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Al comienzo de su vida como individuo, el hombre mide y ordena el mundo partiendo de su propio
cuerpo: el mundo se abre por delante de él y se cierra por detrás. En consecuencia, comienza a
aparecer una clara diferencia entre las ideas de delante y detrás de manera que, al enfrentarnos al
mundo que nos rodea, prestamos mucha mayor atención a lo que está delante que a lo que está a
nuestra espalda, es decir, detrás de nosotros. En cuanto somos capaces de hacerlo, luchamos por
mantenernos erguidos, con la cabeza por encima de la columna vertebral, contrariamente a lo que
hacen otros seres vivos, con lo que aquello que está arriba adquiere unas connotaciones (también
morales) opuestas a las que se asocian a lo que se encuentra abajo. La distinción entre los conceptos
de izquierda y derecha, tanto en cualidad como en dirección, se produce en nuestra mente de un
modo inmediato tal como indican claramente los términos «siniestro» y «diestro».
Todas estas distinciones cualitativas, nacidas de la propia conciencia de nuestro ser, son
implícitamente cuestionadas en el momento en que comienza nuestra educación y se nos enseña un
nuevo sistema, el cartesiano, en el que las relaciones espaciales entre los objetos aparecen como
mucho más precisas, aún sin tener en cuenta las cualidades de su localización. Mediante este
sistema, cualquier punto puede ser localizado con exactitud refiriéndolo a los ejes X, y y z
considerando equivalentes todos los puntos del espacio. Nuestras ciudades, en que van apilándose
unos pisos sobre otros, dan testimonio de la habilidad que constructores c ingenieros poseen para
manipular los elementos estrictamente cartesianos, pero no presentan la menor relación con ese
sentido del espacio referido al cuerpo y cargado de valor con el que comenzamos a vivir (aunque se
nos proporcione una dosis extraordinaria de experiencia si llegamos arriba).
El elemento más importante de la fachada de una casa es la puerta principal, que casi siempre se
halla precedida de unos cuantos escalones. En casas de mayores dimensiones, la entrada puede
aparecer bajo un porche cubierto que la protege o bajo algún elemento proyectado desde el desván
que introduce una cierta conexión entre la entrada y aquello que está arriba. Sin embargo, la trasera
de una casa es muy distinta de su fachada. Casi nunca se busca en ella la simetría, ni el orden o la
elegancia en las ventanas y puertas. Lo que interesa aquí, con todas sus connotaciones anales, son
las actividades relacionadas con la eliminación de basuras y con la privacidad.
En su interior, las casas más importantes reciben una atención especial. Por ejemplo, la chimenea
que cobija el hogar (definiendo todavía el corazón de la casa) sigue siendo respetada hoy aún
cuando el calor pueda venir de una caldera situada en el sótano o de un cuarto de servicio. El cuadro
más destacado se colocará sobre una repisa que, a <su vez, contendrá los objetos especialmente
apreciados y tanto la mejor alfombra como los muebles más elegantes se colocarán junto a la
chimenea. La atención que se presta a los detalles es seguramente mucho mayor aquí que en
cualquier otro lugar del interior o el exterior de la casa, exceptuando tal vez la entrada principal que
es la que da paso a este lugar.
Situados ya lejos del hogar, especialmente arriba (en el desván) y abajo (en el sótano), aparecen los
dominios de la fantasía. La obra de Gastón Bachelard La poética del espacio describe
magníficamente el significado de estos lugares, y en ella se explora el paralelismo existente entre el
desván, la mente y el superego. Los tejados, aleros y claraboyas que los cubren son algo más que
meros elementos utilitarios: son los encargados de coronar la casa y conectarla con el cielo. Con el
sótano, según Bachelard, sucede todo lo contrario, ya que sus relaciones son fundamentalmente con
las tinieblas, con el infierno. También otros límites de la casa pueden constituir puntos de partida
para el desarrollo de la fantasía: en las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis, los niños penetran en ese
mundo a través del fondo de un armario y, por supuesto, la Alicia de Lewis Caroll lo hace a través
de un espejo.
La casa aislada americana, afirmando con gran fuerza su identidad separada, resulta más fácil de
entender como un palacio en miniatura que simplemente como una unidad de habitación. La
tendencia a miniaturizar es constante en el hombre; por ejemplo, en las casas aparecen rasgos
propios de ámbitos mayores y más públicos, y muchas veces nos referimos a una casa en los
mismos términos que a una ciudad, con zonas públicas y privadas, e incluso cuando hablamos de la
ciudad como una casa, tratamos de clarificar y diferenciar cuáles son sus funciones representativas
y cuáles sus funciones prácticas. El hombre se proyecta en modelos y esto hace que una casa de
muñecas no se vea sólo como objeto de los sueños de un niño, que en el futuro ocupará una casa
real, sino también como medio a través del que un adulto trata de clarificar sus relaciones con el
mundo. La idea de lo que es un tesoro, muchas veces compartida por toda una nación, como sucede
en los casos del Tesoro ateniense de Delfos o en los Templos de Ise en el Japón, permanece intacta
en la miniatura. Un cofre o cualquier otro objeto que se coloca sobre una mesa pueden adquirir una
mayor importancia por el simple hecho de poseer columnas, arcos e incluso un tejado que recuerden
a los de una casa o palacio.
Sin embargo, en sus comienzos, toda arquitectura nacía de este sentido del espacio y del lugar que
tiene al cuerpo humano como centro. Mircea Eliade en muchas de sus obras, y en especial en El
mito del eterno retorno, describe cómo las gentes realizaban sus actos rituales y construían sus
edificios de una manera que emulaba y adquiría todo su valor de los actos originarios y las
construcciones llevadas a cabo por el héroe fundador. Las columnas seguramente sirvieron para
conmemorar la postura erguida del hombre mucho antes de ser utilizadas para sostener cubiertas
protectoras. Los muros se inventaron para marcar la territorialidad humana (para establecer unos
límites más allá del propio cuerpo), incluso antes de integrarse en un único sistema de construcción
de edificios y lugares de habitación. Y las cubiertas elevadas, a pesar de lo importante y apremiante
que fuera su función de proteger de la lluvia, se consideraban también como la coronación del
edificio, tal como lo es la cabeza en el cuerpo humano. Así, la arquitectura se fue desarrollando a
partir de estos elementos —columnas, muros y cubiertas— que fueron considerados como objetos
mágicos. Las cualidades que la humanidad otorgó a estas columnas, muros y cubiertas, son las que
han dado su significado al universo construido.
En un principio, las gentes encontraron una protección satisfactoria en las cuevas que les libraban
de la lluvia y ayudaban a mantener el calor del cuerpo (más tarde, también el calor del fuego).
Seguramente, también hacían extensiva la imagen del vientre y de la madre a la vivienda situada
dentro del vientre de la madre tierra.
