Danton, y por tanto, en la Montaña, donde el mismo príncipe tomaba asiento. La proposición de expulsión hecha solamente por los rolandistas (no por todos los girondinos) tuvo el aspecto de un acto de hostilidad personal. La Montaña respondió en la misma forma, tomando represalias: “¡Hay que expulsar a Roland!”. Y daban a entender que temían que el mismo Roland llegara a ser rey de Francia. Respuesta verdaderamente ridícula, propia para que se dude de la sinceridad de quien la diera. Roland con su virtud y el genio de su mujer, no era aún un partido, ni una potencia, en estos momentos en que la Gironda no les prestaba gran apoyo. Gozaron de una época de popularidad y eso fue todo. Era insensato compararlo a la poderosa casa de Orleáns que, independiente de sus amistades y sus deudos, por el dinero, por la fuerza de una fortuna monstruosa, la más grande de Europa, era una realeza. Era insensato creer que no podía hacerse una república mientras se tuviera por medio un rey del dinero. Realeza no disputada, mucho más efectiva y legítima que la de Luis XVI, realeza sin cargos ni deberes, disponía de todos los medios en completa libertad, sin más regla que la utilidad personal, la dirección oculta de una política tenebrosa. Sabemos cómo creció esta fortuna prodigiosa, cómo poco a poco, atrayendo el oro al oro, arrastrando la masa a la masa, se formó una bola de nieve, por decirlo así, hasta tomar caracteres de avalancha que amenazaba al trono. ¡Vanas previsiones de los hombres! Los reyes temieron que sus hijos, legítimos o bastardos, regaran con sangre la tierra luchando por la legitimidad de la realeza, del origen. Creyeron que al acumular la propiedad en sus manos satisfarían su ambición, saciarían su avaricia. La propiedad por la cual se les quería alejar del trono era, justamente, el camino al trono. Luis XIII tenía miedo de su hermano y lo ahoga, lo abruma concediéndole bienes. Luis XIV hace lo mismo con su hermano y logra reunir en este antepasado de Orleáns las dos fortunas, valoradas en ciento cincuenta millones. El mismo Luis XIV, frente a los Orleáns, había constituido una potencia, la de sus bastardos, dotados cada uno con cincuenta millones. Se extinguen los bastardos sin otro heredero que una niña, mademoiselle de Penthièvre, que gracias a su matrimonio aporta cien millones a la casa de Orleáns, reuniendo esta de este modo doscientos cincuenta millones. Orleáns-Igualdad heredó de su padre siete millones y medio de rentas y de su mujer cuatro millones y medio (doce o trece millones en total, según el cálculo más moderado). Fortuna disminuida indudablemente por la cantidad considerable de dinero que tiró en la Revolución, pero aumentada por otra parte en especulaciones afortunadas, especialmente en la construcción del Palais Royal. “La regencia nada nos ha hecho gastar”, dicen los Orleáns. El regente no puso ni un sol suyo a disposición del Estado, al contrario, hizo que su pupilo el rey dotara a sus hijas. La revolución de 1793 no disminuyó su fortuna. Madame de Orleáns entra en posesión de sus bienes personales en el año 1795 y su hijo encuentra el resto de la fortuna el año 1814, como bienes no vendidos o como una indemnización. La Revolución de 1830, finalmente, no disminuye tampoco su fortuna. El rey, como se sabe, entrega todo su caudal a sus hijos en las Tullerías. La Revolución de 1848 tampoco tocó esta fortuna. Ha creído o hecho creer que esta riqueza, de la que todo el mundo conoce el origen político, era una propiedad privada76. Este reino en el reino, exige, como puede comprenderse fácilmente, una administración complicadísima, gran número de criados, guardias, obreros, empleados. Solamente los guardacampos forman un ejército. Añadid la legión interminable de contratistas, comerciantes, pequeños acreedores en la dependencia de este poderoso deudor, que se divierte haciéndolos esperar, suspendiéndolos de su fortuna. Añadid otro pueblo, el de los aspirantes, que solicitan, esperan las vacantes que sobrevendrán. Potencia enorme hoy, en el antiguo régimen y bajo la Revolución conservaba un carácter feudal. Este personal inmenso era, al contrario que hoy, inamovible. Se componía de familias hereditariamente empleadas en las mismas funciones. En regiones pequeñas y aisladas, como el principado de Dombes y el ducado de Penthièvre, el dinero tiene una fuerza tres veces poderosa: es el señor feudal, el rey y nada resiste a su influjo. El duque, poseedor de semejante fortuna, podía decir, sin duda, que era rey, hasta el extremo de que no se preocupó de serlo antes de Francia. Nada indica tampoco que él soñara seriamente con esto. Se hizo revolucionario siguiendo consejos de mujeres y deseando vengar algunas ligerezas cometidas por la reina. Quedó satisfecha su venganza cuando el día 6 de octubre, desde la terraza de su castillo de Passy, la vio venir de Versalles en la mayor abyección, arrastrándose por el cieno, cautiva entre la carnavalesca confusión de hombres ebrios que jugaban con cabezas cortadas, ensangrentadas. Era macabro, era horrible. Esto calmó un tanto su espíritu. Su correspondencia con el rey fue como la de un hombre que desea reconciliarse a toda prisa y a toda costa; cogió miedo a la Revolución y escribió al rey servilmente. Expresamente hizo un viaje a las Tullerías para obtener la gracia y el perdón del rey. Este le habló seca y fríamente. La reina le volvió la espalda. Un servidor de ella, el caballero Goguelat (el Goguelat de Varennes), enardecido por la insolencia de todos, escupió sobre él en la escalera. Su situación fue embarazosa. Sus trabajos para que la Constituyente le diera en dote una hija del rey, ¡rasgo increíble de avaricia!, causaron en la opinión efectos deplorables y el duque de Orleáns quedó como anulado. Se escondió en la Montaña, adoptando el extraño nombre de Igualdad, que era como una burlesca caricatura. Desde entonces se le llama Príncipe Igualdad. No era trabajo fácil ni llevadero defender en 1793 tan poderosa fortuna, e Igualdad dedicó a esto sus esfuerzos, sin ahorrar ningún medio. Primeramente se sentó cerca de Marat. Hizo el esfuerzo (esfuerzo penosísimo para él, que no nació sanguinario) de votar por la muerte del rey. Finalmente salvó toda su fortuna y no perdió más que la cabeza. Esto es todo lo que quería. Él, por sí mismo, era muy poco temible, al contrario que sus hijos, nacidos con distintos temperamentos y diferentes tendencias. Ya se vio con qué habilidad manejaron los boletines de la guerra cuando lo de Valmy y Jemmapes, para exagerar el valor de sus servicios. El esposo de madame de Genlis, Sillery, encontró medios para ser uno de los tres comisarios enviados al ejército después de la batalla de Valmy y tantear el terreno entre los prusianos acerca de las probabilidades que los Orleáns tendrían de ser reyes y el apoyo que merecerían por parte de Europa. Se publicó entonces, seguramente con el propósito de crear opinión y atraer público a la causa, un curioso periódico del duque de Chartres, en el que el excelente discípulo de madame de Genlis le narraba diariamente, como si fuera su madre, todas sus buenas acciones: su visita a los hospitales, socorros hechos a los enfermos, un hombre que logró rescatar del río cuando estaba casi ahogado, otro hombre al que salvó del furor del pueblo, etc. Los Roland no se equivocaron en su juicio. Vieron en el joven duque un pretendiente. Creían que apenas muerto Luis XVI sería este el dios salvador que surgiría entre la anárquica confusión en que iba a quedar el país. Logró el duque por medios hábiles y un tanto delicados, afianzarse en la opinión. La equivocación de los Roland al suponer que el duque de Chartres era un conspirador, fue la de creer que en el complot figuraba de cuerpo entero la Montaña. Esta sociedad era tan inocente como la Gironda. Un girondino, Sillery, y un montañés, Danton, quizás fueron en otros tiempos orleanistas. En cuanto a este último, me cuesta creer que el poderoso organizador de la República haya podido tener esta doble intención. Me hace dudar de esto todavía, la fuerza, la insistencia con que Danton quiere revolucionar Bélgica, a despecho de Dumouriez, su afán por republicanizarla, sus anhelos para unirla a la Francia republicana, destruyendo la segunda esperanza de la casa Orleáns. Chabot apoyó a Igualdad, diciendo que era representante. La Convención aplazó en dos días su acuerdo. El 19, después de una vivísima y larga discusión, se divisó la Gironda. Un girondino inutilizó la obra de los girondinos. Pétion hizo descartar la proposición de Buzot y pidió que se aplazara todo hasta después del proceso del rey. Los polacos piden socorro (30 de diciembre).—Conjura de los reyes contra Polonia.—La Revolución debió ser el proceso general de los reyes.—Defensa del rey (26 de diciembre).—El rey se cree inocente.— El rey sigue creyéndose rey.—No puede existir otro juez que la Convención.—La Convención no sabe si es juez o si jalla como medida de seguridad.—Debió declarar que juzgaba sólo por el derecho, no por el interés público ni por la seguridad.—Los dos partidos hablan más del interés público que de la justicia.—Robespierre establece que la Convención es la que debe juzgar (27 de diciembre).—En nombre de la Montaña sostiene el derecho de las minorías.—Sombríos vaticinios de Vergniaud sobre las desgracias que ocurrirán después de la muerte del rey ( 30 de diciembre).
El día 30 de diciembre, un polaco, miembro de la Asamblea
Nacional, expuso ante la Convención la demanda de Polonia. Jamás pueblo alguno fue tan indignamente traicionado, vendido más vergonzosamente. Jamás se vio tan espléndidamente iluminado y demostrado el axioma de que los reyes son la perturbación de la moral y del derecho de las naciones. La realeza, creando seres extraordinarios, sobrehumanos, los coloca también fuera de la moralidad, lejos del bien. Las terribles palabras de Saint-Just: No hay nada en común entre el pueblo y el rey, sintetizan la máxima no proclamada, pero practicada por los reyes: Entre el rey y el pueblo no hay nada en común, ni justicia, ni piedad. Rusia, en el año 1792, proclamándose protectora de la libertad de Polonia, fomenta en este desgraciado país una confederación de traidores que seducen a los inocentes y crédulos polacos, creyendo en la generosidad del enemigo, al que se confía la esperanza de la independencia nacional. Prusia y Austria, que la víspera alentaban las nobles aspiraciones de Polonia prometiéndole su apoyo, se vuelven contra ella y la abandonan. El rey Poniatowski, deseoso de abdicar, pidió por toda gracia a la cruel Catalina que terminase el largo suplicio de un pueblo y que propusiera a un príncipe ruso como sucesor< ¿Qué contestó Rusia? ¡Estaba indignada! ¡Dios santo! ¡Semejante lenguaje revelaba el desconocimiento más completo del desinterés con que procedía la emperatriz! ¿Trabaja Catalina acaso en provecho propio? No, los beneficios son para Polonia exclusivamente, únicamente por su interés Catalina tortura, abate, extenúa a la desgraciadísima Polonia. Dad la presa al cazador y no la querrá; dad el ratón al gato y lo deja, cierra los ojos, ¡buena y dócil bestia de presa! La presa es buena y dócil, pero lo mejor es engañarla, ser astuto con ella, hacerle creer que escapará< Catalina emplea los medios de seducción más complejos para cautivarla. Desarrolla las gracias de la mujer bizantina< para ahogar al joven favorito entre sus desnudos brazos. Y aún la víspera se le hace creer a Polonia que, proclamada la Constitución republicana, el ejército de su reina, honradamente, noblemente, volverá a atravesar la frontera77. Todo esto en 1792. En el año 1793 todo cambia. La emperatriz siente súbito miedo a los jacobinos polacos. Decía que amaba la libertad. Comienza una nueva farsa. Se comprende desde luego que hubiera algunos jacobinos en las ciudades. Pero las ciudades contaban más bien poco en la vasta Polonia, aunque algo más que en Rusia. Las gentes del campo estaban a cien leguas de estas ideas. ¿La nobleza, que era el gran cuerpo de la nación, podía ser seriamente jacobina? En tal caso lo habría perdido todo. Esta espantosa comedia debió convertir en seres execrables a los tres bandidos con corona que intervinieron. Pero nada ocurrió, antes al contrario. Inglaterra, celosa de los progresos de Rusia, solicitó su amistad adoptando tiernas actitudes. La lealtad de Prusia y Austria le conquistaron el corazón. Europa se reconcilia. La fraternidad más acendrada reina entre todos los reyes. ¡Bello y tierno espectáculo! Solamente Francia es un brochazo que disiente de la amable tonalidad de este cuadro. Desde luego está claro que los reyes de esta época no han sido peores que los que les precedieron y los que les han sucedido. Su conducta en este caso concreto revela solamente la resultante fatal y necesaria de lo que en todas épocas ha sido el alma de la monarquía, esta institución monstruosa: el desprecio más profundo hacia la especie humana78. Todo esto que se ha revelado hace sesenta años, se ha ido conociendo con más perfección, más minuciosamente, a medida que se ha despertado el amor a la lectura, al estudio, a la instrucción. Los pueblos, desde hace ya muchos siglos, deberían haber estudiado profundamente el problema. ¡Camina tan lentamente la luz! La misma Francia, en 1792, no estaba segura del papel que debía representar. Desconocía el profundo misterio que llevaba grabado en su alma y que era el juicio de los reyes. ¿Lo diremos? Le faltaba audacia. El proceso de Luis XVI era insignificante. Desde el momento en que se decretó la guerra con el carácter de revolución en todos los países donde se suspirara por la libertad, desde el instante en que airadamente se levantó la espada contra los reyes, el proceso de Luis XVI no era más que un pequeñísimo incidente, un ligerísimo careo del gran proceso, quizás un accesorio. Es necesario dar a este proceso un carácter universal, haciendo de la guerra europea como una especie de ejecución jurídica. Francia, por el hecho mismo de la promulgación de estos decretos, era el juez universal. Le tocaba a ella decir: “El derecho es igual para todos. Yo juzgo a toda la tierra, mis decisiones tienen carácter universal”. “Mis quejas no son lo que más me perturba. Yo defiendo estos pueblos pequeños sin voz para quejarse, para demandar, sin abogado que les defienda. Hablaré, lucharé por ellos. Soy el juez de oficio que demanda en su nombre”. “Catalina de Anhalt, aventurera alemana que empleando el homicidio y la sorpresa robó la corona del gran pueblo ruso: ¡compareced y responded<!”. Un simple ujier de la Convención bastaba para citar a los reyes. Y seguramente no hubieran faltado patriotas que hubiesen fijado la citación en Roma, Viena, o Moscú, con la mayor intrepidez< Estos orgullosos ídolos, deificados por la ignorancia y la candidez originarias del mundo, hubieran leído una mañana quizás, al salir de sus palacios, sobre las puertas y los muros: “Tal día compareceréis para responder ante Dios y ante la República<”. ¡Cuánto hubiera difundido la luz, la instrucción, este sumario! El mundo estaba asombrado viendo cómo estos miserables embrollan los asuntos humanos. Es suficiente recordar la afrentosa y cruel intriga que tanta sangre costó en Turquía, en Polonia y que estafó a Dantzig. “¡Pero qué!< ¿Este gran proceso no habría sido ridículo? Francia, que no podía enviar ni víveres, ni zapatos, a su ejército de Bélgica, ¿no habría sido una locura si hubiese lanzado a las potencias del mundo sus impotentes amenazas, imposibles de realizar? ¿No se habrían reído los reyes de un extraño Don Quijote que pretendiera enderezar los entuertos de todo el género humano?”. No; los reyes no se habrían reído. ¿Nuestros ejércitos eran impotentes? ¿Estaban mal equipados, sin dinero? Esto es una solemne equivocación. Nuestros ejércitos estaban admirablemente armados, equipados, vestidos, aprovisionados< ¿de qué? Tenían un pequeño talismán, que no por esto era menos terrible, el decreto del 15 de diciembre, el llamamiento universal a los pueblos que ansiaban la libertad, arrojar al tirano, expulsar al invasor, sin más obediencia y acatamiento que a los magistrados nombrados por él mismo, dispensando a las masas del pago de impuestos< De haber sido aplicado el decreto seriamente79, habría perforado las murallas, aniquilado los fuertes, volcado las torres. Sin ejército, por la sola fuerza del principio político que Francia proclamaba, por la virtud social de su cruzada, habría abatido, pulverizado a los reyes. La defensa de Luis XVI, cuyo informe presentó su abogado el día 26 de diciembre, es un trabajo de habilidad y de sagacidad extraordinaria. Revela este informe que el rey tenía gran seguridad. Denota aplomo en sus facultades. Sabía Luis XVI que la Convención no tenía ninguna prueba seria contra él, ni siquiera de las que se referían a conciliábulos con el extranjero. Probablemente sus abogados Desèze, Tronchet y el bueno de Malesherbes, no sabían de esto más que la Convención. En esta ignorancia se afirmó la seguridad, la convicción que el primero tenía de la inocencia del rey y esta misma ignorancia hirió la extremada sensibilidad del último, quien no pudo hablar porque le ahogaban las lágrimas. Causan asombro cuando se leen las palabras que pronunció el rey después de la defensa de Desèze. Protesta de que nada tiene que reprocharse a sí mismo. ¿Pero qué es entonces una conciencia católica? ¿Qué fuerza mortífera es la de los directores espirituales que enmudecen la conciencia del rey, haciéndola insensible, inerte? ¿Cómo ha de reconocer sus errores, cómo ha de confesar sus insensateces si tiene el concepto de que son ilimitados sus derechos, hasta el extremo de encontrar legítimo el llamamiento a las armas extranjeras, crimen que se acomoda perfectamente en el molde de su conciencia cristiana? Para explicar lógicamente esta tranquilidad de espíritu, esta ausencia total de remordimientos, de escrúpulos, es necesario pensar en los trabajos que realizaron los curas, sus consejeros, para educarlo en esta escuela, dejando que sobresalieran sobre las demás facultades las que residían originariamente en él, las condiciones de herencia moral< que pueden compendiarse en pocas palabras, a saber: que él era rey, rey de sus actos, de sus palabras; que en él residía un derecho absoluto, sea para reinar por la fuerza o sea para burlar a la necesidad. Un periodista leyó en su semblante, con penetrante observación, cuando aún era prisionero, el 11 de diciembre, las siguientes palabras: “Haced lo que queráis. Yo sigo siendo vuestro rey. Cuando llegue la primavera me vengaré”. Sí; Luis XVI, fuera de Versalles, separado del trono, solo y sin corte, despojado de todo el aparato de la realeza, se creía rey a pesar de todo, a pesar del juicio de Dios, a pesar de su merecida caída, a pesar de sus faltas, que sin duda no ignoraba, pero que creía excusables, absueltas como estaban desde hacía mucho tiempo y lavadas por la única autoridad que reconocía sobre él: Dios. Esto es lo que se quiso matar. Este pensamiento impío (la apropiación de un pueblo por un hombre) era lo que perseguía la Revolución en la sangre de Luis XVI. Cautivo en el Temple, en medio de sus carceleros, se creía el centro de todas las cosas, se imaginaba que el mundo daba vueltas alrededor suyo, que su raza tenía un origen misterioso y casi divino. Una vez dijo a un individuo: “¿No habéis visto cómo se pasea alrededor del Temple la Mujer blanca? Jamás deja de aparecer cuando ha de anunciarme la muerte de un miembro de mi familia”. En las palabras que añade al informe del abogado Desèze, protesta de nuevo diciendo que “él nunca quiso derramar sangre”. No se puede decir que pese a su carácter colérico no haya tenido bondad, o mejor dicho, ternura. Alemán por parte de madre, tenía lo que es común a los individuos de su raza: una cierta bonachonería, sensibilidad sanguínea y lágrimas fáciles. En dos ocasiones se venció a sí mismo; en dos ocasiones graves dominó estas predisposiciones naturales. El 10 de agosto no ordenó que cesara el combate, habiendo terminado de esta forma la efusión de sangre, hasta transcurrida una hora desde la toma del castillo, cuando ya habían sido derrotados los suyos y estaba perdida su causa. ¡Tardía humanidad! Lo de Nancy, ya lo hemos visto, fue un arreglo hecho con antelación entre la corte, Lafayette y Bouillé; se quiso dar un golpe sangriento. No se hizo esto a espaldas de Luis XVI. Acerca de la sangre derramada escribió a Bouillé que sentía, respecto a tan desconsolador pero necesario asunto, una extremada satisfacción. Le agradecía su conducta y le animaba a que continuara. Toda la fuerza de la defensa de Desèze se concentraba en el reproche por incompetencia que hacía a la Convención: “Busco jueces, y no veo más que acusadores”. Palabras que el bretón Lanjuinais tradujo en la siguiente forma: “Vosotros sois jueces y partes. ¿Cómo queréis que el rey sea juzgado por los conspiradores del 10 de agosto?”. Estas frases, dichas con expresión de ira y violencia, levantaron una espantosa tempestad. “Que explique esas palabras”. Lanjuinais explica su pensamiento, diciendo que “hay conspiraciones que son santas”, etc., etc. ¿Santas? Pero ¿por qué son santas estas conspiraciones? ¡Ah! Seguramente porque significan el regreso al derecho. Domina el verdadero maestro; es arrojado el intruso, el pretendido mentor. Entre el pueblo que lo es todo y el rey que cree serlo todo, ¿quién quedará vencedor? ¿Quién será el árbitro? ¿Dónde queréis encontrar un juez que no sea el pueblo mismo? ¿A quién llamar? “¿El rey, entonces, será juzgado por la insurrección?”, dice Lanjuinais. “Sin duda —le contestan—. ¿Cómo queréis que se le juzgue? El que entre sus manos de hombre confiscó la potencia pública, el alma de un pueblo, su genio; el que se constituyó en dios contra Dios, no puede esperar los respetos y miramientos del hombre. Locamente, caprichosamente, se ha colocado más allá de nuestro nivel. Ha pretendido ser infinito. lnfinita será también su caída”. ¿Quiénes son los verdaderos regicidas? Los que forjan los reyes. Imaginad lo terrible que es imponer a una sola criatura el cuidado, la responsabilidad de gobernar un pueblo, de adivinar su genio< ¿Y de imponerlo a quién? A quien por el efecto mismo de su elevadísima situación sentirá el vértigo de lo infinito, discurrirá peor que los demás hombres< Los hechos hablan elocuentemente. El buen sentido se impone. Es difícil encontrar ahora un ser tan imprudente, tan imbécil, que acepte estas espantosas situaciones políticas. Los realistas, obstinados, son quienes desean caricaturizar a Dios colocando a un pobre diablo sobre un trono. Nunca se expía moderadamente el crimen de contrahacer a Dios. La realeza y los reyes pasarán a ser seres paradójicos y la futura crítica negará que hayan existido. Sólo el pueblo debe juzgar al rey: no debe haber otro juez. Sin embargo, ¿la Convención representa al pueblo? Es difícil constatarlo. ¿Pero tiene representación directa y expresa en su poder judicial? Para responder a esta cuestión, precisa recordar el momento en que fue elegida. La Convención se eligió cuando aún humeaba la sangre del 10 de agosto, cuando se creía un hecho la invasión extranjera, la que nadie dudaba que había sido preparada por el rey. Este acababa de ser conducido al Temple, no como rehén solamente, sino como responsable ante la nación, innegablemente culpable. Los electores, al elegir representantes, más lo hicieron como si eligieran jueces. Es justo, por lo tanto, advertir que algunos departamentos, como Seine-et-Marne, por ejemplo, no creyeron nombrar jueces: quisieron elegir un alto jurado. La cólera pública languideció en octubre, como ya hemos dicho; entonces se pudo dudar de si realmente el país deseaba la muerte de Luis XVI; sin embargo, este cambio de espíritu, mejor dicho, esta crisis, no alteraba en nada el carácter de poder que a la Convención imprimió la elección de septiembre. Si se constituye como juez surgirá un dilema, cuyo efecto será evidenciar ante quienes tienen el privilegio absurdo de la omnipotencia, otro absurdo más grande todavía, el de la impecabilidad. “¿Es rey? ¿Es ciudadano? Si es rey, es inviolable. Si es ciudadano, los ciudadanos tendrán que juzgarlo”. Es decir, se aportarán al juicio la lentitud, las reservas, las formas complicadas que rodearán el asunto de nuevas circunstancias políticas que amortiguarán el golpe. En el primer caso, el juicio es ilegítimo, imposible; en el segundo habría vaguedades, complicaciones, no sería menos imposible. De los dos modos se salva el rey; habiendo exterminado a un pueblo resulta inocente, impecable; se escapa, se burla del pueblo mismo. Fuera cual fuese la forma del juicio, este debía efectuarse con rapidez. Era necesario valorar si las pruebas de su culpabilidad eran evidentes de modo que se pudiera juzgar sin perder una hora en el examen de las mismas. Esta cuestión agitaba extraordinariamente al pueblo francés, de hielo para las cuestiones generales, de fuego para la tragedia individual. Sin hablar de la agitación de los clubs, de las reuniones, los hogares, las familias, eran la turbulencia misma. Frente a frente se encontraban con frecuencia dos bandos: el hombre indiferente o republicano y la mujer ardientemente realista; la cuestión del proceso se discutía entre ellos invocando la humanidad y los más bellos sentimientos del alma, materias en las que la mujer era muy fuerte; el mismo niño intervenía, tomaba partido por la madre. El más firme republicano encontraba cerca de sí la contrarrevolución audaz y ruidosa: una insurrección de gritos y lágrimas. Lanjuinais y Pétion, órganos de una parte de la derecha, presentaron una extraña proposición, declarando que no se juzgaba a Luis XVI, sino que se le sentenciaba como medida de seguridad publica. Pidieron aún otro aplazamiento de tres días para el examen de la defensa. El tumulto fue terrible. Un montañés del Mediodía, Iulien, de Toulouse, juró en nombre de la izquierda que se pretendía matar a la República, pero que los montañeses no retrocederían un paso y que este lado de la Asamblea sería como las Termópilas de la Revolución, que ellos defenderían hasta la muerte. Couthon, con razones poderosas, estableció que la Convención continuara el examen del proceso, manifestando que para esto había sido elegida la Convención. Pero nadie pudo impedir que la Asamblea adoptara las reservas que recomendó Pétion, esto es, que no juzgaba a Luis XVI, sino que sentenciaba o se pronunciaba contra él como medida de seguridad pública. ¡Rara duda la de una Asamblea que no está segura de sus propios derechos y que no sabe si es tribunal o asamblea política! Fue esta una importante concesión que se hizo a los realistas. La vida o la muerte del rey, siendo tan grave cuestión, giraba dentro de la órbita de otra más importante todavía. La cuestión capital es que él fue juzgado, que el falso rey rindió cuentas al verdadero rey, al pueblo; que este, volviendo por los fueros de su soberanía, la estableció con el eminente carácter de jurisdicción. ¿Y qué es la jurisdicción? En este caso, el poder de un Dios sobre la tierra, poder que no podían ejercitarlo los reyes, sino el pueblo. Abandonar la palabra juicio por la de seguridad, medida de salud pública o alguna otra que entonces se formuló, era desertar de la alta jurisdicción del pueblo, obligando a descender al tribunal y confesar que no era juez, sino que por puro expediente trataba de velar por la seguridad. Los que de tal modo rebajaban la cuestión, lo hacían indudablemente guiados por un instinto de humanidad y porque realmente resultaba difícil confesar que se mataba a un hombre como medida de seguridad. La Montaña iba a representar un bellísimo papel defendiendo la cuestión de derecho. Se sentaría la Montaña sobre una roca inmensa (no la de la utilidad variable, no sobre la necesidad, muchas veces inmoral), la de la justicia y del derecho. Era necesario conducir el proceso a esta isla inaccesible, libre de los embates de las olas y de los temporales de la política. Y desde lo alto de la justicia decir al pueblo: “No es por ningún interés humano por lo que juzgamos a este hombre. Por tu salud no inmolamos una víctima humana. No hemos pensado en ti, pueblo, sino en la equidad, en la justicia. Vivo o muerto, sólo el derecho habría dictado el fallo”. El pueblo lo hubiera reconocido y en tal tribunal hubiera encontrado dignificada su representación. La gran masa de la nación tenía una necesidad moral que ninguno de los dos partidos supo satisfacer; la necesidad de creer que a Luis XVI no se le inmolaba al interés general. Era necesario fortificar el alma del pueblo, tranquilizar su espíritu diciéndole: el derecho por el derecho; no se debió permitir que ni por un instante entraran los remordimientos en la conciencia del pueblo haciéndole creer que sus tutores, demasiado celosos, habían matado a un hombre por él. Muchos hombres de la Asamblea tenían talento para arreglar un lecho donde la conciencia pública hubiera dormido para siempre. El alma noble y elevada de Vergniaud merecía ocuparse de esto. Corazones como el de Vergniaud había algunos en la Montaña. Saint-Just pudo hacer creer por un momento que pertenecía a aquellos seres, que estaba a su altura. El más joven de la Asamblea (por sus años no tenía derecho a sentarse en ella), viéndola indecisa el día 27, sin saber si era juez o lo que era, le dirigió esta censura de notoria gravedad: “Habéis permitido que se ultrajase la majestad del pueblo, la majestad del soberano< La cuestión ha cambiado. Luis es ahora acusador; ahora sois vosotros los acusados< Se recusará a los representantes que ya han hablado contra el rey. Nosotros, pues, recusaremos en nombre de la patria a los que nada han hecho por ella. Tened el valor de decir la verdad en voz alta< La verdad brilla en nuestros corazones como una lámpara en una tumba<” (aplausos). Saint-Just, por un impulso espontáneo, como obedeciendo al fuego de su inspiración, aborda el asunto, logrando conmover al auditorio. Pudo tratar con la grandeza que le era característica la sólida tesis del derecho absoluto. Pero en vez de entregar su espíritu a las elevaciones del ideal, entró en consideraciones políticas menguadas y banales de interés público. Ningún orador de la Girona ni de la Montaña se elevó sobre el nivel de los hombres inferiores. Los dos principales combatientes, Robespierre y Vergniaud (admirables por su perseverancia), no se portaron mejor. Hablaron de humanidad, de salvación pública, subordinando a estos dos conceptos los elevados ideales de derecho y de justicia. Rebajado así el proceso del rey, la cuestión versó, no sobre su culpabilidad (todos lo creían culpable), sino principalmente sobre la designación del tribunal que había de juzgarle en última instancia. Los montañeses querían por jueces a la Convención. La Gironda a la nación. La mayor parte de los girondinos deseaban que la sentencia de la Convención fuese ratificada por las Asambleas primarias. Así se invirtieron los papeles. La Gironda, tachada de aristocrática, se entregó al pueblo. La Montaña, que representaba indudablemente la esencia del pueblo, pareció desconfiar de este. La Montaña, por este hecho, se encontró en una posición falsa. Por una parte sus excesos, su furor. Por otra sus acusaciones terribles contra la Gironda, acusaciones calumniosas y homicidas. La Gironda no cometía traición alguna. No tenía nada de realista. Algunos girondinos se hicieron más tarde realistas, pero esto mismo les ocurrió a algunos montañeses. Esto nada prueba contra la sinceridad de los dos partidos en 1792. Muchos girondinos quisieron y votaron la muerte del rey sin apelación, sin condición. Otros que votaron la apelación creían con sinceridad en la superioridad de la justicia popular y opinaban, conformes con las lecciones de filosofía que habían recibido, que no hay sabiduría como la del pueblo. Sí, en el conjunto de los siglos la voz del pueblo es la voz de Dios. Pero tratándose de una cuestión particular, ¿quién osaría afirmar que el pueblo es infalible? En asuntos judiciales, singularmente, el juicio de grandes masas es muy peligroso, falible. Elegid jurados, escoged a algunos hombres y aisladlos a primera hora, antes de que se contagien de la pasión del día. No os quepa la menor duda que juzgarán siguiendo ingenuamente las inspiraciones del buen sentido y de la razón. Pero un pueblo entero, en fermentación, tiene la menor cantidad posible de serenidad, de razón fría, de sentido imparcial. Es lo más dañino para los jueces. El azar, cuyo origen misterioso, sin que pueda ser explicado, se presiente, influye en todas sus decisiones. Nadie sabe lo que saldrá de este abismo que se llama muchedumbre. Antes surgirá la guerra civil que la justicia. La Montaña no se expresó con claridad acerca de la primera cuestión, esto es, la incapacidad de toda una nación para juzgar en masa; solamente contestó con energía a la Gironda respecto a la segunda cuestión: “¡Queréis, pues, la guerra civill”. Robespierre, en su discurso, demostró de un modo evidente y verdaderamente político lo absurdo que era enviar un proceso a cuarenta mil tribunales, haciendo de cada comuna un centro de disputas, quizás un campo de batalla. Para sostener su peligrosa proposición los girondinos tuvieron que apoyarse sobre un principio falso, a saber: que el pueblo no puede delegar ninguna parte de su soberanía sin reservarse el derecho de ratificación. Por el hecho de que la Constitución se presentaba a la aprobación del pueblo, se deducía que toda medida política o judicial estaba en idéntica situación. Robespierre estaba en la difícil situación de hablar en contra del derecho ilimitado del pueblo. Negar la autoridad del número, ¿no era destruir el principio mismo sobre el que se asentaba la Revolución? Robespierre se guardó muy bien de mirar de frente a este terrible dilema y se escurrió pronunciando párrafos elocuentes sobre el derecho de la minoría: “La virtud, dijo, ¿no estuvo siempre en minoría en la tierra? ¿No es por esto precisamente por lo que la tierra está poblada de esclavos y de tiranos? Sidney pertenecía a la minoría y murió en el patíbulo. Sócrates bebió la mortal cicuta. Catón pertenecía también a la minoría y se desgarró las entrañas. Veo aquí muchos hombres que servirán a la libertad, si es necesario, como lo hicieron Sidney, Sócrates y Catón<”. Protesta nobilísima que fue aplaudida por la mayoría y también por el público de las tribunas. Todos creían que el proceso al rey, fuese cual fuese su resultado, iba a costar mucha sangre. Si los partidarios de la inocencia del rey veían desde lejos la terrible amenaza de los jacobinos, los acusadores del rey veían el puñal monárquico y sentían sobre su pecho el hierro que iba a golpear a Saint- Fargeau. Robespierre luchaba denodadamente contra la Gironda, proclamando como juez único a la Convención. También él podía decir que si representaba en la Asamblea a la minoría, llevaba tras de sí la inmensa mayoría del pueblo. Francia quería el juicio de forma inmediata y además realizado por la Asamblea. Pero, sin embargo, sólo había una exigua minoría que estuviese de acuerdo con lo que la Montaña proponía, esto es, la muerte del rey. Francia no quería la muerte. Vergniaud ejerció entonces toda su poderosa fuerza. La Convención durante algunos días rodó por el camino que él había trazado80. Su discurso causó un efecto deslumbrador. Todos repetían la misma palabra respecto al discurso de Vergniaud: la humanidad es santa. Desde luego, no restamos importancia a estos grandes acontecimientos y menos aún a los discursos de Vergniaud, muy superiores a los de cualquier otro orador. La fuerza de Vergniaud residía en la magnitud de sus conceptos, en la majestad del noble espíritu que flota en sus palabras, en su voz de catarata que se oye desde muy lejos, como ocurre con los elevados saltos de los ríos de América. No tenemos más que citar las palabras sombríamente proféticas con que termina su discurso: “Amo demasiado la gloria de mi país como para permitir que en momentos tan trascendentales la Convención se deje influenciar por el temor de lo que pudieran hacer las potencias extranjeras. Como no hago otra cosa que escuchar de labios de la gente que estamos juzgando una cuestión política, entiendo que no será para vosotros molesto que hable de política un instante solamente. Si la sentencia de Luis XVI no resulta motivo suficiente para que estalle una guerra exterior, su muerte será un pretexto más que suficiente. Vosotros venceréis a todos estos numerosos enemigos, pero ¿qué reconocimiento os deberá la patria por haber derramado ríos de sangre y por haber ejercido en su nombre un acto de venganza que originó tantas calamidades? ¿Cómo podréis hablar de vuestras victorias? Aparto mis miradas de los acontecimientos adversos. Pero incluso refiriéndome a los más prósperos, suponiendo que se abra una era de prosperidad incalculable, Francia se extenuará bajo el peso mismo de sus éxitos”. “Temed que en medio de sus triunfos Francia se parezca a las pirámides de Egipto, monumentos famosos que han vencido al tiempo. El extranjero que pasa se asombra de su tamaño, pero si penetra, ¿qué encuentra allí? Cenizas inanimadas y el silencio de las tumbas”. […] “¿No oís gritar con furia todos los días por encima de la cabeza de los hombres: «¡Si el pan está caro, la culpa es del Temple; si hay poco dinero, si nuestro ejército está mal aprovisionado, la culpa es del Temple; si diariamente sufrimos los espectáculos que nos proporciona la miseria pública, la culpa es del Temple!»?”. “Los que hablan este lenguaje saben, sin embargo, que la carestía del pan, la falta de circulación de la moneda y de las subsistencias, la dilapidación del dinero de nuestro ejército, la desnudez del pueblo y del soldado tienen otras causas. ¿Por qué hablan así, pues? ¿Cuáles son sus propósitos? ¿Quién me garantiza que estos mismos hombres no gritarán después de muerto Luis XVI con una violencia mayor todavía: «Si el pan está caro, si hay poco dinero, si nuestro ejército está sin provisiones, si las calamidades de la guerra han aumentado por las declaraciones de guerra de España e Inglaterra, la causa está en la Convención, que ha provocado estos sucesos con la muerte de Luis XVI»?”. “¿Quién me garantiza que en esta nueva tormenta, en la que veremos resurgir de sus madrigueras a los asesinos de septiembre, no se os presentará, todo cubierto de sangre, a ese defensor, ese jefe que según se dice se ha hecho tan necesario?< ¡Un jefe! ¡Ah! Si fuera tanta su valentía, aparecerían únicamente para ser atravesados al momento por miles de disparos<” “¿A qué horrores se sometería París? Nadie podría habitar la ciudad de la desolación y de la muerte”. “Y vosotros, laboriosos ciudadanos, cuya riqueza es el trabajo, ¿qué haríais si todos los instrumentos de trabajo quedaran destruidos? ¿De dónde sacaríais los recursos necesarios para vivir sin trabajar? ¿Qué manos prestarían auxilio a Vuestras desesperadas familias? ¿Iríais a pedir el apoyo de los falsos amigos, de los conspiradores pérfidos que os habrían arrojado al abismo?”. “¡Oh, huid de ellos! Dudad de su respuesta, que yo os anticiparé: «Id y disputad a la tierra algunos jirones sangrientos de la carne que hemos descuartizado… ¿No queríais sangre? Tomad. Ésta es la sangre de los muertos. No podemos ofreceros otros alimentos».Temblad, ciudadanos, estremeceos< ¡Oh, patria mía! Haré esfuerzos sobrehumanos para salvarte de esta terrible crisis”. 1792 1793).
Gran valentía de los dos partidos.—Generosidad heroica de la
Gironda.—Indomable audacia de la Montaña.—Equivocación que sufrieron los dos partidos.—En qué se equivocó la Montaña.—En qué la Gironda.—La Gironda acusada de mantener relaciones con el rey (3 de enero).—La Convención enervada y envilecida por las tergiversaciones del centro (enero).—La Comuna intenta intimidar a la Convención.—Conflicto sobre El amigo de las leyes.—Los jacobinos reclatan no al populacho, sino a los federados de los departamentos.— La batalla parece inminente (14 de enero).—Disposiciones de Danton en pro de la paz.—Danton trae de Bélgica el pensamiento del ejército.—Heroísmo del ejército contra símismo.—Lo que Danton había hecho en Bélgica.—Teme una explosión de fanatismo religioso.—Los chuanes.—La leyenda del rey.—Afluencia a las iglesias, la Nochebuena.—Danton da un paso hacia la Gironda.— ¿Quería salvar al rey o a la Convención?—Danton es rechazado (14 de enero).
