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HACIA UNA TEORÍA DEL MICRORRELATO HISPANOAMERICANO

DAVID LAGMANOVICH
Universidad Nacional de Tucumán
Tucumán, Argentina

Me propongo tratar una serie de tópicos vinculados con lo que se ha venido llamando el “microrrelato”

hispanoamericano. En la primera sección haré algunas referencias sobre el cuento y el microrrelato en esta literatura.

A continuación dedicaré unos párrafos a los antecedentes modernistas del microrrelato. La tercera sección examinará

el tema de la brevedad de estas construcciones, a fin de identificar un corpus que no incluya aquellas que considero

“microtextos” pero no microrrelatos. En la sección siguiente intentaré caracterizar tres tipos de microrrelato, a través

de ejemplos de la literatura considerada. La quinta y última sección resumirá algunas conclusiones que quizá

representen una contribución a la discusión de los aspectos teóricos del género.

1. El cuento y el microrrelato

1.1. Es bien sabido que, dentro de la literatura hispanoamericana, el cuento ha sido siempre uno de los géneros

más visibles, vitales y representativos (Leal 1971, Pupo-Walker 1973 y 1996, Lagmanovich 1989, Mora 1993).

El cuento ofrece una constelación de visiones sobre la sociedad y los seres humanos que la constituyen; es un

registro de las relaciones del hombre con la naturaleza, la cultura y la política; y, por añadidura, proporciona un campo

abierto para los más variados tipos de experimentación.

En perspectiva histórica, y por lo que hace a las manifestaciones de literatura escrita que aquí nos interesan

(pues hay otro ámbito, muy importante, de narrativa oral) es bastante reciente. A pesar de antecedentes valiosos, el

cuento “literario” propiamente dicho comienza en los años del Modernismo finisecular. Su crecimiento, pues, ha sido

rápido. A lo largo del siglo XX se despliega en un amplio abanico de posibilidades, desde el costumbrismo rural hasta

la pintura de ambientes urbanos metropolitanos; desde lo autóctono hasta lo cosmopolita; desde la indagación

psicológica hasta la protesta política; desde el ayer hasta el hoy y el hipotético mañana. Y no menos variados que sus

contenidos temáticos son sus códigos, sus modos de formulación.

1.2. Por otra parte, en la narrativa contemporánea han ido cobrando particular importancia los llamados

microcuentos o microrrelatos (Epple 1988, Tomassini y Colombo 1993, Lagmanovich 1994, Pollastri 1994 y, para otras

literaturas, Shapard y Thomas 1973, Howe y Howe 1982): brevísimas construcciones narrativas, muchas veces de un
solo párrafo; cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas; relatos esenciales, exigentes para con el lector

pero también dadores de un placer análogo al que proporciona el poema o, en la música pianística del siglo pasado, el

contenido trazo del “impromptu” o del “momento musical”. Suelen tener desde unas pocas palabras hasta un párrafo

o dos, desde menos de una página hasta una página y media o dos de extensión. La forma compacta, de un párrafo de

extensión variable que contiene el comienzo, medio y fin de la narración, parece ser una solución favorita para muchos

de sus cultores. A partir de ese despojamiento, el microrrelato tensa un arco desde donde dispara certeras flechas a

nuestras maneras rutinarias de leer.

No en todos los países de habla hispana hay una avanzada tradición del microrrelato. Posiblemente los tres

en donde más se destaca la forma sean México (Juan José Arreola, Augusto Monterroso, René Avilés Fabila), Venezuela

(Luis Britto García, Gabriel Jiménez Emán, Ednodio Quinteros) y la Argentina (Julio Cortázar, Marco Denevi, Ana

María Shua). Los nombres que acabo de mencionar son sólo unos pocos, a título indicativo; las listas podrían alargarse

bastante1 .

A esta modalidad narrativa se la ha llamado microrrelato, cuento en miniatura, minicuento, microcuento,

minificción. Prefiero, aunque no en forma excluyente, la primera de estas denominaciones.

Como en muchos otros aspectos de la práctica literaria hispanoamericana, conviene buscar el origen de ésta

en la exploración modernista de la escritura. En ésta y otras formas narrativas, así como en la poesía moderna en lengua

española, a partir de la transformación modernista —una auténtica vanguardia— se ha ido generando una masa de

escritura que ya no puede considerarse casual, marginal ni “atípica”, y que reclama intentos de clarificación y

sistematización.

Entre las preguntas previas, corresponde también formular ésta: ¿se trata de una forma aborigen, privativa de

la literatura hispanoamericana? De ninguna manera. Por lo contrario, como ya he intentado mostrar (Lagmanovich

1994), el fenómeno se puede relacionar con una tendencia general de las artes en la modernidad: una inclinación a

eliminar la redundancia, rechazar la “ornamentación” innecesaria, abolir los desarrollos extensos y privilegiar, en

definitiva, las líneas puras y la consiguiente brevedad. Dos ejemplos altamente pertinentes son, por una parte, la música

de los compositores vieneses surgidos en las dos primeras décadas del siglo (Schönberg, Berg, Webern), y por la otra,

la experiencia constructiva de la Bauhaus alemana (Gropius, van der Rohe, Breuer), de trascendental influencia sobre

la arquitectura y el diseño contemporáneos.


2. Raíces modernistas del microrrelato

2.1. Como acabo de sugerir, pueden encontrarse algunos ejemplos de estas formas

narrativas brevísimas a raíz de la profunda revisión de prácticas escriturarias que puso

en marcha el Modernismo hispanoamericano. En ese momento histórico, lo que

llamamos limitadamente Modernismo y la noción más amplia y general de

“modernidad” parecen unirse de manera fecunda.

Ya Rubén Darío, figura clave del Modernismo, experimenta con formas análogas

a las que hoy englobamos en esta categoría. Ante todo, con los doce “cuadros” en prosa

que, bajo el título general de “En Chile”, aparecen en una revista de Valparaíso en 1887 y

se incorporan a Azul..., de 1888 (Darío 1950: 40-50). Es verdad que en estos textos puede

reconocerse el influjo del “poema en prosa” baudeleriano; mas también lo es que, como

suele ocurrir en esta forma, a veces surge un elemento anecdótico o seudo autobiográfico

que establece cierta afinidad con lo narrativo estricto. Repárese, por ejemplo, en los

cuadros “Naturaleza muerta” (1950: 48) y “El ideal” (50).

