desaparecido aún? ¿Por qué todo no ha desaparecido aún?
Cuando hablo del tiempo, es porque
aún no es Cuando hablo de un lugar, es porque ha desaparecido Cuando hablo de un hombre, es porque ya ha muerto Cuando hablo del tiempo, es porque ya no es
Hablemos entonces del mundo de donde ha
desaparecido el hombre. Se trata de desaparición, y no de agotamiento, extinción o exterminio. El agotamiento de los re cursos y la extinción de las especies son procesos físicos o fenómenos naturales. Y allí radica toda la diferencia: es muy probable que la especie humana sea la única que haya inven tado un modo específico de desaparición, que no tiene nada que ver con la ley de la naturaleza. Tal vez incluso un arte de la desaparición. Comencemos por la desaparición de lo real. Mucho se ha hablado del asesinato de la realidad en la era de los medios, lo virtual y las redes (sin preguntamos demasiado cuándo comenzó a exis tir lo real). Pero, si miramos de cerca, vemos que en la época moderna el mundo real comienza con la decisión de transformarlo, a través de la ciencia, el conocimiento analítico del mundo y la puesta en obra tecnológica, es decir, según'Hannah Árendt] con la invención de un punto de Arquímedes fuera del mundo (a partir de la invención del telescopio por parte de Galileo y el descubrimiento del cálculo matemático), por el cual se mantiene definitivamen te a distancia el mundo natural. Es el momento en que el hombre, sin dejar de analizarlo y transfor marlo, se aleja del mundo, sin dejar de darle fuerza de realidad. Así, pues, podemos decir que, paradóji camente, el mundo real comienza a desaparecer en el momento mismo en que comienza a existir. Por su facultad excepcional para conocer, el hombre, al tiempo que da sentido, valor y reali dad al mundo, inicia, paralelamente, un proce so de disolución (“analizar” significa literalmente “disolver”). Pero sin dudas tenemos que remontarnos aún más lejos: hasta el concepto y el lenguaje. Al re presentar las cosas, al nombrarlas, al conceptua- lizarlas, el hombre hace que existan y al mismo tiempo las precipita hacia su pérdida, las distingue sutilmente de su realidad bruta. Así, la lucha de clases existe a partir del momento en que Marx la nombra. Pero muy probablemente no exista, en su mayor intensidad, sino hasta antes de ser nombra da. Luego sólo decrece. El momento en que una cosa es nombrada, cuando la representación y el concepto se apoderan de ella, es el momento en que comienza a perder su energía (a riesgo de con vertirse en una verdad o de imponerse como ideo logía) . Podemos decir lo mismo del inconsciente y el momento en que Freud lo descubre. El concepto aparece cuando una cosa comienza a desaparecer. La lechuza -dice Hegel- se levanta al atardecer.
La globalización: si tanto se habla de ella, como
de una evidencia, como de una realidad incues tionable, tal vez sea porque ya no está en el apo geo de su movimiento y nos enfrentamos a algo diferente. _Así, lo real se desvanece en el concepto. Pero lo que es aún más paradójico es el movimiento exactamente inverso, por el cual el concepto y la idea (pero también el fantasma, la utopía, el sueño, el deseo) se desvanecen en su propia realización. Cuando todo desaparece por exceso de realidad, cuando, gracias al despliegue de una tecnología sin límites, tan mental como material, el hombre está en condiciones de ir hasta el límite de sus posibili dades y por ello mismo desaparece, dejando lugar a .un mundo artificial, que lo expulsa, a una perfor mance integral que de alguna manera es el estadio supremo del materialismo (Marx: el estadio idea lista de la interpretación y la transformación irre sistible que lleva a un mundo sin nosotros). E se} mundo es perfectamente objetivo, puesto que ya , no hay nadie para verlo. Como se ha vuelto mera mente operativo, ya no necesita de nuestra repre sentación, es más, ya no hay una representación posible de ese mundo. Porque, si bien lo propio del hombre es no ir hasta el límite de sus posibilidades, al objeto técni co le resulta esencial agotar las suyas, e incluso ir mucho más allá, trazando así la línea de demarca ción definitiva entre él y el ser humano, hasta des plegar infinitas posibilidades de funcionamiento contra el hombre mismo e implicar a más o menos largo plazo su desaparición. En consecuencia, el mundo moderno que en treveía Marx, impulsado por el trabajo de lo nega tivo, por el motor de la contradicción, se convirtió, gracias al exceso mismo de su cumplimiento, en otro mundo donde, para existir, las cosas ni siquie ra necesitan de su contrario, donde la luz ya no necesita de la sombra, donde lo femenino ya no necesita de lo masculino (¿o al contrario?), donde el Bien ya no necesita del Mal: donde el mundo ya no necesita de nosotros. Es allí donde vemos que el modo de desapari ción de lo humano (y, por supuesto, de todo lo que se relaciona con él: la obsolescencia de Günther Anders, la agonía de los valores, etc.) es resultado, precisamente, de una lógica interna, de una obso lescencia integrada, de la efectuación, por parte de la especie, de