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Cómo nos ven.

La percepción social de la gramática


y de los gramáticos

Ignacio Bosque

Universidad Nacional de Rosario (Argentina)


25 de septiembre de 2017

Excmo. Sr. Rector, distinguidas Autoridades:

Cuando visité esta gran ciudad por primera vez, hace ya muchos
años, mis amigos rosarinos me explicaban que es imposible perderse en
ella. Como es completamente cuadriculada —me decían— basta con saber
si la calle por la que uno circula desemboca en el río o va en dirección con-
traria. Más tarde aprendí que, como en otros muchos aspectos de la vida,
las cosas no eran tan simples. El curso del río dibuja una amplia curva, de
modo que las calles que desembocan en él pueden ir hacia el noreste o ha-
cia el sureste. Recuerdo que un día que salí a pasear sin rumbo fijo y sin
mapa en la mano tuve que mirar al sol y tener en cuenta a la vez, para no
perderme, la hora del día en la que daba mi paseo.

Después de aquella primera visita a Rosario hubo otras y —conve-


niente pertrechado del imprescindible plano— recorrí muchas de sus ca-
lles. Gracias a la amabilidad de mis colegas lingüistas, y muy especial-
mente a la de mi gran amiga Nora Múgica, siempre me sentí sumamente a
gusto en esta ciudad. En varias ocasiones he dado conferencias y semina-
rios en la Universidad Nacional de Rosario, generalmente separados entre
sí por años, cuando no por lustros, y hoy vuelvo a ella con el mismo placer
que la primera vez, cuando era tan difícil hallar una cana en mi pelo como
es hoy encontrar en él un cabello que no sea blanco.

No sé si en los pocos días que pasaré esta vez en Rosario seré capaz
de transitar por sus calles sin la asistencia de un mapa —empeño en el que
fracasé en todas mis visitas anteriores— pero en cambio sé muy bien que
no necesito asideros para gozar en esta ciudad del aprecio, la amistad y el
afecto de un buen número de compañeros de profesión, de fatigas y de
intereses, con cuya amistad me honro desde hace muchos años. Entiendo,

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pues, que el Doctorado Honoris Causa que tan generosamente me concede
hoy la Universidad Nacional de Rosario, y que tan sentidamente les agra-
dezco ahora, no es tanto el reflejo de mis méritos como la expresión del
afecto y de la amistad con que mis colegas rosarinos me han distinguido a
lo largo de todo este tiempo.

Las personas que reciben un doctorado Honoris Causa suelen dedi-


car el breve discurso que es costumbre pronunciar en estas solemnes oca-
siones a algún tema de su especialidad. Yo seguiré solo en parte esta tradi-
ción, ya que, en lugar de hablar de lingüística o de gramática, quisiera decir
algo sobre los lingüistas y sobre los gramáticos, más exactamente sobre la
forma en la que los demás perciben y valoran lo que hacemos. Hace años
que me llama la atención la peculiar manera en que la sociedad recibe y ha
recibido tradicionalmente nuestra labor, sobre todo porque me parece mar-
cadamente diferente de la que puede detectarse en otros ámbitos del cono-
cimiento no tan alejados del nuestro. Así pues, mi discurso de hoy contiene
algunos testimonios, antiguos y modernos, que dibujan un retrato conjunto
de cómo es percibido nuestro colectivo profesional, así como nuestra dis-
ciplina; una imagen que, como enseguida verán ustedes, no resulta ser de-
masiado halagüeña.

Quisiera comenzar llamando la atención sobre el simple hecho de


que son muchas las materias que pueden abordarse desde al menos tres
perspectivas.

a) La primera es la artística. Consiste, esencialmente, en valorar la belleza


de las obras de arte creadas en algún medio (sea lineal o plástico), en ser
capaz de apreciar los valores estéticos que esas obras atesoran y en saber
disfrutar de ellas. Como es lógico, estoy adoptando ahora la perspectiva
del receptor, no la del creador. También estoy empleando la noción de “va-
lor estético” en un sentido lo suficientemente amplio como para que abar-
que ciertos factores a los que solo indirectamente puede aplicarse el adje-
tivo estético. Están entre ellos la inextricable relación que existe entre las
pautas métricas o rítmicas y el discurso literario o el cinematográfico, por
no hablar del fraseo musical. Ese mismo concepto amplio de “arte” da ca-
bida a los efectos del humor o la ironía, a la percepción de los dobles sen-
tidos y a la de otras muchas alusiones culturales o históricas que enrique-
cen la valoración y el disfrute de casi cualquier obra artística.

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b) La segunda perspectiva es muy diferente de la anterior. Podemos lla-
marla regulativa. Se trata de un punto de vista, fundamentalmente social,
que tiene sentido siempre que sea posible distinguir conjuntos de normas
de conducta o de convenciones establecidas, sean estas expresas o tácitas.
Tales normas provienen unas veces de la tradición, o de cierto consenso
social no escrito, pero en otras ocasiones proceden de alguna autoridad,
que generalmente podemos identificar, lo que permite enlazarlas con muy
diversas convenciones, reglamentos y leyes que seguimos en nuestra exis-
tencia diaria, a veces al mismo tiempo que las soportamos.

Si aplicamos al lenguaje el punto de vista que estoy llamando regu-


lativo, comprobaremos que no abarca únicamente las cuestiones que se de-
nominan habitualmente prescriptivas, sean estas léxicas, sintácticas, orto-
gráficas o de otro tipo. Corresponden también a este grupo otras propieda-
des del lenguaje que es preciso enseñar en la escuela, entre las que están
las diferencias relativas a la variación geográfica o social, y en particular
las que afectan a los registros o a los niveles de lengua. Como se ha seña-
lado en múltiples ocasiones, se trata de informaciones objetivas que los
alumnos han de conocer, e incluso llegar a dominar.

Si se piensa en el lenguaje como un medio de comunicación, es lógico


que haya de estar sujeto a convenciones, puesto que todos los medios de
comunicación lo están. Siempre me ha llamado la atención que nuestros
libros de texto describan una y otra vez la lengua como un medio de co-
municación, y que muy raramente la presenten como un medio de expre-
sión. Es como si el gigantesco entramado que permite armar nuestros pen-
samientos, articular nuestros razonamientos y dar forma verbal a nuestros
sentimientos no tuviera relación con el lenguaje. La sintaxis es presentada
demasiadas veces a los estudiantes como un conjunto de normas y de re-
glas más o menos ajenas a su voluntad (concordancias, regímenes, posicio-
nes sintácticas, etc.). De hecho, es infrecuente mostrársela como un con-
junto de estructuras —a la vez complejo, versátil, sutil, restrictivo y extra-
ordinariamente potente— con el que pueden expresar cuanto sean capaces
de imaginar.

Ciertamente, hay algo extraño en presentar la lengua como un es-


tricto “sistema de comunicación”, sobre todo porque esa visión da a enten-
der que solo la usamos para transmitir y recibir informaciones. Es como si
acudiéramos al sistema lingüístico para hacer llegar a los demás ciertos

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pensamientos que no hemos armado lingüísticamente nosotros mismos;
como si los matices de cada expresión lingüística no fueran el reflejo de
nuestra propia voluntad.