Aparte de esas composiciones, y en un plano de mayor pertinencia para lo que

ahora consideramos, aparecen ciertos textos narrativos darianos formulados de manera

desusadamente sucinta. Me refiero a “La resurrección de la rosa” (Darío 1950: 176),

“Palimpsesto (I)” (199) y “El nacimiento de la col” (207). Las tres composiciones tienen

menos de una página de extensión; no por ello son, nítidamente y en el sentido moderno,

microrrelatos, aunque se les acercan bastante. Siguen un modelo que podemos identificar

con la parábola, especialmente en el caso de “Palimpsesto (I)” —y también en el de


“Palimpsesto (II)” (288-90), de extensión mayor—, lo cual tiende a alejarlas del tipo que

nos interesa. Por otra parte, manifiestan algo que las acerca a nuestra atención, a saber la

intención —sobre todo en los “palimpsestos”— de reescribir tópicos culturales antiguos,

en estos casos vinculados con la aparición del Cristianismo.

2.2. Esta intención de reescritura reaparece, en forma mucho más perfilada, en un

escritor de orígenes modernistas, el mexicano Julio Torri (1889-1969). Su primer libro,

Ensayos y poemas, traduce desde el título el ademán cauteloso de quien está a punto de

pisar territorios insuficientemente definidos (Torri 1917). Conviene aclarar que no hay

allí “poemas”, en el sentido de composiciones en verso; todos los textos del volumen

están en prosa. Unos tienen claro carácter ensayístico; en otros, la condición poemática

sólo puede defenderse en relación con el “poema en prosa”, con notable aproximación a

lo que hoy llamamos microrrelato. A este segundo caso pertenece la famosa composición

que abre el volumen, “A Circe” (Torri 1917: 11-12; Torri 1964: 9), que dice así:

¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil

cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba

la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme,

las sirenas no cantaron para mí.

Una revisión de Ensayos y poemas permite encontrar otros textos que podemos

considerar microrrelatos, como no ha dejado de advertir la crítica (Koch 1981).

Destacamos sobre todo: “El mal actor de sus propias emociones” (1917: 21-23), o,
modificado el título en la segunda edición, “El mal actor de sus emociones” (1964: 11);

“La conquista de la luna” (1917: 31-34; 1964: 13-14); “De funerales” (1917: 71-72; 1964: 23),

antecedente del subtipo que llamo del “discurso sustituido” (véase 4.2); un breve relato

sin título (1917: 101-103; 1964: 32); “Leyendas mexicanas” (1917: 149-151), luego llamado

“Fantasías mexicanas” (1964: 43). Un examen similar del segundo libro de Torri, De

fusilamientos (1964: 47-91) permitiría aducir más ejemplos; claro está que las

composiciones de este libro son, por lo general, muy posteriores a las que incluye el de

1917.

2.3. En tercer lugar, quisiera referirme a otro modernista, el argentino Leopoldo

Lugones (1874-1938) como autor de cuentos brevísimos o microrrelatos. Éstos se

encuentran en Filosofícula, conjunto de breves narraciones o apólogos que, según la

advertencia preliminar “es modesto y ligero; lo cual, a despecho de las graves palabras,

no le impide ser filosófico” (Lugones 1924: 7).

El autor se refiere al libro también con los conceptos de “paseo” y “divagación sin

trascendencia” (8): se subraya así cierta actitud lúdica que agrada encontrar en el severo

y contemporáneo apologista de “la hora de la espada”. Pues en la vida de Lugones,

personaje multifacético, 1924 es no sólo el año de este libro, sino también el de los Cuentos

fatales, el de los Estudios helénicos y el del Romancero (tan ásperamente acogido este

último por los jóvenes vanguardistas de entonces), además de ser el centenario de la

batalla de Ayacucho, oportunidad en la que este escritor hizo una encendida defensa del

militarismo. Quizá este torbellino de publicaciones y apariciones públicas haya incidido


en el olvido posterior del libro que ahora nos ocupa, para el cual vale aún la equilibrada

opinión de Guillermo Ara (Orgambide y Yahni 1970: 395): “cautiva por la cordial

tonalidad de su sabiduría, por el tinte de sutil ironía y la tranquila confianza en el espíritu

del hombre. El libro es único en este autor que en otro nivel, naturalmente más inmediato,

hizo de la palabra un instrumento ardoroso y punzante”.

Un ejemplo de narración brevísima en este libro es el reexamen o recreación de un

mito helénico, bajo el título de “Orfeo y Eurídice” (Lugones 1924: 47-48):

Hallo una contradicción, dijo el filósofo, entre la inexorable ley, conforme a la cual ningún mortal

volvía del Hades, y el retorno de Eurídice, concedido por el dios infernal a Orfeo, cuando éste lo apiadó

con la lira.

—Más aún, confirmó el filósofo, si se considera que la ley del Hades no incumbía al dios, sino al

destino cuyo carácter impersonal excluye la compasión.

—El dios fue a la vez piadoso y sutil, enseñó el poeta, y eso se ve en la condición que puso a Orfeo:

no volverse para mirar a Eurídice, hasta no haber abandonado el infierno. Pues hallándose realmente

enamorado de ella Orfeo, el dios sabía con seguridad que no resistiría al ansia de verla.

Hay otros relatos similares en estas páginas: no pretendo dar una lista completa.

Señalaré solamente que las fuentes de esta tarea de reescritura parecen ser tres: la

tradición evangélica, la de algunos mitos clásicos y la de las Mil y una noches. Las piezas

más interesantes son las relacionadas con la primera, por las variaciones que Lugones

introduce —no siempre dentro del marco de la ortodoxia— en temas fundamentales de

nuestra cultura. Algunos ejemplos, muchos de ellos de extensión menor a una página:

“Jesús y la samaritana” (112), “El libre albedrío” (113), “El espíritu nuevo” (114), “El
antiguo racionalismo” (115-16), “La dicha de vivir” (118-19), “El dueño de la pollina”, un

poco más extenso (120-22), “El reino de los cielos” (123-24)... Exploración de una suerte

de “evangelio apócrifo”, reescritura laica de motivos sacros, estos textos pueden leerse

uno por uno y también formando parte de una serie o conjunto mayor, tendiente a

constituir el libro íntegro como objeto de consideración estética.

