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El proceso como institución de garantía

Por
Eduardo José Da Fonseca Costa

*Traducción de Renzo Cavani y Álvaro Castillo.

El proceso –por ser un hilo dialógico– habita la zona friccional entre la sociedad y el
Estado, entre los justiciables y la jurisdicción, entre las partes y el juez. No es de extrañar,
así, que el proceso sea una institución establecida por la Constitución de la República
Federativa de Brasil de 1988.

Las instituciones no son nada más que entidades (p. ej., organizaciones públicas, museos),
bienes (p. ej., patrimonio histórico, medio ambiente), relaciones (p. ej., familia,
matrimonio), valores (p. ej., lealtad, competitividad, moralidad administrativa),
agrupaciones (p. ej., comunidades tradicionales), hábitos (p. ej., tradiciones, fiestas),
utilidades (p. ej., salud, deporte, seguridad, educación) y normas (p. ej., leyes), cuya
preservación estructural y buen funcionamiento son indispensables para la identidad y la
propia existencia de una determinada sociedad y al bienestar de sus ciudadanos.

Se observa, por tanto, que el concepto de institución es metajurídico, dado que no deriva
de las normas jurídicas, sino que es previo a ellas, que simplemente la protegen. Con ello,
se ve que las instituciones presentan un perfil bidimensional: exhiben, al mismo tiempo,
aspectos fácticos (al ser una realidad social) y valorativos (porque contiene esencialidad
social); una vez amparadas por el Estado, se tornan en institutos[1].

Se considera que la Constitución es también una institución, pues estructura


normativamente las condiciones políticas fundamentales de la convivencia social. De ahí
que las garantías de estructuración y funcionalidad constitucional sean indispensables
para la sociedad. Es así que, a la par de su índole institucional, la Constitución también
trae consigo una índole metainstitucional, por cuanto garantiza y regula instituciones. En
otras palabras, es una macro-institución, que se protege a ella misma (función
autorreferente) y a otras micro-instituciones (función heterorreferente). Una de esas
micro-instituciones es el proceso.

Aún más: una exploración provisional del texto constitucional ya identifica a la


institucionalidad garantística como el “ser” del proceso: el proceso es institución de
garantía, no de poder estatal; una “institución garantística al servicio de los ciudadanos”
y no “instrumento al servicio del Poder Jurisdiccional”. A fin de cuentas, es tratado en el
título sobre derechos y garantías fundamentales (CF, Título II), no en los títulos sobre
organización del Estado (CF, Títulos III y ss.).

Pero es posible extenderse aún más: el proceso es institución de garantía de libertad (pues
está regulado en el Capítulo I del Título II, que regula los derechos fundamentales de
primera generación), no de igualdad (que es el vector que regula el Capítulo II del Título
II, que regula los derechos fundamentales de segunda generación); se presta, en fin, a
resguardar la libertad de las partes en relación al Estado-juez, no la igualdad entre ellas[2].
Pues bien. La Constitución traza las líneas maestras estructurales del proceso y, debido a
que las conforma, abre la esfera de plataforma de lanzamiento para su explicación
dogmática. Por lo tanto, si la plataforma de forjamiento institucional del proceso es la
Constitución, no se puede concebir una procesalística que no sea antecedida de una
constitucionalística del proceso. En todo pensamiento procesal ha de estar implicado un
pensamiento constitucional. Por ello, la pregunta por el “ser constitucional” del proceso
es la condición a priori frente a la posibilidad de hacer ciencia procesal. Es prius óntico
del proceso comprender su “ser constitucional” (es decir, su institucionalidad
garantística).

La comprensión constitucional del proceso es, por cierto, el preludio de todo aspirante a
convertirse en procesalista. Es un antecedente epistemológico. Con ello se ve que una
procesalística, sin una constitucionalística del proceso que le subyaga y le anteceda, es un
conocimiento sin fundamento. Es “procesalismo” (casi siempre autoritario) cuyo objeto
es construido arbitrariamente por el “procesalista”. Es una pseudociencia
caprichosamente ad hoc e improvisada. Es una súbita y precaria contingencia.

