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Capítulo III – La búsqueda de un nuevo modelo de inserción

Paradiso
La crisis de 1929 y los trastornos que le sucedieron pusieron en evidencia,
una vez más, lo vulnerable que era el país frente a las inestabilidades de la
economía mundial en general y a la suerte que corriera Gran Bretaña en general,
dada la forma en que Argentina había adherido a la economía del laissez faire y al
sistema de división internacional del trabajo.
Desde entonces y hasta fines de la Segunda Guerra Mundial, los argentinos
dedicarían parte de su energía a debatir nuevas opciones políticas y económicas:
una estrategia de crecimiento que reemplazara a la agroexportadora, un nuevo
proyecto político y una nueva política exterior; en suma, un nuevo modo de estar
en el mundo.
Diversos factores influirían sobre el tono y los contenidos de esas
discusiones. De un lado, la evolución de las circunstancias coyunturales y su
repercusión sobre los intereses y las apreciaciones de los actores públicos o
privados. Del otro, las grandes experiencias sociales registradas en la Unión
Soviética, Italia o Alemania y que proponían adhesiones políticas e ideológicas a
los diferentes “nuevos órdenes” que desde allí se anunciaban
El gobierno, desde 1932 en manos de una coalición de fuerzas
conservadoras, diseñó una política de intervención estatal defensiva y, en el plano
comercial, postergó antiguas tradiciones librecambistas en beneficio de fórmulas
bilaterales basadas en concesiones recíprocas. El más importante y de mayor
repercusión, el celebrado con Gran Bretaña en la primera mitad de 1933.
En la Conferencia Económica de Ottawa (1932), representantes británicos
y de sus dominios habían suscripto convenios de reciprocidad comercial
ajustados a los principios de preferencia imperial. Ello afectaba sensiblemente las
perspectivas exportadoras de Argentina haciendo realidad los temores
instaurados una década atrás
Los gobernantes argentinos reaccionaron rápido: una misión encabezada
por el propio vicepresidente de la Nación, Julio Argentino Roca (hijo) partió a
Londres y negoció durante varios meses hasta concluir la Convención Accesoria
del Tratado de Paz y Amistad de 1825 (Tratado Roca-Runciman). El acuerdo
incluía un régimen de carnes y otro de cambios: Gran Bretaña se comprometía a
mantener sus compras de carne bovina enfriada en una cuota no menor de
390.000 toneladas (con una reducción, por circunstancias imprevistas, no menor
a 10%). El régimen de cambios establecía la obligación argentina de emplear las
libras provenientes de la venta de sus productos para satisfacer la demanda de
remesas al Reino Unido. Complementariamente, Argentina otorgaba ventajas en
materia arancelaria y admitía dar un “tratamiento benévolo” al capital británico
invertido en las esferas pública y privada.