Los ejemplos aducidos de Rubén Darío, Julio Torri y Leopoldo Lugones ratifican

la potencialidad del Modernismo como campo de experimentación verbal; en este caso

concreto, parece indudable la función que el movimiento tiene, por lo menos, como

semillero de antecedentes del microrrelato contemporáneo.

3. La brevedad: haiku, microrrelato, microtexto

3.1. La consideración del aspecto de la brevedad es recurrente en todo estudio del

microrrelato; quiero intentar una nueva excursión por este territorio.

No creo arbitrario considerar conjuntamente el breve poema japonés llamado

haiku (palabra que la mayoría de los diccionarios españoles no registra, salvo, en algún

caso, en la forma hai kai2 ) y el microrrelato hispanoamericano contemporáneo.

Lo primero que salta a la vista son las diferencias. No hablo de la oposición

verso/prosa sino de otros factores, que se pueden enumerar en paralelo. El haiku a) existe

desde el siglo XVI hasta hoy, sin solución de continuidad; b) está plenamente incorporado

a la cultura de su país de origen; y c) ya hace por lo menos un siglo que ha llamado la

atención de los hombres de letras —escritores y críticos— de Occidente. Entre nosotros,


Octavio Paz se ha ocupado de esta y otras formas de la literatura japonesa (Paz 1971);

también ha habido un cierto auge de este tipo de poemas en el Brasil (Goga 1988).

Por su parte el microrrelato, con raíces modernistas como he procurado mostrar,

a) cobra vuelo a partir de la década de 1950; b) es habitual considerarlo no como un

género por derecho propio, sino como una suerte de epifenómeno de la narrativa breve,

una forma particular de encarar el cuento; y c) sólo en los últimos años está estudiándose

como un hecho distintivo dentro de la prosa hispanoamericana contemporánea.

Es evidente que el haiku y el microrrelato comparten un rasgo básico: su

obligatoria brevedad.

En el caso del primero, la norma obliga a elaborar el poema mediante tres versos,

respectivamente de 5, 7 y 5 sílabas (aunque las sílabas japonesas no se miden de la misma

manera que las nuestras: “unidades silábicas” o “impulsos acentuales” son conceptos que

también podrían aplicarse). He aquí un ejemplo de Matsuo Basho (1644-1694), traducido

al español y usado como epígrafe en el último libro de poemas de Julio Cortázar (1984):

Este camino

ya nadie lo recorre

salvo el crepúsculo.

Y otro ejemplo, de José Juan Tablada, pensado originariamente en nuestra lengua

e incluido en Un día, de 1919 (Onís 1961: 465):

El saúz
Tierno saúz,

casi oro, casi ámbar,

casi luz...

Si alguien se pone a contar sílabas verá que en este último caso el cómputo no es

exacto; pero lo mismo ocurre, en algunos casos, en los poemas japoneses mismos.

En cuanto al microrrelato, obviamente la condición de la brevedad es esencial

(aunque lo “breve” y lo “extenso” sean conceptos abiertos a redefinición dentro de cada

período histórico y cultural). Un texto que no sobrepasa una página de extensión parece

a priori un microrrelato. Los casos extremos dan por resultado composiciones

constituidas por el título y una línea o poco más. Así ocurre en estos dos ejemplos,

debidos el uno a Augusto Monterroso (1982: 111) y el segundo a Gabriel Jiménez Emán

(1981: 55):

Fecundidad

Hoy me siento bien, un Balzac: estoy terminando esta línea.

El hombre invisible

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.


Ahora bien: como en el caso de los poemas japoneses mencionados, la brevedad es

un requisito, pero no el único. Hay otras condiciones, quizá no estipuladas con el mismo

rigor —posiblemente por tratarse de un género emergente o en formación—, pero

empíricamente existentes. Trataré de exponerlas, nuevamente en forma paralela.

3.2. ¿Qué prescribe la tradición japonesa respecto del haiku, aparte del número y

distribución de las sílabas? Según los especialistas, hay tres condiciones más: a) contiene

por lo menos alguna referencia al mundo natural (más allá del orden de lo humano, que

también podría considerarse como tal); b) enfoca un evento o incidente individual (o sea,

no es una generalización); y c) presenta ese evento en su ocurrencia actual, no en el

pasado ni con rasgos de intemporalidad. Si volvemos a los ejemplos de Basho y Tablada

veremos, creo, que estas condiciones se cumplen.

La definición de haiku que usamos excluye otros poemas breves, o aún brevísimos,

que no cumplen con uno o más de estos requisitos: por ejemplo, “Ed è subito sera”, de

Salvatore Quasimodo (1976: 31):

Ognuno sta solo sul cuor della terra

trafitto da un raggio di sole:

ed è subito sera,

poema que no se refiere a un evento individual sino a una condición general de la

naturaleza humana.
En cuanto al microrrelato, postulo para su existencia los siguientes rasgos, además

de la brevedad: a) es irrelevante su relación con el mundo natural, pero obligatoria su

vinculación con la naturaleza humana; b) enfoca un evento o incidente individual (o sea,

no es una generalización); y c) marca el paso del tiempo —sobre todo a través de formas

verbales y adverbiales— y la distancia entre el tiempo interno de la narración y el de la

producción y lectura del texto, evitando así los rasgos de intemporalidad. En particular,

d) es frecuente que los textos de este tipo escritos en español exploten la distinción

aspectual —en terminología actual de la Academia— entre el pretérito perfecto simple

(que yo llamo “pretérito”) y el pretérito imperfecto (o simplemente “imperfecto”), como

se advierte en el ejemplo de Jiménez Emán citado arriba.

