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SUZANNE ROBINSON
Cuando era joven y hermosa, y me adornaban todas las gracias, muchos pretendían que
fuera su amante...
Desde que era muy joven, los caballeros miraban a través de ella como si fuera una
ventana. Oriel no soportaba que ahora que era una heredera, esos mismos caballeros la
contemplaran con ojos ávidos. Tenía veinte años, y los ocho últimos de su orfandad los había
pasado bajo la vigilancia de dos tías. Dependiendo de su caridad. Aquellas tías eran una de las
plagas de Egipto.
Para evitar la plaga, aquella fría y luminosa mañana del último día del mes de diciembre,
Oriel fue a buscar refugio junto a su tío abuelo Thomas, en el gabinete donde él se encerraba
con sus papeles, libros, centenares de relojes y otros instrumentos. Oriel irrumpió en la habi-
tación casi sin aliento, cuando el anciano estaba colgando su pintura más reciente, un retrato
de la reina Ana Bolena.
Oriel le sonrió cuando él la miró por encima del hombro. El anciano suspiró porque
sabía que su sobrina iba a ocultarse allí.
— Pollita — dijo — , ¿cuántas veces he de advertirte que no corras de esa manera? Tales
cosas no benefician en nada a tu categoría y dignidad.
— Tía Livia me busca — dijo ella, mientras observaba el modelo de una prensa. La cogió y
la sopesó con las manos — . Tío, ¿por qué crees que las cosas caen en lugar de ir hacia arriba?
Sir Thomas despidió a su sirviente con un gesto de la mano mientras enderezaba el
retrato.
—¿Es un nuevo enigma?
—No. Sólo me hacía esta pregunta.
—Siempre estás pensando en cosas que no tienen respuesta. Si eres demasiado lista no
vas a encontrar uri marido respetable. Oriel se quedó observando el retrato de Ana Bolena.
—Ella era lista; según dices tenía gran ingenio, y se casó con el rey Enrique VIII
—Y le cortaron la cabeza.
Sir Thomas se arrellanó en la silla y soltó un gemido cuando su cuerpo se hundió en los
cojines. Ya había entrado en la sesentena y a Oriel le maravillaba que con su caminar
apoyado en el bastón, su piel casi transparente y sus manos temblorosas, todavía pudiera
coger la pluma y componer una fina caligrafía italiana. De pequeña, la había iniciado en el
estudio del griego y el latín y era su consuelo cuando tía Livia la abofeteaba tras una mala
contestación o tía Faith se burlaba de sus cabellos rizados y de su tono cobrizo.
—Por Dios, tío, no me gustaría que me cortaran la cabeza. Del piso inferior llegó el
sonido de una voz cascada por años de gritos a los desventurados criados.
Sir Thomas miró a su sobrina y levantó una ceja.
—Será mejor que te tapes los oídos.
—Quiere ponerme un miriñaque y una gorguera —dijo Oriel, arrugando la nariz,
mientras señalaba el vestido de lana sencillo y cómodo que llevaba—. Y un vestido de
damasco, y por eso le dije a Nell que iba a salir a montar a caballo. Creo que hoy viene otro
pretendiente, aunque no estoy segura. Tío, odio a los pretendientes.
Sir Thomas cogió el diario que yacía en el suelo junto a su silla, un libro encuadernado
en piel y decorado con hojas de roble doradas.
—Debes tener paciencia. Algunas jóvenes alcanzan la belleza más tarde. Los jóvenes no
te ignorarán siempre.
Oriel bajó los ojos y se quedó contemplando sus manos. Empezó a retorcerse los dedos.
—Sabes, tío... —hizo una pausa y reunió todo su valor—. ¿Sabes que tengo veinte años
y todavía nadie ha intentado besarme? Creo que algo no va bien.
Tío Thomas hizo un gesto con la mano para que se acercara a él. Entonces tomó entre
las suyas la mano de su sobrina y le dio unas pal-maditas.
—Debe de ser terrible pensar que nadie te quiere. Oriel asintió con la cabeza, pero no pudo
contestar.
—Yo creo que eres bonita.
—¿Lo crees?
—Por mi alma que sí lo creo.
—¿Aunque no lleve sedas y brocados?
—Aunque no lleves sedas y brocados, aunque podrías ponerte algunos vestidos nuevos —
contestó Thomas—. Mira este que llevas. Te aplasta el pecho, muchacha.
Oriel sabía cómo evitar la reprimenda.
—Habíame de tu nuevo retrato. Hace tiempo conociste a Ana Bo-lena, ¿verdad?
—Sí —Thomas apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y se quedó contemplando el
retrato—. Por el retrato no podrías decirlo, pero Ana Bolena era todo coraje y fiereza. Y nuestra
buena reina Bess ha salido a ella. Fue su ingenio y su valor lo que cautivó el corazón del viejo
rey Enrique.
Thomas suspiró y miró a Oriel. Por un momento pareció que iba a seguir hablando, pero
no lo hizo. Tras un breve silencio, continuó.
—Sin embargo, él nunca cautivó el suyo. Ya había sido conquistado y Henry Percy lo
conservó siempre, que Dios le dé eterno reposo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Oriel. Era una historia que nunca había oído.
—Lo he olvidado. ¿Te he hablado ya de ese italiano, de Da Vinci?
—¡Ooooo-ri-el!
—Dios mío, viene hacia aquí.
Oriel se lanzó hacia la puerta, volvió hacia atrás para besar a su tío Thomas y salió de la
cámara a un aposento y de allí a un corto pasillo para luego bajar por una escalera lateral.
Luego se deslizó hasta el prado helado que había junto al ala este de Richmond Hall, atravesó
los jardines y volvió a entrar en la casa.
Avanzó lentamente por el viejo vestíbulo, se detuvo al pie de la escalinata principal y
miró hacia arriba. Vio la falda tiesa de su tía Livia que desaparecía por encima de su cabeza y
entonces avanzó de puntillas tras la mujer, levantándose las faldas hasta los tobillos. Se metió
discretamente en su habitación situada en el tercer piso, se puso su capa nueva forrada con
piel de ardilla y volvió rápidamente al piso inferior. Cuando llegó a la planta baja oyó la voz
atronadora de Livia en el aposento de su tío abuelo. Algún día Livia sufriría un ataque a causa
de su carácter colérico.
Su tía Livia quería vestirla con un guardainfante y un vestido tan tieso como el cuero.
En ese momento Oriel no podía recordar por qué, pero las razones de Livia nunca tenían
sentido para ella. Satisfecha por su actitud cautelosa, salió corriendo hacia los establos. Tenía
que salir a cabalgar, para que a Nell no la cogieran en una mentira.
Volvió una hora más tarde. Como había recorrido al galope bastantes leguas, entró en
Richmond Hall acalorada y sudorosa. Livia la estaba esperando. Se detuvo cuando vio a su
tía y se agarró al pilar de piedra tallada de la escalera. Livia bajó hacia ella desde el primer
descansillo. Era una mujer alta, con el volumen de uno de sus caballos de caza y, como
ellos, tenía la costumbre de abrir las aletas de la nariz. Aunque Oriel tenía su misma estatura,
su tía la ganaba en peso. Antes se habría alejado de un salto para evitar una bofetada de su
tía. Pero ahora ya no. Oriel levantó la barbilla, enderezó la espalda y miró a su tía a los ojos.
Livia se detuvo en el último escalón y lanzó un juramento. La mano carnosa se
crispó y Oriel se la quedó mirando, consciente de todo el daño que podía hacer ese puño
cerrado. Luego volvió a clavar la vista en su tía. La mujer lanzó otro juramento mientras
ocultaba la mano en la espalda.
—Agotas la buena educación, muchacha. Ojalá que tuviera todavía fuerzas para darte
una reprimenda.
—No lo dudo.
—No empieces con tus contestaciones astutas —dijo Livia—. ¿Has olvidado que
lord Fitzstephen viene hoy con su hijo? Desea emparejarte con su heredero, porque lord
Andrew conoció a tu padre y desea conocerte por alguna extraña razón.
—No tan extraña, tía. Ahora soy una heredera, ¿o es que te falla la memoria? El abuelo
se ocupó de ese asunto.
—Creo que es a ti a quien le falla la memoria. Porque tu tía Faith y yo te acogimos
en...
—¿Quién has dicho que iba a venir? Livia lanzó un resoplido.
—¿Cómo es posible que recuerdes el francés, el italiano, el latín y el griego, y no el
nombre de tus pretendientes? Ayer hasta te olvidaste de bajar a cenar.
—Hay otro pretendiente —dijo Oriel, suspirando con resignación.
Cada visita de un hombre con posibilidades de ser elegido incrementaba su
sufrimiento. Tan sólo hacía unos meses que había muerto
el abuelo, pero tía Livia y tía Faith estaban impacientes por desembarazarse de ella. Para
su disgusto, el abuelo había dejado parte de su fortuna a Oriel, varios cofrecitos llenos de joyas
que había ido adquiriendo durante toda su vida. Livia, esposa de su hijo mayor, esperaba que
le tocarían la mayor parte de ellas. Faith, la viuda del hijo mediano, las esperaba todas, y ambas
envidiaban hasta el polvo de los cofres.
Oriel era un recuerdo viviente de las riquezas que habían perdido . y querían que se
fuera. Ambas se habían visto obligadas a agasajar y complacer a todos los caballeros con
posibilidades del país. Para Oriel, aquel asunto era una prueba muy dura. No era una gran
belleza, convertida en una heredera pobre tras la muerte de sus padres, pasó la mayor parte de
su vida en Richmond Hall, estudiando con su tío abuelo o montando a caballo.
Agnes y Amy, las hijas de tía Faith, eran demasiado pequeñas para proporcionarle
compañía, mientras que sus hermanas Jane y Joan albergaban un rencoroso resentimiento
hacia ella. La razón no estaba clara, excepto que Jane y Joan eran tan simples como sus
nombres y no soportaban que nadie fuera siquiera ligeramente más presentable que ellas.
Los hijos de Livia eran mucho mayores, excepto Leslie, que pasaba la mayor parte del tiempo
fuera de allí.
—¡Milady! —el mayordomo llegó apresurado, con las cadenas de su oficio tintineando
al moverse—. Milady, lord Fitzstephen y su hijo están aquí.
—Gracias a Dios —Livia empujó a Oriel varios escalones—. Vete hasta que te llame. Y
ponte un vestido decente, pareces un pato.
Oriel huyó rápidamente escaleras arriba, pero se detuvo en el descansillo de la tercera
planta y miró por encima de la barandilla. Las escaleras formaban varios ángulos rectos, y
mientras ella miraba hacia abajo, hacia la planta baja, vio el remolino del borde de una capa
negra y oyó el chirrido de la funda de una espada y de unas espuelas.
Luego oyó una voz. La voz de un hombre, de un hombre joven. Profunda, suave,
vibrante, que le llamó la atención, la atrajo, la atrapó. Apenas consciente de sus acciones,
volvió sobre sus pasos, siguiendo a la voz, como si flotara, hasta el segundo piso, y después se
dirigió al gran salón. Oriel caminaba apresuradamente, con la parte superior del cuerpo
inclinada hacia aquel sonido.
¿ Qué era lo que la arrastraba hacia allí? Escuchó y oyó a aquella voz que contestaba a
su tía. Había algo diferente en ella, algo más allá de su tono profundo. Ah, el acento.
Aquel joven hablaba con acento. Aunque ligero, le proporcionaba
a la voz un carácter diferente. Arrastraba las erres, y a veces alargaba las vocales. Tenía
acento francés. ¿Cómo es que el hijo de un antiguo lord tenía acento francés ? Tía Livia le
había hablado de los visitantes, pero ella no le había prestado atención.
Oriel ladeó la cabeza, pero la voz se oía más amortiguada ya que su propietario había
entrado en el gran salón. La joven avanzó sigilosamente por la galería, con sus ventanas con
celosía y las paredes cubiertas de cuadros, hasta las puertas del gran salón, donde los elegantes
invitados acababan de entrar.
—¿Está seguro de que no le gustaría descansar un rato? —estaba diciendo Livia—. Voy
a enviar a buscar a mi sobrina, pero su comodidad es mi máxima preocupación, milord.
—Gracias...
—Sin embargo, la visita será breve —intervino entonces la voz con acento—. Muy
pronto tengo que tomar un barco para Francia.
—Lástima —dijo Livia—. Comprendo que debe atender los asuntos de sus posesiones.
Su querida madre era francesa, ¿posee algún título francés ?
—Sí, milady. Soy el Sieur de Racine. Pero en casa me llaman Blade.*
* N. del T.: bla.de en inglés significa espada, o el filo de un arma
Oriel se asomó por la puerta abierta y vio a su tía de pie delante de la chimenea. Ese
salón era el más grande de toda la casa. De elevado techo, con las paredes cubiertas de
madera tallada, albergaba la chimenea de mayores dimensiones, aparte de la que estaba en la
cocina. Esta chimenea era de mármol italiano y el suelo de la habitación estaba cubierto con
alfombras de Turquía, un lujo del que Livia y su primo George estaban muy orgullosos.
Sobre una de las alfombras, cerca de Livia, se encontraba un anciano cuya elevada figura
había adquirido robustez con la edad. Tenía un semblante ceñudo, con el que contemplaba al
hombre que estaba de pie, de espaldas a la habitación, mirando a través de una de las venta-
nas. Oriel observó que era muy alto, que llevaba un bonete, una capa negra, una funda de
espada plateada y unas botas cubiertas de lodo.
El joven volvió a hablar y cuando lo hizo, giró la cara hacia su an-fitriona. Oriel
descubrió entonces un par de ojos grises, tan brillantes que parecían de plata. Las cejas rectas
hacían juego con los cabellos oscuros que cubría el bonete. De cara a ella, con la silueta
recortada por la luz que entraba por las ventanas, observó la línea de la boca y el labio inferior
más grueso, que expresaba tensión. Tenía la mano apoyada en la empuñadura de la espada y
un anillo de oro con un sello le rodeaba el dedo medio.
El joven se dirigió hacia los otros dos que estaban junto a la chimenea y, mientras se
aproximaba, arqueó una de las cejas. Oriel captó una expresión de impaciencia, de escepticismo
y de burla apenas encubierta, suavizado todo por una gracia de movimientos que delataban a
la corte de Francia, más que al castillo fronterizo donde había nacido.
Cuando estuvo a su lado, se retiró la capa del hombro y apoyó una bota en la base de
mármol de la chimenea. Oriel ladeó la cabeza, fascinada por la suavidad de aquellos
movimientos. Ese joven se movía corno si estuviera danzando en una obra de teatro. Estaba
contemplando sus largas piernas, resiguiendo el nudo de músculos que se advertía en los
muslos cuando, de repente, su mirada llegó más allá de donde se encontraba tía Livia y la
descubrió. Abrió los ojos y se plantó ante ella, sin decir una palabra.
Arrastrada por aquella mirada de plata, salió de su escondite. Apenas oyó las
amonestaciones de su tía. Ni siquiera dirigió una mirada a lord Fitzstephen. Toda su atención
estaba concentrada en aquella criatura morena y grácil, de voz cautivadora y ojos grises.
Permanecieron el uno frente al otro, en silencio, y ella se dio cuenta de que estaba intentando
retener en la memoria el rostro del Sieur de Racine. Él observó su mirada turbada, y como
vio que ella seguía contemplándolo en silencio, enseguida torció la comisura de los labios.
—Señora —dijo.
El sonido de su voz rompió el embrujo, pero creó otro igual de poderoso. Jamás había
imaginado que pudiera tener un pretendiente como el joven que tenía delante. Como ella no
contestaba, Livia la miró con expresión interrogadora.
—¡Oriel!
La joven se sobresaltó. La voz áspera de Livia la arrancó de sus ensueños y la hizo volver
a la realidad. ¿Qué había hecho? Entrar sin ser anunciada y acechar a un joven como un
cazador persiguiendo a un venado. Por una vez, maldijo su su falta de tacto. Tenía que decir
algo.
—Yo... yo... —el joven volvió a mirarla y ella observó unas mejillas suaves, el marcado
dibujo de la mandíbula y unos ojos sorprendidos. Se echó a temblar—. ¿Cuál era su nombre?
Esta vez el joven arqueó las dos cejas e hizo una mueca con la boca.
—Por Dios, señora, ¿olvida el nombre de todos sus invitados?
—Onel —Livia corrió hacia ellos y agarró el brazo de la joven—. Me sorprende
enormemente tu falta de cortesía. Mírate. Tienes el vestido arrugado y estás acalorada. Y el
cabello. ¿Acaso nunca has utilizado horquillas y bonetes? Jesús, ven conmigo.
Livia hizo un gesto con la cabeza a los dos caballeros.
—Haré que les sirvan vino y algo de comer, señores. Por favor, acomódense aquí.
Livia cerró de golpe las dos grandes puertas del salón y se enfrentó a Oriel.
—Eres una inútil, muchacha. Tienes la cabeza llena de cosas inútiles. Ahora voy a las
cocinas. Ve a tu habitación y arréglate.
Livia se apresuró a bajar al piso inferior y dejó a Oriel que subiera a su habitación y
llamara a Nell para que la ayudara a cambiarse el vestido. Jamás se hubiera imaginado que su
tía fuera capaz de presentarle un pretendiente que a ella la complaciera. Pero esta vez, el mero
sonido de su voz y la visión de su cuerpo, había hecho pedazos todos sus prejuicios. Podía
imaginarse tocando a ese hombre, acto que siempre había evitado cuando se enfrentó con los
pretendientes que hasta entonces habían llevado sus tías a Richmond Hall.
Nell le ató y le abrochó el vestido, y ella se quejó cuando le puso la gola alrededor del
cuello y pateó con impaciencia. Temía que el joven se desvaneciera y, absorta en la
contemplación de su persona, había olvidado su nombre.
¿Cómo había dicho que se llamaba? Blade, eso es. Al fin Nell acabó; sólo le faltaba
arreglarse los cabellos y se apresuró a volver al gran salón. Una de las puertas estaba
entreabierta, no pudo reprimirse y volvió a asomarse para contemplar de nuevo al joven
caballero.
Les habían servido vino y pan. El padre estaba sentado ante una mesa en la que había
una jarra, copas de vino y una bandeja que contenía unas hogazas de pan. Lord Fitzstephen
todavía mantenía el ceño fruncido y tenía la cara congestionada. Se sirvió de beber y se tragó
el vino, suspirando cuando acabó la copa. Sin embargo, su hijo merodeaba por el salón, con la
capa todavía sobre los hombros, que oscilaba con sus zancadas. Se detuvo abruptamente
junto a la chimenea y se quedó mirando a su padre. El anciano arrancó un pedazo de pan de
la hogaza y empezó a comer.
—Que Dios te condene al fuego eterno —dijo Blade.
Oriel iba a empujar la puerta, pero se detuvo cuando escuchó las palabras del joven. El
padre no contestó. Tenía la boca llena y masticaba con calma.
—Es la cuarta joven que me obligas a visitar, y la peor. Y te aseguro que es la última.
—Bien limpia y arreglada tendrá mejor aspecto. Dios, ¿no has visto su cabello revuelto?
Es casi negro, pero con tanto rojo que seguro que tiene un espíritu fogoso.
—No me importa. ¿Crees que vas a comprar mi vuelta a tu lado con el sacrificio de una
virgen?
—Tu deber es permanecer a mi lado y tener herederos. Blade cruzó los brazos sobre el
pecho y miró a su padre.
—Mi deber es no matarte, y por eso estás vivo, querido padre.
Lord Fitzstephen dejó violentamente la copa en la mesa y el vino se derramó. Se
levantó, apoyó las manos en la mesa y miró fijamente a su hijo.
—No te he levantado la mano desde que te uniste a ese bandido infecto, Jack
Midnight.
—No, padre, estás equivocado. No me has levantado la mano desde que tenía dieciséis
años, porque era lo bastante mayor para devolvértela. No he olvidado los azotes, ni cómo me
dejabas sangrando y atado en una cámara vacía de piedra, cuando tenía catorce años.
El puño del padre golpeó la mesa, provocando que las copas y la jarra se tambalearan.
—Mi heredero debería casarse en Inglaterra, no en Francia. Todavía me tienes miedo, de
otro modo no escaparías.
—Siempre retuerces la verdad a tu conveniencia —dijo Blade—. Como ya te he dicho,
volveré cuando hayas muerto. No hay nada que me retenga aquí desde que conseguiste enviar
a mi madre a la tumba.
—Tu madre era una enferma y tú eres un cobarde, temes casarte y enfrentarte a una
joven como esa Oriel.
—¡Por los clavos de Cristo! —Blade dio unos pasos hacia su padre, luego se detuvo y
volvió a lanzar un juramento mientras sujetaba con una mano la empuñadura de su espada—
. No quiero. No quiero casarme con ella. Tiene unos ojos que parecen guisantes secos y una
carita afilada como una comadreja, y ni siquiera puede recordar mi nombre.
Oriel empujó la puerta y entró en el gran salón.
Necesitó todo su coraje para no alejarse de allí corriendo. No se esperaba las palabras
desdeñosas del joven. Las había dicho tan rápidamente que no comprendió su sentido
enseguida y luego se dio cuenta de que mientras ella había permanecido contemplándolo
arrobada, él la había estado ofendiendo. De repente, recordó a todos aque-
líos jóvenes que parecían no darse cuenta de su presencia. Aquellas veladas perdidas
mirando cómo los otros bailaban, las cacerías persiguiendo ciervos o aves mientras las otras
jóvenes se dedicaban a ellas mismas..., esas cosas que la habían llevado a buscar refugio en
ocupaciones solitarias y en el estudio.
Hasta ese momento, Oriel desdeñaba buscar el favor de los hombres porque se había
sentido muy herida. Pero en esta ocasión lo había olvidado, había olvidado sus temores, porque
el premio había llegado sin avisar, danzaba ante ella con la silueta del caballero de cabellos os-
curos y ojos como el borde plateado de una nube cuando el sol la ilumina por detrás. Lo había
olvidado, y ahora iba a pagar el precio de haberlo hecho.
La voz de Oriel sorprendió a los dos caballeros. Cuando entró ninguno de los dos dijo
nada. Blade se acercó a ella, Oriel levantó una mano para detenerlo y él vaciló.
—Si os place, milord, no es necesario que disimulemos. —Oriel se detuvo y tragó saliva
porque le temblaba la voz—. Observo que mi persona no os agrada y que no tenéis ni tiempo
ni deseos de acostumbraros a mi carácter. De igual manera, soy incapaz de ver con buenos
ojos a un pretendiente tan poco gentil, aunque sea bien parecido y dotado de una hacienda
considerable.
—Señora, mi lenguaje impetuoso y desagradable es el resultado de estar cerca de mi
padre.
—Sea cual fuere la causa, no deseo tener ningún trato con vos. Buenos días a los dos,
señores.
Oriel le dio la espalda y salió con paso lento del gran salón; luego bajó por la galería
hasta las escaleras. Se había levantado un poco la falda e iba a subir los escalones tragándose
las lágrimas que pugnaban por salir, cuando oyó la voz de Blade que la llamaba.
El joven llegó a su lado, antes de que pudiera retirarse. La capa se le arremolinó
alrededor de la falda y la forma oscura ocultó la luz procedente de las ventanas de la galería.
Entonces le puso la mano en el brazo, pero ella se soltó sacudiéndosela de encima.
—Señora, esperad un momento.
—Tengo cosas que hacer, milord.
Oriel tenía que llegar a su cuarto antes de que las lágrimas la traicionaran.
—Os juro que mis palabras no tenían sentido, las he dicho sin pensar, sólo porque
estaba enfadado con mi padre. Cuando permanezco a su lado mucho tiempo, me domina la
mezquindad y, en este
caso, en lugar de hacerle daño a él, os lo he hecho a vos. Os juro ante Dios que ninguno
de mis insultos era sincero.
—Milord, a menudo decimos la verdad cuando no reprimimos nuestras palabras.
Oriel se alejó de él y empezó a subir las escaleras con toda la dignidad que fue capaz de
asumir. A mitad de camino, él seguía abajo, contemplándola.
—Señora, pronto zarparé a Francia y no desearía dejar el reino sin obtener vuestro
perdón.
Oriel le miró desde arriba. Parecía tan alto como un cruzado y tan hermoso como una
tormenta en el mes de julio. En un breve intervalo de tiempo, había sido cautivada y rechazada,
y si no se alejaba rápidamente de él, se arrojaría al suelo y lloraría por lo que había perdido
antes de ser consciente de que lo deseaba.
—Desde luego. Como buena cristiana debo otorgaros mi perdón, y lo tenéis. Al parecer,
es lo único que deseáis de Richmond Hall. Una vez más, que tengáis muy buenos días, milord.
Cuando me enamoré de las que me amaron, vi tantos peligros...
E1 valle del Loira era el corazón de Francia. Un espía que deseara enterarse de los secretos
de los cortesanos debía estar familiarizado con aquellos nobles, cuyos castillos adornaban las
orillas del río de color azul. Por esta razón, Blade cabalgaba junto al agua, hacia el castillo de
Claude de la Marche, amante de príncipes, cardenales y espías. Aunque le gustaba el Loira,
esta vez no observaba la belleza del paisaje helado. Con la nariz oculta en la capucha de la capa
forrada de piel, iba calibrando el inverosímil origen de su irritación.
Tenía ya bastantes procupaciones que le atormentaban como para pensar en aquella
criatura fantasiosa que no había podido recordar su nombre y, sin embargo, la imagen de su
rostro no le abandonaba. Había soltado su maldita lengua, su lengua afilada, y la había herido a
ella en lugar de a su padre. Lo había aprendido de Christian de Rivers hacía años, y le era útil
cuando lo empleaba correctamente.
La cara de una comadreja..., qué estupidez. Ahora volvía a ver la cara de Oriel. Pequeña,
de barbilla afilada, frente ancha, se parecía más al rostro de un hada y sus ojos le recordaban a
los árboles del valle del Loira en primavera. No había contestado a su carta donde se discul-
paba por su falta de cortesía.
Había asuntos de gran importancia que lo mantenían ocupado. No debía pensar en
Oriel Richmond. En ese momento no debía pensar en nada de Inglaterra porque estaba en
Francia, y el más mínimo desliz podía costarle la vida. Habló para sí en francés y echó un
vistazo a su sirviente y guardia personal, Rene.
Rene le acompañaba desde que era un muchacho. Primero sirvió a su madre, y cuando
ésta murió se quedó con él; de eso hacía ya ocho años, aunque la mayor parte de los sirvientes
había vuelto a la hacienda de la señora, en el Loira. Lady Fitzstephen le pidió a Rene que pro-
tegiera a su hijo, y ningún argumento de Blade pudo disuadirlo de su deber. Aunque era de
mediana edad, todavía podía levantarlo por encima de su cabeza, y lanzarlo al otro lado de una
valla.
—Rene, venez id.
—Oui, mon seigneur,
—Estoy preocupado, Rene. Nuestra señora la reina corre un gran peligro. Aunque
María Estuardo sea reina de Escocia, la ambición de su vida es arrebatarle Inglaterra a Isabel,
y cuenta con esos malditos tíos franceses, que están dispuestos a ayudarla. La reina ha
olvidado que María mantiene una relación más estrecha con los De Guise que con los
Estuardo. La astucia y la rudeza es la característica dominante de los hermanos De Guise.
—Oui, milord, pero es imposible descubrir todas las intrigas que traman el duque de
Guise y el cardenal de Lorraine.
—El cardenal es el más peligroso de todos. Por obtener el control de Francia o de
Inglaterra, sería capaz de descuartizar a su propio primogénito. Con tantas amantes como tiene,
seguro que hay un primogénito.
—Así que es por eso que viajamos con este tiempo horrible —dijo Rene—. La
encantadora Claude de la Marche ha sucumbido al fin.
—Recibí su invitación cuando volvimos de Inglaterra. Me sorprende que no la hayas
leído. Lo lees todo.
—Estaba sellada, milord.
—¿Y nunca lees las cartas selladas?
—Sólo aquellas que tengo tiempo de abrir, milord.
—Lo tendré en cuenta —dijo Blade, incorporándose en la silla al salir de una elevación
llena de árboles desnudos—. Mira. No me canso nunca de contemplar los castillos de Francia,
aunque considero que el mío es el más hermoso de todos.
A menos de media legua de distancia, se elevaba sobre las aguas del Loira un castillo. Sus
elevadas torres blancas, merladas y cubiertas con
tejados cónicos, se alzaban ante ellos, un diamante que se balanceaba entre el río y la
tierra. El débil sol de enero sacaba llamas de los tejados plateados. El castillo de Claude era
mucho más pequeño que los délos reyes y los grandes príncipes, pero albergaba toda la
belleza de la decoración al estilo italiano. Abundaban las hojas con volutas, las conchas
festoneadas, las pilastras y las columnas acanaladas.
Comparado con este lugar encantado, el castillo de La Roche, su hogar en Inglaterra,
parecía la caverna de un monstruo. Quizá sus gustos estaban distorsionados. Pero había
fragmentos enteros de su infancia ocultos en la oscuridad de su memoria perdida, que habían
sido suficientes para enviarlo a Francia en cuanto fue capaz de ir. Recordaba batallas
incensantes. Recordaba haber vivido siempre con miedo de que una ofensa insospechada
cometida por su madre o por él encendiera la furia de su padre. Recordaba que se refugiaba
en el estudio, sólo para darse cuenta de que él también estaba cayendo presa de una rabia
demoníaca.
Al principio volcaba su ira contra sus tutores cuando criticaban su trabajo. Luego
empezó a soñar. Soñaba que mataba a alguien, un hombre sin rostro que le provocaba tal
rabia que lo atacaba con los puños y los pies, y le pegaba hasta que caía muerto al suelo.
Después de tales sueños, se despertaba sudando, jadeando, como si hubiera cabalgado
cincuenta leguas. Aterrorizado, durante horas le pedía a Dios que le perdonara sus pesadillas.
Siempre procuraba dominar su temperamento y le pedía al Señor que no permitiera que lo
volcara contra los demás, como hacía su padre.
Cuando se hizo mayor, las pesadillas cambiaron. El hombre sin rostro se transformó en
uno de sus tutores. Cierto día, cuando ya había cumplido los dieciséis años, soñó que mataba a
su tutor; sintió sus manos apretándole el cuello y de repente, se transformó en su padre. Se
despertó gritando. Aquella misma noche juró que abandonaría el castillo de La Roche.
Dos años más tarde, consiguió convencer a su padre de que lo enviara a Oxford y,
durante el camino, fue capturado por el bandido Jack Midnight. Recibió un golpe en la
cabeza y perdió la memoria. Durante el tiempo que pasó sin recordar, se unió a Midnight y a
su banda. Cuando la recuperó, su gran preocupación fue ocultar a los que le conocían el
monstruoso carácter de su padre y, al mismo tiempo, la rabia que albergaba en su interior. Su
herencia francesa le cayó como una bendición del cielo.
Sujetó las riendas con fuerza y se removió en la silla. Había permi-
tido que le dominaran los recuerdos, un lujo peligroso cuando le faltaba poco para
encontrarse con Claude. Dejó sus desgracias a un lado, contempló las agujas del castillo y
recitó unos proverbios en francés para mantener aquellos pensamientos a raya.
No tardó mucho en atravesar la puerta del castillo, y también en penetrar en el interior.
Mientras se sacudía el hielo de los cabellos, un criado murmuró que madame le esperaba en
su cámara, y él le siguió por la escalera de caracol de la torre Este. La escalera formaba una grá-
cil curva de mármol blanco y tenía un soporte central tallado en forma de tronco y unos
paneles que se elevaban por encima de su cabeza. Mientras subía los escalones, observó
encima de él la parte interior de la escalera colgante, que parecía suspendida en el aire.
Entró en una cámara retirada de la segunda planta. El sirviente se detuvo ante la puerta
y llamó con los nudillos; luego la abrió y se inclinó respetuoso. Blade tuvo que agacharse para
cruzar el umbral, que era un poco bajo para su altura, y se encontró en una cámara cubierta
con grandes tapices que representaban escenas de caza y de la mitología griega. Claude le
estaba esperando junto a una mesa con alimentos y vino. Detrás de ella, asomaba el lecho
dorado cubierto con terciopelo. La mujer y el castillo eran todo lujo, calidez y sensualidad,
todo ello acompañado de una elegancia que manifestaba veladamente su intención de agradar.
Claude esperó a que admirara toda su belleza antes de acercarse a él con los brazos
extendidos.
—Ah, mon cbér Nicholas, cuánto has tardado. Estaba desolada.
Unos brazos blancos y torneados le rodearon y Blade la besó. El aroma a lilas casi lo
asfixió y se arañó la mano con un botón de diamante. De pronto recordó a Oriel Richmond
con su sencillo vestido de lana, sus cabellos sueltos, como si unos duendes traviesos los hu-
bieran desordenado. La belleza de Claude era tan abundante y opulenta como su castillo y sus
cabellos eran lo mejor de ella. Sedosos, de color oro pálido y con suaves rizos, caían en
cascada por sus hombros, porque ella se los había dejado sueltos a propósito.
—Me has ignorado durante tanto tiempo, mon ami, que pensé que te habías olvidado de
mí.
Blade se liberó de sus brazos. No le serviría de nada demostrar ardor, porque Claude
tenía por lo menos a veinte nobles franceses rendidos a sus pies.
—En realidad, madame, me considero tan poco importante que no me creía capaz de
provocaros el menor desasosiego. He estado en Italia, visitando a un antiguo amigo.
Claude hizo un gesto con la mano y luego empezó a verter vino en las copas de cristal.
—Cuando uno está fuera de Francia, está fuera del cielo. ¿Te ha acompañado alguien?
—Claude, diría que intentáis averiguar si tengo una amante.
—Ya lo sé.
Blade sorbió un poco de vino para ocultar su recelo. Se pasó la lengua por el labio superior
para distraerla y cuando ella clavó la mirada en su boca, hizo la pregunta.
—¿Conocéis muy bien mis costumbres?
—Toda la corte las conoce. Mis amigos juegan a descubrir los amantes de las damas. El vizconde
de Tallart apostó que tú irías de los brazos de Louise St. Michel a los de Marie de Bourbon en tres
meses. Yo lo he desconcertado.
—Entonces soy una apuesta.
Claude dejó la copa y puso una mano en la mejilla de Blade.
—Non, cariño, eres un premio.
Lo empujó hacia el lecho, se sentó y le obligó a sentarse a su lado. No lo abandonó hasta la
noche, cuando la cámara quedó sumergida en la oscuridad, a excepción de la luz inestable
procedente de la chimenea. Entonces él se levantó, se envolvió en una colcha de seda, cruzó la
alfombra y se acuclilló junto al fuego. Allí permaneció contemplando fijamente las llamas
amarillas.
Aunque había utilizado su cuerpo al servicio de la reina y de su país muchas veces, nunca
había experimentado aquel vacío en su espíritu. Aparte del primer año, durante el cual se sintió
atraído por los placeres y las intrigas, después consideró que ese era el aspecto más
desagradable de sus misiones. Hacer el amor donde no existía ningún afecto, no era hacer el amor
en absoluto. Sentía que su cuerpo se separaba de él y se convertía en un instrumento.
Y es así como se convirtió en el instrumento más deseado por las mujeres de la corte... y
también por algunos hombres. Sin embargo, las mujeres que sucumbían se convertían en otro
instrumento semejante a él, aunque ninguna fuera consciente de lo que pensaba sobre el asunto. A
medida que avanzaba el nuevo año, le embargó el convencimiento de que deseaba algo más, y que
no podía esperar para obtenerlo. Una inquietud le ardía en el pecho, una pesada cadena le apretaba
el corazón.
Miró hacia el lecho, pero Claude seguía durmiendo. Pronto, quizá dentro de unos días,
la haría hablar de cosas que ella sólo consideraría simples chismorreos. Y posiblemente esos
chismorreos aclararían ciertos aspectos de Charles de Guise, el cardenal de Lorraine, el tío
de María, la reina de los escoceses. Su amigo Christian de Rivers y Cecil, el primer ministro
de la reina Isabel, daban por descontado la capacidad del cardenal para hacer de las suyas en
Inglaterra. Blade lo conocía mejor. Los espías del cardenal infestaban todos los países de
Europa y, a pesar de estar ocupado persiguiendo a los protestantes franceses e intentando
hacerse con el control de Francia, gobernada por un rey todavía niño, no cejaba en el
empeño de sentar a su sobrina en el trono de Inglaterra.
Ni Christian ni Cecil comprendían a Charles de Guise. Él sí, desde el día que lo vio
reírse del cuerpo contorsionado de un protestante hereje que movía el muñón de la pierna en
medio de las llamas que lo estaban quemando vivo. El cardenal sufría una mezcla de
fanatismo, fe ciega, amor a las artimañas y un inconmesurable afán de poder. E Isabel
contaba con los deseos de él de compartir el poder con Catalina de Mediéis, la reina madre, y
con las guerras de religión en Francia, para mantener a los De Guise al margen de los asuntos
de Inglaterra.
Blade sabía perfectamente que para el cardenal sería una tentación irresistible que
alguien de su propio linaje se sentara en los tronos de Escocia y de Inglaterra. Y consiguió
convencer a su sobrina de que la corona de Inglaterra le pertenecía por derecho, como
sobrina de Enrique VIII. Recientemente, había agasajado a muchos visitantes ingleses en un
banquete dado en honor del embajador de Isabel. Y Blade no estaba muy seguro de las
intenciones del cardenal cuando buscaba compañía de ingleses.
Las mantas del lecho se agitaron y la rubia cabeza de Claude se asomó bajo ellas.
—¿Nicholas?
—Ahora voy.
Blade se deslizó entre las sábanas. Claude le pasó un brazo por el pecho y lo empujó
contra las almohadas. Sus manos le palparon los músculos de los muslos y le apretaron los
glúteos. Él dominó el impulso de apartarlas bruscamente y se sintió aliviado cuando ella
dejó de explorar su cuerpo, le puso los brazos en el pecho y le sonrió.
—Estoy muy satisfecha con mi apuesta. Te he apartado de Louise St. Michel y eso me
ha dado más placer del que creía. El vizconde estará furioso —dijo Claude lanzando una risita.
Blade la apartó y empezó a retirar las mantas que lo cubrían. Claude, con un grito de
protesta, volvió a agarrarlo y a empujarlo a su lado.
—¿Estás enfermo? —preguntó.
—Me disgusta que me traten como una bagatela que se cuelga del cinturón y distrae a los
amigos.
—Oh, pobre niño, te he herido en tu orgullo. ¿Es que no te halaga que tantos compitan
por tus favores? El vizconde daría una bolsa de oro por estar aquí.
Blade la miró ceñudo.
—Confío en que no lo hayáis invitado.
—Claro que no.
—Ni a nadie más.
—Non. No deseo compartirte, pero ya sabes como es la corte. Hasta el cardenal ha
bromeado acerca de mi inclinación por ti. Blade permaneció en silencio.
—¿Y qué sabe él? No me lo han presentado.
—Bueno, él y yo tuvimos una gran discusión hará unos quince días. Tuvo la osadía de
abandonar mi lecho para ir a escribir unas cartas. —Claude le dio a Blade una palmadita en la
mejilla—. ¡A escribir unas cartas! Le dije que no debía de haberse esforzado demasiado
cuando todavía tenía fuerzas para coger la pluma. Sufrió un ataque de ira. La cara se le puso de
color carmesí y crepitaba como un tronco ardiendo.
—Me cuesta creerte. ¿El cardenal? Por la sangre de Cristo, Claude, queréis daros
importancia diciendo que tienes como amantes a hombres tan poderosos como el cardenal —
Blade la miró de reojo.
—No miento —dijo Claude—. Es mi amante.
—Sacre Dieu, no lo creo.
Claude se incorporó y se lo quedó mirando.
—Lo es. Puedes preguntárselo al vizconde o a St. André, o a tu estúpida St. Michel.
—Eso no voy a hacerlo —contestó él—. No voy a ir preguntando a la gente acerca de
las amantes de un cardenal.
—Muy bien. Te lo puedo probar de otra manera. Leí la carta que estaba escribiendo.
Blade estiró los brazos, se desperezó y bostezó, luego meneó la cabeza.
—Podéis inventaros la fantasía que queráis y luego asegurar que todo estaba escrito en
una carta.
—Non, aquella carta era muy extraña. Y esa extrañeza será la
prueba, porque en ella hablaba de tiempos pasados y de acontecimientos que no son
importantes para Francia.
—Ordenad que nos traigan algo de comer —dijo Blade incorporándose y deslizándose
hasta el borde del lecho. Claude lo abrazó por detrás.
—No te daré nada de comer hasta que admitas que soy lo bastante hermosa para cazar al
cardenal de Lorraine.
—Vamos —dijo Blade, y lanzó un gruñido cuando Claude le dio un ligero golpecito en
la oreja—. Muy bien, contadme lo de esa extraña carta. Quizá así os crea.
—Oh, era muy rara. El cardenal estaba escribiendo a alguien sobre el antiguo rey de
Inglaterra, Enrique VIII. Le pedía que investigara sobre la segunda esposa de Enrique. ¿Cómo
se llamaba? ¿Ana? Le decía que hiciera investigaciones sobre Ana y un antiguo amante, que
también se llamaba Enrique. Imagínate, el gran cardenal de Lorraine preocupado por
enterarse de si una reina que ya ha muerto tenía un amante.
Blade no dijo nada. Dejó que Claude volviera a empujarlo hacia el colchón y que le
llenara de besos el pecho y las mejillas.
—¿Me has escuchado?
—¿Qué?
—¿Te he preguntado si me crees?
—Oh, supongo que debería hacerlo. Aunque esa historia carece de importancia y es
muy antigua. Estoy seguro de que no os inventaríais una cosa así.
Claude siguió charlando de cómo iba a jactarse ante el vizconde y a disfrutar de su
victoria.
Blade nunca se había visto obligado a interpretar su papel con tanta precaución como
durante las horas y los días que siguieron. Marcharse antes de tiempo habría despertado la
ira de Claude. No era lo bastante lista para imaginarse las razones por las que querría marchar-
se, pero no quería arriesgarse a despertar la curiosidad del cardenal, que sin duda la vigilaba
de cerca a ella y a todo el que se le acercara.
Pasaron quince días antes que pudiera alejarse de la locuaz Claude y volver a París sin
prisas. Una vez a salvo dentro de las elevadas puertas de su casa de la ciudad, mandó llamar a
Rene, que estaba deshaciendo el equipaje.
—Mon seigneur.
Blade abrió los ojos, hizo una seña y Rene fue a arrodillarse junto a su silla.
—Esta noche nos vamos a Calais —murmuró Blade—. Dispon mi ropa de viaje y
algunos alimentos y nada más. Quiero estar en Londres lo antes posible. He decidido pasar allí
el invierno.
—Pero si acabamos de... Blade miró a Rene.
—Oui, me ocuparé de todo.. Conozco esa mirada.
Menos de una semana después, Blade subió a un bote en los muelles de Londres y se
dirigió al palacio real de Whitehall. Cuando llegó el sol se estaba poniendo. Entonces, en lugar
de dirigirse a las puertas de palacio, entró en una taberna próxima y despachó a Rene con un
mensaje. Luego subió las escaleras, se metió en una habitación que tema alquilada y se dejó caer
en el lecho. En menos de un minuto se quedó dormido.
Nada más oír la primera palabra, Blade agarró la daga que tenía escondida debajo de la
almohada y saltó sobre el cantante. El intruso estaba sentado a su lado y no se movió cuando
sintió que la punta de la daga le pinchaba la carne de la garganta.
—Tan ávido de sangre como siempre, mi dulce mazapán.
—Christian, eres un bestia hijo de perra.
Christian de Rivers soltó una carcajada, apartó la daga y la lanzó contra la puerta. El
arma se clavó en la madera y tembló con la punta hincada dentro del panel.
—Has estado años en la corte francesa y todavía hablas como un mozuelo ingenuo.
—Sólo en tu presencia —contestó Blade, frotándose los ojos y bostezando—. Rene te
encontró. ¿Qué hora es?
—Más de medianoche, y la reina está furiosa porque no has enviado ningún recado
diciendo que venías.
—No he tenido tiempo. Traigo unas noticias que no podía escribir en un papel ni
confiarlas a un mensajero. —Blade miró hacia la puerta—. ¿Rene está vigilando?
—Sí. Y ahora, ¿qué es lo que te ha sacado de ese nido de asesinos civilizados y te ha
hecho venir volando, querido amigo mío ?
—Ana Bolena.
—¿Una reina muerta?
—La madre de la reina.
Christian se levantó, cogió un atizador de hierro y removió las brasas de la chimenea,
en el lado opuesto a la cama.
—¿Qué tienen que ver Francia y Ana Bolena?
—El cardenal de Lorraine.
Blade tuvo la satisfacción de sorprender a su mentor. Habían sido muy pocas las veces
que había conseguido tal proeza.
—Cuéntame, bizcocho, que tú ya te has divertido.
—El cardenal ha demostrado un repentino interés en el asunto de Ana Bolena y lord
Henry Percy, el heredero del condado de Nor-thumberíand.
Christian dejó el atizador a un lado.
—¿Por qué?
—Sólo lo barrunto.
—Sigue.
—Creo que el cardenal intenta encontrar la prueba de que Ana Bolena y Henry Percy
estaban casados. —Blade echó las piernas fuera del lecho y sacudió los hombros.
—El cardenal Wolsey hizo añicos esa pretensión —dijo Christian—. Al parecer, se
prometieron pero no existió una consumación...
—Sí, pero ¿y si hubiera habido consumación?
—Entonces la Iglesia habría considerado que había habido matrimonio, y cualquier otro
matrimonio que hubiera tenido lugar, se habría considerado nulo. Y...
—Y el matrimonio de Enrique VIII con Ana se consideraría nulo tanto a los ojos de los
protestantes como de los católicos, y nuestra reina sería la hija ilegítima de una relación del
rey.
Christian se acercó a él y se inclinó sobre el lecho. Blade se echó hacia atrás y se
cubrió los ojos con el brazo.
—Los católicos consideran a María Estuardo la reina legítima —dijo Blade—, y si se
prueba que nuestra Isabel es una bastarda, muchos aclamarían a María en su lugar. Si al De
Guise le preocupa el matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena, sólo puede deberse a una
razón. Es parte de un gran plan que implica a María Estuardo y a los católicos ingleses del
norte. Sin embargo, ignoro cómo van a encontrar la prueba de la consumación.
—Déjame pensar,
Christian apoyó la frente en el pilar de la cama. Blade casi se había vuelto a dormir
cuando sintió el peso de Christian. Miró al anciano y le soprendió ver que estaba
contemplando fijamente la pared desnuda con expresión de horror.
—Esto podría provocar una guerra civil.
—Lo sé —dijo Blade—. Durante los últimos cinco años he visto cómo se encaminaba
Francia en esa dirección. En Vessy, el duque de Guise y sus hombres masacraron a los
protestantes por cantar demasiado alto. Violaron a las jóvenes y luego las colgaron de los
tejados de los edificios para hacer prácticas de tiro.
—Dios mío, Blade, acabamos de librarnos de esa miserable María Tudor.
—Ahora comprenderás por qué tenía tanta prisa por verte.
—Sí, amigo mío —Christian le sonrió—. Me siento muy bien recompensado por mi
tutela.
—¿Podrías buscar en los archivos de la corte y los del cardenal Wolsey? Debe de
haber algo escrito sobre este asunto. Tenemos que encontrar lo que anda buscando De Guise.
—Empezaré a hacerlo mañana mismo.
—Y mientras tú te dedicas a ello, yo visitaré a tu encantadora esposa y ella me invitará a
comer. Hace más de un año que no veo a Nora.
—No comas demasiado, amiguito, porque tengo el presentimiento de que vas a estar de
vuelta pronto, a pesar de este clima infecto.
—¿Yo?
—No me mires con expresión ofendida. Has traído esta maldición hasta el umbral de mi
puerta, y vas a tener que encargarte de solucionarlo.
Jesucristo y san Benedicto, proteged estas horas de toda criatura malvada.
—Geoffrey Chaucer
LA atención de Oriel se desvió a un pasaje de La, Política de Aristóteles que formaba arte de la
biblioteca de su tío Thomas. Hablaba de todas las personas que comparten gobierno, y si tía Faith o el
primo George hubieran sabido lo que decía, habrían quemado todos los libros griegos. A tía Faith y al
primo George no les gustaban las ideas extrañas.