En España se distinguía hace unos años entre “tahonas o panificado-


ras” y “panaderías”. La diferencia consistía en que en las segundas se ven-
día pan, mientras que en las primeras se horneaba. En la actualidad en gran
número de panaderías se hace pan y se vende pan; es decir, se fabrica y se
hace llegar al público. Con la lengua no solo comunicamos pensamientos,
razonamientos o sentimientos, sino que también los creamos, los armamos,
los construimos. Es obvio que los transmitimos, pero este es el último esta-
dio, al igual que la venta del pan es el último paso en el proceso de obte-
nerlo. Sorprende mucho que los libros de texto reduzcan la lengua a la
transmisión de contenidos, algo así como imaginar que los hablantes so-
mos expendedores de productos que no hemos creado, una suerte de co-
merciantes de mercancía ajena, de los que se espera que actúen según las
reglas estrictas del mercado.

c) La tercera y última perspectiva a la que deseo hacer referencia es la in-


dagadora, o —simplemente— científica. Consiste en preguntarse por qué
las cosas son como son y tratar de responder a la pregunta. La actitud in-
dagadora consiste en relacionar causas y efectos; en establecer hipótesis,
generalizaciones y cadenas de razonamiento; en aprender a diseñar expe-
rimentos dirigidos y a valorar sus resultados; en elaborar argumentos a
favor y en contra de determinados análisis, así como en juzgar crítica y ra-
zonadamente las argumentaciones de los demás.

Como es obvio, la perspectiva científica o indagadora es compatible


con la artística y con la regulativa, pero las tres son marcadamente diferen-
tes. La perspectiva indagadora es, quizá, algo más difícil de desarrollar que
las otras dos, y no solo porque requiere de un aprendizaje largo y escalo-
nado, sino sobre todo porque exige una disposición previa en el sujeto; una
actitud que no siempre resulta fácil de alcanzar. Podemos preguntarnos
por qué las cosas son como son si estamos preparados para sorprendernos
ante lo cotidiano. Se trata de una actitud ante la realidad que podemos ca-
racterizar como curiosa, abierta, libre de prejuicios y, en cierto modo, inge-
nua. Es exactamente la actitud que los científicos comparten con los niños,
al menos en los primeros estadios de la educación de estos últimos. Desde

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hace años me pregunto por qué parece que los niños la pierden cuando
llegan a la escuela, en lugar de mantenerla y desarrollarla a lo largo de toda
la vida.

Tomemos un caso en el que es sencillo separar las tres actitudes que


estoy distinguiendo. La arquitectura es una de las Bellas Artes, de modo
que es posible apreciar la belleza de una obra de Bernini, de Le Corbusier,
de Gaudí, de van der Rohe, de Moneo o de Foster como se aprecia la de un
cuadro, una escultura, una novela, una sinfonía o una película. A la vez, la
arquitectura está sujeta a ciertos “aspectos regulativos”. Unos constituyen
convenciones impuestas por los estilos, las modas o las influencias de cada
periodo, muy a menudo cambiantes. Otros, por el contrario, provienen de
las autoridades civiles, en particular los relativos a la forma, las dimensio-
nes y la estructura que los edificios pueden o deben adoptar en función de
normas y reglamentos. Nadie duda, a la vez, de que la arquitectura encie-
rra un componente técnico, incluso científico, que exige complejos cálculos
e impone poderosas restricciones a las magnitudes físicas que debe poner
en relación.

No quiero decir, desde luego, que las tres actitudes se puedan dis-
tinguir en cualquier disciplina. Entre las que las admiten está, por ejemplo,
la música, pero no es menos cierto que en algunas de ellas predomina cla-
ramente la dimensión regulativa (por ejemplo, en la ortografía, en el dere-
cho mercantil o en la organización del tránsito de una gran ciudad), a la
vez que en otras solo reconocemos la científica o la artística, al menos a
primera vista.

Me interesa mucho resaltar que estas distinciones son tan elementa-


les que nadie confundiría los dominios a los que apuntan. No podemos
imaginarnos a alguien que sostuviera que, para entender las constelaciones
—o en general para comprender verdaderamente la magnitud del firma-
mento— hemos de olvidarnos de telescopios, radiaciones electromagnéti-
cas, neutrinos o campos magnéticos, y tumbarnos en la playa en una noche
de verano para percibir así las estrellas en su verdadera inmensidad. Tam-
poco confunde nadie la apreciación de la belleza de una concha de caracol
con la fórmula de Fibonacci que describe con exactitud —y de manera no
poco sorprendente— el preciso dibujo de sus curvaturas. El atleta puede
poner en funcionamiento sus músculos sin saber siquiera qué es exacta-

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mente un músculo. A nadie se le ocurriría confundir el conocimiento pre-
ciso de la estructura y el funcionamiento de los músculos, que esperamos
del especialista en fisiología, con el simple hecho de poseerlos, ejercitarlos
y experimentar su rendimiento.

También en muchas obras humanas se distingue con claridad los


puntos de vista a los que me refiero. Puedo admirar la magnificencia de
una iglesia renacentista sin saber cómo se construyeron sus bóvedas de
arista, cuáles son las características de los casetones de cada bóveda o por
qué su planta es basilical, y tampoco se me exige un profundo conoci-
miento de las técnicas del contrapunto en el barroco para disfrutar del ma-
ravilloso equilibrio armónico que caracteriza las variaciones Goldberg de
Juan Sebastián Bach. En general, se acepta que ciertos conocimientos de
arte son útiles para apreciar los valores estéticos, pero nadie exige que los
espectadores sean profesionales de esos dominios, y mucho menos que
sean artistas. Tampoco mezcla nadie la apreciación de las maravillas de la
naturaleza con el esfuerzo humano por alcanzar su comprensión, aunque
esta siempre tenga lugar de forma relativa.

Por sorprendente que pueda parecer, la actitud indagadora ha es-


tado tradicionalmente postergada, incluso censurada, en la valoración que
muchos escritores e intelectuales han hecho de nuestro trabajo, de forma
que las actitudes estética y regulativa han ocupado casi por completo su
lugar en la historia de nuestra disciplina, o —dicho más exactamente— en
la forma en que la disciplina ha sido percibida por el conjunto de la socie-
dad.

El punto de vista que hoy quiero trasmitirles tiene algo de inquie-


tante. Estoy convencido de que la postergación de que les hablo se extiende
a nuestro tiempo. Todavía hoy se piensa en el lenguaje de las dos únicas
maneras a las que apuntan las dos primeras perspectivas que destaco. Se
trata, desde luego, de puntos de vista correctos y complementarios, pero
también de aproximaciones que tapan, anulan o excluyen la tercera opción,
que en tantos otros ámbitos del conocimiento se considera natural, por no
decir imprescindible.

No cabe duda de que el lenguaje es el soporte de la literatura, de


forma paralela a como el sonido lo es de la música. Es igualmente cierto
que en el sistema lingüístico existen convenciones, a menudo cambiantes,
que pueden obedecer a decisiones conscientes de algunas instituciones o a
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tradiciones culturales que no es posible datar con precisión. Pero nada de
eso debería impedirnos desarrollar una mirada curiosa al sistema lingüís-
tico, aunque solo fuera porque lo ponemos en funcionamiento de forma
automática sin apenas conocer su estructura ni sus propiedades.

Sin embargo, la realidad es otra. Conozco a personas de amplia cul-


tura y excelente formación en algún dominio especializado que están con-
vencidas de que los lingüistas somos los policías del idioma. Estas mismas
personas comparan a las academias de la lengua con los parlamentos o los
congresos de diputados, ya que entienden que en las primeras se crean las
leyes del lenguaje, de manera similar a como en los segundos se redactan
y se aprueban las normas que regulan nuestra convivencia en la sociedad.

En el ánimo de muchas personas, la visión regulativa y la artística


vienen a cubrir todo el espectro de actitudes posibles hacia la lengua.
Desde este extendidísimo punto de vista, no hay nada que indagar en el
lenguaje, nada que descubrir en él, nada ante lo que sorprenderse. Al pa-
recer, hemos de conformarnos con disfrutar de los textos, si son literarios,
y hemos de aplicar ciertas normas (casi todas con autor y fecha de entrada
en vigor, como las demás leyes) si se trata de construirlos. Eso es todo.
Desde este extendido punto de vista, el concepto de ‘investigación lingüís-
tica’ resulta poco menos que incomprensible, a menos que la indagación
sea histórica o dialectal. Los mismos a los que les parece natural que se
investigue incesantemente sobre nuestro cuerpo considerarán absurdo que
se indague sobre la estructura de nuestro sistema lingüístico, en lugar de
legislar sobre ella. Si hablamos y nos entendemos —vendría a decir el ar-
gumento— ¿qué es lo que hay que investigar?