su proyecto más grandioso, el pro- yecto prometeico de dominio del universo, de un !conpcim ;ntQ exhaustivo -y que es eso mismo lo que lo precipita hacia su desaparición- mucho más veloz que las especies animales, por la aceleración que imprime a una evolución que ya no tiene nada de natural. Y no según una pulsión de muerte cual quiera, una disposición involutiva, regresiva, ha cia formas indiferenciadas, sino, al contrario, me diante una impulsión por ir lo más lejos posible, en la expresión de todo su poder, de todas sus fa cultades, hasta soñar, precisamente, con abolir la muerte. Ahora bien, lo más sorprendente es que esto lleva a lo mismo. El intento extremo de la vida (del Eros, si por ello entendemos el despliegue de todas las facultades, la profundización de la ciencia, la conciencia y el goce) llega al mismo resultado de desaparición virtual de la especie humana, como si en alguna parte su destino estuviera programa do y sólo fuéramos los ejecutores a largo plazo de ese programa (lo cual hace irresistible pensar en la apoteosis, ese proceso por el que algunas células desencadenan su autodestrucción). lo d o esto puede dar la impresión o foqar la ilu sión de una estrategia fatal, de una evolución al tér mino de la cual habríamos franqueado ese punto, ese vanishingpoint del que habla Canetti, donde, sin darse cuenta, el género humano habría salido de la realidad y de la historia, donde toda distinción de lo verdadero y lo falso habría desaparecido, etc. En tal caso, estamos nosotros y nuestro cuer po; ya sólo seríamos el miembro fantasma, el es labón débil, la enfermedad infantil de un aparato tecnológico que nos domina de lejos (así como el pensamiento sólo sería la enfermedad infantil de la inteligencia artificial o el ser humano, la enferme dad infantil de la máquina, o lo real, la enfermedad infantil de lo virtual). Todo esto sigue estando encerrado dentro de una perspectiva evolucionista que concibe todo se gún una trayectoria lineal, desde el origen hasta el final, desde la causa hasta el efecto, desde el naci miento hasta la muerte, desde la aparición hasta la desaparición. Pero la desaparición puede ser pensada de otra manera, como un acontecimiento singular y el ob jeto de un deseo específico, el deseo de ya no es tar allí, que no es para nada negativo, sino muy al contrario: puede ser el deseo de ver a qué se pare ce el mundo en nuestra ausencia (fotografía) o de ver más allá del fin, más allá del sujeto, más allá de toda significación, más allá del horizonte de la desaparición, si es que aún hay un acontecimiento del mundo, una aparición no programada de las cosas. U n ámbito de la apariencia pura, del mundo tal cual es (y no del mundo real, que nunca es sino el de la representación) y que sólo puede surgir de la desaparición de todos los valores agregados. Esas son las premisas de un arte de la desapari ción, de otra estrategia. Disolución de los valores, de lo real, de las ideologías, de los fines últimos. Pero simultáneamente un juego, la posibilidad de un juego con todo esto, de un arte (pero para nada en el sentido cultural y estético) más cercano a un arte marcial. El arte mismo, en la época moderna, sólo exis te basado en su desaparición, no solamente el arte de hacer que lo real desaparezca en provecho de otra escena, sino también el de abolirse a sí mis- mo a lo largo de su ejercicio (Hegel). Era esto jus tamente lo que resultaba sorprendente, lo que era un desafío capital (digo bien: “era”, porque hoy el arte, aunque ha desaparecido, no lo sabe y, lo que es peor, prosigue su trayectoria en estado de coma irreversible). Y el arte se convierte en el oaradiema de todo lo que sobrevive a su propia desaparición. Están aquellos que juegan con su desaparición, que jue gan con él como con una forma viva, por exceso, y están aquellos que se encuentran en estado de! desaparición y la sobreviven por defecto. Es cla ro que la escena política, por ejemplo, sólo refleja las sombras de una caverna y de los seres que allí se mueven, desencamados, pero sin saberlo (la lis ta de todo lo que ha desaparecido de esta manera -instituciones, valores, individuos- sería demasia do largade enumerar). Lamentablemente, es muy posible que en adelante nosotros mismos, como es pecie, formemos parte -por ejemplo, en forma de clonación, de informatización y de redes- de esta supervivencia artificial, de esta prolongación a per petuidad de algo que ha desaparecido pero que no termina de desaparecer. Mientras que todo el arte es saber des. parecer antes de morir y en lugar de morir. De todas maneras, nada se borra pura y simple mente, y de todo lo que desaparece quedan rastros. El problema es qué queda cuando todo ha desapa: recido. Es un poco como el gato de Cheshire en Lewis Carroll, cuya sonrisa flota aún después de que su forma se ha desvanecido. O como el juicio de Dios: Dios desaparece, pero deja detrás de sí su juicio. Pero si una sonrisa de gato ya es aterrado ra, la sonrisa sin el gato lo es aún mucho más... El juicio de Dios es en sí aterrador, pero el juicio de Dios sin Dios...