Trasladó sus pensamientos con desgana a su hogaza de pan y al conejo y a la codorniz asados
que había encima. Enero languidecía y pronto llegaría Cuaresma, la época del ayuno y del
pescado. Aborrecía el pescado, casi tanto como odiaba a Hugh Wothorpe. Echó un rápido vistazo a
su último pretendiente. Se encontraban en el gran salón, que habían dispuesto para la comida del
mediodía, y sus tías y sus siete primos estaban comiendo con glotonería. Hugh Wothorpe se
había llevado el vaso a los labios y una gota de vino le resbalaba por la comisura de la boca. Se la
secó con la servilleta y carraspeó.
—Señora, ¿le he mencionado que mis antepasados descienden por línea directa de Eduardo
IV? —Hugh no esperó a que ella contestara—. Pocas personas del reino pueden enorgullecerse de
un linaje tan poderoso, y menos aún considerarse Plantagenet.
Oriel había comido demasiado y ahora tenía sueño. Dejó que Hugh siguiera ronroneando
acerca de sus antepasados, su único alegato para que fuera elegido pretendiente. Intentó
disculpar su grosería, porque había permanecido encerrado en la Torre desde que era niño, a
instancias de Enrique VIII, y no fue liberado hasta que Isabel subió al trono. Sabía muy poco
del mundo. Se esforzaba mucho para ocultar su ignorancia... pero no lo conseguía.
—Señora, ¿no os sentís bien? —preguntó Hugh.
—Me temo que me he empachado con la comida.
—Lord George nos ha servido una mesa exquisita —dijo Hugh, mientras contemplaba
el salón.
En ese momento entraron los pajes con bandejas de dulces. En honor a Hugh y según
órdenes de George, el cocinero francés había hecho unos pasteles de mazapán con la forma
del escudo del invitado. George era el primogénito de tía Livia. Había heredado el título de
lord Richmond y el cuerpo poderoso de su madre. Tenía facilidad para saber cuáles eran los
gestos adecuados, y poseía también una gran sutileza. Presidía las comidas con gran
pomposidad e insistía en la ceremonia de la entrada de los pajes con los diferentes platos,
escoltados por caballeros.
Pero Oriel, al igual que Leslie, el hermano pequeño de George, la encontraba tediosa. Le
oyó decírselo a él en ese tono que siempre utilizaba cuando quería sacarle de sus casillas.
Leslie era el preferido de tía Livia, ya que le utilizaba para aguijonear a sus otros hijos hasta
que saltaban. Oriel apartó la atención de sus primos, porque le disgustaba verles discutir, y se
dejó conducir por un nuevo pensamiento que le había asaltado durante el día.
—Lord Hugh, ¿se ha preguntado alguna vez cómo saben los árboles por dónde tienen
que sacar sus ramas ?
—¿Ramas? —Hugh dirigió hacia ella su larga nariz, como si estuviera hablando en persa
en lugar de en inglés.
—Sí. ¿Por qué a los árboles les crecen ramas en el tronco? ¿Cómo saben dónde les van a
crecer?
—Dios hizo que les crecieran apropiadamente, igual que hace que prosperen las demás
criaturas.
—Pero ¿cómo?
—A fe mía, señora, que es una pregunta vana.
Tía Faith, su tía flaca, le dirigió una mirada ceñuda desde el otro lado de la mesa. Estaba
resentida con ella por lo de la herencia, ya que ella tenía que desposar a cuatro hijas. Jane y
Joan estaban en edad ca-sadera, tenían quince y diecisiete años. Sin embargo, parecía que nin-
guna de las dos abandonaría Richmond Hall antes de que sus hermanas Agnes y Amy acabaran
sus estudios. Todas ellas de cabello castaño, apagado, parecían tener la cabeza cubierta de
cenizas. Ninguna tenía cejas, y sólo la pequeña Amy mostraba una incipiente barbilla.
Cuando llevaban gorguera, sus cuellos desaparecían.
—Oriel, como lord Hugh y tú tenéis mucho de qué hablar, enséñale el jardín —tronó
Livia, que se hallaba sentada al lado del invitado.
Sin poder elegir, condujo a su pretendiente a la planta baja y salieron al jardín del lado
oeste. Richmond Hall era una construcción de planta rectangular; el hueco que formaban las
alas del rectángulo estaba cubierto por una galería, que se abría a dos patios separados. Tres
hileras de ventanas con celosías y bastidores trabajados, se asomaban a los patios por todas
partes. Tía Faith había ordenado que cortaran los arbustos formando dibujos, conos, bolas y
rectángulos para regalar la vista del visitante.
En invierno, los jardines se cubrían con planchas para protegerlos, planchas que ahora
estaban cubiertas de nieve. Abrigados con sus pesadas capas forradas de piel, Oriel y Hugh
pasearon arriba y abajo por los senderos nevados porque así se les había ordenado que
hicieran, y Faith los espiaría para comprobar que obedecían. Llevaban paseando durante unos
diez minutos, cuando Hugh se detuvo abruptamente y le dijo:.
—Esto es desesperante.
—¿Milord?
Apartó la mirada de Oriel y se sonó la nariz con un gran pañuelo.
—No debéis de haberlo observado, señora, pero yo... yo no tengo mucha facilidad para
relacionarme, sobre todo con mujeres. Hasta que Su Majestad me puso en libertad, sólo tuve a
los carceleros como única compañía. Cuando era joven, yo era para ellos una especie de
mascota.
—Debió de ser terrible permanecer en la Torre durante tanto tiempo.
—Tenía una buena habitación, y me permitían hacer ejercicio. Pero vos sois una joven
inteligente. Puedo verlo en vuestros ojos. —Hugh se humedeció los labios y continuó
hablando—. Ya sabéis que soy pobre.
—Sí —todos los Tudor tenían la costumbre de matar o arruinar a los rivales peligrosos
para el trono.
—Estoy avergonzado. Todos dicen que debería enorgullecerme de mi linaje, pero ¿cómo
puedo ir con la cabeza alta cuando las mangas de mis trajes necesitan parches y las botas no tienen
suelas? He estado viviendo de la caridad de la nobleza durante tanto tiempo, que cierran a cal y
canto sus puertas cuando oyen que me acerco.
Oriel observó las pisadas de Hugh y se dio cuenta de que la nieve debía de haberle
humedecido los pies en cuanto salieron al exterior. Lo cogió de la mano y lo llevó hacia la puerta
del ala oeste. Una vez en el interior, lo condujo hasta un ventanal.
—Quedaos aquí y caminad para mantener el calor. Vuelvo enseguida.
Salió corriendo escaleras arriba. De camino a su habitación, se detuvo para coger un par de
zapatos y un par de botas de su tío Thomas. A su tío le gustaban los zapatos. Su colección requería
varios armarios grandes y aún más arcones. Tenía zapatos de terciopelo y brocado, zapatillas y
botas, zapatos bordados, lisos, con joyas y hasta un par de zapatos cosidos con plumas.
Esa vanidad inofensiva a ella la cautivaba. Echaría en falta los dos pares que se había
llevado. Una vez en su habitación, abrió un cofre con joyas, sacó un collar y un juego de botones.
Lo metió todo en una bolsa de terciopelo y volvió a la galería donde Hugh seguía paseando. Sacó
los zapatos y las botas que llevaba escondidos debajo de la capa, no sin antes comprobar que
estaban solos.
Hugh se ruborizó, pero aceptó el calzado con manos temblorosas debido al frío y los ocultó
debajo de la capa.
—¿No tendréis problemas cuando los echen en falta?
—No. Le diré a tío Thomas que se los he dado a un pobre cazador de ratas y a un mendigo.
El rubor de Hugh adquirió un tono carmesí.
—Sois encantadora, Oriel. Yo... me casaría con vos, si así lo desea-
rais.
—¡Shhhh! No digáis eso. Tía Faith puede estar cerca.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo de la galería. Estaba desierta. Ella se aproximó a Hugh
y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
—Tengo algo para vos, pero debéis prometerme que nunca diréis de dónde lo obtuvisteis.
Abrió la bolsa de terciopelo. Los botones se derramaron en su mano. Montados en unas
monturas de oro de forma ovalada, cada uno de ellos albergaba un rubí cuadrado y había cuatro.
El collar apa-
reció tras ellos, una pieza plana de oro, cubierta con perlas y diamantes. Hugh se quedó
sin aliento y luego miró fijamente a Oriel. La joven devolvió las joyas a la bolsa y se la puso a
Hugh en la mano. Él la apretó con ambas manos, sin dejar de mirarla.
La joven levantó un dedo.
—Es para vos. Os servirá para que podáis vivir durante bastante tiempo. Pero debéis
prometerme que os marcharéis y no pediréis mi
mano.
—A fe mía, señora. Pero sólo teníais que rechazarme. No necesitabais sobornarme.
—Ya lo sé, pero tengo cajas y cofres llenos de estas chucherías que me legó mi abuelo. No
las necesito, y me preocuparía por vos si os dejara en este estado. Cogedías. Si no lo hacéis por
vos, hacedlo por mí. Os juro que no podría dormir si no lo hacéis. ¿Me lo prometéis?
Los ojos de Hugh se llenaron de lágrimas.
—Lo prometo. Y si algún día necesitáis ayuda, sea la que sea, no dudéis en llamarme.
—Gracias —dijo ella—. Y ahora deberíais volver a vuestra habitación y secaros los pies.
Que paséis una tarde agradable, milord.
Oriel salió apresuradamente de la galería, temiendo que Hugh cambiara de opinión y
rechazara sus obsequios, y se dirigió a la biblioteca de su tío Thomas. A decir verdad, la
biblioteca pertenecía al propietario de la mansión, que era George, pero el tío abuelo Thornas
había vivido con la familia durante mucho tiempo y se pasaba tantas horas en aquella
habitación que se la consideraba suya. Mientras se acercaba a la cámara desde la galería del
segundo piso, oyó que Thomas estaba discutiendo con alguien. Redujo el paso, porque
reconoció la voz de Leslie.
Le sorprendió oírle, ya que Leslie detestaba el campo y prefería pasar la mayor parte del
tiempo en el sur, en Londres. Le gustaba asistir a la corte, le gustaban las diversiones, las
juergas, los juegos y eso era imposible en el norte del país. Su mayor deseo era que Su Majes-
tad lo nombrara uno de sus caballeros pensionados, porque así podría ser elegido para
controlar los arriendos, los pupilajes y las licencias, lo cual resolvería su estado de penuria
económica como hijo menor.
Para su sorpresa, la voz de Leslie estaba llena de ira. Era el único miembro masculino de
la familia que poseía ingenio y encanto y raramente perdía la compostura. Cuando llegó por
primera vez a Rich-mond Hall, se había apiadado de ella y la había tratado de manera
amistosa. Oriel se lo había agradecido, porque era un joven de treinta
años y ella sólo tenía doce. La había protegido de las bromas de Geor-ge y de Robert. Oriel
había tardado muy poco en darse cuenta de la posición de favor de que gozaba Leslie en
Richmond Hall. Su tía Li-via lo consideraba la criatura más cautivadora sobre la faz de la Tierra, y
podía hacer callar a la agria Faith, sin ninguna objeción por parte de la dama.
—No lo sé —estaba diciendo su tío Thomas.
—No juegues a que lo sabes o no lo sabes. Estabas allí. Recuerdo la historia.
—Granuja intrigante, fuera de aquí. ¡De inmediato! Fuera de mi vista.
Oriel tenía apoyada la mano en la puerta entreabierta de la biblioteca cuando ésta se abrió de
golpe y Leslie salió apresuradamente de la habitación. Tropezó con ella y la tuvo que sujetar en sus
brazos. La levantó y la dejó a un lado murmurando una disculpa. Lo vio atravesar corriendo ía
galería y bajar las escaleras de dos en dos. Era un hombre alto, que compartía con ella el color
negro rojizo de los cabellos y una figura esbelta. Cuando su cabeza rojiza desapareció por las
escaleras, la joven entró en la biblioteca.
—¿Tío?
Thomas levantó la vista de detrás de una gran pila de libros que había en una de las mesas.
Pilas tan grandes como las que cubrían las otras dos mesas.
—Tío, ¿qué sucede con Leslie?
—Nada. Ya conoces a Leslie, siempre con planes locos para ganar una fortuna. La
primavera pasada intentó convencerme para que le pagara sus experimentos de alquimia. Quería
hacer oro.
—Oh, no. Espero que no lo intente de nuevo. A punto estuvo de irse al otro mundo con
esas pociones. —Oriel se acercó a la mesa y se detuvo frente a Thomas. Cogió un libro. La
encuademación estaba en mal estado y la hebilla oxidada.
—¿Dónde los has encontrado?
—Los envié a buscar a mi antigua casa de Londres. No había ido allí desde hacía mucho y
me preocupaba que pudieran estropearse. Estaba en lo cierto. A fe mía que no debería de haber
sido tan negligente.
—Yo te ayudaré —dijo Oriel—. Tendrás que hacer una lista y anotar el contenido y el estado
de cada uno de ellos. Te fatigarás mucho si intentas hacerlo solo.
—Eres una buena muchacha —dijo Thomas pellizcándose el puen-
—Si el viejo rey Enrique estuviera vivo —dijo Thomas—, la cabeza de Robert ya estaría
clavada en una pica en el puente de Londres.
Cuando estuvieron de vuelta en la cálida biblioteca, Oriel cogió pluma y papel para
catalogar los libros de su tío mientras él los iba clasificando. Estaba distraída y leía cada libro
que cogía. Estaba leyendo una recopilación de la poesía de sir Thomas Wyatt, cuando su tío
se despertó de una cabezada que había dado junto al fuego. Se incorporó sobresaltado, se
enderezó el bonete que llevaba para que no se le enfriara la calva, y luego se levantó. Cogió
el libro que había dejado caer mientras dormía y lo puso en el montón que había en el escrito-
rio de Oriel.
—He estado recordando una cosa —dijo—. Tus tías están constantemente encima de
George hablándole de tu matrimonio. Dicen que es una desgracia para la familia que tengas
veinte años y no te hayas casado todavía, que deberías de haberlo hecho hace siete años. ¿Qué
te ha parecido ese Hugh?
Oriel cerró de golpe el libro que estaba leyendo.
—Tío, es una criatura digna de compasión. Apenas le enseñaron a leer en la Torre, y
nunca aprendió a cazar con halcón; ni ha cazado, ni ha bailado ni ha practicado esgrima. Se
siente muy desdichado. Pobre Hugh.
—No es para ti, hija mía. Tú necesitas un hombre que no se deje perder en el laberinto
de tu ingenio, uno que pueda protegerte. Robert tenía razón, ya sabes. Los caminos son
peligrosos, están llenos de gusanos de la peor especie. ¿Y si hay una rebelión? Nuestros
vecinos católicos con la cabeza de chorlito podrían levantarse contra la reina por cuestiones
de religión. Siento que ese joven Blade, Nicholas Fitz-stephen, te ofendiera. He oído que mueve
la espada como las hadas las alas, y que todas las jóvenes de la corte suspiran por él.
—Es un miserable.
—Y ahora, jovencita, creo que tienes que comprender su descortesía. Si yo hubiera
tenido un padre que me hubiera dado una paliza por reír en voz alta o por caerme del poney a
los nueve años, no haría más que dedicarle mordacidades y amenazas. Recuerdo haber oído
hace varios años que Andrew Fitzstephen estuvo muy cerca de matar al muchacho con la
fusta. Y que luego hizo lo mismo con la madre y el muchacho intentó detenerlo.
—Lo sé, lo sé, lo sé —Oriel se apretó los oídos con las manos—. No hables de ello, te
lo ruego. Esta conversación me hace desear entrar en el castillo de los Fitzstephen y ponerle
ácido en la cerveza.
—Entonces olvídalo.
—Claro, tío, ¿Acaso tengo otra elección? Pero todavía recuerdo lo que dijo.
Oriel se levantó y se acercó a la ventana. Dobló las rodillas y se agachó hasta que
captó su reflejo en uno de los paños.
—Tenía razón. Tengo la cara tan puntiaguda como una comadreja..., no, como un
hurón —se le trabó la lengua cuando hizo esta reflexión.
—¿ Un erizo, quizás ?
Oriel se volvió y le dirigió una mueca a su tío
—O un delfín.
—Una comadreja.
—Una acaudalada comadreja —dijo Oriel. Se sentó en el asiento de la ventana y apoyó
la barbilla en la mano—. Así que tengo que darme prisa y casarme.
—Deprisa, o a tus tías les cogerá la viruela.
—Deberías ayudarme. Deberías calibrar a todos los hombres con los que podría
casarme, y yo también haría una lista. Quiero elegir a mi mando, no quiero que ellos lo
hagan por mí.
—La elección debe hacerla George, que es tu tutor.
—Pero puedo convencer a George —Oriel se levantó y se acercó a ihomas—. Escucha,
si él hace caso a tía Livia o a tía Faith, me escapare con el hombre que yo elija —le murmuró
al oído.
—Sólo si eres capaz de recordar su nombre, niña. Sólo si recuerdas su nombre.
—Nicolás Maquiavelo
Quince días después, a mediados del mes de febrero, Blade atravesaba a caballo un bosque
tranquilo y nevado, en dirección a Richmond Hall. Le acompañaban Rene y cuatro criados
uniformados. Tenía frío y estaba disgustado consigo mismo, por haber concebido un plan que le
aseguraba un buen recibimiento por parte de Oriel Richmond. Había escrito a lord George y éste
le había dado permiso para renovar sus pretensiones. Al parecer, George estaba ansioso por
liberarse de su prima. Ponía a prueba su paciencia. Sin duda el hombre estaba harto de las
discusiones eternas entre su madre y Oriel, según decía en su carta.
La agitación iba en aumento cuando pensaba en su próximo encuentro con Oriel. La joven
se le había aparecido en sueños, un fantasma rodeado por el oscuro fuego de sus cabellos. Era una
preocupación que no le había mencionado a Christian. Confesar que le obsesionaba el recuerdo de
aquella mujer a la que había insultado con palabras mordaces, habría divertido a su amigo hasta la
saciedad. Y pensar que estar a merced de él le ensombrecía tanto los pensamientos como la idea de
enfrentarse a Oriel.
Si no fuera por el peligro en el que se encontraba el país y la reina, jamás se habría
aventurado en invierno hacia el norte. Blade se arrebujó en la capa y escondió la nariz en el forro
de piel de zorro de la capucha. El caballo, un ruano, danzaba con impaciencia bajo la mano que
sujetaba las riendas. Tenía que avanzar despacio o de otro modo, correría el riesgo de precipitarse
en un agujero.
En la carretera que conducía a Richmond Hall había vuelto a nevar la noche anterior, y la
mayor parte del empedrado permanecía oculto.
Esa carretera atravesaba un valle boscoso, rodeado de tupidas hileras de árboles
cubiertos de blanco. Sus troncos avanzaban como oscuras columnas hasta perderse de vista. Un
árbol, una vieja reliquia que hacía tiempo debió atravesar un rayo, había caído en medio del
camino bajo el peso de la nieve.
Blade alzó una mano y sus hombres se detuvieron. Desmontó y se acercó al árbol para
comprobar si se podía mover. Pasó la mano enguantada por la capa de nieve que se acumulaba
en el tronco, luego se volvió y llamó a Rene. Al volverse, oyó un zumbido familiar y se agachó
rápidamente. Una flecha se clavó en el tronco del árbol que había a su lado.
Llamó a Rene a gritos y saltó por encima del tronco. Cayó de pie, se echó hacia atrás la
capa y desenvainó la espada, mientras una docena de hombres salían de detrás de los montículos
de nieve y de los árboles. Se quitó la capucha, levantó la espada y se dispuso a atacar a uno
que aparecía por encima del tronco. El hombre levantó la espada y atacó. Él se defendió y las
armas chocaron ruidosamente. Blade le dio una patada en la boca del estómago que le hizo
desplazarse hacia atrás, rebotó y recuperando el equilibrio apuntó con el arma a su pecho.
Blade apartó la espada con la suya y luego pisó con fuerza el pie de su atacante.
Otro hombre saltó hacia él por justo por detrás. Blade cayó de rodillas, le golpeó con el
codo, y le dio una estocada justo a tiempo de traspasar al primer atacante cuando éste iba a
hundirle el arma en el cuello. El segundo se apartó apresuradamente y quedó fuera de su al-
cance.
Al otro lado del árbol caído, Rene y sus hombres luchaban contra lo que parecía una
banda de asaltantes, igual a la que Blade había pertenecido. Iban ataviados con ropas de tosca
lana y con restos de prendas más ricas procedentes de otros asaltos, luchaban juntos, cada uno
de los hombres había elegido una víctima. Vio caer a uno de sus hombres, herido por la flecha
del arquero que antes había apuntado a Blade desde lo alto de un árbol cercano.
Corrió hacia el tronco del árbol, apoyó en él las manos y reunió fuerzas para volver a
echar a correr. Oyó el ruido de unos pasos y se volvió. Algo se le clavó en un hombro.
Sintió un dolor en todo el cuerpo y luego un pinchazo. Miró su hombro izquierdo y vio que
había sangre. Apoyó la espalda contra el tronco del árbol y se enfrentó a su atacante, con el
brazo izquierdo colgándole a un lado, inservible.
—Midnight.
El atacante bajó la espada.
—Por los clavos de Cristo, si es mi tesoro perdido —dijo soltando una sonora
carcajada—. Te has convertido en un hombre. Bien hallado. A lo mejor, después de todo, no
te mato.
—No te resultaría tan fácil.
Blade levantó la espada, pero Midnight no. El bandolero se puso las manos en las
caderas y se echó a reír, a pesar de que la pelea se estaba desarrollando muy cerca. Silbó tres
veces y sus hombres detuvieron el ataque. Los hombres de Blade quedaron rodeados por los
bandidos, pero ninguno de los dos bandos se movió para reanudar la lucha. Midnight dio un
paso hacia Blade, que se apartó hasta quedar pegado al árbol caído.
El bandido tenía el mismo aspecto que hacía años, cuando él estuvo a su servicio. Sus
negros cabellos se habían vuelto más plateados y tenía una cicatriz en la mandíbula debido al
tajo de una espada, pero sus ojos todavía poseían ese oscuro brillo que se anticipaba a la
lucha y al olor de la sangre.
—¿Por qué estás tan al norte, Midnight? Tu territorio es más al sur, cerca de Londres.
—Bien, joven, nuestra buena reina ha hecho que la caza en Londres se vuelva más
difícil. Blackheath ya no es un lugar de diversión y jolgorio. El norte es más seguro. Y me han
hecho una buena oferta.
Blade mantenía la espada apuntando a Midnight, pero su cabeza le pesaba menos que el
resto del cuerpo.
—Vete de aquí, o te cortaré como a un capón, y sabes muy bien que puedo hacerlo.
—Sí, ya me he enterado de que eres uno de los mejores espadachines, aunque no con un
agujero en el hombro —dijo Midnight mientras avanzaba otro paso.
—Aléjate, bastardo.
—Ah, este es mi Blade, mi alumno. Eras un buen bandido. Vamos, sólo quiero
desvalijarte. Te prometo que no te mataré.
Midnight aventuró otro paso, pero la espada de Blade dibujó un arco plateado y a punto
estuvo de abrirle el estómago.
—Presiento que tu presencia no es casual. Te pregunto otra vez por qué estás aquí.
Midnight se encogió de hombros y su mirada fue del hombro herido de Blade a sus
ojos. Una lenta sonrisa se formó en sus labios, mientras levantaba las manos y las separaba
del cuerpo.
—Muy bien, amigo mío, no puedo tener secretos para ti. Tengo un
patrón, es alguien que aprecia mis cualidades y necesita un grupo de hombres bien
adiestrados. Ya ves, estoy recogiendo fondos para la vejez. Blade se mordió el interior de la
mejilla, en un esfuerzo por mantener clara la visión. Seguía con la espada en alto, aunque cada
vez que respiraba el arma, le pesaba más y más.
—¿Qué patrón?
—Ah, querido, sabes muy bien que no puedo decírtelo. La espada se tambaleó y Blade
la sintió temblar.
—He dicho qué patrón.
—Mírate, estás sangrando. Deja caer la espada, amigo mío —dijo Midnight echándose a
reír—. Por todos los diablos, muchacho. Vamos, ríndete.
Blade parpadeó, y procuró levantar la espada cuando Jack Midnight se abalanzó sobre
él. Se le doblaron las rodillas, pero Midnight lo sujetó antes de que cayera. Oyó que Rene lo
llamaba, pero estaba demasiado débil para contestar. No pudo impedir que se le cerraran los
ojos, y cuando volvió a abrirlos, estaba en el suelo al lado del árbol caído. Midnight se inclinaba
hacia él, le había metido un harapo dentro de la camisa y lo apretaba contra la herida.
—Llevad a los demás al bosque y dejadlos allí. Soltad al caballo —gritó Midnight a sus
hombres.
Blade sintió las manos del bandido en su cinturón. Le quitó la bolsa con las monedas.
Luego buscó a tientas la daga, pero sus movimientos eran demasiado lentos. Midnight se la
quitó de la funda.
—Qué lástima. Siempre fuiste un lobezno ávido de sangre. ¿Me negarías mi
recompensa después de todo este trabajo? Te he salvado la vida.
—Mis hombres...
—Están vivos, pero sólo por el cariño que te tengo. —Midnight levantó a Blade y
empezó a ponerle la capa por los hombros—. Enfrentarse a mí sería de locos. Estás herido y
voy a ponerte encima del caballo antes de que estés demasiado débil para montar.
—Te cortaré la lengua por lo que has hecho.
Midnight soltó una carcajada y llevó a Blade hasta su caballo.
—Apuesto a que no lo podrás hacer durante un tiempo —puso las riendas en las manos
de Blade y los pies en los estribos.
De pronto, se encontró montado en la silla. El lomo de su caballo
nunca le había parecido tan alto como en ese momento y miró a su al
rededor, hacia la copa de los árboles. «
—¡Por los clavos de Cristo! —Midnight se inclinó sobre la silla de
su caballo y agarró el brazo de Blade antes de que éste se cayera de la silla—. ¿Adonde
te diriges, querido?
—Richmond...
—¿Richmond Hall?
—Mmm.
—Extraño destino éste. Ah, Blade, espero que agradezcas mi loca magnanimidad.
—Por los clavos de Cristo, ¿qué estás haciendo aquí?
Blade intentó apartar a Midnight de un empujón. Soltó una maldición cuando su hombro
herido sufrió una sacudida y sintió un vahído que a punto estuvo de hacerle perder el sentido.
—Quieto —dijo Midnight—. Ahora lo que debería preocuparte es esa hemorragia.
—No vas a convertirme otra vez en un bandido, yo no...
—¿Me crees tan loco como para intentar retenerte? Preferiría hacer amistad con una
víbora que intentar otra vez convertirte en un bandido. Y ahora no te muevas. Si no te
llevo cerca de Richmond Hall, te caerás del caballo y morirás desangrado.
Blade no pudo dominar una carcajada. Se sentía como si hubiera bebido un barril de
vino. Midnight espoleó el caballo y empezaron a avanzar.
Mientras procuraba mantener la cabeza levantada, Blade intentó dejar de reír.
—No lo puedo remediar. No sabes el favor que me has hecho. No habría podido
imaginar un plan mejor aunque hubiera estado un mes pensándolo. Vamos, que estamos a
una legua de distancia.
—¡Quieto! —exclamó Midnight, agarrando a Blade por el cuello de la capa—. O te
estás quieto o te dejaré sin sentido de un puñetazo.
—Precisamente, déjame tirado en la puerta —murmuró Blade. Cerró los ojos y
sonrió—. Quedaré a merced de cierta hada de ojos verdes que habita ahí dentro.
Perverso Señor del amor, qué ley es esta, que has hecho para atormentarnos. . .
— Edmund Spenser
LA regañarían por volver a cabalgar en la nieve. El recuerdo de los lloriqueos de tía Faith
redujo sus pasos mientras llevaba el caballo hacia los establos. Había perdido la noción del tiempo 7
como el cielo se había cubierto de espesas nubes, no había podido calcular la hora por la posición
del sol. Tenía hambre, así es que 7a debía de ser la hora de almorzar. Había estado cavilando sobre
el extraño comportamiento de tío Thomas y eso le había hecho olvidar cuánto tiempo hacía que
estaba fuera de casa.
Los últimos días, cuando ella entraba en su cámara o en la biblioteca, él se sobresaltaba 7
observó también que su cabeza albergaba extrañas fantasías. Hacía tres noches había insistido en
que le Ie7era todos los poemas de sir Thomas Wyatt. Y aunque la lectura había sido agradable,
pensó que Wyatt podía haber sido un poco más alegre. Al parecer había dejado que el desprecio de
una mujer le dejara sin ganas de vivir y había vertido su tormento en el papel.
Por la mañana, después de haber acabado de leer todos los poemas, salió apresuradamente
de la casa en busca de la naturaleza y del aire fresco para liberarse de antiguas tragedias. Wyatt
debió de amar a Ana Bolena por encima de todo. ¿Le gustaría que un hombre la amara de ese
modo? Oriel suspiró y le dio unas palmaditas en el cuello a su caballo. Ella no iba a inspirar tales
pasiones. Era consciente de que irritaba a la gente, sobre todo a los nobles.
Respiró profundamente el aire helado, miró a su alrededor y dejó que sus ojos vagaran por
el mundo blanco que le elevaba el espíritu. Miró hacia la puerta de la entrada, cerca del horizonte,
y espoleó al caballo. Había dos hombres montados en un mismo animal junto a los macizos
pilares de ladrillo rojo. Y mientras se aproximaban, apareció Leslie a caballo, gritando.
Cuando los alcanzó, cogió las riendas del caballo. Uno de los jinetes saltó al suelo, montó el
otro caballo y se alejó galopando. Sin embargo, el otro se derrumbó hacia delante en la silla, y
cuando su caballo empezó a caminar, cayó al suelo sin conocimiento.
Oriel espoleó al caballo, lo puso al trote y lo llevó por el prado hacia la puerta.
—Oriel, ven enseguida.
La joven dejó el caballo a un lado de la puerta y caminó pesadamente por la nieve hasta
reunirse con su primo. Cuando se arrodilló a su lado, Leslie apartó la capucha de la capa del
hombre que estaba en el suelo para descubrir el rostro de aquel joven que la había llamado
comadreja. Por un momento, el corazón de Oriel dejó de latir y la joven olvidó su inquietud.
—Es, es...
—Nicholas Fitzstephen.
—Ese medio francés —dijo ella—. El sieur de algo. Está herido.
—Claro que está herido, tonta. Quédate aquí con él mientras voy a buscar a unos cuantos
hombres para llevarlo dentro.
—Corre. Está frío y tan pálido como la camisa que lleva.
Oriel se acercó al caballo ruano y rebuscó en las alforjas de la silla. Sacó una manta, volvió al
lado del joven y se la echó encima. Su cabeza descansaba en la nieve, así es que lo incorporó
reuniendo todas sus fuerzas. El joven pesaba y la cabeza le cayó hacia atrás, encima de su brazo.
Lo acercó más y apoyó la cabeza de Blade en su hombro.
Luego le pasó una mano por la cara y observó que tenía la piel casi tan fría como la nieve en
la que estaban sentados. Buscó debajo de la capa y vio que tenía el jubón de cuero empapado de
sangre helada. Lo habían apuñalado. Oriel lanzó un juramento y volvió a mirar aquel rostro.
Tenía el cabello suave y oscuro y reflejaba el brillo de la nieve que los rodeaba. Pero lo que la
preocupaba era su palidez. Recordó el color rosado oscuro de sus labios y lo comparó con el
tono azulado que ahora tenían.
Estaba tan inmóvil en sus brazos que sus temores aumentaron. Oriel levantó la vista
con la intención de llamar a Leslie, pero se sintió muy aliviada cuando vio que su primo se
acercaba al trote a la cabeza de varios hombres, aunque no pudo dominarse y les gritó que se
dieran prisa. La ansiedad la dominaba, pero permitió, con sorprendente resistencia, que los
criados le arrancaran a Blade de los brazos.
Los siguió al interior de la casa, ignoró los gritos histéricos de tía Faiíh y ordenó a los
criados que llevaran al joven al piso superior, y lo depositaran en la habitación de invitados que
estaba al lado de la de su tío Thomas. Mientras vigilaba el traslado del herido a la cama, Livia
irrumpió en la habitación seguida de George y de Robert. Abrumó con preguntas a Oriel y a
Leslie, mientras Faith, Jane y Joan permanecían asomadas a la puerta. Cuando las dos niñas
empezaron a reír tontamente, Livia las hizo callar con una palabra brusca.
—Si hubieras dado caza a esos bandidos cuando te pedí que lo hicieras, esto no habría
sucedido —le dijo Livia a George—. Desde hace dos meses se dedican a asaltar a los viajeros y
tú no has hecho nada.
George miró a su madre con el ceño fruncido.
—He cabalgado por todo el condado hasta reventarme la espalda.
—Voy a enviar a buscar al boticario —dijo Livia iniciando la marcha—. Ven, Oriel. No
es conveniente que te quedes aquí mientras le quitan la ropa.
Oriel dejó que Leslie la acompañara fuera de la habitación, pero volvió a entrar en
cuanto el paciente estuvo metido debajo de una pila de mantas.
—Reaviva el fuego —le dijo a uno de los criados—. La habitación debe quedar más
caliente que un día de agosto. Y trae agua caliente y toallas —añadió, señalando un montón
de almohadas—. Jonathan, cuando yo lo levante, ponle esas almohadas debajo de la cabeza y
los hombros. Debemos mantenerle los hombros más elevados que las piernas. Hay que
hacerlo bien. Y ahora, ve a calentar unos ladrillos, muchos, y pónselos entre las sábanas.
Llegó el boticario de Livia, sin aliento, con el bonete negro ladeado.
—Señora, ¿hay un herido?
—Sí, es el señor de..., es el hijo de lord Fitzstephen.
—¿El señor de Racine? —el boticario se inclinó sobre el joven—. Hummm. Hummm.
Hummm —murmuró.
—¿Vivirá?
—Eso creo, pero ha perdido mucha sangre, señora. ¿Es hombre colérico?
—Lo ignoro.
—Bien. ¿Sabe su fecha de nacimiento? Debería consultar las estrellas.
—¿No debería coserle la herida?
—Sí, señora. Y lo haré. Presione fuerte sobre la herida mientras me preparo.
Oriel estaba orgullosa de sí misma. Aunque le mareaba la visión de la aguja
atravesando la carne, se quedó allí mientras el boticario hizo su trabajo. Al poco tiempo la
herida estaba limpia, suturada, vendada y el boticario había desaparecido, no sin antes dejar
intrucciones de que esperara unos minutos antes de trasladar las almohadas de la cabeza a
los pies.
Una vez hecho esto, acercó una silla a la cama y se sentó a vigilar al herido. Los
criados entraron con ladrillos calientes, seguidos de Leslie, que se acercó a la silla que ella
ocupaba.
—Querida prima, nuestro aletargado hogar ha sido invadido. Qué conmoción provocará
cuando despierte si ha podido trastocar la casa de este modo mientras está dormido.
—¿Quién era el hombre que lo trajo hasta aquí? —preguntó Oriel.
—No lo sé. Nunca lo había visto. Un tipo extraño. Me dijo que debía cuidar bien de su
tesoro..., supongo que se refería a Fitzstephen.
—¿Y luego se marchó?
—Sí—dijo Leslie—. Qué curioso.
—¡Oriel!
Oriel y Leslie se sobrasaltaron al oír la voz estentórea de Livia cuando irrumpió en la
habitación.
—Oriel, ¿qué haces aquí? El boticario te dijo que salieras de la estancia.
—Estoy velando al señor de...
—Racine —dijo Leslie.
—Puedo velar al señor de Racine tan bien como puede hacerlo él. No se puede hacer otra
cosa que vigilarlo y cuidar de mantener el calor,
—Después de haberlo echado de esta casa como si fuera un vendedor de baratijas —
dijo Livia—, rne sorprende que ahora te preocupes por él.
—Caridad cristiana, tía.
—Ridículo —dijo Livia—. Aunque quizá si te ocupas de él, yo pueda sacarle un
compromiso de matrimonio.
—Me parece que no —dijo Oriel.
Livia salió de la habitación reprimiendo un gesto de disgusto. Les-lie también se fue y Oriel
pasó el resto del día junto a un paciente inmóvil. Ordenó que le trajeran unos libros y estuvo la
mayor parte del tiempo leyendo poesías de Wyatt.
Al anochecer, Leslie llegó con la noticia de que habían encontrado a los hombres de
Fitzstephen, entre ellos un tal Rene, que insistía en que quería ver a su amo antes de que se
ocuparan de sus heridas. Todos los hombres habían sufrido a causa del frío y necesitaban cuida-
dos. Uno de ellos tenía una herida de flecha, pero viviría.
Al caer la noche, Oriel se quedó dormida. El tío Thomas apareció en algún momento e
insistió para que se fuera a su habitación. La joven sólo consintió cuando él le prometió que
enviaría a Nell para que ocupara su lugar, pero volvió junto al herido en cuanto amaneció.
No había dormido bien porque no había dejado de pensar en los peligros que los rodeaban
y se decía que ya había podido olvidar el comportamiento de ese hombre y casi lo había
arrancado de sus pensamientos. Ahora volvía a estar junto a su lecho. Sin embargo, se había
prometido que no volvería allí en cuanto él se despertara. No quería que se enterara de que había
permanecido a su lado como un fiel cachorrillo.
Si se hubiera mantenido atenta a los poemas de Wyatt, no se habría dado cuenta. Pero levantó
la vista y vio que él la estaba mirando, la cara encendida, los ojos gris plata brillantes a causa de la
fiebre. Ambos se quedaron mirándose el uno al otro. Oriel contuvo el aliento mientras sostenía
aquella mirada que parecía que quería devorarla viva. Luego él cerró los ojos, y para su disgusto,
lanzó una risita y murmuró para sí:
—Imaginaciones vanas.
El joven suspiró y giró la cara, de manera que Oriel sólo podía ver sus desordenados cabellos
y el ángulo del pómulo.
—Sostenedme con frascos —murmuró mientras volvía a sumergirse en el sueño—,
consoladme con manzanas: porque estoy enfermo de amor.
Oriel se levantó y el libro se deslizó hasta el suelo. Él no se movió y ella se inclinó sobre el
lecho.
—¿Qué significan estas palabras? ¿Milord? Maldita sea vuestra hermosa cara y maldito
sea vuestro cuerpo lustroso y... —no acabó la frase y cerró la boca.
Volvió a la silla y se quedó contemplando a su paciente con el entrecejo fruncido hasta
que llegaron Joan y Jane.
—Nos ha dicho madre que debemos ayudarte —dijo Joan. Era la mayor de las dos y la
más inteligente. Jane meneó la cabeza.
—Sí, debemos ayudarte.
—Estamos aquí para ayudarte —dijo Joan, como si todavía no quedara claro.
Oriel levantó la vista al techo y lanzó un gemido.
—No necesito ayuda.
—Van a traer la comida —dijo Joan—. Hemos ordenado que la traigan. Los enfermos
necesitan comer.
—Joan —dijo Oriel lentamente—, el enfermo no puede comer si no está despierto, y yo
ya habría ordenado que le trajeran algo si pudiera comer.
—Oh —Joan se sentó en un extremo del lecho.
—¡No hagas eso! Podrías causarle daño en la herida.
—Oh.
Joan empezó a moverse sin demasiada delicadeza para salir de la cama; entonces el enfermo
se quejó y Oriel la agarró de la mano y la sacó de la cama de un estirón. Jane protestó
débilmente y su prima la reprendió.
—Si os tuviera a vosotras como enfermeras se pondría peor, en lugar de mejorar.
—Madre ha dicho que vengamos a ayudarte —repitió Jane, mirándola fijamente.
—Nosotras somos tan buenas como tú, también podemos quedarnos aquí sentadas —
añadió la otra hermana.
—¿Y si le sube la fiebre? Os quedaríais como dos vacas bobas que necesitan que las
ordeñen.
Oriel no acabó, porque el paciente se volvió, suspiró y le temblaron las pestañas. La
joven lanzó un juramento y empujó a Jane hacia su silla.
—Si despierta, no le digáis que he estado aquí. ¿Entendido?
Las dos jóvenes asintieron sin curiosidad y Oriel miró a la figura que se removía en la
cama. Abrió los ojos, se quedó mirando la parte superior del marco de la cama y luego
volvió a bajar las pestañas. Oriel salió corriendo de la habitación no sin antes dirigirle una
última mirada por encima del hombro. Él volvió a abrir los ojos para mirar de nuevo el marco
de la cama y entonces ella desapareció de su vista.
Oriel evitó la habitación del herido el resto del día. No era culpa
suya que sus hábitos diarios la mantuvieran en la biblioteca de su tío Thomas. En una
ocasión oyó su hermosa voz, que se elevaba con enojo, pero se calló enseguida y ella continuó
catalogando los libros de su tío. Después de comer, volvió a la biblioteca con sir Thomas, donde
se refugiaban del resto de la familia. George y sus otros primos estaban jugando a cartas, pero
a Oriel le era imposible concentrarse en ningún juego mientras aquel hombre estuviera en el
piso de arriba. Siguió imaginando que oía su voz pero luego, de improviso, volvió a oírla,
junto con un fuerte ruido.
—¡Por Dios Santo! Qué habrán hecho esas brujas endemoniadas.
Salió corriendo hacia la habitación del herido con su tío Thomas detrás de ella y chocó
con sus primas, Jane y Joan, que estaban peleándose fuera con unas toallas calientes en las
manos. La dejaron pasar como si la temieran y desaparecieron apresuradamente escaleras
abajo. Al entrar, Oriel observó que el cuarto tenía el aspecto de un matadero. El joven se
encontraba incorporado en el lecho, desnudo excepto por el vendaje que le cubría el hombro y
las mantas que le ocultaban las caderas y las piernas. Observó también que la miraba con ojos
brillantes y que jadeaba. Junto al lecho, en el suelo, había una palangana con agua y varias
toallas mojadas y humeantes. Junto a ellas, la silla volcada.
—¿Qué os pasa, milord?
—Esas dos arpías han intentado escaldarme —el joven se estremeció y se puso una mano
sobre el vendaje—. Una plaga, eso es lo que
son.
El tío Thomas entró en la habitación, examinó el espectáculo y enderezó la silla. Tomó
asiento y se quedó mirando al paciente, quien a su vez contemplaba a Oriel. Ella se ruborizó y
disimuló recogiendo la palangana y pasando un paño sobre el agua derramada.
—No temáis, señor. Mantendré alejadas a Jane y a Joan, aunque dudo que tengan valor
para volver a entrar aquí. Soy sir Thomas Richmond.
—Gracias, señor. Soy Nicholas Fitzstephen, aunque veo que ya me conocéis —Blade
estiró el cuello para poder ver a Oriel arrodillada junto al lecho—. Me encuentro a su merced.
Necesito una enfermera amable; una que no intente quemarme vivo.
—Oriel se ocupará de usted —dijo Thomas—. Le ha estado cuidando sin descanso
desde que llegó, y Jane y Joan la han reemplazado porque estaba cansada.
—¡Tío!
Oriel se incorporó y dirigió a Thomas una mirada consternada. Thomas se la
devolvió sorprendido.
—¡Ah! —dijo Blade—. Entonces no fue un sueño.
—Estoy muy interesada en aprender y adquirir conocimientos de nuestro boticario, por
eso estoy nías preparada que los demás para hacer de enfermera —se apresuró a decir Oriel.
Blade se hundió en las almohadas con una sonrisa que provocó que el rostro de Oriel
volviera a ruborizarse.
—Entonces, señora, Dios me ha obsequiado con una gran bendición. ¿Le causaría
muchas molestias cambiarme de ropa? Sus primas han mojado todo esto.
—Voy a ordenar que vayan a buscar al boticario —dijo Thomas, levantándose.
—Tío, no te vayas.
—Vas a tener que quitarle el vendaje, niña.
Thomas se fue. La había dejado a solas con ese hombre a propósito, estaba convencida.
Temblando, se volvió hacia él, deseando que se cubriera el pecho para que ella no tuviera que
ver su piel suave.
Dudó entre la cama y la puerta, pero finalmente se acercó al lecho. Cogió unas tijeras y
empezó a cortar el vendaje. Entre sus manos y la piel de Blade estaba la ropa húmeda, pero
mientras cortaba podía sentir el calor de su carne.
—Milord, parte de la ropa se ha pegado a la herida. Procuraré trabajar con suavidad.
—¡Agrrr!
—¡Qué vergüenza! Tanto ruido por un dolorcito de nada.
—¿Dolorcito? —Blade lanzó un juramento e intentó tocarse la herida con la mano—.
Vamos, mujer, siento como si me estuviera abriendo la carne.
—Si es así, qué haríais si estuvierais gravemente herido. Blade levantó la nariz y la miró
de arriba abajo.
—Cuanto más grave fuera la herida, más silencioso permanecería. Podéis preguntárselo a
Rene. ¿Veis esta cicatriz? —Blade se volvió hacia ella y levantó el brazo derecho donde quedó
al descubierto una cicatriz que le iba desde la espalda hasta el ombligo—. Cuando me la hi-
cieron, me quedé tan inmóvil como un peregrino en una catedral.
Oriel miró la cicatriz y levantó una ceja.
—Qué valiente, milord.
—Humm.
—Incorporaos, por favor.
Blade volvió a recuperar el buen humor y sonrió cuando ella lo rodeó con sus brazos y
empezó a desenrollar las sucias vendas del hombro. Cada vez que acercaba la cara a él, sentía su
cálida respiración en su mejilla. Empezó a temblar y sintió unos extraños hormigueos en el
cuerpo.
Volvió a acercarse y aspiró su aroma a madera y especias. Tuvo que hacer un esfuerzo para
respirar y dominarse para no echar a correr y escapar cuando él murmuró algo ininteligible y
adelantó el cuerpo hacia ella. Afortunadamente, acabó de quitarle la venda y se enderezó para
recoger los vendajes. Le temblaban las manos y rezó para que él no se diera cuenta.
Blade siguió contemplándola en silencio mientras ella seguía trabajando. Todavía sentía
el calor de su cuerpo cuando se apartó de él sin aparentar premura, lo que le produjo una gran
sensación de alivio. Dejó las vendas en la palangana de las toallas, se secó las manos en la falda
y se las quedó mirando fijamente. Entonces Blade intentó incorporarse y soltó una maldición.
—¿Os duele la herida? —preguntó ella.
—No más que antes.
—Dejadme ver.
Oriel se acercó y examinó la enrojecida herida y los puntos de sutura. Tocó la carne
próxima a los puntos y rápidamente apartó la vista porque se dio cuenta de que él, por su parte,
también la estaba observando a ella. Durante un buen rato permanecieron así, él medio
echado en el lecho y ella inclinada hacia él, sintiendo el creciente calor que le producía su
proximidad. Blade lanzó un profundo suspiro y levantó una mano para rozar uno de los rizos
que le caían encima del pecho.
Aqtiel simple movimiento despertó a Oriel. Apartó la mano de la herida, pero Blade se la
cogió.
—Vuestra mano es tan suave, tan cálida.
—Tengo que ir a buscar al boticario.
—No lo necesito si os quedáis cerca —dijo él, sin soltar el rizo. Oriel retiró el rizo de la
mano de él y se apartó. Luego se quedó allí de pie y le hizo un gesto indicativo.
—Dios del cielo, milord, ¿cómo podéis encontraros cómodo en presencia de una
comadreja?
El joven lanzó un gemido y volvió a apoyarse en las almohadas. Las mantas se
deslizaron por encima de sus caderas, pero él no se dio cuenta.
—Por todos los santos, pensé que ya habíais perdonado mi desgraciada observación —
dijo, alargando la mano y cogiéndole la falda—. Insisto en que me perdonéis.
—Ya lo he hecho. Y ahora, soltadme.
Oriel hincó los talones en el suelo, pero Blade la arrastró hacia él y Se cogió otro
mechón de cabello.
—No lo habéis hecho, tenéis muy mal carácter. Estaría satisfecho con un perdón sincero,
pero no con mera cortesía.
—Pues yo no voy a repetirlo otra vez —contestó ella, dándole un golpe en la mano, pero
él no liberó el cabello. Blade comenzó a incorporarse en el lecho.
—Oh, sí, lo haréis, u os besaré.
—¡No!
—Gracias por ser tan obstinada —dijo él, agarrándola por el hombro.
Oriel, visiblemente alarmada, intentó desembarazarse de él, pero aún herido, era más
fuerte que ella. Le puso una mano en la nuca y la obligó a inclinarse hacia él. Ella vio cómo
se acercaban sus labios y cómo se abrían. Gritó, consiguió poner una mano entre los dos y le
tapó la boca con los dedos.
—¡Os perdono!