Resulta casi sonrojante repetir que no tiene verdaderamente sentido


oponer el disfrute de las palabras con su análisis lingüístico. No puedo
imaginar el propósito que puede existir en enfrentar el hecho mismo de
disfrutar con un poema, con una narración o con una novela —y mucho
menos el esfuerzo del escritor que los construye— y el análisis de las es-
tructuras lingüísticas que esas obras contienen. Me parece absurdo contra-
poner la creación o el disfrute del arte verbal y el afán de los lingüistas por
precisar la forma en que las estructuras de la lengua evolucionan, se com-
binan y se articulan para dar lugar a un sistema verbal tan potente e intrin-
cado como restrictivo.

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Pero si uno examina una pequeña parte de las numerosas referencias
que se encuentran en los textos de los escritores acerca de la gramática
como disciplina, y de los gramáticos como profesionales de ella, no perci-
birá con igual claridad tales distinciones. No es mi deseo aburrirles con
sartas de citas, pero me parece oportuno transcribir algunos de los nume-
rosísimos testimonios, antiguos y modernos, que apuntan a esa triste con-
clusión.

Un poeta colombiano contemporáneo, Giovanni Quessep, declaraba


recientemente al diario español EL PAÍS que «El peso de la gramática cortó
el vuelo a la imaginación y petrificó la poesía» (EL PAÍS, 31-01-2017). Solo
tres meses después (21-05-2017), el semanario español XL SEMANAL en-
trevistaba conjuntamente a tres destacadísimos narradores, por los que
siento —es ocioso decirlo— una gran admiración: Arturo Pérez-Reverte,
Javier Marías y Mario Vargas Llosa. Pérez-Reverte declaraba que los lin-
güistas «tienen una visión fría de la lengua, como ladrillos de una pared;
les da igual lo que escriba Vargas Llosa o el prospecto de un medica-
mento». Javier Marías añadía: «nosotros tenemos algo que, a menudo, filó-
logos, lexicógrafos y lingüistas no tienen, que es […] un sentido de la len-
gua, del matiz de las palabras». Aquí hubiera sido quizá oportuno recordar
que muchos de los mejores análisis literarios que conocemos han sido ela-
borados precisamente por filólogos, no por escritores. Vargas Llosa com-
pletaba las apreciaciones anteriores con estas palabras: «una cosa es traba-
jar con la lengua viva y otra con la lengua inmovilizada por la ciencia».

Aunque reconozco mi incapacidad para entender cómo puede la


ciencia inmovilizar la lengua, no es mi deseo entrar a analizar este juicio,
ni tampoco los demás que acabo de citar. Señalaré únicamente que coinci-
den en establecer una extraña oposición que nadie establece en otros do-
minios. Al parecer, el lenguaje literario se ha de enfrentar u oponer al que
no lo es. Los lingüistas —se viene a decir— tienen una visión estrecha y
pacata de la lengua, que limita el idioma a sus usos no artísticos (como si
estos fueran menores) y lo interpretan como un conjunto de códigos arbi-
trarios que coartan la voluntad libre y creativa del artista.

Ni que decir tiene que, por extendido que pueda estar, este juicio
carece del menor fundamento. Aunque se le quisiera buscar apoyo en el
énfasis que la filología tradicional puso siempre en analizar conjuntamente
los textos literarios y los que no lo son, lo cierto es que ningún filólogo —

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clásico o moderno— confunde el estudio de las estructuras gramaticales, o
el sistema lingüístico que estas conforman, con el uso artístico que los crea-
dores pueden hacer de ellas. Resulta, en consecuencia, no poco sorpren-
dente el que sean tantos los escritores que han dado a entender exacta-
mente lo contrario. Las palabras siguientes pertenecen a Federico García
Lorca:

«A Góngora no hay que leerlo. Hay que amarlo. Los gramáticos críti-
cos aferrados en construcciones sabidas por ellos no han admitido
la fecunda revolución gongorina, como los beethovenianos empe-
dernidos en sus éxtasis putrefactos dicen que la música de Claudio
Debussy es un gato andando por un piano. Ellos no han admitido
la revolución gramatical».1

Las siguientes palabras, del escritor argentino Macedonio Fernández, no


son menos vehementes que las anteriores:

«[…] los gramáticos [son] esos prósperos de la nada, accidentadores


de Beldad, que corren adonde alguien ya parece que va a acertar be-
lleza y dispersan la meditación, la creación, para salvar una b o una
v, una sonoridad escasa, una repetición de palabras, un casticismo
dudoso.»2

En el prólogo de una edición de los cuentos de José Lezama Lima


que se publicó en 1987 se sitúan correctamente los relatos del célebre escri-
tor cubano en el conjunto de su obra literaria. En esas páginas introducto-
rias se alude a la novela Paradiso como…

«…una novela que forzaba los límites del género, se reía de gramá-
ticas y de preceptivas, e imponía al fin su verbo inagotable y su
mundo poderoso.»3

1 Federico García Lorca, “La imagen POÉTICA de Luis de Góngora”, Revista de la Residencia de Es-
tudiantes, núm. IV, Disponible en línea.
2Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido: Continuación de la nada. Buenos Aires, Losada,
1944.

3 J. Lezama Lima, Cuentos. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1987.

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Como sabrán aquellos de ustedes que la hayan leído, Paradiso es una novela
escrupulosamente escrita, en la que su autor se ajusta hasta en el más pe-
queño detalle a ese sistema gramatical del que, según su prologuista, “se
ríe” en sus páginas. Aquí tenemos, en consecuencia, otro juicio sobre la
gramática que resulta imposible no ya de demostrar, sino siquiera de pro-
cesar y de comprender.

Quizá la más famosa de las diatribas recientes contra la gramática y


los gramáticos es la que lanzó Gabriel García Márquez en su célebre dis-
curso de Zacatecas, en el que hacía la siguiente petición insólita:

«[…] me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que


simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por
simplificarnos a nosotros.»4

Ni que decir tiene que el texto de García Márquez estaba impecablemente


escrito, y se ajustaba a la perfección a las estructuras sintácticas de ese sis-
tema gramatical que el célebre escritor colombiano pedía simplificar. En el
mismo discurso clamaba García Márquez: «Jubilemos la Ortografía, terror
del ser humano desde la cuna», y —como antes— al hacerlo leía un texto,
luego publicado, en el que no faltaba ni sobraba una coma o una tilde.

Ciertamente, cuando García Márquez pedía (no sabemos bien a


quién) que se simplifique la gramática, no daba ninguna pista sobre cómo
podría realizarse tal simplificación, y menos aún sobre los elementos a los
que podría afectar. Como en las citas anteriores, sospecho que la idea que
subyacía a aquellas palabras —acaso más dirigidas a los medios de comu-
nicación que a los propios hablantes— es la de que la gramática es un corsé,
un sistema impuesto a los ciudadanos por las autoridades o por los espe-
cialistas; un armazón que constriñe la libre expresión de sus pensamientos
o sus deseos. Como antes, no existe el menor indicio que conduzca a tan
peculiar conclusión. No sabemos bien de dónde procedía la inquina de
García Márquez contra los gramáticos, pero lo cierto es que se deja ver de
vez en cuando en sus escritos. Así, en sus memorias puede leerse:

4 Gabriel García Márquez, “Botella al mar por el Dios de las palabras”, conferencia plenaria en el
Congreso Internacional de la Lengua Española, Zacatecas, 1997, Centro Virtual Cervantes. Acce-
sible en línea.