Así, podemos pensar que todo lo que desapare
ce,-las instituciones, los valores, las prohibiciones, las ideologías, las ideas mismas- sigue llevando una vida clandestina y ejerciendo una influencia oculta, <;omo se ha dicho de los dioses antiguos que en la era cristiana tomaron la forma de demonios. Todo lo que desaparece infiltra nuestra vida en dosis in finitesimales, a menudo más peligrosas que la ins tancia visible que nos dominaba. En nuestra época de tolerancia y transparencia, las prohibiciones, los controles, las desigualdades desaparecen uno por uno, pero sólo para interiorizarse mejor en la esfe ra mental. Incluso podríamos imaginar que segui mos las huellas de nuestras vidas anteriores, por no hablar del inconsciente. Nada desaparece nun ca. Pero no hagamos parapsicología y miremos un poco por el lado de la desaparición del sujeto, que es un poco la imagen en espejo de la de lo real. En efecto, el sujeto se pierde, el sujeto como instancia de voluntad, de libertad, de representa ción, el sujeto del poder, del saber, de la historia, aquél desaparece, pero deja tras de sí a su espec tro, su doble narcisista, un poco como el gato de jaba flotar su sonrisa. El sujeto desaparece, pero en provecho de una subjetividad difusa, flotante y sin sustancia, ectoplasma que lo envuelve todo y lo transforma en una inmensa superficie de re verberación de una conciencia vacía, desencama da -cosas todas que brillan con una subjetividad sin objeto-, donde cada mónada, cada molécula está presa en las redes de un narcisismo definitivo, de un retomo-imagen perpetuo. Ésta es la imagen de una subjetividad de fin del mundo, de donde ha desaparecido el sujeto como tal, que ya no debe enfrentarse con nada. El sujeto es víctima de esta peripecia fatal, a la que, en un sentido, ya nada se opone, ni el objeto, ni lo real, ni el Otro. Nuestros más grandes adversarios ya sólo nos amenazan con su desaparición. [La Gran Desaparición] pues, no es simplemen te la de la transmutación virtual de las cosas, la de la puesta en abismo de la realidad, sino la de la di- visión al infinito del sujeto, la de la pulverización en cadena de la conciencia en todos los intersticios de la realidad. En última instancia, la conciencia (la voluntad, la libertad) está en todas partes, se con funde con el curso de las cosas y, a partir de allí, se convierte en superflua. Es el análisis que también hacía de la religión el propio cardenal Ratzinger: una religión que se asimila al mundo, que se pone á tono con el mundo (político, social, etc.) se vuel ve superfluaj Por esta misma ra 3n, por haberse confundido cada vez más con la banalidad objeti va, el arte se volvió superfluo al dejar de diferen ciarse de la vida. Por lo demás, podemos alegar que existe una desaparición positiva, la de la violencia, la amena za, la enfermedad o la muerte, pero sabemos que todo lo que se reprime, lo que se elimina de este modo, termina en una infiltración maligna, viral, del cuerpo social e individual.
Es imposible, pues, asignar la desaparición,
como forma, a tal o cual fin (no más que la apari ción, por lo demás), ya sea en el orden del Bien o en el del Mal. Por fuera de todos los fantasmas que mantenemos alrededor de ella, y en la esperanza completamente justificada de ver que determinado número de cosas desaparece definitivamente, hay que dar a la desaparición su prestigio o, muy sim plemente, su poder, su impacto, hay que volver a investirla no como dimensión final, sino como di mensión inmanente, incluso diría como dimensión vital de la existencia. Nada vive sino en base a su ’^saparición y, si queremos^ interpretar las cosas con toda lucidez, hay que hacerlo en función de su desaparición. No hay mejor grilla de análisis. Como conclusión, insistiré en la ambigüedad total de nuestra relación con lo real y su desapari ción. Detrás de cada imagen, algo ha desaparecido, 1y esto es lo que la vuelve fascinante. Detrás de la realidad virtual, en todas sus formas (telemática, informática, digital, etc.), lo real ha desaparecido, y es esto lo que fascina a todo el mundo. Según la versión oficial, profesamos un culto a lo real y al principio de realidad, pero -y allí está todo el sus pense actual-, ¿realmente profesamos un culto a lo real?, ¿o a su desaparición? Así, pues, podemos vivir la misma situación global, exactamente la misma, como una maldición -según la versión crítica vulgar- o como un goce refugio, una fatalidad de algún manera feliz. Doble postulado contradictorio, para el que no hay resolución. El mejor ejemplo de este desvanecimiento sis temático de una realidad, cuyo crepúsculo de algu- na manera saboreamos, sería el destino actual de la imagen, la desaparición de la imagen en el paso inexorable de lo analógico a lo digital. El destino de la imagen es ejemplar, puesto que la invención de la imagen técnica en todas sus formas es nuestra última gran invención en la búsqueda encarnizada de una realidad “objetiva”, de una verdad objetiva, cuyo espejo nos habría sido dado por la técnica... Ahora bien, parecería que el espejo hubiera entra do en el juego y hubiera transformado todo en una “realidad” virtual, numérica, informática, digital (puesto que el destino de la imagen sólo era el de talle ínfimo de esta revolución antropológica).