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El Tratado se convirtió en uno de los episodios más controvertidos de la
época. La imagen de una vinculación privilegiada que se parecía cada vez más a
una subordinación abierta, aceptada por algunos con excesiva complacencia,
elevaba el tono del discurso nacionalista que ganaba cada día más adeptos, entre
la opinión pública y entre los factores de poder. Los defensores del Tratado no
carecían de razones, lo que no significa que la decisión hubiera sido la única ni la
mejor opción para el país; lo que sí ella ponía en evidencia, era la perniciosa
influencia del argumento según el cual no era posible hacer otra cosa, basada en
un supuesto realismo que termina fortaleciendo inevitablemente el statu quo, y la
gravitación del núcleo central de los intereses agroexportadores.
Entre 1933 y 1934 se firmaron convenios con Bélgica, Países Bajos, Suiza,
Alemania, España, Brasil y Chile. Salvo Alemania, todos con la cláusula de nación
más favorecida. A ellos se sumaron negociaciones con Finlandia, EE.UU.,
Rumania, Austria, Italia, Checoslovaquia, Hungría, Francia, Polonia, Grecia,
Lituania, Uruguay, Bolivia y Perú. Una diplomacia bastante activa que instó a una
reorganización del dispositivo del Servicio Exterior. En 1934, se elevó al Congreso
un proyecto de ley orgánica y se dispuso una modificación de la estructura interna
de la Cancillería que repetía la permanente intención de prestar atención a las
demandas económicas. La Dirección de Asuntos Económicos se dividió en cinco
secciones: Imperio Británico, estados americanos limítrofes, americanos no
limítrofes, Europa y Asia, África y Oceanía.
Merecen destacarse las negociaciones comerciales con Chile (un acuerdo
de “modus vivendi” y un Tratado de Comercio) y Brasil (dos tratados de comercio
y navegación y un protocolo para la construcción de un puente internacional), que
evidenciarían las nuevas circunstancias económicas y la idea de marchar hacia
una mayor integración económica con la región. El Tratado de Comercio con Chile
de junio de 1933 se refiere por primera vez a gestiones para alcanzar una unión
aduanera de países del continente americano
Bajo la conducción de Carlos Saavedra Lamas, la diplomacia argentina
elevó su perfil y alcanzó los puntos más altos de su prestigio. El reingreso a la
Sociedad de las Naciones (con presidencia en 1936); la activa intervención en las
gestiones encaminadas a concluir la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia
(Conferencia de Paz con sede en Bs.As.); el otorgamiento al Canciller del Premio
Nobel de la Paz en virtud de su iniciativa de un Pacto Antibélico de No Agresión y
Conciliación, fueron los indicadores más elocuentes de esa notable performance
que tendría consecuencias en absoluto previstas por sus principales
protagonistas. Una clase dirigente con autoestima fortalecida favorecería zonas
de fricción con los Estados Unidos de América.
Debe admitirse que Washington no hacía demasiado para desalentar el afán
protagónico de la Cancillería porteña, aunque si dicha actitud respondía a la idea
de ganarse la voluntad de los funcionarios argentinos mediante halagos y algunas
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concesiones, calculó mal la consecuencia de esa postura: era inevitable que esos
hombres quisieran hacer valer el poder y la importancia que se les reconocía
Con Hitler en el poder, la Casa Blanca y el Departamento de Estado
apresuraron las gestiones para afianzar los instrumentos destinados a fortalecer
la seguridad hemisférica (Conferencias de Montevideo, Bs.As. y Lima). Argentina
fue el país más renuente a que las cosas salieran como se proponían los
norteamericanos. La diplomacia argentina, fiel a sus identidades europeístas, veía
los acontecimientos tal como lo hacía Londres, en 1938 persuadida de que había
asegurado la paz continental. Las maniobras de Washington eran observadas
como un pretexto para consolidar su hegemonía continental mediante versiones
renovadas del monroísmo.
La estrategia argentina consistía en jugar la instancia universal en desmedro
de la regional y minimizar los compromisos políticos en beneficio de los
económicos. La Cancillería se oponía frontalmente a todo lo que pudiera significar
una multilateralización de la doctrina Monroe, la legitimación de intervenciones
colectivas ante situaciones de conmoción interna que pudieran producirse en un
país de la región, así como la conformación de una liga de naciones americanas.

El eco de las controversias sobre estrategias de desarrollo y política


exterior, desde 1939/40 en adelante se amplificó notablemente. Las opciones en
las que se ponía en juego el modo en que el país se ubicaría en el mundo se
resumían en dos conceptos: neutralismo e industrialización. El escenario de estos
debates fue complejo: impacto de la guerra sobre la marcha de la economía y la
estructura productiva, exacerbación de la competencia ideológica,
especulaciones sobre la evolución de la contienda, repercusión de alteraciones en
los equilibrios regionales, turbulencias de la vida institucional. La sociedad admitía
múltiples líneas divisorias, cuyos términos se combinaban en una variedad de
matices: fascistas y democráticos, tecnócratas e ideólogos, liberales e
intervencionistas, agrarios e industriales, probritánicos y antibritánicos, pro
EE.UU. y anti EE.UU.
La guerra abrió un nuevo capítulo en la antigua trama del triángulo del
Atlántico. La adhesión a la neutralidad desembocaría en una confrontación con
Estados Unidos potenciada por una larga historia de recelos y fricciones. Durante
el primer tramo de la contienda, se vivió en las relaciones entre ambos países
cierta armonía: eran tiempos electorales en EEUU y las autoridades argentinas,
con Ortiz a la cabeza, se mostraban firmes al sugerir posiciones más vigilantes
con respecto a la contienda europea (pasar de “neutralidad” a “no beligerancia”).
Con la reelección de Roosevelt, dispuesto a avanzar decididamente hacia la
beligerancia, y el alejamiento de Ortiz por su deteriorada salud, que significó un