Los labios de él se movieron debajo de sus dedos y ella volvió a sentir un hormigueo.
La lengua acarició su piel y ella apartó bruscamente la mano de sus labios. Blade lanzó una
risita y la soltó.
—Maldita seáis, Oriel Richmond, por privarme del favor de vuestros labios.
Oriel permaneció fuera de su alcance y miró a su torturador frunciendo el entrecejo.
Luego se enderezó y desvió la mirada.
—Tengo que ir a buscar al boticario, milord —dijo dándole la espalda y dirigiéndose
hacia la puerta.
—No necesito al boticario para que la sangre corra por mis venas, sólo os necesito a vos
—Blade se puso una mano en la ingle, encima de las mantas—, y para que mi cuerpo se agite.
—Voy a buscar al boticario —repitió ella, porque todo su buen sentido empezó a huir
cuando vio aquella mano abrirse en un gesto tan evidente.
Blade le sonrió y murmuró con aquella voz que la había hechizado cuando lo conoció:
—No huyáis, chére. No quiero haceros daño.
—No estoy huyendo —contestó Oriel, a la vez que se detenía—. Voy a buscar al
boticario.
—Como queráis. Porque mañana me voy a levantar, así es que es mejor que os acostumbréis
a tenerme cerca. He vuelto para pediros en matrimonio, ya lo sabéis.
Oriel se quedó boquiabierta y no pudo dominarse.
—¿Otra vez?
—Sí. ¿No os lo ha dicho lord George? Ella meneó la cabeza.
—Pues así es, y tengo su bendición, así que deberíais aprender a aceptarme. No os escapéis.
Oriel había salido corriendo al pasillo y se volvió a mirarlo. El joven continuaba sonriendo y
seguía sin cubrirse. Sin duda pretendía engañarla y seducirla con su cuerpo.
—Nunca escaparía de alguien como vos —contestó ella.
—Nos veremos mañana, cbére.
—No nos veremos —dijo ella, levantando la barbilla. Blade no la estaba escuchando,
porque sus ojos se apartaron de ella y quedaron fijos en su cuerpo.
—Mirabile visu, chére, una maravilla para contemplar. Oriel lanzó un juramento, se recogió
las faldas y echó a correr, huyendo de aquellos ojos burlones y de aquella risa irritante.
Rezo para que el amor no venga a mí
con una intensidad homicida,
en ritmos salvajes y sin mesura.
—Eurípides
Blade estaba sentado en la cámara privada situada entre la biblioteca de sir Thomas, los
apartamentos y su habitación, dedicado a limpiar la empuñadura de su espada con un trapo. Se
encontraba de un humor tonto. Ese bastardo grosero de Midnight lo había cogido con la guardia
baja, lo había atacado y allí estaba, con una herida en el hombro y, para su disgusto, un deseo
incontrolable por Oriel Richmond. ^
Al principio, achacó su creciente lujuria a la herida que había recibido. Le excitaba
encontrarla cerca, con sus cabellos sueltos flotando alrededor de su rostro, sus grandes ojos
verdes fijos en él. Recordó que había imaginado que lo habían capturado durmiendo en el empa-
rrado de un elfo. Luego ella lo tocó y ese roce lo transformó en un vil sátiro enloquecido de deseo.
La violencia de su anhelo lo había cogido desprevenido, y había sido incapaz de reprimir el deseo
de acercarse a la joven, cosa que la había llenado de temores.
En cuanto ella sintió esos temores, empezó a evitarlo y no hubo manera de hacerla volver,
ni aún fingiendo que se encontraba mal. Al cabo de tres días, Blade estaba tan excitado como su
garañón, y a medida que pasaban las horas y Oriel seguía sin aparecer, su indignación iba en
aumento.
¿ Quién era ella para ignorarlo de ese modo ? Había conquistado corazones de mujeres
inglesas, italianas y francesas de alta y baja condición. Y ahora estaba siendo gravemente
insultado... Aquella joven lo estaba tratando como si fuera un leproso. Cada día que pasaba,
su frustración iba en aumento, hasta que se juró, con determinación, que ninguna solterona
enclaustrada podía despreciarlo y desafiarlo de ese modo.
Le molestaba tanto el rechazo de Oriel que casi había perdido de vista lo que había
ido a hacer allí en realidad, es decir, descubrir si Thomas Richmond sabía si Ana Bolena y
Henry Percy habían celebrado votos matrimoniales. Aquella tarde iba a reunirse con la familia
en la mesa y allí empezaría, su investigación. Había decidido mostrarse agradable con el
anciano, y quizá obtendría su ayuda para convencer a Oriel. Thomas le había visitado varias
veces y él se había cuidado de ganarse su estima alabando a Oriel. Al parecer, Thomas quería
a la muchacha y quizás, a través de ella, podría obtener la amistad del tío.
Mientras tanto, como todavía faltaban dos horas para la cena, pasaría el tiempo
sedimentando sus deseos por la esquiva Oriel. Deslizó el brazo del cabestrillo de seda negra
que el boticario le había confeccionado y se levantó. Se dirigió al asiento de una ventana y
cogió un laúd de marfil.
La cámara privada era una habitación pequeña, cuyas paredes estaban forradas de
caoba. La madera había sido tallada en paneles rectangulares de un palmo de ancho, que
cubrían de arriba abajo las paredes, excepto donde se abría la puerta con un arco apuntado
y el lugar que ocupaba la chimenea, con su frente de mármol blanco. Las dimensiones de la
estancia, junto con la madera y el fuego, hacían de ella un lugar cálido y acogedor.
Con el laúd en la mano, volvió a la silla que había junto al fuego y puso los dedos sobre
las cuerdas. Apoyando el brazo herido en la silla, arrancó un acorde, se estremeció, y empezó
a tocar. Estaba atornillando una clavija, cuando alguien llamó a la puerta. Antes de que pu-
diera responder, la habitación fue invadida por los tres hermanos Richmond, seguidos
por el tío Thomas.
—¿Cómo se encuentra, milord? —preguntó el tío Thomas. Meneó la cabeza cuando
Blade le ofreció su silla.
—Bien, gracias, sir Thomas. Lord George se acercó al fuego y alargó las manos hacia el
calor.
—Hemos salido a cazar a esos bandidos que le atacaron —dijo.
Leslie se quedó de pie junto a la silla de Blade y se inclinó sobre el respaldo.
—Sí, pero no hemos vuelto a ver a nadie desde que aquel individuo le trajo hasta aquí.
Mañana seguiremos buscando.
—Yo no lo haría —dijo Blade, pellizcando una cuerda del laúd.
—¿Ypor qué no? —preguntó Robert. Era el más alto de los tres hermanos y tuvo que
agacharse para sentarse en el asiento de la ventana.
—El bandido es Jack Midnight, un salteador de caminos con un talento y un ingenio
sorprendentes. Ahora ya estará en el norte del país. Thomas se apoyó en su bastón y observó
detenidamente a Blade.
—¿Conocéis a ese rufián, milord? ¿Cómo es que os son tan familiares esos ladrones ?
—Nos hemos visto antes, cerca de Blackheath, y me la tenía jurada.
—Ese Jack Midnight es el más misericordioso de los bandidos —dijo Thomas—, ya
que os ha perdonado la vida y las de vuestros hombres y no lo ha hecho con las de otros.
—Como ya os he dicho, lo conocí hace tiempo.
—Curiosas compañías —dijo Robert. Leslie se acercó a Blade.
—Ah, los bandidos. A menudo pienso que podría comportarme como ellos y robar a
ricos como nuestro George.
George miró a su hermano menor con el entrecejo fruncido, pero fue Robert el que
contestó.
—No me sorprende, dada tu gandulería y tu aversión a cualquier trabajo honesto. Pero
te garantizo que hasta madre desaprobaría que te dedicaras a tales vilezas.
—Incluso entonces —dijo Leslie suavemente—, me querría más que a ti.
—Chicos —la advertencia de sir Thomas provocó que los dos hombres se quedaran en
silencio.
Thomas iba a hacerle otra pregunta a Blade cuando le detuvo la voz de Oriel que
llamaba a George. La joven entró en la habitación, ataviada con su sencillez habitual: un
vestido de lana color bermejo y la cabeza descubierta. Dirigió su atención a George tras
hacerle una breve inclinación a su tío Thomas.
—Tía Livia te está buscando. Está furiosa porque uno de los criados se ha olvidado de las
oraciones de la mañana.
—Ya le he impuesto una multa a ese hombre —dijo George.
—Eso le incumbe a tía Livia.
Robert habló desde su asiento en la ventana.
—Criados negligentes y asaltantes sanguinarios. El reino está bajo la influencia del
demonio. La verdadera religión mantiene alejadas tales indecencias. Si la reina verdadera
estuviera en el trono...
—¡Robert! —exclamó George con la cara tan colorada como un pimiento—. No
permitiré que hables así bajo mi techo.
—Paz —dijo Leslie. Se alejó del respaldo de la silla de Blade y se acercó a su hermano
Robert—. Buen hermano, ¿por qué no te guardas para ti tus creencias religiosas? Su Majestad
ha dicho que no le agrada curiosear en los secretos del corazón de los hombres si ellos le
rinden obediencia.
—Obedecer a una reina hereje es un pecado. George lanzó un juramento.
—Eso es traición.
Se abalanzó hacia el asiento de la ventana, pero sir Thomas lo siguió y se situó entre sus
dos sobrinos nietos. George quiso esquivarlo, pero Thomas golpeó la espinilla de su sobrino
con el bastón. George lanzó un gemido, se alejó de su alcance y se inclinó para frotarse la
pierna.
—Por todos los santos —dijo Thomas—. Ya estoy cansado de estas discusiones. Robert,
la familia abandonó la antigua religión cuando murió la reina María. La reina Isabel ha sido
muy condescendiente con nosotros, hasta tú te has beneficiado de su generosidad. Esa
lengua que tienes tan suelta nos va a llevar a todos a la Torre.
Entonces Thomas se dirigió a Blade, que había permanecido en silencio para no llamar la
atención. El anciano puso una mano en el brazo del joven herido.
—Milord, Robert posee una naturaleza libre e impetuosa, pero es una persona leal a Su
Majestad. Desearía que disculpara sus desagradables palabras.
—Si Su Majestad no pretende espiar el alma de los hombres, yo no puedo hacer menos
que seguir su ejemplo.
Thomas le sonrió y luego se llevó a los jóvenes fuera de la habitación. Oriel lo cogió del
brazo, sin dirigir una mirada a Blade.
—Vamos, niña. Antes de cenar, todavía tenemos tiempo de ordenar algunos libros.
Salieron todos dejando la puerta entreabierta de manera que él pudo oír sus pasos en
el pequeño corredor situado entre la cámara y la biblioteca de sir Thomas. Blade se dirigió a la
puerta y escuchó. Cuando empezaron a discutir sobre una traducción de Platón, volvió de
puntillas a la silla y cogió otra vez el laúd.
Esa familia era como una olla de agua hirviendo. Burbujas de ira a punto de estallar a su
alrededor. Robert era un loco y sus hermanos y Thomas tenían conciencia de ello. Sólo un loco
o un fanático criticaría abiertamente a la reina, especialmente delante de alguien que no era
miembro de la familia. Sin embargo, había muchos jóvenes impulsivos entre los nobles católicos
del norte. Robert tenía compañeros de elevado rango, entre ellos varios condes y un duque. La
mayoría aseguraban ser leales, aunque eran terreno abonado para los designios del cardenal de
Lorraine.
Tenía que saber más de Robert. Quizá pudiera obtener información de Oriel. Pero para
hacerlo, debía subyugarla, apartar con delicadeza sus aprensiones, utilizar su atractivo
irresistible. Blade pellizcó una cuerda y sonrió. El laúd estaba perfectamente afinado.
Aproximó la silla a la puerta y empezó a tocar una canción. No fue tan estúpido para tocar una
canción de amor. Oriel no era una adolescente tonta. Para tener éxito, sus ardides debían ser
indirectos. Así que, en lugar de una canción de amor cortesano, eligió atraerla con una canción
antigua francesa, que cantó con una voz clara, fuerte, suave y seductora. Por eso eligió la
clásica Canción de Rolando. En Francia, hasta las historias de guerra adquirían un tono sensual.
Sonrió cuando vio aparecer una sombra en el umbral de la puerta. Entonces dejó de prestar
atención y desplazó el brazo herido con demasiada brusquedad. Lanzó una maldición y sus
dedos se enredaron en las cuerdas del laúd. El instrumento vibró y él se llevó la mano a la herida.
Se estaba mordiendo los labios cuando la sombra se movió y cayó sobre el joven. Alzó la vista,
vio a su presa inclinada sobre él y todos los planes y proyectos se desvanecieron.
Ella lo estaba mirando con ojos asustados. Blade se dominó para que sus ojos no
recorrieran aquel cuerpo buscando sus curvas. Esperó, inmóvil, temiendo que ella se alejara si
decía una palabra.
—Milord, ¿os habéis hecho daño? Yo... yo estaba en la biblioteca y he oído vuestra canción.
Blade se había olvidado del hombro. Entonces realizó un gran esfuerzo para mover el brazo
izquierdo y extendió la mano derecha hacia la herida. Observó que la mirada de ella se desplazaba
rápidamente de su mano y luego volvía a su cara. Tenía fruncido el entrecejo y él le dirigió una
sonrisa cálida y voluptuosa, cubierta por un velo de gratitud.
—Señora, os lo agradezco. Me he dado un golpe en la herida. Me había olvidado de ella
mientras tocaba.
Oriel dio la vuelta y Blade buscó una excusa para mantenerla a su lado. Le sorprendió que
vacilara.
—Nunca he escuchado una voz tan pura y fuerte como la vuestra, miíord. La envidiaría un
ruiseñor.
—Gracias de nuevo —dijo Blade cogiendo el laúd—. ¿Queréis oír más?
—Pero estáis herido.
—He estado mucho peor y la ociosidad me irrita más que el corte. Cantaré, si es vuestro
deseo.
Oriel sonrió, cogió un cojín del asiento de la ventana y lo puso junto al fuego. Se dejó caer
encima de él y apoyó el peso del cuerpo en un brazo. Se había situado a cierta distancia de donde él
se encontraba. Sin desanimarse, Blade simuló que estaba temblando y se acercó al fuego.
Cuando aproximó el asiento, su rodilla rozó el hombro de la joven, pero ella no podía
apartarse porque se habría acercado demasiado al calor del fuego. El roce de su brazo le provocó
un hormigueo que le subió por la pierna hasta la ingle. Lanzó un profundo suspiro e hizo un
esfuerzo para no perder la compostura.
—Y ahora, señora, si queréis que toque para vos, debéis prometerme una cosa.
—¿Qué debo prometer? —preguntó ella dirigiéndole una mirada cautelosa.
—Debéis prometerme que no saldréis corriendo si mi canción os disgusta.
—No puedo imaginar que me desagrade vuestra canción, milord.
—Entonces tengo vuestra palabra.
—Sí.
El ardid dio resultado y Blade empezó a cantar, esta vez sin alzar la voz, como io habría hecho
en una noche oscura en el dormitorio de un castillo francés. Primero cantó una canción sobre los
amores desgraciados de Tristán e Isolda, luego sobre Arturo, Lancelot y Ginebra. Caía la noche, los
rodeaba la oscuridad envolviéndolos en un ambiente lleno de intimidad.
La sintió apartarse de su pierna y el roce de su brazo le hizo arder la pantorrilla. Bajó la voz
para que ella tuviera la necesidad de acercarse para poder entender sus palabras. Oriel
contemplaba cómo sus dedos se deslizaban por las cuerdas y un brillo extraño le iluminaba los
ojos mientras él tocaba el instrumento. Atrapado en ese brillo, Blade olvidó lo que estaba
haciendo y sus manos quedaron inmóviles.
Oriel levantó la mirada hacia él, abrió los labios y él observó cómo se elevaba y descendía su
pecho en una respiración rápida y superficial. Ninguno de los dos dijo una palabra, mientras el
último acorde hacía vibrar el aire. Su cuerpo vibró con él y dejó que el laúd le resbalara a un lado.
Se inclinó, con un movimiento lento, lento, hasta unir sus labios a los de ella. Le puso una mano en
la mejilla para que no se apartara y abrió la boca. Sumergido en su propio delirio, sus labios la
siguieron cuando intentó apartar los suyos. Se movían cálidos, llenos de deseo, apremiantes.
Cuando ella abrió su boca, él soltó el laúd, dejó que se deslizara hasta el suelo y la tomó en sus
brazos. Ella, a su vez, puso los brazos en el pecho de él e intentó apartarse. Blade no hizo caso de
aquel movimiento. Estiró las piernas y la sujetó con ellas.
Mientras introducía la lengua dentro de su boca, la mantuvo apretada contra él y, al cabo de
un momento, ella dejó de forcejear y permitió que él recorriera su cuello con la lengua. Sintió que
sus manos se introducían debajo del jubón para tocarle la piel y recorrerle el pecho de arriba abajo,
Cuando sintió su carne contra la suya, volvió a besarla mientras le ponía la mano en los pechos.
Oriel se sobresaltó y gritó. Le golpeó el pecho con los puños, se acercó demasiado a la
herida y él lanzó un gemido. La joven se de-
sembarazó de su abrazo y cayó hacia atrás. Se quedó de espaldas, con las piernas abiertas y
Blade se echó a reír para disimular la dolorosa contracción que su postura le provocó en las
ingles.
—Maldito villano libidinoso —dijo ella cerrando las piernas y poniéndose de rodillas.
Blade se acercó rápidamente y le cogió una mano.
—No, señora, no podéis iros. Tengo la intención de acabar el juego placentero que hemos
empezado.
—¡Soltadme! —exclamó, intentando liberar la mano, aunque no consiguió hacerlo.
—Vamos, chére, no adquiráis esos aires virginales después de haber encendido mi fuego.
Habéis ido demasiado lejos para volveros atrás.
—Voy a llamar a mis primos.
—Y el probo lord George nos casará esta misma noche. —Blade la empujó hacia él hasta que
sus labios casi rozaron los de Oriel—. Y entonces, seguramente, obtendré el alivio a este dolor en
vuestra cama en lugar de en esta silla —le murmuró al oído.
Oriel, retorciéndose, consiguió desembarazarse y escapar del círculo de sus brazos. Él
intentó atraparla de nuevo, pero ella no lo permitió.
—Mantened las manos apartadas de mí, lujurioso libertino. Me habéis engañado y...
Blade la miraba fijamente, fascinado con sus labios temblorosos y su actitud alerta.
—Santo cielo, señora, creo que en verdad estáis asustada.
—No lo estoy —le espetó Oriel, que seguía de rodillas. Entonces se enderezó.
—Sí, señora, estáis pálida y temblorosa, y me miráis como una lechera que acabara de ser
lanzada sobre un montón de heno por un aprendiz de molinero.
—Lo repito, yo no os temo, Blade Fitzstephen.
—Ya veo que sabéis mi nombre.
—Tengo trabajo —dijo Oriel, levantándose.
—¿Vuestra palabra no tiene valor?
—¿Qué queréis decir?
—Me prometisteis que no escaparíais corriendo —dijo él, cogiendo el laúd.
—Yo siempre mantengo mi palabra, pero vos habéis cometido una transgresión, así que mi
promesa queda anulada.
—Entonces es que me tenéis miedo, chére, y deberíais admitirlo. Apuesto a que no
podéis quedaros en esta habitación para escuchar otra canción.
Observó su rostro rojo de ira e inclinó la cabeza hacia ella.
—Sin duda teméis perder el dominio de vos misma en mi presencia.
—¡Ja! —exclamó Oriel dirigiéndose a la ventana y sentándose allí—. Una canción,
milord.
Blade le dirigió una sonrisita e hizo sonar un acorde.
Oriel se levantó y atravesó la puerta antes de que él acabara la canción. Blade lanzó una
risita y la llamó.
—Sois una cobarde encantadora, Oriel Richmond. Volved y dejadme enseñaros cómo
suena mi laúd.
Oyó cerrarse la puerta de la biblioteca y sus pasos en el corredor hasta que se hizo el
silencio. Su sonrisa desapareció cuando fue consciente de cómo había perdido por completo
todo el dominio de sí mismo al sentir su cuerpo. Y esa pérdida de dominio no le resultaba
familiar.
Con las demás mujeres podía utilizar su cuerpo a voluntad. Podía hacer el amor a una
cortesana francesa disoluta mientras planeaba cómo atraparla para que le revelara los secretos
más recónditos. Sin embargo, al besar a Oriel, sus únicos pensamientos habían sido primitivos,
casi violentos, los deseos de descargarse en su cuerpo al precio que fuera.
Algo iba mal. El único propósito para hacer la corte a Oriel era poder entrar en
Richmond Hall y, sin embargo, se había arriesgado a que lo echaran de allí persiguiéndola de
una forma tan insistente que había estado a punto de poseerla en el suelo de aquella misma
cámara. Maldita sea. Ella lo tentaba con su rechazo, su desafío y su desdén.
Oriel no sabía nada del amor cortesano. Las mujeres francesas sabían jugar a ese juego.
Sabían cuándo someterse, porque obtenían mucho placer de la sumisión. Ella no. Oriel
Richmond, no. Sin duda se consideraba demasiado virtuosa para sucumbir a sus deseos.
Pero él iba a enseñarle algo diferente. Le demostraría que su virtud era una cosa pálida y
tediosa que se evaporaba cuando hervía en el caldero de la pasión.
Dile a la pasión que necesita dedicación;
dile al amor que no es sino lujuria;
dile al tiempo que no es más que movimiento;
dile a la carne que no es más que polvo.
Una noche helada y ventosa, en una casa de la ciudad de París, el cardenal de Lorraine
se encontraba en el rellano de unas escaleras de mármol. Enmarcado por una puerta tallada a
la manera de unas columnas corintias, contemplaba el cuerpo de una mujer llamada Clau-de
al final de los sinuosos escalones. A la luz de un candil situado en una alta peana, al fondo de
la escalera, su cabeza descansaba en un ángulo poco natural.
El cardenal parecía algo enojado mientras contemplaba la figura postrada más abajo.
Un clérigo joven, vestido de negro, a juego con sus brillantes cabellos, emergió de las sombras
a los pies de la escalera y miró primero a la mujer y luego al cardenal. Carlos de Guisa suspiró
y comenzó a bajar lentamente los escalones. Se deslizaba con suavidad, como si resbalara en
aceite, y sus ropajes encarnados brillaban bajo la exigua iluminación. Ese tono rojo se
reflejaba en sus dorados cabellos y en el sonrosado saludable de sus mejillas.
Cuando llegó a la altura del cuerpo, se metió las manos debajo de las mangas y se dirigió
al clérigo.
—Qué desastre, Jean-Paul. Supongo que deseaba evitar la peine
forte et dure. Los traidores deberían considerar la posibilidad de ser torturados antes de
llevar a cabo sus actos.
—Qui, mon cardinal.
—El coche, Jean-Paul. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
Salieron de la casa y entraron en la noche desapacible. A aquellas horas, brillaban muy
pocas luces en la ciudad y el coche se sumergió en la oscuridad. En su interior, arrebujado dentro
de su cálida pelliza de visón, el cardenal parecía perdido en sus pensamientos.
—Has interrogado a los criados y te han dado una lista de sus amigos —dijo.
—Oui, mon cardinal y he seguido la pista de todos ellos, excepto de uno.
—¿De quién se trata?
—Eso es lo que me preocupa. Ningún criado parece conocerlo. Sólo saben que la visitó
en el castillo, que estuvo allí unos cuantos días, pero nadie sabe cómo se llama. Los criados dicen
que Claude estaba muy contenta durante aquella visita y que se vanagloriaba de su presencia.
Decía que era... incomparable. Según parece tiene el cabello oscuro, los ojos verdes y le acompaña
un criado con el cabello plateado y de mediana edad. Y lo más curioso es que se acuerdan de su
voz.
—Su voz. Eso no me sirve de nada, Jean-Paul.
—Quizá sí, Su Eminencia, porque no deben existir muchos nobles jóvenes y bien parecidos
con una voz que encantaría a los ángeles del cielo. Esta fue la descripción que me dieron.
—Tenemos que encontrar a ese joven. Envía hombres a todos los puertos, sobre todo a
Calais y Le Havre. No me gusta esta misteriosa visita. Ella nunca mencionó a un joven con voz
de sirena. Me disgusta no saber nada al respecto.
—Oui, Su Eminencia.
El cardenal cruzó los dedos y los dobló.
—Claude era indiscreta. Me espiaba y luego les contaba a otros sus descubrimientos —
suspiró y chasqueó la lengua contra el paladar—. Es una lástima que un hombre del Señor no
pueda confiar en nadie, y el mayor inconveniente es que tenga que cargar con la molestia de
perseguir a un posible espía extranjero. No me gusta.
—Non, mon cardinal.
El cardenal se quedó en silencio. Se había enterado por uno de sus agentes que Claude se
dedicaba a hablar de sus asuntos privados y, ahora, los planes que tenía para su sobrino se veían
amenazados. Ha-
bía sido una equivocación, una imprudencia, que ahora estaba pagando con creces. El
joven bien parecido y de hermosa voz, de nombre desconocido, era una maldición. ¿Podía ser
que los Borbones hubieran descubierto sus planes, o quizás España? Hasta era posible que la
fastidiosa Inglaterra hubiera adivinado sus intenciones. Isabel Tudor estaba dando pruebas de
ser una oponente mucho más temible de lo que había imaginado.
No importaba. Pronto atraparía al espía. Entonces ese pequeño inconveniente podría
transformarse en una ventaja. Después de todo, Claude no era la única que podía caerse de las
escaleras y romperse el cuello.
Después que Blade Fitzstephen la besó, Oriel escapó a la biblioteca de su tío y cerró con
llave la puerta que conectaba con el corredor. Tho-mas, que se había quedado dormido al son
de la música de Blade, se despertó sobresaltado cuando ella cerró la puerta.
La joven se acercó a la mesa y empezó a tantear la pila de libros. Se le cayó uno y dio un
respingo cuando tocó el suelo emitiendo un fuerte chasquido.
—¿Qué te sucede, niña?
—Nada, tío.
—Te ha besado.
Oriel levantó la cabeza sorprendida y se quedó mirándole.
—No lo ha hecho. Quiero decir que lo ha hecho, pero... oh, ¿por qué está aquí? No
necesita casarse con una heredera. Tiene ese castillo que es una fortaleza y unas cuantas
mansiones de aquí a Londres, y en Francia también. ¿Por qué ha vuelto?
—¿Te asusta?
—Es vanidoso, arrogante, y, y...
—Y te ha hecho arder.
Oriel señaló a su tío con un libro.
—Joan me habló de él. Ha dormido en el lecho de todas las damas de la corte de Francia.
—Seguramente no en el de la Reina Madre.
—¡Y convivió un tiempo con los bandidos!
—Creo, jovencita, que no debes censurarlo por ello. Perdió la memoria.
—Pero sí que se acuerda de cómo se mata a la gente. Joan me dijo que había matado a
cinco hombres en duelo. En duelos por mujeres.
—Rumores, chismorrees.
—Séneca dice que por los chismes se conoce a la gente.
—Y Hesíodo decía que es más fácil levantar y propagar murmuraciones que sufrirlas.
Olvida los chismes. Hace poco me dijiste que nadie te había besado. ¿No te ha gustado? Sé
sincera.
Orieí se mordió el labio inferior.
—Sinceramente, no lo sé. No he pensado todavía en ello.
—Entonces te ha gustado. —Thomas se levantó y fue hacia ella, le dio unas palrnaditas
en la mano y sonrió—. ¿Quieres que te cuente un secreto?
Ella asintió.
—Tienes razón. El muchacho no necesita una heredera. De todas formas, ha vuelto por
alguna razón.
—¿Y qué razón es esa?
—Por todos los santos, muchacha, ¿qué razón crees que es? Ha vuelto por ti. Le he
estado observando y, escúchame, ese joven no es muy experimentado. Está atormentado y
exasperado, porque nunca había sufrido una herida mortal. Eso lo vuelve loco.
—¿Qué herida mortal? Se está recuperando muy bien,
—La que tú le has infringido, mi pequeña inconsciente. Por los clavos de Cristo, Oriel, a
veces comprendo por qué desesperas a tus tías.
—Estás equivocado. Debe querer mis tierras y mis joyas.
—Como tú digas.
La respuesta de su tío provocó que le dirigiera una mirada llena de sospecha, pero
Thomas había vuelto a sumergirse en los poemas de sir Thomas Wyatt.
—¿Recuerdas lo que te dije acerca de la inscripción de mi tumba, verdad?
—¿Qué? Oh, desde luego, tío Thomas. Si alguna vez tengo problemas o me encuentro
confundida, debo ir a la capilla y leerla.
—Para encontrar la solución a Sos misterios —Thomas frotó las letras doradas del
libro de poemas—. Wyatt poseía un gran talento. Disfruto de su poesía tanto como de los
rompecabezas y del simbolismo de las flores. ¿Te he dicho que he encontrado uno de mis
viejos libros acerca del lenguaje de las flores? Te lo he dejado en tu mesa. Ahí está —abrió el
libro por la mitad y pasó algunas páginas—. La campanilla simboliza constancia, la genciana,
injusticia y el lirio, la flor de lis, simboliza un mensaje. Recuerda, Iris era el mensajero de Sos
dioses griegos y se aparecía a los hombres bajo la forma de un arcoiris.
Thomas dio la vuelta al libro y le enseñó a Oriel el dibujo de la flor, luego lo cerró.
—Y ahora, ¿por qué no vas a tu habitación y te pones un bonito vestido? Casi es la hora de
cenar.
—¿Qué tiene de malo este vestido? —Oriel contempló su vestido suave y cómodo.
—Nada, pero deberías vestirte para tu pretendiente.
—No me he vestido para los demás, ni siquiera para Hugh Wot-horpe.
—Ninguno de ellos seguían tus movimientos como si vivieran pendientes de ti.
—¿Tienes fiebre, tío Thomas?
—Dale gusto a mi capricho, entonces. Hazlo por mí. Oriel suspiró.
—Bueno, sólo por ti —concedió.
—Claro que sí, niña. ¿Por quién más lo ibas a hacer?
Oriel fue a su habitación y ordenó a Nell que le buscara un vestido. La doncella se la quedó
mirando embobada, creyendo que estaba enferma. Siguió una hora de tortura. Su doncella le ató
unas enaguas al miriñaque que, según su opinión, la hacía parecer como si emergiera de la punta de
un cono. Nell le puso un vestido de brocado verde bosque, abierto por la parte de delante en una
V invertida, de manera que dejaba al descubierto la enagua dorada. Un pesado cinturón color oro le
rodeaba la cintura y caía por delante, acabando en una bola olorosa colgante.
La ofensiva final fue la gargantilla de su madre, una de las pocas joyas que ella valoraba. Era
una cadena de oro con un colgante. El colgante estaba formado por una piedra verde enmarcada
también en oro. Se trataba de una piedra pulimentada, de forma ovalada, casi del mismo tono que
sus ojos.
Por si la caja del miriñaque no era suficiente, Nell Se puso un peto dorado con rígidas
ballenas que aumentaban la incomodidad del atuendo. Y lo peor de todo, la doncella le recogió el
cabello hacia arriba y lo adornó con una cadena de oro de filigrana entre las trenzas. Ahora no
habría podido decir lo que le resultaba más incómodo, si las piernas, el estómago o la cabeza. Si no
se lo hubiera prometido a Thomas, se habría quitado el vestido, el miriñaque y hasta la última aguja
del cabello.
En su lugar, concentró todas sus iras en Blade, el culpable de que tío Thomas pensara que
ella necesitaba cambiar sus hábitos en lo referente al vestido. No lo quería en su casa. Su presencia le
afectaba, aunque no debería hacerlo, y eso la hacía sentirse extraña y, además, no se
fiaba de él. Quizá tenía deudas en Francia y necesitaba una esposa rica. Sin duda esa era la
razón de que estuviera cortejándola, pero pronto iba a enterarse de que ella no era la estúpida
ingenua que él se creía. Armada de escepticismo, bajó las escaleras y entró en la gran sala
donde se reunía la familia para la cena.
Observó, aliviada, que Blade todavía no había llegado. Aunque no evitó las caras de
sorpresa de su familia. Sus primos y sus tías se la quedaron mirando como si fuera un
fantasma. Joan hizo uno de sus comentarios agudos.
—Madre, Oriel lleva un vestido.
—Un vestido verde —añadió Jane, por si acaso alguien se hubiera quedado ciego de
repente.
—Bien —ladró Livia—. Al fin te vistes como requiere tu posición. Leslie se acercó a ella
y le hizo una reverencia.
—Primita, estás preciosa.
—Tienes buen corazón —contestó Oriel. Leslie tenía la costumbre de decir cosas
agradables a todo el mundo, hasta a su tía Livia. Ella contempló a sus parientes—. ¿Por qué os
extrañáis? No es agradable que te miren de este modo.
—Me temo que tendrás que acostumbrarte a que te miren de esta manera... las mujeres
con envidia y los hombres con deseo.
—No es necesario que me llenes de falsos cumplidos para contentarme. Le he oído decir
a tío Thomas que te has gastado tu asignación de tres meses y que necesitas dinero.
Leslie levantó las manos con un gesto de protesta.
—Dios mío, nunca le pediría dinero a una mujer —se inclinó para murmurarle algo al
oído—. Soy demasiado listo para estar esperando mucho tiempo. Todos creen que soy un
despilfarrador encantador, pero te demostraré una cosa. Soy un hombre, aunque sólo tenga
ven-tiún años, y merezco respeto.
—Otro duelo no, Leslie.
—No, claro que no, pero basta de charla. He aquí nuestro invitado.
Oriel se volvió para ver a Blade entrando solo en la gran sala. El joven se detuvo y la
ira de Oriel volvió a dominarla cuando observó que su oscura belleza era aún más seductora
dentro de su atavío negro y dorado. El damasco negro resaltaba el tono plateado de sus ojos
y entró en la habitación como si fuera el rey de Francia en la Salle des Etats. Se inclinó ante
la mano de tía Livia y la besó a la manera francesa, en lugar de besarla en la mejilla, según la
costumbre inglesa. Y ese gesto enfadó todavía más a Oriel.
Tras besar la mano de tía Livia cogió la de tía Faith. Cuando se inclinó ante ella, clavó la
mirada en Oriel y no la desvió. En sus ojos apareció un brillo burlón en el momento en que
sus labios rozaron la mano ajada de su tía, luego se enderezó, sin apartar los ojos de la jo ven.
Le sonrió con expresión lobuna, y le murmuró algo a Jane, que soltó una risita.
Antes de que su rostro se ruborizara bajo aquella mirada, Oriel levantó la cabeza y fue a
reunirse con George y Robert, junto a la chimenea. Pero, por muchos esfuerzos que hiciera,
seguía pendiente de sus movimientos, de la cadencia de aquella voz mientras hablaba. Él, en
cambio, parecía concentrado en cada persona que encontraba, lo que hizo que Livia y Faith le
dirigieran sonrisas benevolentes.
Hasta encantó a Leslie, que tenía ideas propias sobre el atractivo masculino. Entonces
Oriel comprendió con inquietud, que con un hombre que podía encandilar tanto a los hombres
como a las mujeres, había que tener mucho cuidado. Esa habilidad le propocionaba un poder
amenazador y peligroso. Para ser sinceros, el sieur de Racine la encontraría mucho más alerta
la próxima vez que intentara utilizar sus artificios con ella.
Oriel se detuvo a media frase de la conversación con George y Robert, al ver que Leslie y
Blade venían a reunirse con ellos.
—George, precisamente le estaba hablando a Blade del Parlamento.
—El Parlamento —dijo George—. ¿Y qué sabes tú del Parlamento, muchacho?
Leslie se llevó la mano a la daga.
—Maldito seas, hermano. No soy un muchacho, y sé más de lo que tú te crees. —Leslie
recuperó la compostura y apartó la mano del arma—. Estábamos hablando de la sucesión. La
mayoría está a favor de que nuestra reina nombre a Katherine Grey como su sucesora, porque
el rey Enrique reconoció a los hijos de Francés Branden, sus nietos, como sus siguientes
herederos. Y casi nadie quiere a la reina de Escocia.
—No es cierto —gritó Robert, golpeándose el muslo con el puño—. Aquellos de
nosotros que profesan la verdadera religión, lo saben mejor. María Estuardo es la única
heredera legítima. Vive Dios que ella debería estar sentada en el trono...
—¡Robert! —le gritó George a su hermano—. Nunca he escuchado nada bueno de esa
mujer. Cuarteó las armas de Inglaterra con las suyas cuando murió María Tudor. Vaya
presunción.
Oriel ya había oído antes esas discusiones. Ni George ni Robert
cambiarían de opinión y eran capaces de pelearse toda la noche y estropearles la cena.
—Primos —dijo—. Creo que nuestro invitado desearía participar en una conversación
menos encendida. Leslie soltó una risita.
—Sí, hermanos. Dejad que le preguntemos a Blade sobre las francesas. Según me han
dicho, las conoce a todas.
George abrió la boca para amonestar a su hermano pequeño, pero el criado encargado
del comedor salvó a Leslie porque les anunció que la mesa estaba servida. Para disgusto de
Oriel, la habían sentado al lado de Blade, una desgracia de la que podía hacer responsable a
Livia. Sus sufrimientos empezaron de inmediato.
—Os estoy muy agradecido, señora, de que regaléis mi primera aparición a vuestra
mesa con un cambio de vestido. Sin embargo, creo que no hay vestido que pueda ensalzar
vuestra belleza, y esa gargantilla palidece bajo el fuego verde de vuestros ojos.
Creía que se había cambiado de vestido porque la había besado. Qué villano más
arrogante.
—A decir verdad, lord..., milord, me cambio de vestido de vez en cuando.
—Picarona, seguro que recordáis mi nombre.
—Sinceramente, milord, lo he olvidado.
El joven pinchó un trozo de capón asado y se lo quedó mirando fijamente.
—¿Deseáis que os enseñe a decirlo? Tengo mil maneras de hacer que lo digáis. Maneras
agradables y divinas.
—El diablo os lleve. No me interesa aprender nada de lo que podáis enseñarme.
Blade dejó caer al suelo la servilleta y se inclinó a recogerla. Cuando levantó la cabeza, la
mano rozó ligeramente la cintura de Oriel.
—Mentís, chére, porque no hace ni dos horas todavía disfrutabais con mis lecciones.
—Mantened las manos en vuestra comida, milord —cogiendo con fuerza una copa
vacía, Oriel golpeó con ella el mantel de la mesa y un criado le sirvió vino.
Mientras el hombre lo servía, Blade echó un vistazo a la mesa.
—Vuestro venerable tío abuelo no se ha reunido con nosotros. ¿Está indispuesto?
—No, suele retirarse pronto, especialmente después de haber trabajado mucho con sus
estudios y sus libros—Parece haber provocado la cólera de vuestra tía Faith —dijo Blade—.
Le está comentando a Livia lo mal que trata a sus hijas y se queja de que no haya muerto
todavía y les haya dejado a Joan y Jane la herencia que les ha prometido.
—No debéis hacer caso a tía Faith. Cree que Dios la puso en el mundo para ser
martirizada. Tío Thomas le dice constantemente lo poco que se parece a una santa y ella lo
aborrece por ello.
La mención de tío Thomas le recordó que el anciano le había asegurado que ese intruso
disoluto estaba enamorado de ella y el recuerdo de sus palabras la hizo ponerse rígida. El tío
Thomas era demasiado viejo y no sabía nada del amor.
—¿Y ahora, qué he hecho para ofenderos, chére?
—No me llaméis así. Yo no soy vuestra querida y sois demasiado presuntuoso.
—«Vamos, madam: Por robaros un beso/ ¿Tanto vuestra mente he agraviado?/ ¿Lo
que he hecho es tan grave/ Que nunca podrá ser enmendado?»
Mientras él recitaba, Oriel bebió unos sorbos de vino. Temblaba, pero la copa
permaneció suspendida en su mano mientras ella miraba a aquella amenazadora criatura. Lo
consideraba un hombre vanidoso y descarado, pero no había pensado que le gustara la poesía.
—¿Habéis leído a sir Thomas Wyatt?
—No me miréis como si fuera un cerdo que ni siquiera supiera escribir, chére. ¿Cómo
podría probaros que soy un hombre civilizado? Blade se aclaró la garganta y se puso una mano
en el pecho.
—«Se dice que el mayor pecado es preferir la vida al honor, y por culpa de vivir, perder
lo que hace que la vida valga la pena.» O quizá preferís Hornero a Juvenal. «EllaJhabló y
aflojó de su pecho el cintu-rón bordado con muchos colores donde todos sus encantos
estaban modelados. En este era el amor y en aquel el deseo y en el otro la lisonjera persuasión
que le roba a la mente hasta el buen juicio».
Oriel desvió la mirada, porque él estaba sonriendo y burlándose con sus ojos del color
del cielo en invierno.
—Creo que sois un canalla.
—Pero no demasiado.
—Un canalla erudito.
—Paz, chére —dijo, bajando la voz—. Y como no voy a marcharme de aquí, será mejor
que os acostumbréis a mi presencia.
—Os ignoraré.
—Bueno, podéis intentarlo —dijo, sonriendo—. Si lo hacéis, me
obligaréis a dar saltos debajo de vuestra ventana y a cantar vuestra belleza.
—¡No! —exclamó, mirándolo como si fuera un ladrón picado de viruela.
—Muy bien, entonces, mi testaruda Oriel, ¿firmamos un armisticio?
—Vive Dios que dudo que se pueda vivir en paz teniéndoos a vos cerca.
—Os equivocáis. Os demostraré mi caballerosidad prometiéndoos que no voy a
burlarme de vos durante un día entero, aunque me resultará difícil. Todo lo que os pido es
que le habléis bien de mí a vuestro tío. Admiro su erudición.
—¿Durante un día entero?
Blade se acercó a ella, lo que provocó que se echara hacia atrás asustada al sentir un
hormigueo en la piel.
—Sí, chere. Pensadlo. Un día entero sin bromas.
—¿Y por qué me prometéis una cosa que va en contra de vuestra naturaleza?
—No soy el hombre de mente liviana que vos creéis —levantó la copa y se quedó
mirando fijamente el líquido bermejo que contenía—. Tengo mucho que aprender de vuestro
tío, poco a poco. Además, deseo tener una conversación privada con un caballero de edad
tan perspicaz.
Porque quien está tan atormentado por las pasiones carnales
que no puede abrazar a nadie con un amor del corazón,
sino que va con vil lujuria detrás de cada mujer que ve,
que no se llame amante sino falsificador del amor...
—Andreas Capellanus
Había conseguido ser lo bastante astuto para conseguir que la dama le ayudara a entablar
amistad con Thomas Richmond. Pasó el resto de la noche distrayéndose de la creciente
preocupación que le producía Oriel. Leslie Richmond le proporcionó algún entretenimiento.
Tenía tanto ingenio como su preciosa prima y una colección de relatos que explotar.
Compararon técnicas de esgrima y ganancias en los juegos de azar y Leslie lo invitó a su
residencia en la ciudad cuando fuera a Londres.
Blade aceptó y luego se arrepintió de haberlo hecho, al presenciar otra de aquellas
repentinas disputas entre él y sus hermanos. Al principio no había estado escuchando, pero
cuando lo hizo, se enteró de que Leslie bromeaba a costa de George.
—Y entonces George se cayó del pobre caballo. Cayó al suelo de espaldas. Dios del
cielo, parecía un nabo grande y gordo.
—George no está gordo —dijo Robert entre dientes. Livia lanzó un juramento y miró a
Robert.
—Siempre estropeas los bonitos relatos de Leslie.
Al final de la velada, Blade decidió que las peleas de los hermanos
Richmond se debían más a la parcialidad de Livia que a sus caracteres dispares.
Contemplar cómo la mujer se dedicaba a herir los sentí-mientos de sus hijos ya era suficiente
distracción.
Durante el transcurso de la velada no había podido apartar a Oriel de sus pensamientos.
Cuando la conoció, pensó que era una pequeña j hada, pero luego la joven había abierto la
boca. Nunca, desde que estuvo bajo la tutela del agudísimo Christian de Rivers, se había
sentido desafiado de ese modo.
Blade salió de la gran sala detrás de lord George con Leslie a su lado. Habían recitado
las oraciones de la noche y la familia se retiraba a sus aposentos, excepto Leslie, que tenía la
intención de ir a una ta- berna que se encontraba en un valle próximo. Los miembros de la fa-
milia subieron la escalera en procesión seguidos por un criado que sostenía un candelabro en
alto. Cuando George oyó los planes de su hermano, se detuvo en medio de la escalera y se
volvió hacia él.
—Si pierdes la bolsa que te he dado, no te daré más.
Leslie se ruborizó, pero no contestó. Blade dirigió al joven una mirada de simpatía. No
tenía hermanos mayores que lo abochornaran delante de un invitado, y daba las gracias por
ello. Pensó que no podría soportar lo que soportaba Leslie, un joven condenado a la gene-
rosidad incierta de un hermano mayor que heredaba la fortuna de la familia y que nunca
podría ser independiente debido a la falta de medios. Tal dependencia propiciaba una
profunda amargura. Considerando la provocación, no culpaba a Leslie por insultar a George
y le habría gustado salir con él de Richmond Hall.
Blade miró a Oriel, que estaba observando con expresión de tristeza a su primo mientras
Faith y sus hijas demostraban con un murmullo su desaprobación. Sus miradas se cruzaron y
él meneó la cabe- i za. Para su sorpresa, Oriel comprendió su expresión de simpatía y le
dirigió una sonrisita. Mientras tanto Faith seguía lanzando sapos y culebras contra su sobrino.
En cuanto Leslie desapareció, un criado condujo a Blade a sus aposentos. Rene lo esperaba
allí. El criado, junto con los otros hombres que le habían acompañado, ya se había recuperado de
la larga caminata por la nieve después de haber sufrido el ataque. Desnudó a su amo y le puso
una bata larga, mientras esperaba que le calentaran la cama con carbones.
Luego Rene guardó el cinturón de su amo en un cofre.
—El anciano ha vuelto a quedarse dormido en la biblioteca, y su criado ha entrado a
poner orden en sus aposentos. Entonces sir Tho-mas se ha despertado y ha cenado en sus
habitaciones. No ha vuelto a salir de ellas y ahora mismo sigue durmiendo. Creo que nunca
voy a encontrar vacías esas estancias.
—Ten confianza, mon ami, porque estoy planeando sacar a sir Thomas y a Oriel de la
casa. —Blade se ajustó bien la bata y se acercó al fuego—. Voy a pedirles que me enseñen la
torre de la capilla. La compararé con las más finas de Francia. Ellos van allí todos los días, así
es que debe gustarles. Sin duda al anciano le agradará contarme muchas cosas de ese lugar.
—Mera, mon seigneur.
Blade se fue a la cama bastante satisfecho de su interpretación de la noche. Empezaba a
pensar que se había infravalorado. Sin duda su herida le había hecho tener extrañas fantasías
con Oriel Richmond, cuando a decir verdad difería muy poco de cualquiera de las mujeres que
había seducido en el pasado. Por la mañana tendría la cabeza más clara y sería capaz de pensar
en ella y verla tal y como era en realidad. Un instrumento estimulante e incitante, pero un
instrumento al fin y al cabo. Se hundió en el sueño con imágenes de la seducción de Oriel
danzando en su cabeza.
Se despertó cuando todavía era oscuro. Mientras se incorporaba tuvo la sensación de que
algo lo había despertado, aunque no sabía qué. Al buscar la daga que ocultaba bajo la almohada
oyó algo metálico que caía por las escaleras. Una puerta se cerró de golpe. Estaba de pie po-
niéndose la bata cuando Rene saltó del catre y corrió a su lado.
—¿Estás bien?
—Oui.
Blade salió apresuradamente ai corredor con Rene siguiéndole de cerca. Cuando
llegaron, oyeron un débil gemido procedente del rellano. Allí se había reunido un pequeño
grupo. Robert estaba consolando a su tía Faith, que sollozaba apoyada en su hombro. George
sostenía un candelabro y estaba asomado a la barandilla mirando hacia abajo. Blade se acercó
a él y pudo distinguir un montón de ropas en la oscuridad. Entonces oyeron el sonido de otra
puerta y apareció Oriel flotando escaleras abajo, con un candelabro en la mano.
Como George seguía inmóvil y asomado a la barandilla, Blade decidió bajar hasta la
planta baja. A medio camino, al primer giro, pasó junto a un candelabro de cobre que estaba
roto en el suelo. Llegó hasta el montón de ropas. Se trataba de la voluminosa bata de terciopelo
negro forrada con piel de sir Thomas Richmond. Blade se arrodilló al lado del anciano y le dio
la vuelta, pero por el ángulo del cuello y la inmovilidad del cuerpo, dedujo que estaba muerto.