Ciertamente la ciencia del derecho no es un “proyecto libre”, un “artificio intelectual” o


un “punto de vista”. Tampoco se trata de un Uróboros que se funda a sí mismo de manera
circular. La procesalística, aunque disponga de un gran sistema de categorías fuertemente
estructuradas, es ciega si antes no se esclarece suficientemente el “ser constitucional” del
proceso y si no se comprende que dicho esclarecimiento es una tarea fundamental.
Mientras tanto, muchas corrientes dogmáticas desencaminadas, que inconfesadamente
desligan el proceso de la Constitución y lo envuelven en sobrecargas inconvenientes,
esfumando su “ser constitucional” y, por tanto, su institucionalidad garantística (la peor
de ellas, en Brasil, es la “instrumentalidad del proceso”, basada en un principio de época
mántrica sin consistencia positiva-constitucional alguna, que reduce el proceso a un mero
“artefacto para buenas intenciones” y que ha servido como fuente de comprensión y
racionalidad de cualquier manifestación en el universo procesal). En ese sentido, toda
procesalística debe ser una “revelación-destrucción”: explicitando hermenéuticamente al
proceso como una estructura de garantía de las partes, destruye críticamente la
disimulación del proceso como mero “utensilio del juez”.

Ello demuestra que, en última instancia, la disputa entre el activismo (teoría del proceso
como utensilio) y el garantismo (teoría que niega al proceso como utensilio) es una
disputa –parafraseando a Heidegger– entre encubrimiento (Verborgenheit) y
develamiento (Unverborgenheit), entre ocultamiento (Verdecktheit) y no-ocultamiento
(Unverdecktheit)[3]. En términos más oblicuos: la dimensión histórica de las doctrinas
activistas es un ejercicio de olvido del “ser constitucional” del proceso. Es importante
destacar que ese olvido no es propiamente una distracción, sino indiferencia, que por
desdén considera a la institucionalidad garantística del proceso como impensada y que,
por ello, es abandonado (lo que explica, por ejemplo, por qué los activistas no citan a los
garantistas ni dialogan con críticamente con sus argumentos, cayendo en la tentación
acientífica de la predicación apologética).

De ahí que haya cierta tensión entre lo constitucional (que engloba y pretende determinar)
y lo procesal (que se aísla y quiere independizarse o apoyarse en exterioridades no
jurídicas). Lo constitucional avanzando para hetero-fundar al proceso; lo procesal
retrocediendo para autofundarse o fundarse en extrajuricidades no constitucionales
(generalmente son ideologías, intereses, alienaciones, represiones, teologías, versiones
del mundo, que intrusivamente ocupan la suprema posición fundante que debería
corresponder a la Constitución).

Por otra parte, es cada vez más rara una ciencia procesal concentrada recursivamente en
sí misma. Por regla general, los proyectos políticos no positivizados se transmiten en
“fuentes de compensación” (Ersatzquellen) por menosprecio a la Constitución. No sin
razón los tres principales tipos de activismo se vinculan a tres grandes credos estatalistas:
1) el fascismo procesal (del juez-línea-dura); 2) el socialismo procesal (del juez “Robin
Hood”); y, 3) el social-liberalismo (del juez gerente o administrador)[4]. Sin embargo, el
aludido menosprecio es encubierto: por medio de una “acrobacia retórica”, el activista
desempeña “contorsiones argumentativo-circenses”, generalmente repletas de piruetas
panprincipiológicas, para borrar la palmaria inconstitucionalidad de sus intenciones. No
es de extrañar que hoy, en Brasil, la mejor crítica anti-activista provenga del sector crítico-
hermenéutico de los constitucionalistas (Lênio Streck, Maurício Ramires, Francisco
Motta, Georges Abboud, etc.), quienes disponen del aporte metodológico adecuado para
identificar y delatar dichas imposturas.

