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Nicolás Freibrun
Título:
“Intelectuales y democracia. Ideas y discurso político durante los años
’80 en la Argentina”
Introducción
1. Texto, concepto y contexto
1. 1 El contexto intelectual y la historia conceptual
1.2 La relación entre los conceptos y la política
1.3 De la palabra al concepto: intencionalidad y significado
1.4 La democracia como problema teórico
2. Intelectuales, política y democracia
2.1 Representaciones y modelos intelectuales
2.2 Transformaciones en el lenguaje político
2.3 Intelectuales en el fin de siglo
2.4 ¿Una nueva generación intelectual?
3. La democracia entre la innovación y el cambio conceptual
3.1 Las estrategias de recepción intelectual: liberalismo y democracia
3.2 Democracia formal y democracia sustantiva: entre la libertad y la igualdad
3.3 Neo-contractualismo y pacto democrático
3.4 La “cultura política” entre el populismo y la república
4. Nombres y formas de la democracia
4.1 Hegemonía, sujeto y sociedad civil
4.2 El liberalismo y el socialismo: necesidades históricas del proyecto democrático
4.3 Populismo: política e ideología
5. Conclusiones: Actualidad socio-política de los conceptos históricos
Bibliografía
Prólogo, por José Natanson
El fin de la dictadura militar cambió muchas cosas, en muchos lugares distintos. En ese
mundo opaco y endogámico, esa guerra de vanidades cruzada por internas
incomprensibles que es el mundo de los intelectuales, incluso el de los intelectuales
públicos, el ocaso del régimen militar habilitó un nuevo discurso hegemónico, en el que
la democracia aparecía no sólo como el opuesto de la violencia, sino como la única forma
aceptable del juego político. Se fue gestando así un nuevo clima de época, que a su vez
fue posible por la crisis de los paradigmas políticos anteriores: el marxista (en el plano
teórico) y el populista (en el práctico).
Este es el marco histórico en el cual se sitúa el libro de Nicolás Freibrun, que ensaya un
análisis profundo y articulado sobre el rol de los intelectuales en la construcción de este
novedoso clima de época. Su primer aporte es, pues, el señalado: el estudio a fondo del
rol de un actor muchas veces descuidado en los análisis históricos, el de los intelectuales
públicos, en la definición de un cierto tiempo político. Y no es poco. Sea por el delay
inherente a las ciencias sociales, que llegan, cuando llegan, varias décadas después de
producidos los hechos, sea porque las sociedades necesitan la distancia del tiempo para
poder comenzar a asumir los dolores del pasado (como el hijo que inicia el duelo del
padre tiempo después de su muerte), sea porque la praxis historiográfica complica el
acercamiento al pasado reciente (y ahí está la profusión de libros sobre la Segunda Guerra
Mundial que ahora sí se están editando en Europa o las toneladas de producciones sobre
los 70 publicadas recientemente en Argentina), lo cierto es que la década de la que se
ocupa este libro es una década abandonada (más que una década perdida). Se trata, en
suma, de un libro ochentoso, enfocado a un período cuyo comienzo, siguiendo la
costumbre de Hobsbawm de establecer cortes significativamente políticos en las eras
históricas, podríamos situar en la asunción de Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983
(o un poco antes: en la derrota de Malvinas), y cuyo final podríamos ubicar en el inicio de
la presidencia de Carlos Menem en julio de 1989 (o un poco después: en la sanción de la
ley de Convertibilidad en 1991). Como suele señalar Lucas Carrasco, una década que, de
tanta transición, no fue nada.
Por eso, otro de los méritos del libro es que, casi sin proponérselo, permite iluminar un
aspecto del ciclo político actual que a menudo no se contabiliza: el costado no populista
del kirchnerismo y la conexión, problemática y nunca lo suficientemente reconocida pero
conexión al fin, con la tradición liberal. Esto se comprueba sobre todo en el impulso a las
muy liberales y progresistas reformas a las leyes de regulación de las costumbres y la
vida privada y de reconocimiento de la diversidad cultural y la pluralidad social, como la
ley de casamiento igualitario, la ley de identidad de género y la de salud reproductiva. No
hace falta ser especialmente suspicaz para detectar la “herencia alfonsinista” en este tipo
de iniciativas, en la huella de la ley de divorcio y patria potestad impulsadas en los 80.
Por último, un comentario final desde el punto de vista de las generaciones, ángulo que
cada vez me parece más crucial para analizar la política y los debates generados en torno
a ella: el libro que el lector tiene en su manos fue escrito por alguien que, por una simple
cuestión de edad, no tuvo que huir a México ni pasó los años posteriores recordando las
buenas viejas épocas con un cortado frío en las mesas de El Taller. Escrito en plena
anarquía semántica de la Revolución Twitter, tiene el mérito último de la distancia con un
tipo de intelectual de tiempos más largos y opiniones más meditadas, que cumplió un rol
en los 80 pero que igual que otros arquetipos de la época –de los jeans nevados a Paolo el
rockero- se encuentra en extinción.
“Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria”
Ricardo Piglia
“Así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una época se define
también por su lenguaje”
Víctor Klemperer
Introducción
El fin de la dictadura militar en 1983 dio lugar al surgimiento de un discurso teórico cuyo
centro de gravitación fue la democracia, y que funcionó como lo opuesto de la dictadura
y del terrorismo de Estado, pero también y sobre todo, como lo otro de la violencia
política. Los intelectuales captaron ese clima de época al comprender que la fundación de
un nuevo orden político requería de una división abrupta respecto al pasado reciente, lo
que suponía al mismo tiempo introducir nuevos términos al lenguaje de la política. Frente
al terror de la dictadura, valga como ejemplo la síntesis del slogan político repetido por
los jóvenes seguidores del líder Raúl Alfonsín: “somos la vida”. De allí la efectividad de
un discurso que se articulaba sobre la antinomia excluyente democracia/dictadura, en
torno de lo que se consideraba un consenso exitoso y de fuerte carácter axiológico: la
democracia como un valor en sí mismo. Un concepto de democracia de ascendencia
liberal e impronta moral guiaba el espíritu de entonces. Primera división, pues: la vida en
democracia vs. la muerte de la dictadura. Si la política quería hundir sus raíces en un
nuevo pacto con la sociedad, el otro eje de cambio se asociaba a la formación teórica y
conceptual sobre la democracia en algunas zonas de un campo intelectual en
reconstrucción. En ese contexto, un conjunto de intelectuales organizaron el trabajo
conceptual desde la democracia. Y fueron también los intelectuales, en un nivel de mayor
complejidad y en un tipo de acción que los define como tales, quienes interrogaron los
alcances históricos de los conceptos, sus significaciones y sus desplazamientos,
generando de ese modo las condiciones de posibilidad para un nuevo momento del debate
intelectual. Claramente, la vuelta de los intelectuales a la vida pública alrededor de la
formación de las ideas también constituye un punto de partida hacia una
conceptualización del propio campo intelectual. Ese retorno de los intelectuales se
desarrollará bajo nuevas condiciones que no dejarán de reconocerse en sus discursos de
un modo constante. En efecto, la crisis del populismo en el plano político y del marxismo
en el teórico, tampoco será ajena a un cuestionamiento de la figura del intelectual como
sujeto crítico de la modernidad, imaginado como el custodio de un proyecto de
emancipación universal que se ligaba a la Ilustración y desde allí a las ideologías de
izquierda. Las disputas ideológico-políticas de antaño, que abordaban la democracia a
partir de la forma y del contenido, serán criticadas y sustituidas por otras problemáticas.
La aceptación de la democracia descartaba cualquier tentativa de pensar en su superación
política e institucional. Bien por el contrario, se trataba de una promesa en construcción.
“Las ideas y categorías que empleamos para el análisis político no son del mismo orden
que los “hechos” institucionales, no están “contenidos” en los hechos, por así decir, sino
que representan un elemento agregado, algo creado por el teórico político” (2001:14).
La idea fundamental de Wolin señala que la formación de las categorías guarda alguna
relación con la figura del creador intelectual; que suponen un “plus” no contenido en las
determinaciones empíricas de la realidad, puesto que son “otra” realidad. Pero no sólo
eso. Además, Wolin nos advierte evitar la confusión entre los niveles de los “hechos” y de
las “ideas”, dos instancias que deben diferenciarse para comprender su interacción
histórica. Para dar forma a su discurso sobre la democracia, la intelligentsia evidenció la
necesidad de una transformación en el universo conceptual. Aunque ello no haya sido
dicho de forma explícita o directa, aunque la busca teórica no haya conformado una
unidad coherente y total, esa necesidad reconocía que el proceso de transición a la
democracia se jugaba también en el campo de los lenguajes políticos. En este sentido, la
democracia como problema teórico abre un campo de interpretaciones sobre el discurso
político. Ya hacia finales de los años 70, pero con mayor intensidad durante la década de
los 80, la democracia se va ubicando en el centro del debate teórico. Sea para señalar su
constante falta en la historia local, sea para invocarla como solución superadora de un
presente que quiere dejar por detrás el autoritarismo político, este nuevo criterio que pasa
a dominar la ordenación de esta fracción del campo intelectual conducirá a algunas
interpretaciones sobre qué se entiende por democracia, en un contexto que ha renunciado
a la violencia política y que para afirmarse como nuevo orden necesita de la producción
de renovadas instancias simbólicas. Así pues, democracia y liberalismo serán los marcos
teóricos que ordenarán el espacio de la experiencia política y de las sociabilidades
intelectuales, intentando conectar dos tradiciones que en la Argentina habían trazado un
recorrido de conflictos y desencuentros. La apropiación de nuevos elementos
conceptuales desplazaba –aunque no anulaba- a otras instancias teóricas, entre las cuales
no puede obviarse el lugar del marxismo. La puesta en cuestión de las principales fuerzas
rectoras de esa corriente del pensamiento funcionaba como una crítica del pasado y como
una iluminación del presente. Si el ideario del marxismo-leninismo era uno de los focos
principales de diferencias que había que acentuar, ello adquiría mayor espesor por el
efecto de un desplazamiento, de Lenin hacia Gramsci, acción que no desechaba por
completo algunos otros aspectos del marxismo, pero que sin embargo la mayoría de los
intelectuales querrán desligar del ascenso teórico de un “socialismo democrático” ahora
incorporado en perspectiva liberal. Según el punto de vista dominante entre los
intelectuales, la introducción de un ideario socialista y democrático era la unión
ideológica y conceptual para arribar a la conformación de una izquierda democrática-
liberal o liberal-democrática, lo más alejada posible de las tendencias populistas y/o
nacional populares que habían alcanzado a ocupar en las décadas anteriores territorios
nada despreciables del amplio abanico ideológico del mundo de las izquierdas. Como
resultado del cuestionamiento al horizonte normativo e intelectual de los años 70, la
cristalización de un nuevo concepto de democracia venía a afirmarse sobre la creciente
legitimidad de novedosos términos que intentaban articularse críticamente. Dado este
marco, la recepción, la apropiación, la revisión –y en algunos casos la relectura- de
autores como Claude Lefort, Antonio Gramsci, Hannah Arendt, Norberto Bobbio, Jurgen
Habermas, John Rawls, Robert Dahl o Michel Foucault, cumplirá un papel fundamental.
Pero asimismo, autores clásicos de la teoría y la filosofía política, como Tocqueville,
Rousseau, Marx o Locke. Sus contribuciones sirvieron como referencias de legitimación
al interior del campo intelectual, pues la crisis del marxismo significaba la crisis de un
concepto de lo político y de democracia entendida en términos sustantivos. En este
contexto, el discurso intelectual que se va conformando en esos años comienza a gravitar
desde una impronta ideológica próxima a posiciones socialdemócratas, un ideario que
sienta las bases de un vocabulario político que tiende a pervivir en diferentes zonas de la
cultura política e intelectual de la argentina contemporánea y que, incluso con sus
diferencias epocales, se reactualiza ante la emergencia de políticas de Estado de
regulación y control de las relaciones sociales imperantes. La condición de posibilidad de
supervivencia de ese dispositivo se torna más efectiva frente la emergencia de lo
nacional-popular, lo populista y ante la aparición de liderazgos carismáticos, y en el plano
intelectual y de circulación de las ideas, se asienta sobre la base de una democracia de
corte liberal-republicano muchas veces de raigambre elitista y que tiene la tendencia de
contraponerse a un modelo de democracia más dinámico y conflictivo, colocando
consecuentemente las relaciones de poder y el antagonismo como elementos meramente
contingentes a las relaciones políticas. En este sentido, el libro se desenvuelve en el plano
de las categorías y de los debates teóricos, tomando como supuesto que los conceptos y
las ideologías son elementos constitutivos de las prácticas sociales y de las disputas
políticas. En efecto, no hay sociedad sin representaciones que la expliquen, la organicen e
incluso la movilicen políticamente.
Asimismo, el libro mantiene una deuda intelectual con un vasto campo de estudios
dedicado a problematizar los conceptos en perspectiva histórica y contextual, sobre todo
con las contribuciones contenidas en la historia conceptual, que ha sido de gran ayuda
para reflexionar la compleja dimensión que cumplen los conceptos en la vida política y
social. El renovado interés por el estudio de los lenguajes políticos, la semántica
histórica, las relaciones entre texto y autor y los significados de los conceptos en sus
contextos de producción, abre líneas de investigación que permiten no solamente
escudriñar el pasado, sino ante todo, dilucidar las estructuras conceptuales que
condicionan las actitudes intelectuales sobre las que se articulan las experiencias políticas
del presente. No hay en ello ningún tipo de idealismo: los conceptos no crean la realidad,
son parte, dan forma y sentido a la realidad.
Las contribuciones de los intelectuales argentinos que aquí se abordan y analizan, sobre
todo las más relevantes, como las de Juan Carlos Portantiero, José Nun, Emilio de Ipola,
Atilio Borón, Guillermo O’Donnell y Carlos Strasser, serán las que constituirán el terreno
más productivo para aproximarnos a las opiniones y puntos de vista sobre la democracia
durante los años 80. Aunque no se ha hecho absoluta abstracción de sus trayectorias
individuales, el libro no se proyecta sobre las biografías particulares, e intenta evitar una
interpretación causal que conecte de forma necesaria itinerario personal y producción
intelectual1. Antes bien, hemos elegido concentrarnos en una labor reconstructiva,
centrada en el estudio de las categorías históricas relevantes en el discurso de los
intelectuales argentinos en un contexto específico. Como hemos mencionado, las
producciones fueron desarrolladas antes y durante el transcurso de la década del 80.
Antes, puesto que el problema de la democracia tal como aquí se presenta fue
encontrando espacio para su elaboración hacia finales de la década del 70, generalmente
bajo las condiciones impuestas a los intelectuales en el exilio político. Un ejemplo de ello
fueron las intensas discusiones realizadas en el exilio mexicano desde la revista
Controversia, un espacio de socialización intelectual que funcionó como punto de partida
para plantear algunos elementos de interpretación, poniendo en discusión a la
democracia, el liberalismo, el marxismo, el socialismo, el peronismo, la violencia política
y la clase obrera. Durante los años 80, ya que en algunas instancias la producción teórica
se construyó en un diálogo –no siempre directo ni fructífero- con el gobierno de Raúl
Alfonsín, aunque por supuesto excede las vicisitudes de las políticas de gobierno, debido
a que su dirección arraiga en un horizonte teórico y conceptual. Como decíamos, al
estudiar los cambios en los significados de las categorías históricas, la historia
conceptual nos ha suministrado elementos que permiten problematizar el estatuto de los
conceptos en un nivel de mayor complejidad. Un aspecto fundamental del proyecto
1
Para ello nos valemos de una indicación de Fritz Ringer. En su obra dedicada al estudio de los
catedráticos alemanes, señaló: “Debemos dirigir a la vez nuestra atención hacia las respuestas y
opiniones que prevalecían entre los catedráticos de universidad alemanes considerados como grupo,
sin tener en cuenta sus diferencias individuales e idiosincrasias, que serían del interés de los
biógrafos” (Ringer, 1995:20-21).
intelectual de la historia conceptual es la capacidad por criticar y poner en duda el
supuesto carácter permanente de los significados, tomando distancia de un marco de
referencia esencialista. Si este abordaje permite reponer los conceptos en sus contextos de
producción, ello se revela aún más importante al comprender que todo concepto tiene
lugar en el marco de una red de acciones, instituciones y significados políticos. Allí
adviene la identidad intelectual como actor emergente que articula los conceptos en un
campo de significaciones. Puede decirse, pues, que durante este período se asiste a la
constitución de una nueva identidad intelectual, cuya síntesis se resume en los alcances
de una la relación entre intelectuales, democracia y saber. Es, asimismo, un nuevo
momento de las ciencias sociales y de inscripción de las generaciones intelectuales en la
esfera pública. Este proceso de cambio en los lenguajes políticos precisó de un
movimiento de recepción intelectual, un aspecto que estructura y da sentido a la actividad
intelectual en el tiempo. En parte como producto de ello, es posible hallar articulaciones
conceptuales pertenecientes a autores y a tradiciones del discurso bien diferentes, como
ocurre con Tocqueville y Marx. Si democracia y liberalismo ordenan las preocupaciones
intelectuales, conceptos como socialismo, república o populismo también permiten
desarrollar el debate ideológico en la búsqueda de nuevos nombres de la democracia. Se
trata de observar cómo algunos elementos se articulan en el marco de la renovación
teórica naciente, aunque más no sea una tendencia que sólo años después corroborará
algunas de aquellas incipientes producciones –tal como en algunas cuestiones puede
observarse en nuestra actualidad. A partir de esas nociones indicadas, también pueden
obtenerse determinados lineamientos sobre la constitución histórica de la figura del
intelectual, dilucidando cuáles son aquellos conceptos de ruptura que participan de la
formación de un nuevo tipo de discurso. Las discusiones en torno al sujeto, que ocuparon
un aspecto nada menor de las intervenciones intelectuales, adquieren un sentido mayor si
se las repone en relación al por entonces incipiente debate entre la modernidad y la
posmodernidad, y que sólo en los años siguientes emergerá con fuerza. Pero además, el
estatuto de la categoría de sujeto y de subjetividad fue encontrando significación bajo la
necesidad de justificar la refundación de un orden político democrático distante de
cualquier fundamento social a priori u ontología política que intentase condicionarlo. Si
bien las interpretaciones tienden hacia la hegemonización de un significado de
democracia, el resultado de las propuestas no cristaliza en un único uso o definición. En
efecto, la democracia política funcionó como un punto de partida innegociable, aunque
no por ello fue un punto de llegada necesario. De ello se deriva un supuesto clave, a
saber: el hecho de que el concepto es una articulación teórica e histórica, consecuencia
del resultado de diferentes intervenciones en su conformación.