Alzó la vista y vio ; que George, Robert y Oriel se dirigían hacia él.
Dejó pasar a los hombres, cogió el candelabro que llevaba Oriel, lo dejó a un lado y la
tomó en sus brazos.
—No, chére, no miréis.
Ella intentó liberarse, pero él la abrazó con más fuerza y le ladeó i la cabeza poniéndole
los dedos debajo de la barbilla.
—Una desgracia —dijo—. Vuestro tío...
—¿Tío Thomas? —Oriel meneó la cabeza e intentó liberarse—. No es posible. No, no
puede ser. Tío Thomas no.
Oyó que George soltaba un juramento, pero siguió prestando ! atención a Oriel. Ella
buscaba su rostro con expresión incrédula. Tenía los ojos abiertos y volvió a menear la
cabeza.
—Lo siento, chére.
Ya no luchaba por liberarse y ahora lo estaba mirando sin verlo.
—¿Oriel?
—No puede ser —dijo.
—Oriel.
Ella lo miró sin comprender.
—No puede ser tío Thomas —dijo—. No puede estar muerto. Es viejo, pero no es torpe.
Nunca se ha caído. Se mantiene muy firme sobre los pies —lo miró como buscando su
consenso—. Seguramente ha sufrido un desmayo y despertará si lo llamáis.
—Lo siento, chére. He visto demasiados muertos para saber que vuestro tío no va a
despertar.
Oriel, sin previo aviso, se dobló en sus brazos y se echó a llorar. El cuerpo se le puso
rígido cuando dejó escapar un largo gemido lleno de un dolor indescriptible. Se apartó cuando
Blade intentó atraerla hacia sí y empezó a darle patadas, pero el joven se mantuvo fuera de su
alcance. La levantó, a pesar de los golpes que ella le propinaba en el pecho, y la llevó escaleras
arriba. Finalmente, el dolor la superó, sollozaba de un modo que parecía que iba a perder la
razón.
Blade le hizo un gesto a la temerosa doncella que esperaba a su ama en el primer
rellano.
—Enséñame dónde está la habitación.
—¡No!
Oriel desgarró la bata de Blade, pero él le sujetó las manos y la obligó a mantenerlas
quietas.
—Escuchadme. Vuestro tío abuelo está muerto y vos estáis desconsolada. Dejadme
ayudaros.
Oriel se quedó inmóvil, con la cara húmeda de lágrimas, luego cerró los ojos y gimió.
Aquella expresión de tristeza le llegó al corazón. La obligó a apoyar la cabeza en su hombro y
subió las escaleras detrás de Nell, pasando junto a las tías y las primas, demasiado ocupadas gri-
tándose las unas a las otras para ver quién atendía a Oriel.
Una vez en su habitación, la dejó en la cama. Ella se sentó, rodeándose las rodillas con los
brazos y balanceándose hacia delante y hacia atrás y meneando la cabeza. Ordenó a Nell que
le trajera vino y se quedó haciéndole compañía mientras la doncella iba a buscarlo. Al verla
en ese estado pensó en lo indefensa que se encontraba en esos momentos. Nada podía
impedir su dolor y, sin embargo, él deseaba . poder evitárselo.
De pronto, las manos de la joven se retorcieron en sus enmarañados cabellos y Blade la
oyó sollozar. Corrió hacia ella sin pensarlo. La cogió entre sus brazos, la sentó en su regazo y
la arrulló. Ignoraba cuánto tiempo estuvieron así, pero Nell llegó con el vino, los miró y lo
dejó a un lado. Volvió a salir y entró otra vez ya vestida; Oriel continuaba llorando.
La doncella los cubrió con una manta y Blade se lo agradeció. Oriel tenía la cara
hundida en su cuello y él sentía frío porque no quería moverse. Entonces, en un momento en
que ella permaneció en silencio, intentó soltarla, pero ella se agarró a él como si fuera un bebé
temeroso de que su madre lo abandonara y Blade volvió a cogerla entre sus brazos. Ya era de
día cuando por fin cayó agotada.
—Vaya a buscar a mi criado y que traiga un poco de vino caliente. Él ya sabe lo que
debe ponerle —le murmuró a la doncella de Oriel, mientras ella yacía en sus brazos sin decir
nada.
Nell volvió con Rene, que llevaba una copa de vino humeante. Blade cogió la copa y
Oriel meneó la cabeza.
—Chére, bebed esto. No debéis negaros.
La joven bebió un sorbo cuando le acercó la copa a los labios. Luego él se apartó un
poco y Oriel apuró el recipiente. Blade se sentó a su lado y ella permaneció con los ojos
cerrados, luego la tapó con las mantas y se quedó vigilándola. Una lágrima se abrió paso por las
pestañas de la joven y resbaló por su mejilla. Blade lanzó un juramento, se acercó y le cogió
una mano. En unos instantes el preparado de vino hizo su efecto y se quedó dormida.
Blade dejó a Oriel al cuidado de Nell y volvió a su cámara. Se lavó, se vistió y se puso la
daga al cinto.
—No creo en accidentes tan oportunos —dijo al fin.
—Era un anciano, mon seigneur.
—Y muy activo. Pero de cualquier manera se ha caído por la barandilla, que es muy
alta. Ha saltado por encima de ella, lo cual parece extraño, a no ser que alguien lo haya
empujado.
—La familia cree que se ha caído por el rellano —señaló Rene.
—Si hubiera sido así, se habría detenido en el primer giro de la escalera, y quizás estaría
vivo. No, lo han lanzado por las escaleras como un saco de trigo desde el granero.
Tiró de una manga del jubón y dejó que Rene le pusiera una capa corta sobre los
hombros.
—Mon ami, ve con los criados y haz preguntas. ¿Oyó o vio alguien a sir Thomas
después de que todos se retiraran a sus habitaciones? ¿Quién estaba despierto a esas horas?
Debes de tener cuidado cuando los abordes.
—Oui, milord.
Pasaron varios días durante los cuales no vio a Oriel, excepto brevemente durante los
funerales de su tío abuelo. Estaba pálida y silenciosa y se retiró a sus habitaciones una vez que
el anciano estuvo enterrado en la cripta que había debajo de la capilla. Blade no le comunicó
sus sospechas ni a lord George ni a nadie. Si alguien había matado a Thomas Richmond, no
podía conocer sus propósitos al hacerlo. Hasta que supiera la razón que subyacía bajo la
muerte del anciano, prefería dejar las cosas como estaban.
Rene pudo averiguar que ninguno de los sirvientes había oído nada especial aquella
noche. Habían despertado a la familia, excepto a Leslie, que volvió al amanecer y encontró
la casa conmovida por la tragedia. Según ellos, Thomas debió de haber oído algún ruido o
no podía dormir y abandonó su cámara por alguna razón, entonces se resbaló y cayó.
Ocho días después de la muerte de Thomas, en la primera semana de marzo, volvió la
rutina diaria, excepto por los ornamentos negros del luto. Blade observó que Faith y sus hijas
no parecían muy afectadas por la muerte del anciano. La mujer apenas podía ocultar su satis-
facción, ya que Thomas había incrementado de manera considerable la dote sus hijas. Según
Blade, Thomas había calculado las posibilidades de que las jóvenes tenían de encontrar un
marido, y basándose en sus insignificantes virtudes y, como era un hombre práctico, las había
compensado por aquella deficiencia tan considerable. Sin embargo, había dejado la mayor
parte de sus posesiones a Oriel, lo que provocó el aumento del resentimiento de las tías, hacia
su sobrina.
A decir verdad, nadie parecía echar de menos a Thomas Rich-mond a excepción de
Oriel. George volvió a su rutina como señor de la hacienda, ayudado por su madre, la
entrometida Livia. Robert tenía sus responsabilidades como hijo segundo, y llevó a cabo
expediciones furtivas en compañía de varios vecinos católicos. A Blade le costó muy poco
esfuerzo descubrir sus misas secretas y el apoyo de un sacerdote proscrito. Lesíie tampoco
parecía muy afectado por la muerte de su tío, porque continuaba jugando y parrandeando.
Lo que había cambiado era la posición de Blade en la casa. Ahora que sus hijas tenían
una buena dote, a Faith se le ocurrió apartarlo de Oriel para casarlo con Joan, su hija mayor.
Blade, con disgusto, se encontró confiado a la compañía de las jóvenes y con pocas oportunida-
des de escapar, puesto que Oriel apenas salía de sus habitaciones.
Una semana más tarde, ya estaba maldiciendo a Christian de Ri-vers por haberlo
enviado a las entrañas del infierno. Cada minuto que pasaba en compañía de Joan, de su
hermana y de la madre, le parecía un milenio. Lo acaparaban de tal manera, que no había tenido
la oportunidad de investigar en los aposentos de Thomas Richmond para ver si encontraba
alguna prueba del compromiso matrimonial de Ana Bo-lena con Henry Percy.
Finalmente, decidió arriesgarse a investigar por la noche. Soportó otra velada de
aburrimiento durante la cual, a pesar del comienzo de la Cuaresma, se había visto obligado a
cantar para la familia. Para su sorpresa, Joan había sido capaz de acompañarle en el virginal. Al
parecer, sólo tenía talento en los dedos. Y después se había visto obligado a soportar la tortura
de la conversación.
—Toca muy bien, Joan.
—Me gustan los virginales. Me gusta la música.
—Se ve que sí.
—Toco casi todos los días.
Blade ocultó un bostezo con la mano.
—También toco el laúd, pero me gustan más los virginales. Me gusta la música.
—¿De verdad? ¿Os gustan los virginales?
—Sí, me gustan.
No captó su sarcasmo en absoluto, y cuando la familia se retiró, estaba a punto de
estrangular a Joan con una cuerda del laúd. Para su desaliento, Faith lo atrapó antes de que
pudiera salir de la habitación y lo agobió con la lista de las virtudes de Joan.
—Y, claro, ahora que tío Thomas nos ha dejado, es una rica heredera —dijo Faith,
apoyando una mano que era como una garra en el brazo de Blade y acercándose a él—. Mi tío
era tan frágil, ya sabe. Me hago cruces con sólo pensar que haya vivido tanto tiempo.
Sólo los años que había pasado aprendiendo a ser un cortesano le permitieron escapar
de aquella mujer sin insultarla y retirarse a sus aposentos. Esperó hasta pasada la
medianoche antes de salir sigilosamente de su habitación, cruzar la cámara y dejar a Rene
vigilando en el corredor que llevaba a la biblioteca de Thomas.
Se detuvo un momento para que la vista se acostumbrara a la oscuridad del corredor y
luego se deslizó dentro de la biblioteca. La puerta chasqueó a sus espaldas.
—¿Quién anda ahí?
Tenía ya la daga en la mano cuando comprendió que quien le había hablado era una
mujer. Oriel. Lo miraba con expresión de alarma desde el elevado asiento de la ventana.
Rápidamente, Blade ocultó la daga. La habitación estaba a oscuras y encendió una vela que
había en una de las mesas.
—¿Qué estáis haciendo aquí a estas horas? —preguntó. Oriel suspiró y volvió quedarse
absorta en la contemplación del oscuro patio que había debajo de la ventana.
—No podía dormir —dijo finalmente.
Blade casi la tocó, pero no habían hablado desde el día en que murió Thomas, y no sabía
si recordaba que se había agarrado a él como si fuera lo único que tenía en el mundo.
—No debéis seguir así. Vuestro tío no lo habría querido.
Oriel temblaba y él alargó una mano para cerrar las cortinas que colgaban de las
ventanas. Iba a decirle que se fuera a la cama, cuando ella volvió a hablar.
—Era lo único que tenía —las palabras se le ahogaron en la garganta y emitió un leve
sonido de impaciencia—. Cuando mis padres murieron, él me fue a buscar y fue el único que
se ocupó de mí —dijo, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Los demás...,
los demás, para ellos era un estorbo. A tía Livia y a tía Faith les fastidió tener que ocuparse de
mí. No tenía a nadie.
—Era un hombre extraordinario. Oriel sonrió.
—Yo tenía sólo doce años cuando me quedé huérfana y de alguna manera decidí que
tendría que ocuparme de mí misma, sólo que no tenía idea de cómo hacerlo. Mis padres fueron
buenos conmigo, aunque sólo los veía a la hora de los rezos y después de cenar. Tenía mucho
miedo. Pero entonces llegó el tío Thomas y me explicó con mucha paciencia que me iría a
vivir con él, que siempre se ocuparía de mí y entonces nunca más tuve miedo.
—Y ahora volvéis a estar sola.
No quiso hacerla llorar con sus palabras. Y se maldijo cuando ella ocultó el rostro en las
manos y rompió a llorar. La apartó del asiento de la ventana, la sentó en sus rodillas y le
acarició los rizos.
—Perdonadme, chere. No lloréis... Por favor, vais a poneros enferma.
Oriel siguió llorando y Blade siguió acariciándole el cabello. Después, cuando los
sollozos disminuyeron, ella apartó la cabeza de su hombro.
—¡Vuestra herida!
—Ya casi está curada.
Le puso los dedos debajo de la barbilla y la miró a los ojos. Eran estanques acuosos
apenas visibles a la luz de la vela. Sus labios estaban casi sobre los de ella; entonces Oriel apartó
la cara.
—Mañana..., mañana debería empezar a ordenar las cosas de tío Thomas.
La mirada de Blade estaba clavada en su perfil, pero aunque en ese momento le dominara
el deseo, sacó ventaja de la oportunidad que ella le presentaba.
—No deberíais emprender sola una tarea tan penosa. Si queréis, yo os ayudaré.
—¿Lo haríais? —preguntó con labios temblorosos—. De verdad que os estaría muy
agradecida, milord. Los demás, George, Robert y Leslie, no sabrían hacerlo. Y mis tías, lo
meterían todo en cofres y los sellarían.
—No podemos permitirlo —dijo él, sin apartar la mirada de sus labios. Luego
carraspeó.
—¿Estáis seguro? —preguntó Oriel, mirando a su alrededor—. El trabajo será tedioso,
muchos de los libros están en griego y en latín. Otros en italiano.
—Chére, ¿rne estáis sugiriendo que no estoy capacitado para ayudaros?
—¿Lo estáis?
—Burlaos de mí y peligraréis, señora Oriel.
La joven sonrió y él se la quedó mirando con expresión interrogadora.
—¿No sabéis —dijo—, que pronunciáis mi nombre con acento?
—No comprendo,
—Lo hacéis. Decís Orí-elle,
—Mais oui, c'est vrai, demoiselle, Orielle.
Ella volvió a sonreír, y de pronto Blade sintió como si hubiera hecho una proeza.
Entonces recordó sus propósitos.
—Chére, os ayudaré en vuestra triste tarea mañana por la mañana, Siento mucho no
haber podido hablar con sir Thomas, pero quizá podarnos hablar de él mientras trabajamos.
—¿Por qué?
—No sois la única persona del reino interesada en aprender. Debéis saber que en
Francia tengo una biblioteca... mayor que ésta. Quizá me permitáis adquirir alguna colección
de sir Thomas.
—Quizás.
Oriel se levantó de repente, como si justamente en ese momento se hubiera dado cuenta
de que estaban solos en la habitación. Cuando comenzó a andar Blade la siguió y la tomó del
brazo cuando ella hizo el ademán de despedirse.
—Ahora volvéis a tener miedo.
Oriel meneó la cabeza, pero intentó liberarse. Blade sonrió cuando la capa que llevaba
sobre el vestido se le abrió. No pudo resistir rodearla con el brazo y sentir su calor a través del
tejido.
—Milord, os tomáis demasiadas familiaridades. Blade la acercó más a él, pero ella lo
contuvo.
—Dejad de contonearos. No sabéis lo que hacéis.
—Estoy intentando liberarme.
Una vez más, Blade recordó qué era lo que había ido a hacer allí. Apretó los dientes, la
sujetó por los brazos y la apartó de su cuerpo.
—Os ruego que me perdonéis, chére. He transgredido vuestro dolor. A veces creo que pierdo
todos los sentidos cuando os toco. Oriel se envolvió en la capa.
—A fe mía, milord, que estoy de acuerdo. Sin duda, todos vuestros años en la corte
licenciosa de Francia os han hecho así... Debéis reprimiros.
—Vamos, no es algo que uno pueda hacer, ordenar a la cabeza que se detenga. Deberíais
confiar en mis conocimientos sobre estos asuntos.
—Ni siquiera estamos comprometidos, es algo que deberíais tener en cuenta.
—Quizá no deberíamos hablar de ello; fue después cuando despertasteis mi interés.
Dio un paso hacia ella, pero la joven escapó. Cuando desapareció. Blade hizo un esfuerzo
para no reír, tan precipitada había sido su retirada. Estaba muy satisfecho de haber obtenido libre
acceso a las posesiones de Thomas Richmond, podía estar orgulloso. También había consolado a
Griel, le había hecho olvidar su dolor, y seguiría haciéndolo, porque eso a él también le
proporcionaba mucho placer.
Por lo tanto, doy esto por cierto: que en cada uno
de nosotros existe una semilla de locura que,
una vez se remueve, puede crecer indefinidamente.
— Baldassare Castiglione
Oriel dirigió una mirada a Blade detrás de un gran libro que se había colocado delante de
la cara. Él estaba levantando un gran volumen del estante superior, uno que Thomas no había
tocado durante años debido a su peso. Se había quitado la capa y el jubón porque había
mucho polvo, por lo que ella podía ver sus musculosos brazos a través de la camisa mientras
sujetaba el libro. Cuando se volvió, Oriel se ocultó rápidamente detrás de su escudo.
Apoyó la cara que le ardía contra el libro abierto y se recriminó a sí misma. Durante tres
días, la había ayudado a ordenar la biblioteca de Thomas, y los dos últimos había descubierto
que le interesaba más Blade que el trabajo. Aún no había aceptado la muerte de Thomas como un
designio de Dios y eso la hacía sentirse infeliz, aunque ahora estaba aún más disgustada porque
quería pasar todos los momentos en compañía de ese joven seductor y medio extranjero.
Levantó la cabeza, dejó el libro y cogió la pluma para anotar el contenido. Era el primer
día que no había llorado en la biblioteca. No, ya no iba a llorar más. Otra cosa era que no llorara
en su interior. Lloraba cuando veía el modelo de prensa de Thomas, y cuando leía en griego,
sabiendo que ya no le volvería a leer en voz alta a su tío.
Arrastraba su dolor día y noche, y a veces parecía que ese dolor era tan reciente como
el que sintió la noche en que murió y tan constante, que hasta llegó a pensar si sería mejor
que Blade no la ayudara en su triste tarea. Luego cambió de opinión. Después de todo, no
era tan importante quién le hiciera compañía.
Se movió en la silla, y un rayo de sol formó un parche dorado en la mano con la que
estaba escribiendo. Había sido una locura creer que no importaba quién la ayudara.
Importaba mucho, y más aún cuando era Blade quien la ayudaba. Le sorprendió el
contraste entre su juventud y su fuerza y la edad de su tío Thomas. No había imaginado lo
diferente que sería estar sentada frente a este hombre atractivo que cuando clavaba sus ojos en
ella le hacía sentir vértigo.
Ahora que había recuperado la calma, tuvo tiempo de meditar sobre su sorprendente
comportamiento con la muerte de su tío. Al verla deseperada, él la había protegido y evitado
que se hundiera. Nunca había esperado que él la consolara, y menos aún que ella recibiera tan
bien su consuelo. Aquella noche terrible, él la abrazó, le acarició los cabellos y su voz suave
y su cuerpo inquebrantable la habían salvado de caer en el desespero.
La sobresaltó un ruido procedente de las estanterías. Asomó la nariz por encima del libro.
Blade estaba buscando algo en el fondo de un estante medio vacío. Le había extrañado que
pareciera estar más interesado en las estanterías y en los cofres que en los libros. Él emitió un
sonido de irritación y se apartó de la banqueta en la que se había encaramado.
—¿Sucede algo? —preguntó Oriel.
—No.
Se sacudió el polvo de las manos, cogió el jubón y se lo puso, también la capa y se la
quedó mirando. Oriel rápidamente desvió la mirada y la clavó en el catálogo que estaba
haciendo. Blade cogió una banqueta y se sentó junto a ella. La joven sintió que el rubor le
cubría el cuello y procuró centrar su atención en lo que estaba escribiendo. Pero cuando
él murmuró su nombre, un temblor le recorrió todo el cuerpo.
—¿Señora Oriel?
—Sí.
Sumergió la pluma en el tintero y no apartó la vista del catálogo. Hubo un momento de
silencio; luego él rió y le quitó la pluma de la mano.
—Tranquila, cbére. No soy un hombre tan disoluto y depravado
que quiera aprovecharse de vos en vuestro dolor. Es decir, que intentaré recordar las
normas de cortesía y caballerosidad.
—El tío Thomas tiene un libro de urbanidad.
—¿Qué?
Oriel hizo ver que estaba muy concentrada en los papeles que tenía delante y se dedicó a
ponerlos en orden.
—A menudo me pregunto por qué son tan diferentes los modales entre los distintos
pueblos.
—¿Perdón?
—¿Y nunca os habéis preguntado qué es la luz? —dijo, señalando un parche de luz que se
formaba en la mesa—. Puedo verla, me da calor, pero no puedo cogerla. ¿ Creéis que la luz del
fuego es la misma que la luz del sol?
—¡Cogerla! —se puso las manos en la frente e hizo una mueca de dolor—. Creo que me
vais a producir dolor de cabeza.
—¿Nunca os habéis preguntado esas cosas?
—No lo sé, pero yo quería hablar con vos y vais a hacer que mis ideas se desvanezcan si
no os calláis.
—Oh —Oriel cruzó las manos sobre el regazo y se lo quedó mirando.
—No quería hablar de ello, pero al parecer no tengo elección —se inclinó hacia ella y
Oriel se apartó un poco—. Pero debéis comprender que lo que os voy a decir ha de quedar
entre los dos. ¿Me dais vuestra palabra de que no le contaréis a nadie lo que os voy a decir?
—Eso no puedo hacerlo hasta que me lo digáis. Blade se la quedó mirando un rato sin
decir nada.
—Debo confiar en vos, ahora que vuestro tío no está. —Al parecer, Blade había tomado
una decisión, porque suspiró profundamente—. Bueno, si se entera que os he hecho esta
confidencia, me arrojará al Támesis. Oriel, me preocupa cómo murió vuestro tío abuelo.
—Sí, fue un terrible accidente. Ahora me agarro a la barandilla cuando estoy en las
escaleras.
Blade meneó la cabeza y bajó la voz.
— Sois una joven muy inteligente. Pensad un momento. Vuestro tío fue encontrado en
el hueco de la escalera, no en un rellano o a los pies de la escalera. Para llegar hasta allí, tuvo
que caer desde la barandilla. Era anciano, pero no vacilaba al caminar. Tendría que haber saltado
por encima o...
—O alguien lo empujó.
Oriel se lo quedó mirando fijamente mientras sus pensamientos
seguían su lógica. Blade asintió con un gesto, pero ella siguió mirándolo boquiabierta.
Luego, consiguió encontrar la voz para decir algo.
—Pero eso significa que alguien...
—Lo mató.
—¡Tío Thomas jamás cometería un pecado tan grave!
—Calma, cbére, estoy de acuerdo con vos —dijo Blade, cogiéndole las manos.
—Era un hombre bueno.
—No perdáis la calma, chére.
—No me habléis como si fuera una niña.
Blade sonrió, pero ella lo miró frunciendo el entrecejo. Él dejó de sonreír y continuó.
—¿Y qué razones pueden haber tenido?
Oriel desvió la mirada y dio unos golpecitos con los dedos en el catálogo sin dejar de
fruncir el entrecejo. Finalmente, asintió.
—Tenéis razón. Debemos mantenerlo en secreto hasta que sepamos más —bajó la vista,
observó que seguía dando golpecitos en el catálogo y extendió los dedos sobre el papel—. Sí, lo que
decís tiene sentido, aunque la idea me parece un tanto descabellada. ¿Quién querría hacer daño a
Thomas? Mis tías nunca matarían a nadie, aunque estén llenas de rencor y de odio.
—Alguna razón habrán tenido—apoyó un brazo en la mesa e inclinó la cabeza a un lado—.
Existen muchas razones para matar, a veces se asesina por una pasión, para ganar algo o para
mantener un secreto.
—¿Pasión? —Oriel meneó la cabeza—. No lo creo. Me resulta difícil de creer. Los bandidos
matan gente y también lo hacen los hombres que buscan poder. Pero nadie robó nada y no tenía
ningún poder que alguien deseara.
Blade la miraba como si fuera un oráculo.
—¿Y tenía algún secreto? ¿ Guardaba vuestro tío algún secreto, algún secreto peligroso?
—Mi tío vivía aquí desde hace muchos años. Era un erudito, no un intrigante.
Oriel se sobresaltó cuando Blade se deslizó de la banqueta.
—¡Pensad un poco! Sois muy lista y quizás observasteis algo que nos daría la clave del por
qué fue asesinado. Utilizad el ingenio, muchacha.
—No os dirijáis a mí como si fuera una sirvienta, milord. Blade cruzó las manos sobre el
pecho.
—No sois tan lista como creía, o habríais comprendido que debe de haber un asesino en
Richmond Hall.
—En mi familia no hay asesinos y tampoco entre nuestros criados —Oriel se detuvo y se
lo quedó mirando. Un escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿Y qué sabemos de vos?
Blade soltó una carcajada, le cogió una mano y la besó.
—Dios del cielo, seríais muy valiente si os enfrentarais a mí pensando que soy un
asesino. Pero reflexionad. ¿Si yo hubiera matado a vuestro tío levantaría la sospecha de su
asesinato cuando todo el mundo cree que la causa de su muerte ha sido un accidente?
—Oh.
Oriel volvió a su asiento e intentó pensar en todo lo que le había dicho. La idea de que
alguien pudiera haber matado a su tío le resultaba increíble.
—Debo reflexionar.
—¿Vais a estar meditando mientras hay un asesino suelto? Blade se alejó de ella y la capa
revoloteó a su alrededor.
—Sacre Dieu, podéis tener la inteligencia de un hombre, pero dudáis como cualquier
mujer y os mostráis perpleja. ¿No lo comprendéis? Podríais estar en peligro.
Oriel volvió a ponerse de pie, tenía las mejillas encendidas y los puños cerrados.
—¿Titubeante? ¿Y lo decís vos, un extranjero que viene a hablarme de asesinato, peligro
y sospecha y me reprocha que diga que quiero pensar sobre este asunto?
—No habéis escuchado lo que os decía —dijo él, elevando un poco la voz.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Oriel, alzando la suya.
—Pensad, muchacha, pensad.
—Me admira que me pidáis que piense para vos, será porque no podéis hacerlo por vos
mismo.
Blade abrió la boca y por primera vez fue él quien se ruborizó.
—Qué paciencia —dijo—. No voy a permitir que una joven virginal, charlatana y ligera de
cascos se burle de mí.
—No, señor, será mejor que os caséis con mi prima Joan y toquéis música durante horas y
horas.
Oriel deseó taparle las orejas, porque él se jactó ante ella.
—Qué bonito —dijo él—. Ahora estáis celosa.
—¡No estoy celosa!
—Lo estáis, y eso me agrada.
Domine Deus, Agnus Dei, Filius Patris: qui Tollis peccata mundi...
—Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, que quitas los pecados del mundo —leyó en
voz alta.
Las palabras eran reconfortantes, pero no veía por qué su tío consideraba necesario que bajara
a la cripta y las leyera cuando ella ya las conocía. Al cabo de unos minutos de contemplación,
durante los que no sacó nada en claro, volvió a la capilla. Encendió una vela por su tío, se arrodilló
ante el altar y rezó por él.
Pasado un rato sus pensamientos volvieron a su fascinante pretendiente. Pensó que a pesar de
su burla perversa, Blade había vuelto a Richmond Hall por propia voluntad. Estaba segura de
que ninguna amenaza de su padre le hubiera obligado a pretenderla de nuevo, ya que él no
necesitaba sus riquezas. Y además... además, parecía desearla sinceramente.
Oriel soltó un profundo suspiro cuando pensó en ello y sintió que le subía un calor por todo
el cuerpo. La imagen de Blade, de su cuerpo grácil y esbelto, se presentó ante ella. De mente
rápida, con una voz que encandilaría a las bestias, había conseguido dominar sus pensamientos.
Jamás había imaginado que despertaría el interés de una criatura tan seductora. Y, sin embargo,
él debía desearla, porque no había otra razón para volver después de que ella lo hubiera echado de
allí con tanta rudeza; no había otra razón para que él se quedara y se enfrentara a su desdén; no
había razón alguna para que él se quedara en aquella casa lóbrega.
Debía desearla. Quizás hasta la amaba. No estaba habituada a tales ideas, le costaba
creer en su buena suerte. Deseó que tío Thomas estuviera allí. Le había dicho que Blade la
amaba, pero ella no lo creyó, y ahora necesitaba su consejo porque sospechaba que tenía razón.
Quizá si rezaba, tío Thomas le enviaría una señal de que estaba en lo
cierto.
Sólo conocía a sus primos y a sus pretendientes y no sabía que un joven pudiera poseer
una mente despierta y una gran belleza al mismo tiempo. Blade podía conversar con ella en
cualquier idioma y además le gustaba aprender. Sólo que... si no fuera tan tirano. Si no se
pusiera tan violento como un vikingo, cuando ella se negaba a obedecerle. Pero claro, no
podía pedirle a Dios que fuera perfecto.
Las rodillas empezaron a dolerle porque se había arrodillado encima de la piedra de la
capilla, se levantó y salió. De vuelta a la casa, Li-via la llamaba a gritos desde el segundo piso.
—¿Dónde te habías metido? Joan dice que no has memorizado ni una línea de tu papel
en la mascarada.
—¿Qué mascarada?
—Lo sabía. Ven aquí ahora mismo.
Murmurando para sus adentros, Oriel subió y se plantó frente a su tía. Livia, de cuerpo
macizo, era una de esas mujeres a las que Dios les ha dado algo más que un toque de
masculinidad. Tenía una mandíbula de corte masculino, un andar pesado y la mirada dura de
un merce-
nario.
—Ayer te dije que tu tía Faith ha organizado una mascarada. Ya sé que estamos de luto y
que es Cuaresma, pero un entretenimiento privado puede excusarse si sirve para mantener al
sieur de Racine en Richmond Hall. Harás el papel de una extraña bruja.
—¿Por qué tengo que interpretar el papel de una bruja?
—Siempre has interpretado a la bruja, y nunca te habías quejado. Es demasiado tarde
para cambiar, ya le has dado suficientes problemas a tía Faith.
—Lo único que ella quiere es darle a Joan la oportunidad de pavonearse y exhibirse
delante del sieur de Racine.
—¡Calla! Tú no pareces quererlo. ¿Por qué criticas que quiera dárselo a tu prima?
—No es mío y no creo que sea para Joan. Livia sonrió.
—Estás celosa.
Era la segunda vez que la acusaban de tener celos.
Miró a su tía con el entrecejo fruncido y ésta se echó a reír mientras se alejaba con su paso
pesado por la galería. Oriel no tuvo la oportunidad de negar la ridicula acusación, lo que la enfadó
casi tanto como las burlas de Blade.
Con la cabeza muy alta, le dio la espalda a su tía que se alejaba y se dirigió a la puerta de la
biblioteca. Tenía que hablar con Blade; quería que le dijera a George lo que pensaba de la muerte
de tío Thomas. Cuando abrió la puerta, oyó un ruido y el grito de un hombre. Empujó la puerta y
vio un enredo de brazos y piernas.
Al pie de una hilera de estantes, a su derecha, yacía una banqueta caída y, junto a ella, Blade.
Encima de él estaba Joan, que lo estaba besando. El soltó un gemido, agarró a Joan por los hombros
y la apartó.
—Dios del cielo, mi cabeza.
Joan se meneó encima de su pecho y él soltó un grito. Ella se quitó de encima de él mientras
Blade apartaba el cuerpo. Volvió a gritar, mientras se frotaba elhombro herido.
—Sacre Diett, nunca clavéis los codos en la ingle de un hombre, estáis loca... Oriel.
—Bueno —dijo ella—. Finalmente has aprendido.
—Oriel —dijo Joan, mientras se levantaba—. Se ha caído de la banqueta.
Blade la miró.
—Porque se ha abalanzado sobre mí.
—Se ha caído y se ha dado un golpe en la cabeza —continuó diciendo Joan—. Luego nos
hemos besado.
Oriel levantó las cejas y miró a Blade. Se estaba ordenando la ropa y murmuraba algo en voz
baja.
—No nos hemos besado. Ella me ha besado. Yo me he sentido muy mal.
—No lo dudo.
Blade la miró, luego miró a Joan, luego otra vez a Oriel, y sonrió. La joven dio media vuelta
y salió de la biblioteca, pero él llegó a su lado antes de que ella pudiera cerrar la puerta.
—No os vayáis, cbére. Me agrada que estéis celosa. Recordad las reglas del amor
cortesano que dicen que los celos y el amor son la misma cosa y que cuánto más grande es el
amor, más grandes son los celos.
Oriel, estaba tan furiosa que le resultaba imposible replicar. Le miró a la cara sonriente y
le pisó un pie con todas sus fuerzas. Él lanzó un grito, se frotó el pie dolorido y saltó sobre el
otro. La visión fue de lo más gratificante. Oriel juntó las manos y se lo quedó mirando.
—Olvidáis otra regla, mucho más apropiada, milord, la que dice que los muchachos no
aman hasta que llegan a la edad de la madurez. Y vos, milord, todavía no la habéis alcanzado.
Dicho esto, salió de allí con expresión de victoria, mientras Blade seguía frotándose el
pie y saltando sobre el otro. Sin embargo, cuando llegó a sus aposentos, se dio cuenta de que
había olvidado decirle que hablara con George.
Ese maldito frivolo. No, ella estaba siendo injusta. Pensándolo bien, la única que tenía
la culpa de todo era Joan. Porque él había corrido tras ella.
—Maldito seas merecías una patada en el trasero y no en el pie. Fue entonces cuando le
empezó a preocupar la idea de cómo se iba a vengar Blade del agravio.
La traición nunca prospera: ¿cuál es la razón? Porque cuando prospera, nadie se atreve a
llamarla traición.—Sirjohn Harington
Tras escapar de Joan alegando que le dolía la cabeza por la caída, Blade se retiró a sus
aposentos privados. Ahora estaba agarrado a uno de los altos barrotes de la cama, presionando
la frente contra la madera y quejándose en voz alta.
—Malditas sean todas las mujeres.
Rene estaba cepillando una de sus capas de terciopelo.
—Mon seigneur?
—He confiado en ella, que Dios me proteja. ¿Cómo sé que no hablará con uno de sus
primos? No puedo creer que haya podido confiar en ella.
—¿La señora Oriel? —Rene sostuvo en alto la capa y sopló el polvo de los pliegues—.
Señor, dijisteis que era la criatura más honesta que habíais conocido, y la más inteligente.
—Sí, pero ¿será discreta?
—Debe serlo, milord, porque aún no ha sucumbido a vuestros encantos.
Blade levantó la cabeza y miró a su criado con expresión ceñuda.
—Y ahora resulta que le estoy proporcionando diversión a mi criado —bajó la cabeza
y volvió a apoyarla en el barrote—. Debería haber esperado, pero hay poco tiempo y un
asesino anda suelto. A
Thomas lo mataron por lo que sabía, o por lo que no quería contar. Estoy seguro. Si
hubiera dejado algo escrito, a Oriel es la única a la que se lo habría dicho, y como ahora ella es la
dueña de la biblioteca y del contenido de sus habitaciones, necesito su ayuda. ¿Estás seguro que
no había nada en sus aposentos?
—Oui, milord. ¿le ha pedido que le ayude?
—No puedo pedírselo todavía. Acabo de convencerla de que fue un asesinato. Además,
¿qué haría? ¿Meterla en su habitación y anunciarle que soy uno de los espías de la reina y que
fuera tan amable de dejarme hurgar en los enseres de su tío, porque eso es lo que hace un espía? Si
le dijera quién soy, su vida correría peligro. Dios Todopoderoso, he estado a punto de hacerlo.
Rene había dejado de cepillar la capa y lo miraba como el sacerdote que espera la confesión de
los pecados.
—Milord, nunca os he visto tan preocupado. Y, sin embargo, el riesgo no es mayor que
cualquiera de los que nos hemos encontrado en Francia.
—En Francia no tenía que preocuparme de Oriel.
—Ah —Rene empezó a sonreír. Blade dio un golpe al barrote.
—No me mires con ojos maliciosos.
—Oui, mon seigneur.
—Te he dicho que dejes de sonreír. ¿Qué es lo que te divierte?
—Nada, milord. Pero me maravilla que hayáis pasado tantos años entre las gracias de la corte
francesa sin perder la cabeza por una mujer. Habríais podido elegir entre las más hermosas y
refinadas, pero vuestro corazón permaneció entero y bien defendido.
Blade lanzó una imprecación y se dispuso a salir del aposento.
—Que Dios te pudra las entrañas. Mi corazón sigue entero, puro, demonios. Sólo deseo a
esa joven para mis propósitos secretos.
—Como digáis, milord.
—Tengo hambre. Voy a bajar a las cocinas, donde hallaré la compañía de gente buena y
honesta que es más sensible que tú.
Bajó las escaleras y se dirigió a la zona de servicio. Rene se tomaba muchas familiaridades. A
eso se llegaba cuando el criado lo había tenido a uno en sus rodillas..., a la falta de respeto. El
hombre estaba confundido. No había perdido la cabeza, no había perdido la cabeza por un ser
inocente como Oriel Richmond. Por Dios, no había sucumbido a esos rizos revueltos y a ese
ingenio diabólico..., ¿o sí lo había hecho?
«No. Y no debería. Imagina que la tienes cerca siempre. Podría descubrirlo todo. Podrías
destruirla y ciertamente, ella te destruiría a ti.»
—Tienes que acabar con esto —dijo en voz alta.
Oyó un golpe, sacudió la cabeza y salió de su ensueño para descubrir que se había
detenido ante las ventanas de la galería. Había golpeado con el puño el marco de la ventana y le
dolía. Bajó el brazo y reanudó el camino hacia la cocina. Había estado allí varias veces, para
sorpresa de los criados. Entablar amistad con camareros, cocineros, trinchadores,
horneadores y pinches no le había resultado difícil. Hasta les cantaba una canción acerca de
un caballero advenedizo y les hablaba de las licenciosas mujeres francesas.
Entró sin aliento en la estancia, con una expresión ceñuda. Era una habitación casi tan
grande como el gran salón. La cocina, que contaba con dos chimeneas en las que cabía un
hombre de pie, estaba surtida con todos los cacharros que uno podía imaginar, sartenes,
utensilios, cuencos y jarros. Había mucha gente allí reunida, aunque los preparativos para la
fiesta de la noche todavía no habían empezado. Lavanderas, friegaplatos y maestros de
ceremonias sentados alrededor de la limpia y rugosa mesa de trabajo en el centro. Blade
oyó, procedente del centro del grupo, la inequívoca cantinela de un buhonero.
—Lana blanca como la nieve, guantes perfumados, camisas de manufactura muy fina y
cintas para los vestidos. ¿Quién se lo va a perder? Peines de marfil, cristales fulgurantes,
ideales para adornar a las bellas mozas.
Algunas doncellas lanzaron murmullos de admiración cuando el buhonero exhibió los
cristales y los guantes bordados. Blade se acercó al grupo. El buhonero iba protegido contra el
frío helado con capas de remiendos de lana y cuero raído.
Llevaba encima tanta ropa, que parecía un oso. Sin embargo, el cuello y las muñecas
que emergían de todo ese montón de ropa, eran esbeltos, aunque estaban cubiertos de una
buena capa de suciedad. Llevaba puesto un gorro muy viejo, rozado y sin brillo. Por debajo
del gorro sobresalían mechones de pelo mojados por la humedad que había en el exterior y a
pesar de estar también llenos de polvo, tenían un brillo de plata oscura, como la hierba seca.
Lo que le sorprendió fueron un par de ojos de un azul profundo semejante a las
gencianas, unos ojos que cuando miraban, hacían que los demás parecieran actores
interpretando una farsa. Blade se alejó del grupo y fue a curiosear a una alacena donde se
guardaba carne y pan seco, mientras el buhonero bromeaba con los criados.
—Sí, muchachas, vengo del norte de Londres, donde la ciudad se está preparando para
la Navidad. Porque en la Corte, la reina tiene su propia Casa de Celebraciones, con
guardarropas llenos de fantásticos vestidos y disfraces —se inclinó y clavó un codo en el
costado de uno de los ujieres—. Utilizan millares de velas, jamás veréis unos atavíos tan
alegres, tantas lentejuelas, lazos y telas de oro. Vi con mis propios ojos al señor del
Desgobierno de Su Majestad.
Blade atendía más a la carne y al pan que a la charla del buhonero. Cuando oyó la
palabra «desgobierno», casi se atragantó con el trozo de buey que tenía en la boca. Le costó
tragarlo, tomó un sorbo de cerveza y se quedó mirando a aquel hombre.
Tras una observación más minuciosa, se dio cuenta de que era mucho más joven de lo
que parecía. No tenía arrugas alrededor de los ojos, que le brillaban con regocijo mientras
bromeaba con una de las doncellas de servicio. Sostenía ante ella una cinta de seda y
observó que tenía una cicatriz en la parte posterior del brazo. Comenzaba en la muñeca y
desaparecía debajo de la raída manga. Por el tipo de marca, aquella cicatriz sólo podía deberse a
la marca de una herida por espada.
El buhonero no había vuelto a mirarlo y pronto acabó su trabajo y empezó a guardar las
cosas en el fardo. Blade salió de la cocina y subió a su cuarto otra vez, donde cogió una capa y
se puso unas botas. Al poco rato, se encontraba en los establos acariciando a su garañón,
mientras un mozo le ceñía la silla de montar. Salió por la puerta trasera y tomó el sendero que
llevaba a la aldea más próxima. El camino se introducía en un bosque de robles y avellanos
que cubrían la mayor parte del valle y vio al buhonero que caminaba pesadamente a través de
la nieve y el barro.
Espoleó al caballo, lo puso al trote y llegó a la altura del hombre. El buhonero se detuvo
cuando él se aproximó y le dirigió una complicada reverencia.
—Milord.
—Un momento, buhonero. Me interesan los disfraces, juegos y... el desgobierno.
El buhonero sonrió y se quitó los mitones. Agitó la mano y de la nada aparecieron las
baratijas que llevaba a vender a la aldea. Lanzó algo al aire y Blade lo cogió al vuelo.
No era una chuchería común y corriente, de esas que llamarían la atención de una
criada. En la palma de la mano vio que tenía un anillo plano y hueco, de oro, con un sello. En
el sello había un dragón ram-pante hecho de esmalte rojo y plata, el escudo heráldico de
Christian de Rivers. Blade cerró la mano y miró al buhonero.
—¿Te vas a quedar ahí sentado mirándome perplejo como un vaquero? —preguntó el
buhonero, alargando el brazo.
Blade cogió aquella mano y, con un impulso, lo subió al caballo. Hizo girar al animal, y
lo condujo hacia el bosque, hasta que quedaron fuera del camino. Cuando se detuvieron, el
buhonero saltó al suelo y Blade desmontó después.
—Dios del cielo —exclamó el buhonero—, tengo los pies helados.
El hombre tiró el fardo al suelo, buscó en su interior y sacó un par de botas de cuero,
unas que no tendría un buhonero. Se sentó en el tronco de un árbol y se las calzó. Le iban
perfectamente. Suspiró, estiró las piernas y meneó los pies.
—¿Ya estás cómodo? —preguntó Blade.
—Sí.
—Entonces dame el mensaje, demonios. No sé dónde demonios encuentra Christian
tales aliados. ¿Te crees que estás dando un paseo?
Sin avisar, el buhonero metió la mano en el fardo, y cuando la sacó, sujetaba una daga.
Blade se abalanzó sobre él y le apuntó con su arma al corazón. Se quedaron mirándose el uno
al otro, esperando a ver quién era el primero en hacer un movimiento.
De pronto, el buhonero soltó una risita y bajó la daga.
—Me dijo que eras el mejor, pero yo he querido comprobarlo.
—Estás loco, podría haberte matado.
—No antes de oír mi mensaje.
—Suéltalo.
—Christian está en Escocia. Me dijo que te dijera que el cardenal de Lorraine asistió al
funeral de una mujer llamada Claude. Blade enfundó la daga y dijo en un suspiro.
—Claude, pobre Claude.
—Necesitas darte prisa, porque según dijo no era el único que iba a Escocia.
—El hijo de Estuardo.
—Sí. ¿Qué quieres que le diga?
—El viejo ha sido asesinado, pero puedo encontrar lo que estamos buscando aunque él ya
no esté.
El buhonero se levantó del tronco y se acercó.
—¿Un asesinato? Malas noticias —bajó la voz—. Cuando lo que entra en juego es un
reino, hay muchos muertos. Ten cuidado. Quizá sería mejor que me quedara en la aldea.
—Muchas gracias, pero dile a Christian que no necesito una niñera.
—Que te den morcilla. Era un ofrecimiento de mi sensible y generoso corazón.
Blade soltó una carcajada.
—No eres uno de los vagabundos acólitos de Christian o lanzarías juramentos más coloristas.
—Soy pariente de Nora. Ella me favorece porque en cierta ocasión le salvé un cachorro
mestizo que se estaba ahogando. Cree que soy la encarnación de Percival.
—Así es Nora —dijo Blade—. ¿Quieres que te lleve a la aldea? El buhonero meneó la
cabeza.
—Mi caballo y el hombre que me acompaña no se encuentran
muy lejos.
—Entonces, que te vaya bien, buhonero.
—Algunos me llaman Derry —dijo el buhonero, haciendo una reverencia—. Deshollino
chimeneas, señor, en un abrir y cerrar de ojos,
de arriba abajo.
Con una carcajada y otra reverencia, Derry levantó el fardo y se perdió entre los árboles.
Blade lo vio desaparecer. Observó su paso ligero y la facilidad con la que cargaba el pesado fardo.
Derry era mucho más joven de lo que aparentaba con su disfraz. Si Christian confiaba en él para
enviarlo a una casa en la que, por lo menos, había un traidor, es que era algo más que un simple
mensajero. Aunque pensaba que no era necesario, su amigo le había enviado a alguien de su con-
fianza para que lo vigilara y, quizá, le salvara la vida.
Aquella tarde, Blade conversaba en la gran sala con Robert y Leslie, mientras esperaban la
representación de una mascarada que habían preparado Faith, sus hijas y Oriel. Casi había
finalizado su búsqueda en la biblioteca de Thomas Richmond y no había encontrado nada.
Estaba empezando a pensar que no había nada que encontrar, pero si era así, ¿por qué habían
matado a Thomas?
—Ya no puedo aguantar más la vida en este maldito condado —estaba diciendo Leslie—. No
se organizan juegos, ni combates, ni buenas cacerías. Sólo personas como Robert y George
disfrutan en un sitio así, porque lo que les gusta es cobrar los impuestos de los campos de maíz.
Algún día tendré mi propia casa en Londres.
Robert le hizo un gesto de burla a su hermano.
—¿Con qué dinero, muerto de hambre?
—Ve a joder a un mozo de cuadra.
Robert casi se abalanzó sobre Leslie, pero Blade levantó un brazo y lo detuvo.
—Caballeros, recuerden dónde están.
—Robert —gritó Livia desde su silla junto al fuego—. Deja tranquilo al querido Leslie. Sólo
Dios sabe por qué no has salido como él. Deja por una vez que gocemos de su compañía.
Robert, ruborizado desde el cuero cabelludo hasta el cuello, murmuró algo en voz baja y
dirigió una mirada asesina a su hermano menor. Blade pensó que seguramente tendría que
intervenir otra vez, pero entonces los músicos empezaron a tocar y todos dirigieron su atención
al biombo que había ante las puertas de la sala. Los músicos se habían situado al lado y tocaban
una majestuosa melodía al violín, la gaita, el laúd y el tambor. Faith salió de detrás del biombo
ataviada con un vestido vaporoso y llevando un pergamino. Hizo una reverencia ante el auditorio,
desenrolló el pergamino y leyó.
—Ahora, gentiles damas y caballeros, escucharéis un cuento triste y horrendo. El cuento de
las tres hermosas doncellas y de la terrible braja. Las doncellas eran Belleza, Gracia y Amistad: la
bruja se llamaba Envidia.
