Вы находитесь на странице: 1из 33

0

l ibros del
Z o rz a l

JEAN BAUDRILLARD

¿Por qué todo no ha


desaparecido aún?
¿Por qué todo no ha
desaparecido aún?

Cuando hablo del tiempo, es porque


aún no es
Cuando hablo de un lugar, es porque
ha desaparecido
Cuando hablo de un hombre, es porque
ya ha muerto
Cuando hablo del tiempo, es porque
ya no es

Hablemos entonces del mundo de donde ha


desaparecido el hombre.
Se trata de desaparición, y no de agotamiento,
extinción o exterminio. El agotamiento de los re­
cursos y la extinción de las especies son procesos
físicos o fenómenos naturales.
Y allí radica toda la diferencia: es muy probable
que la especie humana sea la única que haya inven­
tado un modo específico de desaparición, que no
tiene nada que ver con la ley de la naturaleza. Tal
vez incluso un arte de la desaparición.
Comencemos por la desaparición de lo real.
Mucho se ha hablado del asesinato de la realidad
en la era de los medios, lo virtual y las redes (sin
preguntamos demasiado cuándo comenzó a exis­
tir lo real). Pero, si miramos de cerca, vemos que
en la época moderna el mundo real comienza con
la decisión de transformarlo, a través de la ciencia,
el conocimiento analítico del mundo y la puesta en
obra tecnológica, es decir, según'Hannah Árendt]
con la invención de un punto de Arquímedes fuera
del mundo (a partir de la invención del telescopio
por parte de Galileo y el descubrimiento del cálculo
matemático), por el cual se mantiene definitivamen­
te a distancia el mundo natural. Es el momento en
que el hombre, sin dejar de analizarlo y transfor­
marlo, se aleja del mundo, sin dejar de darle fuerza
de realidad. Así, pues, podemos decir que, paradóji­
camente, el mundo real comienza a desaparecer en
el momento mismo en que comienza a existir.
Por su facultad excepcional para conocer, el
hombre, al tiempo que da sentido, valor y reali­
dad al mundo, inicia, paralelamente, un proce­
so de disolución (“analizar” significa literalmente
“disolver”).
Pero sin dudas tenemos que remontarnos aún
más lejos: hasta el concepto y el lenguaje. Al re­
presentar las cosas, al nombrarlas, al conceptua-
lizarlas, el hombre hace que existan y al mismo
tiempo las precipita hacia su pérdida, las distingue
sutilmente de su realidad bruta. Así, la lucha de
clases existe a partir del momento en que Marx la
nombra. Pero muy probablemente no exista, en su
mayor intensidad, sino hasta antes de ser nombra­
da. Luego sólo decrece. El momento en que una
cosa es nombrada, cuando la representación y el
concepto se apoderan de ella, es el momento en
que comienza a perder su energía (a riesgo de con­
vertirse en una verdad o de imponerse como ideo­
logía) . Podemos decir lo mismo del inconsciente y
el momento en que Freud lo descubre. El concepto
aparece cuando una cosa comienza a desaparecer.
La lechuza -dice Hegel- se levanta al
atardecer.