Muchos de los tópicos que se desenvuelven en la esfera pública contemporánea
encuentran en los debates de la década del 80 un estado de elaboración y de emergencia
conceptual, y en ciertos casos, el reconocimiento de un punto de partida para aspectos de
los debates actuales. Si por entonces la discusión conceptual se encontraba más
localizada en los márgenes del debate teórico y del campo intelectual, hoy en día –en
parte como resultado de esas elaboraciones- algunas categorías han encontrado un lugar
de referencia más amplio en la esfera pública. Claramente, los términos históricos del
debate se han modificado, y la presencia de los intelectuales como mediadores sociales de
un tipo de saber se ha tornado más intermitente y fluctuante. Las transformaciones en los
soportes discursivos, en la representación democrática y en las técnicas capitalistas
asociadas a los medios de comunicación de masas como espacios de dominio y de disputa
por el sentido social de la información, han producido un desplazamiento desde un tipo
de saber más acumulativo y erudito -perteneciente a una sensibilidad intelectual que
implica distintos tiempos y registros de elaboración y formación- hacia lenguajes más
flexibles y anárquicos, como lo son los dominantes hoy en día. De hecho, no sería del
todo equivocado señalar que habitamos algo así como una “anarquía semántica”. Debido
a ello, un aspecto que envuelve al debate ideológico en nuestra contemporaneidad se
encuentra en un cruce dialéctico: entre la reemergencia de categorías fundantes que
vienen a dar sentido al debate público y a la explicación sociopolítica (i.e.: república,
populismo, esfera pública, libertad, igualdad, democracia política, democracia social,
consenso, instituciones, racionalidad), y su contraparte, la aparición de nuevos
interlocutores y sujetos del discurso que por la forma y el modo de producción del
contenido y de los usos que hacen de esos conceptos, refuerzan un sentido común
dispuesto en muchas ocasiones a descalificar otras instancias de legitimación del lenguaje
social.
Capítulo 1: Texto, concepto y contexto
Un autor que se destaca por sus aportes en este terreno de discusión es Pierre
Rosanvallon. En su libro Por una historia conceptual de lo político, donde desarrolla sus
preocupaciones teóricas sobre el estudio de la democracia, Rosanvallon ha indicado que
“las representaciones y las ideas constituyen una materia estructurante de la experiencia
social”. Esta idea sobre la comprensión de las representaciones como “materia
estructurante de la experiencia social” instala en el recorrido de la historia conceptual un
giro respecto a aquellas concepciones más tradicionales, que tendían a pensar las
categorías y los conceptos como entidades fijas que simplemente se enlazaban a los
distintos momentos del proceso histórico. Veamos lo que manifiesta Rosanvallon:
2
Traducción propia.
políticos. Generalmente, en las sociedades democráticas los conceptos circulan en el
debate público a partir del entrecruzamiento de diferentes actores, bajo diversos soportes
discursivos y con intencionalidades e intereses diferentes. Es por ello que insistimos en
reinscribirlos en el contexto discursivo en el cual emergen y alcanzan visibilidad. En
efecto, los conceptos registran una situación política determinada y pueden ser eficaces
herramientas en la disputa ideológica, que por supuesto siempre incluye una dimensión
conceptual asociada a los usos del lenguaje. Es así que los conceptos funcionan como
índices, y desde nuestra perspectiva, así como no pueden ser tomados como esencias,
tampoco pueden ser comprendidos como expresiones de una “verdad objetiva”. De ello
se desprende, pues, que los conceptos no están previamente determinados por alguna
lógica inmanente o por una trascendencia histórica. En este marco de la discusión las
contribuciones de Quentin Skinner también se revelan fructíferas, al establecer un
contrapunto con los desarrollos de la historia de las ideas. En su clásica discusión con
Lovejoy, donde precisamente viene a tomar distancia de las propuestas de aquél e
inscribir su propio punto de vista, Skinner había señalado:
“Lovejoy había argumentado que, debajo de la superficie del debate ideológico, existía
siempre una serie de “ideas unitarias” perennes e inamovibles, y que la tarea del
historiador de las ideas, era, entonces, rastrearlas y descubrirlas. Una vez más, en contra
de este argumento, he tratado de hablar a favor de una contingencia más radical en la
historia del pensamiento (…) Argumenté que no podía haber una historia de semejantes
“ideas unitarias”, sino solamente una historia de los usos variados en que esas ideas
habían sudo enunciadas por diferentes agentes en distintas épocas” (2007:296-297).
Vemos cómo la historia también ocupa aquí una dimensión principal, esencialmente en
relación a la reconstrucción del surgimiento de las ideas en su contexto de elaboración.
Sucede que las contribuciones de Skinner incorporan el problema de las “intenciones” del
autor, y dan un lugar especial a la noción de “uso” conceptual. Las nociones de “uso” e
“intención”, referidas al lugar del autor y de la acción, se nutren de los aportes realizados
por la pragmática lingüística anglosajona, sobre todo de los análisis de John Austin.
Ligada a una teoría de los “actos de habla”, esta vertiente de la historia conceptual se
interesa por la relación entre contexto, uso e intención de los conceptos, y se propone
averiguar precisamente “qué quiso decir un autor al decir lo que estaba diciendo”. En este
sentido, el efecto buscado remite a la relación performativa entre acciones y palabras,
pues el discurso no sólo articula palabras, sino que palabras y discursos son formas de la
acción que inciden en la realidad. En definitiva, la perspectiva conceptual asociada a
Quentin Skinner se aleja de una visión teleológica y esencialista, así como de aquellas
visiones deudoras de cierta lectura de la tradición hegeliana que consideran los textos o
las manifestaciones intelectuales como expresión de alguna consciencia histórica o
espíritu universal. Pero asimismo, sus contribuciones tampoco deben entenderse como
mecanismos que reducen el texto al contexto, bajo la imagen de un contextualismo
radical donde el texto en cuanto discurso no tendría ninguna autonomía o potencia
conceptual3.
“Conocer las intenciones es conocer hechos tales como si el escritor está bromeando, o es
serio o irónico, o, en general, es establecer qué actos de habla puede haber realizado al
escribir lo que escribió. Comprender los motivos es comprender qué provocó esos actos
de habla en particular” (Skinner: 175).
Al mismo tiempo, este razonamiento da cuenta de las posiciones antitéticas entre los
intencionalistas y los antiintencionalistas, y se extiende también a las discusiones entre
las posiciones subjetivistas y objetivistas. Desde nuestro punto de vista, sin embargo,
interesa el concepto de discurso en cuanto forma del lenguaje público, que se articula de
un modo intersubjetivo y en consecuencia vuelve innecesarias las dos posiciones
anteriores4. La necesidad de tener que reponer las intenciones del autor conduce a la
existencia de dos dimensiones analíticamente separadas: la del autor y la del propio texto.
En efecto, la idea de que es indispensable entender las intenciones del autor tal vez pueda
ser una cuestión relevante cuando el análisis se traslada a las biografías intelectuales y al
análisis de la subjetividad, pero no lo es cuando se trata de captar el sentido histórico-
político de un texto, es decir, de un discurso público. Sin olvidar el lugar que ocupa el
3
Sobre esto puede consultarse el texto de Nadeau (2009).
4
Sobre las condiciones intersubjetivas en la comprensión del sentido de un texto en su contexto, véase
el clásico texto de Fish (1998). Sobre la condición excluyente de todo discurso como discurso público,
véase Gadamer (1997).
contexto, nuestro punto de vista no precisa de una escisión entre texto y autor, puesto que
es el propio texto el que nos aproxima al conocimiento de los conceptos buscados y a las
posiciones de la época5. La existencia de diferencias entre la historia conceptual alemana
y la perspectiva de raíz anglosajona no nos impide sin embargo destacar algunos aspectos
que merecen ser señalados. En primer lugar, ambas propuestas destacan la necesidad de
distinguir entre el orden de la palabra y el orden del concepto, un aspecto que nos parece
importante destacar para comprender nuestro análisis sobre el concepto de democracia.
Veamos lo que manifiesta Skinner respecto a esta distinción que nos parece crucial para
entender el estatuto del concepto:
“¿Cuál es, entonces, la relación entre conceptos y palabras? (…) Se puede decir lo
siguiente: el signo más cierto de que un grupo o una sociedad ha alcanzado la posesión
autoconsciente de un nuevo concepto es que se ha desarrollado un nuevo vocabulario. Un
vocabulario a través del cual se puede seleccionar y discutir el concepto en cuestión
consistentemente”.
Así, en el transcurso de los años 80, es “democracia” la palabra que deviene en concepto
clave que articula un universo intelectual y de sentido. La transformación de la palabra
“democracia” hacia la emergencia del concepto es el resultado de las intervenciones
intelectuales (recepción, apropiación, circulación, desplazamiento), mecanismo que en el
tiempo viene a poner en juego diferentes usos y significados del concepto. Tomando los
aportes de Koselleck, notamos que la diferencia sustancial viene dada porque es a través
del concepto que los contenidos pueden revelarse como novedades históricas
experimentables en el tiempo de las sociedades. De hecho, la palabra puede seguir siendo
la misma, pues aquello que realmente importa en relación al proceso de cambio
conceptual son las diferentes articulaciones que soporta la palabra para dar lugar a la
emergencia del concepto. De hecho, a partir del ejemplo del concepto de “sociedad civil”,
Koselleck (1992) demuestra los distintos significados que asume el mismo en el tiempo –
5
En esta línea y según Paul Ricoeur: “Lo que el texto dice ahora es más importante que lo que su autor
dice” (Citado en Skinner, 2007: 169).
desde Aristóteles pasando por Hegel y Marx- sin que ello suponga, justamente, una
alteración de la propia palabra “sociedad civil”. Por lo tanto, lo que importa es el
significado del concepto en su contexto y no la palabra como tal. Entre otras de las
preocupaciones que pueden detectarse, se encuentran aquellas que también giran
alrededor de los significados de los conceptos en sus contextos, y que en el caso de las
contribuciones de impronta anglosajona son abordadas a partir de los diferentes usos y
aplicaciones que se realizan del concepto. Veamos, pues, cómo lo planteó Skinner a partir
de una referencia más pragmática del lenguaje:
“Mi hipótesis casi paradójica es que las varias transformaciones que podemos esperar
delinear no serán en absoluto, estrictamente hablando, cambios en los conceptos. Serán
transformaciones en las aplicaciones de los términos por medio de las cuales nuestros
conceptos se expresan” (Ob.cit.:301).
En esta indicación, Skinner revela una posición trascendente respecto a cómo abordar la
relación entre concepto y uso conceptual, reforzando el punto de vista de la pragmática,
ya que nos manifiesta que lo sustancial que otorga significado al concepto es su
aplicación, la acción de su uso, y no algún tipo de cambio intrínseco al propio concepto.
Además de esto último, existe para Skinner otro eje fundamental por el cual su
perspectiva y la de Koselleck difieren, referida a las nociones de contexto y de tiempo
histórico. Según Skinner: “Ciertamente, sospecho profundamente de cualquier teoría en
la que el Tiempo mismo aparezca como un agente de cambio” (Ob.cit.:303). Para él, el
contexto aparece como una noción clave sobre la que se edifica su edificio teórico. En
cambio, para la Begriffsgeschichte alemana, la categoría de tiempo se constituye como
una de las piezas fundamentales que, justamente, permite articular al concepto. Veamos,
finalmente, las diferencias entre ambos puntos de vista:
Como vimos, Koselleck ha colocado de manifiesto que existe una tensión entre conceptos
y sociedad, demostrando que la relación entre ambos momentos no puede ser emprendida
mecánicamente. “La historia no coincide nunca de forma perfecta con el modo en que el
lenguaje y la experiencia la formulan”6. En efecto, el lugar de los conceptos es de otro
orden. Antes que traducir un significado pleno y transparente, el concepto sólo nos
aproxima hacia una comprensión de los comportamientos políticos y de las
representaciones colectivas de la política y el poder. Además, el concepto no está referido
a desentrañar las condiciones de verdad ni del conocimiento objetivo, sino que se
propone indicar el conjunto de problemáticas políticas dado un contexto de la experiencia
socio-histórica y de la discusión ideológica. Reconstruir los diferentes usos y significados
de la democracia posibilita identificar las modificaciones semánticas en los lenguajes
políticos de la época, ya que esas transformaciones vienen a indicar el grado de
importancia que se le asigna a un concepto o conjunto de conceptos. Así, el proceso de
recepción llevado a cabo por los intelectuales supuso una innovación conceptual en la
conformación de la democracia, y que los años 80 reflejaron aspectos del campo de la
producción teórica, pero por supuesto también ideológica. En este sentido, la
incorporación de novedosos elementos teóricos como un aspecto de la innovación puede
interpretarse como un movimiento representativo del campo intelectual y de las historias
6
Koselleck; citado en Dosse (2009:136). Revista Anthropos, N° 223, Barcelona.
intelectuales. En el caso argentino este movimiento ha sido también interpretado como
una “desprovincialización”7 de las ciencias sociales, cuestión que afectó igualmente al
terreno más amplio de la intelligentsia latinoamericana frente a procesos políticos de
cambio como fueron las transiciones de la dictadura a la democracia en la región. Como
todo movimiento intelectual tendiente a producir cambios en sus pautas de enunciación y
en la producción del discurso, la recepción intelectual tuvo lugar en un contexto
argumentativo más amplio.
7
El término es trabajado por Cecilia Lesgart (2003).
8
Al respecto véase Bauman (1997).
nuevas formas de articular el discurso público. El lugar que la democracia había ocupado
en épocas previas de la historia Argentina había permanecido subordinado a otros temas y
discusiones. En tiempos pretéritos, la cuestión democrática encontraba algún tipo de
explicación a partir de otras discusiones intelectuales, considerados por entonces más
trascendentes al interior del campo intelectual. El hecho de que la vida política del país
haya estado sometida a continuas rupturas institucionales es una de las causas que
permite entender el estado del debate y el campo intelectual, entre cuyas consecuencias es
posible percibir la búsqueda constante a respuestas que brindaran alguna certeza sobre lo
que parecía ser un destino ineluctable de nuestras sociedades. Las interpretaciones sobre
la vida política nacional de acuerdo a estas características se conformaron a partir de un
conjunto de discursos tendientes a descubrir las problemáticas que pudiesen revelar no
sólo las condiciones sociopolíticas y económicas de tal situación, sino también,
considerando cierto “carácter espiritual” de la nación9. Nacionalismo, liberalismo,
imperialismo, dependencia, soberanía, desarrollismo, entre las más importantes, figuran
entre aquellos conceptos que organizaron y dieron contenido a los debates públicos y a
las ideologías en busca de una explicación al devenir del país. Pero en el seno de los años
80, democracia se impuso finalmente como nombre de lo político; nombre de una disputa
ideológica y conceptual que, con sus alteraciones y renovaciones lingüísticas, alcanza en
nuestra actualidad una nueva tensión semántica, ideológica y política.
Sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, en el medio local el
itinerario de las intelligenstias puede comprenderse como un doble proceso:
institucionalización de la vida intelectual en el contexto de una creciente politización de
las capas intelectuales12. Pues en efecto, esa politización de la vida intelectual pone en
juego, de una forma activa, la ya clásica disputa entre autonomía y compromiso
intelectual. Este proceso de intensidad política en el seno de la intelectualidad estructuró
en un nuevo nivel la relación entre política, saber y sociedad, en un contexto que tenía
como centro de disputa y de interpretación la cuestión peronista. En este marco, y
siguiendo el argumento de Sigal sobre la formación de la intelligentsia local a partir de la
década de 30, pasando por las décadas del 60 y el 70, existen tres tipos de
configuraciones intelectuales en el contexto de un campo intelectual moderno al tiempo
que periférico, como el argentino: las élites nacionalistas, la intelligentsia contestataria y
10
Véase Bourdieu (2000).
11
Véase Prieto (2006).