Blade mantenía su rostro inexpresivo mientras las tres hijas mayores de Faith aparecieron
representando a Belleza, Gracia y Amistad. Ataviadas con ropas vaporosas de color plata,
aparecieron en la sala arrastrando los pies. Se suponía que interpretaban una danza, pero eso no
resultaba evidente ni en sus pasos ni en sus gestos.
Al parecer, Joan había olvidado que tenían que bailar al unísono. Se detuvo, miró a su
alrededor y Jane tropezó con ella. Agnes dio un traspiés porque se pisó la falda, luego se enderezó
y siguió a sus hermanas hasta un montón de almohadas cubiertas con una tela de satén. Se dejaron
caer y adquirieron unas posturas que a Blade le recordaron a las de los borregos cuando se echan al
suelo para pasar la noche.
—Envidia, la bruja diabólica, oyó hablar de las tres bellas hermanas y las estaba buscando
para hacerles un maleficio —Faith se volvió hacia el biombo situado a sus espaldas—. Las estaba
buscando para hacerles un maleficio.
El biombo se tambaleó y Oriel irrumpió en la sala. Blade no pudo evitar un parpadeo. Iba
vestida de negro, la habían pintado con cenizas, se había puesto unos guantes negros y sujetaba
una varita negra. Le habían desordenado los cabellos de tal manera, que parecía que hubiera estado
en medio de una tempestad y también se los habían llenado de cenizas. Llevaba una máscara negra,
con una nariz larga, puntiaguda y ganchuda. Entró en la sala, estornudó y la máscara se le torció.
Echó un vistazo a la audiencia.
—Soy Envidia, mezquina y mala, celosa y vil. Mi propósito es hacer daño a Belleza,
Amistad y Gracia. No descansaré, uh, no descansaré... Oh, son la peste. ¿Dónde están? —
suspiró, se dirigió hacia sus primas y les habló con un tono fúnebre—. Oh, que suerte
maravillosa encontraros. Ninguna se salvará, os mataré y reinaré como Belleza —levantó la
vara con un gesto inexpresivo y tocó con ella a Joan.
Blade se tapó la boca con la mano y disimuló una carcajada como si le hubiera dado un
ataque de tos. Los ojos se le llenaron de lágrimas, tan grande era el esfuerzo que hizo para no
reír.
Faith volvió a leer. Se apartó unos pasos del biombo y se detuvo frente a Blade y le
dirigió una mirada llena de intención.
—Oh, ¿quién salvará a Belleza? Oh, ¿quién, quién?
Blade miró a Robert y luego a Leslie. Le dirigieron una risita disimulada. Echó un
vistazo por la habitación y observó que toda la familia estaba esperando. Se levantó y se
inclinó ante Faith, sonriendo con malicia.
—Yo salvaré a Belleza.
Rápidamente se alejó de Faith y se acercó a las jóvenes que estaban entre la montaña de
almohadas. Mientras lo hacía, pasó junto a Oriel y tropezó con ella. Ésta soltó un grito
mientras él la tomaba entre sus brazos.
—No temas, Belleza. Yo te salvaré de la malvada Envidia —Oriel le dio un golpe en las
costillas con la vara—. ¡Ah, ah! Envidia es muy fuerte.
Blade la hizo girar y Oriel dejó caer la vara. Entonces empezó a pegarle y a darle
patadas. Él se detuvo, se agachó un poco y se la echó al hombro. Entonces, apartando las
ropas llenas de ceniza, se dirigió al auditorio.
—La vil Envidia debe ser encarcelada —se volvió hacia Joan—. No temas, hermosa
Belleza. Me llevaré lejos a Envidia, la encerraré y la vigilaré para que ningún peligro te
amenace.
Le dirigió una sonrisa a Joan, se volvió y corrió detrás del biombo, fuera de la gran sala.
—¡Soltadme, señor!
—Jamás escucho a las brujas —pasó corriendo junto a los criados y bajó a las cocinas.
Los sirvientes estaban ocupados lavando platos y barriendo los suelos. Se detuvo junto a uno
que estaba arrodillado en el suelo.
—¿El sótano?
El criado parpadeó.
—No se lo digas —gritó Oriel. ,
—El sótano, muchacho.
El joven señaló una puerta y Blade la cruzó y se encontró con unas escaleras que formaban un
ángulo y se perdían en la oscuridad de un túnel negro. Blade se volvió y pidió a gritos una vela y la
llave. El mayordomo de Richmond apareció con ambas cosas y él empezó a bajar los escalones con
Oriel gritando amenazas junto a su oreja y pateándole las costillas.
—Quieta u os dejaré caer por el agujero.
—¡Dejadme en el suelo!
Blade no contestó. Llegó al pie de la escalera y encontró otra puerta. Estaba entreabierta porque
allí se guardaba el vino que se servía en la gran sala. Entró, colocó la antorcha en el soporte de la
pared y a Oriel en el suelo. Deslizó la llave en la cerradura, y cerró la puerta.
—¿Qué pretendéis con esta broma estúpida? —preguntó Oriel, mientras se frotaba el
estómago y se retiraba los rizos que le habían caído sobre la cara.
Blade levantó la mano, sin dejar de reír.
—Vamos, señora. Era evidente que no os gustaba vuestro papel y decidí rescataros. No
vendrán a buscarnos aquí.
—Todos se reirán de mí —contestó ella, frunciendo el entrecejo—. Como vos lo estáis
haciendo.
—Sí—le replicó Blade—. Me estoy riendo. Os aseguro, chére que como en mi vida ha
habido tan pocas cosas divertidas, os agradezco desde el fondo del corazón que me hayáis dado una
alegría tan encantadora.
Desapareció la expresión ceñuda del rostro de Oriel y la joven dio unos pasos hacia él.
—¿Es cierto que os hago reír, no se trata de una burla?
—¿Cómo podría reírme de una criatura fantástica que es igual que un hada?
—Oh.
Blade se la quedó mirando mientras ella tomaba en consideración sus palabras. Ella frotó sus
zapatillas contra las baldosas de piedra del suelo y estornudó a causa de una nube de ceniza que se
levantó de la falda. Él se sacó un pañuelo de la manga y se lo alcanzó. Ea joven se frotó la nariz y
luego empezó a quitarse el polvo de la cara y de los hombros.
—¿Os he atemorizado?
Ella no contestó, pero apartó la cabeza y se mordió el labio. Blade cerró los ojos y
maldijo su cuerpo demasiado dispuesto. Oriel no sabía lo cerca que había estado de forzarla.
No quiso pensar en ello. Se quedó callado procurando dominarse, recuperando el control y se
incorporó de manera que apoyó el peso del cuerpo en los brazos. Luego echó la cabeza atrás y la
miró a los ojos.
—Os ruego que me perdonéis, chére, he olvidado toda mi gentileza.
—¿Permitís que me levante?
Blade se puso de rodillas y la ayudó a levantarse, pero sin soltarle la mano.
—No quisiera que me tuvierais miedo.
—Huuum, quizá, si...
—Por Dios santo, me temo que os he dejado sin habla.
—No —contestó ella rápidamente—. Quiero decir que... —lanzó un profundo
suspiro—. La próxima vez no tendré miedo.
—Ah. La próxima vez. ¿No escaparéis si hay una próxima vez? Oriel bajó la vista y
meneó la cabeza.
—Dios es misericordioso.
Ella levantó la mirada con expresión turbada, lo que le hizo reír.
—Vamos, chére. Debemos abandonar la caverna secreta de Envidia, antes de que
vuestras tías nos encuentren.
—Sin duda estarán gruñendo y meneando el rabo —dijo Oriel, cogiendo el
pañuelo—. Oh, tengo que deciros algo sobre mi tío Tho-mas, pero lo olvidé cuando os vi besar
a Joan.
—¡Fue ella la que me besó a mí!
—Ya lo sé. No me interrumpáis. Iba a deciros que tío Thomas hizo gran hincapié en
que leyera la inscripción de su tumba si me encontraba en alguna dificultad. Lo encontré
muy extraño, así es que volví a la cripta, pero no pude encontrar nada en la inscripción.
—Mon Dieu, ¿por qué no me lo dijisteis antes? ¿Qué dice la inscripción? Rápido, chére.
—Tan sólo es una oración.
—¿Me la enseñáis?
—¿Ahora?
Blade la cogió de la mano y la sacó de la habitación.
—Después, cuando todos estén durmiendo. Vendré a buscaros a vuestros aposentos —
la miró y murmuró—: Qué suerte. Os encontraré en la cama.
—No, señor, y si lo hacéis, también encontraréis a Nell conmigo.
—Vaya, ya he servido alguna vez a dos muchachas a la vez, pero nunca pensé en recibir
tal ofrecimiento de mi virginal anfitriona.
Oriel le agitó el pañuelo delante de la cara. El polvo le hizo estornudar dos veces. Cuando
se recuperó, la joven había desaparecido de su vista. Blade la oyó reír y salió apresuradamente
del sótano a tiempo de ver las negras faldas desaparecer en la cocina. Subió las escaleras tras
ella.
Mientras caminaba, se preguntó si iba a meterse en su cama tal como le había dicho. Lo
deseaba con una violencia desconocida para él. Pasaba las noches inquieto, lleno de anhelos, y
ahora que había tocado su piel y había estado encima de ella, sabía que no descansaría hasta
hacerla suya. ¿Lo recibiría bien a pesar de sus palabras? No estaba seguro, porque a pesar de
su erudición e inteligencia, Oriel era tan impredecible como el clima del norte. Además,
sospechaba que sus pasiones eran igual de violentas.
Eres más hermosa que el aire de la mañana ataviada con la belleza de mil estrellas.
—Christopher Marlowe
Oriel se sentó en la cama completamente vestida y esperó a que Bla-de intentara entrar
en su habitación. Había corrido las cortinas de la puerta para poder ver la que conducía a la
cámara de al lado. En el suelo, junto a la cama, y junto a un pequeño brasero, estaba el jergón
de Nell, con ella acurrucada entre las sábanas. También miraba hacia la puerta.
—Ay, señora, ¿cómo puede visitar la cripta en medio de la noche? Debe de estar llena de
fantasmas.
Ella, con un escalofrío, se quitó la manta con la que se había estado protegiendo del frío y
la sustituyó por una pesada capa. El forro de piel la envolvió y se hundió hasta la nariz en él.
—No voy a ir sola.
—No se aparte del señor.
La puerta se abrió lentamente y Oriel saltó de la cama. Había tomado en serio las
amenazas de Blade y las dos habían permanecido despiertas desde hacía unas horas; luego ella
se levantó y se vistió para que él no la sorprendiera en la cama. Apareció la cabeza de Blade, lue-
go el resto del cuerpo y frunció el entrecejo cuando descubrió a Nell y luego a Oriel.
—Cobarde.
Noli Me Tangere
Blade suspiró.
—¿Qué significa esta insinuación con sonetos y razonamientos tortuosos? ¿Sabéis por qué
quiso que leyerais el poema?
—No, pero es muy curioso que se tomara todo este trabajo para dejar unas pistas que sólo
yo podría entender. —Oriel se levantó y dejó el libro encima de la mesa—. Quizá no significa
nada, o sólo son imaginaciones nuestras.
—Si así fuera, vuestro tío no estaría muerto.
Oriel se volvió hacia él sorprendida y vio que se había acercado a la chimenea, quitado los
guantes y puesto las manos a calentar. Ella se acercó y se quedó de pie en el otro extremo de la
chimenea y también se quitó los guantes.
—Es posible que tengáis razón, y mientras tanto meditaré sobre este poema. —Se tapó la
boca para reprimir un bostezo y parpadeó lentamente mientras contemplaba las llamas.
—Meditad en secreto, chére, porque no sabemos quién pudo matar a vuestro tío.
Le recorrió un escalofrío de alarma, dio un brinco y se pisó la punta de la capa.
—Lo siento, pero prefiero veros asustada que muerta. Oriel lo miraba con expresión
horrorizada. Blade se arrodilló a su lado y le cogió las manos.
—Alguien mató a tío Thomas —dijo ella.
—Sí, porque al parecer vuestro tío ocultaba un secreto muy importante. Quizá lo mataron
por eso.
—Entonces, hay un asesino en la casa —dijo Oriel, que hasta ese momento no se le había
ocurrido. Se mordió el labio y él le rodeó la cintura con sus brazos.
—Que Dios le pudra las entrañas, a quienquiera que sea. —Blade volvió a coger sus manos y
fijó en su rostro sus ojos plateados—. Nadie os hará daño. Yo me ocuparé de eso. Además, nadie sabe
lo que estamos haciendo.
—Hasta ahora nunca me había importado morir. Blade soltó una maldición y la cogió entre
sus brazos. Presionó los labios en sus cabellos y le oyó murmurar algo.
—¿Quién es Claude?
—Vaya, debéis tener las orejas congeladas. Hace frío. Blade la obligó a volver la cara hacia él
y acercó la suya. La joven lo miró con expresión cautelosa.
—Chére, moriría antes que permitir que alguien os hiciera daño.
—No digáis eso. Yo preferiría que me hicieran daño antes de que vos corrierais algún riesgo.
Blade abrió los ojos. Le tomó la cara delicadamente con ambas manos y ella vio que le
miraba fijamente los labios. Observó cómo le latía la vena del cuello mientras permanecía
inmóvil, como el ave de rapiña antes de abalanzarse sobre su presa. Entonces empezó a acer-
car su boca a la suya. Oriel intentó apartarse, pero él la tenía bien sujeta. Oyó que decía algo
en francés, pero lo dijo en voz tan baja que no pudo entenderle. Estaba tan cerca que casi
podía sentir la tensión de su cuerpo.
—Tengo que volver a mi habitación.
Blade meneó la cabeza. Sonrió, pero su expresión era tan inflexible como la de un
verdugo.
—Demasiado tarde, chére. Demasiado, demasiado tarde.
Cubrió su boca con la suya y ella sintió que sus labios la devoraban. Mientras estaba en
su boca, empezó a sentir aquel ardor que le había provocado en la bodega. Volvió la
cabeza, para liberarse de aquellos labios.
—Nunca he tenido un pretendiente. Quiero decir que nunca he deseado...
Blade le puso los dedos en los labios.
—Shhh. Entonces dejadme que os pretenda.
Oriel lo miró a los ojos y vio el fuego que se reflejaba en ellos. Los deseaba. Deseaba
tenerlo. Se acercó más a él y se apretó contra su cuerpo.
Blade la rodeó con sus brazos, la levantó y la echó encima de la alfombra, junto al fuego.
La luz se reflejó en sus ojos, haciéndolos parecer plata derretida mientras volvía a acercar sus
labios a los de ella. Sintió que su lengua se deslizaba dentro de su boca y empezaba a suc-
cionarla otra vez con los labios. Un ardor poderoso se adueñó de sus brazos y piernas
mientras él la besaba y presionaba su cuerpo contra el suyo. Luego, suavemente, se metió
entre sus piernas.
Las manos de Blade se deslizaron hasta el cuello de la capa y la abrieron. Le
desabrochó las prendas sin dejar de besarla. Cuando ella le rodeó los hombros con sus
brazos, él se quitó la capa y la utilizó como manta. Una de sus piernas empezó a frotarle el
muslo y notó que la falda del vestido le subía por la pierna. Oriel podía oír su propia
respiración, cada vez más fuerte y más rápida, pero cuando él le puso una mano en el cuello,
olvidó sus temores.
Su mano se quedó un momento en su piel desnuda y luego, poco a poco, fue
descendiendo por el cuello hasta el pecho. A través del vestido de lana, sintió el calor de su carne
cuando se detuvo en el pecho. Sus labios siguieron el camino de la mano y ella se dio cuenta de
que em-
pezaba a perder el vestido. Arqueó los hombros y permitió que sus labios fueran bajando
hasta alcanzar sus pechos.
Apenas consciente de otra cosa que de sus labios, se quedó sin aliento cuando sintió su
mano moverse entre sus pechos, retirándole el vestido hasta que los pezones quedaron libres.
Cuando sus labios cayeron sobre ellos, ella aspiró con fuerza y arqueó la espalda. Dentro de su
boca los pezones aumentaron de tamaño y ella estuvo a punto de gritar, tan punzante fue la
sensación que tuvo. Le dolían las ingles y empezó a mover las caderas.
El había empezado a jadear como ella. Cambió de posición y cogió con los labios el otro
pezón. Un doloroso placer le recorrió el cuerpo y ella le empezó a arañar la espalda a través de
su jubón. Frustrada, le desgarró la ropa y deslizó las manos por dentro, para sentir su pecho y
su espalda. Mientras, él se movía de un pecho al otro, le acariciaba la pierna, acercándose
cada vez más a la parte superior del muslo. Finalmente, la mano acarició la carne ardiente al
mismo tiempo que le mordía suavemente un pezón.
Oriel sufrió un sobresalto e intentó apartarse, pero él no se lo permitió y se apretó más a
ella murmurando palabras en voz baja. Pronto se calmó y cuando tiró del otro pezón, ella lanzó
un gemido. Le tapó la boca para acallarla y levantó un poco el cuerpo, separando las caderas.
Oriel lo buscó con impaciencia, poseída por la necesidad incontenible de tenerlo encima
de ella. Finalmente, él se lo permitió y cuando lo hizo, él le levantó el vestido y apoyó su carne
desnuda contra la de ella. Blade aspiró su aliento y luego le murmuró palabras para tran-
quilizarla. Mientras lo hacía, empezó a mover las caderas y ella sintió cómo se frotaba contra su
ingle.
Aquella tortura aumentó el dolor que sentía hasta que pensó que iba a gritar. Abrió aún
más las piernas y respondió al movimiento de las caderas de Blade. De repente, él levantó el
cuerpo y la besó al mismo tiempo. Luego sintió su presión contra ella, y luego gritó. Sintió un
aguijonazo y una gran embestida. Oriel se retorció debajo de él, pero Blade la tenía bien sujeta.
—Shhh. Quedaros quieta y os ayudaré, chére.
Ella abrió los ojos y clavó la mirada en la de él. Lentamente Blade se introdujo en su
interior mientras le iba murmurando al oído. Cuando se detuvo, estaba dentro de ella por
completo y Oriel sintió entonces su temblor. Permaneció inmóvil y recuperó el aliento. Volvió
a sentir aquel dolor y él empezó a moverse.
Al principio se movió muy despacio y luego, cada vez más deprisa.
Con cada embestida, las sensaciones en su cuerpo se agitaban y aumentaban hasta que ya no
pudo resistir más y le puso las manos en los glúteos. Mientras se movía, ella intentaba empujarlo
cada vez más dentro de ella, clavando los dedos en su carne. Finalmente, sintió una gran ex-
plosión y gritó. Blade le tapó la boca y ahogó también su propio grito. La embistió con más
fuerza, arqueó la espalda y respiró con fuerza. En su locura, ella intentó levantar el cuerpo del
suelo y casi lo consiguió.
Blade se derrumbó y presionó su cuerpo con el suyo. Apoyó la cabeza en el hombro de
ella y Oriel lo acarició. Todavía le dolía la carne, le ardía, pero el dolor no era nada comparado
con la gloriosa sensación de unión que había experimentado. Aquello estaba bien. Era lo que
ambos necesitaban. Ella quería a ese joven que seducía a todo el mundo sin proponérselo. Lo
quería para el resto de su vida. Le puso una mano en la mejilla. La tenía ardiendo. Blade
levantó la cabeza y se la quedó mirando con el entrecejo fruncido.
—Soy un desastre.
—No os comprendo.
—Dios del cielo, ckére, quiero decir que he sucumbido a la lujuria. He seducido a una
virgen.
—¿Eso es todo?
—¡Eso es todo! —dijo, respirando con fuerza, luego empezó a sonreír—. Esperaba
lágrimas y lamentaciones. La culpa la han tenido vuestros cabellos. A la luz del fuego de la
chimenea, parecen arder como llamas rojizas.
—Pero señor, dado que sois mi pretendiente, eso importa poco. ¿No es cierto?
No la oyó. Había cerrado los ojos y volvía a apretar su cuerpo contra el de ella. Ella lo
abrazó.
—Después de todo —dijo Oriel mientras él se movía en su interior—, pronto vamos a
intercambiar los votos de matrimonio.
Blade dejó de moverse. Abrió los ojos, fue a decir algo, pero un ruido en la galería los
sobresaltó.
—Rápido —dijo él—. El vestido.
Se levantó y la ayudó a ponerse de pie. Se estaba vistiendo cuando George irrumpió en la
biblioteca. Ataviado con un batín y con una espada en la mano, se detuvo cuando cruzó el
umbral y se los quedó mirando. Oriel se volvió, tenía el vestido abierto. George lo vio y soltó
un rugido,
—¡Por todos los demonios del infierno, Fitzstephen, os voy a emparedar por esto!
Y le prometí a milady
lo que iba a hacer:
de entre todas las demás,
sólo a ella acudiré.
—Enrique VIII
Blade soltó un juramento en voz baja y le dio un tirón a la capa de Oriel, pero ella lo
ignoró. George bajó la espada.
—Tu pretendiente. ¿Significa eso que vais a intercambiar votos matrimoniales?
Entonces, ¿por qué no me habías dicho nada?
—Esperad —dijo Blade.
George continuó, como si él no hubiera dicho nada.
—Entonces, esperemos a los votos. La ceremonia se hará mañana por la mañana. Le diré
al capellán que lo disponga todo para hacer públicas las amonestaciones y la boda podrá
celebrarse después.
—Esperad.
—¿Existe alguna razón por la cual no puedan celebrarse los votos? —preguntó George,
levantando la espada otra vez—. ¿O quizás es que preferís un duelo ?
Blade abrió la boca pero Oriel le rodeó el brazo con los suyos. Él la miró y vaciló,
porque ella lo estaba mirando como si lo necesitara más que comer. Le sonrió y cerró la boca.
—¡Vamos, George! —dijo—. Se ha quedado en esta lúgubre casa durante semanas para
convencerme. Nos hemos equivocado, es cierto, anticipando nuestro matrimonio, pero
seguramente nuestra transgresión será enmendada mañana.
George volvió a bajar la espada y miró a Blade.
—¿Y qué decís vos, milord? ¿Qué preferís, un compromiso o un duelo?
Blade todavía seguía mirando a Oriel. Estaba enamorada de él. Que Dios le
perdonara, pero no había prestado atención, no había comprendido lo inocente que era, a
pesar de saber tantas cosas, a pesar de su edad. Sus años entre mujeres endurecidas por la vida
licenciosa que llevaban y las intrigas de la corte le habían hecho insensible. Oriel se había
creído que su seducción significaba un compromiso, y ahora él no podía decepcionarla. Si lo
hacía, tendría que matar a su primo y su investigación de los secretos de Thomas Richmond
ya no sería posible. No tenía elección. Debía acceder y luego demorar la boda.
—¿Un duelo? —dijo—. ¿Cómo podría, milord, luchar contra el querido primo y
guardián de mi prometida?
George bajó la espada por última vez y asintió. Robert les sonrió con satisfacción
mientras temblaba dentro de sus ropas de noche. George se acercó a Oriel y la apartó de
Blade.
—No más familiaridades —dijo—. No diré nada de tu gran peca-
do, señora, pero te conducirás como conviene a una dama de Rich-mond hasta tu boda.
—Sí, George.
—A la cama —exclamó George.
Oriel se apartó de su primo y besó a Blade en la mejilla. Salió flotando de la biblioteca,
seguida de sus primos, que dejaron a Blade, como un náufrago, meditando en lo que iba a
hacer. El joven se cubrió el rostro con las manos y profirió todas y cada una de las maldiciones
que había aprendido de Jack Midnight.
La lujuria lo había vuelto loco. Ella lo había engañado con su inocencia. Cualquier otra
muchacha de su posición sabría que irse a la cama con alguien no significa necesariamente
casarse con él. Al diablo su honestidad. Si no hubiera sido tan honesta, no habría esperado que
fuera lo que aparentaba. Y aquellas tías suyas también tenían la culpa. Si la hubieran enviado a
la corte, habría aprendido los juegos del amor, y entonces no se vería obligado a desdeñarla una
vez hubiera finalizado lo que había ido a hacer a Richmond Hall.
Blade bajó las manos y suspiró. No podía hacer nada. Salió de la biblioteca y se fue a su
habitación. Rene lo estaba esperando.
—¿Te has enterado? —preguntó Blade.
—Oui.
—Está enamorada de mí —Blade se dio cuenta de lo extraña que sonaba su voz y se
aclaró la garganta. Dejó que Rene le quitara la capa mientras meditaba.
—Por Dios, Rene, está enamorada de mí.
—Ya ha sucedido otras veces. Será una más. Blade se encaró con su sirviente.
—Por todos los tormentos del infierno. Te clavaré la cabeza en una pica por haber dicho
eso. Ella no es como las otras —dijo, empezando a desabrocharse los botones del jubón con
esfuerzo—. Me ha confiado el alma, y su amor. ¿Es que no lo ves? No sólo desea el placer que
le puedo dar. No desea presumir de su conquista delante de sus rivales. Se da a sí misma y yo
la he tomado sin comprender lo que estaba recibiendo hasta que ha sido demasiado tarde.
Después de darle el jubón a su criado, se sentó en la cama y tiró de sus botas. Se sacó una
y la lanzó contra la pared. No se sentía mejor, y sabía la razón. La idea de su inminente
matrimonio le removía las entrañas. El recuerdo de sus padres le envenenaba. Su infancia había
sido un tormento. Noche tras noche huyendo a gatas de su habitación porque oía las peleas de
sus padres. Cuando ellos discutían, temblaba de miedo, y lloraba y le rogaba a Dios que los
detuviera. Pero nunca lo hacía.
Luego aquellas discusiones se convirtieron en una guerra y su padre empezó a pegar a su
madre. Fue entonces cuando él empezó a intervenir. Se ponía delante de ella y también
recibía. Sobrevivió forzándose a no recordar.
Si se casaba, quizá recordaría más. O peor todavía, quizá se volviera como él. En su
interior había una rabia provocada por el comportamiento de su padre..., una rabia que él
dominaba y no se atrevía a desatar. Todavía había noches en las que soñaba que le mataba.
No podía pedirle a ninguna mujer que se casara con alguien que deseaba matar a su padre. A
veces, se despertaba en medio de sudores, temeroso de que su alma fuera tan terrible como
sus sueños.
Y como si su miedo no fuera suficiente, había que añadir su aversión al matrimonio.
Había sido la esperanza y la defensa de una mujer cuando todavía era demasiado joven. Su
madre había muerto, librándolo de esa responsabilidad, y él pudo ocultar sus sueños. Unos
sueños que podrían liberarse si se casaba y Oriel era la única persona a la que no podría
ocultárselos.
A la mañana del día siguiente, se dirigió a la capilla de Richmond lleno de aprensión.
Ninguna de sus intrigas había llegado tan lejos como una promesa de matrimonio y jamás se
había visto obligado a decepcionar a una persona tan inocente como Oriel. Avanzó por la
nave hasta el coro y se detuvo frente al altar; en el rostro una expresión impasible cuando
saludó a la familia Richmond. Todos habían madrugado para asistir a la precipitada
ceremonia.
Livia y sus hijas lo rodearon.
—Muy poco apropiado para el honor de la familia —dijo—, celebrar el compromiso con
tanto apremio.
—Bueno, ya hemos arreglado los contratos entre nosotros —dijo George—. No hemos
querido agobiaros en vuestro dolor por la muerte de tío Thomas.
Como sabía que Livia no sentiría dolor ni que lo crucificaran, Blade apartó la vista de
ella y se topó con la especulativa mirada de Leslie.
—Os ponéis al galope cuando os apetece, ¿verdad Fitzstephen?
—Vuestra prima ha ganado mi corazón con su belleza y su inteligencia.
—¿Oriel? —Leslie pareció considerar la belleza y la inteligencia de su prima por
primera vez—. Lista es, si lográis conseguir que se ol-
vide de esas preguntas desconcertantes que suele hacer. Pero ¿bella? ¿Lo creéis así?
—Si no lo veis, es que estáis ciego. Leslie lanzó una risita.
—Quizá sea porque he crecido a su lado —dijo, dando un codazo a Blade—. Seré útil
haciendo de carabina para los dos. Como el sabueso favorito, siempre tras vuestros talones.
—Entonces yo os encerraré en la perrera.
Estaba charlando de este modo con Leslie, cuando Oriel entró en la capilla, con Faith y
sus hijas. La puerta de la capilla estaba abierta y entraba la luz del sol y ella se detuvo en la
entrada. La luz la envolvió en una tonalidad dorada, encendiendo sus oscuros cabellos y
convirtiéndolos en una brillante corona. Por un instante, Blade olvidó sus escrúpulos, olvidó
los secretos de Thomas Richmond y el peligro que corría la reina de Inglaterra.
Ella avanzó por el pasillo, una figurilla empequeñecida por las columnas y las elevadas
bóvedas en arco y él observó que Faith había convencido a la tozuda Oriel para que se pusiera
un vestido de dama para la ceremonia de compromiso. No era extraño que cuando se detuvo en
la entrada pareciera de fuego. Llevaba un vestido de oro y marfil, bordado con encajes de oro
y perlas. Blade parpadeó cuando el vestido y sus cabellos brillaron con los rayos del sol.
No pudo reprimir una sonrisa cuando ella se dirigió hacia él porque, como era habitual,
había olvidado la gracia que debía tener una dama y sujetaba el abanico de plumas doradas
como si sujetara unas riendas. Detrás de ella, caminaban en desorden las jóvenes Richmond,
que se deslizaron hasta el banco de la iglesia, riendo y murmurando. Todas excepto Joan, que
exhibía aires de mártir. Cuando se sentó, observó que se inclinaba y tiraba de la parte trasera de
la falda de Oriel. Ésta se detuvo y se tambaleó. Blade se adelantó y la sujetó por el brazo. Le
llegó un aroma a lavanda y a especias y sintió un ardiente deseo que le hizo apretar las
mandíbulas y maldecirse a sí mismo.
La ceremonia fue breve, un intercambio de votos «de futuro», en los que ambos dijeron
«Sí querré», en respuesta a las preguntas del capellán. Blade se sintió aliviado, porque si los
votos hubieran sido de praesenti, en los que habrían tenido que contestar «Sí quiero», el com-
promiso habría sido mucho más difícil de romper.
Había tenido la presencia de ánimo de pensar en un anillo aún antes de que George
hubiera ido a verlo con el ofrecimiento de prestarle uno. Puso el anillo en el dedo de Oriel,
sorprendiéndose de lo pequeña que se veía su mano cuando la apoyó encima de la suya. El anillo
era suyo, un anillo que su familia había llevado durante generaciones. Un grueso anillo de oro,
con el escudo heráldico de los Fitzstephen, en el que estaba grabada la divisa per palé, con un
halcón a la derecha y un yelmo a la izquierda. Era demasiado grande, pero Oriel lo miró mara-
villada, y cerró los dedos para que no se le cayera.
No esperaba que ella le pusiera un anillo. No le daba importancia a esas cosas, así que
cuando ella murmuró «Sí querré» y le tomó la mano, él simplemente le sonrió. Ella le
devolvió la sonrisa, pero entonces abrió la mano y le deslizó un anillo en el dedo que provocó
la sorpresa de Blade.
Se trataba de un anillo de oro rojo muy trabajado en el que estaba montada una gran
esmeralda cuadrada, mayor que la uña de su dedo pulgar. La pieza era antigua y más valiosa
que todo lo que había visto llevar a Oriel hasta entonces. Sabía que era una heredera, pero no se
le había ocurrido pensar nunca en las riquezas que poseía. Oriel acababa de entregarle un anillo
con el que se habría podido comprar un castillo pequeño.
Dejó que deslizara la joya en su dedo y, de repente, la ceremonia ya se había acabado.
Lanzó un profundo suspiro y la besó. La joven abrió los labios bajo su boca, deslizó los
brazos alrededor de su cuerpo y apretó el suyo contra el de él. Un carraspeo de Faith, le hizo
volver a la realidad. Cuando levantó la cabeza, Oriel lo miró y entonces él olvidó la
reprobación de las tías en el fuego de sus ojos.
Livia lanzó un bramido. Los jóvenes recobraron la compostura y se arrodillaron ante el
altar para el servicio que seguía a la ceremonia. Cuando el capellán empezó a cantar, Oriel
deslizó su mano en la suya y la apretó. Sus labios fueron a decir algo, pero él mantuvo la
compostura cuando ella le hizo cosquillas en la palma con la punta de los dedos. Cuando
finalizó la ceremonia, Blade cogió la mano de Oriel y la deslizó bajo su brazo. Salieron de la
capilla en procesión y entraron en Richmond Hall, donde iba a celebrarse la fiesta.
Sus prevenciones acerca de su situación volvieron y le quitaron el apetito. Como era
Cuaresma, mediados de marzo, había pescado y más pescado. Se limitó a servir el salmón a
Oriel. Ésta rechazó las ostras y el bacalao frito y Blade observó fascinado cómo arrugaba la na-
riz cuando le sugirió que comiera anguila. Finalmente, la animó a comer fresas confitadas.
Como deferencia a la estación, no se había organizado ninguna danza. Por la tarde, se
liberó de las atenciones de las tías y de los primos. Oriel se había retirado pronto para
cambiarse, porque se había cansado de llevar ese vestido tan pesado lleno de bordados. Blade
deambulaba por su cámara imaginando cómo se tomaría Oriel la inevitable petición de
deshacer los votos, cuando oyó unos sollozos procedentes de la biblioteca. Atravesó el pasillo
que había entre las dos habitaciones y allí estaba Oriel, hundida en la silla de sir Thomas
Richmond, regando con sus lágrimas el brazo tallado. Blade se arrodilló a su lado, mientras se
preguntaba si no habría percibido sus renuencias.
—Chére?
Los sollozos se detuvieron. Oriel levantó la cabeza. Tenía las pestañas y las mejillas
húmedas, y se cubría la nariz con un pañuelo.
—Cbére, ¿qué te sucede?
—Oh, nada.
Blade la tomó de la mano y ella volvió la cara.
—Decídmelo, porque no me moveré hasta que no me digáis cuál es la causa de vuestra
pena.
Oriel se mordió el labio inferior y luego lo miró a los ojos.
—He discutido con tía Faith.
—Eso es normal. Oriel casi le sonrió.
—Está furiosa conmigo porque... porque...
—Lo de anoche.
—Sí, pero no porque perdiera mi virtud. Me ha dicho que yo me abrí de piernas para
obligaros a casaros conmigo en lugar de con Joan. Sus palabras me han hecho sentir tan mal,
sentir que lo que hicimos fue tan horrible. Y luego me ha dicho que la Biblia condena a las ra-
meras como yo. Y dice que una mujer cuyo corazón está lleno de serpientes es peor que la
muerte. Luego ha citado los Proverbios: «Su final es más amargo que el ajenjo, tan afilado como
una espada de doble filo».
—Vuestra tía tiene el alma de un cerdo. ¿Cómo es posible que la escuchéis? —le puso
una mano en la mejilla—. Escuchadme a mí, ché-re. «Mirad lo hermosa que sois, mi amor;
mirad lo hermosa que sois; ojos de paloma.»
Blade fue recompensado con una sonrisa resplandeciente. Le cogió la mano que tenía en
la mejilla y la apretó entre las suyas.
—Como el manzano entre los árboles del bosque —dijo ella suavemente—, así es mi
amado entre los hijos. Me siento bajo su sombra con gran deleite y sus frutos son tan dulces.
Raramente una mujer podía hacerle ruborizar. ¿Qué le estaba sucediendo? Blade bajó
los ojos y se quedó mirando fijamente sus manos.
—Blade —dijo Oriel.
—Sí.
—Me temo que la he llamado arpía celosa.
Blade se echó a reír, olvidó su incomodidad y la besó en la mejilla.
—Me alegro de oírlo.
—Blade.
—Sigo aquí.
Ahora fue ella quien se quedó mirando sus manos fijamente.
—Yo... —se aclaró la garganta y empezó de nuevo—. He perdido mi virtud, pero... pero
no me arrepiento. Quería hacerlo. Jamás pensé que encontraría a alguien que merecería mi
estima y mis deseos, a la vez.
Jamás ninguna mujer le había sorprendido de ese modo. Cuando ella lo miró, él vio
amor y deseo al mismo tiempo, mezclados como jamás los había degustado antes. Era como si
le estuviera ofreciendo el santo Grial. No tenía palabras para contestar, pero aliviado,
observó que ella no esperaba nada y cambiaba la dirección de sus pensamientos como si
estuviera convencida de que él tenía los mismos sentimientos hacia ella.
—He venido aquí a pensar, para no discutir con mis tías gruñonas
—se inclinó sobre el brazo de la silla y cogió el libro de poemas de sir Thomas Wyatt.
—Estaba pensando por qué mi tío me indicó este soneto.
Agradecido porque eso le distraía de sus incómodos pensamientos, él asintió. Era el
momento de ayudarla a dirigir sus pensamientos en la dirección correcta.
—Thomas Wyatt —dijo— estaba enamorado de la madre de Su Majestad, hace mucho
tiempo. Estaba enamorado de Ana Bolena.
—Sí, es evidente en este poema. ¿Sabéis que mi tío era muy amigo de un hombre que
estuvo a punto de casarse con Ana Bolena? Se llamaba Henry Percy y era el heredero del
condado de Northumber-land, pero el cardenal Wolsey rompió su compromiso. Mi tío decía
que Henry Percy nunca se recuperó de la pérdida de Ana Bolena
—Oriel apartó los ojos del libro y se lo quedó mirando con expresión solemne—. Debió
de ser una criatura fascinante.
—Chére, se me acaba de ocurrir una cosa. Esas alusiones de vuestro tío, se refieren todas
a Ana Bolena.
—Dante Alighieri
Oriel volvió a mirar a Leslie y observó que su primo se había detenido y estaba hablando con
un buhonero que llevaba un gran fardo y capas y capas de ropas andrajosas. Mientras los observaba,
ellos elevaron la voz, aunque no consiguió entender lo que estaban diciendo. De pronto, Leslie
levantó una bota y la hundió en el pecho del buhonero.
—¡Blade, mirad!
Mientras daban la vuelta a las monturas, Leslie saltó del caballo y cayó sobre el buhonero
que yacía en el suelo. El semental de Blade pasó junto a ella, que se quedó mirando como
galopaba hacia los hombres, que estaban rodando por el suelo cubierto de nieve. Sin esperar a que
el caballo se detuviera, Blade saltó de la silla, corrió hacia ellos y se interpuso entre ambos.
—¡Apartaos de mi camino! —le gritó Leslie, sacando la espada—. Le voy a dar a este bastardo
una lección de buenos modales. Así aprenderá a no burlarse de sus superiores.
—Estúpido cretino, has empezado tú, llamándome villano hijo de puta.
—Dios del cielo —dijo Leslie—. Jamás he conocido a un desgraciado con tantas ganas de
morir.
Leslie intentó desembarazarse de Blade, que daba la espalda al más joven. Dio unos tumbos
hacia atrás y soltó una maldición. Mientras tanto, el buhonero se puso el fardo al hombro. Pasó
junto a Oriel, caminando pesadamente sobre la nieve. Mientras le hacía un guiño, le puso en la
mano una cajita de madera, con una sonrisita. La joven se lo quedó mirando mientras se alejaba,
pero las maldiciones de Leslie la distrajeron. Blade mantenía bien sujeto a su primo.
—¡Soltadme!
—Dominaos, estáis fuera de vos. ¿Derramaríais sangre delante de Oriel?
Leslie dejó de forcejear y Blade lo soltó.
—Me ha sacado de mis casillas —dijo Leslie—. Pero el muy estúpido no ha querido
enseñarme sus papeles. Estoy seguro de que no tenía permiso para vender sus cachivaches. Sin
duda es un bandido.
—Algún día —dijo Oriel—, algún día tu temperamento te va a llevar a la tumba, Leslie
Richmond —miró a su alrededor—. El buhonero se ha ido.
Blade silbó al caballo y alargó la mano hacia el animal, mientras éste se acercaba al trote.
—En cualquier caso, no permito peleas y derramamientos de san-
gre en presencia de Oriel. Y ahora que le habéis dado una tunda, ya no lo volveremos a ver.
—Me ha entregado esto —dijo Oriel mostrando la caja que tenía en la mano.
Los dos hombres aproximaron los caballos cuando ella la abrió.
—Confites —dijo ella.
—Confites —repitió Blade—. Confites. Sin duda os los dio para disculparse por su
comportamiento.
Oriel cogió un dátil confitado y se lo metió en la boca.
Cuando volvieron a la casa, Oriel despidió con un gesto al criado que estaba en la
habitación de al lado de la biblioteca y cogió una jarra de cerveza. La vasija de plata chocó
contra una de las copas que había en una bandeja, encima de una mesa lateral.
—Dejad que os ayude, chére.
Blade se quedó a su lado mientras Leslie cogía un laúd de marfil que encontró apoyado
en una silla y se hundía en los almohadones que había a su lado. A Oriel le temblaban las
manos. Se sintió aliviada cuando vio que Blade cogía la jarra y servía la cerveza. No dejaba de
mirar a Leslie, no podía remediarlo. Pero él no se daba cuenta porque estaba pellizcando las
cuerdas del laúd.
Oriel se volvió a mirar a Blade y observó fascinada que estaba manipulando el grueso
anillo de sello que llevaba en la mano derecha. La piedra se deslizó a un lado y dejó al
descubierto un hueco lleno de un polvo fino y oscuro.
—¿Sabéis alguna tonada? Preguntó con calma, mientras daba unos golpecitos al anillo y
vaciaba el contenido en una de las copas de cerveza.
Oriel, sin dejar de temblar, observó que el polvo se disolvía al instante.
—Prefiero escucharos, Fitzstephen —dijo Leslie—, en lugar de abochornarme cantando
ante un hombre tan dotado.
Blade sirvió otra copa y se la dio a Oriel. Cuando ella la cogió, sus miradas se cruzaron.
Mostraba la misma entereza que un sacerdote sirviendo el vino de la comunión. De repente,
comprendió que no era la primera vez que lo hacía, quizá lo había hecho muchas veces.
—¿Quién sois? —le preguntó, de pronto, en voz baja.
El apartó la vista de la copa, la miró, y volvió a fijarla del recipiente.
—Soy Blade. Servid la cerveza, chére.
Oriel no se movió. Él se la quedó mirando un momento, luego levantó la copa y tomó un
sorbo.
Seguramente, no hay nada más mezquino que un hombre entre todas las cosas que se
mueven y respiran sobre la Tierra.
—Hornero
Cuando acabó, todos, excepto Faith y Oriel aplaudieron y rieron. Se levantó y se reunió con
el grupo y luego le volvió a ofrecer el brazo a Oriel. Ella permaneció sin decir nada, con el rostro sin
color. Bla-de, en cambio, había esperado que se pusiera furiosa.
El joven se inclinó y le tomó una mano.
—Cheret
Oriel permitió que la ayudara a levantarse, fue con él a buscar sus copas y luego dejó que la
condujera a un lado de la mesa donde estaban las jarras. Oriel permaneció en silencio mientras
Blade le servía el vino. Cuando él le puso la copa en la mano, se humedeció los labios y murmuró:
—Podría estar esperando un niño. Blade se atragantó con el vino.
—Por Dios, chére, espero que no —dijo, una vez recuperado—. Sería una pesada carga
para vos. Después de todo, nos conocemos tan poco el uno al otro. Ya tendremos tiempo para los
niños, más adelante.
—Creo que tenéis razón. Sin embargo, me gustaría casarme pronto. George dice que
deberíamos hacerlo dentro de cuatro semanas,
—¿Eso es lo que dice?
—¿No estáis de acuerdo? —preguntó Oriel.
—Oh, sí, desde luego. Cuatro semanas. Sí, cuatro semanas. Y ahora, en cuanto al
cobertizo. Me temo que no deberíamos ir allí solos. Después de todo, estamos prometidos
y...
—¿No deseáis estar conmigo?
—Sí, demasiado. Tanto que el deseo me produce un dolor constante, pero el honor
requiere que sea circunspecto en este sentido.
—Al diablo el honor —sonrió Oriel con burla—. Que nos deje reunimos esta noche
en el cobertizo donde yo pueda remediar vuestro dolor.
—Por los clavos de Cristo, ya os he dicho que no quiero que os aventuréis a salir sola
de la casa por la noche.
—Pero...
Blade miró a su alrededor para ver si alguien los estaba observando, la tomó del brazo y la
zarandeó. Luego, mirándola fijamente con expresión de mando, continuó.
—Oriel Richmond, si intentáis abandonar la casa esta noche, os romperé los vestidos y
os encerraré en vuestra habitación.
—No lo haréis.
—Sacre Dieu, después de lo que ha pasado entre nosotros, ¿acaso lo dudáis ?
—Sois un sapo apestoso.
Se desembarazó de su brazo e intentó alejarse de él, pero Blade volvió a sujetarla.
—Soltadme —dijo—. No me gusta vuestra arrogancia, milord. A lo mejor ya no deseo
reunirme con vos en el cobertizo ni en ningún otro lugar.
Sabiendo que había ganado, no pudo resistirse a burlarse de él.
—No me despreciéis, chére. Me estáis tentando para que os demuestre quién es el amo.
Oriel giró en redondo y Blade perdió la sonrisa cuando viola expresión de su rostro.
—Dios santo. ¿Y eso es lo que debo esperar? ¿Un hombre que quiere adueñarse de mí
como si fuera un caballo salvaje? Pues bien, gracias por haberme mostrado vuestra verdadera
naturaleza antes de celebrarse la boda. Ahora tendré que considerar si deseo este matrimonio.
Ante Dios juro que preferiría quedarme soltera que someterme a vuestro dominio.
—Esperad, Oriel...
—Que Dios os acompañe, señor.
—Aristófanes
Oriel entró en su aposento con ánimo tempestuoso. Malditos hombres, Blade era tan
autoritario e inflexible como sus tías. Si no se hubiera dirigido a ella como si fuera una sierva;
podía haberle pedido que no viajara por la noche sola porque temía por su seguridad, sin
necesidad de interpretar el papel de amo de esclavos.
Se detuvo en medio de la habitación y encontró a Meg, la nueva doncella procedente de la
aldea que había venido a ayudarla.
—¿Nell todavía juega al escondite? Meg hizo una reverencia.
—Sí, señora.
Suspirando, se dio la vuelta para que la ayudara a quitarse las horquillas que le mantenían los
cabellos fuera de la cara.
—No se escondía desde que la sorprendí en los establos con el heredero de lord Montague.
Bueno, mañana iré a buscarla a la aldea.
Se sumergió en otro silencio malhumorado. ¿Por qué los hombres dan por sentado que las
mujeres no poseen lógica, simplemente porque son diferentes? Había descubierto muy deprisa
que hasta un hombre atractivo podía ser intolerable cuando jugaba a ser un señor feudal. Se
había pasado media vida presa de las murmuraciones y la lengua viperina de sus dos tías. Y
ahora que había conseguido liberarse un poco de ellas, no iba a someterse al dominio de un
señor feudal.
Sin embargo, si estaba esperando un hijo, no tendría elección. Meg la ayudó a ponerse el
camisón por la cabeza y se metió entre las sábanas. Blade tenía mucho poder sobre ella; le había
hecho olvidar su honor. Debía decidirse a dominar sus pasiones. Pero ¿cómo iba a poder hacerlo, si
hasta cuando él le decía aquellas palabras convertidas ' en órdenes, sentía enormes deseos de
deslizar las manos por debajo de su ropa y acariciarle los músculos del pecho? Esto a ella la dejaba
perpleja.
Deseó que tío Thomas estuviera allí para poder contárselo y escuchar su consejo. Pero se
había ido, dejando tan sólo una huella de rompecabezas y conjeturas detrás. Hojas de roble. Su
tío había sido muy listo ocultando sus secretos. Porque de toda la familia, sólo ella había tenido el
discernimiento para seguir las pistas que había dejado. Leslie podía haberlo hecho también, si le
hubiera interesado.
A Thomas debía preocuparle la amenaza que se cernía sobre Su Majestad, procedente de
las grandes familias del norte. El conde de Westmoreland y el duque de Norfolk eran católicos.
Casi todo el norte lo era, aunque leal a la reina Isabel. Sin duda, su tío Thomas había intuido que
intentarían destronar a Su Majestad con la excusa de que era hija ilegítima y hecho todo lo posible
por evitarlo.
Recordó a Thomas diciéndole que admiraba a Isabel. Por eso había dejado de escribir el
diario. Aunque era un anciano, había querido servir a su reina. Le vino a la cabeza la imagen de la
caligrafía temblorosa de las últimas páginas del libro. Era legible hasta el final, donde su tío había
dibujado la hoja de roble. Debajo estaba uno de los dichos favoritos de su üo,fronti nullafides: no
te fíes de las apariencias.