En ese sentido, el activismo puede ser entendido como fruto de una procesalística, que
logró aislarse o alejarse, que escapó al englobar constitucionalista, que se ensimismó o se
prostituyó, adoleciendo de sí misma su compañero extrajurídico. En realidad, solo cuando
la procesalística “de-siste” de enclaustrarse e “in-siste” en una constitucionalística, ella
“ek-siste” como rama dogmática legítimamente autónoma. Sin embargo, este movimiento
no es lineal: el proceso se inscribe en lo constitucional, lo constitucional se reescribe en
lo procesal, lo procesal se reinscribe en lo constitucional y en ese ir y venir de contener,
contenerse, recontener y recontenerse, es instaurada una circularidad, que descubre
fenomenológicamente la estructura formal del proceso en su totalidad, abriendo las
puertas para un análisis procesal sobre bases más acertadas.

A partir de esa articulación se instala un nuevo punto de apoyo teórico-arquitectónico


para nuevas terminologías, nuevos presupuestos operacionales, nuevos procedimientos
metodológicos, nuevos modelos interpretativos. O sea, además de una analítica garantista,
se instalan también las posibilidades de una hermenéutica garantística y de una
pragmática garantística; ello porque ser garantía define al proceso en sus estructuras
elementales, significativas y prácticas.

Esta analítica procesal es una a) micro-analítica de las estructurales categorías


fundamentales del proceso como garantía; y, además de ella, la circularidad entre lo
constitucional y lo procesal también permite una b) macro-historia dirigida a: b.1) la
destrucción de las teorías activistas, que, en el curso de la tradición, cerraron los ojos
frente a la institucionalidad garantística del proceso; b.2) la producción de nuevas huellas
para el advenimiento del paradigma garantista. Ni siquiera es necesario decir que ambas
formas de enfoque son interdependientes dentro de la misión garantista, formando un
modelo bipolar[5].

Uno de los títulos pseudofundadores y engañosos de la procesalística activista es la


categoría pragmática de la técnica. Por medio de una técnica constitucionalmente
desertificada el activista hace de todo para eficientemente –mediante el cálculo de medios
y fines– movilizar energías y transformar realidades.
Es cierto que la técnica procesal no es mala de por sí; sin embargo, es necesario vincularla
a su propio suelo, a su tierra natal, a su patria original, que es su olvidado marco
garantístico-constitucional. En otros términos, se requiere un montaje técnico-procesal
creativo al servicio de la garantía (lo cual es todavía una tarea en Brasil, bastante
entusiasta con la ingeniería procesal al servicio del demandante y, por consiguiente, de la
correlación efectiva-jurisdiccional)[6].

Investigar el “ser constitucional” del proceso es revelar –tal como un claro– la


institucionalidad garantística que la Constitución le establece y que se viene encubriendo
por la oscura doctrina instrumentalista. Es aclarar que el legislador debe estructurar el
proceso como institución de garantía, no como instrumento de poder. Es aclarar, en fin,
a) que la función de la jurisdicción es aplicar imparcialmente el derecho y b) que la
función del proceso es garantizar que dicha aplicación no se realice con desviaciones ni
excesos.

Obtusamente, sin embargo, el activismo judicial disuelve el proceso (que es garantía) en


la jurisdicción (que es poder), como si el proceso significara la jurisdicción
funcionalmente manifestada. Lo hace perder su propia autonomía óntica, dando el
derecho procesal un disforme “derecho jurisdiccional”. De ahí que se diga que la
intelligentsia activista señale que el papel principal del proceso es la realización del
derecho material. Ello carece de sin razón, sin embargo. Recuérdese: en la “jurislación”,
el derecho es creado; en la “jurisdicción”, el derecho es aplicado por un tercero imparcial;
en la “administración”, el derecho es aplicado por la propia parte o por un tercero no
imparcial. Con ello se ve que, en realidad, lo que está al servicio de la realización del
derecho material es la jurisdicción y no el proceso: al proceso le corresponde “solamente”
cuidar para que dicha realización no caiga en abusos. Decididamente, el ejercicio de la
jurisdicción radica en el proceso y no al contrario.