12
Véase Sigal (1991) y Terán (2001).
el cuerpo universitario. Precisamente, atendiendo a la categoría de ‘cuerpo universitario’,
las categorías de élites nacionalistas y de intelligentsia contestataria verán desplazada su
legitimidad discursiva -fundamentalmente esta última, ya que la primera ya había perdido
gravitación en el medio intelectual tiempo antes-, desplazamientos que refieren a la
posición que entablan los intelectuales con las tensiones ideológicas de la época. Las
relaciones entre el campo intelectual y el campo político en las décadas anteriores a la
recuperación de la democracia en la Argentina se habían estructurado a partir de un
conjunto de problemas teórico-políticos claves, que terminarán incidiendo en la
constitución del campo intelectual que emerge en el transcurso de los años 80 al
establecerse un límite estricto entre pasado y presente. En este contexto de cambio en los
argumentos intelectuales, el agotamiento de determinados presupuestos del corpus teórico
marxista, la crisis del peronismo y la puesta en cuestión de la identidad política del
universo ideológico de izquierda, son tres ejes que permiten la emergencia de un nuevo
vocabulario político, y en consecuencia, el uso de determinados conceptos que van a
influir en la redefinición de la identidad intelectual en el tiempo13.
13
Según ha sido dicho en un trabajo comparativo entre las revistas argentina Punto de Vista y la
brasilera Novos Estudos: “Esta revisión crítica dejaba en claro que una reforma intelectual y política
de la izquierda pasaba, en ese momento, por el cuestionamiento del marxismo en tanto lógica
totalizadora que, de una manera poderosa y eficiente, había funcionado como modelo explicativo de lo
social, lo político y lo cultural” (Olmos, 2004:942).
de modo inexacto las metas normativas de las sociedades latinoamericanas, como ser los
designios de modernización y democratización” (Mansilla, 2003:29-30).
La formación de la democracia funcionó durante esos años como una estrategia a través
de la cual la crítica al pasado revelaba las tareas intelectuales del presente. Constituir una
nueva forma de lo político sobre la base de relaciones democráticas exigía de un
pensamiento que captase las determinaciones de las democracias modernas en un
momento político en el que la idea misma de modernidad ingresaba en un proceso de
revisión crítica. En este sentido, las intervenciones intelectuales no estuvieron solamente
dirigidas al tratamiento del régimen político en relación al proceso político, sino que
también, y sobre todo, supusieron la necesidad de su elaboración conceptual. Esta
instancia de invención de un nuevo lenguaje para nombrar y comprender la política,
reveló las propias tareas de los intelectuales, y puso de relieve la relación histórica entre
intelectuales y democracia. Así como el concepto expresaba las preocupaciones teórico-
políticas del campo intelectual visto en perspectiva histórica, también demostraba las
limitaciones objetivas desde donde el mismo se inscribía. La destrucción de la esfera
pública y de las instituciones políticas y culturales por parte del régimen autoritario había
erosionado las condiciones de posibilidad para la formación de un campo intelectual en el
tiempo. A pesar del contexto de fragmentación cultural sobre el que se erigía la nueva
democracia, ello no impidió la rearticulación de los intelectuales, cuya producción estuvo
dirigida a construir las bases de un discurso sobre la democracia desde diferentes
registros y usos teóricos. En efecto, los intelectuales se habían formado en un contexto
político e intelectual diferente desde el cual ahora direccionaban sus discursos, contexto
sobre el que había gravitado de forma predominante la formación de una cultura de
izquierda durante los años 60 y 7014. En consecuencia, un cambio en los discursos exigía
la necesidad de un nuevos artefactos argumentativos que legitimasen las necesidades de
la época, una bisagra lo suficientemente potente respecto a un pasado reciente que no
dejará de criticarse.
Así como el discurso marxista fue puesto en cuestión, al mismo tiempo la recepción de
distintos autores y corrientes de pensamiento, en su mayoría ajenos a la cultura intelectual
local, fue una de las formas de legitimación, un recurso estratégico que significó la
apertura hacia otras conceptualizaciones para comprender el proceso político emergente,
resignificando orientaciones teóricas e ideológicas que habían sido fundantes en las
décadas anteriores, como es el caso notorio de Antonio Gramsci. A partir de entonces, la
inscripción de los intelectuales en la esfera pública partía de supuestos conceptuales
claramente diferentes. Sin dejar de observar que el diálogo entre el pasado y el presente
es permanente en la construcción de una trama intelectual que busca renovar las
estrategias argumentativas, la reformulación de ese presente no puede ser simplemente
comprendida como una respuesta al pasado reciente; como un mero acto reflejo. Hay un
14
Véase al respecto Terán (2013).
corte, localizable en el vacío conceptual que significó la cuestión de la democracia para
los intelectuales y que se vislumbra a través de un nuevo vínculo establecido entre
intelectuales, política y saber. En efecto, aquí se torna visible una de las características
que constituye a los intelectuales, relacionada a la formación de categorías teóricas que
intentan proyectarse en el campo de lo político desde el terreno de la renovación
académica. La relación entre el universo académico y la política supone una figura
específica de intelectual, que siguiendo las contribuciones de Norberto Bobbio
denominaremos “ideólogos”, aquellos “que proporcionan principios-guías”. Bobbio
afirma que “los ideólogos son los que elaboran los principios en función de los cuales una
acción se dice racional en cuanto conforme a determinados valores propuestos como fines
a perseguir”, y concluye: “La discusión clásica sobre la mejor forma de gobierno es una
típica discusión de carácter ideológico”. No obstante este registro del intelectual en
calidad de ideólogo, la idea del intelectual comprometido, que también en la Argentina se
había erigido como uno de los sólidos relatos de la modernidad sobre la representación de
la propia figura del intelectual –y cuyos ejemplos dominantes estuvieron encarnados por
las figuras de Jean Paul Sartre y Antonio Gramsci- aparecía en discusión 15. La tensión
entre el intelectual público y comprometido, y el intelectual alejado de las pasiones
políticas, desinteresado y enteramente dedicado al arte por el arte, traza uno de los
debates sobre la formación de las identidades intelectuales en la historia argentina.
Alcanza un nuevo giro con la emergencia del peronismo en la segunda mitad del siglo
XX cuando la relación entre intelectuales y política comienza a articularse alrededor del
ascenso de la democracia de masas, es decir cuando el pueblo como sujeto de lo político
obliga a los intelectuales a discutir las representaciones teóricas hasta ese momento
15
Sartre fue el intelectual representativo durante los años ’50, cuya figura quedó asociada a los
intelectuales nucleados alrededor de la revista Contorno. Gramsci, en cambio, asume una posición
más visible en torno a la década de los ’60 y cuya expresión más significativa en el medio intelectual
local fue la revista Cuadernos de Pasado y Presente. Estas figuras son una muestra de la recepción
intelectual, pero también de la relación cultural con los centros de producción académicos y la
gravitación que la cultura europea tenía sobre las intelligentsias locales. Hay que hacer notar que
Sartre y Gramsci responden igualmente a las preguntas políticas de cada época. La retórica
existencialista de Sartre se avenía muy bien con las dudas políticas de la generación de Contorno en
relación al fenómeno peronista. Cuando Gramsci devino en referente teórico y los intelectuales se
vieron reflejados en el espejo del intelectual orgánico, esas duda anteriores parecían haber sido
resueltas para esta nueva generación, pero por sobre todas las cosas el contexto político local había
cobrado rumbos diferentes. Sobre la revista Contorno, véase Sarlo (1985), Altamirano (2001), Sigal
(2002). Sobre la formación de los intelectuales en torno a Pasado y Presente, véase el trabajo de
Burgos (2005).
dominantes. El descubrimiento del pueblo como un ejercicio de interpretación sobre la
sociedad no solamente exigió a la intelligentsia modificar sus perspectivas políticas sobre
la vida política nacional, sino también y de un modo fundamental, la condujo a revisar su
propia identidad como generación intelectual. A pesar de la conflictiva relación entre
peronismo y campo intelectual, lo cierto es que la aparición del peronismo como
movimiento político de cambio incidió radicalmente en la organización de los
intelectuales16. Con el advenimiento de la dictadura militar en 1976 el ciclo político
comenzado en 1945 alcanza su ocaso, clausurando un espacio de la política nacional que
tenía como centro de disputa y de interpretación al concepto de pueblo, noción que
contenía al mismo tiempo la idea de un progresivo cambio social. En este marco, las
preocupaciones surgidas en torno a la década de 1980 se constituyeron en buena parte a la
luz de esa ruptura, conduciendo a los intelectuales a desplazar el concepto de pueblo
como núcleo de análisis sobre la democracia, y subordinándolo a la legitimación política
que emana del pacto institucional. Es en este marco que la reconfiguración del campo
intelectual dio lugar a que una nueva generación se abriese paso cuestionando el
dispositivo conceptual del pasado reciente17. Así, la década de 1980 marca un punto de
inflexión en relación a aquellas representaciones sobre las cuales el intelectual había
desarrollado su inscripción social, un quiebre que en cierto modo no dejaba de apuntar al
centro del discurso político moderno. En efecto, ello revela el agotamiento de un modo de
intervención pública destinada a descifrar los sentidos generales de la sociedad. Tal como
lo indicó Ernesto Laclau: “La idea del “gran intelectual” estaba ligada a una función de
reconocimiento; la tarea del intelectual estaba inseparablemente ligada al clásico
concepto de verdad” (2000:205).
Al abordar sus reflexiones los intelectuales se encontraron frente a una doble situación.
Por un lado, tuvieron que hacer frente a un vacío conceptual que precisaba incorporar
nuevos elementos teóricos para pensar la democracia. Por otro, la experiencia
18
“Crisis” sirve para conceptualizar una transición histórica inmanente, dependiendo del diagnóstico si
la fase de transición lleva a mejor o a peor y cuánto durará. En todos los casos se trata de los intentos,
realizados a tientas, por conseguir una posibilidad expresiva temporalmente específica que debía
llevar al concepto la experiencia de un tiempo nuevo” (Koselleck).
democrática que emergía finalmente en 1983 planteó una perspectiva radicalmente
diferente sobre la que debería afirmarse la nueva dinámica política argentina. Tomando
desde un punto de vista comparativo, la relación entre política y teoría en las décadas
pasadas se había construido bajo la idea de una politización de la teoría. Puesto que las
correlaciones de fuerzas políticas se habían constituido sobre una noción de lo político
como ruptura fundacional del orden, el soporte conceptual que la teoría había
proporcionando a través de los intelectuales no puede ser minimizado. En este marco, ha
sido dicho que la dependencia y sujeción de los intelectuales a la política en las décadas
pasadas, en comparación con la década de 1980, había generado una relación de
subordinación del movimiento teórico a la lógica política, socavando de este modo la
autonomía del campo intelectual. Sin embargo, esa relación no puede ser abordada
únicamente a partir de la tensión entre subordinación o autonomía, sino que debe tomarse
en cuenta el lugar que asume la teoría respecto a los procesos sociopolíticos.
La función crítica sobre la que se había fundado la práctica intelectual en las décadas
anteriores se presentaba como una misión emancipadora, cuya base reposaba, a grandes
rasgos, sobre una teoría del sujeto de cambio. El quiebre de esa dialéctica entre
movimiento de lo político y campo de la teoría produjo una modificación entre ambos.
Así, el abandono de una comprensión de los fenómenos políticos centrado en la categoría
de sujeto dio lugar a una nueva articulación entre intelectuales y política, ahora
consustanciados en construir la noción de democracia desde una perspectiva cada vez
más alejada de una ideología transformadora. El alejamiento entre un determinado modo
de abordar la relación entre campo de la teoría y terreno de la política supuso, sin
embargo, el surgimiento de un nuevo vínculo entre intelectuales y política, y en
consecuencia, la aparición de otros lenguajes políticos. En efecto, el reconocimiento de la
democracia como única forma legítima de comprender las relaciones políticas, que tuvo
su epicentro en la categoría de “democracia formal”, implicó su invención en un nivel
teórico por completo novedosa. Este proceso dio paso a un tipo de intelectual que se
reconocerá fundamentalmente en la idea de transición política, y ya no en la de una
ruptura del orden. La categoría de transición contenía la idea de un proceso gradual que
remitía a las formas institucionales de lo político como base común para la consolidación
de la democracia. Si la imagen moderna del momento revolucionario evoca una ruptura
radical que altera las condiciones del orden social instituido, la noción de transición
indicaba claramente su opuesto y el ascenso de un momento político de reformas
graduales. Así lo expuso tiempo después el intelectual español Ludolfo Paramio, quién
había propuesto abandonar finalmente el marxismo revolucionario y abrazar al marxismo
reformista19. Tiempo después, Paramio señalará lo siguiente a propósito de los cambios
producidos en las capas intelectuales de los años 80:
“Las ideas dominantes entre los intelectuales habían cambiado, y ese cambio se tradujo
en un replanteamiento de la democracia, que se convirtió en un valor sustancial y no sólo
en un instrumento para hacer avanzar las demandas revolucionarias”.
Con ese movimiento dialéctico entre cambio político e innovación conceptual, los
intelectuales generaban un proceso que buscaba comprender las nuevas relaciones entre
función social de las ideas, comportamientos políticos y proceso histórico. Sin embargo y
como se ha visto, esa relación entre ideas y comportamientos políticos, y entre conceptos
y sociedad, no se presenta armoniosamente. La identidad intelectual se va recortando en
un ambiente ideológico que es posautoritario, pero también posrevolucionario. Es en este
marco donde la crítica al marxismo obtiene un espacio cada vez más relevante, un lugar
que permite el contraste histórico-generacional y la recomposición de las fuerzas
intelectuales. Pero sin embargo, esta postura no supondrá una completa anulación del
legado de Marx, y ello puede observarse en algunas de las contribuciones más
importantes del período20. Las diferencias con el marxismo también serán internas, es
19
En el primer número de la revista Controversia, aparecido en 1979, Ludolfo Paramio escribe junto a
Miguel Reverte un artículo que lleva por título “Razones para una contraofensiva”, texto que sostenía
la hipótesis –por entonces ya extendida- de una crisis teórica del marxismo. Ese artículo tiene como
comentario previo un artículo de José Aricó, precisamente intitulado “La crisis de marxismo”
(Controversia, 2009, Número 1, Pág.13). El hecho de que este tipo de publicaciones apareciesen ya
con el lanzamiento de la revista –conformando un corpus de discusiones que se extienden en números
posteriores-, da cuenta de la centralidad que el marxismo tenía todavía para los intelectuales, incluso –
o precisamente por eso- en condiciones de exilio político. Se trataba de los inicios de un proceso de
revisión y autocrítica respecto al acervo teórico del legado marxista, por mucho tiempo aceptado como
el faro teórico que iluminó la experiencia intelectual en los años anteriores.
20
Así lo demuestran las contribuciones de José Nun y Atilio Borón. Sobre todo, el conjunto de trabajos
reunidos en La rebelión del coro, de Nun (1989), donde el autor se propone volver a discutir
cuestiones fundamentales del marxismo introduciendo elementos teóricos como los aportes de Ludwig
Wittgenstein sobre acción y lenguaje para abordar el problema del “sentido común” en Gramsci. Los
aportes de Borón (1997) también enfatizan la obra del filósofo y político italiano, al tiempo que se
proponen una crítica al leninismo –cuestión que también puede encontrare en la obra de Nun
mencionada- al incorporar las críticas que sobre la organización de la democracia hiciera a la sazón
Rosa Luxemburg. Asimismo, en sus número 9 y 10, la revista Controversia preparó un dossier
dedicado a discutir la democracia. Allí Portantiero ofrece interesantes argumentos sobre la discusión
entre democracia formal y democracia sustantiva también partiendo de supuestos teóricos
decir en relación al tipo de intelectual que aquél profesaba. Según la perspectiva
dominante entre los intelectuales, la crisis del marxismo hacía hincapié en torno al
concepto de historia teleológicamente orientado sobre la base de un sujeto privilegiado.
La crítica a una teoría del sujeto hegemónico, en efecto, asumía una dirección claramente
política, pero que al trascender el debate sobre los criterios teóricos de una epistemología
marxista instalaba como objetivo inmediato la discusión sobre las condiciones políticas
del peronismo y del populismo en relación al rol político y social que debían asumir los
partidos políticos en la democracia. Para el discurso intelectual, peronismo y populismo
funcionaban generalmente como sinónimos, si bien el concepto de populismo intentaba
incluir más ampliamente modos de articulación de la cultura política local.
“Un ideario liberal leído como mensaje moral y constitucionalista, más que económico,
favoreció la instauración de la democracia. Bobbio, algunos anglosajones y –en un tácito
trasfondo- Kelsen son referentes clave de un registro cultural que permitió
afortunadamente la incorporación de las pautas de convivencia asentadas en los
“derechos humanos” al sentido común de la mayoría de los argentinos”.
El declive de un tipo de intelectual cuyas preocupaciones principales se fundaban en la
interpretación de los antagonismos entre los grupos sociales de la sociedad capitalista
daba lugar a una lectura de los fenómenos políticos donde primaba el reconocimiento
dialógico entre los actores democráticos. No sólo elementos del liberalismo comenzaban
a formar parte de un repertorio conceptual hasta entonces poco desarrollado, y en ciertos
aspectos inexistentes. Términos como república y populismo, así como una nueva
perspectiva sobre el concepto de socialismo, dieron un impulso diferente a la
socialización intelectual. En este sentido, si la identidad de los intelectuales se ve
redefinida de acuerdo a una nueva relación entre instituciones y producción de
conocimiento, el vínculo entre fundación de un espacio público democrático y política
también se ve alterado. La colaboración de algunos de los intelectuales con la gestión del
gobierno radical del presidente Raúl Alfonsín ponía en un nuevo nivel la siempre
compleja vinculación entre intelectuales y política. Las adhesiones al programa de
gobierno o la participación en la elaboración ideológica y programática de políticas de
estado presuponían una nueva posición intelectual, que se diferenciaba de aquella
constituida en el marco de otras prácticas políticas, tal como se habían desarrollado en las
22
Cuyo locus clásico fueron los aportes del neoconservadurismo de Robert Nozick, criticado a la sazón por
los intelectuales. Retomamos este debate en los siguientes capítulos.
décadas anteriores23. El horizonte político al que aspiraba el ideal alfonsinista de
democracia se avenía muy bien con muchas de las propuestas intelectuales, algo que
asume aun mayor relevancia si se toman en consideración que importantes producciones
sobre el tema fueron desarrolladas con anterioridad al año 1983.