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retroceso de la línea “pro aliada” en el gobierno argentino, comenzaron a
producirse choques.
El primero de ellos se dio en la reunión de cancilleres de Río de Janeiro en
enero de 1942. Colombia, México y Venezuela habían presentado un proyecto con
una cláusula obligatoria para que, solidariamente, las repúblicas americanas
rompieran relaciones políticas, comerciales y financieras con Alemania, Italia y
Japón. La delegación argentina (Enrique Ruiz Guiñazú) se mantuvo inflexible y
provocó que la cláusula obligatoria se reemplazara por una recomendación. La
escalada posterior de la confrontación prácticamente no tuvo pausa. Washington
emplearía una amplia gama de mecanismos de coerción mientras que Londres se
mantenía en cautelosa expectativa
La versión que el embajador Miguel Ángel Cárcano exponía frente a Gran
Bretaña se asemeja a un neutralismo “materialmente probritánico y no pro
alemán”:
“La ruptura de relaciones con las naciones del Eje puede significar la ruptura de
relaciones con Europa, con quien negociamos y estamos vinculados culturalmente
desde antes de nuestra independencia, en una medida y proporción que no posee
ningún otro país americano. ¡Y Gran Bretaña está en Europa!”
La orientación de la política exterior abría en el cuerpo social una brecha
más honda que la producida por la Primera Guerra Mundial. La división se
intensificó a partir de 1941-42. Había jefes militares partidarios de la neutralidad y
otros abiertamente a favor de la causa aliada y la ruptura con el Eje.
En general, los rupturistas más activos eran aquellos que, vislumbrando los
cambios en el mapa del poder mundial, comenzaban a proponer el reemplazo de
la relación especial con Gran Bretaña por una franca aproximación a los Estados
Unidos de América. Era el caso de Agustín P. Justo, de Marcelo T. de Alvear, o
Federico Pinedo.
Muchos de los defensores del neutralismo desestimaban los riesgos que
podían derivar de esa postura sosteniendo que Argentina tenía en sus manos una
carta de triunfo: la urgente necesidad que el mundo de postguerra tendría de su
producción alimentaria. En esos años, el tema de la neutralidad ocupó un lugar
central en todas las alternativas por las que atravesó el orden institucional
El otro frente de debate activado durante el período de la guerra fue el
económico. Aquí se mezclaban dos ejes:
• Medidas destinadas a encarar la situación de emergencia provocada por
el trastorno de los mercados internacionales
• Preocupaciones por lo que ocurriría al finalizar las hostilidades y
rehabilitarse la economía de paz

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En ambos casos, el capítulo central de las controversias giraba en torno de
la naturaleza y alcances de la política industrial, de los niveles de protección para
el desarrollo de ese sector, de los mercados hacia los que orientarse.
Uno de los episodios más reveladores de los criterios e intereses que
confrontaban en esta materia, fue la suerte corrida por el Programa de
Reactivación de la Economía Nacional, enviado al Congreso en noviembre de
1940 y conocido como “Plan Pinedo” por el ministro de Hacienda.
El documento comenzaba con una descripción de las sombrías
perspectivas económicas derivadas de un potencial cierre de los mercados
europeos: “Grandes excedentes de productos invendibles significan intenso
malestar en la campaña, crisis industrial, zozobra y desocupación en las ciudades,
postración general en todas las actividades del país con repercusiones sociales
de imprevisible alcance”
Todo el Programa se basaba en el aumento de los gastos productivos,
especialmente del sector privado. Mostraba un perfil innovador con proyecciones
de largo plazo y esbozaba una estrategia de crecimiento industrial orientada hacia
la exportación y con diversificación de los mercados externos. Sin embargo, no
toda industria debería ser fomentada. En cuanto a los mercados, Estados Unidos
y Latinoamérica eran los espacios señalados como más promisorios. El país
norteamericano interesaba no sólo como proveedor de bienes y servicios, sino
como prometedor destino de ventas no tradicionales. Esto, si sabía aprovecharse
la necesidad que ese país parecía tener de artículos que momentáneamente no
podía adquirir en Europa.
Con respecto a Latinoamérica, y en particular a Brasil, el Plan sugería una
política de aproximación económica que permitiera, con el tiempo, desembocar
en una zona de libre comercio y, más adelante, en una unión aduanera. Para los
técnicos de Hacienda que habían preparado el documento, los procesos de
industrialización que se registraban en ambos países podían verse limitados por
la relativa estrechez de los respectivos mercados de consumo. Un acuerdo
económico entre varios países permitiría a esas nuevas industrias contar con un
amplio mercado.
Aun cuando el plan se cuidaba de respetar los intereses dominantes,
probablemente era excesivamente heterodoxo para poder sortear con éxito la
instancia parlamentaria en un país en el que aquellos sólo esperaban que pronto
volviera a ser todo como antes. Tras el rechazo del Plan y su alejamiento, Pinedo
fue un gran cuestionador de la neutralidad, por sus identificaciones ideológicas y
su propuesta de inserción internacional con sólidas vinculaciones con el
continente americano, particularmente con Washington.
A su entender era la política que mejor satisfacía los requerimientos del
interés nacional y el primer paso en esa dirección debía ser la adhesión firme y