La globalización: si tanto se habla de ella, como


de una evidencia, como de una realidad incues­
tionable, tal vez sea porque ya no está en el apo­
geo de su movimiento y nos enfrentamos a algo
diferente.
_Así, lo real se desvanece en el concepto. Pero
lo que es aún más paradójico es el movimiento
exactamente inverso, por el cual el concepto y la
idea (pero también el fantasma, la utopía, el sueño,
el deseo) se desvanecen en su propia realización.
Cuando todo desaparece por exceso de realidad,
cuando, gracias al despliegue de una tecnología sin
límites, tan mental como material, el hombre está
en condiciones de ir hasta el límite de sus posibili­
dades y por ello mismo desaparece, dejando lugar
a .un mundo artificial, que lo expulsa, a una perfor­
mance integral que de alguna manera es el estadio
supremo del materialismo (Marx: el estadio idea­
lista de la interpretación y la transformación irre­
sistible que lleva a un mundo sin nosotros). E se}
mundo es perfectamente objetivo, puesto que ya ,
no hay nadie para verlo. Como se ha vuelto mera­
mente operativo, ya no necesita de nuestra repre­
sentación, es más, ya no hay una representación
posible de ese mundo.
Porque, si bien lo propio del hombre es no ir
hasta el límite de sus posibilidades, al objeto técni­
co le resulta esencial agotar las suyas, e incluso ir
mucho más allá, trazando así la línea de demarca­
ción definitiva entre él y el ser humano, hasta des­
plegar infinitas posibilidades de funcionamiento
contra el hombre mismo e implicar a más o menos
largo plazo su desaparición.
En consecuencia, el mundo moderno que en­
treveía Marx, impulsado por el trabajo de lo nega­
tivo, por el motor de la contradicción, se convirtió,
gracias al exceso mismo de su cumplimiento, en
otro mundo donde, para existir, las cosas ni siquie­
ra necesitan de su contrario, donde la luz ya no
necesita de la sombra, donde lo femenino ya no
necesita de lo masculino (¿o al contrario?), donde
el Bien ya no necesita del Mal: donde el mundo ya
no necesita de nosotros.
Es allí donde vemos que el modo de desapari­
ción de lo humano (y, por supuesto, de todo lo que
se relaciona con él: la obsolescencia de Günther
Anders, la agonía de los valores, etc.) es resultado,
precisamente, de una lógica interna, de una obso­
lescencia integrada, de la efectuación, por parte de
la especie, de su proyecto más grandioso, el pro-
yecto prometeico de dominio del universo, de un
!conpcim ;ntQ exhaustivo -y que es eso mismo lo
que lo precipita hacia su desaparición- mucho más
veloz que las especies animales, por la aceleración
que imprime a una evolución que ya no tiene nada
de natural. Y no según una pulsión de muerte cual­
quiera, una disposición involutiva, regresiva, ha­
cia formas indiferenciadas, sino, al contrario, me­
diante una impulsión por ir lo más lejos posible,
en la expresión de todo su poder, de todas sus fa­
cultades, hasta soñar, precisamente, con abolir la
muerte.
Ahora bien, lo más sorprendente es que esto
lleva a lo mismo. El intento extremo de la vida (del
Eros, si por ello entendemos el despliegue de todas
las facultades, la profundización de la ciencia, la
conciencia y el goce) llega al mismo resultado de
desaparición virtual de la especie humana, como
si en alguna parte su destino estuviera programa­
do y sólo fuéramos los ejecutores a largo plazo de
ese programa (lo cual hace irresistible pensar en la
apoteosis, ese proceso por el que algunas células
desencadenan su autodestrucción).
lo d o esto puede dar la impresión o foqar la ilu­
sión de una estrategia fatal, de una evolución al tér­
mino de la cual habríamos franqueado ese punto,
ese vanishingpoint del que habla Canetti, donde, sin
darse cuenta, el género humano habría salido de la
realidad y de la historia, donde toda distinción de lo
verdadero y lo falso habría desaparecido, etc.
En tal caso, estamos nosotros y nuestro cuer­
po; ya sólo seríamos el miembro fantasma, el es­
labón débil, la enfermedad infantil de un aparato
tecnológico que nos domina de lejos (así como el
pensamiento sólo sería la enfermedad infantil de la
inteligencia artificial o el ser humano, la enferme­
dad infantil de la máquina, o lo real, la enfermedad
infantil de lo virtual).
Todo esto sigue estando encerrado dentro de
una perspectiva evolucionista que concibe todo se­
gún una trayectoria lineal, desde el origen hasta el
final, desde la causa hasta el efecto, desde el naci­
miento hasta la muerte, desde la aparición hasta la
desaparición.
Pero la desaparición puede ser pensada de otra
manera, como un acontecimiento singular y el ob­
jeto de un deseo específico, el deseo de ya no es­
tar allí, que no es para nada negativo, sino muy al
contrario: puede ser el deseo de ver a qué se pare­
ce el mundo en nuestra ausencia (fotografía) o de
ver más allá del fin, más allá del sujeto, más allá
de toda significación, más allá del horizonte de la
desaparición, si es que aún hay un acontecimiento
del mundo, una aparición no programada de las
cosas. U n ámbito de la apariencia pura, del mundo
tal cual es (y no del mundo real, que nunca es sino
el de la representación) y que sólo puede surgir de
la desaparición de todos los valores agregados.
Esas son las premisas de un arte de la desapari­
ción, de otra estrategia. Disolución de los valores,
de lo real, de las ideologías, de los fines últimos.
Pero simultáneamente un juego, la posibilidad
de un juego con todo esto, de un arte (pero para
nada en el sentido cultural y estético) más cercano
a un arte marcial.
El arte mismo, en la época moderna, sólo exis­
te basado en su desaparición, no solamente el arte
de hacer que lo real desaparezca en provecho de
otra escena, sino también el de abolirse a sí mis-
mo a lo largo de su ejercicio (Hegel). Era esto jus­
tamente lo que resultaba sorprendente, lo que era
un desafío capital (digo bien: “era”, porque hoy el
arte, aunque ha desaparecido, no lo sabe y, lo que
es peor, prosigue su trayectoria en estado de coma
irreversible).
Y el arte se convierte en el oaradiema de todo
lo que sobrevive a su propia desaparición. Están
aquellos que juegan con su desaparición, que jue­
gan con él como con una forma viva, por exceso,
y están aquellos que se encuentran en estado de!
desaparición y la sobreviven por defecto. Es cla­
ro que la escena política, por ejemplo, sólo refleja
las sombras de una caverna y de los seres que allí
se mueven, desencamados, pero sin saberlo (la lis­
ta de todo lo que ha desaparecido de esta manera
-instituciones, valores, individuos- sería demasia­
do largade enumerar). Lamentablemente, es muy
posible que en adelante nosotros mismos, como es­
pecie, formemos parte -por ejemplo, en forma de
clonación, de informatización y de redes- de esta
supervivencia artificial, de esta prolongación a per­
petuidad de algo que ha desaparecido pero que no
termina de desaparecer. Mientras que todo el arte
es saber des. parecer antes de morir y en lugar de
morir.
De todas maneras, nada se borra pura y simple­
mente, y de todo lo que desaparece quedan rastros.
El problema es qué queda cuando todo ha desapa:
recido. Es un poco como el gato de Cheshire en
Lewis Carroll, cuya sonrisa flota aún después de
que su forma se ha desvanecido. O como el juicio
de Dios: Dios desaparece, pero deja detrás de sí su
juicio. Pero si una sonrisa de gato ya es aterrado­
ra, la sonrisa sin el gato lo es aún mucho más... El
juicio de Dios es en sí aterrador, pero el juicio de
Dios sin Dios...