Los dos partidos, en esta terrible discusión, demostraron gran
valor. Hubo muchos que defendie ron la vida del rey en presencia de seres fanáticos, furiosos, que desde las tribunas enseñaban los puños, siendo rodeados a la salida y a la entrada por individuos que proferían terribles amenazas. También sufrieron amenazas los confiados acusadores de Luis XVI. París estaba lleno de realistas disfrazados, unos con el traje de obrero, otros parecían venir de los arrabales; todos eran militares y duelistas, que a la mínima ocasión derramaban sangre. No era creíble que fueran a madurar un golpe, de no ser dejándose arrastrar por el más enfurecido fanatismo. Esto significaba, desde luego, que se corrían peligros y tanto por una parte como por otra se derrochó el valor, pues ambos partidos apoyaban su opinión sobre extremos que les hubieran podido costar la vida. Los girondinos no ignoraban que sus nombres eran los primeros escritos en la lista de proscritos de Coblenza. Tras lo ocurrido a Lafayette, que después de la sangre derramada en el Campo de Marte, pese a ser defensor obstinado del rey, acabó encerrado por Austria en los calabozos de Olmütz, ¿qué podría esperar Brissot, autor del primer acto que efectuó la República, redactor de la orden por la que disparó Lafayette? ¿Qué debían temer los que crearon el gorro frigio y el día 20 de junio lo colocaron sobre la cabeza del rey? El hombre que el 20 de junio derribó la puerta del apartamento del rey, el zapador Rocher, que encontramos de carcelero en el Temple, era un hombre de la Gironda< Si la emigración tenía sed de sangre patriota, era de la sangre de los girondinos. Los emigrados, en sus furiosos libelos, saboreaban de antemano la muerte de Brissot, bañaban su espíritu en la sangre de Vergniaud y Roland. La Gironda lo sabía. Y quizás por eso defendía a Luis XVI. Era caballeresco, loco quizás, pero heroico, dejarse degollar en el motín por salvar al rey, cuando se sabía perfectamente que la entrada de los realistas en Francia se inauguraría precisamente con la muerte de los girondinos. La salvación de Luis XVI (del que los emigrados en el fondo se preocupaban tan poco) no les hubiera librado de la culpa de haber preparado y fundado la República. La defensa de la vida del rey por la propia República parecía absurda, pero era sublime. No olvidemos que esta defensa la hizo la Gironda entre dos patíbulos. Vencerían los realistas o los jacobinos, pero los girondinos habían de perecer. Por otra parte, la Montaña no fue menos grande, menos audaz, menos noble. Decía la Montaña que era imposible fundar una República como no fuera aterrorizando a los reyes, demostrando por medio de un proceso que un rey es un ser responsable, que su cabeza no tiene más que la de cualquier otro hombre, mostrando al pueblo el vano prestigio de estos seres en los que se funda su absurda tradición. Creía la Montaña, no sin razón, que el hombre es antes cuerpo que espíritu, y que no estaría convencido de la muerte de la realeza hasta que no viera, no tocara el inerte cuerpo de Luis XVI con su cabeza separada del tronco. Entonces Francia diría: “He visto y creo< Estoy convencida; el rey ha muerto. ¡Viva la Repúblical”. Los montañeses sabían desde luego que sus principales enemigos eran los reyes de Europa, que las familias de los soberanos, unidas entre ellas, ejercían una poderosísima influencia y les jurarían un odio implacable a través de los siglos. Cada uno de los jueces del rey se convertía en blanco para siempre; ellos y también sus hijos. Mídase la importancia que esto ejerce en la vida social y se comprenderá el valor que demostró la Montaña. Un montañés puede ir hoy contra un rey, pero ¿qué será de él mañana? Se encontrará solo, como un simple particular, sin representación alguna en la vida política, débil, desarmado, como antes de 1789; médico, oscuro abogado, pobre maestro expuesto diariamente a los rudos golpes del poder, a la venganza odiosa del tirano, interesado en demostrar ante el mundo que se atacan sus sagrados intereses sin impunidad. ¿Qué ocurriría si la monarquía, trabajando hábilmente, aprovechando los materiales que le proporcionaba el mal público, lograba persuadir al pueblo de que los culpables eran aquellos jueces intrépidos?< La Montaña no ignoraba que juzgando al rey abría bajo sus pies un abismo de execración y de muerte. Vio el abismo y se arrojó a él creyendo salvar Francia si en su caída arrastraba al rey consigo. Debemos este homenaje al heroísmo de los dos partidos. Todos, montañeses y girondinos, sabían de antemano que se jugaban la vida, y sin embargo, nadie titubeó. Creyeron morir por nosotros. Dicho esto y con la deuda pagada, declarémoslo atrevidamente: ambos partidos se equivocaron. La Montaña se equivocó respecto a los efectos que había de causar la muerte de Luis XVI. Los reyes recibieron una terrible ofensa, desde luego, al guillotinar a uno de los suyos. Con ello se hacía escarnio de su omnipotencia, pisoteando sobre un tablado su soberbia, su altivez, su orgullo. Pero la muerte de un rey no era cosa nueva. Carlos I murió también y por este hecho la causa monárquica no se desintegró. Luis XVI, al perecer, aumentaba el poder de esa causa. Envilecida la religión monárquica por el carácter de los reyes del siglo XVIII, tenía la necesidad de un santo, de un mártir. La gastada institución monárquica recibió nueva savia con la muerte de Luis XVI y las glorias de Napoleón. Dos leyendas. La muerte de Luis XVI sirvió a los intereses de los reyes, hasta el extremo de que sus colegas no hicieron esfuerzo alguno por salvarlo. El rey de España, su primo, no se inquietó. Luis XVI recibió una tardía carta del ministro español Ocariz, que fue como un gesto de generosidad, espontáneo, del pueblo español. Carta que no tuvo carácter oficial alguno. El mismo Ocariz confesó que su señor no le había indicado nada y pidió un margen de tiempo para enviarle un correo pidiéndole que interviniese. El emperador, sobrino de la reina, tampoco mostró su diligencia en esta crisis. Inglaterra vio complaciente la ruina de Luis XVI, que era como una venganza de la guerra de América. Se habría alegrado aún más si hubiese visto a Francia hundirse en sus propios cimientos. Rusia aceptó de Francia esta lección sobre los horrores de la anarquía, horrores que le daban mayor autoridad para proceder contra Polonia y los jacobinos polacos. El resto de los soberanos de Europa enmudecieron ante las desgracias de su colega. Su muerte les servía. Les era útil. Monsieur se hizo proclamar por el emperador regente de Francia y el conde de Artois no tardó un minuto en conseguir de Monsieur el título de teniente general del reino. Calonne reinó tan pacíficamente, que llenó las prisiones de emigrados franceses, rebeldes a su autoridad. Lo repetimos. La Montaña se equivocó. La muerte del rey no tuvo los efectos que suponía. Levantó, eso sí, la opinión de toda Europa contra Francia. Matando al rey, sin demostrar que tenía derecho a matarlo, olvidó que la justicia, para ser luminosa, ejemplar, ha de convencer; si el cuchillo de la justicia es terrible es porque al levantarse airado ilumina con sus reflejos. La Gironda, por otra parte, se equivocó igualmente, sosteniendo que la Convención no podía juzgar al rey en última instancia, mostrándose partidaria de que el pueblo revisara el proceso, lo cual era impracticable, imposible. Estos excelentes republicanos comprometían a la República. Si no se celebraba un juicio rápido, enérgico y por la Convención, la República correría gravísimos peligros. El triunfo de Vergniaud, si hubiera sido duradero, habría cambiado la faz de los sucesos. ¿Quién habría triunfado? ¿La Gironda? No, los realistas. Los girondinos se equivocaron lamentablemente. Creían ingenuamente en la universalidad del patriotismo. Ignoraban que había una muchedumbre de realistas que, disfrazados, habían inundado París, realizando un hábil y temible trabajo de conspiración, minando la fe republicana en muchos corazones. Tampoco se dieron cuenta de la conspiración de los curas, que, escondidos, escuchaban todas las discusiones, acechando la ocasión para declarar la guerra civil. En una situación tan tensa sólo se podía esperar un terrible estallido. Súbitamente se experimentó el efecto de una caída, de una derrota; se sintió pánico y pareció escucharse el grito de sálvese quien pueda. La Montaña sintió la situación instintivamente. Atacó a la Gironda porque enervaba la fuerza de la Revolución y en un momento de furor, mezclados la rabia, el odio, los deseos de venganza personal, intentó inferirle el golpe que previó Vergniaud. El 3 de enero la Montaña, por medio de una censurable maquinación, hizo cambiar de posición a los girondinos, que pasaron de ser jueces a ser acusados. Un representante, a quien se le concedía poca autoridad política, un militar llamado Gasparin (que, como Lepelletier Saint-Fargeau, tuvo la felicidad de sellar con su sangre su fe revolucionaria bajo el puñal de un monárquico), declaró que Boze, pintor del rey, en cuya casa se había alojado el verano precedente, le había hablado de un documento escrito por los girondinos y firmado por Vergniaud, Guadet y Gensonné, en el que exigían al rey que adoptase un nuevo ministerio girondino. Gasparin conocía el suceso desde el mes de junio o algo después y había guardado el secreto durante cinco meses. Aparentemente se le concedía poca importancia al hecho. Si hubiera visto en esto un acto de traición, seguramente no habría tardado cinco meses en revelarlo a la Convención. Aparentemente había tenido una nueva revelación y había sentido de pronto lo grave del hecho. ¿Quién se lo había revelado? Sin duda fueron los jefes de la Montaña, quienes en un principio, mudos, aterrados por el discurso de Vergniaud, habían interpretado este incidente como un recurso supremo, el puñal de la misericordia, como se decía en la Edad Media, última y reservada arma con la que el vencido podía derrotar al vencedor. La Montaña había quedado aterrada. El discurso de Vergniaud la anonadó. Gensonné habló inmediatamente después de Vergniaud, apoyando su discurso, aguijoneando la herida del enemigo. Habló sin cólera, adoptando un tono irónico, de desprecio hacia Robespierre, llegando incluso a decirle: “Podéis estar tranquilo; nadie atentará contra vuestra vida; probablemente sois incapaz de atentar contra la de nadie< quizás sea este uno de vuestros más grandes sentimientos<”. Al día siguiente, Gasparin fue lanzado por Robespierre contra la Gironda, confesando lo que oyó decir al pintor del rey. El hecho no pudo ser negado. Los representantes inculpados declararon sin dificultad que, suplicados por Boze para que indicaran los medios para remediar el desequilibrio y la miseria nacional, creyeron un deber manifestar su opinión. Gensonné tenía en su poder una carta: Guadet y Vergniaud la habían firmado. ¿Quién podía censurar que en una época de frecuentes aventuras hubiesen accedido aquellos hombres a dar un consejo para evitar la continua efusión de sangre? Se veía venir una batalla; una muchedumbre sin disciplina, sin pólvora, sin municiones, que se iba a jugar a una sola carta todo el futuro de la libertad de Francia. No se trataba para nada de un recuerdo al rey, era una carta dedicada a Boze. ¿Cuál era la razón de ser de esta carta? Una muy clara: la de demostrar que el rey debía temerlo todo, que era mucho mejor para él bajar que caer, que era mejor que se desarmara y que entregase la espada sin que se la arrebataran. La declaración de Boze, al que se hizo venir, dejó muy claro que se trataba de un acto completamente leal por parte de los girondinos. Declaró que, por lo demás, la carta estaba dirigida a él y no al rey. Este singular entrometido dejaba ver claramente los tres papeles que había representado. Era un buen monárquico y quería salvar al rey. Era un buen girondino; es él (lo dijo él mismo) “el que dio a los tres la idea de exigir la convocatoria de los ministros girondinos”. Era un buen montañés, alojaba en su casa a Gasparin, realizaba con amor, con entusiasmo, los retratos de montañeses ilustres, como por ejemplo el de Marat, que es quizás, su obra maestra. El tiempo transcurría con celeridad. El punto de vista había cambiado. No se puede comprender que bajo la deslumbrante luz de la República pudiera haber en aquella época tantas tinieblas; no se había perdido el sentimiento del ideal, pero faltaba memoria; tanto la Montaña como la Gironda parecía que habían perdido tan importante facultad. Los girondinos sufrían ataques generalmente débiles, a pesar de lo cual, para defenderse, hacían grandes esfuerzos, pues no podían oponerse a la marcha de un mundo nuevo que a pesar de sus trabajos, de los obstáculos que le oponían, avanzaba con majestuosa marcha. Cuando Guadet dijo para defenderse que “después de la pésima impresión que había dejado el 20 de junio no era difícil dudar de lo que ocurriría respecto a la jornada del 10 de agosto<”, la izquierda se levantó furiosa, indignada, como diciéndole: “¡Habéis dudado del pueblo!< ¡No tenéis fe en él!<”. Se discutió el orden del día y la Convención demostró la alta estima en que tenía a Vergniaud nombrándolo presidente. Triunfo de la Gironda. Los secretarios fueron girondinos, girondino también el comité de vigilancia. Se rechazaron las acusaciones de la Comuna contra Roland y se acogieron con benevolencia las demandas de Finisterre y la Alto Loira, que solicitaban la exclusión de Marat, Robespierre y Danton. La segunda de aquellas regiones ofreció una escolta para guardar a la Convención, ayudándola a salir de París. Peligrosas proposiciones, que muchos consideraban que eran realistas aunque ocultas bajo una máscara girondina, pero que parecían motivar la situación, cada día más crítica, de la Convención en París. El furor, fingido quizás, de las tribunas, que interrumpían sin cesar, llenando de ultrajes y denuestos a los representantes; la violencia de los gritos y los libelos escandalosísimos, agotaron toda la paciencia. Los montañeses más honrados estaban indignados. Rebwell pidió que fueran expulsados de la Convención los que iban a la Convención misma a vender los folletos contra ella; el girondino Ducos pidió que se hiciera constar esta cuestión en el orden del día. El honrado Legendre, con el acento de hombre sincero y patriota de corazón, denunció una ligereza que había cometido un colega suyo, el montañés Bentabole, quien hizo una señal a las tribunas para que mortificaran a la derecha aplaudiéndola ruidosa e irónicamente. ¿Eran fortuitos estos insultos? ¿Por qué se adoptó este arbitrario sistema de desacreditar a la Convención? Los más exaltados pensaron que si diariamente, por medio de manifestaciones de esta naturaleza, se desautorizaba un poder, se llegaría pronto al caos de la anarquía. ¿En realidad, quién atacaba a la Convención? ¿Cómo explicar el fenómeno de su impotencia? ¿Con el terror? Efectivamente; en torno a la Convención se veían individuos que la amenazaban, pero hasta entonces ningún diputado de la Convención había sido agredido por nadie de aquella muchedumbre que la rodeaba. Los quinientos diputados del centro, protegidos por su oscuridad, podían votar en escrutinio secreto las medidas enérgicas que les fueron propuestas. ¿Quién los detuvo? El temor de entregar el poder a los mismos que proponían estas medidas de rigor. Esta gran masa muda del centro tenía también sus directores silenciosos; Sieyès y otros políticos ejercían en ella mucha influencia; obedecía el centro a un sentimiento mixto de desconfianza patriótica y de envidia ridícula. Cometió grandes contradicciones, generalmente voluntarias. Algunas veces votó a la izquierda y a la vez también a la derecha, creyendo que mantenía así el equilibrio. No advertía el centro que él mismo se desacreditaba, se arrancaba su personalidad, se convertía en un factor ciego. Esta conducta los enemigos la atribuían al miedo y emplearon los más osados medios de intimidación. La Convención no vio que su falsa política de báscula, de falso equilibrio, era como una prima para los terroristas. La Comuna, el 27 de diciembre, realizó un acto de audacia. Lanzó una acusación contra un representante del pueblo, Charles de Villette, quien había publicado un artículo en un diario girondino aconsejando la resistencia armada a las violencias de los revolucionarios, consejo del que los realistas pudieron sacar gran provecho. Debía perseguirse al articulista, pero era necesaria la autorización de la Asamblea. Otro incidente siniestro. Desde el Ayuntamiento se vio el cuerpo de un hombre asesinado que era conducido por la plaza de la Grève. El 31 de diciembre, un tal Louvain, ex mosquetero de Lafayette, había pronunciado palabras en favor del rey y un federado lo había atravesado con su sable. Esta muerte en tales momentos, cuando la Comuna osó emplazar a un representante, parecía cometida expresamente para asustar a la Asamblea con un crimen que era como el preludio de otros muchos crímenes. Todo el mundo se indignó. Marat mismo se levantó y habló con violencia contra Chaumette, envolviéndole en una mirada de odio y desprecio. Chaumette sintió miedo, hizo revocar la acusación y excusó a la Comuna. Villette se vio a las puertas de la Convención rodeado de una muchedumbre furiosa que pedía su cabeza, pero se rió ante sus narices y siguió adelante. Esta gente que gritaba de continuo no siempre tenía el valor a la altura de sus gritos. Otro diputado, Thibaut, amenazado también de muerte, se abalanzó sobre un individuo, que pidió piedad. En el momento mismo en que la Comuna se excusa ante la Convención se le infiere un nuevo ultraje. Se representaba en el Teatro Francés El amigo de las leyes, obra mediocre, pero para aquella época muy atrevida. Iuzgándola literariamente no era una obra contrarrevolucionaria, pero sí lo era en espíritu. Grandes discusiones en pro y en contra. La Convención, consultada, no permite la representación. La Comuna defiende la obra. Los jacobinos entran nuevamente en acción. La prensa entera se cierra contra ellos, pero los jacobinos se inquietaban tan poco, que pensaron únicamente expulsar a los periodistas de la sala. Les gustaba la propaganda puramente personal contra la Convención. Tomada la cuestión bajo este aspecto, poco había que esperar del barrio de SaintAntoine. Aunque viviera en excesiva miseria y se sintieran con más intensidad los acontecimientos, sus habitantes han tenido más respeto a las leyes de lo que generalmente se cree. Tengo a la vista las actas de las secciones del barrio (Quinze-Vingts, Popincourt y Montreuil)81. Nada hay más edificante. En esos documentos hay mucha menos política que caridad. Palpitan los sentimientos de las mujeres de los que partieron a la guerra, de los viejos, de los niños. El arrabal no formaba un cuerpo como se ha dicho. Las tres secciones tenían espíritu diferente; se tenían celos entre sí; sus asambleas eran pacíficas y muy poco numerosas, de cien, doscientos, quinientos hombres a lo sumo y esto en circunstancias excepcionales. Los emisarios jacobinos no manejaban el barrio a su antojo como se ha creído. El hombre de confianza de Robespierre, Hermant (el 5 de noviembre), apenas si puede reunir la sección de Popincourt para las elecciones. Los jacobinos y la Comuna no reclutaban en el barrio, sino entre una población que no era parisina, los federados recién llegados. Los federados del 10 de agosto ya habían partido. La mayor parte eran gente establecida y padres de familia y por grande que fuese su entusiasmo por la Asamblea no pudieron continuar. Las sociedades jacobinas enviaron otros federados de los departamentos, o fanáticos, o hambrientos, ávidos de explotar la hospitalidad parisina. Los ministros, Roland y sus colegas, se guardaban muy bien de facilitarles la vida. Esperaban que el hambre, que los había conducido a París, los arrojara de allí igualmente. Los jacobinos trabajaban por ellos. Los alojaban, los catequizaban uno a uno, preparándolos con gran celo y habilidad. La Comuna los auxiliaba igualmente, empleándoles y proporcionándoles facilidades. De distrito en distrito, fue dotándolos de armamento para sembrar el terror. ¡Los jacobinos estaban de acuerdo con la Comuna! ¡Unión de los exaltados! ¡Los unos y los otros tenían en su poder un fuerte ejército irregular compuesto por hombres desconocidos y extraños a la población de París! Situación verdaderamente extraña. El 18 de enero la sección de Gravilliers provocó en el Obispado la creación de un comité de vigilancia que ayudaría al de la Convención, recibiría las denuncias y detendría a los acusados. El día 14 esta misma sección propuso que se formara un jurado para juzgar a los miembros de la Convención. El mismo día, aceptando la invitación de la sección de los Arcis, se celebró una reunión armada en una iglesia, reunión compuesta en parte por federados que se hacían llamar orgullosamente Asamblea federativa de los departamentos y en parte por individuos de la sección de los cordeleros, entre los cuales figuraban los diputados de la Comuna. ¿Por qué tomar las armas? Por el pretexto extraño y vago de jurar por la defensa de la República y la muerte de los tiranos. La batalla parecía inminente. El ministro del interior comunicó a la Convención que él no podía hacer nada para conjurar el conflicto. “Pues bien, dicen Gensonné y Barbaroux, la propia Asamblea se encargará de velar por París”. La Convención protestó. Si teme a la insurrección, teme también a la Gironda. La Convención decreta< se entretiene hablando< toma medidas vagas< pide informes otra vez al ministro< ¿Y qué ha de decirles de nuevo el ministro si ya por la mañana ha hecho declaración de su impotencia? En estos sombríos momentos en que la barca iba a zozobrar, Danton, llamado por decreto, como los demás representantes de la misión, llegaba de Bélgica. Pudo juzgar Danton cuánto pierden los políticos que se alejan un momento de la arena del combate. París, la Convención, habían cambiado hasta resultar desconocidos. Una alteración gravísima y que pudo hundirlo inmediatamente, fue encontrar a Camille Desmoulins y a Fabre d'Églantine arrastrados por el torbellino. Votaban a las órdenes de Robespierre. Robespierre y los jacobinos daban la mano a los exaltados. Los dantonistas cayeron en la sugestión. Aún pudo descubrir otro signo. Los jacobinos habían elegido para presidentes a hombres de notoria gravedad: Pétion, Danton, Robespierre. Ahora el presidente era Saint-Just. ¿Y a este hombre de veinticuatro años que se le apreciaba tanto por dos discursos que había pronunciado, le habían elegido como presidente? No, ciertamente. Se le estimó porque se presentía en él el cuchillo vengador. La Sociedad que durante tanto tiempo se consagró a la discusión de principios, deseaba su inmediata ejecución. El asunto de los federados era cuestión de los jacobinos. Robespierre confesó el 20 de enero que los jacobinos habían reclutado gente. Danton se presentaba con nuevas ideas, otros rumbos. Danton había estudiado el corazón del ejército. Esta importante cuestión, que en los clubs se resolvía con la misma facilidad que los grandes problemas en los cafés, la conocía a fondo Danton. El ejército guardó sobre el proceso del rey reservas que revelaban un excelente buen sentido. Jamás expresó ni una palabra en pro ni en contra. El ejército no podía resolver una cuestión tan oscura. Pudo creer culpable al rey, por ejemplo, pero en su poder no existía ninguna prueba. El ejército no deseaba su muerte82. Esta moderación del ejército era más notable por cuanto debía estar exasperado por sus sufrimientos. Francia lo había abandonado. La lucha entre Cambon y Dumouriez, la desorganización absoluta del ministerio, convirtió al ejército en un montón de seres harapientos. Y entre aquellos soldados había muchos que, sujetos a oficios sedentarios, toda su vida habían trabajado bajo un techo, sin haber sufrido las inclemencias de la naturaleza ni la dureza de los inviernos del norte. Había gran número de artesanos, artistas y, entre otras fuerzas, un batallón compuesto exclusivamente por pintores y escultores. Estos jóvenes alegres, vestidos algunos elegantemente, mostrando otros calzones blancos y medias de algodón, sufrieron el terrible frío bajo ligerísima ropa, no tenían en sus bolsillos para alimentar su fe y su estómago más que La Marsellesa y algún ejemplar de los periódicos abiertamente patrióticos. Jamás hubo un ejército tan pobre vegetando en un país tan rico. Este contraste era lo más encantador de su miseria. Parecía que habían soltado un ejército famélico en el país más rico del mundo para que sintiera más el hambre. La pesada opulencia de los Países Bajos, deslumbradora en las iglesias, los castillos, las abadías, las abundantes despensas de los frailes, no eran más que motivos de envidia y tentación83. Este ejército entusiasta, en la ingenua exaltación del dogma revolucionario, se encontró desde el principio ante la alternativa de robar o morir de hambre. Con frecuencia ha confesado Dumouriez que aquel ejército enamorado de la pureza sublime de su ideal, sufrió extraordinariamente viendo que la necesidad iba a conducirlo al saqueo y al pillaje. Enrojeció, se indignó ante su censurable conducta e incluso pidió a su general que lo defendiera contra sus malas tentaciones proclamando la pena de muerte contra la indisciplina y la rapiña. Danton, enviado a Bélgica, encontró a su regreso serias dificultades. Era imposible convertir a Dumouriez en amigo de la Revolución. Sus amigos, públicos o secretos, eran curas, banqueros, aristócratas. Danton, en contraposición, debía sostener en tensión extrema el nervio revolucionario. Esto fue lo que hizo, sobre todo en Lieja. Este valiente pueblo, que por su propio esfuerzo conquistó su amenazada libertad, francés de corazón, quiso ser francés hasta el último instante y recibió a Danton como si fuera un dios. Danton vivió entre los forjadores de Meuse, aventó el fuego, digámoslo así, en el que se fundió la plata de las iglesias para satisfacer las necesidades del ejército; santas y santos pasaron sobre el yunque acerado. Si las interjecciones eran terribles, espantosas, los actos que se realizaban eran humanos84. Ese pueblo exasperado, cuyos mejores patriotas habían sufrido torturas el año anterior, llevó a cabo algunas venganzas, pero sin usar el patíbulo. Danton regresó a París queriendo desatar el nudo que había dejado. El ejército, como él suponía, no quería la muerte del rey. Francia estaba en idéntica situación. Y, sin embargo, los sucesos habían tomado tal rumbo que salvar a Luis XVI significaba tanto como matar a la República. ¿Pero no corría los mismos riesgos si se conducía al patíbulo al rey? Ciertamente. Se anunciaban graves acontecimientos que habían de ocurrir en el oeste. El amigo de Danton, Latouche, que en Londres espiaba a los realistas, le facilitó detalles verdaderamente terribles de lo que se tramaba en la Vendée y Bretaña. Un peligro se debía temer, un peligro único. La Revolución realmente nada podía hacer contra los trabajos subterráneos, por decirlo así, que desde el extranjero practicaban los realistas; su único recurso, y este era el peligro, era el de convertirse en la Revolución del fanatismo. Esto es, una Revolución fanática, destructora. ¿Qué sucedería si en Francia estallara la espantosa y contagiosa epidemia del fanatismo? Apenas habían transcurrido dos siglos desde la matanza de San Bartolomé. Hacia finales del siglo XVII, en plena civilización, ¿no se vio en Cévermes el fenómeno de un pueblo agitado por la epilepsia? En medio de una asamblea que tenía aspecto de pacífica, hombres que hubierais creído sabios se retorcían de pronto y gritaban. Las mujeres, con los cabellos flotando al viento, rogaban por el ejército; los niños eran los profetas que siempre anunciaban victorias. Danton conocía poco lo pasado, pero penetraba en la historia por medio de su genio; presentía los sucesos, los adivinaba. Desde esta época comenzó a vigilar a la Vendée. Signos misteriosos aparecían por el oeste. La Virgen doblaba los milagros. Se asesinaba con más frecuencia. Todo revelaba un estado de honda crisis. En el Maine, en los alrededores de Laval y Fougère, los hermanos Chouan se lanzaron a los bosques aterrorizando con sus actos de bandidaje. Los campesinos fanáticos o perezosos se unían a ellos y se les conocía como los chuanes. Para comenzar asesinaron a un juez de paz. Su protector era un cura, Legge, que gobernaba a estos bandidos como si fueran una tribu bíblica. Era una especie de Samuel. Un hermano suyo había sido militar. Juzguemos el efecto que en poblaciones así predispuestas causaría la leyenda del Temple, aumentada con todo el carácter de tragedia que da a estas cosas la excesiva fantasía popular. El rey fue comparado con Cristo y cada uno de los incidentes de la Pasión fue aplicado al martirio de Luis XVI. La Pasión de Luis XVI sería como un poema tradicional que pasaría de generación en generación, de boca en boca, entre mujeres y campesinos. La leyenda de la Francia bárbara85. Debemos advertir que la superstición no sólo había establecido su imperio en el oeste. En el mismo París había una gran masa de fanáticos, que no se atrevían a pronunciar una palabra, pero que representaban una poderosa fuerza. La Revolución sentía bajo sus pies el sordo trabajo de sus enemigos. Se desarrollaban dos fanatismos. Las mujeres, en el mes de enero, bajo un terrible frío, se levantaban para escuchar en una oscura iglesia la leyenda del Temple, contada por un cura reaccionario. Y sin embargo, estas mujeres callaban. Tenían en su corazón todo el odio que los revolucionarios despedían por los labios; era la rabia silenciosa y concentrada del bando contrario que amenazaba ya con desbordarse. Era como un sombrío furor contra el dogma opuesto< Cuando Marat iba, antes de que amaneciera, como le gustaba, a vigilar a sus propagadores de noticias, se encontraba con su casera, una mujer rica y anciana, que ya estaba en la calle: “¡Ah, te veo!, decía él. Vuelves de comerte a Dios< Vamos, vamos, te guillotinaremos”. Y no le hacía ningún daño86. En la Nochebuena de 1792, en Saint-Étienne—du—Mont, ocurrió un suceso que llamó la atención. Tal fue la concurrencia a la iglesia que se quedaron sin poder entrar más de mil personas. Esta aglomeración tiene su explicación por la población de los pueblos que, de Navidad a Santa Genoveva, del 25 de diciembre al 3 de enero, viene a hacer su novena. El relicario de la patrona de París está en Saint-Étienne. Ninguna otra, lo sabemos, es más fecunda en curaciones milagrosas. No hay niño enfermizo, contrahecho, ciego que las madres no lleven ante ella; muchas mujeres del campo habían venido, creámoslo, con la idea, la vaga esperanza, de que la patrona hiciera algún gran milagro. ¡Triste situación! Todo el trabajo de la Revolución servía para que las iglesias se llenaran de gente. Desiertas en 1788, están atestadas en 1792, atestadas de un pueblo que reza contra la Revolución, contra el triunfo del pueblo. Era esto como una enfermedad popular. Los enfermos sentían latir en su corazón sentimientos de humanidad. Abominaban del derramamiento de sangre, así fuese la de un rey, dejándose dominar por la piedad. Luis XVI iba a ser juzgado, todo lo cual era muy útil, pero sería posible que esto provocara una explosión del fanatismo, creando entonces el obstáculo más grande para una República: el culto a un ref; mártir. Un girondino, Fonfrède, pudo quizás salvar al rey y no lo hizo, mostrando su conformidad con que se le guillotinase. ¿Es culpable? ¿La decisión de la Montaña será ratificada? ¿Qué pena se le impondrá? (15-20 1793)
No puede acusarse de barbarie a los que votaron la muerte del rey.—
No se puede acusar de débiles a quienes votaron el sobreseimiento, el destierro, etc.—La Gironda aborrecía al rey tanto corno la Montaña.—La Gironda, por respeto al pueblo, quiso ahorrar la sangre del rey.Testarnento republicano de la Gironda.—Los realistas se burlan de la cobardía de Verniaud. —Los dos partidos piden la publicidad de los votos.—Descorazonamiento de Danton (15 de enero).—El rey es declarado culpable por unanimidad.—El juicio no sometido al pueblo (15 de enero).—Danton ocupa de nuevo la vanguardia de la Montaña contra el rey y la Gironda (16 de enero).— El rey sentenciado a muerte (16-17 de enero).—Discusión acerca del sobreseimiento (18-19 de enero).—El sobreseimiento rechazado.— Asesinato de Lepelletier (20 de enero).—Enérgica actitud de los jacobinos (noche del 20 al 21 de enero).
Ningún acontecimiento ha desfigurado tanto la historia como el
proceso de Luis XVI. Escritores de gran celebridad han acogido y autorizado las más vergonzosas injurias que los partidos han lanzado contra Francia. Rogamos al lector que no se deje arrastrar por este surco que ha trazado una historia equivocada; deseamos que el lector examine espontánea y personalmente el proceso y que juzgue desde su propio criterio. Le pedimos al lector que no sienta parcialidad contra Francia. Aunque la Gironda y la Montaña se hayan equivocado (en nuestra opinión) merecen nuestro profundo respeto por la sinceridad con que ambos partidos trabajaron y por el valor de que dieron prueba. Lo que parece de pronto sorprendente es que entre quienes deseaban la muerte del rey hubiera hombres de tiernos sentimientos, de buen corazón, sencillos, ingenuos. Jamás ha existido un hombre tan profundamente honrado, ni de alma más sensible, que el gran hombre que organizó el ejército de la República, el bueno, el excelente Carnot. Quizás no hayan existido dos seres más noblemente magnánimos que los hermanos políticos bordeleses Ducos y Fonfrède. Nadie hubo que expresara como ellos la encantadora dulzura y el espíritu eminentemente humano del país de Montesquieu. Francia podía mostrar al mundo entero a estos dos jóvenes como modelo de hombres bajo el régimen de la libertad y de la civilización. Espíritus independientes, educados en una elevada filosofía, salidos de familias de comerciantes, más de una vez protestaron contra la aristocracia mercantil. Admirables por la pureza de sus sentimientos, por su candor, por su sinceridad, llegaron hasta a conmover a Marat. Este trató de salvarlos de la suerte común de los girondinos. Su gran corazón no lo permitió. Lucharon intrépidamente, siguiendo la misma suerte, buscando los mismos laureles. No acuséis de barbarie a quienes votaron la muerte del rey. No fue un bárbaro el gran poeta Joseph Chénier, el autor del canto de la victoria. No era un bárbaro Guyton-Morveau, el ilustre químico. No era un bárbaro el modesto Lakanal, quien tomó parte activa en todas las instituciones creadas en el período revolucionario, el Museo, la Escuela Normal, el Instituto, la reforma radical de los métodos de enseñanza87. No era Cambon un bárbaro; la violencia de su revolución financiera no fue obra suya, sino de su tiempo. No hemos de juzgar tampoco a la Montaña por el furor de las declaraciones de sus representantes, que tan mal tradujeron su pensamiento muchas veces. Juzguémosla por el carácter de los individuos que, menos turbulentos, menos fogosos, más útiles, se sentaban a la izquierda. Juzguémosla por estos laboriosos obreros que, ante la presencia de los grandes males que pesaban sobre la patria, organizaron allí dentro la República y la defendieron en la calle, batiéndose en primera línea, cubriendo ejércitos enteros con el heroísmo de su pecho y su banda tricolor que las balas respetaban88. Por otra parte, tampoco hubo cobardía entre los que votaron el destierro, la reclusión, el llamamiento al pueblo o la muerte con sobreseimiento. Sobre este punto me encuentro solo completamente. Los historiadores están en contra de mi tesis. ¡Qué me importa! Pese a ellos, la historia me da la razón. Entiendo por historia los sucesos que provocan el estado, la condición social, la cultura, el amor patrio de la época. Y entiendo por historia también los testigos serios, irrecusables, de aquellos sucesos. Los realistas han inventado esta vergonzosa tradición que hemos continuado nosotros. Acostumbrados a librar a Francia, lo mismo han hecho con su honor que hicieron con su territorio. Maliciosamente han urdido la leyenda de que la Convención sintió miedo, no hacia su conciencia, cuando se trató de votar la muerte del rey, sino hacia el regreso de los emigrados, hacia la venganza de los realistas. Lo más curioso que puede observarse es que su odio se concentra precisamente en la Gironda, en el partido que trata de salvar al rey. Robespierre les disgusta menos; han indultado a los jacobinos y han besado la mano del feroz duque de Otrante; se trataba por lo tanto, de captar al hombre poderoso, de recuperar los bienes no vendidos. No tuvieron suficientes palabras furiosas, ni suficientes imprecaciones contra la Gironda. Éste es el trofeo de los girondinos, su corona y su laurel. Los girondinos merecieron tal odio. La prensa girondina fue la que fundó la República. Los jacobinos, incluso en 1791, cometieron la torpeza de creer que la forma de gobierno, república o monarquía, era una cuestión accesoria, exterior, secundaria. Robespierre dijo en esta época: “Yo no soy ni republicano ni monárquico”. La Gironda entregó dos veces su vida en pro de los ideales. Nacida de la filosofía del siglo XVIII, llevó la lógica a los bancos de la Convención. Un principio político les indujo a atacar a la realeza y este mismo principio les inspiró para salvar al rey: la soberanía del pueblo. Escribieron este principio y lo aplicaron en el Campo de Marte en 1791; lo escribieron también sobre los muros de las Tullerías, con las balas y las granadas de la legión marsellesa. Los girondinos fueron consecuentes. En el proceso del rey sostuvieron (ilógica o racionalmente) aquel principio, manifestando que no podían comenzar el camino de la República violando el dogma cuya pureza se proclamó la víspera. La Montaña sostuvo abiertamente el derecho de la minoría; pretendió salvar al pueblo sin respetar su soberanía. Ardientemente sincera, la Montaña entró con heroísmo en un camino escabroso. Si la mayoría no es nada, si es el mejor quien debe prevalecer, por poco numeroso que sea, este mejor cabe que se presente en forma numérica en las funciones políticas, en las funciones de gobierno: puede estar representado, por ejemplo, por el supremo Consejo de los Diez de Venecia o por un hombre solo, un papa, un rey. Estas deducciones revelan en aquellos principios notorias contradicciones. La Montaña, al atacar al rey, debió hacerlo en el sentido de derribar la significación, el principio de su autoridad, la monarquía. Habría que ignorar singularmente las cosas de aquel tiempo, desconocer el alma de los hombres de entonces, para afirmar que en la Gironda se profesó a Luis XVI menos odio que en la Montaña. Los realistas, muy bien informados, negaron esta diferencia. La Montaña jamás se aproximó a Luis XVI. En sus sentimientos era muy furiosa, pero no fue más hostil que la Gironda respecto al rey. La corte y la Gironda se conocían bien y se aborrecían, no con un odio vago, sino con rabia encarnizada. Los montañeses perseguían al rey como si fuera un monstruo. Los girondinos lo aborrecían como rey y como hombre. Muchos girondinos votaron la pena capital como si ejercieran una venganza personal89. Después del respeto debido al principio político, fue la razón misma la que los decidió a adoptar su actitud. Era su enemigo. Madame Roland sentía hacia Luis XVI una antipatía natural, instintiva. El carácter débil y falso del rey le repugnaba más que si hubiese sido un hombre perverso. La discípula de Esparta y Roma, admiradora de Plutarco, sentía horror hacia el discípulo de los jesuitas. Prescindía, para juzgar a Luis XVI, de las circunstancias atenuantes del hombre que nace rey. No podía admitir la tradición odiosa de la realeza. Si madame Roland hubiera tenido asiento en la Convención, habría procedido con mucho rigor. Sus amigos se dividieron. ¿Cuál de ellos expresaba los sentimientos de madame Roland? Difícil es asegurarlo. Sin duda el que ella amaba, aunque nadie fue entonces tan alto que pudiera ser su ideal absoluto. ¿Qué amigo votó lo que quería ella? ¿Fue el valiente Barbaroux? Este votó por la muerte. ¿Sería el ilustre Buzot, el verdadero corazón de la Gironda, a quien ella profesaba profunda estima? Salvo la rectificación del pueblo, Buzot votó por que el rey fuera guillotinado. Lanthenas, que vivía en su casa, pero como un amigo de categoría inferior, como un criado distinguido, también votó la muerte con sobreseimiento. Bancal, a quien ella amó, votó por la reclusión. Y así fue el voto de su periodista, de su cronista, el ardiente, romancesco y fanático Louvet. Los que vieron a Louvet abrumado bajo el peso de las acusaciones de los realistas y ¡hasta de su propia mujer! han debido de comprender su voto. En lo más profundo de su corazón tenía grabada la República. Odiaba al rey. Votó por el respeto a la soberanía del pueblo. Más aún que guillotinar al rey, le gustaría matar al principio político que él representaba. El pueblo no quería la muerte y Louvet votó por que viviera el rey. Seguro que los verdaderos republicanos habrán derramado lágrimas de sangre al leer las memorias de Louvet, en las que no se encuentra otro sentimiento que su invencible amor a la República, su odio al federalismo y su amor hacia la unidad. Me conmuevo aún recordando la impresión que me causó el 30 de septiembre de 1849 la lectura de dos papelotes rojos manoseados que encontré en el armario de hierro entre un montón de papeles insignificantes. Eran nada menos que los últimos pensamientos de Buzot y Pétion, su testamento de muerte. El rojo del papel no era de su sangre. Llevaban el testamento guardado en el chaleco colorado. Sus cuerpos fueron abandonados bajo la lluvia y el papel tomó el color del chaleco. Están rotos por los bordes. Pétion, en una carta a su mujer, le asegura que se podrá dudar de la honestidad de su vida, pero no de la bondad de su conciencia. Buzot, en un manuscrito de firme y enérgica letra, protesta “en el momento en que van a terminar sus días” contra las imputaciones que deshonran a su partido, contra la injuria que se le lanzó al asegurar que quería dividir Francia. La adoración a la patria palpita en cada línea. ¡Santas reliquias! ¿Quién no os creerá?< Se siente una emoción profunda cuando se piensa que estos documentos fueron escritos en el momento en que, sintiéndose perseguidos (por la jauría de perros, que dicen en sus cartas), abandonaron la casa en que vivían para no comprometer a su anfitrión y salieron a la calle tranquilamente a morir juntos, sin otro abrigo que el cielo. Sin embargo, ninguno reprocha nada a nadie. Invocan a la Providencia y la Providencia ha respondido< Esta débil justificación ha sobrevivido. Los perros, devorando una parte de sus cuerpos, dejaron intactos estos documentos que la lluvia enrojeció. ¡Quién dijo que fueron unos cobardes los que murieron así, con esta dulzura heroica! ¡Que la Convención tuvo miedo, que Roland murió como Catón, que Vergniaud murió como Sidney, temblando y sollozando!< Las amenazas y los gritos pudieron turbar a un Barère, a un Sieyès, al menos así quiero creerlo. Pero ¿cómo osáis decir, con qué pruebas afirmáis, que la derecha y la izquierda votaron por miedo? Os dicen que tuvieron miedo frente a probables peligros y yo os afirmo que no sintieron desfallecimiento ante la muerte misma; sonrieron sobre el carromato y muchos cantaron sobre el patibulo el himno de la libertad. No me convenceréis si decís que los que llevaron la cabeza levantada, mirando valientemente la fatal cuchilla, se sintieron sobrecogidos de temor ante los gritos de la muchedumbre, porque quien no se asustó ante su propia ejecución en el mes de octubre o de termidor no pudo turbarse ante las contingencias del mes de enero. En su empeño de empequeñecer las figuras más grandes de la Convención, y en defecto de detalles precisos, han inventado historias pintorescas, melodramáticas, conociendo que se difundirían al menos por sus efectos literarios. Según ellos, Vergniaud juró a su mujer la víspera que no votaría por la pena de muerte, y después, lentamente sube a la tribuna y en medio de un profundo silencio, bajo las fascinadoras miradas de los montañeses y de las tribunas, bajando los ojos, sintiendo, sin duda, cómo se le debilitaba el corazón, dijo con voz sorda: “¡Muerte!”. ¡Indigna y vergonzosa historia! ¡Qué de pruebas y de testigos harían falta para creer un hecho tan deplorable, humillante para Francia, para la naturaleza humana! ¡No hay más pruebas que el infame libelo de un reaccionario! ¡No hay más testigo que un hombre que durante el proceso del rey cambia varias veces de opinión90! El fondo de la historia es el siguiente: Vergniaud creía al rey culpable de haber llamado en su auxilio al extranjero y de perjudicar a la nación, que merecía la muerte por castigo. Sin embargo, existían según él, circunstancias atenuantes por las que el pueblo podía otorgar gracia al rey. Vergniaud deseaba esto sin duda y apoyó el llamamiento al pueblo, para que este juzgara o ratificara la sentencia, pero se rechazó esta proposición y votó por la muerte del rey, como los demás diputados de Burdeos, como Ducos, Fonfrède, añadiendo que admitía la probabilidad de un sobreseimiento. En todo esto no hay debilidad ni contradicción. Supongamos que Vergniaud sintiera miedo de que estallara la guerra civil si se salvaba la vida del rey, y ante el temor de que se derramasen torrentes de sangre inocente votó por la muerte de Luis XVI. Le culparemos de haber sido severo en el cumplimiento de un deber de humanidad, pero no diremos que ha sido cobarde. Los dos partidos habían mostrado una valiente emulación en la mayor parte de los votos. La Gironda pidió por medio del órgano de Biroteau que los oradores revelaran desde la tribuna, con toda franqueza, su opinión y la actitud que adoptaban. El montañés Leonard Bourdon logró además que se acordara la obligación de que cada uno firmase su voto. Un hombre de la derecha, Rouyer, de acuerdo con el montañés Jean—Bon Saint- André, pidió que se nombrara una comisión de lista que hiciera constar los nombres de los diputados que faltaran a las sesiones, enviando además una comunicación a los departamentos91. Esta disposición caía de lleno sobre Danton. El día 15 de enero, día decisivo en que se votó la culpabilidad del rey y el llamamiento al pueblo, permaneció Danton en su casa. Lo ocurrido el día 14 había disgustado y descorazonado a Danton. Esta es la única explicación que cabe dar de su deplorable ausencia. Dolorido el corazón por desgracias íntimas, tenía aún menos fortaleza para sobrellevar los reveses públicos. La derecha se había dividido y por lo tanto anulado, y no era difícil ver que el centro, débil y mudo, sería arrastrado por la izquierda, que la Asamblea en masa perdería su equilibrio. Desde entonces no hubo ya Asamblea. Quedó la Montaña. Pero la Montaña, a pesar de su fuerza, de su energía, de sus estrepitosas manifestaciones, no sufría menos la presión de fuera, es decir, la presión de los jacobinos. Este poderoso instrumento de la Revolución, los jacobinos, no servía más que para desnaturalizar su espíritu introduciendo el de policía, el de inquisición, el mismo espíritu de la tiranía. La Revolución, entrando en el jacobinismo, perecía inevitablemente; allí encontraba fuerza, pero también la ruina, como esos pobres salvajes que para llenar sus estómagos tienen que comer sustancias venenosas; por un momento engañan al hambre, comen, pero comen la muerte. Danton meditó todo esto. Vio claramente, cuando otros apenas lo vislumbraban, que estando como estaba la derecha completamente perdida, se había perdido también la Convención. Danton, con su fuerza y su genio, se vio allí, sirviendo a la mediocridad inquisitorial y escolástica de la sociedad jacobina, condenado perpetuamente a obedecer a Robespierre, como dueño, doctor y maestro, a cargar con el insoportable peso de su lenta mandíbula hasta que por fin le devorase. ¡Pensamiento atroz, humillante! ¡Exorbitante fatalidad! Estas ideas dejaron abatido a Danton durante el 15 de enero, cuando su mujer, agonizante, se despedía de él para siempre. Y entretanto el gran curso de la fatalidad avanzaba inexorable. El rey fue declarado culpable por unanimidad (menos treinta y siete diputados que se declararon incompetentes). Esto se preveía. Lo que no podía adivinarse es que no se aprobara el envío del proceso al pueblo para su ratificación. Cerca de cuatrocientos votos, contra algo menos de trescientos, tomaron parte en la votación. Y aun en esto la derecha apareció en desorden, dividida. Algunos diputados como Condorcet, Ducos, Fonfrède, etc., etc., se pronunciaron contra la ratificación que solicitaba la Gironda. El día 16 Danton encontró fuerzas en su propio furor. Atronador, terrible, volvió a luchar para conseguir la muerte de Luis XVI, y si fuera necesario de la Gironda, la vanguardia de la Revolución. ¿No era Danton el más fuerte de la Comuna? ¿Quiénes eran los de la Comuna? ¿Jacobinos? No. La mayor parte seguían a Danton con entusiasmo, al Danton convertido otra vez en el instrumento de las venganzas revolucionarias, al Danton de la cólera, de la muerte y del juicio. Este día se levantó una tempestad en torno a la Convención. Se hablaba de un 2 de septiembre. En París cundió el pánico y mucha gente se dio a la fuga. Roland escribió a la Convención una carta desesperada. Un hombre de la izquierda, Lebas (de ardiente y cándida naturaleza), confesó que participaba de las inquietudes de la derecha y dijo: “Que se convoque a nuestros suplentes fuera de París< Desde este momento podemos morir; permaneceremos aquí para desafiar a nuestros asesinos”. La Comuna pidió, exigió cañones para la defensa de las secciones de París. Contaba con los federados. Las siniestras noticias llegaban a cada momento y Marat reía. Entonces entró Danton, decidido por la Comuna. Hablando de El amigo de las leyes, dijo: “Se trata de una comedia que anticipa la tragedia que representaremos ante las naciones; se trata, señores, de la cabeza de un tirano que haremos caer bajo el hacha de las leyes”. Ante la Comuna Danton habló de su misión en Bélgica, manifestando que se opuso a que el poder fuera entregado a la Gironda para evitar que el ejército sufriera la inspección de Roland. Se discutió sobre la mayoría de votos que era necesaria para acordar la muerte del rey. Muchos pidieron que la mayoría la compusieran dos tercios de la Asamblea. “¡Cómo! — dijo enérgicamente Danton—. ¿Con una simple mayoría reglamentaria habéis decidido la suerte de la nación, de la República, habéis votado la guerra, y ahora, para juzgar a un individuo, reclamáis una mayoría verdaderamente extraordinaria? Se quería que el fallo de la Asamblea no fuera definitivo< Pero, ¿acaso tiene remedio la sangre que en el campo de batalla se derrama por este hombre?”. Estas palabras recordaron una reciente carta de Rewbell y Merlin de Thionville escrita entre los muertos y heridos del ejército, en la que preguntaban a la Convención si aún vivía el autor de estos males. Se acordó que para aprobar la muerte del rey bastaba con la mitad más uno de los votos. Eran las ocho cuando se hizo la tercera pregunta: ¿Qué pena se le impondrá? La sesión duró toda la noche, una fría noche de enero, y todo el día siguiente, un pálido día de invierno, hasta las ocho de la noche. Terminó a la misma hora que comenzó. Cuando aún no se había proclamado el resultado, se recibió una carta del ministro de España. Danton saltó de su asiento y tomó la palabra sin pedirla< Louvet le gritó: “Danton, aún no eres rey<”. “Me asombro —dijo Danton— de ver la audacia con que una nación quiere intervenir en nuestras deliberaciones. ¡Cómo! ¿No reconocen el poder de la República y quieren dictarnos leyes, imponernos condiciones y entrar en nuestros juicios?< Esto es absurdo. Yo votaría la guerra contra España< Responded, presidente, al rey español, que los vencedores de Jemmapes no perderán sus fuerzas hasta que no hayan exterminado atodos los reyes<”. La Gironda pidió y consiguió que la carta, sin leerla, pasara al orden del día. Los defensores de Luis quisieron hablar antes de que se proclamase el escrutinio. Danton lo consintió, pero Robespierre se opuso. Un diputado de Haute-Garonne, Jean Mailhe, montañés, pero moderado, expresó su voto de modo que reunió varios elementos de la derecha y del centro para votar en idéntica forma. Votó la muerte, pero añadió la siguiente proposición, que él comenzó declarando independiente de su voto: “Pido que si se vota su muerte, la Asamblea discuta si es de interés público que se aplace la ejecución o que sea inmediata”. El efecto de esta demanda fue fatal para el rey y fácil de prever al mismo tiempo. ¿Es posible creer que los que votaron en esta forma, como Vergniaud, por ejemplo, desconocieran las consecuencias de su voto, que fueran tan simples como para no prever algo tan natural y posible? ¿Quién osará decirlo? Cada uno especificó expresamente su voto manifestando que votaban por la muerte del rey, pero esto independientemente de la cuestión a discutir, del sobreseimiento. Por la muerte hubo 387 votos y por la reclusión o por la muerte condicional 334. Mayoría de cincuenta y tres votos. El presidente (Vergniaud) con tono de dolor dijo: “Declaro que la pena que la Convención impone a Luis Capeto es la muerte”. Defensores del rey que entraron en la Asamblea leyeron una carta del rey protestando, declarando su inocencia y apelando a la nación. Sèze y Tronchet hicieron notar que era muy duro aprobar semejante sentencia por tan reducida mayoría y más aún si se tiene en cuenta que cuarenta y seis pedían el sobreseimiento después de sentenciado el rey, con el fin de que no tuviera la sentencia más que su efecto moral. Solo siete pedían la muerte a todo trance. El infortunado Malesherbes se sintió de pronto abrumado por el resultado, se turbó, balbuceó algunas frases, perdió su orientación y solicitó que se le reservara la palabra hasta el día siguiente. Toda la Asamblea sintió profunda emoción. Robespierre declaró que él también estaba emocionado y añadió que el llamamiento al pueblo era imposible hacerlo porque se colocaría a la nación en una situación violenta y muy peligrosa. Manifestó que quienes trabajaban para despertar la piedad hacia el rey en los corazones “a expensas de la humanidad”, merecían ser perseguidos como perturbadores del reposo público. Guadet no admitió tampoco el llamamiento, pero pidió que Malesherbes pudiera hablar al día siguiente. La Convención no aprobó ninguna de las dos cosas, acuerdo verdaderamente político, pues era imposible sostener durante más tiempo una situación tan sumamente peligrosa. Se sentía el fuego bajo los pies. La larga sesión terminó a las once de la noche. Al objeto de que los representantes pudieran caminar seguros por París, se ordenó la iluminación general. Nada más siniestro. Desde las ventanas, hachas y otras luces iluminaban las calles desiertas, dando a París un falso color de fiesta. Toda la noche estuvo oyéndose el mismo grito: “¡La muerte!”. El 18 se vio la cuestión del sobreseimiento, cuestión mucho más grave de lo que podía suponerse. El sobreseimiento era un medio para eludir la sentencia, dando tiempo a los realistas y abriendo la puerta a la guerra civil. La muerte del rey, aplazada, podía causar miles de muertes. La Montaña habló en este sentido, pero muy torpemente. Reproduciendo las palabras que Robespierre patrocinó (a expensas de la humanidad), todos repiten lo mismo: “Nada de sobreseimiento —dijo Couthon—; la humanidad exige la ejecución, es necesario abreviar sus angustias, es brutal tenerlo en expectación algunos días más, haciéndole concebir esperanzas que no se cumplirán<”. “Nada de sobreseimiento —dijo Couthon—; la sentencia se tiene que cumplir porque así lo exige la humanidad, como toda otra sentencia, durante las veinticuatro horas siguientes”. Robespierre repite no sé cuántas veces la palabra humanidad. La Convención perdía la paciencia. Chambon, Daunou, La ReveillèreLepeaux, expresaron su indignación contra este modo de hablar dulzón e hipócrita. Aunque la sesión terminó poco antes de las once, la Montaña estuvo deliberando hasta las doce, llevando su exaltación hasta el extremo de proponer la muerte de los realistas y de los brissotistas. Llamaron al sillón a Lacroix y se avergonzaron de este acceso de hidrofobia. Legendre los persuadió finalmente de que no debían perturbar a París. Nada más incoherente que la discusión del 19. La Gironda, descaminada, corría aquí y allá buscando la brújula. Buzot y Barbaroux renovaron sus ataques contra el duque de Orleáns, ataques absurdos, intempestivos. Condorcet enumeró las buenas leyes que hacía falta crear para demostrar que la muerte del rey no constituía un acto de inhumanidad. Mostró el estado de Europa y dijo que precipitando la ejecución, se popularizaría su causa, se haría a los pueblos aliados de los reyes y los reyes constituirían una liga temible contra Francia. Espectáculo sorprendente en una Asamblea tan conmovida, fue la aparición en la tribuna de la severa, muda y glacial figura de Thomas Payne. Quería proponer la misma pena que deseara la nación: reclusión o destierro. Preguntó si Francia quería perder a su único aliado, los Estados Unidos, potencia amiga por agradecimiento a Luis XVI. Declaró que esto sería una gran satisfacción para Inglaterra. Sería vengarla del libertador de América. Y añadió con admirable buen sentido: “Convenced a la opinión, sed grandes y justos y no tendréis nada que temer de la guerra; la opinión os dará armas si lográis que esté de vuestra parte; la guerra contra la libertad no puede durar, a menos que los tiranos logren despertar el interés en los pueb1os<”. Después, con asombrosa claridad, penetrando con profunda intuición en el porvenir, contó, predijo lo que sobrevendría después de muerto el rey. Los reyes explotarían la piedad pública, la indignación de los pueblos, aprovecharían su ignorancia, la propensión a la leyenda, y crearían una poderosa fuerza contrarrevolucionaria. El espíritu de su discurso respondió a su buen sentido común. Barère contestó a Payne. Fue sutil, ingenioso, certero. Resumió con habilidad todas las opiniones contra el sobreseimiento, del mismo modo que había resumido cuanto se dijo contra el llamamiento definitivo al pueblo. Si Barère habló de humanidad, no fue con el acento hipócrita de los montañeses. Preguntó a quienes deseaban tener como rehén a Luis XVI, si no era más terrible, más inhumano aún que la muerte tener a un hombre esperando el golpe bajo la cuchilla suspendida. Desviándose un poco de este asunto habló a la Convención de reformas que debían practicarse una vez libre, en sentido filantrópico, abriendo un horizonte inmenso en la carrera para el bien público. La Asamblea se sintió transportada a otro ideal. Sentía impaciencia por emprender el camino que tan sabiamente había trazado Barère, llegar a la tierra prometida. El rey era su único obstáculo y pasó por encima de su cuerpo. No hubo a favor del sobreseimiento más que 300 votos y en contra, cerca de 400. Esta segunda vez se dio muerte a Luis XVI. La sesión se levantó a las tres de la madrugada del domingo 20 de enero. El mismo día fue asesinado por un guardia del rey uno de los que votaron su muerte: Lepelletier Saint-Fargeau, a quien aborrecían a muerte los realistas, que lo consideraban como tránsfuga de su partido. Orleáns y Lepelletier eran sus Iudas; Lepelletier y su familia fueron protegidos del rey, a quienes este había colmado, abrumado de bienes, gentes del rey, con esto lo decimos todo. Lepelletier tenía seiscientos mil francos de renta. Fue fiel al rey a su manera. Miembro de la nobleza en los Estados Generales, fue el único, o casi el único, que se opuso a le unión de la nobleza y el Tercer Estado. Cuando la toma de la Bastilla, la realeza pasó a ser el pueblo y él pasó a servir al nuevo rey, del mismo modo que había servido al primero. Hay familias que necesitan, por tendencias hereditarias, servir sólo a los poderosos mientras lo son. En esto no hay hipocresía. Lepelletier fue sincero. Era un buen hombre, de carácter apacible y generosos sentimientos, hasta profesar un amor inmenso a la humanidad. En un ensayo de Código Penal que escribió, se declaró enemigo de la pena de muerte. Su plan de educación, del que hablaremos, y que después ha sido notablemente desfigurado, está lleno de cosas excelentes y prácticas. Lepelletier vivía subordinado a Robespierre, le obedecía ciegamente, presidía con frecuencia los Jacobinos en su lugar. Era uno de esos hombres por los que Robespierre se tomaba molestias; le hizo confeccionar un panfleto en contra de la llamada al pueblo. Los realistas no se desesperaron por su voto. Se resistían a creer que el antiguo magistrado a quien el rey colmó de favores, se atreviera a proclamar su muerte en plena Asamblea. Lepelletier, aunque en secreto le costara esfuerzos, entre su señor y sus principios fue fiel a estos y votó por la muerte. Muchos realistas no perdieron nunca la esperanza de salvar al rey. Se comprometieron a ello quinientos, pero el fatal día sólo se reunieron veinticinco; esto lo declaró el propio confesor de Luis XVI. No todos los realistas eran nobles. Había gran parte de empleados del palacio real, viejos guardias constitucionales; esta guardia, lo hemos dicho ya, se había reclutado entre espadachines muy valientes y atrevidos; gente siempre menos dispuesta a la batalla que a preparar duelos o asesinatos aislados. Estos bravi permanecían escondidos, generalmente en el centro de París, hoy aquí, mañana allá, en retiros fortuitos, en las tiendas de mujeres, sobre todo de muchachas, vendedoras, a las que preocupaba su peligro. Los bajos del Palais Royal parecían hechos expresamente para ello: oscuras y bajas galerías de madera, con doble salida. Muchos de ellos vivían en sótanos. En esos agujeros, anidaban a ratos los hombres de los cuchillos. Uno de estos, llamado Pâris, hijo de un empleado de la casa del conde de Artois, salió una noche del domicilio de su amante, una joven perfumista, con dirección al Palais Royal. Era Pâris alto, valeroso, inteligente, audaz. Maldecía a su partido porque era incapaz de salvar al rey y quiso eximirse de esta tacha de impotencia e incapacidad; lo más bello, debió de pensar, sería matar al duque de Orleáns. Pâris se paseaba siempre alrededor del Palais Royal. El día 20 un amigo le invitó a que descendiera a una de las tiendas subterránea, a la del hostelero Février, instalada en los bajos del Palais Royal. Allí vio a Saint-Fargeau. Este había comido en la casa de Février, para recoger seguramente los rumores que circulaban por palacio, saber lo que se decía de su voto. Saint- Fargeau pagó su cuenta en el mostrador. Le llaman. Se acerca Pâris: “¿Sois Saint-Fargeau? —Sí, caballero. —Pero si tenéis aspecto de hombre de bien. ¿No habréis votado la muerte del rey<? —He votado, caballero, por su muerte; mi conciencia así me lo exigía< —He aquí, pues, tu recompensa”. Pâris le dio una cuchillada en el corazón, dejándolo muerto. Después se disfrazó, pero tan audaz era, que esa misma noche se paseaba por el Palais Royal, buscando al duque de Orleáns. Malamente herido en Normandía, se levantó la tapa de los sesos. Este trágico acontecimiento pudo tener diferentes resultados que no se preveían. ¿Pasaría el terror de los realistas a los jacobinos? Se pudo temer esto. Estos últimos mostraron admirable firmeza. Cogieron entre sus manos, digámoslo así, la cosa pública. Cuando hizo Thuriot su proposición, se declararon en sesión permanente, toda la noche, cerraron la puerta, impidiendo que saliera nadie a revelar sus deliberaciones, sus acuerdos, antes de que estuvieran discutidos y aprobados. Los dantonistas, patrióticamente unidos a los jacobinos, acordaron que la Comuna doblara todas las guardias de París y que se dieran órdenes a las cuarenta y ocho secciones para que detuvieran a todos los enemigos del orden. Los jacobinos se encargaron de visitarlos cuerpos de guardia y de asegurar por todos los medios la represión del complot realista. Robespierre pidió algo más que excitar el celo del jefe de la guardia nacional. Con gran presencia de ánimo, infundió valor a los débiles y no permitió que se hablara de la muerte de Lepelletier: “Un diputado ha sido ultrajado —dijo—, pero dejemos esto y vayamos derechos al tirano< ¡Mañana, alrededor del patíbulo, reinará una calma imponente y terrible!<”. ¡Hecho extraño y que revela la prodigiosa exaltación de la pasión de aquellos excelentes ciudadanos! Thuriot no dudaba en creer que los intrigantes (la Gironda) eran cómplices de los realistas. Y Robespierre, abundando en su opinión, pidió un escrito en el que los jacobinos describirían las maniobras de los intrigantes para destruir a los patriotas al día siguiente de la ejecución. (21 1793)
Interés que Luis XVI despierta entre sus guardias.—Cambio de los
sentimientos de la reina respecto al rey.—Se apasiona por él.—El rey, depurado por la desgracia, no puede depurarse del vicio esencial de la realeza.—El rey somete su conciencia al examen de los curas refractarios.—Se le hace creer que es un santo.—Ejecución del rey.— Su confesor da caracter de Pasión de Jesucristo a la muerte del rey.— Efectos dolorosos de la muerte de Luis XVI.—Furor de la Montaña contra la Gíronda.—Danton pide la unión.—Un juicio sobre el juicio.