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continuada a la causa aliada. En América estaba ahora la industria más avanzada,
la más importante fuente de capitales, el mercado consumidor más grande; muy
poco quedaba de las condiciones económicas imperantes en los comienzos del
siglo. Pinedo trataba de desalentar las ilusiones de quienes suponían que las
cosas volverían a ser como en el pasado y que a la Argentina le bastaría concurrir
con sus excedentes agrícolas para satisfacer las necesidades alimentarias de los
ex contendientes para retomar el rumbo de la prosperidad. Argentina no tenía
posibilidades dentro del aislamiento económico.
Si la consolidación de bloques económicos posteriores a la Segunda
Guerra Mundial o la proliferación de fórmulas proteccionistas podía limitar el
horizonte de la producción agraria, las perspectivas industriales tenían que
computar las restricciones provenientes del tamaño del mercado local. La solución
podía hallarse en la constitución de una unidad económica mayor entre países
sudamericanos. El panamericanismo habría dejado de ser un ideal, constituyendo
una condición esencial de la prosperidad

El fracaso del Plan Pinedo no postergó la apertura hacia Latinoamérica; por


el contrario, en esta materia la diplomacia económica, al menos hasta 1943-44, se
mostró muy activa. Acta con Uruguay, tratados con Brasil, creación de una
comisión mixta argentino-chilena: la intención era lograr regímenes de intercambio
con mayores libertades, con el ideal presente de una futura unión aduanera. Los
proyectos de infraestructura física volvían a recibir especial atención.
El ex ministro Saavedra Lamas volvía a insistir en los componentes
económicos del panamericanismo:
“[…] la verdadera preparación defensiva de Sud América… debe descansar sobre un
plan amplio de desarrollo y estímulo integral, al progreso material, a la total potencia
económica. Necesitamos constituir una verdadera unidad económica, dando de una vez
por todas al panamericanismo su contenido económico sustancial”.
La corriente defensora de la intensificación de los intercambios regionales
transcurría por canales públicos y privados. A mediados de 1941, en una reunión
realizada en Montevideo se constituyó el Consejo Permanente de Asociaciones
Americanas de Comercio y Producción. Asimismo, la Cámara Argentina de
Comercio (CAC) presentó un proyecto de resolución referido a la organización de
una Unión Aduanera entre Argentina, Bolivia, Chile, Brasil, Paraguay, Perú y
Uruguay; similar a un proyecto presentado por la delegación oficial ante la
Conferencia Regional del Plata meses atrás.
La “vía latinoamericana” ocupaba un lugar privilegiado en la mayoría de las
formulaciones programáticas, cualquiera fuera su procedencia ideológica. El
aumento de los flujos comerciales de Argentina con la región parecía respaldar el
unánime entusiasmo por las perspectivas de esas relaciones.