Así, podemos pensar que todo lo que desapare­


ce,-las instituciones, los valores, las prohibiciones,
las ideologías, las ideas mismas- sigue llevando una
vida clandestina y ejerciendo una influencia oculta,
<;omo se ha dicho de los dioses antiguos que en la
era cristiana tomaron la forma de demonios. Todo
lo que desaparece infiltra nuestra vida en dosis in­
finitesimales, a menudo más peligrosas que la ins­
tancia visible que nos dominaba. En nuestra época
de tolerancia y transparencia, las prohibiciones, los
controles, las desigualdades desaparecen uno por
uno, pero sólo para interiorizarse mejor en la esfe­
ra mental. Incluso podríamos imaginar que segui­
mos las huellas de nuestras vidas anteriores, por
no hablar del inconsciente. Nada desaparece nun­
ca. Pero no hagamos parapsicología y miremos un
poco por el lado de la desaparición del sujeto, que
es un poco la imagen en espejo de la de lo real.
En efecto, el sujeto se pierde, el sujeto como
instancia de voluntad, de libertad, de representa­
ción, el sujeto del poder, del saber, de la historia,
aquél desaparece, pero deja tras de sí a su espec­
tro, su doble narcisista, un poco como el gato de­
jaba flotar su sonrisa. El sujeto desaparece, pero
en provecho de una subjetividad difusa, flotante
y sin sustancia, ectoplasma que lo envuelve todo
y lo transforma en una inmensa superficie de re­
verberación de una conciencia vacía, desencama­
da -cosas todas que brillan con una subjetividad
sin objeto-, donde cada mónada, cada molécula
está presa en las redes de un narcisismo definitivo,
de un retomo-imagen perpetuo. Ésta es la imagen
de una subjetividad de fin del mundo, de donde
ha desaparecido el sujeto como tal, que ya no debe
enfrentarse con nada. El sujeto es víctima de esta
peripecia fatal, a la que, en un sentido, ya nada se
opone, ni el objeto, ni lo real, ni el Otro.
Nuestros más grandes adversarios ya sólo nos
amenazan con su desaparición.
[La Gran Desaparición] pues, no es simplemen­
te la de la transmutación virtual de las cosas, la de
la puesta en abismo de la realidad, sino la de la di-
visión al infinito del sujeto, la de la pulverización
en cadena de la conciencia en todos los intersticios
de la realidad. En última instancia, la conciencia (la
voluntad, la libertad) está en todas partes, se con­
funde con el curso de las cosas y, a partir de allí, se
convierte en superflua. Es el análisis que también
hacía de la religión el propio cardenal Ratzinger:
una religión que se asimila al mundo, que se pone
á tono con el mundo (político, social, etc.) se vuel­
ve superfluaj Por esta misma ra 3n, por haberse
confundido cada vez más con la banalidad objeti­
va, el arte se volvió superfluo al dejar de diferen­
ciarse de la vida.
Por lo demás, podemos alegar que existe una
desaparición positiva, la de la violencia, la amena­
za, la enfermedad o la muerte, pero sabemos que
todo lo que se reprime, lo que se elimina de este
modo, termina en una infiltración maligna, viral,
del cuerpo social e individual.

Es imposible, pues, asignar la desaparición,


como forma, a tal o cual fin (no más que la apari­
ción, por lo demás), ya sea en el orden del Bien o
en el del Mal. Por fuera de todos los fantasmas que
mantenemos alrededor de ella, y en la esperanza
completamente justificada de ver que determinado
número de cosas desaparece definitivamente, hay
que dar a la desaparición su prestigio o, muy sim­
plemente, su poder, su impacto, hay que volver a
investirla no como dimensión final, sino como di­
mensión inmanente, incluso diría como dimensión
vital de la existencia. Nada vive sino en base a su
’^saparición y, si queremos^ interpretar las cosas
con toda lucidez, hay que hacerlo en función de su
desaparición. No hay mejor grilla de análisis.
Como conclusión, insistiré en la ambigüedad
total de nuestra relación con lo real y su desapari­
ción. Detrás de cada imagen, algo ha desaparecido,
1y esto es lo que la vuelve fascinante. Detrás de la
realidad virtual, en todas sus formas (telemática,
informática, digital, etc.), lo real ha desaparecido,
y es esto lo que fascina a todo el mundo. Según la
versión oficial, profesamos un culto a lo real y al
principio de realidad, pero -y allí está todo el sus­
pense actual-, ¿realmente profesamos un culto a lo
real?, ¿o a su desaparición?
Así, pues, podemos vivir la misma situación
global, exactamente la misma, como una maldición
-según la versión crítica vulgar- o como un goce
refugio, una fatalidad de algún manera feliz.
Doble postulado contradictorio, para el que no
hay resolución.
El mejor ejemplo de este desvanecimiento sis­
temático de una realidad, cuyo crepúsculo de algu-
na manera saboreamos, sería el destino actual de
la imagen, la desaparición de la imagen en el paso
inexorable de lo analógico a lo digital. El destino
de la imagen es ejemplar, puesto que la invención
de la imagen técnica en todas sus formas es nuestra
última gran invención en la búsqueda encarnizada
de una realidad “objetiva”, de una verdad objetiva,
cuyo espejo nos habría sido dado por la técnica...
Ahora bien, parecería que el espejo hubiera entra­
do en el juego y hubiera transformado todo en una
“realidad” virtual, numérica, informática, digital
(puesto que el destino de la imagen sólo era el de­
talle ínfimo de esta revolución antropológica).

