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Autor:

Nicolás Freibrun

Título:
“Intelectuales y democracia. Ideas y discurso político durante los años
’80 en la Argentina”

Prólogo, por José Natanson

Introducción
1. Texto, concepto y contexto
1. 1 El contexto intelectual y la historia conceptual
1.2 La relación entre los conceptos y la política
1.3 De la palabra al concepto: intencionalidad y significado
1.4 La democracia como problema teórico
2. Intelectuales, política y democracia
2.1 Representaciones y modelos intelectuales
2.2 Transformaciones en el lenguaje político
2.3 Intelectuales en el fin de siglo
2.4 ¿Una nueva generación intelectual?
3. La democracia entre la innovación y el cambio conceptual
3.1 Las estrategias de recepción intelectual: liberalismo y democracia
3.2 Democracia formal y democracia sustantiva: entre la libertad y la igualdad
3.3 Neo-contractualismo y pacto democrático
3.4 La “cultura política” entre el populismo y la república
4. Nombres y formas de la democracia
4.1 Hegemonía, sujeto y sociedad civil
4.2 El liberalismo y el socialismo: necesidades históricas del proyecto democrático
4.3 Populismo: política e ideología
5. Conclusiones: Actualidad socio-política de los conceptos históricos

Bibliografía
Prólogo, por José Natanson

El fin de la dictadura militar cambió muchas cosas, en muchos lugares distintos. En ese
mundo opaco y endogámico, esa guerra de vanidades cruzada por internas
incomprensibles que es el mundo de los intelectuales, incluso el de los intelectuales
públicos, el ocaso del régimen militar habilitó un nuevo discurso hegemónico, en el que
la democracia aparecía no sólo como el opuesto de la violencia, sino como la única forma
aceptable del juego político. Se fue gestando así un nuevo clima de época, que a su vez
fue posible por la crisis de los paradigmas políticos anteriores: el marxista (en el plano
teórico) y el populista (en el práctico).

La democracia recuperada es por lo tanto una democracia liberal y republicana, moderada


y modernizante, de reencuentros de primavera en los recitales en Barrancas, de cantantes
de protesta que ya no protestan, como el personaje que repugna al joven Alan Pauls en su
Historia del pelo. Es una democracia que es muchas cosas pero que, de nuevo y
decisivamente, es reformista, palabra que recupera una connotación positiva que solo
abandonaría, problemáticamente y no sin dar pelea, a partir de la emergencia del
kirchnerismo. La democracia de los primeros 80 es una democracia optimista y un poco
ingenua en la tibia alegría que precede a la decepción.

Este es el marco histórico en el cual se sitúa el libro de Nicolás Freibrun, que ensaya un
análisis profundo y articulado sobre el rol de los intelectuales en la construcción de este
novedoso clima de época. Su primer aporte es, pues, el señalado: el estudio a fondo del
rol de un actor muchas veces descuidado en los análisis históricos, el de los intelectuales
públicos, en la definición de un cierto tiempo político. Y no es poco. Sea por el delay
inherente a las ciencias sociales, que llegan, cuando llegan, varias décadas después de
producidos los hechos, sea porque las sociedades necesitan la distancia del tiempo para
poder comenzar a asumir los dolores del pasado (como el hijo que inicia el duelo del
padre tiempo después de su muerte), sea porque la praxis historiográfica complica el
acercamiento al pasado reciente (y ahí está la profusión de libros sobre la Segunda Guerra
Mundial que ahora sí se están editando en Europa o las toneladas de producciones sobre
los 70 publicadas recientemente en Argentina), lo cierto es que la década de la que se
ocupa este libro es una década abandonada (más que una década perdida). Se trata, en
suma, de un libro ochentoso, enfocado a un período cuyo comienzo, siguiendo la
costumbre de Hobsbawm de establecer cortes significativamente políticos en las eras
históricas, podríamos situar en la asunción de Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983
(o un poco antes: en la derrota de Malvinas), y cuyo final podríamos ubicar en el inicio de
la presidencia de Carlos Menem en julio de 1989 (o un poco después: en la sanción de la
ley de Convertibilidad en 1991). Como suele señalar Lucas Carrasco, una década que, de
tanta transición, no fue nada.

Pero además de desempeñar un papel fundamental en la construcción del clima de época,


el giro intelectual producido en los 80 fue la base de un proyecto político difuso, por
momentos confuso y contradictorio, pero que no sería insensato definir alrededor de la
idea de “socialismo democrático”, un socialismo inscripto en una tradición liberal que, de
acuerdo a la perspectiva dominante, habilitaba, en los hechos, una izquierda democrática
(casi diríamos: una izquierda buena, blanda, posible). Y, sobre todo, no populista. Como
señala Freibrun, la crítica al populismo ensayada por los intelectuales más influyentes del
periodo encerraba una crítica –bien práctica- a la idea del peronismo como la expresión
natural de las mayorías populares en la Argentina. El clima de época y el proyecto
político al que envolvió, cuyo texto más significativo quizás haya sido el famoso discurso
de Raúl Alfonsín en Parque Norte, se construyó sobre la derrota electoral del peronismo,
lo que ayuda a echar luz sobre la compleja relación entre teoría y política, entre
intelectuales y dirigentes, entre ideas y votos.

En este sentido, y aunque probablemente el autor no lo pensó cuando comenzó a


escribirlo, el libro –todo libro, si es bueno, está destinado a emanciparse de su autor y aún
del contexto en el que fue escrito -, resulta útil, desde el presente, para analizar la crisis
del socialismo democrático. Una crisis que se juega en dos continentes: en Europa, donde
los partidos socialistas y socialdemócratas (el español, el portugués, el italiano)
atraviesan una etapa de notorio declive, jaqueados por su incapacidad para encontrar una
salida imaginativa y socialmente contenedora a la crisis financiera, y asfixiados por la
doble presión de la troika supranacional y las fuerzas conservadoras internas, lo que los
ha llevado a implementar casi las mismas políticas que defiende la derecha, solo que de
manera vergonzante. Y en América Latina, donde el cambio político posterior al colapso
del neoliberalismo no llegó de la mano de la izquierda liberal y moderada sino a partir del
ascenso de liderazgos de tipo nacional-popular al frente de fuerzas políticas nuevas
(Ecuador, Venezuela), relativamente nuevas (Bolivia, Brasil, Uruguay) o antiguas
(Argentina), que en muchos casos desplegaron un amplio programa refundacional y de
reforma económica y política (la única excepción es Chile, que se esfuerza por ser y
parecer el más europeo de los países latinoamericanos y donde la centroizquierda
gobernó veinte años; la explicación de la singularidad chilena quizás radique en el hecho
de que allí el neoliberalismo no se fue nunca del todo).

Por eso, otro de los méritos del libro es que, casi sin proponérselo, permite iluminar un
aspecto del ciclo político actual que a menudo no se contabiliza: el costado no populista
del kirchnerismo y la conexión, problemática y nunca lo suficientemente reconocida pero
conexión al fin, con la tradición liberal. Esto se comprueba sobre todo en el impulso a las
muy liberales y progresistas reformas a las leyes de regulación de las costumbres y la
vida privada y de reconocimiento de la diversidad cultural y la pluralidad social, como la
ley de casamiento igualitario, la ley de identidad de género y la de salud reproductiva. No
hace falta ser especialmente suspicaz para detectar la “herencia alfonsinista” en este tipo
de iniciativas, en la huella de la ley de divorcio y patria potestad impulsadas en los 80.

Por último, un comentario final desde el punto de vista de las generaciones, ángulo que
cada vez me parece más crucial para analizar la política y los debates generados en torno
a ella: el libro que el lector tiene en su manos fue escrito por alguien que, por una simple
cuestión de edad, no tuvo que huir a México ni pasó los años posteriores recordando las
buenas viejas épocas con un cortado frío en las mesas de El Taller. Escrito en plena
anarquía semántica de la Revolución Twitter, tiene el mérito último de la distancia con un
tipo de intelectual de tiempos más largos y opiniones más meditadas, que cumplió un rol
en los 80 pero que igual que otros arquetipos de la época –de los jeans nevados a Paolo el
rockero- se encuentra en extinción.
“Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria”
Ricardo Piglia

“Así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una época se define
también por su lenguaje”
Víctor Klemperer
Introducción

El presente libro se propone reconstruir el contexto teórico que dominó en las


sociabilidades intelectuales en la Argentina durante la década de los 80. Su principal
objeto de estudio son las relaciones entre los intelectuales, la democracia y las ideas
políticas. Más específicamente, sobre la construcción y formación teórica de un discurso
sobre el concepto de democracia, la puesta en acto y creación de un universo conceptual
hasta entonces poco explorado en los medios intelectuales del país. Hagamos notar
inmediatamente que la noción de “creación” no pretende poseer ninguna reminiscencia a
un origen primero o mítico, sino que está asociada a la idea de invención, a un momento
fundacional en el discurso de aquellos años. En efecto, el mundo intelectual de entonces
no dudó en colocar a la democracia en el epicentro de la escena política e intelectual.
¿Había acaso otra posibilidad? ¿Cómo se estructuraron las condiciones de emergencia del
giro intelectual de esos años posautoritarios? Fundamentalmente, dos fueron los motivos
que produjeron un vuelco en las inquietudes teóricas, uno de carácter político y el otro de
indudable signo teórico.

El fin de la dictadura militar en 1983 dio lugar al surgimiento de un discurso teórico cuyo
centro de gravitación fue la democracia, y que funcionó como lo opuesto de la dictadura
y del terrorismo de Estado, pero también y sobre todo, como lo otro de la violencia
política. Los intelectuales captaron ese clima de época al comprender que la fundación de
un nuevo orden político requería de una división abrupta respecto al pasado reciente, lo
que suponía al mismo tiempo introducir nuevos términos al lenguaje de la política. Frente
al terror de la dictadura, valga como ejemplo la síntesis del slogan político repetido por
los jóvenes seguidores del líder Raúl Alfonsín: “somos la vida”. De allí la efectividad de
un discurso que se articulaba sobre la antinomia excluyente democracia/dictadura, en
torno de lo que se consideraba un consenso exitoso y de fuerte carácter axiológico: la
democracia como un valor en sí mismo. Un concepto de democracia de ascendencia
liberal e impronta moral guiaba el espíritu de entonces. Primera división, pues: la vida en
democracia vs. la muerte de la dictadura. Si la política quería hundir sus raíces en un
nuevo pacto con la sociedad, el otro eje de cambio se asociaba a la formación teórica y
conceptual sobre la democracia en algunas zonas de un campo intelectual en
reconstrucción. En ese contexto, un conjunto de intelectuales organizaron el trabajo
conceptual desde la democracia. Y fueron también los intelectuales, en un nivel de mayor
complejidad y en un tipo de acción que los define como tales, quienes interrogaron los
alcances históricos de los conceptos, sus significaciones y sus desplazamientos,
generando de ese modo las condiciones de posibilidad para un nuevo momento del debate
intelectual. Claramente, la vuelta de los intelectuales a la vida pública alrededor de la
formación de las ideas también constituye un punto de partida hacia una
conceptualización del propio campo intelectual. Ese retorno de los intelectuales se
desarrollará bajo nuevas condiciones que no dejarán de reconocerse en sus discursos de
un modo constante. En efecto, la crisis del populismo en el plano político y del marxismo
en el teórico, tampoco será ajena a un cuestionamiento de la figura del intelectual como
sujeto crítico de la modernidad, imaginado como el custodio de un proyecto de
emancipación universal que se ligaba a la Ilustración y desde allí a las ideologías de
izquierda. Las disputas ideológico-políticas de antaño, que abordaban la democracia a
partir de la forma y del contenido, serán criticadas y sustituidas por otras problemáticas.
La aceptación de la democracia descartaba cualquier tentativa de pensar en su superación
política e institucional. Bien por el contrario, se trataba de una promesa en construcción.

Como tendremos oportunidad de observar, aquello que comienza a aparecer en duda es la


representación de un tipo de intelectual comprendido como legislador, en detrimento de
la figura más flexible del intérprete, según los términos usados a la sazón por Zygmunt
Bauman. Pero sin embargo, la caracterización de Bauman resulta un poco abrupta,
carente de mediaciones para dimensionar los procesos de cambio en sociabilidades
intelectuales de raíces más periféricas, incluso más difusas, donde las identificaciones y
las autonomías no siempre resultan precisas de detectar. Tal como lo ha señalado el
teórico brasileño Renato Ortíz, en la periferia “los términos del debate cultural e
intelectual son otros”. Al identificar esas distancias, adquiere mayor interés el tratamiento
de aspectos constitutivos de la práctica intelectual local, como son las recepciones
intelectuales y las influencias teóricas que van contorneando en el tiempo una
determinada práctica del saber.



Los años 80 conforman un tiempo de la política que, al articular un lenguaje y una


semántica histórica determinada, brindan un conjunto de significaciones conceptuales al
proceso de transición. Si en todo discurso intelectual existe una voluntad de
interpretación, el intento por ordenar la transición política también se hacía con
conceptos de nuevo tipo. Así, puede decirse que en ese tiempo histórico se construye un
tiempo teórico de la democracia como locus clave de las transiciones políticas. En este
marco, cambio político y cambio conceptual no son dimensiones escindidas, sino
aspectos diferenciados de un mismo proceso, como es la transición de una forma política
a otra. Es que en efecto, toda época de cambio contiene la pretensión de modificar sus
representaciones teóricas. Recordemos los argumentos de Sheldon Wolin en los inicios de
su obra Política y perspectiva, que servirán a lo largo del libro como referencia y sostén
argumental:

“Las ideas y categorías que empleamos para el análisis político no son del mismo orden
que los “hechos” institucionales, no están “contenidos” en los hechos, por así decir, sino
que representan un elemento agregado, algo creado por el teórico político” (2001:14).

La idea fundamental de Wolin señala que la formación de las categorías guarda alguna
relación con la figura del creador intelectual; que suponen un “plus” no contenido en las
determinaciones empíricas de la realidad, puesto que son “otra” realidad. Pero no sólo
eso. Además, Wolin nos advierte evitar la confusión entre los niveles de los “hechos” y de
las “ideas”, dos instancias que deben diferenciarse para comprender su interacción
histórica. Para dar forma a su discurso sobre la democracia, la intelligentsia evidenció la
necesidad de una transformación en el universo conceptual. Aunque ello no haya sido
dicho de forma explícita o directa, aunque la busca teórica no haya conformado una
unidad coherente y total, esa necesidad reconocía que el proceso de transición a la
democracia se jugaba también en el campo de los lenguajes políticos. En este sentido, la
democracia como problema teórico abre un campo de interpretaciones sobre el discurso
político. Ya hacia finales de los años 70, pero con mayor intensidad durante la década de
los 80, la democracia se va ubicando en el centro del debate teórico. Sea para señalar su
constante falta en la historia local, sea para invocarla como solución superadora de un
presente que quiere dejar por detrás el autoritarismo político, este nuevo criterio que pasa
a dominar la ordenación de esta fracción del campo intelectual conducirá a algunas
interpretaciones sobre qué se entiende por democracia, en un contexto que ha renunciado
a la violencia política y que para afirmarse como nuevo orden necesita de la producción
de renovadas instancias simbólicas. Así pues, democracia y liberalismo serán los marcos
teóricos que ordenarán el espacio de la experiencia política y de las sociabilidades
intelectuales, intentando conectar dos tradiciones que en la Argentina habían trazado un
recorrido de conflictos y desencuentros. La apropiación de nuevos elementos
conceptuales desplazaba –aunque no anulaba- a otras instancias teóricas, entre las cuales
no puede obviarse el lugar del marxismo. La puesta en cuestión de las principales fuerzas
rectoras de esa corriente del pensamiento funcionaba como una crítica del pasado y como
una iluminación del presente. Si el ideario del marxismo-leninismo era uno de los focos
principales de diferencias que había que acentuar, ello adquiría mayor espesor por el
efecto de un desplazamiento, de Lenin hacia Gramsci, acción que no desechaba por
completo algunos otros aspectos del marxismo, pero que sin embargo la mayoría de los
intelectuales querrán desligar del ascenso teórico de un “socialismo democrático” ahora
incorporado en perspectiva liberal. Según el punto de vista dominante entre los
intelectuales, la introducción de un ideario socialista y democrático era la unión
ideológica y conceptual para arribar a la conformación de una izquierda democrática-
liberal o liberal-democrática, lo más alejada posible de las tendencias populistas y/o
nacional populares que habían alcanzado a ocupar en las décadas anteriores territorios
nada despreciables del amplio abanico ideológico del mundo de las izquierdas. Como
resultado del cuestionamiento al horizonte normativo e intelectual de los años 70, la
cristalización de un nuevo concepto de democracia venía a afirmarse sobre la creciente
legitimidad de novedosos términos que intentaban articularse críticamente. Dado este
marco, la recepción, la apropiación, la revisión –y en algunos casos la relectura- de
autores como Claude Lefort, Antonio Gramsci, Hannah Arendt, Norberto Bobbio, Jurgen
Habermas, John Rawls, Robert Dahl o Michel Foucault, cumplirá un papel fundamental.
Pero asimismo, autores clásicos de la teoría y la filosofía política, como Tocqueville,
Rousseau, Marx o Locke. Sus contribuciones sirvieron como referencias de legitimación
al interior del campo intelectual, pues la crisis del marxismo significaba la crisis de un
concepto de lo político y de democracia entendida en términos sustantivos. En este
contexto, el discurso intelectual que se va conformando en esos años comienza a gravitar
desde una impronta ideológica próxima a posiciones socialdemócratas, un ideario que
sienta las bases de un vocabulario político que tiende a pervivir en diferentes zonas de la
cultura política e intelectual de la argentina contemporánea y que, incluso con sus
diferencias epocales, se reactualiza ante la emergencia de políticas de Estado de
regulación y control de las relaciones sociales imperantes. La condición de posibilidad de
supervivencia de ese dispositivo se torna más efectiva frente la emergencia de lo
nacional-popular, lo populista y ante la aparición de liderazgos carismáticos, y en el plano
intelectual y de circulación de las ideas, se asienta sobre la base de una democracia de
corte liberal-republicano muchas veces de raigambre elitista y que tiene la tendencia de
contraponerse a un modelo de democracia más dinámico y conflictivo, colocando
consecuentemente las relaciones de poder y el antagonismo como elementos meramente
contingentes a las relaciones políticas. En este sentido, el libro se desenvuelve en el plano
de las categorías y de los debates teóricos, tomando como supuesto que los conceptos y
las ideologías son elementos constitutivos de las prácticas sociales y de las disputas
políticas. En efecto, no hay sociedad sin representaciones que la expliquen, la organicen e
incluso la movilicen políticamente.

Asimismo, el libro mantiene una deuda intelectual con un vasto campo de estudios
dedicado a problematizar los conceptos en perspectiva histórica y contextual, sobre todo
con las contribuciones contenidas en la historia conceptual, que ha sido de gran ayuda
para reflexionar la compleja dimensión que cumplen los conceptos en la vida política y
social. El renovado interés por el estudio de los lenguajes políticos, la semántica
histórica, las relaciones entre texto y autor y los significados de los conceptos en sus
contextos de producción, abre líneas de investigación que permiten no solamente
escudriñar el pasado, sino ante todo, dilucidar las estructuras conceptuales que
condicionan las actitudes intelectuales sobre las que se articulan las experiencias políticas
del presente. No hay en ello ningún tipo de idealismo: los conceptos no crean la realidad,
son parte, dan forma y sentido a la realidad.


Las contribuciones de los intelectuales argentinos que aquí se abordan y analizan, sobre
todo las más relevantes, como las de Juan Carlos Portantiero, José Nun, Emilio de Ipola,
Atilio Borón, Guillermo O’Donnell y Carlos Strasser, serán las que constituirán el terreno
más productivo para aproximarnos a las opiniones y puntos de vista sobre la democracia
durante los años 80. Aunque no se ha hecho absoluta abstracción de sus trayectorias
individuales, el libro no se proyecta sobre las biografías particulares, e intenta evitar una
interpretación causal que conecte de forma necesaria itinerario personal y producción
intelectual1. Antes bien, hemos elegido concentrarnos en una labor reconstructiva,
centrada en el estudio de las categorías históricas relevantes en el discurso de los
intelectuales argentinos en un contexto específico. Como hemos mencionado, las
producciones fueron desarrolladas antes y durante el transcurso de la década del 80.
Antes, puesto que el problema de la democracia tal como aquí se presenta fue
encontrando espacio para su elaboración hacia finales de la década del 70, generalmente
bajo las condiciones impuestas a los intelectuales en el exilio político. Un ejemplo de ello
fueron las intensas discusiones realizadas en el exilio mexicano desde la revista
Controversia, un espacio de socialización intelectual que funcionó como punto de partida
para plantear algunos elementos de interpretación, poniendo en discusión a la
democracia, el liberalismo, el marxismo, el socialismo, el peronismo, la violencia política
y la clase obrera. Durante los años 80, ya que en algunas instancias la producción teórica
se construyó en un diálogo –no siempre directo ni fructífero- con el gobierno de Raúl
Alfonsín, aunque por supuesto excede las vicisitudes de las políticas de gobierno, debido
a que su dirección arraiga en un horizonte teórico y conceptual. Como decíamos, al
estudiar los cambios en los significados de las categorías históricas, la historia
conceptual nos ha suministrado elementos que permiten problematizar el estatuto de los
conceptos en un nivel de mayor complejidad. Un aspecto fundamental del proyecto
1
Para ello nos valemos de una indicación de Fritz Ringer. En su obra dedicada al estudio de los
catedráticos alemanes, señaló: “Debemos dirigir a la vez nuestra atención hacia las respuestas y
opiniones que prevalecían entre los catedráticos de universidad alemanes considerados como grupo,
sin tener en cuenta sus diferencias individuales e idiosincrasias, que serían del interés de los
biógrafos” (Ringer, 1995:20-21).
intelectual de la historia conceptual es la capacidad por criticar y poner en duda el
supuesto carácter permanente de los significados, tomando distancia de un marco de
referencia esencialista. Si este abordaje permite reponer los conceptos en sus contextos de
producción, ello se revela aún más importante al comprender que todo concepto tiene
lugar en el marco de una red de acciones, instituciones y significados políticos. Allí
adviene la identidad intelectual como actor emergente que articula los conceptos en un
campo de significaciones. Puede decirse, pues, que durante este período se asiste a la
constitución de una nueva identidad intelectual, cuya síntesis se resume en los alcances
de una la relación entre intelectuales, democracia y saber. Es, asimismo, un nuevo
momento de las ciencias sociales y de inscripción de las generaciones intelectuales en la
esfera pública. Este proceso de cambio en los lenguajes políticos precisó de un
movimiento de recepción intelectual, un aspecto que estructura y da sentido a la actividad
intelectual en el tiempo. En parte como producto de ello, es posible hallar articulaciones
conceptuales pertenecientes a autores y a tradiciones del discurso bien diferentes, como
ocurre con Tocqueville y Marx. Si democracia y liberalismo ordenan las preocupaciones
intelectuales, conceptos como socialismo, república o populismo también permiten
desarrollar el debate ideológico en la búsqueda de nuevos nombres de la democracia. Se
trata de observar cómo algunos elementos se articulan en el marco de la renovación
teórica naciente, aunque más no sea una tendencia que sólo años después corroborará
algunas de aquellas incipientes producciones –tal como en algunas cuestiones puede
observarse en nuestra actualidad. A partir de esas nociones indicadas, también pueden
obtenerse determinados lineamientos sobre la constitución histórica de la figura del
intelectual, dilucidando cuáles son aquellos conceptos de ruptura que participan de la
formación de un nuevo tipo de discurso. Las discusiones en torno al sujeto, que ocuparon
un aspecto nada menor de las intervenciones intelectuales, adquieren un sentido mayor si
se las repone en relación al por entonces incipiente debate entre la modernidad y la
posmodernidad, y que sólo en los años siguientes emergerá con fuerza. Pero además, el
estatuto de la categoría de sujeto y de subjetividad fue encontrando significación bajo la
necesidad de justificar la refundación de un orden político democrático distante de
cualquier fundamento social a priori u ontología política que intentase condicionarlo. Si
bien las interpretaciones tienden hacia la hegemonización de un significado de
democracia, el resultado de las propuestas no cristaliza en un único uso o definición. En
efecto, la democracia política funcionó como un punto de partida innegociable, aunque
no por ello fue un punto de llegada necesario. De ello se deriva un supuesto clave, a
saber: el hecho de que el concepto es una articulación teórica e histórica, consecuencia
del resultado de diferentes intervenciones en su conformación.


Muchos de los tópicos que se desenvuelven en la esfera pública contemporánea
encuentran en los debates de la década del 80 un estado de elaboración y de emergencia
conceptual, y en ciertos casos, el reconocimiento de un punto de partida para aspectos de
los debates actuales. Si por entonces la discusión conceptual se encontraba más
localizada en los márgenes del debate teórico y del campo intelectual, hoy en día –en
parte como resultado de esas elaboraciones- algunas categorías han encontrado un lugar
de referencia más amplio en la esfera pública. Claramente, los términos históricos del
debate se han modificado, y la presencia de los intelectuales como mediadores sociales de
un tipo de saber se ha tornado más intermitente y fluctuante. Las transformaciones en los
soportes discursivos, en la representación democrática y en las técnicas capitalistas
asociadas a los medios de comunicación de masas como espacios de dominio y de disputa
por el sentido social de la información, han producido un desplazamiento desde un tipo
de saber más acumulativo y erudito -perteneciente a una sensibilidad intelectual que
implica distintos tiempos y registros de elaboración y formación- hacia lenguajes más
flexibles y anárquicos, como lo son los dominantes hoy en día. De hecho, no sería del
todo equivocado señalar que habitamos algo así como una “anarquía semántica”. Debido
a ello, un aspecto que envuelve al debate ideológico en nuestra contemporaneidad se
encuentra en un cruce dialéctico: entre la reemergencia de categorías fundantes que
vienen a dar sentido al debate público y a la explicación sociopolítica (i.e.: república,
populismo, esfera pública, libertad, igualdad, democracia política, democracia social,
consenso, instituciones, racionalidad), y su contraparte, la aparición de nuevos
interlocutores y sujetos del discurso que por la forma y el modo de producción del
contenido y de los usos que hacen de esos conceptos, refuerzan un sentido común
dispuesto en muchas ocasiones a descalificar otras instancias de legitimación del lenguaje
social.
Capítulo 1: Texto, concepto y contexto

1.1 El contexto intelectual y la historia conceptual


Los estudios sobre las relaciones entre los conceptos y sus contextos de elaboración son
una perspectiva provechosa e interesante para analizar las formaciones de los discursos y
de las ideologías. De un tiempo a esta parte, aproximadamente desde la década del 60 en
adelante, el terreno de expansión y el creciente interés que ha cobrado la problemática
sobre los significados de los conceptos en las obras y textos se ha extendido a diferentes
problemas de estudios al interior de las ciencias sociales, desde la historia pasando por la
ciencia política, la literatura, la filosofía o los estudios culturales. Un autor representativo
de este campo de estudio es el alemán Reinhart Koselleck, de quién tomaremos su punto
de partida para abordar el problema de los conceptos sociales. En efecto, según
Koselleck, compartimos el supuesto de que un concepto es tan “real” como la misma
sociedad en la que emerge y cobra existencia. Por otro lado, al centrarnos en la figura
histórica del intelectual lo entendemos como un sujeto legitimador que, por medio del
reconocimiento simbólico y su pertenencia institucional, posee credenciales culturales y
de saber para organizar esos mismos conceptos en la esfera pública. Bajo estas
consideraciones, entendemos la función de los conceptos como elementos que permite
reconstituir un campo histórico de sentido. Veamos lo que el propio Koselleck dice de
ello: “Los conceptos, en especial los políticos y sociales, están acuñados para engarzar y
comprender los elementos y factores de la historia. Esto es lo que los caracteriza dentro
de un lenguaje”. A diferencia de otros modelos de explicación también abocados a
reflexionar sobre el estatuto de las categorías teóricas, la historia conceptual posa su
mirada sobre los usos y las significaciones de los conceptos. Dicho de otro modo, los
conceptos adquieren significación y fuerza explicativa en determinados contextos de
experiencia política e intelectual. Es bajo estas condiciones que la aparición de
determinadas categorías termina siendo relevantes para una sociedad en un tiempo
histórico específico, y dependen las más de las veces de la apropiación realizada por
actores intelectuales, sujetos políticos y grupos sociales.