Sobre lo hegemónico y lo digital...
Cuando todo desaparece por exceso de reali dad, gracias al despliegue de una tecnología sin lí mites, material o mental, cuando el hombre está en condiciones de ir hasta el límite de sus posibilida des, entra por esta misma razón en un mundo que lo expulsa. Porque si lo propio del ser vivo es no ir hasta el límite de sus posibilidades, es la esencia del Objeto técnico agotar Fas suyas y desplegarlas hacia y contra todo, incluso contra el hombre mismo, lo cual implica, en un plazo más o menos largo, su desaparición. Al final de este proceso irresisti ble que lleva a un universo perfectamente objetivo, que es de alguna manera el estadio supremo de la realidad, ya no hay sujeto, ya no hay nadie para verlo. Ese mundo ya no necesita de nosotros ni de nuestra representación (de todas formas, ya no hay representación posible). No hay mejor analogía para ilustrar este paso a lo hegemónico que la de la foto que se vuelve di gital, liberada al mismo tiempo del negativo y del mundo real. Y las consecuencias, tanto de lo uno como de lo otro, son incalculables (a diferentes escalas, claro está). Fin de una presencia singular del objeto, puesto que puede ser construido digi talmente. Fin del momento singular del acto foto gráfico, puesto que la imagen puede ser inmediata mente borrada o recompuesta. Fin del testimonio irrefutable del negativo. Al mismo tiempo desapa recen lo diferido y la distancia, ese espacio en blan co entre el objeto y la imagen que constituye el estadio del negativo. La foto argéntea >es una ima gen producida por el mundo, que también implica, gracias al medio de la película, una dimensión de la representación. La imagen digital, por su parte, es una imagen directamente salida de la pantalla, que viene a sumergirse en la masa de todas las de más imágenes salidas de la pantalla. Pertenece al orden del flujo y está cautiva del funcionamiento automático de la máquina. Cuando el cálculo y lo digital predominan sobre la forma, cuando el soft ware predomina sobre la mirada, ¿podemos seguir hablando de fotografía?
Todo esto no es una simple peripecia técnica: con
este giro de lo digital, lo que se sacrifica, lo que defi nitivamente se condena es toda la fotografía analógi ca, toda la imagen, concebida como la convergencia de la luz que proviene del objeto y la que provie ne de la mirada. En el camino de la digitalización, pronto ya no encontraremos la película, la superficie sensible donde las cosas venían a inscribirse negati vamente. Sólo quedará un software de imágenes, un efecto digital en una milmillonésima de píxel y, al mismo tiempo, una facilidad insospechada de toma de vista, de retomo-imagen, de fotosíntesis de todo. Metafóricamente, lo que desaparece en el adveni- miento de lo digital es toda la riqueza del juego de la presencia y la ausencia, de la aparición y la desapari ción (el acto fotográfico hace que, por un breve ins tante, se desvanezca el objeto en su “realidad” -no hay nada similar en la imagen virtual ni en la toma digital, sin contar con la magia del surgimiento de la imagen en el revelado-), lo que desaparece es toda la riqueza del gesto fotográfico. Lo que cambia con esto es el mundo, y la vi sión del mundo.
Sobre todo en estos últimos tiempos de progre
so tecnológico ultrarrápido, nació la idea absurda de “liberar” lo real por medio de la imagen y de “li berar” la imagen por medio de lo digital. La “libe ración” de lo real y la de la imagen pasarían por la profusión y la proliferación. Es olvidar el desafío, el riesgo que constituye el paso al acto fotográfico, la fragilidad y la ambivalencia de la relación con el objeto; el “fracaso” de la mirada, podríamos decir: todo esto es esencial a la fotografía, ¡y es algo esca so! ¡No liberamos a la fotografía! Una vez más, todo esto es sólo un ínfimo ejem plo de lo que adviene masivamente, en todos los ámbitos. En particular, en los del pensamiento, el concepto, el lenguaje y la representación. E l mismo destino de digitalización acosa al universo mental y a toda la extensión del pensamiento.