Más adelante, la humanidad se arriesgaría ya a buscar cobijo al aire libre y construiría un muro
alrededor de un espacio abierto hacia el cielo. José Ortega y Gasset relaciona este hecho con el
surgimiento de la propia civilización mediterránea:
(El) Hombre greco-romano decide separarse del campo, de la «naturaleza», del cosmos
geobotánica. ¿Cómo será esto posible? ¿Cómo podrá el hombre separarse del campo? ¿Adonde
irá, si la tierra no es otra cosa que un campo sin límites? Muy sencillo: definirá una parte de este
campo por medio de unas paredes que darán lugar a un espacio amorfo e ilimitado. Así nos
encontramos con la plaza pública. No es ésta, como lo es la casa o las cuevas que existen en el
campo, un «interior» cerrado por arriba. La plaza, en virtud de los muros que la encierran, es
como un fragmento del paisaje que vuelve la espalda al resto, trata de eliminarlo y se define en
oposición a él. Esta especie de campo rebelde y más pequeño, que se separa del campo ilimitado y
se mantiene en sí mismo, es un espacio sui generis, algo nuevo, un ámbito en el que el hombre se
autolibera de la comunidad de las plantas y los animales, dejándolos fuera, porque éste es un
ámbito puramente humano, un espacio civil. En este sentido, Sócrates, el gran ciudadano y
quintaesencia del espíritu de la polis, podía decir: «No tengo nada que ver con los árboles del
campo, sólo me interesa el hombre de la ciudad».
Los intentos de conmemorar la parte masculina del acto creativo, así como la forma de sostener una
cubierta sin interrumpir el paso a las personas y a las brisas, llevaron seguramente a la humanidad a
la invención de la columna. Las primeras columnas pudieron muy bien ser simples troncos de
árboles, que después serían desplazados por fustes de piedra, aislados como monumentos o
agrupados como soportes. Cuatro columnas dispuestas como soportes de una cubierta formaban un
dosel o baldaquino ceremonial al que se concedían ciertos poderes creativos o regenerativos. Bajo
ellos, desde tiempos muy remotos, los ancianos faraones egipcios celebraban el beb-sed, ceremonia
destinada a prolongar su virilidad y a retardar el momento en que sus hijos les arrebatarían el poder.
También las casas de sus súbditos podían adoptar formas parecidas y, después de varios milenios,
los santos medievales fueron colocados en los muros de las catedrales dentro de este tipo de morada
simbólica. A tales lugares se les dio el nombre de edículos.
Una fila de columnas daba lugar a un pórtico frontal de singular valor. En las antiguas ciudades
griegas, tal lugar estaba reservado al soberano y era utilizado por él para administrar justicia. Varios
siglos después, cuando se traspasaron al soberano y/o a la deidad la mayoría de los poderes y la
mediación con el otro mundo, su posición en el pórtico experimentó un cierto desplazamiento (por
supuesto, hacia arriba), ocupando un lugar adecuado para que, ya fuera la propia persona o una
réplica suya en mármol, pudiera ser claramente visible. El remate triangular de una cubierta a dos
aguas (el frontón) situado sobre las columnas había sido igualmente, desde la más remota anti-
güedad, un signo de poder. Identificaba la casa del gobernante y al parecer, como las columnas, se
reservaba para sus apariciones importantes y para otras funciones de significado cívico.
En otras culturas mediterráneas, sin embargo, los elementos dominantes fueron el arco y la cúpula.
A ellos se les adscribía una significación celestial (domus era el término que designaba tanto la casa
como la cúpula del firmamento), pintando muchas veces su interior de azul con estrellas y
utilizándolos como coronación de los edificios. En los países del lejano Oriente, como China y
Japón, las cubiertas más usuales son escalonadas en todos sus lados marcando así su centralidad.
Los distintos matices expresivos se consiguen variando el vuelo de los aleros e intensificando su
importancia a través de la multiplicación, apareciendo así pagodas con tres, cinco, o incluso siete o
nueve tejados superpuestos.
En los lugares en que se empleaban cúpulas y arcos, las columnas dispuestas formando arquerías se
consideraban normalmente como el dominio de la realeza y la utilización de cortinajes (tal vez
evocando las tiendas de los conquistadores nómadas) acentuaban aún más la imagen regia. En la
época del Imperio Romano, la columna suele aparecer embutida en el muro pero aún se utiliza para
aludir al poder, por ejemplo en los arcos de triunfo a través de los cuales desfilaban los generales
victoriosos. También la columna podía prolongarse dando lugar a una torre, incluso coronada por
una cúpula y con emblemas o estandartes sobre ella. Igualmente los elementos que forman el
repertorio formal del triunfo -pórtico, arco, arquería, tímpano, columnas, torre, cúpula y estandarte-
podían combinarse en una portada que podía ser alternativamente la fachada (la cara) de un edificio
cuya planta aludía al cuerpo de Cristo, o un objeto aislado que podía servir como puerta de entrada
a una ciudad o, situada en un lugar de suficiente importancia, como lugar en que el propio Salomón
llevara a cabo la administración de la justicia.
La casa de Dios formada a la imagen del cuerpo de Cristo se adaptaba perfectamente, tal como
puede verse, a las procesiones de los celebrantes. Sus cuerpos erguidos se movían lentamente a lo
largo de la nave hacia el altar, con los grandes espacios elevándose sobre ellos y las cubiertas
extendiéndose más allá de la verticalidad de sus figuras. Un caso análogo puede encontrarse
actualmente en los capitolios de los Estados Unidos, casi siempre organizados en torno a una cúpula
central de gran altura, con los edificios de las cámaras legislativas dispuestos a su lado más o menos
simétricamente, como imagen explícita del cuerpo político, aún cuando en la mayoría de los casos
esta organización haya sido sepultada bajo un alud de oficinas administrativas.
Varios siglos después de los griegos y los romanos, aparece la figura de Luis XIV proclamando
«L’état c’est moi» y su palacio como reflejo de tal proclamación. La estancia del rey se sitúa en el
centro del palacio de Versalles; los caminos que vienen tanto de París como de otros lugares
convergen en ese punto, y a partir de él se extienden los sucesivos jardines que encierran a la
naturaleza en las orgullosas garras imperiales. La adaptación de la aristocracia francesa y de toda la
compleja burocracia propia de la capital de la nación a este singular palacio exigió grandes y
profundas modificaciones de los modelos antiguos. A causa de sus requerimientos de unidad y
centralidad, la cubierta única que protegía, por ejemplo, al faraón en la ceremonia del heb-sed, al
gobernante griego en su megaron, o a la divinidad en la catedral medieval, nunca se había extendido
sobre un ámbito semejante. En este palacio, la pared con aberturas cuidadosamente ordenadas se
convierte en un elemento de singular importancia. Aparecen columnas formando parte de los muros
(como sucedía en los arcos de triunfo) y sólo se utilizan exentas, como los ordenados árboles de un
bosque, cuando se destinan a prolongar el cuerpo del soberano (comparable al cuerpo político) en el
paisaje, por medió de una geometría explícita mucho más extensiva que cualquier otra anterior-
mente usada en el mundo occidental.
Luis XIV es seguramente para nuestra historia mucho más importante de lo que él mismo pensó,
con tan poca modestia, que sería para la historia de la humanidad. Porque fue con él con quien
comenzó a abrirse paso realmente la idea del edificio complejo y especializado.