Con todo, significar la actividad intelectual de éste período meramente como una
adhesión al gobierno radical es inexacto para obtener una visión más completa de las
sociabilidades intelectuales emergentes. Por un lado, porque la redefinición de las
identidades intelectuales se enmarca en procesos históricos más complejos, como son los
criterios de lecturas, las rupturas anteriores o la creación de problemáticas que desplazan
a otras. Por otro, porque las definiciones sobre lo qué es un intelectual es una labor
definida por los mismos intelectuales al interior del propio campo del que participan.
Pero fundamentalmente, debido a las condiciones internas que supone la actividad
intelectual, destinada a revisar y a generar nuevas formas de producción y de
socialización.
23
La publicación colectiva del libro Alfonsín. Discursos sobre el discurso es un ejemplo de este
argumento. Allí, un conjunto de renombrados intelectuales discutió conceptual y políticamente el
contenido del Discurso de Parque Norte, elaborado fundamentalmente por las contribuciones
intelectuales de Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero. Ello es un ejemplo de la fisonomía que
adquiría el campo intelectual de entonces.
“natural” de las mayorías sociales, pero también apuntaba a un modelo de intelectual. Así
se construía el intelectual en democracia:
“En contraste con ese reflujo del modelo carismático del intelectual, cargado de
certidumbres, que lleva a cabo su obra y toma parte de la vida pública guiado por una
concepción orgánica (y organicista) de la historia, han cobrado prestigio y legitimidad
crecientes los saberes especializados acerca del mundo social y político, es decir, las
ciencias sociales y sus profesionales, quienes tienden a revindicar su competencia en
áreas y disciplinas particulares, antes que en concepciones globales” (Altamirano,
1986:4).
Los argumentos de Altamirano presentan una tendencia social de la transformación
intelectual visto en perspectiva histórica. Lo cierto es que las ciencias sociales habían
ingresado en un proceso irreversible, que venía a poner en duda la sólida imagen del
intelectual universalista. La necesidad de afirmar una autonomía de lo político a través de
la “democracia formal” o la “democracia mínima” no sólo permitía el establecimiento de
aquella frontera entre política y violencia y entre autoritarismo y democracia, sino que
venía a formar parte de un discurso que colocaba en cuestión cualquier intento de
determinar lo político por lo económico-social. Justamente, la afirmación de lo político
como esfera autónoma obtenía legitimidad a través de algunas referencias intelectuales
importantes, tales como Max Weber, Hannah Arendt y Claude Lefort, pero también de
Gramsci y Carl Schmitt, que habían asumido la necesidad de esa especificidad de lo
político como un dato irrenunciable24. Por ejemplo, veamos qué se ha dicho a propósito
de la recepción de la obra de Hannah Arendt:
“Es esencial el rol de los intelectuales que, regresando del exilio desde 1983, difundieron
sus obras a partir de las lecturas parisinas, mexicanas, venezolanas, y en las cuales resulta
central el rol de Claude Lefort como intérprete crítico de Arendt” (Bacci, 2008-
2009:121)25.Vemos que el proceso de recepción es constitutivo de la identidad intelectual.
Los comportamientos intelectuales, además, se comprenden a la luz de la socialización
adoptada por la intelligentsia con el ascenso de la democracia, pues la participación en
las universidades y en las instituciones académicas revela las nuevas formas de relación
24
En medio de la discusión por la renovación del marxismo, Aricó hace notar las condiciones de
recepción de la obra de Gramsci en los años ’80, pero también de otros autores. “Precisamente la crisis
de paradigma posibilita ciertos fenómenos de eclecticismo en los que Gramsci va de la mano de otros
pensadores como Weber o Foucault” (1988:114).
25
El encuentro entre el pensamiento de Hannah Arendt y el de Claude Lefort también está mediado
por la lectura de Alexis de Tocqueville.
entre intelectuales, espacio público y estatuto del saber. El reconocimiento y la
legitimidad derivados por la pertenencia a instituciones de consagración académica
colocan a los intelectuales en un registro que tiende a redefinir su vínculo con el saber y
sus usos sociales. Y por supuesto, la estrategia de recepción viene a reforzar un aspecto
estructurante de las prácticas intelectuales: los modos de acumulación de capital
simbólico y cultural.
26
Al respecto es clave el texto de Portantiero y de Ipola sobre lo nacional-popular y los populismos
realmente existentes, publicado originalmente en 1981 en la revista Controversia e incluido
posteriormente en el libro de Emilio de Ipola Investigaciones políticas, del año 1989.
elemento de crítica de la democracia burguesa o como una forma de acceso superior a
una consciencia histórico-social. Esa posición era comprendida bajo la idea de un declive
de la “pasión por lo universal”27, característica del modelo de intelectual comprometido y
ahora abocado a reflexionar las condiciones de posibilidad entre democracia y reforma
social. Como escribió Nicolás Casullo: “El intelectual crítico de izquierda, independiente
o como cuadro político, se planteaba desde una verdad por venir con la revolución”.
27
Sarlo.
una determinada generación?; ¿sobre qué criterios se alcanza a reconocer la existencia de
una generación? ¿Es la generación un concepto que permite describir a los intelectuales
de acuerdo al contexto de cambio como el que aquí se analiza? Por último, ¿la definición
de pertenencia de los intelectuales a una generación intelectual se realiza sobre criterios
relativos a su producción teórica? Si por un lado la elaboración de la categoría de
democracia es el sustrato esencial y denominador común que caracteriza y describe a los
intelectuales, por otro lado la nueva relación mantenida con el campo de lo político es
una manifestación que también permite captar esa representación histórica. Al articularse
desde prácticas sociales comunes, los intelectuales inciden sobre la comunidad política y
cultural a la que pertenecen a partir de la proyección de sus ideas y conceptos. Por
supuesto, estas características no tendrían sentido si no fuesen articuladas por una forma
del discurso intelectual que se reconoce como creación de una nueva composición en el
orden de los conceptos. Así pues, la generación intelectual puede ser comprendida
innovando en un nivel conceptual, y ello es posible en cuanto la crítica a un conjunto de
ideas políticas del pasado deviene una tarea fundamental de ese presente. De cierto modo,
la construcción del concepto de democracia a lo largo de los años 80 incluía un efecto de
contrapunto inevitable sobre un pasado que se quería superar. Es en este marco que la
introducción del concepto de democracia constituía un campo teórico desde el cual
cimentar una nueva idea sobre lo político.
Con todo, las críticas señaladas no alcanzan a reconocer que la nueva posición de la
intelligentsia en un contexto de transición política es igualmente el resultado de un
momento histórico y de una interpretación teórica que los intelectuales del pasado habían
asumido respecto al devenir de la lucha política en el país. Si no se alcanza a vislumbrar
este aspecto sustancial de la narrativa sobre la historia reciente –es decir, el hecho de que
la práctica intelectual no es una actividad puramente libre sino que se desarrolla bajo
condiciones históricas determinadas-, difícilmente sea posible comprender el lugar que
asumió la intelectualidad al reconocer en la formación de la categoría de democracia un
campo que les permitió volver a pensar las condiciones de una nueva sociabilidad
política, al tiempo que también intelectual.
Los cambios que experimenta una época histórica no son ajenos a las transformaciones
producidas en las representaciones sociales, que también constituyen el tiempo de la
política. Ideas y acontecimientos, conceptos y procesos políticos, refieren a las relaciones
que conforman el devenir de las sociedades, y cuyo movimiento conflictivo se encarga de
redefinir los vínculos siempre en tensión entre pensamiento, actores políticos y orden
social. En este marco, los procesos de recepción intelectual son un aspecto importante de
la práctica intelectual que nos permiten acceder a las relaciones entre producción de
conceptos, contexto discursivo e intelectuales. En efecto, los procesos de recepción
contienen diferentes momentos y se articulan de modos diversos. Esencialmente, aquí
interesa el punto de vista que permite aprehender cómo los intelectuales se apropian y
ponen en circulación determinadas categorías, vistas por ellos como fundamentales en un
momento preciso del debate público. Este proceso de recepción, entendido como una
estrategia de los grupos intelectuales, supone criterios de selección de los conceptos
acorde a las necesidades del momento intelectual. La recepción contiene interrogantes
precisos sobre la relación entre texto, conceptos y autor, e que indaga sobre un aspecto
central, como es el de saber qué habían hecho los intelectuales con un concepto que era
puesto en circulación y por lo tanto en situación de apropiación y significación. Además,
los procesos de recepción intelectual pueden alcanzar a establecer criterios razonables
para la comprensión del análisis de una categoría en el tiempo, ya que ponen en juego las
estrategias y recursos del campo intelectual en un contexto singular del debate teórico.
“Por un lado tenemos la tradición liberal constituida por el gobierno de la ley, la defensa
de los derechos humanos y el respeto a la libertad individual; por el otro, la tradición
democrática, cuyas ideas principales son las de igualdad, la identidad entre gobernantes y
28
Canitrot, et al. Citado en Sigal, 2002:1).
29
Sobre el particular véanse los aportes de Neiburg y Plotkin (2004).
gobernados y la soberanía popular. No hay una relación necesaria entre esas dos
tradiciones diferentes, sino sólo una articulación histórica contingente”30.
Con menor énfasis en destacar una división tajante como la propuesta por Mouffe, Nun
pone en juego las dimensiones constitutivas de la democracia sobre las que venimos
aludiendo:
“En una primera aproximación, hay coincidencia en sostener que un régimen democrático
representativo es un conjunto de reglas y procedimientos para la formación de las
decisiones colectivas. Estas reglas definen a los actores principales del juego político (los
partidos) y otorgan lugar de privilegio a un cierto tipo de acción (las elecciones
periódicas). Pero no es sino una primera aproximación dado que su carácter formal
resulta, a la vez, indispensable e insuficiente. Es indispensable porque no hay estado de
derecho –democrático representativo o no- sin un sistema codificado de reglas que
controle y regule la arbitrariedad del poder (…) Pero es insuficiente para comprender el
proceso político porque ningún conjunto de reglas alcanza para definir socialmente
prácticas concretas, esto es, las actividades mediante las cuales actores específicos
interpretan, negocian y aplican esas mismas reglas”.
“En ese cuadro el pensamiento neoconservador rehabilita los viejos temas del liberalismo
en su dimensión predemocrática que privilegia a la libertad negativa, garantista, frente a
la libertad positiva, transformadora. El ideal de gobierno político pasa a ser el del
minimal state”.
“Es obvio que la democracia no es identificable con el estado liberal, pero aparece
también evidente que el socialismo no podría prescindir de la acumulación cultural y
política que implican ciertas adquisiciones del liberalismo. A la teoría política del
socialismo le ha sobrado Rousseau y le ha faltado Locke. Por ese exceso y por ese
defecto le ha nacido la tentación por Hobbes”.
Pero también así lo entendía Atilio Borón, quizá el intelectual más cercano al derrotero
marxista.
“El proyecto democrático y socialista de Marx integra y combina a Locke con Rousseau;
los trasciende –que no quiere decir negarlos o suprimirlos- al unificar la libertad y el
gobierno por consenso con la reconstrucción igualitaria de la nueva sociedad socialista”
Vemos que, no obstante los diferentes usos de los conceptos, ambas posiciones
demuestran preocupaciones relativamente similares. Por supuesto, es el llamamiento a
reivindicar el legado teórico de Locke el que refuerza la similitud en los argumentos.
También José Nun ponía en contacto dos territorios conflictivos como son el liberalismo
y la tradición del pensamiento de izquierda en Latinoamérica, y sentenciaba:
“Es ahora que las fracciones progresistas del pensamiento social latinoamericano han
venido a descubrir los méritos de la democracia liberal” (1989:110).
Además, la aceptación del liberalismo era un aspecto inherente a un planteo que
demandaba una nueva cultura democrática. En términos epistemológicos, que por
supuesto también eran políticos, el liberalismo era además de gran utilidad para
cuestionar las reminiscencias de un sujeto histórico unificado 31. La justificación del orden
social a partir de un tópico central y constituyente perdía fuerza frente a la consideración
de la democracia como un proceso abierto e indeterminado. A diferencia de la década
siguiente, el uso del liberalismo en el contexto de la posdictadura iba a articularse sobre
la base de los derechos humanos y la libertad, asociándose a una dimensión más
31
Aquí adquieren sentido algunas de las contribuciones de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en
Hegemonía y estrategia socialista, trabajo en que la cuestión del populismo está ausente. Ello no deja
de ser sintomático ya que Laclau había colocado esta problemática como un eje clave en obras
anteriores, y seguirá haciéndolo después, con la publicación de La razón populista, del año 2005.
republicana y moral sobre la democracia. Veamos cómo Nun abordó aspectos del
liberalismo haciendo referencia a sus usos históricos:
A diferencia de Portantiero, e incluso del pasaje citado de Borón, Nun no se contaba entre
los intelectuales que tomaban del contractualismo elementos teóricos relevantes, sobre
todo tomando en cuenta las referencias realizadas sobre la obra de Locke. Le preocupaba
de sobremanera la constitución política de la racionalidad moderna, y para ello recurría a
algunos tópicos presentes en el contractualismo inglés. Siguiendo la línea del argumento
anterior, contrasta argumentos hobbesianos con supuestos sociopolíticos presentes en la
obra de Locke que pudiesen aportar elementos conceptuales para pensar el problema de
la obediencia política. Así fue que presentó una discusión entre el modelo hobbesiano de
legitimación del Estado y el lockeano. Partiendo de un argumento de Hobbes:
“Su obra introduce también temas como la separación entre la esfera pública y el resto de
la sociedad o como la igualdad formal de los ciudadanos ante la ley –en el doble carácter
de súbditos y de beneficiarios de su protección-, que serán mantenidos por el corpus
teórico liberal. Sin duda, éste va a levantarse contra la justificación hobbesiana del estado
absoluto y buscará el fundamento de la obligación política en la idea voluntarista del
consenso libremente otorgado y no en la obediencia. Es la transformación radical que
anuncia Locke cuando distingue entre sus tres tipos de leyes (la divina, la civil y la
moral) y no reduce ya la tercera a un mero asunto de opiniones privadas: la constituye el
juicio moral de los ciudadanos y su legalidad depende precisamente de este juicio, cuyos
contenidos varían en el tiempo y en el espacio. De esta manera, lo público podrá surgir
ahora de lo privado porque es sólo en la esfera pública que las opiniones personales
adquieren fuerza de ley” (115-116)32.
No olvidemos que la cuestión sobre la fundación y reconstrucción del orden político y de
la esfera pública sirve también a algunos intelectuales para poner en discusión la
categoría de “sujeto histórico”. En su mayoría, las procedencias ideológicas de los
intelectuales eran ajenas al acervo cultural del liberalismo. Y sin embargo –o
precisamente a causa de ello- esa marcada característica no impedía la búsqueda de una
32
Al respecto véase Koselleck (2007) y Habermas (2006).
redefinición semántica a partir de su ligazón con una idea de socialismo democrático.
Enunciada la estrategia de este modo, por un lado venía a criticar al populismo como una
forma de constituir las subjetividades políticas, y por el otro, rechazaba la articulación
histórica entre populismo y Estado. Los aspectos teóricos adquirían densidad histórica al
proyectarse críticamente sobre los modos de acumulación política que cristalizaron en la
experiencia peronista. Lateralmente, también se hacía hincapié en el “socialismo de
Estado” de los países del este de Europa, movimiento –retórico pero también político-
que permitía legitimar un nuevo significado del socialismo, ahora recuperado a través del
prisma socialdemócrata. Veamos cómo Portantiero planteaba esta cuestión de socialismo
en un tono habermasiano:
“Sigue siendo un horizonte (…) pero ya sabemos hoy que no es el lugar final de un
camino ya definido. Es un proyecto y, como tal, sometido a los riesgos de la
incertidumbre. Hablo de un ideal, de un ideal emancipatorio de la razón: en términos de
Habermas, una victoria posible de la Razón Emancipadora frente a la Razón
Instrumental. Pensar, en cambio, al socialismo desde la democracia, es pensarlo desde la
sociedad” (Ob.cit.:11-12).
Así, la insistencia por constituir una noción de socialismo se alejaba lo más posible del
Estado. Frente a los argumentos deudores del estatalismo, en los que podía interpretarse
cierta voluntad de reconciliar las contradicciones sociales en el Estado, en las referencias
intelectuales predominaba antes bien un criterio societal, donde los elementos
heterogéneos de la sociedad civil eran prioritarios. En síntesis, la política en democracia
no podía –ni debía, precepto normativo mediante- agotarse en el Estado. Un discurso tal
como lo propusieron los intelectuales debió ser elaborado con conceptos que demostrasen
esa innovación, y donde el liberalismo, justamente, viene a ocupar un sitio destacado. Es
la democracia el concepto dominante que, para decirlo en los términos de Koselleck,
temporaliza las condiciones de posibilidad de la política abriendo un nuevo campo
semántico. Una nueva temporalidad que siempre se planteó como un intento superador de
las prácticas hasta entonces dominantes.