Existía un peligro real y evidente, que no era ni la Gironda ni
los realistas, ni los cuatrocientos o quinientos realistas que tomaron a empeño la salvación del rey. El peligro era la piedad pública. El peligro eran las mujeres sin armas pero sollozantes, gimiendo, derramando lágrimas, era una muchedumbre de hombres conmovidos, tanto entre la guardia nacional, como entre el pueblo. Si Luis XVI había sido culpable, casi no se recordaba; no se veía más que su desgracia. En su cautiverio de varios meses se ganó el corazón de todos los que le visitaron en el Temple, guardias nacionales, oficiales municipales, incluso la propia Comuna. La víspera de la ejecución resultó tarea difícil encontrar dos oficiales municipales que quisieran afrontar esta imagen de piedad. Los únicos que aceptaron fueron, por un lado un rudo tallista de piedra, tan rudo como sus piedras, y por otro, un hombre muy joven, un niño, que sintió esa bárbara curiosidad; tuvo motivos para arrepentirse; el rey le dirigió algunas palabras de bondad que le traspasaron el corazón. Un guardia nacional expresó ingenuamente a Cléry la ternura que sobrecogía a quienes visitaban al rey. Un hombre del arrabal expresó su vehemente deseo de verlo. Cléry accedió. “¡Qué bueno es el rey —decía después—; cuánto quiere a sus hijos! ¡Ah! ¡Jamás podré creer que nos haya hecho tanto daño como han dicho!”. El rey conversaba gustoso con los guardias municipales; hablaba con cada uno sobre sus cargos, sobre los deberes de cada profesión, y todo ello de un modo instruido, juicioso. Se informaba al mismo tiempo de su familia, de sus hijos< La familia era el punto vulnerable de Luis XVI y se apiadaban de él. ¿Quién no sintió emoción al oírle decir el 11 de diciembre: “Me habéis privado de pasar una hora feliz con mi hijo”? La separación de los suyos era perfectamente inútil en un proceso en el que, como este, no había que temer la comunicación entre los prisioneros. Esa separación dio lugar a escenas dolorosas que enternecieron el corazón de todos. El 19 de diciembre dijo a Cléry, ante los guardias municipales: “Hoy es el cumpleaños de mi hija< ¡Tal día como hoy nació y hoy no puedo verla!<”. Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. Los guardias municipales respetaron su dolor y alguno de ellos hizo esfuerzos para no llorar también. En su desgracia, Luis XVI tuvo una compensación, y fue el cambio total de los sentimientos de la reina respecto a él. Consiguió muy tarde, cerca de la muerte, algo inmenso, que vale más que la vida y que consuela ante la muerte: ser amado por aquellos a los que se ama. La reina era muy novelesca92. Hacía mucho que había dicho: “Mientras no estemos mucho tiempo en una torre no nos salvaremos”. Ella se salvó moralmente. El cautiverio en el Temple la elevó y la purificó. Se fundió de nuevo su alma, pasó por el crisol del dolor. El mejor cambio que se operó en ella fue el regreso a los puros y santos afectos de la familia, de los que había estado muy alejada hasta 1789, y a partir de entonces. Despreciaba a su marido porque no descubrió en él más que pesadez y Vulgaridad. Su escasa resolución cuando lo de Varennes y el 10 de agosto, le hicieron creer que a su esposo le faltaba valor, pero en el Temple vio que en realidad estaba dotado de una gran fortaleza; tenía su alma una fuerza pasiva que se basaba principalmente en la resignación religiosa. Su esposa participó del interés general viéndole tan tranquilo en situación semejante, tan paciente entre los ultrajes, bueno con los hombres y fuerte en la adversidad. La frialdad natural de las mujeres mundanas se convierte en estos casos en ternura inefable hacia el esposo, el padre de familia. ¡Quedan tan pocos días para amarle<! Más que amarlo con ternura, la reina se apasionó por él. Cuando cayó enfermo le cuidaba todo el día y hasta ayudó a hacer la cama. A ese nuevo amor, la separación iba a darle un carácter trágico y doloroso. La reina dijo que quería morirse y que no comería. No lloraba, no derramaba lágrimas, gritaba desesperadamente, traspasando el alma con sus voces. Un guardia municipal no pudo contenerse durante más tiempo, y con el consentimiento de los demás y bajo su responsabilidad, reunió a la real familia para que al menos comieran un día juntos. La sola idea de que iba a reunirse con los suyos hizo vibrar de alegría a la reina. Abrazó a sus hijos y cuando les participaron la noticia, la hermana del rey levantó las manos hacia el cielo agradeciendo a Dios el favor del guardia. La piedad venció, todos los presentes se deshicieron en lágrimas, incluso el zapatero Simón y el feroz guarda del Temple, que dijo llevándose las manos a los ojos: “¡Creo, en verdad, que estas puñeteras mujeres me harán llorar!”. El rey parece que siente el amargo placer de ser amado profundamente poco antes de morir. Esta cruel herida fue la que mostró a su confesor en el instante de su separación: “¡Tanto amo y tanto soy amado!”. En su testamento, por un sentimiento de generosidad y de clemencia que honra su corazón, evita con fina delicadeza que su mujer pueda sentir remordimientos por lo pasado y comienza pidiéndole perdón a ella por los pesares que le haya podido proporcionar: “Ella puede estar segura de que no le guardo ningún rencor si ha cometido algún acto digno de censura”. La religión fue su ayuda en esos momentos extremos. Desde que ingresó enel Temple, estuvo repasando elbreviario de París, fortaleciendo su alma. Leía algunas horas al día y cada mañana, al levantarse, permanecía largo rato orando arrodillado. Su libro predilecto era el de la Imitación, que le proporcionaba el consuelo de sus sufrimientos contemplando los de Jesucristo. Su familia y la servidumbre creían que era un santo. Depuró su carácter. Desaparecieron sus debilidades, sus defectos naturales. Se habló de lo menguado de su mesa y lejos de irritarse, dijo: “¡Mientras haya suficiente cantidad de pan!<”. Lo que indica su fuerte temple de alma, según el espíritu cristiano, es que tras pedir a la Convención que le dejara ver a sus hijos y serle contestado que la Convención no podía acceder a ello, dijo: “Esperaré algunos días más. La Convención no me los negará”. Veía su muerte próxima y aparentemente hasta ahora, se había negado esa alegría a modo de mortificación. ¿La depuración de esta alma fue no obstante, tan terrible? Podríamos extrañarnos, teniendo en cuenta el estrecho carácter de su devoción. Diariamente, en las protestas por su inocencia dirigidas al arzobispo de París, sumiso como una oveja a su pastor, se observaba el carácter de su devoción acendrada. La finalidad de tal devoción es la de purgar el alma, consiguiendo así una menor acumulación de los defectos y que el vicio no se vea tan favorecido. Luis XVI no tuvo más que un solo vicio, del que no se pudo purgar. Siempre tuvo la convicción de la legitimidad del poder absoluto, y en consecuencia, de los medios de violencia que él creyó legítimos también y que podía emplear para mantenerse en el poder. Esto explica que no rectificara ninguno de los errores que constató y confesó, ni siquiera a la hora de la muerte. Decía que él era el rey y creía que esto era suficiente para cohonestar todos sus actos. En su testamento, al recomendar a su hijo que reine ateniéndose al espíritu de las leyes y de la Constitución, dice: “Un rey no puede hacer el bien mientras no se le conceda la suprema autoridad: la inviolabilidad de su persona”. Todo debe estar legislado, excepto la autoridad del rey. Este debe ser absoluto. Luis XVI murió así, en la impenitencia, llevándose consigo el principio que condena a la monarquía: que un hombre se adueñe del pueblo. En nuestro concepto, esta creencia del rey perjudicaba la pureza de su conciencia. Confirmaba la existencia de su orgullo, de su altivez más que regia. Era como una extraña deificación de sí mismo. Sus guardias le pidieron objetos, prendas de vestir para conservarlas como reliquias. “Sus restos mortales —dijo Cléryya antes de morir eran sagrados para sus guardias”. A uno le dio su corbata, a otro sus guantes. ¿Qué opinión tenía de sí mismo el hombre que creyó que las menores bagatelas se convertían en prendas preciosas por el hecho de haberlas tocado él? Luis XVI estaba muy lejos de profesar la humildad cristiana. La Convención le autorizó a que escogiera el cura que le había de auxiliar en sus últimos momentos. Él designó al director espiritual de su hermana Isabel, un irlandés, discípulo de los jesuitas en Toulouse, el abate Edgeworth de Firmont. Este cura pertenecía a la iglesia de los que perdieron al rey, iglesia no juramentada, iglesia oculta, que hasta junio de 1792 había perseguido cruelmente a los sacerdotes ligados a la Revolución. Esta iglesia existía en la tierra, aterrorizada pero viva, dispuesta a seguir persiguiendo, como hace desde que reapareció93. Esta iglesia se apoderó del corazón de Luis XVI, hasta el extremo de que su último acto fue de solemne simpatía y confianza hacia estos enemigos de las leyes. Cléry escribió la última y dolorosa entrevista entre el rey y su familia. Si no la reproducimos no es porque no participemos de las mismas emociones que experimentaron los que pudieron presenciar tan patético cuadro. Estas emociones las sentimos en la mayoría de los actos que ocurrieron en 1793; y no todos los que perdieron su vida por la patria tuvieron el consuelo del rey, que llegó al momento supremo sintiendo las caricias, el amor, el consuelo de su familia que lo rodeaba, lo abrazaba, amándolo con delirio mayor cuanto más se aproximaba la muerte. Luis XVI fue al patíbulo ocupando la imaginación de todos, dominando los latidos del corazón de todos; su desgracia movió a piedad y le lloró toda la tierra. ¡Desigualdad execrable que aún subsiste, la de que un rey sea más llorado que un hombre! ¿Quién ha contado los infinitos detalles y accidentes patéticos, conmovedores, dramáticos, que rodearon la muerte de los héroes de la Montaña y de la Gironda? Nadie. Sin embargo, el género humano aprendería a morir de ellos, tal fue el heroísmo, la fe inquebrantable con que llegaron a la guillotina tantos patriotas franceses. Ninguno de estos ha obtenido ni una palabra de elogio. Sólo se les ha escapado alguna injuria baja y cobarde. ¡Vergonzosa ingratitud la de la especie humana! Luis XVI escuchó la sentencia en el Temple con notable firmeza. Durmió profundamente la víspera de la ejecución. Se despertó a las cinco y se arrodilló, y escuchó misa de rodillas. Permaneció un tiempo cerca del brasero, porque le costaba calentarse. Expresó su confianza en la justicia de Dios. Prometió la víspera a su esposa que la volvería a ver por la mañana, pero su confesor supo por él que evitaría tan terrible momento a su familia. A las ocho, fortalecido y provisto de la bendición del cura, salió de su gabinete y marchó a su alcoba, donde le esperaban los guardias. Vio que todos tenían cubierta la cabeza y pidió su sombrero. Después entregó a Cléry su anillo nupcial, diciéndole: “Entregad este anillo a mi esposa y decidle que me separo de ella con profundo dolor”. Para sus hijos entregó un sello del escudo de Francia, transmitiéndoles la insignia principal de la realeza. Quiso entregar su testamento a un hombre de la Comuna, a un exaltado, un furioso, Jacques Roux, de los Gravilliers, quien se retiró sin decir una palabra, y lo más notable es que después este Roux se vanagloriaba de haber contestado al rey ferozmente: “Yo no estoy aquí más que para conduciros al patíbulo”. Otro guardia municipal se encargó del testamento. Le ofrecieron su levita y dijo: “No me hace falta”. El rey vestía una casaca oscura, calzón negro, medias blancas y chaleco blanco de muletón. Subió a su coche pintado de verde acompañado de su confesor y dos guardias. Leía los Salmos. Había poca gente por las calles. Las tiendas estaban entreabiertas. Nadie había en las puertas ni a nadie se veía por las ventanas. A las diez y diez minutos llegó a la plaza. Cerca de las columnas de la Marina estaban los comisarios de la Comuna; alrededor del patíbulo colocaron una línea de cañones y las tropas se extendían hasta perderse de vista. Por lo tanto, los espectadores estaban extremadamente alejados del lugar de la ejecución. El rey descendió de su coche y habló con su confesor. Él mismo se desvistió y se quitó la corbata. Según un relato, parece que el rey se contrarió al no ver más que soldados, y dando con el pie en tierra, gritó fuertemente a los tambores: “¡Callaos!”. Y como continuó el redoble, añadió: “¡Estoy perdido, estoy perdido!”. Los verdugos le querían atar las manos. El rey se resistió. Parecían pedir auxilio. El rey miró a su confesor, pidiéndole consejo. Éste se quedó mudo de horror y de espanto. Finalmente pudo decirle: “Señor, este último ultraje hace que sea mayor el parecido entre vuestra majestad y Jesucristo”. El rey elevó su mirada al cielo y dijo: “Haced lo que queráis, beberé el cáliz hasta los posos”. Los escalones del patíbulo estaban extremadamente empinados. Apoyado el rey en el cura llegó a la última grada y corrió como si quisiera escaparse de su confesor, hacia el otro extremo. Luis XVI estaba rojo, como congestionado. Los tambores cesaron un momento y el rey extendió sus miradas sobre la muchedumbre. Algunas voces gritaron a los verdugos: “¡Cumplid con vuestro deber!”. Cuatro hombres se apoderaron de él y le sujetaron las manos por detrás fuertemente; el rey lanzó un grito terrible. El cuerpo del rey, colocado en una gran cesta, fue conducido al cementerio de la Madeleine y arrojado en la cal. Por veneración o excediéndose la gente en sus ultrajes al rey, los soldados y otros individuos mojaron papel, armas, pañuelos, en la sangre que quedó en el patíbulo. Los ingleses compraban las reliquias de este nuevo mártir. Muy pocos se atrevieron a pedir gracia para el rey; pero después de su muerte se sintió una sacudida de dolor. Una mujer se arrojó al Sena; un barbero se cortó la garganta; un librero se volvió loco; un viejo oficial murió de pasmo. La realeza, muerta en Varennes, envilecida por el egoísmo de Luis XVI el 10 de agosto, resucita por la fuerza de la piedad y la virtud de la sangre. Al día siguiente, apenas cumplida la fatal sentencia, humeando aún la sangre del rey, se recibió en la Convención una carta de sencillez terrible, amargo ataque a las conciencias. Un hombre pedía “el cuerpo del rey para enterrarlo cerca del cuerpo de su padre”. La carta estaba intrépidamente firmada con su apellido. La Montaña estaba muy agitada. La muerte de Lepelletier, relatada por Thuriot, produce tremenda sensación. El relato no estaba aún terminado cuando Duquesnoy (un fraile exclaustrado, en continuo estado de furor), arrojó sospechas sobre la Gironda, diciendo: “¡Son los que hace un mes nos injuriaban, nos amenazaban hasta el extremo de dirigir contra mí una espadal”. El golpe iba bien dirigido. La Montaña exigió nuevamente la constitución del Comité de seguridad general, cuya mayoría se componía de girondinos. Un torrente de acusaciones cae sobre la Montaña. A la derecha se le mezcla y se le inculpa. Robespierre, llorando la muerte de Lepelletier, recomendando la unión, prepara un nuevo golpe, pide que el nuevo comité de seguridad comience sus trabajos examinando la conducta de Roland. La Convención, dócil, suprime las oficinas de los periódicos en el ministerio de Roland. Pétion, torpe entre los torpes, cometió la imprudencia de mezclarse en la gresca; subió a la tribuna y habló de la desconfianza que reinaba en la Asamblea. En un instante surgen contra él innumerables acusaciones: eran Tallien, Thuriot, Collot d'Herbois; desde todas partes llegan los gritos, protestas e injurias más violentos. El pobre hombre quedó como estupefacto, no sabía qué decir. Danton sintió piedad. Comprendió que no era aquella ocasión para dar el último golpe al viejo ídolo popular, que representaba todavía en la Asamblea la época humana de la Revolución. Descendió Pétion de la tribuna y subió Danton, quien dijo que seguramente se habían sufrido equivocaciones y que él, Danton, no podía acusar a Pétion. Jamás la unión y la paz fueron más necesarias. Nada de medidas violentas; las visitas domiciliarias propuestas por alguien Danton las consideró inútiles. Pidió el cambio del ministerio girondino; que Roland abandonase el del interior; por otra parte, tampoco le complacía que en el ministerio formado por jacobinos figurase Pache como único ministro de la guerra. Habló expresando sus sentimientos: “Tranquilidad, fraternidad, paz, que cese la discordia interior y unámonos contra el enemigo extranjero. Que olvide cada uno sus odios y piense en la patria para darle su vida”. Danton recuerda a Lepelletier, no para llorarlo: “¡Dichosa muerte! dijo con acento doloroso, penetrante, profundamente sincero—. ¡Ah, si yo pudiera morir así!<”. Con solemne silencio se escucharon estas palabras, se conmovieron los corazones, toda la Asamblea pensó en el porvenir y quizás todos repitieran en voz baja los deseos de Danton. Una tumba cerrada es silenciosa, pero ésta no está cerrada; es una tumba hambrienta, exigente, sedienta< La cal del cementerio de la Madeleine es devorante, cálida; humea, necesita mucho pasto. Luis XVI es muy poca cosa. Necesita a nuestros grandes patriotas, a nuestros primeros hombres, los héroes de la patria, los ciudadanos ilustres. Aunque se haya abierto la tumba hemos de decir algunas palabras: hemos de juzgar el juicio del rey. Este proceso, lo hemos dicho ya, tuvo el efecto fatal de mostrar al rey ante el pueblo rodeado de guardias, entre el aparato de la fuerza y de la violencia, hasta crear un héroe legendario cuyo nombre repetían las personas inocentes de buen corazón. Luis XVI, en Versalles, rodeado de cortesanos, de guardias, del mundo oficial, era un desconocido para el pueblo. En el Temple aparece como debe ser un rey, en continua comunicación con el pueblo, comiendo, leyendo, durmiendo ante los ojos de todos; comensal, por decirlo así, del comerciante y del obrero. He aquí un rey culpable que aparece ante el pueblo con todo lo que tenía de tierno, de inocente, de respetable. Es un hombre, un padre de familia; todo se olvida. La naturaleza y la piedad desarman a la justicia. Al mostrar al rey, éste sufre un cambio. El proceso hace de él un hombre. En Versalles era un ser prosaico, vulgar, bonachón, sencillote, sensible y blando de corazón, siervo de sus propias costumbres, sujeto a su familia, fanático, pero con devoción viciosa, sensual, hacia los manjares de la mesa. Un encarcelamiento humanitario habría permitido al rey continuar este mismo régimen, pero se le prodigaron los insultos, le llovieron ultrajes, injustos muchos, atroces y mortificantes todos y el rey templó su alma, haciéndose fuerte ante aquella adversidad. Su pesada y vulgar naturaleza se esconde tras la cortina del dolor. La resignación, la paciencia, el valor lo ermoblecen, lo elevan; sagrado por sus infortunios, sus desgracias, resulta un personaje poético; este cambio afecta a su misma familia. ¿Quién hubiese dicho a la reina en 1788 que amaría a Luis XVI? Y sin embargo, ¿el fondo del hombre había cambiado? No; nada lo indica. Ante la Convención continúa mintiendo; el nuevo santo aparece igual en lo que afecta a su fondo; su doblez no le abandona; siempre es un discípulo del jesuita La Vauguyon. En torno suyo se hace un trabajo terrible de conspiración moral para afirmarlo en el dogma de su poder absoluto, en la convicción profunda que él tiene de su derecho ilimitado. Muere sin tener la menor noción de sus pecados. Resulta inaudito, entre cristianos, creerse inocente y justo. ¿Qué digo? Al rey se le hace creer que es un santo, una reproducción de Jesucristo, y al aceptar esta similitud, el rey muere diciendo: “¡Beberé hasta los posos del cáliz!”. Torpe proceso que en vez de purificarlo (verdadero fin de la justicia) envía ante Dios a un hombre que necesitaba mucho tiempo para comprender y expiar sus faltas; su prisión, en vez de servir como medio para comprender sus torpezas, colocando al rey en el sitio del hombre, afirma la convicción de su poder absoluto, perturbando su razón. El resultado de su muerte en el patíbulo fue funesto. El falso mártir desposó dos grandes mentiras. La iglesia vieja, decadente, y la monarquía, abandonada por Dios desde hacía mucho tiempo, terminaron esta larga lucha uniéndose, reconciliándose ante la Pasión de un rey. La sangre de éste les da nueva vida; engendra la muerte del rey un nuevo ser, una nueva raza que pulula por Francia exprimiendo sus pechos: el mundo del error y de la mentira, un mundo de falsa poesía, una raza de sofistas impíos y desalmados. Fuesen los que fuesen los resultados del proceso del rey, han de merecer nuestro respeto profundo y eterno. No se deben juzgar por sus frutos, sino por el espíritu noble que los inspiró. Los que juzgaron sabían demasiado bien cuánto les costaría su trabajo en lo porvenir. Sabían que matando al rey se dictaban sus sentencias de muerte, y así pudo decir Carnot: “¡Ningún deber me ha costado tantol”. Pensaron estos valientes que si perdonaban en el proceso del rey el llamamiento al extranjero, la inviolabilidad de la patria estaría comprometida para siempre. Creyeron que no se podría arraigar la creencia de todas las naciones: la patria es sagrada, y quien atente contra ella, morirá. Cuando aún no existíamos nosotros, ellos nos garantizaron el respeto a Francia, la integridad del territorio, la religión de los límites. ¿Vivían en el error? Nosotros, a quienes ellos pensaron salvar, no tenemos autoridad para censurarlos. ¡No, hombres heroicos! Vuestros hijos reconocidos os tienden la mano a través del tiempo< Hasta vuestros enemigos, que son los mismos que los de Francia, han de respetar y honrar en vosotros a los vencedores, a los fundadores de la República, su vencedor para el porvenir. (24 1793)
La unanimidad de la Convención respecto a la muerte del rey.—Causa
de su disolución.—El problema de la unidad no se había expuesto aún seriamente—El carácter original de 1793 es la lucha de la unidad contra el federalismo.—Todos, en 1789, eran federalistas o realistas.— La ley destinó toda su fuerza a los municipios.—Reina una ciudad afalta de un rey.—Brissot, federalista en 1789, en beneficio de París.— Condorcet afirma que París, en 1789, es el instrumento de la unidad.—Camille Desmoulins y Murat, en 1791, hacen un llamamiento a los departamentos contra París.—La Gironda fue arrastrada por la fatalidad de su situación a un involuntario federalismo.—Se creyó entonces que la ley bastaría para crear la unidad.—La educación puede preparar la unidad.—Hermoso plan de educación de Lepelletier.—La nueva sociedad que cree que el niño es inocente, no puede dejarle sufrir más.—Funerales de Lepelletier (24 de enero). Al día siguiente de la muerte del rey la Convención estuvo admirable. Se creyó por un momento que iban a desaparecer los partidos. La unidad de la nación, representada desde hacía tanto tiempo por el rey, se dibujó en la Asamblea con trazos más enérgicos. A cuantos creyeran comprometida esta unidad se les podría decir: “Francia está en mí”. Por unanimidad se acordaron importantes medidas para la salvación pública. El decreto enviado a los departamentos el 21 de enero fue asimismo votado unánimemente. Los girondinos redactaron y firmaron el decreto, reclamando para sí la responsabilidad del acto que se acababa de realizar: “Este juicio —decía el decreto— pertenece a cada uno de nosotros como pertenece a la totalidad de la nación”. Se votó, también unánimemente, un crédito de doscientos millones de asignados y el levantamiento de trescientos mil hombres. Se facultó a los municipios para que en el término de ocho días proporcionaran trajes y equipo a las tropas. El ejército nacional se componía de una mezcolanza de patriotas voluntarios y de soldados, de entusiasmo y de disciplina. La Gironda propuso la guerra contra Gran Bretaña y se votó inmediatamente (1 de febrero). Danton quería comenzar por un gran golpe, realizando así su sueño: la unión de Bélgica. Aplazada hasta que los belgas expresaron su deseo, aceptaron estos y se reunió el comité de Niza, que pidió la nacionalidad francesa. Los dantonistas propusieron un grave acuerdo para la tranquilidad pública, solicitando la concesión de poder ilimitado para las misiones que se enviaban. La primera misión no tenía más que un propósito especial: asegurar las plazas fuertes. Debía conseguir que sus actas fueran aprobadas por la Convención. Danton propuso esta especie de dictadura ambulante y la Asamblea entró en desconfianzas y suspicacias. El joven Fabre d'Églantine formuló la proposición. Dictadura en los comités tan fuertemente organizados, dictadura en las misiones; éste fue el remedio que aplicó la Convención a los peligros infinitos de la situación. En esto se distingue de la Legislativa y la Constituyente, que hablaron mucho sin hacer nada; estas dejaron la acción en manos del rey, del enemigo, y colocaron a Francia a los bordes de un abismo, con su bella doctrina de la separación de los poderes. La Convención asumió todo el poder y trabajó en todas partes, no sólo por la defensa del territorio, sino por el mantenimiento de la unidad. Los enemigos de Francia miraban y esperaban. “Francia perecerá”, decía Pitt. “Se disolverá —decía Burke—, se desmembrará convirtiéndose en un miserable estado de federación de provincias”. Estos juzgaban de acuerdo con la tradición de Francia, esto es, que la unidad era el rey. De aquí se deriva precisamente el concepto de que el rey no muere nunca, pues cuando bajaba su cuerpo a la tumba se gritó con nueva fuerza: “¡Viva el rey!”. Todo parecía que iba a volver al antiguo caos. En el cementerio de la Madeleine se abrió una tumba. ¿Qué vivas daría Francia? ¿La República? Muchos bretones preguntaban: “¿Y quién es esta mujer?”. ¿La Patria? La gente que había vivido bajo el antiguo régimen sonreía al oír esta palabra abstracta que traía a la imaginación recuerdos esfumados, reminiscencias clásicas. Piadoso olvido de los largos siglos bárbaros en que vivió. La grosera visión de la monarquía les parecía realidad, mientras que el nombre de la patria, que es para nosotros hoy lo más sagrado, les parecía una palabra abstracta. “¡Ya no hay autoridad, ni curas, ni rey! —decían los insensatos del oeste—. Pues nos batiremos con la Nación”. No sabían siquiera que la Nación eran ellos. Creían que la Nación era el gobierno de París. El rey fue para ellos la ley viviente: “Si quiere el rey, quiere la ley”, decían antiguamente. Y ahora decían: “Muerto el rey, muerta la ley”. Había tres causas de disolución: El furor de estos cegados campesinos. Desde octubre de 1792 (un mes después de lo de Châtillon) se vieron en Morbihan furiosas muchedumbres, a cuya cabeza figuraban las mujeres (empujadas por sus curas) atacando a los magistrados. Otra causa era la indiferencia, el aburrimiento, el egoísmo creciente de las ciudades; cada una de ellas se quedaba en su sitio; algunos cientos de hombres entusiastas gritaban aún en las secciones. La tercera causa de desorganización, y no la menos importante, era el entusiasmo mismo de estos individuos de las secciones, sus movimientos desordenados, irregulares, sin subordinación a la acción general, sus esfuerzos discordantes y dislocantes. Sobre todo los departamentos muy alejados trabajan independientemente: esto significa un peligro gravísimo. El Var, por ejemplo, dedicó sus contribuciones a la creación de nuevo ejército para la defensa de su vida y su dinero. La Convención tenía algo más que hacer que defender la existencia de Francia; nuestros reyes la han defendido frecuentemente. Su misión especial, verdaderamente difícil, era fundar por todos los medios la unidad nacional. La unidad de la Patria, la indivisibilidad de la República, son las palabras sagradas de 1793. No es negativo el trabajo de este año terrible, en el que se hace un llamamiento a la guerra civil. Se busca la resolución del gran problema de la unidad que solo tenía por base la paz. Fuera de la unidad no existe la vida. Este es un axioma incontrovertible. No se suscitaba la unidad como materia de pura controversia escolástica; era una cuestión de salvación para la patria. Para los seres orgánicos la división es la muerte. Cuanto mejor organizados están, mayor es la unidad, condición esencial de su vida. Dividir al hombre es matarlo: la serpiente vive tras haber sido cortada. Francia, salida de la edad bárbara, no podía contentarse con la falsa unidad real que durante tanto tiempo había encubierto una profunda desunión. No podía aceptar por adelantado la entonces débil unidad federativa de los Estados Unidos y de Suiza, que no significaban más que una discordia tolerada. Adoptar una u otra forma, era o perecer o descender, bajar un peldaño en la escala de los seres elevados y colocarse al nivel de criaturas inferiormente organizadas que no necesitan la unidad. Apenas vislumbró Francia la feliz idea de la verdadera unidad (lejano fin del género humano), quedó seducida, amó de corazón esta forma. Cualquiera que piense o hable de los dos enemigos, realismo y federalismo, las dos formas de la discordia, es un enemigo de la humanidad, un asesino de Francia. Fundar tan elevada unidad era un grave problema. No solamente no se resolvió, sino que en adelante no se planteó de nuevo. La Revolución que se burlaba del tiempo, en su precipitado curso, sorprendió un día al mundo con esta imprevista cuestión. Nadie la soñaba en 1789. En 1793 la esfinge se colocó frente a Francia y le dijo: “¡Adivina o muere!”. ¿Cómo contestar? Nada se había estudiado, nada se encontraba en los libros. El trabajo que se hizo para descifrar el enigma fue encarnizado. Se estudió en la propia sangre, marchando hacia la solución a través de la eliminación de todo lo que se alejaba del tema. ¿Quién hubiera podido iluminarles? No tenían más que un libro, una Biblia consultada siempre ardientemente: esa Biblia era Rousseau, pero Rousseau sobre este punto no tiene una opinión fija; se muestra unitario en un pequeño estado en su Contrato social y federalista para una nación grande en su libro Gobierno de Polonia. Se trataba de saber cómo un gran estado no monárquico obtenía su unidad. La experiencia no les decía más que los libros. Como ejemplos de organización, se presentaban los Estados Unidos de Holanda, Suiza y América, tres compuestos imperfectos de débiles piezas heterogéneas: los dos primeros decaídos y el tercero grande, pero desorganizado siempre. Su situación singular, entre el mar y el desierto, contribuye a esto. La vieja Francia, a pesar del carácter de unidad que le dio la monarquía, con su infinita diversidad de costumbres, sus pesos, sus medidas, sus aduanas entre provincias, con sus regiones de diversos patrimonios y privilegios, tenía mucho de la debilidad y de la heterogeneidad de los estados federativos. Bajo un rey fue como una federación grosera en la que todas las formas sociales, feudos, repúblicas, coexistían en confusión inexpresable, en ridículo desacuerdo. En este estado de cosas más de una vez se piensa en el restablecimiento de la federación de feudos: “Amo tanto a Francia —dice bajo Luis XVI el buen duque de Bretaña— que en vez de un rey quisiera tener seis”. Los Guises decían lo mismo. Cazalès y su partido no dudaron en presentar a Bretaña como aliada de Francia, ni más ni menos; los constitucionales de la época decían por boca de Barnave: “Es necesario que Francia escoja: federación o monarquía”. La Asamblea constituyente, con admirable inconsecuencia, proclamó que la unidad estaba en el soberano, en el pueblo, no en la realeza. Ya no es la monarquía el medio conducente a la unidad; cesa como religión. Si ya no es religión, no es nada. Era preciso eliminarla, pues mientras el cuerpo extraño está en las carnes se mantiene la fiebre. La Asamblea constituyente, al hacer la división departamental, enervó, anuló los directorios de los departamentos (nuestras prefecturas de hoy) y concentró la fuerza real en los municipios. En esto sirvió poderosamente a la Revolución. Estos directorios, siempre en poder de los notables, eran como un nido de aristócratas. Los municipios, por el contrario, bajo la acción incesante de los patriotas, se fueron democratizando. El rey, desde 1789, no existe más que como obstáculo. El nuevo soberano, el pueblo, aún no está organizado para actuar a la vez, ni puede manifestar la unidad que reside en él. La ciudad de París es, en cierto modo, el poder ejecutivo de Francia. Es él quien manifiesta la fuerza y la unidad central, sin la cual Francia habría muerto. París ha cometido grandes errores que se conservan vivos en mi memoria, pero cuando pienso en el bien que ha hecho para la libertad de la especie humana, siento deseos de besar la piedra de sus monumentos y el empedrado de sus calles< Y lo que digo de París, lo digo de toda Francia. ¿Qué es París más que una pequeña Francia reunida, una unión de todas nuestras provincias? Nada importa el odio de algunos provincianos hacia París; a quienes aborrecen es a ellos mismos. Cualquiera de esos, que coja a un hombre que pasee por París y se encontrará con un normando, un provenzal< No hay más que un tercio de parisinos de raza. El resto, si ellos mismos no son de provincias, son hijos o nietos de provincianos. En 1789 París tomó la Bastilla; organizó la fuerza armada de la Revolución, la guardia nacional y proporcionó dos mode los, uno para el armamento y otro para la moralidad en las costumbres. Esta uniformidad era muy significativa; todas las grandes federaciones de provincias se ligaban a París; nada hay de extranjero dentro de Francia. Tal municipio de Auvernia le pide pólvora y se le envía; por otra parte resulta justo que estas mismas provincias procuren aprovisionar a París de cuanto necesita, ya que el pueblo combate por su libertad. Los parisinos, espada en mano, adquieren en Normandía el trigo realista que estos no quieren enviar. ¿Cuál será la organización de París? Es esta una cuestión decisiva para Francia. El realista Bailly quiere que el alcalde y la alcaldía tengan gran autoridad; el republicano Brissot propone un plan que anula esta monarquía municipal. Entre el rey, que es el enemigo, y la Asamblea constituyente, que convive con el enemigo, Brissot busca un punto de apoyo en la propia ciudad. Sienta el principio de que la ciudad ha de organizar lo que es esencial en la ciudad misma; sostiene que las ciudades federadas de una misma provincia tienen los mismos derechos en lo que respecta al interés provincial: “Siempre —dice— los principios de las administraciones municipales deben ser conformes a los de la constitución nacional”. Esta conformidad es el lazo federal que une las partes de un vasto imperio. La palabra federal, empleada por los realistas en 1789 y adoptada por los jacobinos en 1793, hizo guillotinar a Brissot y con él a toda la Gironda. Realistas y jacobinos dicen unánimemente: “Examinad bien la palabra federal. ¿No es evidente que Brissot ha querido rebajar el mérito de Francia convirtiéndola en un estado de provincias parecido a los Estados Unidos de América, o más bien con el deseo de disolver Francia como polvo impalpable o estableciendo una Francia compuesta por cuarenta y cuatro mil pequeñas repúblicas?”. Esto no es nada evidente. Una federación en la que cada elemento municipal ha de tener el mismo carácter que la constitución nacional, como dijo Brissot, no puede tener semejanza con la federación de América del Norte. Se necesita estar ciego para confundir una federación de elementos idénticos, que es de lo que se trata aquí, y una federación de elementos heterogéneos y discordantes. Hay que ir más adelante. Brissot jamás soñó entonces ni después con la federación. Su plan de 1789 debe ser juzgado solamente desde el punto de vista de 1789. Contra el rey, contra una asamblea monárquica; ¿cómo si no así ha de esgrimir Brissot la palanca de la República? Pide que se organice París. Apenas la capital realice esta organización, las demás poblaciones seguirán el mismo camino. ¿Se podían encontrar elementos de fuerza republicana fuera de París? La palabra de Brissot, por la cual fue tan atacado, era la palabra necesaria en 1789, la palabra de la circunstancia, de la salvación pública: París organizado por París, luego las demás federaciones provinciales se organizarán imitando a París. A pesar del rey, de la Asamblea, Francia entera, como llevada por una misma corriente, marcha solemnemente hacia la República. Era injusto representar sin cesar una palabra dicha en cierta situación, una palabra datada con una fecha precisa, bajo una circunstancia especial, como la inmutable teoría del que la había lanzado. Nada se ha dicho tan elocuente acerca de la unidad de la patria, sobre la indivisibilidad de la República, como los discursos de la Gironda. Tanto amaron la unidad que murieron los girondinos por ella. Vergniaud, el 20 de abril, cuando algunos de sus amigos querían que se convocara a las Asambleas primarias, dijo que esta convocatoria salvaría a la Gironda, pero podría perderse Francia. Hacer un llamamiento al pueblo en el momento mismo en que iba a estallar la guerra civil, en el momento de la invasión, era muy peligroso; podía provocar la disolución nacional. Los girondinos no hicieron objeción alguna el día en que la Asamblea fijó su criterio; aceptaron silenciosamente el gran discurso del heroico orador y se desautorizaron, salvando y sancionando con su muerte la unidad fundada por ellos. Fue uno de ellos, Rabaut Saint-Étienne, quien el 9 de agosto de 1791, hizo proclamar la unidad indivisible de Francia. Condorcet, en 1790, en un admirable opúsculo, afirmó que París era el instrumento de esta unidad. La admiración de París por Lafayette era un justo motivo de suspicacia de las provincias contra la capital. Camille Desmoulins y Marat, por esta razón, lanzaron contra París en 1791 los más atroces anatemas: “Confíe en los departamentos — dice Marat—, no en los mirones imbéciles”. “¡París, París —dice Desmoulins—, cuidado que no adviertan tu conducta en los departamentos!< ¡Tú necesitas de ellos para existir, ellos no te necesitan a ti para ser libres!<”. Después del 17 de julio dice que “París verá cómo los departamentos, indignados, lo abandonan por su corrupción si se constituyen en Estados Unidos”. Ocurría esto en 1791. París, por sus grandes esfuerzos, estaba fatigado, debilitado. Los departamentos, es preciso decirlo, comenzaban a desempeñar su papel. Muchos hicieron sacrificios sobrehumanos: Marsella, Burdeos, el Jura, levantaban a las gentes en armas, los pagaban, gastando enormes cantidades, durante todo el año de 1792. Los departamentos obtuvieron una parte de gloria en la jornada del 10 de agosto; fue menos apreciable la parte que les correspondía por los hechos del 2 de septiembre y se cometió la injusticia de no acusar más que a París. En la espantosa crisis que atravesaba París, se vio obligado a apelar al patriotismo local y también a tener fe en el espíritu de los departamentos. A este accidente circunstancial se le puso el nombre de federalismo. Uno de los hombres menos separados de la recta línea revolucionaria, Cambon, generalizó estas ideas. En el terrible momento del 27 de marzo de 1793, cuando el comité de defensa, alarmado por la situación, pidió auxilio a los ministros y a la Comuna, Marat dijo que en tal crisis la soberanía del pueblo no era indivisible, que cada comuna era soberana de su territorio y que el pueblo podía tomar las medidas que estimara favorables a su salvación. La Gironda, en septiembre de 1792, a la entrada de los prusianos, pensó por un momento en abandonar París, anárquico y furioso, difícil de defender, casi imposible de sostenerse frente al enemigo. Algunos diputados del Mediodía, de indiscutible valor, Barbaroux, entre otros, le mostraban a madame Roland en el mapa esas regiones felices, esas ciudades republicanas que prestaban todo su apoyo a la patria. Se trató de llevar al Loira la gran línea de defensa, que sirvió otra vez a Carlos VI, en su extrema debilidad, para defenderle contra los ingleses, dueños absolutos del Norte. Danton se opuso a ello con energía. Aquel día se demostró que el genio de la Revolución no residía en los girondinos, pero por su patriotismo, su heroísmo, su pureza, nadie estudiará su historia sin sentir admiración y respeto. He aquí el fondo de las cosas. Los girondinos eran inocentes; querían la unidad incluso a cambio de la muerte y se sacrificaron. ¿Entonces las violentas acusaciones y calumnias de la Montaña eran una falsedad? Seguramente asombrará nuestra contestación. No, la Montaña no calumnió a la Gironda. Los girondinos, unitarios de corazón, eran arrastrados por la fatalidad a un federalismo involuntario. Los jefes de los departamentos, los notables, los ricos, todos los tibios amigos de la República, los realistas disfrazados, todos se hacían llamar girondinos. Su disposición era muy peligrosa y a propósito para debilitar el nervio de la Revolución, disminuir la influencia central y aumentar la fuerza local que era la suya. Estos hombres en general eran enemigos de la unidad. He aquí, pues, los girondinos, una veintena de abogados, de gentes de letras, los fundadores de la República, los promotores de la gran guerra, los creadores de la igualdad, los forjadores de picas, los que hicieron el 10 de agosto; he aquí los infortunados, reconocidos de buen o mal grado por los jefes de los ricos, los jefes de los tibios de los que antes hablábamos, de los patriotas hipócritas, los jefes de todos los que sostuvieron el caciquismo local contra la unidad de la patria. No tenían otro medio de separarse de todo ello más que afilando la espada, arrancándosela de las manos a la Montaña y volviéndola contra sus falsos amigos, votando a favor del tribunal revolucionario y del Terror< Prefirieron morir. Entre abril y mayo de 1793 su situación fue comprometida, terrible, escuchando los abucheos de las tribunas, siendo sometidos a los últimos ultrajes, cuando se les lanzaban, se les escupían basuras< Entonces se les escapan gritos de venganza, imprudentes llamamientos a las regiones< Ya no dudaron más, quisieron morir; tenían sed de su propia sangre. La Montaña podía matarlos, pero no debía tolerar que se les insultase. ¿Ultrajada en ellos la representación nacional no era ultrajar la de todos? El furor de la Montaña contra los federalistas fue tan ciego, tan rayano en la locura, que ni siquiera advertía que caía ella a cada instante en la misma herejía política que censuraba en sus adversarios. ¿Si el federalismo es la disgregación, la exclusión, el aislamiento, no es peor el federalismo de una ciudad que quiere gobernar a toda una nación? ¿Qué digo? En esta ciudad una sola sección se alzó, por decirlo así, contra todas las demás. La sección de los Cordeleros, por ejemplo, se hizo traer los libros del registro y censuró las sentencias, las modificó. Los seccionarios que a cada instante llegaban a la Convención, a la que comunicaban las órdenes de la multitud, no representaban más que exiguas minorías. La parte mandaba al todo, pero una parte era imperceptible. Se dirá que esta parte era la compuesta por los patriotas, por los bien intencionados; pero esta parte no podía gobernar como no fuera dando un solemne desmentido a los puros principios republicanos, a la soberanía del pueblo. ¡Yo no acuso ni a unos ni a otros! ¡Es el tiempo quien estudia el carácter de nuestra Revolución! El elevado ideal moderno, la unidad de un inmenso imperio regido por la ley, sólo se entrevió en el 89; desde el 92 se busca su realización. ¿De quién es la culpa? ¿De la precipitación de los hombres? No, de la de los acontecimientos. La propia monarquía al verse amenazada y llamar al extranjero en su favor, lleva a Francia hacia el camino de la República, arrojando a la nación en la aventura de 1793, buscando un nuevo mundo, el mundo de la unidad, en beneficio del porvenir. ¡La unidad! ¡El sueño eterno del linaje humano! El día en que se creyó poseerla, cuando se creyó poder hacerla realidad en la sociedad que desde 1789 manejaba los destinos del mundo, todos se estremecieron de placer. La alegría les dio vértigo. Nadie hubo que al ofrecerle Dios esta copa se mojara los labios impunemente. Una embriaguez salvaje, como las de los antiguos misterios divinos, se apoderó de los filósofos, de los racionalistas, haciéndoles delirar. La unidad de la patria fue para ellos la única vida real. Aniquilar este dogma, de cerca o de lejos, era a sus ojos asesinar a la misma patria y merecía tres veces la muerte. Éste es el secreto de cuantas tragedias tengo que contar. Lo que caracteriza a esta época es que, a pesar de la impaciencia que reina, se espera que la unidad llueva ya hecha, del cielo y se aplique como si fuera un milagro desde lo alto de la ley. En su ingenua fe hacia el poder de las leyes, hacia su invencible eficacia, creían que una vez implantada la unidad, esta existiría; no parecía que se dieran cuenta exacta de los medios que había necesidad de emplear. La unidad, antes de que se decrete desde lo alto, ha de existir, ha debido florecer entre los ciudadanos, en el fondo de las voluntades humanas; es el fruto de las creencias nacionales. Modificar estas creencias es obra del tiempo, sin duda, y no se puede acusar al legislador por no poder encerrar los siglos en una ley. Sin embargo, nada nos dispensará de estudiar el trabajo que entonces se hizo, su verdadero fondo. Existen dos partidos y ninguno de los dos se da cuenta exacta del hecho que realiza. La obra social y religiosa es grandiosa, pero no lo saben del todo. Ignoraban que su misión no era la de repetir vagamente, como el cristianismo, la palabra unidad. Su misión era buscar efectivamente la unidad, pero por medios serios, grandes y dignos. El cristianismo fracasó en esta tentativa; bajo su dominación, la más fuerte y absoluta, vimos cómo se fundían dos pueblos en uno: el pueblo pequeño de arriba, que siguió la vía llamada de la civilización, que creó la literatura de los Racine y de los Boileau; y el gran pueblo de abajo (que es casi todo el mundo) abandonado, inculto, casi sin comunicación con el otro pueblo, sin lengua común, sin una educación común; hablando sus dialectos, rezando sin que nadie los entienda y sin que la Iglesia misma comprenda lo que rezan. ¡Espectáculo impío, bárbaro, que causa dolor a quien siente en su corazón la menor chispa de amor a Dios! El problema de la Revolución era acabar con ese cisma desolador al que el cristianismo ha puesto tan poco remedio, crear un alma idéntica en una fe idéntica, que haga desear, querer la identidad de la ley. La ley supone una educación que ha de seguir precisamente el principio de la misma ley y esta educación implica principios fijos, de fe social y religiosa. Un velo encubre esta cuestión a los hombres del 93. Marchaban arrogantes, sin vacilar, hacia la consecución de su ideal sublime, la ley soberana del mundo, sin distinguir bien la vasta región que los separaba de este fin, la región de las artes infinitas que ha creado la civilización y la educación para preparar los hombres para mayores evoluciones. Entrevieron un punto, la potencia de las fiestas nacionales, la de la instrucción y el teatro, la de la vida en común para los niños pequeños, pero no podían precisar qué métodos de enseñanza primarían. La primera tentativa de un plan de educación ha hecho la gloria de Lepelletier Saint-Fargeau. Este hombre honrado se elevó sobre si mismo y trazó un plan de educación que era como una continua serie de reflejos de su extraordinaria bondad. Verdadero representante de la Revolución, no era indigno de morir por ella. Los realistas arrancaron esta vida que contenía la más generosa resolución, el más humano y delicado proyecto. Lepelletier, en este proyecto, poco literario de forma, admirable por su intención práctica, establece que se trate antes de atender a la educación que a la instrucción: confiesa que no tiene esperanzas de igualdad sin la fundación de una ley igualitaria para una educación común y nacional. La sociedad debe proporcionar esta educación, pero no la sociedad sola (como en las instituciones de Licurgo), la sociedad con la ayuda y la vigilancia de los padres de familia, cerca del hogar, de modo que el padre y la madre no pierdan de vista al niño. Si éste es pobre se le alimentará en el mismo colegio94. Desaparecerá el indigno espectáculo de que el hijo del pobre, que es quien más necesita educarse e instruirse, no sea admitido en los altos centros. ¡Ah, tenemos la esperanza de que en la tierra desaparecerán los niños miserables y hambrientos! ¡Se persigue el mejoramiento social del hombre y es preciso que se piense en el pequeño! ¡Si se ha de sufrir, suframos nosotros los hombres, pero a los niños, que son inocentes, no les debe faltar nada, que estén protegidos y garantizadas sus vidas! Esta es la primera ley si ha de existir la patria, la patria que decían los griegos, designando con respeto a los legisladores; si en la ley se trata de castigar los delitos del hombre, proteged al niño y veréis qué pronto se suprimirá aquella ley. Una de las antiguas y bárbaras creencias era la de considerar culpable al niño desde el momento en que había nacido: culpable de un pecado que no había cometido y que por lo mismo no debía expiarlo; si se admite la enormidad teórica de creer que un niño ha nacido culpable, se admitirá también la brutal práctica de ver en el origen del nacimiento el porvenir de un ser. La educación en la Edad Media, se denominaba Castigo. Castigar las cosas insignificantes es la obra de Dios. ¡Y Dios castiga a quien nada ha hecho! ¿Oís los gritos, los llantos de estas pobres criaturas?< Están en la escuela; es el infierno de aquí abajo. ¡Tres veces benditas sean las cenizas del hombre honrado y cariñoso que dio a la Revolución este carácter educador y humanitario: que el niño no tenga más frío ni hambre, que se le eduque, se le instruya para que ame a la patria! Los funerales de Lepelletier fueron solemnes. Tuvieron, por decirlo así, algo del amor que él profesaba a los niños. Detrás del cadáver, presidiendo los funerales, se hallaba la hija de Lepelletier, la hija de la República, solemnemente adoptada por Francia. Cerca de ella iban otros niños, por lo que la adoptada, a través de esos hermanitos y hermanitas que se le daban ese día para remplazar a su padre, sintió el consuelo y el abrazo de la patria. El cuerpo descubierto y sangriento fue expuesto en primer lugar en la plaza Vendôme, donde el presidente de la Convención colocó una corona sobre la cabeza del cadáver; un federado de los departamentos derramó las penas de Francia y sus lágrimas sobre el mártir de París. La enorme comitiva marchó por la calle de Saint-Honoré. El duelo fue sincero. La Convención, la Comuna, toda Francia revolucionaria lloraban, pero no fingidamente; la mayor parte de ellos sentían que acompañaban a su propio cortejo fúnebre. Ese cuchillo que se había dejado sobre el cadáver, cerca de su herida sangrante, planeaba sobre todos ellos. El asesinato de Basville en Roma, que se acababa de conocer, revelaba a los amigos de la libertad cuál era su porvenir. El derecho público no era nada; Francia vivía fuera de la ley del mundo. Se vio esto cuando en Rastadt fueron sableados nuestros plenipotenciarios por los dragones austriacos. Se vio en Inglaterra, donde se organizó contra nosotros una odiosa guerra, haciendo circular moneda falsa, asignados falsos, para arruinar a Francia, llevándola a la bancarrota, arrancándole el honor. Esta generación estaba abocada a la ruina, a la muerte. Mientras que por París se conducía el cadáver de Lepelletier, se llevaban a Londres las reliquias de Luis XVI: sus cabellos, los pañuelos manchados en su sangre. Eran las primeras banderas de una guerra que había de durar veinticinco años. Nadie podría calcular los grandes sacrificios que costaría esta guerra. Inglaterra no podía adivinar que le sería necesario utilizar la aterradora suma de cuarenta mil millones. Francia no podía imaginar que diez millones de hijos suyos desparramarían sus huesos por toda Europa. La Convención, la Comuna, siguiendo a Lepelletier, sabían que no tardarían en reunírsele. Todos sustentaban esta creencia. Todos tenían medido el tiempo de su vida. Las banderas mostraban frecuentemente negros velos. Los tambores batían con fúnebre solemnidad; las trompetas, conservando sus siniestras sordinas, producían sonidos graves como un canto a la muerte. Seguros como estaban de que iban a perecer, ¿habían de morir sin haber hecho nada útil? Quisieron dejar leyes, pero ¿qué son las leyes sin los hombres? ¿No era la Revolución más que la promulgación de una fórmula sublime legada a las generaciones futuras, inútil al mundo actual, hacia la cual se va siempre y siempre siguiendo un camino peligroso? Más de uno sustentó tan sombríos pensamientos. Cuando llegaron al Panteón, el hermano de Lepelletier, emocionado, pronunció una solemne oración fúnebre, prometiendo publicar su plan de educación, plan que nosotros, en nuestro profundo respeto, llamaremos la Revolución de la infancia. La Convención, puesta en fila alrededor del féretro que había que dejar allí, juró la salvación de la patria. Todos, montañeses y girondinos, dando una tregua a sus odios, se prometieron unión y fraternidad, palabra sincera, pensamos, en medio de tan gran peligro público. Es la última vez que fue dicha. (13 1793).
Fines egoístas de la coalición.—Pitt no quiso intervenir en el proceso a
favor del rey.—A Pitt le acompañó la fortuna más que la previsión.— Dominación de Inglaterra sobre Nápoles por los favoritos de la reina.—Acton y Emma Hamilton.—Cruel asfixia de Italia, especialmente bajo el gobierno romano.—Maury y Madame Adelaida en Roma.—Es asesinado Basville (13 de enero).—El papa perdió a Luis XVI.—Su influencia interviene en la preparación de las guerras de Bretaña y de la Vendée.—Heroísmo de la Bretaña republicana.— Los ingleses esperaban el progreso de la anarquía.—Esperanzas que el pillaje de Parts da a los ingleses.—Dumouriez hace creer que los ingleses quieren tratar con él.—Opiniones contrarias de Dumouriez y los girondinos.—La Gironda quiso la guerra universal.—Se declara la guerra contra Inglaterra (1 defebrero).