Cuerpo, memoria y arquitectura
Introducción al diseño arquitectónico
Los aspectos sociales de imagen corporal se van formando por medio de las reacciones
que experimentamos frente a otras personas y a los acontecimientos de la sociedad, por
lo que tienen tanto relación con las actitudes del individuo que los experimenta (y las
circunstancias concretas de cada caso) como con lo que son las acciones y deseos
fundamentales de todo ser humano.
Schilder, por otra parte, hacía notar que no sólo gozamos nosotros en otras personas u
objetos, sino que también tratamos de proporcionar gozo a los demás. Al tiempo que
construye su universo personal e interior, cualquier individuo va mostrando una cierta
curiosidad por la existencia y la naturaleza del universo de los demás. En este sentido,
los sentimientos han de considerarse poseedores de una cierta componente social y
ajena a la propia persona, incluso cuando ésta se encuentra sola, ya que en cualquier
caso «la humanidad es el interlocutor invisible».
..
Si los sentimientos tienen un carácter social, igualmente lo tendrá la espacialidad
emocional del cuerpo humano, con todos los significados que se expresan a través de
sus límites, centros y coordenadas psicofísicas. Realmente, es imposible concebir una
organización espacial más universal, valiosa e inteligible de un modo inmediato para
toda persona que la que proporciona el cuerpo humano. Todos hemos sido conscientes,
en uno u otro momento, de nuestra sensibilidad «espacial» y a todos nos interesa
conocer cómo es esa sensibilidad en otras personas. El interés por el mundo de los
demás no sólo nos permite gozar de la expresión externa de nuestros sentimientos
personales, sino que, además, confirma nuestra propia existencia como parte de la
humanidad.
La casa
El hecho de que generalmente se asocie el cuerpo con las ideas de privacidad en nuestra
época, hace difícil de imaginar la manera en que los sentimientos personales pueden
entrar a formar parte de una arquitectura destinada a la colectividad. Sin embargo, las
relaciones que existen entre el cuerpo y la casa de una persona aparecen con gran
claridad cuando observamos que muchos de los sentimientos asociados originariamente
con las interacciones del cuerpo tienen su reflejo más fiel en las actividades domésticas.
Por ejemplo, existe una esencial semejanza entre bajar una persiana o cerrar la puerta de
entrada de una casa y la acción de reforzar la propia envoltura corporal. Y cuando son
dos las personas que oscurecen las ventanas situadas a ambos lados de la entrada
principal, puede considerarse que existe un sentimiento compartido. Ambas personas
están experimentando los acontecimientos de una manera semejante y estableciendo
condiciones análogas de separación entre su propio ser y el mundo exterior. Así, la casa
se convierte en una excepcional metáfora corporal para una o varias personas.
Nos interesa destacar particularmente aquí el hecho de que cualquier familia no pueda
desarrollar plenamente sus actividades sin la existencia de unos límites articulados y
dinámicos. Ya nos hemos referido a los perjuicios que causa cualquier alteración de su
envoltura corporal en las acciones y juicios de una persona, y análogamente unas puer-
tas o ventanas que no funcionan adecuadamente pueden causar daños importantes en las
actividades domésticas. La envoltura arquitectónica está para promover e
institucionalizar las actividades familiares, por lo que su eliminación o sobrevaloración
puede ser perjudicial tanto para la familia como para el dominio público en el que ésta
reside.
Una casa es lo más personal que posee una familia y, en consecuencia, su deseo es
poder ocuparla en todas sus partes. Es interesante examinar los términos en que se
presenta la distinción entre lo que es una casa y lo que es una celda: la celda se
construye, precisamente, para negar a sus ocupantes el derecho a acceder al lugar que, a
su vez, contienen a la celda. Así, por ejemplo, la puerta principal de una cárcel resulta
inaccesible para los ocupantes de las celdas, y casi igual de vedados están para los
habitantes de los modernos «complejos» de apartamentos los áticos, sótanos y grandes
espacios interiores de reunión.
El sentido de posesión (de una casa, como de un cuerpo) compromete a todos los
sentidos y es una consecuencia directa de los sentimientos confirmados hápticamente,
más que de esos otros sentimientos lejanos y figurados ligados a la vista y al oído. Así,
la conciencia de poseer una casa se fortalece si uno puede pintar y decorar las paredes,
manipular y alterar el entorno que la rodea, igual que es una prerrogativa esencialmente
doméstica poder sentarse en el tejado si uno lo desea. Y si estas experiencias hápticas
son extensivas a todos los miembros de la casa, también el sentido de posesión será
compartido por todas las personas que la habitan.
Una habitación que trate de reforzar la identidad de una persona deberá presentar mayor
diferenciación entre frente y trasera que la que presentan las estancias de mayor tamaño
que sirven a todos los miembros de la familia.
ver y atender a los distintos rostros de la casa) como psicológicamente, para poder ser la
expresión de un lugar habitable en el que lo que está arriba, en medio y abajo afirman
su localización comunitaria dentro de todo el ambiente.
Los recuerdos en el centro
después de haber estado jugando a las casas en un rincón de la proa (de un barco) y
cansada “a del juego, se puso a pasear distraídamente hacia la popa... cuando, de
repente, pasó fugazmente por su mente la idea de que ella era ELLA”.
Emilia no era especialmente consciente ni miraba con atención al lugar de donde venía
o a aquel al que se dirigía, pero fue capaz de sentir su propia identidad en la misma
acción de moverse de uno a otro centro. Fue como si se hubiera desvanecido y
apareciera de nuevo.
Aunque no podamos ver el interior de nuestro cuerpo, lo cierto es que todos tenemos
recuerdos de un universo interior formado por las experiencias que tomamos del
ambiente e incorporadas a nuestros «sentimientos» de identidad a lo largo de toda una
vida de confrontaciones personales con el mundo. Cada persona hace entrar en su
mundo interior a las gentes, lugares y acontecimientos exteriores que «siente» en un
determinado momento, asociándolos con sus propios sentimientos. El centro de la casa,
como el del cuerpo, es el encargado de acumular los recuerdos que, más que de datos,
poseen el carácter de auténticos «sentimientos». Los rituales que van teniendo lugar a lo
largo del tiempo dejan su huella en los muros y formas interiores y llenan las
habitaciones de objetos que son los que nos permiten acceder a las experiencias pasadas.
Estas zonas centrales de la casa son los ámbitos en que pueden solemnizarse los
recuerdos personales y acumularse los pertenecientes a la familia con objeto de que
puedan ser evocados independientemente de lo que ocurra fuera de los límites de la
casa. Tal como sucede con los santuarios de la arquitectura religiosa o los salones de la
arquitectura civil, las zonas centrales de la casa encarnan las referencias a una común
identidad humana transformada por medio de la arquitectura, con objeto de engrandecer
y dar significado a las acciones rituales e improvisadas de la familia. Además de servir
como escenario social, la zona central suele evocar también los elementos vitales
esenciales.