“La experiencia de los países capitalistas centrales indica que la denominada democracia
liberal es la forma política mediante la cual, desde fines del siglo pasado, el liberalismo
logró dotarse de una justificación democrática. Por eso creo más riguroso (y menos
apologético) cambiar el sujeto y llamarla liberalismo democrático –con lo que, de paso,
podría evitarse ese desplazamiento ideológico del adjetivo que acostumbra convertir a la
“democracia liberal” en sinónimo de la “democracia” a secas”” (1991:375)
En efecto, si en el centro de la modernidad emergía el individuo como sujeto de una
nueva experiencia social, ello fue posible por la fuerza del liberalismo en combatir los
poderes centralizados en el marco de una sociedad que, paulatinamente, iba liberando las
fuerzas económicas de mercado y exigiendo derechos para la representación política en
sociedades cada vez más complejas y en permanente cambio (aquello que Habermas
caracterizó como orden “postmetafísico”), dando lugar al proceso de formación de la
individualidad moderna. La defensa de la voluntad puramente autónoma del individuo,
soporte de la filosofía política liberal, ofrecía una forma de interpretación de la sociedad
y del Estado frente a una realidad social que, dialécticamente, comenzaba a estructurarse
en clases sociales, efecto de la descomposición del antiguo orden. Libertad individual,
consciencia moral y propiedad privada fueron las consignas sobre las que se elevó el
edificio teórico del liberalismo, en liza con los poderes del Estado absolutista. Por otro
lado, los acontecimientos de la revolución francesa condensaron las expectativas de la
tradición democrática, inspirada fundamentalmente –pero no solamente- por los escritos
de Jean Jacques Rousseau, donde el concepto de “voluntad general” ejerce un
contrapunto con la noción de individuo, restituyendo en ese movimiento la idea de pueblo
33
Puede consultarse también Wolin (2001), Greblo (2002) y Gauchet (2008).
como sujeto colectivo garante de la comunidad política. Nos interesa la perspectiva que
introduce Habermas, un autor leído por los intelectuales para pensar los aspectos
dialécticos de la relación entre democracia y proceso de la modernidad:
Pueblo e individuo aparecen como las dos nociones que trazan los debates y las
discusiones sobre el tipo de sociedad emergente, cuestión que posteriormente tomará un
nuevo sentido con la aparición del socialismo y las contribuciones de Marx entre
democracia y comunismo a la luz de las clases sociales. Portantiero había realizado una
lectura de este proceso, tomando aquellas cuestiones que le interesaban discutir en el
contexto de una revisión de las tradiciones filosóficas y políticas de la modernidad, y que
en cierto modo consideraba vigentes:
“No debe olvidarse, sin embargo, que durante todo el “ciclo cuarentiochesco” (y hasta la
Comuna de París), liberalismo y democracia aparecían como alternativas enfrentadas;
Marx se colocaba en el segundo polo de agregación (…) en la que el comunismo era una
ruptura con la democracia y ésta lo era con respecto al liberalismo (1988:93).
La creciente complejidad social, producto de la industrialización económica y de la
emergencia de los grupos sociales como actores claves de la vida política, reordenará los
significados de los conceptos en el orden programático de los partidos políticos, las
fuerzas organizadoras de las voluntades colectivas en ascenso. En este marco, las
tensiones entre el liberalismo y la democracia ofrecen una primera demostración de
fuerzas en torno a los regímenes políticos, donde fue la democracia, y no el liberalismo,
la que se sostuvo en el tiempo como el mejor régimen -o el menos malo- de gobierno. La
universalización del concepto de democracia era un hecho. Así lo entendió Koselleck en
el proceso de la modernidad:
“La lucha semántica por definir posiciones políticas o sociales y en virtud de esas
definiciones mantener el orden o imponerlo corresponde, desde luego, a todas las épocas
de crisis que conocemos por fuentes escritas. Desde la Revolución francesa, esta lucha se
ha agudizado y se ha modificado estructuralmente: los conceptos ya no sirven solamente
para concebir los hechos de tal o cual manera, sino que se proyectan hacia el futuro”.
Claramente, el ascenso de la democracia al lenguaje político no es ajeno a los procesos de
lucha política, donde democracia y liberalismo aparecen muchas veces como dos
modelos antagónicos. Y sin embargo, la cuestión liberal no desaparece de la escena. Con
la emergencia de la representación parlamentaria la discusión asume un nuevo estatuto,
ahora en torno a la organización de los intereses a través de los partidos políticos. Pero
34
De acuerdo a Borón: “Las revoluciones burguesas no produjeron por sí mismas la democracia
burguesa; lo que sí crearon fue un Estado liberal” (1997:81).
una vez clausurado el ciclo de las democracias liberales y del mercado autorregulado, la
segunda posguerra estará signada por el advenimiento de una forma de democracia
corporativa bajo el entramado del Estado Social. Los años posteriores que caracterizan el
dominio de la democracia social no fueron privativos de los países centrales, al menos en
lo que concierne a un tipo de desarrollo económico, bienestar material y forma estatal. El
caso argentino es un modelo representativo en lo que respecta a las condiciones
socioeconómicas y a la incorporación de las masas sociales a la vida política, pero no en
lo que afecta al desenvolvimiento en las condiciones institucionales del país. Es que las
principales disputas en torno al carácter democrático de la sociedad y del Estado en la
Argentina estuvieron signadas por la tensión entre democracia formal y democracia
sustantiva, situación que traducía las fricciones conceptuales más generales entre la
democracia y el liberalismo que venimos comentando.
Con el advenimiento de los años 80, ambas aparecen como las categorías explicativas que
reorganizan las discusiones ideológicas sobre la base de qué forma de democracia debía
darse una sociedad postautoritaria. Como hemos visto, los intelectuales reordenaron su
discurso bajo un criterio que buscaba una renovación de los conceptos clave, de las
palabras-guía, y donde el socialismo pasó a ocupar un lugar subordinado en relación a las
dos décadas anteriores, al menos tal como había sido utilizado, demostrando que ya no
guiaba los comportamientos políticos ni los debates públicos de la transición.
Comparativamente, para Portantiero aparecía del siguiente modo:
“La democracia no era un término ajeno a nuestro vocabulario de izquierda; más aún, era
constitutivo de él. La diferencia estaba en la forma que sería utilizado. Tradicionalmente
su utilización en nuestro quehacer político era instrumental; mucho más una táctica que
un objetivo. Al cabo, el socialismo era, en sí mismo, la democracia, con lo cual el
problema de su construcción se diluía en un fin mayor” (1988:8).
No olvidemos que las nuevas formas de nominación intelectual tienden a poner en juego
modos de comprensión de lo político hasta entonces poco explorados. En este sentido, los
conceptos no son esencias absolutas, sino que sus significados están sujetos a las
contingencias de las ideologías y al devenir de los antagonismos sociales. Observemos el
tratamiento que ofrece Nun sobre la cuestión:
“En los últimos años y en medida diversa (…) la izquierda sudamericana ha venido
revisando una serie de temas cruciales y, entre ellos, sobre todos dos: la cuestión del
leninismo y la cuestión de la democracia. Y si estos debates tuvieron por telón de fondo el
ascenso de las dictaduras militares, la crisis de estos regímenes pone ahora en evidencia
algunas de sus limitaciones. Estas insuficiencias constituyen un obstáculo considerable
para el análisis de la nueva situación y, como se verá, acaban estimulando la inclinación
etapista de muchos sectores. (…) Me estoy refiriendo al etapismo implícito de quienes
aspiran al socialismo pero piensan de buena fe que la consolidación de la democracia
obliga a relegar por el momento esta aspiración” (1989:55).
La discusión sobre las posibilidades de una sociedad socialista aparecía bajo la primacía
de la democracia, pues ésta ya no podía ser comprendida como un medio hacia otra forma
política, o como un mero instrumento, sino como un fin sí mismo. Este principio que
guiaba las intervenciones alcanzaba legitimidad de acuerdo a un diagnóstico compartido
sobre las condiciones de la democracia en el país. Según el consenso dominante, sólo con
la instauración de un régimen democrático –y su posterior consolidación institucional en
el tiempo- la vida política podía alcanzar condiciones sociales y económicas más plenas.
El entonces electo Presidente Raúl Alfonsín acompañaba esta visión cuando, en frase
célebre, manifestó que con “la democracia se come, se educa y se cura”. Es manifiesto
que intentaba hacer referencia al contenido de la democracia, no sólo a sus aspectos
institucionales y procedimentales. Veamos como el politólogo Carlos Strasser ponía en
relación y en discusión esos dos aspectos, esas dos dimensiones de la forma democrática:
“Mi punto de vista es que, de la vieja y, en sus consecuencias, tantas veces perniciosa
polémica en términos de democracia formal versus democracia sustantiva, no hay que
retener sólo la conclusión de la democracia depende, para su realización plena, de
condiciones sociales que no hagan vana su institucionalización normativa, sino también
el inevitable sequitur o implicado teórico de que en sí misma la democracia no es otra
cosa que un régimen político; en nuestro mundo occidental contemporáneo, un régimen
de gobierno y funcionamiento del Estado” (1987:73).
Es que el planteo entre democracia formal y democracia sustantiva revelaba, además, una
tensión dialéctica entre forma y contenido, tensión histórica e interna a la dinámica de la
democracia. Veamos como Atilio Borón refiere su intervención sobre el tema desde un
lugar distinto al de Strasser. En este período, Borón dedicará una gran parte de sus
discusiones a problematizar la forma y el contenido de la democracia, utilizando
referencias conceptuales que iba de Marx a Tocqueville:
35
En la tensión entre democracia y socialismo, Portantiero sostendrá una clara división entre las
esferas del ciudadano y del productor. Esa escisión tendrá como finalidad establecer una distancia con
el concepto marxista de sujeto.
en la Argentina. Micro y macro, refuerza precisamente los aspectos “políticos” de la
democracia. Y señalaba:
“La –me parece- difundida y antigua presencia de estos y otros signos [se refiere a los
rasgos autoritarios y excluyentes de la cultura política] marca lo que tal vez sea la más
cruel paradoja de nuestra historia y, a la vez, el más importante enigma para descifrar en
este nuevo intento de construir una democracia en la Argentina: el curso seguido por un
país que logró un alto grado de igualitarismo social pero fracasó repetidamente en
encuadrar esos logros en prácticas y valores que establecieran planos de generalización
de identidades e intereses sobre la base de los cuales se pudieran haber elaborado visiones
razonablemente compatibles del orden social (145).
Ciertamente, aquello que dio en llamarse la “resurrección” de la sociedad civil constituyó
un punto de partida fructífero para abordar la relación entre ciudadanía y libertad. No
obstante, el concepto de libertad utilizado no remitía a su realización en el Estado como
una síntesis superadora, sino antes bien, servía para trazar las condiciones políticas de un
Estado de derecho sobre el que la democracia política pudiese desenvolverse. Las
palabras de Cavarozzi dan cuenta de un clima de época compartido:
“La reorganización partidaria y la campaña electoral tuvieron como efecto revalorizar los
temas de la democracia constitucional y la estabilidad de las instituciones. Estos temas
habían estado conspicuamente ausentes de la política argentina durante las últimas
décadas (1984).
Se trataba de que una nueva fundamentación del vínculo entre ciudadano y política se
resolviese a través de la consolidación de prácticas democráticas institucionalizadas en el
marco del Estado de derecho.
“Es esta noción de pacto lo que define, a mi juicio, las condiciones de posibilidad de la
construcción democrática en el mudo moderno, vista ella también como continente para
un proceso de innovación (…) debido a que el neocontractualismo actual surge de una
matriz liberal: extrema en el caso de algunos autores como Nozick o Buchanan y más
preocupada por la constitución de una teoría de la justicia en John Rawls. (…) El
supuesto fuerte del neocontractualismo es el de pensar el modelo de una sociedad en el
que no exista exclusión mutua entre cooperación y conflicto. Parece evidente que la
“sociedad justa” debe coincidir con la sociedad democrática, en la medida en que se basa
en el reconocimiento del Otro, de la pluralidad (cooperación/conflicto) que caracteriza a
la sociedad moderna (82-83)37.
La diferencia del tipo de liberalismo vuelve a aparecer en esta cita, y viene a delimitar no
solamente los usos, sino también los diferentes significados que un mismo concepto
puede alojar. Claramente, el contexto de discusión es asimismo el de la emergencia del
neoliberalismo, ya por entonces en ascenso. Sin embargo, no puede olvidarse la presencia
de Norberto Bobbio en esta época. Las siguientes reflexiones del filósofo y jurista
italiano dan cuenta de la estructura argumental de Portantiero. A propósito del liberalismo
de Nozick, el propio Bobbio señalaba:
“Representa [se refiere a Nozick] ejemplarmente el punto extremo al que ha llegado la
reivindicación de la auténtica tradición del liberalismo, como teoría del estado mínimo,
contra el estado-bienestar que se propone, entre otras de sus tareas, la de la justicia
social” (Bobbio, 1992:102).
La legitimidad que para los intelectuales contenía esta forma de discurso no era ajena a
una noción de espacio público y de racionalidad política. Tampoco debe ser considerado
casual que un autor como Jurgen Habermas haya influenciado en las posiciones de la
intelligentsia. En Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, de 1973, Habermas
decía:
36
El intelectual Norbert Lechner confirma el discurso de época: “El grueso del debate político intelectual
puede ser situado dentro de la temática “neocontractualista” (…) la idea de pacto y las estrategias de
concertación significan importantes innovaciones”.
37
Citemos al propio John Rawls: “Los términos equitativos de la cooperación social han de venir
dados por un acuerdo alcanzado por los que participan en ella. Esto se explica en parte por el hecho de
que, dado el supuesto pluralismo razonable, los ciudadanos no pueden convertir en ninguna autoridad
moral, digamos que un texto sagrado o una institución religiosa o una tradición” (Rawls, 1970:39).
Las similitudes con la propuesta de Rawls son evidentes 38. Para los intelectuales, libertad
significa aquí, fundamentalmente, libertad política. La afirmación de Portantiero revela
cómo se articulaban estos aspectos alrededor a las categorías de libertad y de igualdad:
“La crisis de un orden autoritario lo que plantea son las formas de transición hacia un
orden democrático, un orden político y no económico-social, aunque podamos suponer
que ciertas formas económico-sociales guardan mayor afinidad con la democracia que
otras” (1988:145).
La subordinación del socialismo a un imaginario construido sobre un ideal
socialdemócrata, en cuanto como creación de una “izquierda democrática”, suponía otra
subordinación: la de aquellas categorías y argumentos críticos del capitalismo. La
fundación de un nuevo orden democrático se asentaba en los presupuestos políticos de la
democracia. En efecto, si la frontera delimitada del régimen democrático era la dictadura
y el autoritarismo, ello era solidario con una frontera conceptual entre la violencia y la
política como dos formas antitéticas de la organización de la vida política. Concebida
como una “forma de vida”, según la expresión que utilizó en ese contexto José Nun, la
democracia debía erradicar de los procesos políticos cualquier instancia que supusiese
una lógica binaria de amigo-enemigo, siguiendo el lenguaje de Carl Schmitt39.
Con todo, entre el consenso y la violencia la categoría de conflicto asomaba como una
forma posible de asumir lo político. Incluso la consigna aparecía como un “consenso
conflictivo”, donde ambas dimensiones eran piezas claves de la política de la transición.
“La democracia se presenta como el resultado de un “pluralismo conflictivo” que debe
contrastarse permanentemente con un “pluralismo corporativo”, es decir, se trataba de
saber “cómo equilibrar conflicto y consenso a través de un orden que se va constituyendo
por vía de pactos que se redefinen constantemente” (Portantiero, 1988:82). Detrás de este
fundamento teórico emergía el concepto de Otro, próximo a la propuesta habermasiana
de una teoría del reconocimiento como principio constituyente de la democracia:
“En el límite, una teoría de la democracia, en las sociedades modernas equivale a una
teoría de la política: la práctica democrática se basa en la capacidad de reconocimiento
38
Sobre las similitudes y diferencias entre Habermas y Rawls, puede consultarse Mouffe (2003).
39
En aspectos del discurso intelectual se han incorporado elementos de la teoría política de Hannah
Arendt, sobre todo respecto a la noción de esfera pública. En cuanto a Carl Schmitt, en los años de la
vuelta democrática comenzó a circular si libro clave El concepto de lo político, versión traducida por
José Aricó.
del Otro y ése es el núcleo del discurso de la política como alternativa al discurso de la
guerra, colocado en el objetivo del aniquilamiento del Otro” (Portantiero).
Ya hemos dicho que la relación entre ideología de izquierda y soporte teórico marxista
alejaba a los intelectuales del modelo político de corte leninista. Asimismo, estas
posiciones significaban un alejamiento respecto del Estado como objeto privilegiado de
lo político, pero también como objeto de indagación intelectual.
“En las actuales circunstancias de América latina –caracterizadas por el reflujo de los
proyectos revolucionarios- sólo un reformismo radical puede crear las condiciones
necesarias para consolidar nuestros avances democráticos” (Borón, Ob.cit.:199).