En cierto sentido, el garantista debería actuar como “pastor”, “conductor del rebaño”,
“enunciador de la buena nueva”, teniendo en cuenta que no hace doctrina aquello que está
“fuera de sospecha”, sino lo “obvio”. Sin embargo, después de décadas de cegamiento
activista, pocos aún saben “mirar con los ojos” a la Constitución y –a través de la ingenua
mirada originaria de los niños– ver en ella lo “obvio”. La mayoría –con ojos de adulto–
ve lo “obvio” como extraño y aquello que está “fuera de sospecha” como familiar. Por
tanto, lo que debía ser accesible se volvió un rito de iniciación; iniciación a una “obviedad
no percibida”. Esto hace del garantista un esotérico de ocasión, que reconduce
inicialmente las miradas hacia el “ser constitucional” del proceso, aunque haya nacido
para ser un exotérico ocupacional.

Y más: eso lo hace, además de un procesalista regenerado, un auténtico constitucionalista


del debido proceso legal. La misión garantista siempre antepone a su procesalística una
constitucionalística especializada, navegando por ambas en una “zona de frontera
epistemológica”. Esto convierte al garantismo en una interdogmática y al garantista, así,
en un interjurista.

Se viven días difíciles. Se presencia en Brasil a un Poder Judicial cada vez más
descontrolado en todos sus extractos jerárquico-piramidales. Todo ello tomado por el
panprincipiologismo, la tópica, la retórica, la teoría de la argumentación, el moralismo,
el instrumentalismo, el realismo jurídico y otros modelos al servicio de las decisiones y
arbitrariedades judiciales. De ahí el surgimiento de bestialidades circundantes: comisarios
de la policía disfrazados con toga, asistentes sociales travestidos de jueces, justicieros y
moralistas dictando decisiones.

Se está experimentando en su profundidad las ambivalencias del activismo y de su


degradante utensilio procesal, con todas las impertinentes cargas de animalidad ancestral
que de allí derivan. Pero es paradójico que en ese peligro se puede anunciar la salvación.
En la exacerbación del protagonismo judicial está emergiendo la revuelta garantista. A
fin de cuentas, solo el proceso experimentando en su originalidad garantístico-
constitucional puede refundar las normalidades republicana y democrática en el ámbito
de la prestación jurisdiccional.

Y, para que el jurista logre científicamente a cabo dicha tarea, necesita buscar el Santo
Grial: el “ser constitucional” del proceso.

[1] Sobre la noción de institución: RAISER, Ludwig. Rechtsschutz und


Institutionenschutz im Privatrecht. Summum ius summa iniuria. Tübingen: Mohr, 1963,
p. 145-167.

[2] Sobre el proceso como garantía de libertad: VELLOSO, Alvarado. Sistema procesal.
Santa Fe: Rubinzal-Culzoni, 2009.

[3] Sobre el debate activismo y garantismo: RAMOS, Glauco Gumerato. Ativismo e


garantismo no processo civil. Ativismo judicial e garantismo processual. Coord. Fredie
Didier Jr. et. al. Salvador: Juspodivm, 2013, p. 273-286.

[4] Para profundizar en la tipología, mi “Los criterios de la legitimación jurisdiccional


según los activismos socialistas, fascistas y gerenciales”. RDBPro, 82/205-216.

[5] Sobre el uso de este modelo bipolar como método filosófico: STEIN, Ernildo. A
questão do método na filosofia. 2. ed. Porto Alegre: 1983.

[6] Para una crítica de la “técnica procesal” como disfraz de opciones ideológicas:
MONTERO AROCA, Juan. El proceso civil llamado “social” como instrumento de
“justicia” autoritaria. Proceso civil e ideología. 2. ed. Coord. Montero Aroca. Valencia:
Tirant lo Blanch, 20111, p. 158-162).

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