Por un lado, como productores de conceptos, los intelectuales se constituyen al mismo


tiempo como receptores culturales en los procesos de circulación de las ideas. En efecto,
sin desatender al hecho de que las orientaciones de un modelo de conocimiento centrado
en la articulación entre sujeto-objeto hace tiempo han sido cuestionadas, ganando terreno
un modelo de compresión centrado en el punto de vista de la intersubjetividad, las
contribuciones alrededor del estudio de los significados de los conceptos se presenta
como un campo que señala que, para abordar la elaboración de los conceptos, es preciso
reponerlos en los contextos singulares en que emergieron, cobraron sentido, y en
consecuencia, obtuvieron nuevas significaciones. El desplazamiento hacia el dominio del
lenguaje como un horizonte de comprensión implicó una modificación en los criterios de
abordaje del saber, algo que se venía registrando ya con el giro lingüístico y los aportes
de la historia intelectual. Pero, incluso más allá de esto, la historia conceptual no se
afirma como un área de estudio preocupada por el lenguaje como un fin en sí mismo,
autorreferencial, sino que aborda este aspecto con la intención de averiguar la formación
de los vocabularios políticos históricamente situados. Al registrar que las
transformaciones políticas de una época se plasman en algún tipo de lenguaje histórico y
social, la historia de los conceptos atiende a la relación entre cambio sociopolítico y
alteración conceptual, ofreciendo una perspectiva dinámica sobre los significados de los
conceptos vistos en perspectiva histórica. Por ello, cualquier pretensión teleológica y
esencialista que suponga una inmutabilidad de los significados de los conceptos en la
historia, es decir, que remita de forma natural un significante a un significado, es
descartado. El esencialismo y el finalismo no anulan solamente una dimensión dialéctica
y profunda de los procesos históricos, sino que desplazan las tensiones que soporta y
precisa cada presente y sus actores hacia una imposible explicación sobre supuestos
orígenes puros. Al mismo tiempo, la historia conceptual es eficaz para comprender por
qué, como parte de la lucha ideológica, determinados conceptos devienen dominantes y
hegemónicos y otros se ven desplazados. Se torna preciso, por lo tanto, trabajar sobre los
alcances y las potencialidades de las categorías, ya que las mismas no son formas fijas o
esencias inmutables, sino índices que tendencialmente nos aproximan o alejan de la
comprensión de las tensiones sociales, históricas y políticas de una sociedad.

1.2 La relación entre los conceptos y la política


Como se ha dicho, las diferentes contribuciones se refieren a la relación entre conceptos y
política, desde donde la historia de los conceptos reinscribe esa relación como un eje para
reflexionar el cambio conceptual a la luz del cambio político y, a través de éste, observar
las condiciones históricas que hacen efectivamente posible hablar de una nueva
semántica histórica. Adentrémonos en el tema y veamos qué señala James Farr, un
referente de esta corriente en los Estados Unidos: “Como las creencias, las acciones y las
prácticas afrontan crisis de la más profunda clase, viejos conceptos expiran y otros nacen.
Incluso nuestro vocabulario cambia” 2. En efecto, la matriz que rige a estas posiciones
consiste en ligar los vocabularios políticos con las acciones y los comportamientos,
habida cuenta de que el lenguaje político registra, potencialmente, los cambios
sociopolíticos. Es importante hacer notar que este registro por parte del lenguaje
conceptual no opera como un mero reflejo o es derivado de otras relaciones sociales;
tampoco es un aspecto cultural derivado de una “superestructura” como resultado y
reflejo de la “estructura”. Avancemos, pues, observando otras contribuciones a lo que
venimos diciendo.

Un autor que se destaca por sus aportes en este terreno de discusión es Pierre
Rosanvallon. En su libro Por una historia conceptual de lo político, donde desarrolla sus
preocupaciones teóricas sobre el estudio de la democracia, Rosanvallon ha indicado que
“las representaciones y las ideas constituyen una materia estructurante de la experiencia
social”. Esta idea sobre la comprensión de las representaciones como “materia
estructurante de la experiencia social” instala en el recorrido de la historia conceptual un
giro respecto a aquellas concepciones más tradicionales, que tendían a pensar las
categorías y los conceptos como entidades fijas que simplemente se enlazaban a los
distintos momentos del proceso histórico. Veamos lo que manifiesta Rosanvallon:

“Los conceptos políticos (se trate de la democracia, la libertad, la igualdad, etcétera) no


pueden comprenderse sino en el trabajo histórico de su puesta a prueba y de sus intentos
de elucidación”.
Si bien con diferentes recorridos, la propuesta de Rosanvallon no está alejada de las
intervenciones de Reinhart Koselleck, puesto que en el centro de ambas contribuciones se
encuentra la dimensión de los conceptos como constitutiva de los procesos históricos y

2
Traducción propia.
políticos. Generalmente, en las sociedades democráticas los conceptos circulan en el
debate público a partir del entrecruzamiento de diferentes actores, bajo diversos soportes
discursivos y con intencionalidades e intereses diferentes. Es por ello que insistimos en
reinscribirlos en el contexto discursivo en el cual emergen y alcanzan visibilidad. En
efecto, los conceptos registran una situación política determinada y pueden ser eficaces
herramientas en la disputa ideológica, que por supuesto siempre incluye una dimensión
conceptual asociada a los usos del lenguaje. Es así que los conceptos funcionan como
índices, y desde nuestra perspectiva, así como no pueden ser tomados como esencias,
tampoco pueden ser comprendidos como expresiones de una “verdad objetiva”. De ello
se desprende, pues, que los conceptos no están previamente determinados por alguna
lógica inmanente o por una trascendencia histórica. En este marco de la discusión las
contribuciones de Quentin Skinner también se revelan fructíferas, al establecer un
contrapunto con los desarrollos de la historia de las ideas. En su clásica discusión con
Lovejoy, donde precisamente viene a tomar distancia de las propuestas de aquél e
inscribir su propio punto de vista, Skinner había señalado:

“Lovejoy había argumentado que, debajo de la superficie del debate ideológico, existía
siempre una serie de “ideas unitarias” perennes e inamovibles, y que la tarea del
historiador de las ideas, era, entonces, rastrearlas y descubrirlas. Una vez más, en contra
de este argumento, he tratado de hablar a favor de una contingencia más radical en la
historia del pensamiento (…) Argumenté que no podía haber una historia de semejantes
“ideas unitarias”, sino solamente una historia de los usos variados en que esas ideas
habían sudo enunciadas por diferentes agentes en distintas épocas” (2007:296-297).

Vemos cómo la historia también ocupa aquí una dimensión principal, esencialmente en
relación a la reconstrucción del surgimiento de las ideas en su contexto de elaboración.
Sucede que las contribuciones de Skinner incorporan el problema de las “intenciones” del
autor, y dan un lugar especial a la noción de “uso” conceptual. Las nociones de “uso” e
“intención”, referidas al lugar del autor y de la acción, se nutren de los aportes realizados
por la pragmática lingüística anglosajona, sobre todo de los análisis de John Austin.
Ligada a una teoría de los “actos de habla”, esta vertiente de la historia conceptual se
interesa por la relación entre contexto, uso e intención de los conceptos, y se propone
averiguar precisamente “qué quiso decir un autor al decir lo que estaba diciendo”. En este
sentido, el efecto buscado remite a la relación performativa entre acciones y palabras,
pues el discurso no sólo articula palabras, sino que palabras y discursos son formas de la
acción que inciden en la realidad. En definitiva, la perspectiva conceptual asociada a
Quentin Skinner se aleja de una visión teleológica y esencialista, así como de aquellas
visiones deudoras de cierta lectura de la tradición hegeliana que consideran los textos o
las manifestaciones intelectuales como expresión de alguna consciencia histórica o
espíritu universal. Pero asimismo, sus contribuciones tampoco deben entenderse como
mecanismos que reducen el texto al contexto, bajo la imagen de un contextualismo
radical donde el texto en cuanto discurso no tendría ninguna autonomía o potencia
conceptual3.

1.3 De la palabra al concepto: intencionalidad y significado

Como venimos viendo, al momento de abordar el análisis de un texto, la dimensión de las


“intenciones” autorales encuentra sentido atendiendo a las relaciones entre motivaciones
internas y condiciones externas en la formación de un discurso. Skinner justifica la
noción de “intencionalidad” como parte de una estrategia que permite acercarse a los
significados de los conceptos al momento de interpretar un texto.

“Conocer las intenciones es conocer hechos tales como si el escritor está bromeando, o es
serio o irónico, o, en general, es establecer qué actos de habla puede haber realizado al
escribir lo que escribió. Comprender los motivos es comprender qué provocó esos actos
de habla en particular” (Skinner: 175).
Al mismo tiempo, este razonamiento da cuenta de las posiciones antitéticas entre los
intencionalistas y los antiintencionalistas, y se extiende también a las discusiones entre
las posiciones subjetivistas y objetivistas. Desde nuestro punto de vista, sin embargo,
interesa el concepto de discurso en cuanto forma del lenguaje público, que se articula de
un modo intersubjetivo y en consecuencia vuelve innecesarias las dos posiciones
anteriores4. La necesidad de tener que reponer las intenciones del autor conduce a la
existencia de dos dimensiones analíticamente separadas: la del autor y la del propio texto.
En efecto, la idea de que es indispensable entender las intenciones del autor tal vez pueda
ser una cuestión relevante cuando el análisis se traslada a las biografías intelectuales y al
análisis de la subjetividad, pero no lo es cuando se trata de captar el sentido histórico-
político de un texto, es decir, de un discurso público. Sin olvidar el lugar que ocupa el
3
Sobre esto puede consultarse el texto de Nadeau (2009).
4
Sobre las condiciones intersubjetivas en la comprensión del sentido de un texto en su contexto, véase
el clásico texto de Fish (1998). Sobre la condición excluyente de todo discurso como discurso público,
véase Gadamer (1997).
contexto, nuestro punto de vista no precisa de una escisión entre texto y autor, puesto que
es el propio texto el que nos aproxima al conocimiento de los conceptos buscados y a las
posiciones de la época5. La existencia de diferencias entre la historia conceptual alemana
y la perspectiva de raíz anglosajona no nos impide sin embargo destacar algunos aspectos
que merecen ser señalados. En primer lugar, ambas propuestas destacan la necesidad de
distinguir entre el orden de la palabra y el orden del concepto, un aspecto que nos parece
importante destacar para comprender nuestro análisis sobre el concepto de democracia.

Veamos lo que manifiesta Skinner respecto a esta distinción que nos parece crucial para
entender el estatuto del concepto:

“¿Cuál es, entonces, la relación entre conceptos y palabras? (…) Se puede decir lo
siguiente: el signo más cierto de que un grupo o una sociedad ha alcanzado la posesión
autoconsciente de un nuevo concepto es que se ha desarrollado un nuevo vocabulario. Un
vocabulario a través del cual se puede seleccionar y discutir el concepto en cuestión
consistentemente”.

En sintonía y refiriéndose también al estatuto del concepto, Koselleck señaló:

“Una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de experiencia y


significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se una palabra, pasa a formar
parte globalmente de esa única palabra” (Ob.cit.:117).

Así, en el transcurso de los años 80, es “democracia” la palabra que deviene en concepto
clave que articula un universo intelectual y de sentido. La transformación de la palabra
“democracia” hacia la emergencia del concepto es el resultado de las intervenciones
intelectuales (recepción, apropiación, circulación, desplazamiento), mecanismo que en el
tiempo viene a poner en juego diferentes usos y significados del concepto. Tomando los
aportes de Koselleck, notamos que la diferencia sustancial viene dada porque es a través
del concepto que los contenidos pueden revelarse como novedades históricas
experimentables en el tiempo de las sociedades. De hecho, la palabra puede seguir siendo
la misma, pues aquello que realmente importa en relación al proceso de cambio
conceptual son las diferentes articulaciones que soporta la palabra para dar lugar a la
emergencia del concepto. De hecho, a partir del ejemplo del concepto de “sociedad civil”,
Koselleck (1992) demuestra los distintos significados que asume el mismo en el tiempo –

5
En esta línea y según Paul Ricoeur: “Lo que el texto dice ahora es más importante que lo que su autor
dice” (Citado en Skinner, 2007: 169).
desde Aristóteles pasando por Hegel y Marx- sin que ello suponga, justamente, una
alteración de la propia palabra “sociedad civil”. Por lo tanto, lo que importa es el
significado del concepto en su contexto y no la palabra como tal. Entre otras de las
preocupaciones que pueden detectarse, se encuentran aquellas que también giran
alrededor de los significados de los conceptos en sus contextos, y que en el caso de las
contribuciones de impronta anglosajona son abordadas a partir de los diferentes usos y
aplicaciones que se realizan del concepto. Veamos, pues, cómo lo planteó Skinner a partir
de una referencia más pragmática del lenguaje:

“Mi hipótesis casi paradójica es que las varias transformaciones que podemos esperar
delinear no serán en absoluto, estrictamente hablando, cambios en los conceptos. Serán
transformaciones en las aplicaciones de los términos por medio de las cuales nuestros
conceptos se expresan” (Ob.cit.:301).

En esta indicación, Skinner revela una posición trascendente respecto a cómo abordar la
relación entre concepto y uso conceptual, reforzando el punto de vista de la pragmática,
ya que nos manifiesta que lo sustancial que otorga significado al concepto es su
aplicación, la acción de su uso, y no algún tipo de cambio intrínseco al propio concepto.
Además de esto último, existe para Skinner otro eje fundamental por el cual su
perspectiva y la de Koselleck difieren, referida a las nociones de contexto y de tiempo
histórico. Según Skinner: “Ciertamente, sospecho profundamente de cualquier teoría en
la que el Tiempo mismo aparezca como un agente de cambio” (Ob.cit.:303). Para él, el
contexto aparece como una noción clave sobre la que se edifica su edificio teórico. En
cambio, para la Begriffsgeschichte alemana, la categoría de tiempo se constituye como
una de las piezas fundamentales que, justamente, permite articular al concepto. Veamos,
finalmente, las diferencias entre ambos puntos de vista:

“Un concepto reúne la pluralidad de la experiencia histórica y una suma de relaciones


teóricas y prácticas de relaciones objetivas en un contexto que, como tal, sólo está dado y
se hace experimentable por el concepto. Con todo esto queda claro que los conceptos
abarcan, ciertamente, contenidos sociales y políticos, pero que su función semántica, su
capacidad de dirección, no es deducible solamente de los hechos sociales y políticos a los
que se refieren” (Koselleck, Ob.cit.:117-118).

Koselleck se muestra en desacuerdo en reducir los acontecimientos históricos a


fenómenos puramente lingüísticos. Observemos una vez más lo que nos dice sobre ello:
“No existe ninguna sociedad sin conceptos en común, y sobre todo, no hay unidad para la
acción política. Al contrario, nuestros conceptos se basan en sistemas sociopolíticos que
son muchos más complejos que su mera concepción como comunidades lingüísticas bajo
determinados conceptos rectores. Una “sociedad” y sus “conceptos” se encuentran en una
relación de tensión” (Ob.cit.:106).

La importancia otorgada a los conceptos y a sus significados adquiere sentido para


nuestro análisis ya que es a través de los conceptos que las problemáticas políticas que
condensa una época pueden interpretarse. Lejos de ser un elemento solamente ligado a la
esfera del análisis del discurso o del lenguaje, la busca alrededor de los sentidos y
significados conceptuales tiene entre sus fines restituir la comprensión de los debates
públicos e ideológicos que una época se propone realizar.

1.4 La democracia como problema teórico

Como vimos, Koselleck ha colocado de manifiesto que existe una tensión entre conceptos
y sociedad, demostrando que la relación entre ambos momentos no puede ser emprendida
mecánicamente. “La historia no coincide nunca de forma perfecta con el modo en que el
lenguaje y la experiencia la formulan”6. En efecto, el lugar de los conceptos es de otro
orden. Antes que traducir un significado pleno y transparente, el concepto sólo nos
aproxima hacia una comprensión de los comportamientos políticos y de las
representaciones colectivas de la política y el poder. Además, el concepto no está referido
a desentrañar las condiciones de verdad ni del conocimiento objetivo, sino que se
propone indicar el conjunto de problemáticas políticas dado un contexto de la experiencia
socio-histórica y de la discusión ideológica. Reconstruir los diferentes usos y significados
de la democracia posibilita identificar las modificaciones semánticas en los lenguajes
políticos de la época, ya que esas transformaciones vienen a indicar el grado de
importancia que se le asigna a un concepto o conjunto de conceptos. Así, el proceso de
recepción llevado a cabo por los intelectuales supuso una innovación conceptual en la
conformación de la democracia, y que los años 80 reflejaron aspectos del campo de la
producción teórica, pero por supuesto también ideológica. En este sentido, la
incorporación de novedosos elementos teóricos como un aspecto de la innovación puede
interpretarse como un movimiento representativo del campo intelectual y de las historias

6
Koselleck; citado en Dosse (2009:136). Revista Anthropos, N° 223, Barcelona.
intelectuales. En el caso argentino este movimiento ha sido también interpretado como
una “desprovincialización”7 de las ciencias sociales, cuestión que afectó igualmente al
terreno más amplio de la intelligentsia latinoamericana frente a procesos políticos de
cambio como fueron las transiciones de la dictadura a la democracia en la región. Como
todo movimiento intelectual tendiente a producir cambios en sus pautas de enunciación y
en la producción del discurso, la recepción intelectual tuvo lugar en un contexto
argumentativo más amplio.

Justamente, la puesta en cuestión de arraigadas representaciones teóricas generó


condiciones para la emergencia de un análisis conceptual sobre la democracia,
evidenciando la deuda generada con dicho concepto desde el campo intelectual, ahora
abocado a producir a la categoría en una nueva dimensión y bajo condiciones
sociopolíticas diferentes. También en los medios de socialización intelectual de los países
centrales las discusiones sobre la democracia asumieron un nuevo estatuto, entre cuyas
consecuencias se observa una redefinición de las relaciones entre intelectuales y
legitimación de un discurso regulador de las representaciones modernas 8. En este sentido,
y no obstante la gravitación de preguntas similares en el centro y en la periferia, lo cierto
es que el problema de la democracia en la Argentina estuvo articulado a partir de una
problemática teórica más general, como fueron los estudios alrededor de las transiciones
a la democracia. Teniendo en cuenta que los intelectuales provienen de tradiciones
teóricas diferentes, la formación del concepto no supuso para ellos un abordaje
homogéneo o un punto de partida necesariamente compartido. La crisis de anteriores
paradigmas explicativos sobre la sociedad y la política permitió una nueva ordenación de
las propuestas teóricas, delimitando las prioridades teórico-políticas del ciclo político en
ascenso. Ello no significa que nociones o preocupaciones anteriormente privilegiadas
sean necesariamente negadas, sino que resulta importante observar los desplazamientos y
las subordinaciones en el tratamiento de conceptos históricos fundamentales. Debido a
ello, determinados conceptos pueden perder capacidad explicativa y presencia teórica. En
consecuencia, la innovación conceptual asume un papel primordial para captar la
introducción de diferentes significados en las categorías políticas, tendiente a constituir

7
El término es trabajado por Cecilia Lesgart (2003).
8
Al respecto véase Bauman (1997).
nuevas formas de articular el discurso público. El lugar que la democracia había ocupado
en épocas previas de la historia Argentina había permanecido subordinado a otros temas y
discusiones. En tiempos pretéritos, la cuestión democrática encontraba algún tipo de
explicación a partir de otras discusiones intelectuales, considerados por entonces más
trascendentes al interior del campo intelectual. El hecho de que la vida política del país
haya estado sometida a continuas rupturas institucionales es una de las causas que
permite entender el estado del debate y el campo intelectual, entre cuyas consecuencias es
posible percibir la búsqueda constante a respuestas que brindaran alguna certeza sobre lo
que parecía ser un destino ineluctable de nuestras sociedades. Las interpretaciones sobre
la vida política nacional de acuerdo a estas características se conformaron a partir de un
conjunto de discursos tendientes a descubrir las problemáticas que pudiesen revelar no
sólo las condiciones sociopolíticas y económicas de tal situación, sino también,
considerando cierto “carácter espiritual” de la nación9. Nacionalismo, liberalismo,
imperialismo, dependencia, soberanía, desarrollismo, entre las más importantes, figuran
entre aquellos conceptos que organizaron y dieron contenido a los debates públicos y a
las ideologías en busca de una explicación al devenir del país. Pero en el seno de los años
80, democracia se impuso finalmente como nombre de lo político; nombre de una disputa
ideológica y conceptual que, con sus alteraciones y renovaciones lingüísticas, alcanza en
nuestra actualidad una nueva tensión semántica, ideológica y política.

Capítulo 2: Intelectuales, política y democracia

2.1 Representaciones y modelos intelectuales

El derrotero de la figura histórica del intelectual se ha conformado en nuestro país en el


marco de las transformaciones ocurridas en la esfera pública y en las instituciones del
9
Sobre los distintos debates llevados a cabo por parte de las capas intelectuales consagradas en el
ámbito local en el siglo XIX y XX, véase Terán (2008).
Estado hacia finales del siglo XIX. Producto del proceso de secularización ideológico, de
la conformación de una esfera pública y del Estado, pero también de las tensiones
surgidas entre las clases y grupos sociales, el intelectual emerge como una identidad
típica de la era moderna, cuyo reconocimiento se instituye en torno a la producción de
estrategias simbólicas, culturales y de saber que consiguen legitimidad para la
conformación en el tiempo de un saber y de un campo intelectual 10. La complejización de
la sociedad y la consecuente diferenciación de las esferas del saber atraviesa a la
formación de la propia identidad intelectual, principalmente con el ascenso y la
incorporación de nuevos grupos sociales a la vida política y, posteriormente, en el marco
de la extensión de los programas de alfabetización, los sistemas educativos y la
generación de un mercado de bienes simbólicos 11. Estos aspectos vinculados a la
proyección de los intelectuales en la esfera pública a través de instituciones relacionadas
al campo del saber delimitan al mismo tiempo una relación con el campo político. El
establecimiento de una forma de relación específica entre política y saber encuentra en
torno al intelectual un actor social que recurre al uso de los conceptos y los discursos,
instancias que suponen la creación de categorías para la comprensión de los
acontecimientos sociales.

Sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, en el medio local el
itinerario de las intelligenstias puede comprenderse como un doble proceso:
institucionalización de la vida intelectual en el contexto de una creciente politización de
las capas intelectuales12. Pues en efecto, esa politización de la vida intelectual pone en
juego, de una forma activa, la ya clásica disputa entre autonomía y compromiso
intelectual. Este proceso de intensidad política en el seno de la intelectualidad estructuró
en un nuevo nivel la relación entre política, saber y sociedad, en un contexto que tenía
como centro de disputa y de interpretación la cuestión peronista. En este marco, y
siguiendo el argumento de Sigal sobre la formación de la intelligentsia local a partir de la
década de 30, pasando por las décadas del 60 y el 70, existen tres tipos de
configuraciones intelectuales en el contexto de un campo intelectual moderno al tiempo
que periférico, como el argentino: las élites nacionalistas, la intelligentsia contestataria y
10
Véase Bourdieu (2000).
11
Véase Prieto (2006).
12
Véase Sigal (1991) y Terán (2001).
el cuerpo universitario. Precisamente, atendiendo a la categoría de ‘cuerpo universitario’,
las categorías de élites nacionalistas y de intelligentsia contestataria verán desplazada su
legitimidad discursiva -fundamentalmente esta última, ya que la primera ya había perdido
gravitación en el medio intelectual tiempo antes-, desplazamientos que refieren a la
posición que entablan los intelectuales con las tensiones ideológicas de la época. Las
relaciones entre el campo intelectual y el campo político en las décadas anteriores a la
recuperación de la democracia en la Argentina se habían estructurado a partir de un
conjunto de problemas teórico-políticos claves, que terminarán incidiendo en la
constitución del campo intelectual que emerge en el transcurso de los años 80 al
establecerse un límite estricto entre pasado y presente. En este contexto de cambio en los
argumentos intelectuales, el agotamiento de determinados presupuestos del corpus teórico
marxista, la crisis del peronismo y la puesta en cuestión de la identidad política del
universo ideológico de izquierda, son tres ejes que permiten la emergencia de un nuevo
vocabulario político, y en consecuencia, el uso de determinados conceptos que van a
influir en la redefinición de la identidad intelectual en el tiempo13.

La crisis en la identidad intelectual, en gran parte resultado de las transformaciones


señaladas, se observa en el orden del discurso conceptual desarrollado por los
intelectuales alrededor de la categoría de democracia. Es en este marco que adquiere
sentido la formación de un nuevo vocabulario político, que además permite comprender
las tendencias de los cambios políticos a través de las resignificaciones de los conceptos
utilizados. Soporte histórico de un discurso regulador de las representaciones sociales, la
crisis del intelectual se detecta en dos dimensiones. Por un lado, en relación a su carácter
normativo, que remite a la regulación y a la articulación de los intelectuales en el espacio
público como proyección de una responsabilidad histórica en relación al orden del saber,
pero también del Estado. Tal como ha sido dicho:

“Aunque los intelectuales estuvieron desde un comienzo muy vinculados al Estado y al


gobierno, en un campo mucho más amplio dejaron su huella en lo que podríamos llamar

13
Según ha sido dicho en un trabajo comparativo entre las revistas argentina Punto de Vista y la
brasilera Novos Estudos: “Esta revisión crítica dejaba en claro que una reforma intelectual y política
de la izquierda pasaba, en ese momento, por el cuestionamiento del marxismo en tanto lógica
totalizadora que, de una manera poderosa y eficiente, había funcionado como modelo explicativo de lo
social, lo político y lo cultural” (Olmos, 2004:942).
de modo inexacto las metas normativas de las sociedades latinoamericanas, como ser los
designios de modernización y democratización” (Mansilla, 2003:29-30).

Esta característica de la intelligentsia obtiene su legitimidad social a partir de una auto-


representación que tiene como base la idea moderna del compromiso intelectual y de una
consciencia universal. En segundo lugar, la puesta en cuestión del intelectual como figura
social se corresponde con aquellos aspectos relativos al contenido del discurso,
fundamentalmente respecto al desplazamiento operado por los propios intelectuales desde
una forma de argumentación constituida sobre una idea trascendental de lo político. El
lugar que en las décadas pasadas ocupó el marxismo y más ampliamente un discurso
centrado en la revolución como cambio sociopolítico, fue un aspecto de análisis de la
década del 80, sobre todo respecto a la formulación de una teoría del “sujeto histórico”.
Este doble recorte sobre la figura intelectual liga la función social con la formación del
discurso conceptual. Asimismo, en estos procesos de cambio que afectan a los
comportamientos intelectuales no podemos dejar de señalar las referencias al campo de la
política como una transición entre universalismo moderno y particularismo posmoderno,
entre una actividad legislativa y otra de carácter interpretativa. Sin embargo, esa
distinción para acceder a la comprensión de las prácticas intelectuales resulta
reduccionista, sobre todo en sociedades donde los patrones de acumulación cultural y de
desarrollo político se distinguen de aquellas otras que han elaborado esas mismas
categorías para auto-comprenderse. Así, las tajantes divisiones entre intelectual moderno,
universal y crítico, por un lado, e intelectual posmoderno, particular y especialista, por el
otro, resultan poco eficaces para el reconocimiento de esa identidad en el tiempo. En
efecto, sólo restituyendo las contribuciones de los propios intelectuales podrá arribarse a
una caracterización de los mismos a partir de las ideas que regularon la vida política e
intelectual en el transcurso de la década de los 80 en Argentina.

La formación de la democracia funcionó durante esos años como una estrategia a través
de la cual la crítica al pasado revelaba las tareas intelectuales del presente. Constituir una
nueva forma de lo político sobre la base de relaciones democráticas exigía de un
pensamiento que captase las determinaciones de las democracias modernas en un
momento político en el que la idea misma de modernidad ingresaba en un proceso de
revisión crítica. En este sentido, las intervenciones intelectuales no estuvieron solamente
dirigidas al tratamiento del régimen político en relación al proceso político, sino que
también, y sobre todo, supusieron la necesidad de su elaboración conceptual. Esta
instancia de invención de un nuevo lenguaje para nombrar y comprender la política,
reveló las propias tareas de los intelectuales, y puso de relieve la relación histórica entre
intelectuales y democracia. Así como el concepto expresaba las preocupaciones teórico-
políticas del campo intelectual visto en perspectiva histórica, también demostraba las
limitaciones objetivas desde donde el mismo se inscribía. La destrucción de la esfera
pública y de las instituciones políticas y culturales por parte del régimen autoritario había
erosionado las condiciones de posibilidad para la formación de un campo intelectual en el
tiempo. A pesar del contexto de fragmentación cultural sobre el que se erigía la nueva
democracia, ello no impidió la rearticulación de los intelectuales, cuya producción estuvo
dirigida a construir las bases de un discurso sobre la democracia desde diferentes
registros y usos teóricos. En efecto, los intelectuales se habían formado en un contexto
político e intelectual diferente desde el cual ahora direccionaban sus discursos, contexto
sobre el que había gravitado de forma predominante la formación de una cultura de
izquierda durante los años 60 y 7014. En consecuencia, un cambio en los discursos exigía
la necesidad de un nuevos artefactos argumentativos que legitimasen las necesidades de
la época, una bisagra lo suficientemente potente respecto a un pasado reciente que no
dejará de criticarse.