Por ejemplo, en la casa de campo americana se ha conservado la antigua chimenea de
leños, con su revestimiento resistente y cuidadosamente realizado, como una imagen
que supera con mucho su mera funcionalidad. El hogar aparece rodeado de objetos
valiosos y memorables. En la casa de campo mejicana, por otra parte, se ha conservado
la fuente que se emplea como pieza central destacada en un patio rodeado de azulejos,
plantas, jaulas con pájaros y otros recuerdos. En otros casos, se utilizan jardines con
plantas muy cuidadas y controladas, ya sea delante del edificio como sucede en las
casas de los pueblos alemanes, en torno a él o en forma de taludes como en las casas
americanas, o dentro de un recinto vallado como en las casas mejicanas o japonesas.
Estos jardines son como microcosmos de tierra, aire, fuego y agua que avivan nuestros
recuerdos del mundo que habitamos en otro tiempo, de los primeros pasos aún no
olvidados del todo. En consecuencia, si la casa en su conjunto puede entenderse como
una única metáfora que sirve para todos sus habitantes, la zona central de la casa es ante
todo el lugar en que los recuerdos del mundo exterior son «domesticados» y guardados
para poder ser experimentados de nuevo.
Una de las diferencias más profundas que existen entre el cuerpo humano y la casa
radica en el hecho de que, mientras que es imposible ver el interior del cuerpo y
moverse en él, los límites de la casa son normalmente penetrables y existe la posibilidad
de acceder a su centro. En este sentido, se presentan fundamentalmente dos alternativas:
o bien la llegada al centro se produce como la culminación de un recorrido continuo
cuidadosamente organizado, desde la entrada a través de las zonas intermedias hasta el
corazón (como sucede cuando se atraviesa la puerta principal de un edificio de Nueva
Inglaterra, pasando después por el vestíbulo para llegar a la sala central con su
chimenea), o bien la llegada al centro se produce por sorpresa, como sucede en el caso
del patio de las casas medievales. Tanto la continuidad como la sorpresa son meca-
nismos que pueden resultar satisfactorios y, en consecuencia, ambos pueden ser
utilizados según los casos.
No tiene por qué haber una diferencia esencial entre cómo nos orientamos en el
universo de una gran metrópolis y cómo lo hacemos en el interior de una casa. En
ambos casos, lo que necesitamos es sentirnos rodeados, protegidos y centrados (como
puede corroborar cualquier persona que haya circulado por una ciudad desconocida).
Cuan agradable y alentador resulta llegar a una ciudad a través de una gran entrada,
pasar por un puente o una muralla medieval, y después encontrar el camino hacia el
centro o los centros con hitos reconocibles, como son las torres, plazas y otros puntos
visibles en nuestro itinerario.
De nada sirven las formas espectaculares de los edificios de una ciudad si los
significados que poseen y los sentimientos que despiertan son anulados por el simple
hecho de que tales edificios no pueden «poseerse». No es difícil de imaginar el
sentimiento de opresión que tendrá cualquier ciudadano que ve las siluetas de los
objetos urbanos al tiempo que se ve obligado a mantenerse a distancia de ellos, como
con la imperativa obligación de «no pisar el césped». Y como ocurre en la casa, las
experiencias que producen el sentido de posesión se organizan alrededor de una serie de
puntos muy sensibles, sobre todo a lo largo de los bordes y en las zonas centrales como
son las márgenes de los ríos, los paseos y los eventuales «miradores» de la ciudad*. Las
experiencias hápticas de las que depende el sentido de posesión de una casa también han
de ser aplicadas a la ciudad, si ésta ha de pertenecer a sus habitantes.
* Realmente, la forma del cuerpo ya condiciona la forma de la ciudad, aunque sea de manera inconsciente
y no siempre produciendo un sentido de posesión colectiva. Toda la red de circulación urbana es un
sistema regido por los conceptos de izquierda y derecha, que son conceptos sensibles incorporados al
diseño de las mallas y las intersecciones de tráfico y que también afectan a las indicaciones que organizan
el tránsito en las escaleras. Parece como si la referencia a las manos fuera algo inevitable cuando se trata
de organizar el movimiento colectivo y de prevenir accidentes, pero esta referencia se olvida mucho más
a menudo como forma de sensibilidad en el diseño de edificios y ámbitos de pequeñas dimensiones.
Cuerpo, memoria y arquitectura
Introducción al diseño arquitectónico
Robert J. Yudell
7 El movimiento corporal
Las relaciones que existen entre nuestro universo corporal y los lugares que habitamos
están en continuo cambio. Los lugares se construyen como expresión de nuestras
experiencias hápticas y, a su vez, estas experiencias se producen como resultado de los
lugares previamente construidos. Aun cuando no siempre seamos conscientes de este
proceso, lo cierto es que tanto nuestro cuerpo como sus movimientos están en un
diálogo constante con los edificios.
Seguramente no existe imagen más clara y convincente que la de las cariátides de los
antiguos templos griegos para mostrarnos cómo es nuestra relación con las formas
construidas. Resulta sorprendente la serenidad con que estas jóvenes doncellas soportan
el peso del entablamento y el frontón, decorados y poblados de figuras, como si no se
sintieran afectadas por tan pesada carga. Las cariátides establecen una especie de
conexión entre la tierra y el cielo, entre las rocas en que se apoyan y los dioses cuyas
vidas se conmemoran en el templo. Sin embargo, no son algo rígido y estático. Por el
contrario, impasibles ante lo excepcional de su carga, aparecen dotadas de un cierto
dinamismo dando la impresión de que, con la rodilla flexionada, se disponen a
adentrarse con firmeza en el mundo de los mortales. Esta imagen de la humanidad
hecha arquitectura expresa realmente nuestro lugar en el mundo.
Como sucede en el caso de las cariátides, todos nuestros movimientos están sometidos a
las mismas leyes físicas que rigen las formas construidas y estas formas poseen la
capacidad de contenerlos, limitarlos y dirigirlos físicamente. Inevitablemente, su
ligadura es mucho más estrecha y su dependencia más fuerte de la arquitectura que lo es
de cualquier tipo de expresión oral o escrita, de las canciones, la música o la escritura.
Esta interacción específica que tiene lugar entre la forma corporal y la arquitectura
requiere un cuidadoso examen.
No es extraño que prestemos normalmente más atención a las formas que al espacio o
los movimientos que se producen en su interior. El espacio se suele entender como
vacío o como ausencia de materia y el movimiento como algo separado de su existencia
en el espacio.
Podemos considerar el caso de la danza para dar un sentido vivo a estos conceptos. Los
bailarines hablan muchas veces de lo que es «sentir» el espacio. Ese aire a través del
cual la mayoría de nosotros mira para detenerse en los objetos sólidos, es para el
bailarín una «materia» real. Martha Graham, gran figura del baile moderno en nuestro
país, utiliza como base de algunos de sus ejercicios habituales la experiencia háptica del
espacio; pide a sus alumnos que traten de sostener, empujar y tocar partes del espacio, y
lugares concretos dentro de él. Como resultado natural de este tipo de entrenamiento,
todo el cuerpo se va sensibilizando progresivamente hasta poder tocar y sentir el espacio
con lo que el movimiento deja de ser un conjunto de acciones reflejas indeterminadas e
indescifrables para convertirse en una interacción organizada y profundamente sentida
con la materia positiva del espacio. El bailarín y el espacio aparecen así como
compañeros inseparables que se inspiran mutuamente.