Es el mismo libreto, palabra por palabra: con la
construcción numérica del 0/1, que es una especie de cálculo integral, lo que desaparece es toda la ar ticulación simbólica del lenguaje y el pensamiento. Pronto ya no habrá más superficie sensible de con frontación, ni suspense del pensamiento entre la ilu sión y la realidad, ni blanco, ni silencio, ni contra dicción, sino un solo flujo continuo, un solo circuito integrado. Y la inteligencia informática se presta, o mejor, nos fuerza -como lo digital para la imagen- a la misma facilidad, a la misma versatilidad de pro ducción y acumulación, de “fotosíntesis” de todo lo real posible. La ilusión -gigantesca- es confundir el pensamiento con una proliferación del cálculo o la foto con una proliferación de las imágenes. Y cuan to más lejos vayamos en este sentido, más nos aleja remos del secreto y el placer de una y otra. Síntoma de ello es el privilegio exorbitante que se otorga al, cerebro, no sólo en las neurociencias, sino tam bién en todos los campos. Sin hablar de la recien te propuesta de Le Lay sobre la gestión del tiempo de cerebro humano disponible (para la publicidad de Coca-Cola), que el responsable de Cultura del Ayuntamiento de París, Christophe Girard, pudo superar en cinismo involuntario y ridiculez: “¡Lo que nosotros queremos es hacer que el cerebro hu mano esté disponible, no para la publicidad y el ca pital, sino para la Cultura y la Creación!”. Como sea, el contrasentido total es convertir el cerebro en un receptor, en una terminal sináptica, en una pantalla de imaginería cerebral en tiempo real (y, en este sentido, en última instancia es me nos absurdo poner en correlación un cerebro “fun cional” y un mercado publicitario que convertirlo en soporte de la “Creación”. ..). En suma, según el supuesto aberrante de toda la teoría de la comuni cación (“Somos todos receptores y emisores que se ignoran mutuamente”) y en la medida en que se convierte el cerebro en un modelo informático, en una súper máquina a imagen y semejanza de otras máquinas digitales, cerebro y realidad (vir tual) ya no pueden sino funcionar en interfaz, en bucle o en espejo, según el mismo programa (y el todo da como resultado lo que llamamos “inteli gencia artificial”). En este marco, hemos privilegia do definitivamente el cerebro como fuente estraté gica del pensamiento, le aseguramos -a expensas de toda otra forma de inteligencia, en particular la del Mal, relegada a la zona de las funciones inúti les- la Hegemonía, el poder hegemónico, exacta mente a imagen y semejanza de la que reina en la esfera geopolítica. Mismo monopolio, misma sínte sis piramidal de los poderes. Todo esto caracteriza un proceso hegemónico global, y es la razón por la cual nuestra excursión por la fotografía y lo digital vale como micromode- lo de un análisis generalizado sobre la hegemonía, Porque ésta no es más que la resorción de toda ne- gatividad en las cuestiones humanas, la reducción a la fórmula más simple, unitaria, sin alternativa. del 0/1 (mera diferencia de potencial en la que nos gustaría ver cómo se desvanecen digitalmente to dos los conflictos).
La violencia contra la imagen
La violencia última provocada a la imagen es la de la imagen de síntesis, surgida ex nihilo del cálculo digital y la computadora. Incluso se terminó la imaginación de la ima gen, de su “ilusión” fundamental, pues, en la ope ración de síntesis, la referencia ya no existe e inclu so lo real mismo ya no tiene lugar para tener lugar, puesto que inmediatamente es producido como Realidad Virtual. La producción numérica y digital borra la ima gen como amlogon, borra lo real como algo que puede ser “imaginado”. El acto fotográfico, ese momento de desaparición, del sujeto y del obje to a la vez, en la misma confrontación instantánea -el disparador que anula el mundo y la mirada por un instante, una síncopa, una pequeña muer te que dispara la hazaña maquínica de la imagen-, ese momento desaparece en el processing digital y numérico. Todo esto lleva inevitablemente a la muerte de la fotografía como medio original. La esencia mis- ma de la fotografía desaparece con la imagen ana lógica. Esta última todavía daba testimonio de una última presencia en directo del sujeto con el objeto. Aplazamiento último a la diseminación y la embes tida digital que nos espera. El problema de la referencia ya era un proble ma casi insoluble: ¿Qué es lo real? ¿Qué es la re presentación? Pero mientras que, con lo Virtual, desaparece el referente, se desvanece, en la progra mación técnica de la imagens cuando ya no hay un mundo real frente a una película sensible (lo mis mo para el lenguaje, que es como la película sensi ble de las ideas), entonces ya no hay, en el fondo, ninguna representación posible.