Sobre lo hegemónico y lo digital...


Cuando todo desaparece por exceso de reali­
dad, gracias al despliegue de una tecnología sin lí­
mites, material o mental, cuando el hombre está en
condiciones de ir hasta el límite de sus posibilida­
des, entra por esta misma razón en un mundo que
lo expulsa. Porque si lo propio del ser vivo es no ir
hasta el límite de sus posibilidades, es la esencia del
Objeto técnico agotar Fas suyas y desplegarlas hacia
y contra todo, incluso contra el hombre mismo,
lo cual implica, en un plazo más o menos largo,
su desaparición. Al final de este proceso irresisti­
ble que lleva a un universo perfectamente objetivo,
que es de alguna manera el estadio supremo de la
realidad, ya no hay sujeto, ya no hay nadie para
verlo. Ese mundo ya no necesita de nosotros ni de
nuestra representación (de todas formas, ya no hay
representación posible).
No hay mejor analogía para ilustrar este paso a
lo hegemónico que la de la foto que se vuelve di­
gital, liberada al mismo tiempo del negativo y del
mundo real. Y las consecuencias, tanto de lo uno
como de lo otro, son incalculables (a diferentes
escalas, claro está). Fin de una presencia singular
del objeto, puesto que puede ser construido digi­
talmente. Fin del momento singular del acto foto­
gráfico, puesto que la imagen puede ser inmediata­
mente borrada o recompuesta. Fin del testimonio
irrefutable del negativo. Al mismo tiempo desapa­
recen lo diferido y la distancia, ese espacio en blan­
co entre el objeto y la imagen que constituye el
estadio del negativo. La foto argéntea >es una ima­
gen producida por el mundo, que también implica,
gracias al medio de la película, una dimensión de
la representación. La imagen digital, por su parte,
es una imagen directamente salida de la pantalla,
que viene a sumergirse en la masa de todas las de­
más imágenes salidas de la pantalla. Pertenece al
orden del flujo y está cautiva del funcionamiento
automático de la máquina. Cuando el cálculo y lo
digital predominan sobre la forma, cuando el soft­
ware predomina sobre la mirada, ¿podemos seguir
hablando de fotografía?

Todo esto no es una simple peripecia técnica: con


este giro de lo digital, lo que se sacrifica, lo que defi­
nitivamente se condena es toda la fotografía analógi­
ca, toda la imagen, concebida como la convergencia
de la luz que proviene del objeto y la que provie­
ne de la mirada. En el camino de la digitalización,
pronto ya no encontraremos la película, la superficie
sensible donde las cosas venían a inscribirse negati­
vamente. Sólo quedará un software de imágenes, un
efecto digital en una milmillonésima de píxel y, al
mismo tiempo, una facilidad insospechada de toma
de vista, de retomo-imagen, de fotosíntesis de todo.
Metafóricamente, lo que desaparece en el adveni-
miento de lo digital es toda la riqueza del juego de la
presencia y la ausencia, de la aparición y la desapari­
ción (el acto fotográfico hace que, por un breve ins­
tante, se desvanezca el objeto en su “realidad” -no
hay nada similar en la imagen virtual ni en la toma
digital, sin contar con la magia del surgimiento de la
imagen en el revelado-), lo que desaparece es toda
la riqueza del gesto fotográfico.
Lo que cambia con esto es el mundo, y la vi­
sión del mundo.

Sobre todo en estos últimos tiempos de progre­


so tecnológico ultrarrápido, nació la idea absurda
de “liberar” lo real por medio de la imagen y de “li­
berar” la imagen por medio de lo digital. La “libe­
ración” de lo real y la de la imagen pasarían por la
profusión y la proliferación. Es olvidar el desafío,
el riesgo que constituye el paso al acto fotográfico,
la fragilidad y la ambivalencia de la relación con el
objeto; el “fracaso” de la mirada, podríamos decir:
todo esto es esencial a la fotografía, ¡y es algo esca­
so! ¡No liberamos a la fotografía!
Una vez más, todo esto es sólo un ínfimo ejem­
plo de lo que adviene masivamente, en todos los
ámbitos. En particular, en los del pensamiento, el
concepto, el lenguaje y la representación. E l mismo
destino de digitalización acosa al universo mental y a toda
la extensión del pensamiento.