Puede juzgarse la moralidad de la coalición sin frases; algunos
hechos bastarán. Francia, a decir de las potencias, había matado la moral, suprimido el derecho y ellas estaban a sus anchas. Estas naciones que criticaban la moralidad de Francia demostraron desde hacía algún tiempo y aún en el mismo 1793, que no poseían ni escrúpulos, ni delicadeza. Entramos en el más anárquico y salvaje de los tiempos: quien pueda coger, cogerá. El primer acto fue el sacrificio mutuo que se hicieron Inglaterra y Rusia, de las dos causas por las que una y otra parecían comprometidas por honor. Inglaterra suspiraba por Polonia y Rusia quería ser la dueña de los mares. Era como una división tácita entre dos grandes potencias: para ti el mar, para mí la tierra. El 16 de febrero se realiza otra invasión en Polonia. Prusia entra para proteger la libertad de los polacos; solamente una vez adoptada esta actitud, comprende que no puede realizar su fin si no es apropiándose de Dantzig (24 de febrero). También vemos a los austriacos y a los ingleses saquear Tolon y otras plazas del Norte, atravesados de dolor por la muerte del rey. Los austriacos, en Condé, enarbolan el águila imperial. Los ingleses dueños de Tolon se niegan a la entrada de emigrados y del hermano del rey. Los emigrados dicen furiosos: “En este caso lo mejor que podemos hacer es unirnos a los jacobinos”. En Francia hay una región donde el realismo fue heroico, la Vendée. Jamás los ingleses quisieron aproximarse a este punto. Charette y otros les pidieron auxilio, pero los ingleses sólo los socorrieron indirectamente para que continuase la guerra sin resultados decisivos. No era intención de los ingleses hacer fuertes a los realistas. Ya hemos revelado el objeto de la coalición de naciones. Nos resta ahora hacer la historia de las gentes honestas que intervienen en estas cuestiones. Pitt era un hombre extremadamente serio. Se asegura que no rió en su vida más que tres veces. En estos casos se le escaparon palabras bajas o triviales en desacuerdo abierto con su ordinaria rigidez, palabras sinceras, apasionadas que salían del corazón y revelaban su fondo. Con motivo de la noticia del incendio de Santo Domingo y de que los negros degollaban todo lo que se les ponía por delante dijo: “Ahora los franceses podrán tomar su café con caramelo”. Cuando se dijo que España entraba en la gran guerra, dijo Pitt, creyendo ya que se había apoderado de las colonias españolas: “No pondremos un puchero mas grande y a pesar de ello el caldo será mucho mejor”. El 21 de enero fue para él una fecha terriblemente agradable; creyó que Francia se arrojaba a la tiranía: “No habrá hecho Francia más que conocer la libertad. Será un blanco en el mapa de Europa”. Esperó fría y pacientemente la muerte de Luis XVI. En vano, Fox y Sheridan, en un noble deseo de su corazón (y que expresaba fielmente el pensamiento nacional), consiguieron, a finales de diciembre, que la Cámara de los Comunes invitara al gobierno a intervenir en la Convención. Pitt quedó como mudo. Especuló sobre el terror que produciría el acontecimiento. Los ingleses se indignaron de la forma como juzgaron a Luis XVI95. Cuando se acordó la intervención, Pitt comunicó al cónsul francés que debía abandonar la capital en un plazo de veinticuatro horas. El ministerio inglés no tuvo inconveniente en confesar ante la Cámara de los Lores el motivo político de tan brusca expulsión, que no era otro que el temor al contagio revolucionario, a la propaganda jacobina que hacía el enviado de Francia. La aristocracia inglesa, aterrorizada, se agrupaba en torno a Pitt. Tenía prisa por que una guerra brusca y violenta aislara los dos países para siempre, asegurando a Inglaterra los beneficios de su posición insular. La aristocracia se arrojó a los brazos de un hombre que por sus odios y rencores podía crear entre los dos pueblos antipatías profundas y eternas. Pitt nació wigh y se convirtió en tory; de entre sus sentimientos sobresalía el odio, querida y preciosa herencia de su padre Chatham. Y así repetía frecuentemente: “Lo mejor del amor es el odio”. Odió tanto que se hizo amar. Se dejó amar por la vieja Inglaterra feudal, obstinada en el error y la injusticia, que frente a la Revolución se moría de odio y miedo creyendo ver desembarcar a cada instante los Derechos del Hombre. Se dejó amar por la Inglaterra mercantil, celosamente inclinada sobre el mar. Esta creyó en la desaparición de la marina francesa. Se formaba entonces otra Inglaterra creada por Pitt y dedicada a él; era una gran nación ociosa: hablo del mundo de la Bolsa y de los acreedores del Estado. En Francia se divide la tierra y en Inglaterra es la renta lo que se divide. Todas las mañanas corrían a la Bolsa con entusiasmo: el 5 por 100, de 92 sube a 120: Pitt fue un gran hombre. El 4, de 75 sube a 105; Pitt fue un héroe. El 3, de 57 sube a 97; ¡Pitt fue casi un Dios! Como llegó en una época ciega de egoísmo, Pitt aprovechó todos los beneficios del azar y de la necesidad. A más capitales fugitivos de Francia y Holanda llegaban a Inglaterra, más se admiraba a Pitt. Todos, amigos y enemigos, creían que Pitt había previsto todo el curso de la Revolución francesa. Según muchos, fue él mismo quien la hizo. Fijándonos atentamente y haciéndonos eco de autorizadas opiniones, parece que Pitt tiene a sueldo las tropas de Lafayette, entre las cuales reparte dinero para que se amotinen y rompan la espada del hombre que quiso conciliar la monarquía con la democracia. Si esto es así, se puede concluir que Pitt es uno de los fundadores de la República francesa, que tantos problemas le ocasionó y que finalmente le hizo morir de pena. Yo no veo la previsión de Pitt al rechazar la alianza con Prusia a principios de 1792. En el mismo año tuvo que mendigarla. Lo que fue verdaderamente notable en Pitt fue su encarnizamiento para el trabajo, su perseverancia, su pasión. Desde su nacimiento no pretendió realizar moralmente más que un ideal: ser un buen hombre. Tomline, su preceptor, obispo de Winchester, que escribió la leyenda de este nuevo santo, dice que no pudo descubrir el menor defecto en el carácter de Pitt. En realidad no tuvo más que uno. A consecuencia de su deplorable estado de salud, se hizo áspero, agrio su carácter. Todo lo emprendía con encarnizamiento, como para olvidar sus dolores; el estudio, los negocios, la guerra después contra Francia. Ni hacía visitas, ni tenía amigos y aún menos amores. Era como un modelo de hombre tan perfecto que resultaba aborrecible y desolador. La austeridad era su virtud. Era respetable en el más alto sentido de la palabra. Honrado y perfecto gentleman, jefe de unas gentes muy honradas. Conservando en Inglaterra ciertas apariencias, introduce la corrupción en la política. Jamás retrocedió, aunque tuviera que emplear los más criminales procedimientos en su guerra contra la Revolución, contra Francia. Quería destruirla. Los revolucionarios le imputaron muchas cosas dudosas. Pitt no ignoraba los métodos de destrucción propuestos por Maquiavelo, las máquinas infernales y espantosas que causan horror al mundo. Si no las ha pagado, ha aprobado, sin duda alguna, las brutales hazañas de piratas y asesinos. Obligado a entrar en los detalles, curiosos aunque impropios, de la diplomacia (tanto inglesa como europea) que forman el interior triste y sucio de esta cocina política, ruego al lector que soporte con paciencia la repugnancia. Omnia munda mundis. Es preciso imitar a la luz, que su pureza, su brillantez penetre en todas partes. Sólo nos hemos de ocupar aquí de un lado de la diplomacia inglesa: la acción de Inglaterra sobre Nápoles, la de los emigrados sobre Roma, la relación de Roma con Viena. Su poder, puesto en duda en Londres, era absoluto en Nápoles; mandaba sobre el reino en palacio, sobre la reina en la alcoba regia y el lecho regio. La reina, Carolina de Austria, hermana de María Antonieta, anglófila, vivía gobernada por un intrigante irlandés, su ministro y amante Acton, y una desvergonzada inglesa, Emma Hamilton, a la que amaba locamente. En el museo de Palais Royal, destruido desgraciadamente, todo el mundo ha podido ver un hermoso busto italiano representando a esta Mesalina de Nápoles. Todo observador a primera vista decía: “Es la viva imagen del vicio”. Sobre su cabeza sensual, inclinada, llena de pasiones furiosas y de lujuria desenfrenada, se puede jurar que la historia no ha mentido. El odio de Carolina contra Francia no data de la Revolución ni de las desgracias de su hermana. Venía de Acton, irlandés de raza, nacido en Besançon, que sufrió humillaciones siendo marino francés y guardaba hondos rencores. Se puede juzgar su odio por lo siguiente: sufrió Nápoles en una ocasión una gran hambruna; el rey de Francia envió un buque cargado de trigo, pero Acton se negó a recibirlo. Emma Hamilton, que llegó en 1791, compartía la influencia con Acton. La reina se entregó a ella. Tenía todas las pasiones de María Antonieta, pero sin gracia y sin gusto; la amistad apasionada de la reina de Francia hacia las señoras de Lamballe y Polignac (dos señoras encantadoras, honradas) sirvió de imitación y Carolina amó a Emma, mujer escandalosa y de un increfble cinismo. Emma era hermosa, pero de una belleza enérgica, viril, robusta. Había sido sirvienta en el principado de Gales. Elevada a la categoría de dama de cámara, después amante mantenida y finalmente caída en el arrollo del oficio de mujer pública, la pescó de allí un sobrino de Hamilton, el embajador de N ápoles, quien por algún dinero la cedió a su tío. La bribona logró casarse y así se convirtió en embajadora, en gran dama. Era una mujer bien plantada; todos los pintores buscaron su grandiosa y teatral figura; sus brazos poderosos, su hermoso cuello, su cabeza cubierta de un ondulante mar de cabellos de color castaño, llenan todos los cuadros de aquella época. Es Venus, es la bacante, es la sibila de Comos. Esta sibila desembarcada en Nápoles, parecía estar en su propio elemento. Brilla, reina, cada día imagina una moda y una mueca; inventó entonces la danza del pañuelo. La reina, seducida, ya no la abandona. Mientras los dos esposos se entregan a sus aficiones, uno pescando y otro divirtiéndose en el Vesubio, las dos mujeres viven juntas. La reina va a todas partes con ella, cambia sus vestidos con ella, se acuestan juntas. La impudencia de estas mujeres les lleva a obligar a la gente cortesana a que emplee una etiqueta insensata. ¿Por qué estos vergonzosos detalles? Porque esta hermosa Emma, esta sibila, esta bacante, esta Venus, era una espía. Desde el año 1792 hasta 1800 comunicó a Inglaterra todos los secretos de Italia y muchas veces los de España. Vivía en las mismas habitaciones de la reina y leía las cartas de esta. Para Francia ejerció funesta influencia. Nelson aseguraba que, el hecho de obtener de Nápoles el aprovisionamiento de su flota, había hecho posible la batalla de Aboukir y la destrucción la escuadra francesa. Emma supo, a través de una carta demasiado confiada que el rey de España envió al rey de Nápoles, que este, agotado por la imperiosa alianza de los ingleses, quería declararles la guerra. Emma mandó la carta a Londres y España, a consecuencia de esto, sufrió un golpe terrible. Pero lo que da a Emma carácter trágico es la historia del papel que desempeñó en las venganzas de Carolina en 1798. Con ello deshonró a Nelson. Este bravo y brutal marino, que jamás descendió a tierra, que ignoraba lo que ocurría en el mundo, hizo de Emma una especie de reina suya y ante Europa se convirtió en el caballero de una meretriz impúdica. El espectáculo fue sorprendente; el almirante tuerto y manco, acarició a Emma cuando ya le había negado sus caricias a la reina. No contento con violar la capitulación que había firmado, empleó sus buques victoriosos como cárceles para los jefes de la república de Nápoles. Ella exigió, y consiguió, que la bandera británica ondease como pabellón indiscutible. Y bajo este patíbulo, frente a los mártires, tuvo lugar una bacanal que hizo enrojecer a las rocas de Caprea. Emma dió a luz a un niño, nacido del crimen, concebido de la muerte, que fue reconocido por Nelson, a pesar de las protestas de lady Nelson y del viejo marido de Emma. Muerto Nelson, Emma comerció con sus recuerdos, vendió sus cartas de amor. El gobierno de Nápoles era todavía mejor que el de Roma. Es en él donde podemos ver, con absoluto horror, el ahogamiento de Italia. El peor de los gobiernos, sin duda alguna, es el que hace las veces de policía para conseguir declaraciones. “Hijo mío, hijo querido, Dios te escucha< Venga, ábreme tu corazón<”. Y obtiene de estas confesiones notas para la policía. El pensamiento, apenas naciente, es confiscado y condenado de antemano. Si no es el hombre el que confiesa, es su mujer la que le remite al cura. Un romano me decía: “¡Oh, si al menos pudiera fiarme de mi mujer y de mi hijal”. Quien revela con profunda sinceridad el estado del alma italiana en aquella época es el gran artista Piranesi. No se pueden contemplar sus aguafuertes sin exhalar suspiros dolorosos, como si se tuviera el peso de una montaña sobre el corazón. Las Prisiones de Piranesi son la imagen de un mundo enterrado vivo, en el que las magnificencias del arte, los recuerdos de grandezas perdidas, aparecen para torturar el corazón, el alma< Vastas y subterráneas prisiones con aparatos para los suplicios, laberintos infernales por los que se puede caminar sin terminar nunca, escaleras sin fin, que dan la idea de alguien que sube sin cesar, sin llegar nunca más que a la impotencia o a la desesperación. Estas bellas imágenes del dolor de los italianos tienen tanto de infiel, como de grandes y poéticas. Lo más duro del suplicio y que Piranesi no ha podido reproducir es la abyección, la bajeza, la relajación del alma, la descomposición grosera de la inteligencia de los italianos, hundida en el fango por la pérfida mano de los tiranos96. Era ya hora de que en los calabozos penetrara alguna luz, que la Francia republicana los iluminara con sus rayos. Su más cruel enemigo no era Londres, sino Roma. De Roma venía el aliento de muerte, el aliento de la Vendée. Los ingleses mataban a Francia por fuera: los curas por dentro. Ni siquiera el mismo gobierno romano habría hecho tan sorda guerra a Francia si no le hubiesen instigado a ello los propios franceses. Seguía el papa los impulsos del cardenal Bernis, viejo veleidoso, a quien manejaban dos emigrados franceses: un hombre joven y una mujer vieja. El pequeño Maury, escapado de Francia, contagiaba su rabia a los gobiernos de Roma y Viena. Adelaida, tía del rey, animaba al papa. Tenía entonces sesenta años, pero conservaba su fanática energía. Ya hemos indicado cómo el clero, amenazado en sus intereses por el ministro filósofo, hizo que la Pompadour empleara con éxito sobre el sensual Luis XV la irresistible potencia de su propia hija, que entonces tenía dieciseis años, y cómo esta nueva Iudith se sometió, por tan santa causa, a tan extraño sacrificio para salvar al pueblo de Dios. Así era la tradición de Versalles y así la hemos recogido bajo la restauración de labios de los emigrados. Según ellos, Narbonne nació de este incesto. La princesa obtuvo sobre su padre una influencia poderosa. Déspota y variable como era, nunca hubiera osado desayunar una mañana lejos de su hija. En cierto modo era ella el jefe del partido jesuita y, por desgracia, empleó todo su poder en beneficio de este. Contribuyó bastante a la caída de Maurepas y a que su padre expulsara a Turgot. Huida de Francia en 1791, se instaló en la mejor casa de Roma, la que era como el centro de la sociedad italiana y extranjera, el palacio del cardenal Bernis. Este viejo servidor de Austria, así como de Francia, era un lazo natural entre Roma y Viena. Iuntamente con el cardenal Zelada manejaba a su antojo al papa. Bernis, vanidoso, ligero y lenguaraz, no ocultaba la influencia que ejercía sobre el jefe de los cristianos y se jactaba de ella: “Es un niño de excelente temperamento —decía Bernis—, pero muy vivo y por lo mismo hay que vigilarlo atentamente; de lo contrario podría arrojarse por la ventana”. Los girondinos, que establecieron fuertemente su poder al siguiente día de la jornada del 10 de agosto, decidieron asestar dos golpes, a Roma y a Nápoles. Ordenaron al almirante Latouche que fuera a aguas de Nápoles, ganara el puerto y obligara al gobierno a que recibiera a un ministro francés. Un representante de Francia se establecería en Roma, de suerte que Italia no sólo oiría hablar de la República, sino que la vería, la tendría presente en sus fiestas, con sus colores nacionales, sus nuevas armas, su vencedora bandera dispuesta siempre a destruir tiranos. Esta agresión era muy merecida. No es posible dar un paso por Europa sin que se deje de encontrar rastro de las intrigas romanas y sicilianas. Enviamos a Constantinopla a un representante y no puede quedarse porque la influencia de Nápoles lo impide; mejor dicho, no es Nápoles, es Inglaterra, soberana de Nápoles por Acton y Emma. A pesar del viento contrario, Latouche ejecuta una hábil maniobra y logra franquear el puerto. ¿Quién es el que está ahora en peligro, la escuadra o la capital? No era difícil adivinarlo. La escuadra, bajo el fuego de las baterías de la riba, podía ser destruida si atacaba a Nápoles. Sin embargo, Nápoles tuvo miedo. Sus mujeres, siempre dispuestas a las guerras lejanas, sintieron debilidad; el famoso marino Acton no se encontraba ni seguro, ni tranquilo. Latouche envió sencillamente a un granadero de la República, quien dio al rey una hora de plazo para que reconociera y recibiera al ministro francés. Si tardaba un minuto más comenzaría el bombardeo. El rey firmó sin pronunciar una palabra. El ministro, desembarcado en medio de tanto enemigo pérfido, debía realizar una misión peligrosa, y era la de enviar un representante a Roma, el cual sin flota, sin ejército, por la fuerza del nombre francés y la intimidación de la República, tomaría posición cerca del papa. Era muy expuesto afrontar la brutalidad de los bárbaros del Transtevere y de los vaqueros de Marais-Pontins, ciegos y fieros como sus bestias. Con sólo un silbido de sus señores, estos salvajes se arrojarían sobre los franceses y los patriotas italianos. El hombre que afrontó estos peligros y que por su sacrificio ha colocado muy alto su nombre en la historia, era un republicano moderado; Basville (sus obras lo indican) parece ser de los que se hubieran dado por satisfechos con las primeras conquistas de la Revolución, pero que al verla por tan rápida pendiente aceptaron una misión en el extranjero. Llegó con un amigo, el enviado de nuestra embajada en Nápoles. Todo estaba preparado desde el primer momento para recibirlos. El cobarde gobierno, como no se fiaba ni un ápice de sus tropas regulares, apeló a todas partes para reclutar salvajes, especialmente de los Apeninos. En los púlpitos y en los confesonarios se predicaba a las mujeres contra los franceses, aquellos sacrílegos que sobre la ciudad santa querían izar la bandera de Satán. Las mujeres encendían cirios, rogaban, daban alaridos; los hombres afilaban los cuchillos. Nuestros bravos franceses entraron mostrando la escarapela sobre la oreja, oyendo gritos de muerte por todas partes. Los franceses no oían, no entendían. Algunas almas caritativas les aconsejaron que se escondieran en el bolsillo el maldito distintivo. A través de la furiosa muchedumbre marcharon al palacio del cardenal Zelada para mostrarle sus poderes y que se reconociera a la República. Nada consiguieron en el palacio y, sin precipitarse, poniendo su coche al paso, regresaron lentamente. Eran las cuatro de la tarde (13 de enero del 93). Sobre ellos caía una lluvia de injurias y amenazas. Entonces demostraron que sólo dos republicanos franceses, a trueque de perder su vida, se bastaban para pasear la bandera de la libertad y de la civilización por la gran ciudad reaccionaria y bárbara, y a pesar de todas las provocaciones colocaron la bandera tricolor sobre su carruaje. Comenzaron a llover piedras. Algunos aporrearon el coche. El cochero, aterrorizado, soltó a galope a sus caballos y lanzó el coche al patio de la casa de un banquero francés. Faltó tiempo para cerrar la puerta; la muchedumbre entró en el patio; los franceses descendieron del coche; un barbero sacó una navaja e infirió a Basville una profunda herida; Basville murió al día siguiente. Los infames que custodiaron su cuerpo en los últimos instantes de su vida declararon que, en su postrer momento, se acordó de Dios y renegó de sus creencias, tomando la comunión de manos de sus asesinos. El papa se lavó las manos de la sangre de Basville. ¿Qué hizo él para evitar su muerte? ¿Qué hizo para castigarla? El gobierno pontificio se cuidó mucho de perseguir al peluquero asesino, a quien todo el mundo conocía y señalaba. Pero ante la historia, el papa será siempre el asesino de Luis XVI. Arrancó, gradualmente, concesiones al rey de Francia, tantas que lo condujo a la muerte. Tampoco le perdonará la historia la sangre de quinientos mil hombres que costó la guerra del oeste. El día 29 de marzo de 1790 declaró al rey que si aprobaba los decretos relativos al clero comenzaría la guerra civil. En esta carta insolente, decía con astucia el papa, mezclando la miel y la hiel: “Hemos empleado todo nuestro celo hasta ahora para impedir que, por nos, estallara un movimiento”, dando a entender que él tenía suficiente poder para organizar la guerra civil. En esto mintió. El movimiento entonces era imposible. El campesino estaba muy lejos entonces de lanzarse al campo para una guerra religiosa. Hacía falta tiempo y el infinito arte del clero, secundado por el celo ciego de las mujeres. El campesino estaba conmovido, pero hacerle tomar las armas era una laboriosa obra de astucia y calumnias. Las cartas del papa que tenemos a la vista, indican poca convicción. En 1790 los decretos referentes al clero le parecían cismáticos, pero no se atreve a decir que el fondo de la religión ha sufrido un golpe. En 1791 los mismos asuntos se han vuelto heréticos; así los califica el Papa; el progreso de su cólera ha cambiado la naturaleza de los decretos. La guerra tardaba demasiado, para el gusto del padre de los fieles; reclamaba la efusión de sangre. Con este propósito le envió al joven emperador Francisco II al venerable abate Maury. Le rogó, le suplicó que tirara de espada. El 8 de agosto le agradeció que, finalmente, se decidiera a comenzar la campaña. La del papa había comenzado hacía mucho tiempo en nuestras ciudades del oeste. Guerreaba a su modo, difundiendo bulas y cartas que dirigía a los obispos. Sus cartas al rey, más secretas, las comunicaba sin embargo a los curas y estos las divulgaban; de confidencia en confidencia Bretaña, Anjou y la Vendée, estaban perfectamente informadas de las órdenes terminantes que el papa daba al rey. El trueno pontificio retumbaba en todos los púlpitos del oeste. En invierno, en los velatorios de las cabañas bretonas, el cura predica la guerra civil en el oscuro idioma, que parece el idioma de los muertos. Lo hace sin misterio y ante la mirada del francés que nada entiende. Comenta la última bula del papa, supremo esfuerzo del cardenal Zelada, de la que se hizo una tirada incalculable, arrojada sobre las costas por las chalupas inglesas. Hemos dicho ya cuáles fueron sus primeros resultados: en agosto de 1792, la sangrienta batalla de Châtillon y Bressuire; en octubre, la cuestión del Morbihan, cuestión pequeña pero brutal, salvaje, odiosa, en la que se vio a las mujeres enloquecidas por el miedo al infierno, manejadas como instrumentos por los curas, temiendo aún más al infierno que a la muerte y arrojándose sobre la boca de los fusiles. Durante todo el invierno reinó un silencio profundo; la gente opuso la resistencia de la inercia, una desobediencia pasiva; se negaban a pagar los impuestos, surgían grandes dificultades para la recluta; los magistrados eran impotentes, las leyes estaban suspendidas. Los curas impedían especialmente que se reclutara gente para la marina. Si algún hombre quiso partir, su mujer se agarró a sus ropas, se colgó de él. El aspecto que presentaban nuestras costas era deplorable. Nuestros puertos, nuestros arsenales, estaban desiertos. La traición generalizada de nuestros oficiales de marina, quienes abandonaron Francia, nos dejaba a merced del enemigo. ¡Ah! Quien recuerde el estado de Francia entonces y la situación de Inglaterra, dueña de Calais, interviniendo en nuestros asuntos, apoderándose del estrecho, no tendrá bastantes fuerzas para maldecir a los locos criminales que abrieron a los ingleses los puertos de Francia. ¿Quién defendía entonces a la nación? La Bretaña republicana; su nombre será inmortal. Sí, algunos cientos de ciudadanos y campesinos (especialmente los de Finisterre), fueron voluntariamente a servir a las baterías de nuestras costas, patrullando a lo largo de la orilla del mar, esperando durante la noche un desembarco de Jersey, teniendo detrás de sí un pueblo de salvajes, de fanáticos, y enfrente las velas de los barcos ingleses. Francia los olvidaba y los amenazaba Inglaterra, los emigrados iban a regresar, el suelo parecía temblar a sus pasos: sin embargo, permanecieron de pie, firmes, valerosos, enérgicos, ardorosos, neutralizando a una fuerza poderosa que amenazaba con consumir el país de la libertad y de la redención. ¿Y cómo los ingleses, conociendo que nuestras costas eran indefendibles, no se atrevieron a lanzar sus buques o no se aprovecharon de su superioridad? ¿Quién podía seriamente impedir que desembarcaran cuantos soldados tuviesen en gana? Los emigrados de Jersey pidieron de rodillas a los ingleses que conquistaran Francia. Charette hizo lo mismo: basta leer las memorias de madame de La Rochejaquelein. Pitt, para desembarcar, quería primero ser dueño absoluto de un puerto, el de Lorient o el de la Rochelle. Su propósito era introducir en Francia una fuerza contrarrevolucionaria. Se trabajaba la leyenda, se adornaba con detalles puramente imaginarios el suplicio del rey mártir. Se mostraba su pañuelo sangriento; algunos hasta aseguraban que este mismo había sido enarbolado en la Torre de Londres. Se difundió el famoso: “¡Hijos de San Luis, subid al cielo97!”. Lo que levantó una gran oleada de opinión fueron las exageraciones de los pillajes cometidos en París. Hacia finales de febrero, la emisión de mil millones de asignados, sin otra garantía que la futura venta de los bienes de los emigrados, quebrantó la confianza en Francia. El papel moneda sufrió una sensible baja. El obrero, cuya jornada no se había ampliado, encontró en el pago un valor menor al que tiene derecho a percibir, insuficiente para sus necesidades. El panadero y el tendero le exigían el pago por adelantado. Su furor se dirigió contra todo el comercio, contra los acaparadores. Todo el mundo pedía a una que los comestibles estuviesen tarifados. No podían imaginar que una ley como esta, eliminando la especulación, provocaría la escasez y el encarecimiento de los géneros. Marat, no menos ignorante, ni menos cegado, sufriendo (como él decía) los mismos contratiempos del pueblo, en contacto con el cual vivía, formuló las quejas de la multitud con la misma violencia, con el mismo furor que si estuviera hambriento. El día 12 de febrero reveló una notable moderación, debida quizás a la volubilidad de su carácter. Iunto con Buzot y la Gironda censuró a quienes pidieron que la Convención dictara una ley sobre subsistencias. Y el 23 de febrero dijo lo siguiente: “El saqueo de los almacenes y el escarmiento de los acaparadores pondrán fin a estos robos<”. Al día siguiente, el 14, se cumplió lo que él predijo. La muchedumbre, dócil a su apóstol, derribó las puertas de las tahonas, forzó las tiendas de ultramarinos y distribuyó, a un precio que creyeron razonable, el jabón, el aceite, las velas de sebo y los géneros de lujo, como por ejemplo, el café y el azúcar. Más importancia habrían podido alcanzar las revueltas y los desórdenes si no se hubiesen encontrado en París los federados de Brest, que intervinieron. Marat fue acusado a la Convención y a pesar de su loca furia, contestó con seguridad y aplomo. La Gironda consiguió, en beneficio del honor nacional, que se encargaran los tribunales de perseguir a los “instigadores al pillaje”. Buena ocasión para los extranjeros de definir a Francia como nación de bandoleros y ladrones. Sin embargo, el verdadero pueblo repudiaba estos desórdenes, la conciencia nacional se sentía vivamente molesta. Algunos individuos siguieron el motín, se sintieron arrastrados por el magnetismo popular y fueron sin saber adónde iban. Alguien lloró después, sinceramente, esta equivocación. En un acta que he leído de la sección del Bonconseil (Archivos de la Policía), hay un ciudadano que confiesa, derramando lágrimas, haber tenido la debilidad de recibir azúcar procedente de la distribución de aquellos asaltos: “Temo ser indigno, ahora, de ostentar el título de ciudadano”. Como se ve por esto, las continuas exacciones y violencias no significaban tampoco que en el alma de Francia existiera un fondo de inmoralidad originaria e incurable. Ni tampoco podemos suponer que los autores de tales actos se inspiraran en doctrinas antisociales, anárquicas, disolventes. La Francia de entonces, y así hay que confesarlo, era ingenua en sus actos y al mismo tiempo más cólerica, menos razonable que la Francia de hoy. Hacía el vacío a las furiosas acusaciones contrarrevolucionarias. Abandonada poco a poco Francia, perdidas las simpatías de una Europa dominada por el miedo y apegada a la resina de un pasado bárbaro, selvático, siendo paulatinamente menos visitada por los extranjeros, parecía una isla, un pueblo incomunicado, en el cual era fácil forjar historias, mentir, amontonar supercherías y fábulas, como los geógrafos de la Edad Media escribían de las regiones desconocidas entonces. La estrepitosa trompeta irlandesa que Pitt había alquilado por 2.000 francos mensuales, Burke, facilitó a nuestros enemigos la fórmula con la que creyeron sintetizar la Revolución francesa, extraída de un verso del Paraíso perdido: “Monstruo informe, aborto del caos y del infierno”, había escrito el famoso Milton. Burke consideró este verso algo pobre y añadió algunas groserías más en el poema en que celebraba la muerte de Basville. Para él la Convención era el pandemónium. Apenas se nombraba, creía oír la tartárea trompa. Nuestro embajador abandonó Londres y encargó su representación a un hombre cuya vida no era más que un continuo ejercicio de la falsedad y de la mentira, Talleyrand. Talleyrand y Dumouriez, un traidor y otro traidor, se entendieron, se confabularon, se correspondieron. Veremos los resultados. Dumouriez estuvo en París el 1 de enero para tomar el pulso a la opinión y conocer hasta qué extremo se le apreciaba. Llegó e hizo cosas extraordinarias. En vez de colocarse franca, leal y noblemente a las órdenes de la Convención, mostrándose con la frente alta, como podía hacerlo el glorioso servidor de la República, se envolvió en el misterio, viviendo en el retiro de una pequeña casa de Clichy. Desde aquí, vistiendo distintos trajes para no ser reconocido, marchaba al arrabal de Saint- Antoine, en donde hablaba con Santerre y Panis, los amigos de Robespierre, o iba al comité diplomático, en donde pretendía engañar a Brissot y a los girondinos acerca de los acontecimientos internacionales. Debió de convencerse el general de que nadie le hacía caso. ¿Y qué hizo entonces? Ensayó una máquinación que, de haber resultado, habría hecho de Dumouriez el eje de la política, el centro de la acción general, y por decirlo así, el árbitro del mundo. Un hombre que le debía su puesto a Dumouriez, el ministro plenipotenciario en La Haya, declaró entonces que ni Holanda ni Inglaterra deseaban la guerra, pero que no estaban dispuestas a tratar con la Convención ni con el ministerio, que únicamente negociarían voluntaria y gustosamente con una sola persona, el general Dumouriez. Esto mismo aseguró un agente de Talleyrand que este dejó en Londres, insinuando que hablaba en nombre de Pitt, cuando este lo despreciaba y ni siquiera quería recibirlo. En el Consejo había dos ministros extremadamente crédulos, honrados: el de asuntos exteriores y el de justicia, Tondu-Lebrun y Garat. Los dos mordieron el cebo, pero los otros tres ministros, el girondino Clavières y los jacobinos Pache y Monge, adivinaron que todo era obra de Dumouriez. El solo nombre de Talleyrand infundió sospechas a los jacobinos, pues sabían que estaba ligado a los asociados contra Francia. Talleyrand, como se sabe, era un emigrado constitucional. Dumouriez lo aprovechó para que reconocieran las potencias su autoridad soberana en Francia y que con él debían tratar precisamente para entenderse. En el comité diplomático, donde dominaban Brissot y la Gironda, fue mal recibido este plan. Esto confirmaba lo que Brissot había escrito hacia finales de 1792, que Dumouriez era un hombre muy sospechoso del que se debía desconfiar. Brissot pensaba frecuentemente en otro general, hombre honrado e incorruptible, su amigo íntimo y también de Pétion. Hablaremos de él a su debido tiempo. Pero este desconocido, ¿cómo podría suplir a Dumouriez? ¿Cómo oscurecer al héroe de Jemmapes y Valmy, el único hombre en el que el ejército tenía confianza? No se podía ni soñar con ello. La Gironda lo intentó y lo arrojó a la Montaña. Hizo de él un ídolo popular, una gloriosa víctima, un Belisario perseguido por la tiranía, ultrajado en sus laureles< ¡Hermoso texto para declamaciónl< Dumouriez, sin embargo, tomaba sus precauciones con respecto a la Montaña. Trabajaba a los amigos de Robespierre queriéndoles embaucar y acariciaba a la Comuna y a los hombres de septiembre. No pudiendo destituir a Dumouriez, era necesario emplearlo de modo que estuviera obligado a seguir el camino rectamente revolucionario, y a pesar suyo, cuando intentara retroceder, lanzarlo a la gloria de la guerra y de la conquista. La opinión general que se tenía de su indiferencia política es que, al no estar aún sujeto a ningún partido, podría ingresar en alguno de ellos si así lo reclamaran su interés y su honor. Esta fue la opinión de los girondinos, opinión que estimamos aventurada. Pero ¿qué hacer? Danton, en esta cuestión, estaba de acuerdo con la Gironda. Robespierre, el 10 de marzo, y Marat el 12, confesaron que, cuanto viniera de Dumouriez, debía merecer confianza, “porque el general estaba ligado por interés de su honor a la salvación y al bien público”. Sólo un hombre le fue invariablemente contrario. Cambon, con admirable buen sentido, repetía frecuentemente que Dumouriez era un hombre funesto, un traidor nacido para perder Francia. La fe inmensa que los girondinos tenían en los progresos de la Revolución, les hizo despreciar estos augurios. Vieron marchar a la Revolución como invencible gigante a través de Europa. Creyeron que todos los ciudadanos, buenos o malos, fieles o no, arrastrados por la corriente revolucionaria, no tendrían otro camino que el de la bondad, el de la honradez, el del amor fraternal a la humanidad. Dumouriez, según ellos, no tendría otro remedio que seguir conducido por el torbellino, blandiendo la espada de la libertad. Brissot no era sólo un fanático de la Revolución, era un devoto de ella, y por lo mismo, creía en sus milagros; creyó con firme y acendrada fe que, con o sin medios humanos, la divinidad de la Revolución se pasearía vencedora por todo el mundo< Para él aparecían signos evidentes en el horizonte. Inglaterra comenzaba a hervir, se iniciaba la fermentación; la Torre de Londres se tambaleaba. Irlanda, como exhumada de su sepulcro, arrojaba su sudario de muerte. Se formaban batallones nacionales, con el doble emblema del arpa y el gorro de la igualdad. El joven Fitz-Gerald, que fue a París a fraternizar con los franceses, juró que a la primera senal se sublevaría Irlanda. Inglaterra, atacada en su retaguardia por Irlanda y al frente por Francia, no veía más que enemigos. Muchos historiadores aseguran que Pitt deseaba demostrar que nosotros éramos los culpables y engañó a Brissot para que los franceses fueran los primeros en declarar la guerra. Esto era desconocer la Francia de entonces y la Gironda. El anhelo nacional, el plan de los girondinos, era tomar la ofensiva en todas partes, lanzarse por todo el mundo representando la cruzada de la libertad. Este era un proyecto audaz, pero comprensible; en vez de esperar el ataque era lógico anticiparse, colocando al pueblo en el camino de la reivindicación de sus derechos. Luis XIV tomó la ofensiva en la sucesión de España; no esperó a Europa, se fue hacia ella. ¡Francia hubiera retardado su marcha cuando podía avanzar, por la fuerza de un sublime principio, bajo la bandera de la libertad del mundo! Brissot propuso la declaración de guerra y se acordó por unanimidad el 1 de febrero. Con esto terminó la equivoca situación de Francia, que ni tenía paz ni tenía guerra, y arrancó la patria del poder de los que, como Dumouriez, querían envolverla en una funesta trama. 1793).
Dumouriez se niega a marchar sobre el Rin (diciembre de 1792).—
Adula a los belgas.—No quiere solicitar su ayuda.—La Gironda no quiere forzar a los belgas.—Dumouriez cree engañar a Europa y es él quien se engaña.—La Gironda quiere sustituir a Dumouriez, colocando en su lugar a Miranda.—Vida de Miranda.—La Gironda no tiene otro remedio que mantener a Dumouriez.—Propósitos de la Gironda contra Austria, Italia y España.—El novelesco plan de Dumouriez.—Los austriacos fuerzan nuestras líneas (1 de marzo).— Fuga de patriotas de Lieja (4 de marzo).—Movimiento de Lyon (febrero-marzo).—Los realistas de Lyon se llaman girondinos.— Disgusto general contra los girondinos, a quienes se acusa de los peligros que sufre la patria.—Su respeto a la legalidad aumenta el peligro de la situación.—La Comuna enarbola la bandera negra (9 de marzo).
Sin duda alguna, quien ante la historia aparecerá con mayor
responsabilidad, es Dumouriez. Francia sufrió un amargo pesar al confiar a un hombre de la policía la cruzada de la libertad98. En tres meses hizo dos cosas distintas: dejó que en sus manos desapareciera el heroico ejército de Jemmapes e inutilizó nuestra conquista de Bélgica, porque cuando el enemigo se presentó ya estaba perdida para nosotros. Sufrió entonces Francia un nuevo golpe, la Vendée, del que pudo escapar practicando el Terror contra ella misma, operación espantosa que la salvó momentáneamente, la perdió para el porvenir y al mismo tiempo la libertad del mundo se aplazó medio siglo. Bélgica no debía significar más que un paso para Dumouriez. El ejército llegó jadeante, conmovido ante su victoria, joven, lleno de esperanzas, creyendo que debía marchar hacia el Rin. El general había dicho: “El día 20 de noviembre estaré en Lieja y el 30 en Colonia”. Pero no pasó de Aquisgrán y el 12 de diciembre estableció allí sus cuarteles de invierno. Custine, que había perdido Fráncfort, pero que continuaba en Maguncia, le escribía carta tras carta para lograr que se pusiera en movimiento. El consejo ejecutivo (en el que dominaban entonces los girondinos) le envió órdenes terminantes y para animarle puso al ejército de Moselle (intermediario entre Dumouriez y Custine) a las órdenes de Beurnonville, amigo de Dumouriez. Nada se consiguió. Dumouriez declaró que presentaría su dimisión antes de avanzar un paso. “¿Qué podía hacer? —dice en sus memorias—. Se había permitido al enemigo que se estableciera en Luxemburgo, entre mi fuerza y Custine. ¡Lo hubiera podido dejar detrás de mí, pero seguramente habría comprometido a mi ejército!<”. Sí, pero si no avanzabais comprometíais a Bélgica, como lo demostraron los acontecimientos. Si no secundabais a Custine, comprometíais a nuestros amigos del Rin, que se habían comprometido y perdido por nosotros. Habéis dicho que fuisteis cobarde y esto tampoco lo creo. “¿Qué habría hecho —añade— sin víveres ni forraje? Mis caballos morían de hambre. Nada se me enviaba desde Francia”. En otro pasaje de sus memorias leo que, cuando menos, le enviaban su paga. No puedo decir nada más. Pero aquí se encontraba precisamente el fondo de la cuestión. A Dumouriez se le sorprendió en flagrante delito< Dumouriez debía empuñar Bélgica como si fuera un arma para libertar a Alemania. Bélgica debía ser para él un instrumento de guerra que debía suministrarle todos sus recursos. Debía empujar por delante de él, como si de la vanguardia se tratase, a la valiente y patriota población de Lieja, que no exigía nada más. En Bravante y Flandes debía organizar la Revolución, de forma que los bienes de los curas, de los nobles emigrados, sirviendo de hipoteca al asignado, alimentasen al ejército. “¿Y qué derecho tenía a disponer de los bienes de Bélgica?”. El derecho de la sangre derramada en Jemmapes, el derecho de la emancipación del Escaut, ajustada al precio espantoso de la guerra contra Inglaterra. Esta causa fue precisamente la que provocó los odios de Gran Bretaña hacia nosotros y esta es la razón que invocó siempre Pitt contra Francia. No pudo ver sin terror la resurrección de Amberes, la bandera de la libertad y de la Revolución frente a Londres. No; cuando Francia emprendió contra Bélgica y contra el mundo la guerra que desde 1795 hasta 1815 le costó diez millones de hijos, los belgas no podían escatimar un puñado de monedas. Era necesario elevar el espíritu, despedirse de Francia, cerrar los ojos y lanzarse a esta carrera de sacrificios, de heroísmo, de abnegación, cuyo inapreciable fin era la conquista de la libertad humana. Era esto muy bello para sentir tantos escrúpulos. Así lo comprendió y lo demostró Lieja cuando de diez mil electores, todos, excepto cuarenta, solicitaron la anexión a Francia. Y en la región liejense, de veinte mil votantes, sólo noventa y dos estuvieron en contra de la anexión. El alma de Bélgica, su verdadero genio, fue Danton, quien dos veces, el 22 de enero y el 1 de febrero, pidió a la Convención la unión de las dos naciones. Y no expresaba Danton solamente el sentimiento de Lieja y de la Bélgica francesa, sino el pensamiento de toda la costa marítima, de Ostende y de los puertos. Si hubiese hablado el Escaut, se habría expresado como Danton. Dumouriez puso obstáculos a todo. Desde su llegada a Bruselas, cuando pudo exigir a Bélgica el precio de la sangre derramada por ellos, los aduló, los lisonjeó, aconsejándoles que se gobernaran ellos mismos, es decir, que escogieran entre la Revolución y la tiranía. Él mantuvo a Bélgica en completa desorganización, impidiendo que tomara una actitud decidida, sosteniendo no sé qué equilibrio entre los aristócratas y los patriotas, entre los amigos y los enemigos. Los patriotas, muy numerosos en el este, oeste, Lieja y el litoral, andaban escasos en el centro y además muy débiles. Era necesario fortificarlos enviándoles nuestros guardias nacionales reclutados en los departamentos del norte, una emigración compuesta de ardientes republicanos. Dumouriez los rechazó. ¿Cómo veían esto los girondinos? Girondinos eran entonces los que gobernaban los comités de la Convención. Se mostraron muy escrupulosos y especialmente incapaces. “¿Qué hacer — decíansi los belgas no quieren venir con nosotros? Obedecer la soberanía del pueblo; son soberanos como nosotros, no podemos forzarlos< ¿Qué podemos hacer ante esto?”. ¿Qué hacer? Aparentemente era necesario deshacer lo que se había hecho en Jemmapes. Francia gastó sus hijos y sus millones en vano. El veto de un millón de flamencos detuvo la revolución del mundo; el grito disonante de los belgas, que no se oían entre sí, prevaleció sobre la voz unánime de treinta pueblos que llamaban a Francia. El decreto del 15 de diciembre, esa poderosa máquina, se puso en movimiento precisamente cuando Dumouriez reveló sus funestos propósitos. Se proclamó la cruzada revolucionaria, el llamamiento universal, y Dumouriez entró en sus cuarteles de invierno (12 de diciembre). Este hombre creyó que iba a engañar al mundo. Escribía sin cesar memorias y más memorias engañosas, innobles< Su vanidad de diplomático ahogó completamente su prudencia política. Creyó que había adormecido a Prusia con sus memorias dirigidas al rey en Brunswick. Después de Jemmapes, cuando iba a entrar triunfalmente en Bruselas, ¿qué hizo? Escribió, bajo mano, al austriaco Metternich, diciéndole que la conquista de los Países Bajos, restituyéndolos a Austria, podía ser la base de una sólida amistad. Más tarde, en el momento de invadir Holanda, por medios indirectos, comenzó a negociar con los ingleses. Todos hicieron como que le creían y se prepararon. No tardó en ser sorprendido y expulsado vergonzosamente de Bélgica. Nada honra más a la Revolución, al candor, a la sinceridad de los partidos revolucionarios, que el injurioso cuadro que presenta Dumouriez. Lo hemos visto en París negociando con todos y siendo mal acogido en todas partes. No pudo engañar a nadie porque todos eran gentes nobles, enemigos de la deslealtad. No había más que un lenguaje común: el de la honradez. Nada consiguió sobre Cambon, nada obtuvo de los jacobinos. Estos, en todas partes, querían un gobierno revolucionario: Dumouriez no era su hombre. Los girondinos querían que la propaganda fuese revolucionaria, la cruzada universal. Dumouriez tampoco era su hombre99. Les hacía falta un general más entusiasta, de más fuego en la sangre, que calculara con menos prudencia los medios materiales, pero convencido, creyendo en las victorias de la fe, un noble Don Quijote de la Revolución. Finalmente se logró encontrarlo. Era el amigo de Pétion, de Brissot, un teniente de Dumouriez, ex voluntario de Washington: Miranda de Caracas. Que se nos permita decir algunas palabras para contribuir a gloria del infortunado Miranda, a la gloria del carácter español, dignamente representado en él en su vida y en su muerte. Este hombre austero, heroico, noble y rico de origen, sacrificó en su juventud su reposo y su fortuna por un ideal, por la libertad de la América española. No hay ejemplo de un hombre como este, que haya dedicado con más fe, con más ardor toda su vida a una idea, sin sentir quebrantos, sin debilidad, alejado del egoísmo personal, de la granjería. Desde su infancia llevó dentro de sí a España, a los más grandes maestros y adquirió hermosos libros, a pesar de la Inquisición. Después marchó a estudiar por toda Europa, a los Estados Unidos, sobre todos los campos de batalla. Le hacía falta un ejército y lo pidió, primero a Inglaterra. Sonó el 89 y se entregó a Francia. Vamos a ver la suerte que le fue reservada100. Dumouriez, que lo había calumniado indignamente, tuvo que confesar los méritos singulares del general español. No había nadie más valeroso, nadie más instruido. Tenía la brillante iniciativa de nuestros generales, el más alto grado de la firmeza castellana y otra cualidad fundada sobre esta, la fuerza y la profundidad de su fe revolucionaria. Cuando el ejército de Dumouriez, presa del pánico en las famosas termópilas de Argonne, de las que Miranda decía ser el Leónidas, corrió a la desbandada en alas del miedo, Miranda estuvo en la retaguardia, hizo gala de una admirable sangre fría e hizo frente al enemigo. Esta frialdad, este heroísmo, es algo opuesto al carácter francés. Miranda, con su morena tez española, altivo y sombrío, tenía el aspecto de un hombre destinado al martirio más que a la gloria. Había nacido infortunado. A finales de 1792 Brissot y Pétion querían que Miranda sustituyera a Dumouriez, que el español reemplazara al gascón. Para esto, lo hemos dicho ya, existían mil dificultades. Miranda era extranjero y apenas conocido en Francia. No había hecho en nuestro país nada que fuera sorprendente, llamativo. Sustituir a Dumouriez como general en jefe habría sido escandalizar al mundo, dar mucho juego a la Montaña. Ni un solo teniente de Dumouriez le habría obedecido. Los girondinos estaban en mayoría aún en casi todos los comités, en el ministerio. La principal responsabilidad de lo que ocurría en el exterior pesaba sobre ellos. Por sospechoso que fuera Dumouriez por sus relaciones con los aristócratas de Bélgica y por sus relaciones con los jacobinos y los terroristas de París, no había otro remedio que sufrirlo. ¿Qué digo? Apoyarlo en público, recabar respetos para el hombre que llevaba la espada de Francia pronta a desnudarse. En las reuniones que celebraron con Miranda se encontraron en completo desacuerdo con sus ideas. Él quería tomar la defensiva sobre el Rin, la ofensiva en Holanda. Ellos todo lo contrario. Él aseguraba que, antes de llamar la atención de las naciones, le sobraba tiempo para escamotear a Holanda. Creyeron ellos con razón que, antes de que él pudiera realizar esto, sería advertido por Prusia y Austria, batiéndole sobre el Meuse. Tampoco se mostraron conformes con la invasión de Holanda en tres meses, porque no podía hacerse más que dividiendo la fuerza y descubriendo el Meuse y Lieja, esto es, perdiendo lo que se había ganado, como así ocurrió. Durante mucho tiempo Brissot amenazó a Inglaterra. Conocía Brissot perfectamente la historia de este país y sabía que se había engañado a sí mismo con su falsa revolución101. Este pueblo habría muerto si su aristocracia no le hubiera abierto todos los puertos del mundo, facilitándole el paso de todos los mares. Brissot creía, lógica y razonablemente, que los ingleses imitarían la Revolución de Francia. Brissot razonó perfectamente y se equivocó. Otra de las razones que exponía Brissot, es la siguiente: “Los pueblos que han tenido ya la fortuna de llevar a cabo la revolución religiosa, no pueden ser enemigos de la revolución política; los ingleses, holandeses y alemanes son nuestros amigos naturales, como pueblos protestantes. Es contra los católicos, contra el fanatismo del Mediodía, de Austria, de Italia, de España y las colonias españolas donde debemos llevar nuestras armas”. Nada podía ser más lógico en teoría. Y prácticamente no había nada más falso102. Brissot y los girondinos hubieran querido dar tres golpes al mismo tiempo: en el Rin, en Italia y en España. Existía ya el ejército de Italia, quizás más numeroso que el de Bonaparte en 1796, pero desgraciadamente menos aguerrido. Kellermann, que lo comandaba, confiaba mucho, sin embargo. Cuando salió de la Convención dijo: “Me marcho a Roma”. En cuanto al Rin, la actitud de Dumouriez negándose a cooperar con Custine obligaba a aplazar las operaciones; “desobedeció la orden de invadir Holanda, entreteniéndose para esquivar la guerra y apoyar al desorganizado ejército que dejó en Lieja y Aquisgrán. Vio a los prusianos que partieron el 30 de enero y entraron en Clèves. Vio a los austriacos, fuertes sobre el Rin y el bajo Rin, fuertes en Luxemburgo, llamando a un cuarto cuerpo de ejército en auxilio de Holanda. Un pequeño río, el Roër, los separaba de los franceses. Estos, dispersados, divididos, no tenían ninguna plaza a sus espaldas. Su primer golpe era caer sobre Lieja. En ausencia de Valence (el hombre que Dumouriez envió a París), dejó el mando de una columna a Miranda, sin indicar siquiera dónde se reunirían los cuerpos en caso de ataque; él mismo confiesa su falta de previsión. No le dio más instrucciones sino que tomara Maestricht, que según él, debía rendirse al disparar la tercera bomba. Miranda disparó cinco mil. Puede creerse, sin hacer una conjetura aventurada, que Dumouriez conocía la parcialidad de los jacobinos en favor del general español, y por lo mismo quiso que, si alguna derrota se había de sufrir, fuese Miranda quien la sufriera, pretendiendo humillarlo. El 1 de marzo, mientras Dumouriez se ocupaba en la invasión de Holanda, los austriacos desbordaron nuestras líneas, con los húsares húngaros a la vanguardia mandados por el joven príncipe Carlos, que tomaba entonces sus primeras armas. El primer golpe les obligó a retirarse de nuevo sobre Liej a. Todo el mundo lo había previsto, excepto el general, que se fiaba de sus negociaciones subrepticias, solapadas, de las bellas palabras con las que, a todas luces, le había entretenido el enemigo. Esta precipitada fuga era muy cruel. Descubrió a un pueblo que se había comprometido por nosotros. La valiente población de Lieja, que desde hacía dos meses pedía armas, esta heroica ciudad por la que Dumouriez nada hizo, quedó abandonada y también nuestros mejores amigos, a merced de la venganza de Austria. Los patriotas liejenses no tendrían otro remedio que huir. ¿Pero cómo? Nada había preparado. Ni dinero ni carruajes; mujeres y niños lloraban y ni se les podía dejar ni tampoco llevar. El tiempo era espantoso. Hacía mucho más frío que en invierno. La nieve caía a grandes copos. Sobrevino la noche (la del 4 de marzo). Se sabe que el ejército francés evacuaba sus posiciones continuamente y que retrocedía hacia Saint-Trond. Ya no había un momento que perder. En plena noche, sobre la nieve, hombres, mujeres, niños, como formando fúnebre procesión, tomaron la carretera de Bruselas, miserable colonia, sin otros recursos para el porvenir que la limosna de Francia. Toda esta historia de Lieja es muy difícil de contar para un francés. Yo, que la he seguido desde el siglo XV, que desde Luis XI he dicho todo lo que ha sufrido este pueblo por Francia, siento como amargos remordimientos. Sí, me siento, como francés y representante de mis padres, dolorosamente responsable y estrictamente solidario con las desgracias de esta pobre ciudad, tantas veces inmolada por nosotros. Pereció dos veces, tres veces, por haber creído en la palabra de nuestros reyes, que la colocaban en la vanguardia, como si fuera un escudo, sobre el corazón de Francia cuando estaba en peligro. Después, herida, desgarrada, sangrante, la abandonaban allí para que muriera. Los liejenses no pudieron alabar la República. Su general no tomó precauciones ni para apoyarlos ni para protegerlos y ¿por qué? Porque eran demasiado franceses. Esta desgracia, esta vergüenza, este primer contratiempo de Francia, el abandono de nuestros amigos, todas estas fatales noticias, se conocieron aquí del 5 al 10 de marzo. París, justo es confesarlo, no era en aquel entonces un organismo inanimado. El golpe le produjo una violenta sacudida. Sintió vergüenza, enrojeció de ira y de indignación patriótica. Ninguna manifestación nacional fue tan imponente como la que se efectuó el domingo 10 de marzo de 1793, en la que los girondinos creyeron ver algo así como una gran conspiración. Sobre la conciencia de Francia habría caído una mancha de ignominia si su sangre no hubiera sentido la vergüenza y el dolor de un momento semejante. Lo artificial que se mezcló con este movimiento natural, lo diremos enseguida. Explicaremos también cómo los partidos, por sus extrañas rivalidades, aprovecharon en favor de su causa este movimiento, y analizado todo se sacará en consecuencia que el movimiento era el anhelo firme del corazón de Francia. Durante ocho o diez días cayó sobre París una granizada de noticias pesimistas, alarmantes. Comenzaron por Lyon. Se decía que había estallado un movimiento. Siempre esta populosa ciudad se había mostrado contrarrevolucionaria. En sus elevadas casas de diez pisos, negras y misteriosas, se escondían los agentes de la emigración. Allí, aprovechándose de las relaciones del comercio, dirigían comunicaciones a París, a los Alpes, a los rebeldes de Jalès, a Bretaña, a la Vendée. El golpe del 21 de enero no sirvió más que para infundirles fuerzas. Todo un pueblo de curas refractarios, de nobles disfrazados, de exaltados religiosos, fue a sumirse a Lyon, trabajando y explotando su fanatismo. El gran Lyon, comercial e industrial, que trabajaba poco y vendía menos, estaba en relación con la aristocracia. Los comerciantes habían sido y se creían aún girondinos, pero eran ya realistas. El partido republicano, que disminuía diariamente, vivía en la impotencia. Tenía de su parte las leyes y no podía hacer nada. Dos ex curas discípulos de Marat, Laussel y Chalier, se agitaban en vano; gritaban, invocaban hasta la muerte, hablaban de la guillotina; haciendo esto servían a sus enemigos. Monarquizaban la ciudad más que todos los nobles y todos los curas. Las cosas llegaron hasta el extremo de que los batallones federales que se llamaban de los Hijos de familia, insultaron a los municipales girondinos, les arrancaron sus bandas de colores nacionales, colgaron del árbol de la libertad las estatuas de la Libertad y de Jean-Jacques, que adornaban la plaza de Bellecourt, y destrozaron cuanto había en los clubs. ¿En provecho de quién iría esta revuelta? No se sabía. Estaba enmascarada con un traje de girondismo. Los emigrados de Turín habían atravesado la frontera. ¿No habrían encontrado abiertas las puertas de Lyon? La Convención no podía enviar fuerzas porque carecía de ellas. Imitó un procedimiento antiquísimo que ya empleó Esparta: envió al hombre más honrado, más íntegro, al carnicero Legendre. Este hombre tan sumamente bueno bajo su aspecto furioso, que tenía la República en el corazón, se mostró moderado, imparcial y heroico en muchas ocasiones. Hablaba siempre como si tuviera cien mil hombres detrás de él. Dio tajos y mandobles a derecha e izquierda, metió en la cárcel al candidato girondino a la alcaldía que apoyaban los realistas y condujo a la cárcel también al Marat lionés, Laussel, hasta que explicó unas cuentas dudosas. Los pretendidos girondinos creían poder aterrarle con una petición facciosa; les rompió su papel y les dijo: “Volved a hacerme otra vez lo mismo< Me enviarán muerto a los departamentos, cortado en ochenta y cuatro trozos< Francia se enterará de vuestra infamia”. Una extraña fatalidad sorprendió a la Gironda: estos realistas de Lyon, que con las armas en la mano cerraban los clubs revolucionarios, insultaban a los magistrados, amenazaban al enviado de la Convención y se proclamaban girondinos. Dumouriez sufría los primeros reveses y la prensa girondina lo defendía. Los girondinos que se sostenían aún enposición gubernamental no podían abandonar al general único, a quien no podían reemplazar. Los montañeses, que no tenían semejante responsabilidad, expresaban su desconfianza hacia Dumouriez y decían en voz alta que habían previsto la gran traición del general girondino. Todo acusaba, pues, a la Gironda. El conflicto estalló el día 5. Se exigió que se hicieran públicas las noticias de Bélgica. Se pidió que los federados de Brest que quedaban en París fueran enviados al ejército de operaciones. La Gironda se dividió. Era vergonzoso, ante el gran peligro que corría la patria, el hecho de tener hombres armados en París para la seguridad personal de ellos, cuando tan útiles podían ser en la frontera. Una parte de girondinos, con el joven Fonfrède a la cabeza, se confió a la lealtad de los parisienses. Viniera lo que viniera, aceptaron el alejamiento de los federados. La Gironda quedó desarmada. ¿Cómo la defendería la Convención cuando el motín sobreviniera? La cuestión suprema de la libertad del único poder que existía en Francia se encontraba empeñada aquí. La observación de la situación resultaba espantosa en París, en Lyon, en Lieja, en toda Bélgica, donde nuestra armada, impulsada por el enemigo, podía ser degollada por los campesinos. A pesar de saber todo esto no éramos conscientes más que de la mitad del peligro. El día 3 se descorrió el velo que cubría la trama tenebrosa fraguada en Bretaña. La Vendée estalló el día 10. En París todavía se ignoraban estos peligros. Evidentemente se hundía Francia y lo más terrible era que la Convención dejaría que se hundiese. Bajo la influencia de Sieyès, Barère y otros eunucos, había adoptado malos hábitos, esto es, que si votaba las medidas que le pedía la Montaña, confiaba su cumplimiento a quienes no las querían ejecutar, quiero decir a los girondinos. Las votaciones eran enérgicas, los resultados nulos. La Asamblea, excepto de lengua, estaba paralítica. La Montaña gritaba, la Gironda pleiteaba, Barère peroraba y Robespierre rezaba. Nadie hacía nada. Francia tenía un terrible enemigo que le llevaba a la muerte: era la ley. La ley se había inspirado hasta entonces en el odio y la desconfianza hacia el poder ejecutivo, que había sido como un rey. Así es que cada vez que se pretendía hacer algo, dar un paso, tropezábamos inevitablemente, nos topábamos con una piedra. Esta piedra era la ley. Y junto a la frontera, para impedir que se atravesara, encontrábamos la resistencia elocuente, sincera y tanto más obstinada, de los entusiastas amigos de la ley, los abogados girondinos. “¡Perezcamos legalmentel”. Todo este auxilio era el que prestaban a Francia. Las leyes de 1791, apenas modificadas en 1792, hechas para otros tiempos, mejor diría, para otros siglos, ¿merecían de verdad este sacrificio y este fanatismo? Lo dudo. La Gironda era el verdadero obstáculo de la situación. Se convirtió en obstáculo cuando una hora, un minuto de retraso podía echarlo todo a perder y la prensa girondina negó el peligro, sostuvo que exagerábamos nuestros contratiempos y puso trabas al saludable arranque del pueblo. Éste fue el deplorable estado en el que Danton se encontró París y la Convención al regresar de Bélgica. El día 8, Danton y Lacroix, comisarios de Bélgica, penetraron en la Asamblea. Lacroix, como militar, hizo primero uso de la palabra y acusó al ministro Beurnonville de los errores cometidos y de ocultar las cosas. El lo había observado todo. ¿Deseaba la Asamblea que se publicaran los detalles? Sí. Entonces Lacroix contó la tenebrosa historia. Era necesario que todos, voluntarios y soldados, se unieran al ejército de Bélgica en el más breve tiempo a razón de siete leguas por día. Esto se decretó unánimemente. Danton añadió que la ley de reclutamiento era muy lenta. Era preciso que París hiciera un supremo esfuerzo. Dumouriez no era culpable< Se le prometieron treinta mil hombres de refuerzos y no recibió nada. Era preciso que los comisarios recorrieran las cuarenta y ocho secciones llamando a las armas a todos los ciudadanos. —Es necesario —dice el jacobino Duhem— que los periodistas no engañen a la opinión pública. —¡Cómo! —grita Fonfrède—. ¡Queréis restablecer la censura de la Inquisición! —No —responde el montañés fanático pero honrado Jean- Bon-SaintAndré—. La Convención sólo cerrará sus puertas a los libelistas que la denigran. Por la noche se repite la escena en la Comuna. Se publica una proclama dirigida al pueblo de París. Si se tarda un momento más en tomar medidas todo se ha perdido. Bélgica ha sido invadida por completo. Valenciennes es la única ciudad que pudo detener algo la invasión. Es sobre todo a los parisienses a quienes se llama. Que se armen, que defiendan a sus mujeres y a sus hijos. Enarbolaremos en la ciudad la gran bandera que avisa de que la patria está en peligro y sobre las torres de Notre Dame flotará la bandera negra. 10 1793.—
Movimiento nacional de París, 9 y 10 de marzo.—¿Qué pretendían
los agitadores revolucionarios?—Querían neutralizar la Gironda, no asfixiarla (9 y 10 de marzo).—Violentos designios del comité del Obispado, de Varlet, Fournier, etc. (9 de marzo).—Equivocación de la prensa girondina al ocultar los peligros de la situacion.—Triple peligro de Francia, conocidos el día 9 de marzo por la mañana.—Las imprentas de los girondinos son destruidas (noche del 9 de marzo).— Se pretende arrastrar al movimiento a la Comuna y a las secciones (10 de marzo).—La Convención el 10 de marzo.—Danton, sus discursos, anhelos generosos, amenazas.—Organización del tribunal revolucionario pedido por Cambacéres, propuesto por Robert Lindet.— Resistencia de Cambon y de los girondinos.—Insistencia de Danton.—La Gironda amenazada se ausenta de la Convención.—La Comuna no apoya proyectos funestos.—El tribunal revolucionario queda constituido durante la sesión de la noche.