Esta concepción del microrrelato excluye del corpus numerosos textos en prosa de

extensión limitada: todos los aforismos (que son por definición generalizadores); la

mayor parte de las “greguerías” (aunque unas cuantas pueden mostrar sustancia

narrativa); los textos imitativos de los bestiarios medievales (que no se refieren a la

experiencia humana); ciertos ensayos brevísimos (como aquellos incluidos en Torri 1917);

recreaciones de la prosa de la publicidad y de los medios masivos de comunicación no

articulados narrativamente, y otros más.

3.3. En mi opinión, de las comparaciones formuladas en 3.2. surge que por un lado

tenemos una forma en verso con límites muy precisos, que en virtud de ellos alcanza una

intensificación del efecto lírico. Por el otro, tenemos una forma en prosa que también
responde a especificaciones rigurosas, aunque en general distintas, y que esta contención

determinada por sus reglas —implícitas o aún no codificadas— subraya con similar

énfasis la sensación de la narratividad.

En toda esta discusión nos ha estado faltando un concepto: el de microtexto. Todas

las formas que he mencionado, y otras que se quedaron sin mencionar, son microtextos:

el haiku, muchos poemas de la vanguardia histórica, ciertos poemas brevísimos de

Octavio Paz y otros poetas hispanoamericanos, los “casos” de la tradición oral y sus

aproximaciones en la literatura escrita, los apólogos y las fábulas, las sentencias y

aforismos, las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, los bosquejos dramáticos de

Marco Denevi, algunos textos descriptivos de Azorín, los ensayos en miniatura... Este

siglo XX que está a punto de terminar se inclinó hacia la forma breve, la falta de

redundancia, la economía de medios expresivos, el cuidado de la palabra: en suma, hacia

el microtexto.

Si a todos los microtextos en prosa llamamos microrrelatos, entramos en un campo

de extendida confusión que nos impedirá definir el género. En cambio, si entre los

microtextos en prosa seleccionamos aquellos —que por otra parte parecen ser mayoría—

que cumplen con los principios básicos de la narratividad, y a éstos llamamos

microrrelatos, habremos dado un paso importante para delimitar la especie literaria a la

que pertenecen, y estaremos en condiciones de describir un conjunto homogéneo de

textos.

4. Tres tipos de microrrelato


Una operación previa a la discusión de otros rasgos teóricos podría ser el

establecimiento de una tipología. Sobre la base de un conjunto de textos generalmente

reconocidos como microrrelatos, habría que determinar qué agrupaciones son posibles,

más allá de las obvias: ni el cómputo de las palabras que los constituyen, ni la sustancia

temática de cada uno de ellos, son supremamente importantes. Intentaré iniciar esa tarea

identificando —en un primer paso— tres modelos básicos. Va de suyo que no estoy

diciendo que estos tres sean los únicos posibles3 .

Primer tipo: reescritura y parodia

4.1. El microrrelato —con perdón de la obviedad— es siempre breve o brevísimo;

para proseguir con la analogía ya establecida, podría decirse que esto es tan cierto como

que el haiku japonés consta de un total de 17 unidades silábicas, distribuidas en tres

versos de 5, 7 y 54 . Lo importante es tratar de definir otros rasgos, que avancen sobre el

tan repetido de la brevedad; y para ello hay que considerar algunos textos específicos.

Me interesa destacar una primera utilización del modelo estructural del

microrrelato: la reescritura, un procedimiento implícitamente relacionado con la parodia.

Para ello, voy a alejarme momentáneamente de la América Latina.


Entre los papeles de Franz Kafka que quedaron inéditos a su muerte, y que

desobedeciendo su última voluntad publicó su amigo Max Brod, hay algunos relatos muy

breves. Uno de ellos se titula “La verdad sobre Sancho Panza”, y dice así:5

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los

años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros,

en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego

dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas

aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente

hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre,

siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don

Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

Ese es todo el relato, y en tan breve espacio Kafka nos ha dado “otra versión” de

la historia de Don Quijote: una que gira alrededor de Sancho Panza, que convierte a éste

en autor de novelas y creador de la figura del Quijote, como una emanación de su propio

yo. Al mismo tiempo, modifica la ficción cervantina en la medida en que produce un

cruce de los planos de la realidad y la fantasía que hubiera agradado al propio Cervantes.

En efecto, Don Quijote es a la vez el “demonio” de Sancho y el personaje de sus novelas;

pero su existencia como ente ficcional no impide a Sancho acompañarlo en sus

evoluciones en el plano de la “realidad”.


Desde luego, Kafka parte de un texto cuya condición auténticamente clásica

asegura un conocimiento generalizado en sus eventuales lectores. En eso radica

precisamente la vinculación que es posible establecer con una actitud paródica (la cual,

según la teoría, no implica necesariamente una modalidad burlesca)6 . En consecuencia,

al alcance de la mayor parte de los lectores estará el advertir los cambios que introduce

en el esquema heredado.

Lo que hace Kafka es un ejercicio de reescritura. Por cierto que, en lo que toca a

Cervantes, dista mucho de ser el único. La intuición cifrada por Cervantes hace alrededor

de cuatro siglos se ha reformulado repetidas veces, en formas extensas tanto como en

formas breves (y tanto dentro de la literatura como a través de otros discursos artísticos,

podría agregarse), y puede seguir reformulándose. Lo llamativo es que ahora el vehículo

de tales reformulaciones sea este tipo de construcción brevísima, el microrrelato.

Voy a dar un segundo ejemplo, debido al escritor mexicano Juan José Arreola; se

llama “Teoría de Dulcinea”:7

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó

la vida eludiendo a la mujer concreta.


Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que

un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos

de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas

páginas de hazañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su

cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de

sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó

en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó

muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o

cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba

en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el

fondo de su alma reseca.

Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un

destello inútil ante la tumba del caballero demente.

La forma breve está siendo usada, repito, para una tarea de recreación de las

construcciones narrativas fundamentales de nuestra cultura. Esta es una de las

modalidades principales del microrrelato en la narrativa hispanoamericana

contemporánea: ejercicios de reescritura. Doy un ejemplo más de esta cadena de textos

cervantinos, esta vez a través de una composición del escritor argentino Marco Denevi.