Es el mismo libreto, palabra por palabra: con la


construcción numérica del 0/1, que es una especie
de cálculo integral, lo que desaparece es toda la ar­
ticulación simbólica del lenguaje y el pensamiento.
Pronto ya no habrá más superficie sensible de con­
frontación, ni suspense del pensamiento entre la ilu­
sión y la realidad, ni blanco, ni silencio, ni contra­
dicción, sino un solo flujo continuo, un solo circuito
integrado. Y la inteligencia informática se presta, o
mejor, nos fuerza -como lo digital para la imagen- a
la misma facilidad, a la misma versatilidad de pro­
ducción y acumulación, de “fotosíntesis” de todo lo
real posible. La ilusión -gigantesca- es confundir el
pensamiento con una proliferación del cálculo o la
foto con una proliferación de las imágenes. Y cuan­
to más lejos vayamos en este sentido, más nos aleja­
remos del secreto y el placer de una y otra. Síntoma
de ello es el privilegio exorbitante que se otorga
al, cerebro, no sólo en las neurociencias, sino tam­
bién en todos los campos. Sin hablar de la recien­
te propuesta de Le Lay sobre la gestión del tiempo
de cerebro humano disponible (para la publicidad
de Coca-Cola), que el responsable de Cultura del
Ayuntamiento de París, Christophe Girard, pudo
superar en cinismo involuntario y ridiculez: “¡Lo
que nosotros queremos es hacer que el cerebro hu­
mano esté disponible, no para la publicidad y el ca­
pital, sino para la Cultura y la Creación!”.
Como sea, el contrasentido total es convertir el
cerebro en un receptor, en una terminal sináptica,
en una pantalla de imaginería cerebral en tiempo
real (y, en este sentido, en última instancia es me­
nos absurdo poner en correlación un cerebro “fun­
cional” y un mercado publicitario que convertirlo
en soporte de la “Creación”. ..). En suma, según el
supuesto aberrante de toda la teoría de la comuni­
cación (“Somos todos receptores y emisores que
se ignoran mutuamente”) y en la medida en que
se convierte el cerebro en un modelo informático,
en una súper máquina a imagen y semejanza de
otras máquinas digitales, cerebro y realidad (vir­
tual) ya no pueden sino funcionar en interfaz, en
bucle o en espejo, según el mismo programa (y el
todo da como resultado lo que llamamos “inteli­
gencia artificial”). En este marco, hemos privilegia­
do definitivamente el cerebro como fuente estraté­
gica del pensamiento, le aseguramos -a expensas
de toda otra forma de inteligencia, en particular la
del Mal, relegada a la zona de las funciones inúti­
les- la Hegemonía, el poder hegemónico, exacta­
mente a imagen y semejanza de la que reina en la
esfera geopolítica. Mismo monopolio, misma sínte­
sis piramidal de los poderes.
Todo esto caracteriza un proceso hegemónico
global, y es la razón por la cual nuestra excursión
por la fotografía y lo digital vale como micromode-
lo de un análisis generalizado sobre la hegemonía,
Porque ésta no es más que la resorción de toda ne-
gatividad en las cuestiones humanas, la reducción
a la fórmula más simple, unitaria, sin alternativa.
del 0/1 (mera diferencia de potencial en la que nos
gustaría ver cómo se desvanecen digitalmente to­
dos los conflictos).

La violencia contra la imagen


La violencia última provocada a la imagen es la
de la imagen de síntesis, surgida ex nihilo del cálculo
digital y la computadora.
Incluso se terminó la imaginación de la ima­
gen, de su “ilusión” fundamental, pues, en la ope­
ración de síntesis, la referencia ya no existe e inclu­
so lo real mismo ya no tiene lugar para tener lugar,
puesto que inmediatamente es producido como
Realidad Virtual.
La producción numérica y digital borra la ima­
gen como amlogon, borra lo real como algo que
puede ser “imaginado”. El acto fotográfico, ese
momento de desaparición, del sujeto y del obje­
to a la vez, en la misma confrontación instantánea
-el disparador que anula el mundo y la mirada
por un instante, una síncopa, una pequeña muer­
te que dispara la hazaña maquínica de la imagen-,
ese momento desaparece en el processing digital y
numérico.
Todo esto lleva inevitablemente a la muerte de
la fotografía como medio original. La esencia mis-
ma de la fotografía desaparece con la imagen ana­
lógica. Esta última todavía daba testimonio de una
última presencia en directo del sujeto con el objeto.
Aplazamiento último a la diseminación y la embes­
tida digital que nos espera.
El problema de la referencia ya era un proble­
ma casi insoluble: ¿Qué es lo real? ¿Qué es la re­
presentación? Pero mientras que, con lo Virtual,
desaparece el referente, se desvanece, en la progra­
mación técnica de la imagens cuando ya no hay un
mundo real frente a una película sensible (lo mis­
mo para el lenguaje, que es como la película sensi­
ble de las ideas), entonces ya no hay, en el fondo,
ninguna representación posible.