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El capítulo político de las relaciones de Argentina con sus pares de la región
era mucho menos promisorio que el comercial, particularmente tras la ruptura de
relaciones con el Eje y el reemplazo de Ramírez por Farrell,. Este supuesto
fortalecimiento de los germanófilos derivó en mayores presiones de Estados
Unidos y otros países latinoamericanos, y en un creciente aislamiento argentino.
La intervención de los Estados Unidos en la gestación de una organización
de carácter universal tuvo gran repercusión en el continente. La diplomacia
latinoamericana no podía ocultar su preocupación por la posición que ocuparían
los países de menor poder relativo dentro de la entidad que se estaba creando.
La batalla en favor de la democratización de la ONU, la supervivencia del sistema
regional y la instauración de mecanismos de cooperación económica que
favorecieran a los países menos desarrollados, demandaba la acción solidaria de
América Latina, que a su vez precisaba de la solución del “caso argentino”
Los diplomáticos latinoamericanos presionaron para la realización de una
reunión especial destinada al examen de todas estas cuestiones, incluida la
situación del gobierno de Buenos Aires. Se convocó entonces la Conferencia
Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz, realizada en el palacio
Chapultepec de México DF a principios de 1945. Argentina, ya por entonces
mencionada como una suerte de “país paria”, no tomó parte del evento. Sin
embargo, los participantes dejaron la puerta abierta a la normalización de su
situación al invitarla a suscribir el Acta final.
La resolución de la Conferencia de México brindaba a los sectores más
pragmáticos del gobierno la posibilidad de que hicieran prevalecer sus criterios.
Chapultepec y la próxima constitución de la ONU potenciaban sus argumentos
sobre las desventajas del aislamiento. Podían alegar incluso que la declaración de
guerra al Eje permitiría hacer uso de la ley norteamericana de préstamos y
arriendos, restableciendo el equilibrio de fuerzas en el Cono Sur del continente.
Hacia fines de la contienda, la relación con Brasil volvía a concitar gran
preocupación. Durante la década anterior, las tendencias cooperativas y
confrontatorias se habían mantenido en un inestable equilibrio, resultado de la
cambiante posición relativa de los partidarios de una y otra en cada país.
Sólo en parte la posición relativa de ambos países se había venido
modificando como resultado de las decisiones propias. El resto lo hacían las
circunstancias geográficas, económicas y políticas. Desde el punto de vista del
desarrollo industrial, la relación con los Estados Unidos le resultó a Brasil mucho
más favorable que lo que fue para Argentina el vínculo británico. Brasil pudo sacar
mayor provecho de las cartas que tenía a su favor, todas ellas en línea con
urgencias y ponderaciones estratégicas de Washington.
Los hechos que con seguridad más herían a los militares instalados en la
Casa Rosada tenían que ver con la consolidación del desarrollo siderúrgico

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brasileño facilitado por los créditos concedidos por el Eximbank para la acería de
Volta Redonda, y el desequilibrio militar producido por el generoso flujo de
armamentos proveniente de los EE.UU.
Las decisiones adoptadas por el gobierno de Farrell desde marzo de 1945
(declaración de guerra, firma del Acta de Chapultepec, disposiciones contra
intereses económicos de países del Eje) tuvieron una rápida respuesta.
Washington manifestó su complacencia y levantó restricciones económicas,
reconoció a las autoridades argentinas y normalizó las relaciones diplomáticas.
Inicialmente la alternativa “natural-artificial” constituyó uno de los ejes
centrales de las controversias sobre la industrialización. Durante esos años, la
mayoría de las definiciones provenientes del ámbito oficial se alinearon en favor
de actividades basadas en la dotación de recursos propios del país. En esta línea
parecía apoyarse Juan Domingo Perón, quien se hiciera cargo en 1944 del
Consejo Nacional de Postguerra, con preferencia por las industrias de materia
prima genuinamente nacional, y reticente a las industrias artificiales cuya vida
económica dependiera de alguna forma de protección.
Sin embargo, esa no sería la línea que prevalecería. La balanza se fue
inclinando en favor de la sustitución de importaciones basada en el mercado
interno, dada la consolidación del desarrollo manufacturero, la experiencia vivida
por las FFAA al quedar bloqueada la provisión externa de armamentos, así como
las previsiones referidas a las tendencias dominantes en la economía mundial.
A medida que se acercaba el fin de la guerra, crecían los reclamos
industriales para evitar un retroceso en lo logrado en ese campo que se derivaría
de la competencia externa. Las exigencias se fortalecieron por la preocupación
ante la reaparición de los problemas ocupacionales de los años treinta. Las ideas
industrialistas gozaban de una creciente gravitación en Latinoamérica. Como
resultado, se difundirían propuestas de política económica destinadas a impulsar
y proteger el desenvolvimiento manufacturero y se erigirían reclamos a las
potencias más avanzadas para que cooperaran en esa consolidación.
El desarrollo industrial era visto como “un medio eficaz para elevar el nivel
de vida de los pueblos americanos, aprovechar mejor sus recursos naturales e
incrementar el comercio internacional”. Durante los años de guerra, desde los
propios Estados Unidos habían llegado estímulos directos para la consolidación
de los procesos de industrialización sustitutiva, en un contexto de competencia
con Gran Bretaña por los mercados sudamericanos.
Argentina era uno de los países en los que el pensamiento industrialista
tenía mayor gravitación y donde podía esperarse una orientación de política
económica más clara en esa dirección. Los sectores que recurrentemente habían
esperado, ante cada conmoción mundial, la rehabilitación del antiguo orden,
volvieron a hacerse presentes defendiendo el mantenimiento de la esfera británica.

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