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«[…] lo que sobró de mí fueron unas piltrafas de prosa lírica sin cri-
terio ni estilo y rematadas por el sectarismo gramático del co-
rrector de pruebas.»5

Cabe suponer que la única gramática que García Márquez concebía era la
normativa, que el Premio Nobel tacha de “sectaria”. Quizá fuera así porque
suponía que los especialistas pretendían juzgar su estilo con criterios gra-
maticales. Pío Baroja transmitía esa misma impresión de manera mucho
más rotunda:

«Con el tiempo, cuando los escritores tengan una idea psicológica


del estilo, y no un concepto burdo y gramatical, comprenderán que
el escritor que con menos palabras pueda dar una sensación exacta
es el mejor.»6

Las asociaciones son sumamente reveladoras. Baroja asociaba la gramática


con lo burdo o lo pedestre, como si en los textos literarios no existieran
estructuras sintácticas ni otras pautas gramaticales; como si la narración
careciera, en suma, de gramática. Una década antes, el escritor argentino
Roberto Arlt reflejaba esta misma idea cuando se indignaba ante…

«...lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canó-


nica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos.»7

Pero, como es evidente, las gramáticas no enchalecan las ideas de los


pueblos y nunca han pretendido hacerlo. Tampoco las dictan ni las impo-
nen sus autores, que ni por asomo coartan ni persiguen la imaginación de
los hablantes. Si me permiten una pequeña analogía, a nadie se le ocurre
pensar que las academias de medicina han dispuesto la forma en que res-
piramos los humanos, quizá en reuniones en las que dictaminan la precisa
manera en que debe producirse el intercambio de gases que se da en nues-
tros alvéolos pulmonares. Podrá debatirse el campo de influencia de estas

5 Gabriel García Márquez, Vivir para contarla. Barcelona, Mondadori, 2002.


6Pío Baroja, Desde la última vuelta del camino. Memorias, 1944-1949. Corde (=Corpus Diacrónico del
Español, Real Academia Española. Accesible en línea).

7Roberto Arlt, «El idioma de los argentinos», en Aguafuertes porteñas. Cito por la edición de 1998,
Buenos Aires, Losada.

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academias en la higiene de los ciudadanos, y también puede analizarse el
valor de sus diccionarios de términos médicos y el de otras investigaciones
suyas, pero, desde luego, resultaría absurdo pedir públicamente a esas aca-
demias un esfuerzo para “simplificar” la fisiología del homo sapiens.

Las normas de las academias de la lengua tratan de reflejar la valo-


ración social que caracteriza objetivamente las estructuras lingüísticas, y es
posible que las críticas que reciben se deban a que no siempre llevan a cabo
esa estimación de forma enteramente satisfactoria para todos. Aun así, si
desaconsejan el uso de una construcción es porque la consideran social-
mente desacreditada entre los hablantes escolarizados. Ciertamente, no
pueden ni crearla ni dictaminar que no existe, de forma parecida a como el
que observa una flor del campo no recogida en los tratados de botánica no
podría concluir que se halla ante un espécimen inexistente.

Es oportuno recordar que la mayor parte de las construcciones com-


plejas que analizan las gramáticas —sean académicas o no— son intrinca-
das por razones que no afectan en absoluto a su valoración social ni a la
voluntad de los que las estudian. Nadie es responsable de su dificultad ob-
jetiva, y a nadie debe culparse de ella. Lo que se espera, en cambio, tanto
del gramático como del estudiante de lengua, no es una desdeñosa deses-
timación de esa complejidad, sino un pequeño esfuerzo analítico para in-
dagar en ella y tratar de desentrañarla.

Pero quizá el mayor sinsentido de todos es, como he explicado, pre-


tender enfrentar la lengua común y la lengua literaria, y considerar que los
gramáticos alzan una barrera artificial entre ambas. Como ven ustedes, los
textos de algunos escritores revelan una y otra vez que están plenamente
convencidos de tan absurdo enfrentamiento. En uno de sus ensayos, Octa-
vio Paz se sitúa en línea con la tradición gramatical al considerar que las
frases encierran juicios, pero se aleja por completo de ella al suponer que
estos no deben segmentarse. La forma en que lo expresa resulta inquietante
para cualquier estudioso de la sintaxis:

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«La frase es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como en
un microcosmo, vive en ella. A semejanza del átomo, es un orga-
nismo sólo separable por la violencia. Y en efecto, sólo por la violen-
cia del análisis gramatical la frase se descompone en palabras.» 8

Estoy seguro de que mis colegas especialistas en sintaxis nunca llegaron a


pensar que se les trataría de violentos por el simple hecho de desmembrar
las frases para analizar la aportación de sus elementos constitutivos a su
forma y a su significado.
Rafael Alberti explica en sus memorias que quería ser poeta, y añade
que las gramáticas nunca le ayudaron a serlo. La pregunta natural, incluso
ingenua, que uno se haría en este punto es por qué habrían de ayudarle.
Vista desde la actualidad, la reacción de Alberti nos parece tan desencami-
nada como lo sería la del aspirante a músico que, en lugar de matricularse
en el conservatorio, decidiera inscribirse en el departamento de Física
Acústica de su universidad. Escribe Alberti:

«[Yo] quería solamente ser poeta. Y lo quería con furia, pues a los
veinte años aún no cumplidos me consideraba casi un viejo para ini-
ciar tan nuevo como dificilísimo camino. Vi entonces, con sorpresa,
que lenguaje no me faltaba, que lo poseía con gran variedad y ri-
queza […] Empecé a prestar más atención en mis lecturas, obser-
vando cada palabra, consultando en el diccionario con frecuencia y
no hallando jamás en la gramática solución a mis vacilaciones.»9

También aparece con frecuencia entre los escritores, aunque no solo entre
ellos, la peregrina idea de que los gramáticos pretenden buscar en el len-
guaje pautas sistemáticas que, al parecer, no existen. Fernando Vallejo se
hace eco de este juicio generalizado con estas transparentes palabras:

«[…] la lengua cuando quiere, y en casi todo momento quiere, es


irracional, y la gramática no: es necia. Y hablo de la gramática parti-
cular de un idioma, que de la general ni se diga.»10

8Octavio Paz, Obras Completas, vol. 1. La casa de la presencia. México, Fondo de Cultura Económica,
1994.

9 Rafael Alberti, La arboleda perdida. Madrid, Anaya, 1996.

10 Fernando Vallejo, El fuego secreto. Madrid, Alfaguara, 2005.

13
La animadversión contra la gramática entendida como corsé, y con-
tra los gramáticos percibidos como sus fabricantes y distribuidores, ade-
más de como estrafalarios perseguidores de entelequias, entronca con una
larguísima tradición de descrédito hacia el estudio científico del lenguaje.
En un libro de divulgación titulado Historias de la historia (Segunda Serie,
Barcelona, Planeta, 1988), Carlos Fisas afirma que «Heráclito odiaba a los
médicos; repetía frecuentemente que serían los seres más necios de la tierra
si no existieran los gramáticos».
Es bien sabido que Erasmo de Rotterdam arremetió en su famoso
Elogio de la locura contra todo y contra todos, pero no es tan conocido el
hecho cierto de que los gramáticos ocupaban un lugar preeminente entre
los destinatarios de sus envenenadas invectivas:

«[…] perdida poco a poco esta ignorancia de la edad de oro, fueron


inventadas las ciencias […], hasta el punto de que una sola de ellas,
la Gramática, basta y sobra para torturar toda la vida de un hom-
bre.»11

El capítulo 49 del Elogio de la locura es el primero de una serie de ellos que


Erasmo titulaba «Formas más elevadas de la necedad». El título del primer
capítulo de la serie no puede ya sorprendernos: los gramáticos. Produce es-
caso consuelo que le sigan otros capítulos en los que Erasmo arremete con-
tra los poetas, los retóricos, los abogados, los dialécticos, los filósofos o los
teólogos, entre otros oficios. Como cabe esperar, el término gramático
abarca a los docentes de lengua, fuera esta latina o castellana. Les ahorro a
ustedes la extensa retahíla de agravios que Erasmo dedica a los gramáticos.
Tan solo recordaré que, en su opinión, los gramáticos son seres que…

«…llenan la cabeza de los niños de puras vaciedades […]. Y no sé de


qué ilusiones mágicas se valen para que las tontas madres y los pa-
dres idiotas les reconozcan los méritos de que blasfeman. […] Añá-
dase a esta satisfacción la que reciben cuando en algún manuscrito
apolillado descubren […] una palabreja desconocida por el vulgo

11Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura. Traducción del latín de A. Rodríguez Bachiller, Ma-
drid, Aguilar, 1949.