Oriel se acurrucó debajo de las sábanas, mientras Meg corría las cortinas alrededor de la
cama. Hasta la llegada de Blade, su tío Thomas había sido la única persona con la que había podido
hablar; Blade, cuya mente era tan rápida como hermoso su cuerpo, y cuyas maneras eran tan
gentiles como dominante su carácter. Se dispuso a dormir resuelta a enfrentarse con el tirano a la
mañana siguiente.
Soñó con las manos de Blade y con sus largas piernas y que unas hojas de roble le caían
encima. Le empezaban a caer encima cuando ella le abría su cuerpo, y los cubrían a los dos por
completo. Blade las ignoraba y seguía besándola encima de ellas, pero una de aquellas hojas se
posó en su nariz y estornudó.
Oriel abrió los ojos. Se incorporó en el lecho y se frotó la nariz. Rodeada por los
cortinajes de la cama con dosel, oyó el ronquido de Meg en el jergón a los pies de la cama.
Algo la había despertado. No le llegó otro sonido que los ronquidos de Meg. Permaneció
sentada recordando su sueño acerca de hacer el amor y las hojas de roble.
¡Hojas de roble! El dibujo al final del diario. Dios santo. Su tío Thomas había sido muy
listo. Buscó la bata, se la puso; también las zapatillas. Apartó las cortinas y se deslizó de la
cama. Meg todavía roncaba cuando salió de la habitación y se dirigió al segundo piso.
Avanzó rápidamente por la segunda galería, luego se detuvo en un punto iluminado por
la luz de la luna que entraba por los altos ventanales que daban al patio. Aguzó el oído, pero
sólo oyó el sonido del viento soplando contra los cristales de las ventanas. Se dirigió de pun-
tillas a la puerta de la biblioteca y entró. Una vez dentro, cruzó la habitación, salió al pasillo
para dirigirse a la habitación de su tío. Cuando empujó la puerta, crujió ligeramente.
La habitación estaba tan oscura como la biblioteca. Las ventanas estaban cerradas,
también las cortinas de la cama, sujetas al borde del colgador y ladeadas. Entonces
repentinamente algo la agarró por la muñeca y la empujó. Oriel gritó al perder el equilibrio y
cayó encima de la cama. Sintió un peso encima y algo que le pinchaba encima del corazón.
—¿Oriel?
—¡Ah! —exclamó, escudriñando la sombra que yacía encima de ella y le hablaba con
esa voz mágica que ya le era tan familiar. Luego apareció otra sombra detrás de Blade.
—Mon seigneur?
—No es nada, Rene. Puedes irte. La sombra desapareció.
—Me habéis hecho daño —dijo, mientras dejaba de sentir la presión en pecho.
—Sacre Dieu, mujer, casi os mato.
Seguía encima de ella y sintió sus manos recorriéndole el pecho.
—Os apuntaba en el corazón con una daga, tontita. ¿Qué estáis haciendo aquí?
El cuerpo de Blade despedía mucho calor. Estaba mareada y cuando apoyó la cabeza en
su hombro, encontró que estaba desnudo. Le palpó el resto del cuerpo: también estaba
desnudo. Le oyó contener el aliento cuando le acarició los muslos.
—¡Dios santo, no sigáis!
Blade se apartó y se revolvió entre las sábanas. La acercó a él cogiéndola por la muñeca y
le dijo gruñendo:
—¿Qué estáis haciendo aquí? Cuando nos separamos, me estabais riñendo como si
fuerais una trucha loca. Ouch.
—¿Os he hecho daño en la nariz?
—Sí.
—Bueno, entonces cuidad vuestros modales.
—Oriel, os estáis convirtiendo en una arpía.
—No soy una arpía. Sois vos el que se está convirtiendo en un tirano y en un bruto. Y
ahora escuchadme. He descubierto algo acerca del diario de tío Thomas.
—¿Por eso os habéis metido en mi cama?
—Sí.
—Oh.
Blade pareció defraudado, pero ella no se dio cuenta, porque su descubrimiento era
importante.
—Tío Thomas dejó otro rompecabezas.
Oriel describió el dibujo de la hoja de roble y el comentario al final del diario.
—¿Lo recordáis?
—Sí, pero los escritores a menudo acaban sus textos con tales fiorituras.
—Tío Thomas no y, además, esa hoja de roble... la he visto antes.
—Está en toda la biblioteca.
—Pero no dentro de un rectángulo, como en el diario.
—¿Y?
—Sé dónde encontraremos una hoja de roble igual. En la antigua cabana de caza.
Oriel oyó un gemido.
—¿Es que no van a acabar nunca los rompecabezas?
—Creo que será el último —dijo ella—. Ya no hay más bibliotecas, cobertizos ni
habitaciones decoradas con hojas de roble.
—Ruego a Dios que estéis en lo cierto —dijo Blade, acariciándole la mano—. Muy bien,
encanto. Iremos al antiguo cobertizo mañana por la mañana. Cuando salgáis a dar vuestro
paseo a caballo habitual, yo me las arreglaré para salir después e iré a vuestro encuentro. Este
último rompecabezas me preocupa. ¿Qué podría ser tan importante para que vuestro tío no
lo incluyera en un diario secreto?
—No lo sé, pero Blade, sea lo que sea, quizá lo mataron por eso y no por el diario.
Blade la tomó en sus brazos y la apretó hasta que sintió que le faltaba el aliento.
—Chére, temo por vuestra seguridad. Dios santo, creo que no me lo perdonaría si os
ocurriera algo.
Oriel hundió la cabeza en su cuello.
—Por eso hacéis el papel de tirano. El miedo os convierte en señor de esclavos.
—Lo que dije era razonable.
—Una persona razonable se explica antes de actuar como si fuera el César. —Temblando,
aunque ansiosa por sostener sus argumentos, empezó a moverse debajo de las sábanas.
—¿Qué estáis haciendo?
—Tengo frío. Si vamos a seguir discutiendo, necesito taparme —se acomodó en la almohada y
se acercó más a él.
Blade apartó su cuerpo del de ella y se incorporó apoyándose en un codo.
—Marchaos.
—¿Qué sucede?
—Os lo dije. No deberíamos ponernos en situación de engendrar un hijo hasta que estemos
casados.
—Tío Thomas me dijo que siempre ha sucedido y, además, ¿y las otras mujeres? ¿Las de
Francia y las otras? Entonces no os preocupaban los hijos.
Oriel oyó su gemido, pero estaba demasiado oscuro para ver su expresión.
—Dios, mi crueldad está siendo recompensada.
—¿Qué queréis decir?
Oriel alargó la mano para cogerle el brazo, pero se encontró con su cadera. Acarició el
muslo arriba y abajo y él le cogió la mano.
—Sacre Dieu, esas mujeres sabían cómo hacerlo, la mayoría estaban casadas, y las que no lo
estaban sabían cómo... Dios, ayúdame, nunca había tenido una conversación así con una doncella.
Oriel estaba cada vez menos interesada en las damas del pasado de Blade. Su ardor la llamaba,
y la vibración de su voz le provocaba hormigueos en el cuerpo. Se acercó más a él, sabiendo que ya no
podía retirarse más porque estaba en el borde del lecho.
—Chére, no. Volved a vuestra habitación.
—¿Por qué?
—Ya os lo he dicho.
Oriel le puso la mano que le quedaba libre en la espalda desnuda.
—¿Entonces, por qué hicisteis el amor conmigo?
—Porque me volví loco, y lo sigo estando desde entonces. Cristo, no me toquéis, os lo
ruego. Prefiero el potro a este tormento. Oriel, estoy intentando preservar vuestro honor, y
no me ayudáis en nada.
Oriel había liberado su mano y volvió a apretar su cuerpo contra el de Blade.
—No quiero honor, os quiero a vos.
Se quitó el vestido, lo lanzó hacia él y le oyó forcejear para desembarazarse de la ropa.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Vestios enseguida!
—Si queréis que vaya a mi habitación, tendréis que llevarme vos.
—No voy a tocaros.
Oriel volvió a acercarse a él, de modo que sus cuerpos se tocaban. Entonces él rozó con
las manos su espalda desnuda.
—Aquello —dijo a través de los dientes apretados— fue una equivocación. No quiero que
sigáis. Quiero que me dejéis solo.
—¿Estáis seguro?
Oriel estaba encontrando muy placentero su dominio. Ser cazador tenía muchas
ventajas. Cogió a Blade desprevenido, y lo besó en el cuello. Él se sobresaltó y, cogiéndole la
cara con las manos, la sacudió.
—Diablos, ¿es que no os dais cuenta que estoy intentando protegeros?
Quizá le había ofendido con su atrevimiento. Se mordió el labio y murmuró:
—¿Os he disgustado?
—¿Qué?
—Ya sé que no soy tan bonita como todas esas mujeres que... como todas esas
mujeres. Quizá soy una de esas mujeres insaciables que siempre están criticando en la Iglesia.
—No lo sois.
—Debo serlo, porque cuando os toco, y hasta cuando no os toco, siento un hormigueo en
sitios muy extraños, y ahora que estoy encima de vos, jadeo como si hubiera subido una
montaña. Me debe suceder algo malo cuando soy tan lasciva.
Oyó un gemido largo y profundo y, sin previo aviso, se encontró en sus brazos y
sintiendo encima todo su peso. Luego sintió sus labios en el oído.
—No os sucede nada malo. Sois apasionada y, por lo tanto, deliciosa —le recorrió las
mejillas con los labios—. Y vuestra pasión me lleva a la locura —su boca se deslizó por su piel,
desde el cuello hasta el pecho—. Oriel, decidme que pare. Por favor, decidmelo.
Demasiado atemorizada por sus palabras para poder hablar, ella se movió de manera que
sus pechos quedaron a la altura de los labios de él. Y éstos los recorrieron. La recompensa fue
ese hormigueo especial que le hizo aumentar su deseo. Mientras él le besaba los pechos, sus
manos se deslizaron por los muslos, le abrió las piernas y luego volvieron hacia arriba, para
acariciarla.
Oriel, animada por el placer que sentía, imitó los movimientos de las manos de él. Siguió
la línea de sus muslos y, aunque sintió que el rubor le cubría el rostro, se aferró a él. Blade
echó la cabeza hacia atrás, aspiró con fuerza, y desplazó la mano de ella. Al mismo tiempo
que la acariciaba y la conducía al borde de la locura. Oriel emitió un gemido, hundió las uñas
en su espalda y le mordió el cuello.
—Demonios —dijo él, y le dio una embestida.
Por un momento, Oriel dejó de respirar. Él comenzó a moverse con facilidad y ella
respondió moviendo también las caderas. Alcanzaron juntos todas las cimas de las sensaciones
hasta que ella gritó, levantó las caderas de la cama y se estremeció con el climax. Blade la
atacó y cayeron en la cama mientras él alcanzaba su placer. Se quedaron con los brazos y las
piernas enlazadas debajo de las sábanas.
Durante un rato permaneció echada jadeando, disfrutando de la sensación de sentir el
cuerpo de él dentro del suyo. El mundo ahora era dorado y dichoso, por él. Besó su mejilla
ardiente y él se estremeció, se inclinó y la besó a ella en la frente. Oriel rozó sus labios con la
punta de los dedos.
—Cuando os miro un instante, ya no puedo hablar, porque mi lengua permanece en
silencio, y una delicada llama me recorre la piel, y no veo nada con mis ojos, y mis oídos
zumban, y un sudor frío me baña, y un temblor me domina...
Se hizo el silencio durante unos instantes, luego él inclinó la cabeza y apoyó la frente
contra la de ella.
—Oh, chére, creo que he perdido la batalla.
En un castillo del Loira, flotando en la niebla y rodeado de hielos, había una torre con una
escalera sinuosa. En la parte superior de la escalera, había una puerta de caoba pulida, y detrás
de la puerta una habitación con alfombras persas, tapicerías de seda y dulce incienso. Debajo
de las ventanas labradas y con arquerías, una mesa tallada adornada con un portaplumas y
un tintero de plata, una copa dorada con incrustaciones de perlas y amatistas, y el cardenal de
Lorraine, su propietario.
Sus finos cabellos dorados estaban cubiertos con un sombrero negro e iba ataviado con el
traje de montar, en lugar de la sotana. Parecía, y era, casi un príncipe. Hijo y hermano de un
duque, esgrimía el poder de un príncipe con la misma rudeza que su oponente, la reina
madre, Catalina de Mediéis.
En ese momento estaba manifestando ese poder. Sostenía en la mano una carta con
varios dobleces y la leía a la luz del candelabro que había encima de la mesa. Un hombre
ataviado con ropa de viaje esperaba, con el sombrero en la mano, mientras el cardenal leía y
se golpeaba la bota con la fusta. Unos ojos oscuros y voluntariosos se levantaron y se clavaron
en el mensajero.
—Bien, Alain —dijo el cardenal—. El viejo está muerto, y sus secretos permanecen
ocultos.
—Oui, mon cardinal.
—Y mi espía inglés ha sido advertido ahora del sieur de Racine.
—O ni, mon cardinal.
—Este asunto no me gusta —el cardenal acercó la carta a la llama de la vela y la sostuvo
mientras se quemaba—. No puedo soportar que me confunda un joven juglar anglofrancés que
ha hecho cabriolas en la corte y estragos en nuestros planes durante años.
El cardenal se volvió y se dirigió a una ventana, donde se quedó contemplando los
tejados del castillo y las ráfagas de niebla que cubrían el suelo más abajo. Sus dedos largos y
bien cuidados, golpearon con suavidad el paño en forma de diamante.
—Creo, Alain, que debemos capturar un ruiseñor, un ruiseñor demasiado peligroso para
permitirle volar libre —se volvió hacia el me-sajero. Examinó la empuñadura de ébano de la
fusta y continuó—. Volverás con mi aliado inglés y le comunicarás mis deseos. Te encargo este
asunto a ti, porque los ingleses carecen de la sutileza y el refinamiento necesarios para que la
traición tenga éxito.
Alain, que parecía un cadáver más que un hombre, sonrió. La mueca desfiguró aún más su
apariencia macabra, proporcionando a su rostro la expresión de un alma torturada en el
infierno.
—¿Y el sieur de Racine, Su Eminencia?
—Ah, el sieur de Racine.
El cardenal volvió a la ventana y levantó el picaporte. La abrió con el extremo de la fusta
de montar y se inclinó sobre el alféizar para mirar el trabajo de la piedra.
—Un problema seductor. Necesitaré una cuidadosa consideración para solucionarlo —se
golpeó la palma de la mano con la fusta.
—Los franceses —dijo el cardenal, al fin—, pertenecen a Francia, Alain. ¿No estás de
acuerdo?
—O MÍ, mon cardinal.
—Incluso aquellos cuya sangre ha sido teñida por la bárbara sangre inglesa.
—Otti, Su Eminencia.
—Entonces tú te encargas. Esperaré tu vuelta con la prueba que preciso, Alain. Con la
prueba que preciso.
Alain salió y el cardenal levantó la pesada copa y se la llevó a los labios. El
descubrimiento del sieur de Racine le había irritado. No estaba habituado a la derrota. Se
enorgullecía de conocer todos los asuntos importantes, gracias a su astucia y a su percepción. Ese
joven le había aventajado en astucia. Pagaría por ello y, al hacerlo, aprendería lo que significaba
cruzarse en el camino del cardenal de Lorraine.
Todo lo que es secreto, será sacado a, la luz
—Lucas 8:17
Oriel se inclinó sobre el cuello de la yegua y golpeó las riendas contra la parte superior de
su flanco. Adentrándose en el bosque a medio galope, sorteó árboles y ramas que colgaban hasta
que la vegetación se aclaró. Se encontraba en un extremo del bosque, en el estrecho prado que
se abría entre las colinas orientales y los árboles. Golpeó con los pies a su montura y, al galope,
cruzó el prado que la separaba de la vieja cabana de caza. Un edificio pequeño, de ladrillo rojo
cubierto de hiedra, y ventanas enrejadas, divididas con parteluz que brillaban a la luz del sol.
Galopó hasta la entrada, tiró de las riendas y varias piedras salieron disparadas cuando la
yegua clavó sus patas en el suelo. Al desmontar, casi sin respiración, Blade salió a recibirla. La
sujetó y la dejó en el suelo. Tomando las riendas de la yegua, caminó con ella hasta la parte
posterior de la casa, mientras ella aspiraba grandes cantidades de
aire.
Blade se rió mientras la miraba.
—¿A qué viene tanta prisa? Ya os habría esperado.
—N-Nell. — Se secó la frente con la manga.
—Es Nell. Se cayó en el pozo que hay detrás de la casa, en el patio de la cocina. Está
muerta, y durante todo este tiempo creí que se estaba escondiendo.
Separó los brazos del cuerpo. Uno de los hombres le arrebató la espada y la daga. Dos
más le sujetaron y le ataron las manos a la espalda. Una vez que Blade estuvo atado, Leslie
dejó ir a Oriel. Ella fue hacia Blade y se volvió hacia su primo.
—Hijo de mala madre, avaricioso y traidor.
Leslie chasqueó la lengua contra el paladar. —Mira primita, si tú hubieras estado en mi
situación, habrías hecho lo mismo. Tal vez si el abuelo me hubiera dejado una fortuna como
hizo contigo, no habría tenido que matar al tío Thomas.
Las náuseas le bloquearon el cuello. Oriel miró a Blade, que le devolvió la mirada con
aquella expresión de tristeza que había visto antes.
—¿Lo habíais adivinado?
—Sí, chére, después de que me dijerais que Nell se había ahogado en el pozo. Supongo
que encontró a vuestro querido primo en los aposentos del tío Thomas, buscando su diario.
Leslie se encogió de hombros.
—Me amenazó con contarte lo que estaba haciendo si no la recompensaba. La estaba
tentando con promesas de un revolcón en los establos cuando nos interrumpiste. Pero basta ya
de charla.
—¡Mataste al tío Thomas!
Oriel se abalanzó sobre Leslie, intentando arañarle los ojos y dándole patadas. Blade
intentó ir hacia ella pero los dos hombres le retuvieron. Le oyó gritar, pero su rabia era tan
fuerte que continuó arañando y dando patadas hasta que otro hombre pudo apartarla de su
primo. Leslie la alejó de un empujón y se puso la mano en un largo y rojo arañazo que le había
hecho en la mejilla. Uno de los hombres la sujetó por ambos brazos para que no pudiera
moverse.
—Primita del demonio, eres peor que una tormenta. No me extraña que Fitzstephen esté
tan podrido como un timonel cachondo en un burdel de Londres.
Oriel le escupió, pero él la esquivó y se rió de ella, mientras escondía la confesión en su
jubón.
—Lamento haber tenido que tirar al viejo Tom por el hueco de la escalera, pero él no
quiso satisfacer mi petición de contarme la verdad sobre Ana Bolena. Admitió que había
escrito lo que sabía, pero no quiso darme su diario. Intenté convencerle una vez más. Me
invéntela excusa de salir de parranda a beber, y regresé cuando todo el mundo estaba acostado.
El viejo loco se negó a darme lo que necesitaba, y al final me amenazó con contárselo todo a la
familia. —Leslie levantó las manos y suspiró—. ¿Qué podía hacer?
—Matar a un anciano, naturalmente —dijo Blade
—Me alegra saber que estáis de acuerdo conmigo —dijo Leslie, y se volvió hacia uno de los
hombres—: Samuel, llévalos a las colinas y entrégalos a Jack Midnight. Dile que esta vez acabe el
trabajo.
—Debí haberlo imaginado —dijo Blade, y empezó a maldecir con fluidez.
—¡Leslie! —atrapada por el hombre que la sujetaba, Oriel estaba demasiado furiosa y dolida
para poder hacer otra cosa más que gritar.
Leslie se volvió hacia ella, y en ese instante vio una sombra de arrepentimiento cruzar su
cara y desvanecerse enseguida.
—No habría tenido que embarcarme en estas aventuras si no hubiera sido por ti, primita. Pero
tú recibiste las riquezas que me correspondían, las del abuelo y las del tío Thomas. No sabes cómo
me sentí viendo que toda esa riqueza iba a parar a una mujer tan simple como tú.
—Pensaba que me apreciabas —dijo ella—. Nunca pretendí hacerte daño, y hubiera
compartido la herencia si me lo hubieras pedido. ¿Es que no te importo nada?
Leslie se acercó a ella y le dio unos golpecitos en la mejilla.
—Lo siento, primita, pero no lo suficiente como para sufrir por ti la muerte que aguarda a un
traidor. Si te sirve de consuelo, le pondré tu nombre a la primera hija que tenga.
Blade le llamó cuando se iba:
—Richmond.
Leslie se giró y le miró.
—La reina os pagaría mucho más por ese documento de lo que pueda daros el cardenal de
Lorraine.
—Así que conocéis a Su Eminencia.
—Ella os pagaría en oro, y tal vez os recompensaría con un condado.
Leslie se rió e hizo una reverencia ante él.
—Buen intento, Fitzstephen, pero estoy seguro de que la reina preferiría encerrarme en la
Torre y cortarme la cabeza antes que recompensarme. Que Dios os conceda reposo eterno. —Les
saludó alegremente y desapareció.
Oriel le gritó.
—Leslie, vuelve aquí.
Por toda respuesta oyó un portazo; acababa de irse por la puerta trasera de la casa. El
hombre que la sujetaba la apretó entre sus brazos y ella gritó. Blade intentó abalanzarse sobre él pero
los hombres que le apresaban lo sujetaron con fuerza.
—Se acabó —gritó Samuel—. Basta de bromas. Blade intentó liberarse de las cintas de cuero
que ataban sus muñecas.
—Si le haces daño, te sacaré el corazón y se lo daré de comer a los cerdos.
Uno de los hombres le dio una patada y se le dobló la pierna.
—Matémosles ahora. Menos problemas.
—Bestia cabeza hueca, si quiere que los llevemos a Jack Midnight, es para que no los
encuentren en estas tierras. Debe parecer que han sido atacados por bandidos.
—Esperad —dijo ella—. Os pagaré más que mi primo. Tengo cofres llenos de joyas.
No entendió por qué todos se pusieron a reír.
—No os molestéis —dijo Blade mientras se volvía a incorporar—. Si son hombres de Jack
Midnight, no hay soborno que pueda comprarlos.
—Y ¿cómo sabéis tanto de Midnight? —preguntó Samuel.
—Tal vez, señor, porque cuando era un muchacho le serví. Samuel se rió y los otros tres
estallaron en carcajadas al tiempo que empujaban a Blade y Oriel fuera de la casa.
—Servir a Jack Midnight —dijo Samuel mientras Blade le adelantaba a causa de un
empujón— Bonito cuento.
—Tal vez hayáis oído hablar de mí. Me llaman Blade.
Las risas se cortaron en seco, y la mirada de Oriel paseó de una. cara sucia a otra. Se notaba
en sus caras que estaban incómodos y Samuel parecía examinar a Blade minuciosamente.
—Estáis mintiendo —dijo Samuel.
—Sólo os lo digo para que no nos matéis en las colinas antes de llevarnos ante Jack Midnight.
Podría... enfadarse.
—Sujetadle —dijo Samuel, y los hombres agarraron a Blade aún con más fuerza.
Éste deslizó sus manos por el cuerpo de Blade. Al llegar a la manga de su jubón se detuvo. La
rasgó y sacó una delgada daga. Encontró un cuchillo atado con una correa a su espalda y otros en
cada una de sus botas.
Oriel se unió a los hombres en sus miradas sorprendidas. Él sonrió y se encogió de hombros.
—Me habríais registrado igualmente antes de subirme a un caballo.
—Sí —dijo Samuel.
—Christopber Marlowe
Blade caminaba con decisión arriba y abajo enfrente de la chimenea del estudio del tío
Thomas en la vieja casa de caza. Se detuvo al pasar frente a Oriel, que estaba sentada en una
silla, hecha un ovillo, y balanceándose.
—Vos no vais a venir —dijo él.
—Sí voy a ir.
Murmurando se ocupó de atar más fuerte la vaina de su espada.
—Acabo de matar a cuatro hombres. ¿No lo entendéis? No estoy dispuesto a exponeros
a más peligros. Ya es más de mediodía, y tendré que cabalgar de noche. Estoy perdiendo luz
por discutir con vos, y si no ha ido a Londres, lo habré perdido por vuestra culpa.
—Ha ido a Londres. Leslie siempre va a Londres, y dijisteis que lo más seguro es que le
llevara la confesión al embajador francés.
Blade perdió la paciencia, se inclinó sobre ella, la cogió por los hombros y le gritó:
—Por la sangre de Cristo, mujer. No vais a venir. Vais a volver a Richmond Hall, donde
estaréis segura.
—No volveré, y si intentáis dejarme atrás, recordad que conozco todos los senderos y
atajos. Os atraparé.
Le miró fijamente y levantó la barbilla. Aunque Blade cada vez estaba más enfadado, no
podía evitar admirar su valor. La soltó y se dirigió a los ventanales, para mirar el bosque. Ella
no sabía casi nada de lo que pasaba en el mundo, fuera de Richmond Hall y de sus libros,
pero estaba dispuesta a arriesgar su vida en un intento equivocado de protegerle. No podía
permitirlo. Nunca había sentido tanto miedo como cuando se escapó de Johnny y se lanzó
colina abajo en aquella empinada pendiente. El miedo le había dado la rapidez de un halcón, y
se había librado de Samuel con su propia espada.
Después de ensartar al segundo hombre, había salido al galope detrás de Oriei.
También había tenido que matar al tercero para poder llegar hasta el bandido llamado
Johnny a tiempo de impedir que estampara su puño contra la cara de ella, un puñetazo que
podía haberla matado» Cuando pensaba en que podría estar muerta, todo el cuerpo se le
helaba. No importaba el esfuerzo, tenía que impedir que siguiera exponiéndose a tantos
peligros. Era la hora de la verdad.
Le diría la verdad. Así ella le odiaría, pero estaría a salvo. Apoyó la frente contra el frío
cristal y subió el tono de voz.
—Chére, tengo algo que deciros.
—Daos prisa, porque tenemos que volver al castillo a buscar caballos de repuesto para el
viaje.
La amargura de su risa se hizo patente hasta para él mismo.
—No vais a venir, chére, y para asegurarme de que sea así, voy a deciros la verdad. —Se
giró, pero se mantuvo alejado de ella, ya que le estaba mirando con aquellos ojos enormes e
inocentes del color de las hojas nuevas en primavera—. ¿Recordáis el proverbio que dice que
el pan del engaño es dulce, pero que después la boca queda llena de cascaras?
—¿Intentáis decirme que me habéis engañado?
El afirmó con la cabeza e hizo acopio de todas sus dotes para disimular su dolor. Se sacó
los guantes del cinturón, los golpeó contra la palma de su mano, y dejó escapar una sonrisa
burlona.
—Disculpadme, chére, pero vine a Richmond Hall por segunda vez con un objetivo
secreto. Ya veis, teníais razón cuando sospechasteis de mí al verme drogar la bebida de vuestro
primo. Vine en servicio de la reina, para averiguar qué sabía vuestro tío acerca de la legitimidad
de Su Majestad.
—Vinisteis en servicio de la reina —dijo ella como si repitiera la lección de su profesor
y después se quedó mirándole.
—Yo era el más indicado para la tarea, ya que podía justificar mi
presencia cortejándoos. Os pido disculpas, chére, pero es mi profesión, podríamos decir.
Ella se levantó, volvió a sentarse y se retorció las manos en el regazo.
—¿Queréis decir que vos nunca..., que sois un agente, un espía. Fingisteis... cortejarme
para encontrar el diario del tío Tilomas y desenmascarar a Leslie.
Cuando ella no pudo seguir hablando, Blade vio que no podría seguir adelante. Esperaba que
lo que había dicho fuera suficiente. Sentada en aquella silla, parecía pequeña y destrozada; cerró
los ojos para detener el impulso de ir corriendo hacia ella.
—No os creo.
Se levantó y fue hacia él. Le miró a los ojos.
—Vuestra manera de tocarme, las palabras que dijisteis... no pueden ser mentira.
—Un hombre puede decirle muchas cosas a la mujer que desea conseguir. Vuestra inocencia os
ha engañado. —Levantó una mano para impedir que ella hablara—. No lo hagáis, chére. Vos no me
conocéis.
Sus labios temblaban. Se cogió las manos delante de su cuerpo.
—Debéis decirlo. Debéis decir que no me queréis. Que todas vuestras palabras y la
prueba de vuestro cuerpo, todo eran mentiras. Tal vez entonces os crea.
—Sacre Dieu —dijo Blade, pasándose una mano por el pelo—. Muy bien... Incluso si os
amara, no me casaría con vos, porque nunca me casaré. Ya lo veis, cbére, el pasado sigue vivo
todavía en mí, y con él una rabia tan ilimitada que destruiría a la mujer que amara. Mi padre es un
monstruo, y yo soy su hijo. Su sangre mancha la mía. Corre por mi cuerpo, y con ella corre un
salvaje deseo de destruir, de herir, de matar. Mi única salvación es evitar estar al lado de mi padre, y
nunca, nunca contraer matrimonio. He hecho muchas cosas viles y engañosas en mi vida, pero
ésta no la haré.
—Aunque me amarais. Él rió amargamente.
—¿Sabéis cuántas jovencitas alocadas se han rendido ante mí? Por favor, no quiero
avergonzaros contándoos estas cosas.
Finalmente ella dejó de mirarle, y volviéndose de espaldas, dijo:
—Es muy amable de vuestra parte. Os libero de vuestros votos. Sin duda tenéis mucha
experiencia en libraros de estas cargas. No deseo volver a veros mmca más en esta vida, sieur de
Racine.
Sintió cómo la sangre huía de su cara. Se encaminó hacia la puerta, y le dijo sin mirarla:
EL sol tocaba las copas de los árboles sin hojas cuando Oriel salió del bosque y tiró de las
riendas de su yegua para contemplar la verja de Richmond Hall. Había enviado por delante a
los hombres que Blade le había proporcionado como escolta. Se sentía tan vacía como la taza
de un mendigo en época de escasez. Incluso la vergüenza se había desvanecido, la vergüenza que
la había asaltado después de la angustia inicial. Ahora reflexionaba con una bendita sensación
de insensibilidad sobre su inocencia y credulidad. Vaya imagen debía haber dado,
presumiendo de tener a Blade Fitzstephen cortejándola.
Qué estupidez haber creído que un hombre tan seductoramente encantador le había
entregado su corazón. A ella, con sus ojos de color de guisante seco, con sus rizos sin gracia, y su
cabeza rellena de conocimientos inútiles. Empujó a su caballo para que se moviera, y dio gracias a
Dios por la insensibilidad que la había asaltado después de pasarse toda la tarde llorando de
manera casi histérica en la cabana desierta.
Debía tener mucho cuidado en disimular lo que había pasado aquel día. Si sus tías
descubrieran que había sido rechazada, la castigarían el resto de su vida recordándole su fracaso.
La última cosa que necesitaba era una jauría de tías pegadas a sus talones.
—Marchaos.
Se inclinó y le susurró al oído.
—Estoy al corriente de lo de vuestro primo. Blade me envió para ayudaros.
—¡Santa paciencia! —Oriel se apartó un poco de Derry y le miró—. No tengo nada
que ver con él ni con ninguno de sus amigos. Apretó la boca cuando se dio cuenta de que
estaba chillando.
El dejó de golpear los paneles y la miró.
—Ah. Así que el famoso Blade se ha ganado la enemistad de una mujer por una vez en
la vida. Me sorprendéis, pero por favor, señora, no me culpéis, ya que sólo conozco a vuestro
señor ligeramente.
—Ya os he dicho que no es mi señor.
—Disculpadme. No volveremos a hablar de él, si así lo deseáis, pero estoy aquí
para hacer lo que, según parece, ya estáis haciendo vos: buscar entre las posesiones de
Leslie Richmond alguna prueba que ayude a frustrar este vil complot contra nuestra reina.
—¿Y cómo puedo saber que sois de fiar? Él la miró con reprobación.
—Señora Oriel, la reina me ha otorgado su favor. Me ha concedido incluso uno de los
feudos reales como recompensa a ciertos servicios que he realizado para ella. No siento
ningún deseo de ver cómo la reina de los escoceses ocupa el lugar de una soberana tan
generosa e inteligente a la hora de apreciar mi extraordinaria persona.
A pesar de su dolor, no pudo evitar una sonrisa. Derry hablaba con sarcasmo de sí
mismo y con gran afecto de la reina. Le ofreció la mano y él la besó.
—He buscado por todas partes y no he podido encontrar nada.
—dijo ella.
—¿La chimenea, detrás de los tapices, los almohadones? Mientras él iba recitando la
lista, ella asentía con la cabeza.
—¿Debajo y encima de la cama, en el cabezal, en el colchón?
—Sí.
—¿Las columnas?
—¿Qué queréis decir?
Él se dirigió a los pies de la cama. Las bases de las columnas macizas que aguantaban
los ropajes estaban talladas y eran más gruesas que el resto. Se arrodilló y golpeó una de
ellas. Al no obtener resultados, se dirigió a la base opuesta y golpeó también. Entonces
oyeron un sonido hueco.
Después de mucho empujar y golpear sobre las tallas de la columna, finalmente tocó
un saliente que se hundió con un chasquido y una pequeña puerta se abrió. En el interior se
encontraba un cofrecillo de madera. Derry lo extrajo y lo sujetó mientras ella levantaba la
tapa.
Dentro encontraron un montón de botones. Frunciendo el ceño, cada uno cogió uno.
Los botones solían pasar de un traje a otro, por eso todo el mundo los guardaba en cajas y
cofrecillos.
—¿Para qué escondería con tanto celo unos simples botones?
—preguntó ella.
Derry sacudió la cabeza. Se dejó caer de rodillas y vació el contenido del cofre en el
suelo. Oriel se arrodilló a su lado y le ayudó a clasificar los botones. Algunos eran de seda,
otros de terciopelo, y los había también de oro y perlas. Encontraron también cadenetas y
corchetes de oro para los jubones y las capas, y cinco botones de oro ornamentados y de
mayor tamaño que el resto. Eran tan grandes que casi parecían broches. De oro rojizo, su
base era octogonal, y sostenían una parte superior decorada con intrincadas filigranas de
oro en forma de serpientes enroscadas.
Oriel cogió uno de estos botones. Era pesado y la parte superior parecía estar suelta.
Al girarla un poco, vio que se levantaba y dejaba al descubierto un espacio vacío. Derry
soltó la perla que estaba inspeccionando, cuando un papel muy enrollado cayó del botón.
Lo observaron en silencio mientras ella lo recogía y lo desenrollaba. En la parte
superior había el dibujo de un grifo, y la parte inferior estaba escrita, aunque era un
galimatías.
—Sé latín, griego, francés e italiano, y no está escrito en ninguno de estas lenguas —
dijo Oriel.
Una semana más tarde Oriel se encontraba en Londres. Con la ayuda de Derry, se
había escabullido de Richmond Hall la mañana siguiente, antes de que amaneciera. Aún no
hacía ni un día que Leslie había intentado asesinarla y había conocido la verdad acerca de
Blade. Durante el trayecto pudo comprobar que no estaba embarazada. Tener un niño sin
Blade a su lado era algo que no podía concebir.
Una vez en Londres, insistió en ir directamente a la casa de Blade en la ciudad, cerca
de la ribera, llevando una escolta de hombres de Derry, vestidos con libreas. El solo
pensamiento de volver a verle le revolvía el estómago, pero, ¡maldición! no iba a permitir
que creyera que estaba tan destrozada por sus encantos, que no iba a poder enfrentarse a él.
Blade no estaba en casa. El mayordomo, intimidado por el porte aristocrático de
Derry y su insistencia en que Blade les había invitado, Íes dejó entrar. El hombre les informó
de que su amo se encontraba en la ciudad, pero que no sabía dónde. Blade había enviado a
Rene a buscar ropa, pero no se había presentado personalmente. Después de instalar a Oriel
en una habitación de invitados, Derry envió varios mensajes y se retiró a bañarse y a
cambiarse de ropa. Cuando finalmente bajó a un pequeño comedor, encontró a Oriel
comiendo un surtido de pescados secos y panes, mientras miraba fijamente el cofre con los bo-
tones.
—He enviado hombres a casa de William Cecil y a varias fondas y tabernas —dijo él—
. Tendríamos que encontrarle rápidamente.
Oriel apartó el plato, se levantó de la mesa y se dejó caer en una silla, lejos del olor a
pescado. Pasando los dedos sobre la suave superficie del cofre, frunció los labios.
—Os ha hecho mucho daño —dijo Derry.
—¡Qué locura!
—Por el amor de Dios, Oriel, os estáis convirtiendo en una sombra. Estáis encogiendo
delante de mis ojos, y vuestras manos están temblando.
Ella se las miró y las escondió debajo de la falda.
—Venga —dijo él—. Ahora somos amigos. Incluso recordáis mi nombre. Os ruego que
me permitáis consolaros.
—Nada de lo que podáis decir podrá consolarme. Se burló de mí, fui una estúpida y ahora
le odio. Ojalá pudiera borrar su recuerdo de mi mente. Si creyera que iba a servir de algo, yo
misma me cegaría, para no tener que volver a verlo. Pero también tendría que volverme sorda,
ya que aún sigo oyendo su voz, brillante y chispeante. Oh, Dios, mirad lo que habéis hecho. —
Se secó una lágrima de la mejilla y apretó con fuerza los ojos para evitar que cayeran más.
Estuvieron en silencio durante un rato. Ella miraba el cofre, mientras él apoyaba la cadera
en la mesa del comedor y le hacía agujeros a un pescado con un cuchillo de mesa.
—No lo entiendo —dijo.
—¿El qué?
—Este hombre que se preocupa tan poco por vos y os rechaza cruelmente... me envía a
protegeros de todo mal. Arriesgó su vida por salvaros, cuando podía no haber hecho nada. Él
sabía que Jack Mid-night no le habría hecho daño y, sin embargo, luchó contra aquellos
bandidos para salvaros.
—Movido por el deber, sin duda.
—Lo único que sé es que la última vez que lo vi, me miró con el mismo tormento que
veo ahora en vuestros ojos, y no me creo que su angustia se debiera a Leslie Richmond.
—Lo que decís no tiene sentido —dijo ella—. Intentáis decirme que él... él me quiere.
Entonces, explicadme por qué querría causarme un dolor tan cruel.
Derry clavó el cuchillo en el pescado asado:
—No lo sé. Lo único que sé es que él también sufría como un condenado. Si os importa,
podríais intentar descubrir vos misma por qué os ha alejado de su lado, cuando esto obviamente
le rompe el alma.
—¿Qué es esta charla sobre almas?
Oriel dio un brinco, y el cofre con los botones se le cayó al suelo. Derry se volvió y
sonrió a Blade.
—Bienhallado, Fitzstephen. Os hemos traído un regalo.
Ella se agachó a recuperar el cofre, lo que le dio unos momentos
para recuperarse, después de que se le helara el corazón en el pecho con su súbita
aparición. Entró en la habitación. Su mirada era fría como el hielo.
—Dadme una razón para no mataros por haberla traído tan cerca del peligro —le dijo
a Derry.
—Me amenazó con echarnos a toda su familia encima, incluidas esas tías.
Blade se volvió a mirarla y ella volvió a refugiarse en la silla.
—¿Porqué?—preguntó él.
Intentó hablar pero no le salieron las palabras de la boca. En lugar de eso le ofreció el
cofre. Él lo abrió, inspeccionó el contenido y le dirigió una mirada interrogadora. Ella
cogió uno de los botones y lo abrió para mostrarle el contenido. En silencio, Blade tomó el
rollo de papel para examinarlo.
—¿Otro rompecabezas de vuestro tío?
—Son de Leslie —dijo ella.
—Tengo un secretario que podrá descifrarlos.
Volvió a poner el papel en su lugar y le devolvió el botón.
Oriel lo cogió de su mano, procurando no tocarla.
—Yo...yo quisiera estar presente cuando Leslie sea apresado.
—Eso es imposible —dijo Blade. Derry se encogió de hombros:
—Ya os lo advertí.
Sin sonreír, ella insistió:
—Es mi primo.
—Es un traidor asesino —espetó Blade—, y no permitiré que os acerquéis a él.
Le volvió la espalda para dirigirse a Derry, y ella sintió cómo la cara se le enrojecía
de enfado.
—El bastardo está escondido en su propia casa. Él...
—Leslie no tiene casa en la ciudad —dijo ella. Blade ni siquiera la miró.
—Se encuentra en una casa cercana —dijo—. Ha estado allí durante días, y no se ha
movido excepto para ir a la taberna a jugar. Está esperando a alguien, y no se trata del
embajador francés, o ya se habrían entrevistado. Estoy esperando para ver a quién entrega la
confesión de Percy en su lecho de muerte, y después lo apresaré.
Derry se frotó la barbilla y opinó:
—Esperar es peligroso.
—Richmond es una marioneta —dijo Blade. Debo averiguar quién maneja los hilos. Y
ahora llevarás a la señora Oriel de vuelta a casa de su primo George.
Estaba cansada de ser ignorada. Frunciendo el ceño, rodeó a Bla-de y se colocó al lado de
Derry.
—No voy a permitir que se me saque del medio como a un niño que molesta. Yo he
contribuido a resolver este misterio y me quedaré hasta el final.
—No lo haréis —dijo Blade.
—Sí lo haré.
—No.
La risa entre dientes de Derry interrumpió la discusión.
—Juro que nunca antes vi dos amantes tan beligerantes. Saltando de asombro, Oriel se
giró hacia él.
—No somos amantes.
Derry levantó las cejas y su mirada fue de ella hacia Blade. Oriel se dio cuenta de que
Bíade no había dicho nada y también le miró. El poco color que le quedaba en la cara había
desaparecido por completo.
Ella avanzó un paso hacia él y le tocó un brazo.
—¿Blade?
Él descendió la vista hasta su mano y después sus ojos le dirigieron una mirada que tenía
la frialdad de una espada clavada en la nieve.
—Dieu, pocas veces me he encontrado con una dama tan implacable y molesta. ¿Acaso voy
a tener que repetir delante de lord Derry mi deseo de no tener nada más que ver con vos?
Ella retiró la mano. Los ojos le escocían por las lágrimas que retenía, y los cerró. Notó que
él se alejaba mientras pronunciaba una maldición apenas audible. Algo en aquella palabra le hizo
abrir los ojos de golpe. Él ya estaba saliendo de la habitación con aquel aire descuidado, pero tan
atractivo, cuando ella se preguntó en voz alta:
—¿Por qué, vil, hipócrita y arrogante mentiroso?
EL Amor y la guerra son la misma cosa,
y las estratagemas y las políticas están
tan permitidos en el uno como en la otra.
— Miguel de Cervantes
Colgaría a Derry de los dedos de los pies por haber traído a Oriel a Londres. A mitad
de trayecto se detuvo en seco al oír la voz de ella.
— Detestable hipócrita — dijo mientras rodeaba la mesa del comedor — . Mentisteis.
— Menuda novedad, señora, soy un espía. Las mentiras son mi capital.
Ella le clavó una mirada desafiante. Él bajó la vista hasta ella, frunciendo el ceño. Su
desafío era una invitación a un combate por la autoridad, un combate en el cual no tenía
intención de participar.
— Dijisteis que no me queríais — continuó ella — , que el cortejo sólo fue puro
teatro, un disfraz para conseguir alojaros en Richmond Hall.
— Lo dije.
— Muy bien — contestó ella, haciendo una pausa para cruzar los brazos sobre su
pecho — . Decidlo otra vez.
— No sé qué pretendéis.
— Que repitáis vuestra declaración de que me engañasteis y que no me queréis.
— Es tal como lo decís.
Desde una distancia que le pareció enorme, oyó el sonido de la guardia. Sonrió
mientras oía a Le Bnm maldecir. —Dejadlos. No hay tiempo.
—Beowulf
Oriel se abalanzó sobre la puerta, clavándole las uñas, pero aquel horrible francés había
apoyado algo contra ella al huir. Frenética, se dio la vuelta y corrió hacia las ventanas, que
daban a la calle. No vio a nadie salir por la puerta, pero sí a cinco miembros de la guardia correr
calle abajo hacia la casa.
Detrás de ella, Derry gruñó. Oriel corrió hacia el. Estaba estirado boca abajo, así que le
ayudó a darse la vuelta. Mientras, otro gruñido salió del cercano montón de cuerpos enredados
entre cadenas y esposas. Ayudó a Derry a levantar la cabeza, pero éste gimió y hundió la cabeza
en su regazo. Ella le sacudió, hablándole en voz cada vez más alta:
—Derry, despertad. Derry, se lo han llevado y tenemos que ir tras
ellos. ¡Derry!
Mientras le llamaba, se dio cuenta de que el cuerpo de Leshe yacía en medio de un charco
de sangre. Durante un momento sintió una punzada de dolor. En otro tiempo Leslie había
sido bueno con ella. En otra época habían sido amigos. ¿O no? ¿Se habría preocupado alguna
vez por alguien que no fuera él mismo? Había intentado matarla. Y matar a Blade. Sólo por
haber intentado hacer daño a Blade, le habría matado ella misma.
Casi quince días más tarde Oriel cabalgaba por un bosque francés con Rene, Derry y
cinco de sus hombres. No habían conseguido encontrar a le Brun ni a Blade en los
muelles, así que zarparon hacia Calais. Derry había arreglado las cosas para que corriera la
voz de que Leslie había muerto en una pelea por culpa de una partida de dados con unos
extranjeros. Había mandado aviso también a Richmond Hall, aunque ninguno de esos
arreglos le importaba a Oriel.
Cada momento que pasaba oprimía más el nudo de miedo que se había instalado en
su pecho. Se imaginaba a Blade siendo torturado o asesinado, y apenas conseguía controlar
el1 deseo de salir corriendo a registrar cada pulgada de terreno francés hasta encontrarlo.
Pero en lugar de eso, tenía que esperar, mientras Derry y sus hombres acechaban en tabernas
repugnantes, hasta que consiguieron trazar la ruta que había seguido Le Brun.
Después de días de indagaciones, Derry pagó una bolsa llena de monedas a cambio
de información. Le Brun se había dirigido a su casa señorial, cercana al castillo real de
Amboise, en el Loira. El cardenal de Lorraine se encontraba en ese momento en su
castillo. Oriel decidió centrar su atención en no caerse de la silla, mientras se abrían camino
en el bosque. Habían evitado los caminos principales, sin apenas descansar, y cabalgado
durante tanto tiempo que ya no recordaba los días que habían pasado. Le dolían los huesos
y le ardían los ojos, pero no había perdido las ganas de llegar a donde fuera necesario para
encontrar a Blade.
La furia que sintió después de su engaño había disminuido. Él le había mentido. Era
tan falso como bello, eso es lo que era, nada más. Pero ambos habían descubierto algo en
su casa de Londres. Blade ya no disponía de la habilidad o de las ganas de engañarla.
Incluso a pesar del miedo que sentía, un escalofrío de excitación le recorrió el cuerpo. Él
la amaba, y ella no iba a permitir que un cardenal rabioso se lo arrebatara ahora que lo
sabía.
Se detuvieron. Derry hizo girar a su caballo y se dirigió hacia ella.
—La casa se encuentra todavía a más de una legua de aquí, pero no podemos seguir
adelante hasta que anochezca. Buscaremos un lugar donde escondernos y acamparemos.
A última hora de la tarde ya se habían abierto camino en las profundidades del
bosque, y acampado en la base de un roble tan grande que su tronco parecía una torre
nudosa. Aunque ya se acercaba la Pascua, el invierno había sido muy crudo y Francia se
encontraba todavía envuelta por el frío. Derry la obligó a prometer que intentaría dormir
mientras él iba a inspeccionar la casa de Le Brun, y por si acaso, dejó a Rene con ella para
asegurarse de que lo hacía. Cerró los ojos durante una hora más o menos. No durmió, pero
tampoco intentó seguir a Derry. Sabía cuándo era mejor confiar en la experiencia de otro.
En cualquier caso, tenía el obstáculo añadido de tener que burlar a Rene. Desde que
Blade había desaparecido, su sirviente francés se había nombrado a sí mismo su guardián y
se había convertido en su sombra. Estaba segura de que aún no la había perdonado por
haberle engañado para huir de su prisión en casa de Blade. Ahora la observaba, como si
fuera un gato, jurando que Blade lo haría picadillo si alguien llegaba a causarle daño. Así
que esperó.
Cuando Derry volvió, sus tripas se retorcieron al ver la expresión de su cara. Corrió a
su lado en el momento en que éste le dio las riendas de su caballo a uno de sus hombres.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó.