Precisamente había de iniciarse un movimiento el día 9 para
salvar o perder Francia, para la vida o la muerte. ¿Supondría este movimiento un gran impulso militar? No osábamos ni siquiera esperarlo. París parecía amortiguado. Las asambleas de las secciones permanecían desiertas. Los clubs se despoblaban. Nadie se inscribía. Este extremo lo hemos leído en la prensa de la época, que lo deploraba. ¿Qué se hizo del impulso del París de 1792? ¿Había existido París? Durante el invierno, la carencia de trabajo, la ausencia absoluta de comercio, el frío, el hambre, todas las miserias, minaron y enervaron la capital infortunada. ¡Hecho grave! Septiembre hirió su alma. Las alternativas del proceso del rey, el malestar y las quejas que se oían por todos lados, los amargos sollozos de las mujeres, habían quebrantado la moral de la nación. El día 9, cuando se vio desde todas partes la bandera negra sobre Notre Dame, cuando en el edificio de la Comuna se desplegó el estandarte histórico de los Peligros de la Patria, estandarte de los voluntarios de Valmy y Jemmapes, París volvió en sí. Aún salió de su enflaquecido pecho un suspiro y una lágrima de sus ojos hundidos. Los que apenas si habían comido quedaron ahítos; los que no bebieron se sintieron como borrachos. El amor patrio satisfizo la ansiedad de todos. La actitud en que se colocó el barrio de Saint-Antoine fue ejemplar, admirable. Los vecinos no bajaron a París, no lanzaron gritos inútiles. Lejos de participar en las revueltas y motines, el día 11 de marzo ofreció una guardia a la Convención. Esta se ocupó sólo de las necesidades, de los peligros públicos; tenía su corazón en la frontera. Su primer pensamiento fue armar a todos precipitadamente. Recibir los nombres que se ofrecían en masa, equipar a los voluntarios lo mejor que se pudiera, los desórdenes domésticos que causa una brusca partida, el adiós de despedida, los apretones de manos, las lágrimas de las madres: de todo esto se compuso el movimiento de París. En los mercados ocurrieron los hechos de otro modo. Entre los que debían partir al día siguiente se acordó cenar la noche del domingo (10 de marzo) con la familia. ¡Sombría partida la de 1793! ¿Cuándo regresarían? Nunca. Iban a comenzar esta especie de carrera de judío errante, a través de toda la tierra, sin encontrar reposo hasta llegar al blanco lecho de las nieves de Rusia. Muy pocos llegaron hasta 1815 y estos regresaron a Francia mutilados, encorvados, convertidos en ruinas, para trabajar de nuevo con el único brazo que les quedaba. Bajo las columnas de los mercados se reunieron miles de voluntarios para darse el adiós de despedida. Cada uno acudió con sus Viandas, al menos el que las tenía. Quien no, comía de los demás. Quien tenía dinero convidaba a beber. “El enemigo está en Francia —se decían todos—; se le ve ya en Valenciennes y va a caer enseguida sobre París<”. Pero lo que causó una sensación profunda, lo que enardeció hasta lo increíble a las gentes, fue la suerte de Lieja, que se había perdido por culpa de los franceses. Se creía que la villa había sido saqueada y destruida completamente; se llegó a decir que los austriacos degollaban a los médicos que curaban heridos franceses. ¡Qué hondo sentimiento causó el infortunio de los liejenses! Estos fueron recibidos con efusión, con entusiasmo, derramando lágrimas de amor y lanzando rugidos de ira contra el austriaco. El Ayuntamiento fue su primer alojamiento. Aquí instalaron sus archivos. El transporte a través de París fue de una solemnidad conmovedora. Era la misma Lieja que venía a tomar asiento en el hogar de la gran ciudad; para recibir a Lieja se fundó la fiesta de la Fraternidad. El entusiasmo que reinó durante el banquete del 10 de marzo fue indescriptible y no un sentimiento pasajero que se desvanece con los vapores del vino, sino amor inmenso, amor acendrado a la libertad y a la patria fue lo que se puso de manifiesto. Una sola sección, el Mercado del Trigo, de los menos miserables, porque su comercio es fijo y quizás el más activo y el que más brazos necesita, dio el domingo mil voluntarios a la guerra, quienes por la noche desfilaron ante los Jacobinos. Estos hombres fuertes, cuyas palabras son actos, realizaron inmediatamente su sacrificio, lo que su corazón les dictaba por la salvación de Francia, por la venganza de Lieja, por la causa de las libertades del mundo. Desde entonces ellos mismos se llamaron los Fuertes por la Patria y partieron dejando a su familia, abandonando su oficio, sus salarios, para sufrir, combatir, en un ejército sin pan. Éste es el movimiento popular del 9 y 10 de marzo de 1793, tan parecido a los más bellos de 1792. La única diferencia es que en este hubo menos impulso que buscado heroísmo y menos juventud y esperanza. ¿Cuál era ahora el propósito de los agitadores revolucionarios? ¿Cómo pretendieron aprovecharse de este movimiento para arrancar a la Convención enérgicas medidas? Es necesario examinar esto. Tanto el pensamiento de la Montaña como el de la Comuna eran idénticos a este respecto: Francia se perdía si la Convención no abandonaba su tímido sistema de la legalidad, si no concentraba todos los poderes en sus manos, incluso el poder judicial, que ejercería un tribunal bajo sus órdenes inmediatas en París, en el corazón mismo de la Revolución. Los propios girondinos habían expresado esta opinión. Confesaron que en medio de la conspiración realista inmensa en que se había envuelto a París, era necesario un tribunal especial, de una acción rápida, eficaz, un Tribunal revolucionario. Los tribunales ordinarios no ejercían acción alguna; eran como la irrisión de los enemigos del orden público; cuando absolvieron a un conocido contrarrevolucionario, Lacoste, ministro de marina con Luis XVI, Buzot deploró este sobreseimiento, manifestando que los tribunales, con su debilidad y su impotencia, anulaban la Revolución. Por otra parte, los girondinos pidieron un tribunal especial, pero no nombrado por la Convención, sino directamente por el pueblo. Temblaban ante el formidable poder que esta Asamblea iba a concentrar en sus manos al tener a sus órdenes a un tribunal semejante. Querian legislar, sí, pero no aplicar las leyes por un procedimiento como este. Empuñar el cuchillo de la justicia, pasar de legisladores a jueces, a puros instrumentos de la justicia política, este era su temor. Realizar esto significa para ellos abdicar de la Revolución, remontarse aún más allá de la monarquía, a los tiempos tiránicos de la antigüedad. Una vez en esta pendiente, decían, retrocederemos hasta las proscripciones de Octavio. ¡Noble y gloriosa resistencia! Por el honor de Francia era preciso defender con tanto tesón los principios< Sin embargo, se corría un inminente e inmenso peligro. Y ¿qué proponía la Gironda? Nada más que cosas alejadas y vagas. Los que han visto ahogarse a un hombre, los que saben todo lo que el instinto de conservación hace en esos momentos, los que saben con qué terrible fuerza, con qué vigor, con qué manos de hierro este hombre se agarra a todo lo que encuentra, arma de doble filo, esos hombres comprenderán el furor que los girondinos inspiran en este hundimiento de Francia. Algo execrable, brutal, acudía a la imaginación de algunos insensatos: “Si los girondinos son el obstáculo, degollemos a los girondinos”. Otros decían: “En el momento en que nosotros pedimos la unidad, cuando atacamos a la Gironda, que es enemiga, se declaró la guerra civil. Debemos, pues, comenzarla nosotros guillotinando a los girondinos”. Tan criminal locura, hemos de decirlo, no es imputable, durante el mes de marzo, a ninguno de los agitadores populares: ni a Danton, ni a Robespierre, ni a los jacobinos, ni a la Comuna, ni a Marat. Eran injustas las sospechas de la Gironda respecto a estos. Aquellos no querían que pereciera la Gironda; querían neutralizarla para que no fuese obstáculo para la concentración de poderes, para la creación de un tribunal revolucionario. Marat ha dicho que durante estos días de emoción hubo de contener a las sociedades patrióticas. “Con mi cuerpo —dijo— hubiera cubierto el de los representantes del pueblo”. No creo que Marat haya mentido al decir esto. El más simple sentido común indica que el asesinato de los girondinos habría perdido a la Montaña para siempre, pues le habría impedido tomar las riendas de la Revolución. Marat era indudablemente el mejor de los maratistas. El nombre odioso de hombre de Estado que él daba a los girondinos era el mismo con que le denominaban sus discípulos y sus imitadores. Su moderación, decían, sus arreglos políticos, los perdonaban imaginando que eran cosas de hombre de Estado. Los hombres de la Comuna, Chaumette y Hébert, no imaginaban que iba a derramarse sangre. Estos eludieron toda responsabilidad cuando se trató de llevar a cabo alguna ejecución. En París existía una Asamblea irregular de delegados de las secciones que se reunían con frecuencia en el Obispado103. Hemos observado que desde 1792, desde la apertura de la Convención, había tomado las más terribles iniciativas. Hemos visto también que en los Jacobinos, Couthon (como si dijéramos Robespierre) trató de neutralizar esta fuerza terrible empleando la gran autoridad del jacobinismo. Durante algún tiempo, con diversos pretextos (especialmente el de las subsistencias), se celebraron nuevas reuniones en el Obispado. Aquello era como una insurrección. Los jefes permanecían en la oscuridad. Nadie sabía quiénes eran. Eran gente desconocida o poco menos. En octubre uno de los jefes era el español Guzmán. En marzo de 1793 no se ve agitarse a ningún jefe propiamente dicho. Los más exaltados se reúnen todas las noches, después de cerrados los clubs y las secciones, con algunos individuos de la Comuna (Tallien, por ejemplo), algunos jacobinos (Collot d'Herbois) y algunos cordeleros. El punto de reunión de estos era el café Corazza, situado en el Palais Royal. Estos cordeleros y jacobinos gritaban desaforadamente, como predicadores de sangre y estaban lejos de ser hombres de acción. Los del Obispado, al menos tres o cuatro, eran más impacientes, más decididos. El joven Varlet decía que los laureles que alcanzó en septiembre le robaban la tranquilidad y apenas si le dejaban dormir. Fournier, el auvernés, hombre duro y rudo por temperamento, se inclinaba al derramamiento de sangre. Se unen a estos otros individuos menos perversos, pero tan exaltados como el polaco Lazouski, que tanto brilló el 10 de agosto: este deseaba que cada día fuera 10 de agosto. Lazouski, alto, de espesos y rizados cabellos negros, era el héroe, el ídolo del arrabal de Saint- Marceau, y a mantenerse en este lugar se encaminaban sus esfuerzos. Esta trinidad de héroes resolvió trabajar por su cuenta, sin hacer caso de las debilidades de Marat ni de las amenazas de la Comuna. Creyeron que si el sábado lograban preparar el ánimo del pueblo para un acontecimiento, el domingo habría grandes reuniones en las que podrían electrizar a las masas, arrastrar una sección populosa, la de los Cordeleros, que obligase a la Comuna a aceptar el poder. Caerían los girondinos, o se les exterminaría< La patria se habría salvado. Imaginaban que ni Robespierre ni Danton pondrían a este plan obstáculo alguno. El día 8 por la noche Robespierre fue a la sección Bonne—Nouvelle, donde pronunció un discurso violento contra la Gironda; mientras hablaba, uno de los suyos dijo que era necesario exterminar no sólo a la Gironda, sino a los que firmaron las famosas peticiones: “a los ocho mil y a los veinte mil”. El sábado 9 por la mañana todo el mundo decía: “Va a ocurrir algo”. Había hombres resueltos a todo, pero se estaba muy lejos de adivinar la insignificancia de su número. Muchos con buena intención y otros por asustarlas, habían dicho a las mujeres que ordinariamente concurrían a la Convención: “No vayáis hoy”. Aquella mañana, pues, hacia las nueve, cuando iba a abrirse la sesión, Fonfrède, girondino que se entendía con la Montaña, fue a conferenciar con Danton, a quien interrogó acerca de los rumores que circulaban: “¡Bah, dijo Danton con serenidad, no es nada; quizás se contenten las masas sólo con destrozar las imprentas de algunos periódicos”. Danton conocía detalladamente el plan de aquellos furiosos. Estos, en pequeño número, no tenían otra posibilidad de arrastrar al pueblo que la de explotar su legítima indignación contra la prensa girondina. Ésta se obstinó en decir incluso los días 8 y 9 que era imposible que el enemigo se aventurara a penetrar en Bélgica y que Lieja podría ser evacuada, pero no había sido tomada, ¡cuando los comisarios de la Convención llegaban para atestiguar el desastre! Y los mismos liejenses llegaban desgarrando el cielo con sus gritos, invocando la venganza de Dios, la palabra de Francia. Intranquilo Fonfrède por la indiferencia con que le contestó Danton, insistió en su interrogatorio: “¿Entonces, hay un complot<?”. “Sí, sí, dijo Danton, hay un gran complot realista<”. Los girondinos, al hablar de un complot, limitaban su existencia a París. Danton hablaba siempre de lo que ocurría en Francia. Realmente, en toda la nación existía un gran, un inmenso complot realista. La coincidencia de las fechas demuestra que los distintos movimientos que estallaron en Francia, en diversas regiones alejadas, no fueron azares de la insurrección popular. En Lyon, Bretaña, la Vendée, estalló la insurrección al mismo tiempo. En Borgoña, Auvernia y Calvados, hubo también movimientos de alguna significación. Lo ocurrido en Lyon, aconteció en otras poblaciones, aunque con distintos caracteres. La llave de todos estos enigmas se encuentra en el campo de los austriacos, en el ataque de nuestras líneas, en la invasión del enemigo. Los movimientos interiores se iniciaron cuando los austriacos entraron en Lieja, simultáneamente. Los golpes mortales que se descargan contra Francia, lejos de anonadarla, le producían el vértigo de la ira. La jovialidad de Danton el día 10 por la mañana y su trágica sonrisa al contestar a Fonfrède, indican que el peligro es inminente y terrible. Así era él en las situaciones extremas y casi desesperadas. Así había reaccionado el 10 de agosto y también en el momento de la invasión prusiana. El lO de marzo de 1793 el peligro era aún mayor. Veamos lo que sabía Danton el día 9 por la mañana. Sabía que Lyon, como no podía elegir aún un alcalde realista, eligió a un girondino; que los batallones de los Hijos de familia se habían apoderado del arsenal, de la pólvora y de los cañones; que el valeroso Legendre, enviado por la Convención, sin otras fuerzas que la Comuna revolucionaria, tuvo que autorizar la prisión de este alcalde la noche del 4. Esto era demasiada audacia. ¿Qué consecuencias sobrevendrían? Nada podía presumirse. Quizás el día 10 habría perecido Legendre, ondearía la bandera blanca sobre Fourvière y los sardos marcharían hacia Lyon. Conocía Danton el trágico acontecimiento que el 3 de marzo había hecho temblar a Bretaña e hizo que se decidiera a insurreccionarse. El agente de Danton, Latouche, llegado de Inglaterra, descubrió al de la Convención el hilo de la trama fatal en la que se había envuelto a casi toda Francia. Este agente, Morillon-Laligant, debía de recibir un cuerpo de siete mil hombres. Y de siete mil hombres no recibió ni uno. Morillon tuvo el valor de entrar, sin otro auxilio que algunos guardias nacionales, en las regiones en que se tramaba la sublevación. Logró encontrar enterrada una vasija de cristal que guardaba la lista de los nobles conjurados. Toda la plana mayor de la nobleza bretona estaba allí apuntada. La lista, abierta y publicada, arrojaba sobre la revuelta armada todo un mundo de nobles forzados a combatir o perecer. Los conjurados esperaban un nuevo jefe, el valiente Malseigne, la mejor espada de la emigración, y una flota que les traería a los emigrados de Jersey. La requisición, que debía comenzar el día 10, les proporcionaría ayudas aún más positivas, pero ya de antemano, el día 4 había hecho correr la sangre en Cholet, pueblo de la Vendée. Morillon solo y perdido entre una muchedumbre de campesinos furiosos, demostró extraordinario valor. Detuvo a veinticuatro individuos y antes del día 10 los encerró en Saint-Malo. Pero ¿quién sabía todo esto el 10 por la mañana en París? Lo más lógico era creer que Morillon en Bretaña y Legendre en Lyon, habían perecido, que la contrarrevolución había vencido en los dos extremos de Francia. La situación en Bélgica era terrible. No sólo era de temer la retirada del ejército, sino su destrucción. Habría ocurrido esto de no ser por la lentitud del general austriaco Cobourg, que no supo aprovecharse de sus tropas ligeras, los terribles húsares húngaros, ni de la indignación de los belgas, que en Brabante, sobre todo, si hubiesen sido apoyados por las avanzadas de Cobourg, habrían caído sobre los franceses. ¿Cómo cabía reaccionar ante semejantes peligros? Esperando el regreso de Dumouriez, que estaba en Holanda. ¿Pero qué esperar de Dumouriez? Nadie se fiaba de él, y por lo mismo, cuando se tuvo noticia del desastre, todo el mundo dijo que solo él era el verdadero responsable. Esta fue la opinión no solamente de los girondinos, sino de Danton, de Robespierre, de Marat. Francia, al borde del abismo, obligada a franquearlo, no tenía más que una tabla podrida que crujía bajo sus pies. Tal era el estado peligrosísimo de la situación, tal la tempestad de noticias espantosas que caía sobre Francia y que hervía en el cerebro de Danton. Ni tuvo miedo, ni se turbó y tomó su partido, en primer lugar. La Montaña veía los males, pero no sabía aplicar los remedios. La derecha, preocupada por el movimiento que se desarrollaba en París, creyó que se trataba de un motín, que había algo artificial; estuvo lejos de imaginar las causas a que obedecía. Estos hombres de tanto genio, ¿estaban sordos, ciegos?< Vivían en los comités y debían de conocer perfectamente las noticias; ¡Francia se arruinaba ante sus ojos y ellos sólo veían París! Había que acabar con esta parálisis fatal que la derecha comunicaba a toda la Convención. Los exaltados creían que para resucitarla era necesario que sonara el cañón de alarma, el espantoso grito del pueblo de París. Los políticos, especialmente Pache, Danton y la Comuna, comprendieron que empleando estos medios se corría el riesgo de volver ciego y fortuito al movimiento, de desviarlo de su objetivo. No rechazaron en absoluto las medidas de terror. Las emplearon y lo contuvieron; sin que costara una sola gota de sangre arrancaron a la Convención las mejores medidas revolucionarias. A primera hora el alcalde y el procurador de la Comuna se presentaron en la Convención. Solicitaron dos medidas, una de gracia y otra de justicia: “Ayuda para las familias de los que parten a la guerra y un tribunal revolucionario para juzgar a los traidores y a los malos ciudadanos”. Al partir estos, desfilando en el salón ante los representantes, decían: “¡Padres de la patria: a vosotros dejamos nuestros hijos!”. “No sólo os enviaremos a la frontera, contestaron los representantes, sino que iremos con vosotros”. Carnot presentó una proposición pidiendo que ochenta y dos representantes de la Asamblea tomasen las armas y formaran entre las filas del ejército. Así se acordó. Los diputados encargados de visitar a las secciones expusieron que estas insistían en la formación del tribunal revolucionario. “Sin este tribunal, decían, no podréis vencer a los egoístas, que no quieren ni combatir ni ayudar a los que combaten por ellos”. La demanda fue apoyada por Jean-Bon-Saint-André, formulada y redactada por Levasseur, cuya redacción fue tomada como modelo, y aprobada por la Convención. El nombre de estos dos miembros, que aparece cubierto de gloria en las expediciones militares, indica demasiado claramente que este tribunal se adoptó como arma de guerra. No era el cuchillo de la justicia lo que se forjaba, sino una espada. Quienes obligaron a que la Convención aprobase el arma fueron gentes que ningún daño podían temer de ella. Jamás ha habido hombres de mayor abnegación, ni más intrépidos que Saint-André y Levasseur. ¿Adivinaron ellos el empleo que había de darse a esta arma? No, seguramente. Ellos eran héroes, no verdugos. La sangre que querían derramar para regenerar Francia era la de ellos mismos. ¿Quiénes eran estos hombres? Levasseur, un médico, y tal fe residía en él que, destinado a un regimiento en plena sublevación, le bastó con una palabra y una mirada para dominarlo. Saint-André era pastor protestante, y tal era su entusiasmo que creó una marina, la improvisó y la lanzó contra el enemigo. El tribunal revolucionario fue votado al principio en términos generales. No había ofrecido hasta entonces dificultades. Hasta la misma Gironda parecía reconocer la necesidad de un tribunal excepcional. Faltaba regular la organización del mismo. Aquí comenzaron las dificultades. Para vencer las repugnancias de la Convención, Danton creyó que se debía emplear el terror. Hizo a la Asamblea una proposición significativa, dando a entender que si no se aprobaba rápidamente la constitución del citado tribunal, podían ocurrir terribles sucesos, matanzas< y que la rápida organización del tribunal podría evitarlo. Cabe recordar que en septiembre se salvó a los prisioneros por deudas abriéndoles las cárceles. Y el día 9 de marzo Danton hizo la demanda para que se les soltara. Después alejó toda idea de intimidación y con las nobles y dignas maneras propias de la consagración de un principio, dijo: “Consagrad este principio que tiende a asegurar la libertad de todos, evitando que la sociedad delinca< Suprimamos la tiranía de la riqueza sobre la miseria. Por deudas nadie debe ir a la cárcel. Que no se alarmen los propietarios. Nada deben temer. Que respeten a la miseria y esta respetará a la opulencia<”. La Asamblea comprendió de maravilla la filosofía que encierran estas palabras y unánimemente convirtió en ley lo que expresó Danton. La banda que se temía que cometiera altercados no fue llevada a la cárcel. Actuó de forma mucho más directa. Un numeroso grupo se dirigió a la calle Tiquetonne, a las principales imprentas de los girondinos, a la casa de Gorsas y a la de Fiévé, y rompió las prensas, desgarró, quemó el papel y revolvió los caracteres. Gorsas empuñó una pistola y pudo pasar entre estos bandidos, y como encontró cerrada la puerta se escapó saltando por el tejado a la casa contigua, de donde salió intrépidamente refugiándose en su sección. Todo acabó ahí. El grupo, que no llegaba a los doscientos hombres y cuyo número no crecía, creyó conveniente dispersarse después de esta hazaña. La noticia de este suceso causó un siniestro efecto. Gorsas era representante. La Convención recibió una herida en su inviolabilidad. Parecía dispuesta a tomar una medida contundente. Sin embargo, se limitó a declarar en adelante la incompatibilidad de los cargos de periodista y representante. Esta medida atacaba por igual a Gorsas y a Marat. Gorsas, suficientemente quebrantado por el motín, recibió un nuevo castigo. ¡Justicia extraña! La Convención se mostraba débil y en su debilidad acusaba a la Montaña de haber querido la violencia. Se podría haber apostado a que no llegaría el día siguiente sin que se constituyera el tribunal revolucionario. Los grandes agitadores revolucionarios, Danton ola Comuna, ¿hasta qué extremo autorizarían las iniciativas y los preparativos del Comité de insurrección que intervendría el domingo? Era esta una situación comprometida, y más si se tiene en cuenta que, a cada momento, se recordaban los hechos del 2 de septiembre. Lo que parecía evidente en el Comité de insurrección es que no pretendía derramar sangre, pues esto perjudicaba a sus propósitos; su deseo era sembrar el pánico en la derecha y arrastrar tras de sí a la Convención por medio del terror. Cualquier derramamiento de sangre iba más allá de sus expectativas y podía llevarles al fracaso. A las cuatro de la madrugada, en plena noche, Varlet y los suyos se reunieron en los Gravilliers. Los que se habían constituido en sesión permanente eran pocos en número y además sentían sueño. “Somos —dijeron atrevidamentelos enviados de los jacobinos. Estos desean la insurrección y que la Comuna represente los poderes de la Convención”. La sección de los Gravilliers no obraba casi más que a impulsos de un cura, Iacques Roux (el que condujo a la muerte a Luis XVI). Roux era de la Comuna y dijo que no quería precipitar los acontecimientos. Esperaba la Comuna observar el efecto que causaría en la opinión el almuerzo cívico que tendría lugar por la tarde. La sección, de forma educada y cortés, puso a los supuestos jacobinos en la puerta. Al amanecer se dirigieron a una sección menos numerosa todavía, a la de las Cuatro Naciones, que se reunía en la Abbaye. Esta vez dijeron: “Somos enviados de los cordeleros y es la voz de los cordeleros la que expresamos”. Gracias a esta nueva mentira obtuvieron la adhesión de los pocos individuos intimidados que formaban en aquel momento toda la asamblea de la sección. Se aproximaba la hora en que se debía celebrar la comida de despedida. Con esta adhesión, los jacobinos se dirigieron al Ayuntamiento. Allí tenían ya a sus agentes y no se desesperaban por arrastrar a la muchedumbre. Llegaban a la Comuna, no solamente como portadores del deseo de los cordeleros y de las Cuatro Naciones, sino como indiscutibles representantes del pueblo, del pueblo que no sabía nada de lo que se fraguaba en su nombre. El alcalde Pache, más asustado que contento con la dictadura insurreccional que se ofrecía a la Comuna, encontró no sé qué razones para que esperasen. Hébert también les distrajo. Había que ver qué aspecto tomaba la comida cívica. El almuerzo llegaba a su fin y se propuso a toda esta gran masa caldeada que fraternizara “con los jacobinos, nuestros hermanos<”. Los voluntarios del mercado aceptaron con entusiasmo. La muchedumbre se dirigió a la calle de Saint- Honoré entonando cantos patrióticos. “¡Vencer o morirl”. Algunos llevaban ya el sable en la mano. Entraron en los Jacobinos. Un voluntario, no parisino, sino del Mediodía, en execrable jerga, quiso hacer una moción. La patria no se podía salvar más que ahogando a los traidores; esta vez “hay que matar a los ministros pérfidos y a los representantes infieles<”. Esta proposición no asustó a los jacobinos. Uno de estos se levantó y dijo: “Sería mejor que detuviéramos inmediatamente a los traidores<”. La proposición así enmendada iba a ser votada. Afortunadamente la Montaña estaba advertida. Un diputado montañés (enviado muy probablemente por Danton y Robespierre), Dubois-Crancé, entró en este preciso momento y pidió la palabra. Era un hombre de talla colosal y gran energía militar. Habló franca y resueltamente, sin temor; dijo que queriendo salvar a la Patria iban a perderla. Repentinamente cambió el pueblo de opinión: “Tiene razón ese hombre”, dijo la gente. Salieron de los Jacobinos. La mayor parte formó nutridos grupos y atravesaron el Sena para ir a fraternizar con los cordeleros. Algunos marcharon al ministerio de la guerra, en donde profirieron gritos de muerte contra Bournonville, a quien creían autor del desastre de nuestro ejército. Lo ocurrido en los Jacobinos tuvo un testigo propenso al espanto y a sufrir la viva impresión del terror. Era la mujer de Louvet, que vivía muy cerca de los Jacobinos, y al oír el griterío corrió como una loca a advertir a su marido de los peligros; este avisó a todos los demás girondinos. La esposa de Louvet no se enteró del giro pacífico que había tomado la sesión gracias al discurso de Dubois-Crancé. Es oportuno decir en qué estado se encontraba la Convención. La sesión del día 10 se abrió con una denuncia de la derecha. Decía esta que se temía el propósito de intimidación (las mujeres no acudieron a la sesión). Barère rogó que se tuviera valor y dignidad, añadiendo que él nada temía. Dijo palabras muy fuertes: “¿Por qué temer por la cabeza de los diputados? ¿Acaso no reposan estas sobre la existencia de todos los ciudadanos? ¿Acaso no reposan sobre cada departamento de la República? ¿Quién osará tocarlas? El día que ocurra este crimen París quedará aniquilado”. Se pasó al orden del día. Se leyeron las cartas del general Dumouriez y, contra lo que se esperaba, Robespierre dijo que tenía confianza en él. Palabras muy políticas y en aquel instante incluso patrióticas. El peligro más grande hubiera sido quebrantar la fe del ejército en el hombre que tenía entre sus manos la salvación pública. Robespierre añadió con muy buen sentido que los tiempos reclamaban un poder fuerte, secreto, rápido, una vigorosa acción gubernamental. Robespierre repitió sus continuas acusaciones contra la Gironda. Dumouriez había pedido hacía tres meses invadir Holanda, pero la Gironda se negó a ello. “Todo esto es verdad —dijo Danton—, pero menos se trata ahora de examinar los males que de aplicar los remedios. Cuando arde el edificio no pretendo salvar los muebles, sino sofocar el incendio. No podemos perder ni un momento para salvar la República. ¿Queremos ser libres? Si queremos serlo marchemos a la guerra, tomemos Holanda. Después Inglaterra no vivirá más que para la libertad. En esta nación no ha muerto el partido de la libertad y precisamente espera el momento de manifestarse. Tended las manos a cuantos ansían su emancipación. Así se salvará la patria y se librará el mundo”. “Que partan nuestros comisarios; que partan esta noche, ahora mismo, y que digan a las clases adineradas: «Queremos que la aristocracia de Europa sucumba bajo el peso de nuestros esfuerzos y de nuestro poder; que pague esa aristocracia nuestras deudas o pagadlas vosotros. ¡Vamos, miserables, prodigad vuestras riquezas!». (Vivos aplausos). Ved, ciudadanos, qué hermoso porvenir nos espera. ¡Cómo! ¡Tenéis a vuestro lado una nación entera que os sigue, la razón como punto de apoyo y aún no habéis transformado el mundo! (Aumentan los aplausos). Para esto es necesario carácter, decisión, arrojo, y verdaderamente estas cualidades han flojeado. Dejo a un lado todas las pasiones. Excepto la del bien público, todas me son indiferentes ahora. En circunstancias críticas, cuando el enemigo estaba a las puertas de París, os dije: «Vuestras discusiones son pequeñas. ¡Yo no conozco más que al enemigo, combatámoslo!». (De nuevo aplausos). Quienes se entretienen hablando en vez de preocuparse por la salvación de la República, son unos traidores y los desprecio”. Ésta era la revelación completa del pensamiento de Danton, que provocó el entusiasmo y la admiración general; todos los representantes se olvidaron de sus pequeñeces y se elevaron sobre sí mismos; habían desaparecido los partidos. Pero Danton conocía muy bien el espíritu inconsecuente de las asambleas; por lo mismo, confió poco en que los representantes perseverasen y aseguró el golpe clavando en las almas el aguijón del terror: “He de advertiros a todos que no me preocupa mi reputación. Yo quiero que Francia sea libre. Poco me molesta que me llamen sanguinario. Bebamos la sangre de los enemigos de la humanidad si es necesario; combatamos, conquistemos la libertad”. Nadie, al oír estas palabras, dudó de que Danton estuviese en connivencia con los que pedían el derramamiento de sangre. Y sin embargo, era lo contrario. Él mismo advirtió a los girondinos del peligro que corrían. La Asamblea quería tan sólo tomar una medida suave y detuvo a dos generales sospechosos, cuando un individuo que hablaba raras veces tomó aquí una gran iniciativa. Dijo que había que declarar la sesión permanente hasta constituir un tribunal revolucionario. Este miembro era un apreciado legista, compañero de Cambon en la diputación de Montpellier, tan moderado como Cambon era violento e irascible; fue el primer redactor del Código civil (agosto de 1793), más tarde segundo cónsul, archicanciller del Imperio: era el grave y tranquilo Cambacérès. Este se aproximaba a quienes estaban dotados de una cualidad que él no poseía, la energía viril. Si en épocas posteriores estaría próximo a Bonaparte, en 1793 y en dos ocasiones decisivas se colocó al lado de Danton. En toda la Convención fue el único que el 9 de enero apoyó la proposición de Danton, que hubiera salvado la vida del rey; votó Cambacérès entonces por la vida de Luis XVI y ahora, el día 10 de agosto, podía decirse que había votado por la muerte al autorizar, con su palabra siempre moderada y suave, la creación de un tribunal revolucionario. Cambacérès añadió en el mismo tono: “Todos los poderes os son confiados; debéis ejercerlos todos; no puede haber separación entre el cuerpo que delibera y el que ejecuta< No cabe seguir ahora los procedimientos ordinarios<”. Estalla una tempestad de gritos: “¡A votar, a votar!”. Buzot pronunció un discurso bellísimo, elocuente y enérgico: “Se quiere un despotismo más espantoso que el de la anarquía (se oyen ahora gritos furiosos de protesta). Yo doy gracias por cada momento que transcurre de mi vida a quienes me conceden el favor de vivir. ¡Quiero que me concedan tiempo para salvar mi memoria, para huir del deshonor votando contra la tiranía de la Convención! ¿Qué importa que el tirano sea uno o tenga múltiples formas? ¿Cómo acabará el despotismo si todos los poderes estarán concentrados aquí?”. Lacroix consiguió que se hiciera caso omiso a todo ello. Robert Lindet, el abogado de Évreux, sacó de su bolsillo el proyecto redactado. Lindet, apodado la hiena, no merecía este duro apelativo; era un abogado normando del antiguo régimen, moderado por temperamento, pero perteneciente a la vieja escuela monárquica, acostumbrado a juicios por comisiones, y aplicaba sin escrúpulos a las necesidades revolucionarias las ordenanzas de Luis XIV, sobre todo las que hizo para acabar con los protestantes. En el arsenal del Terror monárquico encontró los elementos para el nuevo Terror. Poco trabajo tenía que hacer, cambiar una palabra: donde decía el rey debía colocar la Convención. “Nueve jueces nombrados por la Convención, juzgarán a los procesados por decreto de esta. No se empleará ninguna forma de instrucción. No hay jurados. Todos los procedimientos son buenos para formar la convicción del delito cometido”. “Se perseguirá no solamente a los prevaricadores, sino a los que deserten de sus puestos o sean negligentes en el cumplimiento de su deber; a los que con sus palabras, escritos o hechos, pudieran desorientar al pueblo; a los que ocupen antiguas plazas y pretendan prerrogativas usurpadas por los déspotas”. ¡Espantosa oleada! ¡Crueles tinieblas a través de las cuales la ley, con los ojos vendados, irá propinando golpes! A esto hay que añadir una manifestación verdaderamente tiránica: “En la sala del tribunal habrá siempre un miembro para recibir las denuncias”. “Esto es la inquisición —dijo Vergniaud—; esto es peor que el tribunal de Venecia”. “Ciertamente —dijo Cambon— yo he reclamado cientos de veces la creación de un poder revolucionario, porque entiendo que hace falta, pero ¿y si os equivocáis?< El pueblo se equivocó en las elecciones. ¿Qué freno pondréis a la tiranía de esos nueve jueces? ¡Si sentencian hasta a la propia Asamblea!...”. “¡Ah —grita furioso Duhem—; y habláis con menosprecio de los jurados! ¡Ved si tienen jurados los patriotas degollados en Lieja! ¿Que resulta un tribunal detestable? ¡Mejor! Es el que les corresponde a los asesinos”. Cambon añade: “Tened cuidado. Con semejante tribunal no encontraréis un hombre honrado que quiera intervenir en las funciones públicas<”. Barère le apoyó enérgicamente: “Los jurados son propiedad de los hombres libres”. Al oír esto la Montaña creyó sentir un golpe en el corazón. Billault-Varennes dijo que estaba de acuerdo con Cambon y que en tal tribunal debían figurar jurados nombrados por las secciones. Los montañeses se dividían. “Nada de jurados”, decía Philippeaux. Otros montañeses querían jurados, pero elegidos en París. Por fin se obtuvo el jurado. Sólo la Convención quedaba facultada para nombrarlo del seno de las secciones y departamentos. Se levantó la sesión en la Asamblea. Danton permaneció en su asiento, y con gesto y voz terrible dijo: “Ruego a los buenos ciudadanos que permanezcan en sus puestos”. Todos se sentaron de nuevo. “Pero qué, ciudadanos, ¿os vais a marchar sin tomar ninguna de las grandes medidas que exige la salvación de la patria? Pensad en que, derrotados Miranda y Dumouriez, se verán obligados a deponer las armas< Los enemigos de la libertad se muestran audaces, están diseminados por todas partes y siempre resultan provocadores. Cuando observamos al ciudadano honesto atendiendo su hogar, al artesano en su taller, vemos que tienen el aire estúpido de creer que son mayoría: pues bien, ¡arrancádselos a la venganza popular! ¡La humanidad os lo ordena! Este tribunal les remplazará ante el tribunal supremo que es la venganza del pueblo< Puesto que hemos osado rememorar aquellos días en los que todo buen ciudadano se quejó, yo diría que de haber existido un tribunal, el pueblo no los habría teñido de sangre. Organicemos pues un tribunal, no correctamente, porque es imposible, pero sí lo mejor que podamos<”. “Una vez organizado este tribunal, enviemos nuestros representantes a la guerra, creemos un nuevo ministerio, sobre todo una marina< ¿Dónde está la vuestra? Vuestras fragatas están en vuestros puertos e Inglaterra se lleva vuestros barcos< Desarrollemos toda la fuerza nacional, pero sin designar para su dirección más que a los ciudadanos que estando en continuo contacto con vosotros, nos aseguren el cumplimiento exacto de las medidas aprobadas por vosotros. Aún no somos un cuerpo constituido; es preciso trabajar con ahínco para serlo si queremos desempeñar el papel que reclama nuestra categoría”. “Resumamos. Esta noche aprobemos la constitución del tribunal y la formación de un nuevo ministerio; mañana, organización militar y partida de nuestros representantes; que nadie objete si son de la derecha o de la izquierda< Que Francia se levante, que marche hacia el enemigo, que sea invadida Holanda, liberada Bélgica y los amigos de la libertad puestos en pie en Inglaterra. ¡Que nuestras armas victoriosas lleven a todas partes la libertad y la dicha del pueblo! ¡Que sea vengado el mundo!”. A las siete de la tarde se levantó la sesión. En aquel momento Louvet, advertido por su mujer de la escena de los Jacobinos, llegó jadeante y avisó a la derecha de que un grupo armado venía hacia la Convención para degollar a algunos representantes. A quienes no encontró en la Asamblea, Louvet fue a advertirles a su propio domicilio. La mayor parte no creyó muy oportuno inmolarse el día 10, reuniéndose para favorecer los planes de los asesinos. El girondino Kervélégan fue al barrio de Saint-Marceau y puso en movimiento a los honrados y valerosos federados bretones, que aún no habían salido de París; el ministro de la guerra, Beurnonville, se puso a su frente, organizó patrullas, dio órdenes< No encontró a nadie. El alboroto se dispersó, a lo que contribuyó bastante la lluvia que caía. El girondino Pétion juzgó con una frase gráfica el movimiento, y lejos de buscar un refugio permaneció en su casa. Cuando Louvet llegó acalorado y le comunicó los peligros que corrían para que se pusiera a salvo, Pétion, frío por naturaleza y que en pocos años había adquirido provechosa experiencia de las revoluciones, abrió la ventana y dijo sencillamente: “¡No ocurrirá nada: está lloviendo!”. Dos ministros, los menos amenazados, Garat y Lebrun, fueron a la Comuna para informarse. Encontraron al alcalde, Pache, en su habitual actitud de tranquilidad. Pache siempre estaba así; aunque se le hicieran cargos en pleno Consejo o se le gritara muy fuerte, no perdía su imperturbable calma. Contestó a los ministros que el Comité de insurrección, Varlet y Fournier, habían esperado largo rato en la Comuna, que habían hablado con Hébert, que les distrajo, y salieron de la Comuna diciendo que esta no era más que refugio de aristócratas. Bien sea por timidez, por prudencia o por deferencia hacia Danton, Robespierre y los jefes de la Montaña, la Comuna permaneció completamente inmóvil. El alcalde Pache, hasta ayer girondino y hoy jacobino, que ocupaba asiento en el Ayuntamiento junto a Hébert y Chaumette, no estaba aún seguro de autorizar la masacre de los amigos que acababa de abandonar, de los girondinos, de Roland, gracias a los cuales había pasado de ser hijo de un portero a ser ministro y alcalde de París. Hébert, Chaumette y Jacques Roux estaban enormemente resentidos por la audacia del pequeño Varlet y su banda, que sin su consentimiento, haciéndose pasar por jacobinos, habían intentado llevarse a los Gravilliers por la mañana. Las secciones no se habían movido; únicamente se le había advertido a la sección Poissonnière de que las cosas no marcharían bien si no se le tomaban doscientos miembros. La sección del Bonconseil, dirigida por Lhuillier, confidente de Robespierre y difusor de sus pensamientos, hizo las veces de regulador diciendo exactamente lo que Robespierre quería: “Que no se llevaran doscientos miembros, sino solamente a los girondinos”. ¿Qué hacía entretanto el barrio de Saint-Antoine? Su actitud lo habría decidido todo. Santerre habría seguido al barrio y los demás habrían seguido a Santerre. El general cervecero esperó en su cervecería. Por la noche, como veía que los honestos vecinos del barrio permanecían pacíficamente en sus hogares, se dirigió finalmente al Ayuntamiento y farfulló un discurso ininteligible, que tenía, al menos, un doble sentido. El viento ahora soplaba en contra de la insurrección, los hombres de dos caras, el alcalde y el general, Pache y Santerre, corrieron a prestar ante la Convención juramento de buenos ciudadanos. Ambos convinieron en achacar el suceso a un complot de los realistas. Que se sacrificaría si fuera necesario, a los hijos perdidos, a Varlet, Fournier, etc. Santerre presentó así la cosa, diciendo que el movimiento tenía por objeto instaurar la monarquía con el nombre de Igualdad, pero que nada había que temer. Habló jactándose, como si fuera algo que hubiese partido de él, de la prudencia que el gran barrio había mostrado. Cuando Santerre explicaba esto, la Asamblea era poco numerosa. Se reabrió la sesión a las nueve de la noche, pero un gran número de diputados dejó de asistir. La Asamblea estaba casi desierta. Hubiéramos podido pensar que la guadaña del 93 había pasado por allí. Todo presentaba un aspecto triste, siniestro. En la sala oscura, desguarnecida en el centro, destartalada, debían permanecer de pie los diputados, porque muchos sentían escrúpulos de sentarse, en esos tiempos tan difíciles. Lo más significativo era la profunda soledad de la derecha. Esto dejaba muy claro que la Asamblea, previamente diezmada, carecía de seguridad. El Terror que partiría de la Convención ya se sentaba en su seno. En el lugar de la derecha que ocupaba la Gironda, se podía ver a Vergniaud, solo o casi solo. Había despreciado igualmente las advertencias, tanto de Danton como de Louvet. Sea por que la superior sagacidad de su espíritu le hubiera hecho entender que lo que se pretendía era asustar y no degollar, o por que su desprecio de la vida le hizo afrontar esta suerte, se sentó en aquellos bancos sobre los que parecía planear la tristeza y la muerte. Soportó artículo tras artículo pacientemente la lectura del terrible proyecto de Lindet104. No dijo más que una frase: “Pido que la votación sea nominal. Conviene conocer quiénes son los amigos de la libertad y quiénes los que la nombran siempre para aniquilarla”. También solicitó la votación nominal un hombre honrado: Lareveillère-Lepeaux. Las palabras de Vergniaud suponían la declaración de la ley agonizante. Un montañés dijo que no era partidario del jurado en el tribunal revolucionario: “No, dijo Thuriot, el amigo de Danton; los jurados son necesarios, pero deben opinar en alta voz”. Estas palabras encierran un fondo de terror mayor que el de todo el proyecto. La Convención durante esta noche, sin dinero, ni fuerza, ni ejército organizado, creó un fantasma. Evocado éste por toda Europa contra Francia por los realistas, el Terror fue el sueño sangriento que vivió en la imaginación de todos. El ejército retrocedía desmoralizado< La Asamblea vio el Terror en la frontera. Exhausto el Tesoro, el 1 de febrero no teníamos para pagar las cuentas de la guerra más que treinta millones en billetes. El crédito de mil millones votado no se llegó a efectuar. En el fondo del arca nacional no había otro depósito que el fantasma del Terror. ¿Qué enviar a Lyon, a Bretaña, a Bélgica, a la Vendée, a Maguncia? Nada. Sólo quedaba una fuerza con gran poder en Francia: la justicia revolucionaria. No costó más que un decreto y una hoja de papel. ¡Costó más! Costó el corazón de la propia Francia. La muerte de los fundadores de la República, de los mejores amigos de la patria, la cabeza de Danton, de Vergniaud, la sangre de quienes votaron y de quienes se negaron a votar, de quienes representaron la protesta contra la ley y de quienes fueron la Necesidad de la patria. ¡Necesidad, fatalidad!< Todo cuanto fue libre en 1792, antes de los días de septiembre, fue fatal durante el siguiente año. El mismo domingo 10 de marzo, en el momento mismo en el que la Convención instituía en París el tribunal revolucionario, los realistas insurgentes constituían uno entre el Loira Inferior y el Marais de la Vendée. Por la mañana los campesinos insurrectos comenzaron las matanzas, que fueron regularizadas esa misma noche por un comité de gente honesta que mató en menos de seis semanas a quinientos cuarenta y dos patriotas. 1793)
Coincide la Vendée con la invasión.—Primer carácter de la Vendée,
enteramente popular.—La Vendée es la revolución del aislamiento y la insociabilidad.—La Vendée se unió más tarde a Francia.—La propaganda de los caras.—Cathelineau, el hombre del clero.— Originalidad de Cathelineau en su propaganda eclesiástica.—Los primeros excesos en Cholet (4 de marzo).—La matanza de Machecoul comienza el 10 de marzo.—Tribunal de realistas en Machecoul (marzo-abril).—Explosión en Saint-Florent (11-12 de marzo).— Cathelineau y Stofllet (13 de marzo).—Ejército de Anjou y de la Vendée.—Toma de Cholet (14 de marzo).—Matanzas de Pontivy, la Roche-Bernard, etc.—Martirio de Sauveur (16 de marzo).— Continuación de las matanzas de Machecoul.—Los escasos obstáculos que encontró la Vendée.—Su victoria en el Marais (19 marzo).— Valentín de los republicanos bordeleses y bretones.—Energía de Nantes.—La Vendée no tenía aún jefes pertenecientes a la nobleza.