Así como el discurso marxista fue puesto en cuestión, al mismo tiempo la recepción de
distintos autores y corrientes de pensamiento, en su mayoría ajenos a la cultura intelectual
local, fue una de las formas de legitimación, un recurso estratégico que significó la
apertura hacia otras conceptualizaciones para comprender el proceso político emergente,
resignificando orientaciones teóricas e ideológicas que habían sido fundantes en las
décadas anteriores, como es el caso notorio de Antonio Gramsci. A partir de entonces, la
inscripción de los intelectuales en la esfera pública partía de supuestos conceptuales
claramente diferentes. Sin dejar de observar que el diálogo entre el pasado y el presente
es permanente en la construcción de una trama intelectual que busca renovar las
estrategias argumentativas, la reformulación de ese presente no puede ser simplemente
comprendida como una respuesta al pasado reciente; como un mero acto reflejo. Hay un
14
Véase al respecto Terán (2013).
corte, localizable en el vacío conceptual que significó la cuestión de la democracia para
los intelectuales y que se vislumbra a través de un nuevo vínculo establecido entre
intelectuales, política y saber. En efecto, aquí se torna visible una de las características
que constituye a los intelectuales, relacionada a la formación de categorías teóricas que
intentan proyectarse en el campo de lo político desde el terreno de la renovación
académica. La relación entre el universo académico y la política supone una figura
específica de intelectual, que siguiendo las contribuciones de Norberto Bobbio
denominaremos “ideólogos”, aquellos “que proporcionan principios-guías”. Bobbio
afirma que “los ideólogos son los que elaboran los principios en función de los cuales una
acción se dice racional en cuanto conforme a determinados valores propuestos como fines
a perseguir”, y concluye: “La discusión clásica sobre la mejor forma de gobierno es una
típica discusión de carácter ideológico”. No obstante este registro del intelectual en
calidad de ideólogo, la idea del intelectual comprometido, que también en la Argentina se
había erigido como uno de los sólidos relatos de la modernidad sobre la representación de
la propia figura del intelectual –y cuyos ejemplos dominantes estuvieron encarnados por
las figuras de Jean Paul Sartre y Antonio Gramsci- aparecía en discusión 15. La tensión
entre el intelectual público y comprometido, y el intelectual alejado de las pasiones
políticas, desinteresado y enteramente dedicado al arte por el arte, traza uno de los
debates sobre la formación de las identidades intelectuales en la historia argentina.
Alcanza un nuevo giro con la emergencia del peronismo en la segunda mitad del siglo
XX cuando la relación entre intelectuales y política comienza a articularse alrededor del
ascenso de la democracia de masas, es decir cuando el pueblo como sujeto de lo político
obliga a los intelectuales a discutir las representaciones teóricas hasta ese momento
15
Sartre fue el intelectual representativo durante los años ’50, cuya figura quedó asociada a los
intelectuales nucleados alrededor de la revista Contorno. Gramsci, en cambio, asume una posición
más visible en torno a la década de los ’60 y cuya expresión más significativa en el medio intelectual
local fue la revista Cuadernos de Pasado y Presente. Estas figuras son una muestra de la recepción
intelectual, pero también de la relación cultural con los centros de producción académicos y la
gravitación que la cultura europea tenía sobre las intelligentsias locales. Hay que hacer notar que
Sartre y Gramsci responden igualmente a las preguntas políticas de cada época. La retórica
existencialista de Sartre se avenía muy bien con las dudas políticas de la generación de Contorno en
relación al fenómeno peronista. Cuando Gramsci devino en referente teórico y los intelectuales se
vieron reflejados en el espejo del intelectual orgánico, esas duda anteriores parecían haber sido
resueltas para esta nueva generación, pero por sobre todas las cosas el contexto político local había
cobrado rumbos diferentes. Sobre la revista Contorno, véase Sarlo (1985), Altamirano (2001), Sigal
(2002). Sobre la formación de los intelectuales en torno a Pasado y Presente, véase el trabajo de
Burgos (2005).
dominantes. El descubrimiento del pueblo como un ejercicio de interpretación sobre la
sociedad no solamente exigió a la intelligentsia modificar sus perspectivas políticas sobre
la vida política nacional, sino también y de un modo fundamental, la condujo a revisar su
propia identidad como generación intelectual. A pesar de la conflictiva relación entre
peronismo y campo intelectual, lo cierto es que la aparición del peronismo como
movimiento político de cambio incidió radicalmente en la organización de los
intelectuales16. Con el advenimiento de la dictadura militar en 1976 el ciclo político
comenzado en 1945 alcanza su ocaso, clausurando un espacio de la política nacional que
tenía como centro de disputa y de interpretación al concepto de pueblo, noción que
contenía al mismo tiempo la idea de un progresivo cambio social. En este marco, las
preocupaciones surgidas en torno a la década de 1980 se constituyeron en buena parte a la
luz de esa ruptura, conduciendo a los intelectuales a desplazar el concepto de pueblo
como núcleo de análisis sobre la democracia, y subordinándolo a la legitimación política
que emana del pacto institucional. Es en este marco que la reconfiguración del campo
intelectual dio lugar a que una nueva generación se abriese paso cuestionando el
dispositivo conceptual del pasado reciente17. Así, la década de 1980 marca un punto de
inflexión en relación a aquellas representaciones sobre las cuales el intelectual había
desarrollado su inscripción social, un quiebre que en cierto modo no dejaba de apuntar al
centro del discurso político moderno. En efecto, ello revela el agotamiento de un modo de
intervención pública destinada a descifrar los sentidos generales de la sociedad. Tal como
lo indicó Ernesto Laclau: “La idea del “gran intelectual” estaba ligada a una función de
reconocimiento; la tarea del intelectual estaba inseparablemente ligada al clásico
concepto de verdad” (2000:205).

La transición política a la democracia ofrece a los intelectuales la posibilidad de una


reformulación de los lenguajes teóricos. No es un elemento contingente que a partir de las
transformaciones en sus discursos, las relaciones entre intelectuales y política se hayan
alterado de un modo ostensible. Si por un lado el desarrollo de la vida intelectual
16
La emergencia del fenómeno peronista produjo sustanciales discusiones y una valiosa bibliografía,
superpuesta por diferentes estilos y abordajes analíticos diversos. Al respecto puede consultarse el
trabajo de Neiburg.
17
El hecho de que algunas de las individualidades abordadas compartan ambos períodos no afecta a la
idea central que expresa el término de ‘generación intelectual’, destinada a capturar el conjunto de
problemáticas que rigen una época.
comienza a concentrarse esencialmente en el marco de instituciones académicas, centros
de investigación y medios culturales de la sociedad civil, esa labor está destinada también
a otorgarle al orden democrático un marco teórico y conceptual de referencia explicativa.
No hay, en este sentido, un retroceso de lo político hacia lo intelectual, sino una profunda
reformulación entre esas dos instancias: un desplazamiento de los propios criterios
intelectuales sobre la comprensión de la política cristalizado en las elaboraciones
conceptuales. En este sentido, es el proceso emergente desde la reciente dictadura hacia la
democracia como momento político transicional el que condiciona principalmente las
posiciones intelectuales en torno al desarrollo del concepto18. Las argumentaciones son
construidas desde un interrogante que atraviesa sus elaboraciones y que indica la función
de “ideólogos” que habíamos señalado siguiendo a Bobbio: ¿Cómo constituir una
sociedad democrática cuyo pasado inmediato estuvo fundado sobre el ejercicio del poder
autoritario? Las respuestas al interrogante sobre las condiciones de posibilidad del nuevo
orden político señalan el vacío teórico que existía en el campo de las ciencias sociales en
torno al concepto de democracia para explicar procesos de transición política desde un
contexto autoritario, y es por ello que el concepto funcionó en este proceso como un
‘horizonte de expectativas’ del conjunto de las preocupaciones de la época. La
productividad teórica reveló en buena medida las carencias conceptuales del campo
intelectual sobre la cuestión democrática. Si bien la democracia se constituyó en el
nombre de una unificación conceptual y epocal, no puede concluirse la existencia de un
discurso homogéneo. En cuanto concepto organizador de la existencia política, pero
también de la experiencia intelectual, la creación de la democracia señala un punto de
partida que interroga, simultáneamente, un conjunto de problemáticas referidas al orden
político, y por supuesto, a la misma identidad intelectual.

2.2 Transformaciones en el lenguaje político

Al abordar sus reflexiones los intelectuales se encontraron frente a una doble situación.
Por un lado, tuvieron que hacer frente a un vacío conceptual que precisaba incorporar
nuevos elementos teóricos para pensar la democracia. Por otro, la experiencia
18
“Crisis” sirve para conceptualizar una transición histórica inmanente, dependiendo del diagnóstico si
la fase de transición lleva a mejor o a peor y cuánto durará. En todos los casos se trata de los intentos,
realizados a tientas, por conseguir una posibilidad expresiva temporalmente específica que debía
llevar al concepto la experiencia de un tiempo nuevo” (Koselleck).
democrática que emergía finalmente en 1983 planteó una perspectiva radicalmente
diferente sobre la que debería afirmarse la nueva dinámica política argentina. Tomando
desde un punto de vista comparativo, la relación entre política y teoría en las décadas
pasadas se había construido bajo la idea de una politización de la teoría. Puesto que las
correlaciones de fuerzas políticas se habían constituido sobre una noción de lo político
como ruptura fundacional del orden, el soporte conceptual que la teoría había
proporcionando a través de los intelectuales no puede ser minimizado. En este marco, ha
sido dicho que la dependencia y sujeción de los intelectuales a la política en las décadas
pasadas, en comparación con la década de 1980, había generado una relación de
subordinación del movimiento teórico a la lógica política, socavando de este modo la
autonomía del campo intelectual. Sin embargo, esa relación no puede ser abordada
únicamente a partir de la tensión entre subordinación o autonomía, sino que debe tomarse
en cuenta el lugar que asume la teoría respecto a los procesos sociopolíticos.

La función crítica sobre la que se había fundado la práctica intelectual en las décadas
anteriores se presentaba como una misión emancipadora, cuya base reposaba, a grandes
rasgos, sobre una teoría del sujeto de cambio. El quiebre de esa dialéctica entre
movimiento de lo político y campo de la teoría produjo una modificación entre ambos.
Así, el abandono de una comprensión de los fenómenos políticos centrado en la categoría
de sujeto dio lugar a una nueva articulación entre intelectuales y política, ahora
consustanciados en construir la noción de democracia desde una perspectiva cada vez
más alejada de una ideología transformadora. El alejamiento entre un determinado modo
de abordar la relación entre campo de la teoría y terreno de la política supuso, sin
embargo, el surgimiento de un nuevo vínculo entre intelectuales y política, y en
consecuencia, la aparición de otros lenguajes políticos. En efecto, el reconocimiento de la
democracia como única forma legítima de comprender las relaciones políticas, que tuvo
su epicentro en la categoría de “democracia formal”, implicó su invención en un nivel
teórico por completo novedosa. Este proceso dio paso a un tipo de intelectual que se
reconocerá fundamentalmente en la idea de transición política, y ya no en la de una
ruptura del orden. La categoría de transición contenía la idea de un proceso gradual que
remitía a las formas institucionales de lo político como base común para la consolidación
de la democracia. Si la imagen moderna del momento revolucionario evoca una ruptura
radical que altera las condiciones del orden social instituido, la noción de transición
indicaba claramente su opuesto y el ascenso de un momento político de reformas
graduales. Así lo expuso tiempo después el intelectual español Ludolfo Paramio, quién
había propuesto abandonar finalmente el marxismo revolucionario y abrazar al marxismo
reformista19. Tiempo después, Paramio señalará lo siguiente a propósito de los cambios
producidos en las capas intelectuales de los años 80:

“Las ideas dominantes entre los intelectuales habían cambiado, y ese cambio se tradujo
en un replanteamiento de la democracia, que se convirtió en un valor sustancial y no sólo
en un instrumento para hacer avanzar las demandas revolucionarias”.
Con ese movimiento dialéctico entre cambio político e innovación conceptual, los
intelectuales generaban un proceso que buscaba comprender las nuevas relaciones entre
función social de las ideas, comportamientos políticos y proceso histórico. Sin embargo y
como se ha visto, esa relación entre ideas y comportamientos políticos, y entre conceptos
y sociedad, no se presenta armoniosamente. La identidad intelectual se va recortando en
un ambiente ideológico que es posautoritario, pero también posrevolucionario. Es en este
marco donde la crítica al marxismo obtiene un espacio cada vez más relevante, un lugar
que permite el contraste histórico-generacional y la recomposición de las fuerzas
intelectuales. Pero sin embargo, esta postura no supondrá una completa anulación del
legado de Marx, y ello puede observarse en algunas de las contribuciones más
importantes del período20. Las diferencias con el marxismo también serán internas, es
19
En el primer número de la revista Controversia, aparecido en 1979, Ludolfo Paramio escribe junto a
Miguel Reverte un artículo que lleva por título “Razones para una contraofensiva”, texto que sostenía
la hipótesis –por entonces ya extendida- de una crisis teórica del marxismo. Ese artículo tiene como
comentario previo un artículo de José Aricó, precisamente intitulado “La crisis de marxismo”
(Controversia, 2009, Número 1, Pág.13). El hecho de que este tipo de publicaciones apareciesen ya
con el lanzamiento de la revista –conformando un corpus de discusiones que se extienden en números
posteriores-, da cuenta de la centralidad que el marxismo tenía todavía para los intelectuales, incluso –
o precisamente por eso- en condiciones de exilio político. Se trataba de los inicios de un proceso de
revisión y autocrítica respecto al acervo teórico del legado marxista, por mucho tiempo aceptado como
el faro teórico que iluminó la experiencia intelectual en los años anteriores.
20
Así lo demuestran las contribuciones de José Nun y Atilio Borón. Sobre todo, el conjunto de trabajos
reunidos en La rebelión del coro, de Nun (1989), donde el autor se propone volver a discutir
cuestiones fundamentales del marxismo introduciendo elementos teóricos como los aportes de Ludwig
Wittgenstein sobre acción y lenguaje para abordar el problema del “sentido común” en Gramsci. Los
aportes de Borón (1997) también enfatizan la obra del filósofo y político italiano, al tiempo que se
proponen una crítica al leninismo –cuestión que también puede encontrare en la obra de Nun
mencionada- al incorporar las críticas que sobre la organización de la democracia hiciera a la sazón
Rosa Luxemburg. Asimismo, en sus número 9 y 10, la revista Controversia preparó un dossier
dedicado a discutir la democracia. Allí Portantiero ofrece interesantes argumentos sobre la discusión
entre democracia formal y democracia sustantiva también partiendo de supuestos teóricos
decir en relación al tipo de intelectual que aquél profesaba. Según la perspectiva
dominante entre los intelectuales, la crisis del marxismo hacía hincapié en torno al
concepto de historia teleológicamente orientado sobre la base de un sujeto privilegiado.
La crítica a una teoría del sujeto hegemónico, en efecto, asumía una dirección claramente
política, pero que al trascender el debate sobre los criterios teóricos de una epistemología
marxista instalaba como objetivo inmediato la discusión sobre las condiciones políticas
del peronismo y del populismo en relación al rol político y social que debían asumir los
partidos políticos en la democracia. Para el discurso intelectual, peronismo y populismo
funcionaban generalmente como sinónimos, si bien el concepto de populismo intentaba
incluir más ampliamente modos de articulación de la cultura política local.

En ese contexto, la reconstitución del discurso intelectual hizo suyos elementos


conceptuales que contenían una perspectiva que apuntaba a traspasar las propuestas
anteriormente criticadas. El ideario socialdemócrata y reformista parecía resumir buena
parte de las posiciones en juego, sobre todo de aquellos que formaron parte de proyectos
editoriales como Punto de Vista y La Ciudad Futura, sociedades político-culturales que
agruparon las intervenciones intelectuales más visibles de aquellos años 21. Ya durante el
año de 1979, en el primer número de la revista Controversia, Juan Carlos Portantiero
publicó un texto –“La democracia difícil. Proyecto democrático y movimiento popular”-
desde el cual intentaba analizar las contradicciones históricas entre el contenido popular y
el contenido liberal de la democracia, un tópico que irá consolidándose con los años. El
giro intelectual hacia una mayor consideración del liberalismo político, sin embargo no
convierte a los intelectuales en pensadores liberales. Ciertamente, la recepción del
liberalismo en la formación del proyecto democrático encontraba un significado en la
constitución del Estado de derecho como garante y resguardo del individuo frente al
poder. Superado éste momento fundacional, los usos teóricos del liberalismo legitimaban
la crítica al corporativismo, a la práctica del populismo y a la tradición de izquierda, ésta
última entendida por los intelectuales como una izquierda poco democrática o
emparentada con lo “nacional-popular”. Además, el liberalismo también proporcionaba
desarrollados por Rosa Luxemburg, lo cual le permite al mismo tiempo discutir –y distinguir- la
relación entre democracia, liberalismo y socialismo.
21
Se entiende por socialdemócrata en este contexto los intentos de articulación entre tradición liberal y
tradición democrática. Sobre la conformación intelectual y política de estos espacios de estas
“sociedades intelectuales” (Sirinelli), véase Salas Oroño (2012:118-120).
un punto de vista para el tratamiento de la conformación de los sujetos democráticos en la
esfera pública, y en consecuencia, en la busca de un tipo de sociedad que descansara
sobre la noción de “pacto democrático”, concepto organizador del lenguaje político a
partir del Discurso de Parque Norte.

La articulación entre liberalismo y democracia posicionaba a los intelectuales en un


registro desde el cual la distancia con las representaciones del pasado era clave de su
discurso de legitimación. Pero además, la incorporación de aspectos del discurso liberal
político fue percibida en función de las necesidades democráticas, y no por la adhesión a
un imaginario neoliberal por entonces en ascenso22. El intelectual argentino Jorge Dotti
dejó en claro los términos de ese debate:

“Un ideario liberal leído como mensaje moral y constitucionalista, más que económico,
favoreció la instauración de la democracia. Bobbio, algunos anglosajones y –en un tácito
trasfondo- Kelsen son referentes clave de un registro cultural que permitió
afortunadamente la incorporación de las pautas de convivencia asentadas en los
“derechos humanos” al sentido común de la mayoría de los argentinos”.
El declive de un tipo de intelectual cuyas preocupaciones principales se fundaban en la
interpretación de los antagonismos entre los grupos sociales de la sociedad capitalista
daba lugar a una lectura de los fenómenos políticos donde primaba el reconocimiento
dialógico entre los actores democráticos. No sólo elementos del liberalismo comenzaban
a formar parte de un repertorio conceptual hasta entonces poco desarrollado, y en ciertos
aspectos inexistentes. Términos como república y populismo, así como una nueva
perspectiva sobre el concepto de socialismo, dieron un impulso diferente a la
socialización intelectual. En este sentido, si la identidad de los intelectuales se ve
redefinida de acuerdo a una nueva relación entre instituciones y producción de
conocimiento, el vínculo entre fundación de un espacio público democrático y política
también se ve alterado. La colaboración de algunos de los intelectuales con la gestión del
gobierno radical del presidente Raúl Alfonsín ponía en un nuevo nivel la siempre
compleja vinculación entre intelectuales y política. Las adhesiones al programa de
gobierno o la participación en la elaboración ideológica y programática de políticas de
estado presuponían una nueva posición intelectual, que se diferenciaba de aquella
constituida en el marco de otras prácticas políticas, tal como se habían desarrollado en las
22
Cuyo locus clásico fueron los aportes del neoconservadurismo de Robert Nozick, criticado a la sazón por
los intelectuales. Retomamos este debate en los siguientes capítulos.
décadas anteriores23. El horizonte político al que aspiraba el ideal alfonsinista de
democracia se avenía muy bien con muchas de las propuestas intelectuales, algo que
asume aun mayor relevancia si se toman en consideración que importantes producciones
sobre el tema fueron desarrolladas con anterioridad al año 1983.

Con todo, significar la actividad intelectual de éste período meramente como una
adhesión al gobierno radical es inexacto para obtener una visión más completa de las
sociabilidades intelectuales emergentes. Por un lado, porque la redefinición de las
identidades intelectuales se enmarca en procesos históricos más complejos, como son los
criterios de lecturas, las rupturas anteriores o la creación de problemáticas que desplazan
a otras. Por otro, porque las definiciones sobre lo qué es un intelectual es una labor
definida por los mismos intelectuales al interior del propio campo del que participan.
Pero fundamentalmente, debido a las condiciones internas que supone la actividad
intelectual, destinada a revisar y a generar nuevas formas de producción y de
socialización.

2.3 Intelectuales en el fin de siglo

La práctica intelectual que se va constituyendo en el transcurso de esos años introduce


discusiones que asumirán mayor relevancia en el medio intelectual local. Esos
argumentos comienzan a cuestionar soportes conceptuales que habían sido fundantes del
discurso intelectual. En efecto, ello puede observarse en la crítica realizada a una teoría
del sujeto homogéneo, y que si bien se constituye desde un registro teórico y conceptual,
conecta al mismo tiempo con una dimensión política. Si aspectos de la teoría marxista y
de ese universo ideológico aparecen cuestionados, en el plano estrictamente político fue
el populismo el principal objeto de las críticas. Esa posición negativa les permitía
distanciarse de lo que consideraban un modelo agotado de representación política, pero
también por las dificultades de reconocimiento de un otro político. El cuestionamiento al
populismo generaba, simultáneamente, una crítica al peronismo como representación

23
La publicación colectiva del libro Alfonsín. Discursos sobre el discurso es un ejemplo de este
argumento. Allí, un conjunto de renombrados intelectuales discutió conceptual y políticamente el
contenido del Discurso de Parque Norte, elaborado fundamentalmente por las contribuciones
intelectuales de Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero. Ello es un ejemplo de la fisonomía que
adquiría el campo intelectual de entonces.
“natural” de las mayorías sociales, pero también apuntaba a un modelo de intelectual. Así
se construía el intelectual en democracia:

“En contraste con ese reflujo del modelo carismático del intelectual, cargado de
certidumbres, que lleva a cabo su obra y toma parte de la vida pública guiado por una
concepción orgánica (y organicista) de la historia, han cobrado prestigio y legitimidad
crecientes los saberes especializados acerca del mundo social y político, es decir, las
ciencias sociales y sus profesionales, quienes tienden a revindicar su competencia en
áreas y disciplinas particulares, antes que en concepciones globales” (Altamirano,
1986:4).
Los argumentos de Altamirano presentan una tendencia social de la transformación
intelectual visto en perspectiva histórica. Lo cierto es que las ciencias sociales habían
ingresado en un proceso irreversible, que venía a poner en duda la sólida imagen del
intelectual universalista. La necesidad de afirmar una autonomía de lo político a través de
la “democracia formal” o la “democracia mínima” no sólo permitía el establecimiento de
aquella frontera entre política y violencia y entre autoritarismo y democracia, sino que
venía a formar parte de un discurso que colocaba en cuestión cualquier intento de
determinar lo político por lo económico-social. Justamente, la afirmación de lo político
como esfera autónoma obtenía legitimidad a través de algunas referencias intelectuales
importantes, tales como Max Weber, Hannah Arendt y Claude Lefort, pero también de
Gramsci y Carl Schmitt, que habían asumido la necesidad de esa especificidad de lo
político como un dato irrenunciable24. Por ejemplo, veamos qué se ha dicho a propósito
de la recepción de la obra de Hannah Arendt:

“Es esencial el rol de los intelectuales que, regresando del exilio desde 1983, difundieron
sus obras a partir de las lecturas parisinas, mexicanas, venezolanas, y en las cuales resulta
central el rol de Claude Lefort como intérprete crítico de Arendt” (Bacci, 2008-
2009:121)25.Vemos que el proceso de recepción es constitutivo de la identidad intelectual.
Los comportamientos intelectuales, además, se comprenden a la luz de la socialización
adoptada por la intelligentsia con el ascenso de la democracia, pues la participación en
las universidades y en las instituciones académicas revela las nuevas formas de relación
24
En medio de la discusión por la renovación del marxismo, Aricó hace notar las condiciones de
recepción de la obra de Gramsci en los años ’80, pero también de otros autores. “Precisamente la crisis
de paradigma posibilita ciertos fenómenos de eclecticismo en los que Gramsci va de la mano de otros
pensadores como Weber o Foucault” (1988:114).
25
El encuentro entre el pensamiento de Hannah Arendt y el de Claude Lefort también está mediado
por la lectura de Alexis de Tocqueville.
entre intelectuales, espacio público y estatuto del saber. El reconocimiento y la
legitimidad derivados por la pertenencia a instituciones de consagración académica
colocan a los intelectuales en un registro que tiende a redefinir su vínculo con el saber y
sus usos sociales. Y por supuesto, la estrategia de recepción viene a reforzar un aspecto
estructurante de las prácticas intelectuales: los modos de acumulación de capital
simbólico y cultural.

El redescubrimiento de la sociedad civil como espacio de articulación de voluntades


políticas heterogéneas devino un elemento conceptual que permitía justificar una noción
de lo público definida de ahora en adelante como el terreno de formación de una
pluralidad de sujetos. Por otro lado, el distanciamiento respecto al Estado, en cuanto
única referencia sobre lo político, permitía un doble movimiento. Por un lado, afirmar
dicha pluralidad suponía introducir una tensión conceptual frente a una noción de
“voluntad general” (el pueblo antes que la clase social) que era entendida críticamente
por los intelectuales como homogénea y totalizante. Por otro lado, permitía la
reformulación de la noción de socialismo en el marco de una nueva visión de la
democracia, noción que se subordinaba a los imperativos democráticos y que no se
agotaba en las superestructuras del Estado, ni menos aún, en sus posibles formas
populistas26. En su texto “La izquierda en tres tiempos”, Emilio de Ipola señalaba lo
siguiente:

“La izquierda moderna, sin negar la necesidad de la intervención estatal en un proceso de


transformación, reivindica y promueve ante todo la esfera de lo público (entendida como
instancia diferenciada del Estado y del Mercado) en el rol de depositaria de las
responsabilidades fundamentales” (1989:101).
Los análisis de la sociedad en su condición de “sociedad capitalista” ya no dominaban el
centro de las reflexiones intelectuales. Este giro en el orden de las jerarquías teóricas
tendrá su impacto en relación a la identidad ideológica de izquierda en una parte de la
intelligentsia. En efecto, la noción de “izquierda”, con toda la carga cultural e ideológica
que conlleva, comenzará a ser interpretada en función del proceso de democratización y
de las transformaciones que debían producirse en la cultura política local, y no como un

26
Al respecto es clave el texto de Portantiero y de Ipola sobre lo nacional-popular y los populismos
realmente existentes, publicado originalmente en 1981 en la revista Controversia e incluido
posteriormente en el libro de Emilio de Ipola Investigaciones políticas, del año 1989.
elemento de crítica de la democracia burguesa o como una forma de acceso superior a
una consciencia histórico-social. Esa posición era comprendida bajo la idea de un declive
de la “pasión por lo universal”27, característica del modelo de intelectual comprometido y
ahora abocado a reflexionar las condiciones de posibilidad entre democracia y reforma
social. Como escribió Nicolás Casullo: “El intelectual crítico de izquierda, independiente
o como cuadro político, se planteaba desde una verdad por venir con la revolución”.

La noción de “intelectual de izquierda” debe ponderarse como un momento fundamental


en ese cambio buscado. Al tiempo que los significados del concepto de democracia se
modifican y amplían, lo propio sucede con la noción histórica de intelectual en su
relación con un imaginario político de izquierda. Si una de las apuestas del campo
intelectual es volver a resignificar los dos conceptos, así puede comprenderse la
emergencia del liberalismo, que irrumpe como un auxilio conceptual destinado a
mediatizar esa relación, colocando prácticas e interpretaciones provenientes del acervo de
la izquierda local al margen de la democracia naciente. Si por un lado proyectaba hacia el
futuro la idea de democracia liberal, por otro no pretendía renunciar de forma total a un
imaginario político próximo a perspectivas de izquierda. La aceptación de la democracia
como un fin en si mismo y la resolución de la histórica antinomia entre forma y contenido
permiten reflexionar las nuevas condiciones de producción del concepto en medio de esas
tensiones intelectuales.

2.4 ¿Una nueva generación intelectual?

La pregunta por la constitución de las élites intelectuales no es ajena al concepto de


generación. En efecto, el término “generación intelectual” ha ocupado un lugar relevante
para caracterizar las transformaciones de los grupos intelectuales en el tiempo. Sobre
todo, se ha mostrado importante al permitir abordar a los intelectuales en un registro que
trasciende el aspecto de la individualidad, y por lo tanto, ha organizado la problemática
de la producción de las categorías desde un abordaje que invoca una instancia colectiva
que admite reponer la relación entre clima cultural e intelectuales. En este sentido, ¿a
partir de qué supuestos pueden ser aprehendidas los capas intelectuales perteneciendo a

27
Sarlo.
una determinada generación?; ¿sobre qué criterios se alcanza a reconocer la existencia de
una generación? ¿Es la generación un concepto que permite describir a los intelectuales
de acuerdo al contexto de cambio como el que aquí se analiza? Por último, ¿la definición
de pertenencia de los intelectuales a una generación intelectual se realiza sobre criterios
relativos a su producción teórica? Si por un lado la elaboración de la categoría de
democracia es el sustrato esencial y denominador común que caracteriza y describe a los
intelectuales, por otro lado la nueva relación mantenida con el campo de lo político es
una manifestación que también permite captar esa representación histórica. Al articularse
desde prácticas sociales comunes, los intelectuales inciden sobre la comunidad política y
cultural a la que pertenecen a partir de la proyección de sus ideas y conceptos. Por
supuesto, estas características no tendrían sentido si no fuesen articuladas por una forma
del discurso intelectual que se reconoce como creación de una nueva composición en el
orden de los conceptos. Así pues, la generación intelectual puede ser comprendida
innovando en un nivel conceptual, y ello es posible en cuanto la crítica a un conjunto de
ideas políticas del pasado deviene una tarea fundamental de ese presente. De cierto modo,
la construcción del concepto de democracia a lo largo de los años 80 incluía un efecto de
contrapunto inevitable sobre un pasado que se quería superar. Es en este marco que la
introducción del concepto de democracia constituía un campo teórico desde el cual
cimentar una nueva idea sobre lo político.