Figura en su libro Falsificaciones, bajo el título de “El precursor de Cervantes”; a nuestros


efectos, después de haber suprimido del mismo el material introductorio destinado a

crear una “enmarcación”, llamaremos a este trozo, simplemente, “Dulcinea del Toboso”

(Denevi 1966: 28-29):

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo

Corchuelo y Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosas novelas de esas de

caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que

en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besaran la mano.

Se creía joven y hermosa, aunque tenía treinta años y pozos de viruela en la cara.

Finalmente se inventó un galán, a quien dio el nombre de Don Quijote de la Mancha.

Decía que Don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y aventuras,

al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la

ventana de su casa, aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgüelo de los

alrededores, que a pesar de las viruelas estaba prendado de ella, pensó hacerse pasar por

don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un su rocín y salió a los caminos a

repetir las hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, seguro del éxito de su ardid,

volvió al Toboso, Dulcinea había muerto de tercianas.

Llegamos así al final de una breve serie en la que tres escritores —un praguense

de lengua alemana, un mexicano y un argentino— reflexionan sobre la creación del

español Cervantes. El escritor piensa escribiendo: estos tres escritores lo hacen, y de esa

manera dan tres versiones distintas de unos sucesos que, con distintos grados de

exactitud, conocemos todos. Prescindiendo de otros detalles, habremos notado que, en


Kafka, Sancho Panza crea a Don Quijote; en Arreola, es la muchacha campesina quien

determina la transformación de Quijano en el caballero andante; en Denevi, la locura de

los libros de caballerías afecta a Aldonza, no a Quijano, y éste adopta mentidamente la

vida caballeresca. El microrrelato contemporáneo —primera modalidad— es un

instrumento para la reescritura de los textos y de los mitos clásicos.

Segundo tipo: el discurso sustituido

4.2. A partir de la experiencia liberadora que representó la vanguardia poética

hispanoamericana —con creadores tales como Vicente Huidobro, César Vallejo y Oliverio

Girondo— se generaliza una actitud crítica con respecto al lenguaje patrimonial, o

heredado, de la literatura. Esto se manifiesta en una serie de experiencias rupturales, que

por lo general se realizan mediante procedimientos de sustitución de elementos del

discurso. Daré algunos ejemplos. En Altazor (1931), de Vicente Huidobro8 , se encuentran

trozos como el famoso que comienza: “Al horitaña de la montazonte/ La golondrina y el

goloncelo/ Descolgada esta mañana de la lunala/ Se acerca a todo galope/ Ya viene viene

la golondrina/ Ya viene viene la golonfina/ Ya viene la golontrina/ Ya viene la

goloncima”, etc. En En la masmédula (1954), de Oliverio Girondo9 , hay una canción de

amor titulada “Mi lumía” (421-22) que comienza así: “Mi lu/ mi lubidulia/ mi

golocidalove/ mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma/ y descentratelura/ y

venusafrodea/ y me nirvana el suyo la crucis los desalmes/ con sus melimeleos”... Por
qué no citar también algunos textos de Julio Cortázar, como el capítulo 68 de Rayuela10

, y también como este texto que aparece en Último round (1969)11 , bajo el título “La

inmiscusión terrupta”, un microrrelato similar a los otros que venimos examinando:

Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí

nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le

arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.

—¡Asquerosa!— brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio

que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga

a la crimea y consigue marivolarle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por

un momento horadra el raire con sus abroncojantes bocinomias. Por segunda vez se le

arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el

encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa

contrae una pica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan

tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve

precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.

—¡Payahás, payahás!— crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas

empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las

colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas

que para qué.

—¿Te das cuenta?— sinterruge la señora Fifa.


—¡El muy cornaputo!— vociflama la Tota.

Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado

polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofifas y las fitotas,

mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.

Creo que es evidente por qué he creado esta categoría que llamo “el discurso

sustituido”. El relato existe; se cuenta el cuento. No es un ejercicio solipsista, puesto que

el lector percibe por lo menos la dirección general de la narración. Pero esa comprensión

se realiza a un nivel que no es el del discurso habitual: en parte por mecanismos

analógicos que relacionan los vocablos ficticios, o mejor dicho recién creados, con otros

existentes en su lexicón; en parte porque, si no reconoce del todo los vocablos, está en

cambio familiarizado con sus componentes morfemáticos; en parte por el dinamismo del

relato; y, por qué no, en parte también porque desea comprender: frente a un idiolecto

extraño conversacional o literario surge el deseo de superar esa barrera. El caso es que el

mecanismo del discurso sustituido funciona en textos como éste, sin que pueda

aseverarse que también lo haría en el caso de otros más extensos. El requisito de la

brevedad, que subyace en toda realización de microrrelato, se combina muy bien con la

sustitución del discurso.

Veremos ahora otro ejemplo. Como en el caso anterior, el lector o el oyente no

tendrán dificultades con la sintaxis ni el ordenamiento de los párrafos, pero notará ciertas

discrepancias con el uso cotidiano del lenguaje: una nueva codificación. Se trata de un
micro-rrelato de la escritora argentina, radicada en Nueva York, Luisa Valenzuela. El

texto está incluido en un libro de 197512 . Con frecuencia la tarea de Valenzuela apunta

a la destrucción y sustitución de discursos. En sus manifestaciones más importantes, esa

sustitución se maneja sobre ejes que implican la instauración de la dimensión femenina

en un mundo machista, o bien la irrupción del discurso liberador en la dialéctica

asfixiante del opresor y el oprimido. Y también (y aquí es, precisamente, donde entra el

uso del microrrelato) esa actitud experimental puede manejarse a un nivel lúdico, como

en el texto que nos interesa, titulado “Zoología fantástica”:

Un peludo, un sapo, una boca de lobo. Lejos, muy lejos, aullaba el pampero para

anunciar la salamanca. Aquí, en la ciudad, él pidió otro sapo de cerveza y se lo negaron:

—No te servimos más, con el peludo que traés te basta y sobra...