Contemplad ahora a Nantes, al Loira Inferior y a los cuatro
departamentos que los rodean; la gran ciudad está encerrada en un círculo de fuego. El domingo 10 de marzo, después de oír misa, las masas campesinas se han diseminado en grupos dispuestos a caer inevitablemente sobre las poblaciones. El primer acto fue la matanza de Machecoul, ese mismo día. La explosión de Saint-Florent se efectuó el 11 y el 12. Las matanzas de Pontivy, de la Roche-Bernad y de otras poblaciones bretonas, se ejecutaron el 12 y el 13. El 13 tomó las armas el héroe de la insurrección vendeana, el carretero Cathelineau, y comenzó el movimiento de Anjou. Las fechas tienen aquí una significación tremenda. El primer intento de la Vendée, la abortada tentativa de 1792, se produjo el 24 de agosto, día de la San Bartolomé, en el momento mismo en que supieron que los prusianos habían puesto sus pies en Francia. La Vendée de 1793 comenzó el 10 de marzo. El día 1 los austriacos habían forzado las líneas francesas y nuestras tropas retrocedían desordenadamente. El 10, por toda Francia se proclama la requisición. Los guardias municipales, en nombre de la ley, llaman a los franceses a salvar el país. ¿Quién responde al redoble de sus tambores? La Vendée, la campana de la San Bartolomé. ¿Qué significaban estas campanadas? Que la Vendée, antes que batirse por la República, se batirá contra la misma Francia: Las Pascuas que se aproximan serán la fiesta consagrada a las víctimas humanas. Cuaresma santificada por la sangre, como en las Vísperas Sicilianas. El primer periodo de este sangriento drama es la cuaresma de 1793, desde el domingo 10 hasta Pascua. En Pascua hubo también una tregua; muchos campesinos abandonaron algunos días las armas y regresaron a sus tierras para escardar y sembrar. No tiene este primer acto el carácter que se le atribuye de una guerra feudal, de un pueblo que se subleva contra los jefes déspotas. Los jefes fueron como un carretero que hacía también de sacristán, un barbero, un criado y un viejo soldado. Los nobles aún sentían cierto rechazo a ingresar en el movimiento insurreccional o al menos, a ser los jefes del mismo. Se decidieron solamente cuando vieron al campesino, después de Pascua, una vez terminadas las faenas del mes de marzo, empuñar de nuevo las armas perseverando en su entusiasmo y su ardor. Este movimiento, en sus comienzos, tuvo un carácter eminentemente popular, el carácter de una fiesta horrible; fue como la borrachera feroz de las masas huertanas saciando su odio contra los señores de las ciudades, a las que el campesino aborrecía por tres diferentes razones: odiaba a la ciudad como autoridad de donde emanaban las leyes, como banco e industria que acaparaban el fruto de su trabajo y finalmente por ser un ente superior. El mismo obrero de la capital, en comparación con las masas ignorantes que vivían entre dos setos hablando solamente con sus bueyes, tenía un algo aristocrático. Todo esto es natural. ¿Quiere esto decir que en la Vendée no hay nada artificial? El papa lo había anunciado y predicho al rey desde el año 1790 y en febrero de 1792 el clero de Angers, en su carta a Luis XVI, lo anuncia de nuevo y lo declara inminente. La Vendée estalló dos veces, como se ha visto, en el momento preciso de la invasión. ¿Qué parte tomaron el clero y la aristocracia en los comienzos de la insurrección? La nobleza, ninguna105. La Rouërie intentó inútilmente constituir sociedades bretonas en el Poitou. La muerte de Luis XVI aterrorizó y abatió a los nobles. Muchos se fueron a Coblenza en calidad de emigrados, pero les fastidió este destierro voluntario y regresaron a sus hogares, rehuyendo todo interrogatorio acerca de su viaje. El clero, en cambio, ejerció gran presión en la Vendée, pero en desigual forma: trabajó con gran actividad en Anjou y el Bocage y con menos entusiasmo en el Marais y de forma variable en las diversas localidades de Bretaña. Nada habría ocurrido en la Vendée ni en Bretaña si la República no hubiese arrancado al campesino de sus tierras, de sus bueyes, si no lo hubiese disfrazado con el uniforme y conducido a la frontera para luchar defendiendo lo que detestaba. Ni los sermones, ni las campanas, ni los milagros habrían conseguido armar al vendeano. La requisición fue la verdadera piedra de toque de la Vendée. Bajo el antiguo régimen jamás se pensó en la creación de milicias formadas por campesinos a quienes se les hacía abandonar la faena. El vendeano forma un solo organismo, digámoslo así, con la tierra que labra y fecunda. Hacerle abandonar el campo era como arrancar una rama de un árbol. Era capaz de luchar contra el mismo rey antes que alejarse de sus tierras. Lo mismo ocurría en el Bocage y en el Marais. El vecino del Marais que vive con medio cuerpo en el agua, adora su país de fiebres. Forzar a este hombre acuático a una lucha sobre terreno seco era imposible. El clero dio a sus secuaces una especie de unidad fanática, pero esta unidad se debía en gran parte a la pasión común que animaba tan diversas poblaciones, su profundo espíritu local; pasión contraria a la unidad. Si la Vendée fuera una revolución, sería la revolución de la insociabilidad, del aislamiento. Las Vendées aborrecen a la capital, pero se odian entre sí. Por fanáticas que fueran no fue el fanatismo religioso lo que las lanzó a la lucha: fue algo como el egoísmo, el interés, la avaricia, la falta de amor patrio, la carencia de condiciones para el sacrificio. Sentían cariño hacia el trono y el altar, eso sí; respeto a Dios y a los curas también, pero ni por unos ni por otros se sentían con sangre en las venas para abandonar el terruño y luchar en la frontera. Escuchad qué ingenuamente lo declaran en la proclama que publicaron hacia finales de marzo: “Nada de milicias; dejadnos en nuestros campos; vosotros decís que ya está encima el enemigo, que amenaza nuestros hogares< ¡Pues bien, dejadlo que entre, que en nuestro hogares es donde sabremos combatirle!<”. O dicho de otro modo: ¡Que venga el enemigo! ¡Que entren los ejércitos austriacos y recorran Francia, devastando y destruyendo a sus anchas! Y bien. ¿Qué le importa Francia a la Vendée?< Lorena y la Champagne estarán a fuego y a sangre; pero esto no es la Vendée. París perecerá quizás, el ojo del mundo será destrozado< ¿Pero que les importa eso a los de la Vendée?< ¡Que muera Francia y el mundo!< En cuanto el caballo cosaco aparezca en nuestras lides imploraremos la salvación. ¡Oh, desgraciados; vosotros mismos os condenáis! Esas palabras de feroz egoísmo caerán sobre vosotros. Porque no solamente decís: ¿Qué nos importa Francia? Sino que también decís: ¿Qué nos importa Bretaña? ¿Y Maine y Loira? El vendeano no se digna dar la mano a Chouan. Es más, los vendeanos entre ellos se odian, se desdeñan y se desprecian, salvo las masas fanaticas que una propaganda especial organizó en el Bocage; los de arriba sólo usan un tono de burla al hablar de las ranas del Marais. Los Charette y los Stofflet se lanzan unos a otros el apelativo de bandidos. No, escogeríais como jefes para batiros contra ella a gente de la más baja categoría, vuestra revolución será baja, grosera, ignorante, no sois la revolución. Cometeríamos un crimen si diéramos tan hermoso nombre a la Vendée. La Revolución, fueran cuales fuesen sus desvaríos, fue la lucha por la unidad de la patria. Y la Vendée, aunque tuviera notable apariencia democrática, representó la discordia. La Vendée afirmaba, de forma arriesgada, que representaba la discordia antigua, los derechos opuestos de las distintas regiones y el viejo caos. Este caos y esta discordia, ¿qué hubieran supuesto contra la coalición del mundo? Nada más que la muerte de Francia. La discordia de la Vendée era la muerte nacional. Hemos visto qué espíritu animaba a los franceses de todas partes; podemos por lo mismo juzgar con imparcialidad. La Francia desorientada del oeste ha abierto los ojos finalmente y ha visto, muy tarde, que se batió por nada, por el triunfo de sus verdaderos enemigos. Charette murió desesperado y su última palabra fue un doloroso anatema. Se convencieron aún más cuando, en 1815, vieron volver a los Borbones, cuyos jefes militares no se aventuraban en el territorio más que tras un millón de hombres y que por todo agradecimiento exigieron inmediatamente al campesino sus derechos señoriales. Donde ocurrió algo grande fue en Auray: cuando la hija de Luis XVI se hallaba visitando esa tierra empapada de la sangre de los suyos, llegaron treinta mil campesinos que sobrevivieron, la mayor parte de ellos heridos, mutilados, a lomos de sus caballos blancos, apoyados en sus bastones, en sus muletas, del brazo de sus nietos, para ver una vez más, antes de morir, a la hija de Luis XVI< Estas pobres gentes cayeron de bruces, con los ojos llenos de lágrimas< y miraban a través de ellas. La hija del rey tenía los ojos secos. No podía perdonar a Francia, ni siquiera a la Vendée. .. Se pusieron en pie llenos de tristeza, con el corazón mancillado y lleno de amargura. La República había sido vengada< Desde aquel día la Vendée pertenece a Francia. El centro político de los curas en el oeste, la base de sus intrigas, era la ciudad de Angers. Allí se reunían todos los que en el Maine y Loira no quisieron prestar juramento. Sometidos a la vigilancia de una ciudad muy patriota, inquietos e impacientes, sentían la necesidad de la guerra civil. Debía tener por objeto el arrojar sobre las ciudades las masas ignorantes de los campos sometidos a su influencia. He hablado de su fatídica carta, que más que ninguna otra cosa, debió confirmar a Luis XVI en la resistencia, e indirectamente, por esa misma vía, sirvió para destruir el trono. Ellos provocaban la guerra arriba y abajo, entre la aristocracia y el pueblo. Su activa propaganda se extendía al norte hasta los chuanes del Maine y al sur hasta la Vendée. El centro para la propaganda fanática con la que manejaba a los vendeanos era Saint-Laurent-sur-Sèvre, cerca de Montaigu. Desde allí, ya lo hemos dicho, a través de las Hermanas de la Sabiduría y de otros devotos emisarios, se extendía por todo el país esta misteriosa publicidad de falsas noticias y falsos milagros que, al circular sin control por esas poblaciones dispersas, podía hacer fermentar activamente la imaginación solitaria y preparar la explosión. El individuo que jugó el papel principal en la insurrección se hallaba en Pin-en-Mauges, pueblecito inmediato a Beaupréau, a mitad de camino entre Angers y Saint-Laurent, Cathelineau era sacristán de la iglesia del lugar; pertenecía al clero; el primer uso que hizo de sus triunfos fue poner la insurrección en manos de los curas, exigiendo la creación de un consejo superior en el que los curas dominaran a los nobles. Un cura infame, pero sagaz, Bernier, sacerdote de Angers, regentó el consejo. El clero minaba la tierra, abriendo tenebrosos pozos, cuyo rastro luego se esmeraba en borrar. No conservó a su lado a nadie que no creyera ciegamente que el movimiento insurreccional era inspirado desde lo más alto. De sus agentes nada o casi nada se sabe, ni de su hombre, Cathelineau. De la vida de Cathelineau sólo se conocen tres meses, desde el 12 de marzo hasta el 9 de junio, en que fue herido de muerte en el ataque de Nantes. Nada indicaba que Cathelineau debiera tomar tan importante iniciativa en la insurrección. Cathelineau era un hombre de aspecto inteligente, pero en su alma no existían sentimientos elevados. Tenía una sólida cabeza cubierta de negros cabellos, la nariz afilada, era alto hasta medir cerca de cinco pies y poseía sonora voz. Era recio, fuerte, duro; tenía muy buen sentido de las cosas y su valor y sangre fría estaban en perfecto equilibrio con su prudencia y su circunspección. Pertenecía a una familia de albañiles y él lo había sido. Casado y cargado de familia, necesitaba ganar mucho para mantener a los suyos. La necesidad le hizo adoptar muchos oficios. Uno de ellos fue el de cardador. A ratos trabajaba de albañil, después manejaba la lana y su mujer el lino. Cathelineau iba a vender todo esto a los comerciantes, especialmente a los de Beaupréau, en donde encontró a dos amigos y otra gente de su jaez que se le unieron a la insurrección. Quien conozca la vida de los pueblos de provincia comprenderá perfectamente que Cathelineau y sus amigos no podían ejercer sus industrias más que por el favor eclesiástico. Sin los curas nada hay posible en estas vecindades. Cathelineau era devoto y educaba devotamente a sus hijos. Llegó a ser sacristán de su parroquia. Un sacristán vendedor de telas, vendía más fácilmente la mercancía. Después compró un carro; fue carretero, mensajero, vendedor ambulante. Un hombre tan seguro, tan discreto, debía conservar mejor que nadie los secretos del clero. Un hecho ha demostrado que este hombre tan raro era muy superior a sus señores. El clero, después de cuatro años de trabajo y a pesar de su violencia y su rabia, no lograba arrastrar a las masas. Más furioso que convencido, no encontraba los elementos necesarios para agitar la opinión. Las bulas publicadas y comentadas no eran suficientes; el papa, que está en Roma, parecía vivir muy lejos de la Vendée. Los milagros escaseaban, y por muchas que fueran las malicias y socaliñas de los curas, mayores eran aún las dudas de la fe de aquella gente. Cathelineau imaginó una cosa ingenua, infantil, que causó más impresión que todas las mentiras. Y era que en las parroquias cuyos curas habían prestado juramento no se sacara el Cristo en las procesiones más que envuelto en negros crespones. La sensación que esto produjo en el espíritu de los fanáticos fue inmensa. No hubo mujer que viendo a Cristo de esta guisa no derramara torrentes de lágrimas. Parecía que Cristo sufría una segunda pasión. ¡Cuántos insultos se dirigían contra los que iban a amargar de nuevo la vida del Salvador! ¡Parecía increíble, decían algunos, que hubiese hombres fuera de la ley de Dios! Y esos hombres también se acusaban entre sí y se lanzaban reproches. Todo esto sirvió de justificación para instigar la rivalidad y las envidias entre los pueblos. Los que sentían una vergüenza tan grande como para no atreverse a mostrar su Cristo a cara descubierta, eran abucheados por los otros pueblos que los consideraban unos cobardes que estaban bajo el yugo de la tiranía. Cathelineau no aparece en la insurrección vendeana de 1792. No tuvo esta un carácter general. En los campos no se actuó al unísono, al contrario que en las ciudades, donde actuaron con cohesión y ahogaron todo. Cholet, entre otras, mostró grandes bríos. Era entonces Cholet como un centro de manufacturas, rica en fábricas de pañuelos de seda. Los Cambon y otros industriales de Montpellier que se habían establecido allí dieron ocupación a muchos obreros. El 24 de agosto de 1792, cuando la Vendée respondió a la señal de los emigrados y de los prusianos que entraban en Francia, los obreros de Cholet se proveyeron de picas y fueron a Bressuire, castigando con energía a los que simpatizaron con el enemigo. Dicen que hubo actos de barbarie, mutilaciones, hechos no probados. Hubo muy pocos muertos. Los tribunales, magnánimos, pusieron en libertad a todos los prisioneros. Los campesinos guardaron rencor a los obreros de Cholet. Se derramó sangre el 4 de marzo. Allí una inmensa muchedumbre se agitaba. Un comandante de la guardia nacional se acercó amigablemente a los grupos con ánimo de conversar; la gente se arrojó sobre él, lo desarmó, lo arrojó al suelo y de un sablazo le cortó una pierna. La ley de la requisición irritó aún más el odio de los campesinos contra Cholet, contra las ciudades en general. Por esta ley, la Convención imponía a las municipalidades la terrible carga de improvisar un ejército, comprendiendo material y personal, esto es, hombres y armas. La Convención les concedió el derecho de requerir no sólo reclutas, sino también el vestido, los equipos, los transportes. Nada tan propio como esto para enfurecer a los vendeanos. Se decía que la República iba a requerir las bestias de la labranza, a llevarse los bueyes< ¡Los bueyes! ¡Por Dios! Aquello era como para tomar las armas. La ley de requisición autorizaba a las familias a que se constituyeran si así era su deseo para formar en el contingente. Si había un muchacho que resultaba muy necesario a su familia, la municipalidad lo dejaba y ponía otro en su lugar. Esto era arbitrario y multiplicaba las disputas. Con tan imprudente ley, la Convención puso a todo el país en continua riña. Los municipales no sabían a quién escuchar. Republicanos o realistas, ambos eran igualmente injuriados y amenazados. Un guardia municipal a quien los campesinos quisieron matar pudo librarse diciendo: “No soy de la República. Jamás encontraréis un guardia más aristócrata que yo”. Estos feroces odios estallaron el día 10 en Machecoul. Se tocó a somatén y una enorme masa rural se arrojó sobre la pequeña ciudad. Los patriotas salieron intrépidamente; eran doscientos hombres contra varios miles. La masa los aplastó. Entró de golpe, lo llenó todo. Era domingo; iban a vengarse y a divertirse. Para su divertimiento crucificaron de cien formas diferentes al cura constitucional. Le mataron no de un golpe, sino poco a poco, golpeándole sólo en la cara. Después de este acto de barbarie se organizó la caza de patriotas. Al frente de las alegres masas marchaba un hombre tocando una cuerna. Los que entraban en las casas para hacer salir a las presas arrojaban a la calle, de vez en cuando, a un desafortunado patriota; el músico anunciaba el avistamiento y se lanzaban sobre él. Cuando la víctima caía al suelo abatida, se daba el grito de acorralamiento de la presa. Mientras se le molía a palos, se tocaba la señal del encarne. Era entonces cuando las mujeres acudían con sus tijeras y con sus uñas y finalmente, los niños remataban a pedradas a la víctima. Esto sólo fue una especie de preludio. En el alto de Machecoul, situado entre dos departamentos, los realistas constituyeron un tribunal de venganza que hizo venir masas de patriotas desde todos los pueblos y continuaron con la masacre, desde el 10 de marzo hasta el 22 de abril. Todo esto había comenzado hacía veinticuatro horas sin que en la alta Vendée ocurriera nada. Se decidió esta cuando lo de Saint-Florent. Una muchedumbre compuesta por gente joven recorrió las calles en plena revuelta. Se trató de detener a un joven llamado Forest, quien habiendo servido a un emigrado, volvió a Francia sin intervenir para nada en las funciones públicas. Forest disparó su pistola y mató a un gendarme. El disparo de la pistola de Forest retumbó en los cuatro departamentos. Llevaron un cañón. Nadie se intimidó, sin embargo. Los campesinos subieron a las murallas y mataron a bastonazos a los artilleros. Saint-Florent tiene escasa importancia, pero conviene indicar su situación topográfica. Desde su parte más elevada se ve el río que divide los departamentos. A la parte opuesta los dos departamentos eran de carácter sombrío y mudo, todavía sin carretera y sin río navegable, mirando al Loira y a la luz. Saint-Florent y Ancenis son como pequeñas ventanas, desde las cuales la Vendée miraba la encrucijada que forman los departamentos del oeste. Cuando sonó el cañón de Saint-Florent repicaron las campanas del Anjou y Poitou. Ya en lo que se puede llamar la base de la Vendée, alrededor de Machecoul, sonaba desde el domingo el toque de somatén en seiscientas parroquias. Subiendo hacia el Bocage, Montaigu y Mortagne, se oía el mismo toque de alarma en todos los pueblos que coronan las colinas. Sonaba también alrededor de Cholet y llenaba la ciudad de terror. Las comunicaciones habían sido interrumpidas; los correos ya no pasaban. Más de cien mil campesinos habían abandonado ya las tareas del campo. Se aproximaban las Pascuas. Las mujeres llenaban las iglesias. Los hombres en grandes masas permanecían mudos en el atrio< Las campanas lanzadas al vuelo ensordecían, embriagaban a la muchedumbre, no permitían hablar, esparciendo en la atmósfera la fuerza eléctrica de una tormenta. ¿Qué hacía Cathelineau? Había oído perfectamente el combate de Saint-Florent, las descargas del cañón. No podía ignorar (el día 12) las horribles matanzas del día 10, matanzas que habían comprometido ya todo el litoral vendeano. Todo el país estaba en movimiento y la tierra parecía temblar. Se comenzó a creer que se trataba de algo muy serio. Cathelineau, por previsión propia de un padre de familia o por prudencia militar, se puso aquel mismo día a calentar su horno y a hacer pan. Su sobrino recién llegado de Saint-Florent le relató lo ocurrido. Cathelineau continuó batiendo la masa. Al poco rato entraron en su casa varios vecinos, el sastre, el carpintero, el herrero y el zapatero. “¿Y nosotros qué hacemos?”, preguntan a Cathelineau. En la casa de este llegaron a reunirse hasta veintisiete individuos decididos a todo. Cathelineau vio entonces que todo estaba en su punto; la levadura había cogido bien, la fermentación era la justa. Ni siquiera llevó al horno su masa, se limpió los brazos y empuñó su fusil. Salieron de su casa veintisiete. Antes de llegar al extremo del pueblo eran ya quinientos. Toda la población. Todos eran gente robusta, fuerte, valerosa, lo mejor de la insurrección vendeana, que se colocó siempre resueltamente frente al cañón republicano. Marcharon al castillo de Jallais, donde había un pequeño destacamento de la guardia nacional dirigida por un médico. Este neófito militar tenía un cañón que no le servía para nada, porque no sabía manejarlo. Disparó el cañón, pero ni hizo blanco ni cosa parecida. Antes del segundo disparo, Cathelineau y los suyos, corriendo subieron a la trinchera y se apoderaron de la pieza. Gran alegría. Jamás habían visto un cañón y no entendían una palabra de artillería. Al cañón le pusieron de nombre Misionero, tenían fe en sus virtudes y se mostraban convencidos de que él solo sería capaz de convertir a los republicanos y les obligaría a celebrar sus pascuas. Por el mismo procedimiento se apoderaron de otra pieza de artillería, de una culebrina, que hizo compañía al Misionero y a la que dieron el nombre de Marie-Jeanne. Todo el ejército estaba como loco con ella. La perdían, la encontraban, con un duelo y una alegría que no se pueden expresar. Por el camino, por las buenas o por las malas, obligaban a que los campesinos se les unieran. Voluntariamente lo hicieron algunos curas y decían misa. El día 14 se les unió un numerosísimo grupo procedente de Maulevrier. El jefe era Stofflet, un soldado viejo, hijo de un molinero de la Lorena, que había servido a las órdenes de M. de Maulevrier. Stofflet era, como Cathelineau, un hombre de unos cuarenta años, intrépido, rudo y feroz. Un ejército compuesto por 15.000 hombres se presentó ante Cholet. Treinta jóvenes hechos prisioneros en Chemillé fueron colocados en primera línea para recibir los primeros golpes. Un hombre se destacó solo y penetró en la población. Iba descalzo y con la cabeza al descubierto, llevando un crucifijo con una corona de espinas, pendiendo de esta un largo rosario. Una vez en la población gritó con voz estentórea, elevando al cielo sus miradas: “¡Rendid vuestras armas, amigos míos, o todo se pasará a sangre y fuego!”. Inmediatamente se presentaron dos mensajeros con una orden de intimación firmada por el comandante Stofflet y el limosnero Barbotin, encargado de pasar el cepillo de su parroquia. Los patriotas no se extrañaron. El ejército de estos se componía de trescientos hombres armados de fusiles y quinientos con picas, más cien dragones de un nuevo reemplazo106. A la cabeza Beauvau, procurador síndico, un noble muy republicano. Caía la lluvia. La imagen de los treinta prisioneros que había que matar primero para poder llegar al enemigo, dejaba petrificados a los patriotas. En ese momento de duda abrieron fuego los vendeanos. Más tarde se supo quiénes eran estos terribles tiradores, ligeros y al mismo tiempo intrépidos, que se esparcían por los flancos, por el frente de las columnas y dejaban perplejos a los republicanos por la mortal precisión de sus primeros disparos. Desde luego se sobrentiende que todos estos guerrilleros no eran campesinos ni nada que se le pareciera. No eran más que contrabandistas, verdaderos salteadores, dignos del nombre que se daba equivocadamente a todos los vendeanos. La elite de los campesinos, lo más distinguido de la gente del campo, formaba una piña detrás de estos bandidos, y no tenía la facilidad que estos para correr por una sencilla razón: la mayoría de ellos llevaban zuecos. Con los primeros disparos Beauvau y muchos granaderos cayeron para no levantarse más. La caballería, entrando a la carga, se espantó, sembrando la confusión y el desorden. Los patriotas en retirada se atrincheraron en el pabellón del castillo de Cholet y desde allí hicieron fuego contra la turba reaccionaria, que se había situado en la plaza frente a esta fortaleza. Entonces se observó el carácter de esta guerra. Ni un solo campesino, frente a la cruz que se elevaba en aquella plaza, quedó sin arrodillarse y descubrirse, mostrando ciego fanatismo. A veinte pasos de la cruz, bajo las balas enemigas, los soldados del campo rezaban con la misma tranquilidad que si estuvieran en el templo. Lo que más valor les infundía era el hecho de que estaban confesados y absueltos; podían morir tranquilos. Además, la mayoría de ellos estaban totalmente acorazados bajo sus ropas con escapularios o Sagrados Corazones hechos de lana, que sus mujeres les obligaban a llevar y que se suponía que atraerían la buena suerte y que “les harían triunfar en todo aquello que acometieran”. Esta exagerada devoción causó precisamente contrarios efectos, muy extraños. Los campesinos no robaban; su solo objeto era matar. No alteraban el orden en las casas. Para pedir lo hacían en forma extremadamente modesta; se contentaban con los víveres que se les proporcionaban. No hubo más que un pequeño número, no de campesinos, sino de los ladrones y contrabandistas mezclados entre ellos, como por ejemplo, un artillero, un bribón llamado Six-Sous, que robó a los prisioneros cuanto dinero tenían en los bolsillos. Cuando un prisionero ya se había confesado, los campesinos no dudaban en matarle, puesto que podían estar seguros de que se iba a salvar. Muchos salvaron su vida diciendo que no se querían confesar porque aún no se sentían en estado de gracia. Uno de ellos se salvó porque era protestante y no se podía confesar y temieron condenarle. La historia ha sido dura e ingrata con los patriotas que la Vendée mató. Entre estos patriotas hubo verdaderos mártires que murieron mostrando indomable valor y una heroica fe. Se cuentan a cientos los que antes de abdicar se dejaron hacer pedazos. Citaré entre otros a un muchacho de dieciséis años que sobre el cuerpo exánime de su padre gritó con el entusiasmo de su pecho juvenil: “¡Viva la Nación!”, hasta que veinte bayonetazos le acribillaron el cuerpo. De estos mártires, el más famoso es Sauveur, oficial de guardias municipales de la RocheBernard, o mejor dicho, de la Roche-Sauveur. Hubiera debido conservar este nombre. Esta población, enclavada entre Nantes y Vannes, fue atacada el día 16 por una columna de unos seis mil campesinos. Apenas si había algunos que tuvieran armas. Penetraron en la población, y con el pretexto de que se había disparado contra ellos, mataron en la plaza a veintidós individuos. Después entraron en el Ayuntamiento, donde encontraron al procurador síndico Sauveur, valeroso funcionario que no había abandonado su puesto. Se le arrastró brutalmente. Se le llevó al Calabozo, de donde le sacaron al día siguiente para martirizarle brutalmente. Soportó ni sé cuántas heridas infligidas con armas de todo tipo, sobre todo tiros disparados con pistolas; se le disparaban pequeños perdigones. Se quería conseguir que gritara: “¡Viva el rey!”. Y Sauveur decía con toda la fuerza de sus pulmones: “¡Viva la República!”. La turba insensata, irritada, le lanzó disparos de pólvora en la boca. Le condujeron a la cruz de piedra de la plaza con el propósito de que se arrepintiera frente a ella y Sauveur gritó: “¡Viva la Nación!”. De un pistoletazo le saltaron el ojo izquierdo. Le arrastran más allá. Ensangrentado, mutilado, permanecía en pie, con las manos unidas. Los asesinos le gritaban: “¡Encomienda tu alma!”. Sauveur cayó tras una ráfaga de disparos, pero se incorporó agarrando y besando su insignia de magistrado. Nueva oleada de disparos. Cayó sobre una de sus rodillas. Se arrastró con estoica tranquilidad hacia una profunda zanja. Ni una queja, ni un grito de desesperación, ni un gemido. Este espíritu terriblemente frío provocó una tempestad formidable de cólera en los enemigos. Sauveur no decía otra cosa que: “¡Amigos míos, rematadme, pero viva la República! ¡Viva la Nación!”. Hasta su último instante conservó su fe; sólo se le consiguió silenciar moliéndole a palos y aplastándole a golpe de fusil. Sauveur no ha conseguido que ningún historiador le dedique un solo capítulo. La Convención puso su nombre a su ciudad. Bonaparte lo suprimió. Los prefectos de Bonaparte han escrito libros para la gloria de los habitantes de la Vendée< ¡Francia ingrata, Francia olvidadiza, que sólo honras a los que te aplastan y que ni siquiera tienes un recuerdo para los que murieron por ti! Una diferencia esencial hemos señalado entre la violencia revolucionaria y la de las turbas fanáticas, animadas por los mismos feroces odios que los curas. La primera al matar no tiene otro objeto que desembarazarse del enemigo. La segunda, que conserva el sangriento carácter de la Inquisición, no buscaba tanto matar como hacer sufrir, expiar, someter al hombre a los más horribles dolores para vengar la ofensa que se ha hecho a Dios. Leed los dulzones idilios que han escrito algunos literatos realistas y acabaréis por creer que los insurgentes han sido poco menos que santos que empuñaron las armas, hostigados por la barbarie de los republicanos, para ejercer la venganza y obtener represalias. ¡Que nos digan qué represalias habían de ejercer contra los vecinos de Pontivy, cuando los días 12 o 13 de marzo los campesinos, conducidos por un cura refractario, martirizaron a diecisiete guardias nacionales! ¿También se ejercían en Machecoul represalias, donde un tribunal realista sació su sed voraz de sangre martirizando durante seis semanas a los más honrados patriotas? Un sujeto llamado Souchu, que presidía este tribunal, vació y llenó las cárceles de la ciudad cuatro veces. La multitud, como se ha visto, mataba por capricho. Souchu quiso que a los patriotas no se les matase de un golpe. Había que regodearse en las ejecuciones y que estas fuesen largas y dolorosas. Souchu prefería que los verdugos fueran niños, porque sus torpes manos hacían que el sufrimiento durase más tiempo. Los hombres más duros, como los marinos, los militares, no pudieron ver esto sin indignarse y quisieron impedir que siguiera ocurriendo. El comité realista, viendo que se trataba de impedir sus funciones, trabajó de noche; ya no fusilaban, apaleaban, y después, a toda prisa, recubrían a los moribundos con tierra. Según los informes auténticos realizados en la Convención, en menos de un mes murieron quinientos cuarenta y dos personas y ¡de qué manera tan horrible! Al no encontrar ya hombres a quienes matar, se pensó en pasar a las mujeres. Había muchas republicanas, poco obedientes a los curas, que les guardaban rencor. Por entonces ocurrió un milagro. En una iglesia había una tumba de no sé qué reputada santa. Se le consultó. Un cura dijo misa sobre su tumba y puso sus manos sobre la piedra que cubría la cripta. La piedra se movió, o así lo dijo el cura: “¡Ya siento cómo se levanta!<”. ¿Y por qué se movía la piedra? ¡Porque la santa quería un sacrificio que fuese agradable a Dios, que se matara a las mujeres republicanas! Afortunadamente llegaron los republicanos de la guardia nacional de Nantes. “¡Ah, qué tarde habéis venido!”, decían las personas honradas estrechando las manos de los guardias. “¡Ya no podréis salvar a nadie; han muerto todos los patriotas; no hay más que murallasl”. Y les mostraron la plaza donde había hombres enterrados vivos. Vieron con horror una mano nerviosamente crispada, que en las angustias de la muerte había arrancado unos hierbajos de la tierra. Sin embargo, los realistas han hecho de la Vendée una leyenda poética; pero hay documentos auténticos que la convierten en sanguinario drama. La extrema devoción de los vecinos de Bocage les hizo propensos a verter su sangre. Esta gente tan valiente estaba tan segura de la vida futura que la muerte les resultaba indiferente. Prodigaban la muerte sin terror ni escrúpulos. Confesados, absueltos, arrepentidos y muy conscientes, les parecía que los patriotas podían salir sin dificultad de este valle de lágrimas para ir al paraíso. Los curas constitucionales no pasaban a mejor vida sino sufriendo martirios atroces. Las columnas de Cathelineau, el 16 y 17 de marzo encontraron dos curas republicanos y los mataron a golpe de pica en un suplicio que no se sabe cuántas horas (o días) duró. Fueron necesarios los más grandes esfuerzos para impedir que los campesinos mataran a los prisioneros de Montaigu. Los nobles trabajaron con mucha humanidad y coraje. No había ningún medio para salvar a los prisioneros de Cholet. No había medio humano que pudiera ser empleado. Durante la semana de Pascua fueron inmolados, sacrificados. El Jueves Santo mataron a seis jóvenes patriotas de Montpellier, que tenían casas de comercio en Cholet. Se les ató al árbol de la Libertad para fusilarlos, a ellos y al árbol. Sin duda alguna, estos campesinos eran gente tan valerosa como fanática. Se vio con qué indiferencia se arrojaban sobre las bocas de los cañones republicanos. Su arrojo hizo historia. Este valor es una leyenda gloriosa para Francia. Nosotros no intentaremos disminuir lo que realmente significa el valor nacional. De todos modos, conviene aclarar que desde que se publicó en las historias militares la cifra exacta de las tropas que se opusieron a los vendeanos, el milagro sorprende menos. Sólo nos queda, sin embargo, admirarlo dentro de los límites de lo razonable y de lo posible. Hombres de la sangre fría de Cathelineau y de la cultura militar de Charette no se habrían lanzado a la lucha si no hubiesen creído posible la victoria entonces y si sólo se hubiese podido contar con el azar, con los milagros y con ayudas divinas que llegasen de lo más alto. La guerra era gigantesca, porque se había de luchar contra Francia. Toda la baja Vendée y toda la costa de Nantes hasta la Rochelle estaban protegidas por dos mil hombres, repartidos entre nueve pequeñas ciudades. Componían estos dos mil hombres cinco batallones de línea, muy incompletos, formados por los hombres menos útiles, los que no se encontraban en condiciones de combatir en la frontera. Y ¿quién protegía la baja Vendée? Nadie, absolutamente nadie. No había tropas ni en Saumur, ni enAngers, salvo un cuerpo compuesto por gente joven, en caballería, que debía hacer las veces de dragones. Se enviaron cien a Cholet cuando la amenazó la insurrección. El propio país se protegía a sí mismo. Las ciudades tenían en la frontera a lo más selecto de su juventud. Sus mejores hombres estaban en Maguncia o en Bélgica, porque no tenían ni tropas, ni armas, ni municiones. Se podría decir que en este país no hay apenas ciudades. Salvo Cholet, Luçon, Fontenay y Sables-d'Olonne, que pueden llamarse capitales de tercer orden, el resto no son más que enormes masas rurales, que fueron lanzadas sobre pueblos sin defensa. Se formaron a toda prisa batallones de guardias nacionales y cada uno tomó el nombre de su país: los hubo de Saint- Lambert, de Doué, los de Bressuire, el de Parthenay, Niort, Fontenay, Luçon, etc., y no sé cuantos ejércitos más, y ni un solo soldado. Todo el mundo era general u oficial superior. Los militares eméritos, sexagenarios, septuagenarios, que quedaban en el país fueron sólo los generales, tales como Verteuil, el viejo Marce, Wittinghoff. El resto de los oficiales eran comerciantes, médicos, rentistas, que jamás habían manejado un arma. Los municipios ponían en requisición algunos guardias nacionales, población ciudadana compuesta por pequeños comerciantes, tenderos, sombrereros, etc., que no sabían cargar un fusil. Los campesinos eran excelentes cazadores, no sólo por afición hereditaria, sino por obligación, pues muchas veces los llamaban sus señores para que cazaran en sus cotos, como lo hacía madame de La Rochejaquelein; además, desde 1789 el campesino cazaba en completa libertad sin previa autorización. Los guardias nacionales, padres de familia, echaban de menos sus tiendas, a sus hijos, a sus mujeres ahogadas en lágrimas y miraban sin parar en dirección a su casa, soñando con que llegara el momento de regresar. Era sobre todo frente al enemigo donde sentían más nostalgia. Retenerlos quince días fuera de sus casas era ya todo lo más que se podía hacer. Los ayuntamientos no se atrevían a pedirles nada más. Por ello eran remplazados constantemente. Apenas comenzaban a saber manejar un arma, partían. He aquí lo que hemos leído respecto a las confesiones desesperadas que los militares hacían a las autoridades y que, por suerte para la historia, han sido conservadas. Por otra parte, no se comprende que unos mismos pueblos hayan sido los más valientes y los más cobardes, alternativamente, de la República. ¿No fue de estas mismas comarcas de donde salieron admirables legiones republicanas, especialmente la de Beaurepaire, el inmortal batallón de Maine y Loira? En realidad, hasta finales de mayo no llegaron a la Vendée fuerzas organizadas. El pueblo estaba insurrecto desde hacía más o menos tres meses. El único combate serio que ocurrió en marzo fue el del día 19, en la baja Vendée, entre Chantonay y Saint-Vincent. Un tal Gaston Bourdic, peluquero bretón (como hemos visto, los peluqueros eran la flor del realismo), capitaneaba un grupo de cincuenta individuos que no quisieron partir a la frontera. Atravesaron la baja Vendée. Todos los campesinos se les unieron, hasta formar una respetable columna. Mataron a un oficial; Gaston se puso su traje y se hizo proclamar general. El día 15 atacó Chantonay y se apoderó de la población. Al principio se creyó, y así lo escribieron los representantes Carra y Niou, que el generalísimo de la Vendée era el peluquero Gaston Bourdic. Se creyó así en la Convención y en toda Europa. ¡Tan poco conocidos eran esta guerra y este país! En realidad, había veinte jefes de la Vendée, independientes entre sí. En estas regiones los más importantes fueron Royran y Sapinaud, dos oficiales nobles a quienes obligaron los campesinos a que tomasen las armas. Gaston indudablemente se unió a ellos. Ambas fuerzas combinadas se encontraron el día 19 frente al general Marcé, quien sin consultar con sus años, partió de la Rochelle con quinientos soldados de línea, a los cuales se unieron por el camino gran número de guardias nacionales. A Marce le hirieron su caballo, y su uniforme, como el de sus hijos, fue agujereado por las balas. Marcé quedó casi solo frente al enemigo. Una gran parte de sus tropas huyó arrastrándolo todo consigo. ¿Quién podía impedir que la insurrección fuera la dueña absoluta de todo el país? En la alta Vendée nada ni nadie. En la baja un valiente oficial, apoyado por fuerzas nacionales del Finisterre, se mantenía denodadamente. Se llamaba Boulard. De vez en cuando al general Boulard le apoyaban también fuerzas bordelesas, que mostraron un heroico patriotismo. Partidos de Burdeos apenas estalló la insurrección, los batallones de la Gironda hicieron tan largo viaje sin descansar, atacando con las bayonetas a cuantas fuerzas de la Vendée encontraron, sin que nada les detuviera. Sin embargo, eran mayoría los negociantes que volvían a sus negocios; se habían marchado para quince días y se quedaron tres meses. A la larga hubo que dejarles partir, como ocurrió con los de Finisterre, porque otros peligros les reclamaban en su tierra. Todas las administraciones estaban en apuros y pedían ayuda a gritos. De Nantes, de Angers, de Sables, de todas las ciudades recibía montones de cartas con ruegos desesperados el ministro de la guerra y apenas si podía responderlas. El general Labourdormaie, que ejercía el mando general de las costas, llegó finalmente a acusar al ministro de la guerra en la Convención. Este, forzado a responder al general, tuvo que escribirle lo siguiente: “Pero ¿qué queréis que haga? ¿Cómo puedo quitarle un hombre a Custine, cuando se está batiendo en retirada? ¿Cómo debilitar las fuerzas de Dumouriez? Os enviaré quinientos hombres, los vencedores de la Bastilla”. ¡Triste confesión! ¡Refuerzo irrisorio! Los patriotas del oeste estaban perdidos si no se salvaban ellos mismos. En muchas ciudades y pueblos de Bretaña se portaron bravamente, tanto como las fanatizadas turbas de la Vendée. Dieron para la campaña cuanta gente útil tenían. Dol debía proporcionar 16 hombres y dio 34, y los demás pueblos lo hicieron en la misma proporción. Los sacrificios que realizó Nantes no tuvieron límite. Rodeada la capital, sin comunicación alguna, convertida en la isla de un mar de revueltas, de luchas sangrientas, de asesinatos y de incendios, en su propia situación de extremo peligro encontró fuerzas prodigiosas. Constituyó un gobierno, organizó tropas y las envió al Loira Inferior, e incluso más allá. El 13 de marzo todas las tropas organizadas de la capital se unieron en un solo cuerpo. Guardaron los capitales públicos en el castillo de Nantes. Crearon tribunales de guerra para juzgar a los rebeldes cogidos con las armas en la mano; organizaron un tribunal supremo contra el que no cabía apelación alguna, como advertencia a los realistas de que al menor movimiento en las ciudades morirían en la guillotina. Lo que tanto a Nantes como a las demás ciudades del oeste causaba espanto, es que la insurrección se presentase al principio con caracteres misteriosos, anónimos. No tenía por jefe a ningún hombre conocido. Nada se sabía de los hombres, de los hechos, de las causas. Salvo Sapinaud y Royrand, en un punto de la Vendée central, no había todavía ningún general noble. Sapinaud cogió las armas él mismo, forzado por los paisanos. “Amigos míos, les dijo, queréis ser destrozados. Un departamento contra ochenta y dos es como el niño contra el gigante; creedme, es más conveniente quedarnos en casa”. Tanto Charette y Bonchamps, como Elbée, fueron comandantes en contra de su voluntad. Pero tan sólo lideraron pequeñas bandas, nunca fueron generales. El peluquero Gaston era el único general conocido en la baja Vendée, y Cathelineau y Stofflet en la alta. Poseemos un testimonio auténtico: el interrogatorio al que fue sometido el día 27 de marzo el hermano de Cathelineau, que fue hecho prisionero. Se le preguntó: “¿Quiénes eran los jefes?”. Respondió: “Stofflet y Cathelineau”. Después se le preguntó: “¿Había nobles entre los insurrectos?”. Respondió: “No hay nadie más que Elbée y otro cuyo nombre ignoro”. Al interrogarle acerca de si había o no otras personas conocidas, dijo que sí. Eran comerciantes de telas de baja categoría, de sargas, de Jallais y de Beaupréau. Esto precisamente da un carácter más terrible a la guerra interior. Francia, atacada desde fuera por toda Europa, tenía interiormente un enemigo. Se ignoraba su nombre. No se podía definir. Era nadie y era todo el mundo, un monstruo informe y sin nombre. 1793)
Unanimidad de la Convención contra la Vendée.—Grandes medidas
sociales.—Dumouriez, a mal con todos los partidos.—Intimidad sólo con los orleanistas.—Carta insolente de Dumouriez a la Convención (12 de marzo).—Danton pide que se silencie la carta.—Dumouriez aventura la batalla de Neerwinde (18 de marzo).—Sus órdenes y disposiciones en provecho de los orleanistas.—Miranda es aplastado.—Dumouriez arroja la responsabilidad de la derrota sobre Miranda.—Convenio de Dumouriez con los austriacos.—Peligro para Danton.—A Danton se le cree cómplice de Dumouriez.—Danton acusado por la Gironda (1 de abril).—Su furiosa recriminación.—La Convención abdica de su inviolabilidad.—Dumouriez arresta a los comisarios de la Convención.—Dumouriez se pasa al enemigo.