Las condiciones políticas eran una respuesta al largo planteo político de la revolución a
través de la democracia. Se traba de una sustitución antes que de una prolongación,
enunciada bajo la efectiva consigna desde la revolución hacia la democracia. El espacio
sobre el que ahora venía a recortarse la política no podía ser otro que el de la democracia,
único ejercicio legítimo del poder. Desde allí ingresan al discurso intelectual la
construcción de las subjetividades políticas. En efecto, las problemáticas del sujeto y de
las subjetividades democráticas, consecuentemente, se constituyeron desde una
perspectiva crítica que establecía una frontera entre el pasado y el presente en la
formación de las identidades. Al debilitarse la idea de un fundamento social, se abría la
posibilidad para abordar a la democracia desde un registro que no tuviera que hacer
hincapié en la formación de sólidas identidades.
“Una posición patrimonial carece sobre todo de la distinción burocrática entre la esfera
“privada” y la oficial […] Por lo tanto, en todas las oportunidades propiamente políticas,
[el] capricho puramente personal [del soberano] decide sobre los límites que
corresponden a las “competencias” de sus funcionarios […] La lealtad de un sirviente
patrimonial no es la lealtad objetiva de desempeñar tareas objetivas limitadas en su
alcance y contenido por normas específicas, sino la lealtad personal de un sirviente que
está personalmente sujeto a su amo […] La separación entre los asuntos públicos y
privados, entre los bienes públicos y privados, desaparece a medida que se difunde un
sistema de prebendas”.
Las interpretaciones sobre el desenvolvimiento de las prácticas políticas y la
internalización de comportamientos autoritarios como rasgo de la cultura política local
involucraban aspectos sustanciales, tales como la relación entre élites políticas, Estado y
corporaciones, y conceptos como pueblo, hegemonía y populismo. Entre otras cosas,
enfrentar los interrogantes de la cultura política implicaba problematizar la constitución
de los sujetos en la esfera pública. Si la noción de pueblo había ocupado un lugar
privilegiado en las representaciones del pasado, condensado un sentido de lo político en
el plano simbólico, pero también material, durante los ‘80 la crítica al concepto no se
hizo esperar. La tensión entre las formas populistas y republicanas para comprender el
ejercicio del poder aparecía como un conflicto entre el pueblo y las instituciones, entre la
representación y el poder, conflicto que, por otro lado, atraviesa de forma permanente la
dinámica democrática. Así, la idea del orden social fundando sobre la centralidad del
pueblo -y de cualquier “sujeto histórico”- perdía consistencia. Aludiendo al papel de los
actores democráticos como garantes del proceso de democratización e institucional,
O’Donnell agregaba:
“Los actores democráticos deben ir creando un tejido de instituciones que puedan operar
la mediación entre los intereses, las identidades y los conflictos de un período
determinado (…) Debido a su misma condición, los actores democráticos son plurales y
diferentes, no homogéneos” (224-225).
Estas posiciones dialogaban con los procesos políticos sobre los que se desenvolvía la
realidad Argentina por entonces. Precisamente, la derrota electoral del peronismo a
manos del radicalismo alfonsinista daba lugar a la elaboración de un lenguaje político que
traspasaba los muros conceptuales de las décadas anteriores y ponía en crisis al armazón
ideológico del peronismo. La emergencia por esos años de la tendencia política de la
renovación peronista fue una demostración de lo que se comenta, pues su discurso tuvo
que alejarse de un peronismo más anclado en el pasado para competir, en el marco de las
ideas políticas, con el discurso del alfonsinismo, por entonces dominante. Para la visión
dominante entre los intelectuales, la tradición populista ligada al peronismo y articulada a
través del Estado había configurado una tendencia en el seno de la sociedad que frustraba
un desarrollo de los aspectos liberales de la democracia, y que bajo la idea de movimiento
transformaba el sistema político en una forma con tendencias hacia el hegemonismo,
obstruyendo la representación política de las voluntades plurales que debían brotar de la
sociedad civil. Todo ello conspiraba para la formación de una “democracia mínima”, base
sobre la que debía descansar la reconstrucción del nuevo régimen democrático. Por
ejemplo, Atilio Borón lo entendía del siguiente modo:
“No es casualidad que el que hoy vuelvan a florecer ideas contractualistas y se hable de
un nuevo “contrato social”. El contractualismo moderno nace del vuelco de una
concepción holística y orgánica de la sociedad (esa concepción según la cual, desde
Aristóteles a Hegel, el todo es superior a las partes), es decir nace de la idea de que el
punto de partida de todo proyecto social de liberación es el individuo como ente aislado,
con sus pasiones (que se han de encauzar o domar), con sus intereses (que se han de
regular o coordinar) y con sus necesidades (que se han de satisfacer o reprimir). La
actualidad del tema contractualista depende también del hecho de que las sociedades
poliárquicas, como son aquellas en que vivimos, a la vez capitalistas y democráticas, son
sociedades en las que gran parte de las decisiones colectivas son tomadas a través de
negociaciones que acaban en acuerdos, en las cuales, en suma, el contrato social no es ya
una hipótesis racional, sino un instrumento de gobierno continuamente practicado”.
Más adelante Bobbio continuaba con la problemática asociada a la idea de contrato social
y volvía a criticar el liberalismo propuesto por Nozick:
“Pero, ¿qué contrato social? ¿Un contrato social a cuyo través los individuos contratantes
piden a la sociedad política –y por lo tanto, al Gobierno, que es producto natural- sólo
protección, como pedían los escritores contractualistas y vuelven a pedir ahora los nuevos
escritores liberales (en tal sentido es típico el caso del libro de Nozick), o bien un nuevo
contrato social en el que se convierte en objeto de contratación incluso cierto principio de
justicia distributiva? (1985:162-163).
La idea de un pacto sobre la base de la noción de justicia distributiva no descansa en el
aire, sino que contrapone la empresa de Rawls a la de Nozick, en cierto modo una
respuesta intelectual del segundo a las contribuciones contenidas en Teoría de la Justicia
que, sin dejar de recurrir a un liberalismo político, basa su propuesta de sociedad sobre la
consideración de que las instituciones del Estado deben corregir las desigualdades, una
propuesta que se encuentra en las antípodas del minimal state de Nozick. Aquello que la
cuestión de las culturas políticas viene a plantear es la idea de pacto que vincula actores
sociales y acuerdos políticos sobre la distribución del poder institucional, así como sobre
el mantenimiento de ese poder en el tiempo. En cierto modo, la propia categoría de pacto
trasluce una noción de equilibrio de poder, de actores que, incluso partiendo de
posiciones originarias desiguales, alcanzan a través del acuerdo temporal una regulación
de sus fuerzas. Nuevamente es Bobbio quién insiste sobre el tema, reforzando la idea de
un socialismo liberal sobre los principios de justicia distributiva:
“Estamos en condiciones de contraponer al neocontractualismo de los liberales un
proyecto de contrato social distinto, que incluya en sus cláusulas un principio de justicia
distributiva y, por tanto, sea compatible con la tradición teórica y práctica del socialismo
(…) Me parece que el proyecto de un nuevo contrato social es el único modo de hablar de
socialismo liberal que no sea demasiado abstracto o incluso contradictorio (Ibíd.:163-
164)”40.
40
Aquí Bobbio llama neocontractualista al resurgimiento, en general, de las teorías del contrato o
pacto social, tanto para referirse a las conservadoras como progresistas.
Capítulo 4: Nombres y formas de la democracia
“Los autores que, como Gramsci, ponen de relieve los aspectos democráticos de la
sociedad civil, ponen el acento sobre el pluralismo de las instituciones de la sociedad
civil y sobre los accesos y los canales que ellos contemplan para constituir el gobierno de
la sociedad política o el Estado” (2002:4).
Dado este marco, la noción de hegemonía funcionaba como un concepto bien diferente de
la categoría dictadura del proletariado, desarrollada fundamentalmente por Lenin 42. Desde
el punto de vista de José Aricó: “En la nueva etapa que se inicia a partir de la
descomposición de los regímenes autoritarios, Gramsci, en tanto que marxista, aparece
irreductible al leninismo, aunque lo presuponga y se nutra de su sustancia” (85-86). En
efecto, sociedad civil y hegemonía fueron conceptos claves que sirvieron para pensar el
cambio sociopolítico, pero sin rupturas radicales, al tiempo que permitían una
interpretación de la política como “lucha cultural”, alejada lo más posible de cualquier
influencia que trajera al debate la terminología asociada al universo de las ideologías. En
efecto, la así denominada “lucha cultural”, funcionaba como una consigna reformulada
para ese contexto. Así lo comprendía Portantiero a propósito de la idea de cambio social:
“Aquí entra la idea de una hegemonía pluralista que ve en el consenso una realización
colectiva que no disuelve las diferencias, que reconoce la legitimidad de los conflictos y
que articula comunicativamente la posibilidad de articular los disensos. Todo esto
implica, es obvio, un diseño institucional complejo, absolutamente alejado de una
concepción ontológica de la autoridad. Este planteo del pluralismo como constitutivo de
la hegemonía no totalitaria nos lleva de nuevo a las ya formuladas preguntas sobre la
trama institucional democrática y el socialismo. Es conocida la vieja discusión acerca de
la diferencia entre “democracia formal” (liberal-capitalista) y “democracia sustantiva”
(socialista): la primera enfatizaría el cómo del ejercicio de la soberanía; la segunda el
quién. Creo que a esta altura un acercamiento correcto a la cuestión debería articular
ambas preocupaciones. Porque la pregunta central sobre la cuestión de la hegemonía para
que sea verdaderamente alternativa de la dictadura 44, es la siguiente: ¿cómo se elabora el
consenso? Parece evidente que una tensión social hacia la igualdad de base favorece a
una perspectiva democrática, pero esa igualdad social es condición necesaria más no
suficiente de la democracia” (1984:32).
“Todos estos problemas de una institucionalidad democrática que vincule el tema del
poder con el de la transición hacia nuevas relaciones sociales, no hacen sino replantear un
viejo problema de la teoría política: si el estado ha de existir, ¿cómo se legitima en la
sociedad?” (Ibíd.: 33).
En sintonía con los planteos de Portantiero, y habiendo realizado una interpretación del
vínculo gramsciano entre lenguaje, “sentido común” y proceso democrático, Nun
señalaba:
Los aportes del pensamiento de Gramsci no eran sin embargo aceptados acríticamente,
como esbozaba Portantiero en torno al doble sentido de la hegemonía. En efecto, su
lectura supuso una nueva comprensión de las categorías fundamentales, por lo cual los
usos de los conceptos obtenían otras aplicaciones en un marco de revalorización
democrática. Si el contexto de recepción de una obra es tan importante como las
condiciones intelectuales en que la misma es resignificada, ello deviene un aspecto
45
En este registro de lecturas, tampoco es casual que la teoría de Laclau se sostenga sobre la base de un
“sujeto democrático-liberal” antes que sobre un “sujeto popular”, tal como lo hemos señalado en el capítulo
anterior.
fundamental del proceso de elaboración de la categoría en juego. No debe pasarse por
alto que, así como la intelligentsia local receptó la obra de Norberto Bobbio para
reflexionar en profundidad sobre la democracia, esa estrategia incorporaba las reflexiones
que el mismo autor también había desarrollado sobre Gramsci. En su trabajo sobre las
influencias de Bobbio en la cultura de Iberoamérica, Filippi y Lafer decían lo siguiente:
Si hegemonía había sido un concepto elaborado para reflexionar las formas complejas de
la dominación capitalista y su articulación entre Estado y sociedad civil, brindaba
posibilidades de ser interpretado desde el trasfondo de las relaciones que la formación
moderna de la sociedad civil había desarrollado en su seno. En el transcurso de esos años,
el concepto de hegemonía adquirió sentido desde el punto de vista de la sociedad civil,
pero separándolo del concepto de Estado tal como Gramsci lo había elaborado en la
década del 30. Ello fue leído de este modo puesto que, se conjeturaba, en torno a su
potencia conceptual se articularían una pluralidad de demandas sociales y políticas más
allá de las formas tradicionales que ofrecían los partidos políticos y las identidades de
clase. Así, los significados otorgados al concepto de sociedad civil modificaban sus
perspectivas políticas. Menos marxista y más pluralista, la emergencia de esta categoría
polisémica era considerada como un contrapunto democrático frente al Estado; como un
terreno donde debía brotar una nueva cultura política.
Confirmando a Lesgart, Portantiero sellará el sentido último que obtenían las nuevas
interpretaciones. En cierto modo, el párrafo vuelve a colocar en un plano de discusión los
significados históricos de los conceptos:
“¿Hasta qué punto podría decirse que, como respuesta a esa necesidad esté emergiendo
actualmente una nueva ideología democrática capaz de superar tanto al discurso de las
dictaduras cuanto al discurso disociado planteado por los viejos liberalismos, populismos,
socialismos? Desde una historia que arranca del constitucionalismo encerrado en una
visión de la democracia y que culmina en su otro extremo, a definición de lo democrático
por lo social, abriría la posibilidad de una percepción política –no sesgada hacia lo social
o lo jurídico- de la cuestión democrática, entendida esta percepción como una
aproximación desde y para la sociedad y no desde y para el estado” (Ob.cit.:143).
Por otro lado, el diagnóstico llevado a cabo a partir de la caracterización de las relaciones
entre Estado y sociedad civil buscaba destacar una problemática concreta de las
sociedades democráticas: aquella referida a la representación política. Más
específicamente, a la relación entre representantes y representados, lazo que garantiza en
el tiempo la dinámica política del orden democrático46. La temática de la representación
en sociedades socialmente complejas debía atender a las transformaciones acaecidas en
las estructuras organizativas y en los sujetos políticos capaces de interiorizar las reglas de
la democracia política. Si bien este planteo tenía como destinatarios a los partidos
políticos, también era cierto que la representación había dejado de estar sujeta a las
vicisitudes de estas clásicas organizaciones. En efecto, y no obstante que la crisis de los
partidos políticos será una problemática teórica posterior a la década de 1980 en las
ciencias sociales, ya figuraba entre las preocupaciones de los intelectuales la idea de que
las instancias representativas clásicas no agotaban los canales de participación social y el
tipo de legitimidad político institucional. Al respecto, el diagnóstico de Portantiero era
elocuente:
“Podría pensarse que una ruptura de ese bipartidismo extremo podría ayudar a superar la
inestabilidad, en la medida que desplazaría hacia el parlamento y por lo tanto hacia los
partidos, la principal responsabilidad de la negociación sobre las reglas constitutivas del
sistema. Si las decisiones debieran tomarse a través de una negociación plural que diera
margen para un juego de coaliciones variables, quizás la consolidación del sistema sería
menos trabajosa, aunque sí lo sería la actividad de gobierno” (Ob.cit.)
46
Una ampliación del tema puede encontrarse en Rinesi (2006).
Si la “promesa” aparece como idea reguladora del futuro de la democracia, desde donde
se proyecta la transición hacia un nuevo orden, los partidos políticos fueron los actores
que canalizaron en gran medida esas expectativas. Sin embargo, las ideologías y las
lealtades políticas también habían ingresado en un nuevo proceso, acaso más
intermitentes en el nivel de las demandas sociales. El ejemplo contundente fueron los
resultados en los comicios de 1983, donde por primera vez el peronismo perdió las
elecciones a presidente de la república en comicios libres. Según la interpretación
realizada por Cavarozzi en su momento: “El peronismo, por primera vez en su historia,
tiene enfrente a un gobierno legítimamente elegido; el siempre esgrimido argumento de
que el peronismo es, por naturaleza, el partido de las mayorías populares ha quedado
drásticamente debilitado” (1984:155).
Esta última referencia es importante pues coloca la discusión sobre la democracia más
allá de la clásica antinomia entre democracia directa y democracia representativa, y busca
combinar formas participativas y delegativas de poder con la necesidad de un sistema
político representativo. Los interrogantes asociados a la igualdad social no se dejan de
lado, pero ya no se los consideran desde una perspectiva donde las clases sociales
devienen los actores políticos principales. Como ya hemos dicho, este planteamiento no
estaba alejado de las elaboraciones propuestas por Claude Lefort, quién dirá lo siguiente a
propósito del concepto de poder en las sociedades democráticas:
“Lo que surge es la nueva noción del lugar del poder como lugar vacío. Desde ahora,
quienes ejercen la autoridad política son simples gobernantes y no pueden apropiarse del
poder, incorporarlo. Más aún, este ejercicio está sometido al procedimiento de una
renovación periódica. Esta implica una competencia regulada entre hombres, grupos, y
muy pronto partidos, supuestamente encargados de drenar opiniones en toda la extensión
de lo social. Semejante competencia (…) implica una institucionalización del conflicto
(Ob.cit.:190)”.