Al tiempo que siente una relación muy especial entre su cuerpo y el espacio que está
fuera, el bailarín siente igualmente una relación muy especial con lo que está en su
interior. En formas de danza tan distintas como pueden serlo el ballet clásico y el baile
moderno, las personas que lo practican hablan de la constante necesidad de encontrar o
sentir su propio «centro». Lo normal es que este centro se sitúe alrededor de los
músculos abdominales, pero importa menos su localización exacta que el hecho de que
sea necesario sentir ese «centro», ese interior, para que el bailarín pueda moverse con
seguridad en el espacio, en el exterior. No hay mucha diferencia entre esta necesidad y
la de sentirnos seguros en nuestros lugares habitables para poder actuar con decisión en
la comunidad exterior.
La figura erguida es, en sí misma, un símbolo al tiempo que se refiere al eje vertical.
Como eslabón virtual entre la tierra y el cielo, la figura humana tiende a expresar la
comunicación existente entre estos dos reinos. Y, a causa de las cualidades radicalmente
distintas de ambos, el cuerpo se comporta como matriz sintética en que se resuelve
dicha polaridad. El cielo y lo que está arriba constituyen lo divino, espiritual, etéreo,
luminoso, extraordinario y extenso, como lo es una cúpula. La tierra y lo que está abajo
constituyen lo material, mineral, oscuro, compacto y firme, como lo es un sólido o una
cueva.
El movimiento que se dirige hacia arriba puede entenderse como metáfora del
crecimiento, el anhelo y la llegada, y el movimiento que se dirige hacia abajo como
metáfora de la absorción, la inmersión y la compresión. Igual que las imágenes del
vientre y la tumba se asocian con la tierra, y las de la resurrección y la otra vida se
asocian con el cielo, el eje vertical aparece estrechamente ligado al concepto de tránsito
a través de los distintos cielos vitales.
Sólo tenemos que recordar las actividades de nuestra infancia para entender con qué
facilidad se produce la interacción háptica entre la forma corporal y la forma construida.
Por ejemplo, recordemos ese juego de saltar pisando las juntas de un camino enlosado.
En este caso, lo que hace el niño no es más que confrontar su cuerpo (sus dimensiones,
formas y ritmos) con el despiece del pavimento. Normalmente la presencia de piezas
irregulares se incorpora también al juego, contribuyendo a hacer más complejo tanto el
tiempo como el movimiento implicados en él. O recordemos también ese otro juego en
el que es una retícula simétrica dibujada con tiza sobre el suelo la «estructura» con la
que el cuerpo juega. Las variaciones en la velocidad, ritmo y dinámica del movimiento
se producen simplemente como resultado de la forma de la retícula; el movimiento es
más rápido y menos estable cuando se salta con una sola pierna sobre la cuadrícula
única, y el movimiento es más lento, controlado y equilibrado, en los saltos con las dos
piernas sobre las dobles cuadrículas y en los giros de los extremos. Tanto en uno como
en otro juego, el diseño físico provoca en el cuerpo una respuesta cuyo resultado final es
una especie de danza espontánea. Esto es algo que casi todos hemos experimentado y
que podemos volver a hacer.
Otra experiencia muy común, como es la de recorrer con un palo un vallado de postes o
una alambrada, también tiene estas características que hemos apuntado. Ahora lo que es
fijo es el espaciamiento regular de los postes o la tela metálica, que hace el papel de
estructura cartesiana del ambiente construido. Las variables rítmicas son la velocidad e
intensidad con que el niño o el «músico» actúan contra el vallado. Aquí, el resultado es
una especie de música y tanto el ser animado como el inanimado cobran una mayor
importancia en su confrontación.
Los descensos, ascensos, cargas, ritmos y agitaciones que emanan de nuestro propio ser
son inherentes al cuerpo y a sus movimientos. Intentemos, por ejemplo, andar a
intervalos exactamente iguales. Incluso aunque pudiéramos lograrlo en el plano
horizontal, como en la marcha de un desfile, seguirían apareciendo determinados
cambios rítmicos en la dimensión vertical (los que se derivan de la respiración y de las
modificaciones que se producen de la distribución del peso del cuerpo), aparte de los
ritmos internos del pulso y el corazón.
Pasemos ahora a ver lo que sucede, por ejemplo, con un rascacielos escalonado de los
años treinta como es el edificio Chrysler. En este caso, no sólo aparece una
diferenciación vertical de las distintas partes, sino también una serie de retranqueos que
recuerdan taludes naturales o gigantescas escaleras. Podemos imaginarnos escalando,
pisando e incluso ocupando su superficie y sus huecos. También los sencillos y
eficientes edificios, escalonados y con cerramientos de cristal, que se erigieron en Park
Avenue entre 1950 y 1960 ofrecen hasta cierto punto una especie de paisaje geométrico,
a pesar de que no establecen relación alguna con el cuerpo a menor escala ni al nivel de
la propia calle. La sección de una calle flanqueada por edificios escalonados produce la
sensación de hallarse en un «cañón», sensación muy distinta a la que producen las
herméticas torres acristaladas con sus resquicios casi impenetrables. Aquí no se produce
la sensación de hallarse en un «cañón», sino más bien en un pozo, y son evidentes las
diferencias entre una y otra imagen. Una persona puede escalar un cañón y descender
por sus paredes, pero no puede bajar o subir de un pozo sin ayuda, que casi siempre es
algún tipo de elevador mecánico. En consecuencia, esta situación resulta ser mucho
menos independiente y con menor potencial de movimiento. La causa es que ahora, la
persona es el objeto y no el sujeto de una acción, hecho éste que afecta
considerablemente a su autoconciencia, su vigor y su vitalidad. Ni siquiera Superman
sería capaz de salir de un pozo «de un solo salto».
En las épocas de entusiasmo por las nuevas ideas de actuar en el ambiente exterior,
tanto los edificios como las imágenes parecían expresar más vivamente los nuevos y
posibles comportamientos del cuerpo humano. «El sueño del rey en Nueva York», una
especie de tratado publicado en 1908 y concebido en un momento en que los
constructores se encontraban por primera vez con las grandes posibilidades que ofrecía
la nueva tecnología del acero, presentaba en sus imágenes a las muchedumbres apiñadas
en dirigibles rozando los edificios, agolpadas en las cubiertas de los rascacielos y
moviéndose apresuradamente a través de los puentes colgantes situados sobre calles de
múltiples niveles y los vehículos destinados al transporte público. Se trataba de una
excitante imagen de la acción. En contraposición con ella y sólo unos años después, las
visiones futuristas de Sant’Elia mostraban la fascinación por la velocidad y el
movimiento que prometían las nuevas tecnologías. Los vehículos aerodinámicos
pasaban como relámpagos entre los edificios con forma de máquina, pero no se
vislumbraba el más leve rastro de un ser humano en acción. Como señalábamos en el
caso del «pozo», ahora también el hombre debía ser movido por algo, mientras que en
«El sueño del rey» aún era capaz de moverse por sí mismo.