14
[…], y si desentierran en alguna parte un fragmento de piedra anti-
gua, en el que leen una mutilada y borrosa inscripción, entonces, ¡oh
Júpiter!, ¡qué transportes de alegría!, ¡qué triunfos!, ¡qué encomios!
¡Como si hubiesen conquistado el África o tomado Babilonia!»

Erasmo termina esta parte de su diatriba narrando una experiencia perso-


nal.

«He conocido a un erudito que domina el griego, el latín, las mate-


máticas, la Filosofía y la Medicina y no sé cuántas cosas más, que
siendo ya sexagenario, abandonó todas estas ciencias para dedicarse
exclusivamente a la Gramática, en la que hace más de veinte años se
rompe la cabeza y se devana los sesos, diciendo que sería completa-
mente feliz si le fuera dado vivir solamente el tiempo preciso para
determinar claramente el modo de distinguir las ocho partes de la
oración, cosa que, hasta ahora, según él, ni los griegos ni los latinos
han logrado hacer de una manera satisfactoria, como si fuera un ca-
sus belli el confundir una conjunción con un adverbio. De aquí que,
habiendo tantas gramáticas como gramáticos, o, mejor dicho, más
(pues sólo mi amigo Aldo Mauricio ha impreso más de cinco), no se
encuentre ninguna, por bárbara y enojosa que sea, que nuestro hom-
bre no haya hojeado y meditado, para no tener que envidiar al más
inepto pedante que se dedique a estas especulaciones».

Por alguna extraña coincidencia —tal vez una alusión velada a Erasmo di-
rigida a la memoria del buen conocedor de los clásicos— el escritor español
Luis Landero comenzaba su vehemente arremetida contra la gramática y
los gramáticos con una alusión similar a un conocido suyo. El artículo, que
se publicó hace ya 17 años en el diario español EL PAÍS (14-12-1999), se
titulaba “El gramático a palos”, evocando la famosa comedia de Molière, y
comenzaba así:

«Tengo un joven amigo que, después de diez años de estudiar gra-


mática, se ha convertido al fin en un analfabeto de lo más ilustrado»

Landero estaba convencido —quizá todavía lo está— de que la gramática


impide la comprensión de los textos en lugar de facilitarla. Estas son sus
palabras:

15
«Como en aquel relato de Kafka donde el mensajero del emperador
no podrá llegar nunca a su meta porque la inmensidad del propio
imperio se lo impide, o por la misma razón por la que Aquiles no
conseguirá darle alcance a la tortuga, […] tampoco mi joven amigo
sabe bien lo que lee porque, entre él y los textos, se interpone siempre
la gramática, como un burócrata insaciable.»

Las pullas de Landero podrían competir con las de Erasmo, si es que no lo


pretendían. Como muestra, valga este botón:

«¿Y para qué sirve la lengua? ¿Para qué necesitan saber tantos requi-
lorios gramaticales y semiológicos nuestros jóvenes?»

Landero daba cumplida respuesta a sus indignadas preguntas retóricas de


esta forma:

«[…] el estudio técnico de la lengua, mientras no se demuestre otra


cosa, únicamente sirve para aprender lengua. Es decir: para aprobar
exámenes de lengua».

Añadiré, para no ser del todo injusto, que la incendiaria diatriba de Lan-
dero intentaba apoyarse en una base razonable, ya que en su escrito aludía
con objetividad a las enormes dificultades que poseen los estudiantes para
entender los textos, para distinguir matices léxicos o para redactar fluida-
mente un discurso bien articulado y argumentado. Más aún: cuando Lan-
dero escribió su artículo todavía no se había popularizado Internet ni los
teléfonos celulares, y no había jóvenes que se pasaran el día enviando y
recibiendo mensajes de Whatsapp. Incluso podría decirse que leían los tex-
tos y los comprendían casi en su totalidad, a diferencia de lo que, como
sabemos, sucede en nuestros tiempos.
Pero de unas premisas correctas no se debe obtener una conclusión
errónea. El hecho de que resulte imprescindible que los estudiantes adquie-
ran los conocimientos lingüísticos prácticos que a menudo se denominan
“instrumentales” no implica que deban ignorarlo todo sobre sus funda-
mentos objetivos. El sistema gramatical no es una navaja multiusos que
abrimos o cerramos en función de nuestras necesidades inmediatas, ni
tampoco un vehículo que nos conduce a múltiples lugares en función de
nuestro deseo, y sobre cuyo motor podemos ignorarlo todo. El sistema gra-

16
matical es, por el contrario, una parte esencial de nuestra propia natura-
leza, un componente que deberíamos intentar conocer mejor. Lo llamamos
demasiadas veces “instrumento” sin tener en cuenta que los instrumentos
se caracterizan por ser externos a quien los usa. Pero, como ven ustedes,
para algunos la gramática no es ni siquiera un instrumento, sino una ba-
rrera que nos separa de la comprensión de los textos, algo así como un có-
digo que, en lugar de ayudarnos a descifrar los mensajes, los encriptara
todavía más.
Cuando el profesor de ciencias naturales explica en clase la estruc-
tura del corazón, el alumno sabe que le está hablando de su corazón. Por
el contrario, el estudiante de gramática recibe demasiadas veces la impre-
sión de que el profesor le está explicando algo ajeno, algún sistema abs-
truso y arbitrario ideado por las instituciones; un entramado que no tiene
nada que ver con sus intereses, con sus preocupaciones o con su misma
naturaleza. En cierto sentido, no es del todo ilógico que llegue a esa triste
conclusión, ya que, con todas las excepciones que sea oportuno señalar, la
forma de enseñar la lengua durante muchas generaciones ha hecho que los
estudiantes se sintieran completamente ajenos al sistema lingüístico que se
les mostraba.
Uno de los sambenitos que acompañan a los gramáticos desde hace
siglos es el bizantinismo: la acusación de que dan un sinfín de vueltas a
cosas sin importancia. Landero usa en su escrito, como acabo de señalar, el
sustantivo requilorio. En su Diálogo de la Lengua (1535), Juan de Valdés lla-
maba gramatiquerías a las disquisiciones gramaticales, término que ha aca-
bado triunfando:

«la lengua del pueblo —decía Valdés— [está] libre de gramatique-


rías y de librescas influencias».12

La recomendación de Clarín, cuatro siglos después, era semejante:

«[…] dejémonos de repulgos de gramática, y vamos a soñar»13

12Juan de Valdés, Diálogo de la lengua. Cito por la edición de 1825 que reproduce la Biblioteca
Virtual Cervantes. Accesible en línea.

13Leopoldo Alas, Clarín, Cánovas y su tiempo. Madrid, 1887. Accesible en línea en la Biblioteca
Digital de Castilla y León.

17
Menéndez Pelayo llamaba a estas disquisiciones sutilezas gramaticales, y
también quisquillas:

«Prescindamos —decía— de las notas que se refieren a quisquillas


gramaticales»14

Alfonso Reyes —sea por su propia boca o por intermediación de algún per-
sonaje— usaba los términos sutilezas, puntillos y melindres:

«Los viejos gramáticos alardean de inútiles sutilezas para averiguar


de dónde le vinieron [a Heracles] sus armas»;15

«Son como los ápices y puntillos gramaticales, que importa conocer,


pero que por sí solos no transforman en escritor a ningún Pedancio»
(Marginalia, Obras Completas, vol. 22, ibid.);

«Ya la melindrería gramatical de Cavia se sublevaba contra estas vio-


lencias» (ibid.).