Por un lado, se proponía la construcción de un sistema democrático sobre la base de
sólidas formas de representación partidaria que pudiesen canalizar intereses sociales y
políticos, y por otro, ello entraba en tensión con el diagnóstico presentado por los
intelectuales sobre la composición política de los sujetos a representar. En virtud de ello,
¿qué es aquello que debía representarse? O más bien, ¿cómo se lograba la representación
política en el contexto de una sociedad ciertamente más compleja, frente a la necesidad
de mayores mediaciones institucionales? Finalmente, ¿cuáles eran las formas de
legitimidad política que la democracia podía efectivamente articular? En las propias
elaboraciones intelectuales no puede encontrarse una respuesta univoca a las preguntas
señaladas. Sin embargo, respecto a lo que ha sido dicho a propósito del concepto de
pueblo, en cuanto sujeto, pueden conjeturarse algunas indicaciones. La creciente
distancia que los intelectuales fueron tomando respecto a la categoría de pueblo funcionó
como un problema político y conceptual, antes que como una solución teórica. En efecto,
la puesta en suspenso en el vocabulario político utilizado por los intelectuales fue
ostensible, y no es casual que una de las críticas neurálgicas haya sido dirigida a la
noción de populismo. En el marco del cambio conceptual, el “pueblo” y lo “nacional-
popular” aparecían desvalorizados. Más adelante tendremos la oportunidad de observar
cómo ese desplazamiento generó en ese contexto cierto vacío de la semántica política
respecto a la idea de un sujeto representativo del orden social. Efectivamente, es a partir
de este hecho teórico que se comprenden las posiciones intelectuales tendientes a la
elaboración de una categoría de democracia donde los aspectos formales e institucionales
obtuviesen, cada vez más, un lugar destacado. Las perspectivas provenientes de
liberalismo tendían a reforzar este cambio buscado. De modo tal que la pérdida de un
fundamento último como garantía del orden político, representado por un sujeto social
privilegiado, fue dando lugar a una concepción de sociedad y de política democrática
donde la combinación entre prácticas institucionales y demandas políticas –donde el ciclo
electoral como regla constitutiva y garantía en el tiempo del orden democrático ocupaba
un espacio clave- debían confluir en los partidos políticos como estructuras que pudiesen
procesar institucionalmente los diferentes intereses sociales.
“En este período, la recepción del liberalismo en Argentina puede articularse en dos
momentos cronológicamente sucesivos, de distinta pero no totalmente contrapuesta
identidad conceptual. El primero es de carácter progresista y tiene su ápice en el 83 y
años inmediatamente posteriores. La irrupción del liberalismo jurídico-político en clave
socialdemócrata hizo posible el abandono de los caminos sin salida señalizados por los
símbolos imperantes hasta la guerra de las Malvinas” (1997:29).
“No se puede hablar seriamente de democracia sin discutir también sobre el socialismo;
tampoco se puede discurrir sobre éste ignorando la centralidad de la cuestión democrática
(…) Ahora bien, lo que está en nuestro ánimo es fundamentar, a la luz de la experiencia
histórica concreta de las democracias capitalistas desarrolladas, la necesidad de la
reforma social en momentos en que América Latina atraviesa por la crisis económica y
social más grave de su historia” (Ob.cit.:176).
La valoración del concepto de “reforma” no sólo permitía un contraste con la idea de
revolución, como las izquierdas de principio del siglo XX lo habían demostrado, sino que
además proponía una lectura de la categoría de democracia que no remitiera únicamente a
su instancia política, sino que pudiese ampliar sus alcances. José Nun volvería
nuevamente sobre el tema, retomando un tópico formulado a la sazón por Bobbio, en un
clásico texto de aquellos años como era “Democracia representativa y democracia
directa”:
“Una moderna democracia socialista no sólo no puede negar sino que debe incluir
necesariamente formas representativas. Como se sabe, la democracia directa que imaginó
Rousseau estaba basada en la igualdad y en la independencia económica de una sociedad
de pequeños propietarios rurales (…) Esto dicho, aquí no se sigue que haya que
abandonar el núcleo original de la idea rousseauniana, como quieren los teóricos de la
democracia gobernada. Pero actualizarlo en las nuevas condiciones obliga ante todo a
reconceptualizar la política, que no puede agotarse en el ámbito estatal: ahora se trata de
democratizar los sistemas de autoridad en todas las áreas de la vida, respetando sus
características propias, lo que se vuelve a la vez un requisito imprescindible para una
representación auténtica y responsable” (1989:61).
Las distintas visiones que emergen a partir del legado del socialismo no están escindidas
de una discusión sobre los sentidos del concepto de izquierda. La revalorización de la
democracia política, y su consecuente elaboración en el plano conceptual, implican a su
vez la autonomía de “lo político” como objeto de estudio. Si la consolidación es la
finalidad política que orienta las intervenciones, los modos de arribar a ese objetivo
varían. Así ocurre con la discusión en torno a la difícil relación entre socialismo y
democracia, problemática que fue perdiendo fuerza en el transcurso del proceso de
transición, pero que sin embargo ocupó un lugar destacado en sus comienzos. Si, por un
lado, las relaciones entre democracia y socialismo habían sido articuladas conjuntamente,
colocando la mirada en la dialéctica entre lo político y lo social, por otro lado surgía la
necesidad de establecer una diferencia entre esas dos dimensiones. Fue Portantiero quien
sintetizó ese espíritu compartido al criticar los usos del término “transición”,
comprendido como transición de una forma de Estado a otra, en clara alusión,
nuevamente, a la teoría marxista clásica:
“El problema es que con una fórmula tan genérica, cuyo sentido está dado por la idea
teleológica de una transición hacia el fin del estado, es imposible establecer un orden
político democráticamente compensado: si no consideramos al poder como una potencia
de la sociedad, es difícil apreciar la necesidad de equilibrar ese poder con el de otras
instituciones. En el límite, lo que la “teoría de la extinción del Estado” impide, es pensar
la cuestión de la democracia política” (1984:28. énfasis añadido).
“No hay partido en la Argentina más comprometido con el liberalismo político que la
Unión Cívica Radical. Eso supone una ventaja en tanto garantía para el sostén del
pluralismo en todos los órdenes, pero tanta fidelidad a esos principios de hecho puede
llevarlo a caer en anacronismos ideológicos. Sustentada sobre la figura del ciudadano, del
sistema de partidos y de la representación parlamentaria, la ideología radical subestima la
presencia efectiva, en toda sociedad moderna, de las corporaciones. Más aun: su discurso
electoral se montó sobre la crítica al pacto que intenta formalizar la corporación militar
con la corporación sindical. De tal modo, optó por la confrontación desde el principio de
mayoría, enfatizando en la lucha anticorporativa. En buena teoría liberal así debe ser,
pero un liberalismo político estricto es insuficiente para captar la complejidad de las
relaciones entre sociedad y Estado en el capitalismo contemporáneo” (1987:278).
Y más adelante,
“¿Será necesario insistir que esa redefinición –gracias a la cual la izquierda moderna
podrá afirmar su legitimidad y su superioridad sobre los planteos de las izquierdas
anacrónicas y proto-modernas- no implica la negación, sino por el contrario la
implantación efectiva del pluralismo en el seno de la izquierda?” (Ibíd.:107).
Lo que aparecía como una necesidad, era una redefinición de los significados del
concepto de socialismo en el marco de una ya evidente crisis de la izquierda. Distintas
intervenciones, como las que presentaba la revista Controversia hacia finales de los 70 y
comienzos de los 80, habían intentado demostrarlo. La cuestión del socialismo y de la
tradición de un pensamiento de izquierda han sido ejes críticos para abordar el lazo entre
intelectuales y política, ya que si por un lado se criticaban las prácticas y las posiciones
ideológicas llevadas adelante, por otro lado la fuerza teórica que la izquierda había
proporcionado a los intelectuales no podía ser desechada sin más. Sobre todo, pensar la
democracia desde categorías formadas a la luz de un derrotero de izquierda revelaba que
determinadas problemáticas sociales no podían ser comprendidas bajo el aparato
conceptual que proporcionaban solamente algunas de las teorías sobre la democracia.
Dado este marco, la democracia podía ser considerada desde una perspectiva también
social, pero siempre en función de su irreductible aspecto político y formal. Esta tensión,
que por largo tiempo se había presentando como una dicotomía excluyente, ya no se
aplicaba del mismo modo según los criterios intelectuales: formalizar la democracia era
un paso inevitable para alcanzar su consolidación.
47
Sobre “las separaciones” de las modernas sociedades democráticas, véase Manent (2003).
estructuración de los actores políticos en las modernas sociedades complejas 48. En efecto,
la figura de Gramsci contribuía con un elemento de gran importancia, referido a la
articulación de diversos actores políticos y sociales. En este sentido, también la noción de
“hegemonía” era útil, al trazar una articulación entre la noción de “pluralidad” y la de
“diferentes subjetividades”, al tiempo que esbozaba la cuestión de la voluntad nacional-
popular, un concepto que admitía diferentes interpretaciones en sociedades donde la
conformación de los sujetos políticos no coincidía mecánicamente con la posición de las
clases sociales en la estructura social; vale decir, donde los sujetos sociales no devenían
de un modo necesario sujetos políticos. Así, la noción de socialismo venía a reconocerse
en una estrategia desde la cual izquierda y democracia compartían elementos en común.
No sólo porque la recuperación de la noción de izquierda no podía ahora más que ser
democrática -alejada de cualquier remisión de la política a la violencia, a la ruptura del
orden o a un sujeto trascendente-, sino también porque los intelectuales no pretendían
dejar de reconocer que la elaboración de un nuevo orden político significaba que
democracia y modernización política debían confluir en la formación de una esfera
pública plural49. Un término como “igualdad”, perteneciente al acervo cultural de la
tradición democrática y resignificado posteriormente a la luz del derrotero socialista, era
reconocido por los intelectuales como un eje clave que permitía poner en tensión la
relación entre la democracia y el liberalismo.
“En primer lugar, la democracia podía y debía abrirse hacia otros campos de lo social,
más allá de las instituciones políticas, lo que implicaba una discontinuidad con el
liberalismo clásico. Esta “penetración” sobre lo social aparecía como una puerta de
entrada útil para repensar democracia y socialismo, que era en el fondo el problema que
nos preocupaba. ¿Cómo articular libertad y equidad?” (Portantiero, 1988:10)
Pero fue José Nun quien se mostraba más insistente para pensar el vínculo entre esas dos
vertientes:
“Las características históricas de un contexto como el esbozado tornan irrepetible en sus
términos esa trayectoria que, en los países centrales, permitió democratizar el liberalismo
y liberalizar la democracia. Por eso creo que las disyunciones que debe producir el actual
proceso para legitimarse y estabilizarse alejan las posibilidades de cualquier semejanza
inmediata con los campos paradigmáticos de unidad democrática liberal” (1987:49).
48
“La recepción de Gramsci (…) se inscribía en una dimensión intelectual y política típica del
antijacobinismo” (Filippi y Lafer, Ob.cit.: 46-47).
49
El Discurso de Parque Norte versó sobre esos tópicos.
También Borón señalaba un punto de vista similar:
“La síntesis entre liberalismo y democracia se ha caracterizado por su crónica
inestabilidad: es una volátil y trabajosa mezcla de principios antagónicos de constitución
del poder político que no logran soldarse en un discurso unitario y coherente” (1997:73-
74).
“Desde hace varios años las izquierdas argentinas han sido de más en más propensas a
revalorizar la democracia como régimen político, y por lo mismo, han comenzado
progresivamente a abandonar su tradicional visón instrumentalista de la formas
democrática” (1988:81).
Hacia finales del año 1980 y en el exilio mexicano, desde la revista Controversia se
realizó un dossier sobre la democracia -La democracia como problema- en el cual
Portantiero publica un artículo de título sugestivo: “Los dilemas del socialismo”. Allí
decía:
“No quisiera sin embargo confundir esta disociación orgánica que se establece entre
lucha por la democracia y lucha por el socialismo con la autonomización de la
democracia como problema para la práctica social, relativamente independiente de la
determinación por los modos de producción. La democracia no es un derivado que surge
necesariamente de una estructura: es una producción popular, una transformación de la
naturaleza de la política que no depende transparentemente de una “base económica”. En
ese sentido es verdad que la democracia como problema se distingue del socialismo. La
cuestión es, precisamente, operar la recomposición histórica, activa, social y no retórica,
de ambos términos. Fusionar democracia y socialismo no a través del fatalismo de ese
“dios oculto” que serían las estructuras sino por medio de la voluntad política” (Ibíd.)
la represión física, la intimidación (o, mejor, el “poder”, en el sentido que Michel Foucault da a este
término y el consenso. Nos interesa indagar a este último (…) porque en el marco de una reflexión
interesada en el tema del tránsito a la democracia y de su consolidación la problemática del consenso
presenta aristas particularmente complejas” (1988:84).
Este texto contiene determinaciones ideológicas claves en el curso del desarrollo de las
intervenciones intelectuales. Al poner en discusión estas dos categorías, también se pone
el acento en la división entre la democracia real y la democracia formal. En los años
previos a la instauración de la democracia, las discusiones sobre esas dos formas posibles
de comprenderla contienen de un modo aún más visible el problema sobre el carácter que
debe asumir el socialismo. En gran medida agotada la discusión entre capitalismo y
socialismo, se produce un desplazamiento en el espacio ocupado por los conceptos. A
partir de ahora, la noción de socialismo será pensada al interior de la democracia política,
y no como un momento superior del desarrollo de la sociedad y de la civilización, como
había sido imaginado por el marxismo. Por supuesto, tampoco obedece a la cuestión del
socialismo en clave nacional ni se identifica con la integración de las masas al Estado: su
enunciación se desvinculaba de una interpretación que supusiese un horizonte político
populista. Así, el concepto de socialismo aparecía como subsidiario al de democracia.
Inclusive, es posible observar al socialismo desde una validación negativa, ubicada para
delimitar aquello que precisamente no debía ser. Es cierto que determinados aspectos
compartidos por el ideal socialista eran aplicados para articular nociones como las de
reforma social o igualdad, pero la eficacia conceptual del socialismo en el tiempo sólo
podría lograrse desde un discurso teórico que discutiese los significados de la
democracia. En medio de estas alteraciones semánticas, el concepto tendía a estructurarse
principalmente alrededor de la cuestión de las culturas políticas de izquierda y de las
diferentes posiciones asumidas por los intelectuales, antes que a proyectar una forma
posible de sociedad futura. En este marco, no puede hablarse de una reformulación de la
teoría socialista, ya que su principal uso está relacionado a la renovación de los
vocabularios de la cultura política de izquierda. La recuperación del ideario socialista por
parte de los intelectuales se observa asimismo en una relectura de autores como el ya
mencionado Antonio Gramsci, la fuente intelectual más importante perteneciente al
universo de la ideología de izquierda que la intelligentsia revisó e incorporó en la
creación de un discurso innovador. Pero también en la crucial ascendencia que tuvo
Bobbio, en su intento por colocar el socialismo junto a la democracia y el liberalismo.
La introducción del socialismo así formulado no podía dejar de precisar de los aportes del
liberalismo político. El descubrimiento y el reconocimiento de un conjunto de categorías
teórico –aquellos “bienes simbólicos” descriptos en profundidad por Pierre Bourdieu-
servían para orientar una práctica intelectual que se presentaba con la necesidad de
transformar las pautas de socialización en la cultura política. La perspectiva de un
socialismo leído desde la democracia política resultaba eficaz frente a la pérdida de
legitimidad de los socialismos realmente existentes. Sin embargo, esa exaltación del
pluralismo no era compartida unánimemente por los intelectuales. Si bien no siempre se
condenará el uso y el significado que puede reportar el pluralismo, Nun la criticó:
“Contra lo que sugieren los esquemas pluralistas en boga, no se trata sólo de reestablecer
las consultas electorales o de permitir el libre juego de los partidos políticos. Importantes
como son estas prácticas, la experiencia contemporánea de los países que se adoptan
como paradigmáticos señala que la consolidación a largo plazo de una unidad
51
En el texto que se está citando, los autores critican la teoría del populismo desarrollada por Ernesto
Laclau, presente en “Política e ideología en la teoría marxista”. Por cierto, una crítica que guarda
bastantes similitudes con algunas realizadas sobre el populismo en el presente.
democrática liberal implica bastante más: supone, sobre todo, construir un campo al que
se integren y en el que se deslinden esos aspectos democráticos representativo,
corporativo y capitalista a que me he venido refiriendo” (1987:46-47).
Durante la vuelta a la democracia en los años 80, la cuestión populista tuvo un lugar en
las contribuciones de los intelectuales. De un modo diferente a las discusiones actuales,
tanto ideológicamente como en calidad conceptual, lo cierto es que en esos años la
cuestión populista da sus primeros pasos e ingresa a la composición de los vocabularios
políticos en democracia. Por otro lado, no olvidemos que los trabajos de Ernesto Laclau
sobre el tema habían sido pioneros en problematizar la temática en los años 70, pero en
los años 80 sus contribuciones sobre socialismo y democracia serán unos de los marcos
de referencia que ordenarán el debate ideológico y conceptual. Veamos, pues, cómo se
desenvolvieron por entonces las discusiones entre populismo y democracia. Avancemos
con las opiniones de Portantiero y de Ipola, escritas en 1981:
“En el sentido que se le quiere dar al concepto en estas notas, el populismo no constituye
“un tipo de contradicción que sólo existe como momento abstracto de un discurso
ideológico” (Laclau), sino que alude a una ideología y una práctica política a la manera
del liberalismo o del socialismo. En este aspecto, los populismos aparecieron como un
principio articulador explícitamente opuesto al de los socialismos, de modo que su
relación con éstos ha sido y es, ideológica y políticamente, de ruptura y no de
continuidad” (Portantiero y de Ipola, 1988:133).