Algunas de las imágenes más vibrantes y enérgicas del cuerpo inmerso en el espacio
surgieron en Rusia durante los años de la Revolución. La mayoría de los carteles
políticos realizados por los diseñadores de esta época presentan, como tema dominante,
el hombre en acción. Los cuerpos aparecen saltando y volando en el espacio, a veces
combinándose con elementos o formas arquitectónicas. Estas imágenes proporcionan al
tiempo una confianza emocionada y un cierto sentido de desequilibrio. Seguramente no
es casualidad que la imagen más persistente corresponda a lo que es un movimiento
diagonal en el espacio. Porque, por su propia naturaleza, este movimiento diagonal hace
más difícil la orientación que los movimientos puramente horizontales o verticales, y
también es más imprevisible que ellos. De hecho, el movimiento diagonal suele
asociarse con la idea de ' alteración o distorsión brusca de un orden existente. El espacio
en la cultura occidental se presenta casi siempre referido a una malla rectangular. Y
cuando se busca un atajo, una transición rápida o una transformación, se utiliza la
diagonal. La acción tan común de «atravesar» la finca de un vecino o lo que hace
Broodway en la retícula de Manhattan son fenómenos análogos a los representados en
los carteles de los constructivistas rusos con sus movimientos diagonales internos. Están
como diciéndonos «implantad un orden nuevo» pero, y esto es lo más importante,
también están diciéndonos «hacedlo con vuestro cuerpo».
Cuando se combina el eje más dinámico, la diagonal, con la configuración espacial más
compleja que el movimiento corporal puede adoptar, la espiral, tenemos la forma del
monumento de Tatlin a la Tercera Internacional. Incluso la maqueta estática de este
diseño utópico no construido parece lanzarse y girar en el espacio, dando lugar a un
movimiento que se inicia en el propio edificio pero que se dispara hacia el espacio
exterior y hacia el futuro. En realidad, el cilindro interno de la propia estructura, que es
el que aloja las salas de reuniones y conferencias, debía dar una vuelta sobre su eje cada
año. Esto supondría una excitación que supera ampliamente lo que es la función del
hombre como agente activo.
Si, ciertamente, nos encontramos con un caso en que se produce una indudable
invocación al movimiento, también la forma actúa como escenario del movimiento y de
las complejas interacciones que tienen lugar entre los cuerpos móviles. En los carteles
rusos, la energía de los cuerpos es superior a la que se obtendría sumando la de sus
partes. Compositivamente, se consigue un todo por medio del establecimiento de
relaciones mutuas entre los distintos cuerpos y de éstos con las formas tridimensionales
o planas de las construcciones.
La configuración de un escenario no es más que uno de los aspectos del amplio diálogo
que tiene lugar entre el cuerpo humano y los edificios. Fijémonos simplemente en qué
es lo que nos dice un edificio sobre el lugar que ocupa nuestro cuerpo en su interior o en
sus alrededores. Esto puede referirse tanto a los aspectos estáticos (¿dónde nos
sentamos, nos apoyamos o acomodamos?) como a los dinámicos (¿dónde y cómo nos
movemos?). El Capitolio de Conecticut de Richard Upjohn puede darnos la respuesta a
estas preguntas. En sus corredores, salas y escaleras van apareciendo una serie de
articulaciones que acogen favorablemente nuestra presencia. Las balaustradas de piedra
maciza invitan a apoyarse sobre ellas con agrado. En los rellanos y salones existen una
serie de hornacinas y aberturas que permiten la reunión de pequeños grupos de
personas. Unos arcos sirven como fondo de otros arcos y juntos configuran una
compleja organización espacial. Cualquier día de trabajo, todas las actividades propias
del poder legislativo van siendo canalizadas a través de estos lugares agradables en los
que el visitante es tan bien acogido como lo es la persona habitual. No es casualidad que
todo el interior esté poblado de esculturas de piedra representando figuras humanas. El
arquitecto ha concedido a éstas un lugar de excepción en el diálogo con su edificio.
La estructura hace que se produzca un ajuste complejo, pero «amplio», con el cuerpo.
Este se encuentra con distintos lugares y múltiples opciones dentro del espacio.
Seguramente el extremo opuesto, el ajuste «exacto», podemos encontrarlo en casos
como el de las viviendas de Mesa Verde. Aquí, por razones de seguridad, el camino de
acceso desde el fondo del cañón hasta las viviendas situadas arriba está formado
simplemente por una serie de huecos excavados en la roca, destinados a los pies y las
manos. La disposición de los huecos es tal que obliga necesariamente a comenzar la
subida con una determinada mano SÍ no quiere uno quedarse abandonado ahí abajo.
Esta sorprendente relación entre el cuerpo y una organización física no está, sin
embargo, muy lejos de ese juego que comentábamos de los niños saltando sobre las
losas.
El repertorio de movimientos
En resumen, a pesar de que hoy el hombre se mueva más y más deprisa, lo cierto es que
su repertorio de movimientos activos se ha reducido considerablemente. Cada vez se
van sustituyendo más los movimientos propiamente corporales por otros que lo que
hacen es impulsar el cuerpo inmóvil. El movimiento auténtico se está sustituyendo por
una especie de «velocidad congelada».
En manos de un artista tan excepcional como Mies van der Rohe, hasta la espacialidad
de la alienación podría producir cierta satisfacción derivada de la elegancia de su
construcción y de los materiales utilizados. Pero el llevar aún más allá el protagonismo
del espacio cartesiano no es más que una peligrosa amenaza para nuestra identidad
como individuos. El grupo futurista conocido como Superstudio nos ofrece algunas de
las imágenes que pueden ser más previsibles como representación de la alienación
corporal. Una de sus propuestas se refiere a lo que es la vida en completa libertad sobre
una especie de plataforma reticulada de la que se obtiene energía, información y
alimento. Se supone que en una utopía así no necesitaríamos vestidos ni viviendas y que
podríamos trasladarnos instantáneamente a cualquier lugar de la tierra. Este escenario
significa claramente la negación de que existe cierta necesidad de interacción entre el
cuerpo y la arquitectura. No existen en ella hitos, estímulos, escenarios ni tampoco
centros.
Y el «tomate electrónico»:
Obtenga una terapia vegetal instantánea en el interior con el nuevo tomate electrónico
—un aparato estriado que, cuando se conecta a los diferentes nervios, produce los más
endiablados zumbidos.
No hay duda de que nos encontramos aquí ante imágenes de manipulación y bloqueo
del cuerpo humano y de su capacidad de iniciativa. Significan su absoluta pasividad. El
cuerpo es expulsado de nuestra existencia y el mundo personal pasa a depender de
ciertas sensaciones estimuladas por medios electrónicos.