La noticia de que había estallado la Vendée causó en París un
profundo furor, como el que produce una odiosa emboscada, el furor del hombre que se ve atacado insidiosamente por todas partes y que cuando se ve agarrado ya por la garganta por dos individuos, siente tras de sí un tercero que hunde el cuchillo en su cuerpo. Era la segunda vez que juntamente con la invasión enemiga, el mismo día en que la noticia podía llegar al oeste, estallaba la insurrección interior. Nuestras líneas forzadas sobre el Meuse, nuestro ejército del Rin en plena retirada, Custine dejando la mitad de su ejército en Maguncia y refugiándose bajo el cañón de Landau. Todo esto se sabía del este. En todas partes retrocedíamos. Tanto por el este como por el norte pesaba ahora sobre nosotros la enorme masa alemana. Sus cuarenta millones de hombres nos abrumaban. ¿Sobre qué podría apoyarse Francia? Sobre la guerra civil, que era la ruina y la muerte. Nadie se asombrará de que en tales circunstancias nadie pensara en perseguir a los autores del movimiento del 10 de marzo. No se vio en estos más que patriotas que, cegados por su legítimo entusiasmo, no pudieron tolerar el engaño de la prensa girondina. Todo lo que esta había atenuado y negado, era demasiado real y se verificaba día a día. ¿Cómo, pues, la Convención hubiera podido hacer justicia a la Gironda? Ésta, en lugar de precisar sus acusaciones, de nombrar a tal o cual individuo, englobó organizaciones enteras en sus ataques como los jacobinos, la Comuna, la Montaña y todo el mundo. La gravísima noticia que llegó del oeste pareció que iba a reconciliar a la Convención. Fue perfecta su unanimidad contra los asesinos de Francia. La Gironda pidió que los insurgentes bretones fuesen juzgados por el tribunal revolucionario. El bretón Lanjuinais, en su noble indignación contra los traidores, pidió que se confiscaran los bienes de los que fueran condenados a muerte. El incendio de la Vendée, que se propagaba tan rápidamente, exigía medidas aún más rápidas. Cambacérès propuso el ejercicio de los tribunales militares. A los nobles y a los curas se les daría ocho días de tiempo para salir del territorio, después de cuyo plazo quienes fueran encontrados en Francia (como incendiarios, asesinos, instigadores y sediciosos) serían condenados a muerte y confiscados sus bienes, aunque subviniendo a la subsistencia de sus familias (19 de marzo). Entre estas medidas de justicia revolucionaria la Convención sancionó otras de seguridad social para tranquilizar a la nación, calmar los temores de los propietarios y dar esperanzas a los pobres. El comité de defensa fue quien las propuso. Ninguna medida era más segura que implicar a todas las clases sociales en la salvación de la patria. 1°) Fue garantizada la propiedad, conminando con la pena de muerte a quien propusiera leyes agrarias, 2°) pero, sin embargo, la propiedad (industrial o territorial) debía apoyar el impuesto progresivo. Para la promulgación de otras leyes populares la Convención solicitó un informe previo, como por ejemplo, para el reparto de los bienes comunales. En Francia existía la esperanza de que el general Dumouriez, el hombre de Jemmapes y de Valmy, acudiría a salvar a la nación. Volvió a Francia, acudió, pero ¡en calidad de enemigol< El mismo día en que estalló la Vendée se recibió una carta de Dumouriez, carta insolente, escrita con menosprecio y desafiando a la Convención. Más parecía la carta de Cobourg o de Brunswick. Cuando partió en el mes de enero ya era enemigo de Francia, llevaba la traición metida en el alma. Él mismo dijo por entonces que estaba decidido a emigrar. De ahí partían sus intrigas con los agentes ingleses y holandeses, su audaz tentativa de erigirse como mediador entre Francia y las demás naciones, tentativa destruida por la sabia orden de la Gironda, que declaró franca y unánimemente la guerra contra Gran Bretaña, sin hacer el menor caso del bello discurso de Dumouriez. La coalición vio entonces lo que existía realmente, esto es, que en Francia no tenía ningún crédito y nadie se fiaba del general. Se le aceptaba, se le apoyaba como hábil y afortunado aventurero. Esto era todo. Así lo confiesa en sus memorias: “En la Convención, dice, yo no tenía ni un partidario”. Se enredó con todos los partidos. Estuvo mal con los girondinos, que le dieron el disgusto de declarar la guerra a Inglaterra. Mal con los jacobinos, que lo creyeron realista, y con razón. Mal con los realistas, a quienes hizo creer que podía salvar al rey. Ni siquiera estuvo bien con Danton y sus amigos, que dos veces propusieron la reunión de Bélgica y Francia, medida que desbarataba todos los planes maquiavélicos de Dumouriez. Únicamente con los orleanistas le quedaban lazos de unión. La fortuna de estos y del general era la misma. El mismo viento llevó los dos barcos. Estaban perdidos si no realizaban alguna tentativa audaz y desesperada. Libres son los orleanistas para negar la evidencia. Libre es Dumouriez para mentir en sus memorias, escritas para la emigración, y para decir que sólo sueña con la restauración de la rama primogénita. Dumouriez tenía demasiado criterio como para imaginar que los emigrados iban a perdonarle su retirada de Valmy. Dumouriez quería un rey indudablemente, pero no de los de la rama primogénita. Los orleanistas se sentían desligados de la Montaña. Ésta aborrecía a Igualdad, cuya presencia le era antipática y molesta y que capturaba a los girondinos. El busto muerto de un Borbón que la Montaña veía en los bancos de la Gironda, esta muda figura que tan sólo había abierto la boca para votar por la muerte de Luis XVI, le resultaba odiosa, repugnante. Advirtió por fatal presentimiento a los leales montañeses que dentro de la monarquía había algo peor que un rey: la monarquía del dinero. “Dumouriez no se acordaba en esta época del joven duque de Orleáns”. Y sin embargo, en todas las batallas se las arreglaba de modo que el duque de Orleáns representara el más bello papel. “No pensaba en la casa de Orleáns”. Y sin embargo, aparecía rodeado de generales orleanistas; su brazo derecho era Valence, yerno de madame de Genlis, medio hermano del joven Orleáns. ¿Quién fue el que hizo proposiciones a Charette, después de Quiberon, cuando el conde de Artois, deshonrado, parecía infiltrar la impotencia en la rama primogénita? Orleáns. Se conoce la respuesta enérgica y despreciativa del general vendeano. Prefería la República y dos balas en la cabeza. De todo esto se deduce que desde enero de 1793, Orleáns y Dumouriez eran un solo individuo. Comprometidos con los realistas, sospechosos para la Revolución, no tenían más que un solo camino para la salvación: proclamarse reyes ellos mismos. Esto era difícil, pero ¿era imposible? Dumouriez no lo creía así. El ejército amaba a Dumouriez; las tropas de línea por lo menos, le eran muy afectas. Sentían profunda simpatía hacia su joven compañero de armas el general Igualdad, quien los trataba afablemente, pareciendo menos su jefe que su protegido. ¿Vieron con pena las demás naciones este acuerdo? No mostraron gran preocupación por la suerte de la rama primogénita. Inglaterra, ante lo que le ocurría a Francia, se reconocía, recordaba su historia. Inglaterra profesó el axioma político que dice que el mejor rey es el que tiene el peor título. ¿Qué axioma profesaba Francia? Determinadas clases, sobre todo las ricas, hubiesen aceptado un compromiso, cualquiera que fuese, con los ojos cerrados. El pretendiente mostraba dos rostros como Jano: un rey a la derecha, pero a la izquierda otro de sangre regicida. Este joven llegó en nombre de la humanidad, en nombre del orden y de las leyes. “¡Basta de sangrel”, dijo. Palabra mágica por la que recibió bendiciones. En cada una de las etapas de la Revolución alguien intentó decirlo. Quien lo dijera, sin morir por ello, tenía la seguridad de reinar. Danton lo intentó y murió. Robespierre pensaba en ello, sin duda, antes del 9 de termidor; la ocasión que esperaba para ser el dueño absoluto era la de poder guillotinar la guillotina una mañana. En su estancia en París, Dumouriez se vio con el duque de Orleáns. ¿Cuáles fueron sus arreglos, sus proyectos? No se conocen, ni hay siquiera necesidad de que se conozcan. Es suficiente saber que estaban los dos perdidos irremisiblemente, que la calle era muy estrecha y ni a izquierda ni a derecha había sitio para huir. Solamente para negociar, para ejercer la traición, para fabricar un rey, era necesario demostrar en primer lugar fuerza. Era necesario imponer ese rey a Francia y a la coalición de las potencias conjuradas por medio de un golpe afortunado. A esto obedecía la conducta indecisa de Dumouriez, que tan pronto deja al enemigo que corra a sus espaldas, como se rehace, avanza y aventura la batalla de Neerwinde. Suspendido así entre la coalición y Francia, no teniendo en mano más que a Bélgica, que le era disputada por la influencia revolucionaria, Dumouriez se hizo belga en cierto modo, es decir, tomó a empeño la causa de los belgas, dirigió a su favor un violento manifiesto, bajo forma de carta a la Convención. El día 12 la escribió en Lovaina y se encargó de que circularan las copias de la carta-manifiesto. Fue el acta de acusación contra Francia y contra la Convención. Cuanto decía contra nosotros el enemigo, lo repetía Dumouriez en este documento. Al igual que el austriaco, decía que la demanda de reunión de Bélgica no había sido solicitada por los belgas, sino arrancada a tiros. Añadía que Cambon había querido arruinar no solo la banca de Bélgica sino al propio país, absorbiendo su oro por medio del asignado. Como los curas, se lamentaba de la desaparición de la plata de las iglesias para sufragar los gastos de la guerra, la violación de tabernáculos, las hostias derramadas por tierra. En este piadoso manifiesto, taimadamente, mostraba nuestros reveses como un castigo providencial de nuestros crímenes: “Siempre ha existido un castigo para el vicio y un premio para la virtud”, etc. Según él, era necesario que terminara la guerra y no ofender más a la Providencia. El bastón del cabo austriaco era la vara de Dios. Esta pérfida beatería llegó el día 14 por la noche. El girondino Gensonné, que presidía la Convención, quedó estupefacto y creyó que su deber inmediato era entregarla al comité de defensa general. Bréard, presidente del comité, y Barère, el abogado ordinario, dijeron que no se podía ocultar un documento dirigido a la Asamblea, que era necesario arrestar a Dumouriez. Esta audacia del miedo produjo el efecto de unir a las tropas en tomo al general; no dudó ni por un momento de su perfidia; la hubiese creído víctima de las facciones y muy probablemente la habría defendido. El ejército, leal y agradecido, que creyó que las victorias que había obtenido se las debía a Dumouriez, necesitó, para apartarse tristemente de él, verle en contacto con los enemigos, ¡qué digo!, verle rodeado, escoltado por los austriacos, en sus puestos, en medio de esos detestados abrigos blancos< Hasta entonces nada se podía hacer. O, si los voluntarios llegan a obedecer el decreto y le hubiesen puesto la mano encima, la línea le habría defendido; hubiésemos asistido al espantoso espectáculo de una batalla entre ejército y ejército, bajo la atenta mirada de los austriacos, que habrían caído sobre ambos bandos. Un solo miembro se opuso al arresto de Dumouriez: Danton. “¿Qué hacéis? —dijo al comité—. ¿Sabéis que este hombre es el ídolo del ejército? No habéis visto como yo en las revistas a sus soldados fanáticos besarle las manos, las botas< Al menos esperemos a que haya efectuado la retirada. ¿Cómo puede operarse esta sin él? Él ha perdido la cabeza como político, no como militar<”. Los girondinos del comité confesaron que Danton tenía razón y que aun en aquella crisis, Dumouriez era el único general capaz. Danton deseaba que se nombrase una comisión mixta de los dos partidos, en la cual estuviera representada la Convención unánimemente, y que esta se encargara de visitar al general y exigirle una retractación de la carta. Que se le designara a él, por ejemplo, en representación de la Montaña, y a Guadet o a Gensonné de la Gironda. Estos declinaron el honor de la designación. Accedieron a conservar la carta durante algunos días en su poder, responsabilidad ya demasiado grande, pero el arriesgado encargo de conferenciar con un hombre tan sospechoso lo dejaron a cargo de Danton, que no titubeó ni un instante y partió para Bélgica en ese mismo momento107. La carta de Dumouriez, terrible el día 12, fue ridícula el día 18. Por su precipitación perdió una gran batalla. No tenía más que treinta y cinco mil hombres de línea y ya estaban desorganizados. El enemigo tenía cincuenta y dos mil, ejército cuidadosamente atendido durante el invierno, compuesto por soldados viejos y aguerridos, mientras que una mitad de los de Dumouriez eran voluntarios. Miranda deseaba sólo que Lovaina estuviese fuertemente guarnecida. Allí el ejército se reforzaría con el personal que había sacado de Francia. Pero desde entonces Dumouriez, en vez de ser el jefe absoluto, dependía ya de la Convención. Avanzó hasta Neerwinde y encontró a los austriacos en una posición dominante, análoga a la de Jemmapes, menos concentrada todavía. Su frente se extendía en una distancia de dos leguas, y para un ejército tan débil extenderse en esta forma era como dispersarse, dejar grandes huecos; quedaban aislados los cuerpos. Como en Jemmapes, Dumouriez dio el mando de su centro a su protegido, el joven Igualdad; su hombre, el general Valence, dirigía la derecha; Miranda la izquierda. A éste lo separaban del enemigo grandes obstáculos y dificultades naturales, teniendo que atravesar un terreno accidentado que no le permitía mover libremente sus tropas; desde las alturas le abrumaba un nutrido fuego de artillería. Lo que hace creer que Miranda se batió con las principales fuerzas del enemigo, es que esta derecha de los austriacos estaba dirigida por el joven príncipe Carlos, hijo del emperador Leopoldo, que, como ya hemos dicho, se batía por primera vez. Cuando se conoce la historia de las guerras monárquicas se puede afirmar arriesgadamente que el joven príncipe, puesto al frente de una aplastante masa, aseguraba por adelantado que los franceses no avanzarían por su derecha. ¿Sabía Dumouriez que el príncipe se batía frente a Miranda? Lo ignoramos. Si lo sabía, su plan fue simple, el mismo más o menos que en Jemmapes. Miranda desempeñó en Neerwinde el mismo papel que Dampierre en Jemmapes, el de ser destruido. Estaba arreglada la acción para la gloria de los orleanistas. Dumouriez reservaba a Valence el honor de dar un golpe de efecto. Del mismo modo que en Jemmapes, Thouvenot, vencedor, fortaleció a Igualdad y salvó finalmente a Dampierre. Valence, vencedor en Neerwinde, marchó después al centro con Igualdad y ambos salvaron lo que quedaba de Miranda, si es que quedaba algo. Esta vez el pretendiente apareció hacia el final, como un dios salvador, y Dumouriez escribió que por segunda vez el joven Orleáns había salvado Francia. En los dos campos se conoció la intención de Dumouriez: asegurar la gloria al príncipe. Dumouriez arreglaba el asunto del duque de Orleáns; Cobourg el del príncipe Carlos. Este desde los veinte años de edad comenzó a ser reputado como el primer general del imperio. El relato de Dumouriez, en el que se ve el intento de oscurecerlo todo excepto lo que se relaciona con el príncipe, ha sido aceptado por Iomini. Y el resto no ha hecho otra cosa más que copiar a Iomini. Sin embargo, este informe ha quedado destruido y pulverizadoz 1° por las órdenes escritas que dio el mismo Doumouriez; 2° por Miranda, hombre honrado, cuya palabra valía mucho más que la de Dumouriez; 3° por un testigo imparcial, el general austriaco Cobourg, que en su informe está de acuerdo con Miranda. Con razón Servan y Grimoard, los mejores jueces militares de la época, prefirieron el informe de Miranda al de Dumouriez, insostenible, contradictorio, en el que se equivoca (voluntariamente) acerca de los nombres, las horas, las fechas, los lugares y las personas. Dumouriez dice que su derecha avanzó sobre Neerwinde y que esta población, perdida y reconquistada, quedó en su poder por la noche. Cobourg afirma lo contrario. Lo que es seguro es que la izquierda de Miranda fue aplastada. Perdió cerca de dos mil hombres en obstinados ataques que duraron cerca de siete horas. El príncipe Carlos venció por fin. Sus granaderos avanzaron y por una calzada pretendieron rodear a los franceses, que retrocedieron en desorden. No había forma de detenerlos. Sobre esto se abre un debate entre Dumouriez y Miranda. “Miranda debió advertirme de lo que ocurría”, dice el primero. Miranda afirma que le advirtió. Demostró por medio de testigos ante el tribunal revolucionario que envió un expreso al general Dumouriez. Este mensaje pudo no haber llegado. Dumouriez decía que había cesado el fuego. Si hubiese sido dueño de Neerwinde y vencedor de la derecha, como él dice, ¿cómo no acudió en socorro de la izquierda cuando observó la situación de la columna? Pero no, Dumouriez no era dueño de Neerwinde. Fue afortunado al encontrar a Miranda para arrojar sobre él la pérdida de la batalla. Se perdió a la izquierda, pero no se ganó a la derecha. Miranda, a quien Dumouriez acusa de haber perdido su “espíritu guerrero”, cubrió la retirada perfectamente el día 22 en Pellenberg, sosteniendo durante todo un día el poderoso esfuerzo del enemigo, enormemente superior en número. Dumouriez en esta retirada, se encontró a Danton que iba a pedirle la retractación de la carta. No se retractó. Escribió cuatro líneas rogando a la Convención que esperase a que él pudiera explicar su carta. Apenas se había marchado, Dumouriez hizo un arreglo con el coronel Mack, enviado de los austriacos. El mismo Dumouriez, bajo el pretexto de canje de prisioneros, llamó a un delegado del ejército enemigo. Se convino en que los franceses retrocederían a sus anchas, sin batirse, de suerte que los austriacos podrían cubrir sin un disparo todos los Países Bajos (22 de marzo). Los austriacos no se dignaron darle ningún documento escrito. Dumouriez convino estos acuerdos sólo con el coronel Mack y verbalmente. De este modo se comprometía él sin comprometer al general Cobourg. Los austriacos han confesado (a Lafayette) que se distrajo a Dumouriez con algunas esperanzas de permitir un rey constitucional, pero que al no haber nada escrito, no se había cumplido nada. Mack y Dumouriez, reunidos en conferencia con el duque de Orleáns, Valence, Thouvenot y Montjoie, acordaron que los imperiales obrarían como auxiliares de Dumouriez y que marcharían hacia París; que si no podía restablecer la monarquía constitucional, llamaría en auxilio a los imperiales, de quienes sería general; que no contento con la evacuación de Bélgica sin combate, daría a los austriacos una plaza de garantía en Francia, Condé. Una plaza para comenzar; el resto de las plazas, que los imperiales podrían ocupar más tarde, en su cruzada en favor de nuestras libertades constitucionales, recibirían guarniciones mixtas de austriacos y franceses. En este tratado falta una cláusula: ¿Quién será este rey constitucional? ¿El niño prisionero del Temple o el duque de Orleáns, que conducía a París a los austriacos? Danton había partido de París el día 16 y regresó el 29 a las ocho de la tarde. Durante este corto período todo había cambiado. Nadie o casi nadie dudó de la traición de Dumouriez, sin embargo no se tenía ninguna prueba; aún no se conocía el convenio celebrado entre él y el coronel Mack el día 22. Sin embargo, el buen sentido del pueblo dejó patente la traición. Danton se dio una noche de plazo para conocer a fondo la opinión y no asistió ni a la Convención ni al comité. Su papel de mensajero al servicio de un hombre tan sospechoso encerraba grandes peligros para Danton. Él fue quien aconsejó lo de enviar mensajes a Dumouriez. Él mismo los había llevado. Danton aconsejó enviar a Danton. Él había hecho prevalecer en el comité la arriesgada decisión de ocultar una carta tan importante dirigida a la Asamblea. ¿Todo esto no era un caso de alta traición? Danton se jugó la cabeza. Era de temer que sus cómplices, es decir, los miembros del comité, comprometidos por él, pidieran la cabeza de Danton para salvarla suya. ¿Se ahorraría la Gironda a Danton en este peligroso momento? Esto era muy dudoso. La Gironda no era ya un partido y por lo mismo no se podían esperar actos políticos de los que realizan los partidos en su apogeo. El mismo día, el 1 de abril, en un periódico de Brissot, aún se elogiaba al general Dumouriez, y en la Asamblea otro girondino, Lasource, acusaba con violencia a Dumouriez y a su cómplice Danton. Los amigos de Roland llegaban exasperados a la Convención el 1 de abril por la mañana. El comité de vigilancia había decretado durante la noche el arresto de Igualdad, padre e hijo, ordenando además que los documentos de Roland fuesen sellados judicialmente. Los amigos de Roland creyeron ver en esto la mano de Danton, de un hombre que al hundirse se agarra a otro y lo arrastra. ¿Se equivocaban? No se sabe. Lo cierto es que al día siguiente el girondino Lasource saludó a Danton con un ataque feroz, inaudito, poniendo en la palabra odio mortal y no tuvo otro modo de defenderse más que estrangulando al que le estrangulaba. Lasource era hombre de naturaleza violenta, exaltado, áspero. El Languedoc protestante envió a la Convención a muchos de sus pastores de análogas condiciones. ¿Quién puede asegurar que Lasource era menos áspero con la derecha que lo que Jean-Bon-Saint-André lo era con la izquierda? Eran caracteres propios del país, y su historia, las persecuciones de que fueron víctimas, contribuyeron a que su carácter se agriara. En la Convención predicaban como podrían haberlo hecho en la guerra de Cévennes, en el desierto o sobre las rocas. Lasource era un hombre profundamente convencido. En su sombría imaginación había formado, como Salles, Louvet y otras mentes enfermas y románticas, una serie de traiciones de las que eran autores Orleáns, Dumouriez, Danton, los jacobinos, los cordeleros. Hizo pública esta fantástica creación de conspiraciones fúnebres y tenebrosas y pidió que se abriera una investigación sobre el complot tramado para restablecer la monarquía, quejándose de la inacción del tribunal revolucionario, y finalmente, desconfiando del tribunal, pidió que la Convención sometiera a sus miembros a un juicio, obligándoles a jurar que quien intentara restaurar la monarquía sería condenado a muerte. .. El tribunal prestó juramento enseguida, aplaudiendo con entusiasmo las tribunas públicas< Todo el mundo miraba a Danton. Un girondino dijo que en el comité de defensa, Fabre, el amigo de Danton, había dicho que sólo con un rey podría salvarse Francia. .. “¡Desventurados —dijo Danton—; vosotros defendisteis al rey y nos imputáis vuestro crimen!”. “En el nombre de la salvación pública —dice Delmas— pido que cese esta disensión, pues podría ser la ruina de la República. Esperemos el resultado de la investigación”. Todos votaron el silencio. Danton estaba perdido. Se lanzó a la tribuna e inmediatamente, respondiendo a un ataque que no se le había dirigido, exigió a Cambon que certificara el empleo que él hizo de los cien mil escudos que se le asignaron para su viaje a Bélgica. Cambon demostró que ese dinero había sido estrictamente necesario y cubrió a Danton con su probidad. Esto pareció prestar alientos a Danton, devolviéndole su influencia. Reprochó duramente a Lasource (quien como miembro del comité sabía las cosas perfectamente) por no haber dicho que cuando Danton se ofreció para ir a buscar a Dumouriez, su deseo era que le acompañasen Guadet y Gensonné. Demostró que el sistema de Dumouriez era opuesto al suyo. Danton quería la unión de Bélgica y Francia, y Dumouriez abogaba por su independencia. Respecto a la actitud que había que adoptar con Dumouriez, Danton insistió de forma astuta en el acuerdo perfecto de su informe con el de Camus, en el que la probidad jansenista era conocida y respetada. Respaldado Danton por las respetables figuras de Camus y de Cambon, se lanzó con vibrante energía contra la Gironda, asociándose a los odios de la Montaña y confesando que esta había juzgado mejor que él, acusándose de haber sentido debilidad< Esta confesión de labios de un hombre como Danton embriagó a los montañeses, que le aplaudieron con delirio< Danton, como transportándose a otra esfera en alas del triunfo, en el momento mismo en que se creía perdido, olvidó toda prudencia: “¡Nada de tregua —gritó—, ningún lazo común puede haber entre los patriotas que votaron por la muerte del rey y los cobardes que para salvarse nos calumnian a los ojos de Francia!”. Palabras imprudentes cuando todos recordaban su proposición del día 9, que si se hubiera aprobado habría sido la salvación del rey, proposición tan mal recibida por la Asamblea que no obtuvo más que un voto, el de Cambacérès. “Pido —dijo al terminarque se examine la conducta de quienes quisieron salvar la vida del tirano, de quienes han tramado un complot contra la unidad de la República. (Aplausos). Me he atrincherado en la ciudadela de la razón; saldré de ella con el cañón de la verdad y pulverizaré a los insensatos que han querido acusarme”. La burlesca violencia de esta metáfora, muy del gusto de la época, perfectamente calculada, fue el colmo del triunfo del día. Entre las aclamaciones de los montañeses, fuera de sí, descendió Danton de la tribuna. Algunos le abrazaron llorando de alegría. “Sí —decía Marat aprovechando la emoción general—; examinemos la conducta de los miembros de la Convención, a los generales, a los ministros<”. La Gironda asintió. El girondino Biroteau dijo: “Tiene razón Marat. ¡Abajo la inviolabilidad!”. Se procedió a votación inmediatamente. La Convención aprobó que, sin consideración con la inviolabilidad, acusaría a aquellos de entre sus miembros que fueran presuntos cómplices de los enemigos de la libertad. Éste fue uno de los deplorables resultados de la exaltación de los dos partidos y de la triste victoria de Danton. Este traspasó cruelmente los límites de su política ordinaria, sus sentimientos, su opinión. “¡Nada de tregua! ¡Nada de paz!”, dijo el 1 de abril. Y el día 5 añadió: “Aproximémonos. Busquemos la fraternidad”. La tempestad no volverá a los odres de Eolo; se han reventado para siempre. La tormenta se ha llevado a Danton, se ha llevado todo. El Comité de insurrección (los Varlet y Fournier) arrastró a la Comuna la misma noche del 1 de abril, consiguiendo que esta aprobase el reparto de armas entre las secciones, de artillería inclusive. La última autoridad de París había conseguido que se distribuyeran las armas al azar, aventurando las fuerzas a cualquier cambio de opinión. Precisamente las secciones eran veleidosas hasta el exceso y a cada instante cambiaban de parecer y de jefe. Los jacobinos prestaron un importante servicio. Desaprobaron la conducta de este comité anárquico. Marat, entonces presidente de los jacobinos, ordenó que arrestasen a un individuo del Comité de insurrección que entonces penetraba en el local. Esto infundió valor a todos. Muchas secciones aprobaron la conducta de Marat; el cuerpo electoral obligó a la Comuna a que desautorizara al comité insurreccional. Barère en la Convención pidió que fuesen los miembros del comité conducidos a la barra. La propia Comuna atacó a los anarquistas a quienes había protegido la víspera. El día 3 de abril todo había cambiado. Dumouriez ordenó que fuesen detenidos los delegados que se le habían enviado. El mismo Dumouriez lo confesaba en una carta suya dirigida a los administradores del departamento del norte. Dumouriez quería apoderarse de Lille. Todo parecía perdido. ¿Qué hacer si el ejército seguía a Dumouriez, tanto en la victoria como en sus crímenes? Pensar esto era cometer una injusticia contra el ejército. El ejército, dividido en cuerpos aislados, ignoraba generalmente los delitos cometidos por el general. Para arrestar a los representantes bastaron algunos húsares. Lille afortunadamente estaba seguro. Tres emisarios del ministro Lebrun, enviados por él para conocer las intenciones de Dumouriez, dieron instrucciones a su regreso a las autoridades de la frontera. Estos emisarios eran j acobinos conocidos; el primero, sobre todo, Proly, amigo de Dumouriez, hijo natural del príncipe de Kaunitz. Los emisarios vieron a Dumouriez dos o tres veces en Tournai entrar en el domicilio de madame de Genlis con el duque de Orleáns. Dumouriez se hallaba en una extraña situación de espíritu. Cedía terreno a los austriacos, retrocedía sin combatir y no conseguía que se comprometieran ni que dejaran constancia escrita. Pertenecía al extranjero, al enemigo. Ya no sabe lo que harán, ni qué le harán hacer sus señores. Los tres enviados del ministro no sacaron nada en limpio de las fanfarronadas del general: que iba a marchar Dumouriez sobre París, que tenía fuerzas suficientes para batirse delante y detrás. Entre otras locuras parecidas les dijo: “Hace falta un rey, llámese Luis o Jacobo<”. “O Felipe”, añadió Proly. Dumouriez se contrarió al ver que Proly le había adivinado el pensamiento. La Convención, para notificar a Dumouriez que debía comparecer en su barra, eligió individuos de su completa confianza: el viejo constituyente Camus, dos diputados de la derecha, BancaJ y Quinette, y un solo montañés, Lamarque. A estos les acompañó el ministro de la guerra, Beurnonville, amigo personal del general Dumouriez y al que denominaba discípulo. Estos llevaban la peligrosa comisión de arrestar al general si este se negaba a presentarse. Dumouriez era muy querido. Determinadas armas le eran ciegamente devotas al general. Este hizo cuanto le vino en gana, hasta dejar en poder de los austriacos a algunos franceses que hablaban mal de él y otros que querían asesinarlo. Dumouriez no se negó en absoluto a obedecer. Quería ganar tiempo para asegurar Condé y si podía Lille. Los enviados insistieron. Camus, que era el portador del decreto, no se asustó ante las siniestras amenazas que proferían algunos generales, creyendo intimidarle. El viejo jansenista, a quien en la Convención se le creía poco republicano, se mostró en tan grave circunstancia digno de la República que representaba. Finalmente, Dumouriez se negó rotundamente. “Quedáis, pues, arrestado —dijo Camus—, y vuestros documentos serán sellados por la Convención”. Se encontraban allí Valence, Igualdad, algunos oficiales y las señoritas Fernig con su traje de húsares. “¿Quiénes son esos jóvenes? —dijo Camus echando una ojeada severa sobre la equivoca Asamblea—. Dadnos vuestras carteras”. “Esto es demasiado —dijo Dumouriez en alemán—; arrestad a estos hombres”. No se fiaba ya de los franceses e hizo venir a treinta húsares, que sólo entendían el alemán. Este trámite entregaba a Dumouriez a los austriacos, sin retorno posible. Estaba a merced de ellos. Dumouriez sólo contaba con las palabras, las frases de Mack. Aún no había hablado con Cobourg. Este dependía del congreso de la coalición que permanecía en Amberes, donde se encargaba de desmembrar Francia sobre el mapa. Envió allí a Valence, quien no obstante no pasó de Bruselas; probablemente el congreso le dio la orden de esperar, puesto que no querían dar a Dumouriez nada positivo, sino solamente aprovecharse y explotar su traición. Dumouriez había prometido más de lo que podía cumplir. El día 4 por la mañana quiso instalar al general Cobourg en Condé. Se encontraba a una media legua con el duque de Orleáns. De repente vio pasar por el camino tres batallones de voluntarios que sin autorización de sus jefes, se precipitaron sobre la plaza y cerraron sus puertas a los austriacos. Así Francia, traicionada, se defendía ella misma. Dumouriez ordenó que retrocedieran las fuerzas francesas. Entonces oyó gritos de terror y algunas detonaciones. Dumouriez escapó a través de los campos. Cinco o seis de sus acompañantes cayeron muertos. A duras penas pudo encontrar una barca y atravesar el río; se lanzó a los austriacos. Su ayudante ordinario, el coronel Mack, al que siempre se hacía hablar (pudiendo condenarle), escribió con Dumouriez por la noche, una engañosa proclamación en la que se ponían en boca de Cobourg las siguientes afirmaciones: “Que él no había venido a Francia para realizar conquistas, que únicamente tomaría las plazas que estuvieran en depósito y solamente para restituirlas”. Dumouriez, que ya no estaba en situación de disputarse nada, sacrificó esta vez al joven pretendiente; dejó que los austriacos escribieran de forma diferente a como habían hablado. El 22 de marzo dijeron: Restablecimiento de una monarquía constitucional, que lo mismo hubiera podido ser con el duque de Orleáns que con el hijo de Luis XVI. Pero el 4 de abril, viendo a Dumouriez fugitivo y sin recursos, escribieron en su proclama: Se le repone a Francia su rey constitucional. El rey constitucional no podía entenderse más que de la rama primogénita. Dumouriez, decidido a morir para recobrar su prestigio, dejó muy extrañado a su amigo Mack cuando le dijo por la mañana que iba a volver al campo francés con la intención de ver, una vez más, lo que cabía esperar del ejército. Mack palideció ante tanta audacia y no le dejó partir sin darle por escolta algunos dragones austriacos. La escolta de austriacos fue lo que perdió a Dumouriez. Aquellos no servían para protegerle, sino para evidenciar su traición. Sin este testimonio aportado por el mismo Dumouriez, quizás se habría salvado. El ejército estaba conmovido por la agresión de los batallones voluntarios contra Dumouriez. Cuando este reapareció, el ejército se alegró enormemente de que siguiera con vida. La sensibilidad aumentaba. Aunque los voluntarios continuaran en su actitud sombría y amenazadora, aunque la artillería permaneciera en la más terrible de las reservas, las fuerzas de línea se conmovieron ante Dumouriez. Este, al pasar frente a la bandera de Francia, gritó: “Amigos míos, he hecho la paz. Vámonos a París a detener la sangre que se derrama<”. Estas palabras causaron impresión. Dumouriez estaba frente al regimiento de la Corona, que destacó en la batalla de Neerwinde; besó a un oficial. Un soldado furriel, llamado Fichet y que era natural de Givet, salió de entre las líneas y preguntó a Dumouriez: “Mi general, ¿quiénes son aquellas gentes?”, señalando a la escolta de los austriacos. “¿Qué significan los laureles que llevan? ¿Vienen a insultarnos?”. Los alemanes, vencedores o no, tienen el capricho de llevar en la primavera algunas hojas verdes en el sombrero. “Estos señores —dijo Dumouriez— son ahora nuestros amigos< Serán nuestra retaguardia<”. “¿Cómo? —gritó Fichet—. Los austriacos entrarán en Francia, desmembrarán nuestro territorio< ¡Oh, no! ¡Esto es una venganza, una traición! ¡Es la deshonra de Francia!”. Estas furiosas exclamaciones recorrieron toda la línea. Se oyeron mil detonaciones al mismo tiempo. Todo un batallón disparó contra Dumouriez. Éste volvió grupas y quiso dirigirse a Orchies. Ya era demasiado tarde. A Saint-Amand, también demasiado tarde. El general Dampierre se lanzó tras él; después hizo lo mismo Lafayette y finalmente todos los generales. La artillería partió para Valenciennes y el resto del ejército abandonó el tesoro, todo su equipaje. Un solo regimiento no quiso abandonar a Dumouriez, el de húsares, cuya mayor parte se componía de alemanes. Quedaron rezagados tres regimientos sin saber que hacer, sin saber por qué decidirse. El joven duque de Orleáns no siguió a Dumouriez en su peligrosa marcha. Sacrificado por Dumouriez en la proclama austriaca, ni él mismo sabía lo que debía hacer, si traicionaría a Dumouriez o a la Convención. Orleáns tanteó a los tres regimientos rezagados. ¿Cuál podía ser el propósito de esta misteriosa visita? El carácter del protagonista nos lo deja adivinar con facilidad. Según la disposición de ánimo con que encontraría a aquellas fuerzas, podía haber intentado ponerse a la cabeza y se hubiera ganado el mérito de haberles dirigido hacia un lado u otro. Si conducía a Francia, este hecho borraría de un golpe sus relaciones con Dumouriez y se haría verdaderamente popular. Todos habrían dicho: “Mientras la Convención colocaba a Orleáns fuera de la ley, él devolvía su ejército a Francia”. Habría vuelto, no absuelto, pero sí glorioso, bajo un arco de triunfo, como los héroes del patriotismo y de la fidelidad. La actitud triste y desafiante de los tres regimientos hizo inútil todo intento. Igualdad, fuera ya de la ley, causó recelos a los tres regimientos, que desconfiando de su suerte no iban a entregarse en manos de un jefe tan sospechoso. No le quedaba más que el exilio. Se pasó a los austriacos, no para seguir a Dumouriez, sino para adquirir un pasaporte y conducir a su hermana y a madame de Genlis a Suiza y hacerse olvidar en el destierro. Nada tan conveniente para él como esperar el curso de los acontecimientos e irse desligando poco a poco de todos los nudos que lo ataban a la Revolución, a fin de que se operase una transición suave, para que se estimase su arrepentimiento. Libre por fin de Dumouriez, no tardó en deshacerse también de madame de Genlis. La sacrificó a su madre, con la que necesitaba reconciliarse pronto y a toda costa. Era aún el heredero de la inmensa fortuna de su madre. Conservaba ésta los bienes de su padre, el duque de Penthièvre, bienes que respetó la Revolución. Desde 1794 pudo volver a gozar de una renta de cuatro millones. Para recuperar los bienes del duque de Orleáns, confiscados pero no vendidos, se esperó hasta 1814 y hasta que su hijo volvió. El joven, escondido de incógnito en Suiza, estaba a la expectativa de ser el primer propietario de Europa. Un día, en el siglo del dinero, una vez gastadas la libertad y la gloria, sobre las ruinas de todo, la propiedad bastará para conceder la realeza. 1. ¡Gran pueblo! ¡Pobre pueblo!< Si nos compadecemos de Polonia, ¿por qué no nos compadecemos de Rusia? Esta raza buena y dulce, dócil, más tierna ante los afectos domésticos que ninguna nación del mundo, está bárbaramente gobernada desde hace un siglo por el mando alemán; obedece en el extranjero (como Polonia) a la dinastía alemana, a la burocracia militar de Alemania, eminentemente dura y pedante. ¡No hay misterio más oscuro y más triste para el que interroga a las vías de la Providencia! 2. Es la excusa que ponen los biógrafos de Souwarow: ”Seguía las órdenes expresas de su corte”. 3. Esto es lo que prueba irrefutablemente que Duprat y otros jefes del partido violento no fueron para nada los autores del asesinato de Lescuyer, como les acusan descaradamente los papistas asesinos, atribuyéndoles su propio crimen. jugar a semejante juego, en el estado de extrema debilidad en el que estaba el partido francés (que no pudo reunir, como veremos, en el momento de peligro más que treinta y cinco hombres en una ciudad de 30.000 almas), arriesgarse, digo, a tal cosa, era correr el riesgo casi inevitable de morir. Esta historia siempre ha sido expuesta por los enemigos del partido francés, como Commin Soullier, etc. André, que utiliza a menudo las apariencias de la imparcialidad, adopta y copia, con los ojos cerrados, las tradiciones embusteras de la contrarrevolucion. 4. Anne-Louise Germaine Necker (madame de Staël) escribió Corina a los 17 años. (N. de J.M.I.) 5. Esto en diciembre y enero (ver los artículos de Brissot que dieron el impulso). Este gorro rojo no se ha tomado prestado a los galeotes, como se ha dicho, ni a los soldados de Châteauvieux, de los que la opinión no se ocupa hasta mucho más tarde, en abril. 6. Podemos citar mil ejemplos. Yo daré uno sólo, el de los tres hermanos Levavasseur, de Rouen. Los dos más jóvenes se fueron porque el mayor se iba. Los tres llegaron a ser generales. El más joven de estos heroicos hombres ha sobrevivido. 7. Existe una preciosa miniatura de Lucile en la colección del coronel Maurin. Esta colección, que el Estado debería adquirir, será vendida a un particular. En ese caso pido al comprador que done la miniatura al Museo (mientras esperamos el Museo Revolucionario que se debería crear). Este objeto pertenece a Francia, no tanto como elemento artístico como por su valor histórico. Lucile en ese retrato es una bella mujer de clase poco elevada (Lucile Duplessis- Laridon). ¿Bella? Sí, pero sobre todo revoltosa, un pequeño Desmoulins en mujer. Su rostro encantador, conmovido, tormentoso, caprichoso, tiene el soplo de la Francia libre. El genio ha pasado por él, se nota, el amor de un hombre de genio. Ella le amó hasta el punto de querer morir con él. Y sin embargo, ¿fue de él entero, sin reservas, ese corazón tan entregado? ¿Quién lo afirmaría? Ella era amada por un hombre muy inferior. En ese retrato está muy alterada; la vida en él está muy mermada, la tez es oscura, poco nítida< Pobre Lucile, tengo miedo, has bebido demasiado de esa copa, la Revolución está dentro de ti. Me parece sentirte aquí en un nudo inextricable. ¡Ay! ¡Ese nudo será enérgicamente cortado por la muerte! 8. Debemos repetirlo. No hubo ningún artífice del 10 de agosto, ningún otro más que la indignación pública, la irritación de una larga miseria, el sentimiento de que el extranjero se aproximaba y de que Francia era traicionada. Por lo tanto ningún hombre, ni Danton, ni Santerre, ni nadie, tenía suficiente influencia para decidir llevar a cabo un movimiento de tal magnitud. No hubo ningún general de la insurrección. Los únicos que vieron al prusiano Westermann a la cabeza de la columna, son los que no estaban allí. Allí no hubo nada preparado. Exceptuando los quinientos federados marselleses, que se abastecieron de cartuchos, los asaltantes no tenían casi ninguna munición; en un principio se limitaron a las que encontraron en el Carrousel, en los cadáveres de los suizos. Afortunadamente algunos guardias nacionales habían guardado las que Lafayette había hecho distribuir un año antes en el Campo de Marte, el 17 de julio de 1791. 9. ¿Qué papel tuvo Danton en este primer acto de la insurrección? Lo ignoramos; ese día no presidía el Club de los Cordeleros. Sus enemigos aseguraron que el gran agitador había recibido, la víspera misma, 50.000 francos de la corte, que lo habían adormecido así por la confianza y que Madame Elisabeth decía: “No tememos nada, tenemos a Danton”. El hecho no es imposible; entretanto nunca se ha dado la más mínima prueba. No hay ni un solo revolucionario del que no hayan dicho cosas semejantes. 10. ¿A quién se convencerá de que los asaltantes, tan interesados en fomentar la defección, hayan masacrado en el acto, como pretende Pelletier, a los suizos que se habían dejado atrapar? 11. Ese testigo, que observaba con tanta sangre fría, es Moreau de Jonnès. Debo varios detalles muy importantes a su relato del 10 de agosto, que quiso transmitirme. Recordaría, entre otras, la curiosa anécdota relatada más arriba. 12. Resulta curioso observar cómo la imaginación popular es la misma que en los peligros públicos (véase nuestra Historia de Francia, en tiempos de Carlos VI, año 1413, t. IV, pág. 239). 13. Serán los propios hechos los que se encargarán de caracterizar a Danton, en varios sentidos, en esta gran y terrible crisis. No nos anticiparemos. Que sólo se nos permita dar aquí con respecto a él, el juicio de un hombre grave, como lo es precisamente el nuestro. Un joven, que venía de Arcis-sur-Aube, el país de Danton, había oído contar allí varios hechos que honraban su memoria; hallándose en París, en casa de Royer-Collard, se atrevió a decir ante el orador realista: “Me parece, sin embargo, que ese Danton tuvo un alma generosa. . ., Monsieur llamado magnánimo”, dijo Royer-Collard (debo esta frase a nuestro ilustre Béranger). 14. La Comuna no votó según las conclusiones de Robespierre, pero, en cierto modo, adoptó su discurso, lo imprimió en el acto y lo difundió. Grave circunstancia que ni Barrière ni Buchez han conservado en sus extractos y que atestan los originales. Archivos del Sena. Actas del consejo general, registro XXII, pág. 4. 15. El original de esta acta, tan irregular en la forma como culpable en el fondo, se conserva en los Archivos de la Jefatura de Policía. El decreto del Ayuntamiento, en el que se basa, no se halla en los registros de las actas de la Comuna (Archivos de la Jefafura del Sena). 16. Que se me permita decirlo, ando solo por esas sombrías regiones de septiembre. Solo. Nadie antes que yo las ha pisado. Ando, como Eneas en los infiernos, espada en mano, alejando las vanas sombras, defendiéndome de las legiones mentirosas de las que estoy rodeado. Les he opuesto a todos una crítica inflexible, controlándoles mediante diversas pruebas a las que no resisten, especialmente mediante una cronología muy minuciosa de los días y las horas. Es ahí sobre todo donde les atrapo. El primero de esos mentirosos, tanto por omisión como por comisión, es el Monitor, siempre en manos de los poderosos, siempre mutilado o falsificado por ellos en las grandes crisis. Juzguémoslo por la importante sesión del l de septiembre, donde la Asamblea relató su decreto contra la Comuna del 10 de agosto. El Monitor, revisado por los girondinos, no dice una sola palabra sobre esta concesión humillante de la Asamblea: la encontramos en los Archivos Xacionales en las Actas manuscritos de la Asamblea legislativa. El 6 de septiembre, el mismo periódico, bajo la influencia de la nueva potencia, la Comuna, ofrece un relato mentiroso de los comienzos de la masacre, relato equivoco, que roza el elogio: “Entonces el pueblo toma la resolución más arriesgada, etc.”. Destacaré en su momento los diversos documentos y los principales narradores, sobre todo ese al que todos han copiado, el panfletista Peltier, que en ese mismo año (1792), desembarcando en Londres, aún conmovido por el miedo y la rabia, teniendo presente que Francia ha muerto asesinada por Europa, creyó que no resultaba arriesgado andar sobre un cadáver y escupir encima suyo. Los ingleses, para los que el autor escribía, han cubierto ese libro de oro y se lo han aprendido de memoria. Todas las prensas de Europa se han empleado a fondo en difundir la infame leyenda. Circulando de boca en boca, ha creado a su vez una falsa tradición oral. Más de un historiador se refiere a ello recogiendo de boca de los transeúntes, como algo tradicional, de autoridad popular, lo que primitivamente no tiene otro origen que ese breviario de calumnias. 17. Una persona de confianza que estaba la tarde del 1 de septiembre en el Club de los Minimes, me contó que la sesión se suspendió porque el presidente, Tallien, fue llamado a la puerta. Esa persona salió y vio al hombre que preguntaba por Tallien y que (asegura haberle reconocido) no era otro que Danton. Si el ministro de justicia hizo él mismo este trámite, es porque quiso, sin cartas ni intermediarios, transmitir sus intenciones al joven secretario de la Comuna. Por lo demás, sabemos que Danton no escribía jamás. 18. Debo la comunicación de este importante documento, y de unos cuantos más, a la amabilidad de Labat, archivero de la Jefatura de Policía, al que no puedo estar lo suficientemente agradecido. 19. Este intrépido hombre vive aún. Es el padre de Poret, profesor de filosofía, uno de nuestros más queridos amigos. Nos complace mucho ofrecer este testimonio al venerable anciano. 20. Debo varios detalles que daré a continuación a otro testigo ocular, Villiers, cuyas obras y notas manuscritas he consultado a menudo, así como su admirable memoria, tan presente en sus más de noventa años. 21. Un empleado, dice el propio Roland (carta del 13 de septiembre) y no un ayuda de camara, como dice madame Roland en sus memorias. Escritos partiendo de recuerdos, son muy inexactos en este punto. Ella piensa que la matanza comenzó a las cinco. Dice que Danton fue el día 2 al comité de vigilancia para impedirle emitir una orden de comparecencia contra Roland; supone que se reunió rápidamente con Pétion, etc. Todo esto tuvo lugar el día cuatro, cuando ya comenzaba la reacción y Pétion, a quien Danton ensalzaba, se sonríe ante esta intervención tardía; a buen seguro que el día 2 no sonrió. 22. Citamos esto siguiendo la tradición. Creo que no queda ninguna marca auténtica de la masacre de la Conserjería. 23. El expediente que poseemos en los Archivos Nacionales testimonia la ligereza de los conspiradores realistas. Uno de los cómplices de Cazotte le envia, para animarle, las rrofecías de Nostradamus. 24. Los sacrificios de mademoiselle Cazotte y de mademoiselle de Sombreuil estaban alentados por el deber y la naturaleza. Otros, incluso más espontáneos, fueron, en ese sentido, más admirables. El relojero Monnot salvó al abad Sicard, poniendo su vida en peligro. Geoffroy Saint-Hilaire, no contento con haber obtenido la libertad de su profesor Hauy, concibió el audaz proyecto de salvar a sus maestros, los profesores de Navarre, encerrados en Saint-Firmin. Este joven de veinte años, el 2 de septiembre, a las dos, en el momento exacto en que tocaban a rebato, entró intrépidamente en la prisión con la carta y las insignias de un comisario. Los prisioneros no se atrevieron a seguirle, bien porque dudaban del éxito de la empresa bien porque temían comprometer a los que no habían logrado escapar. Llegó la noche y en esa noche de terror su humanidad se hizo más fuerte en su heroico corazón. Cogió una escala, la apoyó contra el muro de Saint-Firmin a dos pasos de los centinelas y en esa situación extremadamente peligrosa esperó ocho horas a que los prisioneros escapasen. Salvó a doce sacerdotes. Uno de ellos se cayó y se hirió; Geoffroy Saint-Hilaire le cogió en brazos y le llevó a un depósito de maderas cercano. Volvió de nuevo a la escala, pero el día se acercaba, fue descubierto por unos centinelas y recibió en su hábito un balazo. Al que había demostrado tan valerosa simpatía por la vida humana, Dios estableció como recompensa el poder adentrarse en el misterio de la vida, el comprender sus transformaciones, como nadie lo había hecho jamás. Este heroísmo de ternura le desveló la naturaleza; penetró en ella con el corazón. 25. El registro de la Abbaye, todo manchado de sangre, guarda en sus márgenes ese odiado nombre, normalmente bajo esta nota: asesinado por el juicio del pueblo, o absuelto por el pueblo. Maillard. Su escritura es muy bella, muy grande, monumental, noble, sosegada, la de un hombre capaz de dominarse por completo, que no tiene ni dudas ni miedo, una perfecta seguridad de alma y de conciencia. Maillard no vuelve a aparecer en toda la Revolución: permaneció como enterrado en sangre. La bella frase que pronunció para salvar a Sombreuil no puede ser puesta en duda. La hemos encontrado en el periódico más contrario a los hombres de septiembre, en el periódico de Brissot, El Patriota Francés... Una persona muy versada en la historia de la revolución y que conoce perfectamente a los hombres y a los caracteres de esa época, me decía que suponía que Maillard había sido enviado por Danton para organizar un tribunal-modelo, que se imitó en otras prisiones, con el fin de salvar a una parte de los prisioneros. Fue posible. Sin embargo me parece igualmente verosímil que el intrépido ujier actuara por si mismo y de manera espontánea. 26. Véase en el Museo de Versalles. Los demás retratos son ridículos, de despreciables mentiras, como las memorias francesa e inglesa a las que se ha puesto su nombre. 27. Peltier no olvida darle una serie de hermosas respuestas heroicas, puro Comeille. Nada más inverosímil teniendo en cuenta todo lo que sabemos sobre esta mujer, débil y tímida, evidentemente incapaz de representar semejante papel. 28. Según la tradición. Tallien, muy bien informado como secretario de la Comuna, mantiene en su apología que, entre todas las masacres, no murió más que una mujer, madame de Lamballe. 29. Pétion, envalentonándose, algunos días después de septiembre no tuvo dificultad en decir en el consejo general que Marat era un loco. París se levantó indignado y dijo que ese supuesto loco era realmente un profeta, que había dicho y hecho cosas increíbles que solamente se podían encontrar en el Antiguo Testamento. Requerido para explicar todo esto, París dijo que Marat había hecho lo mismo que Ezequiel, que encerrado al fondo de su cueva, “se quedó, como el profeta bíblico, seis semanas sentado sobre una de sus nalgas sin volverse”. 30. Debo la transmisión de numerosos documentos que esclarecen este asunto a la amabilidad de Danton, uno de nuestros más distinguidos profesores de filosofía, hoy inspector de la Universidad. 31. Es el fallo demasiado habitual de los escritores militares, especialmente de los generales que escriben su propia historia. Hacen gala del éxito de sus cálculos, olvidan a los hombres sin cuyo sacrificio esos cálculos no servían de nada. El más grande es el más culpable: Napoleón, en sus memorias, ofrece gustoso la cifra de hombres, no la calidad, el personal maravilloso, único, invencible, del que disponía. Parecía que ignoraba la infalible espada que su madre, la Revolución, le había legado al morir. “Tenía tantos hombres y otros tantos han muerto”. Esto es lo que hubo por toda oración fúnebre. ¡Cómo! ¿Eso es todo, gran Emperador?< ¡Ni una sola palabra salida del corazón para tantos corazones heroicos, que ya ni siquiera os distinguían de la patria y morían por vos! 32. Dumouriez era gascón de carácter, provenzal de origen, nacido en Picardía. 33. No es la primera vez que los franceses han cuidado y alimentado a sus enemigos. Esto se observó también en la toma de la Rochelle (1627) y anteriormente en las guerras españolas del siglo XIV. Un inglés ofrece este testimonio: “En el momento en que el duque de Lancastre invadió Castilla y los soldados comenzaban a morir de hambre, pidieron un salvoconducto y pasaron al campamento de los castellanos, donde había muchos franceses que les auxiliaban. Estos, conmovidos por la miseria de los ingleses, les trataron con humanidad y les alimentaron con sus propios víveres: De suis victualibus refecerunt (Walsingham, pág. 342). 34. Dumouriez prepara hábilmente su efecto teatral, suprime las grandes causas del éxito, resalta, exagera los más nimios obstáculos, por ejemplo algunos vidrieros gentilhombres o partidarios de Condé, que se hallaban en el bosque de Argonne. Por otro lado, las Memorias de un hombre de Estado, escritas para Prusia por el librero Schaall sobre las notas de Hardenberg, no olvidan nada con el fin de embrollar las cosas y salvar el honor prusiano. 35. Contaré algo más tarde la vida de este gran ciudadano y la contaré exactamente con las mismas palabras del que me la ha transmitido, el joven Lejean, el futuro historiador de Bretaña; nadie más que él tiene derecho a contar la vida de los héroes, puesto que lleva sus almas consigo. 36. Todo esto no responde a una estampa imaginaria. Lo veremos más tarde. 37. La palabra generalmente quizá exprese demasiadas cosas. Millones de mujeres fueron republicanas y lo fueron de forma heroica. Sin embargo, y esto es bien cierto, la mayoría fueron contrarrevolucionarias. 38. Las novelas de la Vendée (las de madame La Rochejaquelein y otras) han encontrado refutaciones y contradicciones muy graves en varios historiadores realistas, en Lebouvier-Desmortiers, Vauban, etc. Finalmente llegaron las publicaciones de fragmentos de actas que demostraron que en esas novelas ni un solo hecho, ni una sola fecha, eran exactos; se derrumbaron y no queda nada de ellos. (Ver la recopilación titulada: Guerras de los vendeanos, llevada a cabo por un oficial de la República, 1824, vol. 6. Da, además de las actas, las notas e informes de Kléber y otros generales, cuya leal veracidad jamás ha sido puesta en duda). 