Siguió sus pasos mientras se dirigía al roble gigante. Rene estaba escondido cerca de
allí.
—No me gusta lo que he visto —dijo—, y todavía menos lo que he oído. He hablado
con una de las muchachas de un pueblo que hay en el extremo del bosque. Se encuentra más o
menos a una legua de la casa, pero conocen a Le Brun muy bien. Me encantan las noticias de
las sirvientas.
—Dejad de parlotear y contádmelas —replicó Oriel.
—Le Brun llegó hace dos días llevando con él a un joven noble que estaba muy
enfermo.
—Blade.
Derry se dejó caer en una manta extendida bajo el roble y descansó con la espalda
apoyada contra el tronco.
—La casa ha permanecido cerrada durante el invierno. Pero Le Brun ha regresado de
repente con este joven desconocido. Lo más probable es que lo tengan en una habitación de la
torre, ya que eso es lo más seguro. Le Brun no ha mandado a buscar ningún criado, y sus
hombres ahuyentan a todos los habitantes del pueblo que tratan de ir a venderles sus productos.
—Entonces, las cosas son como habíais imaginado —dijo ella—. Le Brun retiene a
Blade con algún objetivo funesto. Deben estar dándole de beber aquella pócima para
mantenerlo quieto, o... —retorció el dobladillo del vestido entre sus dedos— o le han herido
tan gravemente que realmente está al borde de la muerte.
—No pensemos en esa posibilidad —dijo Derry—. Le Brun tiene alguna razón para
retener a Blade en vez de matarlo. Oriel se arrodilló frente a Derry.
—Sí, y mientras vos acechabais en las tabernas, yo meditaba. Si, como vos creéis, Blade
ha arruinado los planes del cardenal de Lorrai-ne, quizá el cardenal quiera venganza.
—Mi razonamiento ha ido en la misma dirección —dijo Derry.
—Pero hoy se me ha ocurrido otra idea. Si yo fuera el cardenal y hubiera descubierto a
uno de los principales espías de la reina, querría saber en qué ha estado fisgoneando.
—Lo que significa...
—Lo que significa que debemos rescatar a Blade de ese nido de alcaudones, antes de que el
cardenal de Lorraine lo suba al potro de tortura para arrancarle sus secretos.
La habitación había cobrado un tono dorado a la luz del crepúsculo. Blade mantuvo los
ojos semicerrados y contempló cómo Alain Le Brun entraba hecho una furia y se abalanzaba
sobre su cama. La anciana que habían contratado para que le cuidara se levantó y apartó su
taburete.
—¿Cómo está? —preguntó Le Brun—. ¿Bien?
—Igual —dijo la anciana—. Tan débil como un bebé moribundo, y no quiero cargar
con las culpas si se muere.
Le Brun la apartó a un lado y se inclinó sobre la cama. Agarró a Blade por los
hombros y lo sacudió.
—Fitzstephen, abrid los ojos, maldito seáis. Volvió a sacudirle y después le dio una
bofetada. La cabeza de Blade cayó bruscamente hacia atrás a causa del golpe y se desmayó.
—No mejorará si le golpeáis —dijo la anciana sin mucho interés. Le Brun dejó ir a
Blade, que cayó sobre el colchón.
—Esta enfermedad —dijo Le Brun—, tiene que ser una treta. La anciana se encogió
de hombros.
—Si hubiera vomitado en mis botas como lo hizo en las vuestras, yo no apostaría por
ello.
—Eso fue hace dos días.
—He aguantado su cabeza encima del orinal cada día desde entonces —la anciana
sacudió la cabeza—. Una pena. Es un buen ejemplar.
Recogió el citado orinal y salió balanceándose de la habitación. Mientras se iba, se
quejaba de que iba a necesitar comida si tenía que quedarse a velarlo durante toda la
noche. Le Brun volvió a dirigirse hacia Blade y le cogió la cara, inclinándose casi hasta
tocarlo.
—Escuchadme. Enfermo o sano, esta noche tendréis que arrodillaros ante el
cardenal de Lorraine. ¿Me oís, Fitzstephen?
Blade pestañeó, y volvió a cerrar los ojos.
Y tras emitir un gruñido de impaciencia, Le Brun volvió a soltar a su prisionero y
salió pisando fuerte. Blade oyó cómo ío encerraban con llave y se quedó solo.
Lentamente abrió un párpado, luego los dos. Recorrió la habitación con la mirada y
escuchó por si oía pasos, y al no oír nada, echó hacia atrás las mantas y saltó de la cama con
una sonrisa. Disfrutaba haciendo caer a Le Brun en su trampa.
Lo habían desnudado antes de meterlo en la cama y, con un escalofrío, notó que tenía
la piel de gallina. Estiró los músculos, rígidos de estar todo el día en la cama, y se dirigió
hacia la ventana enrejada. Casi no recordaba cómo había llegado a aquel lugar. Sí, se había
despertado, y después se había vuelto a despertar, y casi se muere por culpa de aquella
horrible pócima que le habían ido dando durante el camino.
Pero durante todo ese tiempo de pesadillas, impotencia y dolor, se
había dado cuenta de cuánto necesitaba a Oriel. A veces, cuando apenas podía levantar
la cabeza o la oscuridad era amenazadora, solía maldecir su propia temeridad. Debía haber
admitido la verdad cuando ella la había adivinado en su casa de Londres. Ahora no volvería
a tener la ocasión de hacerlo. Había tardado demasiado tiempo en entender lo importante
que ella se había vuelto para él, y ahora era casi imposible que pudiera decírselo alguna
vez.
—Blade Fitzstephen, eres un estúpido mentecato.
Se obligó a centrar sus pensamientos en la manera de recobrar la libertad. Estaba en
Francia, así que había estado en un barco, pero lo único que podía recordar era haber
estado en un lugar maloliente con música muy alta y voces, y Le Brun inclinándose sobre
él. Entonces le habían obligado a tragar más pócima. La siguiente vez que se despertó,
estaba atado a un caballo y se encontraba peor que la primera vez. Recordaba haber
vomitado con el movimiento del animal.
Con el paso de los días, Le Brun se había dado cuenta de que no podía seguir
dándole tanta cantidad de pócima, y la había reducido. Una vez que el veneno hubo
disminuido, gradualmente fue recobrando el sentido. En ese momento decidió disimular su
recuperación, con la idea de que sus secuestradores se confiaran lo suficiente para per-
mitirle escapar. Lo había conseguido en parte, ya que Le Brun ahora sólo dejaba a la
anciana para escoltarle durante las noches.
Pero sólo cuando le vomitó sobre las botas, logró realmente convencer a Le Brun de
su debilidad. La treta había nacido de la propia desesperación. Se había inclinado a un
lado de la cama, puso la cara sobre el orinal y respiró hondo. El olor había provocado el
vómito.
Sin embargo, el tiempo se acababa. El cardenal llegaba esa noche. Así que tendría que
escapar o morir. La anciana se estaba hartando de comida, y sabía por experiencia que eso
le daba una hora de margen. Aplastó su cuerpo al lado de la ventana y miró hacia abajo, a
los tejados que había bajo la torre. Se encontraba en una casa señorial rodeada por un
bosque. No muy lejos pudo distinguir un río y un puente de piedra que lo cruzaba.
Los tejados que tenía debajo eran muy inclinados pero estaban comunicados entre sí e
interrumpidos por las ventanas de los dormitorios. Si pudiera descender los treinta pies que
le separaban del primer tejado, podría intentar llegar a la primera buhardilla y, desde allí,
saltar hasta el suelo... o romperse las piernas. Estaba observando cómo era el suelo bajo la
buhardilla, cuando uno de los hombres de Le Brun salió de la casa y cruzó la calzada que
estaba enfrente. Blade retiró la cabeza de la ventana rápidamente y volvió a aplastarse
contra la pared, rezando para que el hombre no le hubiera visto. Esperó, escuchando
atentamente, pero no le llegó ningún grito de alarma.
Deslizándose a lo largo de la pared curva de la torre, se tiró al suelo y fue a gatas hasta
el baúl situado al pie de la cama. Su cuidadora había guardado su ropa en él después de
haberla lavado. Se vestiría, haría una cuerda con las sábanas y se descolgaría por la pared.
Era prácticamente noche cerrada y ya era hora de dejar los bruscos cuidados de Le Brun.
Ya había cogido la camisa rota de batista que estaba encima de todo dentro del
baúl cuando oyó el ruido de caballos. Cerró el baúl y volvió sigilosamente a la ventana.
Con la última luz del día vio a tres hombres que desmontaban. Uno era más alto y delgado
que los otros. Al retirarse la capucha de la cabeza, dejó al descubierto su cabello dorado
rojizo cubierto por un tocado sacerdotal. El cardenal.
Bíade soltó una maldición y volvió rápidamente a meterse en la cama.
Evocó recuerdos de náusea, cadáveres de perros y montones de basura. Cerró los
ojos. Las botas resonaban contra el suelo de tierra del exterior. La cerradura volvió a
abrirse y el sonido de las botas se aproximó. Oyó el sonido de una capa pesada al moverse
y de respiración, pero nada más.
Sin previo aviso una mano le tocó. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para
no saltar ni encogerse al tacto de aquella mano. Notó una palma cálida que se apoyaba en
su mejilla. La palma se retiró y entonces sintió cómo retiraban la ropa de la cama hasta la
altura de sus caderas y lo volvían a tapar. El silencio seguía siendo absoluto.
De pronto su cabeza explotó con la fuerza de una bofetada dada con la mano
abierta. Su cabeza salió disparada hacia un lado, y dejó escapar una ligera queja. Lo
volvieron a sacudir y a abofetear. Esta vez sus ojos se abrieron y se encontraron con la
mirada oscura y divertida del cardenal de Lorraine.
—Ah, mon fils, lo único que necesitabais para uniros a nosotros era un poco de
ánimo.
Blade no dijo nada, parpadeó lentamente, y volvió a cerrar los ojos.
—Vamos, querido niño, no forcéis a un hombre de Dios a golpearos de nuevo.
Abrió los ojos, lentamente, como si hacerlo requiriera toda su fuerza.
—Bon —dijo el cardenal—. El ruiseñor inglés vuelve a estar con
nosotros. Ah, estáis sorprendido. Os recuerdo, mon seigneur, aunque no os recordaba
al principio. Recuerdo que la encantadora Claude ofreció una mascarada el año pasado,
bastante aburrida por cierto, y allí vos cantasteis. Vuestra voz inundó la noche con el brillo
del sol.
El cardenal se dirigió a Le Brun, que estaba detrás de él, y éste le acercó una silla.
Después de sentarse y arreglarse los pliegues de la capa, reposó las manos en los brazos
de la silla y observó a Blade como si examinara a un novicio.
—Me habéis causado graves molestias, muchacho. Eso no me gusta, como tampoco me
gusta que me hagan quedar como un estúpido. Podéis dar gracias a Dios de que admiro
vuestra astucia, o en estos momentos seríais comida para gusanos. Sois una maravilla, en
verdad. Habláis francés tan bien como yo. Tendréis la oportunidad de hablar mucho en
francés durante los próximos días.
Blade susurró, poniendo cuidado en no pronunciar demasiado correctamente:
—No os diré nada.
Odiaba estar allí, indefenso, mientras aquel hombre jugaba con él como si fuera un
perrito faldero. La risa suave del cardenal era más alarmante que la brutalidad de Le Brun.
—No lo juréis, porque os garantizo que todavía ningún hombre se me ha resistido,
cuando me he empeñado en volverlo favorable a mis propósitos. Pero tal vez me he
precipitado. ¿Desearíais someteros ahora y ahorraros muchos sufrimientos? Decidme cómo
os enterasteis del asunto del viejo sir Thomas Richmond y los nombres de vuestros colegas
espías.
Blade miró fijamente al cardenal y no dijo nada. Luego suspiró.
—Infortuno, mon fus —dijo. Formó un cono con sus dedos y miró a Blade por
encima de ellos—. Sabéis, tengo la sospecha de que los secretos que guarda esa preciosa
cabeza son más valiosos que los que guardaba ese detestable de Thomas Richmond.
Decidme, Nicho-las Fitzstephen, sieur de Racine, ¿qué sabéis de los asuntos de Su Majestad,
la reina de Inglaterra?
—Nada.
Charles de Guise le dirigió una sonrisa divertida, incluso cariñosa. Bajó las manos y
empezó a golpear con los dedos el armiño que bordeaba su capa.
—Tengo un apotecario que se llama Cosimo. Los italianos están tan versados en
plantas y pócimas. Cosimo estudió durante un tiempo con Nostradamus. Nunca deja de
sorprenderme con sus filtros, infu-
siones y decocciones, y ha creado para mí una tintura muy útil. Creo que combina
lavanda, ruda y raíz de mandragora, y otras hierbas por el estilo. —El cardenal se inclinó
sobre la cama—. Tal vez hayáis oído hablar de la mandragora. Crece bajo las horcas de los
asesinos y desenterrar su raíz causa la muerte. Si se intenta, profiere unos gritos y quejidos
tan terribles que nadie puede escucharlos y seguir vivo. Por eso se usan perros para
desenterrarla.
—Iré con cuidado de no desenterrar ninguna —murmuró Blade.
—Es una planta fúnebre, de magia y visiones... muy potente.
Mientras hablaba, el cardenal sacó una cadena de oro de debajo de su justillo de piel.
De ella colgaba un pequeño frasco de cristal transparente lleno de un líquido negro.
Sostuvo la cadena sobre la cabeza de Blade y la ampolla empezó a girar. Blade la observó,
pero el cristal al girar reflejaba la luz de las velas. Su visión se nubló y volvió la cabeza a un
lado.
—Le he suministrado esta pócima a algunos herejes condenados. —dijo el
cardenal—. Desgraciadamente, al principio era demasiado generoso, y algunos de ellos
murieron antes de que el fuego pudiera purificar sus crímenes. Pero desde entonces he
aprendido el arte de administrarla. La tintura de Cosimo parece tener el poder de reducir
un hombre a un estado de voluntaria esclavitud en apenas unas horas.
—No os creo.
—Blade se puso rígido cuando el cardenal hizo descender la ampolla y la cogió con
una mano.
—No importa. —El cardenal lanzó una mirada al frasco—. Basta de charla. Podéis
elegir, mi niño. Podéis bajar hasta vuestro caballo con la ayuda de Le Brun, o puedo
daros a probar la tintura de Cosimo ahora. Personalmente preferiría esperar un día o dos a
que estuvierais más fuerte, pero si me obligáis, empezaré vuestra educación ahora mismo.
—¿A dónde me lleváis?
—Al castillo real, por supuesto. En verdad tiene tanto de fortaleza como de castillo,
lo que es una suerte, ya que pienso reteneros en los calabozos de Amboise, querido espía
anglo-francés. Porque allí nadie os oirá gritar.
Los dedos de Blade se contrajeron mientras se esforzaba por no abalanzarse sobre
el cardenal. No le extrañaba que el hombre fuera tan poderoso, ya que sabía obrar lenta y
sutilmente, separando los tejidos que forman las defensas de las víctimas, hasta que la presa
se encontraba indefensa.
—Vamos, vuestra respuesta —dijo el cardenal—. Os recomendaría obediencia, ya que
más pronto o más tarde os convertiréis en un esclavo dócil y manejable. Si obedecéis, me
ocuparé de vos con cuidado.
Blade vio a su enemigo levantarse e inclinarse sobre él. El cardenal lo cogió de la mano,
y él dejó que le ayudara a incorporarse. Miró a su alrededor y vio que Le Brun y cinco
guardas lo superaban claramente en número. Ni siquiera él podía enfrentarse a siete
hombres. Era mejor aparentar sumisión y esperar a que se presentara una ocasión de
escapar durante el camino hacia Amboise. Si tenía suerte, no se molestarían en atarle los
pies a los estribos una vez hubiera montado.
Lo vistieron y lo empujaron torre abajo por la escalera de caracol, hasta llegar al patio
donde esperaban los caballos. Un guarda le ató las manos por delante. El cardenal dio una
orden con brusquedad, y alguien lo cubrió con una pesada capa. Le enroscaron los pliegues
alrededor del cuerpo. Dos guardas lo sujetaban mientras un tercero le preparaba la
montura. Lo empujaron hasta la silla y él tuvo cuidado de dejarse caer pesadamente.
El cardenal se aproximó cabalgando y observó a su prisionero.
—Vigiladlo de cerca. Si desfallece, ponedlo atravesado sobre la silla y atadlo. No
quiero que se caiga y se rompa la crisma.
Los había engañado. Pensaban que estaba demasiado enfermo para poder resistirse a
sus órdenes. Un guarda tomó las riendas de su caballo, y a una señal del cardenal el grupo
se puso en marcha. Blade se aferró a su silla y respiró hondo el aire helado de la noche.
Su cuerpo ardía de excitación. Lo superaban en número y no iba armado, pero había
salido de su prisión. En el plazo máximo de una hora, sería libre o estaría muerto. En
cualquier caso, privaría al cardenal de Lorraine de la posibilidad de poner en peligro la
vida de su
reina.
—Sófocles
En el extremo del bosque cercano a la casa señorial de Alain Le Brun, Oriel apoyó
la mano en el hombro de Derry y se puso de puntillas para ver qué sucedía. En la
oscuridad ocho figuras avanzaban a buen paso a la luz de las antorchas para dejar listos los
caballos. Ella le susurró al oído:
—Virgen Santa, ¿qué están haciendo?
—Se marchan. —Derry pronunció dos palabras que no había oído nunca antes—.
Christian me cortará la cabeza por esto. Me envió a ayudar a Blade, y yo lo he puesto en
manos del cardenal.
—¿Quién es Christian? —Tiró de Derry para que la mirara—. ¿Habéis dicho el
cardenal? ¿Está aquí?
Lo apartó y volvió a mirar la casa desde detrás de un árbol.
—¿Estáis seguro? —preguntó.
—Sí, Jesús, María y José, se marchan, con Blade. Ella asintió y se colgó de su brazo.
—Toman el camino hacia Amboise. Tenemos que liberarle antes de que lleguen al
castillo, después será imposible.
—Tenemos que avanzarnos —dijo Derry mientras se reunían con los hombres y los
caballos—. Necesitamos un lugar en el bosque donde los árboles estén muy juntos.
Démonos prisa.
Oriel siguió a Derry en una peligrosa carrera a través del bosque, sorteando árboles
jóvenes y ramas bajas. Detrás de ella oyó jurar a un hombre al que una rama había golpeado
en la cara. La luna llena estaba alta en el momento en que Derry llamó al alto. Éste
desmontó y sacó su daga. Ella tomó las riendas de Derry, Rene y el resto de los hombres,
y las ató alrededor de su puño.
—Recordad —dijo Derry—. Jurasteis que me dejaríais encargarme de la lucha.
—Prometo guardar los caballos. Si supiera usar una espada, lucharía, pero no sé. Derry
resopló:
—Y la última vez que lo intentasteis, casi os matan.
—No hace falta que me lo recordéis. No deseo meterme en vuestro camino y
arriesgarme a poner a Blade en peligro.
—Bien.
A una señal de Derry, los hombres ocuparon sus posiciones. Derry trepó por el
tronco de un árbol y se sentó en una rama gruesa que colgaba sobre el camino. Imitándole,
Rene escogió un árbol en el lado opuesto. Tres hombres colocaron flechas en sus arcos y
se escondieron detrás de los árboles a ambos lados del camino. El cuarto se instaló en otro
árbol y cargó una ballesta. Oriel se concentró en calmar a los caballos. Se los llevó a una
cierta distancia de allí, aunque no demasiado lejos, ya que era necesario que estuvieran
cerca para poder escapar rápidamente. Desde donde se encontraba apenas podía distinguir
el camino, y tampoco podía ver a Derry o a sus hombres. Su misión consistía en cabalgar
llevando los caballos hasta el lugar de la lucha, una vez que ésta hubiera terminado.
Se quedó bien quieta. El brazo le dolía de sujetar con fuerza el montón de riendas.
La brisa hizo crujir tres ramas, y las hojas muertas saltaban por el suelo del bosque. Oyó
un buho, y después se dio cuenta de que era Derry. Ya estaban llegando.
Al principio sólo pudo oír el ruido sordo de los cascos de los caballos y el tintineo
de los frenos y las bridas. De pronto divisó la fila de jinetes. Se le puso la piel de gallina
cuando los vio pasar bajo la rama de Derry. ¿Por qué no atacaba? Entonces vio a una
figura encogida que cabalgaba entre dos jinetes: Blade. Derry volvió a silbar, y Blade se
enderezó en la silla, con la cabeza levantada hacia la rama donde se encontraba su amigo.
Cuando los tres pasaron por debajo de la rama, Derry se tiró en-
cima del guarda que pasó más cerca de él, levantó su daga y la clavó en el pecho del
hombre. Al mismo tiempo, Blade golpeaba al segundo guarda. El hombre gruñó pero no
se cayó. Sacó su espada y la dirigió hacia Blade, pero antes de que pudiera golpear, una
flecha se le clavó en la espalda. Cayó al suelo. Otras flechas silbaron entre los árboles, y un
hombre gritó.
Se alzó un clamor cuando los franceses desenvainaron sus espadas y desmontaron bajo
una lluvia de flechas, Dos de los arqueros de Derry cayeron en la refriega. El tercero se
quedó sin flechas y se escondió detrás del árbol mientras sacaba su espada. El guarda que
cabalgaba justo delante de Blade hizo girar su caballo. Sacó su espada y la dirigió hacia
Derry y Blade, pero Rene se lanzó encima de él desde el árbol y los dos desaparecieron
detrás de los caballos y los hombres que luchaban.
Derry trataba de cortar las ataduras de Blade cuando un soldado golpeó a su caballo
y cargó sobre ellos, espada en alto. Otro cabalgaba muy cerca del primero. Oriel gritó, pero
el ruido de la pelea ahogó su aviso. Por un momento se hizo un lío con el manojo de
riendas, después lo dejó a un lado y golpeó a su caballo para unirse a la acción. La yegua
saltó hacia adelante, y Oriel avanzó entre los árboles hacia Bíade, en pugna con los
franceses.
La daga de Derry acabó de cortar la última atadura. Saltó al camino y gritó:
—Blade, detrás de vos.
Él se volvió. Una espada cortaba el aire. Se agachó, y tiró de su caballo para que girara.
Derry le gritó algo y le lanzó su espada. Blade la cogió justo cuando el soldado descargaba
su arma sobre él. Rechazó la estocada, hizo una finta hacia la izquierda y dio un golpe cor-
tante que atravesó el hombro de su atacante y lo tiró al suelo. Sin detenerse, Bíade volvió a
levantar el arma para rechazar el ataque del segundo hombre.
Era el cardenal. Al desviar el golpe, las espadas quedaron bloqueadas. El cardenal vio a
Derry y a Oriel detrás de Blade y sonrió.
—¿Es ésta la famosa suerte inglesa?
—Astucia inglesa, más bien —dijo Blade.
El cardenal se echó a reír y levantó la voz, llamando a sus hombres. Quedaban tres,
incluido Le Brun, y todos cargaron contra Blade. Derry gritó y él se separó inmediatamente
del cardenal, levantando el arma tan deprisa que su oponente no tuvo tiempo de reaccionar.
La punta de su espada osciló, y después descendió y cortó la mejilla del cardenal. Éste
saltó de sorpresa, maldijo, hizo girar a su caballo y volvió galopando hacia la casa señorial.
Los tres franceses siguieron a su amo, pasando frente a Oriel y Derry que corrían
hacia Blade. Lo alcanzaron cuando el último hombre pasaba a su altura, con la espada
levantada. Blade lanzó un grito de aviso a Oriel. Ésta tiró de su yegua para que se hiciera a
un lado, pero el animal era demasiado lento. La espada se arqueó sobre ella, pero antes de que
pudiera clavarse, algo más la golpeó, y salió despedida de la silla cayendo al suelo.
Aterrizó boca abajo con un ruido sordo, y sintió que un gran peso la dejaba sin
respiración. Cuando se vio libre de él, aspiró grandes bocanadas de aire.
—¡Por la sangre de Cristo. Madre de Dios. Cristo y los apóstoles! Unas manos fuertes
la giraron. La cara de Blade se inclinó sobre la suya.
—¿Estáis herida ?¿ Qué hacéis aquí?¿Es que no tenéis sentido común? ¿Dónde está
Derry? Voy a clavarlo en un árbol, así que ayudadme.
Oriel respiró profundamente por última vez, y después lo cogió por los hombros.
—Gracias al Todopoderoso. No te han herido demasiado o no te quedarían fuerzas
para reñirme por haberte salvado la vida.
—Santa paciencia. Mujer, tendría que fustigaros.
Y rodeándola con sus brazos cubrió la boca de Oriel con la suya, al tiempo que la
apretaba tanto que logró dejarla sin aire en los pulmones. Le dolían las costillas, pero aun
así le devolvió el beso devorándole los labios. Después cogió la cara de Blade entre sus
manos y lo miró atentamente.
—¿De verdad estáis bien?
—Sí, chére, ¿y tú?
Rene apareció de detrás de los hombres y los caballos. Susurró algo en francés y
Blade se giró para mirarle. El francés lo cogió, tiró de él y empezó a hacer preguntas tan
deprisa que Blade no pudo responderlas. Finalmente, y sin esperar a las respuestas, Rene le
dio a su amo un abrazo muy fuerte.
Derry los apartó del camino.
—Basta ya de mimos. Está bien, pero no lo estará por mucho tiempo si no nos
vamos de aquí. Así que cada uno a su caballo, antes de que el cardenal decida reclamar a su
prisionero.
Partieron con Rene a la cabeza, dejando a Derry detrás para que
reuniera a sus hombres. Les seguiría más tarde. Cabalgaron toda la noche y sólo se
detuvieron al amanecer, cuando alcanzaron una ciudad lo suficientemente grande para que
pudieran esconderse. Derry se reunió allí con ellos. Dos de sus hombres habían sobrevivido. Los
instaló en una posada por separado. Volverían a Inglaterra por otro camino. Oriel, Blade y
Derry se refugiaron en una taberna modesta.
Mientras Derry se quedaba un rato de guardia antes de retirarse, Blade escoltó a Oriel a
una habitación del primer piso. La hizo entrar, cerró la puerta, la barró y se apoyó contra ella.
Habían estado callados mientras galopaban hasta la extenuación, y no habían tenido aún la
ocasión de hablar. Blade había hablado brevemente con Derry, pero a ella no le había dirigido la
palabra.
Mientras miraba cómo ella dejaba el hatillo con sus posesiones en el suelo y se dejaba
caer en la cama, permaneció en silencio, inmóvil. Ella le dedicó una sonrisa ilusionada, pero
ésta desapareció cuando vio que él no le correspondía.
Blade sacó una daga de su bota y examinó el filo, sopesándola en la mano mientras la
examinaba de pies a cabeza. Ella empezó a ponerse nerviosa mientras él hacía girar el arma por
la punta encima de un dedo, sin dejar de mirarla.
Tan de repente como había aparecido, la daga desapareció, aunque él no había dejado de
mirarla en ningún momento. Finalmente, ella no pudo soportar el silencio por más tiempo.
—Tenía miedo de que os hubieran hecho daño. Nada.
—¿Creéis que nos seguirán?
Nada.
Ella frunció el ceño.
—Ya sé que Plutarco dice que es de sabios callarse cuando la ocasión lo requiere, pero
creo que éste es momento de hablar, milord. Ninguna respuesta.
Mientras el silencio seguía imponiéndose, de pronto se dio cuenta de que estaban solos.
Qué extraño que ese pensamiento la inquietara. No lo había visto desde hacía mucho tiempo y
ahora él se mostraba diferente, tan callado y casi amenazador.
Tal vez fuera porque lo había visto matar, rápidamente y sin vacilación. Lo había visto
manejando la espada como si fuera el viento. Cuando había matado a los hombres de Jack
Midnight, ella no estaba presente. Ahora dudaba de él. ¿Cómo podía un mismo cuerpo tan ten-
tador reunir las habilidades sin igual de un cortesano y de un asesino?
Por fin hizo algo. Se apartó de la puerta y empezó a avanzar hacia ella. Oriel se^
arrastró hacia el lado opuesto de la cama, y una vez allí, se levantó. Él se detuvo mientras
ella retrocedía. Después rodeó la cama y siguió avanzando muy despacio. Cuando se dio
cuenta de que había quedado atrapada en una esquina, ya era demasiado tarde. Ansiosa,
fue retrocediendo al mismo tiempo que él avanzaba, hasta que se encontró sin salida,
contra una pared al lado de un armario. Él se inclinó hacia ella para acercarse más,
apoyando una mano al lado de la cabeza de Oriel. Ella intentó escapar por debajo de su
brazo, pero él la sujetó por la muñeca y la presionó contra la pared.
—¿Qué estáis haciendo?
Blade la aplastó contra la pared con su propio cuerpo, mientras ella intentaba
escaparse. Él sujetó su otra muñeca contra la pared y se inclinó hasta que sus labios
estuvieron muy juntos.
—No —dijo ella.
—Silencio, chére. Éste es un buen momento para callarse.
Sus labios sellaron los de ella, y Oriel sintió su calor invadiendo su carne. Su pecho se
apretó contra el de ella y su lengua revoloteó rápidamente dentro de su boca antes de
empezar a succionar. Puso una mano en un lado de su pecho y la mantuvo allí mientras
la besaba. Después la otra vino a reposar en su otro pecho.
Todavía prisionera entre su cuerpo y la pared, sintió cómo las caderas de Blade se
apretaban contra las suyas. Una rodilla se deslizó entre las suyas y le abrió las piernas.
Inmediatamente él empezó una rápida flexión de sus caderas, de manera que éstas
empezaron a cabalgar sobre las suyas.
Lentamente, con cada beso, cada caricia de sus manos, cada movimiento sensual de
sus caderas, el cuerpo de Oriel empezó a hervir a fuego lento. Blade le levantó las faldas
y se abrió camino hasta sus muslos, y el fuego lento se transformó en fuego vivo. Él la había
vuelto tan sensible que cuando la tocaba, se encendía. Separó su boca de la de Oriel, pero
sólo un poco, de manera que sus labios aún se rozaban. Al final él susurró sin dejar de tocar
sus labios:
—Oh, cbére, creí que no iba a volver a veros nunca más. Creí que me matarían sin
poder despedirme de vos.
Oriel intentó responder, pero sus labios la devoraron. Mientras la besaba, la levantó
del suelo y la puso sobre la cama. Separando sus piernas, él se instaló entre ellas.
Sintió que le rompía el cuello del vestido y le cubría un pecho con la mano. La palma
de su mano le rozó el pezón, y por un momento
ella aguantó la respiración. Blade tenía razón. Era un buen momento para el silencio.
Oriel se despertó muchas horas más tarde y vio a Blade de lado, mirándola. El cogió
un rizo extraviado en el arco de su nariz y lo volvió a colocar por encima de su hombro.
—Temo por vos, chére. He intentado apartaros de mi corazón y he fracasado.
—No os entiendo. ¿De qué tenéis miedo?
Él se giró. Estirado sobre su espalda, mirando al techo, dijo:
—¿Por qué creéis que soy tan bueno matando?
—No lo sé.
—Porque en mi alma reina una rabia infernal. Una rabia que he aprendido a controlar
apartándome de la gente, no dejando que nadie se acerque demasiado. Cuando era más
joven, volcaba mi ira en los otros. No parecía que fuera a poder detenerla. Una vez incluso
hice daño a una dama..., una dama dulce e inocente llamada Nora.
—¿La matasteis? El sacudió la cabeza.
—Pero he matado hombres. Hombres que merecían morir. Uso mi rabia. La envío a
través de mi cuerpo hasta mi espada, y mata. —Se volvió para mirarla. Sus ojos estaban
oscuros en aquella habitación en penumbra—. Tengo miedo de mi propia rabia, miedo de
que pueda golpearos, como lo he hecho con otros. Está en mi sangre..., es una maldición
heredada de mi padre.
Oriel se sentó y se inclinó hacia él, pero Blade rehuía mirarla.
—Ya me habéis contado todo esto antes. Pero en todo el tiempo que hemos pasado
juntos, nunca me habéis hecho daño. Nunca os he visto levantar la mano contra una mujer.
—Cuando un hombre y una mujer viven juntos pueden llegar a odiarse. Lo he visto.
Y el odio se transforma en violencia. No podría soportar que eso nos pasara a nosotros.
Oriel se incorporó, con los ojos muy abiertos por el dolor, y se llevó una sábana al
pecho.
—Todavía queréis que os libere de nuestro compromiso, porque creéis que sois un
monstruo tan terrible como vuestro padre.
Apoyándose en un brazo, Blade se acercó lo suficiente para que ella pudiera verle la
cara. Vio que estaba sufriendo, pero al mismo tiempo, casi sonreía.
—No, no quiero que me liberéis, porque he descubierto un miedo
mayor, el miedo a no voJver a veros nunca más. Ninguna tortura del cardenal hubiera
podido igualar al dolor de perderos. —Blade se incorporó y le puso la mano en la mejilla—. Ya
os he dicho quién soy y lo que soy. Ahora sois vos la que debéis decidir si me queréis. Cbére,
¿queréis casaros conmigo?
Ella se lanzó en sus brazos y él cayó de espaldas sobre la cama bajo su peso. Le besó con
fuerza y después le soltó para poder mirarlo bien, disfrutando del brillo divertido que se
había instalado en sus ojos.
—Sí.
—Ya veo que debo casarme con vos para manteneros a salvo del peligro. Como vuestro
señor os prohibiré que volváis a arriesgar vuestra vida.
Oriel le golpeó en el pecho.
—Vaya. Es culpa vuestra que tenga que ir dando vueltas por la campiña arriesgando la
vida. Si os quedarais quieto y dejarais de intrigar, no tendría que embarcarme en estas peligrosas
aventuras.
—Todavía estamos en peligro —dijo Blade levantándose de la cama.
La luz del sol se filtraba por las rendijas de las contraventanas, proyectando rayos
intrigantes sobre sus muslos y sus nalgas. Oriel ladeó la cabeza y observó cómo Blade se lavaba
en una palangana y se vestía.
Recogió una bota del suelo y de un tirón apartó las sábanas que la cubrían.
—Venga, chére, ya es más de mediodía y tenemos que marcharnos. He enviado a Rene a
preguntar entre la gente, por si alguien ha estado indagando acerca de nosotros. El cardenal
puede haber enviado hombres a buscarnos.
—Me daré prisa. Pero pensad una cosa. Podré ver cómo os sacáis la ropa cada día.
Sorprendido, dejó de ponerse la bota durante un momento y la miró. Ella se rió y los
ojos de Blade la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose un momento en sus pechos. Sacudió
la cabeza.
—No sigáis, mujercilla libertina. Voy a buscar a Derry y encargarme de los caballos
mientras os vestís.
Blade salió y Oriel empezó a lavarse y vestirse. Cuando estaba intentando dominar su pelo
alborotado con agujas y una cinta, oyó a alguien detrás de la puerta. Se ató la cinta y y
rápidamente guardó su viejo vestido en la bolsa que había traído para llevar sus pertenencias.
Mientras se inclinaba sobre la bolsa, la puerta se abrió. Estaba atando las correas de
piel de la bolsa.
—No me riñáis. Casi estoy lista.
—Debí haberos matado en Londres. Oriel dio un grito y se giró.
—Le Brun.
—Oui, demoiselle.
Con la espada desenvainada, Le Brun avanzó hacia ella, mirándola desde arriba como
un cadáver hechizado. Ella se hizo a un lado, cogiendo aire para gritar.
Le Brun levantó la espada.
—Si intentáis avisarlo, os ensartaré ahora mismo y esperaré a que venga a buscaros.
Oriel se dio cuenta enseguida de que eso era exactamente lo que tenía planeado,
hiciera ella lo que hiciera. Estaba a punto de lanzarse sobre él en un desesperado intento de
escapar, cuando en la taberna de la planta baja empezó un gran estrépito..., un hombre
gritó, se oyó ruido de muebles y de cacerolas que habían empezado a volar por los aires.
Después oyó que Blade gritaba su nombre. Le Brun sonrió.
La espada avanzó hacia ella sin previo aviso. Oriel gritó y la esquivó. Mientras Le
Brun recuperaba la posición, ella se alejó de él y de un salto se plantó al lado de la cama;
cogió su bolsa y la lanzó contra la espada. Las cintas se enredaron alrededor del filo.
Oriel aprovechó los escasos momentos que Le Brun tardó en liberar su arma para
saltar sobre la cama y coger un candelabro de una mesa cercana. Cuando él apartó la bolsa,
ella le arrojó la vela y el candelabro encima. Le alcanzó en la sien, y soltó un grito al
tiempo que le empezaba a salir sangre de la herida.
Tambaleándose un poco, se secó la sangre con la manga y lanzó un juramento. Oriel se
había quedado sin objetos que lanzar, así que cogió una almohada, y cuando Le Brun
avanzó hacia ella, le golpeó con ella en la cara y llamó a gritos a Blade. Volvió a golpear
con la almohada, pero Le Brun la atravesó con la espada y la apartó a un lado. Oriel miró
frenética a su alrededor pero no encontró nada que pudiera usar como arma.
—Quedaos quieta, demoiselle, y vuestro sufrimiento será leve. Obligadme a
perseguiros, y os rebanaré las tripas, para dejaros morir lentamente y con tormento.
Ella no le contestó. Toda su atención estaba fija en la punta de esa espada. Esperó, de
pie en la cama con las piernas separadas. La punta de la espada salió disparada hacia ella, que
dio un salto a un lado para esquivarla. Le Brun retrocedió, maldiciendo, y volvió a atacar. Ella
volvió a esquivarlo, pero perdió pie en el colchón y se cayó de rodillas. Le Brun recuperó la
posición, levantó la espada una vez más y le sonrió.
—Buen combate, demoiselle. Y ahora os sugeriría que os confesarais con rapidez, ya que
aún tengo que matar a vuestro amante antes de poder regresar ante el cardenal con vuestros
cuerpos para que se divierta con ellos.
Apoyada en manos y rodillas, se preparó para el ataque, sabiendo que no podría esquivar
la espada en esa posición. Vio cómo la levantaba por encima de su cabeza. El arma se detuvo
un momento en el punto más alto y después descendió sobre ella. Oriel dio un salto hacia
delante, abalanzándose con todo su cuerpo contra Le Brun. Al salir disparada de la cama, la
espada bajó hacia ella, y se dio cuenta de que su intento había fallado.
El miedo es una semilla; el odio es un árbol
—San Agustín
Dlade y Derry estaban a mitad de camino hacia los establos cuando Le Brun y sus
hombres les atacaron. Les estaban esperando fuera de la cocina. Cuando Blade puso una mano
en la puerta trasera de la taberna, cargaron contra ellos. Él les devolvió el ataque,
desenvainando su espada y su daga, y cortándole las tripas a uno de los hombres que había
cargado contra Derry. Detrás de un grupo de seis hombres, vio a Le Brun dirigirse hacia las
escaleras. Blade y Derry se habían abierto camino entre los soldados, lanzándoles taburetes y
mesas a su paso. Uno de ellos cayó cuando un taburete le golpeó la cabeza. Otro, bajo la
espada de Derry. Blade dio un grito de aviso, esperando que Onel lo oyera. Mientras subía por
las escaleras, se volvió y rechazó la estocada de uno de los soldados. De una patada, lo hizo caer
de espaldas y después lo atacó, clavándole la espada en el hombro. Dejó que Derry se ocupara
de los dos restantes y barrara el acceso a la escalera al mismo tiempo, y empezó a subir los
escalones de tres en tres.
Cuando oyó a Oriel gritar su nombre, corrió hacia el rellano de su habitación jurando cortarle el
cuello al dueño de la taberna por haberle vendido a Le Brun la noticia de que se encontraban allí.
Abrió la puerta de una patada. Oriel estaba en la cama. Justo cuando ella se lanzaba hacia Le Brun,
Blade se abalanzó sobre él, y al chocar, le hizo perder el equilibrio. La espada de Le Brun salió
disparada y se clavó en las tablas del suelo.
—John Skelton
He oído hablar de vos. Sé que pegáis a mujeres y a niños. Podéis dar gracias a Dios
de que me educaran como cristiana, u os haría cortar vuestras partes privadas por lo que le
hicisteis a mi Blade.
Sus parientes la miraron boquiabiertos, murmurando entre dientes. Oriel le clavó un
dedo en el pecho. El hombre estaba ya tan hinchado por la rabia contenida que su cabeza
parecía una manzana madura.
—Marchaos, señor, o haré que mis primos os golpeen por las calles tan violentamente
que acabaréis entre los perros muertos de Hounds-ditch.
Lord Fitzstephen farfulló entre dientes y soltó un grito de impotencia. Echó una
mirada a George y a Robert, que ya se habían llevado las manos a sus espadas y salió de la
sala ruidosamente.
—¡O-ri-el! —bramó tía Livia. Faith gimoteó:
—La desgracia. Me mortificará para siempre. Oriel las ignoró y se volvió hacia George
y Robert. Entonces, golpeando a George en el hombro, le espetó:
—Dejad de maullar. Vais a encontrar a mi prometido o pagaré a esos ladronzuelos
para que os corten el cuello a vosotros también. Y recordad, tengo cinco cofres llenos de
chucherías para gastarlos en la tarea. Así que fuera de aquí.
George empujó a Robert para que saliera delante de él.
Livia miró asombrada como su hijo se retiraba y después echó la cabeza hacia atrás y
aulló:
—¡Geeooorge! —George desapareció, y Livia miró a Oriel con el ceño fruncido—.
Pequeña puta desvergonzada.
Oriel levantó el puño hasta que estuvo a la altura de la nariz de Livia.
—No hay nada que haya deseado más a lo largo de estos ocho inacabables años que
darte un puñetazo en la nariz.
Los ojos de Livia se redondearon y crecieron hasta alcanzar el tamaño de dos
granadas.
—No te atreverás.
—Me atrevo a eso y a mucho más. —Oriel llevó el puño hacia atrás.
Livia graznó, dio la vuelta y salió huyendo. Oriel giró sobre sí misma y se dirigió a
Faith, que se recogió las faldas y salió corriendo detrás de Livia. Lentamente bajó el puño,
pero sus manos permanecieron apretadas. Cerró los ojos y volvió a ver los ojos del color
de nubes de tormenta de Blade mirándola, pero sin verla, a causa de la enganchosa niebla
de dolor que los ofuscaba. Aquellos ojos le habían
enseñado un pedazo del infierno, de un odio hacia uno mismo que Oriel ni siquiera
había soñado que pudiera existir.
Blade estaba convencido de que era un peligro para ella, y antes se mataría que
ponerla a ella en peligro con su presencia. Había visto cómo se transformaba ante la
presencia del espectro de su propio padre. Se había encerrado en sí mismo, controlando
marcialmente su voluntad inflexible y la había dejado sola.
Pero no estaba dispuesta a permitir que la abandonara de nuevo. Lo perseguiría
hasta encontrarlo y rompería esa coraza de resolución antes de que tuviera tiempo de
embarcarse en nuevas intrigas. Lo encontraría y haría que se enfrentara a ella cara a cara.
Y tenía que ser pronto, ya que cuanto más tiempo permanecieran separados, más crecería su
rabia y su furia, hasta el punto de engullir su amor, reduciéndolo a cenizas.
George y Robert buscaron durante tres días antes de encontrar al hombre del que
sólo conocía el nombre: íñigo. Cuando lo encontraron, lo empujaron hacia la sala donde se
encontraba Oriel, sonriendo como dos perros de presa que llevaran un faisán a su amo.
ínigo la miró por encima del gran vendaje que le cubría la nariz. Tenía los dos ojos
morados y aún hablaba como si llevara algodón en la nariz.
—Eres íñigo.
—Sí, señora, y vos sois la que intentasteis salvar a..., er —miró a George y movió la
cabeza.
—Sí, señora.
—Vas a llevarme hasta Blade enseguida. No está en su casa, y sin duda tú frecuentas
los mismos antros que él.
—No puedo hacer eso, señora.
—Iñigo, me han secuestrado, han tratado de apuñalarme, he cruzado el canal a la
carrera de ida y de vuelta, he dormido sobre hojas y porquería, y todo para perder a mi
señor nada más llegar a casa. —Sacó una daga que había guardado en su cinto y jugueteó
con ella golpeando el vendaje de Iñigo—. Si no me dices donde está, te demostraré que
mi señor no es el único que merece el sobrenombre de Blade.
Iñigo se cubrió la nariz con las manos.
—Dios me proteja, sois igual que él.
—No, ya que él te concedería un momento para pensar. Y yo voy a cortarte la nariz
ahora mismo. —Movió la daga.
—Esperad, señora. —Iñigo retrocedió—. No os gustará el sitio a donde ha ido. No
es lugar para vos.
—No me iré.
—Pues quedaros ahí toda ía noche, entonces.
Oriel le dio una patada a la puerta, pero no obtuvo respuesta, y mirándola con el
ceño fruncido, atrajo a íñigo hacia ella y le susurró algo al oído. Él la miró boquiabierto.
—Me matará.
—Morid ahora, o después.
Se quejó, pero se puso las manos alrededor de la boca y voceó con voz áspera.
—¡Eh, amigos! ¡Aquí hay una bonita muchacha!
Oriel gritó y llamó a Blade. El pestillo de la puerta se abrió, e íñigo salió disparado hacia las
escaleras.
Blade salió al rellano llamándola, y ella aprovechó el momento para colarse en la
habitación. Él se giró y se quedó mirándola asombrado antes de volver corriendo a la
habitación.
—Me habéis engañado.
—Un pequeño truco comparado con vuestras intrigas, pero yo no tengo tanta práctica.
Oriel miró a su alrededor y vio la habitación sembrada de ropa, restos de comida y, por
lo menos, doce barriles y jarras.
—Marchaos —dijo Blade.
Ella le miró a la cara y sacudió la cabeza. Él parpadeó lentamente y Oriel se dio cuenta de
que estaba borracho, aunque sus manos y sus andares aún eran firmes. Aunque despeinado y
con barba de varios días, su aspecto era aún muy atractivo, y todo en él irradiaba furia
masculina y músculos en tensión. Distraída por la sensualidad que emanaba de él, sin darse
cuenta se deslizó a su lado y le tomó las manos. Blade la apartó con una maldición y se retiró
detrás de una mesa, llena de sobras de pan y queso. Sin inmutarse, Oriel cerró la puerta de una
patada y cerró con llave.
—Siempre me queda la ventana —dijo él.
—¿Me dejaríais sola en este lugar, sin protección?
—Rene os escoltará hasta casa.
Oriel se acercó a la mesa, plantó sus manos sobre ella y le miró directamente a los ojos, de
color gris plata.
—¿Quién hubiera pensado que el infame Blade era un cobarde?
—¿Yo? Yo... —dijo con cuidado— no soy un cobarde.
—Tenéis miedo de quererme. Blade apartó la mirada.
—Eso es otra cosa.
—Blade —dijo ella con voz baja y susurrante. Él la miró con recelo.
—Por lo más sagrado —dijo ella—, sois capaz de enfrentaros a traidores y demonios
franceses por la reina, pero os encogéis ante el desafío de luchar por vos y por mí.
—Estoy luchando por vos, por lo que es mejor para vos.
—¿Habéis golpeado alguna vez a una mujer? Blade sacudió la cabeza.
—¿Habéis matado a alguna? Volvió a sacudir la cabeza..
—¿Sabéis por qué?
—Mi padre...
—Aja. Vuestro padre. —Oriel agarró la mesa y la apartó—. Eché a vuestro padre de la
ciudad el mismo día que me abandonasteis en los muelles. —Dio un paso hacia Blade, y él
retrocedió un paso al mismo tiempo.
—¿Vos?
—Sí. —Caminó hacia él, que siguió retrocediendo—. Intentó pegarme, pero le dije que
pondría precio a su cabeza si se atrevía a tocarme aunque fuera un rizo.
—No me conocéis —dijo Blade—. Lo que veis es este cuerpo. Pero dentro hay un
demonio, un monstruo estúpido y salvaje.
—Si hubiera una criatura tan espantosa en vuestro interior, ya haría tiempo que os habría
dominado por completo.
Oriel se puso delante de él, casi tocándole. Con las manos planas le acarició el pecho, y
fue descendiendo por el torso hasta los muslos. Después, le acarició la parte interior de las
piernas hasta llegar a las ingles.
—Aquí —dijo ella—. Aquí se encuentra la única bestia salvaje que he visto, y en verdad es
de lo más incontrolable.
Blade la cogió por las muñecas y le retiró las manos con fuerza. Sus ojos brillaban.