No obstante las diferencias individuales y los itinerarios personales, el concepto de


generación permite aprehender las condiciones comunes sobre las que se erige la
actividad intelectual. Si la democracia se transformaba en categoría central –la idea límite
desde donde abordar la política-, al mismo tiempo devenía el objeto de análisis
privilegiado para esta generación. Los intelectuales comprendieron que una reflexión
desde el postautoritarismo podía llevarse a cabo si se daba cuenta de las determinaciones
teóricas que ofrecía la democracia como concepto. Pero al mismo tiempo, lo que el
concepto podía ofrecer no se mostraba como un dato puro, acabado, sino que su
elaboración se realizaba como un trabajo de creación e interpretación. “Inventar la
democracia” era el signo de época y así lo tradujo la intelligentsia. Sucede que la cuestión
de la democracia no interpelaba solamente al autoritarismo reciente, ya que igualmente
pretendía discutir el concepto con la tradición intelectual local. Es un movimiento típico
de los intelectuales tomar distancia y radicalizar las posiciones en relación al pasado
histórico. Si es cierto que el poder autoritario había puesto de relieve la necesidad de
construir una democracia sobre sólidas bases políticas, sociales e institucionales, al
mismo tiempo el relato de una “falta democrática” se ubicaba en otros momentos y
registros del país. En este marco, los intelectuales se piensan a sí mismos como grupo
social que posee la capacidad de articular a través de un uso específico del lenguaje las
necesidades políticas del presente. Al ganar autonomía e institucionalización, los
intelectuales no se vieron a sí mismos renunciando a una posición crítica y desinteresada,
tal como se ha señalado a propósito de su inscripción en los años 80, y cuya causa
principal se atribuye a la participación en instituciones universitarias destinadas a la labor
académica y alejada de una inventiva crítica. Debe entenderse la institucionalización
como un proceso de autonomización, que inscribe al lenguaje como un recurso del poder
intelectual. En efecto, es aquello que indica el intelectual norteamericano Alvin
Gouldner: “La ideología básica del discurso, como ideología de los intelectuales y la
intelligentsia, supone una esfera de autonomía en el cual el lenguaje y la acción se
orientan por normas, en vez de estar causalmente controlados por fuerzas externas”.

Con todo, las críticas señaladas no alcanzan a reconocer que la nueva posición de la
intelligentsia en un contexto de transición política es igualmente el resultado de un
momento histórico y de una interpretación teórica que los intelectuales del pasado habían
asumido respecto al devenir de la lucha política en el país. Si no se alcanza a vislumbrar
este aspecto sustancial de la narrativa sobre la historia reciente –es decir, el hecho de que
la práctica intelectual no es una actividad puramente libre sino que se desarrolla bajo
condiciones históricas determinadas-, difícilmente sea posible comprender el lugar que
asumió la intelectualidad al reconocer en la formación de la categoría de democracia un
campo que les permitió volver a pensar las condiciones de una nueva sociabilidad
política, al tiempo que también intelectual.

En el intento de fundar nuevas representaciones del concepto que pudiese alojar


potenciales significados, la intelligentsia alcanzaba a obtener una identidad generacional.
Como hemos señalado, la democracia ya no podía ser caracterizada meramente como
“democracia burguesa”. ¿Ello significaba que la democracia ya no constituía la forma
política de la sociedad burguesa? Evidentemente no. Pero teóricamente, no lo plantearon
de ese modo. Por un lado, la toma de distancia respecto al marxismo (el
antirreduccionismo de la clase-sujeto a través de Antonio Gramsci), la crítica al
populismo (el desplazamiento del concepto de pueblo comprendido en las fronteras del
Estado) y la incorporación del liberalismo (las nociones de pluralismo, pacto y
autonomía), son tres momentos constitutivos que impactan en la configuración del campo
intelectual. El otro signo fundante se liga al tratamiento de un conjunto de nuevos
conceptos que introducen al lenguaje en una dimensión poco explorada. En este registro,
la crítica al populismo no se transforma necesariamente en un programa intelectual de
neto corte antipopular -al menos no así en todos los intelectuales-, sino que se busca dar
cuenta del proceso democrático allende el antagonismo como elemento fundacional de la
comunidad política; de allí también el lugar que asumen las instituciones como
canalización y resolución de los conflictos.

A partir de ello, en un apartado destinado a discutir el legado y las condiciones de


posibilidad del socialismo en torno a la consolidación democrática, Emilio de Ipola
destacó que “el desafío argentino no consiste en crear instituciones, sino de crearlas de
modo tal que no ahoguen ni eliminen los conflictos” (1989:83). Si, como hemos dicho,
liberalismo, populismo y marxismo son tres ejes que permiten captar las
transformaciones en los comportamientos de las capas intelectuales y en los propios
registros teóricos sobre los que las identidades se conforman, -lo que Quentin Skinner
calificó con acierto como “la gama completa de símbolos y representaciones heredadas
que constituyen la subjetividad de una época” (2007:184)-, esos tres elementos vienen a
corroborar el lugar que asume el concepto de Estado en el marco de formación de la
democracia, como una toma de distancia de la identidad intelectual en relación a las
tradiciones populistas y marxistas pues, no obstante las diferencias entre ambas, su
direccionalidad política tenía al elemento estatal como un eje de legitimación. En el
marco de esa revalorización entre socialismo y democracia, y comparando el proceso que
llevó al intelectual de izquierda y marxista a adherir al peronismo, Emilio de Ipola,
nuevamente, no dejaba de criticar a ambas figuras, pues el problema de los intelectuales
ya no podía ser referido a una consciencia que había que re-presentar en función de una
verdad previamente elaborada:
“Tanto la “consciencia exterior” vanguardista como la “consciencia populista”
constituyen opciones simétricas e inversas respecto una temática ideológica que le es
común. Esa temática ideológica aparenta hacerse cargo de un hecho real, a saber, lo que
hemos llamado el problema de la “alteridad” entre intelectuales y masas populares.
Sucede, sin embargo, que ese problema no es reconocido sino para ser, inmediatamente,
anulado”.
La cita revela el nuevo espacio que el intelectual comienza a ocupar. Con ello se quiere
significar cómo el problema de las formas de consciencia está relacionado en cierta
medida con la ruptura que ligaba a los intelectuales con la categoría de sujeto. El
problema del sujeto, pues, es desplazado por la emergencia de nuevos sujetos sociales y
otros ejes de conflictividad, como la época lo reclama. La figura de intelectual que se va
configurando a través de los años 80 emerge como el resultado de un conjunto de
contradicciones históricas que alcanzan visibilidad con la caída del régimen autoritario.
Esa situación de una identidad en crisis posibilita poner en juego diferentes dimensiones
de lo que debería ser el devenir de la democracia, dominada durante esos años por la
problemática que representa el vínculo entre tradición liberal y tradición democrática a la
luz de un agotamiento de la matriz populista. En este sentido, la crisis del populismo se
evidencia por la puesta en acto de un discurso que intenta dar cuenta de sus limitaciones,
traspasando las tensiones entre pueblo y ciudadano. Por otro lado, la crítica al marxismo
como uno de los tópicos predilectos abordado por los intelectuales no puede simplemente
ser remitida -y por tanto, reducida- al agotamiento y fracaso de los proyectos políticos del
pasado, ya que los cambios conceptuales suponen la autonomía del campo intelectual,
cuestión que permite redefinir los debates y los discursos como elementos internos de esa
actividad y de ese campo. Obviar este registro sobre los criterios de conformación de las
producciones teóricas es soslayar que las elaboraciones conceptuales trascienden incluso
los hechos sociales, en el sentido de que la relación entre concepto y sociedad, como
hemos dicho, no se inscribe necesariamente como un vínculo mecánico ni de justa
adecuación.

Así, la generación intelectual que emerge con la recuperación de la democracia se


inscribe en un registro de socialización institucional cuya referencia principal son las
Universidades como espacios de consagración y reconocimiento simbólico, situando a los
intelectuales en un nuevo momento en su relación con el Estado y la política. Aquellos
espacios y medios culturales que pasan de la resistencia o la clandestinidad a la
visibilidad de lo público, como revistas y centros de investigación, son las otras
referencias claves de este proceso. Puede afirmarse, pues, que en estos años de cambio se
asiste a la conformación de una nueva generación intelectual comprendiendo por ello la
capacidad de determinados intelectuales de instalar en el campo de las discusiones
teóricas e ideológicas problemáticas que permiten comparar a las generaciones en el
tiempo y contribuir a la apertura sociopolítica del concepto hacia el futuro.

Capítulo 3: La democracia como innovación y cambio conceptual

3.1 Las estrategias de recepción intelectual: liberalismo y democracia

Los cambios que experimenta una época histórica no son ajenos a las transformaciones
producidas en las representaciones sociales, que también constituyen el tiempo de la
política. Ideas y acontecimientos, conceptos y procesos políticos, refieren a las relaciones
que conforman el devenir de las sociedades, y cuyo movimiento conflictivo se encarga de
redefinir los vínculos siempre en tensión entre pensamiento, actores políticos y orden
social. En este marco, los procesos de recepción intelectual son un aspecto importante de
la práctica intelectual que nos permiten acceder a las relaciones entre producción de
conceptos, contexto discursivo e intelectuales. En efecto, los procesos de recepción
contienen diferentes momentos y se articulan de modos diversos. Esencialmente, aquí
interesa el punto de vista que permite aprehender cómo los intelectuales se apropian y
ponen en circulación determinadas categorías, vistas por ellos como fundamentales en un
momento preciso del debate público. Este proceso de recepción, entendido como una
estrategia de los grupos intelectuales, supone criterios de selección de los conceptos
acorde a las necesidades del momento intelectual. La recepción contiene interrogantes
precisos sobre la relación entre texto, conceptos y autor, e que indaga sobre un aspecto
central, como es el de saber qué habían hecho los intelectuales con un concepto que era
puesto en circulación y por lo tanto en situación de apropiación y significación. Además,
los procesos de recepción intelectual pueden alcanzar a establecer criterios razonables
para la comprensión del análisis de una categoría en el tiempo, ya que ponen en juego las
estrategias y recursos del campo intelectual en un contexto singular del debate teórico.

La recepción es siempre un momento fundamental en la producción de las ideas y cumple


un papel clave en la conformación de un campo del saber. Al mismo tiempo, la recepción
aparece como un mecanismo complejo, ya que supone indagar una labor reconstructiva
entre sujetos (intelectuales-receptores) y obras. En nuestro caso, la recepción se focaliza
como un momento interno y necesario para la elaboración de la democracia. En efecto, la
democracia es un indicador que permite captar las condiciones de producción del
concepto y a su vez da cuenta de una época de cambio. En este sentido, es debido a ello
que este proceso introduce la pregunta de cómo se lee una obra, y sobre todo, qué es
aquello que se recepta, se selecciona y se excluye. El desarrollo de estas estrategias sobre
las inclusiones y las exclusiones en las prácticas de lectura implica un recorte que apunta
a comprender los sentidos de los conceptos en sus contextos de producción. Entendida
también como una tarea de reconstrucción, la labor intelectual genera el desarrollo de una
problemática a través del estado del debate elaborado por los mismos intelectuales.
Además, la recepción supone que, a través de la producción de un concepto, otras
categorías y concepciones emergen como relevantes. Lo que aparecía en un sitio
determinado, las nuevas lecturas pueden colocarlo en un registro por entero diferente. La
recepción de las categorías tiene un fuerte vínculo con lo que venimos manifestando,
pues su circulación es una de las condiciones de posibilidad para la constitución de un
espacio público democrático y secular. En este contexto, la transformación en la identidad
del intelectual no es ajena a la refundación de las ciencias sociales. Alrededor de las
décadas del 70 y del 80, las certidumbres en el dominio del saber fueron puestas en
cuestión, evidenciando lo que Claude Lefort, autor de referencia en los años 80,
denominó como “disolución de los indicadores de la certeza” al referirse al lugar del
saber teórico frente al análisis social. Un análisis similar también caracterizaba a las
contribuciones de Michel Foucault, quién conectaba el saber como un aspecto inmanente
al ejercicio del poder.

Con todo, en la Argentina, donde la formación de la sociedad civil y de los grupos


sociales se desenvolvió históricamente de un modo diferente que en Europa y
Norteamérica, las funciones del Estado en relación al espacio público han producido
otros dispositivos de inscripción intelectual, y en consecuencia diferentes formas de
articulación de las capas intelectuales en el marco de las relaciones políticas y
culturales28. En este sentido se ha señalado acertadamente que en la Argentina “existe
tradicionalmente una cierta desconfianza, tanto de la sociedad civil como del Estado,
sobre la función de los intelectuales en la política”. En países económicamente
periféricos, la cuestión de la dependencia en otras esferas de la vida social no fue
soslayada. Esa dimensión también fue tenida en cuenta para analizar la producción del
conocimiento social, debido a que la noción de unas élites intelectuales independientes
fue un eje clave para reflexionar sobre la conformación de la identidad nacional-estatal.
Lo cierto es que el desenvolvimiento y la conformación de las ciencias sociales locales
nunca estuvieron exentos de diferentes influencias provenientes de otras latitudes 29. En el
transcurso de la década de 1980 las discusiones sobre el carácter nacional o internacional
en la composición del pensamiento social no figuraban entre las principales
preocupaciones intelectuales. Pueden delimitarse, en ese sentido, dos instancias sobre las
cuales el proceso de recepción desarrolló sus presupuestos sobre la democracia.

En un primer momento, la recepción supuso un momento de apropiación de tradiciones y


autores que fueron incorporados a la composición de un discurso sobre la democracia,
teniendo como horizonte de sentido articular en un nivel teórico democracia y
liberalismo. Ambas nociones, pertenecientes a diferentes tradiciones del discurso político,
se diferencian. Para Chantal Mouffe esa distinción es clara:

“Por un lado tenemos la tradición liberal constituida por el gobierno de la ley, la defensa
de los derechos humanos y el respeto a la libertad individual; por el otro, la tradición
democrática, cuyas ideas principales son las de igualdad, la identidad entre gobernantes y

28
Canitrot, et al. Citado en Sigal, 2002:1).
29
Sobre el particular véanse los aportes de Neiburg y Plotkin (2004).
gobernados y la soberanía popular. No hay una relación necesaria entre esas dos
tradiciones diferentes, sino sólo una articulación histórica contingente”30.

Con menor énfasis en destacar una división tajante como la propuesta por Mouffe, Nun
pone en juego las dimensiones constitutivas de la democracia sobre las que venimos
aludiendo:

“En una primera aproximación, hay coincidencia en sostener que un régimen democrático
representativo es un conjunto de reglas y procedimientos para la formación de las
decisiones colectivas. Estas reglas definen a los actores principales del juego político (los
partidos) y otorgan lugar de privilegio a un cierto tipo de acción (las elecciones
periódicas). Pero no es sino una primera aproximación dado que su carácter formal
resulta, a la vez, indispensable e insuficiente. Es indispensable porque no hay estado de
derecho –democrático representativo o no- sin un sistema codificado de reglas que
controle y regule la arbitrariedad del poder (…) Pero es insuficiente para comprender el
proceso político porque ningún conjunto de reglas alcanza para definir socialmente
prácticas concretas, esto es, las actividades mediante las cuales actores específicos
interpretan, negocian y aplican esas mismas reglas”.

La producción de la democracia desde la recepción intelectual tuvo entre sus efectos la


innovación conceptual. Superada la discusión excluyente entre democracia formal
(burguesa) y democracia sustantiva (socialista), se presentaban condiciones discursivas
para pensar la emergencia de una “democracia mínima”. Esta definición indicaba el
ingreso del liberalismo político al debate intelectual. La gravitación del término
“democracia mínima” o “mínimo de democracia” había sido receptado de las lecturas del
libro El futuro de la democracia, de Norberto Bobbio. Con todo, su significado no debe
confundirse con el Estado mínimo, de raíces distintas. En efecto, esas diferencias
conceptuales rodean la discusión –por entonces emergente- sobre el ascenso de la
ideología neoconservadora con sede en las usinas intelectuales de Estados Unidos. Una
vez más, fue Portantiero quién colocó los aspectos teóricos de la discusión:

“En ese cuadro el pensamiento neoconservador rehabilita los viejos temas del liberalismo
en su dimensión predemocrática que privilegia a la libertad negativa, garantista, frente a
la libertad positiva, transformadora. El ideal de gobierno político pasa a ser el del
minimal state”.

Los intelectuales comprendieron que sin la articulación de las tradiciones democráticas el


liberalismo “puro” deviene una concepción antidemocrática e incluso autoritaria. Las
estrategias intelectuales de innovación teórica impulsan procesos de cambio conceptual
30
Citado en Laclau (2005).
que al mismo tiempo producen espacios para el surgimiento de nuevos lenguajes
políticos. Como hemos dicho, entender qué aspectos sustanciales del liberalismo deben
ser incorporados para articular la democracia sigue siendo un eje del discurso intelectual
de los años 80. Veamos en la siguiente cita de Portantiero que, efectivamente, no es éste
un eje sencillo.

“Es obvio que la democracia no es identificable con el estado liberal, pero aparece
también evidente que el socialismo no podría prescindir de la acumulación cultural y
política que implican ciertas adquisiciones del liberalismo. A la teoría política del
socialismo le ha sobrado Rousseau y le ha faltado Locke. Por ese exceso y por ese
defecto le ha nacido la tentación por Hobbes”.

Pero también así lo entendía Atilio Borón, quizá el intelectual más cercano al derrotero
marxista.

“El proyecto democrático y socialista de Marx integra y combina a Locke con Rousseau;
los trasciende –que no quiere decir negarlos o suprimirlos- al unificar la libertad y el
gobierno por consenso con la reconstrucción igualitaria de la nueva sociedad socialista”

Vemos que, no obstante los diferentes usos de los conceptos, ambas posiciones
demuestran preocupaciones relativamente similares. Por supuesto, es el llamamiento a
reivindicar el legado teórico de Locke el que refuerza la similitud en los argumentos.
También José Nun ponía en contacto dos territorios conflictivos como son el liberalismo
y la tradición del pensamiento de izquierda en Latinoamérica, y sentenciaba:

“Es ahora que las fracciones progresistas del pensamiento social latinoamericano han
venido a descubrir los méritos de la democracia liberal” (1989:110).
Además, la aceptación del liberalismo era un aspecto inherente a un planteo que
demandaba una nueva cultura democrática. En términos epistemológicos, que por
supuesto también eran políticos, el liberalismo era además de gran utilidad para
cuestionar las reminiscencias de un sujeto histórico unificado 31. La justificación del orden
social a partir de un tópico central y constituyente perdía fuerza frente a la consideración
de la democracia como un proceso abierto e indeterminado. A diferencia de la década
siguiente, el uso del liberalismo en el contexto de la posdictadura iba a articularse sobre
la base de los derechos humanos y la libertad, asociándose a una dimensión más
31
Aquí adquieren sentido algunas de las contribuciones de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en
Hegemonía y estrategia socialista, trabajo en que la cuestión del populismo está ausente. Ello no deja
de ser sintomático ya que Laclau había colocado esta problemática como un eje clave en obras
anteriores, y seguirá haciéndolo después, con la publicación de La razón populista, del año 2005.
republicana y moral sobre la democracia. Veamos cómo Nun abordó aspectos del
liberalismo haciendo referencia a sus usos históricos:

“Los argumentos contractualistas del liberalismo clásico partieron de atribuirle a lo social


una unidad efectiva y transparente, que permitía analizarlo en términos de una lógica del
todo. Los orígenes de esta visión se remontan a Hobbes (…) El contrato social constituye
la primera acción propiamente política de esos individuos pero, también, la última. A
partir de ese momento, la soberanía no emana de ellos sino del estado: la ley se convierte
en la consciencia pública y las consciencias individuales son remitidas al ámbito de las
meras opiniones privadas” (1989:113-114).

A diferencia de Portantiero, e incluso del pasaje citado de Borón, Nun no se contaba entre
los intelectuales que tomaban del contractualismo elementos teóricos relevantes, sobre
todo tomando en cuenta las referencias realizadas sobre la obra de Locke. Le preocupaba
de sobremanera la constitución política de la racionalidad moderna, y para ello recurría a
algunos tópicos presentes en el contractualismo inglés. Siguiendo la línea del argumento
anterior, contrasta argumentos hobbesianos con supuestos sociopolíticos presentes en la
obra de Locke que pudiesen aportar elementos conceptuales para pensar el problema de
la obediencia política. Así fue que presentó una discusión entre el modelo hobbesiano de
legitimación del Estado y el lockeano. Partiendo de un argumento de Hobbes:

“Su obra introduce también temas como la separación entre la esfera pública y el resto de
la sociedad o como la igualdad formal de los ciudadanos ante la ley –en el doble carácter
de súbditos y de beneficiarios de su protección-, que serán mantenidos por el corpus
teórico liberal. Sin duda, éste va a levantarse contra la justificación hobbesiana del estado
absoluto y buscará el fundamento de la obligación política en la idea voluntarista del
consenso libremente otorgado y no en la obediencia. Es la transformación radical que
anuncia Locke cuando distingue entre sus tres tipos de leyes (la divina, la civil y la
moral) y no reduce ya la tercera a un mero asunto de opiniones privadas: la constituye el
juicio moral de los ciudadanos y su legalidad depende precisamente de este juicio, cuyos
contenidos varían en el tiempo y en el espacio. De esta manera, lo público podrá surgir
ahora de lo privado porque es sólo en la esfera pública que las opiniones personales
adquieren fuerza de ley” (115-116)32.
No olvidemos que la cuestión sobre la fundación y reconstrucción del orden político y de
la esfera pública sirve también a algunos intelectuales para poner en discusión la
categoría de “sujeto histórico”. En su mayoría, las procedencias ideológicas de los
intelectuales eran ajenas al acervo cultural del liberalismo. Y sin embargo –o
precisamente a causa de ello- esa marcada característica no impedía la búsqueda de una

32
Al respecto véase Koselleck (2007) y Habermas (2006).
redefinición semántica a partir de su ligazón con una idea de socialismo democrático.
Enunciada la estrategia de este modo, por un lado venía a criticar al populismo como una
forma de constituir las subjetividades políticas, y por el otro, rechazaba la articulación
histórica entre populismo y Estado. Los aspectos teóricos adquirían densidad histórica al
proyectarse críticamente sobre los modos de acumulación política que cristalizaron en la
experiencia peronista. Lateralmente, también se hacía hincapié en el “socialismo de
Estado” de los países del este de Europa, movimiento –retórico pero también político-
que permitía legitimar un nuevo significado del socialismo, ahora recuperado a través del
prisma socialdemócrata. Veamos cómo Portantiero planteaba esta cuestión de socialismo
en un tono habermasiano:

“Sigue siendo un horizonte (…) pero ya sabemos hoy que no es el lugar final de un
camino ya definido. Es un proyecto y, como tal, sometido a los riesgos de la
incertidumbre. Hablo de un ideal, de un ideal emancipatorio de la razón: en términos de
Habermas, una victoria posible de la Razón Emancipadora frente a la Razón
Instrumental. Pensar, en cambio, al socialismo desde la democracia, es pensarlo desde la
sociedad” (Ob.cit.:11-12).

Así, la insistencia por constituir una noción de socialismo se alejaba lo más posible del
Estado. Frente a los argumentos deudores del estatalismo, en los que podía interpretarse
cierta voluntad de reconciliar las contradicciones sociales en el Estado, en las referencias
intelectuales predominaba antes bien un criterio societal, donde los elementos
heterogéneos de la sociedad civil eran prioritarios. En síntesis, la política en democracia
no podía –ni debía, precepto normativo mediante- agotarse en el Estado. Un discurso tal
como lo propusieron los intelectuales debió ser elaborado con conceptos que demostrasen
esa innovación, y donde el liberalismo, justamente, viene a ocupar un sitio destacado. Es
la democracia el concepto dominante que, para decirlo en los términos de Koselleck,
temporaliza las condiciones de posibilidad de la política abriendo un nuevo campo
semántico. Una nueva temporalidad que siempre se planteó como un intento superador de
las prácticas hasta entonces dominantes.

3.2 Democracia formal y democracia sustantiva: entre la libertad y la igualdad

Democracia y liberalismo no sólo son dos de las tradiciones teórico-políticas fundantes


de la sociedad política moderna, desde donde se han organizado movimientos políticos y
fuerzas sociales diversas. Ambas son, asimismo, formas de comprender la sociedad,
muñidas con sus propios pensamientos y categorías explicativas sobre el mejor orden
posible. Si bien ambas tradiciones habitan en el corazón de la sociedad, sólo el
liberalismo es una filosofía auténticamente moderna, ya que la democracia había sido una
creación de los filósofos griegos en la antigüedad clásica. Pero con el ascenso de la
modernidad, la aceleración del tiempo político y de los conceptos, así como la
emergencia de nuevos significados sobre la propia categoría de democracia, liberalismo y
democracia no se fusionaron en un cuerpo compartido de preceptos y de programas
comunes, sino que entraron en conflicto por el tipo de sociedad que cada una
pregonaba33. Fue Nun quién destacó esta realidad conceptual:

“La experiencia de los países capitalistas centrales indica que la denominada democracia
liberal es la forma política mediante la cual, desde fines del siglo pasado, el liberalismo
logró dotarse de una justificación democrática. Por eso creo más riguroso (y menos
apologético) cambiar el sujeto y llamarla liberalismo democrático –con lo que, de paso,
podría evitarse ese desplazamiento ideológico del adjetivo que acostumbra convertir a la
“democracia liberal” en sinónimo de la “democracia” a secas”” (1991:375)
En efecto, si en el centro de la modernidad emergía el individuo como sujeto de una
nueva experiencia social, ello fue posible por la fuerza del liberalismo en combatir los
poderes centralizados en el marco de una sociedad que, paulatinamente, iba liberando las
fuerzas económicas de mercado y exigiendo derechos para la representación política en
sociedades cada vez más complejas y en permanente cambio (aquello que Habermas
caracterizó como orden “postmetafísico”), dando lugar al proceso de formación de la
individualidad moderna. La defensa de la voluntad puramente autónoma del individuo,
soporte de la filosofía política liberal, ofrecía una forma de interpretación de la sociedad
y del Estado frente a una realidad social que, dialécticamente, comenzaba a estructurarse
en clases sociales, efecto de la descomposición del antiguo orden. Libertad individual,
consciencia moral y propiedad privada fueron las consignas sobre las que se elevó el
edificio teórico del liberalismo, en liza con los poderes del Estado absolutista. Por otro
lado, los acontecimientos de la revolución francesa condensaron las expectativas de la
tradición democrática, inspirada fundamentalmente –pero no solamente- por los escritos
de Jean Jacques Rousseau, donde el concepto de “voluntad general” ejerce un
contrapunto con la noción de individuo, restituyendo en ese movimiento la idea de pueblo
33
Puede consultarse también Wolin (2001), Greblo (2002) y Gauchet (2008).
como sujeto colectivo garante de la comunidad política. Nos interesa la perspectiva que
introduce Habermas, un autor leído por los intelectuales para pensar los aspectos
dialécticos de la relación entre democracia y proceso de la modernidad:

“La dialéctica entre liberalismo y democracia radical, puesta en marcha por la


Revolución Francesa, ha estallado a nivel mundial. La disputa versa acerca de cómo
puede compatibilizarse la igualdad con la libertad, la unidad con la pluralidad, o el
derecho de la mayoría con el derecho de la minoría. Los liberales empiezan con la
institucionalización jurídica de iguales libertades y entienden éstas como derechos
subjetivos. Para ellos los derechos del hombre gozan de primacía normativa sobre la
democracia, y la división constitucional de poderes goza de primacía sobre la voluntad
del legislador democrático. Entienden los derechos humanos como manifestación de la
voluntad popular soberana. Y la Constitución que establece la división de poderes nace de
la voluntad ilustrada del legislador democrático. Así, la constelación de partida viene ya
caracterizada por la respuesta que Rousseau dio a Locke. Rousseau, el precursor de la
Revolución Francesa, entiende la libertad como autonomía del pueblo, como igual
participación de todos en la práctica de la autolegislación (2001: 598)

Pueblo e individuo aparecen como las dos nociones que trazan los debates y las
discusiones sobre el tipo de sociedad emergente, cuestión que posteriormente tomará un
nuevo sentido con la aparición del socialismo y las contribuciones de Marx entre
democracia y comunismo a la luz de las clases sociales. Portantiero había realizado una
lectura de este proceso, tomando aquellas cuestiones que le interesaban discutir en el
contexto de una revisión de las tradiciones filosóficas y políticas de la modernidad, y que
en cierto modo consideraba vigentes:

“No debe olvidarse, sin embargo, que durante todo el “ciclo cuarentiochesco” (y hasta la
Comuna de París), liberalismo y democracia aparecían como alternativas enfrentadas;
Marx se colocaba en el segundo polo de agregación (…) en la que el comunismo era una
ruptura con la democracia y ésta lo era con respecto al liberalismo (1988:93).
La creciente complejidad social, producto de la industrialización económica y de la
emergencia de los grupos sociales como actores claves de la vida política, reordenará los
significados de los conceptos en el orden programático de los partidos políticos, las
fuerzas organizadoras de las voluntades colectivas en ascenso. En este marco, las
tensiones entre el liberalismo y la democracia ofrecen una primera demostración de
fuerzas en torno a los regímenes políticos, donde fue la democracia, y no el liberalismo,
la que se sostuvo en el tiempo como el mejor régimen -o el menos malo- de gobierno. La
universalización del concepto de democracia era un hecho. Así lo entendió Koselleck en
el proceso de la modernidad:

“Considerando las transformaciones sociales que siguieron la revolución industrial, se le


añadieron nuevos valores al concepto: se convirtió en un concepto de esperanza que
requería, desde la perspectiva de la filosofía de la historia, satisfacer las nuevas
necesidades que surgían –ya fueran legislativas o revolucionarias- para hacer efectivo su
sentido. Finalmente “democracia” se convierte en un concepto universal de orden
superior que, al sustituir a “república”, relega a la ilegalidad como forma de dominación a
todos los demás tipos de constitución” (1993:115-116).
El triunfo conceptual de la democracia relegaba al liberalismo a la idea de Estado, sobre
el que se funda la civilización burguesa. Sin embargo, tal como lo vio Hegel y después
Marx, los conceptos de Estado y sociedad como esferas emergentes del mundo moderno
trasladarán los conflictos sociales y políticos inscriptos en las nociones de liberalismo y
democracia. Es esta la interpretación típicamente marxista de la sociedad de clases,
puesto que el Estado liberal no es más que el Estado burgués particularista, y la sociedad
civil base material de la lucha de clases en pugna, sede real de un movimiento social
potencialmente democrático34. Según Wolin: “Lo que el liberalismo abandonó fue
recogido por el radicalismo del siglo XVIII y restaurado por el socialismo revolucionario
del siglo XIX”. De aquí en adelante, sea para criticarla o para apoyarla, la democracia
será el centro organizador del debate conceptual. En la siguiente afirmación, Koselleck
señala el poder de las ideologías en la modernidad, resultado de la autonomía relativa del
universo de las ideas. En efecto, en el campo de las representaciones, los conceptos
funcionan como ordenadores de los comportamientos sociales:

“La lucha semántica por definir posiciones políticas o sociales y en virtud de esas
definiciones mantener el orden o imponerlo corresponde, desde luego, a todas las épocas
de crisis que conocemos por fuentes escritas. Desde la Revolución francesa, esta lucha se
ha agudizado y se ha modificado estructuralmente: los conceptos ya no sirven solamente
para concebir los hechos de tal o cual manera, sino que se proyectan hacia el futuro”.
Claramente, el ascenso de la democracia al lenguaje político no es ajeno a los procesos de
lucha política, donde democracia y liberalismo aparecen muchas veces como dos
modelos antagónicos. Y sin embargo, la cuestión liberal no desaparece de la escena. Con
la emergencia de la representación parlamentaria la discusión asume un nuevo estatuto,
ahora en torno a la organización de los intereses a través de los partidos políticos. Pero
34
De acuerdo a Borón: “Las revoluciones burguesas no produjeron por sí mismas la democracia
burguesa; lo que sí crearon fue un Estado liberal” (1997:81).
una vez clausurado el ciclo de las democracias liberales y del mercado autorregulado, la
segunda posguerra estará signada por el advenimiento de una forma de democracia
corporativa bajo el entramado del Estado Social. Los años posteriores que caracterizan el
dominio de la democracia social no fueron privativos de los países centrales, al menos en
lo que concierne a un tipo de desarrollo económico, bienestar material y forma estatal. El
caso argentino es un modelo representativo en lo que respecta a las condiciones
socioeconómicas y a la incorporación de las masas sociales a la vida política, pero no en
lo que afecta al desenvolvimiento en las condiciones institucionales del país. Es que las
principales disputas en torno al carácter democrático de la sociedad y del Estado en la
Argentina estuvieron signadas por la tensión entre democracia formal y democracia
sustantiva, situación que traducía las fricciones conceptuales más generales entre la
democracia y el liberalismo que venimos comentando.