Hay algo aún más grave. Lo que distingue a la


imagen analógica es que en ella se juega una for­
ma de desaparición, de distancia, de detención en
el mundo. Ésa nada en el centro de la imagen de la
que hablaba Warhol.
Mientras que, en lo digital o, de modo general,
en la imagen de síntesis, ya no hay negativo, ya no
hay algo “diferido”. Nada muere allí, nada desapa­
rece. La imagen ya no es sino el resultado de una
instrucción y de un programa, agravado por la di­
fusión automática de un soporte en otro: computa­
dora, teléfono móvil, pantalla de televisión, etc., la
automaticidad de la red, que responde a la automa-
ticidad de la construcción de la imagen.
Entonces, ¿hay que salvar la ausencia, el va­
cío?, ¿hay que salvar esa nada en el centro de la
imagen?
Sustraer el sentido, en todo caso, hace que apa­
rezca lo esencial, es decir: que la imagen es más im-
portante que aquello de lo que habla (así como el
lenguaje es más importante que lo que significa).

Pero, de alguna manera, también debe perma­


necer extraña a sí misma. No pensarse como me­
dio, no tomarse por una imagen. Seguir siendo .
una ficción, una fábula y, de este modo, hacerse
eco de la ficción insoluble del acontecimiento. No
quedarse atrapada en su propia trampa ni dejarse
encerrar en el retorno-imagen.
Para nosotros, justamente, lo peor es la imposi­
bilidad de un mundo sin retomo-imagen, sin que
sea constantemente retomado, captado, filmado,
fotografiado, incluso antes de ser visto. Peligro
mortal para el mundo “real”, pero también para la
imagen, ya que, cuando se confunde con lo real y
sólo se sumerge en lo real y lo recicla, ya no hay
imagen, al menos como excepción, como ilusión,
como universo paralelo. En el flujo visual que nos
sumerge, ni siquiera tiene tiempo de convertirse en
imagen.
Pienso en una imagen que sea la escritura auto­
mática de la singularidad del mundo, tal como la
soñaron los Iconoclastas, en la famosa controversia
de Bizancio. Éstos sólo tomaban como auténtica la
imagen donde la divinidad estaba inmediatamente
presente, como en el velo de la Santa Faz, escritura
automática del rostro divino, sin ninguna interven­
ción de la mano humana (“aqueiropoiética”), en
una suerte de decalcomanía análoga al negativo de
la película fotográfica. En cambio, discutían violen­
tamente todos los iconos fabricados por la mano
del hombre (“queiropoiéticas ”). que para ellos sólo
eran simulacros de lo divino.
El acto fotográfico, por el contrario, es en cierta
forma “aqueiropoiética”. Así, la fotografía -escri­
tura automática de la luz, sin pasar por lo real y la
idea de real- sería, mediante esta automaticidad, el
prototipo de una literalidad del mundo franqueada
por la mano del hombre. Como el mundo se pro­
duciría como ilusión radical, como traza pura, sin
ninguna simulación, sin intervención humana, y
sobre todo no como verdad, porque si hay un pro­
ducto por excelencia del espíritu humano, ésa es la
verdad y la realidad objetiva.
Hay una gran afectación en dar un sentido a la
imagen fotográfica. Es hacer que los objetos posen.
Y las cosas mismas comienzan a posar a la luz del
sentido, desde el momento en que sienten sobre sí
la mirada de un sujeto.

¿No tenemos la fantasía profunda, desde siem­


pre, de un mundo que funcione sin nosotros? ¿La
tentación poética de ver el mundo en nuestra au­
sencia, exento de toda voluntad humana, demasia­
do humana? El placer intenso del lenguaje poético
es ver que el lenguaje funciona por sí mismo, en su
materialidad, en su literalidad, sin pasar por el sen­
tido, esto es lo que nos fascina. Lo mismo sucede
con el anagrama, la anamorfosis, la “figura oculta
en el tapiz”. The vanishinz point of the language.

¿Acaso la fotografía no funcionaría también


como reveladora, en el doble sentido de la palabra
(técnico y metafísico), de la “imagen oculta en el
tapiz”? The vanishing point of the picture.