Ramón Pérez de Ayala afirmaba que el escritor no ha de…

«…ocuparse de naderías gramaticales, reglas del gusto y menudas


sentencias literarias.»16

El polígrafo chileno Eduardo de la Barra escribió un extenso prólogo a su


excelente edición de Azul, de Rubén Darío. En este texto se puede leer lo
siguiente:

«Abramos el cofre Azul de Rubén para examinar sus joyas, […] no


con las minucias analíticas del gramático, sino para contemplarlas a

14Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, Editorial Católica,
1978. Esta edición está disponible en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

15Alfonso Reyes, Los Héroes. Obras Completas, vol. 17, México Fondo de Cultura Económica,
1965.

16 Ramón Pérez de Ayala, Obras Completas. Vol. 3, p. 1180; accesible en Google Books.

18
la amplia luz de la síntesis artística capaz de abarcar en una mirada
el conjunto de la obra»17

Como se ve, a las “minucias” del gramático analítico opone aquí el prolo-
guista una “síntesis artística”, que le parece mucho más adecuada.

La asociación de la gramática con lo artificioso o lo inútilmente en-


revesado llega al mismo nombre de la disciplina. Un personaje de Pérez
Galdós en Doña Perfecta usa la palabra gramática en plural con el sentido de
“complicación inútil”. El texto dice así:

«Y no me anden con gramáticas, que yo si di mi palabra, fue porque


la di, y si no salgo es porque no quiero salir, y si quiero que haya
partidas las habrá; y si no quiero, no […] Y digo otra vez que no ven-
gan con gramáticas, ¿estamos...?»18

La lista de citas que asocian la gramática con un entretenimiento trivial,


artificioso y absurdo sería interminable, así que la concluyo con un testi-
monio reciente. Francisco García Pérez (filólogo, periodista y escritor astu-
riano) publicaba hace no mucho en el diario español La Nueva España (26-
12-2011, accesible en línea) la reseña de un libro de gramática moderna.
Como no entendía los textos que pretendía reseñar, decía que la obra «di-
rime menudencias», y suponía que sus autores arman «trabalenguas inge-
niosos para disfrazar que tienen de ciencia la gracia que no quiso darles el
cielo».
Mi apresurado repaso contiene solo algunos de los atributos que ca-
racterizan para muchos las disquisiciones gramaticales: gramatiquerías, re-
pulgos, quisquillas, puntillos, sutilezas, melindres, requilorios, naderías, menu-
dencias y minucias. Un estudio más exhaustivo podría alargar sin dificultad
esta breve retahíla y multiplicarla por varios enteros. La conocida defini-
ción caricaturesca del escritor satírico Pitigrilli (Dino Segre) resume bien
las cosas:

17Eduardo de la Barra, Prólogo a Azul, de Rubén Darío. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes,
accesible en línea.

18Benito Pérez Galdós, Doña Perfecta. Madrid, 1876. Accesible en línea en la Biblioteca Virtual
Cervantes.

19
«Gramática: complicado instrumento que te enseña la lengua pero te
impide hablar».

Ciertamente, tampoco esta imagen es nueva. De hecho, tiene una larga tra-
dición en la cultura europea la figura del preceptor de gramática (en reali-
dad, profesor de lengua latina o romance), presentado como un hombre
pedante, soberbio, fatuo, y a menudo también ignorante. Lo cierto es que
el estereotipo del preceptor engreído y ridículo no se limita al gramático,
sino que se extiende frecuentemente en la tradición al maestro de retórica
y al de filosofía. Aun así, es muy evidente que los gramáticos ocupan un
lugar preeminente en ese cliché tradicional.
En 1586 el poeta andaluz Luis Barahona de Soto publicaba Las lágri-
mas de Angélica, un extenso poema de variada temática que fue muy cele-
brado por Lope de Vega. A ese texto corresponden los versos siguientes:

«Tanto […] soez gramático arrogante,


que porque punta y coma sus diciones,
y ordena lo de otras […] adelante,
no estima los gravísimos varones,
tanto orador, retórico abundante,
hinchado con hacer declamaciones,
que en más estima su vaniloquencia
que de otros la riqueza ni la ciencia.»
(Luis Barahona de Soto, Las lágrimas de Angélica, 1586, Corde)

La “vaniloquencia” de los gramáticos a la que se refiere Barahona en estos


versos era ya un estereotipo antes del Renacimiento, y se desarrolló am-
pliamente en el Siglo de Oro. Como recordarán muchos de ustedes, Ber-
ganza es uno de los dos perros a los que Cervantes hace dialogar en una
de sus famosas novelas ejemplares. En uno de sus parlamentos, dice Ber-
ganza:

«Yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados, y romancistas


vareteados con sus listas de latín, que con mucha facilidad pueden
enfadar al mundo, no una sino muchas veces»19

19Miguel de Cervantes, El Coloquio de los perros. Edición de Florencio Sevilla. Accesible en línea
en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

20
En su justamente célebre novela El Criticón, publicada a mediados del siglo
XVII, Baltasar Gracián traza una extensa y no poco pesimista alegoría que
contiene una completa visión de su época en casi todo ajustada al universo
ideológico del barroco. En ese texto leemos lo siguiente (respeto la grafía
original):

«[…] no ay peor locura que enloquecer de entendido, ni mayor ne-


cedad que la que se origina del saber. Toparon aquí raras savandijas
del aire, los preciados de discretos, los bachilleres de estómago, los
doctos legos, los conceptistas, las cultas resabidas, los miceros, los
sabiondos y dotorcetes. Pero a todos ellos ganavan […] los puros
gramáticos, gente de brava satisfación»20

Muy pocos años antes publicaba Francisco de Quevedo su obra moralista


La cuna y la sepultura, a la que pertenece la siguiente cita:

«¡Qué soberbio está el gramático con la inteligencia literal de las vo-


zes, que ni sabe qué significan ni conoce el vso propio dellas en las
lenguas peregrinas! ¡Con qué ceño y desprecio mira a los demás el
que dize que no ai cosa dificultosa para él en la lengua hebrea y
griega, siendo verdad que la propia, que naturaleza le enseñó, no la
sabe, y que no puede hablar ni escrivir en ella sin reprehensión!»21

A la primera mitad del siglo XVIII pertenece la República Literaria de Diego


de Saavedra Fajardo, sátira de la cultura libresca, y en particular de la uni-
versitaria, en la que pueden leerse estas palabras:

20Baltasar Gracián, El criticón, tercera parte. Edición crítica y comentada de M. Romera-Navarro,


1940, accesible en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura, 1630-1633. Edición de la RAE, 1969, accesible en


21

Corde.

21
«Mira la vanidad de los gramáticos, que, soberbios con el conoci-
miento de la lengua latina, se atreven a discurrir en todas las scien-
cias y profesiones»22

En una serie de estudios recientes, el profesor español Javier Espino ha tra-


zado la historia de lo que llama sátira gramatical a lo largo del Renacimiento
y el Siglo de Oro, análisis que ha extendido a algunos autores modernos.23
El profesor Espino analiza en particular la forma en que se caricaturiza a
los preceptores de lengua, especialmente la latina:

«[…] desde el Renacimiento se empezará a configurar verdadera-


mente el concepto de ‘sátira gramatical’ que, por un lado, ha de cen-
trarse en la burla del gramático escolástico medieval como enseñante
severo y adusto y, por otro, intensificará el análisis denostador que
ya se veía esbozado desde la antigua Grecia»24

Como señala Espino, Aristófanes se burlaba de la labor docente de Sócrates


en Las nubes. La obra de Sexto Empírico Adversus grammaticos es del siglo
III; las mofas contra los preceptores de lengua son abundantes en las come-
dias griegas de Menandro, del siglo IV. La sátira contra ellos se convierte
en lugar común en Europa a través de Rabelais, el ya citado Erasmo de
Rotterdam, Pontano, Valla, Montaigne y Molière. Entre los autores espa-
ñoles que practicaron esa caricatura —unas veces a través de un lenguaje
burlesco y otras con un tono mucho más acerbo— destaca el profesor Es-
pino a Cervantes, Luis Vives, Villalón, Saavedra Fajardo, Vicente Espinel

Diego de Saavedra Fajardo, República Literaria. Edición de Francisco Javier Díez de Revenga,
22

Murcia, Real Academia Alfonso X el Sabio.