Con el advenimiento de los años 80, ambas aparecen como las categorías explicativas que
reorganizan las discusiones ideológicas sobre la base de qué forma de democracia debía
darse una sociedad postautoritaria. Como hemos visto, los intelectuales reordenaron su
discurso bajo un criterio que buscaba una renovación de los conceptos clave, de las
palabras-guía, y donde el socialismo pasó a ocupar un lugar subordinado en relación a las
dos décadas anteriores, al menos tal como había sido utilizado, demostrando que ya no
guiaba los comportamientos políticos ni los debates públicos de la transición.
Comparativamente, para Portantiero aparecía del siguiente modo:

“La democracia no era un término ajeno a nuestro vocabulario de izquierda; más aún, era
constitutivo de él. La diferencia estaba en la forma que sería utilizado. Tradicionalmente
su utilización en nuestro quehacer político era instrumental; mucho más una táctica que
un objetivo. Al cabo, el socialismo era, en sí mismo, la democracia, con lo cual el
problema de su construcción se diluía en un fin mayor” (1988:8).
No olvidemos que las nuevas formas de nominación intelectual tienden a poner en juego
modos de comprensión de lo político hasta entonces poco explorados. En este sentido, los
conceptos no son esencias absolutas, sino que sus significados están sujetos a las
contingencias de las ideologías y al devenir de los antagonismos sociales. Observemos el
tratamiento que ofrece Nun sobre la cuestión:

“En los últimos años y en medida diversa (…) la izquierda sudamericana ha venido
revisando una serie de temas cruciales y, entre ellos, sobre todos dos: la cuestión del
leninismo y la cuestión de la democracia. Y si estos debates tuvieron por telón de fondo el
ascenso de las dictaduras militares, la crisis de estos regímenes pone ahora en evidencia
algunas de sus limitaciones. Estas insuficiencias constituyen un obstáculo considerable
para el análisis de la nueva situación y, como se verá, acaban estimulando la inclinación
etapista de muchos sectores. (…) Me estoy refiriendo al etapismo implícito de quienes
aspiran al socialismo pero piensan de buena fe que la consolidación de la democracia
obliga a relegar por el momento esta aspiración” (1989:55).
La discusión sobre las posibilidades de una sociedad socialista aparecía bajo la primacía
de la democracia, pues ésta ya no podía ser comprendida como un medio hacia otra forma
política, o como un mero instrumento, sino como un fin sí mismo. Este principio que
guiaba las intervenciones alcanzaba legitimidad de acuerdo a un diagnóstico compartido
sobre las condiciones de la democracia en el país. Según el consenso dominante, sólo con
la instauración de un régimen democrático –y su posterior consolidación institucional en
el tiempo- la vida política podía alcanzar condiciones sociales y económicas más plenas.
El entonces electo Presidente Raúl Alfonsín acompañaba esta visión cuando, en frase
célebre, manifestó que con “la democracia se come, se educa y se cura”. Es manifiesto
que intentaba hacer referencia al contenido de la democracia, no sólo a sus aspectos
institucionales y procedimentales. Veamos como el politólogo Carlos Strasser ponía en
relación y en discusión esos dos aspectos, esas dos dimensiones de la forma democrática:

“Mi punto de vista es que, de la vieja y, en sus consecuencias, tantas veces perniciosa
polémica en términos de democracia formal versus democracia sustantiva, no hay que
retener sólo la conclusión de la democracia depende, para su realización plena, de
condiciones sociales que no hagan vana su institucionalización normativa, sino también
el inevitable sequitur o implicado teórico de que en sí misma la democracia no es otra
cosa que un régimen político; en nuestro mundo occidental contemporáneo, un régimen
de gobierno y funcionamiento del Estado” (1987:73).
Es que el planteo entre democracia formal y democracia sustantiva revelaba, además, una
tensión dialéctica entre forma y contenido, tensión histórica e interna a la dinámica de la
democracia. Veamos como Atilio Borón refiere su intervención sobre el tema desde un
lugar distinto al de Strasser. En este período, Borón dedicará una gran parte de sus
discusiones a problematizar la forma y el contenido de la democracia, utilizando
referencias conceptuales que iba de Marx a Tocqueville:

“La democracia social y la democracia política son inseparables: la segunda no se


sustenta sin que se traspase un umbral mínimo –variable históricamente, por supuesto- de
la primera (1997:171).
Esa tensión histórica que se viene señalando debía sintetizarse en el devenir del proceso
democrático. Ese era uno de los desafíos programáticos que encuentra en el concepto de
consenso un término clave en la legitimación discursiva del régimen político. Pero
además, las relaciones entre aspectos formales y aspectos sustanciales de la democracia
remitían a las históricas discusiones que incluían a los conceptos de libertad e igualdad.
Nuevamente, ello encontraba un motivo en las contribuciones de Borón, donde la
categoría de socialismo aparecía enunciada con mayor positividad que los otros
intelectuales:

“Creemos que no se puede comprender el significado que tiene la recuperación de la


democracia si no se la concibe como un proyecto inescindible que reposa sobre dos
exigencias: por una parte, un conjunto de reglas “ciertas” del juego que permita
institucionalizar –y provisoriamente resolver- los antagonismos sociales y llegar a
resultados “inciertos” (…) por la otra, la democracia también contiene una definición de
la “buena sociedad” que, dialécticamente, remata en el socialismo. Esta postulación se
articula en torno a dos ejes: la igualdad concreta de los productores y la libertad efectiva
de los ciudadanos” (232-233)35.
Los conceptos de igualdad y de libertad hallaban en la cuestión democrática un eje de
referencia teórico, pero también notoriamente político. Las consecuencias sociales y
políticas de la dictadura militar habían establecido un orden de prioridades insoslayables,
entre las cuales esas dos categorías también tenían justificación. Puesto que la categoría
de igualdad había desplazado en las discusiones históricas a la noción de libertad, esta
última asociada generalmente con la tradición del liberalismo político, las condiciones
sociopolíticas para su enunciación encontraban durante esos años una importante
recepción por parte de los intelectuales, demostrando que la tajante división entre ambas
tradiciones debería confluir en una instancia superadora. Efectivamente, si la igualdad
había encontrado referencia en los procesos ligados a los aspectos sociales de la
democracia, donde las clases sociales subalternas habían tenido un papel político
primordial, las condiciones políticas de la sociedad postautoritaria abrían la posibilidad
para abordar aspectos de la ciudadanía ligados a la esfera de lo político y de la legalidad
política constitucional. O’Donnell mostraba su parecer cuando en su texto Democracia

35
En la tensión entre democracia y socialismo, Portantiero sostendrá una clara división entre las
esferas del ciudadano y del productor. Esa escisión tendrá como finalidad establecer una distancia con
el concepto marxista de sujeto.
en la Argentina. Micro y macro, refuerza precisamente los aspectos “políticos” de la
democracia. Y señalaba:

“La –me parece- difundida y antigua presencia de estos y otros signos [se refiere a los
rasgos autoritarios y excluyentes de la cultura política] marca lo que tal vez sea la más
cruel paradoja de nuestra historia y, a la vez, el más importante enigma para descifrar en
este nuevo intento de construir una democracia en la Argentina: el curso seguido por un
país que logró un alto grado de igualitarismo social pero fracasó repetidamente en
encuadrar esos logros en prácticas y valores que establecieran planos de generalización
de identidades e intereses sobre la base de los cuales se pudieran haber elaborado visiones
razonablemente compatibles del orden social (145).
Ciertamente, aquello que dio en llamarse la “resurrección” de la sociedad civil constituyó
un punto de partida fructífero para abordar la relación entre ciudadanía y libertad. No
obstante, el concepto de libertad utilizado no remitía a su realización en el Estado como
una síntesis superadora, sino antes bien, servía para trazar las condiciones políticas de un
Estado de derecho sobre el que la democracia política pudiese desenvolverse. Las
palabras de Cavarozzi dan cuenta de un clima de época compartido:

“La reorganización partidaria y la campaña electoral tuvieron como efecto revalorizar los
temas de la democracia constitucional y la estabilidad de las instituciones. Estos temas
habían estado conspicuamente ausentes de la política argentina durante las últimas
décadas (1984).
Se trataba de que una nueva fundamentación del vínculo entre ciudadano y política se
resolviese a través de la consolidación de prácticas democráticas institucionalizadas en el
marco del Estado de derecho.

3.3 Neo-contractualismo y pacto democrático

En un contexto en que el campo semántico y los vocabularios políticos se transformaban,


el concepto de pacto cobraba interés. En efecto, pacto será una de las categorías
predilectas sobre la que se irá construyendo la estrategia intelectual en esos años. Los
intelectuales declaraban manifiesto interés en el concepto, ya que también les permitía
promover la idea de consenso. La necesidad de inscribir a la democracia en este terreno
se entendía a la luz de un neo-contractualismo, de inspiración anglosajona, cuyo centro
de irradiación filosófica gravitaba en torno a la obra Teoría de la Justicia, del
norteamericano John Rawls, y que establecía la refundación de la política sobre la base
de las instituciones (del pacto institucional) como las formas de mediación insustituibles
en la asignación de los bienes públicos 36. Veamos cómo los intelectuales comienzan a
comprender la relación entre pacto y orden político. Portantiero manifestaba:

“Es esta noción de pacto lo que define, a mi juicio, las condiciones de posibilidad de la
construcción democrática en el mudo moderno, vista ella también como continente para
un proceso de innovación (…) debido a que el neocontractualismo actual surge de una
matriz liberal: extrema en el caso de algunos autores como Nozick o Buchanan y más
preocupada por la constitución de una teoría de la justicia en John Rawls. (…) El
supuesto fuerte del neocontractualismo es el de pensar el modelo de una sociedad en el
que no exista exclusión mutua entre cooperación y conflicto. Parece evidente que la
“sociedad justa” debe coincidir con la sociedad democrática, en la medida en que se basa
en el reconocimiento del Otro, de la pluralidad (cooperación/conflicto) que caracteriza a
la sociedad moderna (82-83)37.
La diferencia del tipo de liberalismo vuelve a aparecer en esta cita, y viene a delimitar no
solamente los usos, sino también los diferentes significados que un mismo concepto
puede alojar. Claramente, el contexto de discusión es asimismo el de la emergencia del
neoliberalismo, ya por entonces en ascenso. Sin embargo, no puede olvidarse la presencia
de Norberto Bobbio en esta época. Las siguientes reflexiones del filósofo y jurista
italiano dan cuenta de la estructura argumental de Portantiero. A propósito del liberalismo
de Nozick, el propio Bobbio señalaba:
“Representa [se refiere a Nozick] ejemplarmente el punto extremo al que ha llegado la
reivindicación de la auténtica tradición del liberalismo, como teoría del estado mínimo,
contra el estado-bienestar que se propone, entre otras de sus tareas, la de la justicia
social” (Bobbio, 1992:102).
La legitimidad que para los intelectuales contenía esta forma de discurso no era ajena a
una noción de espacio público y de racionalidad política. Tampoco debe ser considerado
casual que un autor como Jurgen Habermas haya influenciado en las posiciones de la
intelligentsia. En Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, de 1973, Habermas
decía:

“No podemos explicar la pretensión de validez de las normas si no recurrimos a un pacto


motivado racionalmente, o al menos a la idea de que podría obtenerse, aportando razones,
un consenso para la aceptación de una norma recomendada”.

36
El intelectual Norbert Lechner confirma el discurso de época: “El grueso del debate político intelectual
puede ser situado dentro de la temática “neocontractualista” (…) la idea de pacto y las estrategias de
concertación significan importantes innovaciones”.
37
Citemos al propio John Rawls: “Los términos equitativos de la cooperación social han de venir
dados por un acuerdo alcanzado por los que participan en ella. Esto se explica en parte por el hecho de
que, dado el supuesto pluralismo razonable, los ciudadanos no pueden convertir en ninguna autoridad
moral, digamos que un texto sagrado o una institución religiosa o una tradición” (Rawls, 1970:39).
Las similitudes con la propuesta de Rawls son evidentes 38. Para los intelectuales, libertad
significa aquí, fundamentalmente, libertad política. La afirmación de Portantiero revela
cómo se articulaban estos aspectos alrededor a las categorías de libertad y de igualdad:

“La crisis de un orden autoritario lo que plantea son las formas de transición hacia un
orden democrático, un orden político y no económico-social, aunque podamos suponer
que ciertas formas económico-sociales guardan mayor afinidad con la democracia que
otras” (1988:145).
La subordinación del socialismo a un imaginario construido sobre un ideal
socialdemócrata, en cuanto como creación de una “izquierda democrática”, suponía otra
subordinación: la de aquellas categorías y argumentos críticos del capitalismo. La
fundación de un nuevo orden democrático se asentaba en los presupuestos políticos de la
democracia. En efecto, si la frontera delimitada del régimen democrático era la dictadura
y el autoritarismo, ello era solidario con una frontera conceptual entre la violencia y la
política como dos formas antitéticas de la organización de la vida política. Concebida
como una “forma de vida”, según la expresión que utilizó en ese contexto José Nun, la
democracia debía erradicar de los procesos políticos cualquier instancia que supusiese
una lógica binaria de amigo-enemigo, siguiendo el lenguaje de Carl Schmitt39.

Con todo, entre el consenso y la violencia la categoría de conflicto asomaba como una
forma posible de asumir lo político. Incluso la consigna aparecía como un “consenso
conflictivo”, donde ambas dimensiones eran piezas claves de la política de la transición.
“La democracia se presenta como el resultado de un “pluralismo conflictivo” que debe
contrastarse permanentemente con un “pluralismo corporativo”, es decir, se trataba de
saber “cómo equilibrar conflicto y consenso a través de un orden que se va constituyendo
por vía de pactos que se redefinen constantemente” (Portantiero, 1988:82). Detrás de este
fundamento teórico emergía el concepto de Otro, próximo a la propuesta habermasiana
de una teoría del reconocimiento como principio constituyente de la democracia:

“En el límite, una teoría de la democracia, en las sociedades modernas equivale a una
teoría de la política: la práctica democrática se basa en la capacidad de reconocimiento

38
Sobre las similitudes y diferencias entre Habermas y Rawls, puede consultarse Mouffe (2003).
39
En aspectos del discurso intelectual se han incorporado elementos de la teoría política de Hannah
Arendt, sobre todo respecto a la noción de esfera pública. En cuanto a Carl Schmitt, en los años de la
vuelta democrática comenzó a circular si libro clave El concepto de lo político, versión traducida por
José Aricó.
del Otro y ése es el núcleo del discurso de la política como alternativa al discurso de la
guerra, colocado en el objetivo del aniquilamiento del Otro” (Portantiero).
Ya hemos dicho que la relación entre ideología de izquierda y soporte teórico marxista
alejaba a los intelectuales del modelo político de corte leninista. Asimismo, estas
posiciones significaban un alejamiento respecto del Estado como objeto privilegiado de
lo político, pero también como objeto de indagación intelectual.

“En las actuales circunstancias de América latina –caracterizadas por el reflujo de los
proyectos revolucionarios- sólo un reformismo radical puede crear las condiciones
necesarias para consolidar nuestros avances democráticos” (Borón, Ob.cit.:199).

Las condiciones políticas eran una respuesta al largo planteo político de la revolución a
través de la democracia. Se traba de una sustitución antes que de una prolongación,
enunciada bajo la efectiva consigna desde la revolución hacia la democracia. El espacio
sobre el que ahora venía a recortarse la política no podía ser otro que el de la democracia,
único ejercicio legítimo del poder. Desde allí ingresan al discurso intelectual la
construcción de las subjetividades políticas. En efecto, las problemáticas del sujeto y de
las subjetividades democráticas, consecuentemente, se constituyeron desde una
perspectiva crítica que establecía una frontera entre el pasado y el presente en la
formación de las identidades. Al debilitarse la idea de un fundamento social, se abría la
posibilidad para abordar a la democracia desde un registro que no tuviera que hacer
hincapié en la formación de sólidas identidades.

3.4 La cultura política entre el populismo y la república

Si uno de los ejes de interpretación del proceso de democratización se realizaba bajo el


contraste entre dictadura y democracia, ese clivaje se extendía, en términos conceptuales,
a la relación entre autoritarismo y proceso democrático. Esta última dualidad era
introducida para reflexionar sobre la cultura política, un tópico que en el transcurso de la
década de devino privilegiado. En efecto, la idea de “cultura política”, tomada de
perspectivas de estudio norteamericanas para analizar esa sociedad a la luz de la segunda
posguerra, aludía a los modos y formas de socialización de los actores políticos en el
marco de una cultura políticamente conflictiva como era la argentina, que se relacionaba
con prácticas –siempre según este punto de vista, claro- patrimonialistas y personalistas,
poco afectas a las instancias que algunos intelectuales resaltaban como pertenecientes a
las tradiciones republicanas de la representación. Fue Guillermo O’Donnell quién hizo
más hincapié sobre esta dimensión republicana de la democracia. Pero además, en la
década siguiente O’Donnell hará una lectura muy similar cuando teorice sobre las
características que conforman su concepto de “democracia delegativa”, lectura que en
cierto modo O’Donnell trataba de conectar con la cuestión populista. Veamos qué señala
a propósito de la cuestión republicana:

“Un gobierno que no es mínimamente republicano no es democrático. Esto por la


incapacidad –típicas de las relaciones de dominación arcaicas- de distinguir entre lo
público y lo privado, así como de establecer instituciones representativas de los sujetos
colectivos de esas relaciones” (1997:241).
En sus reflexiones también se apoyaba en argumentos de Max Weber. O’Donnell cita éste
párrafo de la obra Economía y sociedad, que vale reproducir aquí, puesto que revela
sobre qué soportes conceptuales e ideológicos se apoyaba:

“Una posición patrimonial carece sobre todo de la distinción burocrática entre la esfera
“privada” y la oficial […] Por lo tanto, en todas las oportunidades propiamente políticas,
[el] capricho puramente personal [del soberano] decide sobre los límites que
corresponden a las “competencias” de sus funcionarios […] La lealtad de un sirviente
patrimonial no es la lealtad objetiva de desempeñar tareas objetivas limitadas en su
alcance y contenido por normas específicas, sino la lealtad personal de un sirviente que
está personalmente sujeto a su amo […] La separación entre los asuntos públicos y
privados, entre los bienes públicos y privados, desaparece a medida que se difunde un
sistema de prebendas”.
Las interpretaciones sobre el desenvolvimiento de las prácticas políticas y la
internalización de comportamientos autoritarios como rasgo de la cultura política local
involucraban aspectos sustanciales, tales como la relación entre élites políticas, Estado y
corporaciones, y conceptos como pueblo, hegemonía y populismo. Entre otras cosas,
enfrentar los interrogantes de la cultura política implicaba problematizar la constitución
de los sujetos en la esfera pública. Si la noción de pueblo había ocupado un lugar
privilegiado en las representaciones del pasado, condensado un sentido de lo político en
el plano simbólico, pero también material, durante los ‘80 la crítica al concepto no se
hizo esperar. La tensión entre las formas populistas y republicanas para comprender el
ejercicio del poder aparecía como un conflicto entre el pueblo y las instituciones, entre la
representación y el poder, conflicto que, por otro lado, atraviesa de forma permanente la
dinámica democrática. Así, la idea del orden social fundando sobre la centralidad del
pueblo -y de cualquier “sujeto histórico”- perdía consistencia. Aludiendo al papel de los
actores democráticos como garantes del proceso de democratización e institucional,
O’Donnell agregaba:

“Los actores democráticos deben ir creando un tejido de instituciones que puedan operar
la mediación entre los intereses, las identidades y los conflictos de un período
determinado (…) Debido a su misma condición, los actores democráticos son plurales y
diferentes, no homogéneos” (224-225).

Estas posiciones dialogaban con los procesos políticos sobre los que se desenvolvía la
realidad Argentina por entonces. Precisamente, la derrota electoral del peronismo a
manos del radicalismo alfonsinista daba lugar a la elaboración de un lenguaje político que
traspasaba los muros conceptuales de las décadas anteriores y ponía en crisis al armazón
ideológico del peronismo. La emergencia por esos años de la tendencia política de la
renovación peronista fue una demostración de lo que se comenta, pues su discurso tuvo
que alejarse de un peronismo más anclado en el pasado para competir, en el marco de las
ideas políticas, con el discurso del alfonsinismo, por entonces dominante. Para la visión
dominante entre los intelectuales, la tradición populista ligada al peronismo y articulada a
través del Estado había configurado una tendencia en el seno de la sociedad que frustraba
un desarrollo de los aspectos liberales de la democracia, y que bajo la idea de movimiento
transformaba el sistema político en una forma con tendencias hacia el hegemonismo,
obstruyendo la representación política de las voluntades plurales que debían brotar de la
sociedad civil. Todo ello conspiraba para la formación de una “democracia mínima”, base
sobre la que debía descansar la reconstrucción del nuevo régimen democrático. Por
ejemplo, Atilio Borón lo entendía del siguiente modo:

“Una democracia populista que desprecie los aspectos institucionales y constitucionales y


que agote su potencial transformador en el plano de la retórica no tiene hoy la menor
posibilidad de constituirse como una alternativa válida para los pueblos
latinoamericanos” (Ob.cit.: 196).
Más adelante, en el próximo capítulo, se verán en mayor profundidad las implicancias
entre populismo y democracia. Pero retomando la cuestión del pacto político,
nuevamente resulta pertinente remitir a las contribuciones de Bobbio en su obra El futuro
de la democracia. Discutiendo sobre las distintas formas de comprender el liberalismo, y
distinguiendo entre un “liberalismo viejo” y un “liberalismo nuevo” y cómo el
pensamiento de izquierda ha dado cuenta de ello históricamente, dirá:

“No es casualidad que el que hoy vuelvan a florecer ideas contractualistas y se hable de
un nuevo “contrato social”. El contractualismo moderno nace del vuelco de una
concepción holística y orgánica de la sociedad (esa concepción según la cual, desde
Aristóteles a Hegel, el todo es superior a las partes), es decir nace de la idea de que el
punto de partida de todo proyecto social de liberación es el individuo como ente aislado,
con sus pasiones (que se han de encauzar o domar), con sus intereses (que se han de
regular o coordinar) y con sus necesidades (que se han de satisfacer o reprimir). La
actualidad del tema contractualista depende también del hecho de que las sociedades
poliárquicas, como son aquellas en que vivimos, a la vez capitalistas y democráticas, son
sociedades en las que gran parte de las decisiones colectivas son tomadas a través de
negociaciones que acaban en acuerdos, en las cuales, en suma, el contrato social no es ya
una hipótesis racional, sino un instrumento de gobierno continuamente practicado”.
Más adelante Bobbio continuaba con la problemática asociada a la idea de contrato social
y volvía a criticar el liberalismo propuesto por Nozick:

“Pero, ¿qué contrato social? ¿Un contrato social a cuyo través los individuos contratantes
piden a la sociedad política –y por lo tanto, al Gobierno, que es producto natural- sólo
protección, como pedían los escritores contractualistas y vuelven a pedir ahora los nuevos
escritores liberales (en tal sentido es típico el caso del libro de Nozick), o bien un nuevo
contrato social en el que se convierte en objeto de contratación incluso cierto principio de
justicia distributiva? (1985:162-163).
La idea de un pacto sobre la base de la noción de justicia distributiva no descansa en el
aire, sino que contrapone la empresa de Rawls a la de Nozick, en cierto modo una
respuesta intelectual del segundo a las contribuciones contenidas en Teoría de la Justicia
que, sin dejar de recurrir a un liberalismo político, basa su propuesta de sociedad sobre la
consideración de que las instituciones del Estado deben corregir las desigualdades, una
propuesta que se encuentra en las antípodas del minimal state de Nozick. Aquello que la
cuestión de las culturas políticas viene a plantear es la idea de pacto que vincula actores
sociales y acuerdos políticos sobre la distribución del poder institucional, así como sobre
el mantenimiento de ese poder en el tiempo. En cierto modo, la propia categoría de pacto
trasluce una noción de equilibrio de poder, de actores que, incluso partiendo de
posiciones originarias desiguales, alcanzan a través del acuerdo temporal una regulación
de sus fuerzas. Nuevamente es Bobbio quién insiste sobre el tema, reforzando la idea de
un socialismo liberal sobre los principios de justicia distributiva:
“Estamos en condiciones de contraponer al neocontractualismo de los liberales un
proyecto de contrato social distinto, que incluya en sus cláusulas un principio de justicia
distributiva y, por tanto, sea compatible con la tradición teórica y práctica del socialismo
(…) Me parece que el proyecto de un nuevo contrato social es el único modo de hablar de
socialismo liberal que no sea demasiado abstracto o incluso contradictorio (Ibíd.:163-
164)”40.

Sobre la relación entre el socialismo y el liberalismo se avanzará más adelante. Sin


embargo, no puede dejar de mencionarse que el papel ocupado por Norberto Bobbio en
esta problemática termina resultando clave, tanto por la incorporación al saber del campo
intelectual como por la busca de un sentido de lo político. Como estrategia, la recepción
intelectual se muestra por demás significativa, ya que legitima un discurso desde fuentes
de autoridad consagradas. En el próximo capítulo veremos cómo la formulación de la
democracia alcanza un nuevo nivel de complejidad y de disputa en torno al liberalismo,
el socialismo y el populismo.