El se ofendió porque lo llamaron borracho y dejó la cervecería. Afuera, noche

oscura como boca de lobo. Sus ojos de lince le hicieron una mala jugada y no vio el coche

que lo atropelló de anca. ¡Caracoles!, el conductor se hizo el oso. En el hospital, cama

como jaula, papagallo. Desde remotas zonas tropicales llegaban a sus oídos los rugidos

de las fieras. Estaba solo como un perro y se hizo la del mono para consolarse. ¡Pobre

gato! manso como un cordero pero torpe como un topo. Había sido un pez en el agua, un

lirón durmiendo, fumando era un murciélago. De costumbres gregarias, se llamaba León

pero los muchachos de la barra le decían Carpincho. El exceso de alpiste fue su ruina.

Murió como un pajarito.


Nuevamente, el uso del microrrelato como campo de experimentación con el

lenguaje. Aquí hay un truco que en la lengua cotidiana encontraríamos difícil de realizar

sin preparación previa: una selección rigurosa de los vocablos y modismos idiomáticos

que el lenguaje corriente asigna, no a actores humanos, sino a los animales. (La lengua

española tiene esa característica de un doble código: los humanos tenemos “piernas”, los

animales y objetos inanimados tienen “patas”, y así sucesivamente.) Como esos

elementos léxicos están cuidadosamente buscados, el efecto resultante es de extrema

cohesión; y ya se sabe que, de acuerdo con la teoría literaria contemporánea, este rasgo

se distingue como una característica principalísima del discurso literario.

Tercer tipo: la escritura emblemática

4.3. Creo haber identificado un tercer tipo de microrrelatos, al que he denominado

“la escritura emblemática”. Con ello me refiero a ciertos textos brevísimos que proponen

una visión trascendente de la existencia humana. Quiero decir: una visión definitiva, un

enfrentarse al sentido último de la existencia o, como en el caso que vamos a ver en

seguida, de su destrucción. No la anécdota individual, ni el gesto ornamental, ni la

aventura lingüística, sino algo que va más allá y que, en última instancia, se puede asociar

con el orden más profundo de las creencias. En otras épocas, podríamos haber insuflado

en estas creaciones un sentido mítico o religioso, podrían ellas mismas haber sido textos

cosmogónicos; en el mundo de hoy, deberíamos hablar simplemente de “ideología”,


entendiendo esta noción no en un sentido limitativo, sino al contrario, como indicio de

una reflexión profunda sobre los extremos de la existencia. Todo esto que estoy tratando

de verbalizar se encuentra, a mi entender, en la notable construcción titulada “Jericó”,

desarrollada en un extendido párrafo en el que el escritor mexicano José Emilio Pacheco

cifra su meditación sobre nuestro destino colectivo:13

Al caminar por un sendero del otoño H pisa hojas que se rompen sobre el polvo.

Brilla la luz del mediodía en los árboles. Las nubes hacen y deshacen formas heráldicas.

A mitad del bosque H encuentra un sitio no alcanzado por la sequía. Tendido en ese

manto de frescura mira el cielo, prende un cigarro, fuma, escucha el silencio del bosque.

Nada interrumpe la serenidad. El orden se ha adueñado del mundo. H vuelve los ojos y

mira los senderos en la hierba. Una caravana de hormigas se obstina en llevar hasta la

ciudad subterránea el cuerpo de un escarabajo. Otras, cerca de allí, arrastran leves cargas

vegetales, entrechocan sus antenas, acumulan partículas de arena en los médanos que

protegen la boca del túnel. H admira la unidad del esfuerzo, la disciplina de mando, la

energía solidaria. Pueden llevar horas o siglos en la tarea de abastecer el hormiguero.

Quizá el viaje comenzó en un tiempo del que ya no hay memoria. Absortas en su afán las

hormigas no se ocupan de H ni tratan de causarle el menor daño. Pero él, llevado de un

impulso invencible, toma una hormiga con los dedos, la tritura con la uña del pulgar.

Luego con la brasa del cigarro hiere a la caravana. Las hormigas sueltan la presa, rompen

filas. El pánico y el desorden provocan placer en H. Calcina a las que tratan de ocultarse

o buscan la oscuridad del hormiguero. Y cuando ningún insecto vivo queda en la


superficie, aparta los tenues muros de arena y excava en busca de las galerías secretas,

las salas y depósitos en que un pueblo entero sucumbe bajo el frenesí de la destrucción.

Hurga con furia, inútilmente: los pasadizos se han disuelto en la tierra. Sin embargo H

mató miles de hormigas y las sobrevivientes no recobrarán la superficie jamás. Antes de

retirarse H junta la hierba seca y prende fuego a las ruinas. El aire se impregna de olor

fórmico, arrastra cuerpos, fragmentos, cenizas. Ha transcurrido una hora y media. H

alcanza las montañas que dominan la ciudad. Antes que la corriente negra lo devore, en

un segundo, de pie sobre el acantilado puede ver la confusión, las llamas que todo lo

destruyen, los muros incendiados, el fuego que baja del cielo, el hongo de humo y

escombros que se levanta hacia el sol fijo en el espacio.

Nótese que la forma del microcuento está aquí perfectamente desarrollada, con un

ritmo poderoso a la vez que con detalles precisos: el tema está narrado, no argumentado.

Nótese también cómo es que el texto ofrece, en impresionante paralelo, una comparación

irrefutable entre el tratamiento que prodigamos a los demás seres vivos del mundo (la

esquizofrenia ecológica) y el que, en función del miedo a otras comunidades humanas (la

esquizofrenia política), recaerá inexorablemente sobre nosotros mismos si no

reaccionamos a tiempo. El relato formula una seria declaración en tal sentido; no

pertenece a otro género que “Teoría de Dulcinea” de Arreola —por citar un ejemplo que

ya hemos visto y que es bien contrastante—, pero sí se sitúa frente al mundo mirándolo

desde un ángulo distinto. Frente al texto de Arreola podemos comprobar, con


admiración, que la literatura es reescritura; con similar admiración, frente al texto de

Pacheco podemos comprobar que la literatura es advertencia y vaticinio.