23Javier Espino Martín: «Entre la regeneración educativa y las polémicas literarias: la ‘sátira gra-
matical’ y la figura del profesor de latinidad en escritores y ‘hombres de letras’ del siglo XVIII
español», Nueva Revista de Filología Hispánica (NRFH), 65(1), 2017, pp. 1, 101-141. Véase también,
del mismo autor, «Sátira gramatical y emancipación: la figura del profesor de latín en la obra de
Fernández de Lizardi», Nova Tellus, 31(1), pp. 159-186; Evolución de la enseñanza gramatical jesuítica
en el contexto socio-cultural español entre los siglos XVI y primera mitad del XVIII. Tesis doctoral, Uni-
versidad Complutense de Madrid, 2004, accesible en línea; «Enseñanza del latín e historia de las
ideas: la revolución de Port Royal y su repercusión en Francia y España durante el siglo XVIII»,
Minerva. Revista de Filología Clásica, 23, 2010, pp. 261-284.

24 Javier Espino, «Entre la regeneración educativa…», o. cit. p. 104.

22
y, por supuesto, Francisco de Quevedo, cuyo “licenciado Cabra” del Bus-
cón responde perfectamente al estereotipo.
Las críticas a los gramáticos que se publican en el siglo XVIII heredan
la larga tradición que las precede, pero la completan con el estereotipo del
petit-maître ridículo y pedante que fue blanco de numerosas burlas en la
literatura francesa. Como antes, los gramáticos no son los únicos destina-
tarios de las nuevas invectivas, ya que a menudo las comparten con filóso-
fos, eruditos, predicadores, maestros de muy diversas disciplinas y otros
personajes a los que hoy no dudaríamos en aplicar el término intelectuales.
Aun así, lo cierto es que los gramáticos son situados con frecuencia en la
punta de estas envenenadas flechas. Los nombres de los protagonistas es-
tán inventados a veces a partir de términos gramaticales, como en la Histo-
ria del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, del Padre Isla (1758) o en
la obra Gramática y conducta de Don Supino, de Manuel Ignacio Vegas (1790).
Paradójicamente, la obra de Juan Pablo Forner Los gramáticos. Historia chi-
nesca (1782) no resulta ser tanto una crítica directa a la labor de estos últi-
mos, como una sátira alegórica contra Juan y Tomás de Iriarte, enemigos
declarados del autor
Como sucede en otros muchos ámbitos, la fuerza de los estereotipos
los mantiene casi inalterados a través de los siglos. El padre Isla describe
ácidamente en su Fray Gerundio la vestimenta del gramático de esta forma:

«Vístase un Preceptor de gramática, un Dómine digo, todo de negro


ó de pardo, color que les hace respetables, y respiran por todas partes
autoridad y decoro, y disuena, desdice, es impropio en facultad tan
seria esos perendengues ó peregiles que se han introducido en mu-
chos de nuestra facultad»25

No muy diferente es la imagen que el escritor argentino Roberto Arlt traza


de los gramáticos en una de sus Aguafuertes porteñas, titulada “El idioma
de los argentinos”, a la que me he referido antes. Este texto se publicó dos-
cientos años más tarde que el del Padre Isla. En él, dice Arlt:

25José Francisco de Isla, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. Texto
digitalizado a partir de 1.ª edición, accesible en línea en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

23
«Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramá-
tica como un bastón, y su erudición como un escudo contra las
bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto,
que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas,
en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferen-
cia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto»
(ibid).

El texto avanza in crescendo, ya que pocas líneas después, se refiere Artl a…

«… los macaneos filológicos y gramaticales de […] Cejador y Frauca,


Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de
biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir
memorias» (ibid).

En cualquier caso, habríamos de reconocer que ser tachado de ratón de bi-


blioteca es algo más compasivo y benevolente que ser tildado directamente
de loco, otro estigma que los gramáticos arrastran desde hace siglos en el
imaginario colectivo de muchos hombres de letras. Tal apreciación coin-
cide sospechosamente con la percepción que, según Carlos Elías, se tiene
de los científicos en la sociedad moderna. En un espléndido libro que des-
cribe con detalle esta actitud,26 este periodista y científico analiza, entre
otros muchos indicios, la larga serie de películas y series de televisión mo-
dernas en las que el científico es presentado como un ser estrafalario o de-
mente. Como no deseo abrumarles con los testimonios clásicos que abun-
dan en la misma dirección, tan solo recordaré un clásico de la literatura
española, El diablo cojuelo (de 1641), en el que Luis Vélez de Guevara explica
que en cierto…

«…aposentillo lleno de papeles y libros está un gramaticón que per-


dió el juicio buscándole a un verbo griego el gerundio»27

26 La razón estrangulada, Barcelona, Debate, 2009.

27Luis Vélez de Guevara, El diablo cojuelo. Cito por la versión digitalizada de la 1.ª edición reali-
zada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, disponible en línea.

24
Como ven ustedes, se trata de una muy antigua imagen que el paso de los
siglos apenas ha modificado.
Además de locos, pedantes, excéntricos, bizantinos y ratones de bi-
blioteca, los gramáticos son a menudo considerados simplemente incom-
prensibles. Vuelvo a elegir la descripción de un personaje hecha por Pérez
Galdós, esta vez en El doctor Centeno, para ilustrar este arraigado estereo-
tipo:

«Vedle cómo apechuga con su latín y con la abominable Gramática,


de la cual maldijéralo Dios si entendía una sola palabra» 28

La idea que subyace a esta apreciación —implícita en buena parte de


las citas que he presentado antes— es la absurda suposición de que la len-
gua tiene que ser fácil, puesto que todos la usamos y nos entendemos gra-
cias a ella, de modo que son los gramáticos los que la complican absurda-
mente, o la presentan ante los demás como un jeroglífico. Es algo así como
suponer que el mecanismo de producción del sonido en las cuerdas vocales
ha de ser sencillo, como también ha de serlo su resonancia en las cavidades
infraglóticas y supraglóticas, de la que todos nos servimos. Aplicando el
mismo razonamiento, habría de ser igualmente simple el órgano de la
vista, puesto que todos lo usamos para percibir el mundo y para entrar en
relación unos con otros.

Como los gramáticos no suelen ofrecer un discurso sencillo, ni por


lo general ameno, son tachados de pesados y aburridos. Un personaje del
Tirano Banderas, de Valle Inclán, el Doctor Aníbal Roncali, recuerda a una
vieja que lo llamaba repetidamente desde una esquina:

«¡Aquella vieja terrible, insistente como un tema de gramática!»29

La desestimación de los gramáticos está tan generalizada que a veces hasta


cuando se pretende ensalzarlos se deslizan asociaciones involuntarias que
revelan el verdadero lugar que ocupan en el subconsciente de quien las
emite. El gran crítico literario mexicano Antonio Alatorre publicó en 1996
un documentado libro titulado El apogeo del castellano (México, Fondo de

28 Benito Pérez Galdós, El doctor Centeno. Edición digital basada en la de 1883. Biblioteca Virtual
Miguel de Cervantes, disponible en línea.
29 Ramón María del Valle-Inclán, Tirano Banderas, referencia tomada de Corde.