40
Aquí Bobbio llama neocontractualista al resurgimiento, en general, de las teorías del contrato o
pacto social, tanto para referirse a las conservadoras como progresistas.
Capítulo 4: Nombres y formas de la democracia

4.1 Hegemonía, sujeto y sociedad civil

Entre las categorías fundantes de un discurso sobre la democracia, la idea de sociedad


civil emerge con fuerza en las propuestas intelectuales. Hay que remontarse a la historia
del pensamiento político moderno para ver aparecer una elaboración más compleja de
esta noción. Desde el contractualismo de John Locke, pasando por Hegel y Marx hasta
llegar a Antonio Gramsci, sociedad civil ha sido un término sujeto a diferentes
significaciones e interpretaciones. En los albores de la modernidad, la sociedad civil
deviene un espacio social de resistencia de las fuerzas subalternas emergentes, en
contraposición a los poderes del Estado absolutista. Pero si la sociedad civil fue un
campo de fuerzas democráticas, dialécticamente también alojaba en su seno tendencias
antipolíticas, en función de preservar al individuo liberal, depositario de los valores y de
la ideología burguesa en formación. José Nun señalaba lo siguiente al respecto: “El
supuesto del liberalismo clásico es un mundo prepolítico habitado por individuos cuyos
intereses son compatibles, conmensurables y comparables” (1989:96). Con impronta
similar, Sheldon Wolin analizaba el sentido político que surge desde el núcleo conceptual
del liberalismo: “Entre los liberales, sin embargo, la falta de interés en la acción política,
la convicción de que la economía constituía el estudio adecuado para la humanidad y la
actividad económica su adecuada finalidad, apresuraron la declinación de la teoría
política” (2001:324). Pero avancemos un poco más. Las contribuciones de Antonio
Gramsci a una teoría del Estado moderno supusieron, a la sazón, un cambio y una
redefinición del concepto de sociedad civil. Articulada desde la noción de hegemonía, la
noción de sociedad civil elaborada por Gramsci permitía traspasar las estrechas
limitaciones del liberalismo, y pensar la constitución de las voluntades colectivas como
un proceso acumulativo de fuerzas políticas que, en clave popular, concluía en la toma
del poder del estado, o en el lenguaje de Marx que Gramsci también hará propio, en un
proceso que tendría como culminación la absorción del Estado por la sociedad civil. Ya
desde finales de la década de 1950, la recepción del pensamiento de Gramsci por parte de
algunos intelectuales pertenecientes al Partido Comunista Argentino –bajo la influencia
decisiva y gravitante de Héctor Agosti- había sido una fuente de inspiración para pensar
las tensiones entre sujeto político revolucionario y movimiento nacional-popular, entre
élites intelectuales y pueblo41. En tal sentido, la noción de hegemonía permitía acceder a
una interpretación de las correlaciones de fuerza que cuestionaba la rigidez entre proceso
social y la determinación de clase de los sujetos políticos. Ello dejaba entrever que la
constitución de las voluntades colectivas obedecía, antes que a una lógica predeterminada
por las contradicciones objetivas de la estructura de clase, a un proceso de articulación de
distintas fuerzas populares. Crítico de cualquier lógica de la necesidad histórica, Gramsci
resaltaba el papel que la contingencia ocupaba en la historia. Como profundo lector de
Maquiavelo, entendía claramente la relación entre virtú y Fortuna. El criterio heterodoxo
que asumían sus reflexiones al interior del marxismo no suponía que, en el transcurso de
las décadas del 60 y del 70, Gramsci estuviese por fuera del ideal revolucionario por
entonces pregonado. Ya en el contexto de la democracia, durante los 80, su obra será
fuente de consulta para delinear estrategias conceptuales de cara al nuevo escenario
político e institucional. Este punto es de suma relevancia considerando las formas de
recepción, ya que desde el marxismo él será una de las pocas voces autorizadas al
momento de reflexionar sobre las condiciones del nuevo orden político. ¿A qué factor
obedece que Gramsci continúe siendo un autor reconocido por parte la intelligentsia? Por
un lado, la interpretación del significado de su concepto de sociedad civil permitía
lecturas que no suponían necesariamente la resolución de los conflictos políticos en el
41
Sobre el papel intelectual de Héctor Agosti como temprano receptor de la obra de Gramsci en la
Argentina, véase Aricó (1988), Burgos (2005) y Petra (2010).
Estado, sino también la construcción de una temporalidad política desde múltiples
instituciones. Según al intelectual Michael Hardt:

“Los autores que, como Gramsci, ponen de relieve los aspectos democráticos de la
sociedad civil, ponen el acento sobre el pluralismo de las instituciones de la sociedad
civil y sobre los accesos y los canales que ellos contemplan para constituir el gobierno de
la sociedad política o el Estado” (2002:4).

Dado este marco, la noción de hegemonía funcionaba como un concepto bien diferente de
la categoría dictadura del proletariado, desarrollada fundamentalmente por Lenin 42. Desde
el punto de vista de José Aricó: “En la nueva etapa que se inicia a partir de la
descomposición de los regímenes autoritarios, Gramsci, en tanto que marxista, aparece
irreductible al leninismo, aunque lo presuponga y se nutra de su sustancia” (85-86). En
efecto, sociedad civil y hegemonía fueron conceptos claves que sirvieron para pensar el
cambio sociopolítico, pero sin rupturas radicales, al tiempo que permitían una
interpretación de la política como “lucha cultural”, alejada lo más posible de cualquier
influencia que trajera al debate la terminología asociada al universo de las ideologías. En
efecto, la así denominada “lucha cultural”, funcionaba como una consigna reformulada
para ese contexto. Así lo comprendía Portantiero a propósito de la idea de cambio social:

“Resulta claro que, en esta perspectiva, la transformación y la innovación aparecen


desligadas de la idea clásica de revolución, lo que no significa descartar a priori la
presencia de momentos de coacción en el planteamiento de los conflictos por valores o
intereses o de situaciones de discontinuidad y ruptura, pero sí la exclusión de los temas
milenaristas que ven el desencadenamiento de un acto único la posibilidad de una
palengénesis que produzca la unidad final de la sociedad” (1988:86).

La reconstrucción de la actividad política luego de años de dictadura militar habilitaba en


el lenguaje intelectual el recobro del término de sociedad civil como espacio social que
pudiese contener la emergencia de nuevas subjetividades. Si sociedad civil era un intento
por constituir novedosas formas de la política, en ese movimiento generaba una apertura
conceptual para introducir otro significado sobre la categoría de hegemonía. El siguiente
aporte de Portantiero quizá haya sido el más novedoso, al proponer la sustitución de una
“hegemonía pluralista” por una “hegemonía organicista”43. En efecto, éste concepto trae
42
El mejor trabajo sobre el concepto de dictadura del proletariado fue desarrollado por Etienne Balibar
(1977).
43
La novedad a la que nos referimos excluye las contribuciones de Portantiero recogidas en Los usos de
Gramsci, a nuestro criterio el mejor trabajo producido sobre el teórico italiano en la Argentina. No obstante
algunas líneas de continuidad, creemos que ese texto es en muchos aspectos diferente a las contribuciones
aparejado otros términos que vienen a darle un significado más preciso. Vale la pena
citarlo en su extensión:

“Aquí entra la idea de una hegemonía pluralista que ve en el consenso una realización
colectiva que no disuelve las diferencias, que reconoce la legitimidad de los conflictos y
que articula comunicativamente la posibilidad de articular los disensos. Todo esto
implica, es obvio, un diseño institucional complejo, absolutamente alejado de una
concepción ontológica de la autoridad. Este planteo del pluralismo como constitutivo de
la hegemonía no totalitaria nos lleva de nuevo a las ya formuladas preguntas sobre la
trama institucional democrática y el socialismo. Es conocida la vieja discusión acerca de
la diferencia entre “democracia formal” (liberal-capitalista) y “democracia sustantiva”
(socialista): la primera enfatizaría el cómo del ejercicio de la soberanía; la segunda el
quién. Creo que a esta altura un acercamiento correcto a la cuestión debería articular
ambas preocupaciones. Porque la pregunta central sobre la cuestión de la hegemonía para
que sea verdaderamente alternativa de la dictadura 44, es la siguiente: ¿cómo se elabora el
consenso? Parece evidente que una tensión social hacia la igualdad de base favorece a
una perspectiva democrática, pero esa igualdad social es condición necesaria más no
suficiente de la democracia” (1984:32).

Sin descartarla, la lectura de Portantiero sobre el concepto de hegemonía en la obra de


Gramsci apunta a criticar sus potenciales tendencias a la homogeneización en la identidad
de los actores que participan de su formación. Si bien sólo dos años antes, junto a Emilio
de Ipola, había legitimado el concepto en su crítica a Ernesto Laclau en vistas de
reconstruir una idea de voluntad nacional y popular no-estatal, en este texto mantiene esa
referencia al Estado incorporando la noción de control de poderes en la formación de las
voluntades mayoritarias. Si, por un lado, aparece la discusión alrededor de la hegemonía,
la otra problemática es la relación entre Estado y democracia en un contexto que ha
dejado bien por detrás cualquier referencia y estrategia sobre la extinción del aparato
estatal. Portantiero viene a concluir:

“Todos estos problemas de una institucionalidad democrática que vincule el tema del
poder con el de la transición hacia nuevas relaciones sociales, no hacen sino replantear un
viejo problema de la teoría política: si el estado ha de existir, ¿cómo se legitima en la
sociedad?” (Ibíd.: 33).

En sintonía con los planteos de Portantiero, y habiendo realizado una interpretación del
vínculo gramsciano entre lenguaje, “sentido común” y proceso democrático, Nun
señalaba:

de Portantiero que aquí estamos considerando.


44
Aquí dictadura significa “dictadura del proletariado”.
“La creación (o la potenciación) de aquellas alternativas institucionales es una de las
mayores tareas de una participación democrática cimentada en una lógica de las
diferencias. Pero no resulta posible imaginarla en abstracto pues sólo puede adquirir
sentido en el interior de la trama particular de relaciones de sociedad históricamente
determinadas” (Ob.cit.:99-100).

La distancia de los intelectuales hacia cualquier forma de ontología política es


permanente. A partir de su caracterización del poder como un “lugar vacío”, Claude
Lefort había realizado una contribución a la política democrática que en este contexto se
volvía fundamental. Efectivamente, la idea de democracia se sostenía alejada de
cualquier fundamento a priori, de cualquier sujeto que quisiese encarnar en sí mismo
todo el poder y fuese previo a la constitución del orden social. La crítica se dirigía
también a aspectos de la teoría política del socialismo de corte marxista y al liberalismo,
debido a que ambas formas de lo político –con sus históricas diferencias respecto a la
idea de organización social- contenían como perspectiva futura una sociedad sin política,
libre de opacidad y reconciliada consigo misma. Una de las contribuciones más
elaboradas en torno a esta mirada se encuentra en los aportes de Ernesto Laclau y Chantal
Mouffe. Es que Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la
democracia, trabajo concebido a mediados de la década de 1980, puede interpretarse
como una síntesis del clima de época y de las preocupaciones teórico-políticas en el
contexto de la así denominada crisis del marxismo. No es un hecho casual que inscriban
sus planteos bajo la insignia del “posmarxismo”, donde el concepto de democracia es
resignificando de acuerdo a las nuevas fuerzas sociales emergentes, y que se ve reflejado
en los cambios introducidos para reflexionar sobre la extensión de las demandas políticas
en las democracias posautoritarias45.

Los aportes del pensamiento de Gramsci no eran sin embargo aceptados acríticamente,
como esbozaba Portantiero en torno al doble sentido de la hegemonía. En efecto, su
lectura supuso una nueva comprensión de las categorías fundamentales, por lo cual los
usos de los conceptos obtenían otras aplicaciones en un marco de revalorización
democrática. Si el contexto de recepción de una obra es tan importante como las
condiciones intelectuales en que la misma es resignificada, ello deviene un aspecto
45
En este registro de lecturas, tampoco es casual que la teoría de Laclau se sostenga sobre la base de un
“sujeto democrático-liberal” antes que sobre un “sujeto popular”, tal como lo hemos señalado en el capítulo
anterior.
fundamental del proceso de elaboración de la categoría en juego. No debe pasarse por
alto que, así como la intelligentsia local receptó la obra de Norberto Bobbio para
reflexionar en profundidad sobre la democracia, esa estrategia incorporaba las reflexiones
que el mismo autor también había desarrollado sobre Gramsci. En su trabajo sobre las
influencias de Bobbio en la cultura de Iberoamérica, Filippi y Lafer decían lo siguiente:

“El gran tema bobbiano de las “promesas incumplidas de la democracia” y de la


“democracia integral” reenvía, en lo que respecta a la Argentina, a la recepción –en los
ambientes liberaldemócratas y socialistas- del pensamiento de la izquierda italiana, en un
arco temporal y conceptual que, según José Aricó, partiendo de Gobetti, de Carlo Roselli
y de Gramsci, llega, precisamente, hasta Bobbio. Tal recepción, además, debe ser
valorada desde un horizonte teórico y político más general: el de los países en los que es
pensamiento recibido: o sea, en relación a los modos a través de las cuales la “cultura de
la izquierda latinoamericana” afrontó el “pensamiento de la crisis” de las instituciones
liberaldemocráticas también en relación con el pensamiento propio de otras culturas
políticas (de la derecha, del peronismo, del castrismo, etc.)”.

Si hegemonía había sido un concepto elaborado para reflexionar las formas complejas de
la dominación capitalista y su articulación entre Estado y sociedad civil, brindaba
posibilidades de ser interpretado desde el trasfondo de las relaciones que la formación
moderna de la sociedad civil había desarrollado en su seno. En el transcurso de esos años,
el concepto de hegemonía adquirió sentido desde el punto de vista de la sociedad civil,
pero separándolo del concepto de Estado tal como Gramsci lo había elaborado en la
década del 30. Ello fue leído de este modo puesto que, se conjeturaba, en torno a su
potencia conceptual se articularían una pluralidad de demandas sociales y políticas más
allá de las formas tradicionales que ofrecían los partidos políticos y las identidades de
clase. Así, los significados otorgados al concepto de sociedad civil modificaban sus
perspectivas políticas. Menos marxista y más pluralista, la emergencia de esta categoría
polisémica era considerada como un contrapunto democrático frente al Estado; como un
terreno donde debía brotar una nueva cultura política.

“La categoría construcción de hegemonía, contribuyó para que en el Cono sur de


América latina, se gestar la idea de transformación política no insurreccional y diferente
a la conquista del poder gubernamental o del asalto al Estado. El largo debate sobre la
importancia del concepto estuvo directamente relacionado con la adopción de una
alternativa de política democrática (…) Esta operación de retorno gramsciana de los años
ochenta, contribuye a pensar la política como creación de un espacio común en el que
todos se reconozcan como partes, como cooperación para luchar por la dirección de la
sociedad sin destruirse mutuamente, como creación de un campo común de conflictos
entendido como combinación de consensos y disensos, como pluralismo conflictivo”
(Lesgart, 2003:175).

Confirmando a Lesgart, Portantiero sellará el sentido último que obtenían las nuevas
interpretaciones. En cierto modo, el párrafo vuelve a colocar en un plano de discusión los
significados históricos de los conceptos:

“¿Hasta qué punto podría decirse que, como respuesta a esa necesidad esté emergiendo
actualmente una nueva ideología democrática capaz de superar tanto al discurso de las
dictaduras cuanto al discurso disociado planteado por los viejos liberalismos, populismos,
socialismos? Desde una historia que arranca del constitucionalismo encerrado en una
visión de la democracia y que culmina en su otro extremo, a definición de lo democrático
por lo social, abriría la posibilidad de una percepción política –no sesgada hacia lo social
o lo jurídico- de la cuestión democrática, entendida esta percepción como una
aproximación desde y para la sociedad y no desde y para el estado” (Ob.cit.:143).

Por otro lado, el diagnóstico llevado a cabo a partir de la caracterización de las relaciones
entre Estado y sociedad civil buscaba destacar una problemática concreta de las
sociedades democráticas: aquella referida a la representación política. Más
específicamente, a la relación entre representantes y representados, lazo que garantiza en
el tiempo la dinámica política del orden democrático46. La temática de la representación
en sociedades socialmente complejas debía atender a las transformaciones acaecidas en
las estructuras organizativas y en los sujetos políticos capaces de interiorizar las reglas de
la democracia política. Si bien este planteo tenía como destinatarios a los partidos
políticos, también era cierto que la representación había dejado de estar sujeta a las
vicisitudes de estas clásicas organizaciones. En efecto, y no obstante que la crisis de los
partidos políticos será una problemática teórica posterior a la década de 1980 en las
ciencias sociales, ya figuraba entre las preocupaciones de los intelectuales la idea de que
las instancias representativas clásicas no agotaban los canales de participación social y el
tipo de legitimidad político institucional. Al respecto, el diagnóstico de Portantiero era
elocuente:

“Podría pensarse que una ruptura de ese bipartidismo extremo podría ayudar a superar la
inestabilidad, en la medida que desplazaría hacia el parlamento y por lo tanto hacia los
partidos, la principal responsabilidad de la negociación sobre las reglas constitutivas del
sistema. Si las decisiones debieran tomarse a través de una negociación plural que diera
margen para un juego de coaliciones variables, quizás la consolidación del sistema sería
menos trabajosa, aunque sí lo sería la actividad de gobierno” (Ob.cit.)
46
Una ampliación del tema puede encontrarse en Rinesi (2006).
Si la “promesa” aparece como idea reguladora del futuro de la democracia, desde donde
se proyecta la transición hacia un nuevo orden, los partidos políticos fueron los actores
que canalizaron en gran medida esas expectativas. Sin embargo, las ideologías y las
lealtades políticas también habían ingresado en un nuevo proceso, acaso más
intermitentes en el nivel de las demandas sociales. El ejemplo contundente fueron los
resultados en los comicios de 1983, donde por primera vez el peronismo perdió las
elecciones a presidente de la república en comicios libres. Según la interpretación
realizada por Cavarozzi en su momento: “El peronismo, por primera vez en su historia,
tiene enfrente a un gobierno legítimamente elegido; el siempre esgrimido argumento de
que el peronismo es, por naturaleza, el partido de las mayorías populares ha quedado
drásticamente debilitado” (1984:155).

En tal sentido, el contexto sociopolítico tampoco reclamaba otro tipo de soluciones,


consideradas agotadas:

“Por otro lado, la discusión sobre la ampliación participativa de la democracia ha


superado ya el estilo rousseauniano con que cierta izquierda la planteaba en las primeras
décadas del siglo, cuando excluyentemente colocaba al principio de la democracia directa
como base para esa superación, rechazando la presencia de un sistema competitivo de
partidos y, en el límite, de toda forma de delegación política de la representación”
(Portantiero, Ob.cit.:79).

Esta última referencia es importante pues coloca la discusión sobre la democracia más
allá de la clásica antinomia entre democracia directa y democracia representativa, y busca
combinar formas participativas y delegativas de poder con la necesidad de un sistema
político representativo. Los interrogantes asociados a la igualdad social no se dejan de
lado, pero ya no se los consideran desde una perspectiva donde las clases sociales
devienen los actores políticos principales. Como ya hemos dicho, este planteamiento no
estaba alejado de las elaboraciones propuestas por Claude Lefort, quién dirá lo siguiente a
propósito del concepto de poder en las sociedades democráticas:

“Lo que surge es la nueva noción del lugar del poder como lugar vacío. Desde ahora,
quienes ejercen la autoridad política son simples gobernantes y no pueden apropiarse del
poder, incorporarlo. Más aún, este ejercicio está sometido al procedimiento de una
renovación periódica. Esta implica una competencia regulada entre hombres, grupos, y
muy pronto partidos, supuestamente encargados de drenar opiniones en toda la extensión
de lo social. Semejante competencia (…) implica una institucionalización del conflicto
(Ob.cit.:190)”.
Por un lado, se proponía la construcción de un sistema democrático sobre la base de
sólidas formas de representación partidaria que pudiesen canalizar intereses sociales y
políticos, y por otro, ello entraba en tensión con el diagnóstico presentado por los
intelectuales sobre la composición política de los sujetos a representar. En virtud de ello,
¿qué es aquello que debía representarse? O más bien, ¿cómo se lograba la representación
política en el contexto de una sociedad ciertamente más compleja, frente a la necesidad
de mayores mediaciones institucionales? Finalmente, ¿cuáles eran las formas de
legitimidad política que la democracia podía efectivamente articular? En las propias
elaboraciones intelectuales no puede encontrarse una respuesta univoca a las preguntas
señaladas. Sin embargo, respecto a lo que ha sido dicho a propósito del concepto de
pueblo, en cuanto sujeto, pueden conjeturarse algunas indicaciones. La creciente
distancia que los intelectuales fueron tomando respecto a la categoría de pueblo funcionó
como un problema político y conceptual, antes que como una solución teórica. En efecto,
la puesta en suspenso en el vocabulario político utilizado por los intelectuales fue
ostensible, y no es casual que una de las críticas neurálgicas haya sido dirigida a la
noción de populismo. En el marco del cambio conceptual, el “pueblo” y lo “nacional-
popular” aparecían desvalorizados. Más adelante tendremos la oportunidad de observar
cómo ese desplazamiento generó en ese contexto cierto vacío de la semántica política
respecto a la idea de un sujeto representativo del orden social. Efectivamente, es a partir
de este hecho teórico que se comprenden las posiciones intelectuales tendientes a la
elaboración de una categoría de democracia donde los aspectos formales e institucionales
obtuviesen, cada vez más, un lugar destacado. Las perspectivas provenientes de
liberalismo tendían a reforzar este cambio buscado. De modo tal que la pérdida de un
fundamento último como garantía del orden político, representado por un sujeto social
privilegiado, fue dando lugar a una concepción de sociedad y de política democrática
donde la combinación entre prácticas institucionales y demandas políticas –donde el ciclo
electoral como regla constitutiva y garantía en el tiempo del orden democrático ocupaba
un espacio clave- debían confluir en los partidos políticos como estructuras que pudiesen
procesar institucionalmente los diferentes intereses sociales.

4.2 El liberalismo y el socialismo: necesidades históricas del proyecto democrático


Al discutir aquellos aspectos que dan forma a la democracia, tradiciones como el
liberalismo y el socialismo también fueron invocadas por los intelectuales. Estas dos
ideologías, nacidas al calor de las luchas políticas de la modernidad, contribuyeron a la
formación de la democracia. En un registro programático y asociado a la necesidad de
instaurar representaciones colectivas mayoritarias, la democracia funcionaba como un
“horizonte de expectativas” –según la felíz expresión de Koselleck. Ese tiempo presente
que fungía como punto de partida no dejaba de obtener referencias con un pasado más o
menos inmediato, pasado que interpelaba las condiciones de posibilidad futura de una
existencia democrática. La recuperación del liberalismo se identificaba por esos años
principalmente con la construcción de un punto de vista moral, de cuyo espectro no hay
que descartar la gravitación de un socialismo democrático, antagónico al marxismo y al
socialismo clásico. En efecto, el liberalismo que los intelectuales presentaban adquiría
sentido en relación a la democracia y nunca como un modelo puro de liberalismo, al cual
los intelectuales no tardarán en identificar con el neoliberalismo y el conservadurismo,
por entonces en su clímax ideológico, principalmente en las vertientes teóricas e
ideológicas del mundo anglosajón. Esta perspectiva edificante de un liberalismo moral
fue posteriormente analizada con acierto por Jorge Dotti, ligado a medios intelectuales
como Puntos de Vista y al Club de Cultura Socialista:

“En este período, la recepción del liberalismo en Argentina puede articularse en dos
momentos cronológicamente sucesivos, de distinta pero no totalmente contrapuesta
identidad conceptual. El primero es de carácter progresista y tiene su ápice en el 83 y
años inmediatamente posteriores. La irrupción del liberalismo jurídico-político en clave
socialdemócrata hizo posible el abandono de los caminos sin salida señalizados por los
símbolos imperantes hasta la guerra de las Malvinas” (1997:29).

Reforzar la dimensión liberal de la democracia suponía atender a un aspecto de la


dinámica política que confrontase las visiones que colocaban a la democracia directa y a
la democracia popular como las únicas formas de representación, y cuyo sujeto se
articulaba sobre la figura conceptual del pueblo antes que a la del ciudadano. En efecto,
ello obtenía sentido atendiendo al desplazamiento operado en el análisis socioeconómico,
donde la centralidad de las relaciones sociales de producción (desde un punto de vista
marxista) aparecían subordinadas a otras problemáticas. Si en términos generales la
experiencia teórica y política proveniente del seno de la ideología de izquierda era
considerada críticamente, ese ejercicio no impedía, de todos modos, reivindicar la labor
reconstructiva que convivía al interior de la apuesta intelectual. Así lo habían demostrado
las corrientes de la nueva izquierda, surgidas al calor de los años 60 y 70 como crítica y
distanciamiento de las experiencias comunistas, críticas que se extendían hasta los 80. La
composición de un nuevo corpus de lecturas como un rasgo de la renovación cultural del
campo intelectual también estuvo asociada a la crítica de la ideología de izquierda, y que
algunos intelectuales de los países desarrollados ya venían realizando claramente sobre
dos ejes: la crisis del marxismo y el rol del intelectual moderno. Nombres como los de
Foucault, Habermas, Lefort, Bobbio y Castoriadis, se asocian a ese movimiento de
ruptura.

Pero el liberalismo no constituía solamente una respuesta en clave moral al problema de


la cultura política, sino que también intentaba proveer elementos ideológicos para
contener las tensiones derivadas de constituir un modelo político sobre las bases de la
ideología populista, justamente en las antípodas del planteo propuesto por los
intelectuales en perspectiva socialista-democrática, republicana y liberal. Socialismo
significa en este contexto la creación de una dimensión de la política que, negada como
expresión o parte del marxismo, permite visibilizar y articular diferentes voluntades
desde una sociedad civil pluralista, más allá del modelo estado-céntrico. Descartada la
opción revolucionaria, la reivindicación de la noción de socialismo supuso, sin embargo,
incorporar una dimensión vinculada a determinados aspectos sociales. En efecto, ello
significaba que la articulación entre democracia y socialismo podía encontrar cierto
sentido –aunque, premisa clara de la época, no agotarse ni confundirse- en una categoría
como la de “reforma social”, al tiempo que se planteaba la tensión y la distinción entre la
esfera de lo político y de lo social como un rasgo insustituible en la constitución de las
modernas sociedades democráticas. Atilio Borón había trabajado esta tensión de modo
recurrente. Al respecto señalaba:

“No se puede hablar seriamente de democracia sin discutir también sobre el socialismo;
tampoco se puede discurrir sobre éste ignorando la centralidad de la cuestión democrática
(…) Ahora bien, lo que está en nuestro ánimo es fundamentar, a la luz de la experiencia
histórica concreta de las democracias capitalistas desarrolladas, la necesidad de la
reforma social en momentos en que América Latina atraviesa por la crisis económica y
social más grave de su historia” (Ob.cit.:176).
La valoración del concepto de “reforma” no sólo permitía un contraste con la idea de
revolución, como las izquierdas de principio del siglo XX lo habían demostrado, sino que
además proponía una lectura de la categoría de democracia que no remitiera únicamente a
su instancia política, sino que pudiese ampliar sus alcances. José Nun volvería
nuevamente sobre el tema, retomando un tópico formulado a la sazón por Bobbio, en un
clásico texto de aquellos años como era “Democracia representativa y democracia
directa”:

“Una moderna democracia socialista no sólo no puede negar sino que debe incluir
necesariamente formas representativas. Como se sabe, la democracia directa que imaginó
Rousseau estaba basada en la igualdad y en la independencia económica de una sociedad
de pequeños propietarios rurales (…) Esto dicho, aquí no se sigue que haya que
abandonar el núcleo original de la idea rousseauniana, como quieren los teóricos de la
democracia gobernada. Pero actualizarlo en las nuevas condiciones obliga ante todo a
reconceptualizar la política, que no puede agotarse en el ámbito estatal: ahora se trata de
democratizar los sistemas de autoridad en todas las áreas de la vida, respetando sus
características propias, lo que se vuelve a la vez un requisito imprescindible para una
representación auténtica y responsable” (1989:61).

Las distintas visiones que emergen a partir del legado del socialismo no están escindidas
de una discusión sobre los sentidos del concepto de izquierda. La revalorización de la
democracia política, y su consecuente elaboración en el plano conceptual, implican a su
vez la autonomía de “lo político” como objeto de estudio. Si la consolidación es la
finalidad política que orienta las intervenciones, los modos de arribar a ese objetivo
varían. Así ocurre con la discusión en torno a la difícil relación entre socialismo y
democracia, problemática que fue perdiendo fuerza en el transcurso del proceso de
transición, pero que sin embargo ocupó un lugar destacado en sus comienzos. Si, por un
lado, las relaciones entre democracia y socialismo habían sido articuladas conjuntamente,
colocando la mirada en la dialéctica entre lo político y lo social, por otro lado surgía la
necesidad de establecer una diferencia entre esas dos dimensiones. Fue Portantiero quien
sintetizó ese espíritu compartido al criticar los usos del término “transición”,
comprendido como transición de una forma de Estado a otra, en clara alusión,
nuevamente, a la teoría marxista clásica:

“El problema es que con una fórmula tan genérica, cuyo sentido está dado por la idea
teleológica de una transición hacia el fin del estado, es imposible establecer un orden
político democráticamente compensado: si no consideramos al poder como una potencia
de la sociedad, es difícil apreciar la necesidad de equilibrar ese poder con el de otras
instituciones. En el límite, lo que la “teoría de la extinción del Estado” impide, es pensar
la cuestión de la democracia política” (1984:28. énfasis añadido).