Hay algo aún más grave. Lo que distingue a la
imagen analógica es que en ella se juega una for ma de desaparición, de distancia, de detención en el mundo. Ésa nada en el centro de la imagen de la que hablaba Warhol. Mientras que, en lo digital o, de modo general, en la imagen de síntesis, ya no hay negativo, ya no hay algo “diferido”. Nada muere allí, nada desapa rece. La imagen ya no es sino el resultado de una instrucción y de un programa, agravado por la di fusión automática de un soporte en otro: computa dora, teléfono móvil, pantalla de televisión, etc., la automaticidad de la red, que responde a la automa- ticidad de la construcción de la imagen. Entonces, ¿hay que salvar la ausencia, el va cío?, ¿hay que salvar esa nada en el centro de la imagen? Sustraer el sentido, en todo caso, hace que apa rezca lo esencial, es decir: que la imagen es más im- portante que aquello de lo que habla (así como el lenguaje es más importante que lo que significa).
Pero, de alguna manera, también debe perma
necer extraña a sí misma. No pensarse como me dio, no tomarse por una imagen. Seguir siendo . una ficción, una fábula y, de este modo, hacerse eco de la ficción insoluble del acontecimiento. No quedarse atrapada en su propia trampa ni dejarse encerrar en el retorno-imagen. Para nosotros, justamente, lo peor es la imposi bilidad de un mundo sin retomo-imagen, sin que sea constantemente retomado, captado, filmado, fotografiado, incluso antes de ser visto. Peligro mortal para el mundo “real”, pero también para la imagen, ya que, cuando se confunde con lo real y sólo se sumerge en lo real y lo recicla, ya no hay imagen, al menos como excepción, como ilusión, como universo paralelo. En el flujo visual que nos sumerge, ni siquiera tiene tiempo de convertirse en imagen. Pienso en una imagen que sea la escritura auto mática de la singularidad del mundo, tal como la soñaron los Iconoclastas, en la famosa controversia de Bizancio. Éstos sólo tomaban como auténtica la imagen donde la divinidad estaba inmediatamente presente, como en el velo de la Santa Faz, escritura automática del rostro divino, sin ninguna interven ción de la mano humana (“aqueiropoiética”), en una suerte de decalcomanía análoga al negativo de la película fotográfica. En cambio, discutían violen tamente todos los iconos fabricados por la mano del hombre (“queiropoiéticas ”). que para ellos sólo eran simulacros de lo divino. El acto fotográfico, por el contrario, es en cierta forma “aqueiropoiética”. Así, la fotografía -escri tura automática de la luz, sin pasar por lo real y la idea de real- sería, mediante esta automaticidad, el prototipo de una literalidad del mundo franqueada por la mano del hombre. Como el mundo se pro duciría como ilusión radical, como traza pura, sin ninguna simulación, sin intervención humana, y sobre todo no como verdad, porque si hay un pro ducto por excelencia del espíritu humano, ésa es la verdad y la realidad objetiva. Hay una gran afectación en dar un sentido a la imagen fotográfica. Es hacer que los objetos posen. Y las cosas mismas comienzan a posar a la luz del sentido, desde el momento en que sienten sobre sí la mirada de un sujeto.
¿No tenemos la fantasía profunda, desde siem
pre, de un mundo que funcione sin nosotros? ¿La tentación poética de ver el mundo en nuestra au sencia, exento de toda voluntad humana, demasia do humana? El placer intenso del lenguaje poético es ver que el lenguaje funciona por sí mismo, en su materialidad, en su literalidad, sin pasar por el sen tido, esto es lo que nos fascina. Lo mismo sucede con el anagrama, la anamorfosis, la “figura oculta en el tapiz”. The vanishinz point of the language.
¿Acaso la fotografía no funcionaría también
como reveladora, en el doble sentido de la palabra (técnico y metafísico), de la “imagen oculta en el tapiz”? The vanishing point of the picture.