25
Cultura Económica), en el que trazaba, de manera esquemática pero pre-
cisa, las etapas fundamentales de la evolución de nuestra lengua. Dedica
en él varios párrafos a Nebrija, y pretende alabarlo de esta peculiar manera:

«La importancia de Nebrija es mucho mayor que la de un simple


gramático. Junto con los sabios italianos residentes en España y Por-
tugal, él sentó en el mundo hispánico las bases del humanismo, mo-
vimiento paneuropeo, búsqueda colectiva del saber emprendida por
un grupo numeroso de personas a quienes unía el conocimiento de
las dos lenguas internacionales, el griego y el latín.»

Al parecer, la gramática de Nebrija es una contribución menor al estudio


de nuestra lengua, y si Nebrija ha pasado a la historia —parece decir Ala-
torre— es porque era mucho más que “un simple gramático”.
No sé si las citas que he recogido en este apretado repaso de burlas,
pullas, desaires y desdenes hacia los gramáticos y sus quehaceres irritarán
o no a mis colegas de profesión. He de reconocer que a mí no me enfurecen,
aunque solo sea porque la edad va creando en nosotros una capa de escep-
ticismo y de distancia escasamente compatible con la ira. Me parece que de
todos estos severísimos juicios contra la gramática y los gramáticos pode-
mos extraer dos conclusiones. La primera es un juicio de valor; la segunda
es un estímulo para actuar.

a) En efecto, la primera de mis conclusiones es el hecho cierto de que de las


tres actitudes hacia las cosas con las que he empezado mi discurso, solo
una de ellas apunta hacia la comprensión de la realidad, en lugar de orien-
tarse a su disfrute o a su adecuación en la sociedad. En el rechazo general
que se percibe hacia la tercera actitud —la actitud científica, aplicada al
lenguaje— subyace la inquietante sospecha de que la lengua se nos pre-
senta una y otra vez como cierto instrumento ajeno con el que hemos de
familiarizarnos, además de como el material con el que se crean obras de
arte de las que hemos de aprender a disfrutar. Como hemos visto, ocupa
un lugar insignificante en ese juicio la percepción del lenguaje como la ca-
pacidad individual que más claramente nos distingue a los seres humanos.
Al parecer, no sorprende a casi nadie que armemos significados complejos
con palabras que encadenamos de forma natural y espontánea. El tratar de
desentrañar las intrincadas pautas que seguimos implícitamente cuando

26
nos expresamos les parece a muchos una tarea absurda, aburrida o ridí-
cula, entre otros calificativos similares que aparecen en los textos que he
repasado.

b) La segunda conclusión pretende ser positiva. Una parte de las críticas


que he recogido tenía un fundamento real: la forma en la que la gramática
se ha enseñado tradicionalmente en España, y sospecho que en otros países
hispanohablantes, ha perpetuado —y a veces hasta llevado al absurdo—
hábitos que se remontan al medioevo: el nominalismo exacerbado que se
conforma con etiquetar compulsivamente palabras, frases y oraciones en
clasificaciones que resultan no ser siempre autoconsistentes; la ausencia de
análisis que persigan la conexión sistemática entre las formas y los signifi-
cados; la práctica inexistencia de generalizaciones en los ejercicios escola-
res y otros muchos rasgos que dibujan en conjunto un estado de cosas cier-
tamente preocupante. El profesor brasileño Marcos Bagno lo resume a la
perfección cuando afirma que la crisis no está en la lengua, sino en la es-
cuela.30
Curiosamente, hasta este diagnóstico es antiguo. En una obra titu-
lada Discurso de la vida, publicada en 1556, Martín Pérez de Ayala, un fraile
que llegó a arzobispo, escribió la inquietante reflexión que transcribo se-
guidamente. Observen que, aunque su prosa no es precisamente modélica,
sus ideas son transparentes:

«[…] aprendí los rudimientos de la gramática con tanta presteza y


habilidad […] que si no fuera por la grosería del bárbaro modo del
enseñar que en España tenían de tomar mucho de memoria del arte
de Nebrija, que fatigaban mucho los ingenios de los niños, de tal ma-
nera que hacían odiosa la sciencia ó doctrina, con gran perjuicio, y
aun ahora lo usan, aunque no tanto, yo supiera en dos años lo que
convenía de la gramática»31

30 El profesor Bagno ha dedicado varios estudios a esta cuestión y a otras vecinas. Mencionaré
entre ellos A norma oculta: língua & poder na sociedade brasileira (São Paulo, Parábola Editorial, 2003)
y “Preconceito contra a lingüística e os linguistas”, Jornal de Debates (Observatório da impresa), ac-
cesible en línea. Véase también, sobre esta misma cuestión J. C. Rocha Blesa: «Intolerância contra
o linguista no discurso do senso comum», Lingüística (Alfal), 31(2), 2015, pp. 47-60 , y las referen-
cias allí citadas.

31 Martín de Ayala, Discurso de la vida, 1556, accesible en el corpus Corde de la RAE.

27
Casi 500 años después de que se escribieran estas rotundas palabras, son
muchos los jóvenes que siguen considerando “odiosa la sciencia ó doc-
trina” gramatical. Habrá, pues, que concluir que una parte al menos de la
responsabilidad de ese duro juicio nos corresponde a los profesores de
Lengua.
Para que no se queden ustedes con el mal sabor de boca que dejan
las citas que he ido ensartando —al menos aquellos de ustedes que tengan
algo que ver con la diana a la que apuntan— les dejaré con alguna referen-
cia de tono positivo hacia los gramáticos y su disciplina por parte de escri-
tores y de otros hombres de letras. Me ha costado bastante encontrar estas
otras citas, que son escasas, pero no negaré que alguna he hallado.
La excelente escritora nicaragüense Gioconda Belli explicaba hace
unos años en una conferencia su modo de abordar cada nuevo relato:

«En el proceso […] de escribir una novela realizo un acto de suprema


voluntad para crear, a punta de palabras, la realidad; una realidad
que, sin más instrumentos que el lenguaje, la gramática y la imagi-
nación, se puebla de personas, de paisajes, de conflictos humanos, y
llega, por obra y gracia de la necesaria disciplina del escritor, a in-
corporarse a la vida y a convertirse en un ente vivo»32

En una línea, muy similar, el gran novelista portugués Fernando Pessoa


afirmaba que gracias al lenguaje podemos distinguir, nombrar, clasificar;
podemos ordenar y articular las ideas, así como buscar cierta precisión en
lo que tratamos de explicar. En la lengua, decía, es esencial «la capacidad
de distinguir y de sutilizar. Sin sintaxis —concluía— no hay emoción du-
radera».33
Y este es precisamente nuestro verdadero reto: hacer ver a los alum-
nos que la lengua les pertenece y que entenderla un poco mejor es enten-
dernos mejor a nosotros mismos. Hemos de mostrar a los estudiantes que
la sintaxis no es la retahíla de etiquetas con las que se supone que han de
decorar los textos que sus profesores les van poniendo delante para que

32Gioconda Belli, Por esta ruta hacia las estrellas. Lección Inaugural del Año Lectivo 2006, Univer-
sidad Nacional Autónoma de León, Nicaragua. Accesible en línea.
33 Fernando Pessoa, El libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1985.

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puedan así pasar exámenes y aprobar cursos. Hemos de conseguir que
vean la sintaxis como lo que verdaderamente es: la arquitectura de nuestro
pensamiento. Así de simple, y a la vez de complejo y de estimulante. Lo
expresó mejor que yo Alfonso X El Sabio en su General Estoria, que vio la
luz en el año 1275:

«[…] por las palabras ayuntadas […] se compone la razón» 34

Nada más. Muchas gracias.

34 Alfonso X, General Estoria, Primera Parte. Accesible en el corpus Corde de la RAE.

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