39. Ninguna época estuvo más muerta en cuanto a sentimientos religiosos, que la inmediatamente anterior a la Revolución. Mi padre me contaba a menudo que en su ciudad natal, Laon, y en muchas otras ciudades, que como Laon, estaban plagadas de sacerdotes, la opinión general les era, no solamente indiferente, sino más bien hostil. Era cada vez más difícil reclutar cuerpo eclesiástico, pero sobre todo encontrar frailes. El convento de Saint-Vandrille, construido para albergar a mil monjes, no tenía más que cuatro. Los conventos empleaban mil agasajos, mil adulaciones para conseguir un nuevo miembro. Cerca de Laon había un vasto monasterio de Cartujos (en el val Saint-Pierre), enormemente rico que, como se decía en la región, ocupaba diecinueve pueblos y hacía trabajar noventa y nueve arados. Estos frailes no eran más que doce y esos doce se extinguían, sin encontrar quién les remplazara. Trataban de atraer a mi padre, muy joven por aquel entonces, le invitaban y le engatusaban, se esforzaban en entretenerle. Pero no podían ocultarle que se morían del aburrimiento; todo su recurso consistía en crearse algún divertimento fútil; uno de ellos criaba canarios, otro hacía algo de jardinería, un tercero tallaba juguetes. El único que fue un hombre serio decía siempre a los forasteros: “Nunca os hag{is cartujos”. Y por este crimen sus jefes mandaban azotarle a menudo. Un día a la semana los cartujos daban de comer magníficamente, en vigilia, según la regla de la orden. Acudían muchos parásitos, sobre todo miembros de la nobleza pobre. Los dos o tres principales dignatarios de la casa iban y venían, con el pretexto de los negocios, vivían con gran lujo, bellos coches, comían fuera de casa, hacían viajecitos, a menudo acompañados de bellas damas, que se acostaban en los edificios exteriores del convento; nadie se escandalizaba por ello. Mi padre conocía demasiado bien ese interior como para verse tentado de hacerse cartujo. Los conventos de mujeres, que también conocía muy bien, le revelaban aún mejor los misterios de la vida monástica. Era el triunfo del vacío y de lo fútil; ni un solo pensamiento religioso; innumerables enredos, una tiranía femenina, inquieta, cruel, la muerte a golpe de aguja. Mi padre, tan joven como era, recibía las confidencias de varias religiosas; estas decían al hombre joven y honesto, discreto y sensato, lo que no se atrevían a decir al cura, que contaba todo a sus superiores. Una de esas religiosas, de unos cuarenta años, madame Dangesse, de alma elevada, pero de carácter firme, incapaz de acomodarse al régimen de las mezquindades, de las viles complacencias, de las delaciones mutuas que se imponían a las demás, era el burro de carga. La superiora la ponía tan pronto de rodillas en medio del coro, como le hacía comer en el refectorio su pan seco, en el suelo, como lo comen los perros. Estos extraños castigos, infligidos a la única persona que tenía mérito, hacían las delicias de las favoritas de la abadesa y aliviaban su ociosidad. El bárbaro placer que los niños infelices y malos encuentran en torturar a un pobre animal, ellas lo encontraban en ver sufrir a su desafortunada compañera y sus burlas eran un medio para deleitar su común tiranía. Aunque mi padre tenía muy claro que jamás sería fraile, su familia insistía para que al menos se hiciera sacerdote, pensando que al haber hecho buenos estudios, no le costaría mucho sacar un beneficio de ello. Le presentaron al abad de Bourbon, hijo de Luis XV y de mademoiselle de Romans, que tenía un beneficio de medio millón en rentas. El joven príncipe, de veinte años, guapo, amable y mundano, recibió a mi padre maravillosamente, habló un rato con él, vio que era un hombre de mundo, sin ninguna vocación eclesiástica, y dándole en el hombro amistosamente le dijo: “Muy bien, amigo mío, muy bien. Me gustas, te nombro canónigo”. Afortunadamente para mi padre la Revolución se encargó de esto. 40. 5 Era y es generalmente honesta y ahorradora, se toma muy en serio las labores de la casa y cumple con los deberes de esposa y mucho más. Hemos conocido algunas que no aceptaban ningún salario y más aún, vigilaban a su patrón, lo alejaban de los excesos de la mesa y de muchos otros, le seguían hasta la iglesia y al pie del altar y observaban si cumplía con su santo misterio. 41. Esta religión, nacida del corazón de la mujer (ese fue el encanto de su origen), va absorbiéndose en la mujer en su etapa de decadencia. Sus doctores son insaciables en sus investigaciones sobre el misterio del sexo. ¿En qué tema hurgó, profundizó, el Concilio de París, en este mismo año (1849)? Solamente en uno: la Concepción. No busquéis jamás al cura ni en las ciencias, ni en las letras; está en el confesionario y allí se pierde. ¿Qué esperamos que sea de un hombre al que todos los días vienen a contarle cien mujeres lo que pasa en su corazón, en su cama y todos sus demás secretos? Los santos misterios de la naturaleza, que vistos de frente, en pleno día, por el ojo austero de la ciencia, agrandan el alma, la debilitan, cuando las confidencias sensuales les sorprenden así, a media luz. La agitación febril, los goces iniciados, más o menos eludidos, reiniciados sin cesar, esterilizan al hombre sin vuelta atrás (recomiendo este importantísimo tema al filósofo y al médico). Puede conservar las pequeñas facultades de intriga y de maniobra, pero las grandes facultades viriles, sobre todo la invención, nunca se desarrollan en este estado enfermizo; les gusta el estado sano, natural, legítimo y leal. Desde hace ciento cincuenta años, sobre todo, desde que el Sagrado Corazón, bajo un velo de equívocos, ha facilitado este juego fatal, el cura se ha apagado y no ha producido nada más; ha permanecido eunuco en las ciencias. 42. Mi padre, llegado de Laon a París, en octubre de 1792, estuvo de viaje tres días y se vio obligado a pernoctar dos veces. 43. Estas cartas (conservadas en los Archivos Nacionales, armario de hierro, c. 37, documentos del proceso de Luis XVI) proporcionan una grave circunstancia atenuante a favor del hombre indeciso, tímido, al que debieron torturar el espíritu. 44. La servidumbre, como ya sabemos, es un espantoso comunismo, la violación como costumbre, como derecho. En él la familia no tiene cabida. El siervo blanco es en este punto mucho más desgraciado que el esclavo negro. Este puede distinguir muy bien, por la piel, a los hijos que son del amo. En Rusia y en países semejantes, no hay nada que muestre la diferencia; el desafortunado padre nunca sabrá cuáles son sus hijos. Un ministro protestante me ha asegurado haber visto, hacia 1800, en la costa alemana del Báltico, a una joven atada con una cadena de hierro en una caseta de perro por no haber querido pagar el derecho del señor al intendente que gobernaba la tierra. Nuestros señores franceses del siglo dieciocho usaban tan generosamente esos privilegios como jamás lo habían hecho sus abuelos; sus hijos, por libertinaje o por insolencia, recorrían todo el pueblo y pobre del que no hubiese cerrado los ojos, porque habría sido perseguido. El hombre de negocios también, al igual que ocurre hoy en día, establecía a menudo los plazos que acordaba para los pagos en vergonzosas condiciones, etc., etc. La mujer lo pagaba todo. Ella habría debido ser realmente más revolucionaria que el hombre. 45. Daunou me contó que él mismo la había escuchado. 46. Estos labios expresan a la perfección la facilidad trivial, la abundancia de aguas insípidas y sucias que le llegaban a torrentes. El admirable retrato de Boze (colección Saint- Albin) muestra ese rasgo esencial del inagotable periodista. Sin embargo ya no encontramos ese rasgo en el gran grabado al buril (excelente, por lo demás) que fue realizado siguiendo el retrato de Boze. En cuanto al singular desacuerdo que apreciamos en los rasgos de Marat, al igual que en sus ideas, se debe no solamente a su excentricidad personal, sino quizás también a la extraña mezcla de razas, absolutamente irreconciliables, que había en él. Por un lado era suizo y por otro sardo. Su verdadero apellido era Mara. Extracto de los registros de la parroquia de Baudry, principado de Neuchâtel: “Jean-Paul, hijo de Jean-Paul Mara, prosélito de Cagliari en Cerdeña y de madame Louise Cabrol, de Ginebra, que nació el 24 de mayo de 1743, ha sido bautizado el 8 de junio. No tenia padrino y su madrina fue madame Cabrol, abuela del niño”. (Copiado por Quinche, ministro en Baudry, 25 de enero de 1848, y comunicado por la amabilidad de Carteron). Lamento no haber tenido este dato cuando escribí mi capítulo sobre Marat. La raza sarda es la misma que la de Malta y la de la antigua Etruria; los individuos que a ella pertenecen son raros y no llama mucho la atención el hecho de ver tantas figuras monstruosas en los monumentos de este último pueblo; las primeras figuras de Polichinela fueron halladas en las tumbas etruscas. 47. La petición fue leída por Gonchon, el orador habitual del barrio, al que los agentes de la Gironda atormentaban enormememnte y le obligaban a beber (como se supo más tarde); esta petición no rechaza en absoluto a los federados que la Gironda llamaba a París. Tras esto ya no es para nada girondina, acusa sin dudar a la Convención de ser gravemente culpable, especialmente a la Gironda, del espíritu de desconfianza y de odio ciego, del ensañamiento por perder a sus enemigos. La acusación caía de lleno sobre este partido que incluso rechazaba los últimos avances de Danton y se declaraba implacable. Es por esta señal por lo que la petición nos ha parecido espontánea, independiente de los partidos, un verdadero grito del sentido común del pueblo, que con la discordia de sus representantes creía morir. 48. Los húngaros se tomaron muy a pecho la Revolución francesa. Desde 1794 tuvo algunos mártires. Hecho apreciadísimo, inestimable, que nos fue revelado en sus últimos tiempos por uno de nuestros compatriotas. Se me han escapado las lágrimas mientras escribía esto. Acabamos de perder a este joven. El azar ola Providencia había puesto en él la triple alianza de los nuevos pueblos: Auguste de Girando-Barberi Téléki, francés por parte de padre, romano por parte de madre, húngaro por parte de su mujer; sus hijos son húngaros. Enfermo, agonízando de una afección del pecho, no por ello sirvió menos activamente a su segunda patria en el supremo día, y parece que hayan muerto juntos, que hayan sido enterrados juntos, ¡Enterrados, no asesinados! La bandera escondida en Raab reaparecerá una mañana; Francia, Italia resurgirán juntas. Y entonces, mi joven amigo, entonces resucitaréis. ¡Que esta piedra de alianza quede, al menos aquí, sellada por nuestras lágrimas! ¡Que quede como testimonio! ¡Que os sirva como tumba puesto que aún no poséeis una! Ahí dormiréis plácidamente, en la fe en la que fuerais firme, a la espera de las tres naciones. En cuanto a nosostros, nos habeis dejado algo que nos impide conciliar el sueño. Haberos conocido, haberos perdido, joven corazón heroico, alma excelente y magnánima, es una amargura duradera que volverá a nosotros durante la noche. ¡Lector! ¡Lee piadosamente los libros que el joven ha dejado y que de ellos puedas extraer algo de su corazón! Transilvania, 1845; Del espíritu público en Hungría, después de la Revolución francesa, 1848. 49. Dumouriez rinde honores a Camot para arrebatar la gloria a Napoleón. La gloria es de Francia. El gran organizador de los ejércitos de 1793 y el sublime calculador de Austerlitz, no habrían conseguido nada si Francia no les hubiera dado la infalible espada moral que acabamos de describir. Para su jefe, Frédéric, su maestro fue la necesidad. Este hombre hábil, en la Guerra de los Siete Años, presionado por tal cantidad de enemigos, pero no rodeado de ellos, al no tener que repeler más que cortos ataques por parte de los rusos, pudo hacer frente a todo, actuando en masa, llevando aquí y allá rápidas masas. Una ingeniosa necesidad formó ese genio mecánico. El incomparable general, que quiso ser miembro del Instituto en la sección mecánica, imitó y superó en tanto a Frédéric, que tuvo en su mano algo que no era para nada mecánico, esos ejércitos admirables, que tenían una singularidad única: cuanto más numerosos eran más fácilmente actuaban en conjunto; y es más, añadid a esto la tradición viviente de estos ejércitos republicanos, tradición tan fuerte, que gastados, destruidos, exterminados, se renuevan varias veces. 50. Dumouriez se atreve a decir que Dampierre no estaba allí. Pero le sorprendo tan a menudo en flagrante delito de mentira que no le presto ninguna atención. Por ejemplo, es Kellermann, según él, quien dejó escapar a los prusianos. Otra mentira: Dumouriez creó en octubre un plan para conquistar Saboya cuando esta ya había sido conquistada en septiembre. ¡Sugiere que los girondinos (autores y principales consejeros de la guerra) querían que la guerra acabara mal! Etc., etc. 51. Hemos examinado cuidadosamente el terreno. Si desde entonces no ha cambiado de nivel en la parte central del anfiteatro, esta parte era la que ofrecía las pendientes más rápidas, el más brusco declive. Además, había sido menos reforzado por otros medios. Esto explica el hecho de que Dumouriez haya podido decir que ese era el lugar más complicado, mientras que los narradores alemanes dicen que era el más fácil. (Véanse las Memorias de un hombre de Estado). 52. La primera estrofa, según mi opinión, es de 1792; no es sino la palabra que estaba por aquel entonces en todas las bocas, la historia exacta de la batalla, ganada cantando. ¿Quién hace que estas grandes cosas se hagan populares? Todos y nadie. Chénier y Méhul escribieron lo que Francia les dictaba. Las siguientes estrofas, bellas pero muy laboriosas, pertenecen al propio gran poeta; son un esfuerzo espartano de 1793. Volveremos sobre este tema. 53. Bélgica es una invención inglesa. Jamás ha existido ninguna Bélgica y nunca existirá. Han existido y siempre existirán los Países Bajos. Y estos países serán varios para siempre. Se ha creado un pueblo de funcionarios para nada, para que griten a cada minuto: “¡Nuestra nacionalidad!”. Alsacia, pequeña franja de tierra, se ha hecho grande, heroica, moralmente fecunda, desde que está unida a Francia. Francia la ha beneficiado mucho más que a sus primeros hijos. Bélgica, incomparablemente más grande y más importante, es y será estéril puesto que no estará con nosotros. No soy sospechoso. Amo estos países con toda mi alma; llevo dentro de mi corazón la cordialidad de ese pueblo. He estado allí diez veces y quiero volver. Mi madre era de la región de Meuse, en la frontera más alejada. He consagrado al estudio de su historia muchos años de mi vida. 54. Ellos mismos habían presentido y admitido esta fatalidad. En el momento de su caída, apresurándose a darle consejo, cayeron en la trampa y tuvieron la imprudente generosidad de escribir al rey. Y efectivamente, hubo una carta (pese a todo muy honorable) de los girondinos. Volveré sobre este tema. 55. Existe una supuesta carta suya dirigida a su mujer, pero visiblemente apócrifa, contraria a los sentimientos que él tenía entonces y sobre todo contraria a los que quería mostrarle. 56. […] Que recuerde bien Que todos los sentimientos cuya noble alianza Compone la virtud, el honor, la beneficencia, La equidad, el candor, el amor y la amistad, No existieron jamás en un corazón sin piedad. 57. El año 1791, tranquilo en comparación con los que le siguieron, ese año en que la Asamblea concedió de pronto tantas facilidades para las ventas, destacó por una enorme venta de ochocientos millones en seis meses. Debíamos creer que el violento año de 1792, lleno de trágicos incidentes, debía asistir a la desaparición de la venta. A esto debemos añadir que en este año se pusieron en venta inmuebles francamente invendibles, como por ejemplo iglesias, que eran compradas exclusivamente para ser demolidas; inmuebles de considerables dimensiones que sólo podían ser adquiridos por compañías y que tenían que esperar a que se formasen dichas compañías. Otro obstáculo: el 14 de agosto la Legislativa ordenó el reparto de los bienes comunales. El efecto de una ley agraria de semejantes características, si se llegaba a aplicar, debía ser el de detener las ventas; sin duda había menos impaciencia por comprar cuando la ley daba, cuando uno se veía como propietario sin ni siquiera abrir la bolsa. Entonces, ¿se habrá vendido poco en el 92? De ningún modo. La venta continúa, de forma un poco más lenta, cierto es, pero sigue siendo enorme, inmensa: setecientos millones en siete u ocho meses. 58. Atribuidas a Jean Goujon y emplazadas actualmente en el Louvre. Se había colocado en la cabeza de San Juan el gorro de la libertad. 59. Un curioso interrogante se plantea aquí. ¿Por qué los jacobinos ocultan sus divisiones internas mientras que los girondinos las muestran tan claramente, a plena luz, de una forma tan comprometedora? Una de las respuestas que se pueden dar es la de que los girondinos actuaban generalmente a través de la prensa, que todo lo ilumina, que fija despiadadamente a plena luz lo que se ha mostrado una vez. Los jacobinos siempre vieron la prensa como un medio secundario; emplearon sobre todo las comunicaciones verbales, la circulación oral de hombre a hombre y de club a club, las palabras, que siempre pueden ser malinterpretadas, incluso desmentidas. La asociación y la predicación fueron los medios de los jacobinos. Hacían pequeñas tiradas de los escritos que más les interesaba difundir. Del discurso de Robespierre, por ejemplo, sólo imprimieron 3.000 ejemplares. Pero de estos tres mil, dos tercios se enviaron a 2.000 sociedades; la difusión fue verdaderamente inmensa. El discurso podía ser vago, no importaba, la interpretación oral determinaba su sentido. Estos medios, que habían sido los mismos en la Edad Media, fueron también los de los jacobinos; medios cuya ventaja principal era la de conservar más fácilmente una cierta apariencia de unidad en las doctrinas. La famosa unidad católica hubiera sido imposible de afirmar a la luz de la prensa; solo habría podido disimularse sin problema en la penumbra de la publicidad verbal, como lo había hecho en la Edad Media. La unidad jacobina pudo también afirmarse, mantenerse, hasta cierto punto, sufriendo en su interior y bajo la máscara fija de una palabra idéntica, los cambios que reclamaba la Revolución en sus rápidas fases. Los jacobinos se comportaron casi como curas: mantuvieron invariablemente, entre unos cambios y otros, su ortodoxia. 60. Estos detalles tan importantes se consignan en los registros de la Comuna, Archivos de la Prefectura del Sena. 61. En el comunicado en el que la Sociedad expresaba este deseo y que enviaba a sus hermanas de provincias, añadía otro, enunciando, cierto es, de manera indirecta, pero con una perfecta claridad, el deseo de la muerte del rey: “El jefe, la justificación de todas estas maquinaciones, todavía respira, etc.”. La idea no se habia madurado lo suficiente, sólo se madura a través de los comunicados de las secciones y de las sociedades de provincias. Escenas patrióticas de muy diversa naturaleza se sucedían en el seno de la sociedad y le conferian importancia. El enviado de Dumouriez, Westermann, el primer alemán al que se había hecho prisionero, vino a brindarles la inauguración de la guerra. Gentes que se consideraban perjudicadas iban a quejarse a los jacobinos o a pedir su respaldo. Un soldado fue a solicitar a la Sociedad que esta diera a uno de sus camaradas (perseguido, no se sabe por qué, por la autoridad) un defensor de oficio. Una comuna, la de Brie- sur-Marne, quería que los jacobinos interviniesen para que se pudieran repartir mejor sus contribuciones. En ocasiones, se hacen colectas para los desafortunados o para los voluntarios que se marchan. La Sociedad rechaza interceder por los obreros en temas salariales, pero les adjudica defensores. La Sociedad escucha con gran interés a un niño que conoce de memoria la Declaración de los Derechos y el presidente besa a este pequeño prodigio, entre los aplausos de las tribunas. Entonces uno de los miembros propone hacer jurar a todos los niños que un día matarán a los reyes. La Sociedad se hace partícipe de la pena de los cañoneros de Orleans, cuya corporación se truncó por haber escoltado, sin defenderles, a los prisioneros asesinados en Versalles. En ocasiones las denuncias se presentan en los Jacobinos bajo formas dramáticas que pueden herir la sensibilidad de una sociedad esencialmente filantrópica. Se llevó a una mujer ciega embarazada para denunciar a los administradores de los Quinze-Vingts. La Sociedad nombra como defensores de los ciegos a rudos y temidos patriotas como Tallien, Legendre y Bentabole. 62. Todo esto está sacado en parte del Periódico de los Amigos de la Constitución, de las Actas de la Comuna (Archivos del Sena) y de las Actas de las secciones (Archivos de la Jefatura de Policía). 63. En 1790, aparentemente, estaba trabajando en su Eloisa; tenía una amante. Debido a su conducta de 1789, dudo si contar una sospechosa anécdota. La conozco por un ilustre artista, verídico, admirador de Robespierre, y que a su vez la conocía por Alexandre de Lameth. El artista, mientras un día acompañaba al anciano miembro de la Constituyente, este le enseñó, en la calle Fleurus, el antiguo hotel de Lameth, y le contó que una tarde, Robespierre, tras haber cenado allí con ellos, se disponía a volver a su casa, en la calle Saintonge, en el Marais; se dio cuenta de que había olvidado su bolsa y pidió prestado un escudo de seis francos, diciendo que lo necesitaba porque a la vuelta, debía detenerse en casa de una muchacha: “Es mejor esto, dijo, que seducir a las mujeres de los amigos”. Si queremos creer que Lameth no se ha inventado esta historia, la explicación más verosímil, desde mi punto de vista, es que Robespierre, llegado recientemente a París y queriendo ser adoptado por el partido más avanzado, que, en la Constituyente, estaba integrado por la joven nobleza, creyó útil imitar sus costumbres, al menos en sus palabras. Se podrían hacer apuestas a que volvió derecho a su honesto Marais. 64. Sucesor del traje color oliva y predecesor del célebre traje azul celeste que lució en la fiesta del Ser Supremo. 65. Brillo azulado o verdusco. Un joven (hoy representante) preguntó un día al viejo Merlin de Thionville cómo había podido condenar a Robespierre. Pareció que el anciano sentía algún remordimiento. Al cabo de un rato se levantó de repente, con un movimiento violento y dijo: “¡Robespierre! ¡Robespierre!< ¡Ah! Si hubierais visto sus ojos verdes, le habríais condenado como yo”. 66. Conozco el siguiente relato por un amigo de Robespierre, por un enemigo de Camille Desmoulins. Por muy sospechoso que pueda parecer, tengo que contarlo. Un día Camille, con una muy culpable y muy libertina ligereza, habría entregado supuestamente, un libro obsceno a una de las más jóvenes señoritas Duplay. Robespierre le sorprendió con él en sus manos y como hubiese hecho todo hombre inteligente, se lo quitó a la muchacha, dándole en compensación un libro con bellas imágenes que no tenían nada de peligroso. No mostró ni amargura ni violencia. Pero bien por odio al libertinaje, bien por profunda herida del amor propio contra el insolente que tan poco respetaba el sanctasanctórum de Robespierre, olvidó todos los servicios del amigo, del antiguo camarada, que tantos años había trabajado por su reputación, y “a partir de ese momento quiso su muerte”. 67. Un terrible hecho da testimonio del prodigioso endurecimiento que alcanzó Robespierre. Un hombre, que sin duda no era inocente, pero que terminaría siendo ilustre para siempre, uno de los fundadores de nuestras libertades, el constituyente Chapelier, se mantenía oculto en París. A finales de 1793 ya no podía soportar más su reclusión, sus angustias y escribió a Robespierre, su viejo compañero, contándole que estaba oculto en tal lugar y le suplicaba que fuera a rescatarle. Al instante Robespierre envió una carta a la autoridad, que le detuvo, le juzgó y le guillotinó. El hecho se halla testificado por Pillet, que por entonces era funcionario de las oficinas del Comité de Salvación Pública, por cuyas manos pasó la carta. 68. Según el Periódico de los Amigos de la Constitución, que palidece y exalta todo, sus propias palabras son estas: “No hace falta ocultar que es aquí donde está el gran artículo del credo de nuestra libertad< Nosotros, hombres sensibles, que querríamos resucitar a un inocente, podríamos admitir que las leyes fueron violadas ese día, etc.”. Por lo dem{s, la propia Sociedad, en una circular del 15 de octubre que Marat nos ha conservado textualmente (véase su n° 58, del 27 de noviembre), había hecho un elogio entusiasta sobre la jornada del 2 de septiembre. 69. Por lo demás, asunto muy común en Reims, donde residió durante mucho tiempo. Los niños y jóvenes de temperamento linfático se contagian fácilmente de estos males. Es por eso que en esta ciudad siempre ha existido un hospital especial. 70. Vivía en el convencimiento de imitar a Voltaire, sin saber que La Pucelle es una sátira incluso más politica que libertina, realzada por la audacia y el peligro. Si Latude se pasó treinta años en el fondo de una mazmorra por una simple broma, debemos reconocer la intrépida audacia del que, expulsado de un estado tras otro, sin tener patria ni hogar, osaba realizar esos vivos ataques a los reyes y a las amantes de estos. El Organt no es, en líneas generales, un poema libertino, ni obsceno; solamente hay tres o cuatro pasajes de una obscenidad brutal. Lo que sí está por todas partes, lo que si aburre y cansa, es la laboriosa imitación de los más fáciles espíritus que jamás han existido, el de Voltaire y el de Ariosto. El autor parece pretender la ligereza de la joven nobleza y sin duda, cuenta con su libro para enrolarse en ella. Esta obra, de un calculado cinismo, transmite quizás menos libertinaje que ambición. El Organt de 1792, no es, se dice, más que una reimpresión con un título nuevo. Yo no he podido conseguir más que el de l789. 71. Carta de Saint-Just a Daubigny (20 de julio de 1792): “Mi querido amigo, os ruego que veng{is a la fiesta< Desde que estoy aquí estoy agitado por una fiebre republicana que me devora y me consume. Envío a vuestro hermano, a través del mismo correo, mi segunda carta. En ella me encontraréis grande, en algunas ocasiones. Es una lástima que no me pueda quedar en París. Siento como si sobreviviera en el siglo. Compañero de gloria y de libertad, predicadla en vuestras secciones; que el riesgo os encienda. Id a ver a Desmoulins, abrazadle de mi parte y decidle que jamás me volverá a ver; que estimo su patriotismo, pero que a el le desprecio, porque he entrado en su alma y teme que le traicione. Decidle que no abandone la noble causa y recomendádselo, pues aún no tiene la audacia de una virtud magnánima. ¡Adiós! Estoy por encima de la desgracia. Soportaré todo, pero diré la verdad. Todos ustedes son unos cobardes que no me han apreciado en absoluto. Sin embargo mi palma se elevará y quizas les oscurezca. ¡Qué infames son ustedes! ¿Soy un ser pérfido, perverso, sólo por el hecho de que no tengo dinero para darles? Arránquenme el corazón y cómanselo, se convertirán en lo que no son ni por casualidad: ¡grandes! Soy temido por la administración, soy envidiado y mientras no tenga una suerte que me ponga al abrigo de mi país, tengo todo aquí por disponer. ¡Oh, Dios! ¡Es necesario que Bruto languidezca olvidado, lejos de Roma! Mientras tanto mi partido ha sido tomado: si Bruto no mata a los demás, se matar{ a sí mismo. Adiós, venid”.
72. Y lo sabemos menos aún cuando se ha leído a Barère y a
madame de Genlis. ¿Merecen sus negaciones alguna atención? 73. Las declaraciones, muy curiosas, atestiguan que Maillard había tomado precauciones extremas para que los efectos personales y las joyas de los muertos de la Abbaye estuvieran seguros. Estos efectos, que a pesar de la oposición de Maillard se los llevó el comité de vigilancia, sin inventario y sin tomar ninguna precaución, fueron (como confiesa Sergent) codiciados por los miembros del comité; Sergent, Panis, Deforgues y otros, eligieron un reloj para cada uno (además de la famosa ágata). Sergent se llevó los relojes para que su relojero les diera una estimación, se encargó de que fuesen comprados, se compró otro, dejando uno en depósito, etc. ¡Patético tejemaneje en esta terrible y sin embargo todopoderosa magistratura! (Archivos del Sena, Consejo general de la Comuna, Contabilidad, vol. 39, c. 13) 74. Las ideas sociales de este partido, como se dejan entrever en los artículos de Brissot (diciembre de 1792) y en el importante discurso de Jean Debry (24 de diciembre), habrían sido las siguientes: 1ª no aplicar ningún impuesto al pobre; 2ª aplicar el impuesto progresivo a los que tienen posesiones; 3ª la abolición de toda sucesión en línea colateral; 4ª la adopción elevada a la categoría de institución y combinada de tal forma que eleve la condición del pobre. 75. Esta última opción es absurda, dirán ustedes, no puede calar en el espíritu. Se equivocan. Así ha sido la enseñanza cristiana y así sigue siendo; la iglesia enseña a los más ignorantes, sin preparación, sin previa iniciación, el resumen prodigiosamente abstracto de las sutilidades bizantinas que a Aristóteles y a Platón les hubiera costado mucho comprender. Educación singular que ha contribuido, más que ninguna otra cosa en el mundo, a fundar una ignorancia sólida y duradera, más aún, a retorcer las mentes, a esterilizarlas durante tantos siglos. (Véase mi libro el Pueblo y la importante obra de Quinet: Enseñanza del pueblo) 76. Esta expresión propiedad privada, aplicada a las fortunas reales y principescas, contribuirá en gran medida a impedir el retorno de la realeza a Francia y a erradicarla en Europa. El ejemplo del viejo rey de los Países Bajos, con sus 200 millones de propiedad privada, el de Cristina, con sus 136 millones (en ducados de oro, en 136 cofres de tafilete rojo), el tesoro del rey de Nápoles y de tantos otros príncipes, muestran muy bien que la realeza no es más que una pompa aspirante que hace propiedad privada de la propiedad pública. Los reyes se hacen justicia. Hacen su equipaje y se van. En la loable previsión que tienen los acontecimientos, están dispuestos a abandonar incluso este papel de propietarios por el de capitalistas, que es más flexible. El único problema es que no se dan cuenta de que se han desarraigado completamente de su tierra. ¿Quién se fiará de gentes que están siempre dispuestas a levantar el pie del suelo? 77. No puedo entender cómo los polacos, ensañados en sus discordias hasta el punto de olvidarse de Europa, no han publicado, difundido tantos y tantos libros que en ella habrían sido devorados, la Memorias de Niemcewicz, una traducción de las Memorias del zapatero Kilinski, etc. 78. Toda la tierra, en el mismo momento en que escribimos esto, está roja por la sangre vertida por los reyes. El mundo está de luto. Desde luego, es un esfuerzo muy considerable para el historiador el continuar con este libro, el apartar los ojos de la desgracia de los pueblos inocentes y el concentrar su piedad en un rey culpable. No, debo decirlo, no se le puede encerrar en el Temple. Está en todos los caminos, a la cola de esas largas procesiones de mujeres y de niños vestidos de negro, con esos hijos de mártires que van mendigando su pan. Las familias de los héroes del Danubio, quienes con una generosidad inesperada compartieron en 1848 todos sus bienes con el pueblo, hoy tienden su mano. Que reciban lo que tengo, estas palabras y estas l{grimas< ¡Recibidlas, ruinas de las ciudades fríamente destrozadas por las bombas, que permanecéis ahí como testimonio de la paternidad de los reyes! ¡Recibidlas, tumbas mudas, sin inscripciones, sin honores, y marcad con una fúnebre línea, de los Apeninos a los Alpes, el camino de Radetzski<! No me atrevo a mirar al fondo de las fosas de Viena; tendría miedo de ver todavía a esos bárbaros asesinatos de niños, esos cadáveres mutilados, esas osamentas marcadas por el cuchillo croata, por los dientes de los perros< ¡Ah! ¡Pobre legión académica, vosotros, valientes entre los valientes y buenos entre los buenos, soldados de veinte años, de quince años, recién arrancados de los brazos de sus desoladas madres, heroica flor de Alemania, flor de la poesía y del pensamiento, habéis dejado en el mundo una historia demasiado cruell< Esto volverá a comenzar muchas más veces, pero ¿quién podrá acabar con ello? 79. Para aplicarlo seriamente, habría sido necesario convencer a los pueblos del desinterés de Francia, emplear estrictamente las contribuciones que se recaudaban de asuntos especiales del pueblo, aplicar únicamente, por ejemplo, a la guerra del Rin, el dinero recaudado en las ciudades del Rin. Ya sé que esta concreción resultaba difícil, pero como efecto moral era útil, indispensable. Ese fue el gran error de Cambon, el no haberla respetado, el haber aplicado a las necesidades generales de la guerra las contribuciones de Maguncia, hace pasar el dinero recaudado por Custine al ejército de Bélgica o de Italia, etc. Esto creó en los pueblos invadidos, hay que decirlo, una infinita desconfianza, muy injusta. ¿Quién no comprende que, en el inmenso conjunto de semejante guerra, todo es solidario, que el dinero del Rin podía ser empleado en Bélgica, de forma realmente útil, para el propio Rin? Etc. 80. Su éxito, inmenso entre el público, coincidió en el tiempo con el de su amiga, mademoiselle Julie Candeille, que en el mismo momento y con el mismo tono, entregó el documento del que hemos hablado. 81. Archivos de la jefatura de Policía. Vemos que las actas públicas están aquí, como ocurre a menudo, en contradicción con la historia convenida, las pretendidas memorias, etc. Estos aplicaron generalmente al barrio en el año 1793, lo que se corresponde más con la realidad de las secciones de Gravilliers, de Mauconseil y del Teatro Francés. Generalmente, he preferido la autoridad de las actas a la de los relatos. Entre estos últimos hay muy pocos que sean verdaderamente históricos. Las memorias de Levasseur, instructivas, admirables por las páginas en las que cuenta sus misiones militares, no enseñan nada del interior; parecen estar hechas con recortes de periódicos. Las memorias de Barère, editadas por dos hombres del más honorable carácter, están igualmente llenas de errores, errores voluntarios, mentiras calculadas, mediante las cuales Barère, sin duda, creyó poder engañar a la historia y recuperar su triste reputación. Los recuerdos de Georges Duval no son más que una novela monárquica. La interesante obra de Grille (sobre el primer batallón de Maine y Loira) contiene, entre las piezas históricas, gran cantidad de cartas visiblemente inventadas, pero por lo demás muy ingeniosas y muy apropiadas para mostrar el espíritu y las opiniones populares que reinaban en aquellos tiempos. Ya he hablado de la falsa correspondencia de Luis XVI, un falso grosero que Roux y Buchez citaron como una colección de piezas auténticas, cometiendo un grave error. Las memorias de Barras, sospechosas para el Directorio, no lo fueron para nada en 1793; por el contrario, dan testimonio de una extrema imparcialidad; casi siempre rete« nido en las misiones militares, Barras estaba muy poco influenciado por las discordias interiores de la Convención. Agradezco a Hortensius de Saint-Albin el haberme facilitado amablemente los primeros libros de estas importantes memorias. 82. Lo que lo demuestra de una forma, según nosotros, indudable, es que el cortesano del ejército, el joven Duque de Chartres, que hacía todo lo posible para ganarla, se declaró en contra de la muerte del rey y desaprobó el voto de su padre. 83. La confortable existencia de los grandes burgueses ociosos, sólidamente alimentados, que continuaban sus comidas en la cantina con una reconfortante cerveza, y el desahogo o más bien la riqueza de los simples curas, daban mucho que pensar a nuestros soldados filósofos. Adivinamos sin problemas cuáles eran sus impresiones cuando por la noche, al entrar en casa de algún beneficiario, veían, a la clara luz de la lumbre, al capón del eclesiástico agitarse entre las manos de las cocineras de Rubens. El francés liberador, que acababa de liberar al país de los austriacos, no era recibido mejor. La dudosa acogida que recibía testimoniaba que, en el fondo, al cura le hubiera gustado más ver a esos malditos austriacos. El humor llegaba cuando, conversando, el gordo fariseo obsequìaba a su huésped con el ordinario razonamiento que ya hemos citado: “Si lo que se nos trae es la libertad, que se nos deje libertad para prescindir de Francia”, o lo que es lo mismo, para llamar a Austria, para abdicar la libertad. Nuestros soldados no eran santos. Sus virtudes de abstinencia, muy alteradas por ese contraste de miserias y goces, lo estaban más aún a causa de tales razonamientos. La tentación de devorar el capón de un hombre que razonaba tan mal, era grande para el revolucionario que llegaba en ayunas. 84. Rouget de l'Isle contó el siguiente hecho a nuestro ilustre Béranger, quien a su vez me lo ha contado a mí. En una ciudad de Bélgica, súbitamente ocupada por nuestros ejércitos en esa rápida invasión, se encontraba un pobre diablo, un emigrado que se había hecho tendero. Se moría de miedo, pero ¿cómo podría marcharse? Se dirigió al autor de La Marsellesa. Rouget, que por entonces era ayuda de campo del general Valence, medió entre los comisarios de la Convención para obtener un pasaporte. La repugnancia que Danton le provocaba era extrema; le gustaba más dirigirse a Camus. El agrio jansenista le rechazó categóricamente. Rouget ya no sabía que hacer. El emigrado tenía tanto miedo, suplicó tanto a Rouget, que este fue finalmente a donde el terrible Danton; le contó lastimeramente su desgracia, la dureza del hombre de Dios. “Bien hecho, le dijo Danton; ¿por qué va usted a los devotos? ¿Por qué no venir directamente al encuentro del septembrizador?<”. Y le entregó el pasaporte. Garat dijo en sus memorias: “Danton habría salvado a todo el mundo, incluso a Robespierre”. Fabas, en un bellísimo artículo (un poco severo con respecto a Danton) que ha colocado en la Nueva enciclopedia de Leroux y Reynaud, hace esta reflexión, justa y profunda: “Lo que disminuyó su fuerza revolucionaria fue que nunca pudo creer que sus adversarios fueran culpables”. 85. No nos podemos hacer una idea de la rapidez con la que se crea una leyenda. Esta anécdota es muy posterior: un viajero ve, al pasar por un cantón de Grecia, a un joven griego llamado Nicolás, decapitado por los turcos. Pocos años después encuentra de nuevo en el mismo país la misma historia, que ya era antigua y estaba cargada de incidentes poéticos; varias capillas habían sido consagradas al muerto y el se había convertido en Agios Nicolaos. — Desde finales de 1849 el gobiemo provisional ha pasado a la categoría de leyenda en ciertos lugares de Bretaña. Ledru-Roland es un guerrero de una fuerza extraordinaria; es invulnerable, es el deshacedor de entuertos, el defensor de los débiles. La Martyn es un hada poderosa, como Melusina; en ella reside un encanto invencible. Esta es la leyenda de Finisterre. —En Ille-et-Vilaine, Ledru-Roland fue amante de la Martyn; se casó con ella. 86. Es la anciana propietaria en persona la que contó la historia a Serres, el célebre fisiólogo, del que yo la he sacado. 87. Véase su publicación Sobre mis trabajos durante la Revolución y las reseñas de Isidore Geoffroy-Saint-Hilaire, Lélut y Mignet. Lakanal había creado una importante obra titulada Sobre los Estados Unidos, utilizando un punto de vista opuesto al de Tocqueville, como él mismo me explicaba. 88. Me toca a mí adoptar, defender, a esos hombres tan atacados. Me siento como si fuera familiar suyo, como si los verdaderos familiares les hubieran olvidado. Los suyos se dan poca prisa en cumplir con sus voluntades, en ofrecer al público sus recuerdos, sus justificaciones. Varios han escrito sobre ello y no se ha publicado casi nada. Los que guardan sus escritos bajo llave, los que se han erigido en carceleros de sus pensamientos, deben saber, no obstante, que no pertenecen a nadie más que a Francia; Francia es, por encima de todos los demás, la hija y la heredera; seremos responsables en su nombre de estos apreciados depósitos. 89. Saint-Just y Fabre d'Églantine no disintieron. Se les escapó esta importante confesión, que en realidad la derecha se inclinaba más bien por la muerte. 90. Debemos este relato de los supuestos cambios de opinión de Vergniaud al hombre que más veces ha variado de opinión en la Convención en ese mismo momento. En dos días, Harmand, de Meuse, votó en tres sentidos: 1° a la izquierda, en contra de la llamada al pueblo; 2° a la derecha, a favor del destierro; 3° a la izquierda, en contra del sobreseimiento. Celoso bonapartista, luego fanático realista en 1814, publicó un panfleto histórico para adelantar la fecha de su celo y hacer creer a los demás que era monárquico desde hacía mucho tiempo. Lo reeditó aumentado, con un estilo mucho más grave, en 1821, y es por fin entonces, cuando “descubre” la bajeza de Vergniaud. Era conocido su gusto por condenar a los fundadores de la república. Fue nombrado prefecto. —Esta es la respetable fuente de donde Lamartine ha extraído este hecho. Que mi ilustre amigo me permita expresarle aquí mi profundo dolor. Su libro me lleva, a menudo, a ponerme casi enfermo: “Es una improvisación, dice, un libro sin consecuencias”. Se equivoca, todo error de Lamartine es inmortal. Se repetirán para siempre sus crueles palabras sobre Target, quien sin embargo, defendió al rey (por escrito); citaremos el castigo de Target, su muerte bajo el Terror. Además ha trabajado en el código civil y murió en su cama, ya bajo el Imperio, en 1806. —Nada me ha afligido más que el hecho de ver tan noble mano hacer resurgir, emplear semejante libelo monárquico, que no debería haber sido tocado más que por la mano del verdugo. ¡De ahí que los más gloriosos días de la Revolución se travistieran, el 10 de agosto, según Peltier!< Además si hubiera citado sus fuentes, habríamos observado frecuentemente que ni siquiera seguía libros impresos, que se podrían discutir, sino simples se dice que< ¿Qué digo? ¡Seguía a hombres interesados en mentir, en ocasiones también las pérfidas confidencias de un enemigo sobre un enemigo, de un asesino sobre la víctima! A Lamartine, que no odia a nadie y que no comprende el porqué del odio, no le da miedo consultar y creer sobre Danton lo que dicen los jueces que mataron a Danton, y sobre la Gironda lo que dicen los padres o amigos del capital enemigo de la Gironda. Así la historia, una historia inmortal, se halla abandonada a los odios secretos; lo que nunca se hubiese impreso, se ha dicho valientemente, con la seguridad que da el hablar cara a cara, lejos de la luz del día y de la crítica; nos hemos atrevido con todo en contra de los muertos, bajo el respetado abrigo de tan gran cantidad de ellos; la implacable mediocridad se ha burlado sin motivo de la credulidad del genio. Su vuelo le ha llevado lejos; va con su enorme ala, olvidadizo y rápido. No le hablen de su libro porque ya no se acuerda de él. Pero el mundo se acuerda; el mundo lee insaciablemente y cree dócilmente. Yo también me acuerdo de él y es mi mayor pena. Porque el honor de Francia me atormenta y gime en mi interior. No me resigno a esta inmolación de las glorias de la patria. ¿Por qué extravagancia él, tan clemente con todos, se ha comportado como un bárbaro con los hombres que honran a este país, o que lo han salvado?< ¡Ay! ¡Desgraciados, muertos antes de tiempo y muertos por la patria, hacía falta que vuestros implacables enemigos tuvieran la injusta fuerza para que, tras haberos guillotinado una vez, os guillotinaran para siempre en un libro eterno! 91. Esta demanda unánime de la publicidad de los votos, tan honorable para la Convención, no va acorde con la humillante estampa que Lamartine quiere mostrar de este hecho. En su libro no vemos más que una asamblea de miserables, dominados por el miedo, trastornados de antemano por los remordimientos. Pero Luis XVI realmente no inspiraba este excesivo interés, ni a los unos ni a los otros. La tónica general de la gran sesión, que se prolongó durante setenta y dos horas, fue la fatiga moral, la insoportable repugnancia que producía la penosa lucha por un hombre, que él mismo y gracias a sus mentiras, había hecho disminuir muchísimo la simpatía que los jueces sentían hacia su persona. Un testigo ocular, Mercier, nos ha descrito la imagen que ofrecía el interior de la sala en sus últimas y largas horas. “Sin duda ustedes se imaginan que en esta sala reinaba el recogimiento, el silencio, una especie de temor religioso. De ningún modo. La parte del fondo de la sala se transformó en un espacio donde las damas, con encantador aire desaliñado, comían naranjas o helados y bebían licores. Nos acercábamos a saludarlas y volvíamos a nuestro lugar. La cara elegante, mundana, era la de las tribunas vecinas, las de la Montaña. Las grandes fortunas se sentaban a ese lado de la Convención, bajo la protección de Marat y Robespierre; allí estaban Orleáns, Lepelletier y Hérault de Séchelles, al igual que el marqués de Châteauneuf y Anacharsis Clootz, todos ellos hombres enormemente ricos. Sus amantes llegaban cubiertas de lazos tricolores y se acomodaban en las tribunas reservadas. Los ujieres, en el lado de la Montaña, hacían las veces de acomodadoras de los palcos de la ópera y conducían galantemente a las damas a sus respectivas plazas. Aunque se hubiera prohibido todo signo de aprobación, en el lado de la Montaña, la duquesa madre, la amazona de las bandas jacobinas, cuando no oía resonar fuertemente la palabra muerte, exclamaba: «¡Ah! ¡Ah! ». Las tribunas altas, destinadas al pueblo, estaban llenas de extranjeros, de gentes de todos los estados; allí corría el vino y el orujo, como si se tratase de un fumadero. Se habían abierto apuestas en todos los cafés de la zona. El aburrimiento, la impaciencia y el cansancio se percibían en todos los rostros. Cada diputado subía a la tribuna cuando llegaba su turno. Algunos exclamaban de vez en cuando: «¿Me toca ya a mí?». Se hizo venir a un diputado que estaba enfermo y llegó ridículamente vestido con su gorro de dormir y su bata; esta especie de fantasma hizo reír a la Asamblea. Pasaban por esta tribuna rostros que bajo la pálida luz de la sala parecían aún más sombríos y que con una voz lenta y sepulcral no pronunciaban más que estas palabras: «¡La muerte!». Todas estas fisonomías se iban sucediendo, todos esos tonos y gamas diferentes. Orleáns fue silbado y abucheado en el momento en que se pronunció a favor de la muerte de su pariente. Los demás calculaban si les daría tiempo a comer antes de emitir su opinión, mientras que las mujeres, sirviéndose de alfileres, punzaban las cartas para comparar los votos. También había diputados a los que vencía el sueño y que se despertaban justo para pronunciarse”, etc. 92. Vimos que era apasionada ya en el Temple, pero sólo en la forma y además la situación lo excusaba todo. Uno de los combatientes del 10 de agosto, municipal y comisario del Temple, llamado Toulan, se consagró a ella y se puso como objetivo salvar a la familia real, con la ayuda de los realistas. Ella le dio un mechón de sus cabellos, con este lema en italiano: Quien teme morir es porque no sabe amar lo suficiente. Toulan murió en el patíbulo. 93. ¿A qué se dedicaban la víspera del golpe que les derribó, a ellos y a su rey, en 1792? A perseguir a los curas que seguían la ley y la naturaleza y querían casarse. El 27 de mayo de 1792 les vemos perseguir por esta causa a un sacerdote del barrio de Saint-Antoine. Sus desgracias no les hacen cambiar. Apenas han reaparecido y ya están persiguiendo. Han hecho morir de hambre, han forzado al suicidio, a un cura casado, el único hombre de tiempos del Imperio, Grainville, que tuvo una gran invención épica y que fue el autor del Último hombre. 94. Lepelletier plantea cubrir los gastos por tres medios: 1° el trabajo de los niños que ya puedan trabajar; 2° la pensión que pagarán los niños de padres acomodados; 3° el complemento que aportará el Estado. —Véase sobre este tema, importante donde los haya, el último capitulo de mi libro, El Pueblo. 95. “¡Qué diferencia! decían; nosotros matamos a Carlos I legalmente, jurídicamente. El proceso fue llevado a cabo por jueces, no por la Cámara. El rey, hasta el último momento, fue respetuosamente tratado. Se le ha decapitado, pero con respeto”. Es cierto que hubo una diferencia bien grande; sin embargo Francia podría decir que en un determinado punto trató a su rey de forma más favorable que los ingleses. Luis XVI fue largamente, prolijamente defendido. Carlos I quiso hablar, al menos tras la sentencia, momento de desahogo que los jueces dejan al condenado y fue arrastrado por los guardias fuera de la sala sin poder pronunciar una sola palabra. 96. Entre otras pruebas demasiado ciertas de esto, desgraciadamente, vean la terrible investigación que el obispo de Ricci llevó a cabo sobre las costumbres de los conventos de Toscana (en Potter, Vida de Ricci, y en Lasteyrie, Historia de la Confesión). Pero lo que Ricci no se atrevió a esclarecer fue el remedio atroz al libertinaje monástico: la universalidad del infanticidio. La noticia estalló en Nápoles. Cierto convento de mujeres ocultaba, en el grosor de sus murallas, una galería sepulcral llena de niños muertos. La potencia secante del clima de la zona, que momifica los cadáveres, anulaba el olor y favorecía el crimen con fatal discreción. 97. El propio confesor imprimió un lema muy diferente. Uno de mis amigos, muy joven entonces, oyó y vio nacer el lema inventado. Los pabellones que se observan a la entrada de los Campos Elíseos estaban aún ocupados por el propietario de un restaurante. Dos periodistas fueron a cenar allí para después asistir a la ejecución. Uno de ellos dijo a su amigo: “¿Qué hubieras dicho tú en el lugar del confesor?”. El otro respondió: “Bien sencillo. Hubiese dicho: ¡Hijos de San Luis, subid al cielo!”. 98. Agente de la diplomacia secreta de Luis XV, discípulo (así lo dice él mismo) de uno de los más inmorales personajes, del astuto Favier. 99. Los girondinos fueron irrefutablemente justificados y por parte de quien menos se podía esperar. Son justificados por el hombre a quien con mayor dureza y desprecio han tratado: Garat. Y también han sido justificados, por otro lado, por Mallet Du Pan, odioso monárquico, que insulta a sus cenizas aún tibias y que sin saberlo, demuestra, no obstante, su inocencia. Garat dice en sus Memorias: “Las antiguas relaciones de Dumouriez con Brissot y la Gironda habían sido desde hacía tiempo remplazadas por resentimientos, que apenas cubrían las consideraciones que un general debía a los legisladores, y que los legisladores debían a un general gracias al cual triunfaba la República”. La desconfianza de Brissot hacia Dumouriez y su preferencia por Miranda están perfectamente expresadas en este pasaje de una carta de Brissot dirigida a uno de sus ministros, citada por Mallet Du Pan: “«Incendiad Europa por sus cuatro costados, nuestra salvación está aquí. Dumouriez no nos conviene. Siempre he desconfiado de él. Miranda es el general de la causa; él comprende el poder revolucionario; está lleno de inteligencia, de conocimientos». Esto es lo que escribía Brissot hacia finales del pasado año (l792)”. (Mallet Du Pan, Consideraciones sobre la naturaleza de la Revolución de Francia, pág. 37) 100. Se equivocó en vendimiario y combatió contra la Convención. Pero intervino en la liberación de América, a pesar de lo viejo que era, y combatió junto con el joven Bolívar. Por obra del más cruel ensañamiento de la fortuna, justo en el momento de la victoria, fue devuelto a España por una facción americana y murió lentamente, durante cuatro largos años, en los calabozos de Cádiz. 101. Brissot ha sido acusado de ser admirador de los ingleses. No hay nada más inexacto que esto. El decía a cada momento, cuando hablaba de tal o cual funesta institución: “Esto es lo que ha perdido Inglaterra. —¿En qué latitud se ha perdido?”, le responden. (Étienne Dumont, Recuerdos). —Una buena palabra no es una razón. 102. Resultaría tarea ardua el enumerar los políticos que han muerto por haber razonado demasiado bien, por haber dado por supuesto que el mundo se regía por la razón. Uno de los ejemplos más impactantes es el de Iean de Witt, que asimismo, en 1672, no pudo sospechar que Francia cometería el disparate de atacar Holanda, su aliado natural contra Inglaterra. Este gran hombre creía que en un futuro Inglaterra sería la dominadora de los mares y tenía muy claro el profundo interés que Francia y Holanda tenían en permanecer unidas. Vio claramente el futuro y no fue capaz de ver el presente, la necedad de Luis XIV, que se echó sobre Holanda, la alió con Inglaterra y, por este matrimonio forzado, fundó la grandeur inglesa. Brissot razonaba de la misma forma. Creía, según la lógica, en algo que era totalmente falso: que los pueblos protestantes debían ser amigos de la revolución. 103. Ningún depósito público, que yo sepa, ha conservado las actas del comité central del Obispado y de la sección de la Cité. Los de la sección, repartidos entre los Archivos Nacionales y los de la Jefatura de Policía, presentan una enorme laguna, coincidiendo con la época más importante. Lamentable pérdida que arroja mucha oscuridad sobre ese momento tan curioso de la Revolución. 104. Terrible pero no absurdo, como se había mostrado en la redacción presentada por la mañana. El tribunal solamente debía perseguir los actos, los atentados y los complots. Los municipios vigilaban, denunciaban. Pero las denuncias solamente llegaban al tribunal una vez examinadas por un comité de la Convención, que le redactaba un informe, las actas de acusación, vigilaba la instrucción, se comunicaba con dicho tribunal y rendía cuentas a la Asamblea. 105. Los monárquicos lo han dicho, esta historia es una epopeya o dicho de otra forma, un poema tejido con ficciones. Nunca habría desenterrado el auténtico poema de debajo de los espesos aluviones de mentiras que cada publicación, a su vez, le ha echado encima, si esas mentiras no se contradijeran. Todos mienten pero lo hacen en diferentes direcciones. Sus sangrientas rivalidades, que han encontrado continuidad en la historia, arrojan a cada instante más luz de la que quisieran sobre el tema. A menudo, y sin ser conscientes de ello, deshacen lo que acaban de hacer. Los primeros se esforzaron en mostrar que se trataba de un movimiento verdaderamente popular. Los últimos, torpemente y con el fin de halagar a la nobleza, han unido la insurrección de la Vendée a la conjura nobiliaria de Bretaña, que no tiene ninguna relación con ella. 106. Admiro el poderío de los historiadores monárquicos. Encuentran guarniciones para las ciudades que no disponían de ellas; crean ejércitos enteros para ser atacados por los vendeanos. Tenemos detalles mucho más precisos en los historiadores militares. Véase una obra muy rica en documentos originales, Guerra de los Vendeanos, por un oficial superior, 1824, vol. 6, in-8, y Diez años de guerra intestina, por el coronel Patu-Deshautschamps (1840), obra publicada con la aprobación del ministerio de la guerra. 107. ¿Era Danton cómplice de Dumouriez en el intento de ascender a la casa de Orleáns? ¿Tenía una relación estrecha con esa casa? Hay que distinguir las fechas. Danton, en 1791, tenía relación con Orleáns por medio de una amante que tenían en común. En 1792 Orleáns se puso imposible y tal vez Danton se detuvo un momento para pensar en su hijo. Desde finales de 1792 la República encarnaba al mismo tiempo la razón y la fatalidad; Danton tenía el suficiente buen juicio como para no pretender cosas imposibles. La casa de Orleáns, bastante confundida por haber sido protegida por el tránsfuga Dumouriez, no escatimó ningún medio para hacer creer, en determinados momentos, que había tenido la protección de Danton. No existe la menor prueba, excepto ciertas tradiciones orales que no han podido tener otro origen más que los propios interesados. Lamento que Lamartine, en su magnánima credulidad, haya aceptado tan fácilmente cosas tan poco probadas. Por ejemplo, en su libro V, es decir en marzo, habla de un gran complot de Danton por la realeza de Orleáns. Danton, para enviar un mensaje al duque, ausente en aquel momento, pide prestados a su segunda mujer (la primera había muerto el 10 de febrero) cincuenta luises que él le entregó como regalo de bodas. Ahora bien, fijense en el detalle de que Danton no se volvió a casar hasta el 17 de junio, cuando los dos Orleáns, el uno se había marchado con Dumouriez y el otro estaba en la cárcel en Marsella, se habían convertido en objeto de execración pública y ya no eran, con toda seguridad, candidatos al trono. El mensaje y el complot son pura ficción.