—Si quisiera un servicio, pagaría a alguna de las otras fulanas que hay bajo este techo.
Oriel se quedó sin respiración durante un momento, con la cara pálida y los ojos llenos
de lágrimas.
De la taberna de la planta baja les llegó el sonido de la voz de Rene. Cuando éste entró en
la habitación seguido por un hombre vestido con la librea de la familia Fitzstephen, Blade
apartó a Oriel. El hombre se inclinó ante Blade y le entregó una carta. Él rompió el sello.
Después de una lectura rápida, volvió a doblarla y la entregó de nuevo al mensajero.
—Rene, encuentra a íñigo para que escolte a la señora Oriel a su casa. Partimos de
inmediato.
—No partiréis sin mí.
Blade le dirigió una mirada glacial.
—Está muerto. Mi padre está muerto, y debo ir al castillo de La Roche. Está muerto, y
cuando yo muera mi maldito linaje acabará conmigo. Ni siquiera vos, Oriel, podréis hacerme
cambiar de opinión.
Cuando hubo salido, Oriel miró a Rene, que la miraba a su vez, con tristeza.
—Tengo miedo, mi señora. Una sombra se le ha instalado en el espíritu, y no se preocupa
por lo que pueda pasarle. Y a una persona como él, esa negligencia puede costarle la vida.
Rene y el mensajero se fueron, y se quedó sola. Una sombra en e! espíritu, había dicho
Rene, un alma brillante como una espada corroída por el ácido de la crueldad, la crueldad de
un padre monstruoso.
No iba a rendirse, así que tendría que seguir a Blade hasta La Roche. Ahora que su
depravado padre había muerto, tenía que convencer a su atormentado prometido de que sus
miedos eran sólo pesadillas, fruto de un tiempo ya pasado. Sin embargo, por grande que fuera
su resolución, ella sola no podía asediar a Blade si éste se hallaba aislado en aquella gran pila de
piedras..., no sin un ejército. Por lo tanto, iba a necesitar ayuda desde el interior. ¡Rene!
Salió precipitadamente de la habitación, se detuvo en el rellano y observó la taberna
desde arriba. Camareros y muchachas se afanaban limpiando los destrozos provocados por la
pelea entre dos parroquianos a causa de un juego de dados. Varios grupos de hombres jugaban
al backgammon y a los dados. De dos de las habitaciones cercanas al rellano salieron George y
Robert, colocándose la ropa correctamente. Fueron hacia Oriel, pero ella ios apartó con un
gesto, ya que su atención CvStaba concentrada en una figura alta y esbelta del piso inferior.
Blade se encontraba ante la puerta principal, y Mag estaba con él. Ella estaba hablando y
él se inclinó para escucharla, con el ceño fruncido. Ella bromeó y le sonrió, pero él no le
devolvió la sonrisa. Le puso los brazos alrededor del cuello, y le dio un beso largo y pausado.
Oriel apretó con fuerza la barandilla para no gritarles que se separaran.
Finalmente le soltó, y le siguió con el ceño bien fruncido, a pesar de todos los esfuerzos
de ella. Le dijo algo, ella se rió y miró a Oriel. Blade siguió la dirección de su mirada y se
encontró con sus ojos. Durante un momento que pareció durar una eternidad él continuó
mirándola, sin sonreír. Después se volvió y se marchó sin decirle a Mag ni una palabra.
Una vez que se hubo marchado, Oriel pudo pensar con claridad. Había algo que
tenía que hacer enseguida. Captando la mirada de Mag, empezó a bajar las escaleras. La
mujer cruzó la sala despacio para ir a su encuentro.
—Mag, si vuelves a tocarlo, te cortaré los labios. Ella soltó una risotada y la miró de
arriba abajo.
—¿Tú? Podría enviarte unos cuantos hombres ahora mismo a que te rompieran el
cuello y te echaran a una zanja.
—Sí, pero entonces Blade te mataría.
La sonrisa burlona desapareció de su cara.
—Veo que lo has entendido. Ninguna otra mujer había podido hacer esta promesa, o
esperar que fuera a cumplirse. Mag la empujó.
—Fuera de mi casa, maldita bruja en ciernes.
—¿Dónde está Rene?
—En la cocina con el mansajero, pero no entrarás ahí.
—Si quieres que me vaya, entraré.
Mag resopló y pasó por su lado muy enfadada. Subió las escaleras con el orgullo
herido. George se acercó a Oriel.
—Por favor, Oriel, tenemos que irnos de aquí.
—Sólo un momento más, George.
Con su primo siguiéndola de cerca, entró en la cocina. El lugar estaba abarrotado de
cocineros, pinches y fregonas, en plena actividad. En una esquina se encontraban Rene y el
mensajero, sentados en una mesa y devorando un estofado. Rene la vio, levantó una ceja y
se levantó. Inclinándose, murmuró un saludo en francés. Ella respondió en la misma
lengua antes de lanzarse a su petición. Ya había decidido que George sería más feliz si no
se enteraba del todo de sus planes. Mientras ella hablaba, los ojos de Rene se iluminaron.
Cuando acabó, volvió a inclinarse para saludarla.
—Oui, demoiselle. En las almenas, una hora después de medianoche.
—Mera, Rene. Hasta entonces.
Con todo acordado, salió de la cocina. George la siguió y la tomó del brazo.
—¿Qué es toda esta charla de almenas y medianoche?¿Qué estás tramando ahora?
No voy a seguirte el juego ni un minuto más, Oriel. Está claro que has fracasado. Ha
llegado la hora de que yo...
—Oh, calla George. El padre de Blade ha muerto.
—Pero si acaba de dejar la ciudad.
—Murió por el camino. De rabia, al parecer. Un mozo le hizo enfadar y le azotó, pero
mientras estaba golpeando al pobre hombre, se volvió de color púrpura y murió. Dios es
justo, según parece. ¿Dónde está Robert? —Hizo un gesto con la mano a su primo, que
estaba mirando con picardía a una. alcahueta.
—En cualquier caso —dijo George—, defenderé tu honor.
—No hará falta, te lo agradezco. —Puso la mano en el brazo de George—. Te dije
que yo lo arreglaría todo con Blade, y así lo he hecho. Voy al castillo de La Roche, a
casarme.
—Bien —George la miró sonriente mientras la guiaba hacia la salida de la taberna,
con Robert tras ellos.
En silencio, Oriel le pedía a Dios que la perdonara por sus mentiras. Después de todo,
tenía que viajar al norte, hasta La Roche, así que necesitaba que su primo la escoltara. Y
cuando el pobre George descubriera su ardid, sería demasiado tarde para dar marcha atrás.
Ya, que, aunque tanto te he amado,
mi corazón no me servirá para verte,
porque por ti y por mí la flor
de reyes y caballeros ha sido destruida.
Los árboles estaban llenos de hojas nuevas. Mayo y la primavera habían llegado por fin al
norte de Inglaterra. Blade tocó la rama de un manzano llena de protuberancias. Se balanceó
bajo su dedo, y después se movió con la brisa. Levantó la cara hacia el sol, con los ojos cerrados.
No importaba cuantas primaveras llegaran o se marcharan. Él estaría permanentemente revestido
de una escarcha invernal.
Miró hacia atrás y vio las defensas interiores del castillo de La Roche. La antigua y
cuadrada torre del homenaje se alzaba detrás de las almenas interiores, y sus banderas
indicaban que el señor del castillo, o sea él, se encontraba en el interior. Las agujas de la capilla
asomaban justo detrás de las almenas interiores. Había enterrado a su padre en la cripta de esa
capilla aquella misma mañana... y no sentía nada.
Durante toda su vida había esperado que llegara aquel día, y ahora la realidad era mucho
menos satisfactoria. Aquella misma mañana había entendido que en realidad no deseaba que su
padre muriese. Lo que de verdad esperaba es que se transformara milagrosamente en un señor
amable y cariñoso, un hombre como el padre de Christian de Rivers. Había deseado
fervientemente tener un padre así, pero ya nunca lo tendría. Esa necesidad había dejado
una grieta en su alma, como si unos albañiles hubieran construido una pared y hubieran de-
jado un boquete que debilitaba toda la estructura.
Caminó entre las hileras de manzanos del huerto del castillo, intentando sacarse de
encima el manto de tristeza que le había perseguido desde que viera a su padre en los
muelles de Londres. En vano. La pérdida de Oriel le obsesionaba. No podría pasar los días
a su lado, mientras ella le leía a Ovidio o a Thomas Wyatt; no podría reírse de sus
esfuerzos por recordar los nombres, ni tocar su pelo.
Maldiciendo, murmuró para sí:
—Pero por lo menos está a salvo. A salvo de mí.
Se desharía de todas las propiedades de su padre. Sólo le traían recuerdos dolorosos.
Su mayordomo protestaría. Sus parientes lejanos aún protestarían más, ya que ni siquiera
les había informado de la muerte de lord Stephen. No importaba. No podrían hacer nada
más que quejarse, ya que él era el señor del castillo de La Roche.
Dejó el huerto y caminó bajo las almenas interiores, dejando atrás los establos y las
caballerizas. El castillo estaba construido sobre dos círculos concéntricos de muros
almenados, de un grosor que superaba su propia altura. Había pasado su infancia en este
lugar, en la casa nueva situada junto a la torre.
Los antiguos propietarios habían construido la fortaleza por orden de Enrique II,
para proteger la frontera entre Inglaterra y Escocia, aunque les fue confiscada por dedicar
más esfuerzos a atacar a sus vecinos que a proteger. Había ido pasando de familia en
familia hasta que Enrique III la concedió a un antepasado de Blade, en cuya familia había
permanecido durante más de doscientos años. Ahora le había llegado el turno de proteger
la frontera para su reina. Y a causa del malestar provocado en los últimos meses por la reina
de Escocia, la tarea se presentaba peligrosa.
Sin embargo, su principal inquietud no se la provocaba la reina de los escoceses, sino
su propia soberana, que al enterarse de que ahora era el señor del castillo, le insistía para
que se casara y tuviera un heredero. La reina Isabel era única insistiendo a sus caballeros
para que cumplieran con su deber, aunque ella todavía no se había casado. Y él nunca sería
capaz de mirar a ninguna muchacha de alta alcurnia, remilgada y pálida, ya que sólo tenía
ojos para Oriel.
Atravesó la verja que separaba el patio interior del exterior. El jefe de las cuadras
estaba entrenando a un nuevo semental en el arte de proteger a su amo durante la batalla. La
mayor parte de los caballeros y muchachos a su servicio se habían reunido a mirar. Los dejó
atrás. Respondió a los saludos de la guardia que protegía la verja exterior, cruzó el puente
levadizo sobre el foso y bajó por la empinada pendiente de la colina sobre la que estaba
construido el castillo de La Roche.
Tenía que intentar que sus pensamientos no se desviaran constantemente de su curso
y fueran a parar a Oriel. Justo después de volver de Francia, le había enviado una carta al
cardenal de Lorraine. Lo había mantenido en secreto, ya que no quería que Oriel se
preocupara. Sabía perfectamente que no podía esperar que el cardenal abandonara la caza
sólo porque hubiera cruzado el canal.
Aquella carta contenía una solución a aquella amenaza, una solución que no
complacería al cardenal en absoluto. Esperaba una respuesta. Mientras tanto, había
encargado a un secretario la tarea de descubrir el mensaje de los botones cifrados. El
hombre se hallaba encerrado en la torre negra del castillo en ese mismo momento, estu-
diando los papeles.
—Mon seigneurl
Se volvió y vio a Rene corriendo detrás de él.
—Mon seignettr, no debéis salir sin escolta.
—Vete. De momento no hace falta.
—Pero señor...
—Lo prohibo —dijo alzando la voz. Se retiró la capa por encima del hombro y
golpeó el mango de la espada—. Ya voy bastante protegido, y mi necesidad de estar solo es
demasiado grande. Déjame.
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y siguió descendiendo por la ladera rocosa de la
colina hasta el valle frondoso que se encontraba al pie. Allí los árboles eran gruesos y las
ramas se movían con sus hojas nuevas, formando un estrado sobre las cabezas. La mayoría
de ellos estaban cubiertos por una capa de liqúenes que contrastaba con los grises y
negros de los troncos de los avellanos y los robles. Podía sentir la evidencia de la primavera
en el calor del sol sobre su cara.
Se adentró un poco en el bosque, hasta que las banderas de la torre apenas fueron
visibles a través de los árboles. Su padre y su abuelo y su bisabuelo habían reservado los
bosques de alrededor de La Roche para la caza, y el pueblo más cercano se encontraba a
varias leguas de distancia, en otro valle. Recogió una rama muerta y empezó a partirla en
trozos pequeños y a tirarlos mientras caminaba. Al moverse, las sombras que arrojaban las
ramas situadas sobre su cabeza trepaban por su cuerpo.
Su paso se hizo más lento cuando se presentó ante él un recuerdo inesperado. En su
imaginación vio a Oriel, con la lengua asomando por la comisura de sus labios, inclinada
sobre el catálogo de los libros de Thomas Richmond, con el pelo brillando a la luz del sol.
Levantó su mirada hacia él y aquella expresión embelesada se adueñó de sus ojos. Había
visto a mujeres contemplándolo anteriormente, pero nunca había estado tan seguro de
que el aprecio incluía a su auténtica persona, no sólo a su cuerpo.
La rama que tenía en la mano se quebró y Blade sacudió la cabeza. Se oyó otro crujido
y se volvió deprisa, con la capa al aire y la espada ya a medio desenvainar. Un hombre salió
de detrás de un grueso tronco..., un hombre joven. Ricamente ataviado en seda negra
estampada, con cadenas de oro y un vistoso estoque, abrió los brazos para indicar que venía
en son de paz. Sonrió y apoyó un hombro contra el árbol.
La mirada de Blade viajó desde el extraño hacia el bosque alrededor, con la espada
apuntando al desconocido, que esperó pacientemente a que finalizara sus
comprobaciones. Pasado un instante, su mirada volvió al extraño. Tenía la cara lampiña, el
pelo negro y sedoso y la sonrisa de un ángel. Sus mejillas mostraban el tono rosado de una
doncella, aunque llevaba la espada con el desparpajo de un mercenario.
—Sieur de Racine —dijo el joven—. Su Eminencia está de lo más disgustado con
vos.
Blade apuntó su espada al corazón del desconocido.
—Y yo con él. ¿Qué queréis? El joven se inclinó graciosamente.
—Mi nombre es Jean-Paul.
—Traéis la respuesta a mi carta para el cardenal.
—Yo soy la respuesta.
Blade levantó una ceja y esperó. Jean-Paul cruzó las piernas por los tobillos e
inclinó la cabeza a un lado.
—Debo decir que no me parecéis el molesto entrometido capaz de burlar a Su
Eminencia.
—¿Qué queréis?
Jean-Paul lanzó un suspiro de impaciencia y se enderezó. Dejó el árbol y se acercó a
Blade, quien mantenía la espada apuntando al extraño. Jean-Paul se detuvo a dos largos de
espada.
—Sois medio francés, según me han dicho. Debéis apreciar los refinamientos de la
cortesía, incluso entre enemigos.
—Yo también soy medio inglés, y por lo tanto no me fío de los franceses. Hablad o
empuñad la espada.
Jean-Paul volvió a suspirar y después hizo el signo de la cruz ante Blade en señal de
bendición.
—Haya paz, hijo mío.
—Por la sangre de Cristo, ha enviado a un sacerdote. —Blade bajó un poco la espada—.
Un sacerdote mundano, como corresponde a Charles de Guise.
Una sonrisa perezosa curvó los labios de Jean-Paul.
—Me crié en un monasterio hasta que el cardenal me encontró. Me incorporé a su
servicio en su casa, donde me educaron mucho más... a fondo. Pero, como decís, debo hablar.
Su Eminencia está muy disgustado con vuestra carta.
—Bien —dijo Blade—. Eso significa que ha comprendido que la reina madre de
Francia estaría muy disgustada si se enterara de sus tratos con los católicos ingleses y de sus
intentos de conseguir el trono de Inglaterra para su sobrina. No olvidéis, padre, que he vivido
en Francia. El reino está dividido por la lucha entre protestantes y católicos, y el rey Valois y su
madre están en medio de las luchas. Hacen equilibrios entre los católicos de Guise y la
protestante casa de Orléans. La reina madre estaría más que enfadada si le llegaran noticias de
los complots del cardenal.
—Su Eminencia está pensando en confiscar vuestros bienes franceses.
—Estaría tan alarmada que acusaría al cardenal de traición.
—El cardenal está también muy preocupado por vuestra salud.
—La casa de Orléans daría saltos de alegría si se enterara de sus intrigas con los ingleses, y
sin duda enviaría sus ejércitos a ayudar a la reina madre para arrestar a Su Eminencia.
—Y por la salud de la señora Oriel Richmond. Blade sonrió a Jean-Paul.
—Sin duda el rey de Francia ordenaría un auto de fe con el cardenal como invitado
especial. ¿Alguna vez se ha visto a un cardenal arrastrado y descuartizado?
—Bien lonché, Fitzstephen. Buena estocada —Jean-Paul rió y descansó la palma de su
mano en la empuñadura de su espada—. Ya me advirtió que no responderíais a las amenazas.
Su eminencia os ofrece una tregua. Vuestro silencio a cambio de su tolerancia. Podéis vivir en
paz, incluso conservar vuestras tierras.
—Qué generoso, considerando que está enterado de que, en caso de que me ocurriera
cualquier percance, hay cinco cartas secretas referidas a sus intrigas que serían enviadas a varias
personas interesadas.
—Su eminencia siempre se preocupa por la buena salud de sus amigos.
—Merde.
Jean-Paul volvió a reír. Después su mano hizo un movimiento rápido y cinco hombres
emergieron del bosque y los rodearon.
—Tenía que asegurarme, man seigneur. Como veis, soy un hombre precavido.
—Sois un muchacho presumido y confiado en exceso.
Blade silbó. Detrás de los franceses apareció una compañía de sus hombres, comandada
por Rene. Jean-Paul soltó una risita e hizo una señal a sus hombres de que se estuvieran
quietos.
—Bien jugado, Fitzstephen. —Miró a Blade con frialdad—. ¿Cuento con vuestra
palabra sobre nuestro contrato?
—Contad con ella. Mientras el cardenal mantenga sus dedos apartados de los pasteles
ingleses, su culpabilidad no será hecha pública en las escaleras de las iglesias de Francia.
—En ese caso me despido de vos.
Jean-Paul echó un vistazo a los hombres de Blade. Éste asintió con la cabeza a Rene y los
ingleses se retiraron para permitir que los franceses hicieran lo mismo. Jean-Paul se inclinó ante
él y él le devolvió la cortesía.
—Mis hombres os escoltarán hasta Londres, padre, hasta veros a salvo a bordo de un
barco.
—Vuestra preocupación por mi seguridad es generosa, pero innecesaria.
—Por Dios, señor, considero que vuestra partida de Inglaterra será un excelente
presagio para mi reina y para mí. Id con Dios.
Observó a Jean-Paul mientras partía rodeado de sus hombres, los que, a su vez, iban
rodeados por los hombres de Blade. Rene se acercó a Blade envainando su espada.
—Me seguiste a pesar de mis órdenes.
—Por supuesto, señor.
—Y sin duda me castigaréis por mi falta de cuidado desde ahora hasta el día del Juicio
Final.
—Dios no lo permita, señor.
—Será mejor que enviéis un mensaje a íñigo. Tendría que doblar el número de guardias
que vigilan a la señora Oriel. No podré descansar hasta que esté bien seguro de que el
cardenal piensa cumplir nuestro trato.
Empezó a caminar de vuelta hacia el castillo con Rene a su lado. No le sorprendió que el
hombre le lanzara, miradas desaprobadoras y finalmente se atreviera a hablar.
—Antes, no habríais sido sorprendido..., antes de que abandonarais a la señora Oriel.
Desde que os separasteis de ella sois como un cachorro que ha perdido a su dueña.
Blade se detuvo y se encaró a Rene.
—Mantente en tu lugar, hombre, o te enviaré de vuelta a Francia.
—Vagando por el castillo errante y pensativo como un amante loco de amor en una
obra de teatro.
Alejándose a toda prisa de su torturador, Bíade subió la empinada pendiente hacia el
castillo más deprisa.
—No voy a seguir escuchando esta charla sensiblera. Ya te lo dije. No tengo ninguna
intención de atarme a ninguna mujer. Las mujeres necesitan que las protejan, y no pueden
hacer nada por sí solas. Tienes que guiarlas y aconsejarlas, y son inútiles. Odio la idea de pasar el
resto de mi vida cargando con una muchacha quejona, frágil y dependiente.
—¿Estamos hablando de la señora Oriel Richmond?
Blade le miró con rabia por el tono escéptico que había utilizado Rene, y cruzó el
puente levadizo a grandes zancadas. Entonces, ante la puerta de la casa, se volvió hacia Rene y
le silbó.
—Sacre Dieu, sabes perfectamente por qué no puedo tenerla. Tú sabes por qué. Santos
del cielo, dadme un poco de paz, y tú también. Rene se metió los pulgares por dentro del
cinturón.
—¿Tendréis hombres rodeándola durante el resto de su vida? ¿Qué haréis cuando se
case?
—¿Se case? —Blade se quedó mirando a su sirviente como si hubiera hablado en árabe—.
¿Se case?
—Se case —repitió firmemente Rene—. Su primo no permitirá que siga soltera,
especialmente ahora que, bien, especialmente ahora que ya no es..,, especialmente ahora. Le
encontrará un marido complaciente, uno que gustosamente dejará a un lado ciertos aspectos re-
lacionados con el honor a cambio de su dote.
—No lo hará si quiere seguir viviendo —dijo Blade—. Y no me mires con esa sonrisa.
Juró y se alejó de Rene y de su cara alegre, sólo para encontrarse con su mayordomo
que se le acercaba a toda prisa.
—Señor, tenéis visita.
—Por los clavos de Cristo, que no sea otro francés.
—Lord Braithwaite, señor. —El mayordomo casi bailaba de excitación—. De la corte de
la reina.
Reprimiendo un quejido, entró en el patio interior y después en el gran salón. Sin duda
a la reina le habían llegado noticias de la muerte de su padre, y había enviado a Braithwaite
con sus condolencias. Tenía que recuperar sus modales cortesanos, aunque su carácter
había sido puesto duramente a prueba. Entró en la sala, una habitación construida para
albergar a varios centenares de personas, y saludó.
Lord Braithwaite era un hombre mayor, con la cabeza, en forma de membrillo. Se
inclinó rígidamente ante él y le presentó una carta de la reina. En ella la soberana le
acompañaba en el sentimiento por la pérdida de su padre, y le expresaba sus mejores deseos
en su sucesión a la baronía.
Braithwaite chasqueó los dedos hacia un criado. El hombre se acercó con una caja
dorada y alargada que descansaba sobre un cojín de terciopelo.
—Su Majestad envía esta muestra de su buena voluntad y agradece a lord Fitzstephen
por los servicios prestados a la corona, y los buenos servicios que sin duda seguirá prestando
en el futuro.
Braitwaite tomó la caja y se la entregó. Al abrir la tapa encontró una daga con
empuñadura. Era un arma ceremonial, de oro, y la empuñadura estaba ornada con
esmeraldas y diamantes, símbolo de los colores reales verde y blanco. Justo debajo de la
empuñadura, grabadas en el filo, vio las iniciales de la reina, ER, Elizabeth Regina. Blade
tomó el arma incapaz de articular palabra.
—Su Majestad os envía esta carta y desea que os anuncie que desde hoy os nombra su
daga real.
Blade tomó la carta que le ofrecían y se oyó a sí mismo dando las gracias con
respuestas corteses que parecieron agradar a Braithwaite. Le ofreció vino y comida, pero el
hombre sólo deseaba ser conducido a su habitación, alegando que el viaje había sido largo y
fatigoso. Aliviado, acompañó a su invitado a sus habitaciones y lo dejó allí.
Guardó la daga en un arca maciza de su habitación y se arrodilló a su lado con la llave
en las manos. Ahora que estaba solo, abrió el sello real de la carta y leyó.
Hemos recibido noticias de nuestro Derry acerca de vuestra vigilante atención por
nuestro estado. Debéis saber que tan buenos servicios y tanta valentía han calado en nuestro
corazón, y que no olvidamos a los subditos leales. Esta prueba de
agradecimiento no paga ni la mitad de la deuda que tenemos con vos. Tened cuidado,
señor, con vuestra salud. Hemos recibido noticias de una peligrosa plaga que viene de Francia, y
no desearíamos que nada malo os sucediese.
Salmos 37:35
George tardó casi una semana en arreglar sus asuntos antes de partir hacia el castillo
de la Roche, lo que fue una suerte, ya que Oriel también estaba muy ocupada con sus
propios preparativos. Contrató a cinco nuevos sirvientes fuera de lo común y los envió
por delante, para que la esperaran en un pueblo cercano. Una vez que estuvo lista, su
mayor preocupación fue que tía Livia y tía Faith quisieran ir con ellos. Por suerte, ninguna
de las dos quiso hacerlo. Después de su última confrontación, se habían retirado del campo
de batalla vencidas, y no deseaban más escaramuzas.
Por lo tanto, salió escoltada por George y Robert. Durante el camino, Oriel iba
escuchando con tolerancia las quejas de George y decidió que, aunque tuviera una
trompeta con piernas como madre, él había salido a su tía Faith. Durante la mayor parte del
camino hacia el norte, había gimoteado como una gaita, y en aquellos momentos estaba
especialmente ruidoso, ya que la comida del mediodía se le había asentado y ya volvía a
sentirse cómodo en la silla. Por desgracia para ella, George había decidido viajar a su
lado, en vez de Robert. Los hombres habían aminorado el paso, y ella y George
cabalgaban bastante por delante de los demás. Nadie escuchaba a George si podía evitarlo.
—Esperaba que Fitzstephen nos hubiera proporcionado una escolta —dijo George—
. No puedo pasarme la vida fuera de Richmond Hall, y todavía estoy de luto por Leslie.
Oriel no había visto ninguna lágrima en sus mejillas, ni tampoco en las de Robert.
Leslie había sido el favorito de tía Livia, la persona en la que había gastado su escaso
arsenal de cariño, y sus hermanos lo sabían.
—¿Y cómo es que tu prometido frecuenta la compañía de canallas como ese íñigo? —
continuó George—. ¿Cómo es que lo encontramos en aquel lupanar, tan instalado y
mimado por aquella ramera rubia? ¿Y cómo es que Leslie y él fueron atacados por unos
estafadores en una casa desconocida, y cómo es que acabasteis todos en Francia? No me
creo tu historia del secuestro. ¿Quién iba a secuestrar a Fitzstephen?
—Ya te lo dije. Una noble cortesana, enamorada de él, envió a sus rufianes para que lo
llevaran de vuelta a Francia.
—Una mentira grosera.
—George, tú has podido ver con tus propios ojos lo que ocurre cuando entra en una
sala donde hay mujeres. Recuerda a Joan y ajane.
—En ese caso debería dejarlo.
—¿Dejar de entrar en las habitaciones? George le lanzó una mirada irritada.
—Dejar de seducir mujeres.
—Eso sucede aunque él no lo pretenda. George, ¿tenemos que seguir discutiendo los
mismos temas una y otra vez? Deberías estar contento porque me casaré y me iré de
Richmond Hall.
George tiró de las riendas de su caballo y la miró.
—Te echaré de menos.
Oriel estuvo a punto de caerse de la silla.
—¿De verdad?
—Sí. Eres la única que se ha enfrentado con madre y con tía Faith y las ha vencido.
Una de mis mayores diversiones era oírla llamarte a gritos cuando te escondías de ella.
Robert y yo apostábamos sobre si se le abriría la cabeza, como un melón con la fuerza de su
furia. La engañaba indicándole sitios a los que sabía que no habías ido.
Oriel le dio unos golpecitos en el brazo.
—Eres un buen hombre, George.
—Aunque no muy valiente, me temo.
Continuaron cabalgando, ya que el castillo se encontraba aún a cierta distancia y
George estaba ansioso por alcanzarlo antes del ano-
checer. Pobre George, estaría disgustado, ya que no tenía intención de entrar en la
fortaleza hasta bien caída la noche.
En realidad, pensaba acampar por lo menos a una legua de distancia, con la excusa de que
se sentía indispuesta y con fiebre por culpa de la boda. Entonces, cuando todos durmieran,
ella iría a La Roche sola. Rene la estaría esperando en las almenas para dejarla entrar, y entonces
asediaría a lord Fitzstephen de un modo que él no podía ni imaginarse, a pesar de toda su
experiencia en la licenciosa corte fran-
cesa.
Habían coronado una colina e iniciaban el descenso por la vertiente contraria, que
conducía a otro valle boscoso. Cuanto más se acercaban a La Roche, más frondosos eran los
bosques. Los árboles estaban adornados con hojas de un verde pálido y brillante, que delataba
lo recientes que eran. Oriel las miraba mientras se movían por encima de su cabeza,
entornando los ojos para protegerse del brillo del sol. Continuaron el camino de manera
agradable durante un rato, hasta que George la informó de que se encontraban en la fase final
de la ruta a La Roche.
El camino, zigzagueante, se abría paso a través del denso bosque, que se oscurecía
rápidamente a la luz del crepúsculo. George se quejó de dolor de espalda. Sobre su cabeza vio un
halcón abalanzándose sobre alguna desafortunada presa. Estaba a punto de iniciar la función
de conmocionarse, con palpitaciones y vacilaciones, en el más puro estilo virginal, cuando
algo inhumano empezó a aullar.
Se volvió y vio a hombres que se descolgaban de las ramas y saltaban desde detrás de los
arbustos. Sin previo aviso, un apestoso rufián cayó a plomo desde arriba y se colocó detrás de
ella en lo alto del caballo. El animal se encabritó, y Oriel consiguió con esfuerzo mantenerse a
lomos de él, mientras su atacante caía de espaldas.
En la retaguardia, un grupo de ladrones logró separarles, a ella y a George, del resto de la
comitiva. Mientras Oriel golpeaba a su alrededor con la fusta de montar, George intentó
desenfundar su espada, pero cayó del caballo derribado por una piedra lanzada por un ladron-
zuelo que no tendría más de dieciséis años. Oriel gritó su nombre, pero George estaba
inconsciente. El ladronzuelo se llevó el caballo.
Con la fusta golpeó la cabeza de uno de sus atacantes, y al hacerlo vio a Robert gritando y
huyendo de la refriega. Aquellos de entre sus hombres que aún permanecían montados le
siguieron al galope.
—¡Robert, gusano, vuelve aquí!
De repente, un hombre con el cabello negro y plateado apareció
sobre un caballo a su lado. La cogió y la levantó de la silla. Oriel se revolvió en sus
brazos y lo palmeó con la fusta. Él soltó un grito cuando ésta le golpeó en la cabeza, y se
sorprendió al oír a varios ladrones reír. Le arrancó la fusta de la mano y la sacudió tan
fuerte, que quedó convencida de que la cabeza se le iba a separar del cuello. Cuando se
detuvo, Oriel tenía el estómago revuelto y estaba tan mareada que no podía distinguirle la
cara. Sin embargo, le oyó decir:
—Bien hecho, mis alegres borrachínes. ¡Willie! Te dije que no quería muertos.
Deja al conejo, o tendremos a todo el condado detrás nuestro, y estoy cansado de que me
persigan por la campiña.
Oriel gruñó cuando el hombre la volteó y la colocó sobre su estómago e hizo arrancar
su caballo al galope. La cabeza de Oriel chocó contra la rodilla de él y ella soltó un grito.
Aún aturdida por el último golpe y por el galope del caballo, no tenía ni idea de hacia donde
se dirigían. Estaba a punto de vomitar sobre las botas de su secuestrador, cuando el caballo
redujo la velocidad y se detuvo. La empujaron fuera del caballo y cayó a gatas. Mareada y
asustada, siguió obligándose a recordar la orden del cabecilla acerca de que no hubiera
muertos.
Las botas del bandido aparecieron bajo su nariz, y miró hacia arriba. Le estaba
sonriendo a la luz del crepúsculo. Cogiéndola por la espalda del vestido, la levantó y la
enderezó. La sujetó del brazo para que no se cayera, rió y por fin se dirigió a ella.
—Señora Oriel Richmond —dijo—. Una gallina muy escuálida para venderse tan
cara. —Se inclinó, todavía sonriendo—. Jack Mid-night, señora, su anfitrión por esta
noche.
—Midnight. —Oriel miró alrededor buscando un lugar por donde escapar, pero los
hombres los rodeaban, aunque la mayor parte estaban examinando el botín
conseguido.—. Midnight. Creo que he oído ese nombre. ¡Santo Dios, Jack Midnight! El
que atacó a Blade Fitzstephen.
—Sí, señora, varias veces.
Alargó su mano hacia Oriel, y ella siguió la dirección de esa mano hasta que la cogió
del brazo y la condujo hasta un árbol caído.
—Siéntate —dijo—. Mis planes están saliendo a la perfección, y si tengo éxito, estarás
en el castillo de La Roche antes de medianoche.
Un tanto calmada por su conducta distendida, se sentó en el tronco y preguntó:
—¿Qué plan?
—¡Ah! —dijo—. Un poco de diversión, señora. Venganza y botín al mismo tiempo,
Uno de los ladrones trajo una bota de agua y se la ofreció a Oriel. Mientras bebía, él
continuó:
—¿Sabéis? Vuestro prometido arruinó gran parte del botín que tenía previsto
conseguir para mi vejez. Estaba en la ciudad, vigilándole, y se esfumó. Ahora os habéis
puesto en mi camino y estoy muy agradecido.
—¿Botín para tu vejez? Tarde o temprano te colgarán. No tendrás vejez.
—Podré envejecer en el continente. —Midnight bebió un poco de agua y sonrió—.
Vuestro prometido me suministrará los fondos.
—Te matará.
—No. Somos viejos amigos, aunque debo reconocer que también somos viejos
enemigos. Blade es un chico listo, de verdad. Enseguida entenderá que vale la pena pagar
por ti, y después me iré. Mi mensajero ya está de camino. No tienes nada que temer. No
suelo matar mujeres.
—Oriel encontró sus afirmaciones poco tranquilizadoras.
—¿Qué hay de George?
—¿Quién?
—El hombre que cabalgaba a mi lado.
—Se despertará dentro de unas horas. Willie le dio un mal golpe en el tarro, pero se
pondrá bien. Los otros, bueno, nos mostraron la espalda bastante deprisa.
—Lo sé. Tienen más que temer de Blade que tú mismo. Midnight le estudió la cara.
—Sois valiente, a pesar de vuestros modales refinados.
—He tenido que serlo. He vivido con dos tías muy completas y un rebaño de
primos.
—¿No tenéis familia?
—Mis padres murieron.
Midnight la miró y se sentó a horcajadas sobre el tronco.
—Yo podría tener una hija como tú. Me echó de mis tierras, sí, un maldito noble
vomitivo.
—Pero ¿por qué?
—Los nobles no necesitan una razón para tratar a hombres honrados como si fueran
bazofia para cerdos. Hubo una época en que me habría divertido abrir a vuestro George en
canal, pero el tiempo cambia a las personas.
—Y ¿por qué me cuentas todo esto? —preguntó Oriel. Él sonrió y bebió otro sorbo
de la bota de agua.
—Eres lista, en verdad, para ser una pequeña aristócrata. Pues bien, señora, en el
último año, más o menos, me noto cansado. Solía vivir alimentándome de odio... como un
niño de la leche de su madre. Pero últimamente parece que el viejo rencor es como una
camisa tan gastada, que sólo se aguanta enganchada a mi cuerpo por un hilo o dos.
Quizá la he llevado tanto tiempo puesta porque me era familiar.
—Así que dejarás de robar en los caminos y pasarás el resto de tus días
cómodamente, viviendo de tu botín.
—Sois lista. —Le dirigió una mirada de admiración, que se acabó convirtiendo en un
ceño fruncido—. Mi mujer y su bebé murieron de hambre, sabes, como muchos de
nosotros cuando los señores empezaron a cercar sus tierras. Pero después de todos estos
años, apenas puedo recordar sus caras.
Oriel observó la de él. Llevaba marcadas líneas de dureza, de rabia y de dolor, pero en
sus ojos había cierto grado de paz. Quizá su propia rabia lo había agotado.
—Es hora de irnos, señora. —Midnight se puso de pie y la ayudó a incorporarse.
—¿Adonde vamos?
—A un lugar donde estaré seguro cuando mi dulce Blade salga a la carga de su castillo
para rescataros. Ya le han dicho el lugar y la hora. Y también cuánto le vais a costar.
La oscuridad era total cuando llegaron al lugar acordado. Para ella, ese sitio no
tenía nada de particular, un claro más en la parte más frondosa del bosque. Midnight
ordenó que encendieran un fuego en medio del claro, aunque él y sus hombres se
apartaron una vez que las llamas fueron altas. Guió a Oriel hasta un lugar al lado de un
árbol, tan alto que parecía una fortaleza. Chasqueó los dedos y todos los rufianes menos
uno desaparecieron, tan deprisa que Oriel no pudo ver dónde se escondían. El hombre
que quedaba parecía un árbol con piernas, de tan alto que era.
—Señora Oriel —dijo Jack Midnight— os presento a Long Wiliie. Es la hora, Willie.
Willie se precipitó sobre ella por detrás. La envolvió con sus brazos y la levantó en
el aire. Ella gritó, pero su grito quedó ahogado cuando Willie le tapó la boca con la
mano. Empezó a darle patadas en la espinilla, pero él respondió estrujándola y dejándola
sin aire, hasta que paró.
Midnight se retiró un poco, se puso las manos en las caderas y la examinó.
—Y bien, ¿es esta la manera en que se comportan los cachorros de aristócratas ?
—Mmmfff.
—Vigilad vuestros modales. Tu hermoso prometido llegará pronto. Le han dicho que
se dirija hacia el fuego con el rescate. Estará furioso, pero no tendrá más remedio que
aceptar, teniendo en cuenta las cosas que dije que os haría si no obedecía. Willie, lleva a
la señora Oriel a dar un paseo.
Willie se la echó al hombro, y ella empezó a golpearle la espalda. Sin previo aviso, se
separaron del suelo, y se dio cuenta de que estaban subiendo al árbol. El suelo se alejaba
rápidamente, pero Willie seguía escalando. Oriel dejó de golpearle y se agarró de su
cinturón. Cerró los ojos con fuerza y rezó para que le crecieran alas.
Cuando al fin se detuvieron, abrió los ojos otra vez, y se arrepintió de inmediato.
Willie había subido casi hasta la copa. No sabía que tenía miedo de las alturas. Colgando
boca abajo, las ramas que tenía por debajo parecían meros hilos que se romperían sin
duda bajo su peso si se caía. Y ver a Jack Midnight allá abajo, como si fuera un ena-nito, no
mejoraba las cosas.
Willie la descargó en una rama, cerca del tronco. Una vez libre, se agarró del tronco
con los dos brazos. Sacó un cuchillo y lo apuntó a su estómago.
—Ahora tenéis que estar calladita, señora.
Oriel miró hacia el cuchillo, pero al hacerlo vio el suelo, se abrazó al árbol con más
fuerza y cerró los ojos otra vez. Se hizo el silencio mientras esperaban que apareciera
Blade. Oía los troncos saltar y chisporrotear en el fuego. Un buho ululó a lo lejos, y a
Oriel le pareció que llevaba media vida en el árbol. Cada vez que se atrevía a lanzar una
miradita hacia Jack Midnight, se quedaba sin respiración y escondía la cara en el hueco de
su brazo. Nunca podría bajar de ese árbol. Envejecería allí arriba.
Willie se agitó, y ella reunió valor para mirar. Una figura encapuchada y cubierta con
una capa se adentró en el círculo de luz alrededor del fuego. Jack Midnight llamó a Blade, y
después oyó el canto del metal, al salir una espada de su funda. Oriel se olvidó de su
miedo cuando la espada apareció por detrás de Midnight, con la punta clavándose en su
jubón.
—Midnight —dijo Blade mientras salía de las sombras—, eres un azote para la
humanidad.
Éste se giró para mirarle a la cara.
—¿Recuperado del todo de tu pequeño corte, tesoro?
—Gracias, Rene —dijo Blade a la figura que se encontraba junto al fuego. Miró a
Midnight—. Ya he tenido bastante ración de mentirosos y embaucadores últimamente.
¿Qué quieres?
—¿Qué va a ser? Devolver la señora Oriel a su señor.
—Ah, ella.
—¿No os interesa? —Midnight pareció sorprendido.
—Supongo que sí. Es bastante ingobernable, se rebela contra mis órdenes, y no para
de ponerse en peligro en vez de quedarse en alguna sala retirada a coser, pero es rica.
Oriel se abrazó al árbol y miró sorprendida a Blade. Willie se estaba riendo
disimuladamente.
—¿Dónde la habéis puesto? —preguntó Blade con poco interés.
—Cerca de aquí. ¿Dónde está mi botín?
—Cerca de aquí.
Midnight se rió y miró hacia arriba.
—¿Willie?
Willie sacudió a Oriel por el brazo, y ella gritó. Al oír su voz, la atención de Blade
flaqueó, y Midnight saltó hacia un lado y desenvainó su espada. Blade atacó en seguida,
apuntando su arma directamente hacia Midnight.
El ladrón esquivó el golpe y respondió con un golpe cortante de abajo arriba. Blade
saltó hacia atrás y lanzó una estocada en dirección contraria, de arriba abajo. Los ladrones
salieron de sus escondrijos, pero se limitaron a animar a su cabecilla. Rene permanecía
quieto al lado del fuego, separado de su amo por una multitud de rufianes.
Olvidándose de su miedo, Oriel miró hacia abajo a los dos contendientes. Bailaban
cruzando el suelo del bosque, dispersando ladrones a su paso. Las llamas brillaban en las
hojas de las espadas, y vio a Midnight acometer contra Blade.
Blade se hizo a un lado y lanzó una estocada contra el arma de Midnight. El ladrón
liberó su espada y, sin detenerse, acometió de nuevo. Blade hizo girar su arma alrededor de
la de su oponente. Su espada envolvió la de Midnight en una maniobra mareante que hizo
que la espada del ladrón saliera disparada. Blade se lanzó hacia delante rápidamente y la
punta de su espada tocó la base del cuello de Midnight.
Un silencio repentino se hizo entre los ladrones. Algunos se volvieron hacia Rene,
pero éste había desaparecido. Blade sonrió a Midnight, que estaba sin aliento.
—Di a tus hombres que la bajen —dijo Blade.
—Creo que no lo haré, amigo mío. Quiero mi oro, y no creo que vayas a matarme.
—Me conoces, pero no del todo—dijo Blade—. Te cortaré la nariz.
—Y mis hombres te cortarán tu bonita cabeza.
En ese momento, Oriel decidió inclinar la balanza para resolver aquella situación.
Estaba sentada en una rama a la altura de los hombros de Willie. Lanzó la pierna y le dio
una patada en el estómago.
Willie gritó y cayó de espaldas, debatiéndose con los brazos. Desapareció, y al caer
fue rompiendo las ramas que encontraba a su paso, hasta que aterrizó en una rama gruesa
mucho más abajo. Después de la patada, Oriel se había vuelto a agarrar al tronco y había
escondido la cara. Otro silencio largo siguió al estrépito.
—¿Oriel?
—¿Señora?
Ella miró tímidamente por encima del brazo y vio a Blade y a Mid-night mirándola
con ojos desorbitados. Blade todavía mantenía a su enemigo a punta de espada. Volvió a
cerrar los ojos.
—Es culpa tuya, Midnight.
—¿Cómo iba a imaginar que tiraría a Willie del árbol?
—Si se cae, se matará, maldito seas.
Willie se quejó y Jack Midnight subió el tono de voz.
—Quiero mi oro.
—Quiero a mi dama.
Manteniendo los ojos cerrados, Oriel llamó a Blade.
—Sólo quiere algo para su vejez. Quiere dejar la delincuencia.
—Vos mantened la boca cerrada —gritó Jack Midnight.
—¿Tú? —dijo Blade—. Has estado ayudando a traidores, no recogiendo fondos
para tu retiro.
—No sé nada de traidores.
—¿Niegas haber servido a Leslie Richmond?
—Richmond y yo éramos socios, Blade. Ser un segundón sin blanca le hizo sentir
una gran antipatía por los señores, muy parecida a la mía. Me avisaba de cuándo iban a
pasar por el bosque, y yo les robaba. Compartíamos el botín.
—Eso no importa ahora —gritó Oriel—. Quiero bajar de aquí. Midnight indicó
hacia arriba con el brazo, señalando a Oriel.
—Tu bella dama quiere que la rescaten.
—Soy igual de idiota que la última vez que nos vimos. No más —dijo Blade—.
Oriel, bajad de ahí.
—Si pudiera, ¿creéis que estaría aquí abrazando a este maldito árbol? Midnight se inclinó
hacia Blade y le habló en un tono bajo y suave.
—Un buen dilema. Si bajas la guardia para ayudarla, yo me escaparé. Si la obligas a
bajar sola, es muy posible que se caiga —Midnight se rió suavemente—. Que se caiga y
muera a tus pies. ¿Qué eligís, oh, noble señor?
Ven, vive conmigo, y sé mi amor,
y descubriremos nuevos placeres
de arenas doradas, y arroyos cristalinos,
con forros de seda, y corchetes de plata.
—John Donne
Se fue y volvió con el boticario, que le dio a beber una infusión y le ordenó reposo.
La infusión le calmó el dolor de cabeza, y se durmió con Blade sosteniéndola. Cuando se
despertó, el crepúsculo lanzaba rayos de luz dorada a través de las ventanas de su
habitación. Ya no le dolía la cabeza, pero estaba sola.
¿Había soñado que él volvía a su lado? ¿Había vuelto a huir? Después de todo, se
había golpeado la cabeza. Quizá se había imaginado que él volvía en medio de un delirio.
El terror hizo que le diera un vuelco el corazón, y se sentó. Sintió un dolor agudo en la
cabeza, pero se olvidó de él, y fue tambaleándose por la habitación hasta la puerta.
Mientras caminaba, su miedo aumentaba. La había abandonado y volvía a estar sola,
sin su fuerza, ni su ingenio, ni su presencia mágica. Llegó a la puerta pensando que, si la
había abandonado, más le valía que la hubiera pisoteado con su semental. Abrió la
puerta de par en par, y un grupo de hombres que estaba en la habitación contigua se giró
a la vez para mirarla. Uno de ellos se separó del grupo y corrió hacia ella.
—Cbére, no debes ir corriendo por ahí de esta manera.
La cogió por los hombros, y ella lo sujetó por el jubón de piel con los dedos muy
apretados. Él le sonrió, sin darse cuenta de su preocupación, y la levantó del suelo con
cuidado. La llevó de vuelta a la cama y la depositó allí como si fuera una pieza de cristal
delicado.
George y Robert se asomaron a la puerta y le desearon una pronta recuperación, pero
una mirada de Blade les hizo retirarse y cerrar la puerta. El la cerró con llave y volvió a su
lado.
—Debéis descansar, chére. Ella le tocó la mejilla.
—Cantad para mí, entonces.
El la cogió de las manos e hizo lo que le pedía, pero en vez de adormecerse, su
voz resonó en todo su cuerpo. Oriel observó sus labios, deleitándose con su movimiento, y
dejó que su mirada recorriera su torso de arriba abajo, hasta llegar a sus muslos. Blade
dejó de cantar.
—Chére, no debes hacer eso.
—¿El qué?
—Mirarme así. Sacre Dieu, uno pensaría que lo aprendisteis en los dormitorios de
Amboise.
Se movió inquieto. Ella se fijó en cómo su cuerpo se ponía en tensión y sonrió. Blade
tragó saliva y sujetó las sábanas con las dos manos.
—Oriel, no.
Ella se incorporó y deslizó la mano debajo de su jubón y su camisa para tocar su
hombro desnudo. «Vencida por el deseo de un joven a causa de la labor de la suave
Afrodita».
—No estáis bien —dijo él, mientras le apartaba la mano del hombro.
Ella le envolvió el cuello con ambos brazos y se dejó caer hacia el lecho. Su peso lo
hizo descender encima de ella, y él se apoyó contra la cama con los brazos extendidos para
evitarlo. Ella respondió elevando su propio cuerpo para ir a su encuentro. Antes de que
sus labios se tocaran, él dijo:
—¿Estáis segura? No quiero haceros daño.
—Lo sé más que de sobras. Ahora besadme y acallad esa bonita voz, mi amor.
Él empezó a descender hacia ella.
—Como vos ordenéis, chére. En esto siempre estaré a vuestras órdenes.