Es casi una fatalidad para la foto que la serie,


-para la razón, que la cámara fotográfica (sobre
todo la digital)- tienda hacia la explotación infinita
de sus posibilidades. A falta de una intuición so­
bre el detalle del mundo, por no agotar el sentido
y la apariencia del mundo, la imagen serial y digi­
tal llena el vacío mediante su propia desmultipli­
cación. Llegamos, en un caso límite como el nues­
tro actual, a una sucesión irresistible de la toma de
vistas.
Pero ya no es una foto y, literalmente hablando,
ni siquiera es una imagen. Éstas formarían parte
más bien del homicidio de la imagen. Asesinato
que continuamente perpetran todas las imágenes
que se acumulan en series, en secuencias “temáti-
cas” que ilustran hasta el cansancio el mismo acon­
tecimiento, que creen acumularse y que, de hecho,
se anulan mutuamente, hasta el grado cero de la
información.
Así, se ejerce violencia contra el mundo, pero
también se ejerce violencia contra la imagen, con­
tra la soberanía de las imágenes. Ahora bien, es
preciso que una imagen sea soberana, que tenga
su propio espacio simbólico. Si están vivas -la ca­
lidad “estética” no se pone en cuestión-, asegu­
ran este espacio simbólico eliminando una infini­
dad de otras. Hay una rivalidad perpetua entre
las (verdaderas) imágenes. Pero hoy se da exac­
tamente lo inverso con lo digital, donde el desfile
de las imágenes se parece a la secuenciación del
genoma.
La perspectiva inversa sería la fotografía en su
abstracción pura -cosa mentale-, la visión en la ca­
beza de un mundo ya fotografiado -sin que haya
necesidad de materializarlo mediante la toma foto­
gráfica-, imaginando el mundo tal como lo cambia
el objetivo. De cierta forma, el éxtasis interior de
la fotografía.
Desregulación total de la imagen: la foto puede
perderse en una fragmentación alucinante, en un
delirio técnico de visibilidad a todo precio, donde
todo exige aparecer, en una escala fractal y micros­
cópica. Ya no se trata de una desaparición en el
juego de la forma¿ sino de una sustitución automá-
tica, donde el mundo hace lapping de sí mismo de
una imagen a otra exactamente, así como el indivi­
duo puede disolverse en la diáspora mental de las
redes, y alcanzar de ese modo una espectralidad
definitiva.
El estadio último de esta desregulación es la
imagen de síntesis. Desde las fotos trucadas de
Diana agonizante hasta los reportajes fabricados
en estudio, se terminó la toma de imágenes en di­
recto, en un instante irrevocable último resplandor
de actualidad, en una dimensión virtual donde la
imagen ya no tiene nada que ver con el tiempo.
Ya no queda nada en la imagen virtual de esa
exactitud puntual, de ese “punctum” en el tiempo
de la imagen analógica. Antes, en el tiempo del
“mundo real”, si puede decirse, la fotografía, según
Barthes, daba testimonio de una ausencia inapela­
ble, de algo que había estado presente de una vez
por todas. La foto digital, por su parte, ocurre e n .
tiempo real y da testimonio de algo que no ha teni­
do lugar pero cuya ausencia no significa nada.
En esta liberalización digital del acto fotográfi­
co, en ese proceso impersonal donde es el propio
medio el que genera las imágenes en cadena, sin
otra intercesión que la técnica, podemos ver la for­
ma acabada de la serialidad. De algún modo, en el
campo de la imagen, es el equivalente de la inteli­
gencia artificial. Así, podemos considerar las imá­
genes captadas por una cámara digital, de modo
global, como una serie infinita, con todas las po­
sibilidades de manipulación, de juego, de correc­
ción, de retomo-imagen, todas cosas impensables
en el mundo “analógico”.
También es el fin de todo suspense, la imagen
está allí al mismo tiempo que la escena: promiscui­
dad ridicula (¡qué maravilla, en contraste, la lenta
y progresiva aparición de la imagen en el polaroicñ).
[Esto es lo que le falta a lo digital: el tiempo de
; aparición, a falta de lo cual sólo es un jsegmento
aleatorio de la pixelización universal, que ya no
j/tiene nada que ver con la mirada, ni con el juego
/
del negativo y la distancia. Nueva visión del mun­
do, la misma que la de la globalización, sumisión
de todas cosas a un mismo programa, sumisión de
todas las imágenes a un mismo “genoma”. Es por
ello que hay un error en considerar el paso a lo di­
gital como un simple progreso técnico, como un
automatismo superior, incluso una liberación defi-
nitiva de la imagen.
Porque ése es el colmo: que, a través de lo di-
gital, se quiso abrir el camino hacia la imagen in­
tegral,Jibre de toda restricción proveniente de los
confines de lo real. Ahora bien, no creemos forzar
la analogía si extendemos esta misma revolución al
ser humano en general, libre a partir de ahora, gra­
cias a esta inteligencia digital, de moverse en una
individualidad integral, libre de toda historia y de
toda restricción subjetiva...
Al término del aumento de poder de esta má­
quina en la que se resume toda la inteligencia hu­
mana, y que por ende está asegurada por una auto­
nomía total, es claro que el hombre no existe sino
al precio de su propia muerte. Sólo se vuelve in­
mortal al precio de su propia muerte. Sólo se vuel­
ve inmortal al precio de su desaparición tecnológi­
ca, de su inscripción en el orden digital (la diáspora
mental de las redes).
Símbolo de una dispersión viva, la araña ideal, que
teje su tela y que a su vez es tejida simultáneamente
por su tela. O mejor aún: no soy la mosca que se ve
atrapada en la tela ni la araña que teje su tela, soy la
tela misma, que brilla en todas direcciones, sin nin­
gún centro ni nada que se parezca a mi propio ser.

Pero esto es la forma abierta de la inmortalidad


y, en realidad, lo que concierne a la especie huma­
na, la elección está hecha y se encarna en la supre­
macía de la Inteligencia Artificial.