Esta cita expresa de un modo contundente el lugar que en el transcurso de esos años había
ido asumiendo la noción de populismo en el discurso teórico, en Argentina y en América
latina. En efecto, ¿qué significaba para los intelectuales el populismo, en el marco del
posautoritarismo y de cara la conformación de una sociedad democrática? En principio,
el populismo es abordado como una lógica política que, en el límite, se presenta de forma
contradictoria con las formulaciones de la democracia política. Si bien históricamente el
populismo había sido el concepto que permitía explicar la democratización y la
movilización del mundo social53, durante la recuperación de la democracia era
comprendido también en un nivel conceptual e ideológico, y no sólo como una lógica
política, tal como lo pone de manifiesto la cita. Al autonomizar lo político de lo social, el
populismo era descartado. El propio Guillermo O’Donnell comentaba tiempo después las
condiciones discursivas de ese momento histórico:
53
Según lo dijo Nicolás Casullo: “El populismo latinoamericano fue esencialmente un movimiento o
partido reformista estatista democratizador de las estructuras sociales, políticas y culturales” (2007: 204).
“El prestigio de las “soluciones” más o menos fascistas o autoritarias, populistas o
tradicionales, así como la actitud por lo menos ambivalente de buena parte de la izquierda
en relación a la democracia política, determinaron que los discursos democráticos no
pudieran imponerse” (1997:223).
Sucede que, tal como son utilizados y aplicados en este contexto, socialismo y
liberalismo –en rigor, un socialismo leído en clave liberal- fueron representaciones
eficaces para confrontar la democracia con el populismo y, en ese movimiento, restarle a
la misma democracia cualquier significación que pudiese remitirla a esa tradición de la
política. Todo ello era posible en el marco de una revisión del concepto de “pueblo” y sus
desplazamientos, sobre todo ante la emergencia de nociones como las de “ciudadanía”,
cuya legitimación política y conceptual descansaba sobre la representación de una
democracia ahora habitada por una “pluralidad de sujetos”. Lo cierto es que a través de la
historia política y social el populismo se había conformado a partir de un conjunto de
elementos conceptuales que, en el contexto de una reformulación de la democracia,
buscaban ser sustituidos por otros. El desacuerdo que de forma permanente rodea al
populismo consiste en un juego de desplazamientos a través del cual su fijación a una
identidad establecida se muestra elusiva. Como decíamos, si para sus detractores
representa una forma puramente negativa, aquellos señalados como populistas no se
identifican como tales. Algunos análisis han determinado que ya por esos años el
populismo se encontraba agotado como experiencia histórica54, pero justamente, en la
lucha semántica por alcanzar una comprensión del orden democrático se revelaba
imprescindible: en la disputa entre democracia y populismo los conceptos aparecían
antitéticos e ideológicamente contrarios. En cierto sentido, el populismo figuraba como
una forma corrupta y degradada de la democracia, y si bien no se la asociaba de forma
directa con el fascismo, por momentos sí con expresiones autoritarias. En sus orígenes
locales, con la emergencia del peronismo, las críticas al populismo habían alcanzado a
emparentarlo con un modelo político de corte fascista y autoritario, una interpretación
que tenía como eje principal señalar la radical disociación entre las masas y las
instituciones de la república. Pero si el populismo que irrumpe a mediados del siglo
veinte conserva algún sentido histórico, es el de haber recompuesto aquello sobre lo que
54
Véase Aboy Carlés (2001) y Svampa (2002).
el liberalismo había fracasado: el pasaje del “individuo abstracto” al “individuo
concreto”, según la certera imagen conceptual propuesta por Marcel Gauchet.
Con todo, los argumentos intelectuales sobre esta categoría durante los 80 se presentan de
un modo distinto respecto al pasado. Recordemos que los usos que se llevan a cabo por
entonces intentan legitimar una idea de socialismo democrático desde una construcción
hegemónica que no sometiese las subjetividades políticas a la lógica política del Estado.
Al mismo tiempo, se presentaban argumentos desde una mirada republicana que
destacaba los aspectos normativos de la política, y sobre todo, aquellos relativos a los
pactos necesarios para la consolidación y la institucionalización de las prácticas
democráticas por parte de los actores políticos. Como hemos intentado poner de
manifiesto, la exclusión del populismo no implicaba el restablecimiento de una pura
democracia liberal –por otro lado, una tarea difícil- que obviase el poder y la relevancia
política de los grupos sociales. Más bien, su aplicación pretendía discutir la formación del
poder colectivo, pero sin recurrir en sus argumentos a la noción de pueblo como
fundamento último de la soberanía. Es por ello que las ideas de “pacto” y de “contrato”
funcionan como un contrapunto necesario, articulaciones institucionales que alcanzan a
justificar un tipo de racionalidad que presupone la representación contable de las partes
de la comunidad política55. La introducción de estos conceptos, entre los que también se
contaban los de “múltiples subjetividades” y “diferencia”, venían a contrarrestar esa idea
de pueblo que, inscripto en el dispositivo populista, era interpretado por los intelectuales
como añoranza de una comunidad de sentido. En otro registro de lecturas, las críticas al
populismo se extendían desde el concepto de pueblo alcanzando el plano de las
instituciones políticas, aquello que O’Donnell había llamado las “mediaciones de la
democracia”. Tiempo después, ya en el transcurso de los años 90, O’Donnell elabora el
concepto de democracia delegativa para caracterizar un nuevo tipo de ejercicio del poder
y de la representación democrática. Existen ostensibles similitudes con el concepto de
populismo, y en cierto modo el uso de populismo funciona como una anticipación menos
elaborada del concepto de democracia delegativa56. En este sentido, la democracia
delegativa adquiere mayor repercusión en un contexto académico y pierde efectividad y
55
Véase Ranciere (1996).
56
“¿Democracia delegativa?”, en Contrapuntos (1997).
recepción cuando ingresa al campo de los discursos políticos, donde el populismo
funciona como un concepto de disputa política y de significaciones más flexibles.
“Aunque sus orígenes no sean los mismos que los de la democracia liberal, hay una
dimensión sin la cual las democracias contemporáneas no podrían existir. Ésta es la
tradición republicana (etimológicamente, res publica, “la cosa pública”). Lo republicano
se basa en una cuidadosa distinción entre lo público y lo privado o personal. De ella surge
la idea del gobernante como servidor de la ciudadanía, en cuya representación administra
los intereses públicos. Éste es a su vez el fundamento del impero de la ley, que consagra
la distinción entre la esfera pública y la privada, somete las decisiones del gobernante a
sus reglas y sanciona sus eventuales violaciones. El gobernante y el funcionario no están,
en la concepción republicana, “por encima” de la ley; por el contrario, tienen especial
obligación de obedecerla. Esto está relacionado con la idea accountability (término que,
quizás no por casualidad, no tiene traducción literal en nuestros idiomas), que consta de
dos aspectos principales: uno, la ya mencionada obligación del gobernante y del
funcionario de someter sus actos a la ley; otro, la obligación del gobernante de rendir
cuentas por sus acciones con suficiente transparencia como para que la ciudadanía pueda
evaluar su gestión y al final ratificarla o rechazarla en elecciones limpias y competitivas.
Por ello la ciudadanía supone un gobierno no sólo democrático, sino también
republicano. La dimensión republicana es indispensable para la efectiva garantía de los
derechos de la democracia política” (Ob.cit.:241).
En este marco, surgen diferencias respecto a las consideraciones sobre el populismo visto
en perspectiva histórica. En el transcurso de los años que estamos indagando, la crítica se
realiza considerando sus aspectos conservadores en función de un proceso político más
profundo sobre el cual debería desarrollarse la sociedad naciente, si bien nunca dejan de
reconocerse sus logros en la esfera social. Nuevamente, la categoría de socialismo
cumple una función clave al momento de reponer un sentido de democracia que excluya
de sus significados al populismo. Si la noción de socialismo aparece en algunas ocasiones
para reemplazar y excluir al populismo57, de ese movimiento tampoco deben excluirse las
categorías de liberalismo y de república. En efecto, la idea de pacto, que había sido
incorporada al lenguaje intelectual a través del neo-contractualismo, también regulaba las
representaciones de esos años. En cierto modo y desde ese punto de vista, como lógica
política el pacto se contraponía a la matriz populista. Sin embargo, y si bien tanto el
liberalismo como el republicanismo se revelaban como soportes de legitimación, también
es cierto que las mismas concepciones de una democracia liberal o de un liberalismo
democrático habían entrado en crisis. En este sentido la reconstitución de la democracia
se realizaba sobre una experiencia histórica que debía reconocer simultáneamente esa
crisis en las concepciones, crisis que se hacía extensiva a la conformación de los sujetos
políticos en la esfera pública y que el sistema de partidos políticos por si sólo no podía
resolver. Estas ideas sobre la crisis de la política tuvieron mayor visibilidad
posteriormente, cuando esa situación fue asimilada a una crisis de la representación de los
partidos políticos y a las identidades que habían hallado en la matriz del bipartidismo la
canalización de sus intereses58. La crítica a “la razón populista” sobre la base de una
racionalidad argumentativa y deliberativa no resolvía el problema que se había detectado,
y eso habían comenzado a entender algunos de los intelectuales al considerar la
emergencia del neocorporativismo:
Con todo, la revalorización del liberalismo no agotaba -no podía agotar- la cuestión
populista, colocando en evidencia que sólo la democracia, siempre más rica en
determinaciones teóricas, podía brindar respuestas para lo que consideraban un problema
teórico y político a resolver. Durante esos años también se intenta discutir el populismo
desde un registro que permitiese la comprensión del propio concepto desde mediados de
siglo hasta esa actualidad. En esa dirección se dirigía el texto “Lo nacional-popular y los
57
Varios años después Portantiero seguirá presentando razones similares: “Es evidente que el alma nacional
popular ha doblegado en la izquierda argentina el alma liberalsocialista: la idea socialista hoy es,
predominantemente, una superación del nacionalismo popular” (citado en Filippi y Lafer: 119).
58
Sobre la crisis de la representación partidaria y de las identidades políticas en el período, véase Salas
Oroño (2012).
populismos realmente existentes”, escrito en 1981 por Emilio de Ipola y Juan Carlos
Portantiero, al abordar la categoría en el marco de la crisis del Estado social como forma
política de integración de las masas. Veamos cómo argumentaban:
59
Todas las citas corresponden a Salas Oroño (2012:142).
democracia política. En su visión, la fundación del orden democrático se sostenía sobre
una distancia hacia el pueblo, pues según él la socialización histórica de las clases más
desaventajadas carecía de representaciones sociales liberales. Desde una mirada más
elitista, la disociación entre democracia y masas no podía ser más pronunciada. Por su
polémico pero a su vez sugestivo contenido, vale la pena extendernos en la cita completa:
“En cuanto a la tradición política argentina, si la hay, no es tanto democrática cuanto, una
de tres, liberal, populista o autoritaria; con mayor precisión, liberal y autoritaria en la
paradójica fórmula habitual de las clases altas, liberal y populista en la de las medias, y
populista y autoritaria en la de las bajas. Ni siquiera en el espacio del discurso ideológico,
o de los textos formales e informales de la socialización, lo democrático cuenta en el país
toda la larga internalización que probablemente se necesite: lo que en tantos años haya
habido de inclinación popular o de vindicación plebiscitaria, que no es poco, no es la
misma cosa; ni, menos, cierta experiencia acostumbrada de trato igualizador en la
cotidianeidad de los sectores sociales, en particular los urbanos. Tampoco la dominante
orientación estatista de una amplia variedad de corrientes ideológicas tiene significación
democrática –no tiene la necesaria o no la ha tenido generalmente- en contra de lo
pretendido o supuesto por líneas doctrinarias y entendimientos comunes que suelen
relaciona democracia con preeminencia del Estado” (1987:69-70).
Las discusiones en torno a éste tópico representan un eje clave para comprender lo que
venimos argumentando, ya que agrupan un conjunto de nociones que interpelan a la
cultura política local. Por un lado, la crítica al concepto de populismo intenta poner de
relieve que la conformación de la política democrática con eje en el Estado no significa
una mayor democratización de la sociedad y de la esfera pública, argumento que también
es abordado por de Ipola y Portantiero, pero con mayor énfasis por Strasser. Por otro
lado, el rechazo del concepto tendía a desplazar, al mismo tiempo, a la noción de pueblo,
pues según ésta interpretación el populismo no tendía hacia una verdadera representación
de las voluntades populares, sino que las alienaba en el Estado. Así era comprendido esto
último nuevamente por de Ipola y Portantiero:
Y continúa:
“Se trata, por consiguiente, de un esfuerzo por situar el debate en torno a las libertades en
una coordenada en donde se intersecten dos planos, el del Estado tanto como el de la
sociedad civil. Limitarlo a sólo uno, el del Estado –entendido en el típico reduccionismo
politicista del liberalismo como pura sociedad política, como aquel mítico “gendarme
nocturno” del que habla Gramsci- no puede sino producir una visión deformada de la
cuestión de la libertad” (Ob.cit.:154).
Así, populismo deviene el nombre que en ese contexto viene a significar la exclusión de
lo político. Si para determinados intelectuales se vinculaba a una visión estado-céntrica,
pues pretendía reforzarse la sociabilidad política inscripta en la sociedad civil, para otros
la crítica encontraba sentido sobre la base de una propuesta diferente del concepto de
hegemonía, como lo demuestran las contribuciones de Portantiero sobre la tensión entre
una “hegemonía pluralista” y una “hegemonía organicista”. Sin embargo, en su
aplicación, el populismo funciona como un concepto negativo en relación a la
democracia y a la democratización política. Las formaciones conceptuales se generan a
partir de la exclusión de otros conceptos, de sus reversos; son operaciones teóricas que
tienden a reforzar el campo de pertenencia y la legitimidad de un discurso en un contexto
determinado, y en el que el populismo vino a ocupar un lugar central. La crítica al
populismo tuvo sus efectos. En el lenguaje articulado en los años de la transición,
cristalizó una noción de sujeto democrático de ascendencia político-institucional, en
tensión a un sujeto histórico interpelado e interpretado desde el campo social y popular.
5. Conclusiones: Actualidad socio-política de los conceptos históricos
En este contexto, el devenir social de las capas intelectuales no puede entenderse desde
una visión decadentista y romántica que supondría el paso de un momento de esplendor
al de su corrupción. Antes bien, la reconstrucción del contexto intelectual permite acceder
al marco general en el cual las producciones adquieren sentido histórico. Fundar
empíricamente la democracia supuso entablar un diálogo con su concepto en un registro
teórico, capturando el clima intelectual a la sazón imperante. Siempre hay un defasaje
entre el concepto y la realidad, distancia, falta y exceso que no se ubican, necesariamente,
como un nivel progresivo o atrasado de las formas históricas de consciencia social. El
orden de la significación conceptual participa de un lenguaje que obtiene mediaciones
intelectuales más amplias que su reducción a una base social determinada. El concepto no
tiene una única procedencia ni participa de un solo tipo de lenguaje, pero en cierto modo
los intelectuales son aquellos agentes que pretenden brindarle sistematicidad y coherencia
argumentativa a las categorías en juego. La idea de que los intelectuales produjeron
solamente una noción de democracia puramente formal no se condice con el estudio de
sus principales contribuciones, y en cambio, refuerza una lectura lineal en la relación de
los intelectuales con el período escogido. Es ostensible, tal como se ha intentado poner de
relieve a lo largo del libro, que la institución de una democracia formal era un piso
común insustituible, y sin embargo el proyecto de formación conceptual no podía
agotarse allí. Cierto que aquí deben señalarse algunas diferencias entre los intelectuales,
pues en casos como los de Guillermo O’Donnell y Carlos Strasser, se presentan lecturas
que tienden a colocar la formación del concepto en un registro fuertemente institucional.
Lo importante, sin embargo, es que en la creación intelectual confluyeron
contradictoriamente diferentes perspectivas, en cierto modo como un efecto de la acción
de recepción intelectual, pero también y para nada menor, por las condiciones objetivas
de un contexto político transicional. Es por ello que categorías como “neo-
contractualismo” o “pluralismo” son, en otro plano, el resultado de una reformulación de
las identidades políticas, cuestión que años más tarde será comprendida en un marco
conceptual elaborado como “crisis de representación”. En este sentido, no se entiende la
necesidad de la innovación conceptual sino se repone el marco más general desde el cual
la revisión y crítica del concepto de “izquierda” tuvo lugar. Es la ascendencia
fundamental de Norberto Bobbio -en quién algunos intelectuales encontraron un
referencia y un guía insustituible- la que contribuyó al desarrollo de estas tendencias en
las lecturas de la democracia, figura que terminó siendo clave en la gravitación política,
académica y conceptual de esos años.
La permanente vinculación que se ha planteado entre intelectuales y conceptos arroja la
inevitable pregunta sobre el carácter de influencia que tiene esta relación en los procesos
de cambio de la realidad. Asumiendo que no existe una relación directa, es decir, que por
si mismos los conceptos no transforman la realidad empírica, se pretendió avanzar hacia
una concepción donde sea posible pensar las formaciones conceptuales como marcos
modeladores de los comportamientos políticos, pero también como articuladores de
ideologías. En cierto sentido, es esa la apuesta constante de los estudios que intentan
poner en un diálogo común elementos de la historia intelectual y de la historia
conceptual, comprendiendo que hay un núcleo profundo que consiste en dar cuenta de
cómo las categorías históricas emergen, circulan y se articulan en la lógica social. En
definitiva, la elección de una apuesta intelectual donde los conceptos significativos que
estructuran los lenguajes de una época brinden alguna respuesta a la siempre compleja
comprensión de la sociedad.
Bibliografía