Es casi una fatalidad para la foto que la serie,
-para la razón, que la cámara fotográfica (sobre todo la digital)- tienda hacia la explotación infinita de sus posibilidades. A falta de una intuición so bre el detalle del mundo, por no agotar el sentido y la apariencia del mundo, la imagen serial y digi tal llena el vacío mediante su propia desmultipli cación. Llegamos, en un caso límite como el nues tro actual, a una sucesión irresistible de la toma de vistas. Pero ya no es una foto y, literalmente hablando, ni siquiera es una imagen. Éstas formarían parte más bien del homicidio de la imagen. Asesinato que continuamente perpetran todas las imágenes que se acumulan en series, en secuencias “temáti- cas” que ilustran hasta el cansancio el mismo acon tecimiento, que creen acumularse y que, de hecho, se anulan mutuamente, hasta el grado cero de la información. Así, se ejerce violencia contra el mundo, pero también se ejerce violencia contra la imagen, con tra la soberanía de las imágenes. Ahora bien, es preciso que una imagen sea soberana, que tenga su propio espacio simbólico. Si están vivas -la ca lidad “estética” no se pone en cuestión-, asegu ran este espacio simbólico eliminando una infini dad de otras. Hay una rivalidad perpetua entre las (verdaderas) imágenes. Pero hoy se da exac tamente lo inverso con lo digital, donde el desfile de las imágenes se parece a la secuenciación del genoma. La perspectiva inversa sería la fotografía en su abstracción pura -cosa mentale-, la visión en la ca beza de un mundo ya fotografiado -sin que haya necesidad de materializarlo mediante la toma foto gráfica-, imaginando el mundo tal como lo cambia el objetivo. De cierta forma, el éxtasis interior de la fotografía. Desregulación total de la imagen: la foto puede perderse en una fragmentación alucinante, en un delirio técnico de visibilidad a todo precio, donde todo exige aparecer, en una escala fractal y micros cópica. Ya no se trata de una desaparición en el juego de la forma¿ sino de una sustitución automá- tica, donde el mundo hace lapping de sí mismo de una imagen a otra exactamente, así como el indivi duo puede disolverse en la diáspora mental de las redes, y alcanzar de ese modo una espectralidad definitiva. El estadio último de esta desregulación es la imagen de síntesis. Desde las fotos trucadas de Diana agonizante hasta los reportajes fabricados en estudio, se terminó la toma de imágenes en di recto, en un instante irrevocable último resplandor de actualidad, en una dimensión virtual donde la imagen ya no tiene nada que ver con el tiempo. Ya no queda nada en la imagen virtual de esa exactitud puntual, de ese “punctum” en el tiempo de la imagen analógica. Antes, en el tiempo del “mundo real”, si puede decirse, la fotografía, según Barthes, daba testimonio de una ausencia inapela ble, de algo que había estado presente de una vez por todas. La foto digital, por su parte, ocurre e n . tiempo real y da testimonio de algo que no ha teni do lugar pero cuya ausencia no significa nada. En esta liberalización digital del acto fotográfi co, en ese proceso impersonal donde es el propio medio el que genera las imágenes en cadena, sin otra intercesión que la técnica, podemos ver la for ma acabada de la serialidad. De algún modo, en el campo de la imagen, es el equivalente de la inteli gencia artificial. Así, podemos considerar las imá genes captadas por una cámara digital, de modo global, como una serie infinita, con todas las po sibilidades de manipulación, de juego, de correc ción, de retomo-imagen, todas cosas impensables en el mundo “analógico”. También es el fin de todo suspense, la imagen está allí al mismo tiempo que la escena: promiscui dad ridicula (¡qué maravilla, en contraste, la lenta y progresiva aparición de la imagen en el polaroicñ). [Esto es lo que le falta a lo digital: el tiempo de ; aparición, a falta de lo cual sólo es un jsegmento aleatorio de la pixelización universal, que ya no j/tiene nada que ver con la mirada, ni con el juego / del negativo y la distancia. Nueva visión del mun do, la misma que la de la globalización, sumisión de todas cosas a un mismo programa, sumisión de todas las imágenes a un mismo “genoma”. Es por ello que hay un error en considerar el paso a lo di gital como un simple progreso técnico, como un automatismo superior, incluso una liberación defi- nitiva de la imagen. Porque ése es el colmo: que, a través de lo di- gital, se quiso abrir el camino hacia la imagen in tegral,Jibre de toda restricción proveniente de los confines de lo real. Ahora bien, no creemos forzar la analogía si extendemos esta misma revolución al ser humano en general, libre a partir de ahora, gra cias a esta inteligencia digital, de moverse en una individualidad integral, libre de toda historia y de toda restricción subjetiva... Al término del aumento de poder de esta má quina en la que se resume toda la inteligencia hu mana, y que por ende está asegurada por una auto nomía total, es claro que el hombre no existe sino al precio de su propia muerte. Sólo se vuelve in mortal al precio de su propia muerte. Sólo se vuel ve inmortal al precio de su desaparición tecnológi ca, de su inscripción en el orden digital (la diáspora mental de las redes). Símbolo de una dispersión viva, la araña ideal, que teje su tela y que a su vez es tejida simultáneamente por su tela. O mejor aún: no soy la mosca que se ve atrapada en la tela ni la araña que teje su tela, soy la tela misma, que brilla en todas direcciones, sin nin gún centro ni nada que se parezca a mi propio ser.
Pero esto es la forma abierta de la inmortalidad
y, en realidad, lo que concierne a la especie huma na, la elección está hecha y se encarna en la supre macía de la Inteligencia Artificial.
