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M. — Quiere decir que los pecados no basta confesarlos en general, como por
ejemplo: he pecado contra la Ley de Dios y de la Iglesia, he dicho blasfemias, he
cometido impurezas, etc., sino que se han de acusar distintamente, según que
violen más o menos gravemente éste o aquel mandamiento, manifestando
también el número y las circunstancias que hacen cambiar de especie el pecado.
D. — ¿Qué me dice de las mujeres que confiesen los pecados del marido o de los
hijos?
—Ya los sabe usted, Padre; se los acaba de decir todos ahora mismo mi mujer.
— Yo soy una pobre mártir; mas él, mi marido, disfruta a sus anchas, come, bebe,
se pasea, y si alguna vez hablo, amenaza pegarme.
— ¿Por los pecados de mi marido?… Sí, los ha cometido él, él que cumpla la
penitencia…
M. — Quiere decir que se deben confesar todos los pecados mortales que se
recuerden después de un diligente examen y también aquellos que no se hubieren
confesado, o se hubieren confesado mal en confesiones pasadas.
O como ciertas mujeres que profieren una letanía de las imprecaciones que ellas
suelen dirigir a sus maridos, a sus hijos o a los animales.
O también como aquella niña, tan sencilla que habiéndose acusado de haber
cantado una canción, y preguntándole el confesor qué canción era ella se puso a
cantarla en alta voz en el confesionario, estando la iglesia llena de gente.
D. — ¡Qué simplona!… Pero siempre es mejor decir de más que de menos, ¿no
es verdad, Padre?
M. — Celo exagerado es éste, amigo mío, que de ningún modo se puede aprobar.
¿Obras acaso así con el médico cuando se trata de medicamentos o de sujetarse
a una operación?… Tengamos siempre presente sinceridad tan recomendada por
Jesucristo.
D. — Finalmente, Padre, ¿qué quiere decir que la confesión debe ser humilde?
En suma, digamos bien claro aquello que más cuesta a nuestra soberbia y nos
causa mayor humillación, aunque se nos enciendan los labios de vergüenza o
tengamos que pasar escalofríos o sudores ardorosos. Al mismo paso que
vomitemos el veneno, sentiremos un gran alivio, y la Sangre de Jesucristo
derramada sobre nuestras llagas así descubiertas, podrá muy pronto y
perfectamente curarlas.
El Padre Lacordaire era muy sensible; a los quince o veinte golpes comenzó a
exhalar un gemido profundo, aunque dulce, que duró hasta el fin. Yo quería parar,
más él no quiso de ninguna manera y tuve que continuar así mi sanguinario oficio.
D. — ¡Oh, Padre, qué cosas tan hermosas son éstas! Si todos los que se
confiesan obraran así, muy pronto se harían santos.
M. —Esta acusación no debe ser muy general, como muchos suelen hacerla. Se
deben procurar especificarlos de algún modo, a fin de asegurar lo más posible la
materia de la confesión, y el dolor de los pecados, diciendo, por ejemplo de mi
vida pasada, especialmente de los que he cometido contra la obediencia, la
caridad, la pureza, los deberes de mi estado; o también, de todos los malos
ejemplos y escándalos que he dado en toda mi vida.
Al recibir la absolución imaginémonos estar a los pies de Jesús que nos lava con
su sangre. ¡Oh, cuántos prodigios ha obrado siempre y obra continuamente esta
sagrada fórmula que Jesús pronuncia por boca del sacerdote sobre nosotros!
¡Cuántas inmundicias ha sacado de las almas y cuánta belleza y fuerza les ha
comunicado! ¡Cuántas almas envejecidas en los vicios, fueron al fin restablecidas
y salvas! Recibámosla, pues, con confianza ilimitada, como medicina inteligente
de infalible efecto y llenémonos de consolación cada vez que la recibamos.
Así debemos llorar nosotros después de la absolución, pensando que Dios nos ha
perdonado.
D. — ¿Y si en el momento de la absolución uno no piensa en ello o no se siente
conmovido?
M. — Esto no nos debe turbar. Los sacramentos obran ex opere opérate, o sea
por sí mismos. Aun cuando no se percibieran las palabras de la absolución, ésta
obra igualmente su efecto.
M. — Certísimo. A éstos les pasará como a aquel litigante que arruinado por los
pleitos, reducido a extrema miseria, macilento, flaco; vestido de harapos, dejó a
sus herederos su retrato con esta inscripción:
Cuando todavía se imponían penitencias rigurosas, sucedió una vez que dos
buenos hombres, reos quizás de la misma culpa, debían hacer a pie una
peregrinación a un lejano santuario.
Caminaron esforzadamente durante varias horas, más luego uno de ellos díjole al
otro:
Despacio, amigo, que no puedo más; o los pies que me duelen sobremanera. Has
de saber que el confesor me ha dado por penitencia meter garbanzos en los
zapatos.
D. — Pícaro fué.
“CONFESAOS BIEN”