El motivo de la intervención refuerza el sentido de lo que se viene argumentando: la


necesidad de abordar la democracia como una entidad con sus propios límites, que
permita reflexionar otras dimensiones de la práctica social sin recurrir a una instancia
trascendente al propio campo de lo político. La quiebra del ideal socialista como
trascendencia venía a poner en suspenso la representación de un sujeto último como
articulador de la práctica política. En efecto, esta pérdida de legitimidad de lo social
frente a lo político encontraba justificación atendiendo precisamente a un discurso que se
esforzaba por desentrañar crecientemente la especificidad de lo político. La
deslegitimación que acechaba al socialismo en el armazón del discurso intelectual –y que
se observa en los desplazamientos semánticos de sus significados- se corresponde con la
función que ese concepto tuvo desde el presente en relación al pasado reciente. Pues si es
cierto que su resignificación quiso ser un elemento eficaz para plantear una
“democratización de la democracia”, por otro lado encontraba claros límites discursivos
en el marco de una esfera pública atravesada por problemáticas políticas diferentes a
aquellas que el socialismo había articulado históricamente. Así como la crítica a la teoría
del sujeto político unificado era rechazada, la imagen liberal de una democracia de
ciudadanos libres –clara utopía de una racionalidad contractual y comunicativa- también
presentaba límites concretos. La medida de tal complejidad la daba la estructuración de
una realidad política compuesta por organizaciones económicas y políticas con intereses
que presionaban sobre el Estado y los partidos políticos. Así lo entendió nuevamente
Portantiero cuando manifestó las carencias teóricas y estratégicas del alfonsinismo para
interpretar la realidad de su tiempo:

“No hay partido en la Argentina más comprometido con el liberalismo político que la
Unión Cívica Radical. Eso supone una ventaja en tanto garantía para el sostén del
pluralismo en todos los órdenes, pero tanta fidelidad a esos principios de hecho puede
llevarlo a caer en anacronismos ideológicos. Sustentada sobre la figura del ciudadano, del
sistema de partidos y de la representación parlamentaria, la ideología radical subestima la
presencia efectiva, en toda sociedad moderna, de las corporaciones. Más aun: su discurso
electoral se montó sobre la crítica al pacto que intenta formalizar la corporación militar
con la corporación sindical. De tal modo, optó por la confrontación desde el principio de
mayoría, enfatizando en la lucha anticorporativa. En buena teoría liberal así debe ser,
pero un liberalismo político estricto es insuficiente para captar la complejidad de las
relaciones entre sociedad y Estado en el capitalismo contemporáneo” (1987:278).

Esta crítica a los supuestos teóricos presentes en el liberalismo político no supone


directamente una apertura hacia una teoría política socialista, si bien un autor como
Antonio Gramsci proporcionaba elementos para comprender la compleja dinámica entre
sociedad y Estado. Con todo, ¿qué significado asumía la noción de socialismo a la luz de
la formación del concepto de democracia en un contexto postautoritario? Según Emilio
de Ipola, para quien la noción de “izquierda moderna” había mutado en sinónimo de
socialismo, señalaba que el mismo,

“Se manifiesta sobre todo –no exclusivamente- en grupos intelectuales y centros de


actividad cultural (como el Club de Cultura Socialista) y en algunos sectores del Partido
Socialista Democrático. También esta izquierda ha sido proclive a buscar acuerdos y a
acordar apoyos –por ejemplo, al alfonsinismo durante los primeros años de su gestión”
(1989:106).

Y más adelante,

“¿Será necesario insistir que esa redefinición –gracias a la cual la izquierda moderna
podrá afirmar su legitimidad y su superioridad sobre los planteos de las izquierdas
anacrónicas y proto-modernas- no implica la negación, sino por el contrario la
implantación efectiva del pluralismo en el seno de la izquierda?” (Ibíd.:107).

Lo que aparecía como una necesidad, era una redefinición de los significados del
concepto de socialismo en el marco de una ya evidente crisis de la izquierda. Distintas
intervenciones, como las que presentaba la revista Controversia hacia finales de los 70 y
comienzos de los 80, habían intentado demostrarlo. La cuestión del socialismo y de la
tradición de un pensamiento de izquierda han sido ejes críticos para abordar el lazo entre
intelectuales y política, ya que si por un lado se criticaban las prácticas y las posiciones
ideológicas llevadas adelante, por otro lado la fuerza teórica que la izquierda había
proporcionado a los intelectuales no podía ser desechada sin más. Sobre todo, pensar la
democracia desde categorías formadas a la luz de un derrotero de izquierda revelaba que
determinadas problemáticas sociales no podían ser comprendidas bajo el aparato
conceptual que proporcionaban solamente algunas de las teorías sobre la democracia.
Dado este marco, la democracia podía ser considerada desde una perspectiva también
social, pero siempre en función de su irreductible aspecto político y formal. Esta tensión,
que por largo tiempo se había presentando como una dicotomía excluyente, ya no se
aplicaba del mismo modo según los criterios intelectuales: formalizar la democracia era
un paso inevitable para alcanzar su consolidación.

Recordemos que en el planteo anterior de Emilio de Ipola, la izquierda moderna aparecía


en este contexto incorporada al pluralismo en pos de la búsqueda de acuerdos y de pactos
institucionales, elementos constitutivos de un nuevo planteo intelectual. La tensión entre
los modelos de democracia formal y democracia real ya no podían por sí solos explicar
las condiciones de posibilidad de una democracia postautoritaria. Si bien la contradicción
entre capitalismo y democracia se atenúa en este proceso de formación discursivo, no
debe pasarse por alto la existencia de dos dimensiones objetivamente escindidas 47. Pero
en el plano de la producción conceptual, el antagonismo entre esas dos concepciones
aparece agotado, ya que la idea de una superación del régimen democrático es ajena al
discurso de los intelectuales. En este registro nos valemos de una consideración clave de
Jurgen Habermas, pues permite localizar las inquietudes teóricas de la intelligentsia local
en relación al vínculo entre democracia y socialismo. Criticando aspectos de la noción de
democracia implícita en la obra de Marx y Engels, Habermas dirá:

“Marx y Engels se contentaron con referencias a la Comuna de París y dejaron más o


menos de lado cuestiones relativas a teorías de la democracia. Cuando se toma en
consideración el trasfondo de formación filosófica de ambos autores, quizás su sumario
rechazo del formalismo jurídico e incluso de la esfera del derecho en general, se deba a
que leyeron a Rousseau y a Hegel con ojos demasiados aristotélicos, desconocieron la
sustancia normativa del universalismo de Kant y del universalismo de la Ilustración y
malentendieron en términos concretistas al idea de una sociedad liberada. El socialismo
lo entendieron como una forma históricamente privilegiada de eticidad concreta y no
como conjunto de las condiciones necesarias para formas de vida emancipadas, formas de
vida sobre las que habrían de entenderse los implicados mismos (2001:603).

En tanto categoría en crisis y en redefinición, la democracia se compone de elementos


que provienen de distintas tradiciones que no se agota en el discurso socialista. En el
contexto de un discurso sobre la “nueva izquierda”, el concepto de socialismo participa
de la formación de la democracia, y en consecuencia la complejiza y resignifica. Pero
será la figura de Gramsci la que permitirá a los intelectuales articular aspectos del
pensamiento de izquierda al interior del proceso democrático. Al romper con el esquema
leninista, Gramsci aportaba a los intelectuales un punto de vista sobre las condiciones de

47
Sobre “las separaciones” de las modernas sociedades democráticas, véase Manent (2003).
estructuración de los actores políticos en las modernas sociedades complejas 48. En efecto,
la figura de Gramsci contribuía con un elemento de gran importancia, referido a la
articulación de diversos actores políticos y sociales. En este sentido, también la noción de
“hegemonía” era útil, al trazar una articulación entre la noción de “pluralidad” y la de
“diferentes subjetividades”, al tiempo que esbozaba la cuestión de la voluntad nacional-
popular, un concepto que admitía diferentes interpretaciones en sociedades donde la
conformación de los sujetos políticos no coincidía mecánicamente con la posición de las
clases sociales en la estructura social; vale decir, donde los sujetos sociales no devenían
de un modo necesario sujetos políticos. Así, la noción de socialismo venía a reconocerse
en una estrategia desde la cual izquierda y democracia compartían elementos en común.
No sólo porque la recuperación de la noción de izquierda no podía ahora más que ser
democrática -alejada de cualquier remisión de la política a la violencia, a la ruptura del
orden o a un sujeto trascendente-, sino también porque los intelectuales no pretendían
dejar de reconocer que la elaboración de un nuevo orden político significaba que
democracia y modernización política debían confluir en la formación de una esfera
pública plural49. Un término como “igualdad”, perteneciente al acervo cultural de la
tradición democrática y resignificado posteriormente a la luz del derrotero socialista, era
reconocido por los intelectuales como un eje clave que permitía poner en tensión la
relación entre la democracia y el liberalismo.

“En primer lugar, la democracia podía y debía abrirse hacia otros campos de lo social,
más allá de las instituciones políticas, lo que implicaba una discontinuidad con el
liberalismo clásico. Esta “penetración” sobre lo social aparecía como una puerta de
entrada útil para repensar democracia y socialismo, que era en el fondo el problema que
nos preocupaba. ¿Cómo articular libertad y equidad?” (Portantiero, 1988:10)

Pero fue José Nun quien se mostraba más insistente para pensar el vínculo entre esas dos
vertientes:
“Las características históricas de un contexto como el esbozado tornan irrepetible en sus
términos esa trayectoria que, en los países centrales, permitió democratizar el liberalismo
y liberalizar la democracia. Por eso creo que las disyunciones que debe producir el actual
proceso para legitimarse y estabilizarse alejan las posibilidades de cualquier semejanza
inmediata con los campos paradigmáticos de unidad democrática liberal” (1987:49).

48
“La recepción de Gramsci (…) se inscribía en una dimensión intelectual y política típica del
antijacobinismo” (Filippi y Lafer, Ob.cit.: 46-47).
49
El Discurso de Parque Norte versó sobre esos tópicos.
También Borón señalaba un punto de vista similar:
“La síntesis entre liberalismo y democracia se ha caracterizado por su crónica
inestabilidad: es una volátil y trabajosa mezcla de principios antagónicos de constitución
del poder político que no logran soldarse en un discurso unitario y coherente” (1997:73-
74).

Vuelve a aparecer la tensión histórica entre democracia y liberalismo. Sin embargo,


existía en el polo liberal la permanencia de una doble faz, que Nun ya había detectado
como una tendencia hacia un neoliberalismo escasamente democrático. Si por un lado la
revisión del liberalismo era una de los ejes predilectos sobre los que abrevaban los
intelectuales, su introducción se revelaba insuficiente. Al compartir una dimensión moral
referida a la esfera de la individualidad y la persona, al mismo tiempo la formación
histórica del liberalismo en la cultura local había sido reticente a la constitución de un
sentido político participativo vinculado a un concepto de democracia más inclusivo. Ello
demuestra que la reformulación de los propios conceptos de liberalismo y democracia no
podía realizarse sin apelar a otras dimensiones de la teoría. La apertura realizada sobre el
concepto de socialismo no puede dejar de vincularse a esto último, ya que proporcionaba
mediaciones para la elaboración de la democracia. Es nuevamente de Ipola quién traduce
esa relación entre democracia y socialismo en el marco de búsqueda de refundación de
una cultura de izquierda:

“Desde hace varios años las izquierdas argentinas han sido de más en más propensas a
revalorizar la democracia como régimen político, y por lo mismo, han comenzado
progresivamente a abandonar su tradicional visón instrumentalista de la formas
democrática” (1988:81).

Como ya hemos mencionado, las nociones de socialismo y de izquierda aquí elaboradas


intentan traspasar la ligazón con el ideario marxista. Si por un lado el concepto de
democracia presente en el marxismo representa para los intelectuales una simplificación
de una problemática más compleja, por otro lado las teorías marxistas abordan la
democracia (burguesa) como un medio hacia un fin mayor: el socialismo como
democracia sustantiva. Al referenciarse con la izquierda en los 80, la cuestión socialista
permitía pensar la democratización de la sociedad como reconocimiento de la necesidad
de una democracia representativa fundada en el consenso 50; fundamentalmente porque
50
Para validar su argumentación, de Ipola cita un texto de Michel Foucault: “Una copiosa bibliografía
nos ha enseñado que el orden social es siempre el producto de la combinación, en dosis variables, de
aquella noción de socialismo se ligaba al movimiento de la sociedad civil y a la
emergencia de los nuevos movimientos sociales. En este sentido, en un tono más
agonístico que el usual, en su libro ¿Qué socialismo?, Norberto Bobbio presentaba un
argumento muy importante, en clara sintonía con algunas posturas de nuestros
intelectuales:

“La relación entre democracia y socialismo no es una relación pacífica, de la misma


forma que no fue pacífica –pero lo hemos olvidado y hemos hecho mal- la relación entre
democracia y liberalismo. Hoy estamos tan acostumbrados a usar la expresión
liberaldemocracia, que hemos olvidado que los liberales puros, desde comienzos de siglo,
consideraron siempre la democracia (y –nótese bien- la simple democracia formal) como
el camino abierto hacia la pérdida de la libertad, hacia la revuelta de las masas contra
élites” (1977:132).

Hacia finales del año 1980 y en el exilio mexicano, desde la revista Controversia se
realizó un dossier sobre la democracia -La democracia como problema- en el cual
Portantiero publica un artículo de título sugestivo: “Los dilemas del socialismo”. Allí
decía:

“Desde mediados de los setentas, se ha producido un desplazamiento del eje


problemático para las izquierdas en el continente: si entre la revolución cubana y el
derrocamiento de Allende el tema de discusión era el socialismo, actualmente esa
centralidad la ocupa la cuestión de la democracia (2009:23).

Al pensar ambas dimensiones, Portantiero señalaba los riesgos de una radical


autonomización entre una y otra:

“No quisiera sin embargo confundir esta disociación orgánica que se establece entre
lucha por la democracia y lucha por el socialismo con la autonomización de la
democracia como problema para la práctica social, relativamente independiente de la
determinación por los modos de producción. La democracia no es un derivado que surge
necesariamente de una estructura: es una producción popular, una transformación de la
naturaleza de la política que no depende transparentemente de una “base económica”. En
ese sentido es verdad que la democracia como problema se distingue del socialismo. La
cuestión es, precisamente, operar la recomposición histórica, activa, social y no retórica,
de ambos términos. Fusionar democracia y socialismo no a través del fatalismo de ese
“dios oculto” que serían las estructuras sino por medio de la voluntad política” (Ibíd.)

la represión física, la intimidación (o, mejor, el “poder”, en el sentido que Michel Foucault da a este
término y el consenso. Nos interesa indagar a este último (…) porque en el marco de una reflexión
interesada en el tema del tránsito a la democracia y de su consolidación la problemática del consenso
presenta aristas particularmente complejas” (1988:84).
Este texto contiene determinaciones ideológicas claves en el curso del desarrollo de las
intervenciones intelectuales. Al poner en discusión estas dos categorías, también se pone
el acento en la división entre la democracia real y la democracia formal. En los años
previos a la instauración de la democracia, las discusiones sobre esas dos formas posibles
de comprenderla contienen de un modo aún más visible el problema sobre el carácter que
debe asumir el socialismo. En gran medida agotada la discusión entre capitalismo y
socialismo, se produce un desplazamiento en el espacio ocupado por los conceptos. A
partir de ahora, la noción de socialismo será pensada al interior de la democracia política,
y no como un momento superior del desarrollo de la sociedad y de la civilización, como
había sido imaginado por el marxismo. Por supuesto, tampoco obedece a la cuestión del
socialismo en clave nacional ni se identifica con la integración de las masas al Estado: su
enunciación se desvinculaba de una interpretación que supusiese un horizonte político
populista. Así, el concepto de socialismo aparecía como subsidiario al de democracia.
Inclusive, es posible observar al socialismo desde una validación negativa, ubicada para
delimitar aquello que precisamente no debía ser. Es cierto que determinados aspectos
compartidos por el ideal socialista eran aplicados para articular nociones como las de
reforma social o igualdad, pero la eficacia conceptual del socialismo en el tiempo sólo
podría lograrse desde un discurso teórico que discutiese los significados de la
democracia. En medio de estas alteraciones semánticas, el concepto tendía a estructurarse
principalmente alrededor de la cuestión de las culturas políticas de izquierda y de las
diferentes posiciones asumidas por los intelectuales, antes que a proyectar una forma
posible de sociedad futura. En este marco, no puede hablarse de una reformulación de la
teoría socialista, ya que su principal uso está relacionado a la renovación de los
vocabularios de la cultura política de izquierda. La recuperación del ideario socialista por
parte de los intelectuales se observa asimismo en una relectura de autores como el ya
mencionado Antonio Gramsci, la fuente intelectual más importante perteneciente al
universo de la ideología de izquierda que la intelligentsia revisó e incorporó en la
creación de un discurso innovador. Pero también en la crucial ascendencia que tuvo
Bobbio, en su intento por colocar el socialismo junto a la democracia y el liberalismo.

Considerando el terreno de los conceptos y de las representaciones teóricas como un


campo de disputa de sentidos y de ideologías, el discurso sobre el socialismo tendió a
reinscribir aspectos de una cultura de izquierda luego de la experiencia de los años 60 y
70, pero también intentó funcionar como un dispositivo de neutralización del populismo.
Entre los debates que recorrieron a la sociología política y la historia del pensamiento
político, el desarrollado entre democracia y populismo marcó a una generación
intelectual. Las condiciones políticas de la democracia naciente posibilitaron elaborar una
respuesta a ese debate considerado inconcluso, y los años 80 se revelan como un
momento intelectual que podía clausurar disputas teóricas pertenecientes a la historia de
las ideologías locales. En ese marco, la discusión que se presenta entre populismo,
socialismo y democracia intenta aislar al populismo de las otras. Al respecto es elocuente
el texto de Portantiero y de Ipola sobre las relaciones entre socialismo, Estado y
populismo:

“Entendemos a la democracia socialista como ligada de forma indisociable con el


pluralismo, esto es, como una práctica política y cultural que no enarbola, como
supremos, los valores de la unanimidad y la semejanza. Pero la reivindicación del
disenso, implícita en esa concepción, si por un lado rechaza toda idea organicista del
consenso, no por ello rehabilita otra, descontrolada, del conflicto permanente como virtud
democrática. Más moderadamente nos inclinamos por la existencia de un consenso
elaborada de manera pluralista, que reconoce la legitimidad de los conflictos y que
organiza la posibilidad de resolverlos” (1989:28)51.

La introducción del socialismo así formulado no podía dejar de precisar de los aportes del
liberalismo político. El descubrimiento y el reconocimiento de un conjunto de categorías
teórico –aquellos “bienes simbólicos” descriptos en profundidad por Pierre Bourdieu-
servían para orientar una práctica intelectual que se presentaba con la necesidad de
transformar las pautas de socialización en la cultura política. La perspectiva de un
socialismo leído desde la democracia política resultaba eficaz frente a la pérdida de
legitimidad de los socialismos realmente existentes. Sin embargo, esa exaltación del
pluralismo no era compartida unánimemente por los intelectuales. Si bien no siempre se
condenará el uso y el significado que puede reportar el pluralismo, Nun la criticó:

“Contra lo que sugieren los esquemas pluralistas en boga, no se trata sólo de reestablecer
las consultas electorales o de permitir el libre juego de los partidos políticos. Importantes
como son estas prácticas, la experiencia contemporánea de los países que se adoptan
como paradigmáticos señala que la consolidación a largo plazo de una unidad
51
En el texto que se está citando, los autores critican la teoría del populismo desarrollada por Ernesto
Laclau, presente en “Política e ideología en la teoría marxista”. Por cierto, una crítica que guarda
bastantes similitudes con algunas realizadas sobre el populismo en el presente.
democrática liberal implica bastante más: supone, sobre todo, construir un campo al que
se integren y en el que se deslinden esos aspectos democráticos representativo,
corporativo y capitalista a que me he venido refiriendo” (1987:46-47).

Estas palabras de Nun son relevantes ya que en su crítica al pluralismo existe la


posibilidad de otra significación del concepto. Así como el pluralismo supone el
reconocimiento de un otro político que precisamente no puede anularse, también puede
significar la reducción de lo político al juego electoral y a la competencia partidaria,
condición necesaria pero insuficiente para el desarrollo de las complejas democracias. La
crítica de Nun a estos últimos aspectos, presentes en las teorías del pluralismo político, se
dirigía a discutir la relación entre participación política y nuevos movimientos sociales.
El mismo Nun, al tiempo que resaltaba las dificultades históricas para alcanzar una
articulación más compleja entre liberalismo y democracia, desarrollaba la que tal vez
haya sido la crítica más contundente entre los intelectuales al liberalismo, tal como éste
se había presentado en la historia del país. La distancia con la ideología liberal y su
sistema de representaciones sociales descansaba en las formas en que esa tradición había
arraigado en la cultura política nacional históricamente 52. En efecto, la experiencia del
liberalismo en el país había cristalizado en aquello que Nun situaba como unidad liberal,
una tendencia ideológica que tendía a alejarse de las perspectivas democráticas. Con
sentido similar, también Borón brindó su punto de vista respecto a los aspectos sociales
de la democracia en relación al desarrollo del capitalismo y el Estado social:

“La historia de la democratización del Estado capitalista no se agota en la extensión del


sufragio a las clases y grupos subalternos (…) es también la del nacimiento de sus
“compromisos” sociales y de las políticas públicas orientadas a corregir las inequidades
generadas por el mercado. Resumiendo: la propuesta de una democracia capitalista gozó
de un alto grado de credibilidad y legitimidad popular porque la performance reformista
del Estado keynesiano avaló con los hechos lo que los políticos prometían desde la
tribuna” (Ob.cit.:188).

Con todo, la introducción de elementos conceptuales pertenecientes al corpus teórico


socialista también se ve redefinido en ese mismo movimiento. El reconocimiento de la
democracia política, por otro lado, genera que las discusiones sobre los denominados
aspectos sustanciales de la democracia misma vayan tomando un sitio más reconocible.
Una vez asumidas como fútiles las dicotomías entre democracia real y democracia
52
Sobre el particular puede consultarse el clásico texto Las ideas fuera de lugar, del intelectual brasileño
Roberto Schwarz.
sustancial, y entre forma y contenido, la apertura hacia un análisis de esos aspectos
sociales comienza a asumir más fuerza. Es en ese marco que determinadas preguntas
pertenecientes al ideario del socialismo se fusionan con la democracia. Precisamente, las
críticas al marxismo suponían un desplazamiento de la esfera social hacia la autonomía
de la política, y el intento de abordar la democracia más allá de las determinaciones de lo
social significaba restituir –según los intelectuales, por vez primera- un sentido de lo
político que, en definitiva, no estuviese condicionado por el campo de las
determinaciones sociales.

4.3 Populismo: política e ideología

A pesar de ser portador de una ambigüedad estructural en su significado, el populismo


pareciera evocar una dimensión puramente negativa de la política. En efecto, el
populismo es el término “maldito” de la política. Ni siquiera el comunismo parece
disputarle ese lugar puramente negativo, en cuanto el populismo se debate en un terreno
de reconocimientos fallidos y en un lugar residual de la política; de allí las tensiones que
lo rodean como límite entre lo político y lo antipolítico. La rareza de éste fenómeno
puede verificarse en los discursos de quiénes señalan la existencia de un gobierno, un
líder o una política de características o supuestas características populistas (asociadas
generalmente a la demagogia personalista y al estatalismo) que se alejan del buen
gobierno democrático. Pero dicha negatividad no sería completa si al mismo tiempo
aquello a lo que se denomina o asocia como populista –gobierno, líder, política o Estado-
tampoco se identificara con esa caracterización. Y en efecto, pocas veces quien es
interpelado como populista asume naturalmente esa identidad. Por el contrario, las más
de las veces tiende a resguardarse, manifestando que lo que se denomina como populismo
o populista es en realidad una forma acusatoria y descalificadora para degradar y
desplazar posiciones democráticas al campo de las posiciones antidemocráticas. Así,
populismo es el término político que funciona conceptualmente como la antítesis de la
sociabilidad política, como aquél elemento que debe ser erradicado para, finalmente,
normalizar los comportamientos de la democracia hacia su forma republicana, normativa
y liberal. Estas opiniones sobre el populismo son las que circulan en la actualidad,
fundamentalmente generalizadas en los medios masivos de comunicación que, desde el
fast think, dificultan cualquier tratamiento en profundidad para abordar contenidos
complejos como los que alojan los conceptos sociopolíticos.

Durante la vuelta a la democracia en los años 80, la cuestión populista tuvo un lugar en
las contribuciones de los intelectuales. De un modo diferente a las discusiones actuales,
tanto ideológicamente como en calidad conceptual, lo cierto es que en esos años la
cuestión populista da sus primeros pasos e ingresa a la composición de los vocabularios
políticos en democracia. Por otro lado, no olvidemos que los trabajos de Ernesto Laclau
sobre el tema habían sido pioneros en problematizar la temática en los años 70, pero en
los años 80 sus contribuciones sobre socialismo y democracia serán unos de los marcos
de referencia que ordenarán el debate ideológico y conceptual. Veamos, pues, cómo se
desenvolvieron por entonces las discusiones entre populismo y democracia. Avancemos
con las opiniones de Portantiero y de Ipola, escritas en 1981:

“En el sentido que se le quiere dar al concepto en estas notas, el populismo no constituye
“un tipo de contradicción que sólo existe como momento abstracto de un discurso
ideológico” (Laclau), sino que alude a una ideología y una práctica política a la manera
del liberalismo o del socialismo. En este aspecto, los populismos aparecieron como un
principio articulador explícitamente opuesto al de los socialismos, de modo que su
relación con éstos ha sido y es, ideológica y políticamente, de ruptura y no de
continuidad” (Portantiero y de Ipola, 1988:133).

Esta cita expresa de un modo contundente el lugar que en el transcurso de esos años había
ido asumiendo la noción de populismo en el discurso teórico, en Argentina y en América
latina. En efecto, ¿qué significaba para los intelectuales el populismo, en el marco del
posautoritarismo y de cara la conformación de una sociedad democrática? En principio,
el populismo es abordado como una lógica política que, en el límite, se presenta de forma
contradictoria con las formulaciones de la democracia política. Si bien históricamente el
populismo había sido el concepto que permitía explicar la democratización y la
movilización del mundo social53, durante la recuperación de la democracia era
comprendido también en un nivel conceptual e ideológico, y no sólo como una lógica
política, tal como lo pone de manifiesto la cita. Al autonomizar lo político de lo social, el
populismo era descartado. El propio Guillermo O’Donnell comentaba tiempo después las
condiciones discursivas de ese momento histórico:
53
Según lo dijo Nicolás Casullo: “El populismo latinoamericano fue esencialmente un movimiento o
partido reformista estatista democratizador de las estructuras sociales, políticas y culturales” (2007: 204).
“El prestigio de las “soluciones” más o menos fascistas o autoritarias, populistas o
tradicionales, así como la actitud por lo menos ambivalente de buena parte de la izquierda
en relación a la democracia política, determinaron que los discursos democráticos no
pudieran imponerse” (1997:223).

Sucede que, tal como son utilizados y aplicados en este contexto, socialismo y
liberalismo –en rigor, un socialismo leído en clave liberal- fueron representaciones
eficaces para confrontar la democracia con el populismo y, en ese movimiento, restarle a
la misma democracia cualquier significación que pudiese remitirla a esa tradición de la
política. Todo ello era posible en el marco de una revisión del concepto de “pueblo” y sus
desplazamientos, sobre todo ante la emergencia de nociones como las de “ciudadanía”,
cuya legitimación política y conceptual descansaba sobre la representación de una
democracia ahora habitada por una “pluralidad de sujetos”. Lo cierto es que a través de la
historia política y social el populismo se había conformado a partir de un conjunto de
elementos conceptuales que, en el contexto de una reformulación de la democracia,
buscaban ser sustituidos por otros. El desacuerdo que de forma permanente rodea al
populismo consiste en un juego de desplazamientos a través del cual su fijación a una
identidad establecida se muestra elusiva. Como decíamos, si para sus detractores
representa una forma puramente negativa, aquellos señalados como populistas no se
identifican como tales. Algunos análisis han determinado que ya por esos años el
populismo se encontraba agotado como experiencia histórica54, pero justamente, en la
lucha semántica por alcanzar una comprensión del orden democrático se revelaba
imprescindible: en la disputa entre democracia y populismo los conceptos aparecían
antitéticos e ideológicamente contrarios. En cierto sentido, el populismo figuraba como
una forma corrupta y degradada de la democracia, y si bien no se la asociaba de forma
directa con el fascismo, por momentos sí con expresiones autoritarias. En sus orígenes
locales, con la emergencia del peronismo, las críticas al populismo habían alcanzado a
emparentarlo con un modelo político de corte fascista y autoritario, una interpretación
que tenía como eje principal señalar la radical disociación entre las masas y las
instituciones de la república. Pero si el populismo que irrumpe a mediados del siglo
veinte conserva algún sentido histórico, es el de haber recompuesto aquello sobre lo que

54
Véase Aboy Carlés (2001) y Svampa (2002).
el liberalismo había fracasado: el pasaje del “individuo abstracto” al “individuo
concreto”, según la certera imagen conceptual propuesta por Marcel Gauchet.