De los confines de esta desaparición sistemática
-donde todo lleva a pensar que es umversalmen te aceptada, pero cuya dinámica en el fondo sigue siendo misteriosa (“¿Con qué sueñan los corderos digitales?” Dick)-, surgen algunas preguntas in quietantes, paradójicas: 1. ¿Todo está condenado a desaparecer? o, más precisamente, ¿todavía no desapareció todo? (lo cual se une con la muy lejana paradoja provenien te de una filosofía que nunca tuvo lugar: ¿ p o r q u é NO HAY NADA EN LUGAR DE ALGO?). 2. ¿Por aué todo no es universal? 3. Estamos fascinados por la fantasía de una realidad integral, por el comienzo y el fin de una programación digital. Lo real es el leitmotiv y la ob sesión de todos los discursos. ¿Pero no estamos fascinados, más que por lo real, por el desvaneci miento de lo real, por su ineluctable desaparición? 4. De allí surge una pregunta verdaderamente misteriosa: ¿cómo este irresistible poder mundial logra indiferenciar el mundo, aniquilarlo en su ex trema singularidad? ¿Y cómo el mundo puede ser tan vulnerable a esta liquidación, a esta dictadura de la realidad integral y estar fascinado por esto, no exactamente por lo real, sino por la desapa rición de la realidad? Pero hay un corolario: ¿de dónde proviene la fragilidad, la vulnerabilidad de este poder mundial ante acontecimientos menores o insignificantes en sí (rogue events, terrorismo, pero también las imágenes de Abu Ghraib, etc.)? Muy probablemente, para no responder a estas preguntas, hay que referirse a esta otra revolución antropológica, exactamente antitética de nuestra “revolución” actual de lo digital, y de la que nun ca se habla (incluso podríamos decir que nunca ha sido verdaderamente un tema, salvo en herejías rá pidamente sacrificadas). La d u a l id a d . La regla de oro, inviolable, de la dualidad. Es inútil, además, remontarse a las raíces de la antropología para volver a encontrar lo radical del ser humano, está en todas partes, es aquél que no sólo deja eternamente en suspenso las pregun tas planteadas más arriba, sino que eternamente fracasa en las empresas humanas (fundadas todas en la síntesis, la integralidad y el olvido deliberado de todas las formas refractarias, de todo lo que no puede o quiere integrarse o reconciliarse...). El hombre n o r m a l vive, fundamentalmente, siempre en dependencia, o contra-dependencia; de su modelo (cualquiera sea: modelo de acción, pro yecto social o imaginario), pero al mismo tiempo en un desafío permanente con ese mismo modelo. Está motivado y contramotivado en el mismo mo vimiento. No hay necesidad de psicología ni de psi coanálisis, ni tampoco de ninguna ciencia humana para eso. Sólo existen para reconciliar lo irreconci liable. Consecuencia: el ser humano siempre hace a la vez lo que es necesario para que su modelo funcione y todo lo que es necesario para que fraca se^ Allí tampoco hay necesidad de desfallecimien to, o de perversión, o de pulsión de muerte. El ser humano saca esta energía antagonista, precisamen te, de su dualidad primaria. Esto es así en el hom bre normal, y todo lo que se esfuerce por reconci liarlo consigo mismo y encontrar una solución a las preguntas planteadas más arriba da muestras de superstición y mistificación.4
4Afortunadamente, según Stanislaw Lee, se puede confiar en la
inteligencia de los hombres. Hay muchas cosas que no llegan a comprender. El a n o r m a l hoy es el que sólo vive en adhesión unilateral y positiva con lo que es o lo que hace. Sometimiento, requisa integral (el ser perfectamen te normalizado). Aquellos son innumerables, pues to que están relacionados con la realidad, con su propia realidad, mediante el honramiento de toda consideración dual e insoluble. Y el misterio de esta cristalización positiva, de este levantamiento de la duda en el mundo real, forzosamente real, si gue siendo completo. Esto plantea toda la cuestión de la inteligencia del(IVLal) Somos simplificados por la manipulación técnica. Y esta simplificación sigue un curso delirante cuando llegamos a la manipulación digital. ¿En qué. se convierte entonces la ventrilocuaci- dad del M al? Lo mismo que para la radicalidad de antes: cuando abandona al individuo, reconcilia do consigo mismo y homogeneizado por la gracia de lo digital, cuando ha desaparecido todo pensa miento crítico, entonces la radicalidad sucede en las cosas. La ventrilocuacidad del Mal sucede en la técnica misma. Pues la dualidad no puede ser borrada ni liqui dada: es la regla del juego, la regla de una suerte de pacto inviolable, que sella la reversibilidad de las cosas. Así, pues, si su propia duplicidad abandona al hombre, entonces los roles se invierten: la que des- carrila, falla y se vuelve perversa, diabólica, ven trílocua, es la máquina. La duplicidad pasa alegre mente al otro lado. Si la ironía subjetiva desaparece -y en el juego digital lo hace-, entonces la ironía se hace objetiva. O se hace silencio.