De los confines de esta desaparición sistemática


-donde todo lleva a pensar que es umversalmen­
te aceptada, pero cuya dinámica en el fondo sigue
siendo misteriosa (“¿Con qué sueñan los corderos
digitales?” Dick)-, surgen algunas preguntas in­
quietantes, paradójicas:
1. ¿Todo está condenado a desaparecer? o, más
precisamente, ¿todavía no desapareció todo? (lo
cual se une con la muy lejana paradoja provenien­
te de una filosofía que nunca tuvo lugar: ¿ p o r q u é
NO HAY NADA EN LUGAR DE ALGO?).
2. ¿Por aué todo no es universal?
3. Estamos fascinados por la fantasía de una
realidad integral, por el comienzo y el fin de una
programación digital. Lo real es el leitmotiv y la ob­
sesión de todos los discursos. ¿Pero no estamos
fascinados, más que por lo real, por el desvaneci­
miento de lo real, por su ineluctable desaparición?
4. De allí surge una pregunta verdaderamente
misteriosa: ¿cómo este irresistible poder mundial
logra indiferenciar el mundo, aniquilarlo en su ex­
trema singularidad? ¿Y cómo el mundo puede ser
tan vulnerable a esta liquidación, a esta dictadura
de la realidad integral y estar fascinado por esto,
no exactamente por lo real, sino por la desapa­
rición de la realidad? Pero hay un corolario: ¿de
dónde proviene la fragilidad, la vulnerabilidad de
este poder mundial ante acontecimientos menores
o insignificantes en sí (rogue events, terrorismo, pero
también las imágenes de Abu Ghraib, etc.)?
Muy probablemente, para no responder a estas
preguntas, hay que referirse a esta otra revolución
antropológica, exactamente antitética de nuestra
“revolución” actual de lo digital, y de la que nun­
ca se habla (incluso podríamos decir que nunca ha
sido verdaderamente un tema, salvo en herejías rá­
pidamente sacrificadas).
La d u a l id a d . La regla de oro, inviolable, de la
dualidad. Es inútil, además, remontarse a las raíces
de la antropología para volver a encontrar lo radical
del ser humano, está en todas partes, es aquél que
no sólo deja eternamente en suspenso las pregun­
tas planteadas más arriba, sino que eternamente
fracasa en las empresas humanas (fundadas todas
en la síntesis, la integralidad y el olvido deliberado
de todas las formas refractarias, de todo lo que no
puede o quiere integrarse o reconciliarse...).
El hombre n o r m a l vive, fundamentalmente,
siempre en dependencia, o contra-dependencia; de
su modelo (cualquiera sea: modelo de acción, pro­
yecto social o imaginario), pero al mismo tiempo
en un desafío permanente con ese mismo modelo.
Está motivado y contramotivado en el mismo mo­
vimiento. No hay necesidad de psicología ni de psi­
coanálisis, ni tampoco de ninguna ciencia humana
para eso. Sólo existen para reconciliar lo irreconci­
liable. Consecuencia: el ser humano siempre hace
a la vez lo que es necesario para que su modelo
funcione y todo lo que es necesario para que fraca­
se^ Allí tampoco hay necesidad de desfallecimien­
to, o de perversión, o de pulsión de muerte. El ser
humano saca esta energía antagonista, precisamen­
te, de su dualidad primaria. Esto es así en el hom­
bre normal, y todo lo que se esfuerce por reconci­
liarlo consigo mismo y encontrar una solución a
las preguntas planteadas más arriba da muestras
de superstición y mistificación.4

4Afortunadamente, según Stanislaw Lee, se puede confiar en la


inteligencia de los hombres. Hay muchas cosas que no llegan a
comprender.
El a n o r m a l hoy es el que sólo vive en adhesión
unilateral y positiva con lo que es o lo que hace.
Sometimiento, requisa integral (el ser perfectamen­
te normalizado). Aquellos son innumerables, pues­
to que están relacionados con la realidad, con su
propia realidad, mediante el honramiento de toda
consideración dual e insoluble. Y el misterio de
esta cristalización positiva, de este levantamiento
de la duda en el mundo real, forzosamente real, si­
gue siendo completo. Esto plantea toda la cuestión
de la inteligencia del(IVLal)
Somos simplificados por la manipulación
técnica.
Y esta simplificación sigue un curso delirante
cuando llegamos a la manipulación digital.
¿En qué. se convierte entonces la ventrilocuaci-
dad del M al? Lo mismo que para la radicalidad de
antes: cuando abandona al individuo, reconcilia­
do consigo mismo y homogeneizado por la gracia
de lo digital, cuando ha desaparecido todo pensa­
miento crítico, entonces la radicalidad sucede en
las cosas. La ventrilocuacidad del Mal sucede en la
técnica misma.
Pues la dualidad no puede ser borrada ni liqui­
dada: es la regla del juego, la regla de una suerte
de pacto inviolable, que sella la reversibilidad de
las cosas.
Así, pues, si su propia duplicidad abandona al
hombre, entonces los roles se invierten: la que des-
carrila, falla y se vuelve perversa, diabólica, ven­
trílocua, es la máquina. La duplicidad pasa alegre­
mente al otro lado.
Si la ironía subjetiva desaparece -y en el juego
digital lo hace-, entonces la ironía se hace objetiva.
O se hace silencio.

Al principio era el Verbo. Sólo después vino el


Silencio.

El final mismo ha desaparecido...

Enero de 2007

Вам также может понравиться