Cuerpo, memoria y arquitectura
Introducción al diseño arquitectónico
Robert J. Yudell
El universo interno del hombre formado por hitos, coordenadas, jerarquías y sobre todo
con unos límites propios, constituye el único punto de partida humano para la
organización del espacio que nos rodea, un espacio que además de percibirlo lo
habitamos. Por tanto, pensamos que es necesario volver la vista hacia los edificios que
ocupan el espacio existencial que nos envuelve, y confrontarlos con el cuerpo personal,
el primer ámbito compartido (la casa) y esos otros ámbitos de comunidades cada vez
mayores con objeto de ver en qué medida son ellos capaces de extender hacia fuera su
orden u órdenes internos, de construir un mundo que sea una ampliación de acuerdo con
nuestro sentido de la propia personalidad.
Por tanto, todo universo habitado comprendido dentro de unos determinados límites
puede entenderse como una sintaxis de los elementos denominados lugar, camino,
trama y borde. Para cada uno de ellos, existen una serie de disposiciones arquitectó-
nicas que se producen como respuesta tanto al paisaje natural, como al cuerpo y a la
memoria del hombre.
El lugar
Los lugares configurados con los elementos a que hemos hecho referencia han de ser
diferenciados del mundo que les rodea. Esto hace que sus formas habituales sean las de
un objeto situado dentro de un vacío, un vacío excavado en un sólido, u otras
configuraciones compuestas por vacíos y sólidos. La enumeración de las condiciones
físicas propias de los lugares es muy limitada: la cueva pasa a ser una gran sala pública,
generalmente destacada, con una cubierta que representa el cielo; el espacio interior
aparece abierto al cielo; el lugar que guarda un tesoro, claramente visible desde el
exterior, presenta ciertas aberturas como son las del cuerpo humano. La forma
geométrica perfecta, en ocasiones contrasta y en ocasiones evoca la naturaleza, como las
pirámides evocan una montaña y la cúpula evoca el firmamento. Las columnas pueden
presentarse en grupos formando un pórtico intermedio o, por el contrario, aisladas
ocupando el centro o el perímetro del lugar. La torre cumple un papel análogo al de la
columna aislada y, para un cierto período de tiempo, las banderas y estandartes también
se comportan como elementos conmemorativos, añadiendo un cierto sentido de
inmediatez e importancia del aquí y ahora (semejante, por ejemplo, al ritual indio de
colocar una flor sobre un altar de piedra). Un objeto capaz de configurar lugares con
características tanto de torre como de bandera es la tienda o pabellón; representativa en
otros tiempos del poder de los conquistadores nómadas, hoy se identifica sobre todo con
la idea de fiesta o celebración, de un acontecimiento extraordinario en el tiempo, o
incluso de una actividad estacional, como pasa con los toldos colocados sobre la terraza
de un café.
El camino
También pueden existir muchos tipos de caminos. Pueden ser caminos que sirven
fundamentalmente para llevar de un lugar a otro, o caminos que vuelven al lugar de
donde parten. Pueden ir de un punto a otro siguiendo una línea recta, una quebrada, una
curva, un conjunto de curvas, o un conjunto de segmentos curvos y rectos.
Naturalmente, también pueden cruzarse unos con otros. En este caso, las diferencias
fundamentales desde el punto de vista de nuestra experiencia nacen de las decisiones
que nos vemos obligados a tomar: una intersección puede simplemente ayudar a
controlar el tiempo que se invierte en un cierto recorrido, pero sin complicarlo ni exigir
otro tipo de decisiones; una bifurcación, en cambio, sí exige una decisión; una
confluencia puede modificar la trayectoria, pero tampoco exige decisiones.
Aunque pueda parecer evidente, se ignora con frecuencia que el camino es por su propia
naturaleza un vacío destinado a canalizar el movimiento humano. Al ser un vacío, el
camino depende y al mismo tiempo sirve para conectar las superficies que lo limitan,
sin tratar de anularlas o dividirlas. Los promotores inmobiliarios y hasta las autoridades
públicas muchas veces consideran sus solares como elementos estrictamente limitados,
sin tener para nada en cuenta los caminos que existen entre ellos; sin embargo, son
precisamente estos caminos los que dan a dichos solares gran parte de su valor.
Un camino puede formarse sin más en una plaza alargada cuyos lados opuestos están
más relacionados entre sí que los lados adyacentes. El camino se experimentará al
recorrerlo, en el tiempo, sin que la plaza deje de tener las cualidades de un lugar. Sin
embargo, el camino arquitectónico más común sigue siendo obviamente la calle,
limitada por una fila continua de edificación en uno o dos de sus lados, o por una serie
de edificios exentos con espacios libres entre ellos. En determinadas calles muy
especiales puede aparecer algún tipo de hito sin que esto interrumpa el movimiento a lo
largo de ellas, como sucede en la Plaza Vendóme de París. También puede darse el caso
de que la que domine sea la dimensión vertical, produciéndose entonces el movimiento
a través de una escalera, una rampa o incluso un ascensor visible
.
El mejor ejemplo de lo que es un camino importante lo tenemos quizá en la ruta de
peregrinaje, ya que en ella la propia acción de recorrer el camino es ya una parte
esencial del ritual. Así, la circunvalación de Borobodur en Java o la subida de rodillas al
templo de Braga en Portugal, son versiones perfectamente estructuradas de este tipo de
caminos.
Ya que la existencia del movimiento resulta imprescindible para que pueda hablarse de
camino, no puede desdeñarse la importancia del tipo de locomoción en cada caso. Por
ejemplo, el movimiento a pie, que es el que tradicionalmente ha configurado los
caminos, es extremadamente flexible ya que permite (a la mayor parte de las personas)
girar cualquier distancia y cualquier ángulo y desplazarse a diferentes velocidades hasta
un límite aproximado de 6 km/hora. La bicicleta y los vehículos de tracción animal
aumentan el espectro de velocidades posibles, aunque sacrificando en parte la
flexibilidad direccional. Y el automóvil nos permite mayores velocidades y nos propor-
ciona mayor placer cinético, pero exige una envoltura protectora y reduce, en
consecuencia, nuestro contacto con el mundo que nos rodea. (El automóvil, además,
provoca una cuestión adicional tan problemática como es la de su almacenaje).
La trama
Las tramas están compuestas fundamentalmente de caminos y lugares, pero lo que nos
permite experimentarlas como espacios limitados es precisamente el sistema a través del
cual tales elementos se interrelacionan. Las tramas más comunes pueden clasificarse en:
hápticas, háptico-geométricas, radio-concéntricas centrípetas, radio-concéntricas centrí-
fugas, reticulares y, por último, reticulares tridimensionales.
Las tramas hápticas se originan cuando las respuestas a cada situación van apareciendo
sucesivamente sin referirse a ningún tipo de diseño conceptual más amplio. Algunos
autores identifican las tramas hápticas con los antiguos griegos mientras que otros lo
hacen con los ingleses modernos, pero lo cierto es que aparecen en los planos de
ciudades antiguas de distintos lugares, siempre que los acontecimientos circunstanciales
se impusieron sobre cualquier orden predeterminado. Por ejemplo, el plano de la ciudad
de Córdoba, en España, está formado por una serie de manzanas grandes e irregulares
que, en su día, servían para proporcionar vivienda a familias muy numerosas. En este
caso, las exigencias de seguridad llevaban a procurar reducir al mínimo las superficies
exteriores. No interesaba para nada lograr una determinada forma geométrica, ya que
jamás habría sido percibida desde los estrechos callejones existentes entre los edificios.