Por otra parte, hay textos que parecen estar constituyendo una suerte de nueva

mitología, una refundación de nuestro imaginario; no es difícil considerarlos también

como ejemplos de escritura emblemática. Pienso por ejemplo en “Atlas”, de la escritora

uruguaya Cristina Peri Rossi14 , tan sugestivo en su reelaboración de una figura

mitológica. He aquí el texto:

Sostiene el universo sobre sus hombros. No debe asombrar a nadie, pues éste ha

dado múltiples pruebas de su desequilibrio. Sostener el universo sobre los hombros es

una tarea absorbente y delicada, que exige toda su concentración; no puede permitirse

distracciones, ni pausas, ni paseos por los lagos, ni viajes de placer. Tampoco puede

desempeñar otra tarea (no puede tener un interesante empleo en la administración

pública, ni trepar la pirámide de la iniciativa privada); no ha buscado esposa ni tiene

hijos. Es, también, una tarea silenciosa y poco brillante, por la cual no recibe tarjetas de

felicitación a fin de año, ni aguinaldo, ni premios especiales. Nadie parece prestar

demasiada atención al hecho de que sostiene el universo sobre sus hombros, como no se

presta atención al empleado de los retretes públicos; ambos saben que son tareas

silenciosas pero imprescindibles.

No siempre sostuvo el universo sobre sus hombros; los primeros años de su niñez

transcurrieron sin esa responsabilidad, pero no fueron muchos; tiene una imagen
desvaída de esa época, quizás porque el peso de sostener el universo le ha arruinado la

memoria.

No discute el hecho de que sea él y no otro quien sostiene el universo; lo acepta de

una manera visceral, quizás porque se trata de un fatalista que no cree en la posibilidad

de modificar sustancialmente las cosas. Hace su trabajo con concentración, aunque a

veces siente el deseo de pasear, de tomarse unas vacaciones.

No discute con nadie la índole de su trabajo y le gustaría que alguien, al verlo

sostener el pesado universo sobre sus hombros, le sonriera. Pero si esto no ocurre (y de

hecho: no ocurre), tampoco se deprime. Ha conseguido instalar en sí mismo una sabia

indiferencia ante los placeres mundanos (que de todos modos le estarían vedados por la

índole de su trabajo), la comodidad, el lujo y las aficiones de la carne. Carece de cualquier

clase de religión y no atribuye a su tarea ningún sentido místico: detestaría ser el origen

de una corriente religiosa o política.

Ahora que su salud declina (es un ser mortal como cualquier otro), se pregunta

quién será el llamado a sustituirle. No tiene descendencia y no cree que, de todos modos,

se trate de un cargo hereditario. Tampoco piensa que la elección dependa de alguna clase

de mérito social, intelectual o político. Sabe que es una tarea pesada, ingrata, mal

remunerada, pero la única frente a la cual no existe opción. No conoce quiénes fueron sus

antepasados, en el cargo, y posiblemente le esté vedado conocer al sucesor. Pero quizás

por efecto de la vejez, recuerda con especial ternura al niño que un día comenzó a sostener
el universo sobre sus hombros. No juzga de ninguna manera a los hombres y mujeres que

exonerados de esa tarea, se dedican a otras ocupaciones.

Lo que más le molesta es no ir al cine.

Desde luego, en el texto de Peri Rossi hay varios matices, que permitirían

considerarlo desde otros ángulos. La literalidad del lenguaje, uno de los aspectos más

evidentes del texto, lo aproxima a ciertos ejemplos del discurso sustituido; de la misma

manera, en tanto revisión de un mito clásico, no están ausentes las marcas de la escritura

paródica; otros pasajes causan rupturas de la continuidad que producen efectos

humorísticos. Los mejores ejemplos de microrrelato serán siempre difíciles de clasificar:

toda construcción literaria tiene una serie de facetas, que son otras tantas señales enviadas

a la conciencia del lector, a veces armónicamente relacionadas y a veces en aparente

conflicto.

Los dos ejemplos hispanoamericanos de reescritura de un tema clásico (Arreola,

Denevi), los dos casos de discurso sustituido (Cortázar, Valenzuela) y los dos de escritura

emblemática (Pacheco, Peri Rossi) conforman una media docena de ejemplos que, a mi

entender, son bastante representativos del estado actual del microrrelato

hispanoamericano. Todos son breves construcciones narrativas; pero se advertirá que he

preferido no hacer girar este examen alrededor de aquellos que llevan a su extremo el

rasgo de la brevedad. Hay, como se sabe, muchos microrrelatos de sólo un párrafo de

extensión, y otros de cuatro o cinco líneas, y al menos uno constituido íntegramente por
siete palabras. En otro lugar —el artículo ya mencionado— me he ocupado de ellos; no

es necesario que me repita. Doy por supuesto el rasgo de la brevedad, soporte obvio de

toda construcción minificcional. Por otra parte, no estoy diciendo que los tres subtipos

identificados sean los únicos que existen; sino que hay allí tres modalidades que pueden

describirse en un primer paso, sin por ello negar la posible existencia de más subtipos.

5. Hacia una teoría

¿Qué teoría hay que cubra este fenómeno relativamente reciente, el del

microrrelato hispanoamericano? Antes que una revisión crítica de las respuestas, será

productivo que nos preguntemos cuáles son los problemas teóricos que plantea este tipo

de textos.

A mi entender, los microrrelatos ponen en foco dos problemas fundamentales, al

menos en relación con cuestiones de género (literario). El primero consiste en establecer

si el microrrelato es o no un caso particular del cuento, y en caso afirmativo, si constituye

un subgénero del primero. La segunda pregunta sería si el microrrelato es

intrínsecamente homogéneo o híbrido: si tiene unidad genérica, o es una suerte de cruce

de géneros.
5.1. A la primera cuestión, que es la de la relación con el cuento y otras formas

breves, contesto que efectivamente es así. El microrrelato no puede entenderse sino

dentro de un proceso de evolución del género “cuento” que, como ya dije, para nuestra

literatura comienza en el Modernismo. Esto no quiere decir que cuentos y microcuentos

sean la misma cosa. Surgen como parte del impulso creador de nuestros escritores; pero,

mientras que el cuento es ya una forma establecida desde el siglo XIX y tiene, como diría

Horacio Quiroga, su propia retórica, el microrrelato va encontrando la suya a medida que

sus autores prueban diversas vías de enfoque. Las minificciones son parte del continuo

narrativo, que contiene también ciclos novelísticos, novelas individuales, nouvelles y

cuentos: pero —repito— no son la misma cosa cuentos y microcuentos, de la misma

manera que la novela y la nouvelle (como lo advirtió Goethe en sus conversaciones con

Eckermann) tampoco son la misma cosa.