Con todo, los argumentos intelectuales sobre esta categoría durante los 80 se presentan de
un modo distinto respecto al pasado. Recordemos que los usos que se llevan a cabo por
entonces intentan legitimar una idea de socialismo democrático desde una construcción
hegemónica que no sometiese las subjetividades políticas a la lógica política del Estado.
Al mismo tiempo, se presentaban argumentos desde una mirada republicana que
destacaba los aspectos normativos de la política, y sobre todo, aquellos relativos a los
pactos necesarios para la consolidación y la institucionalización de las prácticas
democráticas por parte de los actores políticos. Como hemos intentado poner de
manifiesto, la exclusión del populismo no implicaba el restablecimiento de una pura
democracia liberal –por otro lado, una tarea difícil- que obviase el poder y la relevancia
política de los grupos sociales. Más bien, su aplicación pretendía discutir la formación del
poder colectivo, pero sin recurrir en sus argumentos a la noción de pueblo como
fundamento último de la soberanía. Es por ello que las ideas de “pacto” y de “contrato”
funcionan como un contrapunto necesario, articulaciones institucionales que alcanzan a
justificar un tipo de racionalidad que presupone la representación contable de las partes
de la comunidad política55. La introducción de estos conceptos, entre los que también se
contaban los de “múltiples subjetividades” y “diferencia”, venían a contrarrestar esa idea
de pueblo que, inscripto en el dispositivo populista, era interpretado por los intelectuales
como añoranza de una comunidad de sentido. En otro registro de lecturas, las críticas al
populismo se extendían desde el concepto de pueblo alcanzando el plano de las
instituciones políticas, aquello que O’Donnell había llamado las “mediaciones de la
democracia”. Tiempo después, ya en el transcurso de los años 90, O’Donnell elabora el
concepto de democracia delegativa para caracterizar un nuevo tipo de ejercicio del poder
y de la representación democrática. Existen ostensibles similitudes con el concepto de
populismo, y en cierto modo el uso de populismo funciona como una anticipación menos
elaborada del concepto de democracia delegativa56. En este sentido, la democracia
delegativa adquiere mayor repercusión en un contexto académico y pierde efectividad y

55
Véase Ranciere (1996).
56
“¿Democracia delegativa?”, en Contrapuntos (1997).
recepción cuando ingresa al campo de los discursos políticos, donde el populismo
funciona como un concepto de disputa política y de significaciones más flexibles.

Así pues, según O’Donnell, la institucionalización de la política obedecía a una


dimensión republicana de la forma de gobierno democrática, en cuanto la legitimidad del
régimen debía incorporar la noción de república como fundamento del orden, y no
excluirla, como para éste autor parecía suceder con la tradición encarnada por el
populismo. Existía en sus argumentos una distinción no exenta de conflicto entre esfera
pública y esfera privada, en cuanto el populismo, comprendido además como una forma
inscripta en la cultura política, reproducía comportamientos patrimonialistas. Si bien
específicamente se refería la realidad del Brasil, las siguientes palabras de Guillermo
O’Donnell con eje en el concepto de república dan cuenta de la democracia en general y
de los procesos sudamericanos en particular:

“Aunque sus orígenes no sean los mismos que los de la democracia liberal, hay una
dimensión sin la cual las democracias contemporáneas no podrían existir. Ésta es la
tradición republicana (etimológicamente, res publica, “la cosa pública”). Lo republicano
se basa en una cuidadosa distinción entre lo público y lo privado o personal. De ella surge
la idea del gobernante como servidor de la ciudadanía, en cuya representación administra
los intereses públicos. Éste es a su vez el fundamento del impero de la ley, que consagra
la distinción entre la esfera pública y la privada, somete las decisiones del gobernante a
sus reglas y sanciona sus eventuales violaciones. El gobernante y el funcionario no están,
en la concepción republicana, “por encima” de la ley; por el contrario, tienen especial
obligación de obedecerla. Esto está relacionado con la idea accountability (término que,
quizás no por casualidad, no tiene traducción literal en nuestros idiomas), que consta de
dos aspectos principales: uno, la ya mencionada obligación del gobernante y del
funcionario de someter sus actos a la ley; otro, la obligación del gobernante de rendir
cuentas por sus acciones con suficiente transparencia como para que la ciudadanía pueda
evaluar su gestión y al final ratificarla o rechazarla en elecciones limpias y competitivas.
Por ello la ciudadanía supone un gobierno no sólo democrático, sino también
republicano. La dimensión republicana es indispensable para la efectiva garantía de los
derechos de la democracia política” (Ob.cit.:241).

En este marco, surgen diferencias respecto a las consideraciones sobre el populismo visto
en perspectiva histórica. En el transcurso de los años que estamos indagando, la crítica se
realiza considerando sus aspectos conservadores en función de un proceso político más
profundo sobre el cual debería desarrollarse la sociedad naciente, si bien nunca dejan de
reconocerse sus logros en la esfera social. Nuevamente, la categoría de socialismo
cumple una función clave al momento de reponer un sentido de democracia que excluya
de sus significados al populismo. Si la noción de socialismo aparece en algunas ocasiones
para reemplazar y excluir al populismo57, de ese movimiento tampoco deben excluirse las
categorías de liberalismo y de república. En efecto, la idea de pacto, que había sido
incorporada al lenguaje intelectual a través del neo-contractualismo, también regulaba las
representaciones de esos años. En cierto modo y desde ese punto de vista, como lógica
política el pacto se contraponía a la matriz populista. Sin embargo, y si bien tanto el
liberalismo como el republicanismo se revelaban como soportes de legitimación, también
es cierto que las mismas concepciones de una democracia liberal o de un liberalismo
democrático habían entrado en crisis. En este sentido la reconstitución de la democracia
se realizaba sobre una experiencia histórica que debía reconocer simultáneamente esa
crisis en las concepciones, crisis que se hacía extensiva a la conformación de los sujetos
políticos en la esfera pública y que el sistema de partidos políticos por si sólo no podía
resolver. Estas ideas sobre la crisis de la política tuvieron mayor visibilidad
posteriormente, cuando esa situación fue asimilada a una crisis de la representación de los
partidos políticos y a las identidades que habían hallado en la matriz del bipartidismo la
canalización de sus intereses58. La crítica a “la razón populista” sobre la base de una
racionalidad argumentativa y deliberativa no resolvía el problema que se había detectado,
y eso habían comenzado a entender algunos de los intelectuales al considerar la
emergencia del neocorporativismo:

“En el caso de las poliarquías estos mecanismos neocorporativos de representación de


intereses complementan al modelo de funcionamiento institucional centrado en el
parlamento, que, si bien se repliega y pierde influencia como arena de las decisiones
políticas, no desaparece” (Portantiero, 1988:72).

Con todo, la revalorización del liberalismo no agotaba -no podía agotar- la cuestión
populista, colocando en evidencia que sólo la democracia, siempre más rica en
determinaciones teóricas, podía brindar respuestas para lo que consideraban un problema
teórico y político a resolver. Durante esos años también se intenta discutir el populismo
desde un registro que permitiese la comprensión del propio concepto desde mediados de
siglo hasta esa actualidad. En esa dirección se dirigía el texto “Lo nacional-popular y los
57
Varios años después Portantiero seguirá presentando razones similares: “Es evidente que el alma nacional
popular ha doblegado en la izquierda argentina el alma liberalsocialista: la idea socialista hoy es,
predominantemente, una superación del nacionalismo popular” (citado en Filippi y Lafer: 119).
58
Sobre la crisis de la representación partidaria y de las identidades políticas en el período, véase Salas
Oroño (2012).
populismos realmente existentes”, escrito en 1981 por Emilio de Ipola y Juan Carlos
Portantiero, al abordar la categoría en el marco de la crisis del Estado social como forma
política de integración de las masas. Veamos cómo argumentaban:

“Si la Nación-Estado se muestra incapaz de seguir corporativizando lo político,


manteniéndolo como choques de intereses en el interior de un orden hegemónico dotado
de legitimidad porque recompone esa fragmentación, estamos en presencia de un proceso
de desagregación de lo “nacional-popular” en relación con lo “nacional-estatal”; de un
acto de expropiación por parte del pueblo de la percepción nacional que había enajenado
en el Estado. Así debe ser entendido el sentido profundo de la producción de
contrahegemonía. Las masas intentan el difícil camino de recuperar para sí
desestatizándolo, el sentido de lo nacional. Fetichizada en el Estado, la Nación comienza
a ser reclamada en propiedad por el pueblo: lo nacional-estatal para a ser nacional
popular”.

La crítica al “pueblo del populismo”, las relecturas de Antonio Gramsci y la


caracterización de una crisis del Estado-populista, son elementos que habilitan a los
intelectuales a resignificar en otro nivel la cuestión democrática. En cierto modo, inventar
la democracia era re-inventar una sociedad civil con autonomía del Estado. Este debate
no era prioritario del campo intelectual en la Argentina, ya que la intelligentsia brasileña
de esos años también argumentaba con similar inclinación ideológica y conceptual. En su
importante trabajo comparativo sobre intelectuales, representación y partidos políticos en
Argentina y Brasil, Amílcar Salas Oroño señala lo siguiente a partir de las intervenciones
de uno de los intelectuales más representativos de Brasil: “F. Weffort será quien,
procurando enfatizar las nuevas modalidades de estructuración de la “sociedad civil”,
más autónomas en relación al Estado, afirma el (promisorio) potencial de acción de los
sectores populares, contenido hasta ese momento por la herencia corporativista –según
sus palabras- de la organización sindical (Weffort, 1973; 1974). “Para Weffort, no era
sólo el Estado populista y clientelista el que precisaba ser superado, también la tradición
de la izquierda comunista, rechazada en bloque como cómplice de esa forma de Estado”
(Lahuerta, 2001:66-67)59.

Desde el punto de vista de las ideologías y de las tradiciones de las orientaciones


políticas, pero con sentido diferente, también Strasser, luego de parafrasear al barón de
Montesquieu, argumentaba con igual espíritu republicano la necesidad de conformar la

59
Todas las citas corresponden a Salas Oroño (2012:142).
democracia política. En su visión, la fundación del orden democrático se sostenía sobre
una distancia hacia el pueblo, pues según él la socialización histórica de las clases más
desaventajadas carecía de representaciones sociales liberales. Desde una mirada más
elitista, la disociación entre democracia y masas no podía ser más pronunciada. Por su
polémico pero a su vez sugestivo contenido, vale la pena extendernos en la cita completa:

“En cuanto a la tradición política argentina, si la hay, no es tanto democrática cuanto, una
de tres, liberal, populista o autoritaria; con mayor precisión, liberal y autoritaria en la
paradójica fórmula habitual de las clases altas, liberal y populista en la de las medias, y
populista y autoritaria en la de las bajas. Ni siquiera en el espacio del discurso ideológico,
o de los textos formales e informales de la socialización, lo democrático cuenta en el país
toda la larga internalización que probablemente se necesite: lo que en tantos años haya
habido de inclinación popular o de vindicación plebiscitaria, que no es poco, no es la
misma cosa; ni, menos, cierta experiencia acostumbrada de trato igualizador en la
cotidianeidad de los sectores sociales, en particular los urbanos. Tampoco la dominante
orientación estatista de una amplia variedad de corrientes ideológicas tiene significación
democrática –no tiene la necesaria o no la ha tenido generalmente- en contra de lo
pretendido o supuesto por líneas doctrinarias y entendimientos comunes que suelen
relaciona democracia con preeminencia del Estado” (1987:69-70).

Las discusiones en torno a éste tópico representan un eje clave para comprender lo que
venimos argumentando, ya que agrupan un conjunto de nociones que interpelan a la
cultura política local. Por un lado, la crítica al concepto de populismo intenta poner de
relieve que la conformación de la política democrática con eje en el Estado no significa
una mayor democratización de la sociedad y de la esfera pública, argumento que también
es abordado por de Ipola y Portantiero, pero con mayor énfasis por Strasser. Por otro
lado, el rechazo del concepto tendía a desplazar, al mismo tiempo, a la noción de pueblo,
pues según ésta interpretación el populismo no tendía hacia una verdadera representación
de las voluntades populares, sino que las alienaba en el Estado. Así era comprendido esto
último nuevamente por de Ipola y Portantiero:

“Nada impide definir al concepto de populismo como siendo un elemento ideológico


cuya característica constitutiva sería articular los símbolos y valores popular-
democráticos en términos antagónicos con respecto a la forma general de dominación.
Pero creemos que esta redefinición perdería de vista la mencionada dimensión proestatal
ínsita históricamente en toda expresión populista conocida. Promoción y a la vez
fetichización del Estado que encontramos tanto en los populismos latinoamericanos
cuanto en los fascismos europeos y que, por el contrario, es denunciada y combatida por
la ideo-lógica del socialismo” (Ob.cit.:33)
En medio de estas transformaciones en el orden del lenguaje político, se seguía ubicando
la busca de una significación sobre la categoría de democracia. El populismo era
desplazado y reemplazado por una idea de socialismo democrático, alejado de los
socialismos de Estado, también llamados “democracias populares” en Europa, y que para
los intelectuales compartían rasgos del populismo. Ya se ha visto que la reivindicación de
la sociedad civil en detrimento del Estado era una de las líneas de argumentación que
constituían la base de este discurso. En el proceso sobre los alcances y significados del
concepto en cuestión, otras categorías se mostraban relevantes. En efecto, y reivindicando
el pensamiento de Tocqueville, Atilio Borón ponía en juego categorías claves de esta
problemática que venimos observando. El hecho de que un autor como Borón, de
raigambre marxista, cite a Tocqueville, da cuenta del clima de época intelectual:

“Hay en Tocqueville un desplazamiento radical del centro de gravedad del discurso


teórico democrático liberal: un movimiento que se aleja del Estado y que procura
encontrar las raíces de la democracia en la sociedad civil. Se produce, en síntesis, un
tránsito radical del politicisimo juridicista y formalista a un rotundo societalismo
(1997:152).

Y continúa:

“Se trata, por consiguiente, de un esfuerzo por situar el debate en torno a las libertades en
una coordenada en donde se intersecten dos planos, el del Estado tanto como el de la
sociedad civil. Limitarlo a sólo uno, el del Estado –entendido en el típico reduccionismo
politicista del liberalismo como pura sociedad política, como aquel mítico “gendarme
nocturno” del que habla Gramsci- no puede sino producir una visión deformada de la
cuestión de la libertad” (Ob.cit.:154).

Pero también Portantiero argumentaba en esa dirección. Retomando las preocupaciones


entre democratización, institucionalización y desarrollo socio-económico, desde el punto
de vista del proceso histórico de la sociedad argentina, dirá:

“El fracaso histórico de estas sociedades, periféricas pero modernas, es de no haber


podido resolver la articulación entre industrialización y ampliación de la democracia. A
diferencia de lo sucedido en la mayoría de las sociedades “centrales”, el estado liberal
programado por la ingeniería constitucional del siglo XIX no fue capaz de
democratizarse. Si bien puede hablarse de un proceso largo de modernización estatal (…)
éste no alcanzó para absorber y compensar las demandas planteadas por la incorporación
de las masas al mundo del consumo y de la política. Esa dinámica histórica protagonizada
por intentos de inserción e impulsos de rechazo intentó ser reconciliada por el
“populismo” en lo político y por el “desarrollismo” en lo económico, sin éxito en la
constitución de un sistema democrático estable”.

Así, populismo deviene el nombre que en ese contexto viene a significar la exclusión de
lo político. Si para determinados intelectuales se vinculaba a una visión estado-céntrica,
pues pretendía reforzarse la sociabilidad política inscripta en la sociedad civil, para otros
la crítica encontraba sentido sobre la base de una propuesta diferente del concepto de
hegemonía, como lo demuestran las contribuciones de Portantiero sobre la tensión entre
una “hegemonía pluralista” y una “hegemonía organicista”. Sin embargo, en su
aplicación, el populismo funciona como un concepto negativo en relación a la
democracia y a la democratización política. Las formaciones conceptuales se generan a
partir de la exclusión de otros conceptos, de sus reversos; son operaciones teóricas que
tienden a reforzar el campo de pertenencia y la legitimidad de un discurso en un contexto
determinado, y en el que el populismo vino a ocupar un lugar central. La crítica al
populismo tuvo sus efectos. En el lenguaje articulado en los años de la transición,
cristalizó una noción de sujeto democrático de ascendencia político-institucional, en
tensión a un sujeto histórico interpelado e interpretado desde el campo social y popular.
5. Conclusiones: Actualidad socio-política de los conceptos históricos

A lo largo del libro hemos querido demostrar cómo, la formación de un discurso


intelectual sobre el concepto de democracia en el transcurso de los años 80, generó un
nuevo lenguaje político y articuló un campo semántico, un movimiento de mutación que
va de la palabra a la creación del concepto de democracia. Sobre esa base, la motivación
que subyace a la propuesta que a lo largo del libro se ha querido exponer descansa en la
creencia de que los conceptos, las representaciones y las ideologías son fundamentales en
la estructuración de la experiencia social, y que pueden ser entendidos en un doble
movimiento: como fuerzas que orientan los comportamientos sociopolíticos y como
estructuras portadoras de significados que permiten mayores aproximaciones hacia a una
comprensión de la realidad sociopolítica. El resultado de ello se encuentra en el lenguaje
político que cristaliza en una época. En este marco, el carácter innovador atribuido a los
intelectuales en el transcurso de los 80 guarda correspondencia con un momento de
cambio conceptual, sobre todo en relación a los años 60 y 70, décadas que habían trazado
un nuevo momento de la relación entre teoría y praxis, y que ahora, durante los 80, era
duramente cuestionado.

Si la democracia fue la categoría que ocupó el centro de las preocupaciones de los


intelectuales, la pregunta por las formas políticas de gobierno era por supuesto un
interrogante sobre la institucionalización del mejor orden posible. En ese contexto,
“mejor” significaba: “racionalidad dialógica”, “pluralidad”, “consenso-conflictivo” y
“pacto democrático”. Pero además, atravesaba al imaginario intelectual un realismo
político que engarzaba permanentemente con aquella dimensión sobre cómo debería ser
la democracia, y si bien apuntaba a un futuro indeterminado, hallaba validez en la idea de
consolidación. Así es como el tiempo de la política se constituyó como el tiempo
-empírico y teórico- de la democracia a partir de sus posibilidades de combinación
semántica. En efecto, la riqueza de todo concepto consiste en no agotarse en un único
significado, aunque uno de ellos pueda hegemonizar un momento histórico-político
preciso. En este sentido creemos que fue relevante haber captado cómo y por qué fue
activado en movimiento un determinado lenguaje de enunciación; por qué algunas
nociones ocuparon un sitio más preponderante que otras; y por qué, finalmente, fueron
esas nociones y no otras las utilizadas para dar forma al giro intelectual en cuestión.
Cuando se investigan los hechos del pasado, el estudioso debe atenerse a las
consecuencias que surgen de las limitaciones que plantean los lenguajes utilizados en un
contexto preciso. Como ha sido dicho en reiteradas oportunidades por la historia
conceptual, investigar las representaciones de un tiempo anterior supone dar cuenta de las
condiciones de producción de un lenguaje político. Ya sea para afirmarlas o para negarlas,
ello permite observar que en el orden de los significados es improbable la existencia de
un acuerdo explícito y permanente sobre los modos de comprender ya no sólo a la
democracia, sino cualquier concepto interno al discurso político. Esta falta de consenso
que recubre los aspectos de la nominación política tiene en los debates producidos en los
años 80 un punto de partida. Muchas de las preocupaciones teóricas de entonces
reaparecen hoy día, demostrando las continuidades de determinadas problemáticas que se
revelan vitales en el discurso público y en la vida política. Es este un punto relevante,
veamos.

Si en el devenir de los 80 aparecían esbozados de un modo particular, en la actual esfera


pública “populismo” y “república” emergen como el par conceptual que pretende explicar
los comportamientos políticos y las formas del ejercicio del poder, incluso cuando ello
supone revelar las tensiones sociales en torno a las formas institucionales del Estado. Ese
debate no es ajeno a una articulación del discurso político que, en un nivel de mayor
generalidad, contiene a los conceptos de “liberalismo” y de “democracia” como las dos
grandes líneas de fuerza que articulan a las ideologías políticas. En cierta medida, ambos
términos recubren los soportes ideológicos en los que arraigan concepciones teóricas de
nuestra historia política. Es que en efecto, la tensión conceptual ha migrado hacia un
debate donde “populismo” y “república” trazan los contornos de la disputa intelectual,
presentándose en la doble faz de tradiciones teóricas que al mismo tiempo cobijan
elementos de fuerte politicidad. Sin embargo, “populismo” no obtiene la misma
representación que en los años 80. No sólo porque el concepto alcanza otras
significaciones, producto de las relaciones políticas históricamente situadas y del trabajo
intelectual desarrollado, sino también porque a través de sus usos públicos y académicos
ha alcanzado un lugar social diferente. Si la emergencia de la democracia en los 80 debía
realizarse a partir de una forma del lenguaje político centrada en una progresiva ruptura
con el populismo y la tradición política e intelectual por él representada, con la
emergencia del kirchnerismo y la actualización de algunos elementos pertenecientes a ese
discurso en la Argentina ese consenso no ocupa la totalidad del las intervenciones
intelectuales. Pero no porque el populismo sea una categoría ampliamente aceptada, sino
porque la democracia ha asumido una novedosa interpretación con la introducción de un
tipo de discurso ligado a uno de los modos posibles de comprenderla: aquél asociado a la
tradición nacional y popular, y que en el orden de los conceptos no se asocia
mecánicamente con el populismo.

Con el resurgimiento de las ciencias sociales, la conformación de una esfera pública y de


un campo cultural, luego de años de autoritarismo político, los cambios en los
comportamientos intelectuales y de la vida intelectual insinuaron la apertura hacia
algunos temas que sólo con el tiempo alcanzarán mayor visibilidad. Los efectos de la
recepción nunca son lineales, y se mueven generalmente en un terreno de
desplazamientos, rupturas, resignificaciones y modos de lectura. En paralelo a la
emergencia de los principales conceptos que articularán a la democracia en el transcurso
de la transición (“consenso-conflictivo”, “deliberación racional”, “pluralidad”, “neo-
contractualismo”, “pacto democrático”), y en contraposición a otras categorías ahora
subordinadas y desplazadas (“pueblo”, “superestructura”, “base económica”, “lucha de
clases”, “revolución”), surgirán nuevas líneas de investigación. El carácter moderno o
posmoderno de la sociedad y la cultura; los movimientos sociales y las coaliciones
partidarias; las identidades políticas y las subjetividades emergentes sobre políticas de las
diferencia, entre otras, serán acaso las más relevantes que perdurarán en el tiempo. Todas
ellas, piezas importantes en el armado de un discurso que se proyectará temporalmente
allende la década del 80. A su vez, algunos análisis han concentrado sus esfuerzos por
localizar en las formulaciones de la democracia de los años pos-dictatoriales un punto de
partida neoliberal. Sin dejar de prestar atención a que la idea de democracia política se
autonomiza crecientemente de las condiciones sociales que también le dan existencia
histórica, y por lo tanto tiende a desplazar la doble faz de la democracia como
cristalización de lo político y proceso social, lo cierto es que las intervenciones
intelectuales muestran un marcado acento en tomar distancia del discurso neoliberal, por
entonces en ascenso y con epicentro en los países anglosajones. Son reiteradas las
oportunidades en que se enfrenta conceptual e ideológicamente al neoliberalismo. Las
críticas a Robert Nozick y su teorización del minimal state; o las críticas a Milton
Friedman y Von Hayek, así como a la emergencia de nuevos grupos intelectuales de la
derecha económica ligados a las usinas intelectuales del neoliberalismo, son elementos
que permiten sopesar la recepción política e intelectual del pensamiento neoliberal en la
sociedad argentina, que fundamentalmente se materializa –en ideas, prácticas e
instituciones- en el curso de la década siguiente. Ello significa que el lenguaje político de
la época no contaba con elementos para desarrollar una teoría desde la perspectiva
neoliberal y la globalización. En los 80, la exaltación de las formulaciones del
liberalismo democrático y del socialismo liberal viene a contraponer con mayor
vehemencia democracia vs. neoconservadurismo neoliberal. Antes que apología de una
individualidad socialmente indeterminada, el liberalismo que se utiliza funciona como
una instancia referida directamente a lo político y a la legitimación de un tipo de
democracia, lejos del pensamiento librecambista, aunque siempre manteniendo la
contraposición con el ideario populista. Es evidente que las tensiones ideológicas no
constituyen una materia fácil de eludir, sobre todo cuando el arraigo del liberalismo en la
historia política local se juega en el debate de si esa idea está “fuera de lugar” o “en su
lugar exacto”, para decirlo en los términos propuestos por Roberto Schwarz. Pero más
allá de la necesidad de verificar ese lugar de las ideas, tal vez sea más provechoso
descubrir cómo se articulan en un discurso ideológico. Antes que su justa o injusta
adecuación a una determinada realidad, acaso sea más efectivo preguntarse cómo afecta a
la realidad sociopolítica concreta, así como a las acciones encarnadas por los actores
políticos.

En este contexto, el devenir social de las capas intelectuales no puede entenderse desde
una visión decadentista y romántica que supondría el paso de un momento de esplendor
al de su corrupción. Antes bien, la reconstrucción del contexto intelectual permite acceder
al marco general en el cual las producciones adquieren sentido histórico. Fundar
empíricamente la democracia supuso entablar un diálogo con su concepto en un registro
teórico, capturando el clima intelectual a la sazón imperante. Siempre hay un defasaje
entre el concepto y la realidad, distancia, falta y exceso que no se ubican, necesariamente,
como un nivel progresivo o atrasado de las formas históricas de consciencia social. El
orden de la significación conceptual participa de un lenguaje que obtiene mediaciones
intelectuales más amplias que su reducción a una base social determinada. El concepto no
tiene una única procedencia ni participa de un solo tipo de lenguaje, pero en cierto modo
los intelectuales son aquellos agentes que pretenden brindarle sistematicidad y coherencia
argumentativa a las categorías en juego. La idea de que los intelectuales produjeron
solamente una noción de democracia puramente formal no se condice con el estudio de
sus principales contribuciones, y en cambio, refuerza una lectura lineal en la relación de
los intelectuales con el período escogido. Es ostensible, tal como se ha intentado poner de
relieve a lo largo del libro, que la institución de una democracia formal era un piso
común insustituible, y sin embargo el proyecto de formación conceptual no podía
agotarse allí. Cierto que aquí deben señalarse algunas diferencias entre los intelectuales,
pues en casos como los de Guillermo O’Donnell y Carlos Strasser, se presentan lecturas
que tienden a colocar la formación del concepto en un registro fuertemente institucional.
Lo importante, sin embargo, es que en la creación intelectual confluyeron
contradictoriamente diferentes perspectivas, en cierto modo como un efecto de la acción
de recepción intelectual, pero también y para nada menor, por las condiciones objetivas
de un contexto político transicional. Es por ello que categorías como “neo-
contractualismo” o “pluralismo” son, en otro plano, el resultado de una reformulación de
las identidades políticas, cuestión que años más tarde será comprendida en un marco
conceptual elaborado como “crisis de representación”. En este sentido, no se entiende la
necesidad de la innovación conceptual sino se repone el marco más general desde el cual
la revisión y crítica del concepto de “izquierda” tuvo lugar. Es la ascendencia
fundamental de Norberto Bobbio -en quién algunos intelectuales encontraron un
referencia y un guía insustituible- la que contribuyó al desarrollo de estas tendencias en
las lecturas de la democracia, figura que terminó siendo clave en la gravitación política,
académica y conceptual de esos años.
La permanente vinculación que se ha planteado entre intelectuales y conceptos arroja la
inevitable pregunta sobre el carácter de influencia que tiene esta relación en los procesos
de cambio de la realidad. Asumiendo que no existe una relación directa, es decir, que por
si mismos los conceptos no transforman la realidad empírica, se pretendió avanzar hacia
una concepción donde sea posible pensar las formaciones conceptuales como marcos
modeladores de los comportamientos políticos, pero también como articuladores de
ideologías. En cierto sentido, es esa la apuesta constante de los estudios que intentan
poner en un diálogo común elementos de la historia intelectual y de la historia
conceptual, comprendiendo que hay un núcleo profundo que consiste en dar cuenta de
cómo las categorías históricas emergen, circulan y se articulan en la lógica social. En
definitiva, la elección de una apuesta intelectual donde los conceptos significativos que
estructuran los lenguajes de una época brinden alguna respuesta a la siempre compleja
comprensión de la sociedad.
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