El encuentro entre una trama háptica y otra geométrica resulta particularmente fuerte en
la ciudad de Vigévano, situada al Norte de Italia, ya que la plaza renacentista regular
aparece como incrustada en la trama irregular de la ciudad medieval. El choque entre
diversos sistemas, que en las ciudades norteafricanas solo puede percibirse en el plano,
se expresa dramáticamente en el caso de Vigévano en las propias fachadas de la plaza
regular, que consiguen de forma increíble incluso dar entrada a las calles medievales
situadas detrás.
En ciudades mayores, las diferencias funcionales entre las vías principales, que
conducen desde el exterior al centro de la ciudad, y las vías secundarias, de servicio a
los distintos barrios, configuran un sistema radio-concéntrico que, en principio, debió
ser utilizado por el ganado, como es el caso de Boston, o impuesto por la voluntad de un
príncipe deseoso de manifestar físicamente su poder, como es el caso de Karisruhe.
El urbanista griego Constantinos Doxiadis explica una variante del planeamiento central
de Karisruhe (en cierto modo contrapuesta), que hace ver cómo los lugares
ceremoniales de importancia en Grecia se organizan en torno a la persona participante
(que se convierte así en la figura central del lugar) precisamente en el punto en que ésta
atraviesa el umbral del recinto sagrado. Doxiadis se refiere a dos modos distintos de
hacerlo, el dórico y el jónico; en el primero se utiliza una división en doce ángulos de
30° alrededor del observador, y se van colocando edificios, muros y otros objetos de
manera que obstaculicen su visión, a excepción del ángulo frontal que se deja abierto
permitiendo una visión lejana. La manera jónica, tal como la describe Doxiadis, emplea
la división en diez ángulos de 36° que sirven para situar las esquinas o límites de los
edificios que se disponen de manera que rodeen completamente al observador,
dejándolo totalmente aislado del mundo exterior, y creando para él en ese punto una
especie de espacio interior.
Ese sentido expectante, como del que aguarda una revelación, que produce el modelo
radio-concéntrico contrarresta en cierta medida nuestra aceptación y dependencia de la
retícula cartesiana rectangular. La retícula posee en sí misma un carácter ambiguo, ya
que se trata de un sistema al tiempo autoritario (puede ser impuesto a cualquier lugar de
la tierra aun cuando ni siquiera sea conocido por el diseñador) v democrático (sus
elementos, limitados, son intercambiables). Es un sistema ordenado, fácil de descubrir
y, en conjunto, indiferenciado («¿era la calle 92 o la 93?»). Washington D. C. es un
ejemplo atractivo y complejo de lo que es una trama radio-concéntrica impuesta sobre
una retícula: el esquema radio-concéntrico barroco de Fierre L'Enfant adaptado con gran
sensibilidad al paisaje natural se superpone a la retícula funcional propuesta por Thomas
Jefferson.
Pero mucho antes que Jefferson, en el año 1532, la ciudad mejicana de Puebla ya fue
trazada de acuerdo, con las leyes de Indias en forma de una retícula tan extensa que
pasaron cuatro siglos antes de que la ciudad llegara a alcanzar sus límites. También. en
la época del Helenismo, la ciudad griega de Mileto fue colonizada siguiendo un trazado
reticular. En tiempos de Jefferson, la retícula se utilizó, además, como medio para
estructurar los nacientes estados del Noroeste del país: Indiana, especialmente, conserva
la retícula casi inalterada. Y más tarde, se extendió también a lugares realmente poco
apropiados, como es el caso de las colinas de San Francisco, donde el encuentro de este
sistema con las características concretas de cada sitio ha configurado algunos de los
lugares más atractivos de la ciudad: calles que repentinamente se cortan ante una
pendiente fuerte y se convierten en senderos, o la misma calle Lombard, que necesita
zigzaguear hasta doce veces para salvar el desnivel de una sola manzana.
Los teóricos del siglo XX han añadido una dimensión nueva a la retícula, con objeto de
aumentar la importancia de la infraestructura y convertirla en lo que ellos denominan
megaestructura; el resultado son enormes edificios que funcionan como calles por las
que circulan personas, mercancías y todo tipo de servicios conducidos a través de
estructuras espaciales tridimensionales. El arquitecto francés Yona Friedman ha
propuesto retículas tridimensionales suspendidas en cuyos intersticios se colocarían los
edificios.
El borde
La fachada puede tener como misión, como en el caso de una entrada a la ciudad,
abrirse a un ámbito más amplio y mirar más allá de los propios límites hacia el mundo
exterior. El Chateau Frontenac, situado sobre el Paseo Dufferin, es algo así como la
fachada de la ciudad de Quebec, como también lo es más modestamente una pequeña
iglesia en el estado mejicano de Sonora, cuya superficie de estuco blanco nos hace
recordar cómo una mujer (o insluco el guerrero de una tribu) se pinta la cara para
impresionar a alguien al aparecer de frente.
Algunos de los bordes arquitectónicos más atractivos del mundo son paseos que se
abren sobre un desnivel y aparecen rematados por un antepecho de manera que permiten
mirar el valle de un río, el mar o una gran extensión de tierra. El borde elevado de
Vézélay en Burgundy, las colinas de Edimburgo o Quebec, con sus vistas sobre el valle,
las riberas del Támesis o el Sena (aunque no, desgraciadamente, las del Hudson o el
East River), o la cornisa de la ciudad italiana de Asís, son otros tantos ejemplos de este
tipo de bordes.
Las murallas, desde la Gran Muralla China hasta las mucho más pequeñas, son en
general menos ambiguas que los antepechos en cuanto a su exclusión de un exterior
supuestamente hostil, aun cuando a lo largo del tiempo se observe una especie de
duplicidad en sus funciones: por ejemplo, las murallas de Marrakech en Marruecos
sirvieron como defensa de la ciudad, pero en tiempos de paz sirven también como
marco y soporte de los mercados que tienen lugar en el exterior. Allí se dispone de una
amplitud y visibilidad imposibles de lograr dentro del laberinto de la ciudad.
La propia condición de borde se hace aún más rotunda en ciertas calas, bahías o puertos
rodeados por fachadas de edificios. El espacio central de la Universidad de Virginia de
Thomas Jefferson constituye un ámbito totalmente controlado, completo en sí mismo,
que se abre por uno solo de sus lados hacia el amplio valle.
Ejemplos de este tipo pueden considerarse los crescents de Bath en Inglaterra, con sus
fachadas curvas abriéndose a una zona de césped que desciende hacia el río, y el
Crescent de John Nash que se abre al Regenta Park en Londres.
Esta breve reseña de distintas formas y situaciones nos hace recordar que existen
múltiples ejemplos satisfactorios de lo que es una conexión entre nuestro mundo interior
y el reconocimiento de su imagen en el mundo exterior. En el último capítulo nos
referiremos a seis lugares, muy distintos unos de otros, que consideramos plenamente
satisfactorios, con objeto de precisar aún más las condiciones que se requieren para
lograr ese especial sentido de lugar.