El género del microrrelato se ha estabilizado al punto de constituir proyectos

autónomos de libros, es decir, libros compuestos exclusivamente por ellos: por ejemplo

dos de Ana María Shua (1984, 1992). Hoy podemos intentar la definición de los rasgos

más relevantes del microrrelato, y también clasificarlos según una tipología que no sea

exclusivamente temática. Todo ello indica la consolidación de un género que, surgido en

la interioridad del género “cuento”, ha llegado a diferenciarse sustancialmente de él.


5.2. El otro problema que se ha planteado es el de decidir si el cuento es un género

o una suerte de no-género, un campo de cruce, un “género híbrido”15 .

Híbridos son todos los géneros literarios; lo han sido siempre en alguna medida,

pero el proceso de aproximación entre distintas actitudes genéricas se intensifica a

medida que nos vamos alejando de las décadas iniciales del siglo XX. Es absolutamente

cierto que algunos microrrelatos se sitúan cerca de la anécdota, de la breve estructura

ensayística, de la sátira, de la viñeta retratística, del poema. Pero también lo es que esto

pasa de manera similar en otros ámbitos genéricos; y que, en éstos como en aquel, lo que

importa es la persistencia de los rasgos genéricos básicos.

Para citar dos ejemplos que vienen del campo del ensayo: una pieza ensayística

como Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, ofrece sobrados elementos para despertar

nuestra vivencia de la poesía (Reyes 1953); por ello afirma uno de sus más conocidos

exégetas que en esa obra hay “poesía y saber unificados a través de una técnica basada

en la reminiscencia y la evocación. No se rechaza ni la poesía ni la documentación” (Leal

1970: 51). Por otra parte, Jaime Alazraki ha señalado convincentemente una aproximación

al cuento en los ensayos de Borges: “practica en sus ensayos una operación similar a la

empleada en sus narraciones” (1970: 139). Eso no hace ni del cuento ni del ensayo géneros

híbridos.
Puede pensarse, como lo adelantó Benedetto Croce y repitieron otros, que los

géneros no tengan razón de ser. Pero los géneros nos contienen, como las naciones;

podemos aspirar a que alguna vez no haya estados nacionales, pero por ahora tenemos

que vivir con ellos y dentro de ellos. Los géneros literarios, desde luego, no son tres, como

creyeron los antiguos, ni se encierran en un número inmutable y fijo: hay tantos géneros

como perspectivas de formulación existen para el fenómeno literario, en íntima

comunicación con la conciencia del escritor, con la percepción del lector y los

condicionamientos de un momento histórico y cultural determinado.

El segundo de estos elementos, la percepción del lector, lo encontramos cada vez

más importante en la teoría contemporánea. La obra literaria no termina de formalizarse

mientras no completa su circuito, es decir, cuando se ha producido la recepción por parte

del lector.

La verdad es que somos cada vez más los lectores que aspiramos a leer

microrrelatos en tanto tales; que reexaminamos obras del pasado buscando esas

construcciones perdidas; que asumimos una distinta actitud lectoral frente al

microrrelato y frente al cuento. Los lectores somos quienes estamos terminando de

constituir el género; la tarea llevó unos cincuenta años, pero ahora está llegando a su fin.
Comencé hablando de la vitalidad del género del cuento en Hispanoamérica;

termino señalando que, sin mengua de su actual salud, esa vitalidad es también

característica del microrrelato. Pero la vitalidad y la abundancia por sí solas no bastan: lo

importante de la obra estética es que debe ser capaz de conferir placer. Creo sinceramente

que, desde los relatos breves de Kafka hasta los relatos brevísimos de Monterroso, y

desde los “minimitos” del húngaro Örkeny (1970) hasta las ya citadas “falsificaciones”

del argentino Denevi, se tiende todo un arco de posibilidades de disfrute. ¿Cuál será

nuestro microrrelato favorito? Seguramente el que escribiremos esta noche, en la soledad

de nuestra habitación.
NOTAS

1. Koch (1981) estudia, en México, a los tres autores citados y también a Julio Torri;

en su trabajo siguiente (1985), dedicado a la Argentina, incluye a Borges y también a

Cortázar y Denevi. Bell (1990) dedica el capítulo III de su tesis al microrrelato venezolano

contemporáneo: Eduardo Liendo, Gabriel Jiménez Emán y Luis Britto García.

2. Las formas aceptadas son haiku, hai kai y hokku. En español, el Pequeño

Larousse registra la segunda de estas formas, no así la Academia. Cabezas García (1989)

usa la forma jaiku; de la Fuente y Hirosaki (1991), en su traducción de Issa, siguen usando

la primera de las tres. Por mi parte, prefiero la forma haiku, que en lo sucesivo no

destacaré tipográficamente.

3. De hecho, yo mismo esquematicé algún otro tipo en el trabajo ya citado

(Lagmanovich 1994). Dejo de lado el subtipo que antes llamé “prodigios de la brevedad”,

pues creo que no hay nada que se pueda definir tan sólo en función de la extensión.

4. Sobre el haiku hay una vasta bibliografía. Un texto que he encontrado

particularmente útil para considerar las exigencias de la brevedad juntamente con otros

importantes rasgos constitutivos es Henderson 1967.

5. Kafka 1953, «La verdad sobre Sancho Panza», 80.

6. Iuri Tynianov, “Tesis sobre la parodia” [1921], en Volek 1992, 169-70; Hutcheon

1985; Rose 1993.

7. Juan José Arreola, “Teoría de Dulcinea”, en Arreola 1962, 19.


8. Huidobro 1976, tomo I, 381 ss. Lo citado, 413.

9. Girondo 1968, 401 y ss.

10. Cortázar 1963, 428.

11. ————— 1983, tomo II, 110-11.

12. Valenzuela 1975, 93

13. Pacheco 1977, 137-138.

14. Peri Rossi 1987, 39-40.

15. Así los considera Guillermo Siles en un trabajo aún inédito en el momento de

redactarse estas páginas (Siles 1996).

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